Project Gutenberg's Hamlet, by William Shakespeare and L. Fern�ndez Morat�n This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org/license Title: Hamlet Drama en cinco actos Author: William Shakespeare L. Fern�ndez Morat�n Release Date: January 28, 2018 [EBook #56454] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK HAMLET *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images available at The Internet Archive)
DRAMA EN CINCO ACTOS
TRADUCCION DE LA OBRA
DE
G U I L L E R M O S H A K E S P E A R E
POR
L. FERNANDEZ MORATIN
CASA EDITORIAL MAUCCI
Gran medalla de oro en las Exposiciones de Viena de 1903, Madrid
1907, Budapest 1907, Londres 1913, Par�s 1913, y gran premio
en la de Buenos Aires 1910
Calle de Mallorca, n�m. 166
[1]
SHAKESPEARE
Personajes Acto Primero Acto II Acto III Acto IV Acto V |
PRINTED IN SPAIN
[2]
ES PROPIEDAD DE ESTA CASA EDITORIAL
[3]
CLAUDIO, rey de Dinamarca.
GERTRUDIS, reina de Dinamarca.
HAMLET, pr�ncipe.
FORTIMBRAS, pr�ncipe de Noruega.
La sombra del rey Hamlet.
POLONIO, sumiller de corps.
LAERTES, hijo de Polonio.
OFELIA, hija de Polonio.
HORACIO, amigo de Hamlet.
VOLTIMAN, |
CORNELIO, }
RICARDO, } cortesanos.
GUILLERMO, }
ENRIQUE, |
MARCELO, }
BERNARDO, } soldados.
FRANCISCO, }
REINALDO, criado de Polonio.
Dos embajadores de Inglaterra.
Un cura.
Un caballero.
Un capit�n.
Un guardia.
Un criado.
Dos marineros.
Dos sepultureros.
Cuatro c�micos.
Acompa�amiento de grandes, caballeros, damas, soldados, curas, c�micos, criados, etc.
La escena se representa en el palacio y ciudad de Elsingor, en sus cercan�as y en las fronteras de Dinamarca.
Francisco estar� pase�ndose haciendo centinela. Bernardo se va acercando hacia �l. Estos personajes y los de la escena siguiente estar�n armados con espada y lanza.
Bernardo.—�Qui�n est� ah�?
Francisco.—No: resp�ndame �l � m�. Det�ngase, y diga qui�n es...
Bernardo.—Viva el rey.
Francisco.—�Es Bernardo?
Bernardo.—El mismo.
Francisco.—T� eres el m�s puntual en venir � la hora.
Bernardo.—Las doce han dado ya; bien puedes ir � recogerte.
Francisco.—Te doy mil gracias por la mudanza. Hace un fr�o que penetra, y yo estoy delicado del pecho.
Bernardo.—�Has hecho tu guardia tranquilamente?
Francisco.—Ni un rat�n se ha movido.
Bernardo.—Muy bien. Buenas noches. Si encuentras � Horacio y Marcelo, mis compa�eros de guardia, diles que vengan presto.[6]
Francisco.—Me parece que los oigo... Alto ah�. �Eh! �Qui�n va?
Horacio.—Amigos de este pa�s.
Marcelo.—Y fieles vasallos del rey de Dinamarca.
Francisco.—Buenas noches.
Marcelo.—�Oh honrado soldado! P�salo bien. �Qui�n te relev� de la centinela?
Francisco.—Bernardo, que queda en mi lugar. Buenas noches.
(Vase Francisco. Marcelo y Horacio se acercan adonde est� Bernardo haciendo centinela).
Marcelo.—�Hola, Bernardo!
Bernardo.—�Qui�n est� ah�? �Es Horacio?
Horacio.—Un pedazo de �l.
Bernardo.—Bien venido, Horacio; Marcelo, bien venido.
Marcelo.—Y qu�, �se ha vuelto � aparecer aquella cosa esta noche?
Bernardo.—Yo nada he visto.
Marcelo.—Horacio dice que es aprensi�n nuestra, y nada quiere creer de cuanto le he dicho acerca de ese espantoso fantasma que hemos visto ya en dos ocasiones. Por eso le he rogado que se venga � la guardia con nosotros, para que si esta noche vuelve el aparecido, pueda dar cr�dito � nuestros ojos, y le hable si quiere.
Horacio.—�Qu�! No, no vendr�.
Bernardo.—Sent�monos un rato, y deja que asaltemos de nuevo tus o�dos con el suceso que tanto repugnan oir, y que en dos noches seguidas hemos ya presenciado nosotros.
Horacio.—Muy bien: sent�monos, y oigamos lo que Bernardo nos cuente. (Si�ntanse los tres).
Bernardo.—La noche pasada, cuando esa misma estrella que est� al occidente del polo hab�a hecho ya su carrera para iluminar aquel espacio del cielo[7] donde ahora resplandece, Marcelo y yo, � tiempo que el reloj daba la una...
Marcelo.—Chit. Calla; m�rale por d�nde viene otra vez.
(Se aparece � un extremo del teatro la sombra del rey Hamlet armado de todas armas, con un manto real, yelmo en la cabeza, y la visera alzada. Los soldados y Horacio se levantan despavoridos).
Bernardo.—Con la misma figura que ten�a el difunto rey.
Marcelo.—Horacio, t� que eres hombre de estudios, h�blale.
Bernardo.—�No se parece todo al rey? M�rale, Horacio.
Horacio.—Muy parecido es... Su vista me conturba con miedo y asombro.
Bernardo.—Querr� que le hablen.
Marcelo.—H�blale, Horacio.
Horacio (se encamina hacia donde est� la sombra).—�Qui�n eres t�, que as� usurpas este tiempo � la noche, y esa presencia noble y guerrera que tuvo un d�a la majestad del soberano dinamarqu�s que yace en el sepulcro? Habla: por el cielo te lo pido.
(Vase la sombra � paso lento).
Marcelo.—Parece que est� irritado.
Bernardo.—�Ves? Se va como despreci�ndonos.
Horacio.—Det�nte, habla. Yo te lo mando, habla.
Marcelo.—Ya se fu�. No quiere responderos.
Bernardo.—�Qu� tal, Horacio? T� tiemblas, y has perdido el color. �No es esto algo m�s que aprensi�n? �Qu� te parece?
Horacio.—Por Dios, que nunca lo hubiera cre�do sin la sensible y cierta demostraci�n de mis propios ojos.
Marcelo.—�No es enteramente parecido al rey?
Horacio.—Como t� � ti mismo. Y tal era el arn�s de que iba ce�ido cuando pele� con el ambicioso rey de Noruega; y as� le v� arrugar ce�udo la frente cuando en una alteraci�n col�rica hizo caer al de Polonia sobre el hielo, de un solo golpe... �Extra�a aparici�n es �sta!
Marcelo.—Pues de esa manera, y � esta misma[8] hora de la noche, se ha paseado dos veces con adem�n guerrero delante de nuestra guardia.
Horacio.—Yo no comprendo el fin particular con que esto sucede; pero en mi ruda manera de pensar, pronostica alguna extraordinaria mudanza � nuestra naci�n.
Marcelo.—Ahora bien, sent�monos (si�ntanse); y decidme, cualquiera de vosotros que lo sepa, �por qu� fatigan todas las noches � los vasallos con estas guardias tan penosas y vigilantes? �Para qu� es esta fundici�n de ca�ones de bronce, y este acopio extranjero de m�quinas de guerra? �A qu� fin esa multitud de carpinteros de marina, precisados � un af�n molesto, que no distingue el domingo de lo restante de la semana? �Qu� causas puede haber para que sudando el trabajador apresurado junte las noches � los d�as? �Qui�n de vosotros podr� dec�rmelo?
Horacio.—Yo te lo dir�, � � lo menos los rumores que sobre esto corren. Nuestro �ltimo rey (cuya imagen acaba de aparec�rsenos) fu� provocado a combate, como ya sab�is, por Fortimbr�s de Noruega, estimulado �ste de la m�s orgullosa emulaci�n. En aquel desaf�o, nuestro valeroso Hamlet (que tal renombre alcanz� en la parte del mundo que nos es conocida) mat� � Fortimbr�s, el cual por un contrato sellado y ratificado seg�n el fuero de las armas, ced�a al vencedor (dado caso que muriese en la pelea) todos aquellos pa�ses que estaban bajo su dominio. Nuestro rey se oblig� tambi�n � cederle una porci�n equivalente, que hubiera pasado a manos de Fortimbr�s, como herencia suya, si hubiese vencido; as� como, en virtud de aquel convenio y de los art�culos estipulados, recay� todo en Hamlet. Ahora el joven Fortimbr�s, de un car�cter fogoso, falto de experiencia y lleno de presunci�n, ha ido recogiendo de aqu� y de all� por las fronteras de Noruega una turba de gente resuelta y perdida, � quien la necesidad de comer determina � intentar empresas que piden valor; y seg�n claramente vemos, su fin no es otro que el de recobrar con violencia y � fuerza de armas los mencionados pa�ses que perdi� su padre. Este es, en mi dictamen,[9] el motivo principal de nuestras prevenciones, el de esta guardia que hacemos, y la verdadera causa de la agitaci�n y movimiento en que toda la naci�n est�.
Bernardo.—Si no es �sa, ya no alcanzo cu�l puede ser... Y en parte lo confirma la visi�n espantosa que se ha presentado armada en nuestro puesto con la figura misma del rey que fu� y es todav�a el autor de estas guerras.
Horacio.—Es por cierto una mota que turba los ojos del entendimiento. En la �poca m�s gloriosa y feliz de Roma, poco antes que el poderoso C�sar cayese, quedaron vac�os los sepulcros, y los amortajados cad�veres vagaron por las calles de la ciudad gimiendo en voz confusa; las estrellas resplandecieron con encendidas colas, cay� lluvia de sangre, se ocult� el sol entre celajes funestos, y el h�medo planeta, cuya influencia gobierna el imperio de Neptuno, padeci� eclipse, como si el fin del mundo hubiese llegado. Hemos visto ya iguales anuncios de sucesos terribles, precursores que avisan los futuros destinos: el cielo y la tierra juntos los han manifestado � nuestro pa�s y � nuestra gente... Pero... silencio... �Veis?... All�... Otra vez vuelve... (Vuelve � salir la sombra por otro lado. Se levantan los tres, y echan mano � las lanzas. Horacio se encamina hacia la sombra, y los otros dos siguen detr�s). Aunque el terror me hiela, yo le quiero salir al encuentro... Det�nte, fantasma. Si puedes articular sonidos, si tienes voz, h�blame. Si all� donde est�s puedes recibir alg�n beneficio para tu descanso y mi perd�n, h�blame. Si sabes los hados que amenazan � tu pa�s, los cuales felizmente previstos puedan evitarse, �ay! habla... O si acaso durante tu vida acumulaste en las entra�as de la tierra mal habidos tesoros, por lo que se dice que vosotros, infelices esp�ritus, despu�s de la muerte vag�is inquietos, decl�ralo... det�nte y habla... Marcelo, det�nle...
(Canta un gallo � lo lejos, y empieza � retirarse la sombra; los soldados quieren detenerla haciendo uso de las lanzas: pero la sombra los evita, y desaparece con prontitud).
Marcelo.—�Le dar� con mi lanza?[10]
Horacio.—S�, hi�rele, si no quiere detenerse.
Bernardo.—Aqu� est�.
Horacio.—Aqu�.
Marcelo.—Se ha ido. Nosotros le ofendemos, siendo �l un soberano, en hacer demostraciones de violencia. Bien que, seg�n parece, es invulnerable como el aire, y nuestros esfuerzos vanos y cosa de burla.
Bernardo.—El iba ya � hablar cuando el gallo cant�.
Horacio.—Es verdad, y al punto se estremeci� como el delincuente apremiado con terrible precepto. Yo he o�do decir que el gallo, trompeta de la ma�ana, hace despertar al dios del d�a con la alta y aguda voz de su garganta sonora, y que � este anuncio todo extra�o esp�ritu errante por la tierra � el mar, el fuego � el aire, huye � su centro; y el fantasma que hemos visto acaba de confirmar la certeza de esta opini�n.
(Empieza � iluminarse lentamente el teatro).
Marcelo.—En efecto, desapareci� al cantar el gallo. Algunos dicen que cuando se acerca el tiempo en que se celebra el nacimiento de nuestro Redentor, este p�jaro matutino canta toda la noche, y que entonces ning�n esp�ritu se atreve � salir de su morada; las noches son saludables, ning�n planeta influye siniestramente, ning�n maleficio produce efecto, ni las hechiceras tienen poder para sus encantos: �tan sagrados son y tan felices aquellos d�as!
Horacio.—Yo tambi�n lo tengo entendido as�, y en parte lo creo. Pero ved c�mo ya la ma�ana, cubierta con la rosada t�nica, viene pisando el roc�o de aquel alto monte oriental. Demos fin � la guardia, y soy de opini�n que digamos al joven Hamlet lo que hemos visto esta noche; porque yo os prometo que este esp�ritu hablar� con �l, aunque ha sido para nosotros mudo. �No os parece que le demos esta noticia, indispensable en nuestro celo y tan propia de nuestra obligaci�n?
Marcelo.—S�, s�, hag�moslo. Yo s� en d�nde le hallaremos esta ma�ana con m�s seguridad.[11]
CLAUDIO, GERTRUDIS, HAMLET, POLONIO, LAERTES, VOLTIMAN, CORNELIO, caballeros, damas y acompa�amiento.
Claudio.—Aunque la muerte de mi querido hermano Hamlet est� todav�a tan reciente en nuestra memoria, que obliga � mantener en tristeza los corazones, y � que en todo el reino s�lo se observe la imagen del dolor, con todo eso, tanto ha combatido en m� la raz�n � la naturaleza, que he conservado un prudente sentimiento de su p�rdida, junto con la memoria de lo que � nosotros nos debemos. A este fin he recibido por esposa � la que un tiempo fu� mi hermana y hoy reina conmigo, compa�era en el trono de esta belicosa naci�n; si bien estas alegr�as son imperfectas, pues en ellas se han unido � la felicidad las l�grimas, las fiestas � la pompa f�nebre, los c�nticos de muerte � los epitalamios de himeneo, pesados en igual balanza el placer y la aflicci�n. Ni hemos dejado de seguir los dict�menes de vuestra prudencia, que en esta ocasi�n ha procedido con absoluta libertad, de lo cual os quedo muy agradecido. Ahora falta deciros que el joven Fortimbr�s, estim�ndome en poco, � presumiendo que la reciente muerte de mi querido hermano habr� producido en el reino trastorno y desuni�n, fiado en esta so�ada superioridad, no ha cesado de importunarme con mensajes, pidi�ndome le restituya aquellas tierras que perdi� su padre, y adquiri� mi valeroso hermano con todas las formalidades de la ley. Basta ya lo que de �l he dicho. Por lo que � m� toca, y en cuanto al objeto que hoy nos reune, v�isle aqu�: Escribo al rey de Noruega, t�o del joven Fortimbr�s, que doliente y postrado en el lecho apenas tiene noticia de los proyectos de su sobrino, � fin de que le impida llevarlos adelante; pues tengo ya exactos informes de la gente que levanta contra m�, su cali[12]dad, su n�mero y fuerzas. Prudente Cornelio, y t�, Voltiman, vosotros saludar�is en mi nombre al anciano rey; aunque no os doy facultad personal para celebrar con �l tratado alguno que exceda los l�mites expresados en estos art�culos. (Les da unas cartas). Id con Dios, y espero que manifestar�is en vuestra diligencia el celo de servirme.
Voltiman.—En �sta y cualquiera otra comisi�n os daremos pruebas de nuestro respeto.
Claudio.—No lo dudar�. El cielo os guarde.
Claudio.—Y t�, Laertes, �qu� solicitas? Me has hablado de una pretensi�n: �no me dir�s cu�l sea? En cualquiera cosa justa que pidas al rey de Dinamarca, no ser� vano el ruego. �Ni qu� podr�s pedirme, que no sea m�s ofrecimiento m�o que demanda tuya? No es m�s adicto � la cabeza el coraz�n, ni m�s pronta la mano en servir � la boca, que lo es el trono de Dinamarca para con tu padre. En fin, �qu� pretendes?
Laertes.—Respetable soberano, solicito la gracia de vuestro permiso para volver � Francia. De all� he venido voluntariamente � Dinamarca � manifestaros mi leal afecto, con motivo de vuestra coronaci�n; pero ya cumplida esta deuda, fuerza es confesaros que mis ideas y mi inclinaci�n me llaman de nuevo � aquel pa�s, y espero de vuestra mucha bondad esta licencia.
Claudio.—�Has obtenido ya la de tu padre? �Qu� dices, Polonio?
Polonio.—A fuerza de importunaciones ha logrado arrancar mi tard�o consentimiento. Al verle tan inclinado, firm� �ltimamente la licencia de que se vaya, aunque � pesar m�o, y os ruego, se�or, que se la conced�is.
Claudio.—Elige el tiempo que te parezca m�s oportuno para salir, y haz cuanto gustes y sea m�s[13] conducente � tu felicidad. �Y t�, Hamlet, mi deudo, mi hijo!
Hamlet.—Algo m�s que deudo y menos que amigo.
Claudio.—�Qu� sombras de tristeza te cubren siempre?
Hamlet.—Al contrario, se�or: estoy demasiado � la luz.
Gertrudis.—Mi buen Hamlet, no as� tu semblante manifieste aflicci�n; v�ase en �l que eres amigo de Dinamarca: ni siempre con abatidos p�rpados busques entre el polvo � tu generoso padre. T� lo sabes, com�n es � todos; el que vive debe morir, pasando de la naturaleza � la eternidad.
Hamlet.—S�, se�ora, � todos es com�n.
Gertrudis.—Pues si lo es, �por qu� aparentas tan particular sentimiento?
Hamlet.—�Aparentar? No, se�ora, yo no s� aparentar. Ni el color negro de este manto, ni el traje acostumbrado en solemnes lutos, ni los interrumpidos sollozos, ni en los ojos un abundante r�o, ni la dolorida expresi�n del semblante, junto con las f�rmulas, los ademanes, las exterioridades de sentimiento, bastar�n por s� solos, mi querida madre, � manifestar el verdadero afecto que me ocupa el �nimo. Estos signos aparentan, es verdad, pero son acciones que un hombre puede fingir... Aqu� (toc�ndose el pecho), aqu� dentro tengo lo que es m�s que apariencia: lo restante no es otra cosa que atav�os y adornos del dolor.
Claudio.—Bueno y laudable es que tu coraz�n pague � un padre esa l�gubre deuda, Hamlet; pero no debes ignorarlo: tu padre perdi� un padre tambi�n, y aqu�l perdi� el suyo. El que sobrevive limita la filial obligaci�n de su obsequiosa tristeza � un cierto t�rmino; pero continuar en interminable desconsuelo es una conducta de obstinaci�n imp�a. Ni es natural en el hombre tan permanente afecto, que anuncia una voluntad rebelde � los decretos de la Providencia, un coraz�n d�bil, un alma ind�cil, un talento limitado y falto de luces. �Ser� bien que el coraz�n padezca, queriendo neciamente resistir � lo que es y debe ser inevitable? �� lo que es tan com�n como cualquiera de las cosas que m�s �[14] menudo hieren nuestros sentidos? Este es un delito contra el cielo, contra la muerte, contra la naturaleza misma; es hacer una injuria absurda � la raz�n, que nos da en la muerte de nuestros padres la m�s frecuente de sus lecciones, y que nos est� diciendo desde el primero de los hombres hasta el �ltimo que hoy espira: �mortales, ved aqu� vuestra irrevocable suerte.� Modera, pues, yo te lo ruego, esa in�til tristeza; considera que tienes un padre en m�, puesto que debe ser notorio al mundo que t� eres la persona m�s inmediata � mi trono, y que te amo con el afecto m�s puro que puede tener � su hijo un padre. Tu resoluci�n de volver � los estudios de Witemberga es la m�s opuesta � nuestro deseo, y antes bien te pedimos que desistas de ella, permaneciendo aqu� estimado y querido � vista nuestra, como el primero de mis cortesanos, mi pariente y mi hijo.
Gertrudis.—Yo te ruego, Hamlet, que no vayas � Witemberga: qu�date con nosotros. No sean vanas las s�plicas de tu madre.
Hamlet.—Obedeceros en todo ser� siempre mi primer conato.
Claudio.—Por esa afectuosa y plausible respuesta quiero que seas otro yo en el imperio dan�s. Venid, se�ora. La sincera y fiel condescendencia de Hamlet ha llenado de alegr�a mi coraz�n. En aplauso de este acontecimiento no celebrar� hoy Dinamarca festivos brindis, sin que lo anuncie � las nubes el ca��n robusto, y el cielo retumbe muchas veces � las aclamaciones del rey, repitiendo el trueno de la tierra. Venid.
�Oh, si esta demasiado s�lida masa de carne pudiera ablandarse y liquidarse disuelta en lluvia de l�grimas, � el Todopoderoso no asestara el ca��n contra el homicida de s� mismo! �Oh Dios! �oh Dios m�o! �Cu�n fatigado ya de todo, juzgo molestos, in[15]s�pidos y vanos los placeres del mundo! Nada, nada quiero de �l: es un campo inculto y rudo, que s�lo abunda en frutos groseros y amargos. �Que esto haya llegado � suceder � los dos meses que �l ha muerto!... No, ni tanto; aun no h� dos meses. Aquel excelente rey que fu�, comparado con �ste, como con un s�tiro, Hiperi�n; tan amante de mi madre, que ni � los aires celestes permit�a llegar atrevidos � su rostro. �Oh cielo y tierra!... �para qu� conservo la memoria? Ella, que se le mostraba tan amorosa como si en la posesi�n hubieran crecido sus deseos. Y no obstante, en un mes... �ah! no quisiera pensar en esto. �Fragilidad, t� tienes nombre de mujer! En el corto espacio de un mes, y aun antes de romper los zapatos con que, semejante � Niobe, ba�ada en l�grimas, acompa�� el cuerpo de mi triste padre... s�, ella, ella misma... �Cielos! una fiera, incapaz de raz�n y discurso, hubiera mostrado aflicci�n m�s durable. Se ha casado, en fin, con mi t�o, hermano de mi padre; pero no m�s parecido � �l, que yo lo soy � H�rcules. En un mes... enrojecidos a�n los ojos con el p�rfido llanto, se cas�. �Ah delincuente precipitaci�n, ir � ocupar con tal diligencia un lecho incestuoso! Ni esto es bueno, ni puede producir bien. Pero hazte pedazos, coraz�n m�o, que mi lengua debe reprimirse.
Horacio.—Buenos d�as, se�or.
Hamlet.—Me alegro de verte bueno... �Es Horacio, � me he olvidado de m� propio?
Horacio.—El mismo soy, y siempre vuestro humilde criado.
Hamlet.—Mi buen amigo, yo quiero trocar contigo ese t�tulo que te das. �A qu� has venido de Witemberga?... �Ah, Marcelo!
Marcelo.—Se�or.
Hamlet.—Mucho me alegro de verte con salud tambi�n. Pero, la verdad, �a qu� has venido de Witemberga?[16]
Horacio.—Se�or... deseos de holgarme.
Hamlet.—No quiera oir de boca de tu enemigo otro tanto; ni podr�s forzar mis o�dos � que admitan una disculpa que te ofende. Yo s� que no eres desaplicado. Pero dime, �qu� asuntos tienes en Elsingor? Aqu� te ense�aremos � ser gran bebedor antes que te vuelvas.
Horacio.—He venido � ver los funerales de vuestro padre.
Hamlet.—No se burle de m�, por Dios, se�or condisc�pulo. Yo creo que habr�s venido � las bodas de mi madre.
Horacio.—Es verdad: �como se han celebrado inmediatamente!
Hamlet.—Econom�a, Horacio, econom�a. Aun no se hab�an enfriado los manjares cocidos para el convite del duelo, cuando se sirvieron en las mesas de la boda... �Oh! yo quisiera haberme hallado en el cielo con mi mayor enemigo, antes que haber visto aquel d�a. �Mi padre!... me parece que veo � mi padre.
Horacio.—�En d�nde, se�or?
Hamlet.—Con los ojos del alma, Horacio.
Horacio.—Alguna vez le v�. Era un buen rey.
Hamlet.—Era un hombre tan cabal en todo, que no espero hallar otro semejante.
Horacio.—Se�or, yo creo que le v� anoche.
Hamlet.—�Le viste? �A qui�n?
Horacio.—Al rey vuestro padre.
Hamlet.—�Al rey mi padre?
Horacio.—Prestadme o�do atento, suspendiendo un rato vuestra admiraci�n, mientras os refiero este caso maravilloso, apoyado con el testimonio de estos caballeros.
Hamlet.—S�, por Dios, d�melo.
Horacio.—Estos dos se�ores, Marcelo y Bernardo, le hab�an visto dos veces hall�ndose de guardia, como � la mitad de la profunda noche. Una figura semejante � vuestro padre, armado seg�n �l sol�a de pi�s a cabeza, se les puso delante, caminando grave, tardo y majestuoso por donde ellos estaban. Tres veces pas� de esta manera ante sus ojos, que [17]oprim�a el pavor, acerc�ndose hasta donde ellos pod�an alcanzar con sus lanzas; pero d�biles y casi helados con el miedo, permanecieron mudos sin osar hablarle. Di�ronme parte de este secreto horrible; voime a la guardia con ellos la tercera noche, y all� encontr� ser cierto cuanto me hab�an dicho, as� en la hora como en la forma y circunstancias de aquella aparici�n. La sombra volvi� en efecto. Yo conoc� � vuestro padre, y es tan parecido � �l, como lo son entre s� estas dos manos m�as.
Hamlet.—�Y en d�nde fu� eso?
Marcelo.—En la muralla de palacio, donde est�bamos de centinela.
Hamlet.—�Y no le hablasteis?
Horacio.—S�, se�or, yo le habl�; pero no me di� respuesta alguna. No obstante, una vez me parece que alz� la cabeza haciendo con ella un movimiento, como si fuese a hablarme; pero al mismo tiempo se oy� la aguda voz del gallo matutino, y al sonido huy� con presta fuga desapareciendo de nuestra vista.
Hamlet.—�Es cosa bien admirable!
Horacio.—Y tan cierta como mi existencia. Nosotros hemos cre�do que era obligaci�n nuestra avisaros de ello, mi venerable pr�ncipe.
Hamlet.—S�, amigos, s�... pero esto no me llena de turbaci�n. �Est�is de centinela esta noche?
Todos.—S�, se�or.
Hamlet.—�Dec�s que iba armado?
Todos.—S�, se�or, armado.
Hamlet.—�De la frente al pie?
Todos.—S�, se�or, de pies � cabeza.
Hamlet.—Luego no le visteis el rostro.
Horacio.—Le vimos, porque tra�a la visera alzada.
Hamlet.—Y qu�, �parec�a que estaba irritado?
Horacio.—M�s anunciaba su semblante el dolor, que la ira.
Hamlet.—�P�lido, � encendido?
Horacio.—No, muy p�lido.
Hamlet.—�Y fijaba la vista en vosotros?
Horacio.—Constantemente.
Hamlet.—Yo hubiera querido hallarme all�.
Horacio.—Mucho pavor os hubiera causado.[18]
Hamlet.—S�, es verdad, s�... �Y permaneci� mucho tiempo?
Horacio.—El que puede emplearse en contar desde uno hasta ciento con moderada diligencia.
Marcelo.—M�s, m�s estuvo.
Horacio.—Cuando yo le v�, no.
Hamlet.—La barba blanca, �eh?
Horacio.—S�, se�or, como yo se la hab�a visto, cuando viv�a, de un color ceniciento.
Hamlet.—Quiero ir esta noche con vosotros al puesto, por si acaso vuelve.
Horacio.—�Oh! s� volver�, yo os lo aseguro.
Hamlet.—Si �l se me presenta en la figura de mi noble padre, yo le hablar�, aunque el infierno mismo abriendo sus entra�as, me impusiera silencio. Yo os pido � todos, que as� como hasta ahora hab�is callado a los dem�s lo que visteis, de hoy en adelante lo ocult�is con el mayor sigilo; y sea cual fuere el suceso de esta noche, fiadlo al pensamiento, pero no a la lengua; yo sabr� remunerar vuestro celo. Dios os guarde, amigos. Entre once y doce ir� � buscaros � la muralla.
Todos.—Nuestra obligaci�n es serviros.
Hamlet.—S�, conservadme vuestro amor, y estad seguros del m�o. Adi�s. (Vanse los tres.) El esp�ritu de mi padre... con armas... no es esto bueno. Recelo alguna maldad. �Oh, si la noche hubiese ya llegado! Esper�mosla tranquilamente, alma m�a. Las malas acciones, aunque toda la tierra las oculte, se descubren al fin � la vista humana.
Laertes.—Ya tengo todo mi equipaje � bordo. Adi�s, hermana, y cuando los vientos sean favorables y seguro el paso del mar, no te descuides en darme nuevas de ti.[19]
Ofelia.—�Puedes dudarlo?
Laertes.—Por lo que hace al fr�volo obsequio de Hamlet, debes considerarle como una mera cortesan�a, un hervor de la sangre, una violeta que en la primavera juvenil de la naturaleza se adelanta � vivir, y no permanece; hermosa, no durable; perfume de un momento, y nada m�s.
Ofelia.—�Nada m�s?
Laertes.—Pienso que no; porque no s�lo en nuestra juventud se aumentan las fuerzas y tama�o del cuerpo, sino que las facultades interiores del talento y del alma crecen tambi�n con el templo en que ella reside. Puede ser que �l te ame ahora con sinceridad, sin que manche borr�n alguno la pureza de su intenci�n; pero debes temer al considerar su grandeza, que no tiene voluntad propia, y que vive sujeto � obrar seg�n � su nacimiento corresponde. El no puede, como una persona vulgar, elegir por s� mismo, puesto que de su elecci�n depende la salud y la prosperidad de todo un reino; y ve aqu� por qu� esta elecci�n debe arreglarse a la condescendencia un�nime de aquel cuerpo de quien es cabeza. As� pues, cuando �l diga que te ama, ser� prudencia en ti no darle cr�dito, reflexionando que en el alto lugar que ocupa, nada puede cumplir de lo que promete, sino aquello que obtenga el consentimiento de la parte m�s principal de Dinamarca. Considera cu�l p�rdida padecer�a tu honor, si con demasiada credulidad dieras o�dos � su voz lisonjera, perdiendo la libertad del coraz�n, � facilitando � sus instancias impetuosas el tesoro de tu honestidad. Teme, Ofelia; teme, querida hermana; no sigas inconsiderada tu inclinaci�n; huye el peligro, coloc�ndote fuera de tiro de los amorosos deseos. La doncella m�s honesta es libre en exceso, si descubre su belleza al rayo de la luna. La virtud misma no puede librarse de los golpes de la calumnia. Muchas veces el insecto roe las flores hijas del verano, aun antes que su bot�n se rompa; y al tiempo que la aurora matutina de la juventud esparce su blando roc�o, los vientos mort�feros son m�s frecuentes. Conviene pues no omitir precauci�n alguna, pues la mayor seguridad estriba en el temor[20] prudente. La juventud, aun cuando nadie la combata, halla en s� misma su propio enemigo.
