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NOTAS DEL TRANSCRIPTOR
En la versión de texto sin formatear las palabras en itálicas están indicadas con _guiones bajos_.
La transcripción se llevó a cabo respetando preferentemente las reglas gramaticales de la Real Academia Española (RAE), vigentes cuando la obra se publicó en 1923, y el texto disponible de las imágenes.
Por ejemplo, ciertas reglas de acentuación ortográfica del castellano, cuando la presente edición de esta obra fue publicada eran diferentes a las existentes cuando se realizó la transcripción. Palabras como vio, fue, dio, por ejemplo, en esa época llevaban acento ortográfico. Eso ha sido respetado de acuerdo con el criterio expresado en el párrafo anterior. El lector interesado puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia Española.
En la presente transcripción se decidió adecuar la ortografía de las mayúsculas acentuadas a las reglas establecidas por la RAE.
Errores evidentes de impresión y de puntuación han sido corregidos.
Se observó durante el proceso de revisión que el texto de algunas de las poesías de Miguel Ángel, publicadas en la lengua original en el Apéndice correspondiente, tienen algunas palabras que difieren ligeramente de otras versiones de la misma poesía. Así por ejemplo en la presente obra se tiene:
«La casta voglia, che 'l cor dentro infiamma».
En otras publicaciones (Biblioteca Augustana) se encuentra:
«La casta voglia che 'l cor dentro incende».
También se hace notar que es posible que en las poesías que se presentan en italiano en este trabajo, haya alguna diferencia en la ortografía de alguna palabra cuando se compare con otras ediciones de las mismas poesías. Esas diferencias, en parte se deben a que algunas ediciones usan un italiano más actualizado que el que se usaba en la época en que estas poesías fueron escritas.
El Índice de capítulos, incluido en la publicación original al final, ha sido trasladado al principio por el Transcriptor.
La portada de libro fue modificada por el Transcriptor y fue depositada en el dominio público.
VIDAS EJEMPLARES
ROMAIN ROLLAND
Universidad Nacional de México
1923
La presente obra forma parte de una serie que la Secretaría de Educación Pública edita, con el propósito de difundir la cultura clásica junto con los rasgos fundamentales del pensamiento moderno. Lo escaso y lo incompleto de las ediciones castellanas de los libros más importantes del mundo ha sido causa de que, entre nosotros, las personas cultas tengan que dedicar gran atención al estudio de las lenguas extranjeras, principalmente al inglés y al francés, y de que la gran masa de la población desconozca los libros geniales. Publicar en español ediciones clásicas es, por lo mismo, una doble necesidad de patriotismo y de cultura. De patriotismo, porque ningún pueblo que se respeta debe conformarse con que sea indispensable el uso de un idioma extraño para[Pg 6] conocer las cumbres del pensamiento; de cultura, porque no se concibe una ilustración, ni siquiera mediocre, que carezca del conocimiento indicado.
Creemos que ha llegado para nuestra raza hispanoamericana un período de renovación vigorosa y autónoma, que no puede asentarse en sólidas bases si seguimos de siervos del pensamiento francés, o del pensamiento inglés o de cualquiera otra tendencia extraña. Creemos que las razas—caracterizadas muy particularmente por las lenguas—son el órgano por el que la Historia expresa las distintas fases del espíritu humano en su lucha por conquistar la verdad y el bien, y creemos que sólo afirmando y depurando el concepto de la raza y el vigor de la raza se logra ese poder que en seguida conduce a la universalidad, meta suprema de la realización humana. Universalidad es nuestra aspiración; mas, para lograrla, es menester que nos asentemos en las fuertes raíces de nuestro tronco étnico y que en seguida exploremos el mundo y lo expresemos conforme al ingenio y al temperamento nuestros, porque el progreso del mundo exige de nosotros una interpretación personal y una expresión característica y única de la vida que nosotros vivimos. Y el primer paso para la elaboración de una cultura propia es traducir todo el acervo de la cultura contemporánea a los moldes de nuestra lengua, y en seguida difundir libros castellanos para que, sin menoscabo de la ilustración general, se expulse el libro escrito en idioma[Pg 7] extranjero. En este sentido las ediciones de la Secretaría de Educación Pública llegarán a ser útiles, no sólo para los mexicanos, sino también para todos los hijos de la raza nuestra, desde el Bravo hasta el Plata, y aun para la misma población de España, ya que muchas de las obras de esta serie no han sido traducidas jamás a nuestra lengua común.
Hacer llegar el libro excelso a las manos más humildes y lograr de esta manera la regeneración espiritual, que debe preceder a toda otra suerte de regeneración, es otro de los propósitos de estas ediciones, que en su mayor parte se repartirán gratuitamente entre las bibliotecas y escuelas que el Gobierno está abriendo por toda la República. La divulgación de estas obras viene a constituir la segunda parte de la campaña que estamos desarrollando contra el analfabetismo; pues de esta manera, después de enseñar a leer, damos lo que debe leerse, seguros de ofrecer lo mejor que existe, porque en la selección de las obras no nos guía más criterio que el de la suprema excelencia, y el propósito de formar una colección que abarque, hasta donde es posible, todos los aspectos más nobles del pensamiento humano.
En términos generales, y tal como lo dice el acuerdo respectivo, se han escogido libros fundamentales, libros esenciales, y que tienen todos la misma tendencia de ennoblecer la vida. Se comienza con “La Ilíada” de Homero, que es la[Pg 8] fuerte raíz de toda nuestra literatura, y se da lo principal de los clásicos griegos, los eternos maestros. Se incorpora después una noticia sobre la moral budista, que es como anunciación de la moral cristiana, y se da en seguida el texto de los Evangelios, que representan el más grande prodigio de la Historia y la suprema ley entre todas las que norman el espíritu; más la Divina Comedia, que es como una confirmación de los más importantes mensajes celestes.
Se publicarán, también, algunos dramas de Shakespeare, por condescendencia con la opinión corriente, y varios de Lope, el dulce, el inspirado, el magnífico poeta de la lengua castellana, con algo de Calderón y el Quijote, de Cervantes, libro sublime donde se revela el temperamento de nuestra estirpe. Seguirán después algunos volúmenes de poetas y prosistas hispanoamericanos y mexicanos; la Historia Universal de Justo Sierra, que es un resumen elocuente y corto; la Geografía de Reclus, obra llena de generosidad, y libros sobre la cuestión social que ayuden a los oprimidos y que serán señalados por una comisión técnica, junto con libros sobre artes o industrias, de aplicación práctica.
Finalmente se publicarán libros modernos y renovadores, como el Fausto y los dramas de Ibsen y Bernard Shaw; libros redentores como los de Galdós, los de Tolstoi y los de Rolland, y parte de la obra del excelso Tagore. Como no se[Pg 9] desea construir un índice exclusivo, la Secretaría ha pedido al público que designe, entre las grandes obras de la humanidad, otras diez para que entren a las prensas de la Editorial y pasen, después, a germinar conceptos y a inspirar nobles acciones en el ánimo de todos los habitantes de la República.
El Secretario de Educación Pública
JOSÉ VASCONCELOS
ÍNDICE
Pág. | |
Nota preliminar | 5 |
Prefacio | 11 |
Vida de Beethoven | 15 |
Apéndice | |
Beethoven.—Testamento de Heiligenstadt a mis hermanos Carl y (Johann) Beethoven, Heiligenstadt, a 6 de octubre de 1802 |
61 |
Cartas | |
Al pastor Amenda, en Curlandia, probablemente escrita en 1801 | 65 |
Al doctor Franz Gerhard Wegeler, Viena, 29 de junio de 1801 | 68 |
A Wegeler, Viena, 16 de noviembre de 1801 | 71 |
Cartas de Wegeler y de Eleonora von Breuning a Beethoven: | |
Carta de Wegeler, Coblenza, 28 de diciembre de 1825 | 74 |
Carta de Eleonora Wegeler, Coblenza, 29 de diciembre de 1825 | 76 |
Beethoven a Wegeler, Viena, 7 de octubre de 1826 | 77 |
A Wegeler, Viena, 17 de febrero de 1827 | 79 |
A Moscheles, Viena, 14 de marzo de 1827 | 79 |
Pensamientos | |
Sobre música | 80 |
Sobre crítica | 83 |
Bibliografía | |
Sobre las cartas de Beethoven | 84 |
Sobre la Vida de Beethoven | 85 |
Sobre la obra de Beethoven | 87 |
Retratos de Beethoven | 88 |
VIDA DE MIGUEL ÁNGEL | |
Introducción | 95 |
Miguel Ángel | 99 |
La Lucha | 117 |
I. La Fuerza | 119 |
II. La Fuerza que se rompe | 145 |
III. La Desesperación | 163 |
La Abdicación | 179 |
I. Amor. | 181 |
II. Fe | 211 |
III. Soledad | 233 |
Epílogo | |
La Muerte | 245 |
Apéndice | |
Poesías de Miguel Ángel | 253 |
Bibliografía | |
I. Escritos de Miguel Ángel | 270 |
II. Obras relativas a la vida de Miguel Ángel | 271 |
III. Vittoria Colonna | 273 |
VIDA DE TOLSTOI | |
La luz que acaba de extinguirse | 277 |
Historia de mi infancia | 292 |
Las narraciones del Cáucaso | 295 |
Los Cosacos | 296 |
Narraciones de Sebastopol | 301 |
Tres muertes | 312 |
La felicidad conyugal | 314 |
La Guerra y la Paz | 319 |
Ana Karenina | 327 |
Las Confesiones y la crisis religiosa | 335 |
La crisis social: ¿Qué debemos hacer? | 347 |
La crítica del arte | 358 |
Los Cuentos Populares | 371 |
El Poder de las Tinieblas | 375 |
La Muerte de Iván Ilich | 378 |
La Sonata a Kreutzer | 379 |
Resurrección | 385 |
Las ideas sociales de Tolstoi | 393 |
Su semblante había tomado los rasgos definitivos | 407 |
Concluye la lucha | 420 |
Apéndice | |
Las obras póstumas de Tolstoi | 431 |
“Quiero demostrar que todo el que
obra recta y noblemente, puede, por
ello mismo, sobrellevar el infortunio”.
BEETHOVEN
Al Municipio de Viena,
el 1.º de febrero de 1819.
Un denso ambiente nos envuelve. La vieja Europa se adormece en una atmósfera cargada y viciosa; un materialismo sin grandeza pesa sobre el pensamiento y estorba la acción de los gobiernos y de los individuos; el mundo muere de asfixia en su egoísmo prudente y vil, y al morir nos ahoga. Abramos las ventanas para que entre el aire puro; respiremos el aliento de los héroes.
La vida es dura. Para los que no se resignan a la mediocridad del alma es un combate diario, triste las más de las veces, librado sin grandeza ni fortuna en la soledad y en el silencio. Oprimidos por la pobreza, por los ásperos deberes domés[Pg 12]ticos, por los trabajos abrumadores y estúpidos, en los que inútilmente se pierden las fuerzas, la mayor parte de los hombres están separados los unos de los otros, sin una esperanza, sin un rayo de alegría, sin tener siquiera el consuelo de tender la mano a sus hermanos de infortunio, que nada saben de ellos y de quienes ellos nada saben. Cada uno cuenta sólo consigo mismo; y hay momentos en que los más fuertes flaquean bajo el peso de su pena, y demandan socorro y amistad.
Para ayudarlos me propongo reunir, en torno suyo, a los Amigos heroicos, a las grandes almas que se sacrificaron por el bien. Estas Vidas de Hombres Ilustres no se dirigen al orgullo de los ambiciosos, sino que están consagradas a los desventurados. ¿Y quién, en el fondo, no lo es? Ofrezcamos a quienes sufren el bálsamo del sagrado sufrimiento. No estamos solos en el combate, pues alumbran la noche del mundo luces divinas, y ahora mismo, cerca de nosotros, hemos visto brillar dos de las más puras llamas, la de la Justicia y la de la Libertad: el coronel Picquart y el pueblo boer. Si estas llamas no han logrado abrasar las espesas tinieblas, nos han mostrado, en un relámpago, el camino. Avancemos en pos de estos hombres, en pos de todos los que como ellos lucharon, aislados, esparcidos en todos los países y en todos los tiempos. Acabemos con los valladares de los siglos y resucitemos el pueblo de los héroes.
No llamo héroes a los que triunfaron por el pensamiento o por la fuerza; llamo héroes sólo a aquéllos que fueron grandes por el corazón. Como ha dicho, entre ellos, uno de los más altos, aquél cuya vida contamos en estas páginas: “no reconozco otro signo de excelsitud que la bondad”. Cuando no hay grandeza de carácter no hay grandes hombres, ni siquiera grandes artistas, ni grandes hombres de acción; apenas habrá ídolos exaltados por la multitud vil; pero los años destruyen ídolos y multitud. Poco nos importa el éxito, ya que se trata de ser grande y no de parecerlo.
La vida de aquéllos cuya historia intentaremos narrar en estas páginas fué casi siempre un martirio prolongado. Sea que un trágico destino haya querido forjar sus almas en el yunque del dolor físico y moral, de la enfermedad y de la miseria; o bien que asolara sus vidas y desgarrara sus corazones el espectáculo de los sufrimientos y de las vergüenzas sin nombre que torturaban a sus hermanos, todos comieron el pan cotidiano de la prueba, y fueron grandes por la energía, porque lo fueron también por la desgracia. Que no se quejen demasiado quienes son desventurados, porque los mejores de entre los hombres están con ellos. Nutrámonos del valor de estos hombres, y, si somos débiles, reposemos por un instante nuestra cabeza sobre sus rodillas, que ellos nos consolarán. Mana de estas almas sagradas un torrente de fuerza serena y de bondad omnipotente: no es[Pg 14] siquiera necesario interrogar sus obras, ni escuchar sus palabras, para que leamos en sus ojos, en la historia de su vida, que nunca la vida es más grande, más fecunda—ni más dichosa—que en el dolor.
Al frente de esta legión heroica, vemos, en primer lugar, al fuerte y puro Beethoven. Él mismo anhelaba, en medio de sus sufrimientos, que su ejemplo pudiera ser un sostén para todos los desvalidos, y que el desventurado se consolase al encontrar otro desdichado como él, que, a pesar de todos los obstáculos de la Naturaleza, había hecho cuanto de él dependía para llegar a ser un hombre digno de este nombre. Triunfante de su pena, tras años de luchas y de esfuerzos sobrehumanos, y cumplida su misión, que era, como él decía, la de infundir un poco de valor a la pobre humanidad, este Prometeo vencedor respondía a un amigo que invocaba a Dios: ¡Hombre, ayúdate a ti mismo!
Inspirémonos en su valiente palabra. Reanimemos, con su ejemplo, la fe del hombre en la vida y en el hombre.
ROMAIN ROLLAND
Enero de 1903.
Woltuen, wo man kann,
Freiheit über alles lieben,
Wahrheit nie, auch sogar am
Throne nicht verleugnen.
BEETHOVEN
(Hoja de Álbum, 1792).
(Hacer todo el bien que sea posible,
amar la libertad por encima de todo, y
aun cuando fuera por un trono,
no traicionar nunca a la Verdad).
Era pequeño y gordo, de cuello robusto, de complexión atlética; tenía una cara grande color de rojo ladrillo, menos al fin de su vida, que se tornó su tono enfermizo y amarillento, en invierno sobre todo, cuando permanecía encerrado y lejos del campo; una frente poderosa y abultada; cabellos extremadamente negros, muy espesos, en los cuales parecía que no había entrado nunca el peine, erizados por todos lados, “las[Pg 18] serpientes de Medusa”[1]; sus ojos brillaban con una fuerza prodigiosa, que dominaba a cuantos los miraban; pero casi todos se engañaron sobre el color de estos ojos. Como irradiaban con fulgor salvaje, en un semblante obscuro y trágico, se les creía generalmente negros, cuando eran de un azul gríseo[2]; pequeños y muy hundidos, se abrían bruscamente en la pasión o en la cólera y entonces giraban en sus órbitas, reflejando todos sus pensamientos con verdad maravillosa[3]. Frecuentemente se volvían hacia el cielo con una mirada melancólica. La nariz era chata y ancha, como un hocico de león: la boca delicada, con el labio inferior saliente; mandíbulas temibles que habrían podido cascar nueces; y un hoyuelo profundo en el mentón, hacia el lado derecho, daba una extraña disimetría al rostro. “Sonreía bondadosamente, dice Moscheles, y había en su conversación, a menudo, un tono amable y alentador. En cambio su risa era desagradable, violenta y gesticulante, rápida”,—la risa de un hombre que no está acostumbrado a la alegría. Su expresión habitual era melancólica, de “una tristeza incurable”. Rellstab, en 1825, decía que tenía necesidad de todas sus fuerzas para no llorar al ver “sus ojos dulces y su dolor penetrante”; Braun von Braunthal, un año después, lo encontró en una cervecería: estaba sentado en un rincón, fumando una larga pipa y con los ojos cerrados, como lo hacía más frecuentemente a medida que se aproximaba a la muerte. Un amigo le dirigió la palabra; sonrió con tristeza, [Pg 19]sacó de su bolsillo una libreta de conversación, y, con la voz aguda que adquieren a menudo los sordos, le dijo que escribiera lo que quería preguntarle. Su semblante se transfiguraba, ora en los accesos de inspiración súbita que lo acometían de improviso, aun en la calle, y que llenaban de sorpresa a los transeúntes, ora cuando se le sorprendía sentado al piano. “Los músculos de su rostro se le saltaban, sus venas se hinchaban; los ojos salvajes se hacían dos veces más terribles; le temblaba la boca, y tenía el aire de un encantador vencido por los demonios que hubiera evocado”. Parecía una figura de Shakespeare[4]; Julius Benedict dice: “El rey Lear”.
Ludwig van Beethoven nació el 16 de diciembre de 1770, en Bonn, cerca de Colonia, en una mísera bohardilla de casa pobre. Era flamenco de origen[5]; su padre, un tenor borracho y sin talento; su madre, una criada, hija de un cocinero y viuda en primeras nupcias de un ayuda de cámara.
Su infancia severa no tuvo la familiar dulzura con que la de Mozart, más feliz, estuvo rodeada. Desde el principio la vida se le reveló como un combate triste y brutal; [Pg 20]su padre quiso explotar sus disposiciones musicales y exhibirlo como un niño prodigio; a los cuatro años de edad lo sentaba, durante horas enteras, frente a su clave, o lo encerraba con un violín y lo abrumaba de trabajo. Poco faltó para que por siempre le hubiera hecho odioso el arte. Fué preciso usar de la violencia para que Beethoven aprendiera la música. Su juventud fué entristecida por las preocupaciones materiales, el cuidado de ganarse el pan, los trabajos prematuros; a los once años formaba parte de la orquesta del teatro, y a los trece era organista. En 1787 perdió a su madre, a quien adoraba. “¡Era tan buena conmigo, tan digna de ser amada, mi mejor amiga! ¡Oh, quién más feliz que yo cuando podía pronunciar el dulce nombre de madre, y que ella podía escucharme!”[6]. Había muerto de tisis, y el mismo Beethoven se creyó atacado de esa enfermedad; sufría ya constantemente y unía a su dolencia una melancolía más cruel que el propio mal[7]. A los diecisiete años era jefe de familia, encargado de la educación de sus hermanos. Pasó la vergüenza de solicitar el retiro de su padre, incapaz de dirigir la casa por borracho, y fué al hijo a quien se entregó la pensión paterna para evitar que fuese disipada. Semejantes sufrimientos dejaron en él una huella profunda. Tuvo la fortuna de encontrar un cariñoso apoyo en una familia de Bonn, que le fué siempre muy querida, los Breuning. La gentil “Lorchen”, Eleonora de Breuning, tenía dos años menos: le enseñó él la música y ella lo inició en la poesía; fué su compañera de infancia y acaso hubo entre ellos algún sentimiento tierno. Eleonora casó más tarde con el doctor Wegeler, que fué uno de los mejores amigos de Beethoven: hasta el último día no cesó de reinar entre [Pg 21]ellos una amistad apacible, de que dan testimonio las cartas dignas y cariñosas de Wegeler y de Eleonora, y las del viejo y fiel amigo (alter treuer Freund) al bueno y querido Wegeler (guter lieber Wegeler); cariño más conmovedor todavía cuando la vejez llegó para los tres sin enfriar la juventud de sus corazones[8].
Por triste que haya sido la infancia de Beethoven, conservó siempre de ella y de los lugares en que transcurrió un tierno y melancólico recuerdo. Obligado a abandonar Bonn y a pasar casi toda su vida en Viena, en la grande y frívola ciudad o en sus tristes barriadas, no olvidó nunca el valle del Rhin, ni el gran río augusto y paternal—unser Vater Rhein—como él lo llama, “nuestro padre el Rhin”, tan viviente en verdad, casi humano, semejante a un alma gigantesca por la cual pasan pensamientos y fuerzas innumerables; en ninguna parte más bello, más poderoso y más dulce que en la deliciosa Bonn, cuyas pendientes, sombreadas y florecidas, baña con la violencia de una caricia. Allá vivió Beethoven sus veinte primeros años; allá se formaron los ensueños de su corazón de adolescente, en estas praderas que flotan lánguidas sobre el agua, con sus chopos envueltos por la bruma, sus malezas, sus sauces, sus árboles frutales, que empapan las raíces en la corriente silenciosa y rápida; y, sobre la orilla inclinadas, muellemente curiosas, las aldeas, las iglesias, hasta los cementerios, en tanto que en el horizonte las Siete Montañas azuladas dibujan sobre el cielo sus perfiles atormentados, que coronan las esbeltas y bizarras siluetas de los viejos castillos en ruinas. Su corazón permaneció eternamente fiel a este país, y hasta el último instante soñó en volver [Pg 22]a verlo, sin que lo hubiese logrado nunca. “Mi patria, la hermosa región en donde yo vi la luz primera, siempre tan bella, tan clara delante de mis ojos, como cuando yo la dejé”[9].
En noviembre de 1792 Beethoven se estableció en Viena, metrópoli musical de Alemania[10]. La Revolución había estallado y comenzaba a ahogar a Europa. Beethoven salió de Bonn en el momento preciso en que la guerra llegaba, y en camino de Viena cruzó por entre los ejércitos de Hesse, que avanzaban contra Francia. En 1796 y 1797 puso música a las poesías bélicas de Friedberg, un Canto de Partida, y un Coro Patriótico, Somos un gran pueblo alemán (Ein grosses deutsches Volk sind wir); pero en vano quiso cantar a los enemigos de la Revolución, porque la Revolución conquistó al mundo y a Beethoven. Desde 1798, y a pesar de la tirantez de relaciones entre Austria y Francia, entró Beethoven en comunicación íntima con los franceses, con la embajada, con el general Bernadotte, que acababa de llegar a Viena; y en sus conversaciones con ellos comenzaron a formarse en él los sentimientos republicanos, cuyo poderoso desarrollo se advierte en el resto de su vida.
Un dibujo que en esta época le hizo Stainhauser nos muestra una imagen bastante clara de lo que era entonces [Pg 23]Beethoven. Es con relación a sus siguientes retratos, lo que el retrato de Buonaparte por Guérin—rostro áspero, devorado por la fiebre de la ambición,—es a los otros retratos de Napoleón. Aparece Beethoven más joven de lo que era, enjuto, derecho, tieso dentro de su alto corbatín, con el mirar retador y violento: sabe lo que vale, y confía en su fuerza. En 1796 escribe en su cuaderno: “¡Valor! A pesar de todas las flaquezas del cuerpo, mi genio triunfará... ¡Veinticinco años! Los tengo ya, y es necesario que en este año el hombre se revele todo entero”[11]. La señora de Bernhard y Gelinck dicen que es muy orgulloso, de modales rudos y huraños, y habla con un acento marcadamente provinciano; pero sólo sus amigos íntimos conocen la exquisita bondad que se oculta bajo ese orgulloso encogimiento. Al escribir a Wegeler acerca de sus triunfos, el primer pensamiento que le viene a la mente es: “Por ejemplo, cuando veo a un amigo necesitado, si mi bolsillo no me permite acudir inmediatamente en su ayuda, no tengo más que sentarme a la mesa de trabajo, y, en poco tiempo, lo he sacado del apuro... Ya ves que esto es encantador”[12]. Y un poco después agrega: “Mi arte debe consagrarse al bien de los pobres”. (Dann soll meine Kunst sich nur zum Besten der Armen zeigen.)
Ya el dolor había llamado a su puerta; se había apoderado de él para nunca más dejarlo. Entre 1796 y 1800 comenzaron los estragos de la sordera[13]; las orejas le [Pg 24]zumban noche y día; lo minan dolores en las entrañas; su oído se debilita progresivamente. No lo confesará a nadie durante muchos años, ni a sus amigos más queridos; evita toda compañía para que su enfermedad no sea advertida, y este terrible secreto es sólo suyo; pero en 1801 ya no lo puede callar, lo confía con desesperación a dos de sus amigos: el doctor Wegeler y el pastor Amenda:
“Mi querido, mi bueno, mi cariñoso Amenda... ¡qué a menudo he deseado tenerte cerca de mí! Tu Beethoven es profundamente desventurado. Debes saber que la parte más noble de mí mismo, mi oído, se ha debilitado mucho. Ya en la época en que estábamos juntos, sentía síntomas del mal, y lo ocultaba; pero después ha empeorado mucho... ¿Curaré? Lo espero, naturalmente, pero muy poco, porque estas enfermedades son de las más incurables. ¡Qué tristemente vivo, abandonando todo lo que amo y me es más querido, y en un mundo tan miserable, tan egoísta!... ¡Triste resignación ésta en la cual debo refugiarme! Naturalmente que me he propuesto sobreponerme a todos estos males. Pero ¿cómo me será posible?”[14].
Y a Wegeler: “...Llevo una vida miserable; desde hace dos años eludo toda compañía, porque no me es posible conversar con los demás: soy sordo. Si tuviera cualquier otro oficio, esto sería llevadero; pero en el mío mi situación es terrible. ¡Qué dirán mis enemigos, cuyo número no es corto!... En el teatro debo colocarme muy cerca de la orquesta para escuchar a los actores. Los sonidos altos de los instrumentos y de las voces no los oigo si me coloco un poco lejos... Cuando se habla suavemente, apenas entiendo... Y por otra parte, cuando se grita, ello es para mí intolerable... Frecuentemente maldigo mi existencia. Plutarco me ha llevado a la resignación. Quiero, si esto es posible, desafiar mi destino; pero hay momentos de mi vida en los cuales soy la más miserable de las criaturas... ¡Resignación! ¡Qué triste refugio, y sin embargo es el único que me queda!”[15].
Esta tristeza trágica se externa en algunas obras de esta época, en la Sonata Patética, op. 13 (1799), y sobre todo en el largo de la Tercera Sonata para piano, op. 10 (1798). Es extraño que no aparezca todavía en tantas obras más, como el riente Septimino (1800), y la límpida Primera Sinfonía (en do mayor, 1800), que reflejan todavía una despreocupación juvenil. Indudablemente que el alma necesita tiempo para acostumbrarse al dolor; siente tal necesidad de la alegría, que, cuando no la tiene, es necesario que la cree; cuando el presente es demasiado cruel, vive en el pasado; los días felices que fueron no se borran de un solo golpe, pues su fulgor persiste largo tiempo después de que pasaron. Solo y desventurado en Viena, Beethoven se refugió en su nostalgia del país natal, y sus recuerdos de entonces están todos de ella impregnados. El tema del andante con variaciones del Septimino, es sólo un lied riniano; la Sinfonía en do mayor es también una obra del Rhin, un poema de adolescencia que sonríe a sus ensueños; [Pg 26]es alegre, lánguida; se adivina en ella el deseo y la esperanza de agradar; pero en algunos de sus pasajes, en la introducción, en el claroscuro de algunos bajos sombríos, en el scherzo fantástico, se advierte ya, ¡con cuánta emoción! en este rostro de joven la mirada del genio que está por venir. Son los ojos del bambino de Botticelli, en sus Sagradas Familias, estos ojos de niño en los cuales se adivina ya la próxima tragedia.
A los sufrimientos físicos se unían trastornos de otro orden. Wegeler dice que no conoció nunca a Beethoven sin una pasión llevada al paroxismo. Sus amores parece que siempre fueron de una gran pureza, porque en ellos no hubo nunca ninguna relación entre la pasión y el placer. La confusión que se establece en nuestro tiempo entre la una y el otro, no prueba más que la ignorancia en que la mayoría de los hombres están acerca de la pasión, y de su extrema rareza. En el alma de Beethoven había algo de puritano; las conversaciones y los pensamientos licenciosos le causaban horror; tenía sobre la santidad del amor ideas intransigentes, y se dice que no perdonaba a Mozart haber profanado su genio escribiendo un Don Juan. Schindler, que fué su amigo íntimo, asegura que “cruzó por la vida con un pudor virginal, sin haber tenido nunca que reprocharse una flaqueza”. Un hombre así estaba hecho para ser engañado y ser víctima del amor, y lo fué. Sin cesar se enamoraba locamente, sin cesar soñaba con la felicidad, que en el acto fracasaba, y era seguida de amargos sufrimientos. En estas alternativas de amor y de orgullosa rebeldía es preciso buscar el más fecundo manantial de las inspiraciones de Beethoven, hasta la edad en que su fogosa naturaleza se apacigua en una resignación melancólica.
En 1801 el objeto de su pasión fué, a lo que parece, Giulietta Guicciardi, a quien inmortalizó con la dedicatoria de su famosa sonata llamada del Claro de Luna, op. 27[Pg 27] (1802). “Vivo de una manera muy dulce, escribía a Wegeler, y trato más con los hombres... Esta mudanza es obra del encanto de una muchacha adorable, que me ama y a quien yo amo. Son éstos los primeros momentos felices que tengo desde hace dos años”[16]. Los pagó duramente. Desde luego este amor le hizo sentir las miserias de su enfermedad y las condiciones precarias de su vida, que le hacían imposible desposarse con la que amaba. Además Giulietta era coqueta, infantil, egoísta; hizo sufrir cruelmente a Beethoven, y en noviembre de 1803 casó con el conde Gallenberg[17]. Semejantes pasiones arruinan el alma, y cuando el alma está ya debilitada por la enfermedad como lo estaba la de Beethoven, suelen aniquilarla. Y fué el único momento de la vida de Beethoven en que parece haber estado a punto de sucumbir. Sufrió una crisis desesperada, que nos hace conocer una de sus cartas: el Testamento de Heiligenstadt a sus hermanos Carlos y Juan, con esta indicación: ”Para ser leída y cumplida después de mi muerte“[18]. Es un grito de rebeldía y de sufrimiento desgarrador, que no puede escucharse sin sentirse penetrado de piedad. Estuvo entonces a punto de poner fin a su vida, y sólo su inflexible sentimiento moral lo detuvo[19].
Sus esperanzas últimas de curación desaparecieron. “Hasta el valor que me sostenía se ha desvanecido. ¡Oh, Providencia, concédeme una vez un día, un solo día de alegría verdadera! ¡Hace tanto tiempo que el son profundo de la perfecta alegría me es extraño! ¿Cuándo, cuándo, ¡Dios mío!, podré encontrarla? ¿Nunca?... ¡No, porque eso sería demasiado cruel!”
Parece un lamento de agonía y, sin embargo, Beethoven vivirá aún veinticinco años. Su vigorosa naturaleza no se podía resignar a sucumbir en la prueba. “Mi fuerza física aumenta más que nunca, al mismo tiempo que mi vigor intelectual... Mi juventud, sí, lo siento, apenas ha comenzado; y cada día me acerca al fin que entreveo y que no puedo definir... ¡Oh, si estuviera libre de este mal, abarcaría entre mis brazos al mundo!... ¡Pero no tengo reposo! No conozco otro descanso que el sueño, y soy tan desventurado que tengo que concederle más tiempo que enantes. Si me viera libre de mi mal, aun cuando sólo fuese a medias, entonces... No, no lo soportaré ya; quiero morder al destino, que no ha de lograr doblegarme enteramente. ¡Es tan bello vivir mil veces la vida!”[20].
Este amor, este dolor, esta voluntad, estas alternativas de postración y orgullo, estas tragedias interiores aparecen en las grandes obras escritas en 1802: la Sonata con marcha fúnebre, op. 26, la Sonata quasi una fantasía y la Sonata llamada del Claro de Luna, op. 27; la Sonata segunda, op. 31, con sus recitados dramáticos que semejan un grandioso y desolado monólogo; la Sonata en do menor para violín, op. 30, que dedicó al emperador Alejandro; la Sonata a Kreutzer, op. 47, y las seis heroicas y conmovedoras melodías religiosas sobre palabras de Gellert, op. 48. La Segunda Sinfonía, que es de 1803, refleja su amor juvenil con mayor intensidad, y en ella se advierte que su voluntad se impone sobre todo; una fuerza irresistible barre los tristes pensamientos [Pg 29]y el final se levanta en impetuoso borbotar de vida. Beethoven quiere ser feliz; no quiere consentir en creer que es irremediable su infortunio: anhela la curación, desea el amor; desborda de esperanzas[21].
En muchas de estas obras sorprende la energía y la insistencia de los ritmos de marcha y de combate, que son muy sensibles, sobre todo en el allegro y en el final de la Segunda Sinfonía, y todavía más en el primer trozo, soberbiamente heroico, de la Sonata al Emperador Alejandro. El carácter marcial, característico de esta música, recuerda la época en que fué escrita: la revolución llegaba a Viena, y Beethoven era arrastrado por ella. “Manifestaba de buena gana en la intimidad—nos dice el caballero Seyfried—su aprobación para los sucesos políticos, que juzgaba con una rara perspicacia, con mirada clara y penetrante”. Todas sus simpatías lo llevaban hacia las ideas revolucionarias; “amaba los principios republicanos”, dice Schindler, el amigo que más lo conoció en el último período de su vida. “Era partidario de la libertad sin limitaciones y de la independencia nacional... Quería que todos cooperasen en el gobierno del Estado... Deseaba para Francia el sufragio universal y confiaba en que Bonaparte lo establecería, echando así los cimientos de la felicidad del género humano”. Revolucionario romano, nutrido en Plutarco, soñaba con una república heroica, fundada por el dios de la Victoria: el Primer Cónsul; y golpe sobre golpe forjó la Sinfonía Heroica: Bonaparte [Pg 30](1804)[22], que es la “Ilíada” del Imperio; y el final de la Sinfonía en do menor (1805-1808), la epopeya de la Gloria. Primera música verdaderamente revolucionaria, el espíritu de la época revive en ella con la intensidad y la pureza que tienen los grandes sucesos en las grandes almas solitarias, cuyas impresiones no son debilitadas por el contacto de la realidad. La figura de Beethoven se muestra en ella iluminada por los resplandores de estas épicas guerras que están expresadas por doquiera, acaso sin quererlo, en las obras de este período: en la Obertura de Coriolano (1807), que tiene soplo de tempestades; en el Cuarto cuarteto, op. 18, cuyo primer trozo tiene tanto parecido con esa obertura; en la Sonata Appassionata, op. 57 (1804), de la cual decía Bismarck: “Si la escuchara yo a menudo, sería más valeroso”[23]; en la partitura de Egmont, y hasta en sus conciertos [Pg 31]para piano, en este concierto en mi bemol, cuyo virtuosismo también se hace heroico y en el que parece que pasan ejércitos. ¿Cómo sorprenderse de esto? Si Beethoven ignoraba, al escribir la Marcha fúnebre a la muerte de un héroe (de la Sonata op. 26), que el héroe más digno de sus cantos, aquél que se acercaba más que Bonaparte al modelo de la Sinfonía Heroica, Hoche, acababa de morir cerca del Rhin—al cual domina su monumento funerario, todavía ahora, desde lo alto de una pequeña colina entre Coblenza y Bonn,—había visto en la misma Viena dos veces victoriosa a la revolución. Fueron los oficiales franceses quienes asistieron en noviembre de 1805 al estreno de Fidelio, y el general Hulin, el vencedor de la Bastilla, que se instaló en la casa de Lobkowitz, amigo éste y protector de Beethoven, a quien dedicó la Heroica y la en do menor. Y todavía el 10 de mayo de 1809, Napoleón se hospedó en Schoenbrunn[24]. Bien pronto Beethoven odiará a los conquistadores franceses; pero no por ello [Pg 32] sintió menos el fervor de su epopeya, y quien no la sienta como él sólo a medias comprenderá esta música de acción y de imperiales triunfos.
Interrumpió Beethoven bruscamente la Sinfonía en do menor para escribir, de un golpe y sin sus bosquejos habituales, la Cuarta Sinfonía. La felicidad se le había revelado: en mayo de 1806 entró en relaciones con Teresa de Brunswick[25], quien lo amaba desde hacía largo tiempo, porque siendo niña recibía de él lecciones de piano, en los primeros tiempos que vivió éste en Viena. Beethoven era amigo de su hermano el conde Francisco, de quien fué huésped en Mártonvásár, Hungría, en 1806, y fué allá donde él y Teresa comenzaron a amarse. El recuerdo de estos días felices se conserva en algunos relatos de Teresa de Brunswick[26]. “Una noche de domingo, dice ella, después de comer, Beethoven se sentó al piano, a la luz de la luna. Principió por pasar su mano abierta sobre el teclado, que era su manera de preludiar siempre, y que Francisco y yo conocíamos ya. Tocó después algunos acordes en las notas bajas, y lentamente, con una solemnidad misteriosa, [Pg 33] ejecutó un canto de Sebastián Bach[27]: ‘Si quieres, darme tu corazón, que sea primero en secreto, y que nadie pueda adivinar nuestro mutuo pensamiento’. Mi madre y el cura se habían dormido; mi hermano miraba en el vacío con gravedad; y yo, bajo el influjo de su canto y de su mirada, sentía la vida en toda plenitud. En la mañana del siguiente día nos encontramos en el jardín, y me dijo: ‘Estoy escribiendo ahora una ópera cuya figura principal está delante de mí, en todas partes por donde voy, en todas partes donde estoy; nunca había alcanzado tal altura, en la que todo es luz, pureza, claridad. Hasta hoy me parecía a ese niño de los cuentos de hadas, entretenido en recoger guijarros, que no veía la flor espléndida que sobre el camino florece...’. En el mes de mayo de 1806 era su novia, sólo con el consentimiento de mi bienamado hermano Francisco”.
La Cuarta Sinfonía, escrita ese año, es una flor pura que guarda el perfume de aquellos días, los más tranquilos de su vida. En ella se ha advertido justamente “la preocupación de Beethoven, entonces, de conciliar, en tanto que fuera posible, su genio con la tradición generalmente conocida y amada de las formas transmitidas por sus predecesores”[28]. El mismo espíritu conciliador, nacido del amor, obraba sobre sus modales y manera de vivir. Ignaz von Seyfried y Grillparzer dicen que estaba pleno de ímpetus, ágil, alegre, espiritual, cortés con los demás, paciente para con los importunos, vestido con rebuscamiento; y los engaña al extremo de que no se dan cuenta de su sordera y dicen que está sano, si no es de su vista, muy debilitada[29]. Tal es la idea que de él nos [Pg 34]da un retrato de elegancia romántica y un poco amanerada que por entonces pintó Maehler. Beethoven deseaba agradar, y sabía que agradaba. El león está enamorado, y esconde sus garras; pero se adivina bajo estas apariencias, bajo la fantasía y la ternura de la Sinfonía en si bemol, la fuerza temible, el humor caprichoso y los coléricos arranques.
Esta paz profunda no debía durar; mas el influjo bienhechor del amor se prolongó hasta 1810. Beethoven le debió sin duda su dominio de sí mismo, que hizo entonces producir a su genio los más perfectos frutos: esta tragedia clásica, la Sinfonía en do menor; y este divino ensueño de un día de estío: la Sinfonía Pastoral (1808)[30]. La Appassionata, inspirada en la Tempestad de Shakespeare[31], considerada por él como la más vigorosa de sus sonatas apareció en 1807 y está dedicada al hermano de Teresa. La ensoñadora y fantástica sonata, op. 78 (1809), la dedicó a Teresa. Una carta sin fecha[32] y dirigida A la Inmortal Amada expresa, no menos que la Appassionata, la intensidad de su amor:
“Ángel mío, mi todo, mi yo... tengo el corazón henchido de tantas cosas que decirte... ¡Ah, en donde yo estoy, tú estás siempre conmigo!... Lloro sólo de pensar que no recibirás antes del domingo, probablemente, mis primeras noticias.—Te amo, como tú me amas; pero mucho más... ¡Oh, Dios! ¡Qué vida ésta sin ti! ¡Tan [Pg 35]cerca, y tan lejos! Mis pensamientos van hacia ti, mi inmortal amada (Meine unsterbliche Geliebte), jocundos unas veces, tristes después, interrogando al destino, demandándole si nos acogerá benignamente. No puedo vivir si no es contigo, porque de otra manera no vivo... Nunca será de otra mi corazón. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Oh, Dios mío! ¿por qué es preciso que se alejen los que se aman? Y sin embargo mi vida, como al presente, es una vida de tristezas. Tu amor me ha hecho a un mismo tiempo el más feliz y el más desdichado de los hombres... ¡Está tranquila... está tranquila, y ámame! Ahora, ayer, cuán ardiente aspiración, ¡cuántas lágrimas mías van hacia ti!... a ti... a ti... mi vida, mi todo! ¡Adiós! ¡Continúa amándome, no olvides jamás el corazón de tu amado L. ¡Tuyo eternamente, eternamente mía, por siempre el uno para el otro!”[33].
¿Cuál causa misteriosa impidió la felicidad de estos dos seres que se amaban? Acaso la falta de fortuna, la desigualdad social; acaso Beethoven se sublevó ante la larga espera que se le imponía, y ante la humillación de mantener en secreto su amor indefinidamente; tal vez, violento, enfermo y misántropo como era, hizo sufrir, sin quererlo, a la que amaba, y esto lo desesperó. La promesa de unión se rompió, y, sin embargo, ni el uno ni el otro parece que hayan olvidado nunca su amor. Hasta su último día (murió en 1861), Teresa de Brunswick amó a Beethoven. Y en 1816, Beethoven decía: “Al pensar en ella el corazón me palpita con tanta violencia como en el día que la vi por la primera vez”. De este mismo año son las melodías a la Amada Lejana (an die ferne Geliebte), op. 98, de un carácter tan conmovedor y tan profundo. Escribió en sus notas: “Mi corazón desborda ante el espectáculo de esta admirable naturaleza, y sin embargo Ella no está aquí, a mi lado”. Teresa había dado su retrato a Beethoven con esta [Pg 36]dedicatoria: “Al genio extraordinario, al gran artista, al hombre bueno.—T. B.”[34]. En el último año de su vida sorprendió un amigo a Beethoven, solo, besando este retrato con lágrimas en los ojos y hablando en voz alta, como era su costumbre: “¡Eras tan hermosa, tan grande, tan parecida a los ángeles!” Y el amigo se retiró, y cuando regresó un poco más tarde lo encontró sentado al piano y le dijo: “Hoy, mi viejo amigo, no hay nada de diabólico en vuestro rostro”. Beethoven le respondió: “Es que hoy me ha visitado mi ángel”. La herida fué profunda. “Pobre Beethoven, decía él mismo, no es posible que para ti haya felicidad en este mundo. Sólo en las regiones de lo ideal encontrarás amigos”[35].
Escribió en su libro de notas: “Sumisión, sumisión profunda a tu destino: no puedes existir para ti, sino solamente para los demás; para ti la única felicidad posible está en tu arte. ¡Oh, Dios mío, concédeme la fuerza necesaria para vencer!”
Fué, pues, abandonado por el amor. En 1810 se halla de nuevo solo; pero ha alcanzado la gloria y la conciencia de su poder. Está en la fuerza de su edad; se abandona a su humor salvaje y violento, ya sin cuidarse de nada, sin consideraciones al mundo, a las conveniencias sociales, a los juicios de los demás. ¿A quién tiene que temer o agradar? Su fuerza es lo único que le queda, la alegría de su fuerza y la necesidad de emplearla, casi de abusar de ella. “La fuerza, he aquí la moral de los hombres que se [Pg 37]elevan por encima del común de los hombres”. Ha reincidido en la negligencia de su vestir, y su libertad de modales se ha hecho más audaz que antes; sabe que tiene el derecho de decirlo todo hasta a los grandes. “No reconozco otro signo de superioridad más que la bondad”, escribió el 17 de julio de 1812[36]. Bettina Brentano, que lo vió entonces, dice que “ningún emperador, ningún rey había tenido una conciencia tal de su fuerza”. Quedó fascinada por su poder: “Cuando lo vi por la vez primera, escribía a Goethe, el universo entero desapareció para mí. Beethoven me hizo olvidar al mundo, y aun a ti mismo, ¡oh Goethe!... Creo no equivocarme al asegurar que este hombre se ha adelantado mucho a la civilización moderna”. Goethe hizo por conocer a Beethoven. Se encontraron en los baños de Bohemia, en Toeplitz, el año de 1812, y no llegaron a comprenderse. Beethoven admiraba apasionadamente el genio de Goethe[37]; pero era su carácter demasiado libre y demasiado violento para acomodarse al de éste y para no herirlo. Ha contado él mismo de un paseo que [Pg 38]hicieron juntos, en el cual el republicano orgulloso dió una lección de dignidad al consejero áulico del gran duque de Weimar, quien no se lo perdonó.
“Los reyes y los príncipes pueden muy bien hacer profesores y consejeros privados; pueden muy bien colmarlos de títulos y de condecoraciones; pero no pueden hacer a los grandes hombres, a los espíritus que se elevan por encima del fango del mundo... Y cuando están reunidos dos hombres tales como yo y Goethe, estos señores deben sentir nuestra grandeza. Ayer encontramos en el camino, al regresar, a toda la familia imperial: la vimos de lejos; Goethe se desprendió de mi brazo para detenerse a la orilla de la carretera, y me habría gustado decirle que yo querría no dejarlo dar un paso más. Me hundí entonces el sombrero, me abotoné la levita, y avancé, con los brazos a la espalda, por entre los grupos más espesos. Príncipes y cortesanos formaron valla; el duque Rodolfo se quitó el sombrero delante de mí, y la emperatriz fué la primera en saludarme. Los grandes me conocen. Para mi entretenimiento, vi desfilar la procesión delante de Goethe, que permanecía a la orilla del camino, profundamente inclinado y con el sombrero en la mano. Se lo reprendí en seguida, y no le he perdonado nada...”[38]. Goethe no lo olvidó tampoco[39].
De esta época son la Séptima y la Octava Sinfonías, escritas en pocos meses, en Toeplitz y en 1812; la Orgía del Ritmo y la Sinfonía Humorística, las obras en que quizás se reveló más al natural, o como él decía, más “desabrochado” (aufgeknoepft), con sus transportes de alegría y de furor, sus contrastes imprevistos, sus arranques desconcertantes y grandiosos, sus explosiones titánicas, que arrojaban a Goethe y a Zelter en el espanto[40], y hacían decir de la Sinfonía en la, en la Alemania del Norte, que era la obra de un borracho. Sí, de un hombre ebrio en efecto, pero de fuerza y de genio. “Soy, dijo él mismo, soy Baco, que extrae el delicioso néctar para la humanidad; soy yo quien da a los hombres el divino frenesí del espíritu”. Ignoro si, como lo ha dicho Wagner, quiso pintar en el final de su Sinfonía una fiesta dionisíaca[41]. Reconozco principalmente en esta fogosa “kermesse” la huella de su herencia flamenca, lo mismo que encuentro mucho de su origen en su audaz libertad de lenguaje y de modales, [Pg 40]que detona soberbiamente en el país de la disciplina y de la obediencia. En nada puede encontrarse más franqueza y más libertad de poder que en la Sinfonía en la; es un loco despilfarro de energías sobrehumanas, sin objeto, por placer, el placer de un río que desborda y que inunda. En la Octava Sinfonía la fuerza es menos grandiosa, pero más extraña aún y más característica del hombre, porque mezcla la tragedia a la farsa, y pone un vigor hercúleo en juegos y caprichos de niño[42].
El año de 1814 señala el apogeo de los triunfos de Beethoven. En el Congreso de Viena fué considerado como una gloria europea. Tomó parte activa en las fiestas; los príncipes le rendían homenaje, y él dejaba, altivamente, que le hicieran la corte. De ello se alababa con Schindler.
Se sintió enardecido por la guerra de Independencia[43]. En 1813 escribió una sinfonía a la Victoria de Wellington, y al principiar el año de 1814, un coro guerrero, el Renacimiento de Alemania (Germanias Wiedergeburt). El 29 de noviembre de 1814 dirigió, ante un público de reyes, una cantata patriótica: El Momento glorioso (Der glorreiche Augenblick), y compuso para la toma de París, en 1815, un coro: ¡Todo está consumado! (Es ist vollbracht!) Estas obras ocasionales valieron más a su reputación que todo el resto de su producción musical.
El grabado de Blasius Hoefel, hecho según un dibujo del francés Letronne, y la máscara feroz que en 1812 moldeó sobre su rostro Franz Klein, dan una imagen viva de Beethoven en los tiempos del Congreso de Viena. El rasgo dominante de esta cara de león, de recias mandíbulas y de pliegues dolorosos y coléricos, es la voluntad, [Pg 41]una voluntad napoleónica. En ellos se reconoce al hombre que decía de Napoleón después de Jena: “¡Qué desgracia que no sepa de la guerra como sé de música! ¡Lo destruiría!” Pero su reino no era de este mundo. “Mi imperio está en las nubes”, como escribía a Francisco de Brunswick. (Mein Reich ist in der Luft)[44].
A esta hora de gloria sucedió el período más triste y miserable. Nunca había sido Viena simpática a Beethoven. Un genio altivo y libre como el suyo no podía sentirse a gusto en esta ciudad artificiosa, de espíritu mundano y mediocre, a la cual Wagner señaló duramente con su desprecio[45]. No perdía ninguna ocasión para alejarse de ella, y hacia 1808 había pensado seriamente en abandonar Austria para dirigirse a la Cor[Pg 42]te de Jerónimo Bonaparte, rey de Westfalia[46]. Pero Viena abundaba en recursos musicales, y hay que hacerle justicia en este punto, porque hubo siempre en ella nobles dilettanti para sentir la grandeza de Beethoven y para ahorrar a su patria la vergüenza de perderlo. En 1809, tres de los más ricos señores de Viena: el archiduque Rodolfo, alumno de Beethoven; el príncipe Lobkowitz y el príncipe Kinsky, se comprometieron a darle anualmente una pensión de cuatro mil florines, con la condición única de que permanecería en Austria: “Como ha demostrado—decían—que no puede consagrarse enteramente a su arte si no es a condición de verse libre de todo cuidado material, y que sólo en estas circunstancias puede producir estas obras sublimes que son la gloria del arte, los subscritos han tomado la resolución de poner a Ludwig van Beethoven al abrigo de toda necesidad y de retirar así los obstáculos miserables que se podrían oponer al vuelo de su genio”.
Infortunadamente el efecto no correspondió a las promesas, porque esta pensión fué pagada siempre sin puntualidad, y bien pronto dejaron por completo de pagarla. Por otra parte, Viena había cambiado de carácter después del Congreso de 1814; la política distraía del arte a la sociedad, el gusto musical estaba echado a perder por el italianismo, y la moda, que era la de Rossini, trataba de pedante a Beethoven[47]. Sus amigos y protectores [Pg 43]se dispersaron o murieron: el príncipe Kinsky, en 1812; Lichnowsky, en 1814, y Lobkowitz en 1816. Rasumowsky, para quien había escrito sus admirables cuartetos, op. 59, dió su último concierto en febrero de 1815. En ese mismo año Beethoven se disgustó con Stephan von Breuning, su amigo de infancia, hermano de Eleonora[48], y, aislado desde entonces, “no tengo amigos y soy solo en el mundo” escribía en sus notas de 1816.
La sordera había llegado a ser completa[49]. Desde el otoño de 1815 ya no podía tener comunicación con los demás, a no ser por escrito. Su cuaderno de conversación más antiguo es de 1816[50]. Conocido es el doloroso relato de Schindler sobre la representación de Fidelio en 1822: “Pidió Beethoven dirigir el ensayo general... desde el dúo del primer acto se evidenció que no oía nada de lo que pasaba en el escenario. Retardaba considerablemente el movimiento, y en tanto que la orquesta seguía su batuta, [Pg 44]los cantantes, por su parte, se adelantaban. Esto originó una confusión general. El director habitual de la orquesta, Umlauf, propuso un momento de descanso sin dar ninguna razón, y, después de haber cambiado algunas palabras con los cantantes, se volvió a comenzar. El mismo desorden se produjo de nuevo, y fué necesaria una segunda pausa. La imposibilidad de continuar bajo la dirección de Beethoven era evidente; pero ¿cómo hacérselo comprender? Nadie tenía valor de decirle: ‘Retírate, desventurado, porque no puedes dirigir’. Beethoven, inquieto, agitado, se volvía a derecha y a izquierda, se esforzaba por leer en la expresión de los rostros que lo rodeaban y por comprender dónde estaba el obstáculo; pero por todos lados era el mismo silencio. De pronto me llamó en una forma imperiosa y, cuando estuve cerca de él, me presentó su cuaderno y me hizo señales de que escribiera. Yo tracé estas palabras: ‘Os suplico que no continuéis; en la casa os explicaré por qué’. De un brinco saltó al patio, gritándome: ‘¡Salgamos!’ Corrió sin parar hasta la casa; entró, y se dejó caer inerte en un sofá, cubriéndose el rostro con las dos manos; y así permaneció hasta la hora de comer. En la mesa no fué posible hacerle pronunciar palabra; conservaba la expresión del abatimiento y del dolor más profundo; y cuando, al terminar la comida, quise retirarme, me retuvo expresando el deseo de no quedar solo. En el momento de separarnos me rogó que lo acompañase a la casa de su médico, quien tenía una gran reputación para enfermedades del oído... En todo el demás tiempo de mis relaciones con Beethoven no encuentro un día que pueda ser comparado con este día fatal de noviembre... Había sido herido en pleno corazón, y hasta el día de su muerte vivió con la impresión de esta escena terrible”[51].
Dos años después, el 7 de mayo de 1824, al dirigir la Sinfonía con coros (o mejor, como decía el programa, “tomando parte en la dirección del concierto”), no escuchó nada del tumulto de toda la sala que lo aclamaba; y no se dió cuenta hasta que una de las cantantes le tomó de la mano, lo hizo volverse de frente al público y pudo ver de pronto a todos los espectadores de pie, agitando sus sombreros y batiendo palmas. Un viajero inglés, Russel, que lo vió sentado al piano hacia 1825, dice que cuando quería tocar suavemente las teclas no resonaban, y que era conmovedor observar en este silencio la emoción que lo animaba, en su semblante y en sus dedos crispados.
