*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 69873 *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos usos ortotipográficos. * Las notas a pie de página han sido renumeradas y colocadas tras el párrafo en que aparece su llamada. * Se han desplazado muy ligeramente algunas ilustraciones para su mejor encaje en el texto circundante. * Las páginas en blanco han sido eliminadas. CUENTOS ILUSTRADOS NILO MARÍA FABRA CUENTOS ILUSTRADOS DIBUJOS DE MASRIERA, José, Francisco y Luis PELLICER, J. Luis LUCAS VILLAMIL, E. — QUEROL, Agustín — MARQUÉS, J. M. ERIZ, Pedro — CABRINETY, José FUSTER, Mariano — ÁLVAREZ MASÓ, Rafael FABRA, Jorge BARCELONA — 1895 Imprenta de Henrich y C.ª, en comandita Pasaje Escudillers, 4 ES PROPIEDAD. — Quedan hechos los depósitos que marca la ley. [Ilustración] DEL CIELO A ESPAÑA PRIMERA PARTE I Dios, Nuestro Señor, daba un día audiencia a los santos que iban a interceder por sus devotos, por los pueblos que patrocinaban y por todos los pecadores. La Santísima Virgen, sentada al lado de su querido y Hijo, recomendaba los múltiples memoriales de los visitantes, a los cuales acogía el Ser Supremo con la bondad del que es fuente de todas las misericordias. Fueron entrando en el salón del trono del Altísimo santos y más santos, basta que le tocó el turno a Santiago el Mayor. —¡Hola, Jaime! —le dijo el Todopoderoso—: ¿qué te trae por aquí? ¡Cosas de España, tal vez! ¿Qué pasa por aquella tierra? ¿Están en paz tus clientes? —Bien sabe Vuestra Divina Majestad, —contestó el Apóstol, haciendo tan profunda reverencia que el sombrero lleno de conchas y reliquias que tenía en la mano barrió el suelo—, que aquello anda malillo, y que, si Dios no pone remedio, yo no sé lo que va a ser de España, de los españoles y de sus descendientes, que se han establecido en el Nuevo Mundo, a todos los cuales protejo y amparo en sus cuitas; porque, eso sí, ni unos ni otros nos han perdido la afición, y si no, aquí está la excelsa Madre de Vuestra Divina Majestad, patrona de las Españas y de las Indias, que no me dejará decir una cosa por otra. —Cierto es —dijo Nuestra Señora—, que en pocas partes del mundo se me venera tanto como en las tierras de que habla Santiago, y, a decir verdad, yo quisiera hacer hasta los imposibles a favor de aquellos para mí muy amados hijos. —¡Vamos, di lo que solicitas, Diego —exclamó el Eterno dando una cariñosa palmada en la mejilla del santo—; basta que mi amantísima Madre sea intercesora, para que yo te conceda cuanto desees, con tal que no me pidas gollerías. —Señor —contestó el Apóstol algo perplejo—, yo no sé cómo decírselo a Vuestra Divina Majestad... El caso es que... Ello es... Vaya, que no me atrevo. —¡Ánimo! ¡Habla! —Como a Vuestra Divina Majestad no se le oculta nada, bien sabe lo que yo quiero para los españoles. Sonriose el Todopoderoso, pues Él ya sabía de antaño lo que pensaba Santiago, porque, ya se ve, ¿qué se le ha de ocultar a quien no ignora cuanto pasó, pasa y pasará?; y poniendo ambas manos sobre la esclavina del bienaventurado, le contestó: —En verdad te digo, querido Jacobo, que lo que pretendes es harto difícil; pero, en fin, exprésalo en breves palabras. —Pues bien, Señor, lo que yo quiero para los españoles es lo que se llama sentido común... —¡Sentido común! —replicó el Omnipotente—: ¡sentido común! Pues ¿no sabes tú que lo que los hombres denominan así, es el menos común de los sentidos? —Vuestra Divina Majestad me entiende, y no digo más. —¡Hijo mío! —dijo con voz suplicante la Reina de los Ángeles—; vuelve tus ojos misericordiosos hacia aquel pueblo desdichado, y concédele lo que más le convenga. —¡Bueno! —contestó Nuestro Señor—; voy a hacer por España lo que no he hecho por nadie, aunque me cueste privarme por algunos días de la compañía de un hijo predilecto como este. Vuelve a la Península, Santiago, con amplios poderes míos. Te doy facultades para hacer milagros, sin que puedas, empero, mover y forzar la voluntad de los hombres, porque ya sabes que quiero que sea libre su albedrío. Te doy el don de hacerte invisible y de tomar la forma que quisieres. Ve allí y haz de nuevo gala de tus dotes oratorias, a ver si tu elocuencia, que hizo cristianos a los españoles, más o menos pecadores, que sobre esto hay mucho que hablar, consigue ahora darles el mejor discernimiento en las cosas terrenales. Dio el Apóstol gracias a Dios Nuestro Señor y a su Santísima Madre, y fuese en derechura al vestíbulo del Cielo donde pidió a San Pedro, con grande admiración de este, que le franquease la salida. —¡Qué es esto, colega! —exclamó el portero mayor del Paraíso. —Que me voy otra vez a predicar. —Mira, aquí entre apóstoles sea dicho, vas a que te crucifiquen como hacen aquellos bárbaros con todos los que les dicen verdades. —Estos tiempos no son los nuestros, Perico, gracias a nosotros, que civilizamos al mundo. Verdad es que por allí hay quien no se acuerda de esto, y nos pone como chupa de dómine; pero a lo menos ya no le desuellan a uno vivo sino de boquilla. —Ciertamente esto se ha ganado, pero ha sido a costa de las tiras de piel verdadera que hemos dejado por allá; y si no, dígalo nuestro compañero Bartolomé; pero, ¿qué digo piel?: carne y huesos, que todavía me parece que me duelen las palmas de las manos de aquellos clavos con que me crucificaron, cabeza abajo; y todo ¿por qué?: porque sacaba del error a los hombres. ¡Si serán estúpidos! —Tienes razón, mala cosa son los hombres; pero algo hay que hacer por ellos. Allá me vuelvo. ¡Abre, Perico, la puerta, y hasta luego! —¿Pero vas a pie? —¡Hombre, sí! ¡Buena idea! Tomaré la jaca. ¡Cómo estará de brava a puro holgar! Ya se ve, como ahora no necesitan de mí los españoles para regir sus ejércitos, teniendo tantos generales... —Por brava que esté, ¿qué te importa, si no hay mejor jinete que tú en cielo y tierra, si eres el Santo caballero por excelencia? —Claro está; ¡como que soy el patrón de los españoles!... pero abre mientras voy por la jaca. Soltó San Pedro las cadenas de oro del puente levadizo de la celeste mansión, el cual vínose abajo con grande estrépito, y al breve espacio cruzó por él Santiago, caballero en su blanco corcel, echando no diablos, porque en el Paraíso no los hay, sino rayos y truenos que estremecieron el aire, azotaron el firmamento y retumbaron por el espacio infinito. II No sé el tiempo que empleó el Apóstol desde la Gloria a la Península, porque ignoro la distancia que separa a los españoles de la bienaventuranza, aunque entiendo que debe ser poca, pues aquella misma tarde apareció Santiago en mitad de un camino real de España. El cual debía de atravesar la Mancha, porque ni un solo árbol se descubría en medio de la soledad de una vastísima llanura, que más semejaba mar desecado que otra cosa alguna. —¡Qué gentes estas! —exclamaba el Santo para su esclavina—. ¡Están dejadas de la mano de Dios! ¿Qué mal les han hecho los árboles? ¡No parece sino que, hartos de destruirse unos a otros, han declarado cruda guerra a la naturaleza! Y pensando en esto, iba camino adelante al paso de su caballo, cuando de pronto vio venir hacia él a dos hombres cubiertos con amplios sombreros, como los del Padre Eterno, muy ceñidas las vestiduras con unas correas sobre el pecho, las manos dentro de fundas blancas, y llevando cada uno al hombro gruesos bastones rematados en punta de hierro, que el Santo creyó bordones de peregrino de nueva usanza. —¡Vaya, serán colegas míos —dijo para sí— que irán de romería a algún santuario! Ya tengo compañía. Los cuales supuestos peregrinos íbanse acercando fijos los ojos en el jinete, y apenas llegaron junto a él, diéronle la voz de alto. Detuvo el Apóstol las riendas a su caballo, y preguntó a la pareja qué quería. —La cédula de vecindad —dijo uno. —¡La cédula! ¿Qué es eso? —Por lo visto, es usted nuevo aquí... —Sí, señor, soy forastero. —Pues bien, aquí nadie viaja sin ese documento. —No le tengo. —Entonces dese usted preso. —De modo que en España ¿se necesita patente de hombre de bien para andar suelto? —Y para todo. —En este caso, no habrá malhechor que carezca de semejante requisito. —En efecto, señor peregrino, todavía no hemos topado con ningún criminal que no esté provisto por lo menos de una cédula. —¿Para qué sirve, pues? —Yo le diré a usted; es un recurso de la Hacienda como otro cualquiera. —¡Ah, ya! Es un tributo sobre la libertad personal. —Sea lo que fuere, nuestra obligación es detener a los indocumentados. —Pero, hombre de Dios, si yo soy un caminante pacífico y nunca he hecho mal al prójimo. —No lo dudamos, mas tenemos que cumplir con la consigna. Quien manda, manda. Tenga usted, pues, la bondad de venirse con nosotros. —Por lo menos —dijo el Santo para su sayal— aquí se prende con cortesía. Y como era muy celoso de la disciplina militar, aunque patrón de España, añadió, dirigiéndose a la pareja, acortando razones: —Vamos a donde ustedes quieran. —Al pueblo que deja usted a retaguardia. —¡Andando! Y así diciendo volvió grupas, y seguido de los guardias civiles, que tales eran los aprehensores, encaminose a un lugar que allí cerca estaba y en el cual no había parado mientes. A tiempo que anochecía entraron los tres en el pueblo, donde reinaba el mayor sosiego a pesar de ser víspera de elecciones municipales. El alcalde, que iba de ceca en meca muñendo a los electores a casa hita, en la calle y en la taberna, y no podía, por lo tanto, perder el tiempo en bagatelas, en cuanto vio a los recién llegados, y sin preguntar a los guardias por qué traían a aquel hombre, dijo con voz de autoridad: —¡A la cárcel con él, y el caballo a mi cuadra! Y dicho y hecho, y he aquí cómo la primera noche de su vuelta a España, Santiago se la pasó enterita en la cárcel. III Aquel siervo de Dios, en lugar de hacer milagros y de salirse del inmundo aposento donde encerrado estaba, porque con decir que era cárcel de pueblo, y de pueblo de la Mancha, está dicho todo, púsose a rezar y a rezar hasta que le sorprendió la vaga claridad del alba entrando por una rendija o gatera, que en esto no estoy muy seguro, pero sí de que no tenía más ventilación el calabozo. En esto oyose ruido de llaves en la premiosa cerradura; rechinaron los goznes, y abriéndose pausadamente la puerta, apareció bajo el dintel la majestuosa figura del alguacil, barbero, sangrador y peatón en una pieza. —¡Sal! —dijo con ademán imperativo y voz bronca, porque acababa de matar el gusanillo: y luego añadió que le siguiese. Hízolo así Santiago, y subiendo una estrecha escalera, fue introducido en el salón del concejo, que iba a servir además de colegio electoral, a juzgar por una grande urna que puesta sobre la mesa estaba. Una silla, tres bancos y el retrato del Rey, pegado con obleas o pan mascado en la pared, completaban el ajuar de aquel augusto recinto, al cual prestaba mayor solemnidad en aquel momento la presencia del Alcalde, muellemente sentado en la silla, extendidas las piernas, sueltos los brazos, caída la cabeza, terciado el calañés y chupando un cigarrillo mugriento, apagado y casi deshecho. —¡Hola, perillán! —exclamó la autoridad popular a guisa de saludo—. ¿Quién te manda ir de romería a caballo? ¿Dónde lo has robado, cuatrero? —Yo soy un hombre de bien. El caballo es mío —contestó el Santo. —¡A mí con esas! Ea, a ver la cédula. —No la tengo. —¿De dónde eres? —Nací en Bethsaida. —¡Saida! Alguacil, ¿dónde está este pueblo? —Lo que es en la Mancha no está —contestó el interpelado, que, como cartero, tenía sus ínfulas de perito geógrafo—. Este nombre me huele así a cosa de África. —¡África, eh! ¡Bueno! ¿Tu nombre, peregrino? —Santiago. —¿Apellido paterno y materno? —Mi padre se llamaba Zebedeo y mi madre Salomé —dijo el Apóstol que no sabía decir una cosa por otra. —Bien, pues decreto al canto: Habiendo sido preso por indocumentado Santiago Zebedeo y Salomé, de profesión romero, con un caballo que no debe ser suyo, ordeno y mando: primero, que el caballo quede en mi cuadra a las resultas; y segundo, que el susodicho Santiago sea conducido por tránsitos de justicia a disposición del señor Gobernador civil de la provincia de Santander. —¡De Santander! —exclamó el alguacil—; pues si Santander está al Norte, y el África, de donde parece este buen hombre, cae hacia el Mediodía. —Precisamente —contestó el presidente de la corporación municipal dando un puñetazo en la mesa—; precisamente por eso. Así se trata a los vagos. O soy o no soy alcalde... ¡No faltaba más! Llévate a ese hombre y entrégalo a la pareja. Salieron ambos, y ya en la calle, el alguacil, hablando muy quedito al oído del Santo, le dijo: —Mira, nación (en aquel pueblo designan con esta palabra a los extranjeros), todo se puede arreglar con una friolera. Con que me des para echar unas copas... En fin, hay que untar el carro... Ya sabes aquel refrán: «Por bueno o por malo, el escribano de tu mano». —Sí, y también conozco aquel otro que dice: «Ni hagas cohecho ni pierdas derecho». —Pues con tu pan te lo comas —replicó el agente de la autoridad dando un empellón al Santo y encerrándole en la cárcel—. Aquí te estarás hasta que pase la pareja. IV Entonces el siervo de Dios creyó llegado el momento de hacer un milagro, pues le apretaba el deseo de dar comienzo a su terrenal apostolado y devolver bien por mal al lugar a que le trajeron, no sus pecados, como decirse suele, pues siendo santo ¿qué pecados había de tener? sino los altos e inescrutables designios de la Providencia; y así, por un simple acto de su voluntad tornose de pronto invisible, y saliendo del calabozo por el resquicio de la puerta, se fue a la calle, recorrió el pueblo, y penetrando en todas partes sin ser de nadie visto ni oído, escudriñó a su sabor cuanto allí pasaba. Hacíase cruces a cada paso al descubrir las miserias humanas; pero lo que mayormente llamó su atención fue el aflictivo y ruinoso estado de la Hacienda municipal, bajo el poder de aquel cacique de campanario, que aspiraba a la reelección del cargo concejil. ¡Qué de cabildeos, qué de amaños, qué de promesas, a costa, por supuesto, de los bienes comunes, para conjurar las ruines rivalidades de unos cuantos electores, en medio de la estúpida indiferencia de los demás! Tocaron en esto a misa, y por ser domingo, los lugareños juntáronse en la plaza de la iglesia, esperando la última campanada, como si quisieran tasar el tiempo destinado a las cosas santas, nada piadosa costumbre, que disgustó al Apóstol que en volandas había acudido al templo a oír los divinos oficios. Apenas terminados estos, los hombres volvieron en tropel a la plaza, mientras las mujeres salían poco a poco de la casa del Señor con la mantilla muy ceñida, los ojos bajos y el rosario en la mano. Quedose Santiago algún tiempo en la iglesia, rezando muchos Padre-nuestros a sus predilectos compañeros de Gloria, y al retirarse, en el acto de abrir la cancela, le asaltó una idea que llevó en seguida a efecto, y fue nada menos que tomar la misma figura del boticario del pueblo, ausente a la sazón, con una semejanza tal, que era el más perfecto trasunto que imaginarse puede; y de esta suerte se presentó en la plaza. Todos los que se hallaban allí cayeron en el engaño, y fueron a él y le saludaron con mucha cortesía y afectado cariño, porque el farmacéutico, aunque tenía fama de socarrón, entrometido y mordaz, era, si no bien quisto, considerado con el respeto que se merece una mala lengua. Como en semejantes casos suele acontecer, comenzose a hablar de la salud y del tiempo, de lo cual tomaron pie los labradores, que lo eran casi todos, para echar su cuarto a espadas sobre la cosecha, siempre mala, si no detestable, en boca de campesinos. —¡De esto tenéis la culpa vosotros! —exclamó Santiago. —¿Nosotros? —Sí, vosotros. —¿Por qué? —preguntó uno. —Vamos a ver, ¿qué es lo que hace buenas las cosechas después del trabajo del hombre? —¡Toma! —contestó otro a quien llamaban por apodo el tío Solón o Salomón—, la buena tierra y el agua. —Siendo así, ¿por qué os empeñáis en hacer mala la tierra y en alejar de ella la humedad? —¡Nosotros! —exclamaron todos con irónica sonrisa, mirándose unos a otros, como quien dice: este hombre no está en su juicio. —¡Sí, vosotros, con la insensata guerra que hacéis al arbolado! Fomentadlo, y la tierra será cada vez mejor, y la lluvia visitará con más frecuencia los campos, derramando sobre ellos sus inapreciables dones. —¡Ah, señor farmacéutico! —exclamó el tío Solón—, ¡qué engañado está usted! Esto lo rezan los libros, pero nosotros entendemos más de labranza que esos señoritos de las ciudades que inventan estas cosas, y que no son más que unos saca-dineros. ¡Árboles, eh! —¿Qué mal os han hecho? —Mire usted; cuando yo era mozo —replicó el tío Solón—, había en el prado de propios hasta seis docenas de pinos: ¿y sabe usted para qué servían? Para que los muchachos se comiesen los piñones. Semejante escándalo llamó la atención del concejo, que se reunió para tratar sobre la materia. Opinaban unos que debía nombrarse un guarda y otros que era mejor cortar los árboles, y después de maduro examen, por mayoría de votos se decidió lo último, y así se dio fin al escándalo. No quiso Santiago refutar tales razones, que no eran para contestadas, y encarándose con otro Licurgo del lugar que atentamente escuchaba sin decir esta boca es mía, le preguntó: —¿Y usted también cree inútil el arbolado? —¡Qué inútil —contestó el segundo sabio—, perjudicial, y perjudicial de todo punto! Y si no, vamos a ver: ¿quién se come el grano antes de la cosecha? Algunos pájaros, como los gorriones, ¿no es verdad? ¿Quién atrae a los gorriones? El arbolado, ¿no es cierto? Luego destruyendo a este contribuimos a extinguir aquella plaga. —¡Bien dicho! —exclamaron todos dando calurosas muestras de asentimiento, creyendo confundido al supuesto boticario. El cual, después de breve pausa, replicó: —Pues yo os pregunto: ¿qué plaga es mayor, la de los insectos o la de los pájaros? —¡Toma! —contestó otro labriego—, la de los insectos, porque siendo innumerables y pequeñísimos, no basta la mano del hombre para aniquilarlos. —Entonces —dijo el Santo—, si no os bastáis para combatir a estos casi invisibles enemigos, justo sería que respetaseis y aun dierais recompensa a vuestros mejores auxiliares, y si no; decidme: por cada grano de trigo que os quita un gorrión, ¿de cuántos millares de insectos no habrá limpiado vuestros campos? Esperaba el Apóstol que este sencillo razonamiento abriría los ojos de aquellos labradores; pero lejos de ser así, ninguno dio muestras de dejarse convencer ni aun por el mismo Dios que bajase en persona, y como Santiago se sabía muy bien de memoria aquel refrán de que no hay peor sordo que el que no quiere oír, dio el pleito por perdido; mas quiso probar si sacaba mejor fruto hablándoles de la cosa pública, y encaminando la plática en este sentido, les espetó una de verdades que había que oírle. ¡Qué de cosas salieron de aquellos santos labios, como de quien sabía los más recónditos secretos de todo el lugar! —¡Muy bien! —exclamó un mozalbete que había estudiado en Madrid hasta dos años en la Escuela de Veterinaria, siendo suspenso en el segundo—; ¡muy bien, señor farmacéutico! Me place ver a usted entrar por tan buen camino y salir de la actitud de expectante benevolencia para con el Ayuntamiento, en que hasta ahora se había colocado. Cuente usted conmigo, con mi apoyo incondicional, a fin de coronar el edificio de la regeneración de nuestra querida patria, digna de mejor suerte y de los más altos destinos. Unámonos todos en apretado haz para sacudir el yugo de la opresión y de la tiranía; proclamemos con entusiasmo nuestro ideal político... —Pero, ¡hombre de Dios! —exclamó interrumpiéndole Santiago—. ¿Qué tienen que ver tus ideales políticos con la policía urbana, la hacienda municipal y los chanchullos de los fielatos? Y hablándole aparte añadió: —Calla, si no quieres que cuente tus trapisondas de la época en que eras secretario del anterior alcalde, por cuya candidatura trabajas ahora. Corriose el mozo, y hecho una grana, escurrió el bulto, dirigiéndose a la Casa de la Villa, donde en aquel momento se constituía solemnemente la mesa electoral. Entretanto, el Apóstol no cesaba de exhortar a aquellos rústicos, que embebidos y suspensos le escuchaban, a que cumpliesen sincera y honradamente sus deberes de buenos ciudadanos; y cuando creía haberles persuadido de todo punto, el tío Solón le interrumpió diciendo: —Yo no quito ni pongo rey. —Ni mi padre ni mi abuelo —añadió uno—, dieron jamás su voto, y yo no hago usos nuevos. —¡Al concejo, ni verlo! —exclamó otro. —¡Allá ellos! —dijo un cuarto. —Mire usted, señor boticario —prosiguió el tío Solón—, quien sirve al común, sirve a ningún. Así, no se canse usted, que ni queremos votar ni ser votados. —¿Para qué? —repuso un quinto—; ¿para que nos roan los zancajos y no hagamos nada de provecho? Y si no, pon lo tuyo en concejo, y unos dirán que es blanco y otros que es negro. Y todos por este estilo fueron contestando a Santiago, el cual, sin querer oír más razones, se marchó del lugar. Uno de los del corro, empero, tuvo un arranque de valor cívico, y exclamó: —¡Pues yo voto! ¡Algo hay que hacer por el pueblo! Y dirigiéndose al colegio electoral, se votó a sí mismo. V La nueva de la actitud tomada por el supuesto farmacéutico, y digo actitud, porque empleó esta palabra el veterinario en embrión, cayó como una bomba en medio del campo alcaldesco, que había sentado sus reales en el salón consistorial y ya se regodeaba con la confianza de una victoria decisiva, a pesar de que el bando contrario, de que era firme apoyo y activo paladín el molzalbete de la plaza, había conseguido intervenir la mesa electoral, circunstancia que no permitía al presidente de ella trasegar el censo completo a las listas de votantes, como en otras no menos gloriosas batallas por él libradas. Mas como el común peligro fue siempre medianero de unión y de concordia entre los desavenidos, apenas se supo por boca del exsecretario que en aquellos momentos históricos se estaba formando el partido de los _independientes_, que con tal nombre bautizaron en el acto a los del corro de la plaza, el Alcalde, que no se dignaba inclinar su erguida y majestuosa frente, ni aun en señal de saludo, ante sus concejiles adversarios, dando rienda suelta al noble y generoso impulso de su pecho, propuso a la mesa la formación de una candidatura de transacción y de conciliación, en la cual estuviesen representadas las dos colectividades que, ya a regañadientes, ya a palo limpio, se disputaban el gobierno y el pueblo. Ardua era de suyo la empresa, porque de los siete concejales que debían elegirse para la renovación del Ayuntamiento, no ofrecía el alcalde más que tres puestos a los adversarios. Porfiaban estos que querían cinco, y en este regateo les sorprendió el elector independiente de que he hablado. A su presencia turbose el Alcalde, y viendo en su imaginación llover electores sobre el colegio seguidos del notario para que diese testimonio del escrutinio, por si no se jugaba limpio, cedió en el acto a las exigencias del contrario bando y se prestó a todo: que de leves causas proceden muchas veces las graves resoluciones y los sucesos trascendentales. Conciliadas las opuestas parcialidades y convenida la fórmula, seis hombres de corazón luciéronse fuertes en la estrecha escalera que daba acceso al colegio electoral, resueltos a defender aquel sagrado recinto de los ojos profanos, indiscretos o curiosos que pretendiesen turbar la majestad del escrutinio; arrellanose el Alcalde en la silla presidencial, repartió cigarrillos a los interventores, y dando un palo a la mesa con el bastón de autoridad, exclamó: —¡Que vengan electores! Entretanto los secretarios procedían a la redacción del acta, en la cual aparecían como votantes cuantos electores arrojaba el censo, incluso los difuntos; que aquella gente no reparaba en cosas de poca monta cuando tenía las manos en la masa. VI Cantaba el gallo de San Pedro, claro indicio de que rayaba el día, cuando Santiago, puesto sobre su caballo blanco, que había recuperado sin ser de nadie visto, llegó al glacis del Alcázar celeste, defendido por una legión de ángeles que revoloteaban de aquí para allí gritando: ¡centinela alerta! y el lejano eco repetía: ¡centinela alerta! —¿Quién vive? —gritó una voz, en cuanto el Apóstol se acercó al puente levadizo. —El Paraíso —contestó aquel. —¿Qué gente? —Santiago el Mayor. —¡Alto! ¡Cabo de guardia! Y salió la ronda menor, compuesta del cabo y de dos números, que eran gentiles mancebos resplandecientes de hermosura con unas alas muy anchas y extendidas, vestidos de blanco y finísimo ropaje, y blandiendo en la diestra sendas espadas que, a pesar de la tenue claridad del naciente día, brillaban como inextinguibles centellas. El cabo pidió el santo, seña y contraseña, y rindiolas el recién llegado, diciendo: «_Santo Espíritu, Espacio Eterno._» Previas estas formalidades que prescribe la celestial ordenanza, se fue el cabo a prevenir al oficial de guardia, y este a San Pedro, que a fuer de madrugador, merced a su gallo, en la muralla del venturoso Alcázar se estaba solazando. Acudió solícito el príncipe de los Apóstoles a abrir a su compañero, y exclamó: —¿Ya de vuelta, querido Santiago? —Aquí me tienes, Perico, —contestó este, apeándose del caballo y estrechando entre sus brazos al portero mayor de la Gloria. —Vamos, cuenta: ¿cómo te ha ido por allá? —Llegué, y me prendieron. —¿Y tú qué hiciste? —Salirme de la cárcel por milagro. En España se suele salir así de semejante sitio. —¿Y después? —Traté de inculcar las nociones más rudimentarias de agricultura a gentes que no viven más que de ella. —¿Y se convencieron? —Se encogieron de hombros. —¿Y te volviste? —No. Tropecé con un rebaño conducido por lobos y quise persuadir a las ovejas de que eligiesen otros pastores. —¿Y bien? —Nada, que prefirieron seguir siendo comidas. —Ya sabes que nunca he tenido fe en el sentido práctico de tus clientes; pero jamás creí que llegase hasta tal punto la insensatez humana. —Más que insensatez descubrí en el fondo de todo grande apatía intelectual. Gentes son las que encontré, que por ahorrarse el trabajo de pensar, dieran de buen grado al maestro de escuela que tenían, y aun todas las universidades de añadidura. —Conozco el género. Son los hombres más difíciles de convertir: los holgazanes contumaces del entendimiento. DEL CIELO A ESPAÑA SEGUNDA PARTE I Santiago, por conducto del Arcángel San Miguel, jefe del cuarto militar de Dios Nuestro Señor, pidió una audiencia a su Divina Majestad, y al día siguiente recibió un B. L. M., en el cual se le anunciaba que a las tres de la tarde sería introducido ante el trono del Altísimo. —¡Ya de vuelta, Jaime! —exclamó el Todopoderoso, al ver entrar al Apóstol. —¡Bien venido! —dijo la Santísima Virgen, muy contenta del regreso de su predilecto devoto—. ¿Cómo dejas a mis hijos los españoles? —En cuanto a religiosos, que es lo principal, no hay nada que decir. Bien puedo asegurar a Vuestra Divina Majestad y a su excelsa Madre que, a despecho de las maquinaciones del enemigo malo, la veneración, el amor y la popularidad de que somos objeto en aquella bendita tierra no menguan ni se debilitan, antes más bien parece que se afianzan y robustecen de día en día. —¿Y en cuanto a lo demás? —preguntó el Omnipotente. —Señor —contestó el Santo, algo turbado, porque siendo tan amante de España no se atrevía a decir nada en su menoscabo—, confieso que en mi patria adoptiva quedan algunas cosillas por arreglar, y que los poderes que obtuve de Vuestra Divina Majestad no dieron el resultado apetecido. —Si Yo pudiese dudar de algo —dijo el Eterno—, nunca hubiera tenido confianza en el éxito de tu empresa. Ya lo has visto por tus propios ojos. Aquella es gente incorregible en las cosas terrenas, y por lo tanto hablemos de asuntos menos enojosos... —Señor, implorando la misericordia de Vuestra Divina Majestad, le ruego encarecidamente que se sirva oírme, porque no he perdido del todo la esperanza... —¿Qué esperanza, Jaime? ¡Por Mí, ponte en razón! ¿Crees posible que aquellas gentes se corrijan? Ni por milagro. —¡Ah, Señor! Si yo pudiese siquiera hacer uno, moviendo y forzando la voluntad del Gobierno que rige a mis clientes, ¡cuán felices no serían estos! —Ya sabes que no quiero en manera alguna que se tuerza el libre albedrío de los hombres. —¡Por una vez! —exclamó la Virgen María. —Pues bueno; sea. Basta que me lo pida mi adorada Madre. Vuelve a España, Jaime; hazte invisible, estudia a los españoles, infórmate de sus deseos, líbrales de lo que más censuren y otórgales lo que ambicionen. Al efecto doyte la facultad de rendir a tu antojo, mas por una sola vez, la voluntad del poder supremo de la nación, y si te arrepintieres del resultado de tu propia obra, concédote el don de anularla por completo. —¡Señor! —exclamó Santiago, con grandes muestras de regocijo—; ¡se lo agradeceré toda mi eternidad! Gracias, gracias, Dios mío. Y dirigiéndose a Nuestra Señora, añadió: —¡Gracias, oh tú, la más bendita de las mujeres! —Ve conmigo, y hasta la vuelta. —Adiós, Santiago —dijo la Reina de los Ángeles. Y el Apóstol, haciendo genuflexiones, salió del salón del Trono, acompañado del Arcángel San Rafael, Grande del Paraíso, de primera clase, ayudante de campo de su Divina Majestad e introductor de Santos. II A pie salió esta vez de la celeste mansión el abogado de España, y emprendiendo el camino del sistema solar, echó una ojeada a los diferentes planetas que giran en torno del astro del día. Pronto distinguió al nuestro por la luz azulada que despide, y dirigiendo a él sus pasos, detúvose a cosa de 20.000 kilómetros de buen andar, del término de su cósmico viaje. A distancia semejante, parecía el globo terrestre tan grande como la bóveda del cielo vista desde una eminencia de la Tierra. En aquella sazón, puesto el Santo de espaldas al sol, vio ante sí el hemisferio del Nuevo Continente, que destacábase brillante en medio de las manchas oscuras formadas por los Océanos Atlántico y Pacífico. América parecía un inmenso pie, cuya punta amenazaba al Mundo Antiguo, el cual asomó después por la izquierda. Aparecieron primero: hacia el Norte la Rusia asiática, al Sur la Australia y Nueva Guinea en el Ecuador, luego el Japón y las islas Filipinas, y sucesivamente China, Borneo, los Estrechos, la Indo-China, el Indostán, la Arabia y la costa oriental de África. De pronto, púsose el Apóstol de rodillas en medio de la inmensidad del espacio, extendió los brazos y dobló la frente en señal de profundísima veneración: en aquel momento presentábase a su vista la Tierra Santa. Rusia, Turquía, Austria, Alemania, el África Central, Italia, Francia, mostráronse después, y por fin, la Península Ibérica a manera de una gran piel de toro. Destacábase en medio de ella un punto apenas perceptible junto a una línea oscura formada por los valles de la Cordillera Carpetana: aquel punto era Madrid. Entonces Santiago quedó invisible, y siguiendo su viaje, no paró hasta hacer pie en la Puerta del Sol. III A decir verdad, lector benévolo que has llegado hasta este punto de la narración de mi cuento, desesperé de darle fin, pues si bien me hallaba en la corte de España cuando estuvo en ella nuestro Santo Patrón, no parecía sino que mi memoria, de suyo flaca y endeble, ni aun reminiscencias conservaba de los sucesos a que dio lugar tan extraordinario acontecimiento. En vano con diligente solicitud traté de buscar y adquirir informes; en vano consulté las colecciones de los periódicos, que en estos tiempos son la crónica más o menos concienzuda y verídica de los sucesos; en vano apelé al testimonio de mis convecinos: los primeros guardaban profundo silencio, y los últimos juzgábanme