Ofelia.—Yo conservar� para defensa de mi coraz�n tus saludables m�ximas. Pero, mi buen hermano, mira no hagas t� lo que algunos r�gidos pastores hacen, mostrando �spero y espinoso el camino del cielo, mientras como imp�os y abandonados disolutos pisan ellos la senda florida de los placeres, sin cuidarse de practicar su propia doctrina.
Laertes.—�Oh! no lo receles. Yo me detengo demasiado; pero all� viene mi padre: pues la ocasi�n es favorable, me despedir� de �l otra vez. Su bendici�n repetida ser� un nuevo consuelo para m�.
Polonio.—�A�n est�s aqu�? �Qu� mala verg�enza! A bordo, � bordo; el viento impele ya por la popa tus velas, y � ti solo aguardan. Recibe mi bendici�n, y procura imprimir en la memoria estos pocos preceptos: No publiques con facilidad lo que pienses, ni ejecutes cosa no bien premeditada primero. Debes ser afable, pero no vulgar en el trato. Une � tu alma con v�nculos de acero aquellos amigos que adoptaste despu�s de examinada su conducta; pero no acaricies con mano pr�diga � los que acaban de salir del cascar�n y a�n est�n sin plumas. Huye siempre de mezclarte en disputas; pero una vez metido en ellas, obra de manera que tu contrario huya de ti. Presta el o�do � todos, y � pocos la voz. Oye las censuras de los dem�s; pero reserva tu propia opini�n. Sea tu vestido tan costoso cuanto tus facultades lo permitan, pero no afectado en su hechura; rico, no extravagante; porque el traje dice por lo com�n qui�n es el sujeto, y los caballeros y principales se�ores franceses tienen el gusto muy delicado en esta materia. Procura no dar ni pedir prestado � nadie; porque el que presta suele perder � un tiempo el dinero y el amigo, y el que se acostumbra � pedir prestado falta al esp�ritu[21] de econom�a y buen orden que nos es tan �til. Pero sobre todo, usa de ingenuidad contigo mismo, y no podr�s ser falso con los dem�s: consecuencia tan necesaria como que la noche suceda al d�a. Adi�s, y �l permita que mi bendici�n haga fructificar en ti esos consejos.
Laertes.—Humildemente os pido vuestra licencia.
(Se arrodilla y besa la mano � Polonio.)
Polonio.—S�, el tiempo te est� convidando, y tus criados esperan; v�te.
Laertes.—Adi�s, Ofelia (abraz�ndose Ofelia y Laertes) y acu�rdate bien de lo que te he dicho.
Ofelia.—En mi memoria queda guardado, y t� mismo tendr�s la llave.
Laertes.—Adi�s.
Polonio.—�Y qu� es lo que te ha dicho, Ofelia?
Ofelia.—Si gust�is de saberlo, cosas relativas al pr�ncipe Hamlet.
Polonio.—Bien pensado, en verdad. Me han dicho que de poco tiempo � esta parte te ha visitado varias veces privadamente, y que t� le has admitido con mucha complacencia y libertad. Si esto es as� (como me lo han asegurado, � fin de que prevenga el riesgo), debo advertirte que no te has portado con aquella delicadeza que corresponde � una hija m�a y � tu propio honor. �Qu� es lo que ha pasado entre los dos? Dime la verdad.
Ofelia.—Ultimamente me ha declarado con mucha ternura su amor.
Polonio.—�Amor! �ah! T� hablas como una muchacha loquilla y sin experiencia en circunstancias tan peligrosas. �Ternura la llamas! �Y t� das cr�dito � esa ternura?
Ofelia.—Yo, se�or, ignoro lo que debo creer.
Polonio.—En efecto es as�, y yo quiero ense��rtelo. Piensa bien, que eres una ni�a, que has recibido por verdadera paga esas ternuras que no son[22] moneda corriente. Est�mate en m�s � ti propia; pues si te aprecias en menos de lo que vales (por seguir la comenzada alusi�n), har�s que pierda el entendimiento.
Ofelia.—El me ha requerido de amores, es verdad; pero siempre con una apariencia honesta, que...
Polonio.—S�, por cierto; apariencia puedes llamarla. �Y bien? Prosigue.
Ofelia.—Y autoriz� cuanto me dec�a con los m�s sagrados juramentos.
Polonio.—S�, �sas son redes para coger codornices. Yo s� muy bien, cuando la sangre hierve, con cu�nta prodigalidad presta el alma juramentos � la lengua; pero son rel�mpagos, hija m�a, que dan m�s luz que calor: �stos y aqu�llos se apagan pronto, y no debes tomarlos por fuego verdadero, ni aun en el instante mismo en que parece que sus promesas van � efectuarse. De hoy en adelante cuida de ser m�s avara de tu presencia virginal; pon tu conversaci�n � precio m�s alto, y no � la primera insinuaci�n admitas coloquios. Por lo que toca al pr�ncipe, debes creer de �l solamente que es un joven, y que si una vez afloja las riendas, pasar� m�s all� de lo que t� le puedes permitir. En suma, Ofelia, no creas sus palabras, que son fementidas, ni es verdadero el color que aparenta; son intercesoras de profanos deseos; y si parecen sagrados y piadosos votos, es s�lo para enga�ar mejor. Por �ltimo, te digo claramente, que de hoy m�s no quiero que pierdas los momentos ociosos en hablar ni mantener conversaci�n con el pr�ncipe. Cuidado con hacerlo as�; yo te lo mando. Vete � tu aposento.
Ofelia.—As� lo har�, se�or.
Hamlet.—El aire es fr�o y sutil en demas�a.
Horacio.—En efecto, es agudo y penetrante.
Hamlet.—�Qu� hora es ya?[23]
Horacio.—Me parece que aun no son las doce.
Marcelo.—No, ya han dado.
Horacio.—No las he o�do. Pues en tal caso ya est� cerca el tiempo en que el muerto suele pasearse. Pero �qu� significa este ruido, se�or?
(Suena � lo lejos m�sica de clarines y timbales.)
Hamlet.—Esta noche se huelga el rey, pas�ndola desvelado en un banquete con gran vocer�a y traspi�s de embriaguez; y a cada copa del Rhin que bebe, los timbales y trompetas anuncian con estr�pito sus victoriosos brindis.
Horacio.—�Se acostumbra eso aqu�?
Hamlet.—S� se acostumbra; pero aunque he nacido en este pa�s y estoy hecho � sus estilos, me parece que ser�a m�s decoroso quebrantar esta costumbre que seguirla. Un exceso tal, que embrutece el entendimiento, nos infama � los ojos de las otras naciones desde oriente � occidente. Nos llaman ebrios; manchan nuestro nombre con este dictado afrentoso, y en verdad que �l solo, por m�s que poseamos en alto grado otras buenas cualidades, basta � empa�ar el lustre de nuestra reputaci�n. As� acontece frecuentemente a los hombres. Cualquier defecto natural en ellos, sea de nacimiento, del cual no son culpables (puesto que nadie puede escoger su origen), sea cualquier desorden ocurrido en su temperamento, que muchas veces rompe los l�mites y reparos de la raz�n, � sea cualquier h�bito que se aparta demasiado de las costumbres recibidas, llevando estos hombres consigo el signo de un solo defecto que imprimi� en ellos la naturaleza � el acaso, aunque sus virtudes fuesen tantas cuantas es concedido � un mortal, y tan puras como la bondad celeste, ser�n, no obstante, amancilladas en el concepto p�blico por aquel �nico vicio que las acompa�a; un solo adarme de mezcla quita el valor al m�s precioso metal, y le envilece.
Horacio.—�Veis, se�or? ya viene.
(Apar�cese la sombra del rey Hamlet hacia el fondo del teatro. Hamlet al verla se retira lleno de horror, y despu�s se encamina hacia ella.)
Hamlet.—�Angeles, y ministros de piedad, defendednos! Ya seas alma dichosa � condenada visi�n, traigas contigo aura celestial � ardores del infierno, sea malvada � ben�fica intenci�n la tuya, en tal forma te me presentas, que es necesario que yo te hable. S�, te he de hablar... Hamlet, mi rey, mi padre, soberano de Dinamarca... �Oh! resp�ndeme, no me atormentes con la duda. Dime, �por qu� tus venerables huesos, ya sepultados, han roto su vestidura f�nebre? �Por qu� el sepulcro, donde te dimos urna pac�fica te ha echado de s�, abriendo sus senos que cerraban pesados m�rmoles? �Cu�l puede ser la causa de que tu difunto cuerpo, del todo armado, vuelva otra vez � ver los rayos p�lidos de la luna, a�adiendo � la noche horror? �y que nosotros, ignorantes y d�biles por naturaleza, padezcamos agitaci�n espantosa con ideas que exceden � los alcances de nuestra raz�n? D�, �por qu� es esto? �por qu�? � �qu� debemos hacer nosotros?
Horacio.—Os hace se�as de que le sig�is, como si deseara comunicaros algo � solas.
Marcelo.—Ved con qu� expresivo adem�n os indica que le acompa��is � lugar m�s remoto; pero no hay que ir con �l.
Horacio.—No, por ning�n motivo.
Hamlet.—Si no quiere hablar, habr� de seguirle.
Horacio.—No hag�is tal, se�or.
Hamlet.—�Y por qu� no? �Qu� temores debo tener? Yo no estimo la vida en nada, y � mi alma �qu� puede �l hacerle, siendo como �l mismo cosa inmortal?... Otra vez me llama... Voile a seguir.
Horacio.—Pero, se�or, si os arrebata al mar o � la espantosa cima de ese monte, levantado sobre los pe�ascos que baten las ondas, y all� tomase alguna otra forma horrible, capaz de impediros el uso de raz�n, y enajenarla con frenes�... �Ay! ved lo que hac�is. El lugar solo inspira ideas melanc�licas � cualquiera que mire la enorme distancia desde aquella cumbre al mar, y sienta en la profundidad su bramido ronco.
Hamlet.—Todav�a me llama... Camina. Ya te sigo.
(La sombra har� los movimientos que indica el di�logo. Horacio y Marcelo quieren detener � Hamlet, y �l los aparta con violencia, y la sigue.)
Marcelo.—No, se�or, no ir�is.
Hamlet.—Dejadme.
Horacio.—Creedme, no le sig�is.
Hamlet.—Mis hados me conducen y prestan � la menor fibra de mi cuerpo la nerviosa robustez del le�n de Nemea. Aun me llama... Se�ores, apartad esas manos... por Dios... � quedar� muerto � las m�as el que me detenga... Otra vez te digo que andes, que voy � seguirte.
Horacio.—Su exaltada imaginaci�n le arrebata.
Marcelo.—Sig�mosle, que en esto no debemos obedecerle.
Horacio.—S�, vamos detr�s de �l... �Cu�l ser� el fin de este suceso?
Marcelo.—Alg�n grave mal se oculta en Dinamarca.
Horacio.—Los cielos dirigir�n el �xito.
Marcelo.—Vamos, sig�mosle.
Hamlet.—�A d�nde me quieres llevar? Habla, yo no paso de aqu�.
La sombra.—M�rame.
Hamlet.—Ya te miro.
La sombra.—Cuasi es ya llegada la hora en que debo restituirme � las sulf�reas y atormentadoras llamas.
Hamlet.—�Oh, alma infeliz!
La sombra.—No me compadezcas: presta s�lo atentos o�dos � lo que voy � revelarte.
Hamlet.—Habla, yo te prometo atenci�n.
La sombra.—Luego que me oigas, prometer�s venganza.
Hamlet.—�Por qu�?
La sombra.—Yo soy el alma de tu padre, destinada[26] por cierto tiempo � vagar de noche, y aprisionada en fuego durante el d�a, hasta que sus llamas purifiquen las culpas que comet� en el mundo. �Oh! si no me fuera vedado manifestar los secretos de la prisi�n que habito, pudiera decirte cosas que la menor de ellas bastar�a � despedazar tu coraz�n; helar tu sangre joven; tus ojos, inflamados como estrellas, saltar de sus �rbitas; tus anudados cabellos separarse, eriz�ndose como las p�as del col�rico esp�n. Pero estos eternos misterios no son para los o�dos humanos. Atiende, �ay! atiende. Si tuviste amor � tu tierno padre...
Hamlet.—�Oh Dios!
La sombra.—Venga su muerte; venga un homicidio cruel y atroz.
Hamlet.—�Homicidio?
La sombra.—S�, homicidio cruel, como todos lo son; pero el m�s cruel y el m�s injusto y el m�s aleve.
Hamlet.—Refi�remelo presto, para que con alas veloces como la fantas�a, o con la prontitud de los pensamientos amorosos, me precipite � la venganza.
La sombra.—Ya veo cu�n dispuesto te hallas, y aunque tan insensible fueras como las malezas que se pudren incultas en las orillas del Leteo, no dejar�a de conmoverte lo que voy � decir. Esc�chame ahora, Hamlet. Esparci�se la voz de que estando en mi jard�n dormido me mordi� una serpiente. Todos los o�dos de Dinamarca fueron groseramente enga�ados con esta fabulosa invenci�n; pero t� debes saber, mancebo generoso, que la serpiente que mordi� � tu padre hoy ci�e su corona.
Hamlet.—�Oh! Pr�sago me lo dec�a el coraz�n. �Mi t�o!...
La sombra.—S�, aquel incestuoso, aquel monstruo ad�ltero, vali�ndose de su talento diab�lico, vali�ndose de traidores d�divas... (�Oh, talento y d�divas malditas, que tal poder ten�is para seducir!) supo inclinar � su deshonesto apetito la voluntad de la reina mi esposa, que yo cre�a tan llena de virtud. �Oh, Hamlet, cuan grande fu� su ca�da! Yo, cuyo amor para con ella fu� tan puro... yo, siempre tan fiel � los solemnes juramentos que en nuestro des[27]posorio le hice, yo fu� aborrecido, y se rindi� a aquel miserable, cuyas prendas eran en verdad harto inferiores � las m�as. Pero as� como la virtud ser� incorruptible aunque la disoluci�n procure excitarla bajo divina forma, as� la incontinencia, aunque viviese unida � un �ngel radiante, profanar� con oprobio su t�lamo celeste... Pero ya me parece que percibo el ambiente de la ma�ana. Debo ser breve. Dorm�a yo una tarde en mi jard�n, seg�n lo acostumbraba siempre. Tu t�o me sorprende en aquella hora de quietud, y trayendo consigo una ampolla de licor venenoso, derrama en mi o�do su ponzo�osa destilaci�n, la cual de tal manera es contraria � la sangre del hombre, que semejante en la sutileza al mercurio, se dilata por todas las entradas y conductos del cuerpo, y con s�bita fuerza le ocupa, cuajando la m�s pura y robusta sangre como la leche con las gotas �cidas. Este efecto produjo inmediatamente en m�, y el cutis hinchado, comenz� � despegarse � trechos con una especie de lepra en �speras y asquerosas costras. As� fu�, que estando durmiendo perd� � manos de mi hermano mismo mi corona, mi esposa y mi vida � un tiempo. Perd� la vida cuando mi pecado estaba en todo su vigor, sin hallarme dispuesto para aquel trance, sin haber recibido el pan eucar�stico, sin haber sonado el clamor de la agon�a, sin lugar al reconocimiento de tanta culpa, presentado al tribunal eterno con todas mis imperfecciones sobre mi cabeza. �Oh, maldad horrible, horrible!... Si oyes la voz de la naturaleza, no sufras, no, que el t�lamo real de Dinamarca sea el lecho de la lujuria y abominable incesto. Pero de cualquier modo que dirijas la acci�n, no manches con delito el alma, previniendo ofensas � tu madre. Abandona este cuidado al cielo; deja que aquellas agudas puntas, que tiene fijas en su pecho, la hieran y atormenten. Adi�s. Ya la luci�rnaga, amortiguando su aparente fuego, nos anuncia la proximidad del d�a. Adi�s, adi�s. Acu�rdate de m�.[28]
Hamlet.—�Oh vosotros, ej�rcitos celestiales! �oh tierra!... �y qui�n m�s? �invocar� al infierno tambi�n?... �Eh! no... Det�nte, coraz�n m�o, det�nte; y vos, mis nervios, no as� os debilit�is en un momento, sostenedme robustos... �Acordarme de ti! S�, alma infeliz, mientras haya memoria en este agitado mundo. �Acordarme de ti! S�, yo me acordar� y yo borrar� de mi fantas�a todos los recuerdos fr�volos, las sentencias de los libros, las ideas � impresiones de lo pasado que la juventud y la observaci�n estamparon en ella. Tu precepto solo, sin mezcla de otra cosa menos digna, vivir� escrito en el volumen de mi entendimiento. S�, por los cielos te lo juro... �Oh, mujer la m�s delincuente! �Oh, malvado, malvado! �halag�e�o y execrable malvado! Conviene que yo apunte en este libro... (Saca un libro de memorias y escribe en �l.) S�... que un hombre puede halagar y sonreirse, y ser un malvado: � lo menos estoy seguro de que en Dinamarca hay un hombre as�, y �ste es mi t�o... S�, t� eres... � Ah! pero la expresi�n que debo conservar es �sta: �Adi�s, adi�s, acu�rdate de m��. Yo he jurado acordarme.
Horacio (gritando desde adentro).—�Se�or! �se�or!
Marcelo (gritando desde adentro).—�Hamlet!
Horacio.—Los cielos le asistan.
Hamlet.—�Oh! h�ganlo as�.
Marcelo.—�Hola! �eh! se�or.
Hamlet.—�Hola amigos, �eh! venid, venid ac�
(Salen Horacio y Marcelo.)
Marcelo.—�Qu� ha sucedido?
Horacio.—�Qu� noticias nos dais?
Hamlet.—�Oh! maravillosas.
Horacio.—Mi amado se�or, decidlas.
Hamlet.—No, que lo revelar�is.
Horacio.—No, yo os prometo que no har� tal.
Marcelo.—Ni yo tampoco.
Hamlet.—�Cre�is vosotros que pudiese haber cabido [29]en el coraz�n humano...? Pero �guardar�is secreto?
Los dos.—S�, se�or, yo os lo juro.
Hamlet.—No existe en toda Dinamarca un infame... que no sea un gran malvado.
Horacio.—Pero no era necesario, se�or, que un muerto saliera del sepulcro � persuadirnos esa verdad.
Hamlet.—S�, cierto, ten�is raz�n; y por eso mismo, sin tratar m�s del asunto, ser� bien despedirnos y separarnos; vosotros adonde vuestros negocios � vuestra inclinaci�n os lleven... que todos tienen sus inclinaciones y negocios, sean los que sean; y yo, ya lo sab�is, � mi triste ejercicio, � rezar.
Horacio.—Todas esas palabras, se�or, carecen de sentido y orden.
Hamlet.—Mucho me pesa de haberos ofendido con ellas; s�, por cierto, me pesa en el alma.
Horacio.—�Oh! se�or, no hay ofensa ninguna.
Hamlet.—S�, por san Patricio que s� la hay, y muy grande, Horacio... En cuanto � la aparici�n... es un difunto venerable... s�, yo os lo aseguro... Pero reprimid cuanto os fuese posible el deseo de saber lo que ha pasado entre �l y yo. �Ah, mis buenos amigos! yo os pido, pues sois mis amigos y mis compa�eros en el estudio y en las armas, que me conced�is una corta merced.
Horacio.—Con mucho gusto, se�or; decid cu�l sea.
Hamlet.—Que nunca revelar�is � nadie lo que hab�is visto esta noche.
Los dos.—A nadie lo diremos.
Hamlet.—Pero es menester que lo jur�is.
Horacio.—Os doy mi palabra de no decirlo.
Marcelo.—Yo os prometo lo mismo.
Hamlet.—Sobre mi espada.
Marcelo.—Ved que ya lo hemos prometido.
Hamlet.—S�, s�, sobre mi espada.
La sombra.—Juradlo.
(Se oir� la voz de la sombra, que suena � varias distancias debajo de tierra. Hamlet y los dem�s, horrorizados, mudan de situaci�n, seg�n lo indica el di�logo.)
Hamlet.—�Ah! �eso dices?... �Est�s ah�, hombre de bien?... Vamos, ya le o�s hablar en lo profundo. �Quer�is jurar?
Horacio.—Proponed la f�rmula.[30]
Hamlet.—Que nunca dir�is lo que hab�is visto. Juradlo por mi espada.
La sombra.—Juradlo.
Hamlet.—�Hic et ubique? Mudaremos de lugar. Se�ores, acercaos aqu�; poned otra vez las manos en mi espada, y jurad por ella que nunca dir�is nada de esto que hab�is o�do y visto.
La sombra.—Juradlo por su espada.
Hamlet.—Bien has dicho, topo viejo, bien has dicho... Pero �c�mo puedes taladrar con tal prontitud los senos de la tierra, diestro minador? Mudemos otra vez de puesto, amigos.
Horacio.—�Oh! Dios de la luz y de las tinieblas, �qu� extra�o prodigio es este!
Hamlet.—Por eso como � un extra�o deb�is hospedarle y tenerle oculto. Ello es, Horacio, que en el cielo y en la tierra hay m�s de lo que puede so�ar tu filosof�a. Pero venid ac�, y, como antes dije, prometedme (as� el cielo os haga felices) que por m�s singular y extraordinaria que sea de hoy m�s mi conducta (puesto que acaso juzgar� � prop�sito afectar un proceder del todo extravagante), nunca vosotros al verme as� dar�is nada � entender, cruzando los brazos de esta manera, � haciendo con la cabeza este movimiento, � con frases equ�vocas como: s�, s�, nosotros sabemos; nosotros pudi�ramos si quisi�ramos... si gust�ramos de hablar; hay tanto que decir en eso; pudiera ser que... � en fin, cualquiera otra expresi�n ambigua, semejante � estas, por donde se infiera que vosotros sab�is algo de m�. Juradlo: as� en vuestras necesidades os asista el favor de Dios. Juradlo.
La sombra.—Jurad.
Hamlet.—Descansa, descansa, agitado esp�ritu. Se�ores, yo me recomiendo a vosotros con la mayor instancia, y creed que por m�s infeliz que Hamlet se halle, Dios querr� que no le falten medios para manifestaros la estimaci�n y amistad que os profesa. V�monos. Poned el dedo en la boca, yo os lo ruego... La naturaleza est� en desorden... �Iniquidad execrable! �Oh! �nunca yo hubiera nacido para castigarla! Venid, v�monos juntos.[31]
Polonio.—Reinaldo, entr�gale este dinero y estas cartas.
(Le da un bolsillo y unas cartas.)
Reinaldo.—As� lo har�, se�or.
Polonio.—Ser�a un admirable golpe de prudencia, que antes de verle te informaras de su conducta.
Reinaldo.—En eso mismo estaba yo.
Polonio.—S�, es muy buena idea, muy buena. Mira, lo primero has de averiguar qu� dinamarqueses hay en Par�s, y c�mo, en qu� t�rminos, con qui�n y d�nde est�n, � qui�n tratan, qu� gastos tienen; y sabiendo por estos rodeos y preguntas indirectas que conocen � mi hijo, entonces ve en derechura � tu objeto, encaminando � �l en particular tus indagaciones. Haz como si le conocieras de lejos, diciendo: s�, conozco � su padre, y � algunos amigos suyos, y aun � �l un poco... �Lo has entendido?
Reinaldo.—S�, se�or, muy bien.
Polonio.—S�, le conozco un poco; pero... (has de a�adir entonces) pero no le he tratado. Si es el que yo creo, � fe que es bien calavera; inclinado � tal � tal vicio... y luego dir�s de �l cuanto quieras fingir; digo, pero que no sean cosas tan fuertes que puedan deshonrarle. Cuidado con eso. Habla s�lo de aquellas travesuras, aquellas locuras y extrav�os comunes � todos que ya se reconocen por compa�eros inseparables de la juventud y la libertad.
Reinaldo.—Como el jugar, �eh?
Polonio.—S�, el jugar, beber, esgrimir, jurar, disputar, putear... Hasta esto bien puedes alargarte.
Reinaldo.—Y aun con eso hay harto para quitarle el honor.[32]
Polonio.—No por cierto; adem�s, que todo depende del modo que le acuses. No debes achacarle delitos escandalosos, ni pintarle como un joven abandonado enteramente a la disoluci�n; no, no es �sa mi idea. Has de insinuar sus defectos con tal arte, que parezcan nulidades producidas de falta de sujeci�n, y no otra cosa, extrav�os de una imaginaci�n ardiente, �mpetus nacidos de la efervescencia general de la sangre.
Reinaldo.—Pero, se�or...
Polonio.—�Ah! t� querr�s saber con qu� fin debes hacer esto, �eh?
Reinaldo.—Gustar�a de saberlo.
Polonio.—Pues, se�or, mi fin es �ste, y creo que es proceder con mucha cordura. Cargando estas peque�as faltas sobre mi hijo (como ligeras manchas de una obra preciosa), ganar�s por medio de la conversaci�n la confianza de aqu�l a quien pretendas examinar. Si �l est� persuadido de que el muchacho tiene los mencionados vicios que t� le imputas, no dudes que �l convenga con tu opini�n, diciendo: se�or m�o, � amigo, � caballero, en fin, seg�n el t�tulo � dictado de la persona � del pa�s...
Reinaldo.—S�, ya estoy.
Polonio.—Pues entonces �l dice... dice... �Qu� iba yo a decir ahora...? Algo iba yo a decir. �En qu� est�bamos?
Reinaldo.—En que �l concluir� diciendo al amigo � al caballero...
Polonio.—S�, concluir� diciendo... es verdad... as� te dir� precisamente: Es verdad, yo conozco � ese mozo, ayer le v�, � cualquier otro d�a, � en tal y tal ocasi�n, con �ste � con aquel sujeto; y all�, como hab�is dicho, le v� que jugaba, all� le encontr� en una comilona, acull� en una quimera sobre el juego de pelota, y... (puede ser que a�ada) le he visto entrar en una casa p�blica, videlicet, en un burdel, � cosa tal. �Lo entiendes ahora? Con el anzuelo de la mentira pescar�s la verdad, que as� es como nosotros los que tenemos talento y prudencia solemos conseguir por indirectas el fin directo, usando de artificios y disimulaci�n. As� lo har�s con mi hijo,[33] seg�n la instrucci�n y advertencias que acabo de darte. �Me has entendido?
Reinaldo.—S�, se�or, quedo enterado.
Polonio.—Pues adi�s, buen viaje.
Reinaldo.—Se�or...
Polonio.—Examina por ti mismo sus inclinaciones.
Reinaldo.—As� lo har�.
Polonio.—Dej�ndole que obre libremente.
Reinaldo.—Est� bien, se�or.
Polonio.—Adi�s.
Polonio.—Y bien, Ofelia, �qu� hay de nuevo?
Ofelia.—�Ay, se�or, que he tenido un susto muy grande!
Polonio.—�Con qu� motivo? Por Dios que me lo digas.
Ofelia.—Yo estaba haciendo labor en mi cuarto, cuando el pr�ncipe Hamlet, la ropa desce�ida, sin sombrero en la cabeza, sucias las medias, sin atar, ca�das hasta los pies, p�lido como su camisa, las piernas tr�mulas, el semblante triste como si hubiera salido del infierno para anunciar horror... se presenta delante de m�.
Polonio.—Loco, sin duda por tus amores, �eh?
Ofelia.—Yo, se�or, no lo s�; pero en verdad lo temo.
Polonio.—�Y qu� te dijo?
Ofelia.—Me asi� una mano y me la apret� fuertemente. Apart�se despu�s � la distancia de su brazo, y poniendo as� la otra mano sobre su frente, fij� la vista en mi rostro recorri�ndole con atenci�n, como si hubiera de retratarle. De este modo permaneci� largo rato, hasta que por �ltimo sacudi�ndome ligeramente el brazo, y moviendo tres veces la cabeza abajo y arriba, exhal� un suspiro tan profundo y triste, que pareci� deshac�rsele en pedazos el cuerpo y dar fin � su vida. Hecho esto, me dej�, y levantada la cabeza comenz� � andar, sin va[34]lerse de los ojos para hallar el camino; sali� de la puerta sin verla, y al pasar por ella fij� la vista en m�.
Polonio.—Ven, conmigo; quiero ver al rey. Ese es un verdadero �xtasis de amor, que siempre fatal � s� mismo en un exceso violento, inclina la voluntad � empresas temerarias, m�s que ninguna otra pasi�n de cuantas debajo del cielo combaten nuestra naturaleza. Mucho siento este accidente. Pero dime, �le has tratado con dureza en estos �ltimos d�as?
Ofelia.—No, se�or: s�lo en cumplimiento de lo que mandasteis, le he devuelto sus cartas, y me he negado � sus visitas.
Polonio.—Y eso basta para haberle trastornado as�. Me pesa no haber juzgado con m�s acierto de su pasi�n. Yo tem� que era s�lo un artificio suyo para perderte... �Sospecha indigna! �Eh! Tan propio parece de la edad anciana pasar m�s all� de lo justo en sus conjeturas, como lo es en la juventud la falta de previsi�n. Vamos � ver al rey. Conviene que lo sepa. Si le callo este amor, ser�a m�s grande el sentimiento que pudiera causarte teni�ndole oculto, que el disgusto que recibir� al saberlo. Vamos.
Claudio.—Bien venido, Guillermo; y t� tambi�n, querido Ricardo. Adem�s de lo mucho que se me dilata el veros, la necesidad que tengo de vosotros me ha determinado � solicitar vuestra venida. Algo hab�is o�do ya de la transformaci�n de Hamlet. As� puedo llamarla, puesto que ni en lo interior ni en lo exterior se parece nada al que antes era; ni llego � imaginar qu� otra causa haya podido privarle as� de la raz�n, si ya no es la muerte de su padre. Yo os ruego � entrambos, pues desde la primera infancia os hab�is criado con �l, y existe entre vosotros aquella intimidad nacida de la igual[35]dad en los a�os y el genio, que teng�is � bien deteneros en mi corte algunos d�as. Acaso el trato vuestro restablecer� su alegr�a; y aprovechando las ocasiones que se presenten, ved cu�l sea la ignorada aflicci�n que as� le consume, para que descubri�ndola procuremos su alivio.
Gertrudis.—El ha hablado mucho de vosotros, mis buenos se�ores, y estoy segura de que no se hallar�n otros dos sujetos � quienes �l profese mayor cari�o. Si tanta fuese vuestra bondad, que gust�is de pasar con nosotros alg�n tiempo para contribuir al logro de mi esperanza, vuestra asistencia ser� remunerada como corresponde al agradecimiento de un rey.
Ricardo.—VV. MM. tienen soberana autoridad en nosotros, y en vez de rogar deben mandarnos.
Guillermo.—Uno y otro obedeceremos, y postramos � vuestros pies, con el m�s puro afecto, el celo de serviros que nos anima.
Claudio.—Muchas gracias, cort�s Guillermo. Gracias, Ricardo.
Gertrudis.—Os quedo muy agradecida, se�ores, y os pido que ve�is cuanto antes � mi doliente hijo. (A los criados.) Conduzca alguno de vosotros � estos caballeros adonde Hamlet se halle.