Recogido en sí mismo[52], separado de todos los demás hombres, sólo podía hallar consuelo en la naturaleza. “Era su única confidente”, decía Teresa de Brunswick; y fué su refugio. Carlos Neate, que lo conoció en 1815, dice que no había visto nunca persona que amase tan profundamente las flores, las nubes, la naturaleza[53]: parecía vivir la vida de ellas. “Nadie en la tierra puede amar los campos tanto como yo, escribía Beethoven... Amo a un árbol más que a un hombre...”. Diariamente, en Viena, daba la vuelta a las fortificaciones. En el campo, de la aurora a la noche, se paseaba solo, sin sombrero, bajo el sol o bajo la lluvia. “¡Oh, Providencia! ¡En los bosques soy feliz, feliz en los bosques en que cada árbol me habla de ti! ¡Dios mío, qué esplendor! En estas florestas, sobre estas colinas, está la calma, la calma necesaria para servirte...”. Su inquietud espiritual encontraba en la naturaleza algún reposo[54]. Estaba asediado por los cuidados de dinero; [Pg 46]escribía en 1818: “Estoy casi reducido a la mendicidad, y obligado a aparentar que no carezco de lo necesario”. Y en otra parte: “La sonata op. 106 ha sido escrita en circunstancias agobiadoras. Dura cosa es tener que trabajar para ganarse el pan”. Spohr dice que a menudo no podía salir de casa por estar sus zapatos rotos. Tenía muchas deudas con sus editores y sus obras no le producían nada. La Misa en re, anunciada en subscripción, tuvo siete subscriptores (ninguno músico de ellos)[55]. Apenas recibía treinta o cuarenta ducados por sus admirables sonatas, y cada una le costaba tres meses de trabajo. El príncipe Galitzin le hacía componer sus cuartetos, op. 127, 130, 132, sus obras acaso las más profundas y que parecen escritas con su sangre, y no le pagaba nada. Se agotaba Beethoven en estas dificultades domésticas, en estos procesos sin término, para obtener que se le pagasen las pensiones que le debían, o para conservar la tutela de un sobrino, hijo de su hermano Carlos, que había muerto de tisis en 1815.
Consagraba a este niño toda la necesidad de abnegación que su corazón desbordaba. Pero hasta este cariño le reservaba aún crueles sufrimientos. Se diría que un hado cuidase de renovar incesantemente y de aumentar sus miserias, para que su genio no careciese de alimento. Tuvo que disputar, desde luego, el pequeño Carlos a la madre indigna, que quería arrebatárselo.
“¡Dios mío, escribía, mi amparo, mi defensa, mi único refugio!: lees en las profundidades de mi alma y sabes los dolores que sufro cuando es necesario que yo haga sufrir a quienes quieren disputarme a mi Carlos, ¡mi tesoro![56]. [Pg 47] ¡Escúchame, Ser que no sé cómo nombrar; acoge la ardiente plegaria de la más desventurada de tus criaturas!
“¡Oh, Dios mío! ¡mi socorro! ¡Mírame abandonado de la humanidad entera porque no quiero pactar con la injusticia! ¡Concédeme que pueda, para lo por venir, vivir con mi Carlos!... ¡Oh, suerte cruel, implacable destino! ¡No, no, mi desventura no terminará nunca!”
Pues este sobrino, tan apasionadamente amado, se mostró indigno de la confianza de su tío. La correspondencia de Beethoven con él es dolorosa y colérica, como la de Miguel Ángel con sus hermanos, pero más ingenua y más conmovedora:
“¿Debo una vez más ser pagado con la más abominable ingratitud? Pues bien, toda unión queda rota entre nosotros, ¡que sea así! Cuantas personas imparciales lo sepan, te odiarán... si el pacto que nos une te pesa ¡oh Dios! que sea según su voluntad: te abandono a la Providencia; he hecho cuanto podía; puedo comparecer tranquilo ante el Juez Supremo...”[57].
“Mimado como has sido, no te estará mal tratar al fin de ser sencillo y franco; mi corazón ha sufrido mucho por tu conducta hipócrita para conmigo, y me es difícil olvidar... Dios es testigo que sólo sueño con estar a mil leguas de ti, y de este triste hermano, y de esta abominable familia... ya no puedo tener confianza en ti”. Y firma: “Tu padre, por desgracia; pero no, tu padre, nunca”[58].
Mas el perdón venía inmediatamente:
“¡Mi querido hijo! No digamos una palabra más; ven a mis brazos y no escucharás ningún duro reproche... te recibiré con el mismo amor; y en cuanto a lo que haya que hacer por tu porvenir, hablaremos de ello amistosamente. ¡Palabra de honor, no habrá un reproche! De nada servirían y tú no tienes que esperar de mí más que solicitud y [Pg 48]ayuda las más cariñosas. Ven, ven hacia el corazón fiel de tu padre.—Beethoven.—Ven inmediatamente que hayas recibido esta carta, ven a la casa”. (Y en el sobre agregaba, en francés: “Si no vinieres, me matarías seguramente”)[59].
“No mientas, le suplicaba, sigue siendo siempre mi hijo bienamado. ¡Qué horrible disonancia si tú me pagases con hipocresía, como se me quiere hacer creer! Adiós; quien no te ha dado la vida, pero que seguramente te la ha conservado y se ha tomado todos los cuidados posibles para velar por tu desarrollo moral, con un cariño más que paternal, te ruega desde el fondo de su corazón que sigas el único y verdadero camino del bien y de lo justo. Tu fiel y buen padre”[60].
Tras de haber acariciado toda clase de sueños acerca del porvenir de este sobrino, que no carecía de inteligencia y a quien quería llevar hacia la carrera universitaria, Beethoven tuvo que consentir a la postre en que fuese un comerciante. Pero Carlos frecuentaba los garitos y se endeudaba.
Por un triste fenómeno, más frecuente de lo que parece, la grandeza moral de su tío, en lugar de hacerle bien le hacía mal, lo exasperaba, lo empujaba a la rebeldía, como decía él mismo con estas palabras terribles, en las cuales a lo vivo se muestra su alma miserable: “He llegado a ser el más malvado, porque mi tío quería que fuese mejor”. En el estío de 1826 llegó a dispararse un tiro de pistola en la cabeza; y él no murió, pero Beethoven estuvo a punto de morir y nunca se le borró la huella de esta impresión espantosa[61]. Carlos curó, vivió hasta el fin, para hacer [Pg 49]sufrir a su tío, en la muerte del cual alguna culpa tuvo y en cuya hora final no estuvo presente. “Dios no me ha abandonado nunca”, escribía Beethoven a su sobrino, algunos años antes. “Alguien estará junto a mí para cerrarme los ojos”. Mas este alguien no debía ser aquél a quien llamaba “su hijo”[62].
Desde el fondo de este abismo de tristeza Beethoven se levantó a exaltar la Alegría.
Era el propósito de toda su vida, en el cual ya pensaba, desde 1793, en Bonn[63]. Durante toda su existencia ambicionó cantar la Alegría, y dar cima así a una de sus grandes obras; toda su vida vaciló acerca de la forma exacta que habría de tener el himno y la obra en la cual podría darle cabida. Aun en su Novena Sinfonía estaba lejos de una resolución, y hasta el último instante pensó [Pg 50]dejar la Oda a la Alegría para una décima o undécima sinfonía. Se debe advertir bien que la Novena no se intitula, como se dice, Sinfonía con coros, sino Sinfonía con un coro final de la Oda a la Alegría. Pudo pues, debió tener otra conclusión. En julio de 1823 todavía pensaba Beethoven en darle un finale instrumental, que aprovechó en seguida para el cuarteto op. 132. Czerny y Sonnleithner llegan a afirmar que, después de la ejecución (mayo de 1824), Beethoven no había abandonado esta idea.
Grandes dificultades técnicas se le presentaron para la introducción del coro en una sinfonía, y de ello nos dan pruebas los cuadernos de Beethoven y sus ensayos numerosos para hacer entrar las voces de otra manera, y en otro momento de la obra. En los bosquejos de la segunda melodía del adagio[64] escribió: “Tal vez entraría aquí el coro en forma conveniente”. Pero no podía resolverse a separarse de su fiel orquesta: “cuando una idea me viene, decía, la escucho en un instrumento y nunca en las voces”. Por eso aplaza lo más posible el momento de emplearlas, y aun llega a dar a los instrumentos no sólo los recitados del finale[65], sino también el tema mismo de la Alegría.
Pero es preciso ir más adelante en la explicación de estas vacilaciones y de estos aplazamientos, porque la causa es más profunda. Este hombre desventurado, atormentado siempre por la pena, aspiró siempre a cantar la excelsitud de la Alegría; y de año en año aplazaba su labor, sin cesar arrastrado por el torbellino de sus pasiones y por su melancolía. Sólo hasta el último día consiguió realizarlo. ¡Y con cuál grandeza!
En el instante que el tema de la Alegría va a aparecer por la vez primera, la orquesta se detiene bruscamente, [Pg 51]se hace un súbito silencio, que da a la entrada del canto un carácter misterioso y divino. Y esto es verdadero: el tema es propiamente un dios. La Alegría desciende del cielo, envuelta en una calma sobrenatural: con su hálito leve acaricia los sufrimientos, y la primera impresión que causa es tan tierna, cuando se desliza en el corazón convaleciente, que puede decirse con el amigo de Beethoven que “dan ganas de llorar al ver sus ojos dulces”. Cuando en seguida pasa el tema a las voces, es en las más bajas en las que primero aparece, con un carácter serio y un poco deprimido; pero poco a poco la alegría se apodera del ser. Es una conquista, una guerra contra el dolor. Y he aquí los ritmos de la marcha, los ejércitos en movimiento, el canto ardiente y anhelante del tenor, todas estas páginas estremecedoras en las cuales se cree percibir el aliento mismo de Beethoven, el ritmo de su respiración y de sus clamores inspirados, cuando recorría los campos componiendo su obra, transportado por un furor demoníaco, como un viejo rey Lear en medio de la tempestad. A la Alegría guerrera sucede el éxtasis religioso, y luego una orgía sagrada, un delirio de amor. Toda una humanidad palpitante que tiende los brazos al cielo levanta clamores poderosos, se lanza hacia la Alegría y la estrecha sobre su corazón.
La obra del titán triunfó sobre la mediocridad pública. La frívola Viena se sintió un momento conmovida, cuando estaba enteramente de parte de Rossini y de las óperas italianas. Beethoven entonces, humillado y entristecido, iba a establecerse en Londres y pensaba hacer ejecutar allá la Novena Sinfonía. Por segunda vez, como en 1809, algunos nobles amigos le suplicaron que no abandonase la patria. “Sabemos, decían, que habéis escrito una nueva composición con música sagrada[66], en la cual expresáis los sentimientos que os inspira vuestra profunda fe”.
“La luz sobrenatural que inunda vuestra grande alma la ilumina. Sabemos, por otra parte, que la corona de vuestras grandes sinfonías se ha enriquecido con otra flor inmortal... Vuestra ausencia, durante estos últimos años, afligía a todos aquéllos que hacia vos tenían vueltas sus miradas[67]. Todos pensaban con tristeza que el hombre de genio, que tan alto se ha levantado sobre los humanos, permanecía silencioso, en tanto que una música extranjera trataba de arraigar en nuestra tierra, haciendo caer en el olvido las producciones del arte alemán... Sólo de vos la nación espera una vida nueva, nuevos laureles y un nuevo reino de la verdad y de lo bello, a despecho de la moda del día... Dadnos la esperanza de ver bien pronto satisfechos nuestros deseos... ¡Y pueda la primavera que se avecina florecer doblemente, gracias a vuestros dones, para nosotros y para el mundo!”[68]. Esta generosa carta demuestra cuál era el poderío no solamente artístico, sino también moral, de que gozaba Beethoven sobre la ”élite“ de Alemania. La primera palabra que acude a sus admiradores para loar su genio, no es la de ciencia, ni la de arte: es la de fe[69].
Estas palabras conmovieron profundamente a Beethoven. No partió. El 7 de mayo de 1824 tuvo lugar en Viena [Pg 53]la primera audición de la Misa en re y de la Novena Sinfonía. El éxito fué triunfal y casi tomó un carácter sedicioso. Cuando Beethoven se presentó, fué acogido con cinco salvas de aplausos; y la costumbre, en este país ceremonioso, imponía que sólo se hiciesen tres para saludar la entrada de la familia imperial. Tuvo la policía que poner fin a las manifestaciones. La sinfonía levantó un entusiasmo frenético; muchos lloraban; Beethoven se desvaneció por la emoción después del concierto, y se le llevó a casa de Schindler, donde permaneció amodorrado, vestido, sin comer ni beber, durante toda la noche y la mañana siguiente. Pero el triunfo fué pasajero y los resultados prácticos nulos para Beethoven; el concierto no produjo nada; las dificultades materiales de su vida no tuvieron cambio. Y continuó siendo pobre, enfermo[70] y solitario, pero vencedor[71]. Vencedor de la mediocridad de los hombres, vencedor de su propio destino, vencedor de su dolor.
“¡Sacrifica, sacrifica siempre las naderías de la vida a tu arte! ¡Dios está por encima de todo!” (O Gott über alles!)
Había alcanzado al fin la meta deseada en toda su vida; había alcanzado la alegría. ¿Lograría permanecer en esta cima del alma que domina las tempestades? En realidad tuvo que recaer muchos días en las viejas angustias; en realidad sus últimos cuartetos están plenos de sombras extrañas; y sin embargo, parece que la victoria de la Novena Sinfonía hubiese dejado en él su gloriosa huella. Los proyectos que tenía para el porvenir[72]: la Décima Sinfonía[73], la Obertura al nombre de Bach, la música para la Melusina de Grillparzer[74], para el Odiseo de Korner y para el Fausto de Goethe[75], [Pg 55]y el oratorio bíblico sobre Saúl y David, muestran cómo su espíritu era atraído hacia la vigorosa serenidad de los grandes y viejos maestros alemanes: de Bach y de Haendel, y, más aún, hacia la luz del Mediodía, hacia el Sur de Francia o hacia esa Italia que soñaba recorrer[76].
El doctor Spiller, que lo vió en 1826, cuenta que su rostro se había tornado alegre y jovial; y en ese mismo año, cuando Grillparzer le habla por la vez última, es Beethoven quien alienta al poeta abrumado: “¡Ah, le decía éste, si yo tuviese la milésima parte de vuestra fuerza y de vuestra firmeza!” Los tiempos eran duros; la reacción monárquica oprimía a los espíritus. “La censura me ha sacrificado, gemía Grillparzer. Es preciso partir para la América del Norte si se quiere hablar, pensar libremente”. Mas ningún poder bastante fuerte para amordazar el pensamiento de Beethoven. “La palabra está encadenada; pero los sonidos por fortuna son libres todavía”, le escribía el poeta Kuffner. Beethoven es la gran voz libre, la única tal vez del pensamiento alemán de entonces. Y lo sentía así: habla a menudo del deber que tiene de obrar, por medio de su arte, “en favor de la pobre humanidad, de la humanidad del porvenir” (der künftigen Menschheit), de hacerle el bien, de alentarla, de sacudir su sueño, de flagelar su cobardía. “Nuestra época, escribía a su sobrino, tiene necesidad de robustos espíritus para azotar a estos miserables bribones de almas humanas”. El doctor Müller dice, en 1827, que “Beethoven [Pg 56]se expresaba siempre con mucha libertad acerca del gobierno, la policía, la aristocracia y hasta el público. La policía lo sabía, pero toleraba sus críticas y sus sátiras como se toleran las ensoñaciones inofensivas, y dejaba tranquilo al hombre cuyo genio tenía tan extraordinario fulgor”[77].
Nada era, pues, capaz de doblegar esta fuerza indomable, que parecía aceptar el dolor como un fuego. La música escrita en estos últimos años, a pesar de las circunstancias penosas en que fué compuesta[78], tiene a menudo un carácter irónico enteramente nuevo, de heroico y alegre desprecio. Cuatro meses antes de su muerte, el último trozo que terminó, en noviembre de 1826, el nuevo finale para el cuarteto op. 130, es alegre, y en verdad esta alegría no es la de todo el mundo. Ora es la risa áspera y entrecortada de que habla Moscheles, ora la sonrisa conmovedora hecha con tantos vencidos sufrimientos. No importa, es un vencedor; no cree en la muerte.
Sin embargo, ella se acercaba. Hacia fines de noviembre de 1826 cogió un resfriado pleurético, y cayó enfermo, en Viena, al retornar de un viaje que emprendiera en invierno para asegurar el porvenir de su sobrino[79].
Sus amigos estaban lejos; encargó a su sobrino que buscara un médico; pero el miserable olvidó la comisión y apenas se acordó de ella dos días después. El médico llegó tarde y atendió mal a Beethoven; durante tres meses su constitución atlética luchó contra el mal; y el 3 de enero de 1827 instituyó a su amado sobrino heredero universal. Se acordó de sus amigos queridos del Rhin; todavía escribía a Wegeler: “...¡Cuánto quisiera decirte! pero estoy demasiado débil. Ya no puedo más que abrazarte en mi corazón, a ti y a tu Lorchen”. La miseria habría ensombrecido sus últimos instantes a no ser la generosidad de algunos amigos ingleses. Se había vuelto muy dulce y muy paciente[80]; en su lecho de agonía, el 17 de febrero de 1827, después de tres operaciones, [Pg 58]y mientras esperaba la cuarta[81], escribía con serenidad: “Tengo paciencia y pienso que todo mal trae consigo algún bien”.
El bien fué la liberación, “el fin de la comedia”, como dijo al morir. Digamos nosotros: de la tragedia de su vida.
Murió durante una tempestad, una tempestad de nieve, al fulgor de un relámpago. Una mano extraña cerró sus ojos[82] el 26 de marzo de 1827.
¡Amado Beethoven! Muchos han alabado su grandeza artística; pero es, antes que el primero de los músicos, la fuerza más heroica del arte moderno: es el más grande y el mejor amigo de los que luchan y de los que sufren. Cuando las miserias del mundo nos entristecen, es él quien viene junto a nosotros, como llegaba a sentarse al piano de [Pg 59]una madre en duelo, y, sin una palabra, consolaba a la que lloraba con el canto de su queja resignada. Y cuando se apodera de nosotros la fatiga del eterno combate, librado inútilmente contra la mediocridad de los vicios y de las virtudes, es un bien indecible reconfortarse en este océano de voluntad y de fe. Se desprende de él un contagio de valor, de felicidad por la lucha[83], embriaguez de una conciencia que siente en sí misma la presencia de un dios. Parece que en su comunión de todos los instantes con la naturaleza[84] hubiese acabado por asimilarse sus profundas energías. Grillparzer, que admiraba a Beethoven con un sentimiento mezclado de temor, dijo de él: “Fué hasta el punto temible en que el arte se funde con los elementos salvajes y caprichosos”. Lo mismo dice Schumann de la Sinfonía en do menor: “Mientras más se le escucha, ejerce sobre nosotros un influjo invariable, como esos fenómenos de la naturaleza que, por muy frecuentemente que se produzcan, nos llenan siempre de temor y de sorpresa”. Y Schindler, su confidente: “Se posesionó del espíritu de la naturaleza”. Esto es verdad, porque Beethoven es una fuerza de la naturaleza; y un espectáculo de grandeza homérica este combate de una potencia elemental contra todo el resto de la natura.
Su vida toda es comparable a un día de tempestad: al principio, una joven y límpida mañana, con algunos hálitos de languidez apenas; pero ya, en el aire inmóvil, un amago secreto, un presentimiento abrumador. Y bruscamente pasan las grandes sombras, se oyen los trágicos truenos, los silencios zumbadores y temibles, los golpes [Pg 60]de furioso viento de la Heroica y de la En do menor. Sin embargo, la pureza del día no se ha perdido aún: la alegría sigue siendo la alegría; la tristeza conserva siempre una esperanza. Pero, después de 1810, el equilibrio del alma se destruye; la luz llega a ser extraña; de los pensamientos más claros se ve ascender como vapores, que se disipan, que de nuevo se concretan, que obscurecen el corazón con su turbación melancólica y caprichosa; algunas veces la idea musical parece que se pierde por completo, ahogada, después de haber emergido una o dos veces de la bruma; y no vuelve a surgir sino al fin del trozo, como en una borrasca. La alegría misma ha tomado un carácter áspero y salvaje; una fiebre, un veneno, se mezclan a todos los sentimientos[85]. La tempestad se prepara, a medida que la tarde desciende; y he aquí las pesadas nubes, henchidas de relámpagos, negras de sombra, preñadas de tempestades, del principio de la Novena. De pronto, en lo más fuerte del huracán, las tinieblas se desgarran, la noche es arrojada del cielo y vuelve la serenidad al día, por un acto de voluntad. ¡Cuál conquista vale como ésta, cuál batalla de Bonaparte, qué sol de Austerlitz alcanza la gloria de este esfuerzo sobrehumano, de este triunfo, el más brillante que haya jamás alcanzado el Espíritu: un desventurado, pobre, enfermo, solitario, el dolor hecho hombre, a quien el mundo rehúsa la alegría, crea la alegría él mismo para darla al mundo! Y la forja con su miseria, como él lo ha dicho con palabras altivas, en las cuales se resume su vida y que son el emblema de toda alma heroica:
“LA ALEGRÍA POR EL SUFRIMIENTO.”
Durch Leiden Freude.
NOTAS:
[1] J. Russel (1822).—Carlos Czerny, que, siendo niño, lo vió en 1801 con una barba de muchos días y una melena salvaje, con un chaquetón y un pantalón de pelo de cabra, creyó encontrar en él a Robinsón Crusoe.
[2] Nota del pintor Kloeber, que hizo su retrato hacia 1818.
[3] “Sus hermosos ojos que hablan, decía el doctor W. C. Müller, ora amables y tiernos, ora extraviados, amenazadores y terribles” (1820).
[4] Kloeber decía: “De Ossian”. Todos estos detalles están tomados de noticias de los amigos de Beethoven, o de viajeros que lo visitaron, como Czerny, Moscheles, Kloeber, Daniel Amadeus Atterbohm, W. C. Müller, J. Russel, Julius Benedict, Rochlitz, etc.
[5] El abuelo Ludwig, el hombre más notable de la familia y aquél a quien Beethoven se parecía más, nació en Amberes y se estableció hacia los veinte años de su edad en Bonn, donde llegó a ser maestro de capilla del príncipe elector. Es preciso no olvidar esto si se quiere comprender la fogosa independencia de la naturaleza de Beethoven y tantos otros rasgos de su carácter que no son propiamente alemanes.
[6] Carta al doctor Schade, de Augsburgo, el 15 de septiembre de 1787. (Nohl, Cartas de Beethoven, II).
[7] Decía más tarde (en 1816): “¡Es un pobre hombre aquél que no sabe morir! Cuando apenas tenía yo quince años, ya lo sabía”.
[8] Reproducimos en el Apéndice algunas de estas cartas.—Beethoven encontró también un amigo y un consejero excelente en Christian-Gottlob Neefe, su maestro, cuya nobleza moral no tuvo menos influjo sobre él que la amplitud de su inteligencia artística.
[9] A Wegeler, el 29 de junio de 1801. (Nohl, XIV).
[10] Había hecho ya un corto viaje en la primavera de 1787. Visitó entonces a Mozart, quien parece que le concedió poca atención. Haydn, a quien había conocido en Bonn, en diciembre de 1790, le dió algunas lecciones. Tomó también Beethoven por maestros a Albrechtsberger y Salieri. El primero le enseñó el contrapunto y la fuga, y el segundo a escribir para las voces.
[11] Apenas comenzaba a presentarse en público. Su primer concierto en Viena, como pianista, fué el 30 de marzo de 1795.
[12] A Wegeler, el 29 de junio de 1801. (Nohl, XIV). “Ninguno de mis amigos debe carecer de nada, en tanto que yo tenga algo”, escribía a Ries, hacia 1801. (Nohl, XXIV).
[13] En el Testamento de 1802, Beethoven dice que hacía seis años que el mal había comenzado, o sea, por consecuencia, en 1796. Advirtamos de paso que, en el catálogo de sus obras, la op. 1 (tres tríos) es sólo anterior a 1796. La op. 2, las tres primeras sonatas para piano, aparecen en marzo de 1796. Se puede, por tanto, decir que toda la obra de Beethoven es del Beethoven sordo.
Véase acerca de la sordera de Beethoven un artículo del doctor Klotz Forest, en la Chronique Médicale de 15 de mayo de 1905. El autor del artículo cree que el mal tuvo origen en una afección general hereditaria (acaso en la tisis de la madre). Diagnostica un catarro en las trompas de Eustaquio, hacia 1796, que se transformó en 1799 en una otitis semiaguda; mal cuidada se convirtió en otitis catarral crónica, con todas sus consecuencias. La sordera aumenta sin llegar nunca a ser completa. Beethoven percibía los sonidos graves mejor que los sonidos agudos. En sus últimos años se servía, se dice, de una varilla de madera cuya extremidad colocaba sobre la caja de su piano, sujetándola por la otra con los dientes. Usaba de este procedimiento para oír cuando componía.
Véase sobre la misma cuestión: C. G. Kunn: Wiener medizinische Wochenschrift, febrero-marzo de 1892; Wilibald Nagel: Die Musik (marzo de 1902).
Se conservan en el museo Beethoven, de Bonn, los instrumentos acústicos que para él fabricó el mecánico Maelzel, hacia 1814.
[14] Nohl, Cartas de Beethoven, XIII.
[15] Nohl, Cartas de Beethoven, XIV. (Véase en el Apéndice).
[16] A Wegeler, el 16 de noviembre de 1801. (Nohl, XVIII).
[17] Ella no tuvo empacho, después, en aprovechar el antiguo amor de Beethoven en favor de su marido. Beethoven ayudó a Gallenberg. “Era mi enemigo, y justamente por esa razón le hice todo el bien que pude”, decía a Schindler en uno de sus cuadernos de conversación de 1821. Pero después la despreció: “Cuando llegué a Viena, escribía en francés, ella me fué a ver, llorando; pero yo la desprecié”.
[18] 6 de octubre de 1802. (Nohl, XXVI). Véase en el Apéndice.
[19] “Recomendad a vuestros hijos la virtud, porque sólo ella nos puede hacer felices, y no el dinero. Hablo por experiencia. Sólo ella me ha sostenido en la miseria y a ella debo, tanto como a mi arte, no haber terminado mi vida en el suicidio”. Y en otra carta del 2 de mayo de 1810, a Wegeler: “Si no hubiese yo leído en alguna parte que el hombre no debe separarse voluntariamente de la vida, por todo el tiempo en que aún pueda realizar una buena acción, hace ya mucho tiempo que yo no existiría, y sin duda por mi propia voluntad”.
[20] A Wegeler. (Nohl, XVIII).
[21] La miniatura de Hornemann, que es de 1802 muestra a Beethoven a la moda de la época, con patillas, el cabello cortado a la Tito, el aire fatal de un héroe byroniano; pero con la tensión de voluntad napoleónica que no cede nunca.
[22] Se sabe que la Sinfonía Heroica fué escrita sobre Bonaparte y para él, y que el primer manuscrito lleva aún el título: Buonaparte. Entretanto Beethoven tuvo noticia del coronamiento de Napoleón, y entró en furor: “¡No es más que un hombre ordinario”, clamó, y en su indignación hizo pedazos la dedicatoria y escribió este título vengador y conmovedor a la vez: “Sinfonía Heroica... para celebrar el recuerdo de un gran hombre”. (Sinfonía eroica... composta per festeggiare il sovvenire di un grand' uomo.) Schindler cuenta que después se calmó un poco su desprecio hacia Napoleón; no vió ya en él más que un desventurado digno de compasión, un Ícaro precipitado del cielo. Cuando supo la catástrofe de Santa Elena, en 1821, dijo: “Hace diecisiete años que yo escribí la música que conviene a este triste suceso”. Se complacía en reconocer en la Marcha Fúnebre de su Sinfonía un presentimiento del fin trágico del conquistador. Es, pues, muy probable que la Sinfonía Heroica, y sobre todo su primer trozo, era en el pensamiento de Beethoven una especie de Bonaparte, muy diferente del modelo, sin duda; pero tal como lo imaginaba y como lo habría querido: el genio de la revolución. Beethoven repite, por otra parte, en el final de la Heroica, una de las frases principales de la partitura que ya había escrito para el héroe revolucionario por excelencia, el dios de la libertad: Prometeo (1801).
[23] Roberto de Keudell, exembajador de Alemania en Roma: Bismarck y su familia, 1901, traducción francesa de E. B. Lang. Roberto de Keudell tocó esta sonata a Bismarck, en un mal piano, el 30 de octubre de 1870, en Versalles. Bismarck decía de la primera frase de la obra: “Son estas las luchas y los sollozos de toda una vida”. Prefería a Beethoven entre los músicos y más de una vez afirmó: “Beethoven es quien mejor conviene a mis nervios”.
[24] La casa de Beethoven estaba cerca de las fortificaciones de Viena, que Napoleón quiso derribar después de la toma de la ciudad. “¡Qué vida salvaje, qué de ruinas en torno mío!—escribe Beethoven a los editores Breitkopf y Haertel, el 26 de junio de 1809:—sólo tambores, trompetas, miserias de todas clases!”
Ha llegado hasta nosotros un retrato de Beethoven, de esta época, hecho por un francés que lo vió en Viena, en 1809: el barón de Trémont, auditor del Consejo de Estado. Hace una descripción pintoresca del desorden que reinaba en la habitación de Beethoven. Charlaron de filosofía, de religión, de política, “y sobre todo de Shakespeare, su ídolo”. Beethoven se mostraba muy dispuesto a seguir a Trémont a París, cuyo Conservatorio sabía que ejecutaba sus sinfonías y donde tenía admiradores entusiastas. (Véase en el Mercure musical de 1.º de mayo de 1906, Une visite a Beethoven, por el barón de Trémont, publicada por J. Chantavoine).
[25] O más exactamente Teresa Brunsvik. Beethoven había conocido a los Brunsvik en Viena, entre 1796 y 1799. Giulietta Guicciardi era prima de Teresa. Beethoven parece que también se enamoró, durante algún tiempo, de una hermana de Teresa, Josefina, que casó con el conde Deym y en segundas nupcias con el barón Stackelberg. Se encontrarán los detalles más vivos sobre la familia Brunsvik en un artículo de Andrés de Hevesy: Beethoven et l’immortelle Bien-aimée. (Revue de Paris, 1.º de mayo y 15 de marzo de 1910). Hevesy utilizó para este estudio las memorias manuscritas y los papeles de Teresa, conservados en Mártonvásár, Hungría. Al mostrar la afectuosa intimidad de Beethoven con los Brunsvik trae a discusión su amor a Teresa; pero sus argumentos no parecen convincentes, y me reservo a discutirlos algún día.
[26] Mariam Tenger: Beethoven’s unsterbliche Geliebte. Bonn, 1890.
[27] Es el aire admirable que figura en el Álbum de la mujer de J. S. Bach, Ana Magdalena (1725), con el título de Aria di Giovannini. Se ha discutido que se le atribuya a J. S. Bach.
[28] Nohl, Vie de Beethoven.
[29] Beethoven era miope en efecto. Ignaz von Seyfried dice que la debilidad de su vista la había originado la viruela y le obligaba, siendo muy joven, a usar anteojos. La miopía debió contribuir a dar el carácter de extravío de sus ojos. Sus cartas en 1823 y 1824 contienen quejas frecuentes acerca de sus ojos, que lo hacen sufrir. Véanse los artículos de Christian Külischer: Beethovens Augens und Augenleiden. (Die Musik 15 de marzo y 1.º de abril de 1902).
[30] La música de escena para el Egmont de Goethe fué comenzada en 1809. Beethoven habría querido escribir también la música de Guillermo Tell; pero se prefirió a Gyrowetz.
[31] Conversación con Schindler.
[32] Pero escrita, a lo que parece, en Korompa, en casa de los Brunsvik.
[33] Nohl. Cartas de Beethoven, XV.
[34] Este retrato se encuentra todavía ahora en la casa de Beethoven, en Bonn. Está reproducido en la Vie de Beethoven por Frimmel, página 29, y en el Musical Times, del 15 de diciembre de 1892.
[35] A Gleichenstein. (Nohl, Neue Briefe Beethovens, XXXI).
[36] “El corazón es la palanca para todo lo que hay de grande”. (A Giannatasio del Rio. Nohl, CLXXX).
[37] “Las poesías de Goethe me hacen feliz”, escribía a Bettina Brentano el 19 de febrero de 1811. Y en otra parte: “Goethe y Schiller son mis poetas preferidos, con Ossian y Homero, a quienes desgraciadamente no puedo leer sino en traducciones”. (A Breitkopf y Haertel, 8 de agosto de 1809. Nohl, Neue Briefe, LIII). Debe advertirse cuánto, a pesar de lo descuidado de su educación, era seguro el gusto literario de Beethoven. Fuera de Goethe, de quien se ha dicho que se le parecía por “grande, majestuoso, siempre en re mayor”, y por encima de Goethe amaba a tres hombres: Homero, Plutarco y Shakespeare. De Homero prefería “La Odisea”. Leía continuamente a Shakespeare en la traducción alemana y ya se sabe con cuál trágica grandeza tradujo en música a Coriolano y la Tempestad. En cuanto a Plutarco, se nutría en sus páginas como los hombres de la Revolución. Bruto era su héroe tal como lo fué de Miguel Ángel; tenía su estatuilla en su alcoba. Amaba a Platón y soñaba en establecer su República en el mundo entero. “Sócrates y Jesús han sido mis modelos”, dijo alguna vez. (Conversaciones de 1819 y 1820).
[38] A Bettina von Arnim. (Nohl, XCI).
[39] “Beethoven, decía Goethe a Zelter, es desgraciadamente una personalidad indomable; sin duda no se equivoca al hallar el mundo detestable; pero no es el medio de hacerlo agradable para él y para los demás. Es preciso excusarlo y compadecerlo, porque es sordo”. No hizo nada contra Beethoven después, pero tampoco nada en su favor, y guardó completo silencio sobre su obra y hasta sobre su nombre. En el fondo lo admiraba, pero temía su música, que le producía turbación; tenía miedo de que le hiciera perder la paz de su alma, que había conquistado a precio de tantas penas y que, contra la opinión corriente, nada tenía de natural. Una carta del joven Félix Mendelssohn, que pasó por Weimar en 1830, descubre inocentemente las profundidades de esta alma turbada y apasionada (leidenschaftlicher Sturm und Verworrenheit como Goethe mismo decía, que una inteligencia vigorosa dominaba).
“...Desde luego, escribía Mendelssohn, no quería hablar de Beethoven; pero le fué preciso pasar por ello y escuchar el primer trozo de la Sinfonía en do menor, que lo emocionó de modo extraño. Quería ocultar su emoción y se contentó con decirle: ‘Esto no conmueve y no hace más que sorprender’. Al cabo de algún tiempo, añadió: ‘Es grandioso, insensato; se diría que la casa va a derrumbarse’. Llegó la hora de comer, y durante la comida permaneció pensativo hasta el momento en que, volviendo de nuevo a Beethoven, se puso a interrogarme, a examinarme. Vi bien el efecto que le había producido...”. (Sobre las relaciones de Goethe y de Beethoven, véanse diversos artículos de Frimmel).
[40] Carta de Goethe a Zelter, el 2 de septiembre de 1812. De Zelter a Goethe, de 14 de septiembre de 1812: “Auch ich bewundere ihn mit Schrecken”. “Yo también lo admiro con espanto”. Zelter escribió en 1819 a Goethe: “Se dice que está loco”.
[41] Es en todo caso un tema en el cual Beethoven había pensado, porque lo encontramos en sus notas, y, particularmente, en sus proyectos de una Décima Sinfonía.
[42] Contemporánea, y acaso inspiradora, a las veces, de estas obras fué su intimidad, tan tierna, con la joven cantante berlinesa Amalia Sebald.
[43] Muy distinto de él en esto, Schubert había escrito en 1807 una obra de ocasión “en honor de Napoleón el Grande”, y él mismo dirigió la ejecución ante el emperador.
[44] “No os diré nada de nuestros monarcas y de sus monarquías”, escribía a Kauka durante el Congreso de Viena. “Para mí el imperio del espíritu es el más amado de todos; es el primero de todos los reinados temporales y espirituales”. (Mir ist das geistige Reich das Liebste, und der Oberste aller geistlichen und weltlichen Monarchien.)
[45] “¿Viena, no es decir todo? Toda huella del protestantismo alemán se borra aquí; hasta el acento nacional está perdido, italianizado. El espíritu alemán, las maneras y las costumbres alemanas, explicadas por los manuales de origen italiano y español... ¡Es el país de una historia falsificada, de una ciencia falsificada, de una religión falsificada... un escepticismo frívolo, que debía aniquilar y sepultar el amor a la verdad, al honor, a la independencia!” (Wagner, Beethoven, 1870). Grillparzer escribió que era una desgracia haber nacido austriaco. Los grandes compositores alemanes de fines del siglo XIX, que vivieron en Viena, sufrieron cruelmente por el espíritu de esta ciudad, abandonada al culto farisaico de Brahms. La vida de Bruckner allá fué un largo martirio; Hugo Wolf, que se debatía furiosamente antes de sucumbir, expresó sobre Viena juicios implacables.
[46] El rey Jerónimo había ofrecido a Beethoven una pensión de seiscientos ducados de oro, vitalicia, y dietas de viaje por ciento cincuenta ducados de plata, a cambio del compromiso único de tocar algunas veces delante de él y de dirigir sus conciertos de música de cámara, que no debían ser ni largos ni frecuentes. (Nohl, XLIX). Beethoven estuvo a punto de partir.
[47] El Tancredo de Rossini bastó a conmover todo el edificio de la música alemana. Bauernfeld, citado por Ehrhard, anota en su Diario este juicio, que era corriente en los salones de Viena, en 1816: “Mozart y Beethoven son dos viejos pedantes; la tontería de la época precedente les gustaba; y sólo después de Rossini se sabe lo que es la melodía. Fidelio es una inmundicia; no es posible comprender que se dé uno la pena de fastidiarse yendo a escucharlo”.
Beethoven dió su último concierto, como pianista, en 1814.
[48] En el mismo año Beethoven perdió a su hermano Carl: “Amaba tanto la vida, cuanto yo tendría placer en perder la mía”, escribía a Antonia Brentano.
[49] Además de la sordera, su salud empeoraba de día en día. Desde octubre de 1816 estaba muy enfermo de un catarro inflamatorio; durante el estío de 1817 su médico le dijo que era una enfermedad del pecho; y durante el invierno de 1817-1818 se atormentaba con el temor de la tisis. Siguieron después los reumatismos agudos en 1820-1821, una ictericia en 1821 y una conjuntivitis en 1823. Beethoven escribió a Franz Brentano, el 12 de noviembre de 1821 (cuando estaba en plena composición de la Misa en re): “Desde el año pasado hasta hoy he estado siempre enfermo... Ahora estoy un poco mejor, a Dios gracias, y me parece que puedo vivir de nuevo para mi arte, lo que propiamente hablando no ha sido, desde hace dos años, por falta de buena salud, como también por tantos otros sufrimientos”.
[50] Adviértase que de este año data, en su música, un cambio de estilo, inaugurado por la sonata op. 101. Los cuadernos de conversación de Beethoven, que forman más de once mil páginas manuscritas, se encuentran reunidos actualmente en la Biblioteca Real de Berlín.
[51] Schindler, que llegó a ser desde 1819 amigo íntimo de Beethoven, había entrado en relaciones con él en 1814; pero había costado mucha pena a Beethoven concederle su amistad; lo trataba, además, con altivo menosprecio.
[52] Véanse las admirables páginas de Wagner sobre la sordera de Beethoven. (Beethoven, 1870).
[53] Amaba a los animales y tenía piedad de ellos. La madre del historiador Von Frimmel contaba que mucho tiempo sintió rencor involuntario contra Beethoven, porque cuando ella era pequeña él espantaba con su pañuelo las mariposas que quería coger.
[54] Se encontraba siempre mal alojado. En treinta y cinco años cambió treinta veces de casa en Viena.
[55] Beethoven se había dirigido personalmente a Cherubini, que era “de sus contemporáneos aquél a quien más estimaba”. (Nohl, Cartas de Beethoven, CCL). Cherubini no le contestó.
[56] “Yo no me vengo nunca, escribía también a la señora Streicher. Cuando me veo obligado a obrar contra los demás, no hago sino lo estrictamente necesario para defenderme, o para impedirles hacer mal”.
[57] Nohl, CCCXLIII.
[58] Nohl, CCCXIV.
[59] Nohl, CCCLXX.
[60] Nohl, CCCLXII-LXVII. Una carta que acaba de encontrar en Berlín M. Kalischer, muestra con qué pasión Beethoven ambicionaba hacer de su sobrino “un ciudadano útil al Estado”. (De primero de febrero de 1819).
[61] Schindler, que lo vió entonces, dice que se volvió súbitamente como un viejo de setenta años, gastado, sin fuerza, sin voluntad. Habría muerto si Carlos hubiera muerto. Murió pocos meses después.
[62] El dilettantismo de nuestro tiempo no ha dejado de procurar la rehabilitación de este pillo. Esto no puede sorprender.
[63] Carta de Fischenich a Charlotte Schiller (enero de 1803). La oda de Schiller había sido escrita en 1785. El tema actual aparece en 1808, en la Fantasía para piano, orquesta y coro, op. 80, y en 1810 en el Lied sobre palabras de Goethe: Kleine Blumen, kleine Blaetter. He visto en un cuaderno de notas de 1812, propiedad del doctor Erich Prieger, en Bonn, entre los bosquejos de la Séptima Sinfonía y un proyecto de obertura de Macbeth, un ensayo de adaptación de las palabras de Schiller al tema que utilizó más tarde en la obertura op. 115 (Namensfeier). Algunos de los motivos instrumentales de la Novena Sinfonía aparecen antes de 1815; y en fin, el tema definitivo de la Alegría está anotado en 1822, así como todos los demás aires de la Sinfonía, salvo el trío, que viene después, en seguida del andante moderato, y por último el adagio que aparece al final.—Sobre el poema de Schiller y sobre la falsa interpretación que acerca de él se ha querido dar, en nuestro tiempo, substituyendo la palabra Freude (Alegría) por la palabra Freiheit (Libertad), véase un artículo de Carlos Andler en Pages Libres (8 de julio de 1905).
[64] Biblioteca de Berlín.
[65] Also ganz so als standen Worte darunter. (“Enteramente como si hubiera en ellos palabras”).
[66] La Misa en re, op. 123.
[67] Beethoven, agobiado por los trajines domésticos, la miseria, los cuidados de todo género, no escribió en cinco años, de 1816 a 1821, más que tres obras para piano (op. 101, 102, 106). Sus enemigos decían que estaba agotado; se volvió a entregar al trabajo en 1821.
[68] En febrero de 1824. Firmaron: Príncipe C. Lichnowski, conde Mauricio Lichnowski, conde Mauricio de Fries, conde M. de Dietrichstein, conde F. de Palfy, conde Czernin, Ignacio Edler de Mosel, Carlos Czerny, abate Stadler, A. Diabelli, Artaria y C., Steiner y C., A. Streicher, Zmeskall, Kiesewetter, etc.
[69] “Mi carácter moral es conocido públicamente”, contestó con altivez Beethoven al municipio de Viena el 1.º de febrero de 1819, para reivindicar su derecho a la tutela de su sobrino. “Hasta los escritores distinguidos como Weissenbach, han juzgado que valía la pena consagrarle algunas páginas”.
[70] En agosto de 1824 estaba asediado por el temor de morir bruscamente de un ataque, “como mi querido abuelo, a quien tanto me parezco”, escribió el 16 de agosto de 1824 al doctor Bach. Sufría mucho del estómago. Estuvo muy mal durante el invierno de 1824-1825. En mayo de 1825 tuvo expectoraciones de sangre y hemorragias de la nariz. El 9 de junio de 1825 escribió a su sobrino: “Mi debilidad llega a menudo al extremo... La señora de la guadaña no tardará en venir”.
[71] La Novena Sinfonía fué ejecutada por la primera vez, en Alemania, en Francfort, el 1.º de abril de 1825; en Londres, el 25 de marzo de 1825; en París, el 27 de marzo de 1831, en el Conservatorio. Mendelssohn, a los 17 años, la ejecutó en una audición de piano en la Jaegerhalle de Berlín, el 14 de noviembre de 1826. Wagner, estudiante en Leipzig, la recogió entera de su mano; y, en una carta de 6 de octubre de 1830 al editor Schott, le ofreció una reducción de la sinfonía para piano a dos manos. Se puede decir que la Novena Sinfonía decidió la vida de Wagner.
[72] “Apolo y las Musas no querrán abandonarme aún a la muerte, ¡porque es tanto lo que les debo todavía! Es preciso que antes de mi partida para los Campos Elíseos deje tras de mí lo que el Espíritu me inspira y me ha ordenado cumplir. Me parece que apenas he escrito algunas notas”. (A los hermanos Schott, el 17 de septiembre de 1824. Nohl, Neue Briefe, CCLXXII).
[73] Escribió Beethoven a Moscheles, el 18 de marzo de 1827: “Una sinfonía bosquejada por completo está en mi pupitre, con una nueva obertura”. Este bosquejo no ha sido encontrado nunca. Se lee únicamente en sus notas: “Adagio cántico. Canto religioso para una sinfonía a la manera antigua (Herr Gott dich loben wir.—Alleluja), sea como trozo independiente, o como introducción a una fuga. Esta sinfonía podría ser caracterizada por la entrada de las voces, bien en el finale, bien desde el adagio. Los violines de la orquesta, etc., decuplicados para los últimos movimientos. Hacer entrar las voces una a una, o repetir en cierta manera el adagio, en los últimos movimientos. Para texto del adagio un mito griego, o un cántico eclesiástico; en el allegro, fiesta a Baco”. (1818). Como se ve la conclusión coral estaba entonces reservada para la Décima y no para la Novena Sinfonía. Más tarde dijo que quería realizar en su Décima Sinfonía “la reconciliación del mundo moderno con el mundo antiguo, lo mismo que Goethe había intentado en su Segundo Fausto”.
[74] El tema es la leyenda de un caballero que está enamorado y cautivo de una hada, y que sufre la nostalgia de la libertad. Hay analogías entre el poema y el de Tannhaüser. Beethoven trabajó en ella de 1823 a 1826. (Véase A. Ehrhard, Franz Grillparzer, 1900).
[75] Tenía Beethoven desde 1808 el designio de escribir la música de Fausto. (La primera parte del Fausto acababa de publicarse, con título de Tragedia, en el otoño de 1807). Era éste su más caro proyecto. (Was mir und der Kunst das Hoechste ist.)
[76] “¡El Mediodía de Francia! ¡Allá está! ¡Allá está!” (Südliches Frankreich, dahin! dahin!) (Cuaderno de la Biblioteca de Berlín).... “...Partir de aquí: sólo con esta condición podrás de nuevo elevarte a las altas regiones de tu arte... una sinfonía, después partir, partir, partir... En el estío, trabajar para el viaje... Recorrer Italia, la Sicilia, con algún otro artista”. (Id.)
[77] En 1819 estuvo a punto de ser perseguido por la policía, por haber dicho en voz alta, “que después de todo Cristo no había sido más que un judío crucificado”. Escribía entonces la Misa en re; y es bastante decir de la libertad de sus inspiraciones religiosas. En cuanto a sus opiniones políticas, Beethoven atacaba audazmente los prejuicios y los vicios del Gobierno; le reprochaba, entre otras cosas, la organización de la justicia, arbitraria y servil, llena de trabas por un largo procedimiento; la policía, que tendía constantemente a propasarse de sus atribuciones; la burocracia bizarra e inerte, que mataba toda iniciativa individual y paralizaba la acción; los privilegios de una aristocracia degenerada, tenaz en arrogarse exclusivamente los más altos puestos del Estado; la impotencia del soberano para proveer al bienestar de los ciudadanos. Parece que sus simpatías en materia política estaban entonces por Inglaterra.
[78] El suicidio de su sobrino.
[79] Véase sobre La última enfermedad y la muerte de Beethoven un artículo del doctor Klotz-Forest, en la Chronique Médicale de 1.º y 15 de abril de 1906. Se tienen informaciones muy precisas por los Cuadernos de Conversación, en los cuales están escritas las preguntas del doctor, y por el relato del médico mismo (Dr. Wawruch), publicado con el título de: Aerztlicher Rückblick auf L. V. B. letzte Lebenstage en la Wiener Zeitschrift, en 1842 (fechado el 20 de mayo de 1827). Hubo dos fases en la enfermedad: primero, accidentes pulmonares, que parece fueron detenidos después de seis días; “el séptimo día se sintió suficientemente bien para levantarse, caminar, leer y escribir; y segundo, perturbaciones digestivas, complicadas con perturbaciones de la circulación.”
“El octavo día lo encontré aniquilado, con el cuerpo todo amarillo. Un violento acceso de diarrea, complicado con vómitos, estuvo a punto de acabar con su vida en la noche. A partir de este momento, la hidropesía se desarrolló. Para esta recaída hubo causas morales que son mal conocidas. Una cólera violenta, un sufrimiento profundo, determinado por la ingratitud que había tenido que sufrir, y un ultraje inmerecido, habían determinado esta explosión”, dice el doctor Wawruch. “Temblando, con estremecimientos, estaba encorvado por el dolor que le desgarraba las entrañas”. Resumiendo estas diversas observaciones, el doctor Klotz-Forest diagnostica, tras de un ataque de congestión pulmonar, la cirrosis atrófica de Laennec (enfermedad del hígado), ascitis y edema de los miembros inferiores. Cree que el uso inmoderado de las bebidas espirituosas contribuyó a agravar el mal. Ésta era ya la opinión del doctor Malfatti: “Sedebat et bibebat”.
[80] Los recuerdos del cantante Luis Cramolini, que acaban de ser publicados, cuentan una emocionante visita a Beethoven durante su última enfermedad, en la cual Beethoven se mostró con una serenidad y una bondad conmovedoras. (Véase la Frankfurter Zeitung, de 29 de septiembre de 1907).
[81] Las operaciones se le hicieron el 20 de diciembre, el 8 de enero, el 2 y el 27 de febrero. El pobre hombre, en su lecho de muerte, estaba devorado por las chinches. (Carta de Gerhard von Breuning).
[82] El joven músico Anselmo Hüttenbrenner.“¡Alabado sea Dios!”,—escribió Breuning.—“Démosle gracias por haber puesto fin a este prolongado y doloroso martirio”.—Todos los manuscritos, libros y muebles de Beethoven fueron vendidos en remate, en 1575 florines. El catálogo comprendía doscientos cincuenta y dos números de manuscritos y de libros musicales que no sobrepasaron la suma de novecientos ochenta y dos florines, treinta y siete kreutzer. Los Cuadernos de Conversación y los Tagebücher fueron vendidos en un florín, veinte kreutzer. Entre sus libros Beethoven poseía, de Kant, Naturgeschichte und Theorie des Himmels; de Bode, Anleitung zur Kenntnis des gestirnten Himmels; Thomas von Kempis, Nachfolge Christi. La censura se apoderó de: Seume, Spaziergang nach Syrakus; Kotzebue, Ueber den Adel; Fessler, Ansichten von Religion und Kirchentum.
[83] “Soy feliz todas las veces que venzo alguna dificultad”. (Carta a la Inmortal Amada). “Querría vivir mil veces la vida... Yo no nací para una vida tranquila”. (A Wegeler, el 16 de noviembre de 1801).
[84] “Beethoven me enseñó la ciencia de la naturaleza y me dirigió en este estudio como en el de la música. No eran las leyes de la naturaleza, sino su poder elemental, lo que lo maravillaba”. (Schindler.)
[85] “¡Oh, es tan bella la vida; pero la mía está para siempre envenenada!” (vergiftet). (Carta del 2 de mayo de 1810, a Wegeler).
A MIS HERMANOS CARL Y JOHANN[87] BEETHOVEN
N. B.—Las palabras en cursivas están subrayadas en el manuscrito.
¡Oh vosotros, hombres que me miráis y me juzgáis huraño, loco o misántropo, cuán injustos habéis sido conmigo! ¡Ignoráis la oculta razón de que os aparezca así! Mi corazón y mi espíritu se mostraron inclinados, desde la infancia, al dulce sentimiento de la bondad, y a realizar grandes acciones he estado siempre dispuesto; pero pensad tan sólo cuál es mi espantosa situación, desde hace seis años, agravada por médicos sin juicio, engañado de año en año con la esperanza de un mejoramiento, y al fin abandonado a la perspectiva de un mal durable, cuya curación demanda años tal vez, cuando no sea enteramente [Pg 62]imposible. Dotado de un temperamento ardiente y activo, fácil a las distracciones de la sociedad, debí apartarme de los hombres en edad temprana, pasar mi vida solitario. ¡Si algunas veces quise sobreponerme a todo, oh, cuán duramente chocaba con la triste realidad renovada siempre de mi mal! Y sin embargo, no me era posible decir a los hombres: “¡Hablad más alto, gritad, porque soy sordo!” ¡Cómo me iba a ser posible ir revelando la debilidad de un sentido que debería ser en mí más perfecto que en los demás, un sentido que en otro tiempo he poseído con la más grande perfección, con una perfección tal que indudablemente pocas personas de mi oficio han tenido nunca! ¡Oh, esto no puedo hacerlo! Perdonadme pues si me veis vivir separado cuando debería mezclarme en vuestra compañía. Mi desdicha es doblemente dolorosa, puesto que le debo también ser mal conocido. Me está prohibido encontrar un descanso en la sociedad de los hombres, en las conversaciones delicadas, en los mutuos esparcimientos. Solo, siempre solo. No puedo aventurarme en sociedad si no es impulsado de una necesidad imperiosa; debo vivir como un proscrito; si me acerco a los demás, soy presa de una angustia devoradora, de miedo de estar expuesto a que se den cuenta de mi estado.
Ésta es la razón por la cual acabo de pasar seis meses en el campo. Mi sabio médico me obliga a cuidar mi oído tanto como sea posible, yendo más allá de mis propias intenciones; y sin embargo, muchas veces, recobrado por mi inclinación hacia la sociedad, me he dejado arrastrar de ella; pero ¡qué humillaciones cuando cerca de mí estaba alguien que escuchaba a lo lejos el sonido de una flauta y que yo no oía nada, o que escuchaba el canto de un pastor, ¡sin que yo pudiera oír nada![88]. La experiencia de estas [Pg 63]cosas me puso pronto al borde de la desesperación, y poco faltó para que yo mismo hubiese puesto fin a mi vida. Sólo el arte me ha detenido. ¡Ah! Me parecía imposible abandonar este mundo antes de haber realizado todo lo que me siento obligado a realizar. Y así prolongaba esta miserable vida, verdaderamente miserable, un cuerpo tan irritable que el menor cambio me puede arrojar del estado mejor en el peor. ¡Paciencia! se dice siempre; y debo tomarla a ella ahora por guía; la he tomado. Durable debe ser, lo espero, mi resolución de resistir hasta que plazca a las Parcas inexorables cortar el hilo de mi vida. Acaso será esto lo mejor, acaso no, pero yo estoy presto siempre. No es muy fácil ser filósofo por obligación a los veintiocho años, no es fácil; y es más duro aún para un artista que para cualquiera otro.
¡Oh Dios, tú miras desde lo alto en el fondo de mi corazón, y lo conoces, sabes que en él moran el amor a los demás y el deseo de hacerles el bien! Vosotros, hombres, si leéis un día esto, pensad que habéis sido injustos conmigo, y que el desventurado se consuela al encontrar a otro desventurado como él que, a pesar de todos los obstáculos de la naturaleza, hizo cuanto estaba a su alcance para ser admitido en el rango de los artistas y de los hombres de elección.