fuera de juicio cuando les preguntaba: —¿Presenciaron ustedes lo que pasó en Madrid cuando vino Santiago? Resuelto estaba ya a no escribir la segunda parte de este cuento, conseja o pasatiempo infantil, como quieras llamarlo, porque no hallaba medio de darle remate, cuando una noche, olvidado ya este asunto, soñé lo que a continuación vas a leer. Si tienes la paciencia de llegar hasta el fin, sabrás la causa de que nadie recuerde el peregrino suceso que voy a referirte, a pesar de que acaeció en época muy reciente. Parece ser que Santiago estuvo varios días en Madrid y en otras poblaciones de la Península, y conservando el riguroso incógnito de su invisibilidad, dedicose con especial cuidado a averiguar los pensamientos y deseos de la mayoría de los españoles en los asuntos concernientes a la cosa pública. «¿De qué se quejan estas gentes? —decía para sí después de maduro examen—. Del Ministerio, sea el que fuere, y de cuanto de él depende. »¿Qué ambicionan? Vivir a costa del presupuesto, gozando del mayor sueldo y del menor trabajo posibles. »Pues suprimamos lo primero y demos la mayor extensión imaginable a las clases pasivas. Si faltan recursos pecuniarios, yo puedo proporcionarlos inagotables.» Hecho este razonamiento, llevó a efecto el milagro más sorprendente que imaginarse puede. Facultado por Dios Nuestro Señor para realizar uno, forzando y moviendo la voluntad del Gobierno, una noche en que se celebraba Consejo de Ministros presidido por el Rey don Alfonso XII, entrose bonitamente en la Cámara real, y disponiendo del albedrío de cuantos allí estaban, hizo que aquellos sometieran al Monarca, y este aprobase, el siguiente «REAL DECRETO »De acuerdo con el Consejo de Ministros, »Vengo en jubilar, con el haber de 30.000 pesetas anuales, a todos los funcionarios que cobran del Estado y de las Corporaciones populares, y en conceder la licencia absoluta, el retiro y la situación de reserva respectivamente a los soldados, oficiales, jefes y generales de todas las armas e institutos, con el mismo haber de 30.000 pesetas. »Vengo en conceder una pensión vitalicia anual de 30.000 pesetas a todos los españoles de ambos sexos no comprendidos en el párrafo anterior. »Dado en Palacio a 29 de febrero de 1881. — ALFONSO. — El Presidente del Consejo de Ministros, _Práxedes Mateo Sagasta_.» IV Este decreto, firmado por el Rey a la una de la madrugada del 29 de febrero, apareció en la Gaceta de Madrid repartida al amanecer del mismo día. La nueva de la disposición oficial cundió por la corte con la rapidez del rayo. Los barrenderos de la Villa, ebrios de gozo, abandonaron al punto su matutina faena para entregarse a copiosas libaciones a cuenta de la jubilación; las placeras, arrojando las mercancías al arroyo, desgañitábanse dando desaforados vivas al Gobierno por la merced recibida; las criadas de servir tiraban los cestos de la compra, y las más acudían presurosas a los alrededores de los cuarteles para cerciorarse de que la gracia era extensiva al elemento militar; los soldados, licenciados por sus jefes, dejaban los fusiles para fraternizar con aquellas; los cocheros de plaza despedían a los viajeros, y confiando los vehículos al instinto de los caballos, se declaraban en huelga; retirábanse los alguaciles y agentes de orden público, considerándose jubilados; muchos de los habituales concurrentes a los garitos no corrían, volaban en busca de usureros que les prestaran algunas sumas con retención de la paga; aparecían en las puertas de las tiendas rótulos diciendo: _Cerrada por cesación de comercio_; parábanse las fábricas y los talleres; quedábanse las casas sin criados ni porteros; los Ministerios, huérfanos de empleados y hasta de pretendientes; detenidos los trenes en las estaciones por falta de personal; y solitarias la Universidad y las escuelas; en fin, nadie quería dedicarse al trabajo, creyendo su subsistencia asegurada con las 30.000 pesetas anuales. Varios prestamistas, sin embargo, de suyo codiciosos, creyeron que aquella era la ocasión propicia de estrujar al prójimo, y pusieron grandes carteles, escritos a mano, porque no había ninguna imprenta abierta, anunciando que daban dinero sobre pensiones. Al punto sus casas fueron un jubileo, y a medida que la demanda aumentaba, por la ley natural de las transacciones, el interés del dinero fue subiendo hasta llegar a 5.000 por 100. Trataron los periódicos de dar un suplemento; pero ¿cómo, si no se encontraba un cajista por un ojo de la cara? Por favor especial un diario popular consiguió reunir tres de aquellos y dos marcadores, pero tuvo que pagar a duro la línea y a peseta cada ejemplar de la tirada. Seguían entretanto sin lumbre los hogares, y eran pocos los madrileños que habían conseguido desayunarse. En vano acudían muchos a las fondas, cafés y tabernas; los dueños se habían visto obligados a cerrar sus establecimientos hallándose sin camareros y con las provisiones agotadas. A todo esto dieron las dos de la tarde, y Madrid tenía hambre, pero hambre de rico, y para satisfacerla no quedaba más recurso que apelar a la violencia. «¡A saquear las tahonas y las lonjas de ultramarinos!» gritaban algunos, y la cuestión de orden público se presentaba imponente y aterradora. Mas el pueblo, contenido aún por la gratitud, siendo tan reciente el beneficio que debía al Poder, oponíase a todo procedimiento de fuerza. ¿Qué hacer? No había autoridades; todas estaban jubiladas. «¡Acudamos al Rey!» dijeron algunos; y la muchedumbre que recorría las calles encaminose a la Plaza de Oriente. El Monarca se asomó al balcón que cae sobre la puerta del Príncipe, y la mirante turba prorrumpió en atronadoras aclamaciones. Una Comisión representando al pueblo allí congregado subió a las reales habitaciones para pedir al Soberano que nombrase autoridades; pero había surgido un conflicto constitucional irresoluble. En virtud del Código fundamental, los mandatos del Rey no pueden llevarse a efecto si no están refrendados por un Ministro. No existía ninguno desde que el Gabinete Sagasta había sido jubilado, como los demás funcionarios públicos, y por lo tanto no había medio de que la Corona hiciera uso de su libérrima prerrogativa. Mas como sucede en estos casos de justicias populares, en el asalto de las tahonas, lonjas y tabernas fueron más los productos alimenticios y el vino que se perdieron lastimosamente, que los que llegaron a la boca de la mayoría de los madrileños, la cual ya entrada la noche, seguía desfallecida de hambre, mientras que los más fuertes y atrevidos desperezábanse de puro hartos. Y a todo esto, Madrid estaba sepultado en la oscuridad más profunda, porque aquella no era noche de luna,[1] y los empleados del gas se habían declarado en huelga. [1] El día anterior a las 11 y 18 minutos de la mañana había sido luna nueva. Quien dude de la veracidad de este detalle, puede consultar el calendario de dicho año. Recorrían las gentes las calles a tientas, dando y recibiendo fuertes tropezones, y las más de aquellas, deseando ver el término de situación tan crítica y angustiosa, encaminábanse a la Plaza de Oriente para hacer una manifestación respetuosa contra el párrafo segundo del art. 49 de la Constitución del Estado,[2] y suplicar al Rey que convocase Cortes, y en unión y de acuerdo con estas, decretase y sancionase una adición a la Constitución para poder suspender siquiera por una vez los efectos de dicho artículo. [2] Dice así: «Ningún mandato del Rey puede llevarse a efecto si no está refrendado por un Ministro, que por solo este hecho se hace responsable.» Mas ¿cómo se expedía el decreto de convocatoria sin faltar al precepto constitucional, no existiendo Ministro que lo refrendase? La situación no podía, pues, resolverse por los trámites legales. Los presidentes de las Cámaras, a la sazón suspendidas, fueron llamados a Palacio para que emitiesen su opinión. Ambos, empleando una frase de un célebre exministro, se encogían de hombros y se limitaban a decir: «Las cosas se resuelven por sí mismas.» Así fue; porque Santiago, autorizado por Dios para anular su milagro, deseoso de que no se infringiese una vez más un precepto constitucional, y persuadido de que la felicidad de los españoles no dependía del presupuesto, ni aun disponiendo este de recursos inagotables, hizo que al dar la primera campanada de las doce de la noche, todo el mundo olvidase lo que había sucedido durante el 29 de febrero y que volviesen las cosas al mismo ser y estado que tenían al terminar el día anterior. En prueba de ello, si tú, lector, que has llegado hasta el final de este cuento, te tomas la molestia de ojear la colección de la Gaceta de Madrid, verás que falta el número de dicho día, del cual no ha quedado ninguna huella en los anales de la Historia. UN DIÁLOGO EN EL ESPACIO ¡Espíritu extraño a mi familia planetaria, que, como yo, vagas por la inmensidad buscando el término del pavoroso viaje de las almas, detén un momento el raudo vuelo y fija tu penetrante vista, ajena a las imperfecciones de los carnales sentidos, en aquel astro que frontero a nosotros se presenta, girando pausado al rededor de uno de los innumerables soles de la Vía Láctea! —¡Sombra a la par que yo desvanecida de la materia, cuya cósmica unidad descubro claramente!, di, ¿por qué apartas mi atención, absorta ante las grandiosas maravillas del Universo, fijándola en cuerpo celeste tan raquítico, pobre y diminuto, sol extinguido, esqueleto de una estrella, pigmeo que pasea su mortaja por los insondables abismos del espacio? —¡Ah! Aquel planeta fue mi patria. —¿Tu patria? ¿Patria del espíritu un átomo? —¡La patria del cuerpo que animé! —Di mejor tu destierro. —Treinta años vi correr en ella, ¡un instante apenas!, y siento el dolor de la partida. —¡Cuán apacible deslizarase la vida del polvo animado en esa esfera, anónima para mí, cuando de tal suerte lloras su ausencia! —La dicha, el placer, la bienandanza son allí risueñas ficciones: nombres, como la oscuridad, que afirman una negación. —¿Que te aqueja, pues? —El grato recuerdo de un ser amado. —¿Luego existe la dicha? —Existe el más dulce y cruel de los dolores. —Me asalta el deseo de conocer mundo semejante. ¿Qué hiciste en tu sepulcro carnal? ¿A qué frívolos pasatiempos se entregaron tus iguales? ¿Cómo vive la materia en acción? —¿Quieres saberlo? Sígueme y tus ojos te darán testimonio de ello. Trasladémonos sin tiempo alguno a la estrella Polar, y, merced a la lentitud de la luz, verás los reflejos de mi mundo, la Tierra, durante los treinta años que di vida a deleznable arcilla.[3] [3] La luz recorre 300.000 kilómetros por segundo, y si fuese posible observar la Tierra desde la estrella Polar, dada la distancia que nos separa de esta, la luz del sol reflejada por nuestro planeta sería vista allí treinta años y medio después. —Sea. —Ya estamos. Nos hemos adelantado treinta años y medio a la marcha de la luz, y desde aquí, si te place, puedes presenciar el espectáculo de mi vida corpórea. Cuando te enoje aquel y quieras acelerarlo, nos bastará movernos en dirección a la Tierra. —Detengámonos un momento aquí, desde donde observo perfectamente el hemisferio boreal. Noto en el centro una mancha blanquecina. —Fórmanla los hielos acumulados en el Polo: el calor desaparece paulatinamente de aquellas regiones como de las extremidades de un moribundo. —A esta mancha siguen alrededor otras más oscuras, de color azulado, interrumpidas por espacios brillantes. —Aquellas son mares, enormes masas líquidas condenadas en breve a la rigidez de la muerte, y estos, continentes e islas, mansión de la materia, pasajeramente vivificada por los espíritus inmortales. —Quiero presenciar la aparición de la tuya sobre el planeta. Detengámonos a 30 años de distancia de él, tomando por medida la velocidad de la luz. —Mira: en este momento los que fueron mis ojos terrenales se abren por vez primera. ¡Ah! ¡Si llegase hasta aquí el sonido, cómo oirías las tristes quejas del que despierta en una cárcel! ¿No ves a mi madre? ¿No observas la palidez en sus mejillas, la fatiga en su agitado pecho, el desfallecimiento en sus entreabiertos ojos, la expresión de acerbo dolor en su cuerpo inerte? ¡Cuánto sufrió!... ¡Cuán a punto estuvo de perder la existencia por dármela a mí! ¡No parece sino que una vida ha de surgir a costa de otra! —¡La humanidad es hija del dolor! —¡Cuán grande, terrible e incesante lucha me espera! La lucha de la vida por la vida, a costa de otras existencias o de los gérmenes de estas. —¡El más fuerte está condenado a crueldad perpetua! —¡Cuántos peligros me rodean por todas partes! ¡El aire, mezcla de fluidos sutiles, lleva en su seno el principio vital y la muerte; el agua, compuesto líquido de dos gases tenues, sustenta invisibles y formidables adversarios; la tierra, conjunto de elementos limitados y de combinaciones infinitas, da de sí, en pródiga abundancia, el maternal sustento de sus fecundas entrañas y la alevosa ponzoña! —¡La eterna contradicción de la materia! —¿No observas cómo me defiendo en esta guerra continua, silenciosa e inexorable? Parece que unas veces desfallezco y caigo; pero recobro fuerzas y me levanto y crezco, y cada vez con más vigor desafío los ocultos ministros de la muerte que me acechan, acosan y persiguen sin tregua ni descanso. —Sigamos adelante, y abreviemos el término de la representación de tu efímera estancia en aquella partícula de polvo cósmico. —Ya se ilumina mi inteligencia, y apenas da señales de sí, pónenla en tortura, y surge un nuevo combate en el cual batallan la inercia de la materia o la frivolidad de la pueril imaginación contra el estudio arduo y escabroso de la ciencia humana. —¡Ciencia humana; rudimentaria sabiduría! —Despiertan las calladas pasiones, enciéndense inquietos deseos, vértigo inefable se apodera de todo mi ser: nace el amor, y comienza una guerra cruenta y despiadada, que tiene por campeón el fuego y por botín la indiferencia. —¡Mísera humanidad! ¡Tus luchas son el infinito; tus triunfos el vacío!... Pero ¿qué nubes blanquecinas y rastreras asombran ahora las tierras y aun los mares? —Se están riñendo batallas. No le basta al hombre la perenne guerra contra la naturaleza y consigo mismo a que está condenado: necesita satisfacer su ciego instinto a costa de sus semejantes, y la lucha que comenzó siendo individual, ha degenerado en colectiva. ¿No observas cómo aplican allí al arte de la destrucción la imperfecta ciencia reservada a los mortales? El estado más poderoso es el que supera a los demás en instrumentos de ruina. —Mas ya se disipan las nubes, y las apretadas falanges, que se arrojaban con furor unas contra otras, retroceden y se disuelven. —Cierto. Hase convenido lo que los hombres llaman una paz definitiva y perpetua. ¡Breve armisticio! ¡En cuanto la Tierra dé algunas revoluciones sobre su eje, renacerá el combate, y siempre con más encarnizamiento y más perfección en la ciencia de la muerte! —¿Los hombres, por lo visto, tienen una idea errónea del tiempo, cuando soportan penalidades tantas en pos de ilusorias recompensas? —Unos cierran los ojos de la razón, de miedo de ver el corto camino que tienen delante; otros fundan la inmortalidad en la perpetuación del nombre con que les han designado en la tierra. Se contentan con poco: les basta dejar tras sí un sonido articulado. —¡Pueril vanidad, cuando la misma Tierra ha de perecer en breve! —Esta a lo menos es la más disculpable de las vanidades. ¡Cuán irrisorias las que se fundan en un supuesto bien presente! ¡Los menguados que atesoran para gozar de la envidia ajena! ¡Los insensatos que buscan la propia satisfacción en la servil obediencia de sus semejantes! ¡Cuánta demencia en unos, y cuántas humillaciones para los otros, que han de convertirse en esclavos de un tercero, siéndolo este a su vez de las colectividades: la mayor de las servidumbres! —¡Mísera humanidad, en tus manos se empequeñece hasta la soberbia!... La vista de tu Tierra se va haciendo enojosa. —¡Adiós, seres amados! ¡Un instante no más y os juntaréis conmigo! —Antes de alejarnos de aquí desearía saber quiénes son esos hombres que dirigen constantemente los ojos hacia nosotros. ¡Qué de peligros arrostran algunos en medio de aquellas regiones salvajes! ¿Buscan también oro? —No. Aquellos que allí ves son los justos, que no obran por el estímulo de la terrenal recompensa, ni aun de la vanagloria. Hacen el bien por el bien, y remontando su alma a estas tranquilas y serenas regiones, fundan solo en ellas el término de sus sonrientes esperanzas. —¡Felices vosotros, oscuros e ignorados héroes del espíritu, que alcanzáis la mayor de las victorias reservada a los mortales: señorear la materia y acercaros a Aquel que resume en sí la más sublime y abstracta de las perfecciones! —¡Volemos hacia Él, que es grande su clemencia! —¡Atrás, satélites, planetas, soles, constelaciones, nebulosas, polvo cósmico, infusorios del vacío! ¡A ti acudimos, Omnipotente Espíritu que lo llenas todo y ante quien hasta parece pequeño el infinito!... * * * Dijeron... y rasgose el velo del supremo arcano. LA CAJA DE CERILLAS Rico, viejo, achacoso, sin hijos que le heredasen, y solo con parientes, lejanos y codiciosos, era Samuel Rodríguez el más infeliz de los avaros. Ni el afán de acapararlo todo, ni el placer de contar y recontar el fruto de sus granjerías, ni la necia vanidad de que podía poseer lo que otros inútilmente ambicionaban, hacíanle llevaderas las angustias, zozobras y fatigas que producía en su ánimo, naturalmente pusilánime, el temor de perder el bien alcanzado con tantas privaciones. * * * No ha mucho tiempo que Samuel recorría a pie una comarca, donde acababa de sentar los reales para esquilmarla y empobrecerla con sus negocios usurarios, cuando le sorprendió la noche junto a un río, a la sazón infranqueable sin el auxilio de barca, porque repentina avenida había destruido el puente o inutilizado el vado. Lleno de mortal congoja, temiendo a cada paso la sorpresa de imaginarios bandoleros, pues llevaba en el seno un fajo de billetes de Banco, seguía la margen del río, hasta que la suerte le deparó una barca medio varada en la arena. Su primer intento fue ponerla a flote; mas faltándole fuerzas, y coligiendo por varios y manifiestos indicios que aquel debía de ser lugar frecuentado de pescadores, comenzó a dar voces en demanda de socorro. Acudió solícito a prestarlo uno de aquellos, dueño de la barca, a quien Samuel, con lágrimas en los ojos, suplicó que, por caridad y amor de Dios, le pasase a la orilla opuesta. Era el barquero muy pobre, y de suyo compasivo para con los menesterosos, y tomando por tal a Rodríguez, a juzgar por lo roto, raído y mugriento del traje, accedió, sin estipendio alguno, a lo que pedía, y comenzó a poner en obra su buena intención. * * * Venía muy crecido el río, y a fuerza de remos llegó la barca a la mitad de aquel; pero de pronto, cogiéndola a través, la volcó, dando en el agua con el avaro y el barquero. No sin gran trabajo lograron ambos asirse a la barca, la cual quedó con la quilla al sol, y poniéndose sobre ella a horcajadas se vieron a merced de la corriente, cada vez más rápida e impetuosa. —¡Estamos perdidos —exclamó el barquero—; la presa del molino dista poco de aquí, y si Dios no hace un milagro, nos estrellaremos contra las rocas! Enmudeció de espanto Rodríguez, y pensando en el fajo de billetes que llevaba cosido al forro del chaleco, dijo para sí: —¿Qué va a ser de vosotros, amigos del alma, con tantos sudores, ansias y angustias alcanzados? ¡Si perezco en este horroroso trance, tal vez halle mi cuerpo algún malvado y descubriendo el fruto de mis desvelos, se enriquezca a costa mía, y gaste, triunfe y despilfarre! ¡Ah! ¡Si a lo menos me enterrasen con mi tesoro!... ¿Pero qué digo? En este caso, el Banco resultaría poseedor de lo que es mío, exclusivamente mío... No, jamás, jamás. ¡Ah!, ¡si este pobre pescador me salvase, yo compartiría con él mi hacienda!... —¡Queda una esperanza de salvación! —repuso el barquero. —¡Una esperanza! —contestó Samuel, dando un grito de júbilo. —Sí, que la corriente, en lugar de despeñarnos por el salto de la presa, nos conduzca al canal del molino. —Pero, ¡desdichados de nosotros!, siendo así, la barca se hará pedazos entre las ruedas... —No, porque el molino es de turbina, y el agua penetra en ella a través de enrejados. Respiró Samuel, y continuó razonando así: —¿He dicho la mitad de mi hacienda? ¡Qué disparate! Basta la mitad de los billetes de Banco que traigo aquí... Pero suman una fortuna... cinco mil pesetas nada menos... Le daré la mitad de la mitad, o sea la cuarta parte: mil doscientas cincuenta pesetas... —¡Vamos bien! —añadió el pescador. —Pero no quedarán para mí más que tres mil setecientas cincuenta pesetas —observó el avaro—; con el pico, con las doscientas cincuenta pesetas, será feliz ese pobre hombre. —¡Pronto embocaremos el canal! —exclamó el barquero. —¡Qué necio soy! —prosiguió Samuel—. ¿Regalar yo doscientas cincuenta pesetas? ¿Y todo por qué? Porque ese prójimo ha expuesto su vida por prestarme un servicio.... Como si todos los días no arrostrara mayores peligros... Si le doy cincuenta pesetas, queda más que recompensado. —¡Nos hemos salvado! —gritó el pescador. —¡Cincuenta pesetas! ¡Diez duros! ¡Doscientos reales! ¡Sería el colmo de la generosidad! —pensó el avaro—. ¿Y todo por qué? Por el barcaje. El precio corriente son cinco céntimos: si doy diez, pago el doble de lo que debo; pero ¿vamos a cuentas? La obligación del barquero era dejarme sano y salvo en la orilla opuesta. Por su torpeza he caído al agua. Mis vestidos se han deteriorado y he perdido tiempo. No, no, nada le debo... Ni siquiera agradecimiento... Más bien él me debe una indemnización. Yo soy acreedor, él deudor. * * * La barca choca con la compuerta del canal, a medio cerrar, y caen los náufragos otra vez al agua. El barquero, buen nadador, conoce el río en aquel paraje, y puede fácilmente ponerse en salvo; mas Samuel, a quien los años debilitaran las fuerzas, se va al fondo, agitando los brazos con la desesperación del que lucha entre la vida y la muerte. Ya la cree inevitable, pero tropieza con un peñasco, y poniéndose sobre él de puntillas, queda con el agua al cuello. —¡Socorro! —grita con lastimeras voces—. ¡Socorro! ¡Socorro!... ¡Ampárame, Virgen Santa del Monte, que yo daré cuanto tengo, cuanto poseo, a la persona que me salve, y alumbraré con cien luces tu venerada imagen! Y sus gritos desgarradores se pierden y confunden en medio del incesante y estrepitoso golpear del agua, que rebosa del dique, y cae, y rueda, y se despeña formando bullidoras cascadas. De pronto, Rodríguez divisa una sombra confusa que, flotando sobre la superficie del río, se acerca lentamente. Quiere abalanzarse a ella, es su salvación sin duda, y perdiendo pie, cae arrollado al fondo. El barquero conduce al molino el cuerpo exánime del avaro, y lo coloca junto al hogar, donde chisporrotea el nudoso tronco de una encina. A los rojizos y vacilantes resplandores que despide la hoguera, el pescador, fijos los ojos en los cerrados párpados del usurero, las manos cogidas en las suyas, el oído atento y el ánimo confuso y suspenso, aguarda con viva solicitud que aquel dé señales de vida mientras que el molinero y su familia rodean a ambos. De pronto abre Samuel los ojos, mira al que cree su salvador, aparta la diestra, y llevándosela al seno, tienta el escondido tesoro, lo aprieta convulso contra su pecho, se convence de que está allí, intacto y oculto, y lanza un suspiro. Quiere hablar y no puede, e iluminándose poco a poco su memoria como si despertase de profundo sueño, recuerda sus últimos ofrecimientos, y comienza a razonar así: —¿He de dar cuanto tengo, cuanto poseo? ¡No, no, en mi vida! Lo he jurado... ¿pero sabía acaso lo que juraba en aquel trance mortal? Debo, sin embargo, gratitud a ese hombre. Ciertamente y le recompensaré con esplendidez. Le regalaré un billete, sí, un billete... ¿pero de cuánto?... ¿De mil pesetas?... ¡Locura sería!... ¡Jamás ha visto ese infeliz tanto dinero! ¡No sabría en qué emplearlo! ¿De quinientas?... ¡Tal vez sería su perdición! ¿De doscientas cincuenta?... Para que lo gaste en la taberna... ¿De cien? Todavía me parece mucho... ¿De cincuenta? No deja de ser una gruesa suma, diez monedas de cinco pesetas: cinco mil céntimos de peseta... ¿De veinticinco entonces?... No habrá más remedio. Dije un billete: cumpliré mi promesa... ¿Por qué no emite el Banco billetes de una peseta?... —De buena te has librado, buen hombre —dice el pescador al advertir que Samuel recobra el conocimiento. —Gracias —contesta el usurero. —Hice cuanto pude para salvarte —prosigue aquel—; pero no me permitían verte ni oírte la oscuridad y el ruido del agua, y a no ser por el perro que te sacó de ella, no podrías contarlo. —¡Un perro! —Sí, un perro de Terranova que anda perdido por esta ribera. Y Rodríguez respira, se considera libre de toda deuda para con los hombres, y pensando en el perro, exclama: —¡Generoso animal, corresponderé con largueza a tu noble acción! Yo te recojo, amparo y protejo. Durante el día gozarás a tus anchas del bien inapreciable de la libertad, para que tengas ocasión de buscar el natural sustento, y por las noches guardarás mi huerta. * * * Poco tiempo después, de vuelta a su casa, repuesto del pasado accidente, satisfecho de haber salido de él con el bolsillo intacto, pasaba el avaro las noches en vela acometido de terrible pensamiento: había hecho voto de poner cien luces a la Virgen del Monte, cuya milagrosa efigie se venera en una ermita; pero el cerero no quería vender menos de a real las velas más pequeñas. —¡Cien reales en cera! —exclamaba Rodríguez—. ¡Qué despilfarro!... ¡pero no hay más remedio! ¿Por qué no ofrecí cien salves o cien padrenuestros, aunque hubiesen sido cien rosarios?... Al levantarse cada mañana, después de prolongado insomnio, se proponía comprar las velas; pero pudiendo más su sórdida avaricia que la piadosa obligación, en cuanto divisaba la casa del cerero, retrocedía espantado a la suya. Y pasaban días y días y no descansaba un punto, poniendo en tortura su entendimiento a fin de encontrar una razón que le permitiese eludir su ofrenda; pero ninguna de las argucias que le sugería el deseo era bastante poderosa para convencerle, a pesar de la buena voluntad y egoísta complacencia con que buscaba el propio engaño. Al cabo creyó descubrir el medio de aquietar su conciencia a poca costa, y tuvo un arranque de generosidad. Compró una caja de cerillas y las dedicó a la Virgen. Diariamente, aprovechando la ausencia de los fieles, encendía una ante la sagrada imagen. Consumida la centésima cerilla, guardó la caja. ¿Había de perder el cartón? Y aun se acusaba a sí propio de derrochador. ¡Desperdició los cabos de las cerillas! Con ellos, apurándolos menos, y unas ruedecitas de cartón, hubiera podido hacer cien mariposas de lamparilla. CUATRO SIGLOS DE BUEN GOBIERNO CUENTO DE LA EDAD MODERNA I El príncipe don Juan, único hijo varón de los Reyes Católicos, bajó al sepulcro el 4 de octubre de 1497, y su hermana mayor, Doña Isabel, reina de Portugal, sucediole en el derecho de heredar el trono de Castilla, según las leyes de este reino; lo cual no impidió que Felipe _el Hermoso_, casado con Doña Juana, hija segunda de aquellos monarcas, reclamara para sí y para su esposa el título de Príncipes de Asturias. Los soberanos españoles apresuráronse a protestar contra tan injustificada pretensión, y resueltos a destruirla por completo, llamaron a sus hijos, los de Portugal, y en 29 de abril de 1498 hicieron reconocer y jurar por las Cortes, reunidas en Toledo, a Doña Isabel, esposa del rey don Manuel, por sucesora legítima de la corona de Castilla; mientras don Fernando convocaba, para el 2 de junio del mismo año, las Cortes aragonesas, a fin de que estas, por la parte referente a aquel reino, tomaran el mismo acuerdo. Graves dificultades opusieron las de Zaragoza a los deseos de la familia Real, que de propósito había ido a dicha ciudad, pues la mayor parte de los representantes, invocando las leyes de Aragón, a pesar de ejemplos contrarios, profesaban el principio de que las hembras eran excluidas en la sucesión del trono. Después de prolija controversia, decidiose diferir la resolución hasta que ocurriese el alumbramiento de la hija mayor de los Reyes, que se hallaba encinta; con objeto, en el caso de nacer un niño, de proclamar a este por heredero de la corona, en virtud de la disposición testamentaria de don Juan II, según la cual a falta de hijos varones se reconocía el derecho de sucesión a los descendientes varones de las hijas del monarca. Conciliados sobre este punto los opuestos pareceres, no suscitó oposición alguna el reconocimiento del príncipe don Miguel, a quien dio a luz, a costa de su vida, la virtuosa princesa Doña Isabel el 23 de agosto de 1498, en la misma ciudad de Zaragoza. Los cuatro brazos del reino de Aragón, reunidos el 22 de septiembre, confirmaron su acuerdo con la jura solemne del tierno nieto de los Reyes Católicos o hijo primogénito de los de Portugal. En los primeros días del siguiente año, las Cortes de Castilla, congregadas en Ocaña, y en 17 de marzo las de Portugal en Lisboa, declararon a don Miguel legítimo heredero de los respectivos reinos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Don Miguel I[4] fue proclamado rey de Castilla en 1504, por muerte de Doña Isabel _la Católica_; de Aragón en 1516, al expirar don Fernando, y de Portugal, en 1521, en cuya época ocurrió el fallecimiento de don Manuel _el Grande_. [4] El príncipe don Miguel, a quien hace reinar el autor de esta pseudohistoria, murió en Granada el día 20 de julio de 1500, a la temprana edad de dos años, por desgracia de España, que cifraba en aquel niño las más halagüeñas esperanzas. Frisaba con los veinticuatro años el ilustre nieto de los Reyes Católicos, cuando juntó las coronas de Castilla, Aragón, Portugal y Navarra, en la Península, y fuera de ella, las de Nápoles y Sicilia; con las colonias de las Indias Orientales y Occidentales, que a la sazón acrecentaban con pasmosa rapidez los navegantes españoles y portugueses. Era don Miguel un monarca de ánimo esforzado, de actividad incansable y de reflexivo y cultivado entendimiento. De su abuelo don Fernando heredó aquella sagacidad y diplomacia que hicieron de él uno de los más hábiles políticos de su tiempo; de su abuela, la Reina Católica, los generosos impulsos y la tenaz perseverancia que dieron un mundo a España y completaron la obra de la Reconquista; de su madre la piadosa Doña Isabel, los más puros sentimientos religiosos, aunque ajenos de superstición y fanatismo, y por fin, de su padre el rey don Manuel, aquel incesante deseo y noble ardimiento con que protegía y estimulaba las atrevidas empresas encaminadas a coronar la obra iniciada en Occidente por el genio portentoso de Cristóbal Colón, y en Oriente por la constancia indomable de Vasco de Gama. Mas sobre tan relevantes cualidades descollaban en el joven soberano otras superiores a ellas, en una época en que las tendencias de un orden sentimental ahogaban la voz de la razón y de la conveniencia, y eran el sentido práctico, el claro y recto juicio y el espíritu eminentemente utilitario que presidían a todos los actos de su política. Abatida la grandeza turbulenta en el anterior reinado; reducidos a la impotencia aquellos soberbios magnates que ultrajaban la majestad del solio; respetado en todas partes el poder Real; reformadas las órdenes religiosas, merced al cristiano celo de Isabel, secundado por la austera energía de Cisneros, que durante la menor edad del Rey intervino en la gobernación de Castilla; organizada la Santa Hermandad, milicia creada para la defensa