Guillermo.—Haga el cielo que nuestra compa��a y nuestros conatos puedan serle agradables y �tiles.
Gertrudis.—S�. Am�n.
Polonio.—Se�or: los embajadores enviados a Noruega han vuelto ya en extremo contentos.
Claudio.—Siempre has sido t� padre de buenas nuevas.
Polonio.—�Oh! s�, �no es verdad? Y os puedo asegurar, venerado se�or, que mis acciones y mi coraz�n no tienen otro objeto que el servicio de Dios y el de mi rey; y si ese talento m�o no ha perdido enteramente aquel seguro olfato con que supo siem[36]pre rastrear asuntos pol�ticos, pienso haber descubierto ya la verdadera causa de la locura del pr�ncipe.
Claudio.—Pues d�nosla, que estoy impaciente de saberla.
Polonio.—Ser� bien que deis primero audiencia � los embajadores: mi informe servir� de postres a este gran fest�n.
Claudio.—T� mismo puedes ir � cumplimentarlos � introducirlos. (Vase Polonio.) Dice que ha descubierto, amada Gertrudis, la causa verdadera de la indisposici�n de tu hijo.
Gertrudis.—�Ah! yo dudo que �l tenga otra mayor que la muerte de su padre y nuestro acelerado casamiento.
Claudio.—Yo sabr� examinarle.
Claudio.—Bien venidos, amigos. D�, Voltiman, �qu� respondi� nuestro hermano el rey de Noruega?
Voltiman.—Corresponde con la m�s sincera amistad � vuestras atenciones y � vuestro ruego. As� que llegamos mand� suspender los armamentos que hac�a su sobrino, fingiendo ser preparativos contra el polaco; pero mejor informado despu�s hall� ser cierto que se dirig�an en ofensa vuestra. Indignado de que abusaran as� de la impotencia � que le han reducido su edad y sus males, envi� estrechas �rdenes � Fortimbr�s, que someti�ndose prontamente � las reprensiones del t�o, le ha jurado por �ltimo que nunca m�s tomar� las armas contra V. M. Satisfecho de este procedimiento el anciano rey, le se�ala sesenta mil escudos anuales, y le permite emplear contra Polonia las tropas que hab�a levantado. A este fin os ruega conced�is paso libre por vuestros estados al ej�rcito prevenido para tal empresa, bajo las condiciones de rec�proca seguridad, expresadas aqu�.
(Saca unos papeles y se los da a Claudio.)
[37]
Claudio.—Est� bien: leer� en tiempo m�s oportuno sus proposiciones, y reflexionar� lo que debo en este caso responderle. Entre tanto os doy gracias por el feliz desempe�o de vuestro encargo. Descansad. A la noche ser�is conmigo en el fest�n. Tendr� gusto de veros.
Polonio.—Este asunto se ha conclu�do muy bien. (Claudio hace una se�a, y se retira el acompa�amiento). Mi soberano, y vos, se�ora: explicar lo que es la dignidad de un monarca, las obligaciones del vasallo, por qu� el d�a es d�a, noche la noche, y tiempo el tiempo. As� pues, como quiera que la brevedad es el alma del talento, y que nada hay m�s enfadoso que los rodeos y per�frasis... ser� muy breve. Vuestro noble hijo est� loco; y le llamo loco, porque, si en rigor se examina, �qu� otra cosa es la locura sino estar uno enteramente loco? Pero dejando esto aparte...
Gertrudis.—Al caso, Polonio, al caso, y menos artificios.
Polonio.—Yo os prometo, se�ora, que no me valgo de artificio alguno; �es cierto que �l est� loco! es cierto que es l�stima, y es l�stima que sea cierto; pero dejemos � un lado pueril ant�tesis, que no quiero usar de artificios. Convengamos pues en que est� loco, y ahora falta descubrir la causa de este efecto, � por decir, la causa de este defecto; porque este efecto defectuoso nace de una causa, y as� resta considerar lo restante. Yo tengo una hija... la tengo mientras es m�a: que en prueba de su respeto y sumisi�n... notad lo que os digo... me ha entregado esta carta. (Saca una carta y lee en ella los pedazos que indica el di�logo.) Ahora resumid los hechos y sacar�is la consecuencia. �Al �dolo celestial de mi alma, � la sin par Ofelia�... Es una alta frase... una falta de frase sin par... Es una falta de frase, pero o�d lo dem�s. Estas letras destinadas � que tu blanco y hermoso pecho las guarde: estas...
Gertrudis.—�Y esa carta se la ha enviado Hamlet?[38]
Polonio.—�Bueno por cierto! Esperad un poco, ser� muy fiel.
Estos versos aumentan mi dolor, querida Ofelia; ni s� tampoco expresar mis penas con arte; pero cree que te amo en extremo, con el mayor extremo posible. Adi�s. Tuyo siempre, mi adorada ni�a, mientras esta m�quina exista.—Hamlet.
Mi hija, en fuerza de su obediencia, me ha hecho ver esta carta, y adem�s me ha contado las solicitudes del pr�ncipe, seg�n han ocurrido, con todas las circunstancias del tiempo, el lugar y el modo.
Claudio.—Y ella �c�mo ha recibido su amor?
Polonio.—�En qu� opini�n me ten�is?
Claudio.—En la de un hombre honrado y veraz.
Polonio.—Y me complazco en probaros que lo soy. Pero �qu� hubierais pensado de m�, si cuando he visto que tomaba vuelo este ardiente amor... porque os puedo asegurar que aun antes que mi hija me hablase, ya lo hab�a yo advertido?... �qu� hubiera pensado de m� V. M. y la reina que est� presente si hubiera tolerado este galanteo? �Si haci�ndome violencia � m� propio hubiera permanecido silencioso y mudo, mir�ndolo con indiferencia? �Qu� hubierais pensado de m�? No, se�or, yo he ido en derechura al asunto, y le dije a la ni�a, ni m�s ni menos: hija, el se�or Hamlet es un pr�ncipe muy superior � tu esfera... Esto no debe pasar adelante. Y despu�s le mand� que se encerrase en su estancia, sin admitir recados ni recibir presentes. Ella ha sabido aprovecharse de mis preceptos, y el pr�ncipe... (para abreviar la historia) al verse desde�ado, comenz� � padecer melancol�as, despu�s inapetencia, despu�s vigilias, despu�s debilidad, despu�s aturdimiento, y despu�s (por una graduaci�n natural) la locura que le saca de s�, y que todos nosotros lloramos.
Claudio.—�Cre�is, se�ora, que esto haya pasado as�?[39]
Gertrudis.—Me parece bastante probable.
Polonio.—�Ha sucedido alguna vez... (tendr�a gusto de saberlo) que yo haya dicho positivamente: �Esto hay�, y que haya resultado lo contrario?
Claudio.—No se me acuerda.
Polonio.—Pues separadme �sta de �ste (se�alando la cabeza y el cuello) si otra cosa hubiere en el asunto... �Ah! por poco que las circunstancias me ayuden, yo descubrir� la verdad donde quiera que se oculte, aunque el centro de la tierra la sepultara.
Claudio.—�Y c�mo te parece que pudi�ramos hacer nuevas indagaciones?
Polonio.—Bien sab�is que el pr�ncipe suele pasearse algunas veces por esa galer�a cuatro horas enteras.
Gertrudis.—Es verdad, as� suele hacerlo.
Polonio.—Pues cuando �l venga, yo har� que mi hija le salga al paso. Vos y yo nos ocultaremos detr�s de los tapices, para observar lo que hace al verla. Si �l no la ama y no es �sta la causa de haber perdido el juicio, despedidme de vuestro lado y de vuestra corte, y enviadme � una alquer�a � guiar un arado.
Claudio.—S�, y lo quiero averiguar.
Gertrudis.—Pero, �veis? �Qu� l�stima! Leyendo viene el infeliz.
Polonio.—Retiraos, yo os lo suplico: retiraos entrambos, que le quiero hablar si me dais licencia.
Polonio.—�C�mo os va, mi buen se�or?
(Hamlet sale leyendo un libro.)
Hamlet.—Bien, � Dios gracias.
Polonio.—�Me conoc�is?
Hamlet.—Perfectamente. T� vendes peces.
Polonio.—�Yo? No, se�or.
Hamlet.—As� fueras honrado.
Polonio.—�Honrado dec�s?
Hamlet.—S�, se�or, que lo digo. El ser honrado, seg�n va el mundo, es lo mismo que ser escogido uno entre diez mil.[40]
Polonio.—Todo eso es verdad.
Hamlet.—Si el sol engendra gusanos en un perro muerto, y aunque es un dios, alumbra benigno con sus rayos � un cad�ver corrupto... �No tienes una hija?
Polonio.—S�, se�or, una tengo.
Hamlet.—Pues no la dejes pasear al sol. La concepci�n es una bendici�n del cielo, pero no del modo en que tu hija podr� concebir. Cuida mucho de esto, amigo.
Polonio.—Pero �qu� quer�is decir con eso? Siempre est� pensando en mi hija. No obstante, al principio no me conoci�... Dice que vendo peces... �Est� rematado, rematado!... Y en verdad que yo tambi�n, siendo mozo, me vi muy trastornado por el amor... casi tanto como �l. Quiero hablarle otra vez. �Qu� est�is leyendo?
Hamlet.—Palabras, palabras, todo palabras.
Polonio.—�Y de qu� se trata?
Hamlet.—�Entre qui�n?
Polonio.—Digo que de qu� trata el libro que le�is.
Hamlet.—De calumnias. Aqu� dice el malvado sat�rico, que los viejos tienen la barba blanca, las caras con arrugas, que vierten de sus ojos �mbar abundante y goma de ciruela, que padecen gran debilidad de piernas y mucha falta de entendimiento. Todo lo cual, se�or m�o, aunque yo plena y eficazmente lo creo, con todo eso, no me parece bien hallarlo afirmado en tales t�rminos; porque al fin vos ser�ais sin duda tan joven como yo, si os fuera posible andar hacia atr�s como el cangrejo.
Polonio.—Aunque todo es locura, no deja de observar m�todo en lo que dice. �Quer�is venir, se�or, adonde no os d� el aire?
Hamlet.—�Ad�nde? �A la sepultura?
Polonio.—Cierto que all� no da el aire. �Con qu� agudeza responde siempre! Estos golpes felices son frecuentes en la locura, cuando en el estado de raz�n y salud tal vez no se logran. Voyle a dejar; y disponer al instante el careo entre �l y mi hija. Se�or, si me dais licencia de que me vaya...
Hamlet.—No me puedes pedir cosa que con m�s[41] gusto te conceda, exceptuando la vida, eso s�, exceptuando la vida.
Polonio.—Adi�s, se�or.
Hamlet.—�Fastidiosos y extravagantes viejos!
Polonio (� Guillermo y Ricardo, que salen por donde �l se va).—Si busc�is al pr�ncipe, vedle ah�.
Ricardo.—Buenos d�as, se�or.
Guillermo.—Dios guarde � V. A.
Ricardo.—Mi venerado pr�ncipe.
Hamlet.—�Oh, buenos amigos! �C�mo va? �Guillermo, Ricardo, guapos mozos! �C�mo va? �Qu� se hace de bueno?
Ricardo.—Nada, se�or: pasamos una vida muy indiferente.
Guillermo.—Nos creemos felices en no ser demasiado felices. No, no servimos de air�n al tocado de la fortuna.
Hamlet.—�Ni de suelas � su calzado?
Ricardo.—Ni uno, ni otro.
Hamlet.—En tal caso estar�is colocados hacia su cintura: all� es el centro de los favores.
Guillermo.—Cierto, como privados suyos.
Hamlet.—Pues all� en lo m�s oculto... �Ah! dices bien, ella es una prostituta... �Qu� hay de nuevo?
Ricardo.—Nada, sino que ya los hombres van siendo buenos.
Hamlet.—Se�al que el d�a del juicio va � venir pronto. Pero vuestras noticias no son ciertas... Permitid que os pregunte m�s particularmente: �por qu� delitos os ha tra�do aqu� vuestra mala suerte � vivir en prisi�n?
Guillermo.—�En prisi�n dec�s?
Hamlet.—S�: Dinamarca es una c�rcel.
Ricardo.—Tambi�n el mundo lo ser�.
Hamlet.—Y muy grande, con muchas guardas, encierros y calabozos; y Dinamarca es uno de los peores.
Ricardo.—Nosotros no �ramos de esa opini�n.[42]
Hamlet.—Para vosotros podr� no serlo, porque nada hay bueno ni malo sino en fuerza de nuestra fantas�a. Para m� es una verdadera c�rcel.
Ricardo.—Ser� vuestra ambici�n la que os le figura tal: la grandeza de vuestro �nimo le hallar� estrecho.
Hamlet.—�Oh, Dios m�o! Yo pudiera estar encerrado en la c�scara de una nuez, y creerme soberano de un estado inmenso.... Pero estos sue�os terribles me hacen infeliz.
Ricardo.—Todos esos sue�os son ambici�n, y todo cuanto al ambicioso le agita no es m�s que la sombra de un sue�o.
Hamlet.—El sue�o en s� no es m�s que una sombra.
Ricardo.—Ciertamente, y yo considero la ambici�n por tan ligera y vana, que me parece la sombra de una sombra.
Hamlet.—De donde resulta que los mendigos son cuerpos, y los monarcas y h�roes agigantados, sombras de los mendigos... Iremos un rato � la corte, se�ores, porque � la verdad no tengo la cabeza para discurrir.
Los dos.—Os iremos sirviendo.
Hamlet.—�Oh! no se trate de eso. No os quiero confundir con mis criados, que, � fe de hombre de bien, me sirven indignamente. Pero decidme, por nuestra amistad antigua: �qu� hac�is en Elsingor?
Ricardo.—Se�or, hemos venido �nicamente � veros.
Hamlet.—Tan pobre soy, que aun de gracias estoy escaso: no obstante, agradezco vuestra fineza... Bien que os puedo asegurar que mis gracias, aunque se paguen � ochavo, se pagan mucho. �Y qui�n os ha hecho venir? �Es libre esta visita? �Me la hac�is por vuestro gusto propio? Vaya, habladme con franqueza; vaya, dec�dmelo.
Guillermo.—�Y qu� os hemos de decir, se�or?
Hamlet.—Todo lo que haya acerca de esto. A vosotros os env�an sin duda, y en vuestros ojos hallo una especie de confesi�n, que toda vuestra reserva no puede desmentir. Yo s� que el bueno[43] del rey y tambi�n la reina os han mandado que veng�is.
Ricardo.—Pero �� qu� fin?
Hamlet.—Eso es lo que deb�is decirme. Pero os pido por los derechos de nuestra amistad, por la conformidad de nuestros a�os juveniles, por las obligaciones de nuestro no interrumpido afecto, por todo aquello, en fin, que sea para vosotros m�s grato y respetable, que me dig�is con sencillez la verdad. �Os han mandado venir, � no?
Ricardo (mirando � Guillermo).—�Qu� dices t�?
Hamlet.—Ya os he dicho que lo estoy viendo en vuestros ojos: si me estim�is de veras, no hay que desmentirlos.
Guillermo.—Pues, se�or, es cierto: nos han hecho venir.
Hamlet.—Y yo os voy � decir el motivo: as� me anticipar� � vuestra propia confesi�n, sin que la fidelidad que deb�is al rey y la reina quede por vosotros ofendida. Yo he perdido de poco tiempo � esta parte, sin saber la causa, toda mi alegr�a, olvidando mis ordinarias ocupaciones; y este accidente ha sido tan funesto � mi salud, que la tierra, esa divina m�quina, me parece un promontorio est�ril; ese dosel magn�fico de los cielos, ese hermoso firmamento que veis sobre nosotros, esa techumbre majestuosa sembrada de doradas luces, no otra cosa me parece que una desagradable y pest�fera multitud de vapores. �Qu� admirable f�brica es la del hombre! �Qu� noble su raz�n! �Qu� infinitas sus facultades! �Qu� expresivo y maravilloso en su forma y sus movimientos! �Qu� semejante � un �ngel en sus acciones! Y en su esp�ritu, �qu� semejante a Dios! El es, sin duda lo m�s hermoso de la tierra, el m�s perfecto de todos los animales. Pues no obstante, �qu� juzg�is que es en mi estimaci�n ese purificado polvo? El hombre no me deleita... ni menos la mujer... bien que ya veo en vuestra sonrisa que aprob�is mi opini�n.
Ricardo.—En verdad, se�or, que no hab�is acertado mis ideas.
Hamlet.—Pues �por qu� te re�as cuando dije que no me deleita el hombre?[44]
Ricardo.—Me re� al considerar, puesto que los hombres no os deleitan, qu� comidas de cuaresma dar�is � los c�micos que hemos hallado en el camino, y est�n ah� deseando emplearse en servicio vuestro.
Hamlet.—El que hace de rey sea muy bien venido; S. M. recibir� mis obsequios como es de raz�n: el arrojado caballero sacar� � lucir su espada y su broquel, el enamorado no suspirar� en balde, el que hace de loco acabar� su papel en paz, el pat�n dar� aquellas risotadas con que sacude los pulmones �ridos, y la dama expresar� libremente su pasi�n, � las interrupciones del verso hablar�n por ella. �Y qu� c�micos son?
Ricardo.—Los que m�s os agradan regularmente. La compa��a tr�gica de nuestra ciudad.
Hamlet.—�Y por qu� andan vagando as�? �No les ser�a mejor para su reputaci�n y sus intereses establecerse en alguna parte?
Ricardo.—Creo que los �ltimos reglamentos se lo prohiben.
Hamlet.—�Son hoy tan bien recibidos como cuando yo estuve en la ciudad? �Acude siempre el mismo concurso?
Ricardo.—No; se�or; no, por cierto.
Hamlet.—�Y en qu� consiste? �Se han echado � perder?
Ricardo.—No, se�or. Ellos han procurado seguir siempre su acostumbrado m�todo; pero hay aqu� una cr�a de chiquillos, vencejos chillones, que gritando en la declamaci�n fuera de prop�sito, son por esto mismo palmoteados hasta el exceso. Esta es la diversi�n del d�a; y tanto han denigrado los espect�culos ordinarios (como ellos los llaman), que muchos caballeros de espada en cinta, atemorizados de las plumas de ganso de este teatro, rara vez se atreven � poner el pie en los otros.
Hamlet.—�Oiga! �Conque son muchachos? �Y qui�n los sostiene? �Qu� sueldo les dan? �Abandonar�n el ejercicio cuando pierdan la voz para cantar? Y cuando tengan que hacerse c�micos ordinarios, como parece veros�mil que suceda, si carecen de otros medios, �no dir�n entonces que sus compo[45]sitores los han perjudicado, haci�ndolos declamar contra la profesi�n misma que han tenido que abrazar despu�s?
Ricardo.—Lo cierto es que han ocurrido ya muchos disgustos por ambas partes, y la naci�n ve sin escr�pulo continuarse la discordia entre ellos. Ha habido tiempo en que el dinero de las piezas no se cobraba hasta que el poeta y el c�mico re��an y se hartaban de bofetones.
Hamlet.—�Es posible?
Guillermo.—�Oh, si lo es! Como que ha habido ya muchas cabezas rotas.
Hamlet.—Y qu�, �los chicos han vencido en esas peleas?
Ricardo.—Cierto que s�, y se hubieran burlado del mismo H�rcules con maza y todo.
Hamlet.—No es extra�o. Ya veis mi t�o, rey de Dinamarca. Los que se mofaban de �l mientras vivi� mi padre, ahora dan veinte, cuarenta y aun cien ducados por su retrato de miniatura. En esto hay algo que es m�s que natural, si la filosof�a pudiera describirlo.
Guillermo.—Ya est�n ah� los c�micos.
Hamlet.—Pues, caballeros, muy bien venidos � Elsingor; acercaos aqu�, dadme las manos. Las se�ales de una buena acogida consisten por lo com�n en ceremonias y cumplimientos; pero permitid que os trate as�, porque os hago saber que yo debo recibir muy bien � los c�micos en lo exterior, y no quisiera que las distinciones que � ellos les haga pareciesen mayores que las que os hago � vosotros. Bien venidos... Pero mi t�o padre, y mi madre t�a, � fe � fe, que se equivocan mucho.
Guillermo.—�En qu�, se�or?
Hamlet.—Yo no estoy loco, sino cuando sopla el nordeste; pero cuando corre el sur, distingo muy bien un huevo de una casta�a.
Polonio.—Dios os guarde, se�ores.
Hamlet.—Oye aqu�, Guillermo, y t� tambi�n... un oyente � cada lado. �Veis aquel vejestorio que acaba de entrar? Pues aun no ha salido de mantillas.
Ricardo.—O acaso habr� vuelto � ellas, porque seg�n se dice, la vejez es segunda infancia.
Hamlet.—Apostar� que me viene � hablar de los c�micos, tened cuidado... Pues, se�or, t� tienes raz�n; eso fu� el lunes por la ma�ana, no hay duda.
Polonio.—Se�or, tengo que daros una noticia.
Hamlet.—Se�or, tengo que daros una noticia. (Imitando la voz de Polonio). Cuando Roscio era actor en Roma...
Polonio.—Se�or, los c�micos han venido.
Hamlet.—�Tuh! �tuh! �tuh!
Polonio.—Como soy hombre de bien que s�.
Hamlet.—Cada actor viene caballero en burro.
(Hamlet declama este verso en tono tr�gico y los que dice poco despu�s).
Polonio.—Estos son los m�s excelentes actores del mundo, as� en la tragedia como en la comedia, historia � pastoral, en lo c�mico-pastoral, hist�rico-pastoral, tr�gico-hist�rico, tragi-c�mico-hist�rico-pastoral, escena indivisible, poema ilimitado... �Qu�! Para ellos ni S�neca es demasiado grave, ni Plauto demasiado ligero, y en cuanto � las reglas de composici�n y a la franqueza c�mica, �stos son los �nicos.
Hamlet.—�Oh Jeft�, juez de Israel!...
�Qu� tesoro pose�ste!
Polonio.—�Y qu� tesoro era el suyo, se�or?
Hamlet.—�Qu� tesoro?
No m�s que una hermosa hija
� quien amaba en extremo.
Polonio.—Siempre pensando en mi hija.
Hamlet.—�No tengo raz�n, anciano Jeft�?
Polonio.—Se�or, si me llam�is Jeft�, cierto es que tengo una hija � quien amo en extremo.
Hamlet.—�Oh! no es eso lo que sigue.
Polonio.—Pues �qu� sigue, se�or?
Hamlet.—Esto:
No hay m�s suerte que Dios, ni m�s destino. Y luego, ya sabes:[47]
Que cuanto nos sucede El lo previno.
Lee la primera l�nea de aquella devota canci�n, y ella sola te manifestar� lo dem�s. Pero, �veis? Ah� vienen otros � hablar por m�.
Hamlet.—Bien venidos, se�ores; me alegro de veros � todos tan buenos. Bien venidos... �Oh! �oh camarada antiguo! mucho se te ha arrugado la cara desde la �ltima vez que te vi. �Vienes � Dinamarca � hacerme parecer viejo � m� tambi�n? �Y t�, mi ni�a, oiga! ya eres una se�orita; por la Virgen, que ya est� vuesamerced una cuarta m�s cerca del cielo desde que no la he visto. Dios quiera que tu voz, semejante � una pieza de oro falso, no se descubra al echarla en el crisol. Se�ores, muy bien venidos todos. Pero, amigos, yo voy en derechura al caso, y corro detr�s del primer objeto que se me presenta, como halconero franc�s. Yo quiero al instante una relaci�n. S�, veamos alguna prueba de vuestra habilidad. Vaya un pasaje afectuoso.
C�mico 1.�—�Y cu�l quer�is, se�or?
Hamlet.—Me acuerdo de haberte o�do en otro tiempo una relaci�n que nunca se ha representado al p�blico, � una sola vez cuando m�s... S�, y me acuerdo tambi�n que no agradaba � la multitud; no era ciertamente manjar para el vulgo. Pero � m� me pareci� entonces, y aun � otros cuyo dictamen vale m�s que el m�o, una excelente pieza, bien dispuesta la f�bula, y escrita con elegancia y decoro. No falt�, sin embargo, quien dijo que no hab�a en los versos toda la sal necesaria para sazonar el asunto, y que lo insignificante del estilo anunciaba poca sensibilidad en el autor; bien que no dejaban de tenerla por obra escrita con m�todo, instructiva y elegante, y m�s brillante que delicada. Particularmente me gust� mucho en ella una relaci�n que Eneas hace � Dido, y sobre todo cuando habla de muerte de Pr�amo. Si la tienes en la[48] memoria... empieza por aquel verso... deja, deja, ver� si me acuerdo.
(Todos los versos de esta escena los dicen con declamaci�n tr�gica).
No es este; pero empieza con Pirro... �ah!...
Prosigue t�.
Polonio.—�Muy bien declamado, � fe m�a! con buen acento y bella expresi�n.
C�mico 1.�— Al momento
le ve lidiando, �resistencia breve!
contra los griegos; su temida espada
rebelde al brazo ya, le pesa in�til.
Pirro, de furias lleno, le provoca
� liza desigual; herirle intenta,
y el aire solo del funesto acero
postra al d�bil anciano. Y cual si fuese
a tanto golpe el Il�on sensible,
al suelo desplom� sus techos altos,
ardiendo en llamas, y al rumor suspenso.
Pirro... �Le veis? la espada que ven�a
� herir del teucro la nevada frente
[49]se detiene en los aires, y �l inmoble,
absorto y mudo y sin acci�n su enojo,
la imagen de un tirano representa
que figur� el pincel. Mas como suele
tal vez el cielo en tempestad obscura
parar su movimiento, de los aires
el �mpetu cesar, y en silenciosa
quietud de muerte reposar el orbe,
hasta que el trueno, con horror zumbando,
rompe la alta regi�n; as� un instante
suspensa fu� la c�lera de Pirro,
y as�, dispuesto � la venganza, el duro
combate renov�. No m�s tremendo
golpe en las armas de Mavorte eternas
dieron jam�s los c�clopes tostados,
que sobre el triste anciano la cuchilla
sangrienta di� del sucesor de Aquiles.
�Oh fortuna falaz!... Vos, poderosos
dioses, quitadle su dominio injusto;
romped los rayos de su rueda y calces,
y el eje circular desde el Olimpo
caiga en pedazos del abismo al centro.
Polonio.—Es demasiado largo.
Hamlet.—Lo mismo dir� de tus barbas el barbero. Prosigue. Este s�lo gusta de ver bailar � de oir cuentos de alcahuetas, � si no se duerme. Prosigue con aquello de H�cuba.
C�mico 1.�—Pero quien viese �oh vista dolorosa! la mal ce�ida reina...
Hamlet.—�La mal ce�ida reina!
Polonio.—Esto es bueno, mal ce�ida reina, �bueno!
C�mico 1.�—Pero quien viese �oh vista dolorosa!
la mal ce�ida reina, el pie desnudo,
girar de un lado al otro, amenazando
extinguir con sus l�grimas el fuego...
En vez de vestidura rozagante
cubierto el seno, harto fecundo un d�a,
con las ropas del lecho arrebatadas
(ni a m�s le di� lugar el susto horrible),
rasgado un velo en su cabeza, donde
antes resplandeci� corona augusta...
�Ay! quien la viese, � los supremos hados
[50]con lengua venenosa execrar�a.
Los dioses mismos, si a piedad los mueve
el linaje mortal, dolor sintieran
de verla, cuando al implacable Pirro
hall� esparciendo en trozos con su espada
del muerto esposo los helados miembros.
Lo ve, y exclama con gemido triste,
bastante � conturbar all� en su altura
las deidades de Olimpo, y los brillantes
ojos del cielo humedecer en lloro.
Polonio.—Ved c�mo muda de color, y se le han saltado las l�grimas. No, no prosig�is.
Hamlet.—Basta ya, presto me dir�s lo que falta. Se�or m�o, es menester hacer que estos c�micos se establezcan, �lo entiendes? y agasajarlos bien. Ellos son sin duda el ep�tome hist�rico de los siglos, y m�s te valdr� tener despu�s de muerto un mal epitafio que una mala reputaci�n entre ellos mientras vivas.
Polonio.—Yo, se�or, los tratar� conforme � sus m�ritos.
Hamlet.—�Qu� cabeza �sta! No, se�or, mucho mejor. Si a los hombres se los hubiese de tratar seg�n merecen, �qui�n escapar�a de ser azotado? Tr�talos como corresponde � tu nobleza y � tu propio honor; cuanto menor sea su m�rito, mayor sea tu bondad. Acomp��alos.
Polonio.—Venid, se�ores.
Hamlet.—Amigos, id con �l. Ma�ana habr� comedia. Oye aqu� t�, amigo, dime, �no pudierais representar la Muerte de Gonzago?
C�mico 1.�—S�, se�or.
Hamlet.—Pues ma�ana � la noche quiero que se haga. �Y no podr�as, si fuese menester aprender de memoria unos doce � diez y seis versos que quiero escribir � insertar en la pieza? �Podr�s?
C�mico 1.�—S�, se�or.
Hamlet.—Muy bien; pues vete con aquel caballero, y cuenta no hag�is burla de �l. Amigos, hasta la noche. Pasadlo bien.
Ricardo.—Se�or...
Hamlet.—Id con Dios.[51]
Ya estoy solo. �Qu� abatido, qu� insensible soy! �No es admirable que este actor, en una f�bula, en una ficci�n, pueda dirigir tan � su placer el �nimo, que as� agite y desfigure el rostro en la declamaci�n, vertiendo de sus ojos l�grimas, d�bil la voz, y todas sus acciones tan acomodadas � lo que quiere expresar? Y esto por nadie: por H�cuba. �Y qui�n es H�cuba para �l, � �l para ella, que as� llora sus infortunios? Pues �qu� no har�a si �l tuviese los tristes motivos de dolor que yo tengo! Inundar�a el teatro con llanto, su terrible acento conturbar�a � cuantos le oyesen, llenar�a de desesperaci�n al culpado, de temor al inocente, al ignorante de confusi�n, y sorprender�a con asombro la facultad de los ojos y los o�dos. �Pero yo, miserable, sin vigor y est�pido, sue�o adormecido, permanezco mudo, y miro con tal indiferencia mis agravios! Qu�, �nada merece un rey con quien se cometi� el m�s atroz delito para despojarle del cetro y la vida? �Soy cobarde yo? �Qui�n se atreve � llamarme villano, � � insultarme en mi presencia, arrancarme la barba, sopl�rmela al rostro, asirme de la nariz, � hacerme tragar lej�a que me llegue al pulm�n? �Qui�n se atreve a tanto? �Ser�a yo capaz de sufrirlo? S�, que no es posible sino que yo sea como la paloma, que carece de hiel, incapaz de acciones crueles; � no ser esto, ya se hubieran cebado los milanos del aire en los despojos de aquel indigno, deshonesto, homicida, p�rfido seductor, feroz malvado, que vive sin remordimientos de su culpa. Pero �por qu� he de ser tan necio? �Ser� generoso proceder el m�o, que yo, hijo de un querido padre (de cuya muerte alevosa el cielo y el infierno mismo me piden venganza), afeminado y d�bil desahogue con palabras el coraz�n, prorrumpa en execraciones vanas como una prostituta vil � un pillo de cocina? �Ah! no, ni aun s�lo imaginarlo. �Eh!... Yo he o�do que tal vez asistiendo � una representaci�n hombres muy culpados, han sido heridos en el alma con tal vio[52]lencia por la ilusi�n del teatro, que � vista de todos han publicado sus delitos; que la culpa, aunque sin lengua, siempre se manifestar� por medios maravillosos. Yo har� que estos actores representen delante de mi t�o alg�n pasaje que tenga semejanza con la muerte de mi padre. Yo le herir� en lo m�s vivo del coraz�n, observar� sus miradas; si muda de color, si se estremece, ya s� lo que me toca hacer. La aparici�n que vi pudiera ser un esp�ritu del infierno. Al demonio no le es dif�cil presentarse bajo la m�s agradable forma; s�, y acaso como �l es tan poderoso sobre una imaginaci�n perturbada, vali�ndose de mi propia debilidad y melancol�a, me enga�a para perderme. Yo voy � adquirir pruebas m�s s�lidas, y esta representaci�n ha de ser el lazo en que se enrede la conciencia del rey.