Vosotros, hermanos míos, (Carl y Johann) inmediatamente que yo haya muerto, si el profesor Schmidt vive aún, rogadle en mi nombre que describa mi enfermedad y a la [Pg 64]historia de ella unid esta carta, a fin de que después de mi muerte, al menos en la medida que esto sea posible, la sociedad se reconcilie conmigo. Al mismo tiempo, a vosotros dos nombro herederos de mi pequeña fortuna, si se la puede llamar así, que la debéis partir lealmente, estando de acuerdo y ayudándoos el uno al otro. El mal que me habéis hecho, lo sabéis, os lo he perdonado desde hace mucho tiempo. A ti, hermano Carl, te doy gracias particularmente por la solicitud de que me has dado testimonio en los últimos tiempos. Hago votos porque tengáis una vida más feliz, más exenta de cuidados que la mía. Recomendad a vuestros hijos la virtud, porque sólo ella puede dar la felicidad, que no da el dinero. Hablo por experiencia. Ella me ha sostenido a mí mismo en mi miseria, y a ella debo, tanto como a mi arte, no haber puesto fin a mi vida por el suicidio. ¡Adiós, y amaos! Doy gracias a todos mis amigos, y en particular al príncipe Lichnowski y al profesor Schmidt. Deseo que los instrumentos del príncipe L. puedan ser conservados en la casa de alguno de vosotros, pero que esto no provoque entre vosotros ninguna discusión. Si pueden seros útiles para algo mejor, vendedlos inmediatamente. ¡Cuán feliz seré si todavía puedo serviros desde la tumba!
Si fuera así, con qué alegría volaría hacia la muerte. Pero si ésta llega antes de que haya tenido la ocasión de desarrollar todas mis facultades artísticas, a pesar de mi duro destino, llegará demasiado temprano para mí y desearía aplazarla. Mas aun así, estoy contento. ¿No va a librarme de un estado de sufrimiento sin término?—Venga cuando viniere, yo voy valerosamente hacia ella.—Adiós y no me olvidéis enteramente en la muerte; merezco que penséis en mí, porque a menudo he pensado en vosotros, durante mi vida, para haceros felices. ¡Sedlo!
LUDWIG VAN BEETHOVEN.
Heiligenstadt, 6 de octubre de 1802.
A mis hermanos Carl y (Johann), para ser leída y cumplida después de mi muerte.
El 10 de octubre de 1802.—¡Heiligenstadt, me despido así de ti, y en verdad tristemente!—Sí, la amada esperanza que traje, de ser curado, en parte al menos, debe abandonarme definitivamente. Como las hojas en el otoño se marchitan y caen, así también mi esperanza se ha secado. Poco más o menos como vine me voy; y hasta el alto valor que me sostenía a menudo en los bellos días de estío, se ha desvanecido. ¡Oh Providencia, has lucir para mí una vez un día puro de alegría! ¡Hace ya tanto tiempo que el sonido profundo de la verdadera alegría me es extraño! ¡Oh, cuándo, cuándo, oh Divinidad! ¿podría yo sentirla aún en el templo de la naturaleza y de los hombres? ¿Nunca? ¡No! ¡Oh, esto sería demasiado cruel!
Al Pastor Amenda, en Curlande[89]
Mi querido, mi buen Amenda, mi amigo de corazón: Con una profunda emoción, con una mezcla de dolor y de alegría he recibido y leído tu última carta. ¡A qué podría yo comparar tu fidelidad, tu solicitud hacia mí! ¡Oh, qué bueno es que tú hayas sido siempre mi amigo! Sí; he puesto a prueba tu consagración, y sé qué diferencia hay entre tú y los demás. Tú no eres un amigo de Viena, no; ¡tú eres como aquéllos que sólo existen sobre el suelo de mi patria! ¡Cómo he deseado tenerte cerca de mí, porque tu Beethoven es profundamente infeliz! Debes saber que [Pg 66]la parte más noble de mí mismo, mi oído, se ha debilitado mucho. Ya en la época en que tú estabas a mi lado sentía síntomas del mal, y lo ocultaba; después ha ido empeorando. Si esto no puede ser curado, es preciso esperar para saberlo; creo que debe proceder de mi enfermedad del estómago. Respecto a ésta estoy casi restablecido; mas, en cuanto al oído ¿curaré? Naturalmente que lo espero así; pero es muy difícil porque estas enfermedades son las más incurables. ¡Qué triste debo vivir, evitando todo lo que me es más querido, y esto entre hombres tan miserables, tan egoístas!... Entre todos puedo decir que el amigo que más me ha ayudado ha sido Lichnowski; desde el año pasado me ha dado seiscientos florines, y esto y la venta fructuosa de mis obras me ponen en situación de vivir sin el cuidado de ganar el pan. Todo lo que escribo ahora puedo venderlo inmediatamente cinco veces, y bien pagado. He escrito algo regular, en estos últimos tiempos; y puesto que sé que has pedido pianos a... deseo enviarte algunas obras en el empaque de uno de ellos, para que te sea menos costoso.
Ahora, para mi consuelo, ha llegado aquí un hombre con quien puedo gozar del placer de la conversación y de la amistad desinteresada; es uno de mis amigos de juventud[90]. Le he hablado frecuentemente de ti y le he dicho que, desde que abandoné mi patria, eres tú uno de aquéllos que ha elegido mi corazón.—Él tampoco ama a[91]... Es y continúa siendo muy débil para la amistad; yo lo miro, y... como los humildes instrumentos en que toco, cuando me place; pero que no pueden ser nunca testigos nobles de mi actividad, como tampoco pueden verdaderamente participar en mi vida, les doy valor sólo en la medida de los servicios que me proporcionan. ¡Oh, cómo [Pg 67]sería feliz si tuviera el uso completo de mi oído! Correría entonces hacia ti; pero debo permanecer alejado de todo; mis años más hermosos transcurren sin que haya realizado todo lo que mi talento y mi fuerza me mandaran.—¡Triste resignación ésta en la cual debo refugiarme! Sin duda que me he propuesto sobreponerme a todos estos males; pero ¿cómo me será posible? Sí, Amenda, si en seis meses mi mal no está curado, exijo de ti que abandones todo y que vengas a mi lado; entonces viajaré (mi ejecución y mi composición sufren aún muy poco por mi enfermedad, pues es sólo en sociedad donde me es más sensible), y tú serás mi compañero, porque estoy convencido de que no me faltará la felicidad. ¡Con quién no podría yo compararme entonces! Desde que tú partiste he escrito de todo, hasta óperas y música sagrada.—Sí, tú no te rehusarás; tú ayudarás a tu amigo a soportar su mal y sus cuidados.—También he perfeccionado mi ejecución de pianista, y espero que este viaje podrá igualmente proporcionarte placer. Después, tú permanecerás para siempre cerca de mí.—He recibido con puntualidad todas tus cartas, y por poco que te haya contestado, has estado siempre presente para mí, y mi corazón palpita por ti con la misma ternura.—Lo que te he dicho de mi oído te ruego callarlo como un gran secreto, y no confiárselo a nadie, quienquiera que sea. Escríbeme con frecuencia. Tus cartas, hasta cuando son breves, me consuelan y me hacen mucho bien. Espero para muy pronto otra tuya, mi querido amigo. No te he enviado tu cuarteto[92] porque lo he rehecho enteramente, desde que he comenzado a saber escribir cuartetos en forma conveniente, como tú verás cuando lo recibas. Ahora, adiós mi querido y buen amigo. Si tú crees que yo pueda hacer por ti algo que te sea agradable, se entiende que debes decirlo a tu fiel L. v. Beethoven, que te ama sinceramente.
Al Doctor Franz Gerhard Wegeler
Viena, 29 de junio (1801).
Mi bueno y querido Wegeler: ¡Cuánto te agradezco tu recuerdo! Lo merezco tan poco, tan poco he hecho para merecerlo; y sin embargo, eres tú tan bueno, no te dejas alejar por nada, ni por mi imperdonable negligencia; permaneces siendo siempre el fiel, el bueno, el leal amigo.—¡Que yo pudiese olvidarte, olvidar a todos vosotros, que habéis sido para mí tan caros y tan buenos, no, eso no lo creo! Hay momentos en que suspiro por estar cerca de vosotros para pasar algún tiempo.—Mi patria, la hermosa región donde yo vi la luz del mundo, también se me representa siempre con tanta claridad y nitidez como cuando os abandoné. Será uno de los más felices instantes de mi vida aquél en que pueda volver a veros y saludar a nuestro padre el Rhin.—Cuándo será esto, no puedo decirlo con exactitud. Por lo menos diré que me encontraréis más grande: no hablo del artista, sino del hombre, que os parecerá mejor, más hecho; y si el bienestar no ha aumentado un poco en nuestra patria, mi arte debe consagrarse al mejoramiento de la suerte de los pobres...
Quieres saber algo acerca de mi situación; bien, pues no va del todo mal. Desde el año pasado, Lichnowski (por increíble que te parezca, aun cuando yo lo digo), quien ha sido siempre y es mi amigo el más fervoroso (bien es cierto que hubo pequeñas diferencias entre nosotros, pero ellas mismas han afirmado nuestra amistad); Lichnowski me ha concedido una pensión de seiscientos florines que yo debo recibir durante el tiempo en que carezca de una posición conveniente. Mis composiciones me producen mucho y puedo decir que se me pide más trabajo que el que puedo hacer. Para cada cosa tengo[Pg 69] seis, siete editores, y aun más si quiero buscarlos. Nadie discute conmigo: fijo un precio y se me paga; ya ves que esto es delicioso. Por ejemplo, si veo a un amigo necesitado y mi bolsillo no me permite ir en su ayuda, no tengo más que sentarme a mi mesa de trabajo, y en poco tiempo lo he sacado del apuro.—Soy también más económico que antes...
Por desgracia, un demonio celoso, mi mala salud, ha venido a obstruir mi camino. Desde hace tres años mi oído se ha hecho cada vez más débil. Debe haber originado esto mi enfermedad del estómago, que sufría ya desde antes, como tú sabes, pero que ha empeorado mucho, porque padezco continuamente de diarrea, y por consecuencia de una extraordinaria debilidad. Frank quería tonificarme con reconstituyentes, y curar mi oído por medio del aceite de almendras. Mas ¡prosit! esto no sirve para nada; mi oído está siempre cada vez peor y mi estómago sigue en el mismo estado. Así estuve hasta el otoño último, en el cual a menudo llegué a la desesperación. Un asno de médico me aconsejó los baños fríos; otro, más listo, los baños tibios del Danubio, y el efecto fué maravilloso; mi estómago mejoró, pero mi oído sigue lo mismo o va estando aún peor. Este invierno, mi situación fué verdaderamente deplorable, pues sufrí cólicos espantosos y una recaída completa. Así estuve hasta el mes último en que fuí a ver a Vering, porque pensé que mi mal reclamaba un cirujano y, desde luego, he tenido siempre confianza en él. Logró cortar casi por completo esta violenta diarrea; me ordenó tomar baños tibios del Danubio, haciéndome poner en el agua multitud de licores fortificantes; no me administró ninguna medicina, a no ser, por espacio de unos cuatro días, unas píldoras para el estómago y una especie de té para los oídos. Me encuentro mejor y más fuerte; sólo mis orejas zumban y mugen (sausen und brausen) noche y día. Puedo decir que llevo[Pg 70] una vida miserable. Desde hace casi dos años evito toda compañía, porque no puedo decir a las gentes: “Soy sordo”. Si yo tuviera algún otro oficio, esto aun sería posible; pero en el mío es una situación espantosa. ¡Qué dirían mis enemigos, cuyo número no es corto!
Para darte una idea de mi extraña sordera te diré que en el teatro debo colocarme muy cerca de la orquesta para entender a los actores. No oigo los sonidos altos de los instrumentos ni las voces, si me coloco un poco lejos; y en la conversación es sorprendente que haya personas que no lo hayan advertido nunca. Como sufro tantas distracciones, a ellas atribuyen todo. Cuando se habla suavemente, apenas entiendo; sí, entiendo bien los sonidos, mas no las palabras; y, por otra parte, cuando se grita eso me es insoportable. Lo que haya de venir sólo el cielo lo sabe. Vering dice que seguramente mejoraré, si no llego a curar del todo.—Frecuentemente he maldecido de mi existencia y del Creador[93]. Plutarco me ha llevado a la resignación. Quiero, si esto fuese posible, desafiar al destino; pero hay momentos de mi vida en que soy la más miserable de las criaturas.—Te suplico no decir nada de mi estado a nadie, ni aun a Lorchen[94]; te lo confió como un secreto. Me agradaría que tú escribieras a Vering acerca de este asunto; y si mi situación actual ha de durar, iré en la primavera próxima a visitarte, y tú me albergarás en alguna casa de campo, en cualquier hermoso lugar donde pueda hacerme campesino por seis meses. Acaso eso me producirá mucho bien. ¡Resignación! ¡Qué triste amparo, y sin embargo, es el único que me queda! Perdóname que te dé esta molestia de amistad, en tus tedios.
Steffen Breuning está ahora aquí y pasamos casi todos los días juntos. ¡Me produce tanto bien evocar sentimientos de tiempos pasados! Se ha convertido, en verdad, en un joven excelente, bueno, que sabe algo y que tiene (como todos nosotros más o menos) el corazón bien puesto.
Quiero escribir también a la buena Lorchen. Nunca he olvidado a uno solo de vosotros, tan queridos y buenos, aun cuando no dé ningún signo de vida; porque escribir, tú lo sabes, no ha sido mi fuerte nunca; mis mejores amigos han estado años enteros sin recibir una carta de mí. Sólo vivo en mis notas, y apenas una obra queda terminada cuando está comenzada ya otra. En la forma en que trabajo ahora hago a menudo tres o cuatro cosas a un tiempo. Escríbeme con frecuencia, que yo trataré de disponer de tiempo para contestarte. Saluda a todos en mi nombre...
¡Adiós, mi bueno, mi fiel Wegeler! Está seguro de la afección y de la amistad de tu Beethoven.
A Wegeler
Viena, 16 de noviembre de 1801.
¡Mi buen Wegeler! Te doy gracias por tu nueva prueba de solicitud, tanto más cuanto la merezco muy poco.—Quieres saber cómo estoy y yo tengo necesidad de decírtelo, y, por poco agradable que me sea ocuparme de este asunto, lo haré sin embargo de buena gana contigo.
Vering me está poniendo desde hace meses vejigatorios en los dos brazos... El tratamiento me es extremadamente desagradable; sin hablar de los dolores, estoy privado por completo del uso de mis brazos por uno o dos días. Debo convenir en que los zumbidos son un poco más débiles que antes, principalmente en la oreja izquierda, que fué en la que comenzó mi sordera; pero mi oído en verdad no ha mejorado nada hasta el presente, y no me atrevo a decir si está peor aún.—Mi estómago va mejor,[Pg 72] y cuando me baño durante algunos días en agua tibia, me encuentro bastante bien por ocho o diez días más. De cuando en cuando tomo algún fortificante para el estómago, y también he comenzado, siguiendo tu consejo, la aplicación de yerbas contra el vientre.—Vering no quiere oír hablar de duchas; y por otra parte, no estoy muy contento con él, porque en verdad tiene pocos cuidados y atención para mi mal; si yo no fuera a su casa—y esto me es muy difícil—no lo vería nunca. ¿Qué piensas tú de Schmidt? No cambio médico de buena gana; pero me parece que Vering es demasiado práctico para renovar muchas de sus ideas por la lectura; y Schmidt en esto me parece un hombre distinto, que acaso no será tan negligente.—Se dicen maravillas del galvanismo. ¿Qué piensas tú de ello? Un médico me ha contado que vió a un niño sordomudo recobrar el oído, y a un hombre, que hacía siete años estaba sordo, también curado.—Precisamente acabo de saber que Schmidt está haciendo experiencias acerca de esto.
De nuevo vivo en forma algo más agradable; frecuento el trato de los demás. Apenas podrías creer cuál vida de soledad y de tristeza he llevado desde hace dos años; mi enfermedad se levantaba por todas partes delante de mí como un espectro, y yo huía de los demás. ¡Debía parecer un misántropo, cuando lo soy tan poco!—Este cambio, una amada, una encantadora muchacha lo ha realizado; me ama y yo la amo: he aquí de nuevo algunos momentos felices, después de dos años; y es la primera vez que pienso que el matrimonio puede dar la felicidad. Desgraciadamente no es de mi condición; y ahora, a decir verdad, no podría casarme porque es necesario que trabaje valerosamente aún. Si no fuera por mi oído habría desde hace largo tiempo recorrido la mitad del mundo, y esto debo hacerlo. No hay mayor placer para mí que ejercer mi arte y mostrarlo.—No creo que fuera feliz en vuestra casa. ¡Quién podría darme la felicidad! Vuestra misma[Pg 73] solicitud me pesaría, y a cada instante leería yo la compasión en vuestros rostros, para juzgarme más miserable todavía.—¿Qué me atraía hacia esos bellos lugares de mi patria? ¡Nada más que la esperanza de alcanzar una situación mejor, y que yo llegara a no tener este mal! ¡Oh, si estuviera libre de este mal tendría el mundo entre mis brazos! Mi juventud, sí, lo siento, apenas está comenzando; porque ¿no he estado siempre enfermo? Mi fuerza física crece más que nunca desde hace algún tiempo, junto con mi vigor intelectual. Cada día me acerco más al fin que entreveo sin poderlo definir. Pero sólo con estos pensamientos puede vivir tu Beethoven. ¡No es posible descansar! No conozco otro descanso que el sueño, y soy tan desventurado que tengo que concederle más tiempo que antes. Que esté sólo a medias libre de este mal, y entonces, como un hombre más dueño de sí mismo, más maduro, iré hacia vosotros y estrecharemos nuestros viejos lazos de amistad.
Debéis verme tan feliz como me sea concedido serlo aquí abajo; pero no desventurado. ¡No, porque esto no lo podría soportar! Quiero morder al destino, que no me doblegará indudablemente por completo. ¡Oh, es tan bello vivir la vida mil veces!—Para una vida tranquila, no, lo siento, no nací.
Muchos recuerdos buenos para Lorchen... ¿Tú me amas un poco, no es verdad? Pues está seguro de mi afección y de mi amistad. Tu
BEETHOVEN.
Carta de Wegeler y de Eleonora von Breuning a Beethoven.[95]
Coblenza, 28 de diciembre de 1825.
Mi querido Luis:
No puedo dejar partir para Viena a uno de los diez hijos de Ries, sin que me venga a la mente tu recuerdo. Si después de veintiocho años que hace que abandoné Viena no has recibido una larga carta cada dos meses, puedes culpar de ello a tu silencio para las primeras que te envié. Esto no está bien, y menos ahora, porque nosotros, viejos como somos, vivimos sólo del pasado y encontramos placer, por encima de todo, en los recuerdos de nuestra juventud. Para mí, al menos, mi conocimiento y mi estrecha amistad contigo, gracias a tu buena madre que Dios bendiga, es un punto luminoso en mi vida hacia el cual me vuelvo con placer... Levanto los ojos hacia ti como hacia un héroe y me siento orgulloso de poder decir: “No he dejado de tener influjo sobre su desarrollo; me confiaba sus deseos y sus ensueños; y cuando, más tarde, fué tan mal comprendido a menudo, yo sabía lo que ambicionaba”. ¡Alabado sea Dios que me concedió hablar de ti con mi mujer, y ahora con mis hijos! La casa de mi suegra era tu casa más que tu propia casa, sobre todo después de la muerte de tu noble madre. Dinos una vez solamente: “Sí, pienso en vosotros, en la alegría y en la tristeza”. El hombre, hasta cuando se ha elevado tan alto como tú, sólo es feliz una vez en la vida, cuando es [Pg 75]joven. A las piedras de Bonn, de Kreuzberg, de Godesberg, de la Pépinière, etc., deben volar alegremente tus ideas muchas veces.
Ahora quiero hablarte de mí, de nosotros, para darte un ejemplo de la manera en que tú debes contestarme.
Después de mi retorno de Viena, en 1796, todo iba bastante mal para mí; durante muchos años tuve que vivir sólo de mis consultas como médico; y esto duró largo tiempo en esta región miserable, antes de que tuviera lo necesario. Fuí después profesor, con un sueldo, y me casé en 1802. Un año más tarde tuve una hija, que vive aún y que está ya completamente formada; tiene, con un juicio muy recto, la serenidad de su padre, y toca hasta cansarse las sonatas de Beethoven; no es esto un mérito en ella, sino más bien un don innato. En 1807 nació un niño, que ahora estudia en Berlín medicina; y dentro de cuatro años lo enviaré a Viena. ¿Te encargarás de cuidarlo?... He festejado en el mes de agosto mi sexagésimo aniversario, en unión de unos sesenta amigos y conocidos, entre quienes estaban las personas principales de la ciudad. Desde 1807 resido aquí, donde tengo ahora una casa hermosa y una buena posición; mis superiores están contentos de mí y el rey me ha dado algunas condecoraciones y medallas. Lorchen y yo estamos bastante bien.—Y ahora que te he hecho conocer nuestra situación, te toca tu turno...
¿No querrás nunca apartar tus miradas de la torre de San Esteban? ¿No tiene el viaje ningún encanto para ti? ¿No querrás nunca volver a ver el Rhin?—Recibe de Madame Lore toda clase de recuerdos cordiales, así como de mí. Tu viejo amigo,
WEGELER.
Coblenza, 29 de diciembre de 1825.
¡Caro Beethoven, tan querido desde hace tanto tiempo! Quería que Wegeler os escribiese de nuevo, y ahora que este deseo se ha cumplido creo que es mi deber agregar aún dos palabras, no solamente para avivar vuestro recuerdo, sino también para renovar la pregunta insistente sobre si no tenéis, pues, ningún deseo de volver a ver el Rhin y el lugar de vuestro nacimiento, y proporcionarnos a Wegeler y a mí la más grande de las alegrías. Nuestra Lenchen os da gracias por tantas horas felices; tiene tanto placer en oír hablar de vos; y como conoce todas las mínimas aventuras de nuestra alegre juventud en Bonn, del disgusto y de la reconciliación... ¡sería muy feliz de conoceros!—La niña, desgraciadamente, no tiene talento para la música; pero ha hecho tanto, con tanta aplicación y perseverancia que puede tocar vuestras sonatas, variaciones, etc.; y como la música es siempre el más grande de los alivios para Wegeler, ella le proporciona así muchas horas agradables. Julius tiene talento para la música, pero hasta la fecha ha sido negligente; desde hace seis meses está aprendiendo a tocar violoncello con alegría y placer, y como hay en Berlín un buen profesor creo que adelantará mucho.—Los dos niños son grandes y se parecen a su padre, tanto que el buen humor de Wegeler, a Dios gracias, no se ha perdido por completo... Tiene un gran placer en tocar los temas de vuestras variaciones; los primeros tienen su preferencia, pero a menudo toca algunos de los nuevos con una increíble paciencia.—Vuestro Opferlied está colocado por encima de todo, y nunca va Wegeler a su alcoba sin sentarse al piano.—Así, querido Beethoven, podéis ver cuánto y qué durable y vivo es vuestro recuerdo en nosotros. Decidnos, pues, una vez siquiera, que esto tiene algún precio a vuestros ojos y que no hemos sido completamente olvi[Pg 77]dados.—Si no fuera tan difícil a veces realizar nuestros más caros deseos, habríamos ya ido a Viena a visitar a mi hermano, para tener el placer de veros; pero no es posible pensar en tal viaje ahora que nuestro hijo está en Berlín.—Wegeler os ha dicho cuál es nuestra situación, y seríamos injustos en quejarnos, porque aun los tiempos más difíciles han sido mejores para nosotros que para muchos de los demás.—La mayor felicidad está en que nos hallamos bien y que tenemos buenos hijos. Sí, ellos no nos han causado ninguna pena, y son alegres y buenos.—Sólo Lenchen ha tenido un gran dolor: cuando nuestro pobre Burscheid murió; fué una pérdida que nosotros no olvidaremos nunca. Adiós, querido Beethoven, y pensad en nosotros con toda lealtad y bondad.
ELN. WEGELER.
De Beethoven a Wegeler
Viena, 7 de octubre de 1826[96].
Mi viejo y amado amigo:
El placer que me ha causado tu carta y la de tu Lorchen, no lo puedo expresar. En verdad debí haberte contestado inmediatamente; pero soy un poco perezoso, sobre todo para escribir, porque pienso que sin necesidad de hacerlo me conocen las mejores personas. En mi memoria he hecho a menudo la contestación; mas cuando quiero ponerme a escribir, frecuentemente arrojo lejos de mí la pluma, porque no estoy en aptitud de escribir lo que [Pg 78]siento. Me acuerdo de todo el cariño que me has demostrado siempre, por ejemplo, de cuando hiciste blanquear mi alcoba dándome tan agradable sorpresa. Me acuerdo también de la familia Breuning. Que hayamos tenido que separarnos los unos de los otros, eso está en el curso natural de las cosas: cada uno debía seguir el fin que le estaba asignado, y tratar de alcanzarlo; y sólo los eternos principios inconmovibles del bien nos han mantenido siempre firmemente unidos. Por desgracia no puedo escribirte hoy tanto como quisiera, porque estoy en cama...
Tengo presente siempre la silueta de tu Lorchen (ya se lo he dicho), para que veas como todo lo que ha sido de bueno y de amado en mi juventud es precioso para mí siempre.
...En mi casa se dice: Nulla dies sine linea, y, sin embargo, dejo dormir a la Musa; pero es para que despierte más vigorosa en seguida. Espero dar aún al mundo algunas obras, y después, como un niño viejo, iré a terminar mi jornada terrestre entre las gentes sencillas[97].
...Entre las honrosas distinciones que he recibido y que sé te causarán placer, te informo que acabo de recibir del difunto rey de Francia una medalla con esta inscripción: Dada por el rey al señor Beethoven, y que llegó a mis manos acompañada de un escrito muy afectuoso del primer gentil hombre del rey, duque de Chatres[98].
Conténtate con esto por ahora, mi viejo y querido amigo. Los recuerdos del pasado se apoderaron de mí hoy y te envío esta carta con abundantes lágrimas; es apenas el principio, porque bien pronto recibirás otra; y mientras más me escribas mayor placer me proporcionarás. No hay necesidad de demandarlo, cuando se trata de [Pg 79] amigos como somos nosotros. Adiós. Te ruego des un beso tiernamente en mi nombre a tu querida Lorchen y a tus niños, y que pienses en mí. ¡Que Dios sea con vosotros!
Como siempre tu fiel y verdadero amigo, que te ama.
BEETHOVEN.
A Wegeler
Viena, 17 de febrero de 1827.
Mi viejo y digno amigo:
Recibí de Breuning, para mi felicidad, tu segunda carta. Estoy muy débil todavía para contestarte; pero puedes pensar que todo lo que me dices ha sido en mi bien, y lo deseo. En cuanto a mi convalecencia, si puedo llamarla así, va mejor pero lentamente; se presume que será necesario esperar la cuarta operación, aun cuando los médicos no dicen nada de ella. Me revisto de paciencia y pienso que todo mal nos trae consigo algún bien... ¡Cuántas cosas querría decirte ahora! Pero estoy demasiado débil, no puedo más que abrazarte en mi corazón, a ti y a tu Lorchen. Con amistad verdadera y consagración a ti y a los tuyos, tu viejo y fiel amigo.
BEETHOVEN.
A Moscheles
Viena, 14 de marzo de 1827.
Mi querido Moscheles:
El 27 de febrero fuí operado por cuarta vez, y ahora aparecen de nuevo indicios seguros de que debo esperar bien pronto una quinta operación. ¿En qué terminará todo esto? ¿qué será de mí si dura algún tiempo todavía?—En verdad que es dura la carga que me ha tocado; pero me conformo a la voluntad del destino, y ruego a Dios solamente que se digne decidir, en su voluntad divina, que para todo el largo tiempo en que yo deba sufrir en vida la muerte, esté al abrigo de las necesidades[99]. Así tendré fuerza para soportar mi carga, por dura y por terrible que pueda ser, resignándome a la voluntad del Altísimo.
Vuestro amigo,
L. V. BEETHOVEN.
SOBRE MÚSICA.
No hay regla que no se pueda violar a causa de Schoner. (“Plus beau”)[100].
La música debe hacer brotar el fuego en el espíritu de los hombres.
La música es una revelación más alta que la sabiduría y la filosofía.
No hay nada más bello que acercarse a la divinidad y derramar sus irradiaciones sobre la raza humana.
¿Por qué escribo?—Porque lo que tengo en mi corazón es preciso que salga fuera, y esto me hace escribir.
¿Creéis que pienso en un violín sagrado, cuando el Espíritu me habla y escribo lo que me dicta?
(A Schuppanzigh).
Según mi manera habitual de componer, hasta cuando se trata de música instrumental tengo siempre el conjunto delante de mis ojos.
(A Treitschke).
Escribir sin piano es necesario... Poco a poco va naciendo la facultad de representarnos lo que deseamos y sentimos, que es una necesidad tan esencial para los seres nobles.
(Al archiduque Rodolfo).
La descripción pertenece a la pintura. Puede también la poesía, en esto, estimarse feliz (en comparación) con la música; su dominio no es tan limitado como el mío; pero, en desquite, el mío se extiende más lejos en otras regiones. Y no se puede tan fácilmente alcanzar mi imperio.
(A Wilhelm Gerhard).
La libertad y el progreso son la finalidad del arte, como lo son de la vida entera. Si no tenemos nosotros la solidez[Pg 82] de los maestros de antaño, por lo menos el refinamiento de la civilización ha ampliado muchos horizontes.
(Al archiduque Rodolfo).
No tengo costumbre de retocar mis composiciones, una vez terminadas. No lo he hecho nunca porque estoy penetrado de esta verdad: que todo cambio parcial altera el carácter de la composición.
(A Thomson).
La música pura de las iglesias debería ser ejecutada solamente por las voces, a excepción del Gloria, o de algún otro texto de este género. Prefiero por eso a Palestrina; pero es un absurdo imitarlo sin poseer su espíritu ni sus concepciones religiosas.
(Al organista Freudenberg).
Cuando algún alumno vuestro tiene en el piano el juego de dedos conveniente, la justa medida, y que toca las notas muy exactamente, fijaos sólo en el estilo y no lo detengáis por pequeñas faltas, ni se las hagáis notar sino al fin del trozo.—Este método forma los músicos, lo cual es, después de todo, una de las primeras finalidades del arte musical... Para los pasajes (de virtuosismo) hacedle emplear a su turno todos los dedos... Sin duda, empleando menos dedos, se obtiene un efecto “perlado”, como se dice, o “como una perla”; pero a menudo son más amadas otras joyas[101].
(A Czerny).
Entre los músicos de otros tiempos sólo Haendel, el alemán, y Sebastián Bach tenían genio.
(Al archiduque Rodolfo, 1819).
Mi corazón palpita plenamente por el alto y grande arte de Sebastián Bach, este patriarca de la armonía (dieses Urvaters der Harmonie).
(A Hofmeister, 1801).
En todo tiempo he sido de los más fervientes admiradores de Mozart, y seguiré siéndolo hasta el fin de mi vida.
(Al abate Stadler, 1826).
Estimo vuestras obras por encima de todas las obras teatrales. Me encuentro en éxtasis cada vez que escucho una obra vuestra nueva, y en ella tomo más interés que en las mías propias: verdaderamente os estimo y os amo... Seréis siempre de mis contemporáneos aquél a quien más estimo. Si queréis proporcionarme un placer extremo bastará sólo con que me escribáis algunas líneas, lo cual me aliviará mucho. El arte une a todas las personas, y mucho más a los verdaderos artistas; y tal vez os dignéis también contarme en el número de ellos[102].
(A Cherubini, 1823).
SOBRE CRÍTICA
Por lo que a mí concierne como artista, no se ha podido decir nunca que yo haya hecho el menor caso de lo que se escriba acerca de mí.
(A Schott, 1825).
Pienso con Voltaire “que algunos piquetes de moscas no pueden detener a un caballo en su fogosa carrera”.
(1826).
En cuanto a estos imbéciles, no hay más que dejarlos hablar. Su charlatanería seguramente que no hará a nadie inmortal, como tampoco privará de la inmortalidad a ninguno de aquéllos a quienes Apolo la ha concedido.
(1801).
Si se desea conocer mejor a Beethoven, se podrá recurrir a las obras y documentos principales, cuya lista sumaria es la siguiente:
I.—SOBRE LAS CARTAS DE BEETHOVEN
Ludwig Nohl.—Briefe Beethovens, 1865, Stuttgart.
Ludwig Nohl.—Neue Briefe Beethovens, 1867, Stuttgart.
Ludwig Ritter von Koechel.—83 Original Briefe L. V. B. an den Erzherzog Rudolph., 1865, Viena.
Alfred Schoene.—Briefe von Beethoven an Marie Graefin Erdoedy, geb. Graefin Niszky und Mag. Brauchle. 1866, Leipzig.
Theodor von Frimmel.—Neue Beethoveniana, 1886.
Katalog der mit der Beethoven-Feier zu Bonn, an 11-15 mai 1890 verbundenen Ausstellung von Handschriften, Briefen, Bildnissen, Reliquien Ludwig van Beethoven’s., 1890, Bonn.
La Mara.—Musikerbriefe aus fünf Jahrhunderten., 1892, Leipzig.
Dr. A. Christian Kalischer.—Neue Beethoven-Briefe. 1902, Berlín y Leipzig.
Dr. A. Christian Kalischer.—Beethoven’s Sammtliche Briefe, Kritische Ausgabe mit Erlaüterungen. 1906, Berlín.
Dr. Fritz Prelinger.—Beethovens Sammtliche Briefe und Aufzeichnungen. 1907, Viena y Leipzig, 3 vols.
Una selección de las cartas de Beethoven fué publicada en traducción francesa, con introducción y notas de Juan Chantavoine, en 1904, en París.
II—SOBRE LA VIDA DE BEETHOVEN.
Gottfried Fischer.—Manuscrit (Interesante principalmente para conocer la infancia de Beethoven.—Fischer murió en Bonn en 1864, y era propietario de la casa en que vivieron dos generaciones de la familia de Beethoven. Él y su hermana Cecilia conocieron íntimamente a Beethoven cuando era niño, y escribieron sus recuerdos, que son preciosos a condición de que se les use con alguna crítica).—El manuscrito está en la Beethovenhaus de Bonn. Deiters (véase adelante) ha publicado algunos extractos de este manuscrito.
F.-G. Wegeler und Ferdinand Ries.—Biographische Notizen ueber Ludwig van Beethoven (precioso sobre todo para conocer la primera mitad de su vida). 1838, Coblenza. Traducción francesa de 1862, agotada; reimpresión por el Dr. Kalischer de 1905.
Ludwig Nohl.—Eine stille Liebe zu Beethoven. 1857, Berlín. (Publicación del diario de la señorita Fanny Giannatasio del Rio, a quien conoció y amó Beethoven hacia 1816).
Anton Schindler.—Beethovens Biographie, 1840.—Traducción francesa de 1866, agotada.—Importante para conocer la segunda mitad de su vida.
Anton Schindler.—Beethoven in París 1842. Münster.
Gerhard von Breuning.—Aus dem Schwarzspanierhause. 1874. (La Schwarzspanierhaus es la casa de Viena donde[Pg 86] murió Beethoven. Fué destruida durante el invierno de 1903).
Moscheles.—The life of Beethoven. 2 vols. 1841, Londres.
Alexander Wheelock Thayer (traducido del inglés al alemán y continuado por Hermann Deiters).—Ludwig van Beethovens Leben, 3 vols.—Comenzado en 1866 e interrumpido por la muerte del autor en 1897, en Trieste, donde era Cónsul de los Estados Unidos; la obra se detiene en el año de 1816.—Deiters resolvió terminarla, completando los libros ya publicados; pero solamente el primer volumen de su traducción se ha publicado hasta hoy.—Es por muchas razones la obra más importante sobre Beethoven, desde el punto de vista de la documentación.
Ludwig Nohl.—Beethovens Leben, 1864-1877. 4 vols.
Ludwig Nohl.—Beethoven nach den Schilderungen seiner Zeitgenossen. Stuttgart.
A. B. Marx.—L. van Beethovens Leben und Schaffen. 1863, 2 vols. 5ª edición aumentada por G. Behncke, 1902, Berlín.
Victor Wilder.—Beethoven, sa vie et son oeuvre. 1883.
Mariam Tenger.—Beethovens unsterbliche Geliebte. 1890.—El valor histórico de este libro ha sido puesto en duda algunas veces; pero hasta la fecha no tenemos razones suficientes para negarle crédito. Mariam Tenger fué la confidente de los últimos años de Teresa; y es verosímil que Teresa, vieja ya, debió involuntariamente idealizar sus recuerdos; el fondo del relato parece exacto.
A. Ehrhard.—Franz Grillparzer. 1900.
Theodor von Frimmel.—Ludwig van Beethoven (en la colección de Berühmte Musiker). 1901, Berlín.
August Goellerich.—Beethoven (en la colección Die Musik de R. Strauss), 1903.
Jean Chantavoine.—Beethoven, 1907.
Die Musik.—Beethovenhefte, Berlín.
III.—SOBRE LA OBRA DE BEETHOVEN.
Beethoven.—Oeuvres complètes, gran edición crítica, Breitkopf und Haertel, Leipzig, 38 vols.
G. Nottebohm.—Thematisches Verzeichniss der im Druck erschienenen Werke von Ludwig van Beethoven, 1868, Leipzig.
A.-W. Thayer.—Chronologisches Verzeichniss der Werke v. B. 1865, Berlín.
G. Nottebohm.—Ein Skizzenbuch von Beethoven. 1865.
Nottebohm.—Ein Skizzenbuch von B. aus dem Jahre 1803. 1880.
Nottebohm.—Beethovens Studien. 1873.
Nottebohm.—Beethoveniana.—Zweite Beethoveniana. 1872-87.
George Grove.—Beethoven and his nine Symphonies, 1896, Londres.
J.-G. Prodhomme.—Les symphonies de Beethoven, 1906.
Alfredo Colombani.—Le Nove Sinfonie di Beethoven. 1897. Turín.
Ernst von Elterlein.—B. Klaviersonaten. 5ª edición, 1895.
Willibald Nagel.—B. und seine Klaviersonaten, 2 vols. 1903-1905.
Shedlock.—The pianoforte sonata. 1900, Londres.
Ch. Czerny.—Pianoforte-Schule (Cuarta parte, capítulos II y III).
Theodor Helm.—B. Streichquartette, 1885.
H. de Curzon.—Les lieder et airs détachés de B. 1906.
Otto Jahn.—Leonore, Klavierauszug mit Text, nach der zweiten Bearbeitung, 1852.
Dr. Erich Prieger.—Fidelio, Klavierauszug mit Text, nach der ersten Bearbeitung, 1906.
Wilhelm Weber.—B. Missa Solemnis. 1897.
Prof. Dr. Richard Sternfeld.—Zur Einführung in L. v. B. Missa Solemnis.
Ignaz von Seyfried.—L. v. B. Studien im Generalbass, Kontrapunkt, und in der Kompositions Lehre. 1832.
W. de Lenz.—Beethoven et ses trois styles. (Análisis de sonatas para piano) (agotado). 1854.
Oulibicheff.—Beethoven, ses critiques et ses glossateurs, 1857.
Wasielewski.—Beethoven. 2 vols. 1886, Berlín.
R. Schumann.—Écrits sur la musique et les musiciens, primera serie, traducción de H. de Curzon, 1894.
Richard Wagner.—Beethoven, 1870, Leipzig.
La obra musical de Friedrich Wilhelm Rust (1739-1796) de Dessau, recientemente encontrada gracias a la publicación que uno de sus nietos ha hecho de algunas de sus sonatas, es útil de conocer para quienes quieran estudiar la formación del genio musical de Beethoven. El hijo más joven de Rust, Wilhelm-Carl, vivió en Viena de 1807 a 1827 y estuvo en relaciones con Beethoven. Rust, Carlos Felipe Emmanuel Bach y los sinfonistas de Mannheim han sido los verdaderos precursores de Beethoven.—Véase Beethoven und die Mannheimer por Hugo Riemann (Die Musik, 1907-8).
Son también interesantes de conocer los Lieder de Neefe (1748-1799), que son enteramente beethovianos ya, y nuestros músicos de la Revolución, principalmente Cherubini, cuyo estilo en algunas de sus composiciones religiosas y dramáticas sirvió a las veces de modelo a Beethoven.
IV.—RETRATOS DE BEETHOVEN.
1789.—Silueta de Beethoven a los diez años de edad. (En la casa de Beethoven, en Bonn; reproducido en la Biografía de Frimmel, página 16).
1791-92.—Miniatura de Beethoven por Gerhard von Kugelgen. (Propiedad de Georg Henschel, de Londres;[Pg 89] reproducido en el Musical Times de 15 de diciembre de 1892, página 8).
1801.—Dibujo de H. Stainhauser, grabado por Johann Neidl. (Reproducido en Les Musiciens célébres, 1878, página 267, por Félix Clément; y por Frimmel, página 28).
1802.—Grabado de Scheffner, tomado de Stainhauser. (En la casa de Beethoven en Bonn, y reproducido en Die Musik del 15 de marzo de 1902, página 1145).
1802.—Miniatura de Beethoven por Christian Hornemann. (Propiedad de la señora de Breuning, en Viena; y reproducido por Frimmel, página 31).
1805.—Retrato de Beethoven por W. J. Maehler. (Propiedad de Roberto Heimler, de Viena; reproducido en el Musical Times, página 7; y por Frimmel, página 34).
1808.—Dibujo de L. F. Schnorr de Carolsfeld, litografiado por J. Bauer. (Casa de Beethoven en Bonn).
1812.—Mascarilla de Beethoven, moldeada por Franz Klein.
1812.—Busto de Beethoven, por Franz Klein, según la mascarilla. (Propiedad del fabricante de pianos E. Streicher, de Viena. Reproducido por Frimmel, página 46; y en el Musical Times, página 19).
1814.—Dibujo de L. Letronne, grabado por Blasius Hoefel. (El más hermoso retrato de Beethoven; la casa de Beethoven, en Bonn, posee el ejemplar que él mismo regaló a Wegeler. Reproducido por Frimmel, página 51, y por el Musical Times, página 21).
1815.—Dibujo de L. Letronne, grabado por Riedel. (Reproducido en Die Musik, página 1147).
1815.—Segundo retrato de Beethoven por Maehler. (Propiedad de Ign. von Gleichenstein, de Fribourg-de-Brisgovia.—Hay una reproducción en la casa de Beethoven, en Bonn).
1815.—Retrato de Beethoven por Christian Heckel.(Pro[Pg 90]piedad de J.-F. Heckel, de Mannheim; y reproducción en la casa de Beethoven en Bonn).
1818.—Grabado según el dibujo de Beethoven por Aug. von Kloeber. (Reproducido en el Musical Times, página 25).—El dibujo original de Kloeber está en la colección del Dr. Erich Prieger, en Bonn.
1819.—Retrato de Beethoven, por Ferdinand Schimon. (En la casa de Beethoven, en Bonn; reproducido en Die Musik, página 1149; por Frimmel, página 63; y por el Musical Times, página 29).
1819.—Retrato de Beethoven por K. Joseph Stieler. (Propiedad de Alex. Meyer Cohn, de Berlín, y reproducido por Frimmel en la página 71).
1821.—Busto de Beethoven por Anton Dietrich (Propiedad de Leopoldo Schroetter de Kristelli; reproducción en la casa de Beethoven en Bonn).
1824-26.—Dibujos-caricaturas de Beethoven paseando, por J.-P. Lyser (Originales propiedad de la Gesellschaft der Musikfreunde, de Viena; reproducidos por Frimmel, página 67; y por el Musical Times, página 15).
1823.—Dibujos-caricaturas de Beethoven paseando, por Jos. van Boehm. (Reproducidos por Frimmel, página 70).
1823.—Retrato de Beethoven por Waldmueller. (Propiedad de Breitkopf y Haertel, de Leipzig; reproducido por Frimmel, página 72).
1825-26.—Dibujo de Beethoven, por Stefan Decker. (Propiedad de Georg Decker, de Viena; reproducción en la casa de Beethoven, en Bonn).
1826.—Dibujo de B. por A. Dietrich, litografiado por Jos. Kriehuber. (Reproducido por Frimmel, página 73).
1826.—Busto de Beethoven a la antigua, por Schaller. (Propiedad de la Sociedad Filarmónica de Londres; copia en la casa de Beethoven, en Bonn; reproducido por Frimmel, página 74, y en el Musical Times).
1827.—Boceto de Beethoven en su lecho de muerte, por[Pg 91] Jos. Danhauser. (Propiedad de A. Artaria, de Viena; reproducido en la Allgemeine Musik-Zeitung, de 19 de abril de 1901).
1827.—Tres bocetos de Beethoven en su lecho de muerte, por Teltscher. (Propiedad del Dr. Aug. Heymann; publicados por Frimmel; reproducidos en el Courrier musical, de 15 de noviembre de 1909).
1827.—Mascarilla de Beethoven muerto, moldeada por Danhauser (Casa de Beethoven, en Bonn).
Numerosos retratos de Beethoven han sido hechos después de su muerte. La obra más notable que se le ha consagrado es el monumento de Max Klinger (Viena, 1902).
NOTAS:
[86] Heiligenstadt es un barrio de Viena. Beethoven estaba allí por una temporada.
[87] El nombre fué olvidado en el manuscrito.
[88] A propósito de esta queja dolorosa, quiero hacer una observación, que creo no ha sido hecha antes nunca. Se sabe que, al final del segundo trozo de la Sinfonía pastoral, la orquesta hace escuchar el canto del ruiseñor, del cuco y de la codorniz; y puede decirse, además, que casi toda la sinfonía está tejida de cantos y de murmullos de la naturaleza. Los tratadistas de estética han discutido mucho acerca de la cuestión de saber si se debía o no aprobar estos ensayos de música imitativa. Ninguno de ellos advirtió que Beethoven no imitaba nada, puesto que nada oía: creaba en su espíritu un mundo que había muerto para él. Y esto es lo que hace más conmovedora esa evocación de los pájaros, puesto que el único modo que le quedaba de escucharlos era haciéndolos cantar dentro de sí mismo.
[89] Probablemente escrita en 1801.
[90] Stephan von Breuning.
[91] Zmeskall (?). Era secretario áulico en Viena y fué siempre muy adicto a Beethoven.
[92] Op. 18, número 1.
[93] Nohl, en su edición de las Lettres de Beethoven, ha suprimido las palabras: und den Schöpfer (y el Creador).
[94] Eleonora.
[95] Me ha parecido que no carece de interés reproducir las dos cartas siguientes, porque hacen conocer a estas excelentes personas, los más fieles amigos de Beethoven. Por los amigos se puede juzgar al hombre.
[96] Se notará que los amigos de este tiempo, aun cuando se estimasen mucho, tenían afecciones menos impacientes que las nuestras. Beethoven contesta a Wegeler diez meses después de recibida su carta.
[97] Beethoven no dudaba que escribía entonces su última obra: el segundo finale de su cuarteto, op. 130. Estaba en la casa de su hermano, en Gneixendorf, cerca de Krems, en el Danubio.
[98] Duque de Achat (?).
[99] Beethoven, a punto de carecer de dinero, se había dirigido a la Sociedad Filarmónica de Londres y a Moscheles, que estaba por entonces en Inglaterra, tratando de organizar un concierto en su beneficio. La Sociedad tuvo la generosidad de enviarle inmediatamente cien libras esterlinas, a cuenta; y él se sintió conmovido hasta el fondo de su corazón. “Era un espectáculo desgarrador, dice un amigo, verlo cuando recibió esta carta unir las manos y sollozar de alegría y de gratitud”. En la emoción, la herida volvió a abrirse. Quiso todavía dictar una carta para dar gracias a los “nobles ingleses, que se habían interesado por su triste suerte”; les prometía una obra: su Décima Sinfonía, una obertura, todo lo que quisieran. “Nunca hasta hoy, decía, comenzaré una obra con tanto amor como la haré para ellos”. Esta carta es del 18 de marzo, y el 26 había muerto.
[100] En francés en el texto, menos la última palabra.
[101] “La ejecución de Beethoven, como pianista, no era correcta, y su digitación tenía a menudo faltas; la calidad del sonido era descuidada. Pero ¿quién iba a pensar en el ejecutante? Absorbían desde luego sus pensamientos, de cualquier manera que sus manos los expresaran”. (Barón de Trémont, 1809).
[102] Las palabras subrayadas están en francés en el original.—Ya hemos dicho antes que esta carta Cherubini no la contestó nunca.
Hay en el Museo Nazionale de Florencia una estatua de mármol que Miguel Ángel llamaba el Vencedor. Es un joven desnudo, de cuerpo hermoso y con los cabellos en bucles sobre la frente. De pie y erguido, apoya la rodilla sobre la espalda de un prisionero barbudo que estira la cabeza hacia adelante, como un buey. Pero el vencedor no lo mira. En el instante de ir a lanzar el golpe, se detiene, con expresión de tristeza en la boca y con los ojos indecisos. Su brazo se repliega hacia el hombro. Se echa hacia atrás; ya no quiere la victoria, como si le repugnara: Ha vencido y está vencido.
Esta imagen de la Duda heroica, esta Victoria con las[Pg 96] alas rotas, que de todas las obras de Miguel Ángel fué la única que permaneció hasta la muerte del artista en su taller de Florencia, y con la cual el confidente de sus pensamientos, Daniel de Volterra, quería decorar su catafalco, es el mismo Miguel Ángel y el símbolo de toda su vida.
El sufrimiento es infinito y asume todas las formas. Unas veces lo causa la tiranía ciega de las cosas: la miseria, las enfermedades, las injusticias de la suerte, la maldad de los hombres. Otras tiene su asiento en el mismo ser. No es entonces menos lastimoso ni menos fatal, porque nadie tiene la elección de su propio ser, nadie ha pedido vivir ni ser lo que es.
Este último sufrimiento fué el de Miguel Ángel. Tuvo la fuerza, tuvo la rara fortuna de ser forjado para luchar y vencer, y venció.—Pero ¿y qué? No quería la victoria. No era eso lo que quería.—¿Tragedia de Hamlet? ¡Terrible contradicción entre un genio heroico y una voluntad que no lo era, entre pasiones imperiosas y una voluntad que no quería!
Nosotros no veremos en esto, como otros muchos, una grandeza más. Nunca diremos que porque un hombre es demasiado grande, el mundo no le basta. La inquietud de espíritu no es un signo de grandeza. Toda falta de armonía entre el ser y las cosas, entre la vida y sus leyes, aun en los grandes hombres, no se debe a su grandeza, sino a su debilidad. ¿Por qué tratar de ocultar esta debilidad? ¿El más débil es menos digno de amor? Al contrario, es más digno de amor, porque lo necesita. Yo no elevo estatuas a los héroes inaccesibles. Odio el idealismo cobarde que aparta las miradas de las miserias de la vida y de las debilidades del alma.
Es preciso que el pueblo, tan sensible para las ilusiones[Pg 97] falaces de las palabras sonoras, sepa que la mentira heroica es una cobardía. No hay más que un heroísmo en el mundo: verlo tal como es... y amarlo.
Lo trágico del destino que presento aquí, es que ofrece la imagen de un sufrimiento innato, que viene de lo más hondo del ser, que lo roe sin tregua y no lo abandona sino hasta haberlo destruido. Uno de los tipos más poderosos de esta gran raza humana, que desde hace diecinueve siglos llena el Occidente con sus gritos de dolor y de fe, es el cristiano.
Un día, en lo futuro, en el fin de los siglos (si se conserva todavía el recuerdo de nuestra tierra), un día, los que entonces existan se inclinarán sobre el abismo de esta raza desaparecida, como Dante en la orilla de Malebolge, con una mezcla de admiración, de horror y de piedad.
Pero nadie lo sentirá mejor que nosotros, los que sufrimos desde niños esas angustias, los que hemos visto debatirse en ellas a nuestros seres más queridos; nosotros, los que hemos sentido en la garganta el olor acre y embriagador del pesimismo cristiano, los que hemos tenido que hacer a veces esfuerzos para no ceder, como algunos otros, en los momentos de duda, ¡al vértigo de la Nada Divina!
¡Dios! ¡Vida eterna! ¡Refugio de los que no logran vivir aquí abajo! ¡Fe, que no es con frecuencia más que falta de fe en la vida, falta de fe en el porvenir, falta de fe en sí mismo, falta de valor y falta de alegría! ¡Nosotros sabemos sobre cuántas derrotas está fundada vuestra dolorosa victoria!...
Por eso os amo, cristianos, porque os compadezco. Os compadezco y admiro vuestra melancolía. Vosotros entristecéis el mundo, pero lo embellecéis. El mundo sería más pobre sin vuestro dolor. ¡En esta época de co[Pg 98]bardes, que tiemblan frente al dolor y reivindican ruidosamente su derecho a la felicidad, que no es a menudo más que el derecho a la desdicha de los demás, atrevámonos a ver de frente al dolor y a venerarlo! Alabada sea la alegría y alabado el dolor. La una y el otro son hermanos, y los dos son santos. Forjan el mundo e impulsan a las almas grandes. Son la fuerza, son la vida, son Dios. Quien no los ama a entrambos, no ama a ninguno de ellos. Y el que los ha probado, sabe el valor de la vida, y la dulzura de abandonarla.
ROMAIN ROLLAND
Era un burgués florentino, de esa Florencia de palacios sombríos, de torres que surgen como lanzas, de colinas esbeltas y secas, finamente cinceladas sobre el cielo color de violeta, con los husos negros de sus cipreses pequeños y la banda de plata de los olivos que se estremecen como olas; de esa Florencia de aguda elegancia, donde el rostro pálido e irónico de Lorenzo de Médicis, y Maquiavelo, de boca grande y astuta, satirizaban la Primavera y las Venus cloróticas de Botticelli, de cabelleras de oro pálido; de esa Florencia febril, orgullosa, neurótica, presa de todos los fanatismos, sacudida por todas las histerias religiosas[Pg 100] o sociales, donde todos eran libres y todos eran tiranos, donde era tan dulce vivir y la vida era un infierno; de esa ciudad de ciudadanos inteligentes, intolerantes, entusiastas, rencorosos, de lengua acerada, de espíritu desconfiado, que se espiaban entre sí, tenían celos unos de otros y se devoraban mutuamente; de esa ciudad donde no cabía el espíritu libre de Leonardo; donde Botticelli terminaba en el misticismo alucinado de un puritano de Escocia; donde Savonarola, con su perfil cabrío y sus ojos ardientes, hacía bailar en ronda a los monjes, alrededor de la hoguera en que quemaba las obras de arte, y donde, tres años más tarde, se volvía a levantar la hoguera para quemar al profeta.
Fué de esa ciudad y de ese tiempo con todos sus prejuicios, sus pasiones y su ardor.
Con seguridad no era afectuoso para sus compatriotas. Su genio de anchos pulmones, hecho para el aire libre, despreciaba el arte de cenáculos, el estilo amanerado, el realismo vulgar, el sentimentalismo, la mórbida sutileza. Los trataba rudamente, pero los amaba; no tenía para su patria la indiferencia sonriente de Leonardo.