del orden social, que convirtiose en vigoroso campeón del trono contra las demasías de la nobleza, el gran rey don Miguel comprendió que el reposo, la prosperidad y la ventura de su dilatada monarquía estribaban en el respeto de las venerandas instituciones populares y en el paulatino desenvolvimiento de estas, unidas en estrecho o indisoluble vínculo con la Corona. Era al propio tiempo forzoso dar cierta unidad a aquellos Estados peninsulares, que discrepaban entre sí por sus leyes, usos, costumbres, y hasta por su lengua, y al efecto, con prudentes medidas, sin lastimar las preocupaciones locales, fue preparando el camino del sistema que alcanza tan alto grado de perfección en nuestros días, gracias al unánime concurso del cuerpo electoral, al desinterés de los representantes del país, y a la sinceridad y rectitud de los gobiernos: lógica consecuencia de los progresos de las costumbres políticas, después de tantos siglos, sin solución de continuidad, de un régimen encarnado en el espíritu de la nación ibérica. En medio del caos en que estaban sumidas entonces las ciencias económicas, dio don Miguel un raro ejemplo de previsión, facilitando el libre tráfico entre todos los reinos europeos sometidos a su cetro, haciendo extensivos a los puertos de los mismos el privilegio, de que disfrutaban Sevilla y Lisboa, de contratar con las Indias, y por fin, autorizando, aunque con algunas restricciones, el comercio exterior. Si bien rindiendo tributo a las ideas proteccionistas de la época, o acaso impulsado por un móvil de alta política, prohibió en absoluto toda comunicación entre las colonias y los puertos extranjeros, permitió, en cambio, la extracción del oro y de la plata de la Metrópoli; metales que, abundando con exceso desde el descubrimiento del Nuevo Mundo, encarecían las mercancías y la mano de obra. Los resultados de esta sabia medida fueron tan inmediatos como eficaces: derramándose el numerario sobrante por Europa, abrió vastísimo mercado a las transacciones, acrecentose en extremo con los retornos la riqueza pública, y restableciose el perdido equilibrio de la balanza mercantil, librándose la nación de verse pobre en medio de la superabundancia de aquellos metales preciosos estancados. La supresión de las trabas impuestas al comercio colonial, y la concesión a todos los puertos de la Monarquía, de las franquicias que gozaban solo Sevilla y Lisboa, contribuyeron en gran parte al afianzamiento de la unidad nacional; porque eran tan pingües los beneficios que reportaba el tráfico con los países ultramarinos a la industria y a la agricultura, que los diferentes reinos quedaron ligados entre sí en inquebrantable lazo por el derecho recíproco, la utilitaria conveniencia y la asociación de intereses materiales: vínculos más estrechos y poderosos que los creados por las combinaciones políticas, el espíritu regional o la fuerza de las armas. Además, con esta reforma acelerose el desarrollo y la prosperidad de las colonias, porque la emulación y la competencia, que nacieron al amparo del libre comercio, confirmaron pronto la bondad de una ley económica revelada palpablemente por la experiencia. Tal fue en resumen la política interior del rey don Miguel. En cuanto a la exterior, tuvo por constante objetivo los altos intereses del cristianismo y de la civilización, la defensa de la unidad nacional, el bienestar de sus súbditos y la seguridad del tráfico. Atento sobre todo a la situación geográfica de la Península, que constituía el núcleo de sus vastos dominios; con sobradas tierras, en los extremos Oriente y Occidente, por colonizar: con un enemigo en la costa opuesta del Mediterráneo a quien someter, comprendió que Iberia debía vivir, en lo posible, alejada de toda injerencia en el resto de Europa, prescindiendo de aquellos derechos señoriales que no afectasen de un modo directo al porvenir de la patria. Así es que no mostró empeño en conservar el reino de Nápoles, eterna causa de discordias con Francia, seguro de que la posesión de aquel territorio pudiérale distraer de empresas más provechosas. En cambio retuvo y fortificó a Sicilia, que por su carácter insular era más fácil poner a cubierto de los ataques enemigos, y que por su posición estratégica constituía uno de los fuertes destacados para proseguir la guerra contra el islamismo. Vencer a este y conquistar aquellos países, separados de España por un brazo de mar, fue el propósito de toda su existencia, y a esta política, con perseverancia seguida en los siglos posteriores, débese la formación del grande estado ibero-africano, que tiene por linderos, al Norte, el Garona; al Sur, el Atlas, y al Este, el desierto de la Libia. Para el logro de tan altos fines, y sobre todo para la defensa de las apartadas colonias, dedicose, con particular predilección, al fomento de la armada y a la creación de ejércitos permanentes, obra patriótica que con el mismo ardor continuaron sus sucesores, y así, ni los venecianos y turcos primero, ni los holandeses e ingleses después, pudieron hacer frente al poder marítimo de Iberia, la cual consiguió de esta suerte, no solo dar feliz remate a la obra de la conquista de África, sino también salvar de la rapacidad extranjera las dilatadas colonias de la América del Sur, y sobre todo, el rico imperio indostánico, donde los portugueses habían fundado las primeras factorías. Sobre tales cimientos asentada la política de la nación; sinceramente unida la dinastía tradicional con las instituciones populares; hermanado el trono con las libertades públicas, que el espíritu de los tiempos ha venido perfeccionando sin revoluciones ni violencias; inspirados los altos poderes en los grandes intereses del país; seguida sin interrupción, en el espacio de cuatro siglos, la senda trazada por don Miguel I, ¿debe sorprendernos acaso que Iberia, a pesar de sus vicisitudes, de sus crisis y de los grandes conflictos surgidos en Europa y América, sea todavía la primera potencia del mundo? Aquel gran Monarca, imitando a sus ilustres abuelos los Reyes Católicos, no tuvo residencia fija en ninguna de las ciudades de la Península; pero en el reinado siguiente tratose de designar la capital definitiva de la Monarquía. Era este punto motivo de rivalidades y de discordias entre varias poblaciones de los antiguos reinos, y el Soberano no quiso tomar resolución alguna sin el concurso de las Cortes. Con este motivo convocó por primera vez, en un solo Cuerpo, las de los diferentes reinos, dando además voto a las ciudades y pueblos importantes que carecían de él. Esta novedad, recibida con universal beneplácito, fue un gran paso hacia el perfeccionamiento del sistema parlamentario. Congregáronse las Cortes en Toledo, y después de animados debates prevaleció el dictamen de la conveniencia pública, sustentado especialmente por los procuradores de los pueblos que por primera vez hacían uso del derecho de representación. Toledo fue declarada capital de Iberia. Las Cortes, no obstante, al proponer al Rey esta medida, le suplicaron encarecidamente que visitase con mucha frecuencia las grandes poblaciones de los antiguos reinos, para ver de cerca sus necesidades. Situada Toledo en la margen de un río caudaloso, en el centro de la Península, con una extensa vega, numeroso vecindario, florecientes industrias y activo comercio, abundante de buenos materiales de construcción, próxima al delicioso sitio de Aranjuez, llena de monumentos que atestiguaban sus antiguas glorias, y residencia del primado de España, parecía el punto destinado a ser el corazón de una gran potencia. Acordose que en lo sucesivo se reunirían en Toledo los procuradores de todos los reinos, cuando fuesen convocados por el Monarca para tratar de asuntos de interés general, sin perjuicio de las juntas parciales de cada uno de ellos en las cuestiones de carácter regional; y después las Cortes votaron un impuesto destinado a la construcción en la vega del soberbio edificio, asombro de propios y extraños, donde todavía celebran sus sesiones las Cámaras del reino. En torno de aquel monumento, símbolo de las libertades patrias, repartida en anchas plazas y espaciosas calles tiradas a cordel, se fue edificando la ciudad moderna. Allí, en las márgenes del Tajo, se admiran en el día las casas solariegas, propiedad de las más ilustres familias del país; numerosas y artísticas iglesias del estilo del Renacimiento; el Palacio Real, situado en la orilla izquierda del río, que deja atrás al Louvre y a las Tullerías por su extensión y magnificencia; grandes museos, donde descuellan las obras del genio ibérico y se estudian los progresos de sus civilizadoras conquistas; la Universidad y considerables establecimientos de enseñanza, que ofrecen a la juventud, sin estipendio alguno, el pan del alma, y al verdadero mérito y al probado saber, justa y liberal recompensa; vastos cuarteles, albergue de los que en extranjero suelo esgrimen las armas, jamás manchadas de española sangre; suntuosos Tribunales de justicia, amparo solícito y diligente de la razón atropellada; la casa del Ayuntamiento, centro de noble desinterés y cívica perseverancia; cómodos y elegantes coliseos, palenques solo del arte nacional; los Ministerios, término glorioso de la reconocida competencia y de la acrisolada rectitud; la grandiosa Bolsa, mercado universal de valores y santuario de la probidad y de la buena fe; el Banco, activo servidor del crédito ajeno y fiel guardián del propio; parques y paseos, con profusión de estatuas erigidas a los preclaros hijos de Iberia, y en magnífica abundancia, elegantes fuentes y murmuradoras cascadas; una campiña poblada de árboles seculares y de pintorescas quintas, donde el ánimo fatigado halla el dulce reposo del hogar en el seno de la Naturaleza; numerosas fábricas, cuyas humeantes chimeneas glorifican la conquista del hombre sobre la materia, y por fin, la soberbia ciudad de tres millones de almas, digna capital del mayor y más poderoso de los imperios, que eclipsa con su grandeza a París y a Londres. A tal prosperidad contribuyó en extremo la canalización del Tajo desde Aranjuez hasta su desembocadura, en cuya obra colosal, sobre todo para la época en que se llevó a cabo, invirtiose una parte de los beneficios de las minas de las colonias, que correspondían al Estado. A fines del siglo XVI terminaron los trabajos, y desde entonces pueden remontar el río hasta Toledo buques de 200 toneladas. La invención de los ferrocarriles, que comenzaron a construirse en la Península en el segundo tercio de este siglo, fue también poderoso auxiliar al engrandecimiento de Toledo, y especialmente de su industria y comercio. El plan de las vías férreas respondió a las necesidades generales del país: los trazados acomodáronse a ellas y a la economía, sin tenerse para nada en cuenta las influencias personales o de localidad, y obtúvose de esta suerte una gran baratura en las tarifas de transportes. Así es que los carbones de Puerto Llano y Bélmez se colocan en Toledo a tan bajo precio, que compiten con los ingleses traídos por la vía fluvial. Gracias a esta facilidad de comunicaciones, renacieron y se desarrollaron en el centro de la Península las industrias que de antiguo existían, las cuales librándose de inminente ruina, evitaron el empobrecimiento de unas provincias que, poseyendo, en lo general, un suelo ingrato, necesitan el concurso de la fábrica para no arrastrar vida trabajosa y miserable. La elección de capital, aunque parece un simple incidente histórico, ejerció grande influencia en los destinos de nuestra patria, pues estableciéndose aquella en un centro donde pudieron desarrollarse en grande escala el comercio, la industria y la agricultura, infundió a la gobernación del Estado sentido utilitario y práctico, dio al resto del país constante ejemplo de amor al trabajo, abrió ancho campo a la iniciativa individual, y alejó a la ambición, que veía ante sí más dilatados horizontes, de las estériles luchas de la política y de las esperanzas burocráticas. En el segundo capítulo daremos a conocer cómo salió el reino de las grandes crisis que surgieron en el mundo, y particularmente de la producida por la emancipación de los Estados sud-americanos, y veremos el prodigioso incremento que tomó la riqueza pública en toda la Península al amparo de la paz interior y de la sabia política de la dinastía nacional, fiel intérprete de los altos intereses, de las tradicionales necesidades y de las verdaderas aspiraciones de la sociedad ibérica. CUATRO SIGLOS DE BUEN GOBIERNO CUENTO DE LA EDAD MODERNA II El sentimiento religioso, que tendía a la unidad, los odios populares contra los enemigos de la fe, y acaso la influencia de errores y preocupaciones económicas, produjeron durante el reinado de Isabel y Fernando la proscripción de España de la raza hebrea. Expulsados fueron también, en gran parte, los moriscos de Granada, a pesar de las capitulaciones de la Vega, violadas primero por aquellos con sus turbulencias y rebeldías. No podían ocultarse al claro talento y al buen juicio de don Miguel, aunque heredó de su madre la aversión a los judíos,[5] los grandes perjuicios que ocasionaba al comercio y a la riqueza pública el destierro de aquellos industriosos habitantes, y así no es de extrañar que, obrando como hábil político, abandonara en este asunto el sistema de la intransigencia y del rigor, ejemplo seguido más tarde por Francia, Inglaterra e Italia, que, después de arrojar de su territorio a los hijos de Israel, volvieron a admitirlos y a tolerarlos. [5] La princesa Doña Isabel, hija de los Reyes Católicos, antes de dar su mano al rey don Manuel de Portugal, impuso a este la condición de que desterraría del reino a los judíos. Harto más peligrosa era la permanencia en la Península de los moriscos, porque aquella gente ruda, ignorante y levantisca amenazaba constantemente el general sosiego; pero el Gran Monarca, sin discordias intestinas que aplacar, ni guerras europeas que entretener, ni disputados derechos señoriales que amparar; seguro del poderío que le daba la concentración de su política eminentemente nacional, no turbada ni menoscabada por influencias exóticas; armado de sobrados medios materiales para reducir a la impotencia todo acto de fuerza, inauguró un procedimiento que con el transcurso de los años había de unir y confundir aquella raza con la ibérica. A la crueldad opresora opuso la generosa tolerancia, a la arbitraria persecución, solícita justicia; al forzoso bautismo, cristiana persuasión; a los planes de exterminio, las puras máximas del Evangelio; a la espada, la cruz. Preciso fue crear misioneros especiales, instruirlos en la lengua de los moriscos, ilustrar a estos, cuyo apego a las groseras supersticiones nacía de su rústica condición; vencer preocupaciones populares, extirpar abusos y facilitar los matrimonios mixtos. Gracias al celo perseverante de la Corona, secundado por muchos prelados que, enemigos de la expulsión, pedían el empleo de medios suaves para convertir y catequizar a los descendientes de los moros, se evitó la ruina de la agricultura y el empobrecimiento y despoblación de la Península. ¡Notable triunfo del sentido práctico sobre un fanatismo acaso disculpable después de la lucha religiosa de ocho siglos! Consecuencia de esta lucha fue el establecimiento del Santo Oficio en tiempo de los Reyes Católicos; mas don Miguel, aunque no pudo sustraerse por completo al espíritu de su época, procuró impedir los rigores de aquella institución, accediendo a las súplicas de las Cortes, que pedían al Monarca «que mandara proveer de manera que en el oficio de la Santa Inquisición se hiciese justicia, guardando los sacros cánones y el derecho común, y que los obispos fuesen los jueces, conforme a justicia». También atajó con prudentes medidas el incremento de la amortización eclesiástica, dando satisfacción a los procuradores de las ciudades, que se expresaban en estos términos: «Que ninguno pueda mandar bienes raíces a ninguna iglesia, monasterio, hospital ni cofradía, ni ellos los puedan heredar ni comprar, porque, si se permitiese, en breve tiempo sería todo suyo.» La aparición de la Reforma en Alemania y las pavorosas guerras religiosas que trajo consigo la plaga de las herejías, no dejaron de inspirar profunda inquietud al soberano que regía los destinos de Iberia; mas pronto la experiencia le demostró que, sin necesidad de encender las hogueras inquisitoriales, no echaría raíces en nuestro suelo el principio del libre examen, doctrina que no ha encontrado jamás verdadera resonancia en los pueblos meridionales. Los príncipes católicos solicitaron la alianza peninsular para combatir a los rebeldes sectarios, y aunque encontraron siempre decidido apoyo moral, no obtuvieron jamás auxilios materiales de la dinastía miguelina, fiel a su política de abstención en las contiendas europeas. ¿Acaso no ofrecía más provechoso campo a su actividad, y más conforme con las tradiciones nacionales, la guerra incesante contra el mahometismo? ¿No debía absorber toda su fuerza y virilidad la conversión y conquista de los vastos territorios del extremo Oriente, cuya vía marítima hallaron los portugueses, y del Mundo Occidental, descubierto por los españoles en medio de las soledades del Océano? La rivalidad entre Iberia e Inglaterra, siendo ambas potencias colonizadoras, no pudo menos de dar por fruto repetidas y encarnizadas luchas en el mar y en las colonias; pero, como la primera aventajaba en fuerzas navales a las demás naciones, merced a la superioridad de recursos vio siempre coronadas por el éxito sus campañas, haciendo vanos los esfuerzos de la soberbia Albión, que codiciaba el rico Imperio indostánico. El resultado fue que esta, reconociendo al fin su impotencia, limitárase a la colonización de la América del Norte. Celosa también Francia de nuestro engrandecimiento, invocando sus ilusorios derechos sobre el Rosellón y sobre Navarra, intentó, en distintas ocasiones, invadir aquellos territorios, sin que jamás consiguiese salvar la frontera; la cual se encontraba tan bien defendida por un sistema de fortificaciones constantemente perfeccionado según los adelantos del arte militar, que hacía invulnerable la sagrada tierra de la patria. Estos ataques infructuosos, unidos a los reveses que, tomando la ofensiva, hicieron sufrir nuestras armas a las de la nación vecina en las vertientes septentrionales del Pirineo, acabaron por convencer al Gobierno de París de cuánto le importaba la amistad de un Estado tan poderoso, el cual, por otra parte, ni se inmiscuía en asuntos ajenos, ni atizaba la tea de la discordia en Europa, ni reivindicaba para sí derechos en la Península itálica, donde Alemania, Francia y Venecia desangrábanse en perpetuas luchas. Mientras las demás naciones, confundiendo lastimosamente los derechos señoriales de los soberanos con la conveniencia de los pueblos, disputábanse la posesión de territorios, muchas veces sin valor intrínseco ni estratégico; mientras declinaba rápidamente a su ocaso la República comercial de Venecia, porque los descubrimientos marítimos habían producido una revolución en el tráfico, el Imperio ibérico proseguía con ardor la guerra contra la Media Luna, la colonización de sus vastas y dilatadas provincias ultramarinas, y, a la sombra de una paz interior jamás turbada, el fomento de sus intereses materiales. Si la emigración a las Indias arrebataba brazos a las artes, el Gobierno, siguiendo la senda trazada por los Reyes Católicos, estimulaba la naturalización de los extranjeros, y si la experiencia ponía de manifiesto errores económicos y abusos administrativos, con solícito celo acudía al pronto remedio el poder Real, ajeno a la cortesana molicie, sordo a las influencias personales, refractario al yugo de los validos, y atento solo a las necesidades de los pueblos, fielmente reflejadas en las representaciones de las Cortes. Esta institución debía necesariamente adquirir notable desarrollo y perfeccionamiento después de varios siglos de práctica no interrumpida ni falseada, y por lo tanto, no es de extrañar que los principios de la Revolución francesa, que perturbaron a Europa y a América, apenas encontrasen eco en Iberia, pues aquí se habían implantado, por medio de una serie de evoluciones lentas y progresivas, derechos y libertades que en otras partes solo pudieron ser conquistados por la violencia. Mas, si en la esfera de las ideas no ejerció aquel acontecimiento considerable influencia en la Península, túvola, y grande, en la política exterior de la corte de Toledo. En vano intentó esta perseverar en su constante propósito de vivir alejada de las contiendas europeas. Cuando vio amenazadas sus colonias por una propaganda cosmopolita que no había afectado a la Metrópoli, cuando persuadiose de las arterías de la vecina nación y de los manejos de los Estados de la América del Norte, que acababan de emanciparse de Inglaterra, para producir un levantamiento en el Sur contra la madre patria, entonces y solo entonces, echó su espada en la balanza de los destinos de Europa, y su entrada en la Santa Alianza bastó para aniquilar y destruir aquel genio de la guerra, que asombraba al mundo con sus proezas. Gracias a esta intervención material, la Monarquía ibérica ensanchó sus fronteras hasta el Garona; pero, en cambio, tuvo que resignarse a perder sus extensas provincias del continente americano, donde el fuego de la insurrección se había propagado de una manera formidable durante la guerra con Francia. La campaña fue encarnizada, aunque corta, pues pronto el Gobierno se convenció de la inutilidad de prolongar una lucha que comprometía sus futuros intereses en la América latina. Entonces, en vez de avivar los odios y rencores con insensatas intransigencias entre las colonias emancipadas y la antigua Metrópoli, propúsose con hábil política suavizar asperezas, vencer obstáculos o infundir a las nacientes repúblicas sentimientos de paz y de concordia. Animado de este espíritu de conciliación, apresurose a reconocer la independencia de aquellas, alentándolas en los primeros pasos de la vida política, uniéndolas a la Península con tratados de comercio y de alianza ofensiva y defensiva, juntándolas en una confederación sud-americana, y solo reservando para sí algunas islas en el Golfo Mexicano, a fin de que sirviesen de perpetuo vínculo de una misma raza entre el Nuevo y Viejo Mundo. Esta política, basada en el principio del amparo común y de la defensa recíproca, dio por resultado impedir que los Estados Unidos del Norte, cuando llegaron a verse fuertes y poderosos, lograran dilatar sus límites, como codiciaban, a costa de los ricos territorios de la Alta California y de Tejas; y así la rapacidad de la raza anglo-sajona estrellose ante la unión inquebrantable de la ibérica de ambos hemisferios. Al amparo maternal de Iberia, las nuevas repúblicas americanas crecieron y se desarrollaron sin discordias intestinas y sin las convulsiones inherentes a los Estados donde no se han arraigado las costumbres políticas; y en el espacio de breves lustros, merced a la riqueza de su suelo, a la inmigración estimulada por la paz, al perfeccionamiento del sistema económico y a los progresos de la civilización, llegaron al más alto grado de prosperidad y de grandeza en el orden moral y material. Así vemos hoy día cruzada la América del Sur por una vasta red de ferrocarriles; explotados los inagotables tesoros de las ricas, vastas y diferentes regiones que se extienden desde el río Sacramento y las Antillas hasta el Cabo de Hornos; surcados los mares por numerosas escuadras mercantiles que enarbolan la estrellada bandera de la gran Confederación meridional; respetada esta por todas las naciones, y viviendo a cubierto de las impertinentes reclamaciones y enojosas oficiosidades de Inglaterra, de Francia o de los Estados Unidos: establecidas industrias para el consumo interior, que han anulado la exportación de las manufacturas extranjeras; abierta la cordillera de los Andes, siguiendo el desfiladero de Bariloche, por medio de la vía férrea que une las florecientes repúblicas del Plata con su hermana la culta y civilizada Chile; y, finalmente, roto a la navegación interoceánica el istmo de Panamá, merced a la iniciativa ibero-americana, sin necesidad de ajeno concurso ni de protección extraña. ¿Deben maravillarnos tales prodigios, si la madre patria, acostumbrada al gobierno de sí misma, legó a la América latina el sentido práctico, la iniciativa individual, la libertad del trabajo, la emancipación del comercio y las costumbres políticas, producto de una serie no interrumpida de sabias y prudentes reformas, que habían convertido a la sociedad ibérica en la más perfecta de Europa, por sus adelantos desde el punto de vista moral y de sus progresos materiales? Mas, apartando los ojos de las naciones de allende el Atlántico, que son ser de nuestro ser y sangre de nuestra sangre, y rindiéndoles de pasada el tributo de nuestra eterna simpatía, volvámoslos a este pequeño mar Mediterráneo, cuna de la civilización, que, con el transcurso del tiempo y por la fuerza incontrastable de las cosas, nuestra patria, fiel a su tradicional política, estaba llamada a redimir de la barbarie del islamismo. Mientras adelantaba la conquista y colonización de la costa septentrional africana, la necesidad de la defensa exigió la ocupación de varias islas de Levante, que fueron a manera de fuertes destacados sobre el Imperio Otomano. Como base de operaciones sirvió en gran parte Sicilia, que ya pertenecía a la corona aragonesa antes de la unión de los reinos peninsulares. Las islas Jónicas, de Creta, de Rodas y otras del Archipiélago, y, por fin, la de Chipre, constituyeron el premio de las victorias navales de Iberia, cuyas escuadras acabaron por destruir el poder marítimo de la Sublime Puerta. Y cuando Turquía, carcomido tronco de árbol plantado en tierra estéril, dio manifiestos indicios de su total ruina; cuando se alzaron los oprimidos vasallos cristianos al grito de independencia, a nuestro auxilio debieron la libertad Grecia, Servia, Bulgaria y aquel noble pueblo rumano, que blasona con legítimo orgullo de su antigua alcurnia española. Si estas conquistas al Este del Mediterráneo eran de escaso valor mercantil, como puntos de escala, mientras el enemigo impedía el libre tráfico con el extremo Oriente por el mar Rojo, adquirieron una importancia de primer orden desde que se abrió esta vía al comercio, y sobre todo cuando el canal de Suez puso a la Península a veinte días de navegación directa de sus posesiones indostánicas. La constante protección dispensada por los gobiernos ibéricos a las empresas de general utilidad y conveniencia, produjo la canalización del Tajo, de que hablamos en el capítulo precedente; la del Guadalquivir hasta Córdoba, la del Ebro hasta Zaragoza, y la de muchos otros ríos, ya para la navegación, ya para el riego. Conforme venían reclamando las Cortes desde el siglo XVI, pidiendo «que se plantasen montes por todo el reino y se guardaran las ordenanzas de los que había», se fomentó en grande escala el arbolado; previsora medida que redundó en provecho de la agricultura, cada vez más próspera y floreciente, incluso en las extensas llanuras de la Mancha y de Castilla la Vieja, donde con el transcurso de los años, gracias a la influencia de aquel, mejoraron las condiciones productivas del suelo. Innumerables carreteras y caminos en perfecto estado de conservación facilitaron el tráfico por todas partes, y cuando se inventaron los ferrocarriles, Iberia fue una de las primeras naciones en adoptarlos, construyendo en el espacio de cinco lustros muchos miles de kilómetros, sin necesidad de ajeno auxilio; tal era la masa de capitales que encerraba en su seno, y tal el espíritu emprendedor de sus hijos. Abierto el canal de Suez, las transacciones de la Península con nuestro imperio del Indostán y el extremo Oriente convirtieron a Barcelona en el primer puerto del mundo, por el gran número de buques que lo visitaban, y en el centro industrial más importante, llegando su engrandecimiento al punto de componerse hoy la población de aquella célebre ciudad de dos millones y medio de habitantes. A la vez prosperaron Tarragona, Valencia, Alicante, Cartagena y los demás puertos del litoral mediterráneo, enriquecidos principalmente con el comercio de Levante, mientras que Cádiz, Sevilla, Lisboa, Oporto, Vigo y toda la costa cantábrica entretenían activísimo tráfico con los Estados de la América latina y con nuestras colonias del África occidental. En las altas esferas del poder domina un sentido político superior a todo encarecimiento, y no se presenta o propone reforma útil y de prácticos resultados, que no se lleve a cabo sin especiosos pretextos, ni negligente abandono, ni parlamentarios entorpecimientos, ni livianos y ridículos temores. La incompatibilidad de todo cargo público con el de diputado a Cortes ha venido rigiendo desde el siglo XVI, conforme con los deseos expresados por las mismas, a las cuales atendió siempre la Corona con solícito celo.