Claudio.—�Y no os fu� posible indagar en la conversaci�n que con �l tuvisteis, de qu� nace aquel desorden de esp�ritu que tan cruelmente altera su quietud con turbulenta y peligrosa demencia?
Ricardo.—El mismo reconoce los extrav�os de su raz�n, pero no ha querido manifestarnos el origen de ellos.
Guillermo.—Ni le hallamos en disposici�n de ser examinado, porque siempre huye de la cuesti�n con un rasgo de locura, cuando ve que le conducimos al punto de descubrir la verdad.
Gertrudis.—�Fuisteis bien recibidos de �l?[53]
Ricardo.—Con mucha cortes�a.
Guillermo.—Pero se le conoc�a una cierta sujeci�n.
Ricardo.—Pregunt� poco, pero respond�a � todo con prontitud.
Gertrudis.—�Le hab�is convidado para alguna diversi�n?
Ricardo.—S�, se�ora, porque casualmente hab�amos encontrado una compa��a de c�micos en el camino: se lo dijimos, y mostr� complacencia al oirlo. Est�n ya en la corte, y creo que tienen orden de representarle esta noche una pieza.
Polonio.—As� es la verdad, y me ha encargado de suplicar � VV. MM. que asistan � verla y oirla.
Claudio.—Con mucho gusto: me complace en extremo saber que tiene tal inclinaci�n. Vosotros, se�ores, excitadle � ella, y aplaudid su propensi�n � este g�nero de placeres.
Ricardo.—As� lo haremos.
Claudio.—T�, mi amada Gertrudis, deber�s tambi�n retirarte, porque hemos dispuesto que Hamlet al venir aqu�, como si fuera casualidad, encuentre � Ofelia. Su padre y yo, testigos los m�s aptos para el fin, nos colocaremos donde veamos sin ser vistos: as� podremos juzgar de lo que entre ambos pase, y en las acciones y palabras del pr�ncipe conoceremos si es pasi�n de amor el mal de que adolece.
Gertrudis.—Voy � obedeceros; y por mi parte, Ofelia, �oh, cu�nto desear�a que tu rara hermosura fuese el dichoso origen de la demencia de Hamlet! Entonces yo deber�a esperar que tus prendas amables pudieran para vuestra mutua felicidad restituirle su salud perdida.
Ofelia.—Yo, se�ora, tambi�n quisiera que fuese as�.[54]
Polonio.—Pas�ate por aqu�, Ofelia. Si V. M. gusta podemos ya ocultarnos. Haz que lees en este libro (d�ndole un libro): esta ocupaci�n disculpar� la soledad del sitio... �Materia es por cierto en que tenemos mucho de que acusarnos! �Cu�ntas veces con el semblante de la devoci�n y la apariencia de acciones piadosas enga�amos al diablo mismo!
Claudio.—Demasiado cierto es... (Ap.) �Qu� cruelmente ha herido esa reflexi�n mi conciencia! El rostro de la meretriz, hermoseada con el arte, no es m�s feo despojado de los afeites, que lo es mi delito disimulado en palabras traidoras. �Oh, qu� pesada carga me oprime!
Polonio.—Ya le siento llegar, se�or; conviene retirarnos.
(Hamlet dir� este mon�logo, crey�ndose solo. Ofelia � un extremo del teatro lee.)
Hamlet.—Existir o no existir, �sta es la cuesti�n. �Cu�l es m�s digna acci�n del �nimo: sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, � oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darles fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. �No m�s? �Y por un sue�o, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin n�mero, patrimonio de nuestra d�bil naturaleza?... Este es un t�rmino que deber�amos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez so�ar. S�, y ved aqu� el grande obst�culo; porque el considerar qu� sue�os podr�n ocurrir en el silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, es raz�n harto poderosa para detenernos. Esta es la consideraci�n que hace nuestra infelicidad tan larga. �Qui�n, si esto no fuese, aguantar�a la lentitud de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropel�as que recibe[55] pac�fico el m�rito, de los hombres m�s indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios, cuando el que esto sufre pudiera procurar su quietud con s�lo un pu�al? �Qui�n podr�a tolerar tanta opresi�n, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta, si no fuese que el temor de que existe alguna cosa m�s all� de la muerte (aquel pa�s desconocido, de cuyos l�mites ning�n caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos cercan, antes que ir � buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento? Esta previsi�n nos hace � todos cobardes: as� la natural tintura de valor se debilita con los barnices p�lidos de la prudencia; las empresas de mayor importancia por esta sola consideraci�n mudan camino, no se ejecutan, y se reducen � designios vanos. Pero... �la hermosa Ofelia! Graciosa ni�a, espero que mis defectos no ser�n olvidados en tus oraciones.
Ofelia.—�C�mo os hab�is sentido, se�or, en todos estos d�as?
Hamlet.—Muchas gracias. Bien.
Ofelia.—Conservo en mi poder algunas expresiones vuestras que deseo restituiros mucho tiempo ha, y os pido que ahora las tom�is.
Hamlet.—No, yo nunca te di nada.
Ofelia.—Bien sab�is, se�or, que os digo verdad... Y con ellas me d�steis palabras de tan suave aliento compuestas, que alimentaron con extremo su valor; pero ya disipado aquel perfume, recibidlas, que un alma generosa considera como viles los m�s opulentos dones, si llega � entibiarse el afecto de quien los di�. Vedlos aqu�.
(Present�ndole algunas joyas. Hamlet rehusa tomarlas).
Hamlet.—�Oh! �oh! �Eres honesta?
Ofelia.—Se�or...
Hamlet.—�Eres hermosa?
Ofelia.—�Qu� pretend�is decir con eso?
Hamlet.—Que si eres honesta y hermosa, no debes consentir que tu honestidad trate con tu belleza.
Ofelia.—�Puede acaso tener la hermosura mejor compa�era que la honestidad?[56]
Hamlet.—Sin duda alguna. El poder de la hermosura convertir� � la honestidad en una alcahueta, antes que la honestidad logre dar � la hermosura su semejanza. En otro tiempo se ten�a esto por una paradoja; pero en la edad presente es cosa probada... Yo te quer�a antes, Ofelia.
Ofelia.—As� me lo dabais � entender.
Hamlet.—Y t� no debieras haberme cre�do, porque nunca puede la virtud ingerirse tan perfectamente en nuestro endurecido tronco, que nos quite aquel resquemo original... Yo no te he querido nunca.
Ofelia.—Muy enga�ada estuve.
Hamlet.—Mira, vete � un convento: �para qu� te has de exponer � ser madre de hijos pecadores? Yo soy medianamente bueno; pero al considerar algunas cosas de que puedo acusarme, ser�a mejor que mi madre no me hubiese parido. Yo soy muy soberbio, vengativo, ambicioso, con m�s pecados sobre mi cabeza que pensamientos para explicarlos, fantas�a para darles forma, ni tiempo para llevarlos � ejecuci�n. �A qu� fin los miserables como yo han de existir arrastrados entre el cielo y la tierra? Todos somos insignes malvados: no creas � ninguno de nosotros; vete, vete � un convento... �En d�nde est� tu padre?
Ofelia.—En casa est�, se�or.
Hamlet.—�S�? pues que cierren bien todas las puertas, para que si quiere hacer locuras las haga dentro de su casa. Adi�s.
(Hace que se va, y vuelve)
Ofelia.—�Oh, mi buen Dios, favorecedle!
Hamlet.—Si te casas, quiero darte esta maldici�n en dote. Aunque seas un hielo en la castidad, aunque seas tan pura como la nieve, no podr�s librarte de la calumnia. Vete � un convento. Adi�s. Pero... escucha: si tienes necesidad de casarte, c�sate con un tonto; porque los hombres avisados saben muy bien que vosotras los convert�s en fieras... Al convento, y pronto. Adi�s.
(Hace, que se va, y vuelve).
Ofelia.—�El cielo con su poder le alivie!
Hamlet.—He o�do hablar mucho de vuestros afeites y embelecos. La naturaleza os di� una cara, y vosotras os hac�is otra distinta. Con esos brinquillos, ese pasito corto, ese hablar ani�ado, pas�is por[57] inocentes y convert�s en gracia vuestros defectos mismos. Pero no hablemos m�s de esta materia, que me ha hecho perder la raz�n... Digo s�lo que de hoy en adelante no habr� m�s casamientos; los que ya est�n casados (exceptuando uno) permanecer�n as�; los otros se quedar�n solteros... V�te al convento, v�te.
�Oh, qu� trastorno ha padecido esa alma generosa! La penetraci�n del cortesano, la lengua del sabio, la espada del guerrero, la esperanza y delicias del estado, el espejo de la cultura, el modelo de la gentileza que estudiaban los m�s advertidos, todo, todo se ha aniquilado. Y yo, la m�s desconsolada � infeliz de las mujeres, que gust� alg�n d�a la miel de sus promesas suaves, veo ahora aquel noble y sublime entendimiento desacordado, como la campana sonora que se hiende; aquella incomparable presencia, aquel semblante de florida juventud, alterado con el frenes�. � Oh, cu�nta, cu�nta es mi desdicha de haber visto lo que vi, para ver ahora lo que veo!
Claudio.—�Amor! �Qu�! No van por este camino sus afectos; ni en lo que ha dicho, aunque algo falto de orden, hay nada que parezca locura. Alguna idea tiene en el �nimo que cubre y fomenta su melancol�a, y recelo que ha de ser un mal el fruto que produzca. A fin de prevenirlo, he resuelto que salga prontamente para Inglaterra � pedir en mi nombre los atrasados tributos. Acaso el mar y los pa�ses diferentes podr�n con la variedad de objetos alejar esta pasi�n que le ocupa, sea la que fuere, sobre la cual su imaginaci�n sin cesar golpea. �Qu� te parece?[58]
Polonio.—Que as� es lo mejor. Pero yo creo, no obstante, que el origen y principio de su aflicci�n provengan de un amor mal correspondido. T�, Ofelia, no hay para qu� nos cuentes lo que te ha dicho el pr�ncipe, que todo lo hemos o�do.
Polonio.—Haced lo que os parezca, se�or; pero si lo juzg�is � prop�sito, ser�a bien que la reina retirada � solas con �l, luego que se acabe el espect�culo le inste a que le manifieste sus penas, habl�ndole con entera libertad. Yo, si lo permit�s, me pondr� en paraje de donde pueda oir toda la conversaci�n. Si no logra su madre descubrir este arcano, enviadle � Inglaterra, � desterradle adonde vuestra prudencia os dicte.
Claudio.—As� se har�. La locura de los poderosos debe ser examinada con escrupulosa atenci�n.
El sal�n estar� iluminado; habr� asientos que formen semic�rculo para el concurso que ha de asistir al espect�culo. Ha de haber en el foro una gran puerta con pabellones y cortina, por donde saldr�n � su tiempo los actores que deben representar.
HAMLET y dos c�micos
Hamlet.—Dir�s este pasaje en la forma que te le he declamado yo: con soltura de lengua, no con voz desentonada, como lo hacen muchos de nuestros c�micos; m�s valdr�a entonces dar mis versos al pregonero para que los dijese. Ni manotees as� acuchillando el aire; moderaci�n en todo, puesto que aun en el torrente, la tempestad, y por mejor decir, el hurac�n de las pasiones, se debe conservar aquella templanza que hace suave y elegante la[59] expresi�n. A m� me desazona en extremo ver � un hombre muy cubierta la cabeza con su cabellera, que � fuerza de gritos estropea los afectos que quiere exprimir, y rompe y desgarra los o�dos del vulgo rudo, que s�lo gusta de gesticulaciones insignificantes y de estr�pito. Yo mandar�a azotar � un energ�meno de tal especie; Herodes de farsa, m�s furioso que el mismo Herodes. Evita, evita este vicio.
C�mico 1.�—As� os lo prometo.
Hamlet.—Ni seas tampoco demasiado fr�o; tu misma prudencia debe guiarte. La acci�n debe corresponder � la palabra, y �sta � la acci�n, cuidando siempre de no atropellar la simplicidad de la naturaleza. No hay defecto que m�s se oponga al fin de la representaci�n, que desde el principio hasta ahora ha sido y es ofrecer � la naturaleza un espejo en que vea la virtud su propia forma, el vicio su imagen, cada naci�n y cada siglo sus principales caracteres. Si esta pintura se exagera � se debilita, excitar� la risa de los ignorantes; pero no puede menos de disgustar � los hombres de buena raz�n, cuya censura debe ser para vosotros de m�s peso que la de toda la multitud que llena el teatro. Yo he visto representar � algunos c�micos, que otros aplaud�an con entusiasmo, por no decir con esc�ndalo, los cuales no ten�an acento ni figura de cristianos, ni de gentiles, ni de hombres; que al verlos hincharse y bramar no los juzgu� de la especie humana, sino unos simulacros rudos de hombres, hechos por alg�n mal aprendiz. Tan inicuamente imitaban la naturaleza.
C�mico 1.�—Yo creo que en nuestra compa��a se ha corregido bastante ese defecto.
Hamlet.—Corregidle del todo, y cuidad tambi�n que los que hacen de payos no a�adan nada � lo que est� escrito en su papel; porque algunos de ellos, para hacer reir � los oyentes m�s adustos, empiezan � dar risotadas, cuando el inter�s del drama deber�a ocupar toda la atenci�n. Esto es indigno, y manifiesta en los necios que lo practican el rid�culo empe�o de lucirlo. Id � prepararos.[60]
Hamlet.—Y bien, Polonio, �gustar� al rey de oir esta pieza?
Polonio.—S�, se�or, al instante, y la reina tambi�n.
Hamlet.—Ve � decir � los c�micos que se despachen. �Quer�is ir vosotros � darles prisa?
Ricardo.—Con mucho gusto.
Hamlet.—�Qui�n es?... �Ah! Horacio.
Horacio.—Veisme aqu�, se�or, � vuestras �rdenes.
Hamlet.—T�, Horacio, eres un hombre cuyo trato me ha agradado siempre.
Horacio.—�Oh! se�or...
Hamlet.—No creas que pretendo adularte; �ni qu� utilidades puedo yo esperar de ti, que exceptuando tus buenas prendas, no tienes otras rentas para alimentarte y vestirte? �Habr� quien adule al pobre? No... Los que tienen almibarada la lengua, v�yanse � lamer con ella la grandeza est�pida, y doblen los goznes de sus rodillas donde la lisonja encuentre galard�n. �Me has entendido? Desde que mi alma se hall� capaz de conocer � los hombres y pudo elegirlos, t� fuiste el escogido y marcado para ella; porque siempre, � desgraciado � feliz, has recibido con igual semblante los premios y los reveses de la fortuna. Dichosos aqu�llos cuyo temperamento y juicio se combinan con tal acuerdo, que no son entre los dedos de la fortuna una flauta dispuesta � sonar seg�n ella guste. Dame un hombre que no sea esclavo de sus pasiones, y yo le colocar� en el centro de mi coraz�n: s�, en el coraz�n de mi coraz�n, como lo hago contigo. Pero yo me dilato demasiado en esto. Esta noche se representa un drama delante del rey; una de sus escenas contiene circunstancias muy parecidas � las de la muerte de[61] mi padre, de que ya te habl�. Te encargo que cuando este paso se represente observes � mi t�o con la m�s viva atenci�n del alma; si al ver uno de aquellos lances su oculto delito no se descubre por s� solo, sin duda el que hemos visto es un esp�ritu infernal, y son todas mis ideas m�s negras que los yunques de Vulcano. Exam�nale cuidadosamente: yo tambi�n fijar� mi vista en su rostro, y despu�s uniremos nuestras observaciones para juzgar lo que su exterior nos anuncie.
Horacio.—Est� bien, se�or; y si durante el espect�culo logra hurtar � nuestra indagaci�n el menor arcano, yo pago el hurto.
Hamlet.—Ya vienen � la funci�n; vu�lvome � hacer el loco, y t� busca asiento.
CLAUDIO, GERTRUDIS, HAMLET, HORACIO, POLONIO, OFELIA, RICARDO, GUILLERMO y acompa�amiento de damas, caballeros, pajes y guardias.
(Suena marcha d�nica).
Claudio.—�C�mo est�s, mi querido Hamlet?
Hamlet.—Muy bueno, se�or; me mantengo del aire como el camale�n, engordo de esperanzas. No podr�is vos cebar as� � vuestros capones.
Claudio.—No comprendo esa respuesta, Hamlet, ni tales razones son para m�.
Hamlet.—Ni para m� tampoco. �No dices t� que una vez representaste en la universidad? �eh?
Polonio.—S�, se�or, as� es; y fu� reputado por muy buen actor.
Hamlet.—�Y qu� hiciste?
Polonio.—El papel de Julio C�sar. Bruto me asesinaba en el Capitolio.
Hamlet.—Muy bruto fu� el que cometi� en el Capitolio tan capital delito. �Est�n ya prevenidos los c�micos?
Ricardo.—S�, se�or, y esperan s�lo vuestras �rdenes.
Gertrudis.—Ven aqu�, mi querido Hamlet, ponte � mi lado.[62]
(Gertrudis y Claudio se sientan junto � la puerta por donde han de salir los actores. Siguen por su orden las damas y caballeros. Hamlet se sienta en el suelo � los pies de Ofelia).
Hamlet.—No, se�ora; aqu� hay un im�n de m�s atracci�n para m�.
Polonio.—�Ah! �ah! �hab�is notado eso?
Hamlet.—�Permitir�is que me ponga sobre vuestra rodilla?
Ofelia.—No, se�or.
Hamlet.—Quiero decir, apoyar mi cabeza en vuestra rodilla.
Ofelia.—S�, se�or.
Hamlet.—�Pens�is que yo quisiera cometer alguna indecencia?
Ofelia.—No, no pienso nada de eso.
Hamlet.—�Qu� dulce cosa es...!
Ofelia.—�Qu� dec�s, se�or?
Hamlet.—Nada.
Ofelia.—Se conoce que est�is de fiesta.
Hamlet.—�Qui�n yo?
Ofelia.—S�, se�or.
Hamlet.—Lo hago s�lo por divertiros. Y bien mirado, �qu� debe hacer un hombre sino vivir alegre? Ved mi madre qu� contenta est�, y mi padre muri� ayer.
Ofelia.—�Eh! no, se�or, que ya hace dos meses.
Hamlet.—�Tanto ha? �Oh! pues quiero vestirme todo de armi�os, y ll�vese el diablo el luto. �Dios m�o! �dos meses h� que muri�, y todav�a se acuerdan de �l? De esa manera ya puede esperarse que la memoria de un grande hombre le sobreviva quiz�s medio a�o; bien que es menester que haya sido fundador de iglesias, que si no, por la Virgen santa no habr� nadie que de �l se acuerde, como del caballo de palo, de quien dice aquel epitafio:
(Suenan trompetas, y se da principio � la escena muda.—Salen el duque y la duquesa (que lo har�n los c�micos primero y segundo); al encontrarse, se saludan y abrazan afectuosamente; ella se arrodilla mostrando el ma[63]yor respeto; �l la levanta y reclina la cabeza sobre el pecho de su esposa. Acu�stase el duque en un lecho de flores, y ella se retira al verle dormido. Sale el c�mico tercero (que hace el papel de Luciano, sobrino del duque), se acerca, le quita al duque la corona, la besa, le derrama en el o�do una porci�n de licor que lleva en un frasco, y hecho esto se va. Vuelve la duquesa, y hallando muerto � su marido, manifiesta gran sentimiento. Sale Luciano con dos � tres que le acompa�an, y hace ademanes de dolor; manda retirar el cad�ver, y quedando � solas con la duquesa, la solicita y la ofrece d�divas; ella resiste un poco y le desde�a, pero al fin admite su amor. Vanse.)
Ofelia.—�Qu� significa esto, se�or?
Hamlet.—Esto es un asesinato oculto, y anuncia grandes maldades.
Ofelia.—Seg�n parece, la escena muda contiene el argumento del drama.
Hamlet.—Ahora lo sabremos por lo que nos diga ese actor; los c�micos no pueden callar un secreto, todo lo cuentan.
Ofelia.—�Nos dir� �ste lo que significa la escena que hemos visto?
Hamlet.—S�, por cierto, y cualquiera otra escena que le hag�is ver. Como no os avergonc�is de represent�rsela, �l no se avergonzar� de deciros lo que significa.
Ofelia.—�Qu� malo, qu� malo sois! Pero dejadme atender � la pieza.
C�mico 4.�—Humildemente os pedimos
que escuch�is esta tragedia,
disimulando las faltas
que haya en nosotros y en ella.
Hamlet.—�Es esto pr�logo, � mote de sortija?
Ofelia.—�Qu� corto ha sido!
Hamlet.—Como cari�o de mujer.[64]
C�mico 1.�—Ya treinta vueltas di� de Febo el carro � las ondas saladas de Nereo y al globo de la tierra, y treinta veces con luz prestada han alumbrado el suelo doce lunas, en giros repetidos, despu�s que el dios de amor y el himeneo nos enlazaron, para dicha nuestra, en nudo santo el coraz�n y el cuello.
C�mico 2.�—Y �oh! quiera el cielo que otros tantos giros � la luna y al sol, se�or, contemos antes que el fuego; de este amor se apague. Pero es mi pena inconsolable al veros doliente, triste y tan diverso ahora de aquel que fuisteis... T�mida recelo... Mas toda mi aflicci�n nada os conturbe; que en pecho femenil llega al exceso el temor y el amor. All� residen en igual proporci�n ambos afectos, � no existe ninguno, � se combinan �ste y aqu�l con el mayor extremo. Cu�n grande es el amor que � vos me inclina, las pruebas lo dir�n que dadas tengo; pues tal es mi temor. Si un fino amante, sin motivo tal vez vive temiendo, la que al veros as� toda es temores, muy puro amor abrigar� en el pecho.
C�mico 1.�—S�, yo debo dejarte, amada m�a; inevitable es ya; ceder�n presto � la muerte mis fuerzas fatigadas; t� vivir�s, gozando del obsequio y el amor de la tierra. Acaso entonces un digno esposo...
C�mico 2.�—No, dad al silencio esos anuncios. �Yo? Pues �no ser�an traici�n culpable en m� tales afectos? �Yo un nuevo esposo? No; la que se entrega al segundo se�or, mat� al primero.
Hamlet.—Esto es zumo de ajenjos.[65]
C�mico 2.�—Motivos de inter�s tal vez inducen � renovar los nudos de himeneo, no motivos de amor; yo causar�a segunda muerte � mi difunto due�o, cuando del nuevo esposo recibiera en t�lamo nupcial amantes besos.
C�mico 1.�—No dudar� que el coraz�n te dicta lo que aseguras hoy; f�cil creemos cumplir lo prometido, y f�cilmente se quebranta y se olvida. Los deseos del hombre � la memoria est�n sumisos, que nace activa y desfallece presto. As� pende del ramo acerbo el fruto, y as� maduro, sin impulso ajeno, se desprende despu�s. Dif�cilmente nos acordamos de llevar � efecto promesas hechas � nosotros mismos, que al cesar la pasi�n cesa el empe�o. Cuando de la aflicci�n y la alegr�a se moderan los �mpetus violentos, con ellos se disipan las ideas � que dieron lugar, y el m�s ligero acaso los placeres en afanes muda tal vez, y en risa los lamentos. Amor, como la suerte, es inconstante: que en este mundo al fin nada hay eterno, y aun se ignora si �l manda � la fortuna, � si �sta del amor cede al imperio. Si el poderoso del lugar sublime se precipita, le abandonan luego cuantos gozaron su favor; si el pobre sube � prosperidad, los que le fueron m�s enemigos su amistad procuran (y el amor sigue � la fortuna en esto) que nunca al venturoso amigos faltan, ni al pobre desenga�os y desprecios. Por diferente senda se encaminan los destinos del hombre y sus afectos, y s�lo en �l la voluntad es libre, mas no la ejecuci�n; y as� el suceso nuestros designios todos desvanece. T� me prometes no rendir � nuevo[66] yugo tu libertad... Esas ideas �ay! morir�n cuando me vieres muerto.
C�mico 2.�—Luces me niegue el sol, frutos la tierra, sin descanso y placer viva muriendo, desesperada y en prisi�n obscura, su mesa envidie al eremita austero; cuantas penas el �nimo entristecen, todas turben el fin de mis deseos y los destruyan, ni quietud encuentre en parte alguna con af�n eterno; si ya difunto mi primer esposo, segundas bodas p�rfida celebro.
Hamlet.—Si ella no cumpliese lo que promete...
C�mico 1.�—Mucho juraste... Aqu� gozar quisiera solitaria quietud; rendido siento al cansancio mi esp�ritu. Permite que alguna parte le conceda al sue�o de las molestas horas.
(Se acuesta en un lecho de flores)
C�mico 2.�—El te halague
con tranquilo descanso, y nunca el cielo
en uni�n tan feliz pesares mezcle. (Vase).
Hamlet.—Y bien, se�ora, �qu� tal os va pareciendo la pieza?
Gertrudis.—Me parece que esa mujer promete demasiado.
Hamlet.—S�, pero lo cumplir�.
Claudio.—�Te has enterado bien del asunto? �Tiene algo que sea de mal ejemplo?
Hamlet.—No, se�or, no. Si todo ello es mera ficci�n; un veneno... fingido; pero mal ejemplo, �qu�! no, se�or.
Claudio.—�C�mo se intitula este drama?
Hamlet.—La Ratonera. Cierto que s�... es un t�tulo metaf�rico. En esta pieza se trata de un homicidio cometido en Viena... el duque se llama Gonzago, y su mujer Baptista... Ya, ya ver�is presto... �Oh! �es un enredo maldito! �Y qu� importa? A V. M. y � m�, que no tenemos culpado el �nimo, no nos puede incomodar; al roc�n que est� lleno de mataduras le har� dar coces; pero � bien que nosotros no tenemos desollado el lomo.[67]
Hamlet.—Este que sale ahora se llama Luciano, sobrino del duque.
Ofelia.—Vos supl�s perfectamente la falta del coro.
Hamlet.—Y aun pudiera servir de int�rprete entre vos y vuestro amante, si viese puestos en acci�n entrambos t�teres.
Ofelia.—�Vaya, que ten�is una lengua que corta!
Hamlet.—Con un buen suspiro que deis, se le quita el filo.
Ofelia.—Eso es; siempre de mal en peor.
Hamlet.—As� hac�is vosotras en la elecci�n de marido: de mal en peor... Empieza, asesino... D�jate de poner ese gesto de condenado, y empieza. Vamos... el cuervo graznador est� ya gritando venganza.
C�mico 3.�—Negros designios, brazo ya dispuesto � ejecutarlos, t�sigo oportuno, sitio remoto, favorable el tiempo, y nadie que lo observe. T�, extra�do de la profunda noche en el silencio, atroz veneno de mortales hierbas (invocada Pros�rpina) compuesto; infectadas tres veces, y otras tantas exprimidas despu�s, sirve � mi intento; pues � tu actividad m�gica, horrible, la robustez vital cede tan presto.
(Ac�rcase adonde est� durmiendo el c�mico primero; destapa un frasquillo, y le echa una porci�n de licor en el o�do).
Hamlet.—�Veis? Ahora le envenena en el jard�n para usurparle el cetro. El duque se llama Gonzago... Es historia cierta, y corre escrita en muy buen italiano. Presto ver�is c�mo la mujer de Gonzago se enamora del matador.
(Lev�ntase Claudio lleno de indignaci�n. Gertrudis, los caballeros, damas y acompa�amiento hacen lo mismo, y se van seg�n lo indica el di�logo).
Ofelia.—El rey se levanta.[68]
Hamlet.—Qu�, �le atemoriza un fuego aparente?
Gertrudis.—�Qu� ten�is, se�or?
Polonio.—No pas�is adelante, dejadlo.
Claudio.—Traed luces. Vamos de aqu�.
Todos.—Luces, luces.
(Hamlet canta estos versos en voz baja, y representa los que siguen despu�s. Los c�micos primero y tercero estar�n retirados � un extremo del teatro, esperando sus �rdenes).
Hamlet.—El ciervo herido llora,
y el corzo no tocado
de flecha voladora,
se huelga por el prado;
duerme aquel, y � deshora
veis �ste desvelado;
que tanto el mundo va desordenado.
Y d�game, se�or m�o: si en adelante la fortuna me tratase mal, con esta gracia que tengo para la m�sica y un bosque de plumas en la cabeza, y un par de lazos provenzales en mis zapatos rayados, �no podr�a hacerme lugar entre un coro de comediantes?
Horacio.—Mediano papel.
Hamlet.—�Mediano? excelente.
T� sabes, Dam�n querido,
que esta naci�n ha perdido
al mismo Jove y violento
tirano le ha sucedido
en el trono mal habido,
un... �qui�n dir� yo? un... un sapo.
Horacio.—Bien pudierais haber conservado el consonante.
Hamlet.—�Oh! mi buen Horacio; cuanto aquel esp�ritu dijo es demasiado cierto. �Lo has visto ahora?
Horacio.—S�, se�or, bien lo he visto.
Hamlet.—�Cuando se trat� del veneno?
Horacio.—Bien, bien le observ� entonces.[69]
Hamlet.—�Ah! quisiera algo de m�sica (A los c�micos:) traedme unas flautas... Si el rey no gusta de la comedia, ser� sin duda porque... porque no le gusta. Vaya un poco de m�sica.
Guillermo.—Se�or, �permitir�is que os diga una palabra?
Hamlet.—Y una historia entera.
Guillermo.—El rey...
Hamlet.—Muy bien: �qu� le sucede?
Guillermo.—Se ha retirado � su cuarto con mucha destemplanza.
Hamlet.—�De vino, eh?
Guillermo.—No, se�or, de c�lera.
Hamlet.—Pero �no ser�a m�s acertado �rselo � contar al m�dico? �No veis que si yo me meto en hacerle purgar ese humor bilioso, puede ser que se le aumente?
Guillermo.—�Oh! se�or, dad alg�n sentido � lo que habl�is, sin desentenderos con tales extravagancias de lo que os vengo � decir.
Hamlet.—Estamos de acuerdo. Prosigue pues.