Lejos de Florencia, lo devoraba la nostalgia[103]. Toda su vida agotó sus esfuerzos en vano para vivir en Florencia. Estuvo con Florencia en las horas trágicas de la guerra, y quiso “volver aunque fuera muerto, ya que no había podido vivo”[104].
Como viejo florentino estaba orgulloso de su sangre y [Pg 101]de su raza, más que de su mismo genio[105]. No permitía que se le considerase como a un artista:
“Yo no soy el escultor Michelagniolo, soy Michelagniolo Buonarroti”[106].
Espíritu aristocrático, tenía todos los prejuicios de casta y aun llegaba a decir que “el arte debería ser ejercido por los nobles y no por los plebeyos”[107].
Tenía de la familia un concepto religioso, antiguo, casi bárbaro; le sacrificaba todo, y quería que los demás hicieran lo mismo. Habríase, decía, “vendido por ella como esclavo”[108]. El afecto intervenía muy poco en ello.
En 1515, con motivo del viaje de León X a Florencia, Buonarroto, hermano de Miguel Ángel, fué nombrado comes palatinus y los Buonarroti recibieron el privilegio de poner en sus armas la palla de los Médicis con tres flores de lis y la cifra del Papa.
Despreciaba a sus hermanos, que bien lo merecían. Despreciaba a su sobrino, heredero suyo. Pero en éste, en ellos, respetaba a los representantes de su raza. Esta palabra aparece sin cesar en sus cartas: “...nuestra raza, la nostra gente... sostener nuestra raza... que nuestra raza no muera...”.
Tuvo todas las supersticiones, todos los fanatismos de esta raza dura y fuerte, que fué la arcilla de que se formó su ser. Pero de esta arcilla surgió el fuego que todo lo purifica: el genio.
Quien no crea en el genio, quien no sepa qué es, que mire a Miguel Ángel. Ningún hombre ha sido dominado por el genio como él. Este genio no parecía que fuera de su misma naturaleza. Era un conquistador que se había arrojado sobre él y lo tenía sujeto. Su voluntad no intervenía allí para nada, y, casi se podría decir, tampoco su espíritu ni su corazón. Era una exaltación frenética, una vida formidable en un cuerpo y una alma demasiado débiles para contenerla. Vivía en un furor continuo. El sufrimiento de este exceso de fuerza lo llenaba y lo hacía trabajar, obrar sin descanso, sin una hora de reposo.
“Me agoto trabajando, como ningún hombre lo ha hecho nunca, escribía; no pienso más que en trabajar día y noche”.
Esta necesidad de actividad enfermiza no solamente lo hacía acumular las tareas y aceptar más trabajo del que podía ejecutar: degeneraba en manía; quería esculpir montañas. Si tenía que construir un monumento, perdía años enteros en las canteras, escogiendo los bloques y construyendo caminos para el transporte; quería ser todo: ingeniero, obrero, tallador de piedras; quería hacerlo todo por sí mismo, elevar palacios e iglesias él solo. Era una vida de forzado. No se concedía ni el tiempo necesario[Pg 103] para comer y dormir. A cada instante, en sus cartas, aparece esta repetición lamentable:
“Apenas tengo tiempo para comer... No tengo tiempo ni para comer... desde hace doce años la fatiga aniquila mi cuerpo, carezco de lo indispensable... No tengo ni un centavo, estoy desnudo, sufro penas innumerables... Vivo entre penas y miseria... lucho con la miseria...”[109].
Esta miseria era imaginaria. Miguel Ángel era rico, se hizo rico, muy rico[110]. ¿Pero de qué le servía serlo? Vivía como pobre uncido a su tarea, como un caballo de molino. Nadie podía comprender por qué se torturaba así; nadie podía comprender que no estaba en su poder dejar de torturarse, que esto era una necesidad para él. Su mismo padre, que se le parecía en muchos rasgos, se lo reprochaba:
“Tu hermano me ha dicho que vives con gran economía, y hasta de una manera miserable: La economía es buena, pero la miseria es mala; es un vicio que disgusta a Dios y a los hombres, y que perjudicará tu alma y tu cuerpo. Mientras seas joven, podrá pasar; pero cuando no lo seas, las enfermedades y los achaques que haya producido esta vida mala y miserable, saldrán todos a luz. Evita la miseria, vive con moderación, cuida de que no te falte lo necesario, guárdate del exceso de trabajo...”[111].
Pero ningún consejo pudo nada. Nunca consintió en tratarse de una manera más humana. Se alimentaba con un poco de pan y de vino; dormía algunas horas apenas. Cuando estaba en Bolonia, trabajando en la estatua de bronce de Julio II, no tenía más que un lecho para él y sus tres ayudantes[112]. Se acostaba vestido y con las las botas puestas. Una vez se le hincharon las piernas, hubo que cortar las botas, y al quitárselas se le arrancaba la piel de las piernas.
Esta higiene espantosa hizo que constantemente estuviera enfermo como su padre se lo había advertido. Se descubren en sus cartas indicios de catorce o quince enfermedades graves[113]. Tenía calenturas, que lo pusieron más de una vez al borde del sepulcro. Sufría de los ojos, de los dientes, de la cabeza y del corazón[114]. Lo roían las neuralgias, sobre todo cuando dormía; el sueño era [Pg 105]para él un sufrimiento. Desde muy temprano fué un viejo. A los cuarenta y dos años, se sentía decrépito[115]. A los cuarenta y ocho años, escribe que si trabaja un día tiene que descansar cuatro[116]. Rehusaba obstinadamente dejarse atender por ningún médico.
Todavía más que su cuerpo, su espíritu sufre las consecuencias de esta vida de trabajo de forzado. El pesimismo lo minaba. Era en él un mal hereditario. En su juventud se fatigaba tranquilizando a su padre, quien parece haber tenido a veces accesos de delirio de persecución[117]. Pero estaba él mismo más enfermo que aquél a quien pretendía tranquilizar. Esta actividad sin tregua, esta fatiga aplastante, sin descanso, lo entregaban indefenso a todas las aberraciones de su espíritu, que temblaba con toda clase de sospechas. Desconfiaba de sus enemigos. Desconfiaba de sus amigos[118]. Desconfiaba de sus padres, de sus hermanos, de su hijo adoptivo, porque tenía sospechas de que esperaban con impaciencia su muerte.
Todo le inquietaba[119]; su propia gente se burlaba de [Pg 106]su eterna inquietud[120]. Vivía como él mismo dice “en un estado de melancolía o más bien de locura”[121]. A fuerza de sufrir había acabado por encontrar una especie de gusto en el sufrimiento, una amarga alegría:
“Y más me gusta lo que más me daña”.
E più mi giova dove più mi nuoce[122].
Todo se había hecho para él un motivo de sufrimiento. Hasta el amor[123], hasta el bien[124].
“Mi alegría es la melancolía”.
La mia allegrez’ è la maninconia[125].
Nadie fué menos hecho para la alegría y mejor conformado para el dolor. El dolor era lo único que veía, lo único que sentía en el inmenso universo. Todo el pesimismo del mundo se resume en este grito de desesperación, de una injusticia sublime:
“Mil placeres no valen un tormento”.
Mille piacer non vaglion un tormento[126].
“Su energía devoradora, dice Condivi, lo separó casi completamente de toda sociedad humana”.
Vivió solo. Odió y fué odiado. Amó y no fué amado. Se le admiraba y se le temía. Al fin, llegó a inspirar un respeto religioso y a dominar a su siglo. Entonces se apacigua un poco. Ve a los hombres desde arriba y los hombres lo ven desde abajo. Mas nunca es uno de ellos; nunca alcanza el reposo, la dulzura que se concede al más humilde de los seres, de poder durante un minuto de su vida adormecerse en el afecto de otra persona, formar con dos almas distintas una sola personalidad. No le fué concedido el amor de una mujer; en este cielo desierto luce únicamente, por un instante, la estrella fría y pura de la amistad de Vittoria Colonna. En torno suyo es la noche que surcan los meteoros ardientes de sus pensamientos, sus deseos y sus sueños delirantes. Beethoven no conoció nunca una noche semejante. Es que esta noche estaba en el corazón mismo de Miguel Ángel. Beethoven triste por culpa del mundo, pero alegre por naturaleza, aspiraba a la alegría. Miguel Ángel tenía en sí mismo la tristeza que causa miedo a los hombres y de la cual todos huyen por instinto. Hacía el vacío a su alrededor.
Y esto no era nada todavía. Lo peor no era estar solo: lo peor era estar solo consigo mismo y no poder vivir en esta compañía; no ser dueño de sí mismo, renegarse, combatirse y destruirse a sí mismo. Su genio estaba ligado con un alma que lo traicionaba. Se habla algunas veces de la fatalidad que se encarnizó en contra suya y le impidió realizar sus grandes designios. Esta fatalidad fué él mismo. Lo que explica toda la tragedia de su vida, la llave de su infortunio—lo que se ha visto menos, o menos se ha tenido el valor de ver—es su falta de voluntad y su debilidad de carácter.
Era indeciso en arte, en política, en todas sus acciones[Pg 108] y en todos sus pensamientos. Entre dos obras, dos proyectos o dos partidos, no podía decidirse a escoger, como lo demuestra la historia del monumento de Julio II, de la fachada de San Lorenzo, de los sepulcros de los Médicis. Comenzaba y no llegaba al fin. Quería y no quería. Apenas había hecho la elección comenzaba a dudar. Se extinguía su vida y él no terminaba nada. Todo le disgustaba. Se pretende que sus trabajos eran para él una imposición y se hace recaer sobre sus amos la responsabilidad de esta fluctuación perpetua de un proyecto a otro, sin considerar que sus amos no hubieran tenido ningún medio de imponerse si él se hubiera resistido. Pero no se atrevía.
Era débil. Era débil de todos modos, por virtud y por timidez. Era débil por conciencia. Se atormentaba con mil escrúpulos que una naturaleza más enérgica hubiera rechazado. Se creía obligado, por un sentimiento exagerado de su responsabilidad, a cumplir trabajes mediocres, que cualquier contramaestre hubiera hecho mejor en lugar suyo[127]. No sabía ni cumplir sus compromisos ni olvidarlos[128].
Era débil por prudencia y por temor. El mismo hombre a quien Julio II llamaba el terrible—terribile—era calificado por Vasari de prudente, demasiado prudente; y el que inspiraba miedo a todos, hasta a los Papas, tenía miedo de todos[129]. Era débil con los Príncipes. Y sin embargo [Pg 109]nadie despreciaba tanto como él a los que eran débiles con ellos, “los asnos de albarda de los Príncipes”, como él mismo los llamaba[130]. Quería huir de los Papas, pero se quedaba y obedecía[131]. Toleraba las cartas injuriosas de sus amos y les respondía humildemente[132]. Se sublevaba por instantes, hablaba orgullosamente, pero siempre cedía; hasta su muerte se debatió, sin fuerza para luchar. Clemente VII, que contra la opinión corriente, fué de todos los papas el que tuvo más bondades para con él conocía sus debilidades y lo compadecía[133].
Perdía toda dignidad en asuntos de amor. Se humillaba ante pícaros como Febo di Poggio[134]. Trataba de “poderoso genio” a un ser amable, pero mediocre, como Tommaso de Cavalieri[135].
El amor hace cuando menos que sus debilidades sean conmovedoras. No son más que tristemente dolorosas: no es posible atreverse a decir vergonzosas, cuando el miedo es lo que las causa. Sufre bruscamente terrores pánicos. Entonces huye de un extremo a otro de Italia, [Pg 110]perseguido por el miedo. Huye de Florencia, en 1494, aterrorizado por una visión. Huye de Florencia, en 1529, de Florencia, que estaba sitiada y a la cual estaba encargado de defender. Huye hasta Venecia. Está próximo a huir hasta Francia. Se avergüenza en seguida de tal extravío, y lo repara volviendo a la ciudad sitiada, donde cumple su deber hasta el fin del asedio. Pero después de la toma de Florencia, cuando comienzan las proscripciones, vuelve a sentirse débil y a temblar; llega hasta cortejar a Valori, el proscriptor, el que acababa de hacer morir a su amigo, el noble Battista della Palla; llega hasta renegar de sus amigos los desterrados florentinos[136].
Tiene miedo. Se avergüenza mortalmente de su miedo. Se desprecia. Cae enfermo, disgustado de sí mismo, quiere morir. Se cree que va a morir[137].
Pero no puede morir. Hay en él una fuerza rabiosa de vida que renace diariamente para sufrir más. ¡Si al menos pudiera desprenderse de la vida activa! Pero eso le está [Pg 111]vedado. No puede dejar de obrar. Es preciso que obre. ¿Es realmente un sujeto activo? No, más bien es un sujeto pasivo, arrastrado en el ciclón de sus pasiones furiosas y contradictorias, como un condenado del Dante.
¡Cuánto debió sufrir!
Oilmè, oilmè, pur riterando
Vo’l mio passato tempo e non ritruovo
In tutto un giorno che sie stato mio![138].
“¡Ay de mí! ¡Ay de mí!
En todo mi pasado no encuentro
ni un solo día que haya sido mío!”
Dirigía a Dios llamamientos desesperados:
O Dio, o Dio, o Dio,
Chi più di me potessi, che poss’io?[139].
“¡Oh Dios, oh Dios, oh Dios!
¿quién puede más en mí que yo mismo?”
Si estaba hambriento de morir, era que veía en la muerte el fin de esta esclavitud enloquecedora. ¡Con cuánta envidia habla de los muertos! “Vosotros no teméis ya los cambios del ser y del deseo... El curso de las horas no os inquieta; la necesidad o el azar no os impulsan... Apenas puedo escribirlo sin envidia”[140].
¡Morir! ¡No ser ya nada! ¡No ser ya nadie! ¡Huir de la tiranía de las cosas! ¡Escapar a la alucinación de sí mismo!
“¡Ah! Haced que yo no vuelva más a mí mismo”.
De fate, c’a me stesso più non torni![141].
Escucho este grito trágico como si surgiera del rostro doloroso cuyos ojos inquietos nos miran todavía en el Museo del Capitolio[142].
Era de estatura mediana, ancho de hombros, reciamente construido, musculoso. Deformado su cuerpo por el trabajo, caminaba con la cabeza echada atrás, la espalda hundida y el vientre levantado. Así nos lo muestra un retrato de Francisco de Holanda: de pie, de perfil, vestido de negro; un manto romano sobre los hombros, en la cabeza una montera de tela y sobre ésta un gran sombrero de fieltro negro muy hundido[143]. Tenía el cráneo redondo, la frente cuadrada, levantada encima de los ojos y surcada con arrugas. Los cabellos eran negros, poco abundantes, desordenados y crespos. Los ojos pequeños[144], tristes y fuertes, eran color de cuerno, cambiantes y moteados con manchas amarillas y azulosas. La nariz larga, recta y con caballete, había sido aplastada por el puñetazo de Torrigiani[145]. Se marcaban pliegues profundos de la nariz a la comisura de los labios; la boca era fina; el labio inferior avanzaba un poco. Unas patillas [Pg 113]escasas, y una barba de fauno, ganchuda, no muy espesa, de cuatro a cinco pulgadas de largo, encuadraban las mejillas enjutas y de pómulos salientes.
En el conjunto de la fisonomía dominan la tristeza y la incertidumbre. Es una figura del tiempo del Tasso, ansiosa, roída por la duda. Sus ojos conmovedores inspiran y atraen la compasión.
Y ésta no se le debe regatear. Debemos darle el amor al cual aspiró toda su vida y que le fué rehusado. Conoció las más grandes desgracias que puede sufrir un hombre; vió a su patria sujeta a la servidumbre; vió a Italia entregada por siglos a los bárbaros; vió morir la libertad; vió desaparecer uno tras otro a todos los que amaba; vió extinguirse una tras otra todas las luces del arte.
Se quedó solo, el último en la noche que venía. Y en el dintel de la muerte, cuando miraba hacia atrás, no tuvo el consuelo de decirse que había hecho todo lo que debía y todo lo que hubiera podido hacer. Su vida le pareció [Pg 114] perdida, vana, porque había vivido sin alegría: la había sacrificado en vano al ídolo del arte[146].
El trabajo monstruoso al cual él mismo se había condenado durante noventa años de vida, sin un día de reposo, sin un día de verdadera vida, no le había servido para ejecutar uno solo de sus grandes proyectos. Ni una de sus grandes obras, de aquéllas que más le importaban, había sido terminada. Una ironía de la suerte quiso que este escultor[147] no lograra terminar más que las pinturas [Pg 115] que hizo a pesar suyo. De sus grandes trabajos, que le habían dado alternativamente tantas esperanzas orgullosas y tantos tormentos, unos, como el cartón de la guerra de Pisa y la estatua de bronce de Julio II, fueron destruidos durante su vida; otros, como la tumba de Julio II y la Capilla de los Médicis, abortaron lastimosamente: caricaturas de su pensamiento.
El escultor Ghiberti, cuenta en sus Comentarios, la historia de un pobre orfebre alemán, servidor del Duque de Anjou, “que se podía comparar con los artistas antiguos de Grecia” y que al fin de su vida vió destruir la obra a la cual había consagrado toda su existencia. “Entonces supo que toda su fatiga había sido inútil y, arrodillándose, exclamó: ‘¡Oh Señor, dueño del Cielo y de la Tierra, tú que haces todas las cosas, no me dejes extraviar y seguir a nadie más que a ti; ten piedad de mí!’ E inmediatamente dió todo lo que tenía a los pobres y se retiró a un monasterio y allí murió”. Como el pobre orfebre alemán, Miguel Ángel, al llegar al fin de su existencia, contempló amargamente su vida vivida en vano, sus esfuerzos inútiles, sus obras no terminadas, destruidas, incompletas.
Entonces abdicó. El orgullo del Renacimiento, el magnífico orgullo del alma libre y soberana del universo, se transformó dentro de él en “este amor divino que para acogernos, abre sus brazos en la Cruz”.
...Volta a quell’ amor divino
C’aperse a prender noi, ’n croce le braccia[148].
El grito fecundo de la Oda a la Alegría no llegó a ser lanzado. Hasta su último aliento cantó la Oda al Dolor y a la Muerte liberadora. Fué totalmente vencido.
Tal fué uno de los vencedores del mundo. Nosotros gozamos con las obras de su genio, lo mismo que gozamos con la conquista de nuestros antepasados, sin pensar en la sangre vertida.
Non vi si pensa
Quanto sangue costa[149].
Yo he procurado exponer esta sangre a la vista de todos, he querido hacer flotar por encima de nuestras cabezas el estandarte rojo de los héroes.
NOTAS:
[103] “Caigo de vez en cuando en una gran melancolía, como sucede a los que están lejos de su hogar”. (Carta del 19 de agosto de 1497. Roma).
[104] Pensaba en sí mismo cuando hacía decir a su amigo Cecchino dei Bracci, uno de los desterrados florentinos que vivían en Roma: “La muerte me es grata, porque le debo la dicha de volver a mi patria que, viviendo, me estaba prohibida”. (Poesías de Miguel Ángel, edición Carl Frey, LXXIII, 24).
[105] Los Buonarroti Simoni, originarios de Settignano, son mencionados en las crónicas florentinas desde el siglo XII. Miguel Ángel no lo ignoraba; conocía su genealogía. “Somos burgueses de la más noble raza”. (Carta a su sobrino Lionardo, en diciembre 1546).—Le indignaba que su sobrino pensara en ennoblecerse: “Esto no es respetarse; todos saben que somos de la antigua burguesía florentina y tan nobles como el que más”. (Febrero 1549). Trató de rehabilitar a su raza, haciendo que sus gentes volvieran a tomar el antiguo nombre de los Simoni, y fundando en Florencia una casa patricia; pero chocó siempre con la mediocridad de sus hermanos: se avergonzaba al pensar que uno de ellos (Gismondo) era carrero y vivía como campesino. En 1520, el Conde Alejandro de Canossa le escribió que había encontrado en sus archivos de familia, una prueba de que eran parientes. La información era falsa; pero Miguel Ángel la creyó; quiso adquirir el Castillo de Canossa, pretendida cuna de su raza. Su biógrafo Condivi, de acuerdo con sus indicaciones, inscribió entre sus antepasados a Beatriz, hermana de Enrique II, y a la gran Condesa Matilde.
[106] “Nunca he sido, continúa, un pintor, ni un escultor que hace comercio del arte. Yo siempre me he guardado de ello por el honor de mi raza”. (Carta a Lionardo, mayo 2, 1548).
[107] Condivi.
[108] Carta a su padre, el 19 de agosto de 1497. No fué “emancipado” por su padre sino hasta el 13 de marzo de 1508, a los 33 años. (Acta oficial, registrada el 28 de marzo siguiente).
[109] Cartas, 1507, 1509, 1512, 1513, 1525, 1547.
[110] Se encontraron después de su muerte, en su casa de Roma, de 7 a 8,000 ducados de oro con un valor de 4 a 500,000 francos de ahora. Además, Vasari dice que ya había dado dos veces a su sobrino 7,000 escudos y 2,000 a su servidor Urbino. Tenía grandes sumas invertidas en Florencia. La Denunzia de’ beni de 1534 muestra que poseía entonces seis casas y siete terrenos en Florencia, Settignano, Rovezzano, Stradello, San Stefano de Pozzolatico, etc. Tenía pasión por la tierra, y compraba constantemente: en 1505, 1506, 1512, 1515, 1517, 1518, 1519, 1520, etc. Era en él una herencia de campesino. Por lo demás, si ahorraba no era para él; gastaba para los otros y se privaba de todo.
[111] Siguen algunos consejos de higiene que demuestran la barbarie del tiempo: “Antes que todo cuida tu cabeza, consérvate moderadamente caliente y no te laves nunca: puedes hacer que te limpien, pero no te laves nunca”. Cartas: 19 de diciembre de 1500.
[112] Cartas, 1506.
[113] En septiembre de 1517, en la época de la fachada de San Lorenzo y del Cristo de la Minerva, “enfermó de muerte”. En septiembre de 1518, en las canteras de Seravezza, cae enfermo de fatiga y disgustos. Nueva enfermedad en 1520, en la época de la muerte de Rafael. A fines de 1521 un amigo, Lionardo el sillero, lo felicita por haberse curado de una enfermedad “de la que muy pocos escapan”. En junio de 1531, después de la toma de Florencia, ya ni duerme ni come, está enfermo de la cabeza, del corazón; este estado se prolonga hasta el fin del año; sus amigos lo creen perdido; en 1539 cae de sus andamios en la Sixtina y se rompe una pierna. En junio de 1544, tiene una fiebre muy grave; lo cuida en la casa Strozzi, en Florencia, su amigo Luis del Riccio. En diciembre de 1545 y enero de 1546, tiene una peligrosa recaída de esta fiebre, que lo deja muy debilitado; lo cuida otra vez Riccio en la casa de los Strozzi. En marzo de 1549, sufre cruelmente del mal de la piedra. En julio de 1555, lo tortura la gota; en julio de 1559 sufre de nuevo por la piedra y dolores de todo género; está muy debilitado. En agosto de 1561, tiene un ataque, “cae sin conciencia, con movimientos convulsivos”.
[114] “Febbre, fianchi dolor, morbi occhi e denti”. Poesías, LXXXII.
[115] Julio, 1517. Carta escrita de Carrara a Domenico Buoninsegni.
[116] Julio, 1523. Carta a Bart. Angiolini.
[117] Constantemente en las cartas a su padre: “No se atormente usted” (primavera de 1509). “Me apena que usted viva en semejante angustia, no piense usted en esto, se lo suplico”. (27 de enero de 1509). “No se asuste usted, no tenga ni una onza de tristeza”. (15 de septiembre de 1509).—El viejo Buonarroti parece haber tenido, como su hijo, crisis de terror pánico. En 1521, como se verá más adelante, huyó bruscamente de su propia casa gritando que su hijo lo había arrojado.
[118] “En la dulzura de una perfecta amistad se oculta con frecuencia un agravio al honor y a la vida...”. (Soneto LXXIV, a su amigo Luis del Riccio, que acababa de salvarlo de una enfermedad grave en 1546).—Véase la hermosa carta de justificación que le escribió, en 15 de noviembre de 1561, su fiel amigo Tommaso de Cavalieri, de quien sospechaba injustamente: “Estoy más que seguro de no haberos ofendido jamás; pero creéis demasiado fácilmente a los que menos deberíais creer...”.
[119] “Vivo en continua desconfianza... No tengáis confianza en nadie, dormid con los ojos abiertos”.
[120] Cartas de septiembre y octubre de 1515 a su hermano Buonarroto: “No te burles de lo que te escribo... No debe uno burlarse de nadie; y en estos tiempos, vivir en el temor y la inquietud no perjudica ni al cuerpo ni al alma... En cualquier tiempo es bueno inquietarse...”.
[121] Con frecuencia en sus cartas se llama “melancólico y loco”, “viejo y loco”, “loco y malvado”. Por lo demás, se defiende de esta locura que se le reprocha, alegando que nunca ha hecho daño más que a sí mismo.
[122] Poesías, XLII.
Ché degli amanti è men felice stato
Quello, ove’l gran desir gran copia affrena,
C’una miseria di speranza piena.
“Es menor felicidad para el que ama,
la plenitud del goce que extingue el deseo,
que la miseria llena de esperanza”.
(Soneto CIX, 48).
[124] “Todo me entristece, escribía... El bien mismo, a causa de su duración demasiado corta, aflije y oprime mi alma tanto como el mal”.
[125] Poesías, LXXXI.
[126] Poesías, LXXIV.
[127] Deben recordarse los años que pasó en las canteras de Seravezza, para la fachada de San Lorenzo.
[128] Por ejemplo, aceptó el encargo del Cristo de la Minerva en 1514, y en 1518 exclamaba desolado por no haber podido ni empezar: “muero de dolor... me parece que soy un ladrón”. Lo mismo por lo que se refiere a la Capilla Piccolomini, de Siena, para la cual había firmado un contrato, en 1501, estipulando que entregaría la obra en tres años. Sesenta años más tarde, en 1561, todavía se atormentaba por el compromiso no cumplido.
[129] “Facte paura a ognuno insino a’papi”, le escribía Sebastián del Piombo, el 27 de octubre de 1520.
[130] Conversación con Vasari.
[131] Así en 1534, cuando quiere huir de Pablo III y acaba por dejarse encadenar a la tarea.
[132] Por ejemplo, la carta humillante del Cardenal Julio de Médicis, el futuro Clemente VII, del 2 de febrero de 1518, sospechando que Miguel Ángel se hubiera dejado comprar por los Carraras. Miguel Ángel se inclina, acepta y escribe “que sólo le importa en el mundo complacerlo”.
[133] Véanse sus cartas y las que hizo que Sebastián del Piombo le escribiera después de la toma de Florencia. Se inquieta por su salud, por sus sufrimientos. En 1531 publica un breve para defenderlo contra las impertinencias de los que abusaban de su complacencia.
[134] Compárese la humilde carta de Miguel Ángel a Febo en diciembre de 1533, con la respuesta de Febo en enero de 1534, pedigüeña y vulgar.
[135] “...Si yo no poseo el arte de navegar sobre el océano de vuestro poderoso genio, éste me excusará y no me despreciará, porque no puedo compararme a él. Quien es único en todo no puede nunca ser igualado”. (Miguel Ángel a Tommaso de Cavalieri, 1.º de enero de 1533).
[136] “Hasta ahora me he cuidado de hablar con los desterrados y de tener trato con ellos y me cuidaré todavía más en lo futuro. No hablo con nadie; especialmente, no hablo con los florentinos. Si se me saluda en la calle tengo que responder amistosamente, pero no me detengo. Si yo supiera quiénes son los desterrados florentinos, no respondería de ninguna manera”. (Carta de Roma, en 1548, a su sobrino Lionardo, quien lo ha advertido de que en Florencia se le acusa de tener relaciones con los desterrados, contra los cuales Cosme II acababa de promulgar un edicto muy severo).
Hace más todavía. Reniega de la hospitalidad que recibió estando enfermo, en la casa de los Strozzi:
“En cuanto al reproche que se me hace de haber sido recibido y cuidado, durante mi enfermedad, en la casa de los Strozzi, considero que no estaba en su casa, sino en el cuarto de Luis del Riccio, quien me era muy adicto”.(Luis del Riccio estaba al servicio de los Strozzi). Hay tan pocas dudas de que Miguel Ángel hubiera sido huésped de los Strozzi y no de Riccio, que él mismo, dos años antes, había enviado los Dos Esclavos (ahora en el Louvre) a Roberto Strozzi, para darle las gracias por su hospitalidad.
[137] En 1531, después de la toma de Florencia, después de su sumisión a Clemente VII y de sus cortejos a Valori.
[138] Poesías, XLIX. Probablemente por el año de 1532.
[139] Ibid., VI. Entre 1504 y 1511.
Né tem’or più cangiar vita né voglia,
Che quasi senza invidia non lo scrivo...
L’ore distinte a voi non fanno forza,
Caso o necessità non vi conduce...
(Poesías, LVIII. Sobre la muerte de su padre; 1534).
[141] Ibid., CXXXV.
[142] La descripción que sigue se inspira en diversos retratos de Miguel Ángel: principalmente en el de Jacobo del Conte (1544-1545) que está en los Uffizi, y del cual Marcelo Venusti hizo una copia atenuada (Museo del Capitolio); en el grabado de Francisco de Holanda, que data de 1538-1539; en el de Julio Bonasoni que es de 1546, y en la descripción de Condivi, hecha en 1553. Su discípulo y amigo Daniel de Volterra hizo después de su muerte varios bustos de él. Leone Leoni grabó en 1561 una medalla con su efigie.
[143] Así lo vieron todavía los que mandaron abrir su ataúd en 1564, cuando fué llevado su cuerpo de Roma a Florencia. Parecía dormido, con su sombrero de fieltro en la cabeza y en los pies sus botas con espuelas.
[144] Condivi. El retrato de Venusti los representa bastante grandes.
[145] Hacia 1490-1492.
L’affectuosa fantasia,
che l’arte mi fece idol’e monarca...
“La fantasía apasionada
que me hizo del arte un ídolo y un monarca”.
(Poesías, CXLVII. Entre 1555 y 1556).
[147] Se llamaba a sí mismo escultor y no pintor. “Ahora, escribe el 10 de marzo de 1508, yo, Miguel Ángel, escultor, he comenzado las pinturas de la Capilla (Sixtina)”. “Ése no es mi oficio, escribía un año después... pierdo mi tiempo sin utilidad”. (27 de enero de 1509).
Nunca cambió de opinión sobre este punto.
[148] Poesías, CXLVII.
[149] Dante. Paraíso, XXIX, 91.
LA LUCHA
Davide cholla fromba
e io choll’archo.
Miguel Ángel[150].
Nació el 6 de marzo de 1475 en Caprese, en el Casentino. País áspero, “aire fino”,[151] rocas y bosques de hayas dominando el espinazo del Apenino huesoso. No muy lejos Francisco de Asís vió aparecer al Crucificado sobre el Monte Alvernia.
El padre[152], podestá de Caprese y Chiusi, era un hombre violento, inquieto, “temeroso de Dios”. La madre,[153] murió cuando Miguel Ángel tenía seis años[154]. Fueron cinco hermanos: Lionardo, Miguel Ángel, Buonarroto, Giovan Simone y Sigismondo[155]. Miguel Ángel fué enviado a la casa de su nodriza, la mujer de un tallador de piedras de Settignano; y más tarde, bromeando, atribuía a esta leche su vocación de escultor. Lo mandaron a la escuela y no se ocupó en ella más que de dibujo. “Fué mal visto por esta causa y a menudo cruelmente golpeado por su padre y los hermanos de su padre, que tenían odio para la profesión de artista y consideraban como una vergüenza tener un artista en casa”[156]. Así aprendió a conocer desde niño la brutalidad de la vida y la soledad del espíritu.
Su obstinación venció a su padre. A los trece años entró como aprendiz en el taller de Domenico Ghirlandajo, el más grande, el más sano de los pintores florentinos. Sus primeros trabajos tuvieron tanto éxito que según se dice, el maestro sintió celos del alumno[157]. Se separaron al cabo de un año.
La pintura lo había disgustado. Aspiraba a un arte más heroico. Pasó a la escuela de escultura que Lorenzo de Médicis sostenía en los jardines de San Marcos[158]. El [Pg 121]príncipe se interesó por él; lo alojó en el Palacio y lo admitió en la mesa de sus hijos; el niño se encontró en el corazón del Renacimiento italiano, en medio de colecciones antiguas, en la atmósfera poética y erudita de los grandes Platónicos: Marsilio Ficino, Benivieni, Ángel Policiano. Miguel Ángel se exaltó con estos espíritus; viviendo en un mundo antiguo se hizo un alma antigua; fué un escultor griego. Guiado por Policiano, “quien lo quería mucho”, esculpió El Combate de los Centauros y los Lapitas[159].
Este bajo relieve orgulloso, donde imperan únicamente la fuerza y la belleza impasibles, refleja el alma atlética del adolescente y sus juegos salvajes con sus rudos compañeros.
Iba a la Iglesia del Carmine a dibujar los frescos de Masaccio, con Lorenzo di Credi, Bugiardini, Granacci y Torrigiano dei Torrigiani. Se burlaba de sus camaradas menos hábiles que él. Un día atacó al vanidoso Torrigiani; éste le aplastó la cara de un puñetazo y, más tarde, se alababa de ello contando a Benvenuto Cellini: “Cerré el puño y le di un golpe tan violento en la nariz que sentí los huesos y los cartílagos aplastarse como una oblea. Así lo dejé señalado para toda su vida”[160].
El paganismo no había extinguido la fe cristiana de Miguel Ángel. Los dos mundos enemigos se disputaban su alma.
En 1490 el monje Savonarola comenzó sus inflamadas predicaciones sobre el Apocalipsis. Tenía treinta y siete [Pg 122]años y Miguel Ángel quince. Vió al pequeño y endeble predicador devorado por el Espíritu de Dios; se sintió helado de espanto por la voz terrible que desde el púlpito del Duomo lanzaba rayos sobre el Papa y suspendía sobre Italia la espada sangrienta de Dios; Florencia temblaba; la gente corría por las calles llorando y gritando como enloquecida; los más ricos ciudadanos, Ruccellai, Salviati, Albizzi, Strozzi, pedían ingresar en las órdenes monásticas; los sabios, los filósofos, hasta Policiano y Pico de la Mirandola, abdicaban de su razón[161]. El hermano mayor de Miguel Ángel, Lionardo, se hizo dominico[162].
Miguel Ángel no se escapó del contagio del espanto. Cuando se aproximó aquél a quien el Profeta había anunciado, el nuevo Ciro, la espada de Dios, el pequeño monstruo deforme—Carlos VIII, Rey de Francia—fué presa del pánico. Un sueño lo enloqueció.
Un amigo suyo, Cardiere, poeta y músico, vió que se le aparecía una noche la sombra de Lorenzo de Médicis, vestido de harapos, de duelo, semidesnudo; el muerto le ordenó previniese a su hijo Pedro que iba a ser arrojado de su patria y que no retornaría nunca a ella[163]; contó su visión a Miguel Ángel y éste lo convenció para que se la [Pg 123]comunicara al Príncipe; pero Cardiere, que tenía miedo a Pedro, no se atrevió. Pocos días después, volvió una mañana a buscar a Miguel Ángel y le dijo, lleno de espanto, que el muerto se le había aparecido de nuevo, con el mismo vestido; y como Cardiere, acostado, lo mirara fijamente en silencio, el fantasma lo abofeteó para castigarlo por no haber obedecido. Miguel Ángel hizo violentos reproches a Cardiere y le obligó a que fuera inmediatamente a pie a la Villa de los Médicis, Careggi, cerca de Florencia. A la mitad del camino, Cardiere encontró a Pedro, lo detuvo e hizo su narración. Pedro se rió estrepitosamente y mandó a sus escuderos que lo apalearan. El Canciller del Príncipe, Bibbiena, le dijo: “Tú estás loco, ¿a quién crees que Lorenzo quiera más, a su hijo o a ti? Si hubiera querido aparecerse lo habría hecho a él y no a ti”. Cardiere, humillado y escarnecido, se volvió a Florencia; hizo saber a Miguel Ángel el fracaso de su intento y lo convenció tan bien de las desgracias que debían caer sobre Florencia, que Miguel Ángel huyó dos días después[164].
Éste fué el primer acceso de los terrores supersticiosos que se reprodujeron más de una vez durante su vida y que se apoderaban de él a pesar de su propia vergüenza.
Huyó hasta Venecia.
Apenas salió de la hornaza de Florencia su sobre-excitación se extinguió. De vuelta en Bolonia, donde pasó el invierno, olvidó totalmente al Profeta y sus profecías[165].
Vuelve a sentir la belleza del mundo; lee a Petrarca, a Bocaccio y a Dante; regresa a Florencia, en la primavera de 1495, durante las fiestas religiosas del Carnaval y las luchas rabiosas de los partidos. Pero esta vez se mantiene tan alejado de las pasiones que en torno suyo se devoran que, a manera de desafío al fanatismo de los savonarolistas, esculpe su famoso Cupido Dormido, que sus contemporáneos tomaron por una obra antigua. No permanece más que algunos meses en Florencia; parte para Roma, y, hasta la muerte de Savonarola, es el más pagano de los artistas. Esculpe el Baco ebrio, el Adonis moribundo y el Cupido grande el mismo año en que Savonarola hace quemar “las Vanidades y los Anatemas”, libros, adornos, obras de arte[166]. Su hermano, el monje Lionardo, sufre persecuciones por su fe en el Profeta. Los peligros se acumulan sobre la cabeza de Savonarola; Miguel Ángel no vuelve a Florencia para defenderlo. Savonarola fué quemado y Miguel Ángel permaneció en silencio[167]. No se halla ninguna huella de este suceso en ninguna de sus cartas.
Miguel Ángel calla, pero esculpe la Piedad: Sobre las rodillas de la Virgen inmortalmente joven, el Cristo muerto está recostado y parece dormir. La severidad del Olimpo flota sobre los rasgos de la diosa pura y del Dios del Calvario; mas hay también una indecible melancolía, [Pg 125]que baña estos cuerpos hermosos. La tristeza ha tomado posesión del alma de Miguel Ángel[168].
Y no era únicamente el espectáculo de las miserias y de los crímenes lo que iba a ensombrecerlo. Una fuerza tiránica había entrado en él para no soltarlo ya. Era presa de un furor de genio que ya no le permitió respirar hasta su muerte. Sin ilusiones en la victoria, había jurado vencer para gloria suya y de sus gentes. Toda la carga de su familia pesaba sobre él solo. Lo asediaban con peticiones de dinero. No lo tenía, pero cifraba su orgullo en no rehusarlo jamás; se hubiera vendido él mismo para mandar a los suyos el dinero que reclamaban. Su salud comenzaba a perjudicarse; la mala alimentación, el frío, la humedad, el exceso de trabajo comenzaba a arruinarla, sufría de la cabeza y tenía hinchado un costado[169]. Su padre le reprochaba su manera de vivir, sin creerse él mismo responsable.
“Todas las penas que he sufrido, las he sufrido por usted”, le escribía más tarde Miguel Ángel[170]...
“Todas mis preocupaciones, todas, las tengo por mi amor para usted”[171].
En la primavera de 1501 volvió a Florencia.
Cuarenta años antes se había confiado a Agostino di Duccio un bloque gigantesco de mármol para esculpir en él la figura de un profeta, para la Obra de la Catedral (Opera del Duomo). El trabajo, apenas esbozado, se había quedado interrumpido. Nadie se atrevía a continuarlo. Miguel Ángel se encargó de ello, y de esta roca de mármol hizo surgir el David colosal[172].
Se cuenta que el gonfaloniero Pier Soderini fué a ver la estatua que había encargado a Miguel Ángel y le hizo algunas observaciones para exhibir su buen gusto. Criticó lo grueso de la nariz. Miguel Ángel se subió sobre el andamiaje, tomó un cincel y un poco de polvo de mármol y, moviendo ligeramente el cincel, hizo caer poco a poco el polvo; pero se cuidó muy bien de tocar la nariz y la dejó como estaba. Después, volviéndose hacia el gonfaloniero, le dijo:
—Mirad ahora.
—Ahora, dijo Soderini, me gusta mucho más. Le habéis dado vida.
Entonces Miguel Ángel bajó y se rió silenciosamente[173]. Este mismo desprecio silencioso parece adivinarse en la obra. Es la fuerza tumultuosa en reposo. Está llena de desdén y de melancolía. Se ahoga entre las paredes de un [Pg 127]museo. Necesita el aire libre, “la luz sobre el lugar de su colocación”, como decía Miguel Ángel[174].
El 25 de enero de 1504 una comisión de artistas de la cual formaban parte Filippino Lippi, Botticelli, Perugino y Leonardo de Vinci, deliberaron sobre el sitio en que se debía colocar el David. A petición de Miguel Ángel decidieron instalarlo frente al Palacio de la Señoría[175]. El transporte de esta masa enorme fué confiado a los arquitectos de la Catedral. El 14 de mayo por la tarde se hizo salir del cobertizo de tablas donde estaba instalado al coloso de mármol, demoliendo la pared arriba de la puerta. En la noche, gente del pueblo arrojó piedras contra el David, con intenciones de romperlo. Hubo necesidad de vigilarlo. La estatua avanzaba lentamente, ligada, derecha y suspendida de tal manera que se balanceaba libremente sin chocar con el suelo. Se necesitaron cuatro días para llevarla del Duomo al Palacio Viejo. El 18, al medio día, llegó al sitio designado. Se continuó la vigilancia alrededor de la estatua por las noches, pero a pesar de todas las precauciones, una tarde fué lapidada[176].
Así era ese pueblo florentino que algunas veces se presenta al nuestro como modelo[177].
En 1504 la Señoría de Florencia puso frente a frente a Miguel Ángel y a Leonardo de Vinci.
No se amaban estos dos hombres. Su soledad común hubiera debido aproximarlos. Si se sentían alejados del resto de los hombres, lo estaban más todavía el uno del otro. El más aislado de los dos era Leonardo. Tenía 52 años, 20 más que Miguel Ángel. Desde la edad de 30 años había salido de Florencia, cuyas ásperas pasiones eran intolerables para su naturaleza delicada, un poco tímida, y su inteligencia serena y escéptica, abierta para todo y que todo comprendía. Este gran dilettante, este hombre absolutamente libre y absolutamente solo, estaba tan desligado de la patria, de la religión, del mundo entero, que no se hallaba bien más que cerca de los tiranos, libres de espíritu como él. Obligado a salir de Milán en 1499, por la caída de su protector Ludovico el Moro, había entrado al servicio de César Borgia en 1502; y el fin de la carrera política del Príncipe, en 1503, lo hizo volver a Florencia. Allí, su sonrisa irónica se encontró en presencia del sombrío y febril Miguel Ángel y lo exasperó. Miguel Ángel, íntegro en sus pasiones y en su fe, odiaba a los enemigos de sus pasiones y de su fe, pero odiaba mucho más a los que no tenían nada de pasión ni eran de ninguna fe. Mientras más grande era Leonardo, más aversión sentía Miguel Ángel por él y no desperdiciaba ocasión de manifestársela.
Leonardo era un hombre de bella figura, de modales atractivos y distinguidos. Vagaba un día con un amigo por las calles de Florencia; vestía una túnica rosa que le caía hasta las rodillas; sobre su pecho flotaba su barba [Pg 129]bien peinada en bucles y arreglada con arte. Cerca de Santa Trinidad conversaban algunos burgueses; discutían unos versos del Dante. Llamaron a Leonardo y le pidieron que les explicara el sentido de dichos versos. Miguel Ángel pasaba en aquellos instantes. Leonardo dijo: “Miguel Ángel explicará los versos de que habláis”. Miguel Ángel, creyendo que quería burlarse, replicó amargamente: “Explícalos tú mismo, tú que has hecho el modelo de un caballo de bronce[178], y que no fuiste capaz de fundirlo, sino que para vergüenza tuya te detuviste en el camino”. Después de lo cual volvió la espalda al grupo y continuó su paseo. Leonardo se quedó allí mismo y enrojeció: y Miguel Ángel, no satisfecho todavía y ardiendo en deseos de ofenderlo, gritó: “¡Y esos tales de milaneses que te creían capaz de semejante obra!”[179].
Así eran los dos hombres que el gonfaloniero Soderini puso en competencia en una obra común: la decoración de la Sala del Consejo en el Palacio de la Señoría. Fué un combate singular entre las dos más grandes fuerzas del Renacimiento. En mayo de 1504 Leonardo comenzó el cartón de la Batalla de Anghiari[180]. En agosto de 1504, Miguel Ángel recibió el encargo de pintar la Batalla de Cascine[181]. Florencia se dividió en dos bandos, por el uno y el otro. El tiempo ha igualado todo y las dos obras han desaparecido[182].
En marzo de 1505, Miguel Ángel fué llamado a Roma por Julio II. Entonces comenzó el período heroico de su vida.
Los dos violentos y grandiosos, el Papa y el artista, estaban hechos para entenderse, cuando no chocaban el uno contra el otro con furor. Sus cerebros hervían con proyectos gigantescos. Julio II quería mandarse construir una tumba digna de la Roma antigua. Miguel Ángel se inflamó con esta idea de orgullo imperial y concibió un proyecto babilónico, una montaña de arquitectura, con más de cuarenta estatuas de dimensiones colosales. El Papa, entusiasmado, lo envió a Carrara para hacer tallar en las canteras todo el mármol necesario. Miguel Ángel permaneció más de ocho meses en las montañas, presa de una exaltación sobrehumana. “Un día que viajaba por la región a caballo, vió un monte que dominaba la costa; lo asaltó el deseo de esculpirlo todo entero, de transformarlo en un coloso visible desde lejos para los navegantes. Y lo habría hecho si hubiera tenido tiempo y si se lo hubieran permitido”[183].
En diciembre de 1505 volvió a Roma, donde comenzaron a llegar por mar los bloques de mármol que había escogido.
Fueron transportados a la plaza de San Pedro, a espaldas de Santa Catarina, donde habitaba Miguel Ángel. “La masa de piedras era tan grande que provocaba el estupor de las gentes y la alegría del Papa”.
Miguel Ángel se puso a trabajar. El Papa, en su impaciencia, iba a verlo sin cesar y “lo trataba tan familiarmente como si hubiera sido su hermano”. Para ir más cómodamente hizo construir un puente levadizo que le aseguraba un paso secreto, del corredor del Vaticano a la casa de Miguel Ángel.
Pero este favor no duró. El carácter de Julio II, no era menos trepidante que el de Miguel Ángel. Se apasionaba sucesivamente por los proyectos más diversos. Le pareció más a propósito otro plan para eternizar su gloria; quiso reedificar la Catedral de San Pedro. Para ello lo impulsaban los enemigos de Miguel Ángel que eran muchos y poderosos; encabezados por un hombre de genio igual al de Miguel Ángel y de una voluntad más fuerte: Bramante de Urbino, arquitecto del Papa y amigo de Rafael. No podía existir simpatía entre la razón soberana de los dos grandes hijos de la Umbría y el genio salvaje del florentino; pero si se decidieron a combatirlo, fué sin duda porque él los había provocado[184]. Miguel Ángel criticaba imprudentemente a Bramante, y con razón o sin ella, lo acusaba de malversaciones en sus trabajos[185]. Bramante decidió inmediatamente arruinarlo.
Lo privó del favor del Papa. Se aprovechó de las supersticiones de Julio II, recordándole la creencia popular según la cual es mal presagio mandarse construir en vida su propia tumba. Logró que ya no se interesara por los proyectos de su rival, substituyéndolos con los suyos. En enero de 1506, Julio II se decidió a reconstruir San Pedro; la tumba fué abandonada; Miguel Ángel se encontró no solamente humillado, sino con deudas por los gastos que había hecho para la obra[186]. Se quejó amargamente. El Papa le cerró sus puertas y como él volviera a la carga, Julio II lo mandó arrojar del Vaticano por uno de sus palafreneros.
Un obispo de Lucques, que presenciaba la escena, dijo al palafrenero:
—Pero ¿no lo conoces?
El palafrenero, dijo a Miguel Ángel:
—Perdonadme, señor, pero he recibido esta orden y tengo que ejecutarla.
Miguel Ángel volvió a su casa y escribió al Papa: “Santo Padre, he sido arrojado del Palacio esta mañana por orden de Vuestra Santidad. Os hago saber que desde hoy, si [Pg 133]tenéis necesidad de mí, podéis mandarme buscar en todas partes menos en Roma”.
Envió la carta, llamó a un mercader y a un tallador de piedras que se alojaban en su casa, y les dijo:
“Buscad un judío, vended todo lo que hay en mi casa y venid a Florencia”.
Después montó a caballo y partió[187]. Cuando el Papa recibió la carta, despachó a cinco jinetes, que lo alcanzaron cerca de las once de la noche, en Poggibonsi, y le entregaron la orden siguiente: “Inmediatamente que recibas esta orden volverás a Roma, bajo pena de incurrir en nuestra desgracia”. Miguel Ángel replicó que volvería cuando el Papa cumpliera sus compromisos, porque si no, Julio II no debía esperar volver a verlo jamás[188].
Dirigió al Papa este soneto:[189].
“Señor, si algún proverbio antiguo es cierto, es el que dice que el que puede nunca quiere. Tú has creído fábulas y murmuraciones y has recompensado al enemigo de la verdad. ¡Yo soy y he sido tu bueno y viejo servidor, y te soy adicto como los rayos al sol!... ¡mi tiempo perdido no te aflija! que mientras más me esfuerzo menos te complazco. Yo había esperado engrandecerme con tu grandeza, y que mis únicos jueces fueran la balanza justa y la espada poderosa, y no el eco de la mentira. Pero el cielo se mofa de la virtud, cuando la coloca en este mundo, si debe la virtud coger los frutos de un árbol seco”[190].
La afrenta que recibió de Julio II no fué la única razón [Pg 134]que hizo a Miguel Ángel emprender la fuga. En una carta a Giuliano da San Gallo deja entender que Bramante quería mandarlo asesinar[191].
Una vez que salió Miguel Ángel, Bramante se quedó dueño del campo, y al día siguiente de la fuga de su rival mandó poner la primera piedra de San Pedro[192]. Su rencor implacable se encarnizó contra la obra del escultor y procuró arruinarla para siempre. Hizo que el populacho saqueara los talleres de la plaza de San Pedro, donde estaban los bloques de mármol para la tumba de Julio II[193].
Pero el Papa, rabioso por la rebelión de su escultor, enviaba una orden tras otra a la Señoría de Florencia, donde Miguel Ángel se había refugiado. La Señoría mandó comparecer a Miguel Ángel, y le dijo: “Has hecho al Papa una jugada como el mismo rey de Francia no se la hubiera hecho. No queremos comprometernos por causa tuya en una guerra con él; así es que debes volver a Roma. Nosotros te daremos unas cartas en tal forma, que cualquier injusticia en contra tuya sería también contra la Señoría”[194].
Miguel Ángel se resistía tercamente y ponía condiciones. Exigía que Julio II lo dejara hacer la tumba, en la inteligencia de que ya no trabajaría en Roma, sino en Florencia. Cuando Julio II salió a la guerra contra Perusa y Bolonia[195], y sus intimaciones se hicieron más amenazadoras, Miguel Ángel pensó en irse a Turquía, donde el Sultán [Pg 135]le ofreció, por conducto de los franciscanos, que fuera a Constantinopla para construir un puente en Pera[196].
Al fin fué necesario ceder, y en los últimos días de noviembre de 1506 fué, aunque de mala gana, a Bolonia, donde Julio II, vencedor, acababa de entrar por la brecha.
“Miguel Ángel había ido una mañana a oír misa a San Petronio. El palafrenero del Papa advirtió su presencia, lo reconoció y lo condujo ante Julio II, quien estaba en la mesa en el Palacio de los Diez y Seis. El Papa, irritado le dijo:
“Tú debías haber ido a buscarnos (a Roma) y has esperado que nosotros viniéramos a encontrarte (en Bolonia)”.
Miguel Ángel se arrodilló y pidió perdón en voz alta, diciendo que no había obrado por malicia sino por irritación porque no había podido soportar ser arrojado como lo había sido. El Papa permanecía sentado con la cabeza baja y la cara inflamada de cólera, cuando un obispo a quien Soderini había enviado para que tomara la defensa de Miguel Ángel, quiso interponerse, y dijo: “Tenga a bien Vuestra Santidad no conceder atención a sus tonterías; ha pecado por ignorancia. Fuera de su arte, todos los pintores son lo mismo”. El Papa, furioso, exclamó: “Le estás diciendo una grosería que nosotros no hemos dicho. El ignorante eres tú... Vete y que el diablo te lleve”, y como no se iba, los servidores del Papa lo arrojaron a puñetazos. Entonces, habiendo descargado su cólera sobre el Obispo, el Papa mandó a Miguel Ángel que se acercara y lo perdonó[197].
Desgraciadamente, para hacer las paces con Julio II [Pg 136]fué necesario pasar por todos sus caprichos, y la voluntad todopoderosa había cambiado de nuevo. Ya no se trataba de la tumba, sino de una estatua colosal de bronce que quería mandarse construir en Bolonia. Miguel Ángel protestó en vano diciendo “que él no conocía nada de la fundición del bronce”. Fué necesario aprenderla mediante un trabajo encarnizado. Habitaba un mal cuarto con una sola cama donde se acostaba con sus dos ayudantes florentinos, Lapo y Ludovico, y con su fundidor, Bernardino. Quince meses se pasaron entre molestias de todos géneros. Tuvo que reñir con Lapo y Ludovico, quienes lo robaban.
“Este pillo de Lapo, escribió a su padre, daba a entender a todos que él y Ludovico eran los que hacían toda la obra, o al menos que la hacían en colaboración conmigo. No le podía caber en la cabeza que él no era el amo hasta el instante en que lo despedí; entonces, por primera vez, advirtió que estaba a mi servicio. Lo arrojé como a un animal”[198].
Lapo y Ludovico se lamentaron ruidosamente: propagaron en Florencia calumnias contra Miguel Ángel, y lograron sacarle dinero a su padre con el pretexto de que el escultor les había robado.
Después fué el fundidor, cuya incapacidad se reveló.
“Había creído que el maestro Bernardino era capaz de fundir hasta sin fuego; tanta fe tenía yo en él”.
En junio de 1507 fracasó el trabajo de fundición. La figura no salió más que hasta la cintura. Fué necesario volver a empezarlo todo, Miguel Ángel permaneció ocupado en esta obra hasta febrero de 1508, y estuvo a punto de perder en ella la salud.
“Apenas tengo tiempo de comer, escribe a su hermano... Vivo con la mayor incomodidad y con grandes penas; sólo pienso en trabajar día y noche; he tenido tales sufrimientos [Pg 137]y los tengo todavía, que creo que si tuviera que hacer otra vez la estatua, no me alcanzaría la vida; éste ha sido un trabajo de gigante”[199].
El resultado fué miserable, comparado con tales fatigas. La estatua de Julio II, elevada en febrero de 1508 frente a la fachada de San Petronio, no permaneció allí más que cuatro años. En diciembre de 1511 fué destruida por el bando de los Bentivoglio, enemigos de Julio II; y Alfonso de Este compró los restos para hacer un cañón.