[6] También procuró esta que las elecciones se verificasen con la mayor libertad, sin influir ni directa ni indirectamente en el nombramiento de representantes. [6] Las peticiones de las Cortes a que alude el autor son hechos históricos, aunque no los resultados de aquellas. Los procuradores de las Cortes de Castilla se expresaban así en 1573: «Otrosí, porque de venir por procuradores de Cortes algunos criados de V. M. y ministros de justicia y otras personas que llevan sus gajes, se sigue que les parezca que tienen poca libertad para proponer y votar lo que conviene al bien del Reino, y aun otro gran inconveniente, que es que siempre son tenidos entre los demás procuradores por sospechosos, y causan entre ellos desconformidad, a V. M. suplicamos mande que los susodichos no puedan ser ni sean elegidos para el dicho oficio.» Así es que las Cortes vivieron siempre rodeadas del prestigio que les daba su autoridad e independencia, porque el pueblo veía en ellas el fiel reflejo de las aspiraciones de la opinión pública y de las necesidades o intereses del país. Mas si tales progresos políticos y materiales se han realizado en nuestra patria en el transcurso de cuatro siglos, ¡cuán grandes infortunios no lloraríamos ahora si la muerte, arrebatando en flor a don Miguel I, último vástago varón de las dinastías nacionales, hubiese elevado al trono español a la casa de Austria, convirtiendo a la nación, señora de tantos pueblos, en feudo de una familia ajena a nuestras costumbres, de distinta raza, enemiga de las libertades populares, obligada a amparar derechos patrimoniales en Europa que ni directa ni indirectamente afectaban a la Península, encarnación del despotismo que inmolaba la razón de Estado a un derecho personal, blanco de los odios y rencores de príncipes poderosos, obligada a defender los disgregados territorios de su herencia, y en fin, sin abnegación ni alteza de miras bastantes para deponer el interés privado en aras del vital principio de la nacionalidad ibérica y del afianzamiento de su unidad política y geográfica! Acaso entonces no se hubiera podido completar definitivamente la fusión de los antiguos reinos, ni se hubiera constituido esta gran potencia europeo-africana, que la locomotora recorre hoy desde las verdes campiñas girondinas hasta las abrasadas regiones del Sahara, salvando el Estrecho de Gibraltar merced a un túnel submarino de veinte kilómetros de longitud. ¡Obra gigantesca reservada solo al genio ibérico, como perpetuo testimonio de su elevada y civilizadora misión en el continente africano! LA TAZA DE LECHE Asturias es una de las comarcas de la Península ibérica más dignas de ser visitadas. El viajero que recorra aquella privilegiada provincia, admirará por todas partes soberbios monumentos y venerandas ruinas, brillantes páginas de la gloriosa historia de la Reconquista; risueños valles circundados por elevadas y caprichosas montañas, en cuyas laderas la Naturaleza, pródiga y liberal, ha derramado sus variados y magníficos dones; bullidoras cascadas que se precipitan de las quiebras de las rocas, formando cristalinos arroyos y pausados ríos que culebrean por las verdes hondonadas; blancas y extendidas playas que en suave declive penetran en el mar, casi siempre agitado, flanqueadas por una costa, ya acantilada, ya compuesta de hacinados y cavernosos peñascos, contra los cuales se estrellan furiosas las olas; y, salpicados sobre tan hermoso panorama, ricos pueblos, risueñas aldeas, y pintorescos caseríos que habitan gente de cariñoso trato, alegre carácter y dulce lenguaje. Y mientras suspende los sentidos la contemplación de tantas bellezas, el aire puro del Océano, saturado de las emanaciones de una flora exuberante, renueva suave la escondida llama de la existencia, y un cielo rara vez despejado, con sus opacas nubes que se ciernen en el espacio, y sus flotantes nieblas que cortan el horizonte, convida blandamente a la concentración del espíritu y a ese apacible bienestar, a esa vaga transición que separa la vigilia del sueño; reflejo acaso de la eterna dicha que espera el alma, libre de sus carnales lazos. ¡Oh! ¡cuán triste la ausencia para el que ha nacido en aquella venturosa tierra, y desde extraño suelo aviva la memoria del bien perdido, recordando el añoso castaño que sombrea la rústica casita; el hórreo o la panera sobre toscos pilares de piedra sustentados; la fuente murmuradora que se desliza por el copioso prado; la enhiesta torre de la antigua iglesia, por donde trepa la hiedra, asomando por las grietas el verde helecho; la lejana y escueta cumbre del elevado monte; la frondosa colina cuajada de manzanos; los oscuros robles de aterciopeladas hojas, notables por su altura y corpulencia; el fúnebre ciprés y el poético sauce, que a veces turban la monotonía del bosque; los cercados maizales que generosamente ofrecen el pan del campesino; la casi siempre solitaria higuera, el humilde avellano y el altanero y pomposo nogal, cuyos gustosos y abundantes frutos son el regalo del rico y el alimento del pobre; la conseja, al amor de la lumbre, referida por un anciano, mientras chisporrotea el nudoso tronco de una encina; el familiar regocijo con que sangran allí el tonel repleto de sazonada sidra; las alegres y animadas ferias y romerías al son de los tambores, las gaitas y las panderetas; los cadenciosos bailes populares y el antiquísimo de la Danza prima, acompañado de canto melodioso; los sencillos goces de la infancia placentera, los tiernos afectos que a su calor nacieron, y en fin a la patria remota, que la imaginación reviste de sus más brillantes colores, y que no se aparta jamás del santuario del pensamiento! Tan dulces recuerdos contristaban el corazón de Casimiro. Era este un joven de débil complexión y de enérgico espíritu, hijo de honrados y pobres labradores de la Riera, en el concejo de Cangas de Onís, el cual, llevado del propósito de aliviar la mísera condición de sus ancianos padres, se acogió al remedio a que apelan todos los años millares de españoles deseosos de mejor fortuna, que es el pasarse a las repúblicas de la América latina o a la isla de Cuba. A esta última llegó nuestro asturiano cuando contaba apenas tres lustros, y a fuerza de trabajos sin cuento, de indomable perseverancia y de paciente resignación, al frisar con los veinticinco años viose dueño de 15.000 pesos, mezquino caudal a los ojos del rico y del ambicioso, y considerable para el pobre que ha pasado una existencia llena de privaciones, y cifra su ventura en vivir modestamente en el rincón de una provincia. Mas las fatigas con tan firme voluntad arrostradas, robando al sueño y al esparcimiento del ánimo sus naturales fueros, y, sobre todo, la idea fija de la patria lejana, minaron lentamente aquella naturaleza raquítica y gastada; y a la nostalgia, dolencia a que tanto propenden los emigrados de nuestras provincias del Norte, siguió la calentura que resiste a todos los febrífugos, la calentura terrible de la tisis, casi siempre mensajera de la muerte. No la creía cercana Casimiro, porque se despertó en él una confianza absoluta, una fe ciega en el remedio de sus males: la patria. Allí estaban la alegría, la salud, la vida. Volver a ella, abrazar a sus ancianos padres, cobijarse bajo el humilde techo de la casa solariega; recrear la vista en los seres y en los objetos inanimados, confidentes y testigos de su infancia; sentir el dulce calor del propio hogar; respirar el perfumado ambiente de los aires nativos; ir al cercano santuario de Covadonga, y allí sentarse a la mesa de piedra, al pie de la gigantesca Cueva, junto a la bullente cascada, y beber una taza de leche servida, como en sus años juveniles, por su adorada madre: tal era el ardiente anhelo del pobre enfermo. ¡Inmensa dicha, felicidad suprema para aquel desterrado, consumido por fiebre lenta e incesante! En vano el solícito ruego de la amistad y el porfiado consejo de la ciencia pretendieron librarle de los azares de larga navegación, mayormente por coincidir con la época del equinoccio: Casimiro tomó la vuelta de España, y al rayar el alba de uno de los primeros días del mes de octubre avistaba desde el vapor el promontorio a cuyos pies se asienta Gijón, el gran centro industrial, marítimo y mercantil de Asturias. ¿Cómo describir la emoción del viajero al saludar las costas de su patria después de tan larga ausencia? De pechos sobre la obra muerta, fija la mirada, llorosos los ojos, anhelante el aliento, suspenso el ánimo, contemplaba aquella bendita tierra que óptica ilusión iba acercando poco a poco hacia él, mientras el buque, a impulsos del comprimido vapor, avanzaba majestuosamente. No parecía sino que los abruptos y salientes cabos de Torres y de San Lorenzo, que flanquean la ancha y espaciosa concha, en cuyo centro se alza la península de Santa Catalina, eran dos gigantescos brazos que se extendían en medio de la inmensidad del Océano para dar la bienvenida al recién llegado, y que el Sol, al asomarse por los balcones orientales, rasgando las blancas brumas que invadían el horizonte, señalaba, allende los montes cubiertos de espléndida verdura que a la izquierda mano se mostraban, el venturoso y suspirado término del viaje. Mas ¡cuán lenta es la marcha del tiempo a medida que nos aproxima al bien que ansiamos! ¡Qué distancia no separa al fervoroso deseo de su próxima y segura satisfacción! Soporta resignado el navegante largas y mortales horas de mar, pero no puede resistir sin impaciencia la última. Rechinó por fin el cabrestante del ancla, la cual, desprendiéndose de proa, sumergiose con grande estrépito en el mar, estremeciendo la flotante mole con el rápido rodar de la pesada cadena. Casimiro lanzó un grito de inefable gozo. Allí, en el muelle, con los brazos extendidos hacia él, preñados los ojos de lágrimas, temblando de emoción, enajenados de alegría, le aguardaban sus ancianos padres. Quiso gritar pronunciando este dulce nombre, y no pudo; pretendió arrojarse a la escala, y una fuerza irresistible paralizó sus miembros; intentó respirar, y parecía que hasta el aire le negaba el vital aliento, y sin ser poderoso a otra cosa, cayó de golpe desmayado sobre la cubierta del buque. La noche que sobrevino a aquel día, con tanto afán esperado, sorprendió al mísero enfermo tendido en el lecho en una modesta casa de la villa. Sus padres, dominados por medrosa ansiedad, llenos de tierna solicitud, clavada la vista en aquel cuerpo exánime, aguardaban anhelantes y suspensos que volviera a la vida. De pronto, dando un profundo suspiro, abriendo los ojos como atónito y embelesado, y cogiendo con crispada mano la que su madre le tendía, comenzó a hablar de esta suerte: «—¡Madre!... ¡Me ahogo!... ¡Siento las ansias de la muerte... pero todavía puedo sanar!... ¡Partamos, partamos en seguida!... ¡Tú puedes devolverme la vida!... ¡Tú puedes renovar la llama de esta existencia que se extingue!... ¿Te acuerdas de Covadonga?... ¿Recuerdas las placenteras horas que pasaba en tu regazo a la sombra de aquella cueva altísima?... ¿Se han borrado de tu memoria los besos que te prodigaba cuando tú, al verme jugar al borde de la oscura poza, cuna del Deva, me llamabas sobresaltada y yo corría a arrojarme a tus brazos?... ¿Has olvidado aquel día en que mi padre compró cerca del santuario la vaca blanca, y tú quisiste que yo fuera el primero en gustar del sabroso licor de sus henchidas ubres?... ¡Ah! ¡Me parece que lo estoy viendo con los ojos del alma! Allí, en el fondo del anfiteatro que forman los montes al cerrar estrecha cañada, destácase la gigantesca cueva en las entrañas de elevado peñasco que le sirve de cúpula colosal, y suspendida en mitad de aquella, como el nido de la mística paloma, la capilla de la Virgen milagrosa. De la inmensa cavidad, en cuyas grietas crecen innumerables arbustos y hierbas que con su diversa verdura y varias formas contrastan con los tonos de las rocas ya peladas y escuetas, ya cubiertas de húmedo musgo, salta el agua pura y transparente, que, formando bullidoras cascadas y escalonados remansos, se precipita al hondo valle, llevando la vida, la fertilidad y la abundancia a la tierra, y la admiración y el asombro a los sentidos... Yo estaba allí sentado en duro banco, blando y mullido para el cansado peregrino que va a apagar la sed en el santo manantial que brota copioso; bañaba el Sol los agrestes contornos del sagrado recinto; el sordo y cavernoso ruido del agua despeñada juntábase con el pausado son de la campana de la iglesia, y a lo lejos y a intervalos oíase el lastimero balido de descarriada ovejuela; por la ladera del monte frontero trepaba una robusta aldeana con paso pausado, arqueados los brazos, la cabeza erguida, y sobre ella, sosteniendo en equilibrio la cónica ferrada; en un sotillo de la revuelta del río, el toro y el caballo partían fraternalmente, sin recelo alguno, la abundante hierba que liberal les ofrecía el suelo; conducía una rapaza por un verde sendero un hato de tiernos novillos, que triscaban alegres y juguetones; un anciano, encorvado bajo el peso de los años, vestido de groseras pieles, subía, apoyándose en tosco cayado, el áspero camino del vecino puerto; un romero, con el bordón en la mano y el sombrero y la esclavina cuajados de conchas, dirigíase con grave y mesurado andar a la venerada mansión que la piedad de los fieles ha consagrado a Nuestra Señora: todo era paz, todo ventura, todo apacible bienestar y dulce recogimiento. »Convaleciente de grave dolencia; fatigado de la penosa cuesta que, bordeando el riachuelo, conduce al santuario; débil y desmayado el cuerpo y atento el ánimo contemplando el magnífico panorama que se ofrecía a mi vista, acometiome profundo y deleitoso sueño, del que me sacó tu voz, tu dulce voz, madre querida, y el suave aliento de tus puros labios al depositar un ardoroso beso en mi mejilla helada. »—¡Pobre hijo mío! —exclamaste—. ¡Estás yerto! Espera un instante y devolveré el calor a tu cuerpo frío. — Y solícita y diligente, me trajiste la escudilla de leche de la vaca blanca. ¡Delicioso instante aquel! ¡Cómo apuré el tibio y espumoso licor por tus manos servido! ¡Cómo confortó mis fuerzas con su virtud reparadora y su calor suave! ¡Cómo sentí restaurar en mí el vital sostén, pujante y vigoroso!... Mas también ahora lo recobraré... ¡Partamos, partamos a Covadonga! Vea yo aquellos santos lugares, aspire las balsámicas auras de nuestro escondido valle, sacie mi sed en la rica leche de las vacas que se apacientan en sus fértiles y accidentadas praderas, y volverán la dicha y el placer a mi contristado espíritu, y la salud y la vida a mi cuerpo enfermo y desfallecido!» * * * Casimiro consiguió ver el estrecho y sonriente valle que sin cesar se representaba en su memoria, y la casita humilde donde abrió los ojos a la luz del día, y el encendido hogar, piadoso asilo en las largas horas de invierno, y el hórreo pintoresco suspendido en el aire como arca santa que guarda el fruto de la madre tierra, y las corrientes y cristalinas aguas del encauzado Deva, y las agrestes montañas, testigos mudos y poderosos auxiliares de la primera victoria de la restauración cristiana y de la independencia de un pueblo, y la célebre y sagrada Cueva, amparo de los débiles y oprimidos, refugio de la fe, asombro de la Historia y veneración del mundo. Extenuado por la terrible dolencia, sin vigor en los flacos miembros, ni brillo en los ojos desencajados, ni color en las mejillas enjutas y hundidas, trepó, con la ayuda de los temblorosos brazos de sus padres, la larga escalera de piedra, que, flanqueando aquella rocosa e imponente cavidad, conduce a la capilla, suspendida sobre el abismo. Detúvose un instante en el balcón que precede al pequeño templo, bajó la vista al fondo, y sintió el horror del vacío que seduce y atrae y turba los sentidos; admiró las maravillas debidas al ardiente o incansable celo de un prelado,[7] reparando las injusticias de los tiempos, la indolencia del poder y el olvido de los españoles; y puesto de hinojos ante el sagrado altar, elevó tierna plegaria al cielo, lleno de fervor, de unción y de místico recogimiento. [7] El Excmo. Sr. don Benito Sanz y Forés, obispo que fue de Oviedo, y actualmente cardenal y arzobispo de Sevilla, a quien se debe principalmente la restauración del santuario de Covadonga. En tanto, las cóncavas peñas repercutían el eco de la campana herida, y el sol coronaba la alta cumbre del frontero monte; y el hondo valle inundábase de luz radiante y de extendidas sombras; y retumbaban las cascadas del naciente río; y los operarios de la basílica que se está alzando en una eminencia cercana, entregábanse al trabajo hormigueando por las tortuosas veredas; y el viento, ligeramente alterado, estremecía las ramas y las hojas de una vegetación espléndida; por todas partes, en el cielo, en el aire, en la tierra, el movimiento y la vida, menos en el sin ventura Casimiro. —¡Dadme una taza de leche!... —exclamó, sintiéndose desvanecer—. ¡Aún es tiempo!... ¡Aún puedo recobrar la salud! Y le bajaron a la entrada de la Cueva, y sentado a la mesa de piedra, cogiendo con ambas manos la taza que su madre le presentaba, apurola con avidez y delicia, y exhaló un profundo suspiro, que fue el postrero. ¡Grata emoción que aceleró las contadas horas del apasionado amante de su patria, quien vivió bien ajeno de que en el placer de recobrarla hallaría la verdadera! EL PADRE CARMELO En el convento de Carmelitas Descalzos de Madrid, sobre cuyo solar se levanta ahora el teatro de Apolo, había a principios de este siglo un fraile de los de más campanillas que vieron los pasados tiempos. Era, según el vulgo, un pozo de ciencia; los padres graves le llamaban la lumbrera de la orden, y los legos y novicios, en sus arrebatos de fervor doméstico y de espíritu de corporación, solían darle el dictado de asombro de las gentes y pasmo del mundo. Y sin embargo, el padre Carmelo, que así se llamaba aquel prodigio enclaustrado, ni en la cátedra del Espíritu Santo, que no ocupó jamás, ni en la sala capitular, donde guardaba absoluto silencio, ni aun en el trato familiar, en el cual, con aparente modestia, parecía conformarse siempre con la opinión ajena, sin revelar la propia, tuvo ocasión de poner de manifiesto el claro entendimiento, la vasta erudición y la profunda sabiduría que le atribuían sus hermanos de religión y el concepto público. El padre Carmelo debía su fama y la dispensa que le relevaba de asistir al coro de madrugada, a la fecundidad de su pluma. Verdad es que nadie había leído sus escritos; pero las largas horas de reclusión en la celda, las resmas de papel de barba consumidas y los estantes llenos de voluminosos tomos, cuidadosamente numerados, que aumentaban de día en día, ofrecían vehementes indicios de la laboriosidad incansable de aquel siervo de Dios, que, humilde entre los humildes, hizo voto de no gozar en vida de las dulzuras de la gloria científica y literaria. El célebre e inédito escritor carmelita, era, pues, un pozo de ciencia, cerrado a cal y canto; una lumbrera que, como las linternas sordas, alumbraba solo por dentro; la representación viviente de la sabiduría oculta y subjetiva. Las gentes creían, sin embargo, en ella de la misma suerte que tienen fe ciega en otras muchas cosas que están fuera del orden natural o del verdadero sentimiento religioso, siempre respetable; es decir, por un acto de la voluntad o por costumbre fuertemente arraigada, de todo punto ajenos a la reflexión o al raciocinio. —¡Oh, el padre Carmelo! —exclamaban los frailes del convento de la calle de Alcalá, esquina a la del Barquillo—. ¡Oh, el padre Carmelo! —repetía el vulgo de Madrid. Y esta frase ganó las tapias de la capital de España, y propagándose por la Península e islas adyacentes, acabó por adquirir carta de naturaleza, no solo en nuestros dominios ultramarinos, sino también en cuantos países del Nuevo Mundo conservan el mermado tesoro de la lengua castellana. ¡Qué gloria para las letras patrias, y sobre todo para la excelsa Orden a que pertenecía su autor, cuando saliesen a luz las magistrales obras del gran Carmelo, émulo del celebérrimo Tostado! ¿Eclipsaríase la fama de este insigne obispo? ¿Substituiríase la frase vulgar de «ha escrito más que el Tostado» por la de «ha escrito más que Carmelo»? ¡Problema de la acción reformadora del tiempo! Por fin, después de larga vida consagrada, al parecer, a la meditación, al estudio y sobre todo a escribir, gastando resmas y más resmas de papel de barba, el padre Carmelo prolongó un día, más que de ordinario, las horas de siesta, porque no volvió a despertar. La noticia de su muerte produjo universal expectación; iban a conocerse las obras del nuevo Bossuet, del águila de la calle de Alcalá. Celebráronse con pompa extraordinaria los funerales, y después la comunidad se trasladó procesionalmente a la celda del difunto, para proceder al inventario de sus numerosos manuscritos. Rotas las cerraduras de los estantes, por no encontrarse la llave, se sacaron de aquellos hasta quinientos veintisiete tomos, numerados y puestos con el mayor orden, los cuales fueron conducidos en triunfo a la sala capitular, donde el padre prior anunció que iba a leer el primer volumen. La ansiedad pintada en todos los semblantes; fijos los ojos del venerable cónclave en las rugosas manos del superior del convento, quien temblaba de emoción y al peso de los años; su hábito blanco y castaño oscuro, iluminado por un polvoriento rayo de sol que descendía a través de ojival ventana, y en la pared frontera un lienzo al óleo representando a San Elías, que, con su actitud y la inmovilidad de sus pupilas parecía fascinar al monacal concurso: tal era el cuadro. El prior sacó de la manga un pañuelo de hierbas, limpiose el copioso sudor de la calva, se puso los anteojos, tosió, y señalando los tomos colocados sobre varias mesas, dijo: —Vamos a recoger la herencia, fruto de la labor infatigable, de los desvelos y vigilias, del claro entendimiento y de la profunda sabiduría de aquel eminente varón que fue nuestro hermano, y que goza ahora de la bienaventuranza eterna. —Amén —contestó la comunidad. —Como la lectura ha de durar algunos meses, procedamos con orden; leeremos un volumen cada día. He aquí el primero. Sentaos. Y todos se sentaron. Y el padre prior asió un monumental infolio, y doblando la primera hoja, leyó: «OBRAS COMPLETAS DEL PADRE CARMELO, DE LA ORDEN DEL CARMEN. — TOMO PRIMERO. — CAPÍTULO PRIMERO Y ÚNICO. — _De la extraña facilidad con que se engañan los hombres._» El resto del volumen y los otros quinientos veintiséis, estaban en blanco. Y los frailes, no pudiendo tener la risa, salieron a la desbandada de la sala capitular, exclamando: —¡Qué padre Carmelo! * * * Tal es el origen, alterada por un metaplasmo (síncopa), de la voz CAMELO. EL TRIUNFO DE LA IGUALDAD La insensata tiranía de las masas inconscientes, ciegas y fanáticas, amenazaba a Europa en el orden económico. Los hijos de la industria miraban con recelo la perfección de la máquina, destinada a substituir o a simplificar la fuerza humana. La oposición que en los talleres de la fabril Cataluña despertaba cada adelanto en los medios de producción trascendía a los ricos campos jerezanos, donde proferíanse amenazas de muerte contra el trabajador que emplease en las faenas agrícolas aquellos instrumentos manuales de uso más fácil y expedito. A la utilidad egoísta, acaso momentánea, intentábase sacrificar el porvenir de la industria; al temor irreflexivo de un exceso de producción, la baratura del género, y a las asociaciones opresoras, fraguadas tal vez en el misterio, merced a la intimidación, la libertad individual y el espíritu de iniciativa, inagotables fuentes de riqueza y de progreso. La propia voluntad y generosos impulsos del obrero supeditábanse al capricho de las colectividades veleidosas, y ante ellas enmudecía el sentimiento de justicia, y ante ellas, la razón, el sentido práctico, y hasta el personal interés, no se atrevían a levantar voces de protesta; que a tal obcecación conduce el espíritu de clase en las perturbadas inteligencias. A los delirios de los fundadores de las escuelas socialistas de este siglo sucedieron las extravagancias del vulgo ignorante; a las atrevidas concepciones de la imaginación creadora, el bajo instinto de la torpe envidia; a las brillantes teorías del visionario, hijas quizá de un sentimiento generoso, la pasión desenfrenada, ávida tan solo del botín; a la revolución social, basada en sistemas quiméricos, las concupiscencias de la plebe, el vértigo de lo desconocido, la fascinación de la anarquía, la atracción del caos. Entregado una noche a tales reflexiones, y meditando sobre las consecuencias que podría tener el reparto de la riqueza pública que acaricia la imaginación del vulgo, lentamente desvaneciéronse las ideas en mi cerebro, y tomando formas vagas, incoloras y difusas, no sé si de pronto o al cabo de un buen espacio —porque es imposible medir la misteriosa cadena que enlaza la vigilia con el sueño— me hallé en ese mundo lleno de claridades en medio de las tinieblas, de olvidados recuerdos que despiertan, de obstáculos que se allanan, de marchitas esperanzas que reverdecen, de acontecimientos que surgen sin lugar ni tiempo, de conceptos lógicamente enlazados o de pronto interrumpidos con extravagantes ideas; en ese estado, en fin, en que descansa la razón y vela la locura. Imaginé que me hallaba en una tribuna del Congreso. Las Cortes españolas acababan de votar la nivelación social. No más ricos, ni pobres, ni propiedad: todos los españoles de ambos hemisferios debíamos ser iguales ante la fortuna: la demencia del equilibrio de la suerte era señora del mundo. Mas ¿cómo hacer el reparto? He aquí el difícil, arduo y pavoroso problema que absorbía por entero la atención de los legisladores y del pueblo. Elocuentes discursos resonaban en el augusto recinto; frenéticos aplausos recompensaban los arranques oratorios de la gloriosa tribuna española, sin rival por la majestad y la grandeza; las pesadas máquinas tipográficas, a las cuales aligera el tenue vapor, giraban incesantes despidiendo la palabra escrita; el pueblo se apoderaba con ansia del delgado papel mensajero de la buena nueva; la plaza pública convertíase en palenque de controversia, y con aquella emulaban la cátedra, el palacio, el círculo y la humilde vivienda del jornalero; cantaba el poeta, en inspiradas estrofas, el triunfo de la igualdad; el estadista ponía en tortura su inteligencia, buscando una fórmula de todo punto niveladora; meditaban los sabios; la osada presunción daba a los vientos de la publicidad las más peregrinas soluciones; conmovíase el país desde sus cimientos; la nación en masa deliberaba; pero la resolución del problema, el procedimiento verdaderamente igualador seguía en pie. Los altos poderes, en los cuales reside la facultad de hacer las leyes, acordaron que el Estado se incautase de todo, obra hacedera en quien disponía de la fuerza; pero el Estado, a su vez, debía repartir la masa común entre los españoles, en proporciones completamente iguales; empresa ante la cual mostrábanse perplejas las Cortes, indeciso el Gobierno, impaciente la plebe y suspensos los ánimos de todos. Proponían unos que la riqueza se repartiese a prorrata; pero ¿cómo se dividía una ciudad, por ejemplo, aunque no fuese más que entre sus habitantes, dadas las diferentes condiciones de los edificios, ni aun una casa entre sus inquilinos, variando el valor de cada piso, ni una comarca, en vista de la discrepancia de los terrenos, ni siquiera una propiedad rural, cuando las divisiones no podían ser homogéneas? Pedían otros, entre los cuales predominaba el elemento ministerial, que el Estado repartiese los bienes según las obras de cada uno; pero ¿qué orden, qué equidad ni qué justicia presidirían a la distribución en un país donde la mayor parte de los destinos públicos, los ascensos y las mercedes venían siendo, más que recompensa del mérito, de la virtud o de los servicios, producto de la cábala política, del ciego favor o del nepotismo erigido en sistema? Semejante medio pugnaba con el principio nivelador votado por las Cortes, pues constituiría, al cabo, el más irritante de los privilegios: el privilegio del valimiento. ¿Y qué diré de los que querían apelar a la insaculación para el reparto, creando la aristocracia del azar? Un partido numeroso inclinábase al comunismo _icario_ de Cabet, confiando al Estado las funciones de curador de todos los españoles; pero ¿qué fuera de estos a merced de la omnipotencia administrativa con todo el lujo de expedientes inacabables, de resoluciones contradictorias y de leyes y reglamentos arbitrariamente interpretados? ¿Qué de la libertad individual en perpetua tutela de una burocracia opresora e indolente? Los _sansimonianos_, que también los había, proclamaban la excelencia de sus doctrinas; mas ¿qué igualdad era de esperar en un sistema eminentemente jerárquico? Los _falansterianos_ pretendían, en vano, levantar cabeza. El pueblo mostrábase refractario a la vida monacal laica. Triunfante la negación, que constituía la base del socialismo, ni los legisladores, ni la prensa, ni el instinto del pueblo presentaban una afirmación práctica que obtuviese la aquiescencia del mayor número. Agolpábase la multitud en la plaza de las Cortes, y pedía a voces que estas diesen inmediata solución al asunto entonces objeto de caluroso debate, y la fórmula igualadora, con tanto afán buscada, no adelantaba un paso. Crecía la inquieta muchedumbre allí reunida; cual río desbordado, las oleadas de gente invadían el peristilo; desgajábanse los árboles al peso de la curiosa juventud; el popular tumulto ensordecía el aire, y todo era confusión, bullicio, despecho y desenfreno en la plaza, y sobresalto, duda, miedo e incertidumbre, dentro del augusto recinto de la Cámara. De pronto rechinaron los goznes de la puerta principal, que permanece generalmente cerrada, abriéronse de par en par las macizas hojas, y apareció bajo el dintel un anciano decrépito, de grave aspecto y reposado continente. Era un diputado, objeto de universal consideración, aunque no siempre oído por el Congreso. A su presencia apaciguáronse algún tanto los ánimos; retrocedieron las invasoras turbas, dejando libres las gradas del Palacio; poco a poco se fue apagando el clamoreo, y por fin, al levantar el viejo la mano en actitud de que iba a hablar, hízose la calma en medio de la apiñada muchedumbre. Reinaba profundo silencio, interrumpido tan solo por el aire al azotar la gloriosa bandera enhiesta en lo más alto del monumental edificio, cuando el venerable anciano, adelantándose hasta el borde de la meseta, soltó la voz a semejantes razones: «Ciudadanos: Las Cortes, doblegándose a vuestra voluntad, votaron la nivelación de los bienes de fortuna; pero las Cortes, en su elevada sabiduría, no encuentran ¿a qué negarlo? el medio práctico, ordenado y pacífico de dar cumplimiento a su acuerdo. »La propiedad, como la naturaleza, es varia y múltiple en sus diferentes manifestaciones, y distribuirla por igual entre todos los españoles, pretensión que no cabe más que en la desordenada fantasía de los dementes, en la cándida ignorancia de los ilusos, o en la torcida intención de los malvados. »Mas aunque fuese obra fácil y hacedera esa distribución de bienes, ¿olvidáis acaso que, apenas conseguida, produciría forzosamente una reacción, dando al traste con la igualdad, el trabajo sobreponiéndose a la pereza, la inteligencia a la ignorancia, la economía al despilfarro, y el espíritu esforzado e iniciador al instinto pusilánime y rutinario? »No os queda, pues, más recurso que apelar al Estado, para que este distribuya equitativamente el producto del capital y del trabajo entre todos los españoles. »Pues bien: quiero admitir en ellos una perfección ajena a la naturaleza humana. Supongamos que seguirán trabajando en provecho de la comunidad con el mismo ardor y constancia con que se sacrifican por el propio interés, por el de sus familias y por el porvenir de sus hijos; supongamos una organización administrativa superior a todo encarecimiento en el Estado, y supongamos, en fin, que este recaude íntegramente cuantos beneficios obtengan los españoles de ambos hemisferios en concepto de rentas, sueldos, jornales, honorarios, etc., y que después distribuya el total por partes iguales: ¿sabéis cuánto corresponde a cada individuo? »Voy a demostrároslo con la elocuente lógica de las cifras. »No hay en España datos oficiales bastantes para poder apreciar con exactitud los beneficios del capital y del trabajo; pero tomando por punto de partida el presupuesto, no será aventurado suponer que ascienden aquellos a una cantidad diez veces mayor que la recaudación obtenida por el Estado. »Los presupuestos de la Península y Ultramar se elevan a las siguientes cifras: Pesetas Península. 802.876.886 Cuba. 179.301.248 Filipinas. 81.079.367 Puerto Rico. 19.323.072 Fernando Poo. 373.420 TOTAL. 1.082.453.993 »Si esta es la décima parte de las utilidades de todos los españoles, resulta que aquellas ascienden a la cifra anual de 10.824.589.930 pesetas. »Y tened en cuenta que si de algo peco en este cálculo, es de exageración; pues en Francia, con un presupuesto de 3.561.978.092 francos, los beneficios por todos conceptos obtenidos por los habitantes de aquella República se evalúan solo en unos 20.000 millones. »Admitamos, sin embargo, la cifra de 10.824.539.980 pesetas. Esto es en último caso (y suponiendo que todos sigan trabajando como hasta ahora) lo que puede repartirse anualmente entre los españoles.» La muchedumbre, que durante el discurso del orador había dado varias veces muestras de impaciencia, al oír la enorme cifra de diez mil ochocientos y pico de millones anuales a repartir, prorrumpió en frenéticos aplausos. «¡Ya tenemos la solución! —decían las gentes—; ¡ya está resuelto el problema! ¡Que se incaute el Estado de cuanto perciban los españoles por el capital y por el trabajo en todas sus manifestaciones, y que lo distribuya por igual entre los ciudadanos! ¡Esta sí que es la verdadera nivelación!» Los aplausos atronaban el aire; los espectadores abrazábanse unos a otros; los periódicos preparaban suplementos; la oficiosidad novelera corría desaforada, anunciando por doquier la forma niveladora; el telégrafo no se daba punto de reposo, transmitiendo a las provincias y a los remotos dominios españoles la buena nueva; todo era algazara y regocijo, y fiestas, y entusiasmo indescriptible. El anciano, entretanto, indiferente al general alborozo, de pie en el peristilo del Congreso, cruzados los brazos, miraba con irónica sonrisa al agitado auditorio que invadía la plaza y sus avenidas. Al cabo de buen espacio de tiempo restableciose la calma y el orador prosiguió su discurso. «Vamos a ver, dijo, el número de españoles que existen, según los últimos datos estadísticos oficiales, y la cantidad que a cada uno corresponde. »Debo advertir que incluyo a todos, pues ante la igualdad, lo mismo debemos considerar al prócer que al humilde indio que en las apartadas regiones del extremo Oriente contribuye con su sangre y con el sudor de su frente a la defensa y a la prosperidad de la patria común. »La población de España y de sus dominios de Ultramar es la siguiente: Habitantes Península, islas adyacentes y posesiones de la costa septentrional de África. 