Guillermo.—La reina vuestra madre, llena de la mayor aflicci�n, me env�a � buscaros.
Hamlet.—Se�is muy bien venido.
Guillermo.—Esos cumplimientos no tienen nada de sinceridad. Si quer�is darme una respuesta sensata, desempe�ar� el cargo de la reina; si no, con pediros perd�n y retirarme se acab� todo.
Hamlet.—Pues, se�or, no puedo.
Guillermo.—�C�mo?
Hamlet.—Me pides una respuesta, y mi raz�n est� un poco achacosa: no obstante, responder� del modo que pueda � cuanto me mandes, � por mejor decir, � lo que mi madre me manda. Con que nada hay que a�adir en esto. Vamos al caso. T� has dicho que mi madre...
Ricardo.—Se�or, lo que dice es que vuestra conducta la ha llenado de sorpresa y admiraci�n.[70]
Hamlet.—�Oh maravilloso hijo, que as� ha podido aturdir � su madre! Pero d�me, �esa admiraci�n no ha tra�do otra consecuencia? �No hay algo m�s?
Ricardo.—S�lo que desea hablaros en su gabinete antes que os vay�is a recoger.
Hamlet.—La obedecer�, si diez veces fuera mi madre. �Tienes alg�n otro negocio que tratar conmigo?
Ricardo.—Se�or, yo me acuerdo de que en otro tiempo me estimabais mucho.
Hamlet.—Y ahora tambi�n. Te lo juro por estas manos rateras.
Ricardo.—Pero �cu�l puede ser el motivo de vuestra indisposici�n? Eso, por cierto, es cerrar vos mismo las puertas � vuestra libertad, no queriendo comunicar con vuestros amigos los pesares que sent�s.
Hamlet.—Estoy muy atrasado.
Ricardo.—�C�mo es posible, cuando ten�is el voto del rey mismo para sucederle en el trono de Dinamarca?
Hamlet.—S�, pero mientras nace la hierba... Ya es un poco antiguo el tal refr�n. �Ah! ya est�n aqu� las flautas.
Hamlet.—Dejadme ver una.... �A qu� tengo de ir ah�? (Guillermo y Ricardo se acercan � Hamlet con adem�n obsequioso, sigui�ndole adonde quiera que se vuelve, hasta que viendo su enfado se apartan) Parece que me quieres hacer caer en alguna trampa, seg�n me cercas por todos lados.
Guillermo.—Ya veo, se�or, que si el deseo de cumplir con mi obligaci�n me da osad�a, acaso el amor que os tengo me hace grosero tambi�n � importuno.
Hamlet.—No entiendo bien eso. �Quieres tocar esta flauta?
Guillermo.—Yo no puedo, se�or.
Hamlet.—Vamos.[71]
Guillermo.—De veras que no puedo.
Hamlet.—Yo te lo suplico.
Guillermo.—Pero si no s� palabra de eso...
Hamlet.—M�s f�cil es que tenderse � la larga. Mira, pon el pulgar y los dem�s dedos seg�n convenga sobre estos agujeros, sopla con la boca, y ver�s qu� lindo sonido resulta. �Ves? Estos son los puntos.
Guillermo.—Bien, pero si no s� hacer uso de ellos para que produzcan armon�a. Como ignoro el arte...
Hamlet.—Pues mira t� en qu� opini�n tan baja me tienes. T� me quieres tocar, presumes conocer mis registros, pretendes extraer lo m�s �ntimo de mis secretos, quieres hacer que suene desde el m�s grave al m�s agudo de mis tonos; y ve aqu� este peque�o �rgano, capaz de excelentes voces y de armon�a, que t� no puedes hacer sonar. �Y juzgas que se me ta�e � m� con m�s facilidad que � una flauta? No, dame el nombre del instrumento que quieras: por m�s que le manejes y te fatigues, jam�s conseguir�s hacerle producir el menor sonido.
Hamlet.—�Oh! Dios te bendiga.
Polonio.—Se�or, la reina quisiera hablaros al instante.
Hamlet.—�No ves all� aquella nube que parece un camello?
Polonio.—Cierto, as� en el tama�o parece un camello.
Hamlet.—Pues ahora me parece una comadreja.
Polonio.—No hay duda, tiene figura de comadreja.
Hamlet.—O como una ballena.
Polonio.—Es verdad, s�, como una ballena.
Hamlet.—Pues al instante ir� � ver � mi madre. Tanto har�n �stos, que me volver�n loco de veras. Ir�, ir� al instante.
Polonio.—As� se lo dir�.
Hamlet.—F�cilmente se dice: al instante viene... Dejadme solo, amigos.[72]
Este es el espacio de la noche apto � los maleficios. Esta es la hora en que los cementerios se abren, y el infierno respira contagios al mundo. Ahora podr�a yo beber caliente sangre; ahora podr�a ejecutar tales acciones, que el d�a se estremeciese al verlas. Pero vamos � ver � mi madre. �Oh coraz�n! no desconozcas la naturaleza, ni permitas que en este firme pecho se albergue la fiereza de Ner�n. D�jame ser cruel, pero no parricida. El pu�al que ha de herirla est� en mis palabras, no en mi mano; disimulen el coraz�n y la lengua; sean las que fueren las execraciones que contra ella pronuncie, nunca, nunca mi alma solicitar� que se cumplan.
Claudio.—No, no le quiero aqu�, ni conviene � nuestra seguridad dejar libre el campo � su locura. Preven�os, pues, y har� que inmediatamente se os despache para que �l os acompa�e � Inglaterra. El inter�s de mi corona no permite ya exponerme � un riesgo tan inmediato, que crece por instantes en los accesos de su demencia.
Guillermo.—Al momento dispondremos nuestra marcha. El m�s santo y religioso temor es aqu�l que procura la existencia de tantos individuos, cuya vida pende de V. M.
Ricardo.—Si es obligaci�n en un particular defender su vida de toda ofensa, por medio de la fuerza y el arte, �cu�nto m�s lo ser� conservar aqu�lla en quien estriba la felicidad p�blica? Cuando llega � faltar el monarca, no muere �l solo, sino que � manera de un torrente precipitado arrebata consigo cuanto le rodea, como una gran rueda colocada en la cima del m�s alto monte, � cuyos enormes rayos[73] est�n asidas innumerables piezas menores, que si llega � caer, no hay ninguna de ellas, por m�s peque�a que sea, que no padezca igualmente en el total destrozo. Nunca el soberano exhala un suspiro, sin excitar en su naci�n general lamento.
Claudio.—Yo os ruego que os preveng�is sin dilaci�n para el viaje. Quiero encadenar este temor, que ahora camina demasiado libre.
Los dos.—Vamos � obedeceros con la mayor prontitud.
Polonio.—Se�or, ya se ha encaminado al cuarto de su madre. Voy � ocultarme detr�s de los tapices para ver el suceso. Es seguro que ella le reprender� fuertemente; y como vos mismo hab�is observado muy bien, conviene que asista � oir la conversaci�n alguien m�s que su madre, que naturalmente le ha de ser parcial, como � todas sucede. Quedaos adi�s; yo volver� � veros antes que os recoj�is, para deciros lo que haya pasado.
Claudio.—Gracias, querido Polonio.
�Oh, mi culpa es atroz! Su hedor sube al cielo, llevando consigo la maldici�n m�s terrible; la muerte de un hermano. No puedo recogerme � orar, por m�s que eficazmente lo procuro; que es m�s fuerte que mi voluntad el delito que la destruye. Como el hombre � quien dos obligaciones llaman, me detengo � considerar por cu�l empezar� primero, y no cumplo ninguna... Pero si este brazo execrable estuviese a�n m�s te�ido en la sangre fraterna, �faltar� en los cielos piadosos suficiente lluvia para volverle c�ndido como la nieve misma? �De qu� sirve la misericordia, si se niega a ver el rostro del pecado? �Qu� hay en la oraci�n sino[74] aquella duplicada fuerza, capaz de sostenernos al ir � caer, � de adquirirnos el perd�n habiendo ca�do? S�, alzar� mis ojos al cielo, y quedar� borrada mi culpa... Pero �qu� g�nero de oraci�n habr� de usar? Olvida, Se�or, olvida el horrible homicidio que comet�... �Ah! que ser� imposible, mientras vivo poseyendo los objetos que me determinaron � la maldad: mi ambici�n, mi corona, mi esposa... �Podr� merecerse el perd�n cuando la ofensa existe? En este mundo estragado sucede con frecuencia que la mano delincuente, derramando el oro, aleja la justicia y corrompe con d�divas la integridad de las leyes; no as� en el cielo, que all� no hay enga�os, all� comparecen las acciones humanas como ellas son, y nos vemos compelidos � manifestar nuestras faltas todas sin excusa, sin rebozo alguno... En fin, �qu� debo hacer?... Probemos lo que puede el arrepentimiento... �y qu� no podr�?... Pero �qu� ha de poder con quien no puede arrepentirse? �Oh situaci�n infeliz! �Oh conciencia, ennegrecida con sombras de muerte! �Oh alma m�a aprisionada! que cuanto m�s te esfuerzas para ser libre, m�s quedas oprimida. �Angeles, asistidme! Probad en m� vuestro poder. D�blense mis rodillas tenaces; y t�, coraz�n m�o de aceradas fibras, hazte blando como los nervios del ni�o que acaba de nacer. Todo, todo puede enmendarse.
(Se arrodilla y apoya los brazos y la cabeza en un sill�n).
Hamlet.—Esta es la ocasi�n propicia. Ahora est� rezando, ahora le mato... (Saca la espada, da algunos pasos en adem�n de herirle; se detiene, y se retira otra vez hacia la puerta). Y as� se ir� al cielo... �Y es esta mi venganza? No, reflexionemos. Un malvado asesina � mi padre, y yo, su hijo �nico, aseguro al malhechor la gloria; �no es esto, en vez de castigo, premio y recompensa? El sorprendi� � mi padre[75] acabados los des�rdenes del banquete, cubierto de m�s culpas que mayo tiene flores... �Qui�n sabe, sino Dios, la estrecha cuenta que hubo de dar? Pero, seg�n nuestra raz�n concibe, terrible ha sido su sentencia. �Y quedar� vengado d�ndole � �ste la muerte, precisamente cuando purifica su alma, cuando se dispone para la partida? No, espada m�a, vuelve � tu lugar, y espera ocasi�n de ejecutar m�s tremendo golpe. Cuando est� ocupado en el juego, cuando blasfeme col�rico, � duerma con la embriaguez, � se abandone � los placeres incestuosos del lecho, � cometa acciones contrarias � su salvaci�n, hi�rele entonces; caiga precipitado al profundo, y su alma quede negra y maldita, como el infierno que ha de recibirle. (Envaina la espada). Mi madre me espera. Malvado, esta medicina, que te dilata la dolencia, no evitar� tu muerte.
Mis palabras suben al cielo, mis afectos quedan en la tierra. (Se levanta, con agitaci�n). Palabras sin afectos nunca llegan � los o�dos de Dios.
Polonio.—Va � venir al momento. Mostradle entereza; decidle que sus locuras han sido demasiado atrevidas � intolerables, que vuestra bondad le ha protegido, mediando entre �l y la justa indignaci�n que excit�. Yo entre tanto retirado aqu�, guardar� silencio. Habladle con libertad, yo os lo suplico.
Hamlet (gritando desde adentro).—�Madre! �madre!
Gertrudis.—As� te lo prometo; nada temo. Ya le siento llegar. Ret�rate.
(Polonio se oculta detr�s de unos tapices).
[76]
Hamlet.—�Qu� me mand�is, se�ora?
Gertrudis.—Hamlet, muy ofendido tienes � tu padre.
Hamlet.—Madre, muy ofendido ten�is al m�o.
Gertrudis.—Ven, ven aqu�; t� me respondes con lengua demasiado libre.
Hamlet.—Voy, voy all�... y vos me pregunt�is con lengua bien perversa.
Gertrudis.—�Qu� es esto, Hamlet?
Hamlet.—�Y qu� es eso, madre?
Gertrudis.—�Te olvidas de quien soy?
Hamlet.—No, por la cruz bendita que no me olvido. Sois la reina, casada con el hermano de vuestro primer esposo, y... �ojal� no fuera as�!... �Eh! sois mi madre.
Gertrudis.—Bien est�. Yo te pondr� delante de quien te haga hablar con m�s acuerdo.
Hamlet.—Venid (Hamlet, asiendo de un brazo � Gertrudis, la hace sentar), sentaos, y no saldr�is de aqu�, no os mover�is, sin que os ponga un espejo delante, en que ve�is lo m�s oculto de vuestra conciencia.
Gertrudis.—�Qu� intentas hacer? �Quieres matarme?... �Qui�n me socorre? �Cielos!
(Al ver Gertrudis la extraordinaria agitaci�n que Hamlet manifiesta en su semblante y acciones, teme que va � matarla, y grita despavorida pidiendo socorro. Polonio quiere salir de donde est� oculto, y despu�s se detiene. Hamlet advierte que los tapices se mueven, sospecha que Claudio est� escondido detr�s de ellos, saca la espada, da dos � tres estocadas sobre el bulto que halla, y prosigue hablando con su madre.)
Polonio.—Socorro pide... �oh!...
Hamlet.—�Qu� es esto?... Un rat�n... Muri�... Un ducado � que ya est� muerto.
Polonio.—�Ay de m�!
Gertrudis.—�Qu� has hecho?
Hamlet.—Nada... �Qu� s� yo?... �Si ser�a el rey?
Gertrudis.—�Qu� acci�n tan precipitada y sangrienta![77]
Hamlet.—Es verdad, madre m�a, acci�n sangrienta, y cuasi tan horrible como la de matar � un rey, y casarse despu�s con su hermano.
Gertrudis.—�Matar � un rey?
Hamlet.—S�, se�ora, eso he dicho. (Alza el tapiz, y aparece Polonio muerto en el suelo). Y t�, miserable, temerario, entrometido, loco... Adi�s. Yo te tom� por otra persona de m�s consideraci�n. Mira el premio que has adquirido; ve ah� el riesgo que tiene la demasiada curiosidad... (Volviendo � hablar con Gertrudis, � quien hace sentar de nuevo). No, no os torz�is las manos... Sentaos aqu�, y dejad que yo os tuerza el coraz�n. As� he de hacerlo, si no le ten�is formado de impenetrable pasta, si las costumbres malditas no le han convertido en un muro de bronce opuesto � toda sensibilidad.
Gertrudis.—�Qu� hice yo, Hamlet, para que con tal aspereza me insultes?
Hamlet.—Una acci�n que mancha la tez purp�rea de la modestia, y da nombre de hipocres�a � la virtud; arrebata las flores de la frente hermosa de un inocente amor, colocando un vejigatorio en ella; que hace m�s p�rfidos los votos conyugales que las promesas del tahur; una acci�n que destruye la buena fe, alma de los contratos, y convierte la inefable religi�n en una complicaci�n fr�vola de palabras; una acci�n, en fin, capaz de inflamar en ira la faz del cielo, y trastornar con desorden horrible esta s�lida y artificiosa m�quina del mundo, como si se aproximara su fin temido.
Gertrudis.—�Ay de m�! �Y qu� acci�n es esa, que as� exclamas al anunciarla con espantosa voz de trueno?
Hamlet.—Veis aqu� presentes en esta y esta pintura (se�alando � dos retratos que habr� en la pared, uno del rey Hamlet, y otro de Claudio) los retratos de dos hermanos. �Ved cu�nta gracia resid�a en aquel semblante! Los cabellos del sol, la frente como la del mismo J�piter, su vista imperiosa y amenazadora como la de Marte, su gentileza semejante � la del mensajero Mercurio cuando aparece sobre una monta�a cuya cima llega � los cielos. �Hermosa combinaci�n de formas, donde cada uno de los dio[78]ses imprimi� su car�cter, para que el mundo admirase tantas perfecciones en un hombre solo. Este fu� vuestro esposo. Ved ahora el que sigue. Este es vuestro esposo, que como la espiga con tiz�n destruye la santidad de su hermano. �Lo veis bien?... Ni pod�is llamarlo amor, porque en vuestra edad los hervores de la sangre est�n ya tibios y obedientes � la prudencia; �y qu� prudencia descender�a desde aqu�l a �ste? Sentidos ten�is, que a no ser as�, no tuvierais afectos; pero esos sentidos deben de padecer letargo profundo. La demencia misma no podr�a incurrir en tanto error; ni el frenes� tiraniza con tal exceso las sensaciones, que no quede suficiente juicio para saber elegir entre dos objetos cuya diferencia es tan visible... �Qu� esp�ritu infernal os pudo enga�ar y cegar as�? Los ojos sin el tacto, el tacto sin la vista, los o�dos, el olfato solo, una d�bil porci�n de cualquier sentido hubiera bastado � impedir tal estupidez... �Oh modestia! �y no te sonrojas? �Rebelde infierno! si as� pudiste inflamar las m�dulas de una matrona, permite, permite que la virtud en la edad juvenil sea d�cil como la cera, y se liquide en sus propios fuegos; ni se invoque al pudor para resistir su violencia, puesto que el hielo mismo con tal actividad se enciende, y es ya el entendimiento el que prostituye el coraz�n.
Gertrudis.—�Oh Hamlet! no digas m�s... Tus razones me hacen dirigir la vista � mi conciencia, y advierto all� las m�s negras y groseras manchas, que acaso nunca podr�n borrarse.
Hamlet.—�Y permanecer as� entre el pestilente sudor en un lecho incestuoso, envilecida en corrupci�n, prodigando caricias de amor en aquella sentina impura!
Gertrudis.—No m�s, no m�s, que esas palabras como agudos pu�ales hieren mis o�dos... No m�s, querido Hamlet.
Hamlet.—Un asesino... un malvado... vil... inferior mil veces � vuestro difunto esposo... escarnio de los reyes, ratero del imperio y el mando, que rob� la preciosa corona, y se la guard� en el bolsillo.
Gertrudis.—No m�s...
Hamlet.—Un rey de botarga... �Oh esp�ritus celestes! defendedme, cubridme con vuestras alas... �Qu� quieres, venerada sombra?
Gertrudis.—�Ay! que est� fuera de s�.
Hamlet.—�Vienes acaso � culpar la negligencia de tu hijo, que debilitado por la compasi�n y la tardanza, olvida la importante ejecuci�n de tu precepto terrible?... Habla.
La sombra.—No lo olvides. Vengo � inflamar de nuevo tu ardor casi extinguido. Pero �ves? Mira c�mo has llenado de asombro � tu madre. Ponte entre ella y su alma agitada, y hallar�s que la imaginaci�n obra con mayor violencia en los cuerpos m�s d�biles. H�blala, Hamlet.
Hamlet.—�En qu� pens�is, se�ora?
Gertrudis.—�Ay! �y en qu� piensas t�, que as� diriges la vista donde no hay nada, razonando con el aire incorp�reo?... Toda tu alma se ha pasado � tus ojos, que se mueven horribles; y tus cabellos, que pend�an, adquiriendo vida y movimiento, se erizan y levantan como los soldados � quienes improviso rebato despierta. �Hijo de mi alma! �Oh! derrama sobre el ardiente fuego de tu agitaci�n la paciencia fr�a... �A qui�n est�s mirando?
Hamlet.—A �l, � �l... �Le veis qu� p�lida luz despide? Su aspecto y su dolor bastar�an � conmover las piedras... �Ay! no me mires as�; no sea que ese lastimoso semblante destruya mis designios crueles, no sea que al ejecutarlos equivoque los medios, y en vez de sangre se derramen l�grimas.
Gertrudis.—�A qui�n dices eso?
Hamlet.—�No veis nada all�?
Gertrudis.—Nada, y veo todo lo que hay.
Hamlet.—�Ni o�steis nada tampoco?
Gertrudis.—Nada m�s que lo que nosotros hablamos.
Hamlet.—Mirad, all�... �Le veis?... Ahora se va... Mi padre... con el traje mismo que se vest�a... �Veis por d�nde va?... Ahora llega al p�rtico.[80]
Gertrudis.—Todo es efecto de la fantas�a. El desorden que padece tu esp�ritu produce esas ilusiones vanas.
Hamlet.—�Desorden? Mi pulso, como el vuestro late con regular intervalo, y anuncia igual salud en sus compases... Nada de lo que he dicho es locura. Haced la prueba, y ver�is si os repito cuantas ideas y palabras acabo de proferir, y un loco no puede hacerlo. �Ah, madre m�a! en merced os pido que no apliqu�is al alma esa unci�n halag�e�a, creyendo que es mi locura la que habla, y no vuestro delito. Con tal medicina lograr�is s�lo irritar la parte ulcerada, aumentando la ponzo�a pest�fera que interiormente la corrompe... Confesad al cielo vuestra culpa, llorad lo pasado, precaved lo futuro, y no extend�is el beneficio sobre las malas hierbas para que prosperen lozanas. Perdonad este desahogo � mi virtud, ya que en esta delincuente edad la virtud misma tiene que pedir perd�n al vicio, y aun para hacerle bien le halaga y le ruega.
Gertrudis.—�Ay, Hamlet! t� despedazas mi coraz�n.
Hamlet.—�S�? Pues apartad de vos aquella porci�n m�s da�ada, y vivid con la que resta m�s inocente. Buenas noches... Pero no volv�is al lecho de mi t�o. Si carec�is de virtud, aparentadla al menos. La costumbre, aquel monstruo que destruye las inclinaciones y afectos del alma, si en lo dem�s es un demonio, tal vez es un �ngel cuando sabe dar � las buenas acciones una cierta facilidad con que insensiblemente las hace parecer innatas. Conteneos por esta noche; este esfuerzo os har� m�s f�cil la abstinencia pr�xima, y la que siga despu�s la hallar�is m�s f�cil todav�a. La costumbre es capaz de borrar la impresi�n misma de la naturaleza, reprimir las malas inclinaciones y alejarlas de nosotros con maravilloso poder. Buenas noches; y cuando aspir�is de veras � la bendici�n del cielo, entonces [81]yo os pedir� vuestra bendici�n... La desgracia de este hombre (hace adem�n de cargar con el cuerpo de Polonio; pero dej�ndole en el suelo otra vez vuelve � hablar � Gertrudis) me aflige en extremo; pero Dios lo ha querido as�: � �l le ha castigado por mi mano, y � m� tambi�n precis�ndome � ser el instrumento de su enojo. Yo le conducir� adonde convenga, y sabr� justificar la muerte que le d�. Basta. Buenas noches. Porque soy piadoso, debo ser cruel; ve aqu� el primer da�o cometido; pero aun es mayor el que despu�s ha de ejecutarse... �Ah! escuchad otra cosa.
Gertrudis.—�Cu�l es? �Qu� debo hacer?
Hamlet.—No hacer nada de cuanto os he dicho, nada. Permitid que el rey hinchado con el vino, os conduzca otra vez al lecho, y all� os acaricie, apretando lascivo vuestras mejillas, y os tiente el pecho con sus malditas manos, y os bese con negra boca. Agradecida, entonces, declaradle cuanto hay en el caso: decidle que mi locura no es verdadera, que todo es artificio... S�, dec�dselo; porque �c�mo ser�a posible call�rselo? Id, y � pesar de la raz�n y del sigilo, abrid la jaula sobre el techo de la casa y haced que los p�jaros se vuelen; y semejante al mono (tan amigo de hacer experiencias), meted la cabeza en la trampa, � riesgo de perecer en ella misma.
Gertrudis.—No, no lo temas; que si las palabras se forman del aliento, y �ste anuncia vida, no hay vida ni aliento en m� para repetir lo que me has dicho.
Hamlet.—�Sab�is que debo ir � Inglaterra?
Gertrudis.—�Ah! ya lo hab�a olvidado. S�, es cosa resuelta.
Hamlet.—He sabido que hay ciertas cartas selladas, y que mis dos condisc�pulos (de quienes yo me fiar� como de una v�bora ponzo�osa) van encargados de llevar el mensaje, facilitarme la marcha y conducirme al precipicio. Pero yo los dejar� hacer; que es mucho gusto ver volar al minador con su propio hornillo, y mal ir�n las cosas o yo excavar� una vara no m�s, debajo de sus minas, y los har� saltar hasta la luna. �Oh, es mucho gusto cuando[82] un p�caro tropieza con quien se las entiende!..... Este hombre me hace ahora su ganap�n... (Quiere llevar � cuestas el cad�ver, y no pudiendo hacerlo c�modamente, le ase de un pie, y se le lleva arrastrando) le llevar� arrastrando � la pieza inmediata. Madre, buenas noches... Por cierto que el se�or consejero (que fu� en vida un hablador impertinente) es ahora bien reposado, bien serio y taciturno. Vamos, amigo, que es menester sacaros de aqu� y acabar con ello. Buenas noches, madre.
Claudio.—Esos suspiros, esos profundos sollozos alguna causa tienen; dime cu�l es, conviene que la sepa yo... �En d�nde est� tu hijo?
Gertrudis.—Dejadnos solos un instante. (Vanse Ricardo y Guillermo). �Ah, se�or, lo que he visto esta noche!
Claudio.—�Qu� ha sido, Gertrudis? �Qu� hace Hamlet?
Gertrudis.—Furioso est� como el mar y el viento cuando disputan entre s� cu�l es m�s fuerte. Turbado con la demencia que le agita, oy� alg�n ruido detr�s del tapiz; saca la espada, grita: un rat�n, un rat�n; y en su ilusi�n fren�tica mat� al buen anciano que se hallaba oculto.
Claudio.—�Funesto accidente! Lo mismo hubiera hecho conmigo si hubiera estado all�. Ese desenfreno insolente amenaza � todos: � m�, � ti misma, � todos en fin. �Oh!... �y c�mo disculparemos una acci�n tan sangrienta? Nos la imputar�n, sin duda,[83] � nosotros, porque nuestra autoridad deber�a haber reprimido � ese joven loco, poni�ndole en paraje donde � nadie pudiera ofender. Pero el excesivo amor que le tenemos nos ha impedido hacer lo que m�s conven�a; bien as� como el que padece una enfermedad vergonzosa, que por no declararla, consiente primero que le devore la sustancia vital. �Y d�nde ha ido?
Gertrudis.—A retirar de all� el difunto cuerpo, y en medio de su locura llora el error que ha cometido. As� el oro manifiesta su pureza, aunque mezclado tal vez con metales viles.
Claudio.—Vamos, Gertrudis, y apenas toque el sol la cima de los montes har� que se embarque y se vaya; en tanto ser� necesario emplear toda nuestra autoridad y nuestra prudencia para ocultar � disculpar un hecho tan indigno.
Claudio.—�Oh Guillermo, amigos! Id entrambos con alguna gente que os ayude... Hamlet, ciego de frenes�, ha muerto � Polonio, y le ha sacado arrastrando del cuarto de su madre. Id � buscarle; habladle con dulzura; y haced llevar el cad�ver � la capilla. No os deteng�is. (Vanse Ricardo y Guillermo). Vamos, que pienso llamar � nuestros m�s prudentes amigos para darles cuenta de esta imprevista desgracia, y de lo que resuelvo hacer. Acaso por este medio la calumnia (cuyo rumor ocupa la extensi�n del orbe, y dirige sus emponzo�ados tiros con la certeza que el ca��n � su blanco), errando esta vez el golpe, dejar� nuestro nombre ileso y herir� s�lo al viento insensible. �Oh!... Vamos de [84]aqu�... mi alma est� llena de agitaci�n y de terror.
Hamlet.—Colocado ya en lugar seguro... Pero...
Ricardo (desde adentro).—�Hamlet! �se�or!
Hamlet.—�Qu� ruido es este? �Qui�n llama � Hamlet?... �Oh! ya est�n aqu�. (Salen Ricardo y Guillermo).
Ricardo.—Se�or, �qu� hab�is hecho del cad�ver?
Hamlet.—Ya est� entre el polvo, del cual es pariente cercano.
Ricardo.—Decidnos d�nde est�, para que le hagamos llevar � la capilla.
Hamlet.—�Ah!... no lo cre�is, no.
Ricardo.—�Qu� es lo que no debemos creer?
Hamlet.—Que yo pueda guardar vuestro secreto, y os revele el m�o... Y adem�s, �qu� ha de responder el hijo de un rey a las instancias de un entrometido palaciego?
Ricardo.—�Entrometido me llam�is?
Hamlet.—S�, se�or, entrometido; que como una esponja chupa del favor del rey las riquezas y la autoridad. Pero estas gentes � lo �ltimo de su carrera es cuando sirven mejor al pr�ncipe; porque �ste, semejante al mono, se los mete en un rinc�n de la boca; all� los conserva, y el primero que entr� es el �ltimo que se traga. Cuando el rey necesite lo que t� (que eres su esponja) le hayas chupado, te coge, te exprime, y quedas enjuto otra vez.
Ricardo.—No comprendo lo que dec�s.
Hamlet.—Me place en extremo. Las razones agudas son ronquidos para los o�dos tontos.
Ricardo.—Se�or, lo que importa es que nos dig�is en d�nde est� el cuerpo, y os veng�is con nosotros � ver al rey.
Hamlet.—El cuerpo est� con el rey; pero el rey no est� con el cuerpo. El rey viene � ser una cosa, como...
Guillermo.—�Qu� cosa, se�or?
Hamlet.—Una cosa que no vale nada... Pero guarda, [85]Pablo... Vamos � verle.
Le he enviado � llamar, y he mandado buscar el cad�ver. �Qu� peligroso es dejar en libertad � este mancebo! Pero no es posible tampoco ejercer sobre �l la severidad de las leyes. Est� muy querido de la fan�tica multitud, cuyos afectos se determinan por los ojos, no por la raz�n, y que en tales casos considera el castigo del delincuente, y no el delito. Conviene, para mantener la tranquilidad, que esa repentina ausencia de Hamlet aparezca como cosa muy de antemano meditada y resuelta. Los males desesperados, � son incurables, � se alivian con desesperados remedios.
Claudio.—�Qu� hay, qu� ha sucedido?
Ricardo.—No hemos podido lograr que nos diga adonde ha llevado el cad�ver.
Claudio.—Pero �l �en d�nde est�?
Ricardo.—Afuera qued� con gente que le guarda, esperando vuestras �rdenes.
Claudio.—Traedle � mi presencia.
Ricardo.—Guillermo: que venga el pr�ncipe.
Claudio.—Y bien, Hamlet, �en d�nde est� Polonio?
Hamlet.—Ha ido � cenar.
Claudio.—�A cenar? �Adonde?
Hamlet.—No adonde coma, sino adonde es comido, entre una numerosa congregaci�n de gusanos. El gusano es el monarca supremo de todos los come[86]dores. Nosotros engordamos � los dem�s animales para engordarnos, y engordamos para el gusanillo que nos come despu�s. El rey gordo y el mendigo flaco son dos platos diferentes, pero se sirven � una misma mesa. En esto para todo.
Claudio.—�Ah!
Hamlet.—Tal vez un hombre puede pescar con el gusano que ha comido � un rey, y comerse despu�s el pez que se aliment� de aquel gusano.
Claudio.—�Y qu� quieres decir con eso?
Hamlet.—Nada m�s que manifestar c�mo un rey puede pasar progresivamente � las tripas de un mendigo.