Miguel Ángel volvió a Roma. Julio II le imponía otra tarea, no menos inesperada y más peligrosa aún: al pintor, que no sabía nada de la técnica del fresco, le ordenaba pintar la bóveda de la Capilla Sixtina. Se hubiese dicho que se complacía ordenando lo imposible y Miguel Ángel ejecutándolo.
Parece que fué Bramante quien, viendo que Miguel Ángel volvía a tener el favor papal, le colocó esta tarea donde pensaba que naufragaría su gloria[200]. La prueba era tanto más peligrosa para Miguel Ángel cuanto que en este mismo año de 1508, su rival Rafael comenzaba la pintura de las Stanze del Vaticano con un éxito incomparable[201]. Hizo todo lo que pudo por rehusar este formidable honor; llegó hasta a proponer a Rafael en lugar [Pg 138]suyo: decía que no era su arte y que no tendría éxito. Pero el Papa se obstinó y fué necesario ceder.
Bramante construyó para Miguel Ángel un andamiaje en la Capilla Sixtina, y se mandaron traer de Florencia algunos pintores experimentados en el fresco, para que lo ayudaran algo. Pero estaba dicho que Miguel Ángel no podía tener ningún género de ayuda. Comenzó por declarar inútil el andamiaje de Bramante, construyendo otro. En cuanto a los pintores florentinos, les tomó mala voluntad y sin más explicaciones los puso a la puerta. “Mandó destruir una mañana todo lo que habían pintado; se encerró en la Capilla y no quiso abrirles ni apareció más por su propia casa. Cuando la burla les pareció que había durado bastante, se decidieron a volver a Florencia, profundamente humillados”[202].
Miguel Ángel se quedó solo con algunos obreros[203]. Y en vez de que las dificultades mayores disminuyeran su atrevimiento, hizo más grande su plan y decidió pintar, no solamente la bóveda como se pretendía al principio, sino también los muros.
El trabajo gigantesco comenzó el 10 de mayo de 1508. ¡Años sombríos, los más sombríos y más sublimes de toda esta vida! Éste es el Miguel Ángel legendario, el héroe de la Sixtina, aquél cuya imagen grandiosa está y debe quedar grabada en la memoria de la humanidad.
Sufrió terriblemente. Sus cartas de entonces demuestran un desaliento apasionado, que no podía satisfacerse con sus divinos pensamientos:
“Estoy en un gran abatimiento de espíritu; hace un año que no recibo nada del Papa; no le pido nada, porque mi obra no avanza bastante para que me parezca merecer [Pg 139]una remuneración. Esto se debe a la dificultad del trabajo que no es de mi profesión. Así es que pierdo mi tiempo sin provecho. ¡Dios me asista!”[204].
Apenas había acabado de pintar el Diluvio cuando la pintura comenzó a enmohecerse; ya no se podían distinguir las figuras, y se rehusó a continuar. Pero el Papa no admitió ninguna excusa y tuvo que volver al trabajo.
Sus gentes agregaban a las fatigas y las inquietudes impertinencias odiosas. Toda su familia vivía a sus expensas, abusaba de él, lo hostigaba mortalmente. Su padre no cesaba de gemir, de inquietarse por asuntos de dinero. Tenía que gastar su tiempo dándole valor, cuando él mismo estaba agotado.
“No os agitéis, ésas no son cosas que importen fundamentalmente para la vida... yo no dejaré que os falte nada mientras yo mismo tenga algo... mientras que yo exista no os faltará nada, aunque os quiten todo lo que tenéis en el mundo... Prefiero ser pobre y saber que estáis vivo, a tener todo el oro del mundo y saber que estáis muerto... Si no podéis como otros tener los honores de este mundo, que os baste tener vuestro pan, y vivir como Cristo, bueno y pobre, como yo lo hago aquí; porque yo soy un miserable y no me atormento por la vida ni por el honor, es decir, por el mundo; y vivo entre grandes penas y con una desconfianza infinita. Desde hace quince años no tengo una hora buena; he hecho todo lo posible por sosteneros y nunca lo habéis reconocido ni creído. ¡Que Dios nos perdone a todos! ¡Estoy dispuesto en lo futuro y mientras viva a obrar siempre de la misma manera, con sólo que lo pueda hacer!”[205].
Sus tres hermanos lo explotaban. Esperaban de él dinero y posición; agotaban sin escrúpulo el pequeño capital reunido por Miguel Ángel en Florencia; iban a [Pg 140]hospedarse en su casa, en Roma; hacían que se les comprara, Buonarroto y Giovan Simone un pequeño comercio, y Gismondo algunas tierras cerca de Florencia. Y no agradecían nada, como si todo se lo merecieran. Miguel Ángel sabía que lo explotaban, pero era demasiado orgulloso para impedirlo. Los pícaros no se limitaban a esto, pues observaban mala conducta y maltrataban a su padre cuando Miguel Ángel estaba ausente. Entonces Miguel Ángel estallaba con amenazas furiosas; corregía a sus hermanos como si fueran pilluelos viciosos, a latigazos; los hubiera matado en caso necesario.
“Giovan Simone:[206]
“Se dice que quien hace bien al bueno, lo hace mejor, pero que los beneficios vuelven más malvado al malvado. Hace mucho que trato, con buenas palabras y con buenas maneras, de conducirte a una vida honrada, en paz con tu padre y con nosotros, y cada día eres peor... Podría hablarte muy largo, pero sólo serían palabras. Para terminar, sabe con certidumbre que no posees nada en el mundo, porque yo soy quien te da el sustento para vivir, por amor de Dios, porque creía que eras mi hermano como los otros; pero ahora estoy seguro de que no eres mi hermano, porque si lo fueras, no habrías amenazado a mi padre. Eres más bien una bestia, y te trataré como a una bestia. Debes saber que quien ve a su padre amenazado, debe exponer la vida por él... ¡Basta! Te digo que no posees nada en el mundo, y si oigo algo de ti, iré a enseñarte [Pg 141]a dilapidar tu fortuna y a quemar la casa y los bienes que tú no has ganado. No estás donde tú crees. Si voy a tu lado, te mostraré algunas cosas que te harán llorar lágrimas ardientes y conocer en qué fundas tu arrogancia... Si quieres dedicarte a obrar bien, a honrar y venerar a tu padre, te ayudaré como a los otros y dentro de poco te procuraré una tienda. Pero si no lo haces así, iré y arreglaré tus asuntos de tal manera que conozcas quién eres y que sepas exactamente lo que tienes en el mundo... ¡Nada más! Donde me faltan palabras, las suplo con hechos”.
Michelagniolo, en Roma.
“Dos líneas más. Desde hace doce años arrastro una vida miserable por toda Italia, soporto todas las vergüenzas, sufro todas las penas, desgarro mi cuerpo con todas las fatigas, expongo mi vida a mil peligros, únicamente por ayudar a mi casa; y ahora que he comenzado a levantarla un poco, ¡te diviertes destruyendo en una hora lo que yo he edificado con tanto trabajo y en tantos años! ¡Cuerpo de Cristo! ¡Eso no será! Porque yo soy capaz de hacer pedazos a diez mil como tú, si es necesario. Por eso debes ser prudente, y no impulsar hasta el extremo a quien tiene pasiones muy distintas de las tuyas”[207].
Después le toca el turno a Gismondo:
“Vivo aquí en la miseria y con grandes fatigas corporales. No tengo amigo de ningún género, ni lo quiero. Hace muy poco tiempo que tengo recursos para comer a mi gusto. Dejad de causarme tormentos, porque ya no podría soportar ni una onza”[208].
Finalmente, el tercer hermano, Buonarroto, empleado [Pg 142]en la casa de comercio de los Strozzi, después de todos los préstamos de dinero que le hizo Miguel Ángel, lo molesta desvergonzadamente y se vanagloria de haber gastado por él más de lo que ha recibido.
“Yo querría, le escribe Miguel Ángel, saber por tu ingratitud, de dónde tienes tú dinero; querría saber si tienes en cuenta los 228 ducados míos que tomaste en el banco de Santa María la Nueva, y de otros muchos centenares de ducados que he enviado a la casa, y de las penas y preocupaciones que he tenido para sosteneros. Yo querría saber si tienes en cuenta todo esto. Si tuvieras bastante inteligencia para reconocer la verdad, no dirías: He gastado tanto de lo mío, y no te habrías vuelto contra mí para atormentarme con tus asuntos, sin acordarte de toda mi conducta pasada para vosotros. Te habrías dicho: ‘Miguel Ángel sabe lo que nos ha escrito; si no lo hace ahora, es porque se lo impide algo que no sabemos: seamos pacientes’. Cuando un caballo corre todo lo que puede, no es bueno espolearlo, para que corra más de lo que puede. Pero ustedes nunca me han conocido ni me conocen. ¡Qué Dios los perdone! Él es quien me ha concedido la gracia de bastarme para todo lo que he hecho en ayuda de ustedes. Pero ustedes no lo reconocerán sino hasta que ya no me tengan”[209].
Tal era la atmósfera de ingratitud y de envidia en la cual se debatía Miguel Ángel, entre una familia indigna que lo hostigaba y enemigos encarnizados que lo espiaban, contando con su fracaso. Y él ejecutaba entre tanto la obra heroica de la Sixtina, mediante esfuerzos desesperados. Poco faltó para que abandonara todo y huyera de nuevo. Creía que iba a morir[210]. Tal vez lo haya deseado.
El Papa se irritaba con sus lentitudes y su obstinación para ocultar la obra. Sus caracteres orgullosos entrechocaban [Pg 143]como nubes de tempestad. “Un día, dice Condivi, Julio II le preguntó cuándo terminaba la Capilla, y Miguel Ángel contestó, según su costumbre: ‘Cuando pueda’. Julio II, furioso, le dió un golpe con su bastón repitiendo: ‘¡Cuando pueda! ¡Cuando pueda!’ Miguel Ángel corrió a su casa e hizo sus preparativos para salir de Roma. Pero Julio II le despachó un enviado que le llevaba 500 ducados, lo apaciguó lo mejor que pudo y disculpó al Papa. Miguel Ángel aceptó las excusas. Pero al día siguiente volvían a empezar. El Papa llegó a decirle un día, coléricamente: ‘¿Quieres que mande tirar tus andamios?’ Miguel Ángel tuvo que ceder, quitó el andamiaje y descubrió la obra el día de Todos los Santos de 1512”.
Esta festividad brillante, y al mismo tiempo sombría, por los reflejos que recibe del Día de Muertos, era bien apropiada para la inauguración de esta obra terrible, llena del Espíritu del Dios que crea y que mata—Dios devorador, por donde se precipita toda la fuerza de vivir, como un huracán[211].
NOTAS:
[150] Poesías, I. En una hoja suelta, en el Louvre, donde están los esbozos del David.
[151] Miguel Ángel se complacía diciendo que debía su “genio al aire fino de la comarca de Arezzo”.
[152] Ludovico di Lionardo Buonarroti Simoni. Porque el verdadero nombre de la familia era Simoni.
[153] Francesca di Neri di Miniato del Sera.
[154] El padre volvió a casar algunos años después, en 1485, con Lucrezia Ubaldini, quien murió en 1497.
[155] Lionardo nació en 1473; Buonarroto, en 1477; Giovan Simone en 1479; Sigismondo, en 1481. Leonardo se hizo monje y así Miguel Ángel fué el mayor, el jefe de la familia.
[156] Condivi.
[157] A decir verdad, apenas puede creerse esta envidia de un artista tan potente; de cualquier manera yo no creo que haya sido la causa de la partida precipitada de Miguel Ángel, quien conservó hasta su vejez respeto para su primer maestro.
[158] El director de esta Escuela era Bertoldo, discípulo de Donatello.
[159] El Combate de los Centauros y los Lapitas, está en la casa Buonarroti de Florencia. Del mismo tiempo es la Máscara del fauno riendo, que valió a Miguel Ángel la amistad de Lorenzo de Médicis, y la Madona de la Escalera, bajo relieve de la casa Buonarroti.
[160] Esto fué como por 1491.
[161] Murieron poco después, en 1494. Policiano pidió que se le enterrara como dominico en la Iglesia de San Marcos, la Iglesia de Savonarola; Pico de la Mirandola revistió para morir los hábitos dominicos.
[162] En 1491.
[163] Lorenzo de Médicis había muerto el 8 de abril de 1492; su hijo Pedro le había sucedido. Miguel Ángel abandonó el Palacio, volvió a la casa de su padre y permaneció algún tiempo sin empleo. Después Pedro lo volvió a tomar a su servicio, encargándolo de comprarle camafeos y piedras grabadas; entonces esculpió el Hércules colosal, de mármol, que estuvo primero en el Palacio Strozzi, después fué comprado por Francisco I en 1529 y colocado en Fontainebleau, de donde desapareció en el siglo XVII. De este tiempo es también el Crucifijo de madera, del convento de San Spirito, para el cual Miguel Ángel estudió la anatomía sobre cadáveres, con tal encarnizamiento que cayó enfermo (1494).
[164] Condivi. La fuga de Miguel Ángel sucedió en octubre de 1494. Un mes más tarde Pedro de Médicis huyó a su vez por la rebelión del pueblo; y el Gobierno popular se instaló en Florencia con el apoyo de Savonarola, quien profetizaba que Florencia extendería la República por el mundo entero. Esta República reconocía sin embargo un rey: Jesucristo.
[165] Fué huésped del noble Giovanni Francesco Aldovrandi, quien lo ayudó en ciertas dificultades con la policía de Bolonia. Trabajó entonces en la estatua de San Petronio y en una estatuita de ángel para el tabernáculo (Arca) de San Domenico; pero estas obras no tienen absolutamente ningún carácter religioso. Siempre es la misma fuerza orgullosa.
[166] Miguel Ángel llegó a Roma en junio de 1496. El Baco ebrio, el Adonis moribundo (Museo del Bargello), y el Cupido (South Kensington), son de 1497. Parece que Miguel Ángel dibujó también en esta misma época, el cartón de la Estigmatización de San Francisco para San Pedro de Montorio.
[167] 23 de mayo de 1498.
[168] Se ha dicho siempre hasta ahora que la Pietà fué ejecutada para el cardenal francés Juan de Groslaye de Villiers, abate de Saint Denis, embajador de Carlos VIII, quien la encargó a Miguel Ángel para la capilla de los Reyes de Francia en San Pedro. (Contrato de 27 de agosto de 1498). M. Charles Samaran, en un estudio sobre La Casa de Armagnacen el siglo XV, ha comprobado que el cardenal francés que mandó esculpir la Pietà, fué Juan de Bilhères, abate de Pessan, obispo de Lombez, abate de Saint Denis. Miguel Ángel trabajó en ella hasta 1501.
Una conversación de Miguel Ángel con Condivi explica por un pensamiento de misticismo caballeresco la juventud de la Virgen, tan diferente de las Mater Dolorosa, salvajes, marchitas, convulsas de dolor, de Donatello, de Signorelli, de Mantegna y de Botticelli.
[169] Carta de su padre, 19 de diciembre de 1500.
[170] Carta a su padre. Primavera de 1500.
[171] Carta a su padre, 1521.
[172] En agosto de 1501. En los meses precedentes había firmado con el Cardenal Francesco Piccolomini un contrato, que no cumplió nunca, para la decoración del altar Piccolomini en la Catedral de Siena. Éste fué uno de los remordimientos de toda su vida.
[173] Vasari.
[174] Miguel Ángel decía a un escultor, que se esforzaba por arreglar la luz en su taller de tal manera que su obra resultara favorecida: “No te tomes tantos trabajos; lo que importa es la luz sobre el lugar de su colocación”.
[175] Se ha conservado el detalle de estas deliberaciones. (Milanesi, Contratti artistici, páginas 620 y siguientes). El David permaneció hasta 1873 en el lugar señalado por Miguel Ángel, frente al Palacio de la Señoría. Después, la estatua, que había sido perjudicada de una manera inquietante por la lluvia, fué llevada a la Academia de Bellas Artes de Florencia, a una rotonda especial (Tribuna del David.) El Circolo Artistico de Florencia propone ahora mandar hacer una copia en mármol blanco para elevarla en el sitio antiguo, frente al Palacio Viejo.
[176] Relación contemporánea e Historias Florentinas de Pietro di Marco Parenti.
[177] Debemos agregar que la casta desnudez del David ofendía el pudor de Florencia. El Aretino, reprochando a Miguel Ángel la indecencia de su Juicio Final, le escribía, en 1545: “Imitad la modestia de los florentinos, que ocultan con hojas de oro las partes vergonzosas de su bello Coloso”.
[178] Alusión a la estatua ecuestre de Francesco Sforza, que Leonardo dejó sin terminar y con la cual los arqueros gascones de Luis XII se divirtieron tomando como blanco el modelo en yeso.
[179] Relación de un contemporáneo. (Anónimo de la Magliabecchiana.)
[180] Se le impuso la humillación de pintar la victoria de los florentinos sobre sus amigos los milaneses.
[181] O la Guerra de Pisa.
[182] El cartón de Miguel Ángel que fué el único ejecutado desde 1505, desapareció en 1512, cuando los motines provocados en Florencia por el regreso de los Médicis. Esta obra sólo es conocida por copias fragmentarias. La más famosa de estas copias es el grabado de Marco Antonio. (Los Trepadores.) En cuanto al fresco de Leonardo, Leonardo mismo bastó para destruirlo. Quiso perfeccionar la técnica del fresco y ensayó una pintura de aceite que no se conservó; en 1506 abandonó desalentado este trabajo, que ya en 1550 no existía.
De este período de la vida de Miguel Ángel (1501-1505) son también los dos bajo relieves circulares de la Madona y del Niño que están en la Royal Academy de Londres y en el Museo del Bargello de Florencia; la Madona de Brujas, adquirida en 1506 por unos comerciantes flamencos, y el gran cuadro al temple de la Santa Familia de los Uffizi, el más bello y más cuidado de los de Miguel Ángel. Su austeridad puritana y su aspecto heroico, se oponen rudamente a las languideces afeminadas del arte leonardesco.
[183] Condivi.
[184] Cuando menos a Bramante. Rafael era demasiado amigo y estaba demasiado obligado con Bramante para no hacer causa común con él; pero no hay pruebas de que haya obrado personalmente contra Miguel Ángel. Sin embargo, éste lo acusa formalmente: “Todas las dificultades habidas entre el Papa Julio y yo fueron obra de los celos de Bramante y de Rafael. Trataban de perderme; y en verdad Rafael tenía motivos para ello, porque lo que sabía de arte, de mí lo había aprendido”. Carta de octubre de 1542 a un personaje desconocido. (Cartas, edición Milanesi, páginas 489-494).
[185] Condivi, que por su ciega amistad con Miguel Ángel se hace un poco sospechoso, dice: “Bramante era impulsado a perjudicar a Miguel Ángel en primer lugar por sus celos y después por el temor que tenía de los juicios de Miguel Ángel, quien descubría sus faltas. Bramante, como todos saben, era muy dado al placer y muy disipador. El sueldo que recibía del Papa, por elevado que fuera, no le bastaba y trataba de ganar en sus obras, haciendo construir los muros con malos materiales, de solidez insuficiente. Cualquiera puede comprobarlo en sus construcciones de San Pedro, del corredor del Belvedere, del claustro de San Pedro Advíncula, etc. que ha sido necesario recientemente sostener por medio de garfios y puntales, porque habían caído o estaban para caer en poco tiempo”.
[186] “Cuando el Papa cambió de idea, y llegaron los barcos con el mármol de Carrara, yo mismo tuve que pagar el flete. Al mismo tiempo, los talladores de piedras que yo había hecho venir de Florencia para la tumba, llegaron a Roma; y como yo había hecho instalar y amueblar para ellos la casa que Julio me había dado detrás de Santa Catarina, me vi sin dinero y con grandes dificultades”. (Carta ya citada, de octubre de 1542).
[187] El 17 de abril de 1506.
[188] Toda esta relación está tomada textualmente de una carta de Miguel Ángel, de octubre de 1542.
[189] Lo atribuyo a esta fecha, que me parece la más verosímil, aun cuando Frey, sin suficientes razones a mi juicio, cree que el soneto es de hacia 1511.
[190] Poesías, III. Véanse Apéndice I, y al fin de la segunda parte de este libro. El árbol seco es una alusión a la encina verde que figura en el escudo de los De la Rovere, familia de Julio II.
[191] “Esta no fué la única causa de mi partida; había también otra cosa de la cual prefiero no hablar. Basta decir que me hizo pensar que si yo me quedaba en Roma, esta ciudad sería mi tumba, antes que la del Papa. Y ésta fué la causa de mi partida súbita”.
[192] 18 de abril de 1506.
[193] Carta de octubre de 1542.
[194] Ibid.
[195] Fines de agosto de 1506.
[196] Condivi. Miguel Ángel había tenido ya la idea de ir a Turquía en 1504; y en 1519 estuvo en relaciones con “el Señor de Andrinópolis”, quien le pedía que fuera a ejecutar para él algunas pinturas. Es sabido que Leonardo de Vinci también había intentado ir a Turquía.
[197] Condivi.
[198] Carta a su padre, 8 de febrero de 1507.
[199] Cartas a su hermano, del 29 de septiembre y del 10 de noviembre de 1507.
[200] Esto es al menos lo que pretende Condivi. Hay que notar sin embargo, que desde antes de la fuga de Miguel Ángel a Bolonia, se había tratado de que pintara la Sixtina, y que entonces este proyecto agradaba poco a Bramante, quien quería alejar de Roma a su rival. (Carta de Pietro Rosselli a Miguel Ángel, en mayo de 1506).
[201] Entre abril y septiembre de 1508, Rafael pintó el cuarto llamado de la Firma (Escuela de Atenas y Disputa del Santo Sacramento).
[202] Vasari.
[203] En las cartas de 1510 a su padre, Miguel Ángel se lamenta respecto de uno de sus ayudantes, que no es bueno para nada más “que para hacerse servir... sin duda me faltaba este trabajo. No tenía ya suficiente... me hace sufrir como una bestia”.
[204] Carta a su padre, 27 de enero de 1509.
[205] Cartas a su padre, 1509-1512.
[206] Giovan Simone había maltratado brutalmente a su padre. Miguel Ángel escribió a éste:
“He visto por vuestra última carta cómo van las cosas y cómo se porta Giovan Simone. Hace diez años que no tenía una noticia tan mala. Si hubiera podido, el mismo día que recibí vuestra carta, habría montado a caballo para ir a arreglarlo todo. Pero puesto que me es imposible, ya le escribo, y si no cambia de conducta, si se lleva un solo limpiadientes de la casa o si hace cualquier cosa que os disguste, os suplico que me informéis; obtendré licencia del Papa e iré”. (Primavera de 1509).
[207] Carta a Giovan Simone. Fechada según Henry Thode en la primavera de 1509 y en la edición Milanesi en julio de 1508.
Adviértase que Giovan Simone era entonces un hombre de treinta años. Miguel Ángel sólo tenía cuatro más que aquél.
[208] A Gismondo, 17 de octubre de 1509.
[209] Carta a Buonarroto, julio 30 de 1513.
[210] Cartas, agosto de 1512.
[211] He analizado esta obra en el Miguel Ángel, de la colección “Los Maestros del Arte”. Por eso no la estudio aquí.
Roct’è l’alta colonna[212].
Miguel Ángel salió de este trabajo de Hércules, glorioso y aniquilado. Por haber tenido, durante varios meses, la cabeza hacia atrás, para pintar la bóveda de la Sixtina, “se había lastimado la vista de tal modo, que por mucho tiempo no pudo leer una carta, o mirar un objeto, sino levantándolos por encima de su cabeza, para verles mejor”[213].
Él mismo se burlaba de sus achaques:
“La fatiga me ha hinchado, como el agua a los gatos de Lombardía. Mi vientre apunta hacia la barba; la barba se endereza hacia el cielo; mi cráneo se apoya en la espalda y mi pecho parece de harpía; el pincel, chorreando sobre mi cara, le dejó una decoración muy pintoresca. Los lomos se me han hundido dentro del cuerpo y el trasero me sirve de contrapeso. Camino al azar, sin poder verme los pies. Mi piel se estira por delante y se arruga por detrás; estoy convertido en un arco sirio. Mi inteligencia es tan bizarra como mi cuerpo, porque no puede dar mucho de sí una caña torcida...”[214].
Es preciso no engañarse con este buen humor. Miguel Ángel sufría por ser feo. Para un hombre como él, enamorado más que nadie de la belleza física, la fealdad era una vergüenza[215]. Se descubren indicios de esta humillación en algunos de sus madrigales[216]. Su pena era más profunda, [Pg 147]porque toda su vida fué devorado por el amor; y no parece que alguna vez fuera correspondido. Por eso se replegaba en sí mismo y confiaba a la poesía su ternura y sus penas.
Desde la infancia componía versos; esto era para él una necesidad imperiosa. Llenaba sus dibujos, sus cartas, sus hojas sueltas, con pensamientos escritos que reformaba sin cesar. Desgraciadamente, en 1518, quemó la mayor parte de sus poesías de juventud; otras fueron destruidas antes de su muerte. Lo poco que nos queda, basta sin embargo para evocar sus pasiones[217].
La más antigua de sus poesías parece haber sido escrita en Florencia, por el año de 1504[218].
“¡Qué feliz vivía, mientras me fué dado resistir victoriosamente tus furores, oh amor! ¡Ahora, ay de mí, mi pecho está bañado de lágrimas! ya he conocido tu fuerza...”[219].
Dos madrigales, escritos entre 1504 y 1511, probablemente dedicados a la misma mujer, tienen una expresión conmovedora:
“¿Quién me arrastra por fuerza hacia ti... ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí!... ligado y encadenado, aunque sea libre y dueño de mí mismo!”
Chi è quel che per forza a te mi mena,
Oilmè, oilmè, oilmè,
Legato e strecto, e son libero e sciolto?[220]
“¿Cómo es posible que yo ya no sea mío? ¡Oh Dios, oh Dios, oh Dios! ¿Quién me ha arrancado a mí mismo?... ¿Quién puede más en mí que yo mismo? ¡Oh Dios! ¡Oh Dios! ¡Oh Dios!”
Come può esser, ch’io non sia più mio?
O Dio, o Dio, o Dio!
Chi m’ha tolto a me stesso,
Ch’a me fusse più presso
O più di me potessi, che poss’io?
O Dio, o Dio, o Dio!...[221].
De Bolonia, en el reverso de una carta de diciembre, 1507, es este soneto juvenil, cuya preciosidad sensual evoca una visión de Botticelli:
“¡Cuánto goza la guirnalda bien compuesta ciñendo su cabellera de oro! Todas las flores parecen luchar por ser las primeras en besar su frente... El traje que oprime y cubre su pecho es feliz todo el día. La tela de oro no se cansa de tocar sus mejillas y su cuello. Pero más feliz aún es el listón bordado de oro, que ciñe dulcemente y con ligera presión el blanco seno. El cinturón parece decir: ‘¡Quisiera estrecharla siempre!’ ¡Ah!... ¿y qué harían entonces mis brazos?”[222].
En una larga poesía de carácter íntimo, una especie de confesión[223], que es difícil citar exactamente, Miguel [Pg 149]Ángel describe, con una singular crudeza de expresión, sus angustias de amor.
“Cuando estoy un día sin verte, no puedo hallar la paz en ningún sitio; cuando te veo, eres para mí como la comida para el hambriento... Cuando tú me sonríes o me saludas en la calle, ardo como pólvora... Cuando me hablas, mi rostro se enrojece, pierdo la voz y se apaga súbitamente mi gran deseo...”[224].
Y después, estos gemidos de dolor:
“¡Ah, qué pena infinita siente mi corazón cuando recuerdo que aquélla a quien yo amo no me ama...! ¿Cómo seguiré viviendo?...”.
...Ahi, che doglia’nfinita
Sente’l mio cor, quando li torna a mente,
Che quella ch’io tant’amo amor non sente!
Come restero’n vita?...[225].
Y estas líneas escritas después de sus estudios para la Madona de la Capilla Médicis:
“Me quedo solo, ardiendo entre la sombra, cuando el sol priva al mundo de sus rayos. Todos se regocijan, y yo sufro, postrado en tierra, gimiendo y llorando”[226].
El amor no aparece en las poderosas esculturas y pinturas [Pg 150]de Miguel Ángel; en ellas sólo expresa sus pensamientos heroicos, como si se avergonzara de manifestar ahí las debilidades de su corazón. Sólo a la poesía se ha confiado. Aquí es donde hay que buscar el secreto de este corazón, tímido y tierno bajo su ruda corteza:
Amando, a che son nato?
“Yo amo: ¿para qué he nacido?”[227].
Terminada la Sixtina y muerto Julio II[228], Miguel Ángel volvió a Florencia y reanudó el proyecto que tanto le interesaba: la tumba de Julio II. Se comprometió por contrato a hacerla en siete años[229]. Durante tres años se consagró casi exclusivamente a este trabajo[230]. En este período relativamente tranquilo—período de madurez melancólica y serena, en el cual se apaciguan las furias hirvientes de la Sixtina, como un océano que se calma y vuelve a su lecho—Miguel Ángel produjo sus obras más perfectas, las que realizan mejor el equilibrio de sus pasiones y de su voluntad: el Moisés y los Esclavos del Louvre[231].
Pero no fué más que un instante: el curso tempestuoso de su vida continuó casi inmediatamente. Volvió a caer entre las sombras.
El nuevo Papa, León X, quiso separar a Miguel Ángel de la tarea de glorificación de su predecesor, y dedicarlo al triunfo de su propia estirpe. Era para él una cuestión de orgullo más que de simpatía, porque su espíritu epicúreo no podía comprender el genio triste de Miguel Ángel[232]; todos sus favores eran para Rafael. Pero el hombre de la Sixtina era una gloria italiana; León X quiso domesticarlo.
Ofreció a Miguel Ángel que construyera la fachada de San Lorenzo, la iglesia de los Médicis, en Florencia. Miguel Ángel, estimulado por su rivalidad con Rafael, quien se había aprovechado de su ausencia para llegar a ser en Roma el soberano del arte[233], se dejó arrastrar en esta nueva tarea, que le era materialmente imposible cumplir sin descuidar la anterior, y que debía ser para él una causa de tormentos sin fin. Trataba de convencerse de que podía seguir adelante con la tumba de Julio II y la fachada de San Lorenzo. Esperaba descargarse de la mayor parte del trabajo buscando un ayudante, para no ejecutar él mismo más que las estatuas principales. Pero, según su costumbre, se embriagó poco a poco con su proyecto, y muy [Pg 152]pronto no soportó ya compartir con nadie este honor. Más aún, temía que el Papa quisiera retirarle la obra, y suplicó a León X que lo sujetara con esta nueva cadena[234].
Naturalmente, le fué imposible continuar el monumento de Julio II. Pero lo más triste fué que tampoco llegó a elevar la fachada de San Lorenzo. No le bastaba con rechazar toda colaboración; por su terrible manía de hacerlo todo personalmente, en lugar de quedarse en Florencia y trabajar su obra, fué a Carrara para vigilar la extracción de los bloques. Allí tropezó con dificultades de toda clase. Los Médicis querían utilizar las canteras de Pietrasanta, recientemente adquiridas por Florencia, en vez de las de Carrara. Por haber tomado el partido de los de Carrara, Miguel Ángel fué acusado injuriosamente por el Papa de haberse vendido[235], y por haber tenido que obedecer las órdenes del Papa, fué perseguido por los Carraras, quienes se entendieron con los marineros ligures, y no encontró un solo barco de Génova a Pisa para transportar sus mármoles[236]. Tuvo que construir un camino, en parte sobre pilotes, [Pg 153]a través de las montañas y de los llanos pantanosos. La gente de la comarca no quería contribuir para los gastos del camino. Los trabajadores no entendían absolutamente su cometido. Las canteras eran nuevas, los obreros eran nuevos. Miguel Ángel gemía:
“He intentado resucitar muertos, queriendo domar estas montañas y traer el arte aquí”[237]. Se mantenía firme, sin embargo. “Lo que he prometido, lo cumpliré, a pesar de todo: haré la obra más bella que se haya hecho en Italia, si Dios me asiste”.
¡Cuánta fuerza, entusiasmo y genio perdidos en vano! A fines de septiembre de 1518, cayó enfermo en Seravezza, de fatiga y de hastío. Comprendía que su salud y sus ensueños se gastaban en esta vida de obrero. Tenía la obsesión de comenzar al fin su trabajo y la angustia de no poder hacerlo. Estaba asediado por otros compromisos que no podía satisfacer[238].
“Muero de impaciencia porque mi adverso destino no me permite hacer lo que quisiera. Muero de dolor, me siento como si fuera un tramposo, aunque no sea mía la culpa”[239]...
De vuelta en Florencia, se consumía esperando la llegada de los cargamentos de mármol; pero el Arno estaba seco y los barcos no podían subir el río con los bloques.
Al fin llegaron. ¿Podrá trabajar ahora?—No. Vuelve a las canteras. Se obstina en no comenzar antes de haber [Pg 154]reunido, como antes para la tumba de Julio II, toda una montaña de mármol. Retrocede cuando llega el instante de empezar; parece que tiene miedo. ¿No habrá prometido demasiado? ¿No se habrá comprometido de una manera temeraria en este trabajo de arquitectura? Éste no es su oficio: ¿dónde pudo haberlo aprendido? Y ahora no puede avanzar ni retroceder.
Todas sus fatigas no le bastan ni para asegurar el transporte de los mármoles. De seis columnas monolíticas enviadas a Florencia, cuatro se rompieron en el camino y otra en la misma Florencia. Sus obreros lo engañaban.
Al fin, el Papa y el Cardenal de Médicis se impacientaron por tanto tiempo precioso, inútilmente perdido entre las canteras y los caminos fangosos. El 10 de marzo de 1520, un breve del Papa desligó a Miguel Ángel del contrato de 1518 para la fachada de San Lorenzo. Miguel Ángel no recibió más aviso que la llegada a Pietrasanta de los equipos de obreros enviados para reemplazarlo. Se sintió cruelmente agraviado.
“No tomo en cuenta al cardenal, dijo, los tres años que he perdido aquí. No le tomo en cuenta que me he arruinado por esta obra de San Lorenzo. No le tomo en cuenta la gran afrenta que se me hace encargándome esta obra y retirándomela después sin saber siquiera por qué. No le tomo en cuenta todo lo que he perdido y todo lo que he gastado... Y ahora, el asunto puede resumirse así: el Papa se queda con la cantera y con los bloques tallados, y yo con el dinero que tengo en mano: ¡500 ducados, y se me devuelve mi libertad!”[240].
No era a sus protectores a quienes Miguel Ángel debía acusar, sino a sí mismo, y él bien lo sabía. Éste era su mayor dolor. Luchaba en contra de sí mismo. De 1515 a 1520, en la plenitud de su fuerza y desbordante de genio, ¿qué había hecho?
El insignificante Cristo de la Minerva; ¡una obra de Miguel Ángel donde no está Miguel Ángel! Y ni esto siquiera pudo acabar[241].
De 1515 a 1520, en estos últimos años del gran Renacimiento, antes de los cataclismos que iban a dar fin a la primavera de Italia, Rafael había pintado las Loggias, la Sala del Incendio, la Farnesiana, obras maestras de todos los géneros; había edificado la Villa Madame, dirigido la construcción de San Pedro, las exploraciones, las fiestas, los monumentos; había gobernado el arte, fundado una escuela numerosa y había muerto en medio de su trabajo y de su triunfo[242].
La amargura de sus desilusiones, la desesperación de los días perdidos, de las esperanzas arruinadas, de la voluntad rota, se reflejan en las obras del período siguiente: las tumbas de los Médicis y las nuevas estatuas del monumento de Julio II[243].
El libre Miguel Ángel, que toda su vida no hizo más que pasar de un yugo a otro, había cambiado de amo. El cardenal Julio de Médicis, que llegó a ser Papa con el nombre de Clemente VII, reinó sobre él de 1520 a 1534.
Clemente VII ha sido juzgado con mucha severidad.
Sin duda, como todos estos Papas, quiso hacer del arte y de los artistas unos servidores del orgullo de su familia. Pero Miguel Ángel no tuvo por qué quejarse de él; ningún Papa lo amó tanto; ninguno demostró un interés tan constante y apasionado por sus trabajos[244]. Nadie comprendió mejor las debilidades de su voluntad, hasta defendiéndolo contra él mismo e impidiendo que se dispersara en vano. Aun después de la sublevación de Florencia y la rebelión de Miguel Ángel, Clemente no cambió para él[245]. Pero no dependía de él apaciguar la inquietud, la fiebre, el pesimismo y la mortal melancolía que devoraban su gran corazón. ¡Qué importaba la bondad personal de un amo! De todos modos era un amo.
“He servido a los Papas, decía Miguel Ángel, pero únicamente por fuerza”[246].
¿Qué importaban un poco de gloria y una o dos obras bellas? ¡Estaba esto tan lejos de lo que él había soñado! Y la vejez ya venía. Todo se iba ensombreciendo a su alrededor. El Renacimiento terminaba. Roma iba a ser saqueada por los bárbaros. La sombra amenazadora de un Dios triste iba a pesar sobre el pensamiento de Italia. Miguel Ángel sentía venir la hora trágica, y sufría una angustia sofocante.
Después de haber arrancado a Miguel Ángel de la enredada empresa en la cual se había comprometido, Clemente VII resolvió lanzarlo por un nuevo camino, donde tenía la intención de vigilarlo más de cerca. Le confió la construcción [Pg 157]de la capilla y las tumbas de los Médicis. Esperaba retenerlo enteramente a su servicio[247]. Hasta le propuso que ingresara en las órdenes ofreciéndole un beneficio eclesiástico[248]. Miguel Ángel rehusó: pero Clemente VII no dejó por eso de pagarle una pensión mensual triple de la que pedía, y le regaló una casa cerca de San Lorenzo.
Todo parecía ir por buen camino y el trabajo para la capilla se iniciaba activamente, cuando de pronto Miguel Ángel abandonó su casa y rehusó la pensión de Clemente VII[249]. Sufría una nueva crisis de desaliento. Los herederos de Julio II no le perdonaban que hubiera abandonado la obra emprendida; lo amenazaban con persecuciones y ponían en duda su lealtad. Miguel Ángel se enloqueció con la idea de un proceso; su conciencia daba la razón a sus adversarios y lo acusaba de haber faltado a su compromiso; le parecía imposible aceptar el dinero de Clemente VII mientras no hubiera restituido el que recibió de Julio II.
“No trabajo ni vivo”, escribía[250]. Suplicaba al Papa [Pg 158]que interviniera con los herederos de Julio II y lo ayudara a restituir todo lo que les debía.
“Venderé, haré lo que sea posible para llegar a esta restitución”. O bien que se le permitiera consagrarse enteramente al monumento de Julio II: “deseo más salir de esta obligación, que vivir”.
Con el pensamiento de que sin Clemente VII, quedaría abandonado a la persecución de sus enemigos, lloraba y se desesperaba como un niño:
“Si el Papa me deja así, no podré permanecer en este mundo... No sé lo que escribo, tengo la cabeza completamente perdida...”[251].
Clemente VII que no tomaba muy en serio esta desesperación de artista, insistía para que no se interrumpiera el trabajo de la Capilla de los Médicis. Sus amigos no comprendían estos escrúpulos y le aconsejaban que no se pusiera en ridículo rehusando la pensión. Uno de ellos le reprochaba con viveza haber obrado irreflexivamente, y le rogaba que en lo futuro no se entregara a sus caprichos[252]. Otro le escribía:
“Se me dice que habéis rehusado vuestra pensión, abandonado vuestra casa y suspendido vuestro trabajo; esto me parece un acto de locura. Amigo mío, compadre, de esta manera dais gusto a vuestros enemigos... no os ocupéis más de la tumba de Julio II, y tomad la pensión porque os la dan con buena voluntad”[253].
Miguel Ángel se obstinaba. La Tesorería Pontificia le cogió la palabra y suprimió la pensión. El desgraciado, reducido a la desesperación, tuvo que volver a pedir algunos meses más tarde lo mismo que había rehusado. Primero lo hizo tímidamente, con vergüenza:
“Mi querido Giovanni, puesto que la pluma es siempre [Pg 159]más atrevida que la lengua, os escribo lo que he querido deciros varias veces en estos días y que no he tenido el valor de expresar de viva voz: ¿Puedo contar todavía con la pensión...? Si estuviera seguro de no recibirla no cambiaría por esto mi disposición, ni dejaría de trabajar para el Papa tanto como pudiera, pero arreglaría mis asuntos según esta situación”[254].
Luego, obligado por la necesidad vuelve a la carga:
“Después de haber reflexionado bien, he comprendido cuánto interesa al Papa esta obra de San Lorenzo; y puesto que S. S. me ha concedido una pensión con el designio de que yo tenga más comodidad para servirlo prontamente, sería retrasar el trabajo no aceptarla; así, pues, he cambiado de opinión y si hasta ahora no pedía esta pensión, ya la pido por más razones de las que puedo escribir... ¿Quiere usted dármela, haciéndola contar desde el día en que me fué concedida? Decidme desde qué momento preferís que la reciba”[255].
Para darle una lección, no le hicieron caso. Dos meses más tarde no había recibido nada, y después tuvo que reclamar la pensión varias veces.
Trabajaba en medio de sus tormentos. Se quejaba de que sus preocupaciones fueran estorbo para su imaginación...: “Los disgustos pueden mucho sobre mí... no se puede trabajar con las manos en una cosa y con la cabeza en otra; sobre todo en escultura. Se dice que todo esto sirve para aguijonearme; pero yo respondo que estos son malos aguijones que incitan a retroceder. Hace más de un año que no he recibido la pensión y lucho con la miseria; estoy muy solo en medio de mis penas, y tengo tantas que me ocupan más que el arte; no tengo recursos para buscar alguien que me ayude”[256].
Clemente VII se manifestaba algunas veces conmovido por sus sufrimientos y le enviaba expresiones de afectuosa simpatía. Le aseguraba su favor mientras viviera[257]. Pero la incurable frivolidad de los Médicis era más poderosa, y en vez de aliviarlo de una parte de sus trabajos le hacía nuevos encargos; entre otros el de un absurdo Coloso cuyo cabeza debía ser un campanario, y el brazo una chimenea. Miguel Ángel tuvo que ocuparse algún tiempo en este proyecto extravagante[258].
Tenía que estar en constantes dificultades con sus obreros, sus albañiles y sus carreteros, quienes intentaban hacerse apóstoles precursores de la jornada de ocho horas[259].
Al mismo tiempo, sus disgustos domésticos no dejaban de aumentar. Su padre se hacía más irritable y más injusto con la edad; un día creyó conveniente escaparse de Florencia, acusando a su hijo de haberlo arrojado. Miguel Ángel le escribió esta carta admirable[260]:
“Muy querido padre: Me ha sorprendido mucho ayer no encontraros en la casa, y ahora que sé que os quejáis de mí y que decís que yo os he arrojado, me sorprendo mucho más. Desde el día en que nací hasta ahora, estoy seguro de no haber tenido ninguna intención de hacer nunca cosa grande o pequeña que os disguste. Todas las penas que he soportado, las he soportado siempre por vuestro amor. Siempre he tomado vuestro partido... todavía hace pocos días os dije y os prometí consagraros todas mis fuerzas, y os lo prometo de nuevo. Estoy estupefacto de [Pg 161]que hayáis olvidado esto tan pronto. Desde hace treinta años me habéis puesto a prueba, vos y vuestros hijos, y sabéis que siempre he sido bueno para vosotros, tanto como podía, en pensamiento y en acción. ¿Cómo podéis andar diciendo en todas partes que yo os he arrojado? ¿No comprendéis la mala reputación que esto me forma? No me faltaba más que esto, con todas las preocupaciones que tengo; y todas estas preocupaciones las tengo por vuestro amor. ¡Bien me recompensáis!... Pero de todos modos, quiero persuadirme de que nunca he dejado de causaros vergüenza y perjuicios, y os pido perdón como si lo hubiera hecho. Perdonadme como a un hijo que siempre ha tenido mala conducta y que os ha hecho todo el mal que puede hacerse en este mundo. Una vez más os lo suplico; perdonadme como a un miserable que soy: pero no me deis la reputación de que os he arrojado, porque mi reputación me importa más de lo que creéis. A pesar de todo, soy vuestro hijo”.
Tanto amor y tanta humildad sólo desarmaban por un instante el agrio espíritu del viejo. Algún tiempo después, decía que su hijo lo robaba. Miguel Ángel, empujado hasta el extremo, le escribió[261]:
“Ya no sé lo que queréis de mí. Si os pesa que yo viva, habéis encontrado un buen medio para libraros de mí y muy pronto os encontraréis en posesión de las llaves del tesoro que pretendéis que yo guardo. Y haréis bien, porque todos saben en Florencia que sois un hombre inmensamente rico, que yo siempre os he robado, y que merezco un castigo; recibiréis altas alabanzas... decid y gritad de mí todo lo que queráis, pero ya no me escribáis, porque así no puedo trabajar. Me obligáis a recordaros todo lo que habéis recibido de mí, desde hace veinticinco años. Yo no quería decirlo, pero al fin me veo obligado... tened cuidado... no se muere uno más que una vez y después ya no se [Pg 162]vuelve para reparar las injusticias que se han hecho. Habéis esperado hasta la víspera de la muerte para hacerlas. ¡Que Dios os ayude!”
Éste era el auxilio que encontraba entre los suyos.
“¡Paciencia!”, escribía en una carta a un amigo. “Que Dios no permita que lo que a él no le disgusta me disguste a mí”[262].
En medio de estas penas el trabajo no avanzaba. Cuando sobrevinieron los sucesos políticos que trastornaron Italia en 1527, no estaba terminada ni una estatua de la Capilla de los Médicis[263].
Así, este nuevo período de 1520 a 1527, no había hecho más que agregar sus desilusiones y sus fatigas a las del período precedente, sin haber traído a Miguel Ángel la alegría de una sola obra acabada, de un solo designio realizado después de más de diez años.
NOTAS:
[212] Poesías, I.
[213] Vasari.
[214] Poesías, IX: Véase Apéndice, II.
Esta poesía, escrita con el estilo burlesco de Francesco Berni y dirigida a Giovanni da Pistoja, tiene, según Frey, fecha junio-julio de 1510. En los últimos versos, Miguel Ángel alude a las dificultades de su trabajo, durante la ejecución de los frescos de la Sixtina, y se disculpa, alegando que ese no es su oficio:
“Defiende, pues, Giovanni, mi obra muerta, y defiende mi honor, porque la pintura no es mi oficio. Yo no soy pintor”.
[215] Henry Thode ha esclarecido exactamente este rasgo del carácter de Miguel Ángel en su primer volumen de Michelangelo und das Ende der Renaissance, 1902. Berlín.
[216] “...Puesto que el Señor devuelve a las almas sus cuerpos después de la muerte, para la paz o el tormento eternos, yo le pido que me deje el mío, aunque feo, lo mismo en el cielo que en la tierra, junto al tuyo, porque un corazón amante vale tanto como un bello rostro...”.
...Priego 'l mie benché bructo,
Com’è qui teco, il voglia im paradiso:
C’un cor pietoso val quant’un bel viso...
(Poesías, CIX, 12).
“El cielo parece irritarse con justicia, porque yo, tan feo, me miro en tus ojos tan bellos”.
Ben par che’l ciel s’adiri,
Che’n sì begli ochi i’mi veggia sì bructo...
(Ibid., CIX, 93).
[217] La primera edición completa de las poesías de Miguel Ángel fué publicada por su sobrino nieto, al principio del siglo XVII, con el título de Rime di Michelangelo Buonarroti raccolte da M. A. suo nipote, 1623, Florencia; está llena de errores. Cesare Guasti publicó la primera edición casi exacta, en 1863, en Florencia; pero la única verdaderamente científica y completa es la admirable edición de Carl Frey: Die Dichtungen des Michelagniolo Buonarroti, herausgegeben und mit kritischem Apparate versehen von Dr. Carl Frey, 1897. Berlin. A ella me refiero en esta biografía.
[218] En la misma hoja están algunos dibujos de caballos y de hombres combatiendo.
[219] Poesías, II. Véase Apéndice, III.
[220] Poesías, V.
[221] Poesías, VI.
[222] Poesías, VII. Véase Apéndice IV.
[223] Esta expresión es de Frey, quien atribuye a la poesía sin suficiente razón, a mi juicio, la fecha de 1531-32. Yo creo que es muy anterior.
[224] Poesías, XXXVI. Véase Apéndice, V.
[225] Poesías, XIII. Del mismo tiempo es un madrigal célebre que el compositor Bartolommeo Tromboncino puso en música, antes de 1518:
“¿Cómo tendré valor para vivir sin ti, mi bien, si no puedo pedirte ayuda al partir? Estos sollozos, estos llantos y estos suspiros, con los cuales te acompaña mi pobre corazón, anuncian mi muerte próxima y mi martirio. Pero si es cierto que la ausencia no hará olvidar mi fiel esclavitud, te dejo mi corazón, que ya no es mío”. (Poesías, XI. Apéndice VI).
Sol’io ardendo all’ ombra mi rimango,
Quand’el sol de suo razi el mondo spoglia;
Ogni altro per piacere, e io per doglia,
Prostrato in terra, mi lamento e piangho.
(Ibid., XXII).
[227] Poesías, CIX, 35.—Comparad estos versos de amor, donde amor y dolor parecen ser sinónimos, con el éxtasis voluptuoso de los sonetos juveniles y desmañados de Rafael, escritos en el reverso de sus dibujos para la Disputa del Santo Sacramento.
[228] Julio II murió el 21 de febrero de 1513, tres meses después de la inauguración de los frescos de la Sixtina.
[229] Contrato de 6 de marzo de 1513. El nuevo proyecto, más grande que el proyecto primitivo, comprendía 32 grandes estatuas.
[230] Parece que en este tiempo sólo aceptó Miguel Ángel un encargo: el del Cristo de la Minerva.
[231] El Moisés debía ser una de las seis figuras colosales para el coronamiento del piso superior de la tumba de Julio II. Miguel Ángel no dejó de trabajar en esta obra hasta 1545. Los Esclavos, en los cuales Miguel Ángel trabajaba en 1513, fueron enviados por él, en 1546, a Roberto Strozzi, el republicano florentino desterrado entonces en Francia, quien los obsequió a Francisco I.
[232] No le escatimaba demostraciones de afecto; pero Miguel Ángel le producía miedo. Se sentía inquieto junto a él:
“Cuando el Papa habla de vos, escribe Sebastián del Piombo a Miguel Ángel, parece que habla de uno de sus hermanos; tiene casi las lágrimas en los ojos. Me ha dicho que habéis sido educados juntos, y asegura que os comprende y os ama. Pero vos dais miedo a todos, hasta a los Papas”. (27 de octubre de 1520).
Miguel Ángel era motivo de burlas en la corte de León X, por sus imprudencias de lenguaje. Una malhadada carta que escribió al Cardenal Bibbiena, protector de Rafael, fué un regocijo para sus enemigos.
“No se habla de otra cosa en el palacio más que de vuestra carta, dice Sebastián a Miguel Ángel; hace reír a todos”. (Julio 3 de 1520).
[233] Bramante había muerto en 1514. Rafael acababa de ser nombrado superintendente de la construcción de San Pedro.
[234] “Quiero hacer de esta fachada una obra que sea espejo de la arquitectura y de la escultura para toda Italia. Es preciso que el Papa y el Cardenal (Julio de Médicis, el futuro Clemente VII) decidan pronto si quieren que la haga o no. Si quieren que yo la haga, es preciso firmar un contrato... Messer Domenico, dadme una contestación firme respecto a sus intenciones. Esto sería para mí una gran alegría”. (A Domenico Buoninsegni, julio de 1517).—El contrato fué firmado con León X el 19 de enero de 1518, y Miguel Ángel se comprometió a levantar la fachada en ocho años.
[235] Carta del Cardenal Julio de Médicis a Miguel Ángel, de febrero 2 de 1518: “Hemos tenido alguna sospecha de que seáis del partido de los Carraras por interés personal y que deseáis depreciar las canteras de Pietrasanta... Os hacemos saber, sin entrar en otras explicaciones, que Su Santidad quiere que todo el trabajo emprendido se ejecute con los bloques de mármol de Pietrasanta y no con otros... Si procedéis de otra manera, será contra los deseos expresos de Su Santidad y los nuestros, y tendríamos razón para irritarnos en contra vuestra... Alejad, pues, toda obstinación de vuestro espíritu”.
[236] “Fuí hasta Génova en busca de barcos. Los de Carrara han comprado a todos los patrones... Tengo que ir a Pisa”... (Carta de Miguel Ángel a Urbano; abril 2 de 1518). “Los barcos que contraté en Pisa no vinieron. Creo que he sido burlado. ¡Esta es mi suerte en todo! ¡Oh, mil veces maldito el día en que salí de Carrara! Esta es la causa de mi ruina”. (Carta de abril 18 de 1518).
[237] Carta de abril 18 de 1518. Y algunos meses más tarde: “La cantera es muy escarpada y la gente muy ignorante... ¡Paciencia! Hay que domar a las montañas e instruir a los hombres...”. (Carta de septiembre de 1518, a Berto da Filicaja).
[238] El Cristo de la Minerva y la tumba de Julio II.
[239] Carta de diciembre 21 de 1518 al Cardenal d’Agen. De este tiempo son tal vez las cuatro estatuas informes, apenas esbozadas, de las grutas Boboli. (Cuatro Esclavos, para la tumba de Julio II).
[240] Cartas, 1520, edición Milanesi, página 415.
[241] Miguel Ángel encargó que terminara este Cristo a su inepto discípulo Pietro Urbano, quien “lo estropeó”. (Carta de Sebastián del Piombo a Miguel Ángel, septiembre 6 de 1521). El escultor Frizzi, de Roma, reparó como pudo las torpezas de Urbano.
Todas estas contrariedades no impedían a Miguel Ángel buscar nuevas tareas para aumentar las que ya lo aplastaban. El 20 de octubre de 1519, firmó la petición de los Académicos de Florencia a León X para llevar los restos de Dante, de Rávena a Florencia, y se ofreció a elevar al poeta divino un monumento digno de él.
[242] El 6 de abril de 1520.
[243] El Vencedor.
[244] En 1526, Miguel Ángel tenía que escribirle semanalmente.
[245] “Adora todo lo que hacéis, escribe Sebastián del Piombo a Miguel Ángel; lo ama tanto como es posible amar. Habla de vos tan honrosamente y con tanto afecto, que un padre no diría de su hijo lo que él dice de vos...”. (Abril 29 de 1531). “Si quisieseis venir a Roma, seriáis todo lo que quisierais, duque o rey... Tendríais una parte del Papado, seríais el amo, podríais tener y hacer lo que quisierais...”. Diciembre 5 de 1531. (Es preciso, es verdad, tener en cuenta en este caso la charlatanería veneciana de Sebastián del Piombo).
[246] Carta de Miguel Ángel a su sobrino Lionardo. (1548).
[247] Los trabajos fueron comenzados desde marzo de 1521, pero no se impulsaron activamente sino desde la elección del Cardenal Julio de Médicis para el trono pontificio, bajo el nombre de Clemente VII, el 19 de noviembre de 1523. León X había muerto el 6 de diciembre de 1521 y Adriano VI lo había sucedido de enero de 1522 a septiembre de 1523.