16.625.860 Filipinas. 5.561.232 Cuba. 1.449.182 Puerto Rico. 754.313 Posesiones del Golfo de Guinea. 35.000 TOTAL HABITANTES. 24.425.587 »Hay que dividir, pues, las 10.824.539.993 pesetas que obtienen de beneficio los habitantes de España y de sus Indias, por 24.425.587 a que ascienden estos, lo cual nos da un cociente de 443 pesetas 163 milésimas. »Esto es lo que correspondería a cada español al año si no tuviésemos deudas sagradas, contraídas con extranjeros, las cuales nuestra honradez y nuestra hidalguía nos obligan a satisfacer. »Dichas deudas representan los siguientes intereses anuales: Pesetas Intereses de la renta al 3 por 100, reconocida al Gobierno de Dinamarca. 97.500 Idem de la deuda perpetua al 4 por 100 exterior. 78.846.040 Idem del 2 por 100 exterior. 6.529.135 Anualidad del empréstito Rothschild. 3.750.000 Idem del anticipo Fould. 2.575.000 3 por 100 exterior no convertido. 900.000 TOTAL. 92.697.675 »Si dividimos estas 92.697.675 pesetas por los 24.425.587 habitantes de España y de sus provincias ultramarinas, resulta que cada uno debería contribuir para el pago de las deudas exteriores con 4 pesetas 122 milésimas. »Deduciendo esta cantidad de las 443 pesetas y 163 milésimas, quedan 439 pesetas y 40 milésimas. »Tal es la asignación anual, dentro del criterio más optimista, a que tendríais derecho, en la suposición quimérica de que no variasen las condiciones del trabajo desde el momento en que el producto de este fuese propiedad del Estado. »A lo sumo, pues, corresponderían a cada español 439 pesetas y 40 milésimas al año, o sea UNA PESETA Y VEINTE CÉNTIMOS próximamente al día. »¡Tal es la verdad! ¿Os conformáis con este jornal?...» —¡Jamás! ¡Jamás! ¡Abajo la verdad! ¡Fuera! ¡Fuera! —gritó la muchedumbre indignada, arrojándose sobre el indefenso y venerable anciano... * * * Y desperté cuando la Verdad, investida con el carácter de legislador, era atacada por las ciegas pasiones de la plebe; y al encontrarme otra vez en el mundo real, seguía el atropello. EL HOMBRE ÚNICO En una isla de la Polinesia, que por su pequeñez ni siquiera consta en los mapas, reinaba, sin oposición ni émulos platónicos, un jefe de tribu, que, en las alocuciones y mensajes dirigidos a sus fieles súbditos, dábase a sí propio el dictado de Emperador del mundo. Un navegante europeo que por acaso abordó aquellas playas, trató de disuadir a Su Majestad Universal de sus errores geográficos; mas este se limitó a contestarle: «No existe ni puede existir otro mundo fuera de mi isla, porque sé de muy buena tinta que el Sol, mi ilustre antecesor, fundó aquí su única casa solariega, y no tiene más descendientes que yo y mis vasallos: por lo tanto, los que venís en el buque debéis ser espectros en figura humana.» La persona que te voy a presentar, lector benévolo, sin los conocimientos genealógicos de aquel monarca de antiquísima alcurnia, ni pretender compartir con él tan claro linaje, fue más allá en su opinión sobre sus semejantes. Poseído de extraña aberración mental, que no reveló jamás, porque fue loco vergonzante, antojósele que en el mundo no existía más personalidad corpórea que la suya, y que los hombres y los demás seres animados eran vanos fantasmas hechos para su servicio, mortificación o entretenimiento. Algunas veces extremaba su extravagante hipótesis, juzgando quiméricos cuantos objetos herían sus sentidos, de lo cual deducía que él monopolizaba el mundo de las ilusiones. A decir verdad, no tuvo sobre este punto opinión constante, fija y concreta, pero sí sobre lo primero, que llegó a ser para él verdad inconcusa. No conoció a sus padres, porque los había perdido siendo muy niño; circunstancia que le libró de la dura necesidad de no creer en ellos y de sacrificarlos al principio fundamental de sus convicciones. Era español, y llamábase Tomás Solitario. Como el mundo había sido hecho para su uso exclusivo, propendía naturalmente a la vanidad, al orgullo y a la soberbia; llegando a tanto su locura, que se creyó inmortal, sospechando que sus ilusorios prójimos simulaban la muerte solo para engañarle sobre la caducidad de la vida. Sin miedo ni temor alguno a seres que se disipaban apenas volvía las espaldas o cerraba los ojos, nada era capaz de oponerse a los arrebatados ímpetus de su valor temerario. Cauteloso y taimado como quien temía siempre ser víctima del dolo de fantasmas astutos creados para molestarle, revelaba un carácter prudente, mesurado y taciturno; hablaba poco, se reía menos, aquilataba las palabras y medía su significación, y aun así, muchas noches antes de dormirse se arrepentía de algunas indiscreciones; tal es la funesta propensión humana a la locuacidad, que aun los más precavidos, el tipo más acabado de la prudencia, han de confesarse con la almohada y expiar la culpa a costa del sueño. Muy pronto dio claros indicios de sus felices disposiciones para el mando; pues en los juegos infantiles representaba siempre el principio de autoridad entre sus tiernos compañeros, ora a guisa de cochero, ora con la investidura de capitán, si no de general. Consideraba como la peor de las malas sombras hechas para su tormento a un tío suyo, y tutor a la vez, el cual, harto de semejante sobrino, no tuvo punto de reposo hasta que lo vio en el colegio de cadetes de Toledo. Los antiguos pusieron a duras pruebas la paciencia del _apóstol_, como llamaban allí a los nuevos; pero Tomás Solitario opuso tal resistencia a las novatadas, que a los pocos días de su ingreso en el colegio era considerado como el prototipo del valor y del arrojo. Verdad es que esta fama la obtuvo a costa de sus costillas; pero como era hombre de suyo sufrido y resignado, hubiera preferido perder la inmortalidad a expresar una queja. Con todo, alguna vez flaqueó su ánimo, abrumado por el dolor, y acaso entonces le asaltaba la duda de si los golpes que había recibido su humanidad unipersonal procedían de espíritus deletéreos o de hombres como él, de carne y hueso; aunque nada he hallado que confirme esta suposición mía, fundada en la poderosa virtud del palo, ese don del Cielo, como le llamaban los antiguos, para poner en razón a los cuerdos y amansar a los locos rematados. La declaración de la guerra de Marruecos en 1859 coincidió con la promoción a subteniente de nuestro personaje, por lo cual deducirá el lector que se trata de un contemporáneo. Incorporado a un batallón de cazadores, dirigiose a Málaga, donde vio por vez primera el mar. Al contemplar aquella inmensa y líquida llanura, llevado de su rara demencia, decía para sí: «¿Es esto verdad, o mis mentidos semejantes me presentan una decoración de teatro para hacerme creer que los mapas no discrepan un punto de lo que me enseñaron en el colegio?» Embarcose en aquel puerto, y con los brazos sobre la obra muerta del buque, y los ojos fijos en las ondulantes aguas, pasó la noche reflexionando acerca de las causas que producen aquel movimiento; y perturbado tal vez por el mareo, antojósele que entre las fosforescentes olas veía vagar las sombras de los que consideraba como enemigos suyos, que se entretenían en mover el mar con objeto de mortificarle y para que la ilusión del viaje fuese completa. «¡Pronto —decía para su poncho— harán salir al Sol con la regularidad de todos los días, y me presentarán una tierra, a la cual debo llamar Continente africano, y en ella comparsas de fantasmas con el nombre de moros, con los cuales debo batirme! ¡Necios, si creéis que vais a amedrentarme! ¡Conozco vuestro juego, hombres en apariencia, espíritus burlones, vanas sombras, que me juzgáis condenado a perpetuo engaño! ¿Quién es más fuerte aquí? ¿Los que me consideran víctima de sus maquinaciones, o yo, que las adiviné desde que tuve uso de razón?» Desembarcó en Ceuta, y a los pocos días tomó parte en las primeras acciones de guerra de aquella gloriosísima campaña, distinguiéndose de tal suerte, que obtuvo cruces, grados y ascensos, y renombre de bizarro, siendo proverbial su valor en todo el ejército. ¿Era acaso de extrañar tanto denuedo en quien no creía en la muerte y juzgaba en su extravagante desvarío cadáveres o heridos simulados a cuantos caían en la pelea? Tanto pudo su locura, que una noche, estando de servicio en las avanzadas, echose junto a un montón de cadáveres insepultos, y fingiéndose dormido, miraba con el rabillo del ojo a aquellos fantásticos muertos para ver si, creyéndole desprevenido, variaban de postura; mas como no daban la menor señal de vida, exclamaba para sí: «¡Qué taimados! ¡Capaces son de no moverse hasta la consumación de los siglos, y hacer que se pudren y se convierten en polvo si saben que he de volver a pasar por este sitio! ¡Qué admirable tenacidad! ¿Qué poder sobrenatural rige y gobierna esa aparente humanidad, esa ilusión que me persigue por todas partes, ese espejismo maravilloso que miente sin cesar en medio del árido desierto de mi vida?» Donde tuvo empero uno de los mayores raptos de enajenación mental fue en el campamento del Hambre. Una cena opípara que siguió a tres días de privaciones y de insomnio, perturbó de tal manera su cerebro que, saliendo de la tienda a tomar el aire, veía todos los objetos dobles, y meditando sobre el caso se decía: «¡Yo siempre he creído en un mundo ilusorio, pero no en dos! Ahora me parece que coexisten. ¡Si tendrá el mundo el don de la ubicuidad!» Con tan raros pensamientos echose a dormir, y a la mañana siguiente, reflexionando sobre lo que le aconteció por la noche, discurría de esta manera disparatada: «La embriaguez me hizo ver los objetos dobles; ordinariamente los veo sencillos; luego en estado normal soy víctima de una alucinación a medias.» En fin, sus heroicos hechos, y jamás el bajo valimiento, eleváronle a los primeros puestos de la milicia. Terminada la guerra, era ya comandante, y las contiendas civiles que sobrevinieron algunos años después a nuestra patria sin ventura, fueron grande parte para que tuviese ocasión de completar su merecido encumbramiento. Cuando yo le conocí en el _Casino de Madrid_, ceñía la faja de general. Hasta entonces no comenzó a figurar en la política. Antojósele ser diputado, y no faltaron electores fantásticos que le votasen. Como hablaba poco y su continente era grave, todo el mundo le tenía por político ducho y de talla, y cierto periódico habló de él como de un hombre providencial, llamándole «rayo de luz en medio de las tinieblas que envolvían los destinos de la nación», y «áncora salvadora con que íbamos a dar fondo en el seguro puerto de la felicidad de la patria». Estas figuras retóricas produjeron su efecto, porque el Ministerio que había logrado antes aquel puerto entendió que hombre tan extraordinario era muy a propósito para dar lustre al nombre español en extranjeras tierras; y así, antes de que se formase el partido de los _solitarios_, proyecto que estaba ya en gestación, propuso a nuestro héroe un cargo diplomático en una de las principales cortes de Europa. El cual fue aceptado sin modestas resistencias. ¿Quién era superior a él? ¡Los grandes hombres de Estado, los reyes, los emperadores, se le representaban a sus ojos como espíritus aventajados, como eminentes artistas, como primeros actores del teatro en que se consideraba único espectador! Desempeñó su embajada, y fue tenido por el primer diplomático de su tiempo. Había resuelto el gran problema: no decir más que lo que quería. Nadie pudo competir con él en arte tan de suyo difícil. En la corte donde estaba acreditado, conoció a una gentil doncella, la más hermosa entre las beldades de aquel reino. Sin amarla quiso casarse con ella: aspiraba a la envidia universal, si aquellos duendes podían envidiarle. Consiguió su objeto; pero no contaba con el huésped en forma de suegra, el más horroroso de los fantasmas, el _spirito folletto_, la pesadilla de la humanidad-yerno. Y huyendo de aquel azote, renunció el destino y vínose a Madrid. Y el Ministerio tembló, y los periodistas no dieron paz a la pluma. Pero aquel hombre era muy otro. No quería nada. El tedio, esa crónica dolencia de los hombres extraordinarios, minaba su alma. La idea de la inmortalidad le infundía espanto. Deseaba tener sucesión, y la esterilidad de su espiritual consorte causábale profunda pesadumbre. «¡Es claro —decía para sí—, los seres producen otros seres a ellos semejantes! ¿Qué ha de nacer de un hombre y de un espectro? Sería un producto híbrido no previsto por la naturaleza, si existe algo que merezca este nombre.» Una noche, al volver más temprano que de costumbre a casa, sorprendió a su esposa de tertulia con un apuesto joven. Aquella se turbó al pronto; pero repuesta del sobresalto, con la sonrisa en los labios, exclamó: —¡Tomás, te presento a mi primo Rafael! Y Solitario no dudó de aquel vínculo de familia. Mas como para esto le era forzoso admitir la posibilidad de parentesco entre los espíritus, inventó, en consonancia con su disparatada hipótesis, una teoría sobre la afinidad de determinados fluidos psíquicos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Vivió hasta el fin de sus días sospechando de todo, menos de la virtud de su mujer. ¡Estaba predestinado a tener fe ciega en lo que nadie creía! * * * ¡Cuántos como Tomás Solitario son externos de los manicomios porque sienten el rubor de sus íntimos desvaríos! ¡Si saliese a luz toda la demencia latente en los cerebros humanos, tal vez sería imposible encontrar loqueros!... LO PRESENTE JUZGADO POR LO PORVENIR EN EL SIGLO XX El vapor con sus múltiples aplicaciones constituyó la principal gloria del siglo XIX. La aplicación de la electricidad como fuerza motriz es, sin duda alguna, la verdadera causa del progreso que, en el orden material, hemos alcanzado en el siglo XX. A los ferrocarriles, obras costosísimas y largas, particularmente en los terrenos quebrados, han sucedido las vías férreas aéreas, sostenidas por esbeltas columnas, sobre las cuales, salvando agrias pendientes que hacen innecesarios los túneles y las curvas, deslízanse coches colgantes arrastrados por aparatos eléctricos, con velocidad vertiginosa. Los buques de vapor, que requerían grandes depósitos de carbón y máquinas pesadísimas, han cedido el puesto a las ligeras naves que hoy surcan todos los mares, impulsadas por la electricidad acumulada, merced a un sencillo artificio que ocupa poco espacio y desarrolla considerable fuerza. Utilizada esta por todas las industrias y la agricultura, perfeccionados los procedimientos de la fabricación, reducidos en extremo los precios de transporte, los productos manufacturados y naturales han disminuido de tal suerte de su valor, que muchos de ellos calificados de lujo en el siglo precedente, se han puesto en el nuestro al alcance de las más modestas fortunas, demostrando así que artículos o mejoras que en una época se juzgan como exceso y demasía en el regalo, los convierte después la baratura en objeto de general consumo. Nuestros abuelos habían creído realizar un gran progreso con los ferrocarriles. Lo eran en efecto, si se comparan aquellos medios de locomoción con las diligencias, que a su vez habían sido un notable adelanto comparadas con las galeras aceleradas; pero ¿qué dirían los hombres del siglo XIX si resucitasen ahora, a mediados del XX, y viesen en la práctica las varias y múltiples invenciones basadas en el motor eléctrico? En aquella época se empleaban, por ejemplo, treinta y tres horas mortales en recorrer la distancia que separa a Madrid de París, y para hacer el viaje era preciso sujetarse al reglamentarismo de las Compañías, a la tiranía de sus itinerarios y a todas las incomodidades que trae consigo vivir o viajar en colectividad, siquiera sea por breve espacio de tiempo, cuando hoy se toma un vagón _a la hora_, como antiguamente se tomaban los coches de plaza, y de sol a sol se puede hacer una excursión de ida y vuelta entre las capitales de España y Francia. El principal defecto de que, en nuestro entender, adolecía el siglo anterior, era que se sacrificaba el individuo a la colectividad. El ómnibus, el tranvía, el tren, el buque de pasajeros, la mesa redonda, el taller, la fábrica, constituían una verdadera esclavitud para el individuo, que debía humillarse ante la inflexible autoridad del silbato o de la campana. Nuestra época, con sus grandes progresos materiales, ha contribuido a fundar la verdadera libertad, la que hace al hombre señor de sí mismo y le emancipa en cuanto cabe dentro del orden social, en que forzosamente hemos de vivir, del despotismo de la asociación. Hasta la cuestión de las clases obreras, pavoroso problema que embargaba el ánimo de nuestros abuelos, se ha resuelto con el fraccionamiento y baratura de la fuerza y la subdivisión del trabajo hasta sus últimos límites, con lo cual las casas de los operarios se han convertido en verdaderas fábricas, anulando así los grandes establecimientos industriales. Como nada contribuye tanto a los adelantos morales de un pueblo como el progreso material, no deben sorprendernos los que en el espacio de cincuenta años se han realizado en nuestra España. La situación de esta, considerada desde el punto de vista político, era, a los ojos de la severa crítica, harto lamentable en el último tercio del siglo XIX. Si se ponía término a las contiendas civiles que fácilmente encendían el carácter belicoso y aventurero de las masas, la ardiente sed del ideal en unos, la esperanza de medro personal en otros, seducidos por perniciosos ejemplos, y siempre el espíritu de rebelión encarnado en un pueblo víctima de los caprichos del poder, de la lentitud de la justicia, de la inercia de la administración y de las durísimas cargas del Estado; imperaba la guerra mansa de las parcialidades políticas, que se disputaban con ensañamiento el manejo de la cosa pública, sin reparar en promesas para alcanzarlo. Y mientras los gobiernos, obligados por el instinto de la propia conservación y por el interés de bandería, gastaban su actividad y su fuerza en esas luchas intestinas, otras potencias de Europa marchaban resueltamente en pos de sus ideales, desenvolviendo una política internacional con la diplomacia y con las armas, que debía tener por coronamiento la constitución de grandes nacionalidades fundadas en la unidad geográfica y en la necesidad estratégica. Los nobles propósitos con que algunos estadistas ilustres pretendían sacar a España de su postración, degeneraban en cruel escepticismo: si tenían fuerza para restablecer el orden material, retrocedían pusilánimes ante la empresa de volver, sin lastimosas hipocresías, por los fueros del sentido moral y del sentido jurídico. Los adversarios del sistema que constituía la base de la organización del Estado, achacaban a aquel los defectos que acaso no tenían más origen que las flaquezas de los gobernantes. Estos a su vez, alardeando siempre de profundo respeto a la legalidad, apelaban con frecuencia a medidas arbitrarias; y si alguno sentíase acometido de remordimientos, quizá tranquilizaba fácilmente su conciencia política considerando lícito extralimitarse en la aplicación de las leyes y aun falsearlas, suponiendo a los administrados sin virtudes cívicas y de suyo propensos a eludir y a no respetar aquellas. Los que aceptaban un mismo principio fundamental y disentían en los de orden secundario, reñían incesantes batallas, más enconadas cuanto más afines eran los contendientes, creyendo con dudosa buena fe que defendían ideas, cuando en el fondo no disputaban más que personas. En esta época en que se ha realizado un gran progreso en las costumbres políticas y en la administración pública, no puede menos de maravillarnos la perversión y falta completa de todo sentimiento de justicia que presidían a la provisión de los destinos públicos y a las relaciones entre el Estado y el ciudadano. El valimiento, el favor y la recomendación eran la fuerza suprema que daba movimiento e impulso a aquel mecanismo oficial. Aun los espíritus más rectos y justicieros no podían sustraerse al medio ambiente en que vivían, y acaso sin darse cuenta de ello muchas veces se hacían cómplices de la iniquidad cediendo a un falso deber de agradecimiento, a una exigencia de la amistad o a una atención de la galantería. El caciquismo que imperaba en los pueblos enseñoreándose de los Ayuntamientos y de las Diputaciones provinciales, a su calor nacidos, sometía a la dura ley del vencedor al adversario político o personal, con el encarnizamiento y el encono propios de las luchas locales; y el representante del poder central en las provincias, que no podía prescindir de estas fuerzas para el triunfo de los candidatos que recomendaba el Gobierno, transigía fácilmente con ellas, y las más veces era en vano reclamar justicia de quien carecía de autoridad moral para aplicarla. Los ciudadanos acabaron por perder la fe en la justicia administrativa, creyendo solo en la eficacia de las influencias, habiéndose impuesto de tal suerte la costumbre de las recomendaciones, aun con los más frívolos pretextos, que hubiera parecido notable falta de cortesía en un hombre urbano no prestarles por lo menos hipócrita atención y aparente acogida. Y ese afán de apelar al favor lo invadía todo: sus importunidades ni siquiera respetaban la santidad de los tribunales, a los que se reclamaba justicia con la imposición de influencias políticas o sociales, como si aquella pudiera torcerse y quebrantarse, lo cual en el fondo argüía una grave ofensa a la rectitud de los magistrados. Debe, sin embargo, negarse, y dicho sea en honor de la verdad, que los hombres públicos se convirtiesen en dóciles instrumentos de injustas pretensiones, cediendo al torpe móvil de la codicia: sus debilidades nacían del interés político, del espíritu de parcialidad, de una deuda de gratitud, del amor de familia o de la benevolencia del afecto. Los caracteres más refractarios a la venalidad del favor, prestaban fácil oído al soborno del sentimiento. Y mientras el arte de la política se basaba en las complacencias personales, la administración arrastraba vida lánguida y perezosa, siendo la inestabilidad burocrática el más funesto de sus males. Acrecentábanse de día en día los gastos del Estado, porque no había ministro con fuerza ni voluntad bastantes para reorganizar de una manera radical los servicios, ante el temor de enajenarse el apoyo de los régulos del Parlamento, de herir intereses de localidad, de lastimar el espíritu de clase, mayormente si se trataba de institutos armados o de evocar el más pavoroso de los fantasmas: la cuestión de orden público. Tal era el miedo que esta inspiraba, que casi todas las iniquidades cometidas por los Gobiernos y su falta de iniciativa para corregir ciertos abusos, no reconocían más causa que el recelo de conflictos acaso más imaginarios que reales. La autoridad, el prestigio, la fama de hacendista buscábanse, no en el planteamiento de reformas trascendentales que cambiasen los gastados organismos, base de una administración anacrónica, indolente y a veces absurda, sino en los arrebatos y en las audacias, encaminados a vejar más y más al país, agobiado bajo el peso de tributos superiores a sus agotadas fuerzas. La obstinación que engendra la ajena resistencia, el amor propio que se complace solo en las satisfacciones del orgullo, el falso sentimiento de la realidad que ciega y perturba las más claras inteligencias, eran poderosa parte para que, en aquellas batallas continuas entre gobernantes y gobernados, el poder degenerase en arbitrario, caprichoso y tiránico, imponiendo su voluntad a las clases contribuyentes, a despecho de las quejas generales de estas, que pedían en vano ministros de Hacienda prácticos, equitativos administradores del Estado, y no agentes ejecutivos, más atentos al éxito del momento, al aplauso de la especulación bursátil y a la alabanza de la exótica conveniencia que a las necesidades de lo porvenir y al respeto y consideración de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Y para conseguir tales triunfos, de los cuales eran ostentoso trofeo los estados de recaudación en la _Gaceta_, falsos a veces, amañados otras y artificiosos casi siempre, se apelaba a irritantes procedimientos, inspirados en las argucias y sutilezas de la mala fe vergonzante. Ya se vulneraba el espíritu y la letra de las leyes votadas en Cortes, con reglamentos dando torcida interpretación a aquellas; ya se encarecía a los empleados del fisco la necesidad de que desplegasen exagerado e inicuo celo en sus funciones; ya se aplazaba, sin miramiento a la justicia, la resolución o el pago de créditos contra el Tesoro; o ya se entorpecían, en fin, con manifiesta malicia, las reclamaciones de las víctimas de la burocracia fiscal o acaso del odio de los adversarios políticos. Parecía natural que las leyes tributarias fuesen redactadas con la mayor claridad; pero de intento, al parecer, los mismos ministros que debían reglamentarlas, llevados del afán de favorecer los intereses de la Hacienda, procuraban sembrar la confusión en su propia obra, para dejar abierto y expedito el camino de las más caprichosas y exageradas interpretaciones. Los preámbulos y exposiciones de las leyes y decretos se repetían con la misma monotonía, los mismos lugares comunes y la misma vaguedad en los conceptos. Si aquellos documentos, en los cuales se ofrecía a manos llenas la felicidad al país o el perfeccionamiento de la administración, carecían generalmente de sinceridad, en cambio faltaba en los lectores el propósito de dejarse convencer. ¡Estéril convencionalismo! ¡Conjunto de frases, sin el encanto siquiera de la forma, arrojadas al universal escepticismo! ¡Tal era casi siempre la literatura oficial! La oratoria de las Cortes españolas no tenía rival en el mundo civilizado; pero si rayaba a la mayor altura en el grandioso concepto del arte, jamás fue más sospechosa su utilidad en los asuntos económicos. Si se discutían los presupuestos, para lo cual el tiempo apremiaba siempre, los oradores eminentes mostraban viva repulsión a descender al árido terreno de la aritmética. ¡Y sin embargo, el sentido utilitario y práctico debía imponerse al fin en los destinos de España! No en vano era esta una nación europea, y por lo tanto estaba condenada a perecer, o a seguir la suerte y las vicisitudes del resto del Continente. Al socialismo de Estado, consecuencia lógica y natural de los grandes armamentos, sucedió la miseria inevitable de los pueblos; y el ejemplo, el pernicioso ejemplo de arriba, trascendiendo a las clases obreras, conmovió los cimientos sobre los cuales descansa la obra secular de las sociedades civilizadas. Somos el Estado, dijeron la política, la milicia y la burocracia, y queremos ser el Estado, repitió el proletariado; pero cuando este, fiando en el número, se proclamaba vencedor, la discordia puso de manifiesto la inestabilidad de las agrupaciones humanas que no se fundan en el principio del orden y de la disciplina. Vencida la causa que tantos temores y sobresaltos inspiraba a fines del siglo XIX; el progreso de las ciencias; la facilidad, rapidez y baratura de las comunicaciones; la subdivisión del trabajo, que recobró el carácter doméstico en las industrias que lo permitían; la depreciación creciente del capital con el aumento del ahorro y de la riqueza; el desarrollo considerable de la instrucción pública; el sentimiento del deber y de la propia conciencia inculcado en el corazón del pueblo, y sobre todo el sentido práctico y el espíritu de rectitud, de justicia y de equidad que lograron imponerse en las esferas del poder, contribuyeron en gran manera a la regeneración de nuestra patria; verificándose entonces el consorcio admirable y armónico, gloria de la edad presente, del Estado, representación sincera y genuina de todas las clases, de todos los intereses y de las generales aspiraciones, con la libertad individual, en su concepto más elevado, dentro del derecho. UN VIAJE A LA REPÚBLICA ARGENTINA EN EL SIGLO XXI Residía en Madrid. El reloj eléctrico y a la vez calendario perpetuo de mi despacho señalaba y anunciaba las 5 de la tarde del 9 de mayo de 2003. Me acerqué al teléfono y pedí comunicación telefónica y _neumática_ con la _Compañía del expreso hispano-argentino_. —¿Qué quiere? —murmuró el reóforo a mi oído. —Un billete de ida y vuelta a Buenos Aires. ¿Cuánto es? —Mil quinientas pesetas. —Quiero además una carta de crédito de veinte mil. —Corriente. —Por el tubo neumático remitiré un talón contra el Banco y mi equipaje. —Está bien. ¿Se le ofrece algo más? —Nada, gracias. —A la orden de usted. Al cuarto de hora el tubo neumático, que pone en comunicación mi casa con todos los abonados de Madrid, me traía una medalla de níquel señalada con el número 5, letra _M_. Esta medalla me daba derecho a un viaje redondo a Buenos Aires, y a un crédito de cuatro mil pesos oro en todas las estaciones de la línea. A las siete menos diez minutos subí por el ascensor a la azotea de mi casa y esperé el paso del tranvía electro-aéreo. Ocho minutos después me hallaba en la estación central de los _aluminio-carriles_, y me instalaba en el tren expreso hispano-argentino. Componíase este de seis soberbios vagones-palacios, precedidos de una potente máquina eléctrica. Estaba el primero destinado a cocinas y dependencias, a comedor el segundo, a salón y biblioteca los dos inmediatos, y a camarotes los restantes. El ancho de la vía era de seis metros y el de los coches de nueve. Los carriles de aluminio asentábanse sobre largueros de madera revestida de una materia elástica que amortiguaba el ruido y la trepidación del tren en movimiento. Seguía casi siempre el trayecto la línea recta, sin grandes desmontes ni terraplenes y con cortos túneles, porque las perfeccionadas máquinas de tracción salvaban con facilidad las más agrias pendientes. Lujo artístico y comodidad refinada reinaban en aquel suntuoso recinto. Ricas y exóticas maderas talladas, obra de célebres escultores, ostentaba en sus muebles el comedor; del techo pendían riquísimas lámparas de cristal de roca que reflejaban los rayos de centenares de luces eléctricas; el servicio de mesa era de Sèvres con elegantes pinturas, representando los principales paisajes de la línea; los asientos y respaldos de las sillas, de fino tafilete maqueado; los manjares y los vinos, delicados aquellos y exquisitos estos; las fuentes y las botellas, movidas por misterioso artificio, circulaban profusamente por la mesa, deslizándose sobre carriles de plata; las dulces notas de los cantores y de la orquesta de una ópera que en aquel momento se representaba en el teatro de Apolo de Roma, reproducidas por un _megáfono_, recreaban el oído de los viajeros durante la hora de la comida; la aguja de un cuadrante colocado en la pared señalaba los kilómetros recorridos y las estaciones por donde pasaba el tren; un termómetro automático, combinado