Claudio.—�En d�nde est� Polonio?
Hamlet.—En el cielo. Enviad � alguno que lo vea, y si vuestro comisionado no le encuentra all�, entonces pod�is vos mismo irle � buscar � otra parte. Bien que, si no le hall�is en todo este mes, le oler�is sin duda al subir los escalones de la galer�a.
Claudio.—Id � buscarle.
(Vanse los criados).
Hamlet.—No, �l no se mover� de all� hasta que vayan por �l.
Claudio.—Este suceso, Hamlet, exige que atiendas � tu propia seguridad, la cual me interesa tanto como lo demuestra el sentimiento que me causa la acci�n que has hecho. Conviene que salgas de aqu� con acelerada diligencia. Prep�rate pues. La nave est� ya prevenida, el viento es favorable, los compa�eros aguardan, y todo est� pronto para tu viaje � Inglaterra.
Hamlet.—�A Inglaterra?
Claudio.—S�, Hamlet.
Hamlet.—Muy bien.
Claudio.—S�, muy bien debe parecerte, si has comprendido el fin � que se encaminan mis deseos.
Hamlet.—Yo veo un �ngel que los ve... Pero vamos � Inglaterra. �Adi�s, mi querida madre!
Claudio.—�Y tu padre que te ama, Hamlet?
Hamlet.—Mi madre... Padre y madre son marido y mujer; marido y mujer son una carne misma, [87]con que... mi madre... �Eh! Vamos � Inglaterra.
Claudio.—Seguidle inmediatamente; instad con viveza su embarco, no se dilate un punto. Quiero verle fuera de aqu� esta noche. Partid. Cuanto es necesario � esta comisi�n, est� sellado y pronto. Id, no os deteng�is. (Vanse Ricardo y Guillermo.) Y t�, Inglaterra, si en algo estimas mi amistad (de cuya importancia mi gran poder te avisa), pues aun miras sangrientas las heridas que recibiste del acero dinamarqu�s, y en d�cil temor me pagas tributos, no dilates tibia la ejecuci�n de mi suprema voluntad, que por cartas escritas � este fin te pide con la mayor instancia la pronta muerte de Hamlet. Su vida es para m� una fiebre ardiente, y t� sola puedes aliviarme. Hazlo as�, Inglaterra, y hasta que sepa que descargaste el golpe, por m�s feliz que mi suerte sea, no se restablecer�n en mi coraz�n la tranquilidad ni la alegr�a.
Fortimbr�s.—Id, capit�n, saludad en mi nombre al monarca dan�s; decidle que en virtud de su licencia, Fortimbr�s pide el paso libre por su reino, seg�n se le ha prometido. Ya sab�is el sitio de nuestra reuni�n. Si algo quiere S. M. comunicarme, hacedle saber que estoy pronto � ir en persona � darle pruebas de mi respeto.
Capit�n.—As� lo har�, se�or.
Fortimbr�s.—Y vosotros caminad con paso vagaroso.
Hamlet.—Caballero, �de d�nde son estas tropas?
Capit�n.—De Noruega, se�or.
Hamlet.—Y decidme, �ad�nde se encaminan?[88]
Capit�n.—Contra una parte de Polonia.
Hamlet.—�Qui�n las acaudilla?
Capit�n.—Fortimbr�s, sobrino del anciano rey de Noruega.
Hamlet.—�Se dirigen contra toda Polonia, � s�lo � alguna parte de sus fronteras?
Capit�n.—Para deciros sin rodeos la verdad, vamos � adquirir una porci�n de tierra, de la cual (exceptuando el honor) ninguna otra utilidad puede esperarse. Si me la diesen arrendada en cinco ducados, no la tomar�a, ni pienso que produzca mayor inter�s al de Noruega ni al polaco, aunque � p�blica subasta la vendan.
Hamlet.—�Sin duda el polaco no tratar� de resistir?
Capit�n.—Antes bien ha puesto ya en ella tropas que la guarden.
Hamlet.—De ese modo el sacrificio de dos mil hombres y veinte mil ducados no decidir�n la posesi�n de un objeto tan fr�volo. Esa es una apostema del cuerpo pol�tico, nacida de la paz y excesiva abundancia que revienta en lo interior, sin que exteriormente se vea la raz�n por que el hombre perece. Os doy muchas gracias de vuestra cortes�a.
Capit�n.—Dios os guarde.
(Vanse el capit�n y los soldados).
Ricardo.—�Quer�is proseguir el camino?
Hamlet.—Presto os alcanzar�. Id adelante un poco.
Cuantos accidentes ocurren, todos me acusan, excitando � la venganza mi adormecido aliento. �Qu� es el hombre que funda su mayor felicidad, y emplea todo su tiempo s�lo en dormir y alimentarse? Es un bruto y no m�s. No: aquel que nos form� dotados de tan extenso conocimiento, que con �l podemos ver lo pasado y lo futuro, no nos di� ciertamente esta facultad, esta raz�n divina, para que estuviera nosotros sin uso y torpe. Sea, pues,[89] brutal negligencia, sea t�mido escr�pulo que no se atreve � penetrar los casos venideros (proceder en que hay m�s parte de cobard�a que de prudencia), yo no s� para qu� existo, diciendo siempre: raz�n, voluntad, fuerza y medios para ejecutarla. Por todas partes hallo ejemplos grandes que me estimulan. Prueba es bastante ese fuerte y numeroso ej�rcito conducido por un pr�ncipe joven y delicado, cuyo esp�ritu impelido de ambici�n generosa desprecia la incertidumbre de los sucesos, y expone su existencia fr�gil y mortal � los golpes de la fortuna, � la muerte, � los peligros m�s terribles, y todo por un objeto de tan leve inter�s. El ser grande no consiste, por cierto, en obrar s�lo cuando ocurre un gran motivo, sino en saber hallar una raz�n plausible de contienda, aunque sea peque�a la causa, cuando se trata de adquirir honor. �C�mo, pues, permanezco yo en ocio indigno, muerto mi padre alevosamente, mi madre envilecida... est�mulos capaces de excitar mi raz�n y mi ardimiento, que yacen dormidos? Mientras para verg�enza m�a veo la destrucci�n inmediata de veinte mil hombres, que por un capricho, por una est�ril gloria van al sepulcro como � sus lechos, combatiendo por una causa que la multitud es incapaz de comprender, por un terreno que aun no es suficiente sepultura � tantos cad�veres... �Oh! de hoy m�s, � no existir� en mi fantas�a idea ninguna, � cuantas forme ser�n sangrientas.
Gertrudis.—No, no quiero hablarla.
Horacio.—Ella insta por veros. Est� loca, es verdad; pero eso mismo debe excitar vuestra compasi�n.
Gertrudis.—�Y qu� pretende? �Qu� dice?
Horacio.—Habla mucho de su padre: dice que continuamente oye que el mundo est� lleno de maldad; solloza, se lastima el pecho, y airada trastorna con el pie cuanto tal pasar encuentra. Profiere razo[90]nes equ�vocas en que apenas se halla sentido; pero la misma extravagancia de ellas mueve � los que las oyen � retenerlas, examinando el fin con que las dice, y dando � sus palabras una combinaci�n arbitraria, seg�n la idea de cada uno. Al observar sus miradas, sus movimientos de cabeza, su gesticulaci�n expresiva, llegan � creer que puede haber en ella alg�n asomo de raz�n; pero nada hay de cierto sino que se halla en el estado m�s infeliz.
Gertrudis.—Ser� bien hablarla, antes que mi repulsa esparza conjeturas fatales en aquellos �nimos que todo lo interpretan siniestramente. Hazla venir. (Vase Horacio). El m�s fr�volo acaso parece � mi da�ada conciencia presagio de alg�n grave desastre. Propia es de la culpa esta desconfianza. Tan lleno est� siempre de recelos el delincuente, que el temor de ser descubierto hace tal vez que �l mismo se descubra.
Ofelia.—�En d�nde est� la hermosa reina de Dinamarca?
Gertrudis.—�C�mo va, Ofelia?
Ofelia.—(Estos versos, y todos los que siguen en el presente acto, los canta Ofelia).
Gertrudis.—�Oh querida m�a! �y � qu� prop�sito viene esa canci�n?
Ofelia.—�Eso dec�s?... Atended a �sta:[91]
�Ah! �ah! �ah! (Dando risotadas).
Gertrudis.—S�; pero, Ofelia...
Ofelia.—O�d, o�d.
Gertrudis.—�Desgraciada! �Veis esto, se�or?
Ofelia.—Blancos pa�ales le vest�an
como la nieve del monte,
y al sepulcro le conducen
cubierto de bellas flores,
que en tierno llanto de amor
se humedecieron entonces.
Claudio.—�C�mo est�s, graciosa ni�a?
Ofelia.—Buena: Dios os lo pague... Dicen que la lechuza fu� antes una doncella, hija de un panadero... �Ah!... Sabemos lo que somos ahora. Pero no lo que podemos ser... Dios vendr� � visitarnos.
Claudio.—Alusi�n � su padre.
Ofelia.—Pero no, no hablemos m�s en esto; y si os preguntan lo que significa, decid:
Y �l responde entonces:[92]
Claudio.—�Graciosa Ofelia!
Ofelia.—S�, voy � acabar: sin jurarlo, os prometo que la voy � concluir.
Claudio.—�Cu�nto ha que est� as�?
Ofelia.—Yo espero que todo ir� bien... Debemos tener paciencia... (Se entristece y llora). Pero yo no puedo menos de llorar considerando que le han dejado sobre la tierra fr�a... Mi hermano lo sabr�... preciso... Y yo os doy las gracias por vuestros buenos consejos... (Con mucha viveza y alegr�a). Vamos, la carroza. Buenas noches, se�oras, buenas noches. Amiguitas, buenas noches, buenas noches, buenas noches.
Claudio (� Horacio).—Acomp��ala � su cuarto, y haz que la asista suficiente guardia. Yo te lo ruego.
Claudio.—�Oh! todo es efecto de un profundo dolor; todo nace de la muerte de su padre; y ahora observo, Gertrudis, que cuando los males vienen, no vienen esparcidos como esp�as, sino reunidos[93] en escuadrones. Su padre muerto, tu hijo ausente habiendo dado �l mismo justo motivo � su destierro), el pueblo alterado en tumulto con da�adas ideas y murmuraciones sobre la muerte del buen Polonio, cuyo entierro oculto ha sido no leve imprudencia de nuestra parte; la desdichada Ofelia fuera de s�, turbada su raz�n, sin la cual somos vanos simulacros, � comparables s�lo � los brutos, y por �ltimo (y esto no es menos esencial que todo lo restante), su hermano, que ha venido secretamente de Francia, y en medio de tan extra�os casos, se oculta entre sombras misteriosas, sin que falten lenguas maldicientes que envenenen sus o�dos, habl�ndole de la muerte de su padre. Ni en tales discursos, � falta de noticias seguras, dejaremos de ser citados continuamente de boca en boca. Todos estos afanes juntos, mi querida Gertrudis, como una m�quina destructora que se dispara, me dan muchas muertes � un tiempo.
(Suena � lo lejos un rumor confuso, que se ir� aumentando durante la escena siguiente).
Gertrudis.—�Ay Dios! �Qu� estruendo es �ste?
Claudio.—�En d�nde est� mi guardia?... Acudid... defended las puertas... �Qu� es esto?
Caballero.—Hu�d, se�or. El Oc�ano, sobrepujando sus t�rminos, no traga las llanuras con �mpetu m�s espantoso, que el que manifiesta el joven Laertes ciego de furor, venciendo la resistencia que le oponen vuestros soldados. El vulgo le apellida se�or; y como si ahora comenzase � existir el mundo, la antig�edad y la costumbre (apoyo y seguridad de todo buen gobierno) se olvidan y se desconocen. Gritan por todas partes: �Nosotros elegimos por rey a Laertes.� Los sombreros arrojados al aire, las manos y las lenguas le aplauden, llegando � las nubes la voz general que repite: �Laertes ser� nuestro rey. �Viva Laertes!�[94]
Gertrudis.—�Con qu� alegr�a sigue, ladrando, esa tra�lla p�rfida el rastro mal seguro en que va � perderse!
Claudio.—Ya han roto las puertas.
Laertes.—�En d�nde est� el rey? (Volvi�ndose hacia la puerta por donde ha salido, detiene � los conjurados que le acompa�an, y hace que se retiren). Vosotros quedaos todos afuera.
Voces.—No, entremos.
Laertes.—Yo os pido que me dej�is.
Voces.—Bien, bien est�.
Laertes.—Gracias, se�ores. Guardad las puertas... y t�, indigno pr�ncipe, dame � mi padre.
Gertrudis.—Menos, menos ardor, querido Laertes.
Laertes.—Si hubiese en m� una gota de sangre con menos ardor, me declarar�a por hijo espurio, infamar�a de cornudo � mi padre, � imprimir�a sobre la frente limpia y casta de mi madre honest�sima la nota infame de prostituta.
Claudio.—Pero, Laertes, �cu�l es el motivo de tan atrevida rebeli�n?... D�jale, Gertrudis, no le contengas... no temas nada contra m�. Existe una fuerza divina que defiende � los reyes; la traici�n no puede como quisiera penetrar hasta ellos, y ve malogrados en la ejecuci�n todos sus designios... Dime, Laertes, �por qu� est�s tan airado?... D�jale, Gertrudis... Habla t�.
Laertes.—�En d�nde est� mi padre?
Claudio.—Muri�.
Gertrudis.—Pero no le ha muerto el rey.
Claudio.—D�jale preguntar cuanto quiera.
Laertes.—�Y c�mo ha sido su muerte?... �Eh!... No, � m� no se me enga�a. V�yase al infierno la fidelidad, ll�vese el m�s atezado demonio los juramentos de vasallaje, sep�ltense la conciencia, la esperanza de salvaci�n en el abismo m�s profundo... La condenaci�n eterna no me horroriza; suceda lo que quiera, ni �ste ni el otro mundo me importan[95] nada... S�lo aspiro, y �ste es el punto en que insisto, s�lo aspiro � dar completa venganza � mi difunto padre.
Claudio.—�Y qui�n te lo puede estorbar?
Laertes.—Mi voluntad sola, y no todo el universo; y en cuanto � los medios de que he de valerme, no sabr� economizarlos de suerte que un peque�o esfuerzo produzca efectos grandes.
Claudio.—Buen Laertes, si deseas saber la verdad acerca de la muerte de tu amado padre, �est� escrito acaso en tu venganza que hayas de atropellar sin distinci�n amigos y enemigos, culpados � inocentes?
Laertes.—No, s�lo � mis enemigos.
Claudio.—�Querr�s, sin duda, conocerlos?
Laertes.—�Oh! � mis buenos amigos yo los recibir� con abiertos brazos, y semejante al pel�cano amoroso los alimentar�, si necesario fuese, con mi sangre misma.
Claudio.—Ahora hablaste como buen hijo y como caballero. Laertes, ni tengo culpa en la muerte de tu padre, ni alguno ha sentido como yo su desgracia. Esta verdad deber� ser tan clara � tu raz�n, como � tus ojos la luz del d�a.
Voces.—Dejadla entrar.
(Ruido y voces dentro).
Laertes.—�Qu� novedad... qu� ruido es �ste?
CLAUDIO, GERTRUDIS, LAERTES, OFELIA, acompa�amiento. Ofelia sale vestida de blanco, el cabello suelto, y una guirnalda en la cabeza, hecha de paja y flores silvestres, trayendo, en el faldell�n muchas flores y hierbas.
Laertes.—�Oh, calor activo, abrasa mi cerebro! �L�grimas en extremo c�usticas, consumid la potencia y la sensibilidad de mis ojos! Por los cielos te juro que esa demencia tuya ser� pagada por m� con tal exceso, que el peso del castigo tuerza el fiel y baje la balanza... �Oh, rosa de mayo! �amable ni�a! �mi querida Ofelia! �mi dulce hermana!... �Oh cielos! �y es posible que el entendimiento de una[96] tierna joven sea tan fr�gil como la vida del hombre decr�pito?... Pero la naturaleza es muy fina en amor y cuando �ste llega al exceso, el alma se desprende tal vez de alguna preciosa parte de s� misma, para ofrec�rsela en don al objeto amado.
Adi�s, querido m�o. Adi�s.
Laertes.—Si gozando de tu raz�n me incitaras � la venganza, no pudieras conmoverme tanto.
Ofelia.—Deb�is cantar aquello de:
�Ay, qu� � prop�sito viene el estribillo!... El p�caro del mayordomo fu� el que rob� � la se�orita.
Laertes.—Esas palabras vanas producen mayor efecto en m�, que el m�s concertado discurso.
Ofelia.—Aqu� traigo romero, que es bueno para la memoria. (A Laertes). Tomad, amigo, para que os acord�is... Y aqu� hay trinitarias, que son para los pensamientos.
Laertes.—Aun en medio de su delirio quiere aludir � los pensamientos que la agitan y � sus memorias tristes.
Ofelia (� Gertrudis).—Aqu� hay hinojo para vos, y palomillas y ruda... para vos tambi�n, y esto poquito es para m�... Nosotros podemos llamarla hierba santa del domingo... vos la usar�is con la distinci�n que os parezca... (A Claudio). Esta es una margarita... Bien os quisiera dar algunas violetas; pero todas se marchitaron cuando muri� mi padre. Dicen que tuvo un buen fin.
Laertes.—Ideas funestas, aflicci�n, pasiones terribles, los horrores del infierno mismo, todo en su boca es gracioso y suave.
Ofelia.—Nos deja, se va,
y no ha de volver.
No, que ya muri�,
no vendr� otra vez...
Su barba era nieve,
su pelo tambi�n.
Se fu� �dolorosa
partida! se fu�.
En vano exhalamos
suspiros por �l.
Los cielos piadosos
descanso le den.
A �l y � todas las almas cristianas. Dios lo quiera... �Eh! se�ores, adi�s.
Laertes.—�Veis esto, Dios m�o!
Claudio.—Yo debo tomar parte en tu aflicci�n, Laertes: no me niegues este derecho. Oyeme aparte. Elige entre los m�s prudentes de tus amigos aqu�llos que te parezca. Oigannos � entrambos, y juzguen. Si por m� propio � por mano ajena result� culpado, mi reino, mi corona, mi vida, cuanto puedo llamar m�o, todo te lo dar� para satisfacerte. Si no hay culpa en m�, deber� contar otra vez con tu obediencia, y unidos ambos, buscaremos los medios de aliviar tu dolor.
Laertes.—H�gase lo que dec�s... Su arrebatada muerte, su obscuro funeral, sin trofeos, armas, ni escudos sobre el cad�ver, ni debidos honores, ni decorosa pompa; todo, todo est� clamando del cielo � la tierra por un examen el m�s riguroso.
Claudio.—T� le obtendr�s, y la segur terrible de la justicia caer� sobre el que fuere delincuente. Ven conmigo.[98]
Horacio.—�Qui�nes son los que me quieren hablar?
Criado.—Unos marineros que, seg�n dicen, os traen cartas.
Horacio.—Hazlos entrar. (Vase el criado). Yo no s� de qu� parte del mundo pueda nadie escribirme, si ya no es Hamlet mi se�or.
Marinero 1.�—Dios os guarde.
Horacio.—Y � vosotros tambi�n.
Marinero 1.�—As� lo har�, si es su voluntad. Estas cartas del embajador que se embarc� para Inglaterra vienen dirigidas � vos, si os llam�is Horacio como nos han dicho.
Horacio. (Lee la carta.)—�Horacio: luego que hayas le�do esta, dirigir�s esos hombres al rey, para el cual les he dado una carta. Apenas llev�bamos dos d�as de navegaci�n, cuando empez� � darnos caza un pirata muy bien armado. Viendo que nuestro nav�o era poco velero, nos vimos precisados � apelar al valor. Llegamos al abordaje: yo salt� el primero en la embarcaci�n enemiga, que al mismo tiempo logr� desaferrarse de la nuestra, y por consiguiente me hall� solo y prisionero. Ellos se han portado conmigo como ladrones compasivos; pero ya sab�an lo que se hac�an, y se lo he pagado muy bien. Haz que el rey reciba las cartas que le env�o, y t� ven � verme con tanta diligencia como si huyeras de la muerte. Tengo unas cuantas palabras que decirte al o�do, que te dejar�n at�nito, bien que todas ellas no ser�n suficientes � expresar la importancia del[99] caso. Esos buenos hombres te conducir�n hasta aqu�. Guillermo y Ricardo siguieron su camino � Inglaterra. Mucho tengo que decirte de ellos. Adi�s. Tuyo siempre.—Hamlet.�
Vamos. Yo os introducir� para que present�is esas cartas. Conviene hacerlo pronto, � fin de que me llev�is despu�s adonde queda el que os las entreg�.
Claudio.—Sin duda tu rectitud aprobar� ya mi descargo, y me dar�s lugar en el coraz�n como � tu amigo, despu�s que has o�do con pruebas evidentes que el matador de tu noble padre conspiraba contra mi vida.
Laertes.—Claramente se manifiesta... Pero decidme: �por qu� no proced�is contra excesos tan graves y culpables, cuando vuestra prudencia, vuestra grandeza, vuestra propia seguridad, todas las consideraciones juntas deber�an excitaros tan particularmente � reprimirlos?
Claudio.—Por dos razones, que aunque tal vez las juzgar�s d�biles, para m� han sido muy poderosas. Una es que la reina su madre vive pendiente casi de sus miradas, y al mismo tiempo (sea desgracia � felicidad m�a) tan estrechamente uni� el amor mi vida y mi alma � la de mi esposa, que as� como los astros no se mueven sino dentro de su propia esfera, as� en m� no hay movimiento alguno que no dependa de su voluntad. La otra raz�n por que no puedo proceder contra el agresor p�blicamente, es el grande cari�o que le tiene el pueblo; el cual, como la fuente cuyas aguas mudan los troncos en piedras, ba�ando en su afecto las faltas del pr�ncipe, convierte en gracias todos sus yerros. Mis flechas no pueden con tal violencia dispararse, que resistan � hurac�n tan fuerte; y sin tocar el punto � que las dirija, se volver�n otra vez al arco.
Laertes.—S�, y en tanto yo he perdido � un ilustre[100] padre, y hallo � una hermana en la m�s deplorable situaci�n... Mi hermana, cuyo m�rito (si alcanza el elogio � lo que ya no existe) se levant� sobre lo m�s sublime de su siglo, por las raras prendas que en ella se admiraron juntas... Pero llegar�, llegar� el tiempo de mi venganza.
Claudio.—Ese cuidado no debe interrumpirte el sue�o, ni has de presumir que yo est� formado de materia tan insensible y dura, que me deje remesar la barba y lo tome � fiesta... Presto te informar� de lo dem�s. Basta decirte que am� � tu padre, que nosotros nos amamos tambi�n, y que espero darte � conocer la... Pero... �Qu� noticias traes?
Guardia.—Se�or, veis aqu� las cartas del pr�ncipe: �sta, para V. M., y �sta, para la reina.
(Da unas cartas � Claudio).
Claudio.—�De Hamlet! �Qui�n las ha tra�do!
Guardia.—Dicen que unos marineros; yo no los he visto. Horacio, que las recibi� del que las trajo, es el que me las ha entregado � m�.
Claudio.—Oir�s lo que dicen, Laertes. D�janos solos.
Claudio. (Lee una carta.)—�Alto y poderoso se�or: os hago saber c�mo he llegado desnudo � vuestro reino. Ma�ana os pedir� permiso de ver vuestra presencia real; y entonces, mediante vuestro perd�n, os dir� la causa de mi extra�a y repentina vuelta.—Hamlet.�
�Qu� quiere decir esto? �Se habr�n vuelto los otros tambi�n, � hay alguna equivocaci�n, � acaso todo es falso?
Laertes.—�Conoc�is la letra?[101]
Claudio (examinando con atenci�n la carta).—S�, es de Hamlet... Desnudo... y en una enmienda que hay aqu�, dice: solo... �Qu� puede ser esto?
Laertes.—Yo nada alcanzo... Pero dejadle venir, que ya siento encenderse en nuevas iras mi coraz�n... S�, yo vivir�, y le dir� en su cara: t� lo hiciste, y fu� de esta manera.
Claudio.—Si el caso es cierto... �Eh! �C�mo es posible!... �Y qu� otra cosa puede ser?... �Quieres dirigirte por m�, Laertes?
Laertes.—S�, se�or, como no procur�is inclinarme � la paz.
Claudio.—A tu propia paz, no � otra ninguna. Si �l vuelve ahora disgustado de este viaje y rehusa comenzarle de nuevo, yo le ocupar� en una empresa que medito, en la cual perecer� sin duda. Esta muerte no excitar� el aura m�s leve de acusaci�n; su madre misma absolver� el hecho juzg�ndole casual.
Laertes.—Seguir� en todo vuestras ideas, y mucho m�s si dispon�is que yo sea el instrumento que le ejecute.
Claudio.—Todo sucede bien... Desde que te fuiste se ha hablado mucho de ti delante de Hamlet, por una habilidad en que dicen que sobresales. Las dem�s que tienes no movieron tanto su envidia como �sta sola, que en mi opini�n ocupa el �ltimo lugar.
Laertes.—�Y qu� habilidad es, se�or?
Claudio.—No es m�s que un lazo en el sombrero de la juventud, pero que le es muy necesario; puesto que as� son propios de la juventud los adornos ligeros y alegres, como de la edad madura las ropas y pieles que se viste por abrigo y decencia... Dos meses ha que estuvo aqu� un caballero de Normand�a... Yo conozco � los franceses muy bien, he militado contra ellos, y son, por cierto, buenos jinetes; pero el gal�n de quien hablo era un prodigio en esto. Parec�a haber nacido sobre la silla, y hac�a ejecutar al caballo tan admirables movimientos como si �l y su valiente bruto animaran un cuerpo solo; y tanto excedi� � mis ideas, que todas las formas y actitudes que yo pude imaginar no llegaron � lo que �l hizo.[102]
Laertes.—�Dec�s que era normando?
Claudio.—S�, normando.
Laertes.—Ese es Lamond, sin duda.
Claudio.—El mismo.
Laertes.—Le conozco bien, y es la joya m�s preciosa de su naci�n.
Claudio.—Pues �ste, hablando de ti p�blicamente, te llenaba de elogios por tu inteligencia y ejercicio en la esgrima, y la bondad de tu espada en la defensa y el ataque; tanto, que dijo alguna vez que ser�a un espect�culo admirable verte lidiar con otro de igual m�rito, si pudiera hallarse; puesto que, seg�n aseguraba �l mismo, los m�s diestros de su naci�n carec�an de agilidad para las estocadas y los quites cuando t� esgrim�as con ellos. Este informe irrit� la envidia de Hamlet, y en nada pens� desde entonces sino en solicitar con instancia tu pronto regreso para batallar contigo. Fuera de esto...
Laertes.—�Y qu� hay adem�s de eso, se�or?
Claudio.—Laertes, �amaste � tu padre, � eres como las figuras de un lienzo, que tal vez aparentan tristeza en el semblante cuando les falta un coraz�n?
Laertes.—�Por qu� lo pregunt�is?
Claudio.—No porque piense que no amabas � tu padre, sino porque s� que el amor est� sujeto al tiempo, y que el tiempo extingue su ardor y sus centellas, seg�n me lo hace ver la experiencia de los sucesos. Existe en medio de la llama de amor una mecha � p�bilo que la destruye al fin; nada permanece en un mismo grado de bondad constantemente, pues la salud misma degenerando en pl�tora perece por su propio exceso. Cuanto nos proponemos hacer deber�a ejecutarse en el instante mismo en que lo deseamos, porque la voluntad se altera f�cilmente, se debilita y se entorpece, seg�n las lenguas, las manos y los accidentes que se atraviesan; y entonces aquel est�ril deseo es semejante � un suspiro que exhalando pr�digo el aliento, causa da�o en vez de dar alivio... Pero toquemos en lo vivo de la herida. Hamlet vuelve... �Qu� acci�n emprender�as t� para manifestar m�s con las obras que con las palabras que eres digno hijo de tu padre?[103]
Laertes.—�Qu� har�? Le cortar� la cabeza en el templo mismo.
Claudio.—Cierto que no deber�a un homicida hallar asilo en parte alguna, ni reconocer l�mites una justa venganza; pero, buen Laertes, haz lo que te dir�: Permanece oculto en tu cuarto; cuando llegue Hamlet, sabr� que t� has venido; yo le har� acompa�ar por algunos que alabando tu destreza den un nuevo lustre � los elogios que hizo de ti el franc�s. Por �ltimo, llegar�is � veros; se har�n apuestas en favor de uno y otro... �l, que es descuidado, generoso, incapaz de toda malicia, no reconocer� los floretes; de suerte que te ser� muy f�cil, con poca sutileza que uses, elegir una espada sin bot�n, y en cualquiera de las jugadas tomar satisfacci�n de la muerte de tu padre.
Laertes.—As� lo har�, y � ese fin quiero envenenar la espada con cierto ung�ento que compr� de un charlat�n, de cualidad tan mort�fera, que mojando un cuchillo en �l, adondequiera que haga sangre introduce la muerte, sin que haya emplasto eficaz que pueda evitarla, por m�s que se componga de cuantos simples medicinales crecen debajo de la luna. Yo ba�ar� la punta de mi espada con este veneno, para que apenas le toque muera.
Claudio.—Reflexionemos m�s sobre esto... Examinemos qu� ocasi�n, qu� medios ser�n m�s oportunos � nuestro enga�o; porque si tal vez se malogra, y equivocada la ejecuci�n se descubren los fines, valiera m�s no haberlo emprendido. Conviene, pues, que este proyecto vaya sostenido con otro segundo, capaz de asegurar el golpe, cuando por el primero no se consiga. Espera... D�jame ver si... Haremos una apuesta solemne sobre vuestra habilidad y... S�, ya hall� el medio. Cuando con la agitaci�n os sint�is acalorados y sedientos (puesto que al fin deber� ser mayor la violencia del combate), �l pedir� de beber, y yo le tendr� prevenida expresamente una copa, que al gustarla s�lo, aunque haya podido librarse de tu espada ungida, veremos cumplido nuestro deseo. Pero... calla... �Qu� ruido se escucha?
(Suena ruido dentro).
[104]
Claudio.—�Qu� ocurre de nuevo, amada reina?
Gertrudis.—Una desgracia va siempre pisando las ropas de otra; tan inmediatas caminan. Laertes, tu hermana acaba de ahogarse.
Laertes.—�Ahogada!... �En d�nde?... �Cielos!
Gertrudis.—Donde hallar�is un sauce que crece � las orillas de ese arroyo, repitiendo en las ondas cristalinas la imagen de sus hojas p�lidas. All� se encamin� rid�culamente coronada de ran�nculos, ortigas, margaritas y luengas flores purp�reas, que entre los sencillos labradores se reconocen bajo una denominaci�n grosera, y las modestas doncellas llaman dedos de muerto. Llegada que fu�, se quit� la guirnalda, y queriendo subir � suspenderla de los pendientes ramos, se troncha un v�stago envidioso, y caen al torrente fatal ella y todos sus adornos r�sticos. Las ropas huecas y extendidas la llevaron un rato sobre las aguas, semejante � una sirena, y en tanto iba cantando pedazos de tonadas antiguas, como ignorante de su desgracia, � como criada y nacida en aquel elemento. Pero no era posible que as� durase por mucho espacio... Las vestiduras, pesadas ya con el agua que absorb�an, la arrebataron � la infeliz, interrumpiendo su canto dulc�simo la muerte, llena de angustias.