El plan primitivo comprendía cuatro tumbas: las de Lorenzo el Magnífico, de Julián su hermano, de Julián duque de Nemours, su hijo, y de Lorenzo duque de Urbino, su nieto. En 1524, Clemente VII decidió agregar el sarcófago de León X y el suyo, atribuyéndoles los sitios de honor. Véase Marcel Reymond, “La Arquitectura de las tumbas de los Médicis”, Gazette des Beaux Arts, 1907.
Al mismo tiempo Miguel Ángel fué encargado de construir la Biblioteca de San Lorenzo.
[248] Se trataba de la orden de los Franciscanos. Carta de Fattucci a Miguel Ángel, en nombre de Clemente VII, el 2 de enero de 1524.
[249] Marzo de 1524.
[250] Carta de Miguel Ángel a Giovanni Spina, Agente del Papa (Abril 19 de 1525).
[251] Carta de Miguel Ángel a Fattucci (octubre 24 de 1525).
[252] Carta de Fattucci a Miguel Ángel (marzo 22 de 1524).
[253] Carta de Lionardo Sellajo a Miguel Ángel (marzo 24 de 1524).
[254] Carta de Miguel Ángel a Giovanni Spina (1524, Edición Milanesi, página 425).
[255] Carta de Miguel Ángel a Giovanni Spina (agosto 29 de 1525).
[256] Carta de Miguel Ángel a Fattucci (octubre 24 de 1525).
[257] Carta de Pier Paolo Marzi, de parte de Clemente VII, a Miguel Ángel (diciembre 23 de 1525).
[258] Cartas de octubre a diciembre de 1525 (Edición Milanesi, páginas 448-449). Véase en el Miguel Ángel de la Colección de los Maestros del Arte un resumen de este extraño asunto, y el proyecto de Miguel Ángel.
[259] Carta de Miguel Ángel a Fattucci (junio 17 de 1526).
[260] Según Henry Thode, esta carta es aproximadamente de 1521; en la recopilación de Milanesi, figura equivocadamente con fecha de 1516.
[261] Cartas, junio de 1523.
[262] Carta de Miguel Ángel a Fattucci, en junio 17 de 1526.
[263] La misma carta, de junio de 1526, dice que estaba comenzada una estatua, lo mismo que cuatro alegorías de los sarcófagos y la Madona.
Oilmè, Oilmè, ch’i’ son tradito...[264].
Una repugnancia de todas las cosas y de sí mismo lo empujó a la revolución, iniciada en Florencia en 1527.
Miguel Ángel hasta entonces había puesto en los negocios políticos la misma indecisión de espíritu de que era víctima en su vida y en su arte. Nunca llegó a conciliar sus senti[Pg 164]mientos personales con sus obligaciones para con los Médicis. Este genio violento fué siempre tímido en la acción; no se atrevía a luchar contra las potencias de este mundo en el terreno político ni en el religioso. Sus cartas lo muestran siempre inquieto por sí y por los suyos; temeroso de comprometerse, desmintiendo las palabras audaces que alguna vez pronunciara, en el primer movimiento de indignación contra cualquier acto de la tiranía[265]. Con frecuencia escribe a sus familiares que tengan cuidado, que guarden silencio y huyan a la primera alarma:
“Obrad como en tiempo de peste, sed los primeros en huir... la vida vale más que la fortuna. Vivid en paz, no os forméis ni un enemigo ni os confiéis a nadie, excepto a Dios, y no habléis mal ni bien de nadie, porque no se conoce el fin de las cosas; ocupaos solamente de vuestros asuntos... no os mezcléis en nada”[266].
Sus hermanos y sus amigos se burlaban de sus inquietudes y lo trataban de loco[267]. “No te burles de mí, respondía Miguel Ángel entristecido, no debe uno burlarse de nadie”[268]. En efecto, el temor perpetuo de este gran hombre no debe ser motivo de risa, sino más bien de compasión, por sus nervios miserables que lo hacían juguete de sus terrores, contra los cuales luchaba sin poder dominarlos. Más bien era meritorio salir de estos accesos humillantes, y obligar a su cuerpo y a su pensamiento enfermos, a afrontar el peligro, que en el primer impulso lo empujaba a huir. Por lo demás, tenía más razones para temer que ningún otro, porque era más inteligente y su pesimismo preveía con toda claridad las desgracias de Italia. Mas, para que con su timidez natural se dejara arrastrar en la [Pg 165]revolución florentina, fué preciso que estuviera en una exaltación desesperada que lo obligó a descubrir el fondo de su alma. Esta alma tan tímidamente replegada sobre sí misma era ardientemente republicana. Esto se ve en las palabras llameantes que se le escaparon algunas veces en momentos de confianza o de fiebre, particularmente en las conversaciones que tuvo más tarde[269] con sus amigos Luigi del Riccio, Antonio Petreo y Donato Giannotti[270], y que este último reprodujo en sus Diálogos sobre La Divina Comedia del Dante[271]. Los amigos se admiraban de que Dante hubiera puesto a Bruto y a Casio en el último grado del infierno y a César encima. Interrogado Miguel Ángel, hizo la apología del tiranicidio:
“Si habéis leído atentamente los primeros cantos, dice, habréis visto que Dante conocía muy bien la naturaleza de los tiranos y que ha sabido qué castigo merecen recibir de Dios y de los hombres. Los coloca entre los ‘violentos contra el prójimo’, castigados en el séptimo círculo, hundiéndolos en sangre hirviente. Si Dante ha reconocido esto, es imposible admitir que no haya reconocido que César fué tirano de su patria y que Bruto y Casio lo asesinaron con justicia, porque el que mata a un tirano no mata a un hombre sino a una bestia con figura humana. Todos los tiranos carecen del amor que debe sentirse naturalmente para el prójimo; están privados de inclinaciones humanas, no son, pues, hombres, sino bestias; que no tienen ningún amor para el prójimo, es la evidencia misma; de otro [Pg 166]modo no habrían tomado lo que pertenece a los demás y no habrían llegado a ser tiranos que pisotean a los hombres. Es claro, por lo tanto, que quien mata a un tirano no comete un asesinato, porque no mata a un hombre sino a una bestia. Así, Bruto y Casio no cometieron un crimen asesinando a César. Primero, porque mataron a un hombre que todo ciudadano romano tenía obligación de matar según lo mandaban las leyes. Segundo, porque no mataron a un hombre sino a una bestia con figura humana”[272].
Miguel Ángel se encontró en la primera fila de los rebeldes florentinos en los días del despertar nacional y republicano, después de la llegada a Florencia de las noticias de la toma de Roma por los ejércitos de Carlos V[273], y la expulsión de los Médicis[274]. El mismo hombre que en tiempo ordinario recomendaba a los suyos que huyeran de la política como de la peste, estaba en un estado de sobre-excitación que no temía ni a la una ni a la otra. Se quedó en Florencia, donde había peste y revolución. La epidemia atacó a su hermano Buonarroto, quien murió en sus brazos[275]. En octubre de 1528, tomó parte en la deliberación para la defensa de la ciudad; el 10 de enero de 1529, fué escogido en el Collegium de los Nove di milizia para los trabajos de las fortificaciones. El 6 de abril fué nombrado por un año governatore generale y procuratore de las fortificaciones de Florencia. En junio fué a inspeccionar la ciudadela de Pisa y los bastiones de Arezzo y de Liorna; y en julio y agosto fué enviado a Ferrara para examinar las [Pg 167]famosas obras de defensa y conferenciar con el Duque, muy conocedor de fortificaciones.
Miguel Ángel reconoció que el punto más importante de la defensa de Florencia era la colina de San Miniato, y decidió asegurar esta posesión por medio de bastiones. Pero no se sabe por qué se encontró con la oposición del gonfaloniero Capponi, quien trató de alejarlo de Florencia[276]. Miguel Ángel, sospechando que Capponi y el partido de los Médicis querían librarse de él, para impedir la defensa de la ciudad, se instaló en San Miniato y no se movió. Su desconfianza enfermiza acogía todos los rumores de traición que circulaban en una ciudad sitiada, y que en este caso eran demasiado fundados. Capponi, que se hizo sospechoso, había sido reemplazado como gonfaloniero por Francesco Carducci; pero se había nombrado condottiere y gobernador general de las tropas florentinas al inquietante Malatesta Baglioni, quien más tarde había de entregar la ciudad al Papa. Miguel Ángel presentía el crimen. Participó sus temores a la Señoría. “El gonfaloniero Carducci, en vez de darle las gracias, le contestó injuriosamente, y le reprochó que fuera tan desconfiado y medroso”[277].
Malatesta supo la denuncia de Miguel Ángel; un hombre de su temple no retrocedía ante nada para quitarse un adversario peligroso; y en Florencia era omnipotente como generalísimo. Miguel Ángel se creyó perdido. “Yo estaba resuelto, sin embargo—escribió—a esperar sin temor el fin de la guerra. Pero el martes por la mañana, 21 de septiembre, alguien vino fuera de la puerta de San Niccoló donde yo estaba en los bastiones, y me dijo al oído que si quería salvar mi vida, no podía permanecer más tiempo en Florencia. Esta misma persona me acompañó [Pg 168]a mi casa, comió conmigo, me proporcionó caballos y no me dejó hasta verme fuera de Florencia”[278].
Varchi, completando estos informes agrega que Miguel Ángel “mandó ocultar 12,000 florines de oro en tres camisas cosidas y prendidas en forma de jubones, y que huyó de Florencia no sin dificultad, por la puerta de la Justicia que era la menos custodiada, con Rinaldo Corsini y su discípulo Antonio Mini”.
“Si era Dios o el diablo quien me empujaba, no lo sé”, escribió Miguel Ángel algunos días después. Era su demonio habitual de terror demente. ¡Qué tal sería su espanto, si es cierto como se dice, que habiéndose detenido en su camino, en Castelnuovo, en la casa del antiguo gonfaloniero Capponi, le causó con sus relatos una emoción tan fuerte, que el pobre viejo murió algunos días después![279].
El 23 de septiembre Miguel Ángel estaba en Ferrara. Por su excitación, rehusó la hospitalidad que el Duque le ofrecía en el castillo y continuó su fuga. Llegó el 25 de septiembre a Venecia. La Señoría, habiendo tenido aviso de su llegada, le envió dos gentiles hombres para poner a su disposición todo lo que necesitara. Pero él, vergonzoso y huraño, rehusó y se escondió en el barrio de la Giudecca. No se creía aún bastante lejos. Quería huir a Francia. El mismo día de su llegada a Venecia, dirige una carta ansiosa y trepidante a Battista della Palla, comisionado de Francisco I en Italia para la compra de obras de arte.
“Battista, muy querido amigo, he salido de Florencia para ir a Francia; al llegar a Venecia me he informado del camino y se me ha dicho que era necesario pasar por los países alemanes, lo que es muy peligroso y difícil para mí. ¿Todavía tenéis intención de hacer el viaje? Os lo suplico, informadme y decidme dónde queréis que yo os espere; iremos [Pg 169]juntos. Os lo suplico, respondedme al recibir esta carta, y tan pronto como os sea posible, porque me consumo en deseo de partir. Y si ya no deseáis hacer el viaje, hacédmelo saber para que yo me decida cueste lo que cueste, a irme solo...”[280].
El Embajador de Francia en Venecia, Lázaro de Baif, se apresuró a escribir a Francisco I y al Condestable Montmorency, haciéndoles instancias para aprovechar la ocasión de que Miguel Ángel se estableciera en la Corte de Francia. El Rey mandó ofrecer inmediatamente a Miguel Ángel una pensión y una casa. Pero este cambio de cartas requirió naturalmente algún tiempo, y cuando llegó la oferta de Francisco I, Miguel Ángel ya había vuelto a Florencia. Su fiebre se había extinguido; en el silencio de la Giudecca había tenido tiempo para avergonzarse de su miedo. Su fuga había hecho mucho ruido en Florencia. El 30 de septiembre la Señoría decretó que todos los que habían huido serían proscriptos como rebeldes si no volvían antes del 7 de octubre. En esta fecha, los fugitivos fueron declarados rebeldes y sus bienes confiscados. Sin embargo, el nombre de Miguel Ángel no figuraba todavía en la lista; la Señoría le otorgaba un nuevo plazo, y el embajador florentino en Ferrara, Galeotto Giugni, advirtió a la República que Miguel Ángel había conocido demasiado tarde el decreto, y que estaba dispuesto a volver si se le perdonaba. La Señoría prometió su perdón a Miguel Ángel y le envió a Venecia un salvoconducto con el tallador de piedras Bastiano di Francesco.
Bastiano le entregó diez cartas de amigos que le conjuraban todos a regresar[281]. Entre ellos, el generoso Battista della Palla lo llamaba con palabras llenas de amor patrio:
“Todos vuestros amigos, sin distinción de opiniones, sin [Pg 170]vacilar, con una sola voz, os exhortan a volver para conservar vuestra vida, vuestra patria, vuestros amigos, vuestros bienes y vuestro honor, para gozar de los tiempos nuevos que tan ardientemente habéis deseado y esperado”.
Creía que la edad de oro había vuelto para Florencia y no dudaba del triunfo de la buena causa. El infeliz debía ser una de las primeras víctimas de la reacción, después del retorno de los Médicis.
Sus palabras decidieron a Miguel Ángel. Volvió lentamente: Battista della Palla que fué a encontrarlo a Lucca lo esperó muchos días y ya comenzaba a desesperar[282]. Al fin el 20 de noviembre Miguel Ángel volvió a Florencia[283]. El día 23 su sentencia de proscripción fué levantada por la Señoría, pero se decidió que el Gran Consejo estaría cerrado para él por tres años[284].
Desde entonces Miguel Ángel cumplió bravamente con su deber hasta el fin. Volvió a su puesto en San Miniato, que los enemigos bombardeaban desde hacía un mes; hizo fortificar de nuevo la colina, e inventó máquinas nuevas, y se dice que salvó el campanile cubriéndolo con bultos de lana y colchones colgados con cuerdas[285]. El último [Pg 171]indicio que se tiene de su actividad durante el sitio, es una noticia de 22 de febrero de 1530, que nos lo muestra trepando sobre la cúpula de la catedral, para vigilar los movimientos del enemigo o para inspeccionar el estado de la misma cúpula.
Sin embargo, la desgracia prevista se cumplió. El 2 de agosto de 1530, Malatesta Baglioni defeccionó. El día 12 capituló Florencia, y el Emperador entregó la ciudad al Comisario del Papa, Baccio Valori. Entonces comenzaron las ejecuciones. Los primeros días nada detuvo la venganza de los vencedores. Los mejores amigos de Miguel Ángel—Battista della Palla entre ellos—fueron las primeras víctimas. Miguel Ángel se ocultó, según se cuenta, en el campanario de San Niccoló-oltr’Arno. Tenía motivos justos para temer, porque había circulado el rumor de que tuvo intenciones de destruir el Palacio de los Médicis. Pero Clemente VII no le había perdido su cariño. Si creemos a Sebastián del Piombo, se entristeció mucho por lo que supo de Miguel Ángel durante el sitio; pero se contentaba con alzar los hombros y decir:
“Miguel Ángel no tiene razón; yo nunca le he hecho ningún mal”[286]. Inmediatamente que se apagó la primera cólera de los proscriptores, Clemente VII escribió a Florencia; ordenaba que se buscara a Miguel Ángel, agregando que si quería continuar en el trabajo de las tumbas de los Médicis, debía ser tratado con todas las consideraciones que merecía[287].
Miguel Ángel salió de su escondite y reanudó el trabajo destinado a glorificar a los mismos a quienes había combatido. Su desgracia lo obligó a más aún: consintió en esculpir el Apolo tomando una flecha de su carcax, para Baccio Valori, el instrumento de las más bajas comisiones [Pg 172]del Papa, el asesino de su amigo Battista della Palla[288]. Poco después tuvo que renegar de los proscriptos florentinos[289]. ¡Lamentable debilidad de un gran hombre, reducido a defender por medio de cobardías la vida de sus sueños artísticos contra la brutalidad asesina de la fuerza material, que podía impunemente aplastarlo! No sin razón debía consagrar todo el fin de su vida a elevar un monumento sobrehumano al Apóstol Pedro: más de una vez, como él, tuvo que llorar al oír el canto del gallo.
Forzado a mentir, obligado a adular a un Valori, a celebrar a un Lorenzo, Duque de Urbino, estallaba de dolor y de vergüenza. Se entregó al trabajo y puso en él toda su rabia de aniquilamiento[290]. No esculpió la estatua de los Médicis, sino la estatua de su desesperación. Cuando se le hacía notar la falta de parecido en los rostros de Juliano y Lorenzo de Médicis, respondía soberbiamente: “¿Quién los verá dentro de diez siglos?” Del uno hizo la Acción, del otro el Pensamiento, y las estatuas del zócalo que sirven como de comentario—el Día y la Noche, la Aurora y el Crepúsculo—expresan el sufrimiento de vivir y el desprecio de todo lo que existe. Estos inmortales [Pg 173]símbolos del dolor humano, fueron terminados en 1531[291]. ¡Suprema ironía! nadie los comprendió. Un Giovanni Strozzi, contemplando la formidable Noche, hacía concetti:
“La Noche que tú ves dormir, tan graciosamente, fué esculpida por un Ángel en esta roca; y puesto que habla, vive. Si no lo crees, despiértala y te hablará”.
Miguel Ángel respondió: “El sueño me es grato, y más todavía el ser de piedra mientras que duren el crimen y la vergüenza. No ver, no sentir, es para mí una gran ventura; por eso no me despiertes, habla en voz baja”.
Caro m’è’l sonno et più l’esser di sasso,
Mentre che’l danno e la vergogna dura.
Non veder, non sentir m’è gran ventura;
Pero non mi destar, deh! parla basso.[292].
Y en otra poesía exclamaba: “El cielo está dormido, puesto que uno solo se apropia los bienes de muchos hombres”.
Y Florencia responde a sus gemidos[293]: “No interrumpáis vuestros santos pensamientos; el que cree haberos despojado de mí, no goza de su gran crimen por causa de su gran miedo. Menor alegría es para los amantes la plenitud del goce que extingue el deseo, que la miseria llena de esperanza”[294].
Hay que pensar en lo que fué el saqueo de Roma y la caída de Florencia para los espíritus de entonces. Una quiebra espantosa de la razón, un derrumbamiento.
Muchos ya no se volvieron a levantar. Un Sebastián del Piombo cae en un escepticismo despreocupado: “He llegado a tal extremo que el universo podría hundirse sin que a mí me importe, y me río de todo... No me parece que todavía sea yo el Bastiano de antes del saqueo, no puedo volver en mí”[295].
Miguel Ángel piensa en matarse: “Si alguna vez es permitido darse la muerte, sería muy justo que este derecho perteneciera a quien, lleno de fe, vive esclavo y miserable”[296]. Estaba en una convulsión de espíritu. Cayó enfermo en junio de 1531. Clemente VII se esforzaba en vano por tranquilizarlo. Le mandaba decir por conducto de su Secretario y de Sebastián del Piombo, que no se excediera en el trabajo, que tuviera moderación para no fatigarse, que de vez en cuando diera un paseo, que no se redujera a la condición de un rudo operario[297]. En el otoño de 1531 se temía por su vida. Uno de sus amigos escribía a Valori: “Miguel Ángel está extenuado y enflaquecido. He hablado de ello últimamente con Bugiardini y Antonio Mini, y estamos de acuerdo en que no vivirá [Pg 175]mucho si no se le cuida seriamente. Trabaja demasiado, come poco y mal, y duerme todavía menos. Desde hace un año sufre dolores de cabeza y de corazón”[298]. Clemente VII se preocupó; el 21 de noviembre de 1531 un Breve del Papa prohibió a Miguel Ángel, bajo pena de excomunión, trabajar en otra cosa más que en la tumba de Julio II y en la de los Médicis, para que pudiera conservar su salud “y glorificar por más tiempo a Roma, a su familia y a sí mismo”[299].
Lo protegió contra las impertinencias de Valori y de los ricos pedigüeños que iban, según la costumbre, a mendigar obras de arte y a imponer a Miguel Ángel nuevos trabajos. “Cuando te pidan un cuadro, debes sujetarte en el pie tu pincel, pintar cuatro rasgos y decir: el cuadro está hecho”[300]. Se interpuso entre Miguel Ángel y los herederos de Julio II, que se hacían cada vez más amenazantes[301]. En 1532 se firmó un cuarto contrato entre los representantes del duque de Urbino y Miguel Ángel, respecto a la tumba; Miguel Ángel prometió hacer un nuevo modelo del monumento, muy reducido[302], terminarlo en tres años y pagar todos los gastos, así como dos mil ducados por todo lo que había recibido ya de Julio II y de sus herederos. “Bastará con que se encuentre en la obra, escribe Sebastián del Piombo a Miguel, un poco de vuestro olor”. Un poco del vostro odore[303]. Tristes condiciones, [Pg 176]porque lo que así firmaba Miguel Ángel era el fracaso de su gran proyecto y todavía tenía que pagar por esto. Pero en verdad lo que firmaba Miguel Ángel en cada una de sus obras desesperadas, era el fracaso de su vida, el fracaso de la Vida.
Después del proyecto del monumento de Julio II se hundió el proyecto de las tumbas de los Médicis. Clemente VII murió el 25 de septiembre de 1534; y Miguel Ángel, por fortuna, estaba entonces ausente de Florencia. Desde hacía mucho tiempo vivía allí con inquietud porque el duque Alejandro de Médicis lo odiaba. Si no hubiera sido por el respeto del Papa, lo hubiera mandado matar[304]. Su enemitad había crecido aún, desde que Miguel Ángel se había rehusado a contribuir a la sujeción de Florencia elevando una fortaleza para dominar la ciudad; rasgo de valor que demuestra bastante en este hombre tímido la grandeza de su amor a la patria.
Desde hacía mucho tiempo Miguel Ángel esperaba todo de parte del duque; y cuando Clemente VII murió no pudo salvarse más que por la casualidad que lo hizo estar en aquel momento fuera de Florencia, adonde no volvió ya más[305]. La Capilla de los Médicis no fué nunca terminada. Lo que conocemos con este nombre no tiene más que una lejana relación con lo que había soñado Miguel Ángel; apenas nos queda el esqueleto de la decoración mural. No solamente Miguel Ángel no había ejecutado ni la mitad de las estatuas[306], ni las pinturas que [Pg 177]proyectaba[307]; pero cuando sus discípulos se esforzaron más tarde por descubrir y completar su pensamiento, él mismo no fué capaz de decirles cuál había sido[308]; había renunciado tan absolutamente a todas sus empresas, que las había olvidado.
El 23 de septiembre de 1534, Miguel Ángel volvió a Roma, donde debía permanecer hasta su muerte[309]. Hacía veintiún años que la había dejado. En estos veintiún años, había hecho tres estatuas del monumento no terminado de Julio II, siete estatuas no terminadas del monumento no terminado de los Médicis, el Vestíbulo no terminado de la Laurenziana, el Cristo no terminado de Santa María de la Minerva, el Apolo no terminado para Baccio Valori. Había perdido su salud, su energía, su fe en el arte y en la patria. Había perdido el hermano a quien quería más[310]. Había perdido a su padre que adoraba[311]. A la memoria del uno y del otro había elevado un poema de dolor, admirable, incompleto como todo lo que hacía, ardiendo por la pasión de morir:
“...Ahora que el cielo te arrancó de nuestra miseria, ten compasión de mí que vivo muerto!... has matado a la muerte y te has hecho divino; no temes los cambios de la vida y del deseo; apenas puedo escribirlo sin envidia. La [Pg 178]fortuna y el tiempo que nos traen únicamente la alegría dudosa y la desgracia segura, no se atreven a pasar vuestra puerta. Ninguna nube obscurece vuestra luz, el paso de las horas no os inquieta, la necesidad y el azar no os impulsan. La noche no amortigua vuestro esplendor, ni el día lo aumenta a pesar de su claridad. Por tu muerte aprendo a morir, mi querido padre. La muerte no es, como algunos creen, lo peor para aquél cuyo último día es el primero y eterno cerca del trono de Dios. Ahí espero y creo volver a verte, por la gracia de Dios, si mi razón arranca a mi corazón del fango terrestre y si el máximo amor entre el padre y el hijo crece en el cielo como todas las virtudes”[312].
Nada lo retiene ya en la tierra: ni arte, ni ambiciones, ni ternura, ni esperanza de ninguna especie. Tiene sesenta años, su vida parece terminada; está solo, no cree en sus obras; tiene la nostalgia de la muerte, el deseo apasionado de escapar al fin, “del cambio del ser y del deseo, de la violencia de las horas, de la tiranía, de la necesidad y del azar”.
“...¡Ay de mí! ¡Ay de mí! he sido traicionado por mis días fugaces... he esperado demasiado; el tiempo ha huido y yo me encuentro viejo. Ya no puedo arrepentirme ni recogerme con la muerte cerca de mí. Lloro en vano: no hay desgracia igual al tiempo perdido...”.
“¡Ay de mí! ¡Ay de mí!... ¡cuando vuelvo los ojos hacia mi pasado no encuentro ni un solo día que haya sido mío! Las falsas esperanzas y el vano deseo, lo reconozco ahora, me han tenido llorando, amando, ardiendo y suspirando—porque ningún afecto mortal me es desconocido—lejos de la verdad... ¡Ay de mí!, ¡ay de mí! No sé adónde voy y tengo miedo, y si no me equivoco—¡oh!, Dios quiera que me equivoque—veo el castigo eterno, ¡oh Señor!, por el mal que he hecho conociendo el bien, y ya no sé qué esperar...”[313].
NOTAS:
[264] Poesías, XLIX.
[265] Carta de septiembre de 1512, a propósito de lo que había dicho sobre el saqueo de Prato por los Imperiales, aliados de los Médicis.
[266] Carta de Miguel Ángel a Buonarroto (septiembre de 1512).
[267] “No soy un loco, como os imagináis...”. (Miguel Ángel a Buonarroto, septiembre de 1515).
[268] Miguel Ángel a Buonarroto (septiembre y octubre de 1512).
[269] En 1545.
[270] Donato Giannotti fué para quien hizo Miguel Ángel el busto de Brutus. Algunos años antes de El Diálogo, en 1536, Alejandro de Médicis había sido asesinado por Lorenzino, quien fué celebrado como un nuevo Bruto.
[271] De’giorni che Dante consumò nel cercare l’Inferno e’l Purgatorio. La cuestión que discuten los amigos es la de saber cuántos días pasó Dante en el infierno: ¿fué del viernes en la tarde al sábado en la tarde, o del jueves en la tarde al domingo por la mañana? Se recurre a Miguel Ángel, quien conocía la obra del Dante mejor que nadie.
[272] Miguel Ángel, o Giannotti, que habla en nombre suyo, tiene cuidado de distinguir de los tiranos a los reyes hereditarios o príncipes constitucionales: “Yo no hablo aquí de los príncipes que poseen su poder por la autoridad de los siglos o por la voluntad del pueblo, y que gobiernan sus ciudades en perfecto acuerdo espiritual con el pueblo”.
[273] Mayo 6 de 1527.
[274] Expulsión de Hipólito y Alejandro de Médicis (mayo 17 de 1527).
[275] Julio 2 de 1528.
[276] Busini, según las confidencias de Miguel Ángel.
[277] Condivi. “Y seguramente, agrega Condivi, hubiera hecho mejor escuchando el buen consejo; porque cuando los Médicis volvieron fué decapitado”.
[278] Carta de Miguel Ángel a Battista della Palla (septiembre 25 de 1529).
[279] Segni.
[280] Carta de Miguel Ángel a Battista della Palla (septiembre 25 de 1529).
[281] Octubre 22 de 1529.
[282] Le escribió otras cartas conjurándolo para que volviera.
[283] Cuatro días antes, su pensión le había sido retirada por decreto de la Señoría.
[284] Según una carta de Miguel Ángel a Sebastián del Piombo, debía también pagar a la Comuna una multa de 1,500 ducados.
[285] “Cuando el Papa Clemente y los españoles pusieron sitio a Florencia—cuenta Miguel Ángel a Francisco de Holanda—los enemigos fueron mucho tiempo detenidos por las máquinas que yo hice construir sobre la terraza. Una noche hacía yo que se cubriera el exterior de los muros con sacos de lana; otra, mandaba cavar fosos para llenarlos de pólvora y hacerlos estallar, quemando a los Castellanos de tal modo que saltaran por el aire sus miembros desgarrados... ¡Para eso sirve la pintura! para las máquinas y los instrumentos de guerra; para dar una forma conveniente a las bombardas y a los arcabuces; para construir puentes y confeccionar escalas, y sobre todo para los planos y las proporciones de las fortalezas, de los bastiones, de los fosos, de las minas y de las contraminas...”. (Francisco de Holanda: Diálogo sobre la pintura en la ciudad de Roma. Tercera parte, 1549).
[286] Carta de Sebastián del Piombo a Miguel Ángel (abril 29 de 1531).
[287] Condivi. Desde el 11 de diciembre de 1530, la pensión de Miguel Ángel fué restablecida por el Papa.
[288] Otoño de 1530. La estatua está en el Museo Nazionale de Florencia.
[289] En 1544.
[290] En estos mismos años, los más sombríos de su vida, Miguel Ángel, por una reacción salvaje de su naturaleza contra el pesimismo cristiano que lo ahogaba, ejecutó obras de un paganismo audaz, como la Leda acariciada por el Cisne—1529-1530—la cual, pintada para el duque de Ferrara, obsequiada después por Miguel Ángel a su discípulo Antonio Mini, fué llevada por este último a Francia donde se dice que fué destruida por el año de 1643, a causa de su aspecto lascivo, por Sublet des Noyers. Un poco más tarde, Miguel Ángel pintó para Bartolommeo Bettini, una Venus acariciada por el amor, de la cual Pontormo hizo un cuadro que está en los Uffizi. Otros dibujos de un impudor grandioso y severo son probablemente de la misma época. Carlos Blanc describe uno de ellos: “En él se ven los transportes de una mujer violada, que se defiende contra un robusto raptor, pero no sin expresar un involuntario sentimiento de dicha y orgullo”.
[291] La Noche fué esculpida probablemente en el otoño de 1530; estaba terminada en la primavera de 1531; la Aurora, en septiembre de 1531; el Crepúsculo y el Día, un poco después. Véase doctor Ernst Steinmann: Das Geheimnis der Medicigraber Michel Angelos, 1907, Hiersemann. Leipzig.
[292] Poesías, CIX, 16, 17. Según Frey de fecha de 1545.
[293] Miguel Ángel imagina un diálogo entre Florencia y los florentinos desterrados.
[294] Poesías, CIX, 48. Véase Apéndice VII.
[295] Carta de Sebastián del Piombo a Miguel Ángel, de 24 de febrero de 1531. Era la primera carta que le escribía después del saqueo de Roma:
“Dios sabe cuán feliz he sido porque después de tantas miserias y peligros, el Todopoderoso nos haya dejado vivos y con buena salud por su misericordia y su piedad. Cuando pienso en ello me parece una cosa verdaderamente maravillosa... Ahora, compadre mío, que hemos pasado por el agua y por el fuego y hemos sufrido cosas inimaginables, demos gracias a Dios por todo, y pasemos al menos el resto de nuestra vida en el mayor reposo posible. Hay que contar muy poco con la Fortuna, porque es pérfida y dolorosa...”.
En esta época se violaba la correspondencia. Sebastián recomendaba a Miguel Ángel, considerado como sospechoso, que desfigurara su escritura.
[296] Poesías, XXXVIII. Véase Apéndice VIII.
[297] “...Non voria che ve fachinasti tanto...”. Carta de Pier Paolo Marzi a Miguel Ángel, junio 20 de 1531. Véase carta de Sebastián del Piombo a Miguel Ángel (junio 16 de 1531).
[298] Carta de Giovanni Battista di Paolo Mini a Valori, de 29 de septiembre de 1531.
[299] “...Né aliquo modo laborare debeas, nisi in sepultura et opera nostra, quam tibi commisimus...”.
[300] Carta de Benvenuto della Volpaja a Miguel Ángel. Noviembre 26 de 1531.
[301] “Si no tuvierais el escudo del Papa, le escribe Sebastián, saltarían como serpientes”. (Saltariano come serpenti.) Marzo 5 de 1532.
[302] Ya no se trataba más que de entregar para la tumba, que debía ser levantada en San Pedro Ad Víncula, seis estatuas comenzadas y no terminadas:—sin duda el Moisés, la Victoria y los Esclavos y las figuras de la gruta Boboli.
[303] Carta de Sebastián del Piombo a Miguel Ángel (abril 6 de 1532).
[304] Muchas veces Clemente VII tuvo que tomar la defensa de Miguel Ángel, contra su sobrino Alejandro. Sebastián del Piombo cuenta a Miguel Ángel una escena de este género en la cual “el Papa habló con tanta vehemencia, furor, y resentimiento, en términos tan terribles, que no es permitido escribirlos”. (Agosto 16 de 1533).
[305] Condivi.
[306] Miguel Ángel había ejecutado parcialmente siete estatuas, y las dos tumbas de Lorenzo de Urbina y de Julián de Nemours y la Madona. No había comenzado las cuatro estatuas de los ríos, que quería hacer, y abandonó a otros las figuras para las tumbas de Lorenzo el Magnífico y de Julián, hermano de Lorenzo.
[307] Vasari preguntó a Miguel Ángel en 17 de marzo de 1563, “que qué pensaba hacer respecto a las pinturas sobre los muros”.
[308] No se supo siquiera dónde colocar las estatuas ya hechas, ni cuáles había querido hacer para los nichos que estaban vacíos. En vano Vasari y Ammanati, encargados por el duque Cosme I de acabar la obra emprendida por Miguel Ángel, se dirigieron a él: no se acordaba de nada. “La memoria y el espíritu se me han anticipado, escribía en agosto de 1557, para esperarme en el otro mundo”.
[309] Miguel Ángel recibió los derechos de ciudadano romano el 20 de marzo de 1546.
[310] Buonarroto, muerto de la peste en 1528.
[311] En junio de 1534.
[312] Poesías, LVIII. Véase Apéndice IX.
[313] Poesías, XLIX. Véase Apéndice X.
I’me la morte, in te la vita mia.[314]
Entonces, en este corazón despedazado, después de renunciar a todo lo que lo hacía vivir, se levantó una vida nueva, refloreció una primavera, el amor ardió con una llama más clara. Pero este amor no tenía casi nada de egoísta ni de sensual. Fué la adoración mística de la belleza de un Cavalieri; fué la religiosa amistad de Vittoria Colonna, comunión apasionada de dos almas en Dios; fué, en fin, la ternura paternal para sus [Pg 182]sobrinos huérfanos, la piedad para los pobres y para los débiles, la santa caridad.
El amor de Miguel Ángel para Tommaso dei Cavalieri es muy propio para desconcertar a la mayoría de los espíritus, ya sean bien o mal intencionados. Hasta en la Italia del fin del Renacimiento era muy a propósito para provocar interpretaciones desagradables; el Aretino lo comentaba injuriosamente[315]. Pero las injurias de los Aretinos, porque siempre los hay, no pueden alcanzar a un Miguel Ángel. “Se forman en su corazón un Miguel Ángel del género de su propio corazón”[316].
Ninguna alma fué más pura que la de Miguel Ángel; nadie tuvo del amor un concepto más religioso.
“Con frecuencia he oído—decía Condivi—a Miguel Ángel hablando del amor; y los que estaban presentes decían que Platón no hablaba de otro modo. Por mi parte, yo no sé lo que Platón dijo; pero sé muy bien que después de haber tenido por mucho tiempo amistad íntima con él, nunca oí salir de sus labios más que conceptos honorables que tenían fuerza para extinguir en los jóvenes los deseos desordenados que los agitan”.
Pero este idealismo platónico, no tenía nada de literario ni de frío; se adunaba con una fuerza del pensamiento que hacía de Miguel Ángel una verdadera víctima de todo lo bello que veía. El propio Miguel Ángel no lo ignoraba y un día, al rehusar una invitación de su amigo Giannotti, dijo:
“Cuando veo a un hombre que posee algún talento o algún don del espíritu, un hombre que logra hacer o decir [Pg 183]algo mejor que el resto del mundo, me siento atraído hacia él y me entrego de tal modo que ya no me pertenezco a mí mismo... todos vosotros estáis tan bien dotados que si aceptara vuestra invitación, perdería mi libertad; cada uno de vosotros me robaría un pedazo de mí mismo. Hasta el bailarín y el tocador de laúd, si fueran eminentes en su arte, harían de mí lo que quisieran. En vez de descansar, fortificarme y recobrar la serenidad en vuestra compañía, quedaría mi alma desgarrada y dispersa a todos los vientos, de tal manera que durante muchos días después no sabría yo en qué mundo me muevo”[317].
Si así lo conquistaban la belleza de los pensamientos de las palabras o de los sentidos, mucho más lo conmovía la belleza del cuerpo.
La forza d’un bel viso a che mi sprona!
C’altro non è c’al mondo mi diletti[318]...
“La fuerza de un rostro hermoso es para mí un gran estímulo
y no hay nada en el mundo que me produzca tanto deleite”.
Para este creador de formas admirables, que era al mismo tiempo un gran creyente, un hermoso cuerpo era divino, un hermoso cuerpo era como Dios mismo, apareciendo bajo el velo de la carne. Como Moisés frente a la zarza ardiente, Miguel Ángel se aproximaba tembloroso. El objeto de su adoración era verdaderamente para él, como decía, un Ídolo. Se prosternaba a sus pies, y esta humillación voluntaria del gran hombre, penosa para el mismo Cavalieri, era tanto más extraña cuanto que con frecuencia el ídolo de bello rostro tenía un alma vulgar y despreciable como Febo di Poggio. Pero Miguel Ángel no veía nada... ¿No veía en verdad?—no quería ver nada;—en su corazón era donde modelaba la estatua apenas esbozada.
El más antiguo de sus amantes ideales, de sus ensueños [Pg 184]vivientes, fué Gherardo Perini, por el año de 1522[319]. Miguel Ángel se enamoró de Febo di Poggio en 1533, y de Cecchino dei Bracci en 1544[320]. Su amistad para Cavalieri no fué pues exclusiva y única, pero fué durable y alcanzó un grado de exaltación, justificada, hasta cierto punto, no solamente por la belleza sino por la nobleza moral de su amigo.
Dice Vasari: “Por encima de todos, sin comparación, [Pg 185]amó a Tommaso dei Cavalieri, gentilhombre romano, joven y apasionado por el arte; hizo de él un retrato de tamaño natural, el único retrato que dibujó, porque tenía horror de copiar a una persona viva a menos que no fuese de una incomparable belleza”.
Varchi agrega:
“Cuando vi en Roma a Messer Tommaso Cavalieri, tenía no solamente una incomparable belleza, sino maneras tan agraciadas, un espíritu tan distinguido y una conducta tan noble que bien merecía ser amado mientras más se le conocía”[321].
Miguel Ángel lo conoció en Roma en el otoño de 1532. La primera carta que Cavalieri escribió contestando a las declaraciones inflamadas de Miguel Ángel, está llena de dignidad:
“He recibido una carta vuestra que me ha sido tanto más grata cuanto era inesperada; digo inesperada, porque no me juzgo digno de que un hombre como vos me escriba. En cuanto a lo que decís en mi alabanza y de mis trabajos, por los cuales me aseguráis una simpatía no pequeña, os respondo que no son de naturaleza tal para que un hombre de genio como el vuestro, como no existe otro sobre la tierra, ya no digo igual, pero ni siquiera aproximado, escriba a un joven que principia apenas y que es tan ignorante. Yo no creo que me mintáis, pero sí creo, estoy seguro, de que el afecto que me tenéis no tiene otra causa más que el amor que un hombre como vos debe necesariamente tener para los que se consagran al arte y lo aman. Yo soy de éstos, y en este punto no cedo a nadie. Os devuelvo vuestro afecto, lo prometo; nunca he estimado a un hombre tanto como a vos, nunca he deseado una amistad tanto como la vuestra. Os suplico que me tengáis por vuestro servidor, cuando sea oportuno, y me recomiendo eternamente a vos. Vuestro muy adicto, Tommaso Cavalieri”[322].
Cavalieri parece haber conservado siempre este tono de afecto respetuoso y reservado. Permaneció fiel a Miguel Ángel hasta su última hora, en la cual estuvo presente. Tuvo siempre su confianza, era el único que pasaba por tener influencia sobre él y tuvo el raro mérito de usarla siempre para el bien y la grandeza de su amigo; él fué el que decidió a Miguel Ángel a terminar el modelo en madera de la cúpula de San Pedro; él fué quien conservó los planos de Miguel Ángel para la construcción del Capitolio y quien trabajó para realizarlos; él fué, en fin, quien después de la muerte de Miguel Ángel vigiló el cumplimiento de su voluntad.
Pero la amistad de Miguel Ángel para él era como una locura de amor. Le escribía cartas delirantes, se dirigía a su ídolo prosternando la frente en el polvo[323]. Lo llama un “genio poderoso... un milagro... la luz de nuestro siglo”; le suplica “que no lo desprecie porque no puede compararse a él, porque nadie puede igualarlo”. Le ofrece como un homenaje todo su presente y todo su porvenir, y agrega:
“Es para mí un dolor infinito no poder daros también mi pasado para poder serviros por más tiempo; porque el porvenir será corto, ya estoy muy viejo[324]... No creo que nada pueda destruir nuestra amistad, aunque hablo de una manera muy presuntuosa porque estoy infinitamente por debajo de vos[325]... Tan fácilmente podría olvidar vuestra amistad como el alimento que me da la vida; sí, más bien olvidaría el alimento que sostiene únicamente mi cuerpo sin [Pg 187]placer, que vuestro nombre que alimenta al cuerpo y el alma y los llena de una dulzura tal que mientras pienso en vos no siento ni sufrimiento ni temor de la muerte[326]. Mi alma está en las manos de aquél a quien yo se la he dado[327]... Si yo tuviera que dejar de pensar en él, creo que caería muerto inmediatamente”[328]. Hizo a Cavalieri regalos soberbios: “dibujos sorprendentes, cabezas maravillosas a lápiz rojo y negro que había hecho expresamente para enseñarlo a dibujar. Después dibujó para él un Ganímedes arrebatado al Cielo por el Águila de Zeus, un Tityos con el buitre devorándole el corazón, la Caída de Faetonte en el Pó con el carro del Sol y una Bacanal de niños; todas obras de la más rara belleza y de una perfección inimaginables”[329].
Le dirigía también sonetos algunas veces admirables y muchas otras obscuros, de los cuales algunos fueron pronto recitados en los círculos literarios y conocidos por toda Italia[330]. Se ha dicho que el soneto siguiente era “la más hermosa poesía lírica de Italia en el siglo XVI”[331].
“Con vuestros ojos veo una dulce luz que con mis ojos ciegos no puedo ver. Con vuestros pies soporto una carga [Pg 188]pesada que con mis pies no podría sostener. Por vuestro espíritu me siento elevado al cielo. Según vuestra voluntad me pongo pálido o encendido, frío bajo el sol, caliente entre las brumas frías. En vuestra voluntad está mi voluntad. Mis pensamientos se forman en vuestro corazón y mis palabras en vuestro aliento. Abandonado a mí mismo, soy como la luna si el sol no la ilumina”[332].
Más célebre es todavía este otro soneto, uno de los más hermosos cantos que se hayan escrito en honor de la perfecta amistad:
“Si un casto amor, si una piedad suprema, si una fortuna igual existen entre dos amantes, si la suerte cruel hiere a uno lo mismo que al otro, si un solo espíritu y una sola voluntad gobierna dos corazones, si una alma se hace eterna en dos cuerpos llevándolos hacia el cielo con las mismas alas, si el amor hiere con su flecha dorada dos pechos a la vez, si el uno ama al otro y ninguno se ama a sí mismo, si los dos no tienen más placer ni más alegría que aspirar juntos al mismo fin, si mil y mil amores no serían más que la centésima parte de este amor y de esta fe que los une, ¿por un solo desdén se rompería este lazo para siempre?”[333].
Este olvido de sí mismo, este don ardiente de todo el ser que se funde en el ser amado, no tenía siempre la misma serenidad. La tristeza triunfaba, y el alma poseída por el amor, se debatía gimiendo.
“Lloro, ardo y me consumo y mi corazón con esto se alimenta...”.
I’ piango, i’ ardo, i’ mi consumo, e 'l core
Di questo si nutrisce...[334].
“Tú, que me has quitado la alegría de vivir”, dice a Cavalieri[335].
A estas poesías demasiado apasionadas, “el dulce y amado señor”[336] Cavalieri oponía su frialdad afectuosa y tranquila[337]. La exageración de esta amistad le chocaba en secreto. Miguel Ángel se disculpaba:
“Mi querido señor, no te irrites por mi amor que se dirige solamente a lo que hay de mejor en ti[338]; porque el espíritu de uno debe sentirse atraído por el espíritu del otro. Lo que yo deseo, lo que yo encuentro en tu hermoso rostro, no puede ser comprendido por los hombres vulgares. Quien quiera comprenderlo tiene que morir antes”[339].
Y seguramente esta pasión de la belleza no tenía nada que no fuera honesto[340]. Pero la esfinge de este amor ardiente y turbio[341], y casto a pesar de todo, no dejaba de ser inquietante y alucinada.
Estas amistades mórbidas—esfuerzos desesperados para negar la nada de su vida y para crear el amor del cual estaba hambriento,—fueron substituidas afortunadamente por el cariño sereno de una mujer, que supo comprender a este niño viejo, solo y perdido en el mundo, y que devolvió a su alma lacerada un poco de paz, de confianza, de razón, y la aceptación melancólica de la vida y de la muerte.
En 1533 y 1534[342], fué cuando la amistad de Miguel Ángel por Cavalieri llegó a su paroxismo. En 1535 comenzó a conocer a Vittoria Colonna.
Había nacido ella en 1492; su padre era Fabrizio Colonna, señor de Paliano, príncipe de Tagliacozzo. Su madre, Inés de Montefeltro, era hija del gran Federico, príncipe de Urbino. Su familia una de las más nobles de Italia, una de aquéllas en las cuales había encarnado mejor el luminoso espíritu del Renacimiento. A los diecisiete años se casó con el marqués de Pescara, Ferrante Francesco d’Avalos, gran General y vencedor de Pavía. Ella lo amó; él no la amó. No era hermosa[343].
Las medallas que se conocen de ella muestran un semblante viril, voluntarioso y un poco duro; frente alta, nariz larga y recta, labio superior corto, y labio inferior un poco saliente; boca apretada y mentón enérgico[344].
Filonico Alicarnasseo, que la conoció y escribió su vida, deja entender, a pesar de todas las reticencias que usa, que era fea: “cuando se casó con el marqués de Pescara—dice—se dedicó a desarrollar los dones de su espíritu, porque como no poseía gran belleza, se instruyó en las letras para asegurarse la belleza inmortal, que no pasa como la otra”. Era apasionadamente intelectual. En un soneto dice de sí misma que “los sentidos groseros, impotentes para formar la armonía que produce el puro amor de las almas nobles, no produjeron nunca en ella ni placer ni sufrimiento... Una llama clara—agrega—elevó tan alto mi corazón, que los pensamientos bajos lo ofenden”. No estaba hecha para ser amada por el brillante y sensual Pescara. Pero como lo dispone la sinrazón del amor, estaba hecha para amarlo y para sufrir por ello.
Sufrió cruelmente, en efecto, las infidelidades de su marido, que la engañaba en su propia casa, a la vista de todo [Pg 192]Nápoles. Sin embargo, cuando él murió, en 1525, no se consoló; se refugió en la religión y en la poesía; llevó una vida de claustro en Roma y después en Nápoles[345]; sin renunciar desde luego a los pensamientos del mundo, buscaba la soledad sólo para absorberse en el recuerdo de su amor y cantarlo en sus versos. Estaba relacionada con todos los grandes escritores de Italia, con Sadoletto, Bembo, Castiglioni, quien le confió el manuscrito de su Cortegiano; con el Ariosto, que la celebró en su Orlando; con Pablo Jovio, Bernardo Tasso, Ludovico Dolce. Después de 1530 sus sonetos circularon por toda Italia y le conquistaron una gloria única entre las mujeres de su tiempo. Retirada en Ischia, cantaba sin cansarse su amor transfigurado, en la soledad de la bella isla, en medio del mar armonioso.
Pero desde el año de 1534 se dedicó a la religión por completo. El espíritu de reforma católica, el libre espíritu religioso que tendía entonces a regenerar a la Iglesia evitando el cisma, se apoderó de ella. No se sabe si conoció en Nápoles a Juan de Valdés[346]; pero la conmovieron profundamente las predicaciones de Bernardino Ochino, de Siena;[347] [Pg 193]y fué amiga de Pietro Carnesecchi[348], de Giberti, de Sadoletto, del noble Reginaldo Pole, y del más grande de estos prelados reformadores que constituyeron en 1536 el Collegium de emendanda Ecclesia, el Cardenal Gaspare Contarini[349], quien intentó en vano establecer la unidad con los protestantes en la Dieta de Ratisbona y se atrevió a escribir estas valientes palabras[350]:
“La ley de Cristo es una ley de libertad... no se puede llamar gobierno al que está regido por la voluntad de un hombre, inclinado por la naturaleza al mal e impulsado por innumerables pasiones. ¡No! Toda soberanía es una soberanía de la razón. Tiene por objeto conducir por caminos de justicia a todos aquéllos que le están sometidos a su justo fin: la felicidad. La autoridad del Papa es también una autoridad de la razón. Un Papa debe saber que ejerce esta autoridad sobre hombres libres. No debe a su arbitrio ordenar, prohibir o dispensar, sino únicamente según las reglas de la razón, de los divinos mandamientos y del amor. Esta regla conduce todo a Dios y al bien común”.
Vittoria fué una de las almas más exaltadas de este pequeño grupo idealista, donde se unían las más puras conciencias [Pg 194]de Italia. Tuvo correspondencia con Renato de Ferrara y con Margarita de Navarra; y Pier Paolo Vergerio, más tarde protestante, la llamaba “una de las luces de la verdad”. Pero cuando comenzó el movimiento de contrarreforma dirigido por el despiadado Caraffa[351], cayó en una duda mortal. Era, como Miguel Ángel, una alma apasionada pero débil; tenía necesidad de creer y era incapaz de resistir a la autoridad de la Iglesia. “Se mortificaba con ayunos y cilicios de tal manera que ya no le quedaba más que la piel sobre los huesos”[352]. Su amigo el Cardenal Pole[353] la tranquilizó obligándola a someterse, a humillar el orgullo de su inteligencia y a olvidarse en Dios, en una especie de embriaguez de sacrificio... Pero no se sacrificaba únicamente a sí misma sino a sus amigos, porque tuvo que renegar de Ochino y entregar sus escritos a la Inquisición de Roma. Como Miguel Ángel, este gran espíritu estaba aniquilado por el miedo. Ahogaba sus remordimientos en un misticismo desesperado:
“Habréis visto el caos de ignorancia donde yo estaba, y el laberinto de errores hacia donde iba, con el cuerpo perpetuamente [Pg 195]en movimiento para encontrar reposo y el alma siempre agitada para encontrar la paz. Dios ha querido que se me dijera ‘Fiat lux!’ y que se me mostrara que yo no era nada y que todo estaba en Cristo”[354].
Deseaba la muerte como una liberación, y murió el 25 de febrero de 1547.
Conoció a Miguel Ángel cuando estaba más penetrada del libre misticismo de Valdés y de Ochino. Esta mujer triste y atormentada, que tenía siempre necesidad de un guía para apoyarse, no tenía menos necesidad de un ser más débil y más desgraciado que ella para dedicarle todo el amor maternal que llenaba su corazón.
Procuró ocultar su turbación a Miguel Ángel; serena en apariencia, reservada, un poco fría, le trasmitió la paz que ella tenía que pedir a otro. Su amistad, iniciada por el año de 1535, fué íntima desde el otoño de 1538 y por completo fundada en Dios. Vittoria tenía cuarenta y seis años y él sesenta y tres; ella vivía en Roma, en el Claustro de San Silvestre in Capite, abajo del Monte Pincio.
Miguel Ángel habitaba cerca del Monte Cavallo. Se reunían los domingos en la Iglesia de San Silvestre del Monte Cavallo. El hermano Ambrogio Caterino Politi les leía las Epístolas de San Pablo y ellos las discutían juntos. El pintor portugués Francisco de Holanda nos ha conservado el recuerdo de estas conversaciones en sus cuatro Diálogos sobre la pintura[355]. Son un cuadro vivo de esta amistad grave y tierna.
La primera vez que Francisco de Holanda fué a la Iglesia de San Silvestre, encontró a la marquesa de Pescara con algunos amigos escuchando la lectura piadosa.
Miguel Ángel no estaba ahí. Cuando terminó la Epístola la amable señora dijo sonriendo al extranjero:
—Francisco de Holanda habría oído sin duda con más gusto un discurso de Miguel Ángel que esta predicación.
A lo cual Francisco, creyéndose tontamente ofendido, respondió:
—¿Qué, señora, le parece a Vuestra Excelencia que no entiendo otra cosa y sólo sirvo para pintar?
—No seáis tan quisquilloso, messer Francisc,—dijo Lattanzio Tolomei,—precisamente la marquesa está convencida de que un pintor sirve para todo. Así estimamos la pintura nosotros los italianos. Pero tal vez ella dijo esto para agregar al placer que habéis tenido, el de oír a Miguel Ángel.
Francisco se confunde entonces, dando excusas, y la marquesa dice a uno de sus servidores: “Ve a la casa de Miguel Ángel y dile que yo y messer Lattanzio nos hemos quedado después del servicio religioso en esta Capilla, donde hace un fresco agradable; si quiere perder un poco su tiempo, sería con mucho provecho para nosotros... pero—agrega, conociendo el carácter huraño de Miguel Ángel—no le digas que Francisco de Holanda el español, está aquí”.
Esperando el regreso del enviado se quedan charlando, buscando cómo harán que Miguel Ángel hable de pintura sin que advierta su intención, porque si la comprende se rehusaría inmediatamente a continuar la plática.
“Hubo algunos instantes de silencio. Llamaron a la puerta; todos expresamos el temor de que el Maestro no viniera, porque la respuesta había sido muy repentina. Pero mi estrella quiso que Miguel Ángel, que habitaba muy cerca, fuera justamente de camino en la dirección de San[Pg 197] Silvestre; iba por la vía Esquilina hacia las Termas, filosofando con su discípulo Urbino. Y como nuestro enviado lo había encontrado y conducido, él mismo en persona era quien estaba a la puerta. La marquesa se levantó y permaneció por mucho tiempo en conversación con él, de pie, aparte de los demás, antes de invitarlo a tomar asiento entre Lattanzio y ella. Francisco de Holanda se sentó al lado de él, pero Miguel Ángel no prestó ninguna atención a su vecino, lo cual chocó a éste vivamente. Francisco dijo con tono ofendido:
“En verdad el medio más seguro de no ser visto por alguno, consiste en ponérsele enfrente de los ojos”.