con caloríferos y frigoríferos, mantenía siempre la misma temperatura dentro de los coches; un reloj señalaba la hora del meridiano de Madrid en una esfera, y en otra, por ingenioso mecanismo, la que correspondía al punto donde nos hallábamos; en fin, cuanto pudo imaginar el espíritu utilitario, el gusto artístico y el genio de la invención para comodidad, deleite y regalo del viajero, estaba encerrado en el palacio ambulante que con rapidez vertiginosa recorría llanuras, cruzaba valles, vadeaba ríos y salvaba montañas, sin notarse apenas el acompasado ruido de las ruedas, ni la estridente vibración de los rieles, ni los vaivenes de las curvas, ni los saltos del paso de agujas, ni ninguna de aquellas innumerables molestias de los primitivos y rudimentarios ferrocarriles. El salón que seguía al comedor superaba a este en magnificencia. Durante el día la luz cenital y durante la noche potentes focos eléctricos, velados por cristales opacos ligeramente sonrosados, prestaban a todos los objetos un aspecto mágico y sorprendente. En las paredes alternaban los tapices antiguos, venerables restos de las pasadas grandezas de la sangre, hoy al servicio de la aristocracia del capital, con los cuadros de los más célebres pintores contemporáneos, llenos de riqueza de detalles, sentidos de color y rebosando vida y movimiento. El piso, compuesto de la reunión de pequeños fragmentos de madera de diversas clases y múltiples y brillantes colores, constituía uno de los más notables mosaicos que vieron jamás los afamados talleres de Roma. Anchas y cómodas butacas articuladas, de dorado cuero cordobés unas, de seda suave o de terciopelo finísimo otras, convidaban al descanso del cuerpo y a la plácida y reparadora somnolencia del espíritu. Ocultos resortes que cedían al menor esfuerzo daban a estos muebles la inclinación o la postura que de ellos solicitaba el viajero. Destacábase en el centro un gran velador de malaquita con incrustaciones de oro, representando las armas de los zares, despojo que arrojó al mercado la revolución de Rusia del siglo XX y mudo testigo del incendio y el saqueo del palacio de Invierno por la enfurecida plebe. ¡Inestable fortuna! Todo cambia de destino, todo obedece a la eterna ley de la evolución. ¡De las ricas joyas y preciados ornamentos de la corte imperial no queda más que lo útil al servicio tal vez del primer advenedizo! Inmediata al salón, hallábase la biblioteca, iluminada como aquel por luz cenital. Llenaban los estantes centenares de volúmenes colocados por orden de materias, manuales casi todos, de esmerada y clara impresión y con numerosos grabados intercalados en el texto. En sitio preferente veíanse las Enciclopedias y el _Diccionario ilustrado de la Academia Española_, notable por las viñetas y cromos que daban clara idea de los vocablos que permitían su representación gráfica. En dos de los ángulos de la biblioteca veíanse dos globos, terráqueo el uno y celeste el otro, ambos de metro y medio de diámetro y transparentes; luces eléctricas interiores permitían durante la noche observar los menores detalles. Un mecanismo también eléctrico hacía girar al celeste, dando una revolución cada veinticuatro horas. Al mismo tiempo producía un movimiento de inclinación en correspondencia con la latitud geográfica del tren. La otra esfera tenía también movimiento de inclinación y traslación, presentando en su parte superior el punto de la tierra en que se encontraba el viajero. Atriles mecánicos destinados a los lectores, sin más trabajo para estos que oprimir un pedal, doblaban automáticamente las hojas de los libros. Lo más peregrino empero era el _Diccionario-fonógrafo_. Tenía este aparato un teclado con todas las letras del alfabeto, y bastaba oprimir la correspondiente a una palabra para que el fonógrafo recitase en el acto la definición del vocablo. Sobre una mesa estaba puesto otro fonógrafo en relación con los alambres exteriores, merced a los cuales el tren comunicaba con la red universal telefónica. En dicho aparato, que hacía las veces de periódico, se imprimían silenciosamente noticias del mundo entero, y a voluntad del viajero funcionaba para reproducirlas. Me acerqué al _Noticiero parlante_, que así se llamaba aquella ingeniosa máquina, y vi que tenía una serie de botoncitos, junto a cada uno de los cuales se leía en letras de metal: _Europa_, _Asia_, _África_, _América_, _Oceanía_, _Bolsas_, _Mercados_, _Miscelánea_. Oprimí el primer botón, y el fonógrafo habló de esta manera: «_Madrid_, 8 noche. — La _Academia Española_ abre un certamen para premiar el mejor discurso parlamentario. Se preferirá el de estilo más lacónico. No se admiten solecismos.» «_París_, 8,35 noche. — La Cámara de Diputados ha aprobado una proposición eximiendo a sus individuos del deber de asistir a las sesiones. Podrán hablar desde sus casas por medio del fonógrafo parlamentario. Habrá aparatos especiales para uso de los diputados que quieran interrumpir al orador.» «_Londres_, 8,15 noche. — Se está desguazando el último blindado de vapor que conservaba como reliquia la Marina inglesa. Era un pequeño buque de 18.000 toneladas, que solo podía navegar a flote.» «_Roma_, 9 noche. — La Sociedad Universal de Teléfonos y Fonógrafos abre un abono a audiciones perpetuas de ópera. La diferencia de meridiano de las diferentes ciudades del mundo donde se representan esta clase de espectáculos, permite a la Compañía ofrecer esta ventaja al público.» «_Viena_, 9,30 noche. — La cuestión de los Balkanes...» —Basta —dije para mí, y puse el dedo en el último botón. «_Madrid_, 8,5 noche (continuó el eco). — El crimen de la calle de...» —¡Todavía! —exclamé, oprimiendo el cuarto botón. «_Lima_, 3,5 tarde (dijo la voz del fonógrafo). — Se han presentado los presupuestos en la Cámara de Representantes con un _superávit_ de 98 millones de soles. El último plazo de la indemnización de guerra pagada por los Estados Unidos, se aplicará a la completa extinción de la deuda del Perú.» «_Santiago de Chile_, 3,12 tarde. — Los viajeros del tren relámpago procedente de Montevideo han sido indemnizados con 150 pesos cada uno por haber llegado aquel con un retraso de 15 minutos. El Supremo Jurado sienta la jurisprudencia de que la indemnización sea a razón de 10 pesos por minuto perdido en la marcha.» «_Buenos Aires_, 5,15 tarde. — Ha fallecido esta tarde el célebre almirante argentino López, que mandando la escuadra submarina de los aliados de la América latina, aniquiló en el golfo de México el poder marítimo de los Estados Unidos. Por disposición del finado, la familia no recibirá comunicaciones telefónicas de pésame.» «_Bogotá_, 6,24 tarde. — El Gobierno ha resuelto sustituir los antiguos cañones de 250 toneladas que defendían el canal de Panamá, con máquinas eléctricas lanzarrayos.» «_México_, 3 tarde. — El general mexicano Victoria telefonea que hoy ha ocupado San Francisco de California en virtud del tratado de paz con los Estados Unidos. La noticia produce aquí entusiasmo indescriptible. Esta noche se iluminará la ciudad con quinientos poderosos focos eléctricos suspendidos por globos cautivos. Hoy se firmará el pacto de la confederación latino-americana...» Iba a proseguir interrogando al misterioso confidente, cuando noté que el tren reducía su marcha. Fijé la vista en la esfera que señalaba nuestra situación geográfica, y vi que nos encontrábamos cerca de Gibraltar, hermosa ciudad que España recobró después de la guerra de la coalición continental contra los ingleses. Detúvose el tren, y asomándome al mirador situado en el testero del último coche, se presentó a mis ojos uno de los espectáculos más sorprendentes que imaginarse pueden. El enorme peñón, a cuyos pies se asienta la gran ciudad de Gibraltar, y los demás montes que ciñen la anchurosa bahía de Algeciras, parecían ríos de lava de un volcán en ignición. Focos eléctricos de diversos colores, artísticamente combinados, llenaban el espacio comprendido entre Punta de Europa y Punta Carnero. En cada una de estas destacábase una gigantesca columna luminosa con la inscripción _Plus ultra_. Sobre la ladera del Peñón se leía con enormes caracteres de fuego: ¡_Viva la raza latina_! ¡_Viva la Confederación latino-americana_! y debajo veíanse como entrelazadas la bandera española y las de todos los Estados de América de origen ibérico. Así la madre patria celebraba la fausta nueva que la electricidad había transmitido a todos los ámbitos de la tierra. La raza ibérica, representada en el Nuevo Mundo por 300 millones de almas, sellaba con el pacto fraternal de la «Unidad en la variedad» su inquebrantable propósito de vivir confundida en un solo sentimiento y en una sola aspiración y robustecer sus fuerzas ante el coloso del Norte, que intentó, aunque en vano, extender sus dilatados dominios por el resto de América o someterlo a vergonzosa tutela. La venerable España, que veía renacer en sus hijos emancipados de allende los mares las glorias de su raza imperecedera, declaraba aquel día fiesta nacional, y la fecha del 9 de mayo de 2003 se inscribía en letras de oro en el salón de sesiones de las Cortes. El tren se puso en movimiento, y la oscuridad exterior y un ruido sordo y prolongado me advirtieron que en aquel momento penetrábamos por el túnel submarino de 15 kilómetros que pone en comunicación la red de aluminio-carriles de Europa con la de África. Minutos después avistábamos a nuestra derecha a Tánger, iluminado también como Gibraltar y Algeciras, y sin detenernos proseguimos nuestra rápida marcha a través del antiguo imperio de Marruecos, hoy floreciente provincia española. A las once de la mañana del siguiente día, después de salvar la cordillera del Atlas por el túnel de Afifen, hacíamos alto en Cabo Juby. Los viajeros de Canarias se embarcaron allí en el buque eléctrico que debía trasladarlos a aquel Archipiélago. A la sazón no estaba terminado el puente de aluminio entre las islas Canarias y el continente africano. Los estudios hechos por los ingenieros para unirlos por medio de túneles submarinos fueron abandonados a causa de las grandes perturbaciones volcánicas que ofrece el fondo del mar en aquella parte. Nos encontrábamos en pleno desierto. La temperatura era sofocante en lo exterior, pero deliciosa dentro del tren, hasta el punto de que el termómetro seguía invariable. A través de los tubos que sirvieron de caloríferos a la salida de Madrid, circulaba entonces aire frío producido por una máquina heladora. En la madrugada del día 11 nos encontrábamos en Dakar (Senegal), habiendo recorrido desde Madrid 3.622 kilómetros de aluminio-carril. Detúvose el tren cinco minutos, y púsose luego lentamente en marcha por un muelle metálico, al extremo del cual estaba atracado por la popa un buque eléctrico submarino de 60.000 toneladas. Sobresalía este 15 metros sobre el nivel del mar, y en su parte posterior, a manera de la entrada de un túnel, tenía una inmensa abertura por la cual penetró todo el tren. Apenas quedó dentro, púsose en movimiento una poderosa máquina hidráulica que cerró herméticamente la comunicación exterior. Al cabo de algunos minutos un estremecimiento general nos anunció que el barco soltaba las amarras y se ponía en marcha. Dos días mortales empleamos en la travesía entre Dakar y el cabo de San Roque, o sea la parte de la costa del Brasil que más se aproxima al Continente africano; y digo mortales, porque a pesar de los progresos de la industria naval, el hombre no ha podido domeñar la fuerza impetuosa de las olas, ni los adelantos de la medicina han encontrado remedio a las angustias del mareo. Así se explica que ínterin se tienden puentes metálicos de 1.500 metros de luz sobre el Océano, se procure limitar todo lo posible las travesías marítimas. Navegaba nuestro buque unas veces sobre la superficie de las olas y otras a cierta profundidad, según el estado del mar; pero los balances y las cabezadas eran verdaderamente insoportables. Por fin, a los cuatro días y medio de nuestra salida de Madrid atracamos en el espacioso puerto que la _Compañía universal de trenes expresos_ ha construido en el cabo de San Roque. Fondear el submarino, abrirse la compuerta que cerraba la abertura de la proa, a semejanza de la del lado opuesto, salir el tren y lanzarse este a toda electricidad por la vía americana, fue obra de un momento. Inútil es advertir que no tuvimos registro de equipajes, ni reconocimiento de pasaportes, ni ninguna de aquellas infinitas trabas, eterna pesadilla de nuestros bisabuelos, víctimas de la transición industrial y política del siglo XIX, cuando la defensa de la propia producción y el interés del orden público obligaban a las naciones a poner cortapisas al comercio y a la libertad humana. En la mañana del día 14 de mayo de 2003 hacíamos alto en la hermosa ciudad de Río Janeiro, cuya población excede actualmente de 2 millones de almas. De Río Janeiro salen dos líneas con dirección al Río de la Plata: la de la costa, que se dirige a Montevideo, uno de los puertos más florecientes de la América latina, que cuenta ya con 3 millones de habitantes, y la del interior, que va a buscar la confluencia del Uruguay y el Panamá. Nuestro tren siguió la última, y antes de rayar el día 15 atravesábamos los indicados ríos, un poco más arriba de su confluencia, por dos soberbios túneles subfluviales. Al despuntar el alba hicimos nuestra entrada en la gran capital de la República Argentina, término de nuestro viaje. Describir la floreciente ciudad de Buenos Aires, emporio del comercio y de las artes, con sus magníficos monumentos, sus ricos museos de pinturas, sus bibliotecas, que cuentan por centenares los _libros-fonógrafos_; sus calles, terrestres y aéreas, tiradas a cordel; su magnífico puerto poblado de buques submarinos, con muelles que comienzan cerca de la antigua estación de Rivadavia y terminan más abajo de Riachuelo; su magnificencia y grandiosidad, pues su actual superficie excede a la del antiguo distrito federal, no es empresa para mi pluma, ni la permiten las dimensiones de este artículo. Baste decir que San José de Flores es hoy el centro de la ciudad y que de allí radian los aluminio-carriles subterráneos y los tranvías electro-aéreos que llevan con rapidez vertiginosa la exuberante vida social y mercantil a todas partes. El aumento incesante de la inmigración europea y el natural desarrollo de la población, han elevado la de Buenos Aires a 4.122.307 almas, según la estadística del mes de abril de 2003. * * * Antes de poner término a este artículo, fuerza es que diga siquiera breves palabras acerca de los notables cambios que en el orden político se han operado en el Nuevo Mundo. Los Estados Unidos del Norte adquirieron durante la pasada centuria enorme crecimiento, hasta el punto de que su inmenso territorio apenas bastaba para contener la población, y amenazaban con un desbordamiento a costa de los países de origen latino. México, las repúblicas del Centro y Colombia, como más directamente interesadas, la primera porque veía en peligro sus fronteras septentrionales, y las restantes porque so pretexto de los canales interoceánicos, el Gobierno de Washington pretendía someterlas a una tutela, que rechazaba la dignidad nacional, dieron la voz de alerta y reclamaron el auxilio de los demás Estados americanos. Las notas diplomáticas que los representantes de aquellas repúblicas dirigieron a sus hermanas, fueron acogidas al principio con marcada tibieza, porque nadie creía el riesgo cercano; pero la noticia de que los anglo-americanos habían violado el territorio de México, y de que pretendían enviar un ejército de ocupación a Nicaragua, Costa Rica y Panamá, produjo un grito unánime de indignación desde Río Grande del Norte hasta el Cabo de Hornos. Todos los gobiernos, impulsados por el generoso y espontáneo movimiento de la opinión pública, pactaron una alianza ofensiva y defensiva, y aprestaron sus formidables huestes y sus escuadras submarinas para salvar la independencia de la América latina y la exclusiva preponderancia en ella de la raza ibérica. España, que no podía permanecer indiferente a una lucha gigantesca en la cual se ponía en tela de juicio el principio de raza, de lengua y de costumbres que eran las suyas propias, prestó desinteresado y noble concurso a sus hijas americanas, y de Cádiz salió la escuadra submarina que, en unión de las demás aliadas, contribuyó al desastre de la poderosa armada de los Estados Unidos. Entretanto, las márgenes de Río Grande del Norte eran teatro de las más encarnizadas batallas que vieron los siglos. Todos los medios de destrucción que el moderno arte de la guerra arrancó a la ciencia y a la industria, se juntaron allí: cañones de 300 toneladas; proyectiles explosivos con substancias hasta entonces desconocidas; máquinas eléctricas arrastrando las piezas; verdaderas fortificaciones ambulantes que marchaban sobre rieles, a medida que lo exigía el ataque o la defensa; reductos cubiertos que se ocultaban y a voluntad salían a flor de tierra para disparar su artillería; trincheras que parecían montañas, y montañas que allanaba el asiduo trabajo de zapa y el incesante reventar de las minas. La guerra cuerpo a cuerpo no puede existir en manera alguna; la infantería y la caballería han desaparecido, pero no el recuerdo de sus bizarras empresas, en que en tan alto grado campeaba el valor individual. La lucha ya no es de hombres contra hombres, sino de máquinas contra máquinas. Imposibles las batallas a campo raso y sobre la superficie de los mares; la guerra, según una frase del general ruso Arbaff, se convierte en subterránea y submarina. Vencidos los Estados Unidos en esta memorable campaña, viéronse obligados a firmar un tratado de paz, comprometiéndose al pago de una indemnización de diez mil millones de pesos, que se repartieron los aliados; a limitar sus fuerzas navales y terrestres, y a devolver a México los territorios que inicuamente le usurparon en el siglo XIX. Entonces los Estados de la América latina, para afianzar su independencia y oponer inquebrantable valladar a la invasión de la raza anglo-sajona, pactaron la confederación sin el predominio de ninguno, y conservando todos sus leyes o instituciones particulares. Bajo estos auspicios se abre una nueva era de paz y prosperidad; y como si los progresos en el orden material, obtenidos durante los siglos XIX y XX, no fueran bastantes a satisfacer las aspiraciones de la humanidad, en los albores del XXI se descubre al fin, con éxito completo y admirable, la dirección de los aeróstatos, con lo cual resultan inútiles los aluminio-carriles para el transporte de viajeros. LA VERDAD DESNUDA RELACIÓN DE UN TRAPERO Primero fui bachiller, lo cual basta y sobra para ser hombre político, empleado después, que es lo mismo que decir español; pero le salió un sobrino a un subsecretario amante de su familia, y entonces la mano despiadada del destino me privó del mío. Aburrido y cansado de pretender; con el hambre de media España, es decir, hambre de cesante; perdida por completo la esperanza de recoger una nueva credencial, vine a parar al bajo y humilde oficio de trapero: al fin todo es recoger. Discurría por mi barrio noches pasadas, tartamudo en el andar, como quien va a pie por las enguijarradas calles de Madrid, fija la vista en el suelo como doncella de antaño, con más pensamientos y cavilaciones que un Ministro de Hacienda al preparar los presupuestos, con un gancho en la mano a guisa de fundador de sociedades de crédito, y con una carga al hombro más pesada que la de un marido con hijos muchos, esperanzas pocas y un empleo pretérito. —¿Será posible —decía para mí— que la suerte no me depare algún venturoso hallazgo como el que tanto alegró el corazón de Sancho Panza en el de Sierra Morena? ¿Acaso ya no hay quien pierda el seso por mal de amores, hasta el punto de abandonar una maleta con un buen montoncillo de escudos de oro? ¡Oh felicísimo Sancho, que tras repetidos palos y aporreamientos, viniste a dar, si no con el verdadero fin de tus esperanzas, con algo que las hacía más llevaderas! Pero ya que lo limitado de mis pensamientos no despierta en mí el deseo del gobierno de una ínsula, pretensión, por otra parte, fácil y hacedera en los benditos tiempos que corremos, otórgame al menos, ¡oh destino!, si es que tengo alguno, cosa que alivie la escasez que estoy sufriendo. Años ha que, imagen verdadera del que va en pos de la constancia de una mujer, de la fidelidad de un amigo, de la gratitud de un deudor y de la baratura de un Gobierno, recorro las calles de la corte buscando lo que no encuentro. En mal hora y en menguados tiempos vine al mundo. Rendido por el cansancio solté el cesto que sustentaban mis hombros, y ocultándome a las recelosas miradas del sereno, que con sus ronquidos daba claros indicios de la vigilancia urbana, senteme en el batiente de una puerta, y alargando el gancho comencé a revolver los varios y diversos objetos que en el cesto traía. —¡Oh, si hablaran —exclamé fijando en ellos mis ojos—, qué de cosas dirían! ¿Qué sería escuchar esta faja de Gobernador, condenada al desprecio por el uso? ¿Qué este pedazo de sable, probablemente en cien pronunciamientos desenvainado? ¿Qué esta pluma, vendida tal vez al mejor postor? ¿Qué esta charretera, quizás por no muy gloriosos caminos alcanzada? ¿Qué esta espuela, acaso testigo mudo y auxiliar poderoso de fugas vergonzosas? ¿Qué dirían tantos despojos aquí aglomerados, revueltos y confundidos?... ¡Ah, si la verdad no anduviese tan escondida o con tanto artificio disfrazada! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mis párpados se fueron cerrando insensiblemente. El ayuno prolongado, que avivaba en mi memoria el dulce recuerdo del bien perdido, y la frescura precursora de la mañana, que yo, enemigo de la luz, veía acercarse como la nube preñada de granizo el labriego, como al recaudador de impuestos el propietario o el industrial, como el vencimiento del cupón el Ministro de Hacienda, fueron parte para que me asaltase un sueño profundísimo. Acababa de cerrar los ojos, cuando imaginé que se alzaba del fondo de mi cesto una figura de humanas formas. Mortal palidez cubría su semblante, una sonrisa helada vagaba en sus labios, sus ojos brillaban con la claridad de los astros, y su continente era tranquilo y mesurado. Dirigiome una mirada grave y compasiva, y con voz clara y sonora se expresó de esta suerte: —Yo soy la Verdad, por muchos pretendida, pero por pocos buscada con amor. Nací libre, pero la mano del hombre me sujeta a dura opresión y martirio. Ora al despótico yugo me sujetan, ora me disfrazan hasta confundirme con la mentira. Me viste con el traje de la virtud la mujer infiel; con afeites me acicala la entrada en años; me oculta con la máscara del patriotismo el mercader político, y con la de la libertad el ambicioso que quiere encumbrarse por torcidos caminos. Con fiera crueldad me sacrifican pomposos anuncios que ofrecen oro a manos llenas; palabras deleitosas que arrullan el oído cortesano, y pensamientos que al calor de la ardiente imaginación se fraguan. Soy poderosa y bella; pero pocos se avasallan a mi imperio y rinden culto a mi hermosura deslumbradora. Muchos me siguen cuando alzo el vuelo a altísimas regiones y dejo en pos de mí los lindes terrenales; pero ¿quién puede gloriarse de conocerme siempre? ¿Pretendiste oír mi voz? ¿Has querido que salga del fondo de tu cesto miserable? Aquí me tienes. Yo te diré cuanto saber deseas. ¡La escoria social presentaré a tu vista: el ladrón que roba y es ensalzado; el que aleve mata y en medio de la opulencia vive; el perjuro que inspira confianza con el testimonio divino; el que con sangre humana comercia; el que seduce a la virtud y trafica con el vicio: cuantas miserias echan raíces a la sombra de la ambición y de la codicia! Antes, empero, ya que quieres conocer historias ajenas, debes comenzar por recordar la propia. Pobres y honrados padres diéronte al mundo, y por no ser lo primero, tuviste a menos la virtud que te legaron. El ejemplo de locas ambiciones satisfechas y de rápidos o inmerecidos encumbramientos, fueron grande parte para que la envidia, por la ruindad de tus pensamientos concebida, hiciera remontar el vuelo de tu vana presunción y estúpida arrogancia. Diste oídos a los seductores halagos del interés, y a él sacrificaste el pundonor; codiciaste el bien ajeno y perdiste el propio al azar; contrajiste deudas sagradas, profanando la palabra con el torpe propósito de no cumplirla; atento solo al logro del deseo inmoderado, renunciaste el apacible goce de la paz del alma, y al verte ahora abandonado de la fortuna, miserable y harapiento, condenado a una existencia triste y errante, sueñas aún en la dicha. ¡Vana quimera! ¡Consuelo que engendra la desesperación! ¡Inútil porfía! —¡Basta, basta! —exclamé intentando apartar de mí aquella visión—. ¡Más me valiera no haberte conocido!... Los primeros rayos del sol, dando de lleno en mi rostro, me despertaron. Recogí el cesto, y retirándome a mi buhardilla, decía para mí: —Mis ilusiones se parecen a las de muchos españoles, que comen a medias y huelgan por entero: hasta tal punto les preocupa la esperanza de un destino, o de un premio de la lotería. ¡Si sueñan alguna vez en el desengaño, no despiertan nunca con el sentimiento de la realidad! LA LOCURA DEL ANARQUISMO Cartas del doctor Occipucio al abogado Verboso _Manila, 28 de Mayo de 18..._ Al dar fondo en este puerto, tomo la pluma, mi querido amigo, para reiterarle el testimonio de la gratitud más sincera y de la admiración más entusiasta por el grande y nunca, como se debe, bastante alabado servicio que la elocuencia arrebatadora de usted prestó a la noble causa de la ciencia y de la humanidad doliente. Todavía resuenan en mi oído aquellos conmovedores y magistrales discursos, en los cuales de manera tan admirable supo usted hermanar la dialéctica irrefutable con la fuerza de expresión persuasiva, probando la irresponsabilidad de los anarquistas autores y cómplices de la espantosa catástrofe de Blandebuena. ¡Con qué claridad y precisión, y al alcance de la indocta multitud, expuso usted las teorías de la moderna ciencia frenológica! ¡Oh! ¡Cómo puso usted de manifiesto, con el compás en la mano, la configuración craneal de los acusados, y el desequilibrio completo que en ellos se advierte! «¡Circunferencia máxima, 54 centímetros; diámetro máximo, 18; altura, 15; distancia máxima de parietal a parietal, 15; tales son los caracteres distintivos de la mayor parte de los desdichados que se sientan en ese banquillo!» exclamaba usted, y luego proseguía: «Veamos en cambio los datos conocidos de una de nuestras cabezas más perfectas, la de don Emilio Castelar. Circunferencia máxima, 59 centímetros; diámetro máximo, 21,50; altura, 16; distancia máxima de parietal a parietal, 16.[8] ¡Qué enorme diferencia entre la parte más noble del cuerpo de aquel eminente tribuno, gloria de España y admiración del mundo, y esos cráneos raquíticos, pobres, sin las ordinarias proporciones, ni el auxilio siquiera del temperamento! Bajo el primero, reside señora, grande y portentosa la inteligencia, y en los que tenéis delante, tan solo se cobija la locura. Sí; la locura he dicho, porque mis defendidos pertenecen al grupo que la ciencia frenopática designa con el nombre de locos conscientes. Y si no basta la configuración craneal, el proceso arroja evidentes testimonios de las excitaciones inmotivadas, los vértigos, los estigmas físicos, y otros caracteres patológicos de los acusados.» ¡Qué período tan asombroso el del epílogo, cuando usted, dirigiéndose al Jurado, habló de los tremendos crímenes jurídicos perpetrados por el desconocimiento, el olvido o el desprecio de la ciencia! [8] Estas cifras son exactas, según me asegura un entusiasta partidario de la frenología. — _N. del A._ ¡Subyugar y mover a piedad al auditorio, que había aplaudido estrepitosamente la acusación fiscal; convencer y persuadir al Jurado y arrancar de manos del verdugo a veinte seres humanos! ¡Jamás la palabra alcanzó mayor triunfo! Reconocida la irresponsabilidad de los reos, el tribunal, como usted sabe, dispuso que fuesen encerrados en un manicomio; pero el Gobierno, usando de facultades extraordinarias, ordenó su deportación a las islas Carolinas, donde se fundará una colonia con destino a los anarquistas declarados locos por veredicto del Jurado. El ministro de la Gobernación, accediendo a mis reiteradas instancias, me autorizó a acompañar a los deportados y a prestarles los auxilios de la ciencia. Todos hemos llegado sin novedad a Manila a bordo de un crucero de guerra; y después de proveernos de víveres y carbón y de recibir órdenes del capitán general de Filipinas, proseguiremos nuestro viaje a Tomil, en la isla de Yap, capital de las Carolinas Occidentales. Durante la travesía de Barcelona a Manila, intentaron amotinarse varios deportados, y el comandante del crucero, que es un señor que rehúye toda conversación conmigo, pero que suele sonreírse al verme, mandó que aquellos infelices dementes fuesen puestos a la barra. Yo quise protestar en nombre de la ciencia; pero mi colega, el médico de a bordo, me disuadió de ello diciéndome: —¡Cuidado, compañero, que las ordenanzas de la Armada son muy severas; no se ponga usted en el caso de que le apliquen el mismo castigo que a sus clientes! Además, debe usted saber que la barra es un medicamento sedativo muy eficaz y muy recomendado para calmar las excitaciones cerebrales en la terapéutica oficial de las sociedades _flotantes_. * * * _Tomil (isla de Yap), 20 de Junio de 18..._ ¡Qué viaje el de Manila a esta isla! ¡No lo olvidaré jamás! En la mañana del 12 del corriente mis pobres enfermos, a causa tal vez de la influencia del clima, dieron muestras de verdaderos arrebatos de demencia, rompiendo varias tablas del sollado donde estaban encerrados, y arrojándose de improviso sobre los centinelas. Por fortuna tuvieron estos tiempo de hacer fuego, y tomando las armas la tripulación, que estaba sobre cubierta ocupada en el baldeo, logró sofocar el motín y reducir a los revoltosos. En el acto se formó sumaria, resultando de ella el descubrimiento de una conspiración entre algunos deportados para volar el crucero. Se probó también que abrigaban el propósito de apoderarse de los botes y ponerse a salvo. ¡A pesar de su locura, no habían perdido el instinto de conservación! Reuniose poco después el Consejo de guerra, actuando de presidente el comandante del barco, de fiscal un teniente de navío, y de defensor un alférez, siendo condenados a muerte cinco de los reos, oído el dictamen del médico de a bordo, quien sostuvo que todos gozaban de cabal juicio. Al conocer la sentencia, dirigí una carta al comandante exponiéndole las opiniones incontrovertibles del doctor Lombroso en su notable estudio antropológico y médico legal _El criminal_, y protestando en formas corteses y muy respetuosas contra el fallo, que, en mi concepto, recaía en personas reconocidamente faltas de juicio, no pudiéndose suponer en ellas el libre albedrío, so pena de incurrir en grave error metafísico. El comandante contestó a mi carta imponiéndome tres días de barra, y los cinco reos, sujetos con fuertes ligaduras a las serviolas, fueron pasados por las armas. Los otros deportados, testigos de aquel terrible espectáculo, lejos de excitarse más y más, como yo temía, sobrecogidos de espanto, dieron manifiestos indicios de lucidez durante el resto del viaje, lo cual me ha sugerido la publicación de un opúsculo con el título de _Influencia del miedo en los enajenados o La razón al alcance de los dementes, por temor al castigo_. * * * _Colonia de la Anarquía (isla de Yap), 21 de Junio de 18..._ Hoy queda instalada esta colonia en el centro de la isla, sobre una eminencia, rodeada de magníficos cocoteros, donde se levanta un edificio de madera con destino a los deportados. El destacamento de tropa que nos acompañó hasta aquí, regresa a Tomil, dejándonos víveres abundantes, aperos de labranza y semillas para el cultivo. Tengo un vasto proyecto de colonización, pero me faltan mujeres: todos los deportados son solteros. He estudiado frenológicamente a las indígenas, y me he persuadido de que no deben en manera alguna unirse con los deportados: resultaría una prole monstruosa de dementes. Yo creo y entiendo que la primera obligación de la ciencia es impedirlo y procurar el perfeccionamiento de la especie humana y que la razón se perpetúe sobre la tierra por medio de matrimonios fundados en la organización cerebral de los contrayentes. ¡Ah! ¡De otra suerte andaría la humanidad, si las autoridades que intervienen en la celebración de aquellos, exigiesen previamente a los novios certificados de los peritos frenólogos; pero nuestros legisladores no se ocupan mas que en política, y no han caído aún en la cuenta de los funestos efectos del atavismo! — ¡Si deseáis mejorar la sociedad, les diría yo: si queréis impedir los tremendos crímenes que llenan de espanto al mundo civilizado, no debéis pensar en leyes represivas, sino en corregir la configuración de los futuros cráneos! Creo, por lo tanto, que convendría la inserción en varios periódicos del siguiente anuncio: [Ilustración: Señoritas que deseen contraer matrimonio. — Se necesitan quince de diez y seis a treinta años. — Condiciones craneoscópicas que se exigen: Circunferencia mínima, 56 centímetros; diámetro, 19; altura, 15; distancia de parietal a parietal, 15. Para más detalles, dirigirise al DOCTOR OCCIPUCIO. — Isla de Yap (_Carolinas Occidentales_)] _Colonia de la Anarquía, 1.