Laertes.—Qu�, �en fin se ahog�? �M�sero!
Gertrudis.—S�, se ahog�, se ahog�.
Laertes.—�Desdichada Ofelia! demasiada agua tienes ya; por eso quisiera reprimir la de mis ojos.... Bien que � pesar de todos nuestros esfuerzos, imperiosa la naturaleza sigue su costumbre, por m�s que el valor se averg�ence... Pero luego que este llanto se vierta, nada quedar� en m� de femenil ni de cobarde... Adi�s, se�ores... Mis palabras de fuego arder�an en llamas, si no las apagasen estas l�grimas imprudentes.
(Vase Laertes).
[105]
Claudio.—Sig�mosle, Gertrudis, que despu�s de haberme costado tanto aplacar su c�lera, temo ahora que esta desgracia no la irrite otra vez. Conviene seguirle.
Sepulturero 1.�—�Y es la que ha de sepultarse en tierra sagrada, la que deliberadamente ha conspirado contra su propia salvaci�n?
Sepulturero 2.�—D�gote que s�: con que haz presto el hoyo. El juez ha reconocido ya el cad�ver, y ha dispuesto que se la entierre en sagrado.
Sepulturero 1.�—Yo no entiendo c�mo va eso... Aun si se hubiera ahogado haciendo esfuerzos para librarse, anda con Dios.
Sepulturero 2.�—As� han juzgado que fu�.
Sepulturero 1.�—No, no, eso fu� se offendendo; ni puede haber sido de otra manera, porque... ve aqu� el punto de la dificultad: Si yo me ahogo voluntariamente, esto arguye por de contado una acci�n, y toda acci�n consta de tres partes, que son: hacer, obrar y ejecutar; de donde se infiere, amigo Rasura, que ella se ahog� voluntariamente.
Sepulturero 2.�—�Qu�!... Pero �igame ahora el t�o Socaba.
Sepulturero 1.�—No, deja, yo te dir�. Mira, aqu� est� el agua. Bien. Aqu� est� el hombre. Muy bien... Pues, se�or, si este hombre va y se mete dentro del agua, se ahoga � s� mismo; porque por fas � por nefas, ello es que �l va... Pero atiende � lo que digo. Si el agua viene hacia �l y le sorprende y le ahoga,[106] entonces no se ahoga �l � s� propio... Compadre Rasura, el que no desea su muerte no se acorta la vida.
Sepulturero 2.�—Y qu�, �hay leyes para eso?
Sepulturero 1.�—Ya se ve que las hay, y por ella se gu�a el juez que examina estos casos.
Sepulturero 2.�—�Quieres que te diga la verdad? Pues mira, si la muerta no fuese una se�ora, yo te aseguro que no la enterrar�an en sagrado.
Sepulturero 1.�—En efecto, dices bien; y es mucha l�stima que los grandes personajes hayan de tener en este mundo especial privilegio, entre todos los dem�s cristianos, para ahogarse y ahorcarse cuando quieren, sin que nadie les diga nada... Vamos all� con el azad�n... (P�nense los dos � abrir una sepultura en medio del teatro, sacando la tierra con espuertas, y entre ella calaveras y huesos). Ello es que no hay caballeros de nobleza m�s antigua que los jardineros, sepultureros y cavadores, que son los que ejercen la profesi�n de Ad�n.
Sepulturero 2.�—Pues qu�, �Ad�n fue caballero?
Sepulturero 1.�—�Toma! como que fu� el primero que llev� armas... Pero voy � hacerte una pregunta, y si no me respondes � cuento, has de confesar que eres un...
Sepulturero 2.�—Adelante.
Sepulturero 1.�—�Cu�l es el que construye edificios m�s fuertes que los que hacen los alba�iles y los carpinteros de casas y nav�os?
Sepulturero 2.�—El que hace la horca, porque aquella f�brica sobrevive � mil inquilinos.
Sepulturero 1.�—Agudo eres, por vida m�a. Buen edificio es la horca; pero �c�mo es bueno? Es bueno para los que hacen mal: ahora bien, t� haces mal en decir que la horca es f�brica m�s fuerte que una iglesia; con que la horca podr�a ser buena para ti... Volvamos � la pregunta.
Sepulturero 2.�—�Cu�l es el que hace habitaciones m�s durables que las que hacen los alba�iles, los carpinteros de casas y de nav�os?
Sepulturero 1.�—S�, d�melo, y sales del apuro.
Sepulturero 2.�—Ya se ve que te lo digo.
Sepulturero 1.�—Pues vamos.[107]
Sepulturero 2.�—Pues no puedo decirlo.
Sepulturero 1.�—Vaya, no te rompas la cabeza sobre ello... T� eres un burro lerdo que no saldr� de su paso por m�s que le apaleen. Cuando te hagan esta pregunta, has de responder: �El sepulturero.� �No ves que las casas que �l hace duran hasta el d�a del juicio?... Anda, ve ah� � casa de Juanillo, y tr�eme una copa de aguardiente.
Sepulturero 1.�—Yo am� en mis primeros a�os,
(Cantando).
Hamlet.—�Qu� poco siente ese hombre lo que hace, que abre una sepultura y canta!
Horacio.—La costumbre le ha hecho ya familiar esa ocupaci�n.
Hamlet.—As� es la verdad. La mano que menos trabaja tiene m�s delicado el tacto.
Sepulturero 1.�—La edad callada en la huesa
(Cantando).
Hamlet.—Aquella calavera tendr�a lengua en otro tiempo, y con ella podr�a tambi�n cantar...� C�mo la tira al suelo el p�caro! Como si fuese la quijada con que hizo Ca�n el primer homicidio. Y la que est� maltratando ahora ese bruto, podr�a ser muy bien la cabeza de alg�n estadista, que acaso pretendi� enga�ar al cielo mismo. �No te parece?
Horacio.—Bien puede ser.
Hamlet.—O la de alg�n cortesano que dir�a: �Felic�simos d�as, se�or excelent�simo; �c�mo va de salud, mi venerado se�or?� Esta puede ser la del caballero Fulano, que hac�a grandes elogios del potro del ca[108]ballero Zutano para ped�rsele prestado despu�s. �No puede ser as�?
Horacio.—S�, se�or.
Hamlet.—�Oh! s� por cierto; y ahora est� en poder del se�or gusano, estropeada y hecha pedazos con el azad�n de un sepulturero... Grandes revoluciones se hacen aqu�, si hubiera entre nosotros medios para observarlas... Pero �cost� acaso tan poco la formaci�n de estos huesos � la naturaleza, que hayan de servir para que esa gente se divierta en sus garitos con ellos? �Eh! Los m�os se estremecen al considerarlo.
Sepulturero 1.�—Una piqueta (Cantando).
con una azada,
un lienzo donde
revuelto vaya,
y un hoyo en tierra
que le preparan:
para tal hu�sped
esto le basta.
Hamlet.—Y �sa otra, �por qu� no podr�a ser la calavera de un letrado?... �A d�nde se fueron sus equ�vocos y sutilezas, sus litigios, sus interpretaciones, sus embrollos? �Por qu� sufre ahora que ese brib�n grosero le golpee contra la pared con el azad�n lleno de barro!... �Y no dir� palabra acerca de un hecho tan criminal!... Este ser�a quiz�s, mientras vivi�, un gran comprador de tierras, con sus obligaciones, reconocimientos, transacciones, seguridades mutuas, pagos, recibos... Ve aqu� el arriendo de sus arriendos, y el cobro de sus cobranzas: todo ha venido � parar en una calavera llena de lodo. Los t�tulos de los bienes que posey� cabr�an dif�cilmente en su ata�d, y no obstante eso, todas las fianzas y seguridades rec�procas de sus adquisiciones no le han podido asegurar otra posesi�n que la de un espacio peque�o capaz de cubrirse con un par de sus escrituras... �Oh! y � su opulento sucesor tampoco le quedar� m�s.
Horacio.—Verdad es, se�or.
Hamlet.—�No se hace el pergamino de piel de carnero?[109]
Horacio.—S�, se�or, y de piel de ternera tambi�n.
Hamlet.—Pues d�gote, que son m�s irracionales que las terneras y carneros los que fundan su felicidad en la posesi�n de tales pergaminos... Voy � tramar conversaci�n con este hombre. (Al sepulturero). �De qui�n es esa sepultura, buena pieza?
Sepulturero 1.�—M�a, se�or.
Hamlet.—S�; yo creo que es tuya porque est�s ahora dentro de ella... Pero la sepultura es para los muertos, no para los vivos: conque has mentido.
Sepulturero 1.�—Ve ah� un ment�s demasiado vivo; pero yo os le volver�.
Hamlet.—�Para qu� muerto cavas esta sepultura?
Sepulturero 1.�—No es hombre, se�or.
Hamlet.—Pues bien, �para qu� mujer?
Sepulturero 1.�—Tampoco es eso.
Hamlet.—Pues �qu� es lo que ha de enterrarse ah�?
Sepulturero 1.�—Un cad�ver que fu� mujer; pero ya muri�... Dios la perdone.
Hamlet.—�Qu� taimado es! Habl�mosle clara y sencillamente, porque sino, es capaz de confundirnos � equ�vocos. De tres a�os � esta parte he observado cu�nto se va sutilizando la edad en que vivimos... Por vida m�a, Horacio, que ya el villano sigue tan de cerca al caballero, que muy pronto le desollar� el tal�n... �Cu�nto tiempo h� que eres sepulturero?
Sepulturero 1.�—Toda mi vida, se puede decir. Yo comenc� el oficio el d�a que nuestro �ltimo rey Hamlet venci� � Fortimbr�s.
Hamlet.—�Y cu�nto tiempo habr�?
Sepulturero 1.�—�Toma! �No lo sab�is? Eso sucedi� el mismo d�a en que naci� el joven Hamlet, el que est� loco y se ha ido � Inglaterra.
Hamlet.—�Oiga! �Y por qu� se ha ido a Inglaterra?
Sepulturero 1.�—Porque... porgue est� loco, y all� cobrar� su juicio; y si no lo cobra, � bien que poco importa.
Hamlet.—�Por qu�?
Sepulturero 1.�—Porque all� todos son tan locos como �l, y no ser� reparado.
Hamlet.—�Y c�mo ha sido volverse loco?
Sepulturero 1.�—De un modo muy extra�o, seg�n dicen.
Hamlet.—�De qu� modo?
Sepulturero 1.�—Habiendo perdido el entendimiento.
Hamlet.—Pero, �qu� motivo di� lugar � eso?
Sepulturero 1.�—�Qu� lugar? Aqu� en Dinamarca, donde soy enterrador, y lo he sido de chico y de grande por espacio de treinta a�os.
Hamlet.—�Cu�nto tiempo podr� estar enterrado un hombre sin corromperse?
Sepulturero 1.�—De suerte que si �l no corromp�a ya en vida (como nos sucede todos los d�as con muchos cuerpos galicados, que no hay por d�nde asirlos), podr� durar cosa de ocho � nueve a�os. Un curtidor durar� nueve a�os seguramente.
Hamlet.—Pues �qu� tiene �l m�s que otro cualquiera?
Sepulturero 1.�—Lo que tiene es un pellejo tan curtido ya por mor de su ejercicio, que puede resistir mucho tiempo al agua; y el agua, se�or m�o, es la cosa que m�s pronto destruye � cualquier hideputa de muerto. Ve aqu� una calavera que ha estado debajo de tierra veintitr�s a�os.
Hamlet.—�De qui�n es?
Sepulturero 1.�—�Mayor hideputa, loco!..... �De qui�n os parece que ser�?
Hamlet.—Yo �c�mo he de saberlo?
Sepulturero 1.�—�Mala peste en �l y en sus travesuras!... Una vez me ech� un frasco de vino del Rhin por los cabezones... Pues, se�or, esta calavera es la calavera de Yorick, el buf�n del rey.
(El sepulturero le da una calavera � Hamlet).
Hamlet.—�Esta?
Sepulturero 1.�—La misma.
Hamlet.—�Ay, pobre Yorick...! Yo le conoc�, Horacio... Era un hombre sumamente gracioso, de la[111] m�s fecunda imaginaci�n. Me acuerdo que siendo yo ni�o me llev� mil veces sobre sus hombros... y ahora su vista me llena de horror, y oprimido el pecho palpita... Aqu� estuvieron aquellos labios donde yo d� besos sin n�mero... �Qu� se hicieron tus burlas, tus brincos, tus cantares y aquellos chistes repentinos que de ordinario animaban la mesa con alegre estr�pito? Ahora, falto ya enteramente de m�sculos, ni aun puedes reirte de tu propia deformidad... Ve al tocador de una de nuestras damas, y dile, para excitar su risa, que por m�s que se ponga una pulgada de afeite en el rostro, al fin habr� de experimentar esta misma transformaci�n... (Tira la calavera al mont�n de tierra inmediato � la sepultura). D�me una cosa, Horacio.
Horacio.—�Cu�l es, se�or?
Hamlet.—�Crees t� que Alejandro metido debajo de tierra tendr�a esa forma?
Horacio.—Cierto que s�.
Hamlet.—�Y exhalar�a este mismo hedor?... �Uh!
Horacio.—Sin diferencia alguna.
(El sepulturero primero, acabada la excavaci�n, sale de la sepultura y se pasea hacia el fondo del teatro. Viene despu�s el sepulturero segundo, que trae el aguardiente; beben y hablan entre s�, permaneciendo retirados hasta la escena siguiente, como lo indica el di�logo.)
Hamlet.—�En qu� abatimiento hemos de parar, Horacio!... Y �por qu� no podr�a la imaginaci�n seguir las ilustres cenizas de Alejandro hasta encontrarlas tapando la boca de alg�n barril?
Horacio.—A fe, que ser�a excesiva curiosidad ir � examinarlo.
Hamlet.—No, no por cierto. No hay sino irle siguiendo hasta conducirle all� con probabilidad y sin violencia alguna. Como si dij�ramos: Alejandro muri�, Alejandro fu� sepultado, Alejandro se redujo � polvo, el polvo es tierra, de la tierra hacemos barro... Y �por qu� con este barro, en que �l est� ya convertido, no habr�n podido tapar un barril de cerveza? El emperador C�sar, muerto y hecho tierra, puede tapar un agujero para estorbar que pase el aire... �Oh! Y aquella tierra que tuvo atemorizado el orbe, servir� tal vez de reparar las hen[112]diduras de un tabique contra las intemperies del invierno... Pero callemos... hag�monos � un lado, que... S�... aqu� viene el rey, la reina, los grandes... �A qui�n acompa�an? �Qu� ceremonial tan incompleto es �ste!... Todo ello me anuncia que el difunto que conducen di� fin � su vida con desesperada mano... Sin duda era persona de calidad. Ocult�monos un poco, y observa.
CLAUDIO, GERTRUDIS, HAMLET, LAERTES, HORACIO, un cura, dos sepultureros, acompa�amiento de damas, caballeros y criados.
(Conducen entre cuatro hombres el cad�ver de Ofelia, vestida con t�nica blanca y coronada de flores. Detr�s sigue el preste y todos los que hacen el duelo, atravesando el teatro � paso lento, hasta llegar � donde est� la sepultura. Suena el clamor de las campanas. Hamlet y Horacio se retiran � un extremo del teatro.)
Laertes.—�Qu� otra ceremonia falta?
Hamlet.—Mira, aqu�l es Laertes, joven muy ilustre.
Laertes.—�Qu� ceremonia falta?
El cura.—Ya se han celebrado sus exequias con toda la decencia posible. Su muerte da lugar � muchas dudas, y � no haberse interpuesto la suprema autoridad que modifica las leyes, hubiera sido colocada en lugar profano; all� estuviera hasta que sonase la trompeta final, y en vez de oraciones piadosas, hubieran ca�do sobre su cad�ver guijarros, piedras y cascote. No obstante esto, se le han concedido las vestiduras y adornos virginales, el clamor de las campanas y la sepultura.
Laertes.—�Con que no se debe hacer m�s?
El cura.—No m�s. Profanar�amos los honores sagrados de los difuntos, cantando un requiem para implorar el descanso de su alma, como se hace por aqu�llos que parten de esta vida con m�s cristiana disposici�n.
Laertes.—Dadle tierra, pues. (Ponen el cad�ver de[113] Ofelia en la sepultura). Sus hermosos � intactos miembros acaso producir�n violetas suaves. Y � ti, cl�rigo zafio, te anuncio que mi hermana ser� un �ngel del Se�or, mientras t� estar�s bramando en los abismos.
Hamlet.—�Qu�!... �La hermosa Ofelia!
Gertrudis.—Dulces dones � mi dulce amiga. (Esparce flores sobre el cad�ver). Adi�s... Yo deseaba que hubieras sido la esposa de mi Hamlet, graciosa doncella, y esper� cubrir de flores tu lecho nupcial... pero no tu sepulcro.
Laertes.—�Oh! �una y mil veces sea maldito aqu�l cuya acci�n inhumana te priv� � ti del m�s sublime entendimiento!... No... esperad un instante; no ech�is la tierra todav�a... no... hasta que otra vez la estreche en mis brazos... (M�tese en la sepultura). Echadla ahora sobre la muerta y el vivo, hasta que de este llano hag�is un monte que descuelle sobre el antiguo Peli�n, � sobre la azul extremidad del Olimpo que toca los cielos.
Hamlet.—�Qui�n es el que da � sus penas idioma tan enf�tico, el que as� invoca en su aflicci�n � las estrellas errantes, haci�ndolas detenerse admiradas � oirle?... Yo soy Hamlet, pr�ncipe de Dinamarca.
(Atravesando por en medio de todos, va hacia la sepultura, entra en ella, y luchan �l y Laertes, y se dan pu�adas. Algunos de los circunstantes van all�, los sacan del hoyo y los separan.)
Laertes.—El demonio lleve tu alma.
Hamlet.—No es justo lo que pides... Quita esos dedos de mi cuello; porque aunque no soy precipitado ni col�rico, alg�n riesgo hay en ofenderme, y si eres prudente debes evitarle... Quita de ah� esa mano.
Claudio.—Separadlos.
Gertrudis.—�Hamlet! �Hamlet!
Todos.—�Se�ores!
Horacio.—Moderaos, se�or.
Hamlet.—No; por causa tan justa lidiar� con �l hasta que cierre mis p�rpados la muerte.
Gertrudis.—�Qu� causa puede haber, hijo m�o?
Hamlet.—Yo he querido � Ofelia, y cuatro mil her[114]manos juntos no podr�n con todo su amor exceder al m�o... �Qu� quieres hacer por ella? D�.
Claudio.—Laertes, mira que est� loco.
Gertrudis.—Por Dios, Laertes, d�jale.
Hamlet.—Dime lo que intentas hacer. (Los sepultureros llenan la sepultura de tierra y la apisonan). �Quieres llorar, combatir, negarte al sustento, hacerte pedazos, beber todo el Esil, devorar un caim�n? Yo lo har� tambi�n... �Vienes aqu� � lamentar su muerte, � insultarme precipit�ndote en su sepulcro, � ser enterrado vivo con ella? Pues bien, eso quiero yo; y si hablas de montes, descarguen sobre nosotros yugadas de tierra innumerables, hasta que estos campos tuesten su frente en la t�rrida zona, y el alto Osa parezca en su comparaci�n un terr�n peque�o... Si me hablas con soberbia, yo usar� un lenguaje tan altanero como el tuyo.
Gertrudis.—Todos son efectos de su frenes�, cuya violencia podr� agitarle por alg�n tiempo; pero despu�s, semejante � la mansa paloma cuando siente animadas las mellizas cr�as, le ver�is sin movimiento y mudo.
Hamlet.—Oyeme: �cu�l es la raz�n de obrar as� conmigo?... Siempre te he querido bien... Pero... nada importa. Aunque el mismo H�rcules con todo su poder quisiera estorbarlo, el gato mayar� y el perro quedar� vencedor. (Vase Hamlet y Horacio le sigue).
Claudio.—Horacio, ve, no le abandones... Laertes, nuestra pl�tica de la noche anterior fortificar� tu paciencia mientras dispongo lo que importa en la ocasi�n presente... Amada Gertrudis, ser� bien que alguno se encargue de la guarda de tu hijo... Esta sepultura se adornar� con un monumento durable... Espero que gozaremos brevemente horas m�s tranquilas; pero entre tanto conviene sufrir.[115]
Sal�n de palacio, el mismo que sirvi� para la representaci�n, con asientos que han de ocuparse en la escena IX.
HAMLET, HORACIO
Hamlet.—Baste ya lo dicho sobre esta materia. Ahora quisiera informarte de lo dem�s; pero, �te acuerdas bien de todas las circunstancias?
Horacio.—�No he de acordarme, se�or?
Hamlet.—Pues sabr�s, amigo, que agitado continuamente mi coraz�n en una especie de combate, no me permit�a conciliar el sue�o, y en tal situaci�n me juzgaba m�s infeliz que el delincuente cargado de prisiones. Una temeridad... Bien que debo dar gracias � esta temeridad, pues por ella existo... S�, confesemos que tal vez nuestra indiscreci�n suele sernos �til, al paso que los planes concertados con la mayor sagacidad se malogran; prueba cert�sima de que la mano de Dios conduce � su fin todas nuestras acciones, por m�s que el hombre las ordene sin inteligencia.
Horacio.—As� es la verdad.
Hamlet.—Salgo, pues, de mi camarote, mal rebujado con un vestido de marinero; y � tientas, favorecido de la obscuridad, llego hasta donde ellos estaban. Logro mi deseo, me apodero de sus papeles, y me vuelvo � mi cuarto. All�, olvidando mis recelos toda consideraci�n, tuve la osad�a de abrir sus despachos, y en ellos encuentro, amigo, una alevos�a del rey. Una orden precisa, apoyada en varias razones de ser importante � la tranquilidad de Dinamarca y aun � la de Inglaterra, y... �oh! mil temores y anuncios de mal, si me dejan vivo... En fin, dec�a que luego que fuese le�da, sin dilaci�n ni aun para afinar � la segur el filo, me cortasen la cabeza.
Horacio.—�Es posible?
Hamlet.—Mira la orden aqu� (le ense�a un pliego, y vuelve � guard�rsele), podr�s leerla en mejor ocasi�n. Pero, �quieres saber lo que yo hice?
Horacio.—S�, yo os lo ruego.[116]
Hamlet.—Ya ves c�mo rodeado as� de traiciones, ya ellos hab�an empezado el drama aun antes de que yo hubiese comprendido el pr�logo. No obstante, si�ntome al bufete, imagino una orden distinta, y la escribo inmediatamente de buena letra... Yo cre� alg�n tiempo (como todos los grandes se�ores) que el escribir bien fuese un desdoro, y aun no dej� de hacer muchos esfuerzos para olvidar esta habilidad; pero ahora conozco, Horacio, cu�n �til me ha sido tenerla. �Quieres saber lo que el escrito conten�a?
Horacio.—S�, se�or.
Hamlet.—Una s�plica del rey dirigida con grandes instancias al de Inglaterra, como � su obediente mandatario, dici�ndole que su rec�proca amistad florecer� como la palma robusta; que la paz coronada de espigas mantendr�a la quietud de ambos imperios, uni�ndolos en amor durable, con otras expresiones no menos afectuosas; pidi�ndole por �ltimo, que vista que fuese aquella carta, sin otro examen, hiciese perecer con pronta muerte � los dos mensajeros, no d�ndoles tiempo ni aun para confesar su delito.
Horacio.—�Y c�mo la pudisteis sellar?
Hamlet.—Aun eso tambi�n parece que lo dispuso el cielo; porque felizmente tra�a conmigo el sello de mi padre, por el cual se hizo el que hoy usa el rey. Cierro el pliego en la forma que el anterior, p�ngole la misma direcci�n, el mismo sello, le conduzco sin ser visto al mismo paraje, y nadie nota el cambio... Al d�a siguiente ocurri� el combate naval: lo que despu�s sucedi�, ya lo sabes.
Horacio.—De ese modo, Guillermo y Ricardo caminan derechos a la muerte.
Hamlet.—Ya ves que ellos han solicitado este encargo; mi conciencia no me acusa acerca de su castigo... Ellos mismos se han procurado su ruina... Es muy peligroso al inferior meterse entre las puntas de las espadas, cuando dos enemigos poderosos lidian.
Horacio.—�Oh, qu� rey �ste!
Hamlet.—�Juzgas t� que no estoy en obligaci�n de proseguir lo que falta? El que asesin� a mi padre y[117] mi rey, que ha deshonrado � mi madre, que se ha introducido furtivamente entre el solio y mis derechos justos, que ha conspirado contra mi vida vali�ndose de medios tan aleves... �no ser� justicia rect�sima castigarle con esta mano? �No ser� culpa en m� tolerar que ese monstruo exista para cometer, como hasta aqu�, maldades atroces?
Horacio.—Presto le avisar�n de Inglaterra cu�l ha sido el �xito de su solicitud.
Hamlet.—S�, presto lo sabr�; pero entre tanto el tiempo es m�o, y para quitar � un hombre la vida un instante basta... S�lo me disgusta, amigo Horacio, el lance ocurrido con Laertes, en que olvidado de m� propio, no vi en mi sentimiento la imagen y semejanza del suyo. Procurar� su amistad, s�... Pero, ciertamente, aquel tono amenazador que daba � sus quejas irrit� en exceso mi c�lera.
Horacio.—Callad... �Qui�n viene aqu�?
Enrique.—En hora feliz haya regresado V. A. � Dinamarca.
Hamlet.—Muchas gracias, caballero... �Conoces � este mosc�n?
Horacio.—No, se�or.
Hamlet.—Nada se te d�, que el conocerle es por cierto, poco agradable. Este es se�or de muchas tierras y muy f�rtiles, y por m�s que �l sea un bestia que manda en otros tan bestias como �l, ya se sabe, tiene su pesebre fijo en la mesa del rey... Es la corneja m�s charlera que en mi vida he visto; pero, como te he dicho ya, posee una gran porci�n de polvo.
Enrique.—Amable pr�ncipe, si vuestra grandeza no tiene ocupaci�n que se lo estorbe, yo le comunicar�a una cosa de parte del rey.
Hamlet.—Estoy dispuesto � oirla con la mayor atenci�n... Pero emplead el sombrero en el uso � que fu� destinado. El sombrero se hizo para la cabeza.[118]
Enrique.—Muchas gracias, se�or... �Eh! el tiempo est� caluroso.
Hamlet.—No, al contrario, muy fr�o. El viento es norte.
Enrique.—Cierto, que hace bastante fr�o.
Hamlet.—Antes yo creo... � lo menos para mi complexi�n, hace un calor que abrasa.
Enrique.—�Oh! en extremo... sumamente fuerte, como... yo no s� c�mo diga... Pues, se�or, el rey me manda que os informe de que ha hecho una grande apuesta en vuestro favor. Este es el asunto.
Hamlet.—Tened presente que el sombrero se...
Enrique.—�Oh! se�or... lo hago por comodidad... cierto... Pues ello es que Laertes acaba de llegar � la corte... �Oh! es un perfecto caballero, no cabe duda. Excelentes cualidades, un trato muy dulce, muy bienquisto de todos... Cierto, hablando sin pasi�n, es menester confesar que es la nata y flor de la nobleza, porque en �l se hallan cuantas prendas pueden verse en un caballero.
Hamlet.—La pintura que de �l hac�is no desmerece nada en vuestra boca, aunque yo cre� que al hacer el inventario de sus virtudes se confundir�an la aritm�tica y la memoria, y ambas ser�an insuficientes para suma tan larga. Pero sin exagerar su elogio, yo le tengo por un hombre de grande esp�ritu y de tan particular y extraordinaria naturaleza, que (hablando con toda la exactitud posible) no se hallar� su semejanza sino en su mismo espejo; pues el que presuma buscarla en otra parte s�lo encontrar� bosquejos informes.
Enrique.—V. A. acaba de hacer justicia imparcial en cuanto ha dicho de �l.
Hamlet.—S�; pero s�pase � qu� prop�sito nos enronquecemos ahora, entrometiendo en nuestra conversaci�n las alabanzas de ese gal�n.
Enrique.—�C�mo dec�s, se�or?
Horacio.—�No fuera mejor que le hablarais con m�s claridad? Yo creo, se�or, que no os ser�a dif�cil.
Hamlet.—Digo que �� qu� viene ahora hablar de ese caballero?
Enrique.—�De Laertes?[119]
Horacio.—�Eh! ya vaci� cuanto ten�a, y se le acab� la provisi�n de frases brillantes.
Hamlet.—S�; se�or; de �se mismo.
Enrique.—Yo creo que no estar�is ignorante de...
Hamlet.—Quisiera que no me tuvierais por ignorante; bien que vuestra opini�n no me a�adir�a un gran concepto... Y bien, �qu� m�s?
Enrique.—Dec�a, que no pod�is ignorar el m�rito de Laertes.
Hamlet.—Yo no me atrever� � confesarlo por no igualarme con �l, siendo averiguado que para conocer bien � otro es menester conocerse bien � s� mismo.
Enrique.—Yo lo dec�a por su destreza en el arma, puesto que seg�n la voz general, no se le conoce compa�ero.
Hamlet.—�Y qu� arma es la suya?
Enrique.—Espada y daga.
Hamlet.—Esas son dos armas... Vaya, adelante.
Enrique.—Pues, se�or, el rey ha apostado contra �l seis caballos b�rbaros, y �l ha impuesto por su parte (seg�n he sabido) seis espadas francesas con sus dagas y guarniciones correspondientes, como cintur�n, colgantes, y as� � este tenor... Tres de estas cure�as particularmente son la cosa m�s bien hecha que puede darse. �Cure�as como ellas!... �Oh! es obra de mucho gusto y primor.
Hamlet.—Y �� qu� cosa llam�is cure�as?
Horacio.—Ya recelaba yo que sin el socorro de notas marginales no pudierais acabar el di�logo.
Enrique.—Se�or, por cure�as entiendo yo, as�, los... los cinturones...
Hamlet.—La expresi�n ser�a mucho m�s propia, si pudi�ramos llevar al lado un ca��n de artiller�a; pero en tanto que este uso no se introduce, los llamaremos cinturones... En fin, vamos al asunto. Seis caballos b�rbaros contra seis espadas francesas con sus cinturones, y entre ellos tres cure�as primorosas... �Conque esto es lo que apuesta el franc�s contra el dinamarqu�s? �Y � qu� fin se han impuesto (como vos dec�s) todas esas cosas?
Enrique.—El rey ha apostado que si batall�is con Laertes, en doce jugadas no pasar�n de tres boto[120]nazos los que �l os d�; y �l dice, que en las mismas doce os dar� nueve cuando menos, y desea que esto se juzgue inmediatamente, si os dign�is de responder.
Hamlet.—�Y si respondo que no?
Enrique.—Quiero decir, si admit�s el partido que os propone.