Miguel Ángel, sorprendido, lo miró y se disculpó inmediatamente con gran cortesía:
“Perdonad, messer Francisco: no os había visto, en verdad, porque no tenía ojos más que para la marquesa”. Sin embargo, Vittoria, después de una breve pausa, comenzó a hablar de mil cosas con una habilidad que no puede elogiarse lo suficiente; de una manera diestra y discreta, sin referirse a la pintura. Se hubiera dicho que era como el asedio a una plaza fuerte, hecho con esfuerzo y arte, y que Miguel Ángel parecía un sitiado vigilante y desconfiado, que coloca en un punto centinelas, levanta puentes en otra parte, en otra pone minas y tiene a la guarnición alerta en las puertas y sobre las murallas.
Al fin la marquesa venció, y verdaderamente nadie hubiera podido defenderse de ella.
“Vamos—dijo—hay que reconocer que no puede triunfarse cuando se ataca a Miguel Ángel con sus propias armas, es decir, con la astucia. Será necesario, messer Lattanzio, que hablemos con él de procesos, de breves del Papa, o bien... de pintura, si queremos reducirlo al silencio y decir nosotros la última palabra”.
Esta desviación ingeniosa llevó la conversación al terreno del arte. Vittoria habla a Miguel Ángel de una construc[Pg 198]ción piadosa que tenía el proyecto de levantar; e inmediatamente Miguel Ángel se ofrece para examinar el emplazamiento y esbozar un plan.
“Yo no me habría atrevido a pediros un servicio tan grande—respondió la marquesa—aunque sepa que seguís en todo la enseñanza del Salvador, que abatía a los soberbios y exaltaba a los humildes... Los que os conocen estiman la persona de Miguel Ángel más todavía que sus obras, mientras los que no os conocen personalmente admiran la más débil parte de vos mismo, es decir las obras de vuestras manos. Pero yo no alabo menos que os apartéis con tanta frecuencia, huyendo de nuestras inútiles conversaciones, y que en lugar de pintar los retratos de todos los príncipes que vienen a rogaros, consagréis casi toda vuestra vida a una sola gran obra”.
Miguel Ángel declina modestamente estos cumplimientos y expresa su aversión para los habladores y los ociosos—grandes señores o Papas—que se creen permitido imponer su sociedad a un artista que no tiene bastante vida para cumplir su tarea.
Después la conversación pasa a los más altos temas de arte, que la marquesa trata con una gravedad religiosa. Una obra de arte, para ella, como para Miguel Ángel, es un acto de fe.—“La buena pintura—dice Miguel Ángel—se aproxima a Dios y se une a él: No es más que una copia de su perfección, una sombra de su pincel, de su música, de su melodía...”.
“Por eso no basta que el pintor sea un maestro hábil y grande. Yo creo más bien que su vida debe ser pura y santa, lo más posible, para que el Espíritu Santo gobierne sus pensamientos...”[356].
Y así transcurre el día, en estas conversaciones verdaderamente sagradas, de una serenidad majestuosa, en la Iglesia de San Silvestre, a no ser que los amigos prefieran [Pg 199]continuar la plática en el jardín que nos describe Francisco de Holanda, “junto a la fuente, a la sombra de una fronda de laureles, sentados sobre un banco de piedra adosado a un muro que tapiza la yedra”, desde donde dominan Roma, tendida a sus pies[357].
Desgraciadamente estas bellas conversaciones no duraron mucho. La crisis religiosa por la cual pasaba la marquesa de Pescara las rompió bruscamente. En 1541 salió ella de Roma para encerrarse en un claustro en Orvieto y después en Viterbo.
“Pero con frecuencia salía de Viterbo, e iba a Roma únicamente para ver a Miguel Ángel. Él estaba enamorado de su divino espíritu y ella le correspondía. Él recibió de ella y conservó muchas cartas llenas de casto y muy dulce amor, tales como podía escribirlas esta alma noble[358]. A petición suya, agrega Condivi, ejecutó Miguel Ángel un Cristo desnudo que, desprendido de la Cruz, caería como un cadáver inerte a los pies de su santa Madre si dos ángeles no lo sostuvieran por los brazos. María está sentada bajo la Cruz; su rostro lloroso y dolorido, y, los dos brazos abiertos, levanta las manos al Cielo. En la madera de la Cruz, se leen estas palabras: Non vi si pensa quanto sangue costa[359]. Por amor a Vittoria, Miguel Ángel dibujó también [Pg 200]un Jesucristo en la Cruz, no muerto, como se ha representado habitualmente, sino vivo, con la cara vuelta hacia su Padre y exclamando: ‘¡Eli, Eli!’ El cuerpo no se entrega sin voluntad, sino que se tuerce y se crispa en los últimos sufrimientos de la agonía”.
Tal vez Vittoria inspiró igualmente los dos dibujos sublimes de la Resurrección, que están en el Louvre y en el British Museum. En el del Louvre, el hercúleo Cristo ha rechazado con furia la pesada losa de la tumba, tiene todavía una pierna en la fosa y, con la cabeza levantada, los brazos en alto, se precipita hacia el Cielo en un ímpetu de pasión, que recuerda el de uno de los Cautivos del Louvre. ¡Volver a Dios! ¡Dejar este mundo, estos hombres que él no mira y que se arrastran a sus pies, estúpidos y espantados! ¡arrancarse al horror de esta vida! ¡al fin! ¡al fin!... El dibujo del British Museum tiene más serenidad. El Cristo salido de la tumba parece volar; su cuerpo vigoroso flota en el aire que lo acaricia; con los brazos cruzados, la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, en éxtasis, sube en la cruz como un rayo de sol.
Así Vittoria volvió a abrir para Miguel Ángel el mundo de la fe. Hizo más todavía: dió impulso a su genio poético que el amor de Cavalieri había despertado[360].
No solamente lo iluminó sobre las revelaciones religiosas, de las cuales tenía obscuros presentimientos, sino que, como lo ha demostrado Thode, le dió el ejemplo de cantarlas en sus versos. En los primeros tiempos de su amistad fué cuando aparecieron los primeros Sonetos espirituales de Vittoria[361]. Ella se los enviaba a su amigo a medida que los iba escribiendo[362].
En ellos encontraba una dulzura consoladora, una vida nueva. Un hermoso soneto que él escribió en respuesta, da fe de su tierno agradecimiento.
“Feliz espíritu, que con un ardiente amor mantiene vivo mi viejo corazón moribundo, y que entre tus bienes y tus placeres me distingues a mí solo entre tantos otros seres nobles. Tal como apareciste en otro tiempo a mis ojos apareces hoy a mi alma para consolarla; por esto al recibir de ti como beneficio tus atenciones, te escribo para darte las gracias. Sería una gran presunción y una gran vergüenza darte pinturas miserables en cambio de tus creaciones vivientes y bellas”[363].
En el otoño de 1544 Vittoria fué a vivir en el Claustro de Santa Ana y ahí permaneció hasta su muerte. Miguel Ángel iba a verla. Ella pensaba apasionadamente en él y trataba de poner un poco de comodidad y de atractivo en su vida, haciéndole en secreto pequeños obsequios; pero el sombrío anciano “que no quería aceptar regalos de nadie”, ni de los que más amaba, no consintió en darle este gusto[364].
Vittoria Colonna murió. Él la vió morir, y dijo esta frase conmovedora que demuestra la casta reserva de su gran amor:
“Nada me duele tanto como pensar que la he visto muerta y no la he besado en la frente y en la cara como he besado su mano”[365].
“Esta muerte—dice Condivi,—lo dejó como estúpido por mucho tiempo; parecía haber perdido el juicio”.
“Me quería mucho, decía él tristemente más tarde, y yo lo mismo. (Mi voleva grandissimo bene, e io non meno a lei.) La muerte me ha robado un gran amigo”.
Escribió sobre su muerte dos sonetos, uno de ellos, impregnado del espíritu platónico, es de una rudeza preciosa, de un idealismo alucinado; parece una noche surcada de relámpagos. Miguel Ángel compara a Vittoria al martillo del escultor divino que hace brotar sublimes pensamientos de la materia.
“Si mi rudo martillo forma con las duras rocas imágenes de aspecto humano, sólo tiene movimiento por la mano que lo sostiene, lo conduce y lo guía; una fuerza extraña lo impulsa. Pero el martillo divino que se levanta en el Cielo, crea su propia belleza y la belleza de los demás por su fuerza [Pg 203]única. Ningún otro martillo puede crearse sin martillo; éste es el que hace vivir a los otros, y como el golpe sobre el yunque es más fuerte mientras viene de más alto, éste se ha elevado por encima de mí hasta el Cielo. Por eso llevará mi obra a buen fin, si la forja divina le presta ahora su ayuda. Hasta ahora estaba solo en el mundo”[366].
El otro soneto es más tierno y proclama la victoria del amor sobre la muerte:
“Cuando aquélla que me arrancó tantos suspiros se fué de este mundo, huyendo de mis ojos y de ella misma, la naturaleza que nos había juzgado dignos de ella se quedó avergonzada; y los que la habían visto, llorando. ¡Pero que la muerte no se alabe ahora de haber apagado este sol de los soles, como lo ha hecho con otros! Porque Amor ha vencido y la hace revivir en la tierra y en el cielo entre los santos. La muerte inicua y criminal cree sofocar el eco de sus virtudes y empañar la belleza de su alma. Sus escritos han hecho lo contrario; la iluminan con más vida de la que tuvo en su vida y con la muerte ha conquistado el Cielo que aún no tenía”[367].
Durante esta grave y serena amistad, Miguel Ángel ejecutó sus últimas grandes obras de pintura y de escultura, [Pg 204]el Juicio Final, los frescos de la Capilla Paulina y—al fin—la tumba de Julio II[368].
Cuando Miguel Ángel había salido de Florencia en 1534 para instalarse en Roma, pensaba, ya libre de todos sus otros trabajos por la muerte de Clemente VII, poder terminar en paz la tumba de Julio II, y después morir con la conciencia descargada del fardo que había pesado sobre su vida; pero apenas había llegado, se dejó encadenar otra vez por nuevos amos.
Paulo III lo mandó llamar y le pidió que entrara a su servicio... Miguel Ángel rehusó diciendo que no podía, pues estaba obligado por contrato con el duque de Urbino hasta terminar la tumba de Julio II. Entonces el Papa se encolerizó y dijo: “desde hace treinta años que tengo este [Pg 205]deseo y ahora que soy Papa, ¿no podría satisfacerlo?; desgarraré el contrato. Quiero que me sirvas a pesar de todo”[369]. Miguel Ángel estuvo a punto de huir; pensó en refugiarse cerca de Génova en una Abadía del Obispo de Aleria que era amigo suyo y que lo había sido también de Julio II; ahí hubiera terminado cómodamente su obra, cerca de Carrara. También tuvo la idea de retirarse a Urbino, que era un lugar pacífico y donde esperaba ser bien recibido, por recuerdo de Julio II. Con este propósito ya había enviado a una de sus gentes para comprar una casa[370]. Pero en el instante de decidirse la voluntad le faltaba como siempre; temía las consecuencias de sus actos, se halagaba con la eterna ilusión eternamente fallida de que podría salvarse por medio de un compromiso. Se dejó de nuevo encadenar y continuó arrastrando su grillete hasta el fin. El 1.º de septiembre de 1535, un breve de Paulo III, le nombró arquitecto en Jefe, escultor y pintor del Palacio Apostólico. Desde el mes de abril precedente Miguel Ángel había aceptado trabajar en el Juicio Final[371]. Estuvo enteramente ocupado en esta obra, desde abril de 1536 hasta noviembre de 1541, es decir, durante la permanencia de Vittoria en Roma.
En el curso de esta enorme tarea, sin duda en 1539, cayó de los andamios y se hirió gravemente una pierna. “Por el dolor y la cólera no quiso que lo atendiera ningún médico”[372]. Odiaba a los médicos y manifestaba en sus cartas una inquietud cómica cuando sabía que alguno de los suyos había tenido la imprudencia de solicitar auxilios médicos.
Felizmente para él, después de su caída, el maestro Baccio Rontini, de Florencia, que era un médico de mucho [Pg 206]talento y muy adicto a Miguel Ángel, tuvo piedad de él y fué un día a llamar a la puerta de su casa. Como nadie le respondiera, subió y buscó de cuarto en cuarto hasta que llegó adonde estaba Miguel Ángel acostado. Cuando éste lo vió se puso como un desesperado. Pero Baccio no quiso salir y no lo dejó hasta curarlo[373]. Como en otro tiempo Julio II, Paulo III quería ver pintar a Miguel Ángel y daba su opinión. Lo acompañaba su maestro de ceremonias Biagio da Cesena. Un día preguntó a este último lo que pensaba de la obra. Como Biagio era, dice Vasari, una persona muy escrupulosa, declaró que era una soberana inconveniencia haber representado en un sitio tan solemne tantas desnudeces; y agregó que aquélla era una pintura buena para decorar un baño o una posada. Miguel Ángel, indignado, retrató de memoria a Biagio cuando éste hubo salido. Lo representó en el infierno, bajo la forma de Minos, con una gran serpiente enrollada alrededor de las piernas, en medio de una montaña de diablos. Biagio se quejó con el Papa. Paulo III se burló de él, diciéndole: “todavía si Miguel Ángel te hubiera puesto en el purgatorio, habría podido hacer algo para salvarte, pero te puso en el infierno y ahí yo no puedo nada; en el infierno no hay redención”[374].
Biagio no fué el único que encontró indecentes las pinturas de Miguel Ángel. Italia se iba haciendo mojigata y no estaba lejos el tiempo en el cual el Veronés tendría que presentarse ante la Inquisición por la inconveniencia de su Cena en Casa de Simón[375]. No faltaron quienes se escandalizaran [Pg 207]con el Juicio Final. El que gritó más fuerte fué el Aretino. El maestro de pornografía pretendió dar lecciones de decencia al casto Miguel Ángel[376]. Le escribió una carta de Tartufo impúdico[377]. Lo acusaba de haber representado “cosas capaces de avergonzar a una casa de vicios”; lo denunciaba como impío ante la Inquisición naciente; “porque sería un crimen menor no creer, decía, que atentar así contra la fe de otro”. Pedía al Papa que destruyera el fresco; mezclaba sus denuncias de luteranismo con innobles insinuaciones contra las costumbres de Miguel Ángel[378]; y para terminar lo acusaba de haber robado a Julio II. A esta carta infame de chantage[379], en la cual se manchaba y ofendía lo más profundo del espíritu de Miguel Ángel, su piedad, su amistad, su sentimiento del honor; a esta carta que Miguel Ángel no pudo leer sin reírse despectivamente y sin llorar de vergüenza, no respondió nada. Sin duda pensó lo que decía de ciertos enemigos, con su aplastante desdén: “que no valía la pena de combatirlos, porque la victoria sobre ellos no tiene ninguna importancia”. Y cuando las ideas del Aretino y de Biagio sobre su Juicio [Pg 208]Final ganaron terreno, no hizo nada para responder ni para detenerlas. No dijo nada cuando su obra fué tratada de “suciedad luterana”[380]. No dijo nada cuando Pablo IV quiso destruir el fresco[381]. No dijo nada cuando por orden del Papa, Daniel de Volterra vistió a sus héroes[382]. Se le preguntó su opinión y respondió sin cólera, con una mezcla de ironía y de piedad: “Decid al Papa que esta es una insignificancia muy fácil de arreglar. Que procure Su Santidad solamente poner el mundo en orden; arreglar una pintura no cuesta mucho trabajo”. Él sabía con qué ardiente fe había ejecutado esa obra en medio de las conversaciones religiosas de Vittoria Colonna y bajo la protección de esta alma inmaculada. Se hubiera avergonzado al defender la casta desnudez de sus pensamientos heroicos, contra las sucias sospechas y las malicias de los hipócritas y de los corazones bajos.
Cuando el fresco de la Sixtina estuvo terminado[383] Miguel Ángel creyó al fin tener el derecho de acabar el monumento de Julio II. Pero el Papa, insaciable, exigió que aquel viejo de setenta años pintara los frescos de la Capilla Paulina[384]. Poco faltó para que se apoderara de algunas [Pg 209]de las estatuas destinadas para la tumba de Julio II, con el objeto de adornar su propia Capilla. Miguel Ángel tuvo que darse por feliz cuando se le permitió firmar un quinto y último contrato, con los herederos de Julio II, mediante el cual entregaba las estatuas terminadas[385], y pagaba dos escultores para que terminaran el monumento, quedando libre de toda obligación para siempre.
Mas no habían terminado sus penas: los herederos de Julio II continuaron reclamándole ásperamente el dinero que pretendían haberle anticipado. El Papa le mandaba decir que no se preocupara, que se dedicara enteramente a su trabajo de la Capilla Paulina:
“Pero, respondía él, se pinta con la cabeza y no con las manos; quien no tiene sus pensamientos consigo se deshonra; por eso yo no hago nada bien mientras tenga estas preocupaciones. He estado encadenado a esta tumba toda mi vida; he perdido toda mi juventud tratando de justificarme ante León X y Clemente VII; me he arruinado por tener demasiada conciencia. ¡Así lo quiere mi triste destino! Veo a muchas gentes que se han formado rentas de dos o tres mil escudos, y yo, después de terribles esfuerzos, sólo he logrado llegar a ser pobre. Y se me trata de ladrón... Ante los hombres (no digo ante Dios) me tengo por un hombre honrado... yo no soy un ladrón, soy un burgués florentino de noble nacimiento e hijo de un hombre honorable ... Cuando tengo que defenderme contra pícaros, me vuelvo loco al fin[386]...”.
Para calmar a sus adversarios terminó por su mano las estatuas de la Vida activa y la Vida contemplativa, aunque no estuviera obligado a ello por su contrato. Al fin el monumento [Pg 210]de Julio II fué inaugurado en San Pedro Ad Víncula, en enero de 1545. ¿Qué quedaba del hermoso proyecto primitivo? Solamente el Moisés, convertido en centro de la obra cuando al principio no era más que un detalle. ¡Caricatura de un gran proyecto!
Pero siquiera estaba terminado. Miguel Ángel estaba ya libre de la pesadilla de toda su vida.
NOTAS:
[314] Poesías, LIX.
[315] El sobrino nieto de Miguel Ángel, en su primera edición de las Rimas, en 1623, no se atrevió a publicar extensamente las poesías a Tommaso dei Cavalieri. Dejaba creer que habían sido dedicadas a una mujer. Hasta los recientes trabajos de Scheffler y Symmonds, Cavalieri pasaba por un nombre supuesto, que se suponía ocultaba el de Vittoria Colonna.
[316] Carta de Miguel Ángel a un personaje desconocido (octubre de 1542). Cartas, Edición Milanesi, CDXXXV.
[317] Donato Giannotti. Dialoghi, 1545.
[318] Poesías, CXLI.
[319] Gherardo Perini sufrió muy especialmente los ataques del Aretino. Frey ha publicado algunas cartas muy tiernas de 1522: “...che avendo di voi lettera, mi paia chon esso voi essere, che altro desiderio non o”.—“Cuando leo en una carta vuestra, me parece estar con vos; éste es mi único deseo”.—Y firma: “vostro come figliuolo”—vuestro como un hijo—. Una hermosa poesía de Miguel Ángel sobre el dolor de la ausencia y del olvido, parece estarle dedicada: “Muy cerca de aquí mi amor me ha robado el corazón y la vida. Aquí sus bellos ojos me han prometido ayuda y después me la han retirado. Aquí él me ha ligado y me ha desligado. Aquí he llorado, y con dolor infinito he visto partir de este lugar el que me robó a mí mismo y después ya no me quiso”. (Véase Apéndice XII. Poesías, XXXV).
[320] Henry Thode, que en su obra sobre Michelangelo und das Ende der Renaissance no resiste al deseo de construir a su héroe del modo más bello, aunque sea algunas veces a expensas de la verdad, dice que la amistad para Gherardo Perini fué anterior a la de Febo di Poggio, de manera que estos afectos van elevándose por grados, hasta llegar a la amistad para Tommaso dei Cavalieri, porque no puede admitir que Miguel Ángel haya bajado desde el amor más perfecto hasta su amistad con Febo. Pero en realidad, Miguel Ángel estaba ya en relaciones desde más de un año con Cavalieri, cuando se enamoró de Febo y cuando escribió las humillantes cartas de diciembre de 1533, según Thode, o de septiembre de 1534 según Frey, y las poesías absurdas y delirantes en las cuales juega con los nombres de Febo y de Poggio—Frey, CIII, CIV—cartas y poesías que el pícaro contestaba con peticiones de dinero. (Véase Frey, edición de las Poesías de Miguel Ángel, página 526). En cuanto a Cecchino dei Bracci, el amigo de su amigo Luis del Riccio, Miguel Ángel no lo conoció sino diez años después que a Cavalieri. Cecchino era hijo de un desterrado florentino, y murió prematuramente en Roma, en 1544. Miguel Ángel escribió en memoria suya cuarenta y ocho epigramas funerarios de un idealismo idólatra, si así puede decirse, algunos de los cuales son de una sublime belleza. Estas son tal vez las poesías más sombrías que Miguel Ángel haya escrito. (Véase Apéndice XIII).
[321] Benedetto Varchi: Due lezzioni, 1549.
[322] Carta de Tommaso dei Cavalieri a Miguel Ángel (enero 1.º de 1533).
[323] Véase sobre todo la respuesta que dió Miguel Ángel a la primera carta de Cavalieri, el mismo día que la recibió (enero 1.º de 1533). De esta carta existen tres borradores febriles. En una post-scriptum de uno de estos borradores, Miguel Ángel escribe:
“Debería ser permitido llamar por su nombre a las cosas... pero por respeto a las conveniencias no es así en esta carta”. Es claro que se trata de la palabra amor.
[324] Carta de Miguel Ángel a Cavalieri, de enero 1.º de 1533.
[325] Borrador de una carta de Miguel Ángel a Cavalieri (julio 28 de 1533).
[326] Carta de Miguel Ángel a Cavalieri (julio 28 de 1533).
[327] Carta de Miguel Ángel a Bartolommeo Angiolini.
[328] Carta de Miguel Ángel a Sebastián del Piombo.
[329] Vasari.
[330] Varchi comentó dos de ellos en público, en sus Due Lezzioni. Miguel Ángel no hacía un misterio de su amor. Hablaba de él a Bartolommeo Angiolini, a Sebastián del Piombo. Estas amistades no sorprendían a nadie. Cuando murió Cecchino dei Bracci, Riccio gritaba su amor y su desesperación a todos: “¡Ah! mi amigo Donato, nuestro Cecchino ha muerto. Toda Roma llora. Miguel Ángel hace para mí el dibujo de un monumento. Escribidme el epitafio, os lo suplico, y enviadme una carta consoladora; mi dolor me ha robado el espíritu; ¡paciencia! Vivo con mil y mil muertes en cada hora. ¡Oh Dios, cómo ha cambiado el aspecto de la fortuna!” Carta a Donato Giannotti (enero de 1544). “En mi pecho tenía yo mil almas de amantes”, hace decir Miguel a Cecchino en uno de sus epigramas funerarios. (Poesías, edición Frey, LXXIII, 12).
[331] Scheffler.
[332] Poesías, CIX, 19. Véase Apéndice XIV.
[333] Poesías, XLIV. Véase Apéndice XV.
[334] Poesías, LII. Véase también LXXVI. Al fin del soneto, Miguel Ángel hace un juego de palabras con el nombre de Cavalieri: Resto prigion d’ un Cavalier armato. (Soy prisionero de un caballero armado).
[335] Onde al mio viver lieto, che m’ha tolto... (Poesías, CIX. 18).
[336] Il desiato mie dolce signiore... (Ibid., L).
[337] Un freddo aspetto... (Ibid., CIX. 18).
[338] El texto exacto, dice: “lo que tú mismo ames más en ti”.
[339] Véase Apéndice, XVI.
[340] Il foco onesto, che m’arde... (Poesías, L). La casta voglia, che 'l core dentro infiamma. (Ibid., XLIII).
[341] En un soneto Miguel Ángel deseaba que su piel pudiera servir de vestido para su amado. Quería ser como los zapatos que llevaban sus pies de nieve. (Véase Apéndice XVII).
[342] Sobre todo entre junio y octubre de 1533, cuando Miguel Ángel de regreso en Florencia estaba alejado de Cavalieri.
[343] Los bellos retratos donde se ha pretendido reconocerla no tienen ninguna autenticidad. Por ejemplo, el dibujo famoso de los Uffizi donde Miguel Ángel ha representado una mujer joven, con casco. Cuando más, habrá sufrido al hacerlo la influencia inconsciente del recuerdo de Vittoria, idealizada y rejuvenecida. Porque la figura de los Uffizi tiene los rasgos regulares de Vittoria y su expresión severa; los ojos preocupados y grandes y la mirada dura; el cuello desnudo, el pecho descubierto y la expresión de una violencia fría y concentrada.
[344] Así la representa una medalla anónima reproducida en el Carteggio di Vittoria Colonna, publicado por Ermanno Ferrero y Giuseppe Müller. Así la vió Miguel Ángel sin duda. Sus cabellos están cubiertos con una gran cofia rayada y lleva un vestido cerrado severamente, con una abertura en el cuello.
En otra medalla anónima aparece idealizada y joven. Reproducida por Müntz: Historia del Arte durante el Renacimiento, III, 248, y en La obra y la vida de Miguel Ángel, publicada por la Gazette des Beaux-Arts, tiene los cabellos levantados y sujetos con un listón por encima de la frente; un bucle cae sobre la mejilla y finas trenzas sobre la nuca. La frente es alta y recta; los ojos miran con una atención un poco pesada; la nariz, larga y regular, es gruesa; las mejillas llenas, las orejas bien hechas; el mentón, recto y fuerte, está levantado; el cuello desnudo, con un ligero velo alrededor; el pecho desnudo; la expresión es indiferente y mohina.
Estas dos medallas hechas en edades diversas de su vida, presentan, como rasgos comunes, el fruncimiento de la nariz y del labio superior un poco mal humorado, y la boca pequeña, silenciosa y despectiva. El conjunto de la cara denota una calma sin ilusiones y sin alegría. Frey ha creído de una manera un poco aventurada, encontrar la imagen de Vittoria, en un extraño dibujo de Miguel Ángel, en el reverso de un soneto; hermoso y triste dibujo que Miguel Ángel no hubiera querido en este caso enseñar a nadie. La figura es de una mujer de edad, desnuda hasta la mitad del cuerpo; el pecho flácido; la cabeza no ha envejecido, recta, pensativa y fiera; un collar rodea el cuello largo y fino; los cabellos levantados están sujetos por una gorra que oculta las orejas y se anuda bajo la barba, en forma de casco. Enfrente de ella, una cabeza de viejo que se parece a Miguel Ángel, la mira... por última vez. Cuando hizo ese dibujo, ella acababa de morir. El soneto que lo acompaña es la hermosa poesía sobre la muerte de Vittoria: “Quand’el ministro de’ sospir mie tanti...”. Frey reprodujo el dibujo en su Edición de las Poesías de Miguel Ángel, página 385.
[345] Tenía entonces por consejero espiritual a Matteo Giberti, Obispo de Verona, que fué uno de los primeros que intentaron la renovación de la Iglesia Católica. El secretario de Giberti era el poeta Francesco Berni.
[346] Juan de Valdés, hijo de un Secretario íntimo de Carlos V, establecido en Nápoles en 1534, fué ahí el jefe del movimiento reformador. Nobles y grandes damas se agruparon a su alrededor. Publicó numerosos escritos, siendo los principales las Cento e dieci divine considerazioni, Basilea, 1550; y un Aviso sobre los intérpretes de la Sagrada Escritura. Creía en la justificación únicamente por la fe, y subordinaba la instrucción por la Escritura a la iluminación por el Espíritu Santo. Murió en 1541. Se dice que tuvo en Nápoles más de tres mil prosélitos.
[347] Bernardino Ochino, gran predicador y Vicario General de los Capuchinos, en 1539 llegó a ser amigo de Juan de Valdés, quien sufrió su influjo. A pesar de las denuncias, continuó sus predicaciones audaces en Nápoles, en Roma y en Venecia, sostenido por el pueblo contra las interdicciones de la Iglesia, hasta 1542 cuando, a punto de ser castigado como Luterano, huyó de Florencia a Ferrara y de ahí a Ginebra, donde se pasó al protestantismo. Era amigo íntimo de Vittoria Colonna y a punto de abandonar Italia, le anunció su resolución en una carta confidencial.
[348] Pietro Carnesecchi de Florencia, protonotario de Clemente VII amigo y discípulo de Valdés, fué citado ante la Inquisición por primera vez en 1546 y quemado en Roma en 1567. Había continuado en relaciones con Vittoria Colonna, hasta la muerte de ésta.
[349] Gaspare Contarini, de una gran familia veneciana, fué primero Embajador de Venecia en la corte de Carlos V, en los Países Bajos, en Alemania y en España, y después ante Clemente VII, de 1528 a 1530. Fué nombrado Cardenal por Pablo III en 1535, y legado en 1541 en la Dieta de Ratisbona. No logró entenderse con los protestantes y se hizo sospechoso a los católicos. Regresó desalentado y murió en Bolonia en agosto de 1542. Compuso numerosos escritos: De inmortalitate animae, Compendium primae philosophiae, y un tratado de la Justification, donde estaba muy cerca de las ideas protestantes sobre la gracia.
[350] Citadas por Henri Thode.
[351] Giampietro Caraffa, Obispo de Chieti, fundó en 1524 la Orden de los Teatinos, y desde 1528 comenzó en Venecia la obra de contrarreforma que debería continuar con implacable rigor como Cardenal y después como Papa, bajo el nombre de Pablo IV, desde 1555. En 1540 fué autorizada la Orden de los Jesuitas; en julio de 1542 fué instituido en Italia el Tribunal de la Inquisición, con plenos poderes contra los heréticos; y en 1545 se abrió el Concilio de Trento. Esto fué el fin del catolicismo libre, soñado por los Contarini, Giberti y Pole.
[352] Declaración de Carnesecchi ante la Inquisición, en 1566.
[353] Reginald Pole, de la Casa de York, había tenido que huir de Inglaterra por conflictos con Enrique VIII; estuvo en Venecia en 1532; se hizo amigo entusiasta de Contarini; fué hecho Cardenal por Pablo III y Legado del patrimonio de San Pedro. Tenía gran atractivo personal y un espíritu conciliador; se sometió a la contrarreforma y volvió a la obediencia a muchos espíritus libres del grupo de Contarini, que estaban dispuestos a pasarse al protestantismo. Vittoria Colonna se puso enteramente bajo su dirección en Viterbo, de 1541 a 1544. En 1554, Pole volvió a Inglaterra, como Legado; llegó a ser Arzobispo de Canterbury y murió en 1558.
[354] Carta de Vittoria Colonna al Cardenal Morone (22 de diciembre de 1543). Véase sobre Vittoria Colonna la Obra de Alfred de Reumont y el segundo volumen del Michelangelo de Thode.
[355] Francisco de Holanda. Cuatro Conversaciones sobre la Pintura, tenidas en Roma en 1538-1539, compuestas en 1548, y publicadas por Joachim de Vasconcellos. Traducción francesa en “Les Arts en Portugal”, por el Conde A. Raczynski, 1846. París, Renouard.
[356] Primera parte del Diálogo sobre la Pintura en la ciudad de Roma.
[357] Ibid., Tercera Parte. El día de esta conversación Octavio Farnesio, sobrino de Pablo III, se casaba con Margarita, viuda de Alejandro de Médicis. Con este motivo, doce carros decorados a la antigua desfilaban en cortejo triunfal por la plaza Navona, donde la multitud se apiñaba. Miguel Ángel se había refugiado con sus amigos en la paz de San Silvestre, arriba de la ciudad.
[358] Condivi. Estas no son en verdad las cartas que hemos conservado de Vittoria, que son nobles indudablemente, pero un poco frías. Hay que pensar que de toda la correspondencia no poseemos más que cinco cartas de Orvieto y de Viterbo, y tres cartas de Roma, entre 1539 y 1541.
[359] Este dibujo, como lo ha demostrado M. A. Grenier, fué la primera imagen inspiradora de las diversas Pietà que Miguel Ángel esculpió más tarde; la de Florencia—1550-1555,—la Pietà Rondanini—1563—y la encontrada recientemente en Palestrina—entre 1555 y 1560.—También relacionan con esta concepción los esbozos de la Biblioteca de Oxford y el Entierro, de la National Gallery. Véase a A. Grenier: Una Pietà desconocida de Miguel Ángel en Palestrina, Gazette des Beaux-Arts, marzo de 1907. Se encontrarán en este artículo reproducciones de las diferentes Pietà.
[360] Entonces fué cuando Miguel Ángel pensó en publicar sus poesías. Sus amigos Luigi del Riccio y Donato Giannotti le sugirieron esta idea. Hasta entonces no había dado gran importancia a lo que escribía. Giannotti se ocupó de esta publicación por el año de 1545. Miguel Ángel hizo una selección de sus versos, y sus amigos la copiaron. Pero la muerte de Riccio en 1546 y de Vittoria en 1547, lo desviaron de esta idea que le parecía una última vanidad.
Sus poesías no se publicaron durante su vida, excepto un corto número que aparecieron en las obras de Varchi, Giannotti, Vasari, etc., pero circulaban de mano en mano. Los más grandes compositores, Archadelt, Tromboncino, Consilium, Costanzo Festa, les pusieron música. Varchi leyó y comentó uno de los sonetos en 1546 ante la Academia de Florencia, descubriendo en esta poesía la pureza antigua y la plenitud de pensamientos de Dante.
Miguel Ángel se había nutrido de Dante. “Nadie lo comprendía mejor dice Giannotti, ni conocía con más perfección su obra”. Nadie le ha dedicado un homenaje tan magnífico como el bello soneto: “Dal ciel discese...” (Poesías, CIX, 37). Conocía igualmente a Petrarca, Cavalcanti, Cino da Pistoja y a todos los clásicos de la poesía italiana, conforme a los cuales modelaba su estilo; pero el sentimiento que vivificaba todo, era su ardiente idealismo platónico.
[361] Rime con giunta di XVI Sonetti spirituali, 1539.—Rime con giunta di XXIV Sonetti spirituali e Trionfo della Croce, 1544. Venecia.
[362] “Tengo un pequeño libro de pergamino que ella me regaló hace como diez años, escribe Miguel Ángel a Fattucci el 7 de marzo de 1551. Contiene ciento tres sonetos, sin contar los cuarenta escritos en papel que me mandó de Viterbo, que he mandado encuadernar con el mismo libro. También tengo muchas cartas que me escribió de Orvieto y de Viterbo. Eso es lo que poseo de ella”.
[363] Véase Apéndice, XVIII. (Poesías, LXXXVIII).
[364] Vasari. Se disgustó durante algún tiempo con uno de sus más queridos amigos, Luigi del Riccio, porque éste le hacía regalos a pesar suyo: “Me pesa más, le escribió, tu extrema bondad que si me robaras. Debe haber igualdad entre amigos; si uno da más que el otro, entonces comienza el conflicto y, si uno vence el otro no se lo perdona”.
[365] Condivi.
[366] Véase Apéndice, XIX. (Poesías, CI). Miguel Ángel agrega este comentario: “el martillo—es decir, Vittoria, estaba sola en el mundo para exaltar la virtud con sus grandes virtudes; no tenía aquí a nadie para mover el fuelle de la fragua. Ahora, en el Cielo, tendrá muchos auxiliadores, porque no hay nadie que no estime la virtud. Por eso, yo espero que de lo alto vendrá el perfeccionamiento de mi ser.—Ahora en el Cielo habrá alguno que mueva el fuelle; aquí abajo no tenía ninguna ayuda en la forja donde se forjan las virtudes”.
[367] Véase Apéndice, XX. (Poesías, C).—En el reverso del manuscrito de este soneto se halla el dibujo a pluma en el cual se ha pretendido reconocer la imagen de Vittoria con el pecho marchito.
[368] La amistad de Miguel Ángel para Vittoria Colonna no fué exclusiva de otras pasiones. No le bastaba para llenar su alma. Habíamos procurado no decirlo, por el escrúpulo ridículo de “idealizar” a Miguel Ángel ¡como si un Miguel Ángel tuviera necesidad de ser “idealizado!” Durante el tiempo de su amistad con Vittoria, entre 1535 y 1546, Miguel Ángel amó a una mujer bella y cruel, donna aspra e bella (CIX, 89), lucente e fiera stella, iniqua e fella, dolce pietà con dispietato core (CIX, 9), cruda e fiera stella, (CIX, 14), bellezza e gratia equalmente infinita (CIX, 3), mi dama enemiga, como también la llama: La donna mia nemica (CIX, 54). La amó apasionadamente, se humilló ante ella y casi le hubiera sacrificado su salvación eterna.
Godo gl’inganni d’una donna bella... (CIX, 90).
Porgo umilmente al’aspro giogo il collo... (CIX, 54).
Dolce mi saria l’inferno teco... (CIX, 55).
Este amor fué su tortura. Ella se burlaba de él:
Questa mia donna è sì pronta e ardita,
C’allor che la m’ancide, ogni mie bene
Cogli occhi mi promecte e parte tiene
Il crudel ferro dentro a la ferita... (CIX, 15).
Ella excitaba sus celos y coqueteaba con otro. Acabó por odiarla. Le pedía al destino que la hiciera fea y enamorada de él para no poderla amar y hacerla sufrir a su vez: “Amor, ¿por qué permites que la belleza rehúse tu suprema cortesía a quien te desea y te aprecia y que la conceda a seres estúpidos? ¡Ah! haz que en otra ocasión ella sea de corazón amante y tan fea de cuerpo que yo no la ame y ella me ame”. (Véase Apéndice XXI. Poesías, CIX, 63).
[369] Vasari.
[370] Condivi.
[371] La idea de este inmenso fresco que cubría el muro de la entrada de la Capilla Sixtina, encima del altar del Papa, remontaba a Clemente VII, desde 1533.
[372] Vasari.
[373] Vasari.
[374] Ibid.
[375] Julio de 1573. Varonese no dejó de disculparse con el ejemplo del Juicio Final: “Convengo que es malo; pero vuelvo a lo que he dicho, que es un deber para mí seguir los ejemplos que mis maestros me han dado.”
“¿Qué han hecho pues tus maestros? ¿algo parecido tal vez?”
“Miguel Ángel, en Roma, en la Capilla del Papa, ha representado a Nuestro Señor, a Su madre, a San Juan, a San Pedro y a la Corte Celestial; y ha representado desnudos a todos los personajes, hasta a la Virgen María, y en actitudes que la más severa religión no ha inspirado...”. (A. Baschet: Pablo Veronés ante el Santo Oficio, 1880).
[376] Esto fué una venganza. El Aretino había tratado de obtener de él, según su costumbre, algunas obras de arte; además había tenido el descaro de trazarle un programa para el Juicio Final. Miguel Ángel había rechazado cortésmente este ofrecimiento de colaboración extraña, y se había hecho sordo para las peticiones. El Aretino quiso demostrar a Miguel Ángel lo que podía costarle esta falta de consideraciones.
[377] Una comedia del Aretino, El Hipócrita, fué el prototipo de Tartufo (P. Gauthiez: el Aretino, 1895).
[378] Hacía una alusión injuriosa a “Gherardi y Tomai”, Gerardo Perini y Tommaso dei Cavalieri.
[379] Este chantage se exhibe descaradamente. Al fin de su carta amenazadora, después de haber recordado a Miguel Ángel lo que esperaba de él, es decir obsequios, el Aretino agrega este post-scriptum: “Ahora que he descargado un poco mi cólera, y que os he demostrado que si sois divino yo no soy de agua, romped esta carta, como yo, y decidid”.
[380] Por un florentino, en 1549. (Gaye, Carteggio, II, 500).
[381] En 1596, Clemente VIII quiso también mandar borrar el Juicio Final.
[382] En 1559. Daniel de Volterra conservó desde entonces el sobrenombre de braghettone. Daniel era amigo de Miguel Ángel. Otro de sus amigos, el escultor Ammanati, condenó el escándalo de estas representaciones desnudas. Miguel Ángel no fué pues sostenido en esta ocasión por sus discípulos.
[383] La inauguración del Juicio Final se hizo el 25 de diciembre de 1541, con asistencia de gente de toda Italia, de Francia, de Alemania y de Flandes. Véase la descripción de esta obra en el libro de la colección de los Maestros del Arte, página 90-93.
[384] Estos frescos, que son la Conversión de San Pablo y el Martirio de San Pedro, en los cuales Miguel Ángel trabajó desde 1542, fueron interrumpidos por dos enfermedades en 1544 y 1546 y terminados penosamente en 1549-1550. Estas fueron “las últimas pinturas que ejecutó, escribe Vasari, y con grandes esfuerzos; porque la pintura, y en particular el fresco, no es un arte para los viejos”.
[385] Debían ser el Moisés y los dos Esclavos; pero le pareció a Miguel Ángel que los Esclavos no convenían para la tumba así reducida, y esculpió otras dos figuras, la Vida Activa y la Vida Contemplativa, (Raquel y Lía).
[386] Carta a un Monsignore desconocido (octubre 1542). Cartas, Edición Milanesi, CDXXXV.
Signior mie caro, i’ te sol chiamo e 'nvoco
contr’a l’inutil mie cieco tormento[387].
Su deseo hubiera sido después de la muerte de Vittoria volver a Florencia, para dejar ahí “sus huesos cansados junto a los de su padre”[388]. Pero después de haber servido toda su vida a los Papas, quiso consagrar sus últimos años a Dios. Tal vez había sido impulsado en este sentido por su amiga y cumplía en ello uno de sus últimos votos. Un mes antes de la muerte de Vittoria Colonna, el primero de enero de 1547, Miguel Ángel fué nombrado por breve de Pablo [Pg 212]III prefecto y arquitecto de San Pedro, con plenos poderes para levantar el edificio.
Aceptó con disgusto, y no fueron las instancias del Papa las que lo decidieron a cargar sus hombros de septuagenario con el fardo más pesado que hubiera llevado nunca; vió en ello un deber, una misión de Dios:
“Muchos creen—y yo también creo—que he sido colocado en este puesto por Dios, escribía. Por viejo que sea no quiero abandonarlo, porque sirvo por amor a Dios y en Él pongo todas mis esperanzas”[389]. No aceptaba ninguna recompensa por esta sagrada tarea.
Tuvo que contender con numerosos enemigos: “La secta de San Gallo”[390], como dice Vasari, y todos los administradores, proveedores y contratistas de la construcción, de quienes denunciaba los fraudes, para los cuales San Gallo había cerrado los ojos. “Miguel Ángel, dice Vasari, libró a San Pedro de los ladrones y de los bandidos”. Se formó una coalición contra él que tuvo por jefe al descarado Nanni di Baccio Bigio, arquitecto a quien Vasari acusa de haber robado a Miguel Ángel y que pretendía suplantarlo. Se propagó el rumor de que Miguel Ángel no entendía nada de arquitectura, que despilfarraba el dinero y no hacía más que destruir la obra de su predecesor. El Comité de administración de la obra tomó también partido contra su arquitecto, y aprobó en 1551 una investigación solemne presidida por el Papa.
Los inspectores y los obreros fueron a declarar contra Miguel Ángel, con el apoyo de los Cardenales Salviati y Cervini[391]. Miguel Ángel se dignó apenas justificarse y rehusó toda discusión. “No estoy obligado, dijo al Cardenal Cervini, a comunicar a nadie lo que yo debo o quiero hacer. Vuestra obligación es averiguar los gastos. Lo demás sólo me importa a mí”[392].
Nunca consintió su inquebrantable orgullo en participar sus proyectos a nadie. A sus obreros, que se quejaban, les respondió: “vuestra obligación es cumplir como albañiles, como talladores, como carpinteros, hacer vuestro oficio y ejecutar mis órdenes. En cuanto a saber lo que yo tengo en la cabeza, no lo sabréis jamás porque eso sería contra mi dignidad”[393].
Contra los odios que recurrían a tales procedimientos, no hubiera podido sostenerse un instante sin el favor de los Papas[394]. Así es que cuando murió Julio III[395] y el Cardenal Cervini fué electo Papa, Miguel Ángel estuvo a punto de salir de Roma. Pero Marcelo II no hizo más que pasar por el trono y Paulo IV lo sucedió. Seguro de nuevo de la protección soberana, Miguel Ángel continuó luchando. Se habría creído deshonrado y habría temido por su salvación si hubiera abandonado la obra.
“Contra mi voluntad he sido encargado de ella”, dice.
“Hace ocho años que me esfuerzo en vano, entre disgustos y fatigas. Ahora que la construcción está bastante avanzada para que se pueda comenzar la cúpula, mi partida de Roma sería la ruina de la obra, una gran afrenta para mí, y para mi alma un gran pecado”[396].
Sus enemigos no dejaban las armas y la lucha tomó por instantes un carácter trágico. En 1563, el ayudante más adicto a Miguel Ángel en San Pedro, Pier Luigi Gaeta, fué encarcelado por una falsa acusación de robo; y el jefe de los trabajos, Cesare da Casteldurante, fué apuñaleado. Miguel Ángel respondió nombrando en lugar de Cesare a Gaeta. El Comité de administración arrojó a Gaeta y nombró al enemigo de Miguel Ángel, Nanni di Baccio Bigio; Miguel Ángel fuera de sí, no volvió a San Pedro. Se hizo correr el rumor de que abandonaba sus funciones y el Comité le dió por suplente a Nanni, quien se presentó desde luego como amo, esperando rendir por cansancio a aquel viejo de ochenta y ocho años, enfermo y moribundo. No conocía a su adversario; Miguel Ángel inmediatamente fué a buscar al Papa y amenazó con salir de Roma si no se le hacía justicia. Exigió una nueva investigación, dejó convicto a Nanni como incapaz y mentiroso y logró que lo despidieran[397]. Esto fué en septiembre de 1563, como cuatro meses antes de su muerte. Así es que hasta su última hora tuvo que luchar contra la envidia y contra el odio.
No lo compadezcamos. Sabía defenderse y, aunque moribundo, era capaz él sólo, como decía en otro tiempo a su hermano Giovan Simone, “de despedazar a diez mil de aquella ralea”.
Además de la gran obra de San Pedro, otros trabajos de arquitectura ocuparon el final de su vida: el Capitolio[398], la Iglesia de Santa María de los Ángeles[399], la escalera de la Laurenziana de Florencia[400], la Puerta Pía y, sobre todo, la Iglesia de San Juan de los Florentinos, el último de sus grandes proyectos, abortado como todos los demás.
Los florentinos le habían rogado que construyera la Iglesia de su nación en Roma; el duque Cosme mismo, le escribió una carta halagadora con este objeto; Miguel Ángel, sostenido por su amor a Florencia, emprendió la obra con un entusiasmo juvenil[401]. Dijo a sus compatriotas “que si ejecutaban su plan, ni los romanos ni los griegos habrían tenido nunca nada semejante”; palabras, dice Vasari, “como nunca habían salido de su boca, ni antes ni después, porque era extremadamente modesto”. Los florentinos aceptaron el proyecto sin cambiar nada. Un amigo de Miguel Ángel, Tiberio Calcagni, ejecutó, bajo su dirección, un modelo en madera de la Iglesia; “era una obra de arte tan rara, que no se ha visto nunca una Iglesia semejante por la belleza, la riqueza y la variedad. Se inició la construcción y se gastaron cinco mil escudos. Después faltó el dinero, se suspendió la obra y Miguel Ángel sufrió [Pg 216]con ello una gran pena”[402]. La Iglesia no fué construida nunca y hasta el modelo ha desaparecido. Tal fué la última decepción artística de Miguel Ángel. ¿Cómo había de tener la ilusión al morir de que San Pedro, apenas esbozado, llegara a terminarse, o de que alguna de sus obras le sobreviviera?
Él mismo, si hubiera podido, tal vez las hubiera destruido. La historia de su última escultura, El Descendimiento de la Cruz, de la Catedral de Florencia, demuestra hasta dónde había llegado su desprendimiento del arte. Si continuaba todavía sus trabajos de escultor, no era ya por fe en el arte, sino por fe en Cristo, y porque “su espíritu y su fuerza no podían dejar de crear”[403]. Pero cuando había terminado su obra, la rompió[404]. “La hubiera destruido enteramente si su servidor Antonio no le hubiera suplicado que se la diera”[405].
Tal era la indiferencia que Miguel Ángel, próximo a la muerte, demostraba para sus obras.
Desde la muerte de Vittoria ningún gran afecto iluminaba su vida. El amor había partido.
Fiamma d’amor nel cor non m’è rimasa;
Se 'l maggior caccia sempre il minor duolo,
Di penne l’ alm’ ho ben tarpat’ e rasa[406].
“La llama de amor no ha quedado en mi corazón;
el peor mal—la vejez—eclipsa el mal menor;
tengo recortadas las alas del alma”.
Había perdido a su hermano y a sus mejores amigos. Luigi del Riccio había muerto en 1546, Sebastián del Piombo, en 1547; su hermano Giovan Simone en 1548. Nunca tuvo grandes relaciones con su último hermano, Gismondo, que murió en 1555. Había concentrado su necesidad de afecto familiar y brusco, en sus sobrinos huérfanos, los hijos de Buonarroto, su hermano más amado. Eran dos, una niña, Cecca (Francesca), y un niño, Lionardo.
Miguel Ángel puso a Cecca en un convento. Le pagó su equipo y su pensión; iba a verla y cuando ella se casó[407], la dotó con una de sus propiedades[408]. Se encargó personalmente de la educación de Lionardo, que tenía nueve años a la muerte de su padre. Una larga correspondencia, que recuerda a menudo la de Beethoven con su sobrino, demuestra la seriedad con la cual cumplía su misión paternal[409]. No le faltaron por este motivo frecuentes disgustos. Lionardo ponía a prueba la paciencia de su tío y esta paciencia no era muy grande.
La mala letra del muchacho era suficiente para poner a Miguel Ángel fuera de sí, porque creía que esto era una falta de respeto para él:
“Nunca recibo una carta tuya sin que sienta calentura antes de poder leerla. No sé donde has aprendido tú a escribir. Será falta de amor. Creo que si tuvieras que escribir al mayor asno del mundo, pondrías más cuidado. He arrojado tu última carta al fuego porque no podía leerla. Así es que no puedo contestarte. Ya te he dicho y repetido [Pg 218]hasta la saciedad, que siempre que recibo una carta tuya, me viene fiebre antes de que pueda leerla. Una vez por todas, no me escribas ya más. Si tienes algo que decirme busca alguien que sepa escribir, porque yo necesito mi cabeza para otras cosas y no para agotarme descifrando tus enigmas”[410].
Desconfiado por naturaleza, y más aún por las dificultades que había tenido con sus hermanos, se hacía muy pocas ilusiones respecto al cariño humilde y zalamero de su sobrino; este cariño le parecía más bien dirigido hacia su caja fuerte, que el muchacho esperaba heredar. Miguel Ángel se lo decía francamente. Una vez estando enfermo y en peligro de muerte, supo que Lionardo había ido a Roma y había hecho algunas diligencias indiscretas, y le escribió, furioso:
“¡Lionardo! Yo he estado enfermo y tú has ido a la casa de Ser Giovan Francesco para ver si no había dejado nada. ¿No te basta con mi dinero de Florencia? ¡No puedes desmentir tu raza, y dejar de parecerte a tu padre, quien me arrojó en Florencia de mi propia casa! Debes saber que he hecho un testamento de tal manera que no tengas nada que esperar de mí; así, pues, vete con Dios, y no te presentes más ante mi vista ni me escribas nunca”[411].
Estas cóleras no preocupaban mucho a Lionardo, porque generalmente después seguían las cartas afectuosas y los obsequios[412]. Un año más tarde, se precipitaba de nuevo a Roma atraído por la promesa de un regalo de tres mil [Pg 219]escudos. Miguel Ángel, ofendido por su apresuramiento interesado, le escribe:
“Has venido a Roma con una prisa furiosa. No sé si habrías venido tan pronto si yo me encontrara en la miseria y me faltara el pan... Dices que era tu deber venir por amor para mí. ¡Sí, el amor de un taladro[413]! Si me tuvieras cariño, me hubieras escrito: ‘Miguel Ángel, guardad vuestros tres mil escudos y gastadlos en vos mismo, porque ya nos habéis dado bastante; vuestra vida nos es más cara que la fortuna’, pero desde hace cuarenta años habéis vivido de mí y nunca he recibido ni una buena palabra[414]...”.
Una grave cuestión fué la del matrimonio de Lionardo, que ocupó al tío y al sobrino durante seis años[415]. Lionardo condescendía con su tío dócilmente; pensando en la herencia aceptaba todas sus observaciones, lo dejaba escoger, discutir, rechazar los partidos que se le ofrecían y él parecía indiferente.
Miguel Ángel, al contrario, se apasionaba como si él tuviera que casarse. Consideraba el matrimonio como un asunto serio, para el cual el amor era la menor condición; la fortuna no entraba tampoco en cuenta, lo que importaba era la salud y la honorabilidad. Le daba rudos consejos, desprovistos de poesía, robustos y positivos:
“Ésta es una gran decisión; acuérdate de que entre el hombre y la mujer debe haber siempre una diferencia de edad de diez años, y fíjate en que la que escojas no sea solamente buena, sino también sana. Se me ha hablado de varias personas; unas me gustan y otras no. Si piensas en ello, escríbeme si es que te gusta más una que otra, y yo te diré mi opinión. Eres libre para tomar a una o a otra, con tal que sea noble y bien educada, y más bien sin dote, [Pg 220]que con una gran dote, para vivir en paz[416]... Un florentino me ha dicho que te han hablado de una muchacha de la casa Ginori, y que te gusta. A mí no me gusta que tomes por mujer una hija cuyo padre no te la daría si tuviera bastante para constituirle una dote conveniente. Yo deseo que el que quiera darte una mujer te la dé a ti y no a tu fortuna. Tú piensa únicamente en considerar la salud del alma y del cuerpo, la calidad de la sangre y de las costumbres, y además ver quiénes son sus parientes, porque esto es de gran importancia. Tómate el trabajo de buscar una mujer que no se avergüence de lavar los platos en caso necesario y de ocuparse de las cosas de la casa. En cuanto a la belleza, como tú no eres precisamente el joven más bello de Florencia, no te preocupes, con tal que no sea ni estropeada ni repugnante[417]...”.
Después de mucho buscar parecía haberse hallado el ave rara. Pero a última hora he aquí que se le descubre un defecto de importancia:
“He sabido que tiene la vista corta, lo cual no me parece un defecto pequeño; por eso no he prometido nada todavía; y puesto que tú tampoco has prometido nada, mi opinión es que te desprendas, si estás seguro de esta cosa”[418].
Lionardo se desalienta. Se sorprende por la insistencia de su tío para casarlo, y éste responde:
“Es verdad, lo deseo, para que nuestra raza no acabe con nosotros. Sé muy bien que el mundo no se trastornará por eso; pero de todos modos, cada animal se esfuerza por conservar su especie. Por eso deseo que tú te cases”[419].
Al fin, el mismo Miguel Ángel se cansa; comienza a encontrar ridículo que él sea quien se ocupe siempre del matrimonio de Lionardo y que éste no se interese en ello. Declara su propósito de abstenerse en lo sucesivo:
“Desde hace sesenta años me he ocupado de vuestros asuntos; ahora estoy viejo y tengo que pensar en los míos”.