º de Agosto de 18..._ En cuanto se alejó el destacamento de esta colonia agrícola, mis enfermos, tranquilos y al parecer resignados desde su llegada a la isla, negáronse a trabajar, y poseídos de violento arrebato de locura, acabaron por declararse en abierta rebelión, saqueando el depósito de provisiones y destruyendo cuanto les vino a mano. Intentaba reducirlos a la razón, ya con ruegos, ya con amenazas, cuando de pronto me echaron sobre una manta, y comenzando a levantarme en alto, se holgaron conmigo, hasta que, rendidos y cansados ellos, y molido y estropeado yo, dieron con mi cuerpo en el suelo, y por fin me dejaron solo en medio de estas soledades. ¿Cabe prueba mayor de su demencia? ¡Abandonarme y tratarme de tal suerte, cuando soy su amigo, su protector, casi un padre para todos ellos! Hoy he recibido la visita de fray José, de la misión de San Francisco de Goror, por cuyo conducto remito esta carta a Tomil. Este santo varón, que conoce la lengua del país, y que con gran celo apostólico se dedica a la obra de la conversión, me refiere que los deportados merodean por el interior de la isla, saqueando y destruyendo las chozas de los naturales, a quienes llaman burgueses en estado salvaje. ¡Burgueses ellos, que no tienen nada, absolutamente nada, ni siquiera un pedazo de trapo con que cubrir sus cuerpos! * * * _Colonia de la Anarquía, 3 de Agosto de 18..._ Los carolinos, víctimas de los atropellos, persecuciones y crueldades de los anarquistas, se han levantado en armas contra estos, obligándoles, mal de su grado, a regresar a la Colonia, donde reina el mayor desorden y confusión. Un indígena, converso, que habla con bastante corrección el castellano, alumno de los Padres Capuchinos, se ha presentado aquí esta mañana: viene en calidad de parlamentario, y dice que los _pilums_ o régulos de las tribus vecinas celebraron consejo, acordando dar muerte a los deportados si estos salen de los límites de la Colonia. —En esta mano traigo la paz, y en esta la guerra —dijo el parlamentario, mostrando en la derecha una cruz toscamente labrada y en la izquierda una flecha—. ¿Qué queréis? —Convertiros al anarquismo —contestó uno de los deportados. —¿Qué significa eso? —Que debéis negar a Dios. —Pues qué, ¿debemos creer como nuestros padres en los espíritus malignos? —Ni en estos ni en Aquel. —¿Por qué? —Porque no existen. —¿En qué os fundáis? —En que nadie los ha visto. —Tampoco hemos visto a España, y sin embargo creemos en ella, porque vemos su fuerza y su poder en los barcos que llegan a Tomil y en los soldados que la defienden. —Dios no os envía barcos ni soldados. —Pero nos presenta pruebas mayores de su grandeza y de su bondad. ¿Quién produce la lluvia, el trueno, el rayo? ¿Quién mueve el mar? ¿Quién hace crecer esos árboles cuyo dulce fruto nos sustenta? —Todo depende del calor, del viento, de las semillas o de otras causas naturales que no podéis comprender. —¿Quién ha hecho el calor, el viento, la primera semilla o esas causas naturales que, según decís, no entendemos? —Es preciso además que no seáis burgueses. —¿Qué quieres decir con eso? —Que renunciéis a la propiedad. —Aquí la tierra es de todos. —Sí; mas cogéis sus frutos y traficáis con ellos. —Harto nos cuesta alcanzarlos trepando por los árboles, y es justo que nuestro trabajo obtenga recompensa. —Guardáis lo sobrante. —¿Hemos de ser menos previsores que las hormigas? —Vivís en colectividad formando tribus. —¿Cómo nos ayudaríamos, si no, unos a otros? —Reconocéis a jefes o _pilums_. —¡Alguien nos ha de guiar; alguien ha de dirimir nuestras contiendas! —Tenéis mujeres propias. —¡Si ellas quieren así a sus maridos! —Dais oídos a los misioneros. —Porque nos enseñan el bien y saben más que el _Matsé-Mats_,[9] que no ha salido nunca de las espesuras de estas selvas. [9] Especie de anacoreta, que pretende evocar los espíritus, objeto de general veneración por parte de los indígenas de Yap no convertidos al catolicismo. —Pues nosotros queremos que no creáis en Dios, y que renunciéis a la propiedad, a la familia y a la tribu, y que neguéis la obediencia a vuestros _pilums_ y al gobernador español, y sobre todo que despreciéis a los misioneros. [Ilustración] —¿Y cómo vais a conseguirlo? —Con la fuerza; derribando vuestras chozas, incendiando los bosques de cocoteros, arrasándolo todo y pasando a cuchillo cuantos hombres, mujeres y niños caigan en nuestras manos. —¿Es así como convertís a las gentes? ¡Con el fuego, la devastación y el asesinato, destruyendo el bien que recibimos del cielo y derramando sangre inocente! —Así y solo así, si os oponéis a vuestra regeneración. —Entonces nos defenderemos hasta convertiros en polvo. Tenemos la razón de nuestra parte, y somos más que vosotros. —Pero ha de poder más el terror, arma suprema que amedrenta a nuestros enemigos y hasta a nuestros jueces. —¡El terror! Aquí no lo sienten más que débiles mujeres, y estas no combaten ni hacen justicia. ¿De qué sirve la flecha en mano que tiembla? ¿Quién da en el blanco con lágrimas en los ojos? En nuestras tribus pueden los hombres ceder a la fuerza, pero nunca al miedo. Dichas estas palabras, el indígena arrojó al suelo la flecha que llevaba en la mano izquierda, y besando la cruz se alejó de la Colonia. * * * CARTA DE MI CORRESPONSAL EN MANILA Un vapor de guerra, procedente de Carolinas, trae noticias de los anarquistas deportados a la isla de Yap. En vista de los excesos cometidos por estos en el interior del país contra las personas, las chozas y los bosques de los indígenas, apelando al incendio y al asesinato, el gobernador de las Carolinas occidentales organizó una pequeña columna, la cual con el auxilio de los naturales, logró prender a los desalmados que vagaban dispersos por las selvas, conduciéndolos a Tomil. El mismo día de su llegada se constituyó el Consejo de guerra. Seis de los reos fueron condenados a muerte, y los restantes a cadena perpetua. Los médicos de la isla reconocieron unánimemente que entre los deportados no había más loco que el loquero. Titúlase este doctor, aunque carece de título, y ha dado en llamarse Occipucio, siendo su verdadero nombre Juan Fernández. Ayer llegó a Manila, y por orden superior está recluido en el manicomio. Padece el infeliz una monomanía incurable; cree en la infalibilidad de la ciencia frenológica. Llevado de tan extraña locura, sostiene que debe aplicarse la frenología, no solo para probar la irresponsabilidad de los acusados ante los tribunales, sino también para la recusación de los jueces. ¿Por qué los médicos forenses, dice, no han de declarar previamente que los individuos que componen un tribunal tienen una organización cerebral idónea? ¿Acaso el órgano decimonono, de los 39 que admiten ahora los frenólogos, el cual produce el sentimiento de la justicia, el respeto al derecho, la conciencia del deber y el amor a la verdad, está tan desarrollado en nuestros cerebros? ¿No puede suceder, además, que entre los honrados vecinos, llamados a formar parte del Jurado, haya muchos que por exceso en el órgano decimocuarto, donde reside la circunspección, pequen de irresolutos, pusilánimes y hasta de cobardes, y falten a la justicia, pactando con el miedo y cediendo al temor de la venganza? Se advierte también en el titulado doctor Occipucio tenaz resistencia a citar por sus nombres a los anarquistas. —¿Por qué obra usted así? —le preguntó hoy el director del manicomio—. ¿Teme usted tal vez comprometer a sus antiguos amigos? —No, señor —contestó Occipucio—, porque estoy en el secreto. Los anarquistas tienen la locura de la notoriedad. En aras de ella lo sacrifican todo, hasta la propia vida. Destruid el ídolo, condenad a perpetuo silencio los nombres de sus fanáticos y ciegos adoradores, y estos volverán a la razón. El anarquismo es una demencia contagiosa que se empeñan en propagar los cuerdos. LAS TIJERAS A fines del siglo XIX eran inquilinos de una misma casa en Madrid dos jóvenes de veinte años: Pedro y Fortunato. Vivía aquel en la buhardilla, sin más bienes de fortuna que el oficio de sastre, y este en el cuarto principal, disfrutando de una renta de cuarenta mil pesetas anuales que le legó un tío suyo; pero solo en usufructo, en títulos del cuatro por ciento interior perpetuo, o sea un capital nominal de un millón de pesetas. La necesidad, eterno acicate del pobre, el temor de los azares y contingencia de lo porvenir y la propia satisfacción de la recompensa, eran poderosa parte para que Pedro, sin desfallecer un punto no se lo diese de reposo en su honrado oficio: mientras que Fortunato, sin el apremio de la lucha por la existencia, seguro de su renta, con ciega fe en la solvencia del Estado, ajeno a toda inquietud y zozobra, se entregaba a los frívolos placeres de una vida regalada y elegante, mirando con menosprecio al trabajo en sus múltiples manifestaciones. * * * Y pasaron cinco años y no estalló ninguna revolución, ni siquiera un pronunciamiento; las cosechas fueron abundantísimas; la exportación adquirió considerable incremento, se nivelaron los cambios, la circulación fiduciaria quedó reducida a sus naturales límites, y por primera vez gozó la nación de un buen gobierno. El 4 por 100 interior subió sobre la par, y el Estado, siguiendo el ejemplo de Inglaterra, Francia y otros países prósperos, ofreció a sus acreedores el reintegro del capital o reducir la deuda del 4 a 3 por 100, y se llevó a cabo la conversión, dentro del derecho perfecto y con beneplácito general. La renta de que Fortunato disponía en usufructo, quedó reducida a treinta mil pesetas. Cuando todo prosperaba, él, acreedor del Estado, venía a menos y veíase obligado a suprimir el coche. Entretanto, por una ley natural que se observa en las naciones ricas, aumentaba el precio de la mano de obra, y Pedro conseguía lo que Enrique IV de Francia ambicionó para sus súbditos: la gallina una vez por semana en el puchero. * * * Al terminar el primer quinquenio del siglo XX, el 3 por 100 interior perpetuo se cotizaba a 115 y las Cortes aprobaron un proyecto de ley convirtiendo dicho valor en 2 por 100. Fortunato cobró entonces veinte mil pesetas de renta y no tuvo más remedio que mudarse al piso segundo, mientras que Pedro, gracias al aumento creciente de su jornal, pudo trasladarse al cuarto. * * * Cinco años después una gran transformación social se había producido en el mundo civilizado, transformación debida a un movimiento evolutivo, que no se escapó a la perspicacia y previsión de muchos sociólogos y estadistas del siglo anterior. Las asociaciones de trabajadores, cada vez más perfeccionadas; la propaganda en las comarcas agrícolas, que permanecieron al principio ajenas al clamoreo de las clases proletarias; las manifestaciones del 1.º de Mayo, que trascendían a las aldeas más apartadas; las huelgas frecuentes que imponían la voluntad del trabajo sobre el capital; el creciente triunfo de los candidatos obreros en las elecciones legislativas; el Estado, por la fuerza de las cosas y por la imposición del mayor número arrojándose en brazos del socialismo, habían modificado lentamente la legislación secular y los antiguos organismos; pero, ¡cosa rara en la historia de los pueblos!, sin disturbios ni violencias y respetando el principio del derecho a la posesión legítima. Merced a este espíritu de justicia que prevaleció en los altos poderes, se reconocieron en toda su integridad los derechos de los acreedores del Estado; pero el valor del capital mermaba de día en día, y el 2 por 100 interior obtuvo cambios superiores a la par; entonces se decretó la conversión voluntaria en el 1 por 100. La renta usufructuaria de Fortunato bajó a 10.000 pesetas, y como al propio tiempo se encarecían los salarios, aquel tuvo que renunciar al servicio de su criado, mientras que Pedro ganaba un jornal de 12 pesetas. * * * En 1915 el 1 por 100 interior era convertido en ½ por 100, y Fortunato, con sus 5.000 pesetas de renta, alquiló el piso tercero de la derecha, y Pedro pudo ocupar el inmediato de la izquierda, pues su salario ascendía ya a 15 pesetas diarias, o sea 5.000 pesetas anuales próximamente, descontando los días festivos. * * * El ½ por 100 se redujo en la misma forma y por idénticas circunstancias en ¼ por 100 al expirar la segunda década del siglo XX. Fortunato vio mermada su renta a la mitad, bastando apenas para cubrir las necesidades más apremiantes de la vida: tal era el incremento del precio de las cosas, producto del trabajo. En tanto que él, usufructuario de un millón de pesetas, tenía que apelar al Rastro para vestirse, Pedro, con el sueldo de cortador de sastrería, pudo permitirse el lujo en invierno de un gabán de pieles. * * * El interés del millón de pesetas quedó limitado a 1.250 pesetas en el año 1925 por la reducción del ¼ en ⅛ por 100, y Fortunato pasó a ocupar el piso cuarto, cuando el sastre bajaba al segundo. * * * Por fin, en 1930 se llevó a cabo la última conversión del ⅛ por 100 en ¹⁄₁₆, gracias a la depreciación progresiva del capital. Fortunato el millonario disponía solo de 625 pesetas de renta al año. Era casi un pobre de solemnidad y se resignó a subir a la buhardilla y a trabajar cuando frisaba con los 55 años. No había querido estudiar profesión alguna ni aprender oficio, y tuvo que acogerse a la escoba municipal. Pedro, aprovechando los progresos de la subdivisión del trabajo, había llegado a ser un especialista en el corte de chalecos, y los principales sastres de Madrid acudían a él para la preparación de aquellas prendas. Ganaba 40.000 pesetas al año, y en el espacio de treinta y cinco logró bajar de la buhardilla al principal. * * * Las tijeras del sastre, cortando paño, habían vencido a las tijeras del rentista, cortando cupones. EN EL PLANETA MARTE Periódicos parlantes. — Supresión por inútil de la enseñanza del arte de leer y escribir. — Medios de locomoción. — Unidad política, lingüistica y religiosa. — Artículo de un periódico. — Noticias de la Tierra. — Parangón entre esta y Marte. — Prodigios de las ciencias. — Oración de los martícolas. _RESONANCIA UNIVERSAL_ es el nombre del periódico más oído del planeta Marte. Para los suscriptores hay fonógrafos a casa hita, que, sin más trabajo que oprimir un botoncito, repiten los telefonemas impresos o grabados en el peregrino confidente. Al público en general, para enterarse de las diarias noticias, le basta depositar una moneda en aparatos que abundan en calles, plazas y caminos. Apenas cae la moneda dentro del ingenioso fonógrafo, habla este en voz baja, a través de reducida abertura, de modo que solo pueda valerse de él una persona, y no resulten defraudados los intereses de la empresa. Los decretos, órdenes, reglamentos y bandos de las autoridades son pregonados en todas partes por megáfonos, que sustituyen las campanas en las torres de los templos, y los relojes dan la hora imitando la voz humana. Tanta perfección han alcanzado allí el fonógrafo y el teléfono, que el arte de leer y escribir está en desuso. El Supremo Consejo de Instrucción Pública acaba de suprimirlo de las escuelas, limitando su enseñanza a la Diplomática. Compónense las calles, las carreteras, y aun los caminos vecinales, de dos series de plataformas que se deslizan en opuesto sentido; cada una de las últimas tiene velocidad diferente; de modo que cuando los martícolas quieren trasladarse de un punto a otro, se colocan sobre la más lenta, y si desean acelerar la marcha, pueden pasar sucesivamente a la más rápida, que tiene un movimiento de 250 kilómetros por hora. Centenares de canales, cuyo principal objeto es evitar los estragos de las inundaciones periódicas producidas por la fusión de los hielos aglomerados en los polos, cruzan los continentes en todos sentidos, facilitando al mismo tiempo la navegación de buques eléctricos, que surcan las aguas con rapidez vertiginosa. Esta facilidad de comunicaciones ha producido con el transcurso del tiempo, como no podía menos de acontecer, no solo la unidad política, sino también la lingüística y hasta la religiosa. Allí no hay más que un Estado, un idioma y una creencia. De tal suerte se arraigó esta en el corazón de los marcianos con el cultivo de las ciencias, que la palabra ateísmo y las de ella derivadas no existen en los diccionarios fonográficos de aquel feliz y venturoso mundo. Y cuenta que su idioma es tan rico por la variedad y abundancia de sus voces, que las personas instruidas hablan con claridad y concisión admirables. No tienen que perder el tiempo en el estudio de otras lenguas muertas o vivas, y ni siquiera de la ortografía del propio idioma, por la razón que antes he indicado. * * * Y sin más preámbulos digo que _Resonancia Universal_, diario parlante del planeta Marte, sorprendió ha pocos días a sus oyentes con este estupendo artículo: «Sabido es por todo el mundo (allí también hay un mundo tan grande como un planeta y un planeta de los de menor cuantía del sistema solar), que los observatorios astronómicos costeados liberalmente por el Estado en interés de la noble causa de la ciencia, descubrieron, a principios del siglo, que estaba habitado nuestro vecino y colega el astro opaco número tres, conocido vulgarmente con el nombre de _Azul_. Desde entonces se organizó, merced a la generosidad de los poderes públicos, un sistema de señales luminosas, por medio de inmensos focos eléctricos situados a grandes distancias, a fin de ver si aquellos telescópicos seres querían ponerse en relación con nuestros sabios. Pues bien; al cabo de muchos años de tentativas infructuosas, según un telefonema que acabamos de recibir, los astrónomos de aquí han logrado tener un diálogo con sus colegas del otro mundo, los cuales, advirtiendo nuestras señales, adoptaron un sistema análogo para contestarnos. Al efecto establecieron un telégrafo óptico compuesto de tres inmensos focos de luz eléctrica formando un triángulo equilátero, de un décimo de meridiano cada lado, de manera que aquellos proyectaran destellos a intervalos y constituyesen una especie de alfabeto. La interpretación fue al principio dificultosa; pero algunos arqueólogos versados en el conocimiento de las escrituras antiguas cayeron en la cuenta de que los signos de los habitantes del _Azul_ para representar las letras tenían muchos puntos de semejanza con los que emplearon ha bastantes siglos nuestros antepasados, cuando el telégrafo estaba en la infancia. Más ardua fue la empresa de adoptar un lenguaje convencional; pero cuando tanto se ha progresado en los procedimientos inductivos, ¿puede sorprender a nadie que los sabios de ambos cuerpos celestes llegaran a entenderse hasta el punto de sostener conversaciones interplanetarias? »Gracias a ellas se ha descorrido el velo del astro misterioso, objeto durante tantos siglos de las cavilaciones de los astrónomos. Ya sabemos que al planeta que nosotros designamos con el nombre de _Azul_ le llaman sus naturales _Tierra_, y que el habitado por nosotros es conocido por ellos con la denominación de _Marte_. »Pueblan aquel globo 1.400 millones de seres humanos, según la opinión de varios geógrafos, aunque otros reducen esta cifra, de lo cual se infiere lo atrasada que anda allí la estadística. »La inmensa mayoría de sus habitantes vive sumida en la más vergonzosa barbarie, y el resto, que blasona de civilizado, se encuentra, a lo sumo, en el grado de perfección y adelantamiento que teníamos hace diez siglos, en aquella era histórica que calificamos de semiculta. »Aunque de pocos años a esta parte se han realizado algunos progresos, los medios de comunicación son toscos e imperfectos. Los terrícolas emplean todavía el vapor de agua, lo cual exige máquinas complicadas, y, sobre todo, pesadísimas y costosas. La ciencia eléctrica está en la infancia. No han encontrado el procedimiento práctico y económico de utilizar la electricidad como única fuerza motriz. Desconocen en absoluto el fluido _vital_ y el que llamamos _innominado_, cuyo descubrimiento tan gran revolución produjo en la mecánica. »Las dificultades de la locomoción, inherentes al atraso de la Física, unidas a la extraña organización de sociedades que no reconocen en el individuo el derecho de viajar gratuitamente, como sucede aquí, en transportes que constituyen un servicio público, obligan a la generalidad de dichos seres a vivir adheridos a la tierra que los vio nacer, y de aquí que el medio ambiente ejerza tanta influencia sobre ellos, hasta el punto de que para muchos el concepto de la patria se limita a la reunión de unos cuantos edificios, y, a lo sumo, a un accidente geográfico o histórico. »Esta forzada vida sedentaria da lugar a que subsistan aún en la _Tierra_ numerosas nacionalidades con sendas lenguas, variedad de costumbres y diversos Estados. »¡Cuán imperfecta la organización de estos! »Los más bárbaros están regidos por el capricho de un individuo, y los más adelantados por las pasiones de unos cuantos; pero en todos los países siempre son los gobiernos los que viven a costa de los pueblos: les falta descubrir el sistema de que sea el pueblo el que viva a costa de su gobierno. »Las rivalidades de los Estados, hijas casi siempre de la codicia del bien ajeno, engendran frecuentes y desastrosas guerras, que acaban con la ruina del vencido; pero aún hay una cosa peor que la guerra: el miedo de ella, que aniquila a todos a fuerza de aprestos militares. »Nada más primitivo que la indumentaria. Se visten de telas, toscamente tejidas, producto de filamentos de tallos de plantas, de los gérmenes de estas, de los capullos de un gusano o de la tonsura de cuadrúpedos, a los cuales se despoja del abrigo que les dio la Naturaleza para su propio y no ajeno uso. »Viven en tal atraso, que no han inventado, como nosotros, el sistema de caldear la atmósfera en la estación del frío, y de aquí que el vestido, acaso más caprichoso que racional, responda a la necesidad de defenderse de las inclemencias del cielo, cuando en nosotros no obedece más que a las leyes del decoro. Inútil es añadir que los terrícolas no han descubierto las finísimas telas que fabricamos, producto de microscópicos y flexibles hilos de diversos metales. »Tan escasos son los progresos realizados por la síntesis química en la Tierra, que sus habitantes, para sustentarse, no tienen más remedio que destruir millones de millones de semillas de plantas, y sacrificar inmenso número de animales. No han encontrado, como nosotros, la manera de formar los compuestos necesarios a la nutrición, y reducir su principio activo a cantidades que, en pequeñas dosis, basten no solo para el sostén, sino hasta para el regalo del individuo. »La organización social es, si cabe, más deficiente que la del Estado. La forzosa ley de la desigualdad que la Naturaleza impone a los individuos, lejos de atenuarse con sabias y previsoras medidas, y, sobre todo, con los nobles y levantados fines de la sublime caridad, adquiere cada vez mayor incremento, y de aquí que los odios, rencores y rivalidades, engendrados por la envidia y la miseria, amenacen la paz interior de las naciones. Existe además una causa que agrava de día en día estos males, llamada a producir la más tremenda de las crisis, y es que el aumento de la producción de los artículos necesarios a la existencia de los habitantes de la Tierra, no está en relación con el progresivo desarrollo de la población. Añádase a esto que los notables adelantos de la Medicina y de la Higiene, que tienden a aumentar el término medio de la vida humana, no están tampoco en relación con los de las demás ciencias, encaminados a que los alimentos y el bienestar material resulten fáciles y económicos. »Para tener una idea de la constitución de la familia en la mayor parte de aquel mundo, preciso nos sería remontarnos a la época de nuestros aborígenes, cuando imperaba solo el derecho brutal de la fuerza. En los países bárbaros, que son la inmensa mayoría, la mujer, víctima del despotismo, de la violencia y de la esclavitud, no tiene más armas para su defensa que la hipocresía, mientras que en los demás suele vivir resignada, pero no satisfecha, con los mermados derechos que le conceden la legislación y las costumbres. »La enseñanza se encuentra aún en estado rudimentario. La lozana inteligencia o inquieta atención de la juventud, entregadas a constante tortura, necesitan años y años para el estudio y provechoso cultivo de asignaturas a veces de utilidad discutible, o acaso de lenguas muertas, ajenas a los fines profesionales; cuando nosotros sometemos a los escolares al sueño hipnótico para sugerirles en deleitoso y plácido arrobamiento cuanto requiere la ciencia o arte a que muestran particular predilección desde su tierna infancia. »Nos dicen que en la _Tierra_ hay a veces justicia, pero que resulta lenta y costosa; como si el más primordial de los deberes de un Estado no consistiera en administrarla pronta y cumplida, y como si no fuese el colmo de la iniquidad, por parte del fisco, explotar la razón en tela de juicio. ¿Cuándo alcanzarán los terrícolas nuestra perfección forense? ¿Cuándo renunciarán a enojosas o interminables escrituras, y confiando las partes la simple exposición de hechos al teléfono, esperarán tranquilamente el fallo de los jueces, entregados durante las horas de audiencia al sueño hipnótico? Si bien parece un tribunal grave, circunspecto, solemne, estamos más seguros de su acierto al verle en el estado de reposo que constituye la genuina representación de la Justicia. »Allí hasta los hombres más civilizados viven en jaulas, que no otro nombre merecen para nosotros sus hacinadas, incómodas y pequeñas casas, toscamente labradas con pesados materiales de hierro, madera, piedra o tierra cocida. La arquitectura, a la cual le falta el auxilio eficaz de los adelantos científicos, no puede construir los edificios de aluminio, ligeros, suntuosos, esbeltos y elegantes, que son el encanto y ornamento, no solo de nuestras ciudades, sino también de nuestras aldeas, ni los palacios ambulantes, levantados sobre las plataformas movedizas de los caminos, que brindan gratuita hospitalidad al viajero durante sus excursiones a través de los continentes. »El terrícola ignora en qué consiste la verdadera libertad individual. Acontece que, cuanto más culto, mayor suele ser la tiranía que sobre él ejercen los deberes sociales. Víctima del reloj en los actos más vulgares de la vida, y casi siempre de la impertinencia ajena, solo hacen soportable el tormento de la comunidad la tolerancia recíproca, la benevolencia aparente y el convencionalismo perpetuo. En cambio, ¿necesitamos nosotros la asociación, ni siquiera en las horas del ordinario sustento, cuando una cajita de píldoras puede proporcionarlo durante veinte días? ¡A qué coches, tranvías, trenes, ni la eterna esclavitud de la campana, cuando aquí sirven de vehículo las mismas calles y caminos, cuyo pavimento se mueve sin cesar! »Disfrutamos de las diversiones públicas sin encerrarnos en estrechos locales, donde tal vez la incomodidad del cuerpo no compensaría los placeres del espíritu, pues ¿quién no dispone a su sabor de un megáfono y de un _telefoteidoscopio_[10] para recrear el oído y la vista con los maravillosos espectáculos que costea pródiga y liberalmente la munificencia del Gobierno? [10] Esta palabra no se encuentra todavía en ningún diccionario, pero espero que el de la _Real Academia Española_ podrá publicar un día esta o parecida definición: TELEFOTEIDOSCOPIO (del gr. τελε, lejos; φῶς, φωτός, luz; εἶδος, imagen; y σκοπέω, yo veo o yo examino), m. Aparato que por medio de hilos eléctricos reproduce las imágenes en un espejo, por grande que sea la distancia entre aquellas y este. — (N. del A.) »Los amantes a quienes separa la distancia apelan al _telefoteidoscopio_ y al teléfono, para verse con el uno y para transmitirse con el otro las jamás enojosas y nunca inútilmente reiteradas protestas de amor, cambiando entre sí las corrientes del fluido vital (que apenas presienten los terrícolas), el cual sumerge a ambos en deleitoso éxtasis, produciendo en los sujetos el maravilloso fenómeno de la unidad y simultaneidad de ideas y sensaciones. »La poesía, amenazada, al parecer, de muerte a medida que lo útil y lo práctico prevalecía en nuestras costumbres, renace pujante y vigorosa, hallando inagotable manantial de inspiraciones en los secretos arrancados a la Naturaleza, en la contemplación de las admirables leyes que rigen al Universo, en la armonía asombrosa de los espacios siderales y en el esplendor y magnificencia de las obras del Altísimo. »¡Y en tanto que la poesía filosófica remonta el vuelo a lo infinito, existe aquella que vivirá eternamente, mientras la perpetuación de nuestra especie dependa de la dulce y misteriosa atracción de dos seres racionales, y mientras el amor maternal subsista sobre la faz de los mundos! »¡Benditos vosotros, nobles campeones de la ciencia, que tanto contribuisteis a nuestro bienestar material, a la independencia y autonomía del individuo y, sobre todo, a la paz indestructible cimentada en el derecho y en la unidad política del planeta! ¡Siglo dichoso este, que ve surgir la edad a la cual los antiguos, en su sencilla y grosera ignorancia, llamaron dorada, y no porque volvamos al idilio de los tiempos primitivos soñado por los poetas, sino porque los adelantos físicos han traído consigo el mejoramiento moral o intelectual de la familia humana!...» * * * Los megáfonos de todos los templos de la capital de Marte anunciaron la hora de la oración, y descubriéndose la gente con religioso respeto, alzando los ojos al cielo, repetía esta plegaria, que aquellas máquinas pronunciaban desde lo alto de las torres con voz grave, reposada y solemne: «Padre común de los mortales, Creador y Señor de cuanto existe en el espacio y del mismo espacio, bendito y alabado sea tu nombre eternamente. «Consérvanos, Señor, ante todo la inteligencia, destello solo de la tuya, a fin de que dominemos la materia y