Hamlet.—Pues, se�or, yo tengo que pasearme todav�a en esta sala; porque si S. M. no lo ha por enojo, �sta es la hora cr�tica en que yo acostumbro respirar el ambiente. Tr�iganse aqu� los floretes, y si ese caballero lo quiere as�, y el rey se mantiene en lo dicho, le har� ganar la apuesta si puedo; y si no puedo, lo que yo ganar� ser� verg�enza y golpes.
Enrique.—Con que �lo dir� en esos t�rminos?
Hamlet.—Esta es la substancia; despu�s lo pod�is adornar con todas las flores de vuestro ingenio.
Enrique.—Se�or, recomiendo nuevamente mis respetos � vuestra grandeza.
Hamlet.—Siempre vuestro, siempre.
Hamlet.—El hace muy bien de recomendarse � si mismo; porque si no, dudo mucho que nadie lo hiciese por �l.
Horacio.—Este me parece un vencejo que empez� � volar y chillar con el cascar�n pegado � las plumas.
Hamlet.—S�, y aun antes de mamar hac�a ya cumplimientos � la teta... Este es uno de los muchos que en nuestra corrompida edad son estimados, �nicamente porque saben acomodarse al gusto del d�a con esa exterioridad halag�e�a y obsequiosa... y con ella tal vez suelen sorprender el aprecio de los hombres prudentes; pero se parecen demasiado � la espuma, que por m�s que hierva y abulte, al dar un soplo se reconoce lo que es; todas las ampollas huecas se deshacen, y no queda nada en el vaso.[121]
Caballero.—Se�or, parece que S. M. os envi� un recado con el joven Enrique, y �ste ha vuelto diciendo que esperabais en esta sala. El rey me env�a � saber si gust�is de batallar con Laertes inmediatamente, � si quer�is que se dilate.
Hamlet.—Yo soy constante en mi resoluci�n, y la sujeto � la voluntad del rey. Si esta hora fuese c�moda para �l, tambi�n lo es para m�: conque h�gase al instante � cuando guste, con tal que me halle en la buena disposici�n que ahora.
Caballero.—El rey y la reina bajan con toda la corte.
Hamlet.—Muy bien.
Caballero.—La reina quisiera que antes de comenzar la batalla, hablarais � Laertes con dulzura y expresiones de amistad.
Hamlet.—Es advertencia muy prudente.
Horacio.—Temo que hab�is de perder, se�or.
Hamlet.—No, yo pienso que no. Desde que �l parti� para Francia, no he cesado de ejercitarme, y creo que le llevar� ventaja... Pero... no podr�s imaginarte qu� angustia siento aqu� en el coraz�n... �Y sobre qu�?... No hay motivo...
Horacio.—Con todo eso, se�or...
Hamlet.—�Ilusiones vanas!... Especies de presentimientos capaces s�lo de turbar un alma femenil.
Horacio.—Si sent�s interiormente alguna repugnancia, no hay por qu� empe�aros. Yo me adelantar� � encontrarlos, y les dir� que est�is indispuesto.
Hamlet.—No, no... Me burlo yo de tales presagios. Hasta en la muerte de un pajarillo interviene una providencia irresistible. Si mi hora es llegada, no hay que esperarla; si no ha de venir ya, se�al que[122] es hora; y si ahora no fuese, habr� de ser despu�s: todo consiste en hallarse prevenido para cuando venga. Si el hombre al terminar su vida ignora siempre lo que podr�a ocurrir despu�s, �qu� importa que la pierda tarde � presto? Sepa morir.
ESCENA IX
HAMLET, HORACIO, CLAUDIO, GERTRUDIS, LAERTES, ENRIQUE, caballeros, damas, acompa�amiento
Claudio.—Ven, Hamlet, ven y recibe esta mano que te presento. (Hace que Hamlet y Laertes se den la mano).
Hamlet.—Laertes, si est�is ofendido de m�, os pido perd�n. Perdonadme como caballero. Cuantos se hallan presentes saben, y aun vos mismo lo habr�is o�do, el desorden que mi raz�n padece. Cuanto haya hecho insultando la ternura de vuestro coraz�n, vuestra nobleza � vuestro honor, cualquiera acci�n, en fin, capaz de irritaros, declaro solemnemente en este lugar que ha sido efecto de mi locura. �Puede Hamlet haber ofendido � Laertes? No. Hamlet no ha sido, porque estaba fuera de s�; y si en tal ocasi�n (en que �l � s� propio se desconoc�a) ofendi� � Laertes, no fu� Hamlet el agresor, porque Hamlet lo desaprueba y lo desmiente. Pues �qui�n puede ser? Su demencia sola... Siendo esto as�, el desdichado Hamlet es partidario del ofendido, al paso que en su propia locura reconoce su mayor contrario. Permitid, pues, que delante de esta asamblea me justifique de toda siniestra intenci�n, y espero de vuestro �nimo generoso el olvido de mis desaciertos. Disparaba el arp�n sobre los muros de ese edificio; y por error her� � mi hermano.
Laertes.—Mi coraz�n, cuyos impulsos naturales eran los primeros � pedirme en este caso venganza, queda satisfecho. Mi honra no me permite pasar adelante, ni admitir reconciliaci�n alguna, hasta que examinado el hecho por ancianos y virtuosos �rbitros, se declare que mi pundonor est� sin mancilla. Mientras llega este caso, admito con afecto[123] rec�proco el que me anunci�is, y os prometo de no ofenderle.
Hamlet.—Yo recibo con sincera gratitud ese ofrecimiento, y en cuanto � la batalla que va � comenzarse, lidiar� con vos como si mi competidor fuese mi hermano... Vamos. Dadnos floretes.
Laertes.—S�, vamos... uno � m�.
Hamlet.—La victoria no os ser� dif�cil: vuestra habilidad lucir� sobre mi ignorancia, como una estrella resplandeciente entre las tinieblas de la noche.
Laertes.—No os burl�is, se�or.
Hamlet.—No, no me burlo.
Claudio.—Dales floretes, joven Enrique. Hamlet, ya sabes cu�les son las condiciones.
Hamlet.—S�, se�or, y en verdad que hab�is apostado por el m�s d�bil.
(Traen los criados una mesa, y en ella, cuando lo manda Claudio, ponen jarros y copas de oro que llenan de vino. Claudio y Gertrudis se sientan junto � la mesa, y todos los dem�s, seg�n su clase, ocupan los asientos restantes. Quedan en pie los criados que sirven las copas, Hamlet y Laertes, que se disponen para batallar, y Horacio y Enrique en calidad de jueces � padrinos.)
Claudio.—No temo perder. Yo os he visto ya esgrimir � entrambos, y aunque �l haya adelantado despu�s, por eso mismo el premio es mayor � favor nuestro.
Laertes.—Este es muy pasado. Dejadme ver otro.
(Enrique presenta varios floretes. Hamlet toma uno, y Laertes escoge otro).
Hamlet.—Este me parece bueno... �Son todos iguales?
Enrique.—S�, se�or.
Claudio.—Cubrid esta mesa de copas llenas de vino. Si Hamlet da la primera � segunda estocada, � en la tercera suerte da un quite al contrario, disparen toda la artiller�a de las almenas. El rey beber� � la salud de Hamlet, echando en la copa una perla m�s preciosa que la que han usado en su corona los cuatro �ltimos soberanos daneses... Traed las copas, y el timbal diga � las trompetas, las trompetas al artillero distante, los ca�ones al cielo, y el cielo � la tierra: ahora brinda el rey de Dina[124]marca � la salud de Hamlet... Comenzad, y vosotros, que hab�is de juzgarlos, observad atentos.
Hamlet.—Vamos.
Laertes.—Vamos, se�or. (Batallan Hamlet y Laertes).
Hamlet.—Una.
Laertes.—No.
Hamlet.—Que juzguen.
Enrique.—Una estocada, no hay duda.
Laertes.—Bien; a otra.
Claudio.—Esperad... Dadme de beber. (Claudio echa una perla en la copa y bebe, alarga despu�s la copa � Hamlet, y �l rehusa tomarla. Suena � lo lejos ruido de trompetas y ca�onazos). Hamlet, esta perla es pana ti, y brindo con ella � tu salud. Dadle la copa.
Hamlet.—Esperad un poco. (Vuelven � batallar). Quiero dar este bote primero. Vamos... Otra estocada. �Qu� dec�s?
Laertes.—S�, me ha tocado: lo confieso.
Claudio.—�Oh! nuestro hijo vencer�.
Gertrudis.—Est� grueso y se fatiga demasiado. Ven aqu�, Hamlet, toma este lienzo y l�mpiate el rostro... La reina brinda � tu buena fortuna, querido Hamlet.
(Toma la copa y bebe; Claudio lo quiere estorbar; y Gertrudis bebe segunda vez).
Hamlet.—Muchas gracias, se�ora.
Claudio.—No, no beb�is.
Gertrudis.—�Oh! se�or, perdonadme, yo he de beber.
Claudio.—�La copia envenenada!... Pero... no hay remedio.
Hamlet.—No, ahora no bebo, esperad un instante.
Gertrudis.—Ven, hijo m�o, te limpiar� el sudor del rostro.
Laertes.—Ahora ver�is si le acierto.
(Laertes habla con Claudio en voz baja, mientras Gertrudis limpia con un lienzo el sudor � Hamlet).
Claudio.—Yo pienso que no.
Laertes.—No s� qu� repugnancia siento al ir � ejecutarlo.[125]
Hamlet.—Vamos � la tercera, Laertes... Pero bien se ve que lo tom�is a fiesta: batallad, os ruego, con m�s ahinco. Mucho temo que os burl�is de m�.
Laertes.—�Eso dec�s, se�or? Vamos. (Batallan).
Enrique.—Nada: ni uno ni otro.
Laertes.—Ahora... �sta...
(Vuelven � batallar; se enfurecen, tru�canse las espadas y quedan heridos los dos. Horacio y Enrique los separan con dificultad; Gertrudis cae moribunda en los brazos de Claudio. Todo es terror y confusi�n.)
Claudio.—Parece que se acaloran demasiado... Separadlos.
Hamlet.—No, no, vamos otra vez.
Enrique.—Ved qu� tiene la reina... �Cielos!
Horacio.—�Ambos heridos! �Qu� es esto, se�or?
Enrique.—�C�mo ha sido, Laertes?
Laertes.—Esto es haber ca�do en el lazo que prepar�... justamente muero v�ctima de mi propia traici�n.
Hamlet.—�Qu� tiene la reina?
Claudio.—Se ha desmayado al veros heridos.
Gertrudis.—No, no... �La bebida!... �Querido Hamlet!... �La bebida!.... �Me han envenenado!
(Queda muerta en la silla).
Hamlet.—�Oh, qu� alevos�a!... �Oh!... Cerrad las puertas... Traici�n... Buscad por todas partes...
Laertes.—No, el traidor est� aqu�. (Dir� esto sostenido por Enrique). Hamlet, t� eres muerto... No hay medicina que pueda salvarte: vivir�s media hora apenas... En tu mano est� el instrumento aleve, ba�ada con ponzo�a su aguda punta... �Volvi�se en mi da�o la trama indigna!... Vesme aqu� postrado para no levantarme jam�s... Tu madre ha bebido un t�sigo... No puedo proseguir... El rey, el rey es el delincuente.
(Claudio quiere huir. Hamlet corre � �l furioso, y le atraviesa la espada por el cuerpo. Toma la copa envenenada, y se la hace apurar por fuerza. Le deja muerto en el suelo, y vuelve � oir las �ltimas palabras de Laertes.)
Hamlet.—�Est� envenenada esta punta? Pues, veneno, produce tus efectos.[126]
Todos.—Traici�n, traici�n.
Claudio.—Amigos, estoy herido... Defendedme.
Hamlet.—�Malvado, incestuoso, asesino! Bebe esta ponzo�a... �Est� la perla aqu�? S�, toma, acompa�a � mi madre.
Laertes.—�Justo castigo!... El mismo prepar� la poci�n mortal... Olvid�monos de todo, generoso Hamlet, y... �Oh, no caiga sobre ti la muerte de mi padre y la m�a, ni sobre m� la tuya! (Cae muerto).
Hamlet.—El cielo te perdone... Ya voy � seguirte... Yo muero, Horacio... Adi�s, reina infeliz... (Abrazando el cad�ver de Gertrudis). Vosotros, que asist�s p�lidos y mudos con el temor � este suceso terrible.... Si yo tuviera tiempo... (Empieza � manifestar desfallecimiento y angustias de muerte. Parte de los manifestantes le acompa�an y sostienen. Horacio hace extremos de dolor). La muerte es un ministro inexorable que no dilata la ejecuci�n... Yo pudiera deciros... pero no es posible. Horacio, yo muero. T�, que vivir�s, refiere la verdad y los motivos de mi conducta � quien los ignora.
Horacio.—�Vivir? No lo cre�is. Yo tengo alma romana, y aun ha quedado aqu� parte del t�sigo.
(Busca en la mesa el jarro del veneno, echa porci�n de �l en una copa, va � beber. Hamlet quiere estorb�rselo. Los criados quitan la copa � Horacio, la toma Hamlet, y la tira al suelo.)
Hamlet.—Dame esa copa... presto... por Dios te lo pido. �Oh, querido Horacio! si esto permanece oculto, �qu� manchada reputaci�n dejar� despu�s de mi muerte! Si alguna vez me diste lugar en tu coraz�n, retarda un poco esa felicidad que apeteces, alarga por alg�n tiempo la fatigosa vida en este mundo lleno de miserias, y divulga por �l mi historia... �Qu� estr�pito militar es �ste?
(Suena m�sica militar, que se va aproximando lentamente).
[127]
Caballero.—El joven Fortimbr�s, que vuelve vencedor de Polonia, saluda con la salva marcial que o�s, a los embajadores de Inglaterra.
Hamlet.—Yo espiro, Horacio; la activa ponzo�a sofoca mi aliento... No puedo vivir para saber nuevas de Inglaterra; pero me atrevo � anunciar que Fortimbr�s ser� elegido por aquella naci�n. Yo moribundo le doy mi voto... D�selo t�, e inf�rmale de cuanto acaba de ocurrir... �Oh! Para m� s�lo queda ya... silencio eterno.
(Muere).
Horacio.—�En fin, se rompe ese gran coraz�n!... Adi�s, adi�s, amado pr�ncipe. (Le besa las manos, y hace ademanes de dolor). �Los coros ang�licos te acompa�en al celeste descanso!... Pero, �c�mo se acerca hasta aqu� ese estruendo de tambores?
ESCENA XI
FORTIMBRAS, dos embajadores, HORACIO, ENRIQUE, soldados, acompa�amiento
Fortimbr�s.—�En d�nde est� ese espect�culo?
Horacio.—�Qu� busc�is aqu�? Si no quer�is ver desgracias espantosas, no pas�is adelante.
Fortimbr�s.—�Oh! Este destrozo pide sangrienta venganza... Soberbia muerte, �qu� fest�n dispones en tu morada infernal, que as� has herido con un golpe solo tantas ilustres v�ctimas?
Embajador 1.�.—�Horroriza el verlo!... Tarde hemos llegado con los mensajes de Inglaterra. Los o�dos � quienes deb�amos dirigirlos son ya insensibles. Sus �rdenes fueron puntualmente ejecutadas. Ricardo y Guillermo perdieron la vida... Pero, �qui�n nos dar� las gracias de nuestra obediencia?
Horacio.—No las recibir�ais de su boca aunque viviese todav�a, que �l nunca di� orden para tales[128] muertes. Pero puesto que vos, viniendo victorioso de la guerra contra Polonia, y vosotros, enviados de Inglaterra, os hall�is juntos en este lugar, y os veo deseosos de averiguar este suceso tr�gico, disponed que esos cad�veres se expongan sobre una tumba elevada � la vista p�blica, y entonces har� saber al mundo, que lo ignora, el motivo de estas desgracias. Me oir�is hablar (pues todo os lo sabr� referir fielmente) de acciones crueles, b�rbaras, atroces: sentencias que dict� el acaso, estragos imprevistos, muertes ejecutadas con violencia y aleve astucia, y al fin proyectos malogrados que han hecho perecer � sus autores mismos.
Fortimbr�s.—Deseo con impaciencia oiros, y convendr� que se reuna con este objeto la nobleza de la naci�n. No puedo mirar sin horror los dones que me ofrece la fortuna; pero tengo derechos muy antiguos � esta corona, y en tal ocasi�n es justo reclamarlos.
Horacio.—Tambi�n puedo hablar en ese prop�sito, declarando el voto que pronunci� aquella boca que ya no formar� sonido alguno... Pero ahora que los �nimos est�n en peligroso movimiento, no se dilate la ejecuci�n un instante solo, para evitar los males que pudieran causar la malignidad � el error.
Fortimbr�s.—Cuatro de mis capitanes lleven al t�mulo el cuerpo de Hamlet con las insignias correspondientes � un guerrero. �Ah! si �l hubiese ocupado el trono, sin duda hubiera sido un excelente monarca... Resuene la m�sica militar por donde pase la pompa f�nebre, y h�gansele todos los honores de la guerra... Quitad, quitad de ah� esos cad�veres. Espect�culo sangriento m�s es propio de un campo de batalla que de este sitio... Y vosotros haced que salude con descargas todo el ej�rcito.
TEATRO FACIL
Obras de facil�sima representaci�n por su sencillez de decorado y pocos personajes
Hombres | Mujeres | |
1 | 0 | Como rezan las solteras, por R. de Campoamor |
2 | 3 | Sistema Ollendorff, por Felipe P�rez Capo |
1 | 1 | Cartas de novios, por Enrique Arroyo |
0 | 2 | Pescadores de ca�a, por A. Mundet |
0 | 5 | A prima fija, por P. Mu�oz Seca |
1 | 0 | La �ltima carta, por F. Flores Garc�a. |
2 | 2 | La marquesita loca, por A. Jimenez Lora |
1 | 1 | El caminante, por R. J. Catarineu |
1 | 0 | Marinera, por Joaqu�n Dicenta |
1 | 1 | Caminico e la juente, por Portusach y Castellv� |
0 | 2 | El le�n de bronce, por Joaqu�n Dicenta |
3 | 0 | Rosas todo el a�o, por Julio Dantas |
2 | 2 | El billete del baile, por L. Mill� y E. Arroyo |
1 | 2 | Los hombres, por Armando Oliveros |
1 | 1 | Lo que hace el querer, por Domingo Moreno |
5 | 2 | Nunca es tarde, por A. Insua y A. Hern�ndez Cat� |
1 | 5 | El grito de libertad, por Augusto Fochs |
1 | 2 | Petici�n de mano, por Alberto Cosin |
2 | 2 | Locura, boceto de drama en un acto, por J. A. |
2 | 2 | �Por una furlana!, juguete por T. de Mun |
1 | 2 | Un ojo de cristal, juguete en un acto, por L. Emeg� |
2 | 3 | Bailes rusos, juguete por T. de Mun |
0 | 6 | El 4.� acto del Tenorio, por P�o M. Gla�in |
0 | 6 | La factura de un incendio, por Gil Pimo�an |
0 | 7 | El t�o de su sobrino, por M. P. y R. |
2 | 3 | �Qu� esc�ndalo!, juguete c�mico, por Gil Pimo�an |
0 | 5 | Expiaci�n, cuadro dram�tico, por M. P. Areri |
1 | 1 | La cajita de rap�, di�logo por Luis Mill� |
1 | 6 | Los tres novios de Petrilla, por Magin P. Riera |
1 | 5 | El se�or empresario, por Gil Pimo�on |
A 50 c�ntimos cada obra
Casa Editorial Maucci, Mallorca, 166.—Barcelona
End of the Project Gutenberg EBook of Hamlet, by William Shakespeare and L. Fern�ndez Morat�n *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK HAMLET *** ***** This file should be named 56454-h.htm or 56454-h.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/5/6/4/5/56454/ Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images available at The Internet Archive) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from public domain print editions means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. Special rules, set forth in the General Terms of Use part of this license, apply to copying and distributing Project Gutenberg-tm electronic works to protect the PROJECT GUTENBERG-tm concept and trademark. Project Gutenberg is a registered trademark, and may not be used if you charge for the eBooks, unless you receive specific permission. If you do not charge anything for copies of this eBook, complying with the rules is very easy. You may use this eBook for nearly any purpose such as creation of derivative works, reports, performances and research. They may be modified and printed and given away--you may do practically ANYTHING with public domain eBooks. Redistribution is subject to the trademark license, especially commercial redistribution. *** START: FULL LICENSE *** THE FULL PROJECT GUTENBERG LICENSE PLEASE READ THIS BEFORE YOU DISTRIBUTE OR USE THIS WORK To protect the Project Gutenberg-tm mission of promoting the free distribution of electronic works, by using or distributing this work (or any other work associated in any way with the phrase "Project Gutenberg"), you agree to comply with all the terms of the Full Project Gutenberg-tm License (available with this file or online at http://gutenberg.org/license). Section 1. General Terms of Use and Redistributing Project Gutenberg-tm electronic works 1.A. By reading or using any part of this Project Gutenberg-tm electronic work, you indicate that you have read, understand, agree to and accept all the terms of this license and intellectual property (trademark/copyright) agreement. If you do not agree to abide by all the terms of this agreement, you must cease using and return or destroy all copies of Project Gutenberg-tm electronic works in your possession. If you paid a fee for obtaining a copy of or access to a Project Gutenberg-tm electronic work and you do not agree to be bound by the terms of this agreement, you may obtain a refund from the person or entity to whom you paid the fee as set forth in paragraph 1.E.8. 1.B. "Project Gutenberg" is a registered trademark. It may only be used on or associated in any way with an electronic work by people who agree to be bound by the terms of this agreement. There are a few things that you can do with most Project Gutenberg-tm electronic works even without complying with the full terms of this agreement. See paragraph 1.C below. There are a lot of things you can do with Project Gutenberg-tm electronic works if you follow the terms of this agreement and help preserve free future access to Project Gutenberg-tm electronic works. See paragraph 1.E below. 1.C. The Project Gutenberg Literary Archive Foundation ("the Foundation" or PGLAF), owns a compilation copyright in the collection of Project Gutenberg-tm electronic works. Nearly all the individual works in the collection are in the public domain in the United States. If an individual work is in the public domain in the United States and you are located in the United States, we do not claim a right to prevent you from copying, distributing, performing, displaying or creating derivative works based on the work as long as all references to Project Gutenberg are removed. Of course, we hope that you will support the Project Gutenberg-tm mission of promoting free access to electronic works by freely sharing Project Gutenberg-tm works in compliance with the terms of this agreement for keeping the Project Gutenberg-tm name associated with the work. You can easily comply with the terms of this agreement by keeping this work in the same format with its attached full Project Gutenberg-tm License when you share it without charge with others. 1.D. The copyright laws of the place where you are located also govern what you can do with this work. Copyright laws in most countries are in a constant state of change. If you are outside the United States, check the laws of your country in addition to the terms of this agreement before downloading, copying, displaying, performing, distributing or creating derivative works based on this work or any other Project Gutenberg-tm work. The Foundation makes no representations concerning the copyright status of any work in any country outside the United States. 1.E. Unless you have removed all references to Project Gutenberg: 1.E.1. The following sentence, with active links to, or other immediate access to, the full Project Gutenberg-tm License must appear prominently whenever any copy of a Project Gutenberg-tm work (any work on which the phrase "Project Gutenberg" appears, or with which the phrase "Project Gutenberg" is associated) is accessed, displayed, performed, viewed, copied or distributed: This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org/license 1.E.2. If an individual Project Gutenberg-tm electronic work is derived from the public domain (does not contain a notice indicating that it is posted with permission of the copyright holder), the work can be copied and distributed to anyone in the United States without paying any fees or charges. If you are redistributing or providing access to a work with the phrase "Project Gutenberg" associated with or appearing on the work, you must comply either with the requirements of paragraphs 1.E.1 through 1.E.7 or obtain permission for the use of the work and the Project Gutenberg-tm trademark as set forth in paragraphs 1.E.8 or 1.E.9. 1.E.3. If an individual Project Gutenberg-tm electronic work is posted with the permission of the copyright holder, your use and distribution must comply with both paragraphs 1.E.1 through 1.E.7 and any additional terms imposed by the copyright holder. Additional terms will be linked to the Project Gutenberg-tm License for all works posted with the permission of the copyright holder found at the beginning of this work. 1.E.4. Do not unlink or detach or remove the full Project Gutenberg-tm License terms from this work, or any files containing a part of this work or any other work associated with Project Gutenberg-tm. 1.E.5. Do not copy, display, perform, distribute or redistribute this electronic work, or any part of this electronic work, without prominently displaying the sentence set forth in paragraph 1.E.1 with active links or immediate access to the full terms of the Project Gutenberg-tm License. 1.E.6. You may convert to and distribute this work in any binary, compressed, marked up, nonproprietary or proprietary form, including any word processing or hypertext form. However, if you provide access to or distribute copies of a Project Gutenberg-tm work in a format other than "Plain Vanilla ASCII" or other format used in the official version posted on the official Project Gutenberg-tm web site (www.gutenberg.org), you must, at no additional cost, fee or expense to the user, provide a copy, a means of exporting a copy, or a means of obtaining a copy upon request, of the work in its original "Plain Vanilla ASCII" or other form. Any alternate format must include the full Project Gutenberg-tm License as specified in paragraph 1.E.1. 1.E.7. Do not charge a fee for access to, viewing, displaying, performing, copying or distributing any Project Gutenberg-tm works unless you comply with paragraph 1.E.8 or 1.E.9. 1.E.8. You may charge a reasonable fee for copies of or providing access to or distributing Project Gutenberg-tm electronic works provided that - You pay a royalty fee of 20% of the gross profits you derive from the use of Project Gutenberg-tm works calculated using the method you already use to calculate your applicable taxes. The fee is owed to the owner of the Project Gutenberg-tm trademark, but he has agreed to donate royalties under this paragraph to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation. Royalty payments must be paid within 60 days following each date on which you prepare (or are legally required to prepare) your periodic tax returns. Royalty payments should be clearly marked as such and sent to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation at the address specified in Section 4, "Information about donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation." - You provide a full refund of any money paid by a user who notifies you in writing (or by e-mail) within 30 days of receipt that s/he does not agree to the terms of the full Project Gutenberg-tm License. You must require such a user to return or destroy all copies of the works possessed in a physical medium and discontinue all use of and all access to other copies of Project Gutenberg-tm works. - You provide, in accordance with paragraph 1.F.3, a full refund of any money paid for a work or a replacement copy, if a defect in the electronic work is discovered and reported to you within 90 days of receipt of the work. - You comply with all other terms of this agreement for free distribution of Project Gutenberg-tm works. 1.E.9. If you wish to charge a fee or distribute a Project Gutenberg-tm electronic work or group of works on different terms than are set forth in this agreement, you must obtain permission in writing from both the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and Michael Hart, the owner of the Project Gutenberg-tm trademark. Contact the Foundation as set forth in Section 3 below. 1.F. 1.F.1. Project Gutenberg volunteers and employees expend considerable effort to identify, do copyright research on, transcribe and proofread public domain works in creating the Project Gutenberg-tm collection. Despite these efforts, Project Gutenberg-tm electronic works, and the medium on which they may be stored, may contain "Defects," such as, but not limited to, incomplete, inaccurate or corrupt data, transcription errors, a copyright or other intellectual property infringement, a defective or damaged disk or other medium, a computer virus, or computer codes that damage or cannot be read by your equipment. 1.F.2. LIMITED WARRANTY, DISCLAIMER OF DAMAGES - Except for the "Right of Replacement or Refund" described in paragraph 1.F.3, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, the owner of the Project Gutenberg-tm trademark, and any other party distributing a Project Gutenberg-tm electronic work under this agreement, disclaim all liability to you for damages, costs and expenses, including legal fees. YOU AGREE THAT YOU HAVE NO REMEDIES FOR NEGLIGENCE, STRICT LIABILITY, BREACH OF WARRANTY OR BREACH OF CONTRACT EXCEPT THOSE PROVIDED IN PARAGRAPH 1.F.3. YOU AGREE THAT THE FOUNDATION, THE TRADEMARK OWNER, AND ANY DISTRIBUTOR UNDER THIS AGREEMENT WILL NOT BE LIABLE TO YOU FOR ACTUAL, DIRECT, INDIRECT, CONSEQUENTIAL, PUNITIVE OR INCIDENTAL DAMAGES EVEN IF YOU GIVE NOTICE OF THE POSSIBILITY OF SUCH DAMAGE. 1.F.3. LIMITED RIGHT OF REPLACEMENT OR REFUND - If you discover a defect in this electronic work within 90 days of receiving it, you can receive a refund of the money (if any) you paid for it by sending a written explanation to the person you received the work from. If you received the work on a physical medium, you must return the medium with your written explanation. The person or entity that provided you with the defective work may elect to provide a replacement copy in lieu of a refund. If you received the work electronically, the person or entity providing it to you may choose to give you a second opportunity to receive the work electronically in lieu of a refund. If the second copy is also defective, you may demand a refund in writing without further opportunities to fix the problem. 1.F.4. Except for the limited right of replacement or refund set forth in paragraph 1.F.3, this work is provided to you 'AS-IS' WITH NO OTHER WARRANTIES OF ANY KIND, EXPRESS OR IMPLIED, INCLUDING BUT NOT LIMITED TO WARRANTIES OF MERCHANTABILITY OR FITNESS FOR ANY PURPOSE. 1.F.5. Some states do not allow disclaimers of certain implied warranties or the exclusion or limitation of certain types of damages. If any disclaimer or limitation set forth in this agreement violates the law of the state applicable to this agreement, the agreement shall be interpreted to make the maximum disclaimer or limitation permitted by the applicable state law. The invalidity or unenforceability of any provision of this agreement shall not void the remaining provisions. 1.F.6. INDEMNITY - You agree to indemnify and hold the Foundation, the trademark owner, any agent or employee of the Foundation, anyone providing copies of Project Gutenberg-tm electronic works in accordance with this agreement, and any volunteers associated with the production, promotion and distribution of Project Gutenberg-tm electronic works, harmless from all liability, costs and expenses, including legal fees, that arise directly or indirectly from any of the following which you do or cause to occur: (a) distribution of this or any Project Gutenberg-tm work, (b) alteration, modification, or additions or deletions to any Project Gutenberg-tm work, and (c) any Defect you cause. Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg-tm Project Gutenberg-tm is synonymous with the free distribution of electronic works in formats readable by the widest variety of computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need, are critical to reaching Project Gutenberg-tm's goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation web page at http://www.pglaf.org. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at http://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email [email protected]. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation's web site and official page at http://pglaf.org For additional contact information: Dr. Gregory B. Newby Chief Executive and Director [email protected] Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide spread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. To SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state visit http://pglaf.org While we cannot and do not solicit contributions from states where we have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition against accepting unsolicited donations from donors in such states who approach us with offers to donate. International donations are gratefully accepted, but we cannot make any statements concerning tax treatment of donations received from outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff. Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation methods and addresses. Donations are accepted in a number of other ways including checks, online payments and credit card donations. To donate, please visit: http://pglaf.org/donate Section 5. General Information About Project Gutenberg-tm electronic works. Professor Michael S. Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: http://www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.