las fuerzas naturales que para el perfeccionamiento del espíritu en la lucha con ellas pusiste en torno nuestro. »Que al perdonar a nuestros deudores encontremos el premio de tu bondad sin límites, y apártanos de la soberbia, porque nuestras pobres obras nada son, nada valen, ni nada significan comparadas con la grandeza inconmensurable de las tuyas. «Líbranos del mal y concede el bien a nuestros enemigos, y cuando llegue el término de la vida planetaria, otórganos la eterna con el goce de tu amor infinito.» Y las voces de los megáfonos resonaban en plazas y calles, y en medio de la soledad de los campos y de los mares, infundiendo en todos los corazones religioso recogimiento, purísimo amor al Omnipotente y la dulce esperanza del bien futuro e imperecedero. EL DRAGÓN DE MONTESA O LOS RECTOS JUICIOS DE LA POSTERIDAD Al caer de una crudísima y ventosa tarde de enero, un dragón de Montesa, puesto sobre un caballo tordillo, calado el reluciente casco, el cuello del capote hasta las sienes, pendiente del cinto el largo sable y afianzada la tercerola, hacía centinela en la Plaza de Oriente de Madrid, junto a la estatua de don Sancho el Bravo, cuando de pronto jinete y cabalgadura quedaron muertos de frío. En esto comenzó a nevar copiosamente y a descender el termómetro, hasta el punto de que, algunas horas después, señalaba 55 grados centígrados bajo cero. Y sobrevino una noche horrorosa, que se prolongó por espacio de tres meses. Europa, el Norte de África, la Australia y una parte de Asia y América fueron sepultadas bajo un sudario de nieve de muchos metros de espesor; el Atlántico, el Pacífico, el Océano Índico y el mar de la China se precipitaron furiosos sobre islas y continentes, dejando solo al descubierto las cumbres del Himalaya, y los 1.400 millones de seres humanos que poblaban la Tierra quedaron reducidos a unas cuantas tribus nómadas semisalvajes e ignorantes de la civilización europea, que habitaban las elevadas mesetas de la gran cordillera asiática. La aproximación de un cometa perturbando el movimiento rotativo de la Tierra había variado de súbito su eje. La Península ibérica pasó a ser una región del polo boreal. Madrid se encontraba a los 85 grados y 27 minutos de latitud Norte. * * * Transcurren años y años y siglos y siglos; los mares se retiran a sus antiguos límites; las tierras anegadas reaparecen y los polos vuelven a su primer estado. La acción solar recobra su perdido imperio en la desierta España, y comienzan a liquidarse las enormes masas de nieve helada aglomeradas en los valles. De las cordilleras de la Península se desprenden aludes como montañas, que bajan despeñados para sumergirse en las turbulentas aguas que cubren las hondonadas, y aparecer luego sobre la superficie de aquellas a manera de grandes islas flotantes. El exuberante raudal, siguiendo las antiguas cuencas, ora formando inmensos lagos, ora anchurosos y dilatados ríos, se precipita entre abruptas y colosales moles de brillantes facetas cubiertas de cristalinos carámbanos. Por todas partes el hielo ofrece en magnífica abundancia y grandiosa perspectiva las múltiples obras y variados estilos que pudo inventar el genio de la arquitectura. Aquí la pagoda india de sobrepuestos pisos, el esbelto minarete árabe, la severa columna dórica, la afilada aguja del obelisco, el imponente torreón del castillo feudal, el gótico campanario coronado de afiligranadas torrecillas, la cúpula majestuosa del Renacimiento y la bóveda atrevida del arte ojival, y allí el corvo espolón de un buque blindado, la proa lanzada de un barco de vela, el hondo foso y la empinada contraescarpa de una fortaleza. Más allá masas confusas, aglomeraciones ciclópeas, cerros cortados a pico, inclinados, que se juntan por las cimas, dejando entre sí espaciosas y profundísimas cavernas donde penetran lejanos rayos de luz, reflejándose y descomponiéndose con todos los colores del iris. Doquiera el incesante estrépito de témpanos que resbalan por las laderas de los montes y en progresivo movimiento ruedan al fondo, de rugientes cataratas que se desprenden de considerable altura, y de informes bloques de hielo que se dislocan y rajan y al propio peso se desploman. El Atlántico invade la desembocadura del Tajo, y juntando sus aguas con las de la gran arteria fluvial que dilata las orillas hasta las altas sierras, recibe en su seno enormes bancos de hielo, los cuales, a impulsos del viento, surcan las olas del mar espacioso, hasta liquidarse en las calientes zonas. Un barco ballenero aborda acaso la errante isla, cuyas entrañas encierran todavía vestigios de la que fue capital de España. La acción del frío ha conservado momificados, a través de los siglos, al dragón de Montesa y el caballo sorprendidos por la ventisca a la puerta del Real Palacio.[11] Junto a ellos yacen hacinados los restos de la garita de caballería, el puesto de agua y fragmentos de la estatua de don Sancho el Bravo. Encuentran los pescadores estas reliquias de una época que se pierde en la noche de los tiempos, y solícitos las recogen, y con la preciosa carga se hacen a la vela con rumbo a la antigua costa del Senegal. [11] A fines del siglo XVIII se encontró en Siberia entre el hielo, conservada por la acción del frío, la momia de un _mamuth_, cuya especie ha desaparecido. Existe allí un pueblo, descendiente como el resto de la humanidad, de las hordas que se salvaron del nuevo diluvio en las altas mesetas del Himalaya, pueblo tan de suyo pacífico, que apenas conserva nociones del arte militar, aunque cuenta con una legión de sabios pletóricos de erudición, devorados por la sed de las investigaciones. Todos ellos acogen con júbilo aquel tesoro de la edad prehistórica, y a porfía tratan de reconstituir los valiosos objetos que han de figurar en preferente sitio en el Museo Arqueológico. Algunos están hechos pedazos, deteriorados otros, incompletos los demás; pero no faltarán hábiles restauradores que los compongan, dando a los remiendos hasta la pátina antediluviana. Por fin llega el deseado día en que los representantes de la sabiduría oficial dan a luz el luminoso informe confiado a su reconocida competencia o indiscutible autoridad, y presentan, reconstituidos y restaurados ante el más selecto de los auditorios, los preciosos y sin par ejemplares de un hombre, un caballo y diversos objetos de la más remota antigüedad. «En primer lugar —dice el ponente de la comisión informadora—, han llamado nuestra atención la cabeza y el brazo derecho de una estatua de piedra. La expresión majestuosa de aquella, la actitud enérgica del segundo, extendido hacia el cielo, han confirmado plenamente nuestra primera impresión, de que nos encontrábamos en presencia de un ídolo. Y si no, juzgad vosotros.» (Enseña los dos fragmentos de la estatua de don Sancho. El auditorio da muestras de aprobación.) «Siendo este un ídolo —prosigue— hay motivos para creer que ese mueble pintado de blanco, símbolo de la pureza, y con rayas azules, color del cielo, es el altar.» (Y señala el puesto de agua restaurado.) «Y que era altar destinado a los sacrificios, lo atestigua esta plancha de metal blanco, que cubre el ara, para recoger la sangre de las víctimas con pulcritud y sin detrimento de la madera.» (Y pone la mano sobre el cinc de la mesa.) «Tenemos, pues, el ídolo, el altar y el ara de los sacrificios; pero estos ejemplares de la época anterior al diluvio, nada valen comparados con los notables objetos que vamos a exponeros. El hallazgo ha sido tal, que hasta nos ha permitido reconstituir parte del santuario del ídolo. Vedlo.» (Y muestra con orgullo la garita de caballería, convertida en pagoda por obra y arte de los restauradores.) «En cuanto al caballo, la comisión opina que era la víctima destinada al sacrificio, pues la costumbre de inmolar estos animales se pierde en la oscuridad de los tiempos más remotos. En prueba de ello recordaréis que, según la tradición transmitida por las tribus indias que se salvaron en los valles superiores del Himalaya del casi universal diluvio, y de las cuales descendemos todos, Vichnu, segundo término de la trinidad bráhmica, en una de sus primeras encarnaciones tomó la forma de enano para confundir a Balí, quien _había sacrificado cien caballos_ para tener derecho al trono de Indra. »Hay además otro indicio que no podemos menos de someter a vuestra consideración. El caballo es tordo claro, casi blanco, y nadie ignora que este último era el color propicio a los dioses. »Reconocido el caballo como la víctima que iba a ser inmolada en aras del ídolo, hemos deducido naturalmente que este hombre de tan extraña manera vestido, cubierto con largo ropaje, tal vez el de ceremonias, era el sacerdote sacrificador.» (Y presenta la momia del dragón de Montesa.) «Como si no fuera bastante lo expuesto, a los pies del sacerdote se encontró un pedazo de la cuchilla de los sacrificios.» (Y blande un fragmento del sable.) «Por cierto que esta cuchilla tiene junto a la empuñadura una inscripción con caracteres para nosotros desconocidos, la cual debe ser una invocación a la Divinidad.» (La inscripción dice: FÁBRICA DE TOLEDO.) «En uno de los bolsillos del sacerdote hemos encontrado un documento importante. Va encabezado con caracteres parecidos a los de la cuchilla, que tampoco hemos podido descifrar por no tener ninguna analogía con las escrituras conocidas; pero siguen a ellos columnas de números iguales a los que nuestros antepasados aprendieron de una tribu musulmana. ¿Qué significa este documento prehistórico? ¿Será aventurado suponer que nos encontramos en presencia de la _Tabla cabalística de los augures_, o tal vez de la _Clave de los sagrados misterios_, reservada solo a una casta sacerdotal?» (Y ante el atónito auditorio exhibe un _Suplemento a El Tío Jindama_, con la lista de los números premiados en un sorteo de la lotería de Madrid.) «¿A qué religión pertenecía este sacerdote? Pregunta es esta a la cual no nos atrevemos a contestar de una manera categórica; pero desde luego afirmamos que hemos encontrado algunas reminiscencias del brahmanismo. Sabido es, por ejemplo, que los _vichnu-baktas_, o sectarios de Vichnu, llevaban sobre el pecho una especie de medalla de cobre en la cual estaba grabada la imagen del mono Anumanta. Pues bien, junto a los restos del altar se encontró este pedazo de vidrio, con un papel a él adherido representando al mismo animal.» (Mientras habla así, somete al examen del auditorio un fragmento de botella de _Anís del Mono_ procedente del puesto de agua.) «Este feliz hallazgo dará ocasión a uno de nuestros más ilustres colegas para escribir un interesante libro con el título de _Influencia del brahmanismo en las religiones de los pueblos antediluvianos de Occidente_. »Vamos a exponeros otros objetos de inapreciable mérito arqueológico. He aquí una lámpara votiva.» (Y enseña con algunos remiendos y añadiduras de los restauradores, el casco invertido del soldado de caballería.) «Que era aquel un pueblo adelantado en el orden científico, lo demuestra este fragmento del pararrayos del santuario.» (Alude a un trozo del cañón de la tercerola.) «Aquí tenéis el cepillo de las ofrendas. Ofrece una particularidad: es de cristal para que aquellas fuesen públicas. Así se estimulaba la largueza de los fieles, se ponía de manifiesto la ruindad de los avaros, y se fiscalizaba a los servidores del culto. ¡Elocuente testimonio de la previsión prehistórica!» (Saca la caja de vidrio y hoja de lata donde la aguadora guardaba los azucarillos.) «En el seno de la comisión investigadora han surgido dudas respecto de la procedencia de esta momia humana. Algunos dignísimos individuos, en vista del color negro del pelo y de la barba, sostenían que aquella era originaria de un clima caliente, o por lo menos templado. Otros, no menos respetables por su saber y acreditada competencia en materias antropológicas, objetaban, fundándose en las prendas de vestir y en el sitio donde fue hallada, que procedía de un país septentrional. Varios conciliaban las opuestas opiniones con este razonamiento: “Esta momia perteneció a una casta sacerdotal; las clases sacerdotales residían en las zonas templadas más civilizadas, donde debieron tener su origen, y acaso enviaban misioneros a los pueblos menos cultos del Norte. ¿No podría ser por lo tanto un hombre meridional que se encontrase accidentalmente ejerciendo sus funciones sagradas en una comarca extraordinariamente fría?” Cuando era más acalorada la controversia, vino a darle término un feliz hallazgo, poniendo de acuerdo los contrarios pareceres. La momia tuvo el pelo y la barba rubios, como suelen tenerlo los hijos del Norte, pero se teñía de negro. Sí, señores, se teñía de negro, y llevaba consigo una bolsa con varios artículos de tocador. Helos aquí: un peine, un cepillo, y en una cajita el cosmético. ¡Señores, qué adquisición! ¡El cosmético fósil!» (Y presenta la caja de betún hallada en la bolsa de _trastes_ del exdragón de Montesa.) «Pero como si no bastaran tantas riquezas, la suerte nos deparaba un objeto de más valor: un ejemplar numismático. ¡El único, prehistórico, que existe en el mundo! Es una medalla de cobre. En el anverso hay una matrona sentada, con el brazo extendido en actitud enérgica, y en el reverso un arrogante león con las manos levantadas haciendo equilibrios, apoyándose en un aro. Todos vosotros habréis adivinado el objeto y significación de esta preciosa y sin igual reliquia arqueológica, que hemos clasificado así: _Medalla conmemorativa de una domadora de leones._» (Y el docto auditorio admira aquel prodigio numismático, y el Museo Arqueológico se enriquece con el último perro chico de la pobre España.) EL MONSTRUO Don Santiago, el tendero de ultramarinos de la calle del Lobo, a fuerza de economías, sin defraudar en el peso ni en la calidad de los artículos, porque era hombre muy de bien, logró, al cabo de veinticinco años de trabajo y perseverancia, retirarse por completo de los negocios, reuniendo un caudal de cien mil pesetas. ¿En qué iba a emplear el laborioso fruto de sus afanes? — ¿En qué colocaré mi dinero? —se preguntaba todas las noches al acostarse, y esta idea fija en su imaginación no le permitía conciliar el sueño—. ¿En acciones del Banco de España? — ¡Se cotizan ya tan altas! — ¿En papel del Estado? — ¡Si todo se lo ha de llevar la trampa! — ¿En empresas particulares? — ¡Buenos están el comercio y la industria! —¿En acciones u obligaciones de ferrocarriles? — ¡Quién viaja en este desdichado país! — Cuando las transacciones mercantiles vienen a menos, ¡cómo ha de haber tráfico! Por fin tomó una resolución y fue apelar al consejo de su amigo don Frutos, concejal, diputado a Cortes y hombre ducho en los negocios. —Si no fueses tan caviloso y pusilánime —le contestó don Frutos—, mi opinión sería que adquirieses papel del Estado, y hasta que doblases la renta por medio del sistema de las pignoraciones o haciendo alguna jugadita de Bolsa; pero para esto se necesita corazón, o por lo menos, desconocimiento del peligro. Como careces de estas circunstancias, y además deseas ante todo la tranquilidad y no te ciega la ambición, creo que lo menos malo que puedes hacer es fincarte en Madrid. Los terrenos del Ensanche ganan de día en día; compra un solar, labra una casita económica y resérvate un cuartito a tu gusto, y así tú y la familia tendréis albergue y una renta, aunque modestísima, suficiente a vuestras limitadas necesidades, sin veros obligados a acudir al préstamo o a mermar el capital, para atender a las exigencias de la vida. El consejo sedujo a don Santiago. ¡Qué feliz iba a ser con su casita! ¡Haría los planos a su gusto, y dirigiría las obras! ¡Nada de contratistas! ¡Todo por administración! ¡A él no le engañaba nadie! ¡Mucha economía y al mismo tiempo perfecta solidez! En los cimientos emplearíanse el pedernal de Vicálvaro, el mejor ladrillo santo y buen mortero: todo a fuerza de pisón. Después se asentaría la fábrica de ladrillo recocho, muy cocido, hasta enrasar con la calle. En la fachada dos hiladas de granito de Colmenar, y ladrillo fino y prensado en el paramento para evitar así los gastos de revoque. ¡Será una fachada _irrevocable_! —decía el extendero—. En las crujías y medianerías, entramados de excelente madera de Cuenca, tabicados de ladrillo pintón. Nada de cascote en las medianerías: esto ya no se usa. Los pisos habían de ser de hierro en la planta baja, pintados de minio, a prueba de humedades, y de bovedilla, con entarimado. Los demás, de viguetas de madera de Cuenca, forjados y solados con baldosín fino de Ariza. ¿Y la distribución de la casa? Ya la tenía trazada en su imaginación el futuro casero, antes de conocer la figura geométrica del solar. Hechas estas prevenciones, aunque hombre de suyo prudente y reflexivo, adquirió a diez reales el pie el primer terreno que le ofrecieron en el barrio de Salamanca: tal le apretaba el deseo de verse propietario. Era un solar situado en una de esas calles sin servicios municipales, que no figuran más que en los planos; solo medía cuatro mil pies cuadrados, y sobre él levantó don Santiago el suntuoso alcázar de sus ilusiones. Pero pronto comenzaron estas a desvanecerse. El novel propietario vio defraudados sus inexpertos cálculos sobre la construcción de la obra, y no tuvo en cuenta la paternal solicitud que el Estado y el Ayuntamiento de Madrid dispensan a los que, si bien movidos por un interés particular, contribuyen al aumento de la riqueza imponible, proporcionando vida a muchas industrias, el pan a numerosos obreros, la higiene a la población y comodidad a sus habitantes. ¡Qué de gabelas sin fin desde la compra del solar hasta que la finca está en condiciones de reportar productos! ¡Papel sellado, derechos de transmisión de dominio, tira de cuerdas, licencias de edificación, de valla y de acometida a la alcantarilla, arbitrio sobre materiales de construcción, permiso para alquilar y timbre de contratos y recibos! ¡Y esto prescindiendo de otros gastos naturales, como el notario y registrador de la propiedad! —¡Pero hombre, —exclamaba don Santiago, hablando con don Frutos—: el Estado y el Ayuntamiento me saquean cuando yo no gano todavía nada! —No te quejes —contestaba el diputado concejal—. El Estado y el Ayuntamiento son previsores: si te imponen estos gravámenes en la construcción de la casa, en cambio te eximirán del pago de la contribución durante el primer año. —Sí; pero mi capital no produce interés durante los dos años de las obras. —No hay más remedio —replicaba don Frutos—, es preciso vigorizar la Hacienda pública. ¿Cómo se satisfacen si no las crecientes atenciones municipales, y las enormes obligaciones del Estado? Hay que buscar el dinero donde se encuentra de una manera manifiesta y tangible, donde no pueda escapar a los ojos del fisco, como por ejemplo, en la propiedad y en la industria, y prescindir de ciertas teorías sobre la equidad en el reparto de los impuestos, muy buenas sin duda para leídas, pero sin resultado en el terreno de la experiencia, mayormente en este desdichado país donde no existe el sentido moral por parte del contribuyente en sus relaciones con la Administración. —¡Pero no te parece a ti que sería mejor que esta comenzase dando el ejemplo, mostrándose justa, equitativa y paternal para con los administrados! * * * Durante el verano de 1873 quedó completamente terminada la casa de don Santiago, quien se trasladó a ella, ocupando la más modesta de sus habitaciones, en compañía de un hijo, la esposa de este, tres sobrinos (que constituían toda la familia), y una criada. La obra, a pesar de que fue preciso renunciar a las vigas de hierro, a la madera nueva de Cuenca y al ladrillo fino, y sustituir las primeras con materiales procedentes de derribos, importó noventa mil pesetas, que unidas a las diez mil del solar, hicieron ascender el valor de la casa a cien mil pesetas. El producto neto de la renta anual, calculada al principio en cinco mil quinientas pesetas, quedó reducido a cuatro mil quinientas. * * * A los seis años bajó al sepulcro el extendero, víctima de la tisis, azote de su familia, y en el espacio de catorce fueron heredando sucesivamente la finca, el hijo, la nuera, los tres sobrinos y la criada. Poco ha que falleció esta, habiendo testado en favor de su alma. Don Frutos, constante amigo de la casa y habitual concurrente a ella, fue el paño de lágrimas de todos, desempeñando en las diversas testamentarías las funciones de albacea y llevando su generosidad hasta el punto de prestar a módico interés las cantidades que devengó la Hacienda por diferentes conceptos. Al proceder a la liquidación general para saldar su cuenta, resultó que don Frutos había entregado al fisco las siguientes cantidades: Derechos reales por la compra del solar, que costó 10.000 pesetas (3 por 100) 300 Transmisiones de dominio de la casa, tasada en 100.000 pesetas: Al heredar el hijo (1 por 100) 1.000 Idem la esposa de este (3 por 100) 3.000 Idem el hermano de la anterior, que era además sobrina de don Santiago (4 por 100) 4.000 Idem un sobrino carnal del último testador (5 por 100) 5.000 Idem un primo hermano del precedente (6 por 100) 6.000 Idem la criada (9 por 100, entre extraños) 9.000 Idem el alma de la criada (8 por 100, según la ley de 5 de agosto de 1893) 8.000 _Total._ 36.300 Además el 1½ de premio de liquidación de las diferentes transmisiones (que percibe el Estado en las capitales de provincia) 544 _Total por derechos reales._ 36.844 Contribución territorial, con el gravamen correspondiente y el recargo del Ensanche, durante el tiempo que don Santiago y su familia disfrutaron de la casa 24.096 _Total devengado por la Hacienda._ 60.940 Agregando a esta cifra los arbitrios municipales que afectan directamente a la propiedad, don Frutos dedujo que el Estado y el Municipio consumieron en el espacio de veinte años dos terceras partes del valor de la finca. * * * Proudhon pedía solo para el Estado la sexta parte de los alquileres y arrendamientos (sesión de la Asamblea Constituyente francesa de 31 de Julio de 1848); pero don Frutos deja muy atrás al padre de la anarquía contemporánea al votar todos los años los presupuestos en las Cortes y en el Ayuntamiento de Madrid. A semejanza del personaje de Molière, que hablaba en prosa, sin saberlo, todavía ignora que el deseo de dar pasto a la voracidad insaciable de la Hacienda, le ha convertido en entusiasta campeón del socialismo de Estado. En las discusiones políticas, empero, se revuelve airado contra los enemigos del orden social, que amenazan destruir la libertad individual, la propiedad, la familia, el santuario de las conciencias y la paz de los espíritus. * * * La casa que edificó don Santiago fue puesta a subasta por el juzgado. A falta de postores, don Frutos tuvo que resignarse a ser propietario, para reintegrarse así de las cantidades por él anticipadas y los intereses correspondientes. De la familia del modesto industrial de la calle del Lobo (hoy Echegaray), ni siquiera queda el recuerdo. El microbio de la tisis acabó con aquella, y el monstruo del Estado, después de devorar el modesto patrimonio, adquirido a costa de tantos trabajos y privaciones, hasta se ensañó con el alma de la criada. EL FIN DE BARCELONA Gozaba el Dr. Puff fama universal por sus profundos conocimientos geológicos, meteorológicos y astronómicos, y nadie le aventajó en la ciencia de predecir los trastornos de la naturaleza. Era el verdadero Zaragozano de la lluvia y del buen tiempo, y el único Zaragozano para profetizar los fenómenos sísmicos y las erupciones volcánicas. El terremoto de Krakatoa, que sepultó en el mar una parte de aquella isla, causa de tantas muertes, males y ruinas y objeto general de conmiseración y espanto, era considerado por el eminente sabio como el primero de sus triunfos, pues él y solo él, a despecho de la incredulidad de las academias y de la indiferencia del público, pronosticó y hasta consiguió fijar con precisión matemática el día, la hora, el minuto y el lugar de la catástrofe. Desde entonces, la autoridad y el prestigio del Dr. Puff fueron indiscutibles: había descubierto el secreto de las sacudidas geogénicas, las leyes a que obedecen y las causas que en determinadas circunstancias las producen. Consagrado única y exclusivamente a la ciencia por él creada, ajeno a las pompas y vanidades del mundo, recluido en su observatorio, en medio de las asperezas y soledades de Monte Gray en los Estados Unidos, atento solo al bien de sus semejantes, no se daba punto de reposo en sus difíciles e intrincados cálculos para anunciar con exactitud los terremotos y poner así a cubierto de todo riesgo las vidas de innumerables seres humanos. Una noche, después de largo y laborioso estudio, invertido principalmente en una serie inacabable de operaciones aritméticas y algebraicas, extendió sobre la mesa de su despacho una gran carta de la cuenca del Mediterráneo, midió con el compás algunas distancias, y fijándose de pronto en un punto que correspondía al meridiano de Barcelona, a tres millas al Sur de aquel puerto, exclamó dándose una palmada en la frente: —¡No hay duda, aquí va a ser! ¡Pobre ciudad! ¡Infelices habitantes! Pero yo puedo salvarlos... es mi deber profesional... corramos... aún es tiempo... Y en el acto se puso delante del aparato telefónico, levantó los auriculares, oprimió el botón, sonó el timbre, pidió comunicación con el periódico _El Heraldo_, de Nueva York, y gritó: —¡Heraldo! ¡Heraldo! Anuncie usted para mañana viernes, a la una y seis minutos de la tarde, un espantoso temblor de tierra en la costa de Cataluña. Máximum de intensidad: en el mar a tres millas al Sur de Barcelona. — Duración: seis segundos. — Como en la catástrofe del Callao de 1746, una ola, cuya altura no ha de bajar de veintisiete metros, invadirá momentáneamente la población, arrasándola toda. Los pueblos del litoral, desde Blanes a Tarragona, están amenazados. ¡Que se pongan en salvo sus habitantes! El _Heraldo_ de Nueva York publicó el viernes por la mañana este _telefonema_, el cual fue reexpedido por telégrafo a Europa, pudiendo aparecer en todos los periódicos del antiguo mundo el mismo día, gracias a la diferencia de meridiano. ¿Cuál no sería el estupor de los habitantes de Barcelona al leer esta noticia en la sección telegráfica de los diarios locales? Tomáronla algunos a broma, dudaron otros; pero los más dieron crédito al pronóstico, porque recordaban la profecía de San Vicente Ferrer, y por la autoridad inconcusa de que disfrutaba sobre la redondez de la tierra el eminente sabio americano, desde que los resultados experimentales elevaron la ciencia por él descubierta a la categoría de infalible. Al estupor, primer impulso de resistencia que oponemos a la sorpresa, sucedió el pánico, el terrible pánico que se manifiesta de pronto en los espíritus débiles, hace vacilar los fuertes, y perturbando la razón, cunde y se propaga por todas partes con la rapidez del rayo. Eran las diez de la mañana, y la pluma se resiste a describir el conmovedor o imponente espectáculo que ofrecía la ciudad condal. Confusa, revuelta y varia multitud de gentes a las cuales el común peligro contagiaba el espanto, corría desolada y despavorida buscando en los vecinos montes momentáneo refugio a la próxima o inevitable catástrofe. Aquí una madre, indiferente al propio y general peligro y solo atenta a la salvación del tierno fruto de sus entrañas, lo apretaba en sus brazos y huía jadeante a todo el correr de sus débiles fuerzas. Allí un enfermo demacrado, a quien se las prestaba el supremo instinto de conservación, pugnaba con vacilante paso por seguir a la muchedumbre fugitiva. Más allá un fuerte mancebo cargaba sobre sus robustos hombros el cuerpo inerte de decrépito y paralítico anciano, y con la pesada carga se esforzaba en vano en aligerar los pies. Un viejo devorado por la avaricia se encerraba en su casa atrancando la puerta, resuelto a perder la vida antes que abandonar el escondido tesoro; que a tales aberraciones conduce la senil pasión de la riqueza. En la puerta de un cuartel permanecía firme en su puesto el centinela, más temeroso de la ordenanza que de la muerte. Numerosas personas, juzgándola inevitable, caían de rodillas en mitad de la calle, y elevando sus suplicantes ojos al cielo imploraban su postrer auxilio. Acudían otras presurosas a los templos buscando bajo sus sagradas bóvedas el supremo refugio de la esperanza. Atronaban el espacio los gritos de desesperación lanzados por millares de mujeres, en tanto que los hombres, silenciosos y cabizbajos, pretendían inútilmente oponer la viril energía a las ruidosas expansiones del dolor. Las autoridades, sorprendidas por el inesperado suceso, cruzábanse de brazos luchando con la perplejidad y la impotencia. A toda prisa los buques zarpaban en el puerto haciendo rumbo a alta mar, porque, a semejanza de lo que sucedió en el Callao, corrían peligro de ser arrojados por la enorme ola a dos o tres kilómetros tierra adentro. Desordenadas masas atropellábanse en agitado remolino para tomar al asalto trenes, tranvías, ómnibus y cuantos medios de transporte facilitasen la fuga. Por todas partes movimiento, confusión, desenfreno, voces ensordecedoras, la lucha brutal y egoísta por la existencia y el paroxismo de la locura del pánico. A la una de la tarde la mayoría de los habitantes de Barcelona y de su llano coronaban los montes que, formando grandioso anfiteatro, lo circundan, ciñen y rodean desde Montjuich hasta Moncada. Faltaban cinco minutos; se acercaba el momento supremo; los corazones latían con violencia; los ojos, como fascinados por el mar, fijábanse en su tersa y tranquila superficie, sobre la cual rielaban los brillantes rayos del sol, y profundo, imponente y aterrador silencio reinaba en medio de la atónita y suspensa muchedumbre. Era un hermoso y espléndido día de primavera. Ni una nube en el transparente y claro azul del cielo, ni un soplo de aire moviendo blandamente las hojas de los árboles. Todo reposo y calma en la apacible e indiferente naturaleza; todo zozobra, inquietud y miedo en los atribulados espíritus. Mas cuando la aterrada multitud esperaba sentir de pronto temblar el suelo y conmoverse el firmamento; oír el formidable estampido del trueno en el abismo, y el prolongado fragor de edificios que repentinamente vacilan sobre sus cimientos, se desploman, caen y derrumban; y ver la tierra convertida en trágico teatro de desolación y ruina, y el mar, rompiendo sus naturales lindes, envolver, sumergir y arrasar con el flujo y reflujo de sus turbulentas olas la gran ciudad, orgullo de sus hijos, gloria de España y admiración del mundo, estremecieron el aire voces infantiles, que en diversos puntos sin cesar gritaban: «¡_El Extraordinario_, con el último parte del doctor Puff!» La gente arrebataba de manos de los vendedores el delgado papel, y leía el siguiente despacho telegráfico: «Observatorio de Monte Gray, 4 mañana. (Debe tenerse en cuenta la diferencia de meridiano.) — He pasado la noche rectificando mis cálculos. — La catástrofe de Barcelona es, por desgracia, segura; pero, por error de suma, anticipé la fecha cien mil años. — _Puff._» ÍNDICE PÁGINAS Del Cielo a España. 7 Un diálogo en el espacio. 53 La caja de cerillas. 61 Cuatro siglos de buen gobierno. 75 La taza de leche. 105 El Padre Carmelo. 123 El triunfo de la Igualdad. 129 El hombre único. 143 Lo presente juzgado por lo porvenir. 157 Un viaje a la República Argentina. 169 La Verdad desnuda. 187 La locura del anarquismo. 195 Las tijeras. 211 En el planeta Marte. 217 El dragón de Montesa, o los rectos juicios de la posteridad. 231 El Monstruo. 245 El fin de Barcelona. 255 *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 69873 ***