Precisamente entonces tiene noticias de que su sobrino tiene relaciones formales con Cassandra Ridolfi; se alegra de ello, lo felicita, y le promete una dote de mil quinientos ducados. Lionardo se casa[420]. Miguel Ángel envía sus felicitaciones a los jóvenes esposos, y promete un collar de perlas a Cassandra. La alegría no le impide sin embargo advertir a su sobrino, “que aunque él no sea muy conocedor de esas cosas, le parece que Lionardo debió haber arreglado todas las cuestiones de dinero antes de conducir a la mujer a su casa; porque siempre hay en estas cuestiones un germen de desunión”. Y termina con esta recomendación burlesca:
“¡Vamos! ahora procurar vivir, y piensa bien en ello, porque el número de las viudas es siempre más grande que el de los viudos”[421].
Dos meses después, en lugar del collar prometido, envió dos anillos a Cassandra, uno adornado con un diamante y el otro con un rubí. Cassandra, como agradecimiento, le manda ocho camisas. Miguel Ángel escribe: “Son muy bonitas, sobre todo la tela, y me gustan mucho, pero me disgusta que hayáis hecho este gasto, porque no me falta nada; da las gracias a Cassandra por mí, y dile que estoy a su disposición para enviarle todo lo que pueda encontrar aquí de artículos romanos u otros. Esta vez sólo he mandado una insignificancia, otra vez haremos algo mejor con algún objeto que le agrade; adviérteme solamente”[422].
Pronto vienen los hijos; el primero llamado Buonarroto[423], según el deseo de Miguel Ángel, y el segundo Michelangelo[424]. Y el viejo tío que invita a la joven pareja para que vaya a su casa de Roma, en 1556, no deja de tomar parte afectuosamente en la alegría y en los dolores de la familia, pero sin permitir nunca a los suyos que se ocupen de sus negocios, ni siquiera de su salud.
Fuera de sus relaciones de familia no faltaron a Miguel Ángel amistades ilustres o distinguidas[425]. A pesar de su humor salvaje sería completamente falso representarlo como un campesino del Danubio, a la manera de Beethoven. Fué un aristócrata italiano de alta cultura y de raza fina.
Desde su adolescencia, que transcurrió en los jardines de San Marco, cerca de Lorenzo el Magnífico, estuvo en relaciones con todo lo que Italia tenía de más noble entre sus grandes señores, sus príncipes, sus prelados[426], los escritores[427], y los artistas[428]. Tenía contiendas de ingenio con el poeta Francesco Berni[429]; tenía correspondencia con Benedetto Varchi; se cambiaba poesías con Luigi del Riccio y con Donato Giannotti. Su conversación era muy buscada, lo mismo que sus profundas observaciones sobre el arte y sus opiniones sobre el Dante, que nadie conocía como él. Una dama romana[430], escribía que cuando él quería, era [Pg 224]“un gentil hombre de modales finos y seductores, como apenas habría otro igual en Europa”. Los diálogos de Giannotti y de Francisco de Holanda muestran su exquisita cortesía y la costumbre que tenía del trato social. Y hasta se encuentra, en algunas de sus cartas a los príncipes[431], que le hubiera sido fácil ser un perfecto cortesano. El mundo nunca huyó de él, sino que él fué quien lo tuvo a distancia, y no dependió más que de él mismo llevar una vida triunfal. Era para Italia la encarnación del genio italiano. Al fin de su carrera personificaba el gran Renacimiento como último superviviente, y él sólo era todo un siglo de gloria.
No solamente los artistas lo miraban como un ser sobrenatural[432]. Los príncipes se inclinaban ante él como si fuera un rey. Francisco I y Catalina de Médicis, le rendían homenaje[433]. Cosme de Médicis quiso nombrarlo senador[434]; y cuando fué a Roma[435], lo trató como a un igual, lo hizo sentar a su lado, y conversó con él confidencialmente. El hijo de Cosme, Francesco de Médicis, lo recibió con la gorra en la mano, “demostrando un respeto sin límites para [Pg 225]aquel hombre extraordinario”[436]. En él no se honraba menos su genio que “su gran virtud”[437]. Su vejez fué tan gloriosa como la de Goethe o la de Hugo, pero él era un hombre distinto, no tenía ni la sed de popularidad del uno, ni el respeto burgués del otro, por libre que fuera para el mundo y para el orden establecido. Despreciaba la gloria y despreciaba al mundo, y si servía a los papas era por la fuerza; pero no ocultaba que “hasta los papas lo fastidiaban y lo enojaban algunas veces, conversando con él y mandándolo buscar”, y que, “a pesar de sus órdenes no iba a verlos cuando no tenía voluntad”[438].
“Cuando un hombre está hecho así por la naturaleza y por la educación y odia las ceremonias y desprecia la hipocresía, lo racional es dejarlo vivir como le conviene. Si no pide nada ni busca vuestra sociedad, ¿por qué buscar la suya? ¿por qué quererlo rebajar a las vulgaridades que le repugnan y lo hacen alejarse del mundo? No es un hombre superior el que piensa complacer a los imbéciles más bien que a su genio”[439].
No tenía pues con el mundo más que las relaciones indispensables o completamente intelectuales. No les permitía llegar hasta su intimidad; y los papas, los príncipes, la gente de letras y los artistas tenían poco lugar en su vida. Hasta con los muy pocos de entre ellos, para los cuales sentía una verdadera simpatía, era raro que se estableciera una amistad durable. Quería a sus amigos y era generoso con ellos; pero su violencia, su orgullo y su desconfianza, transformaban con frecuencia a los más favorecidos en enemigos mortales. Un día escribió esta bella y triste carta:
“El pobre ingrato está hecho de tal manera que si lo ayudáis en su desgracia, dice que él mismo os presta lo que [Pg 226]vos le dais. Si le dais trabajo para demostrarle vuestro interés, pretende que habéis tenido que buscarlo porque vos no podéis hacerlo. De todos los beneficios que recibe, dice que el benefactor se ha visto obligado a hacerlos, y si los beneficios recibidos son tan evidentes que es imposible negarlos, entonces el ingrato espera bastante tiempo para que aquél de quien ha recibido el beneficio, cometa una falta evidente; entonces tiene pretexto para hablar mal de él y librarse de todo reconocimiento. Así se ha obrado siempre contra mí; y sin embargo, ningún artista se ha dirigido a mí sin que yo no lo haya beneficiado con todo mi corazón. Y después toman como pretexto mi carácter raro o la locura que me atribuyen y que a nadie hace daño, para hablar mal de mí y ultrajarme. Ésta es la recompensa de los que son buenos”[440].
En su propia casa tenía ayudantes bastante adictos, pero en general mediocres. Se sospechaba que los escogía intencionalmente mediocres para tener instrumentos dóciles y no colaboradores, lo que, por lo demás, habría sido legítimo. Pero, dice Condivi: “...no era cierto, como muchos le reprochaban, que no quería enseñar; al contrario, lo hacía de buena gana. Desgraciadamente, la fatalidad quiso que le tocaran sujetos poco capaces, o capaces, pero poco perseverantes, que después de algunos meses de enseñanza se creían ya maestros”.
Es indudable que la primera cualidad que exigía de sus ayudantes era una sumisión absoluta. Así como era despiadado para los que desplegaban hacia él una independencia orgullosa, tuvo siempre tesoros de indulgencia y de generosidad para los discípulos modestos y fieles. El perezoso [Pg 227]Urbano, “que no quería trabajar”[441], y que tenía razón, porque cuando trabajaba, era para estropear irremediablemente por su torpeza el Cristo de la Minerva, fué objeto de sus cuidados paternales durante una enfermedad[442]; llamaba a Miguel Ángel: “querido como el mejor padre”. Piero di Giannoto fué “amado como un hijo”. Silvio di Giovanni Cepparello, que salió de su casa para entrar al servicio de Andrés Doria, le suplica desoladamente que le permita volver con él. La historia conmovedora de Antonio Mini es un ejemplo de la generosidad de Miguel Ángel para con sus ayudantes. Mini, aquel discípulo que, según Vasari, “tenía buena voluntad pero no era inteligente”, amaba a la hija de una pobre viuda de Florencia. Según el deseo de sus padres, Miguel Ángel lo alejó de Florencia. Antonio quiso ir a Francia[443]. Miguel Ángel le hizo un obsequio regio: “todos los dibujos, todos los cartones, la pintura de Leda[444], todos los modelos que había hecho para ella, tanto en cera como en arcilla”. Provisto con esta fortuna, Antonio partió[445]. Pero la mala suerte que perseguía todos los proyectos de Miguel Ángel, fué más dura todavía con los de su humilde amigo. Fué a París para enseñar el cuadro de la Leda al Rey. Francisco I estaba ausente; Antonio dejó la Leda guardada en la casa de un italiano amigo suyo, Giuliano Buonaccorsi, y volvió a [Pg 228]Lyon, donde se había establecido. Cuando regresó a París algunos meses más tarde, la Leda había desaparecido. Buonaccorsi la había vendido por su cuenta a Francisco I. Antonio, enloquecido y sin recursos, incapaz de defenderse, perdido en aquella ciudad extranjera, murió de aflicción a fines de 1533.
Pero de todos sus ayudantes el más amado de Miguel Ángel y a quien su afecto aseguró la inmortalidad, fué Francesco d’Amadore, por sobrenombre Urbino, de Castel Durante. Desde 1530 estaba al servicio de Miguel Ángel, y trabajó bajo sus órdenes en la tumba de Julio II. Miguel Ángel se preocupaba por su porvenir.
Le decía: “¿qué harás tú si yo muero?” Urbino respondió: “serviré a otro”.
—¡Oh infeliz! dijo Miguel Ángel, quiero remediar tu miseria.
“Y le dió dos mil escudos juntos. Un obsequio como sólo los emperadores y los papas podían hacer”[446].
Urbino fué quien murió primero[447]. Al día siguiente de su muerte, Miguel Ángel le escribió a su sobrino:
“Urbino murió ayer en la tarde, a las cuatro. Me ha dejado tan afligido y turbado que me hubiera sido más dulce morir con él, por el cariño que yo le tenía; y bien lo merecía, porque era un hombre digno, leal y fiel. Su muerte hace que me parezca no vivir, y no puedo recobrar la tranquilidad”.
Su dolor era tan profundo que tres meses después decía en una carta célebre, a Vasari:
“Messer Giorgio, mi querido amigo, es posible que escriba mal; sin embargo, en respuesta a vuestra carta, escribiré algunas palabras. Ya sabéis que Urbino ha muerto, lo que es para mí una pena muy cruel, pero también una gracia muy grande que Dios me ha hecho. Esta gracia es que él, [Pg 229]que viviendo guardó mi vida, muriendo me ha enseñado a morir, no con pesar, sino con el deseo de la muerte. Me sirvió veintiséis años y siempre lo encontré seguro y muy fiel. Yo lo había enriquecido y ahora que contaba con él para que fuera el sostén de mi vejez, me fué quitado; y no me queda otra esperanza más que volverlo a ver en el paraíso, donde Dios ha demostrado que debía estar, por la muerte muy feliz que le procuró. Lo que ha sido para él más duro que la muerte, fué dejarme vivo en este mundo engañador, y en medio de tantas inquietudes. La mejor parte de mí mismo se ha ido con él y no me queda ya nada más que una miseria infinita”[448].
En su desolación, rogó a su sobrino que fuera a verlo a Roma. Lionardo y Cassandra, inquietos por su tristeza, fueron y lo encontraron muy debilitado. Tuvo que hacer nuevos esfuerzos, por la obligación que Urbino le había impuesto de encargarse de la tutela de sus hijos, de los cuales uno era su ahijado y llevaba su nombre[449].
Tenía otras amistades extrañas. Por la necesidad de reacción contra todas las imposiciones de la sociedad, que es tan fuerte en las naturalezas robustas, le gustaba rodearse de gentes sencillas de espíritu, que tenían salidas inesperadas y maneras libres, gentes que no fueran como todo el mundo: un tal Topolino, tallador de piedras en Carrara, [Pg 230]“que se imaginaba ser un escultor distinguido y que nunca hubiera dejado partir para Roma un barco cargado con bloques de mármol, sin mandar tres o cuatro pequeñas figuras modeladas por él, que hacían morir de risa a Miguel Ángel”[450]. Un Menighella, pintor de Valdarno, “que iba de vez en cuando a la casa de Miguel Ángel, para que le dibujara un San Roque o un San Antonio que después iluminaba y vendía a los campesinos”. Y Miguel Ángel, con quien los reyes tenían tanto trabajo para obtener la obra más pequeña, dejaba todo para ejecutar estos dibujos según las indicaciones de Menighella, entre otros un Crucifijo admirable[451]; un barbero que se ocupaba también de pintar y para quien dibujó un San Francisco con los estigmas; uno de sus obreros romanos que trabajó en la tumba de Julio II y que creyó haberse hecho un gran escultor, sin haberlo notado, porque siguiendo dócilmente las indicaciones de Miguel Ángel había hecho salir del mármol, con estupefacción suya, una hermosa estatua; el chistoso orfebre Piloto, apodado Lasca; el holgazán Indaco, pintor singular, “tan amante de la charla que despreciaba la pintura”, y que acostumbraba decir que “trabajar siempre sin tomarse algún placer era indigno de un cristiano”[452], y sobre todo el ridículo e inofensivo Giuliano Bugiardini, para quien Miguel Ángel tenía una simpatía especial.
Giuliano tenía una bondad natural, una manera sencilla de vivir, sin maldad y sin envidia, que gustaba infinitamente a Miguel Ángel. No tenía más defecto que amar demasiado sus propias obras. Pero Miguel Ángel lo estimaba feliz precisamente por esto, porque él mismo era muy desgraciado no pudiendo satisfacerse plenamente con nada... Una vez messer Ottaviano de Médicis había pedido a Giuliano que le hiciera un retrato de Miguel Ángel.
Giuliano se puso a trabajar; y después de haber tenido a Miguel Ángel sentado dos horas sin hablar, le dijo: “Miguel Ángel, ven a ver, levántate ya; he atrapado lo esencial de tu fisonomía”. Miguel Ángel se levantó, y cuando vió el retrato, le dijo riendo a Giuliano: “¿qué diablos has hecho? mira, me has hundido un ojo en la sien”. Giuliano, con estas palabras, se puso fuera de sí. Miró varias veces al retrato y a su modelo, alternativamente, y respondió con atrevimiento: “No me parece; pero vuelve a tu sitio y lo corregiré, si hay lugar”. Miguel Ángel, que sabía lo que pasaba, se volvió a poner, sonriendo, enfrente de Giuliano, quien lo miró varias veces lo mismo que a la pintura. Después se levantó, y dijo: “el ojo está tal como yo lo he dibujado, y la naturaleza así lo muestra”. “Pues bien, dijo Miguel Ángel riendo, es culpa de la naturaleza. Continúa y no ahorres los colores”[453].
Tanta indulgencia, que Miguel Ángel no acostumbraba prodigar con otros hombres y que concedía a esta gente humilde, indica un humor burlón que se divierte con las ridiculeces humanas[454], al mismo tiempo que una piedad afectuosa para esos pobres locos que se creían grandes artistas y que le inspiraban tal vez un retorno hacia su propia locura. En esto había mucho de ironía melancólica y burlesca.
NOTAS:
[387] Poesías, CXXIII.
[388] Carta de Miguel Ángel a Vasari (19 de septiembre de 1552).
[389] Carta de Miguel Ángel a Lionardo su sobrino (julio de 1557).
[390] Se trata aquí de Antonio da San Gallo, arquitecto en jefe de San Pedro desde 1537 hasta su muerte, en octubre de 1546. Siempre había sido enemigo de Miguel Ángel, quien lo trató sin consideraciones. Se pusieron en pugna el uno contra el otro a propósito de las fortificaciones del Borgo, barrio del Vaticano, para las cuales Miguel Ángel hizo que se rechazaran los planos de San Gallo, en 1545, y cuando la construcción del Palacio Farnesio que San Gallo había edificado hasta el segundo piso, y que Miguel Ángel terminó, imponiendo en 1549 su modelo para la cornisa y eliminando el proyecto de su rival. (Véase el Michelangelo de Thode).
[391] El futuro Papa Marcelo II.
[392] Vasari.
[393] Bottari.
[394] Al terminar la investigación de 1551, Miguel Ángel, dirigiéndose a Julio III que la presidía, le dijo: “Santo Padre, ya veis cuáles son mis ganancias; si las molestias que sufro no sirven a mi alma, pierdo mi tiempo y mi trabajo”. El Papa, que lo quería, le puso las manos en los hombros, y respondió: “Tú ganas para los dos, para tu cuerpo y para tu alma. No tengas temor”. (Vasari).
[395] Paulo III había muerto el 10 de noviembre de 1549, y Julio III, que también amaba a Miguel Ángel, reinó del 8 de febrero de 1550 al 23 de marzo de 1555. El Cardenal Cervini fué electo el 9 de abril de 1555 bajo el nombre de Marcelo II; no reinó más que algunos días. Paulo IV Caraffa lo sucedió el 23 de mayo de 1555.
[396] Carta de Miguel Ángel a Lionardo (mayo de 1555). Inquieto por las críticas de sus propios amigos, llegó a pedir sin embargo en 1560, “que se tuviera a bien descargarlo del fardo que llevaba gratuitamente desde hacía diecisiete años por orden de los Papas”. Pero su dimisión no fué aceptada y Pío IV renovó sus poderes, por medio de un breve. Entonces fué cuando se resolvió al fin a ejecutar, por instancias de Cavalieri, el modelo en madera de la cúpula. Hasta entonces se había reservado todos sus proyectos, rehusándose a dejar ver nada a quienquiera que fuese.
[397] No por eso Nanni dejó de rogar al duque Cosme, al día siguiente de la muerte de Miguel Ángel, que se le diera la sucesión de éste en San Pedro.
[398] Miguel Ángel no pudo ver construidas más que las escaleras y la plaza. Los edificios del Capitolio no fueron terminados hasta el siglo XVII.
[399] De la Iglesia de Miguel Ángel no queda nada ahora. Fué reconstruida enteramente en el siglo XVIII.
[400] Se ejecutó el modelo de Miguel Ángel en piedra y no en madera, como él quería.
[401] En 1559-1560.
[402] Vasari.
[403] Ibid. En 1553 fué cuando comenzó esta obra, la más conmovedora de todas las suyas, porque es la más íntima. Se siente que ahí no habla más que por sí mismo, que sufre y se abandona a su sufrimiento. Y hasta parece que se representó a sí mismo en el viejo de cara dolorosa que sostiene el cuerpo de Cristo.
[404] En 1555.
[405] Tiberio Calcagni la compró a Antonio y pidió a Miguel Ángel permiso de repararla. Miguel Ángel consintió y Calcagni reajustó el grupo; pero murió y la obra quedó sin terminar.
[406] Poesías, LXXXI, (por el año de 1550). Sin embargo, algunas poesías que también parecen de su extrema vejez, demuestran que la llama no estaba tan apagada como creía, y que como él decía, la vieja leña quemada levantaba llama de vez en cuando. (Véase Apéndice, XXII. Poesías, CX y CXIX).
[407] Se casó en 1538 con Michele di Niccoló Guicciardini.
[408] Una propiedad en Pozzolatico.
[409] Esta correspondencia comienza en 1540.
[410] ...Stare a spasimare intorno alle tue lettere. (Cartas, 1536-1548).
[411] Carta de 11 de julio de 1544.
[412] Miguel Ángel fué el primero que advirtió a su sobrino, durante una enfermedad en 1549, que no lo había olvidado en su testamento. El testamento dice así: “A Gismondo y a ti les dejo todo lo que tengo; de manera que mi hermano Gismondo y tú, mi sobrino, tienen derechos iguales, y ninguno puede ejercer autoridad sobre mis bienes sin consentimiento del otro”.
[413] L’amore del tarlo!
[414] Febrero 6 de 1546. Y agrega: “Es cierto que el año pasado te he sermoneado tanto, que te dió vergüenza y me enviaste un barrilito de Trebbiano. ¡Lo que esto te habrá costado!”
[415] De 1547 a 1553.
[416] Y en otra parte decía: “no pienses en buscar dinero sino únicamente la bondad y la buena reputación. Tienes necesidad de una mujer que viva contigo y a quien puedas mandar, una mujer que no cause disgustos ni ande todos los días en bodas y en festines; porque donde hay cortejos es muy fácil perderse, (diventar puttana) sobre todo cuando no se tiene familia...”. Cartas, febrero 1.º de 1549.
[417] Storpiata o schifa... (Cartas, 1547-1552).
[418] Ibid. Diciembre 19 de 1551.
[419] Sin embargo, agrega: “Pero si acaso no te sientes bastante sano, entonces es mejor resignarse a vivir, sin traer más desgraciados al mundo”. Cartas, junio 24 de 1552.
[420] El 16 de mayo de 1553.
[421] Cartas, mayo 20 de 1553.
[422] Cartas, agosto 5 de 1553.
[423] Nacido en 1554.
[424] Nacido en 1555, que muere poco después de su nacimiento.
[425] Hay que distinguir bien entre los períodos de su vida. Se encontrarán en esta larga carrera desiertos de soledad, pero también algunos períodos de amistades. Por el año de 1515, en Roma, tiene un pequeño círculo de florentinos libres y de buen vivir: Domenico Buoninsegni, Lionardo Sellajo, Giovanni Spetiale, Bartolommeo Verazzano, Giovanni Gellesi, Canigiani. Un poco más tarde, bajo el pontificado de Clemente VII, fué la espiritual sociedad de Francesco Berni y de Fra Sebastiano del Piombo, amigo adicto pero peligroso, que contaba a Miguel Ángel todos los rumores que circulaban acerca de él y atizaba su enemistad contra el partido de Rafael. Fué, sobre todo en tiempo de Vittoria Colonna, el círculo de Luigi del Riccio, mercader florentino que lo aconsejaba en sus negocios y fué su más íntimo amigo. En su casa encontraba a Donato Giannotti, al músico Arcadelt y al hermoso Cecchino. Todos ellos amaban la poesía, la música y los buenos platos. Para Riccio, desesperado por la muerte de Cecchino, escribió Miguel Ángel sus cuarenta y ocho epigramas funerarios; y Riccio por cada epigrama enviaba a Miguel Ángel, truchas, setas, trufas, melones, tórtolas, etc. Véase Poesías, Edición Frey, LXXIII.—Después de la muerte de Riccio, en 1546, Miguel Ángel ya no tuvo amigos, sino discípulos; Vasari, Condivi, Daniel de Volterra, Bronzino, Leone Leoni, Benvenuto Cellini. Les inspiraba un culto apasionado, y él por su parte les mostraba un afecto conmovedor.
[426] Por sus funciones en el Vaticano no menos que por la grandeza de su espíritu religioso, Miguel Ángel estuvo particularmente relacionado con los altos dignatarios de la Iglesia.
[427] Será tal vez curioso anotar, de paso, que Miguel Ángel conoció a Maquiavelo. Una carta de Biagio Buonaccorsi a Maquiavelo, del 6 de septiembre de 1508, le anuncia que ha enviado por conducto de Miguel Ángel, dinero a una mujer cuyo nombre no se menciona.
[428] Entre los artistas fué sin duda donde tuvo menos amigos, excepto al fin de su vida, cuando estuvo rodeado de discípulos que lo adulaban. Tenía pocas simpatías para la mayor parte de ellos y no se los ocultaba. Estuvo en muy malos términos con Leonardo de Vinci, Perugino, Francia, Signorelli, Rafael, Bramante y San Gallo. “Maldito sea el día en que hayáis hablado bien de alguien” le escribió Jacopo Sansovino, el 30 de junio de 1517. Esto no impidió a Miguel Ángel hacer servicios más tarde a Sansovino, en 1524, y a otros muchos; pero tenía un genio demasiado apasionado para amar otro ideal más que el suyo, y era demasiado sincero para fingir amar lo que no amaba. Sin embargo, se mostró muy cortés con Ticiano cuando éste visitó Roma en 1545. Pero a la sociedad de los artistas, cuya cultura en general dejaba que desear, prefería la de los escritores y los hombres de acción.
[429] Se cambiaron epístolas en verso, amistosas y burlescas. Poesías, LVII y CLXXII. Berni hizo de Miguel Ángel un elogio magnífico en su Capitolo a Fra Sebastiano dei Piombo. Dice “que él era la Idea en sí de la escultura y de la arquitectura, como Atrea era la Idea de la Justicia, toda bondad y toda inteligencia”. Lo llama un segundo Platón, y dirigiéndose a los otros poetas les dice esta frase admirable, citada con frecuencia: “¡Guardad silencio, instrumentos armoniosos! Él dice cosas y vosotros palabras”. Ei dice cose, et voi dite parole...
[430] Dona Argentina Malaspina, en 1516.
[431] Sobre todo su carta a Francisco I, de 26 de abril de 1546.
[432] Condivi comienza así su vida de Miguel Ángel: “Desde la hora en que el Señor Dios, por su gracia todopoderosa, me juzgó digno no solamente de ver a Miguel Ángel Buonarroti, el escultor y pintor único, lo cual apenas habría tenido la audacia de esperar, sino también de gozar con su conversación, con su afecto y su confianza, en reconocimiento de tal beneficio, me dediqué a reunir todo lo que me parece en su vida digno de alabanza y de admiración, para ser útil a los demás con el ejemplo de tal hombre”.
[433] Francisco I, en 1546. Catalina de Médicis, en 1559, le escribió desde Blois, “que sabiendo como todo el mundo, cuán superior era a cualquier otro en su siglo”, le suplicaba que él esculpiera la estatua ecuestre de Enrique II, o que a lo menos hiciera un dibujo de ella. Noviembre 14 de 1559.
[434] En 1552. Miguel Ángel no respondió, lo cual ofendió al duque. Cuando Benvenuto Cellini volvió a hablar del asunto a Miguel Ángel, éste respondió de una manera sarcástica.
[435] En noviembre de 1560.
[436] En octubre de 1561.
[437] Vasari. A propósito de la recepción que Cosme hizo a Miguel Ángel.
[438] Francisco de Holanda. Conversación sobre la pintura.
[439] Ibid.
[440] A Piero Gondi. Enero 26 de 1524.
[441] Vasari describe así a los ayudantes de Miguel Ángel: “Pietro Urbano de Pistoia era muy inteligente, pero nunca quiso trabajar. Antonio Mini hubiera querido, pero no era inteligente. Ascanio della Ripa Transone trabajaba, pero nunca llegó a hacer nada”.
[442] Miguel Ángel se inquietaba por sus menores percances. Se preocupa cuando Urbano se corta un dedo. Cuida de que cumpla sus deberes religiosos: “Ve a confesarte, trabaja bien, cuida la casa...”. (Cartas, marzo 29 de 1518).
[443] Ya Miguel Ángel había querido ir a Francia con Antonio Mini, después de la fuga de Florencia, en 1529.
[444] El cuadro que había hecho durante el sitio para el duque de Ferrara, pero que no quiso entregar porque el Embajador de Ferrara le había faltado al respeto.
[445] En 1531.
[446] Vasari.
[447] El 3 de diciembre de 1555, pocos días después de la muerte del último hermano de Miguel Ángel, Gismondo.
[448] Febrero 25 de 1556.—Miguel Ángel termina así: “me recomiendo a vos y os ruego que me disculpéis con messer Benvenuto (Cellini) si no contesto su carta; porque estos pensamientos me causan tanto dolor que me siento incapaz de escribir”.
Véase también la poesía CLXII:
E piango e parlo del mio morto Urbino...
[449] Escribió a la mujer de Urbino, Cornelia, cartas llenas de afecto, en las cuales le prometía llevarse consigo al pequeño Michelangelo, “quererlo más que a los hijos de su sobrino Lionardo y enseñarle todo lo que Urbino deseaba que aprendiese”. Marzo 28 de 1557.—No perdonó a Cornelia que se volviera a casar, en 1559.
[450] Véase en Vasari la relación de estos chistes.
[451] Ibid.
[452] Ibid.
[453] Vasari.
[454] Como casi todas las almas sombrías, Miguel Ángel tenía a veces el humor burlón; escribió poesías burlescas del género de Berni. Pero su sátira es ruda y casi trágica, como la lúgubre caricatura de los achaques de la vejez. (Poesías LXXXI). Véase también su parodia de una poesía del amor. (Ibid., XXXVII).
L’anima mia, che chon la morte parla...[455]
Así vivía solo con sus humildes amigos, sus ayudantes y sus locos, y con otros amigos más humildes todavía, sus animales familiares, sus pollos y sus gatos[456].
En el fondo estaba solo, y cada día más. “Estoy siempre [Pg 234]solo, escribía a su sobrino en 1548, y no habló con nadie”. Se había separado poco a poco no solamente de la sociedad de los hombres, sino de sus intereses mismos, de sus necesidades, de sus placeres y de sus pensamientos.
La última pasión que lo ligaba a los hombres de su tiempo, el fuego republicano, se había extinguido también. Todavía una vez había lanzado un último resplandor de tempestad, en la época de las dos graves enfermedades de 1544 y 1546, cuando Miguel Ángel fué recogido por su amigo Riccio en la casa de los Strozzi, republicanos y proscriptos. Miguel Ángel, convaleciente, mandó rogar a Roberto Strozzi, refugiado en Lyon, que recordara al Rey de Francia sus promesas, y agregaba que si Francisco I iba a restablecer la libertad en Florencia, se comprometía a elevarle por su cuenta una estatua ecuestre, de bronce, en la plaza de la Señoría[457]. En 1546 regaló a Strozzi, en señal de gratitud por la hospitalidad recibida, los Dos Cautivos que Strozzi a su vez obsequió a Francisco I.
Pero esto no era más que un acceso de la fiebre política, y el último. En algunos pasajes de sus Diálogos con Giannotti, en 1545, expresa casi los pensamientos de Tolstoi sobre la inutilidad de la lucha y la no resistencia al mal:
“Es una gran presunción atreverse a matar a alguien, porque no se puede saber seguramente si de su muerte resultará algún bien o si de su vida lo hubiera resultado. Por eso yo no puedo soportar a esos hombres que creen que no es posible producir el bien si no se comienza por el mal, es decir, por el asesinato. Los tiempos cambian, nuevos sucesos sobrevienen, los deseos se transforman, los hombres se cansan... y al fin de cuentas sucede siempre lo que no se había previsto”.
El mismo Miguel Ángel que había hecho la apología del tiranicidio, se irritaba contra los revolucionarios que se imaginan cambiar el mundo con un acto. Sabía bien que [Pg 235]él había sido uno de ellos y se condenaba a sí mismo amargamente. Como Hamlet, dudaba ya de todo, de sus pensamientos, de sus odios, y de todo lo que había creído. Volvía la espalda a la acción. Y escribía: “El buen hombre que respondió a alguno:—Yo no soy un hombre de estado, yo soy un hombre honrado y un hombre de buen sentido—, ése decía la verdad. ¡Si mis trabajos de Roma me preocuparan tan poco como los negocios de los Estados!”[458].
La verdad es que ya no odiaba. No podía ya odiar. Era demasiado tarde:
Ahimè, lasso chi pur tropp’ aspetta,
Ch’i’ gionga a suoi conforti tanto tardj!
Ancor, se ben riguardj,
Un generoso, alter’ e nobil core
Perdon’ e porta a chi l’offend’amore.
“¡Ay de mí, cansado de una espera demasiado larga,
llego demasiado tarde a lo que había deseado!...
y ahora ¿no lo sabes?
un corazón generoso, soberbio y noble
perdona y ofrece su amor a quien lo ofende”[459].
Vivía en el Macel de’Corvi, sobre el foro de Trajano. Tenía allí una casa con un jardinillo y la ocupaba con un criado, una criada y sus animales familiares[460]. No tenía buena mano para sus criados. “Eran todos negligentes y sucios”, dice Vasari. Los cambiaba a menudo y se quejaba [Pg 236]de ellos amargamente[461]. Tuvo por esta causa tantos disgustos como Beethoven; y sus Ricordi (recuerdos o notas) como los cuadernos y conversaciones de Beethoven, conservan todavía las huellas de sus trastornos domésticos. “¡Oh, más valía que no hubiera estado nunca aquí!” Escribía en 1560, después de haber despedido a una criada, Girolama.
Su cuarto era sombrío como una tumba[462]. “En él las arañas hacían mil trabajos hilando con sus pequeños husos”[463]. A la mitad de la escalera había pintado a la Muerte llevando sobre el hombro un ataúd[464]. Vivía como un pobre y apenas comía[465], y “cuando no podía dormir se levantaba por la noche, para trabajar con el cincel. Se había fabricado un casco de cartón sobre el cual ponía una vela encendida, encima de su cabeza y de esta manera sin estorbo en las manos, iluminaba su trabajo”[466].
Al hacerse más viejo se hacía más solitario; era para él una necesidad, cuando todo dormía en Roma, refugiarse en el trabajo nocturno. El silencio era para él un beneficio, y la noche una amiga:
“¡Oh noche, oh tiempo dulce aunque sombrío, donde todo esfuerzo acaba por alcanzar la paz; quien te alaba ve bien y comprende bien, y quien te honra está en su pleno juicio. Tú cortas todos los pensamientos fatigados, con las sombras húmedas y el reposo; y de aquí abajo, a menudo, me llevas en sueños hasta las alturas adonde espero ir. ¡Oh sombra de la muerte, por la cual se evitan todas las miserias enemigas del alma y del corazón, supremo y buen remedio de los afligidos, tú devuelves la salud a nuestra carne enferma, tú secas nuestro llanto, tú nos descargas de nuestras fatigas, y limpias a los buenos del odio y del disgusto”[467].
Vasari visitó una noche al viejo que estaba solo en su casa desierta, contemplando la trágica Pietà y meditando:
Cuando Vasari tocó, Miguel Ángel se levantó y fué a la puerta con un candelero en la mano. Vasari quiso contemplar la escultura, pero Miguel Ángel dejó caer y apagarse la luz para que no pudiera ver nada. Y mientras que Urbino iba a buscar otra, el Maestro se volvió hacia Vasari y le dijo: “Estoy tan viejo que con frecuencia la muerte me tira de las calzas para llevarme. Un día caerá mi cuerpo como esta antorcha y como ella se extinguirá la luz de mi vida”.
La idea de la muerte lo absorbía, cada vez más próxima y llena de sombras.
“No hay en mí ningún pensamiento, decía a Vasari, que no tenga en el fondo esculpida la muerte”[468].
Le parecía ya como la única felicidad de la vida:
“Cuando mi pasado se me hace presente, y esto me sucede a todas horas, ¡oh mundo falso! entonces conozco bien el error y la culpa de la raza humana. El que llega a consentir en tus frivolidades y en sus vanas delicias, prepara para su alma penas dolorosas. Bien lo sabe el que hace la prueba; con cuánta frecuencia prometes paz y bienes que no tienes ni tendrás nunca. Por eso el menos favorecido es el que permanece por más tiempo aquí abajo, y el que vive menos, más fácilmente vuelve al cielo”[469].
“Conducido por muchos años a mi última hora reconozco tarde ¡oh mundo!, tus delicias. Tú prometes la paz que no tienes; tú prometes el reposo que muere antes del nacimiento. Lo digo y lo sé por experiencia, los únicos elegidos del cielo son los que más pronto mueren después de nacer”[470].
Como su sobrino Lionardo festejara el nacimiento de su hijo, Miguel Ángel lo reprimió severamente:
“Esta pompa me disgusta. No hay que reírse cuando el mundo entero llora. Es una falta de sentido celebrar así una fiesta por alguien que acaba de nacer. Hay que reservar la alegría para el día en que muere un hombre que ha vivido bien”[471].
Y al año siguiente lo felicitó por haber perdido a un segundo hijo de corta edad.
La naturaleza, que hasta entonces había desdeñado en su fiebre apasionada, y por su genio intelectual, fué en sus últimos años una consoladora para él[472]. En septiembre de 1556, huyendo de Roma, amenazado por las tropas del Duque de Alba, pasó por Spoleto y permaneció allí cinco semanas, en medio de los bosques de encinas y de olivos, dejándose penetrar por el esplendor cercano del otoño. Volvió a Roma con sentimiento, a fines de octubre, porque fué llamado. “He dejado allá más de la mitad de mí mismo, escribía a Vasari; porque verdaderamente la paz no se encuentra más que en los bosques”.
Pace non si trova se non nei boschi[473].
Y de regreso en Roma, el anciano de ochenta y dos años compuso una hermosa poesía a la gloria de los campos y de la vida campestre, en contraste con la mentira de las ciudades. Fué su última obra poética y tiene toda la frescura de la juventud[474].
Pero en la naturaleza, lo mismo que en el arte y en el [Pg 240]amor, era a Dios a quien buscaba y a quien se aproximaba cada día más. Siempre había sido creyente. Aunque no se dejara engañar por los sacerdotes ni por los monjes, ni por los devotos y las devotas, aunque a veces se burlara rudamente de ellos[475], nunca tuvo según parece la menor duda en su fe. Cuando la enfermedad o la muerte de su padre y de sus hermanos, su primer cuidado fué siempre que recibieran los sacramentos[476]. Tenía una confianza sin límites en la oración: creía más en ella que en todas las [Pg 241]medicinas[477]. Atribuía a su intercesión todos los bienes recibidos y los males que no le habían llegado. Tenía en su soledad crisis de adoración mística. La casualidad nos ha conservado el recuerdo de una de ellas: Un relato contemporáneo nos muestra la cara extática del héroe de la Sixtina, solo, orando en la noche, en su jardín de Roma e implorando con sus ojos dolorosos al cielo estrellado[478].
No es cierto, como se ha querido hacer creer, que su fe haya sido indiferente al culto de los Santos y de la Virgen[479]. Sería gracioso convertir en protestante al hombre que consagró los veinte últimos años de su vida a construir el templo del Apóstol Pedro y cuya última obra, interrumpida por la muerte, fué una estatua de San Pedro. No se puede olvidar que en diversas ocasiones quiso emprender grandes peregrinaciones, en 1545 a Santiago de Compostela, en 1556 a Loreto, y que formaba parte de la Hermandad de San Giovanni Decollato—San Juan Bautista—pero es cierto que, como todo gran cristiano, vivió y murió en Cristo[480]. “Vivo pobre con Cristo”, escribía a su padre [Pg 242]desde 1512, y al morir suplicaba que se le recordaran los sufrimientos de Cristo. Desde la amistad, y sobre todo después de la muerte de Vittoria Colonna, su fe tomó un carácter más exaltado. Al mismo tiempo que su arte, se consagraba casi exclusivamente a la gloria de la Pasión de Cristo[481], su poesía se abismaba en el misticismo. Renegaba del arte y se refugiaba en los grandes brazos abiertos del Crucificado:
“El curso de mi vida ha llegado, sobre la mar tempestuosa, en un frágil barco, al puerto común donde se desembarca para dar cuenta y razón de toda obra pía e impía. La ilusión apasionada que me hizo del arte un ídolo y un monarca, me parece hoy cargada de errores y veo claramente lo que todo hombre desea para su mal. Los pensamientos amorosos, los pensamientos vanos y alegres, ¿qué son ahora que me aproximo a las dos muertes? de una de ellas estoy seguro y la otra me amenaza. Ni la pintura ni la escultura son capaces de apaciguar el alma, dirigida hacia el amor divino, que para recogernos, abre sus brazos sobre la Cruz”[482].
Pero la flor más pura que la fe y el sufrimiento hicieron brotar en aquel viejo corazón desgraciado, fué la divina caridad. Este hombre, a quien sus enemigos acusaban de avaricia[483], no dejó durante toda su vida de colmar con sus liberalidades a los infelices conocidos y desconocidos.
No solamente demostró siempre el afecto más conmovedor para sus viejos servidores y para los de su padre, para una tal Mona Margherita, a quien recogió después de la muerte del viejo Buonarroti, y cuya muerte le causó “más pena que si hubiera sido una hermana”[484]; para un humilde carpintero que había trabajado en el andamiaje de la Capilla Sixtina, a cuya hija dotó[485]... sino que también daba constantemente a los pobres y sobre todo a los pobres vergonzantes. Le gustaba asociar en sus limosnas a su sobrino y a su nuera, les inspiraba la costumbre de hacerlo; los hacía que hicieran caridades por cuenta de él sin nombrarlo siquiera, porque quería que sus limosnas [Pg 244]se conservaran secretas[486]. “Le gustaba más hacer el bien que parecer hacerlo”[487]. Por un rasgo de exquisita delicadeza, pensaba sobre todo en las jóvenes pobres y procuraba darles ocultamente pequeñas dotes para que pudieran casarse o entrar en un convento.
“Procura, pues, conocer a un burgués necesitado que tenga una hija por casarse o para entrar al convento”; le escribe a su sobrino, y agrega: “hablo de los que están necesitados y se avergüenzan de mendigar. Dales el dinero que te mando, pero en secreto, y de tal manera que no te dejes engañar”[488].
Y en otra ocasión:
“Infórmame si conoces algún otro noble burgués muy necesitado, y sobre todo si tiene hijas en su casa; me sería muy agradable hacerle algún beneficio por la salud de mi alma”[489].
NOTAS:
[455] Poesías, CX.
[456] “Los pollos y el señor gallo triunfan, le escribe Angiolini en 1553, durante una de sus ausencias; pero los gatos están desolados por no veros, aunque no les falta comida”.
[457] Carta de Riccio a Roberto di Filippo Strozzi, (julio 21 de 1544).
[458] Carta a Lionardo su sobrino (1547).
[459] Poesías, CIX, 64. Miguel Ángel supone aquí un diálogo del poeta con un proscrito florentino. Es posible que haya escrito esta poesía después del asesinato de Alejandro de Médicis por Lorenzino, en 1536. (Se publicó por primera vez en 1543, con música de Giacomo Arcadelt).
[460] Entre sus criados anoto a título de curiosidad a un francés, Richard, Riccardo franzese. (Junio 18 de 1552. Ricordi, página 606).
[461] “Yo querría, escribe a Lionardo, una criada que fuera buena y limpia; pero es muy difícil, porque todas son sucias y perdidas. (Son tutte puttane e porche.) Les doy diez julios al mes. Vivo pobremente, pero pago bien”. (Cartas, agosto 16 de 1550).
[462] La mia scura tomba... (Poesías, LXXXI).
[463] Dov’è Aragn’ e mill’opre et lavoranti.
E fan di lor filando fusaiuolo. (Ibid.)
[464] Sobre el ataúd estaba este epitafio:
Io dico a voi, ch’al mondo avete dato
L’anima e 'l corpo e lo spirito 'nsieme:
In questa cassa oscura è 'l vostro lato.
“Yo os digo, a vosotros, que habéis dado al mundo
el alma, el cuerpo y el espíritu a la vez:
en esta caja obscura tendréis todo”.
(Ibid., CXXXVII).
[465] “Era muy sobrio. Cuando joven se contentaba con un poco de pan y vino para poder consagrarse enteramente al trabajo. En su vejez, desde la época en que hizo el Juicio Final, se acostumbró a beber un poco, pero únicamente por las tardes, cuando había terminado su trabajo, y de la manera más moderada. Aunque fuera rico vivía como un pobre. Nunca o muy rara vez comía algún amigo con él; no quería aceptar obsequios de nadie, porque se creía así obligado para siempre con el donante. Su sobriedad fué causa de que siempre fuera muy despierto y tuviera poca necesidad de sueño”. (Vasari).
[466] Vasari, observando que no usaba cera, sino candelas de sebo de cabra, le mandó cuarenta libras. El servidor de Miguel Ángel se las llevó, pero Miguel Ángel rehusó aceptarlas. El servidor dijo: “Amo, tengo los brazos deshechos por haberlas traído y no quisiera volvérmelas a llevar. Si no las queréis, voy a plantarlas en el lodazal seco que está frente a la casa y las encenderé todas”. Entonces Miguel Ángel replicó: “Déjalas pues allí, porque no quiero que hagas locuras ante mi puerta”. (Vasari).
[467] Véase Apéndice, XXIII. (Poesías, LXXVIII). Frey fija para esta poesía la fecha aproximada de 1546, en la época del Juicio Final y de la Capilla Paulina. Grimm cree que sea un poco posterior, hacia 1554. Otro soneto sobre la noche—Poesías, LXXVII—es de la más grande belleza poética, pero más literario y algo amanerado.
[468] Non nasce in me pensiero che non vi sia dentro sculpita la morte. (Cartas, junio 22 de 1555)
[469] Véase Apéndice, XXIV. (Poesías, CIX, 32).
[470] Apéndice, XXV. (Poesías, CIX, 34).
[471] Carta a Vasari, con esta fecha: “No se qué día de abril de 1554”. (A di non so quanti d’aprile 1554).
[472] Siempre había prestado muy poca atención a la naturaleza, a pesar de los años que pasó fuera de las ciudades, en Carrara o en Seravezza. El paisaje tiene ínfimo lugar en su obra; se reduce a algunas indicaciones abreviadas, casi esquemáticas, en los frescos de la Sixtina. En esto, Miguel Ángel se aleja de sus contemporáneos, de Rafael, del Ticiano, del Perugino, de Francia, de Leonardo. Despreciaba los paisajes de los artistas flamencos, entonces muy a la moda: “Grupos—decía,—paredes, campos muy verdes sombreados con árboles, ríos y gentes, y muchas figuras por aquí y por allá, eso es lo que se llama paisajes”.—Diálogos de Francisco de Holanda.
[473] Cartas, diciembre 28 de 1556.
[474] Quiero hablar de la larga poesía, no terminada, de 115 versos que comienzan así:
Nuovo piacere e di magiore stima
Veder l’ardite capre sopr’un sasso
Montar, pasciendo or questa or quella cima...
“Es un nuevo placer y siempre más estimado
ver las cabras atrevidas sobre una roca pastando,
ya en ésta o en aquella cima”.
(Poesías, CLXIII, págs. 249-253 de Frey).
Acepto aquí la interpretación de Frey, que señala para esta poesía la fecha de octubre a diciembre de 1556. Thode es de otra opinión, y la atribuye a la juventud de Miguel Ángel, pero no da a mi juicio ninguna razón suficiente.
[475] En 1548, disuadiendo a su sobrino Lionardo de hacer una peregrinación a Loreto, le aconsejaba gastar más bien el dinero en limosnas, “porque si llevas tu dinero a los sacerdotes, ¡Dios sabe lo que harán!” (Abril 7 de 1548). Sebastián del Piombo iba a pintar un monje en San Pedro in Montorio; Miguel Ángel piensa que aquel monje echará todo a perder y dice: “Los monjes han perdido al mundo que es muy grande; no sería sorprendente que perdieran una capillita”. En la época en que Miguel Ángel trataba de casar a su sobrino, fué a verlo una devota, le dijo un sermón, lo exhortó a la piedad y le ofreció para Lionardo una muchacha piadosa y de buenos principios. “Yo le respondí, escribe Miguel Ángel, que haría mejor ocupándose de tejer y de hilar, que rondando así alrededor de la gente, comerciando con las cosas santas”. (Cartas, julio 19 de 1549).
Escribió poesías ásperas de un sentimiento savonarolista contra los sacrilegios y las simonías de Roma. Por ejemplo, el soneto:
Qua si fa elmj di chalicj e spade,
E’l sangue di Christo si vend’a giumelle...
“Ahí se hacen con los cálices espadas y yelmos, y
la sangre de Cristo se vende a dos manos...”.
(Poesías, X, por el año de 1512).
[476] Carta a Buonarroto respeto a una enfermedad de su padre. (Noviembre 23 de 1516). Carta a Lionardo, refiriéndose a la muerte de Giovan Simone. (Enero de 1548). “Me sería agradable saber si se ha confesado y si ha recibido bien los Sacramentos. Si supiera que es así sufriría menos”.
[477] “Più credo agli orazioni che alle medicine”. (Cartas a Lionardo, abril 25 de 1549).
[478] “En el año del Señor de 1513, el primer año del Pontificado de León X, Miguel Ángel que se encontraba entonces en Roma—y creo, si no me equivoco que era en Otoño—una noche, al aire libre, en un jardín de su casa, oraba y levantó los ojos al cielo. De repente vió un meteoro maravilloso, un signo triangular con tres rayos: uno, que iba hacia el Este, brillante y liso como una hoja de espada pulida y al fin terminaba en un gancho; el otro color de rubí azul rojizo, que se extendía sobre Roma; y el otro color de fuego, retorcido y de tal longitud que llegaba hasta Florencia. Cuando Miguel Ángel vió este signo divino fué a su casa a buscar un papel, pluma y colores y dibujó la aparición; y cuando hubo terminado, la señal desapareció”. (Fray Benedetto: Vulnera diligentis, tercera parte. Mss. Riccardianus 2985. Citado por Thode, según Villari).
[479] Henry Thode.
[480] Cuando Leone Leoni, en 1560, grabó una medalla con la efigie de Miguel Ángel, éste mandó dibujar en el anverso un ciego conducido por un perro, con esta inscripción: Docebo iniquos vias tuas et impii ad te convertentur. (Vasari).
[481] Crucifijo, Entierro de Cristo, Descendimiento de la Cruz, Pietà.
[482] Apéndice, XXVI. (Poesías, CXLVII). Este soneto, que Frey juzga con razón como el más hermoso de todos los de Miguel Ángel, es de 1555-1556. Muchas otras poesías expresan con menor belleza de forma, pero no con menos emoción y fe, un sentimiento análogo. Véase Apéndice XXVII.
[483] Estos rumores eran puestos en circulación por el Aretino y por Bandinelli. El Embajador del duque de Urbino contaba a quien quería oírlo, en 1542, que Miguel Ángel se había hecho inmensamente rico prestando con usura el dinero que había recibido de Julio II, para el monumento que no había ejecutado. Miguel Ángel había dado pretexto hasta cierto punto, para esas acusaciones, por la dureza que mostró algunas veces en sus negocios (por ejemplo, con el viejo Signorelli, a quien persiguió en 1518, por un préstamo hecho en 1513) y por una rapacidad instintiva de campesino avaro que existía en él al mismo tiempo que una generosidad natural; pero esto era, por decirlo así, un gesto maquinal y hereditario. En realidad era de una extremada negligencia en sus negocios y no llevaba nunca cuentas. No sabía lo que tenía y daba a manos llenas. Su familia no dejó de aprovecharse de su capital.
Hacía obsequios regios a sus amigos y a sus servidores. La mayor parte de sus obras fueron regaladas y no vendidas; trabajó gratuitamente en San Pedro. Nadie condenó tan severamente como él el amor al dinero. “La avidez de lucro es un gran pecado”, escribió a su hermano Buonarroto. Vasari protesta con indignación contra las calumnias de los enemigos de Miguel Ángel, recuerda todo lo que su maestro ha dado: a Tommaso dei Cavalieri, a Bindo Altoviti, a Sebastián del Piombo, a Gherardo Perini, dibujos inestimables; a Antonio Mini, la Leda con todos los esbozos y los modelos; a Bartolommeo Bettini una admirable Venus con Cupido que la besa; al marqués del Vasto, un Noli me tangere; a Roberto Strozzi, los Dos Esclavos; a su servidor Antonio el Descendimiento de la Cruz, etc. “Yo no sé cómo, concluye, se puede tratar de avaro al hombre que prodigaba tales obras, que valían miles de escudos”.
[484] Cartas a Giovan Simone (1533); y a Lionardo Buonarroti, (noviembre de 1540).
[485] Vasari.
[486] “Me parece que descuidas demasiado la caridad”, escribió a Lionardo en 1547.
“Me escribes que quieres dar a esa mujer cuatro escudos de oro por el amor de Dios, y eso me gusta”. (Agosto de 1547).
“Procura dar donde hay verdadera necesidad y no por amistad sino por amor de Dios. No digas de dónde viene el dinero”. (Marzo 29 de 1549).
“No tienes que hacer ninguna mención de mí”. (Septiembre de 1547). “Me sería más agradable que consagres a limosnas por el amor de Dios, el dinero que gastas en regalos para mí; porque creo que hay mucha miseria entre vosotros”. (1558).
“Viejo como soy, querría hacer algunos bienes con limosnas, porque no puedo ni sé hacer el bien de otra manera”. (Julio 18 de 1561).
[487] Condivi.
[488] Carta a Lionardo. (Agosto de 1547).
[489] Ibid. (Diciembre 20 de 1550). También se informa de uno de los Cerretani, que tiene una hija para entrar al convento. (Marzo 29 de 1549). Su sobrina Cecca intercede con él para una pobre muchacha que entra al convento y él envía con todo gusto la suma que le pide. (A Lionardo, mayo 31 de 1556). “Casarse con una joven pobre, decía en alguna parte, es también una manera de dar limosna”.
EPÍLOGO
...Et l’osteria
È morte[490]...
La muerte, tan deseada y tan lenta para llegar, c’a miseri la morte è pigra e tardi...[491] llegó al fin.
A pesar de su constitución que mantuvo con el rigor monástico de su vida, no lo habían perdonado las enfermedades. Jamás sanó enteramente de las fiebres per[Pg 246]niciosas de 1544 y 1546; el mal de piedra[492], la gota[493], y sufrimientos de toda clase, acabaron de arruinarlo. En una poesía tristemente burlesca, de sus últimos años, pinta su cuerpo miserable roído por las enfermedades:
“Vivo solo y miserable encerrado como la médula dentro de la corteza del árbol... Mi voz es como una avispa en un saco de piel y de huesos. Mis dientes parecen las teclas de un instrumento de música. Mi cara parece un espantajo... Mis oídos no dejan de zumbar; en una oreja una araña teje su tela y en la otra un grillo canta toda la noche... Mi catarro anhelante no me deja dormir. El arte que me dió la gloria me ha conducido a este fin. ...Soy un pobre viejo próximo a deshacerse si la muerte no llega pronto... Las fatigas me han descuartizado, desgarrado y roto, y la hostería que me espera es la muerte”[494].
“Mi querido messer Giorgio, escribía a Vasari en junio de 1555, conoceréis por mi escritura que he llegado a la hora vigésimacuarta...”[495].
Vasari, que fué a verlo en la primavera de 1560, lo encontró muy debilitado. Apenas salía, casi no dormía y todo hacía presumir que no viviría por más tiempo. Al hacerse más débil se hacía más tierno y lloraba fácilmente.
“He ido a ver a Miguel Ángel. No esperaba mi visita y se ha emocionado tanto como un padre que vuelve a ver a su hijo perdido. Me ha echado sus brazos alrededor del cuello y me ha besado mil veces, llorando dulcemente”. (Lacrymando per dolcezza)[496].
No había perdido nada sin embargo de su lucidez de espíritu y de su energía. En esta misma visita que cuenta Vasari, habló largamente con él de diversos asuntos artísticos; le dió consejos para sus trabajos y lo acompañó a caballo a San Pedro[497].
En el mes de agosto de 1561, tuvo un ataque. Había trabajado tres horas seguidas con los pies desnudos, cuando sintió súbitos dolores y cayó con convulsiones. Su servidor Antonio lo encontró sin conocimiento. Cavalieri, Bandini y Calcagni, acudieron. Cuando llegaron, Miguel Ángel había vuelto en sí. Algunos días después volvió a salir a caballo y a trabajar en los dibujos de la porta Pia[498].
El intratable anciano no admitía bajo ningún pretexto que se ocuparan de él. Era un tormento continuo para sus amigos saber que estaba solo, con peligro de un nuevo ataque, con criados negligentes y poco escrupulosos.
El heredero Lionardo había recibido antes tan ásperas demostraciones, cuando había querido ir a Roma por enterarse de la salud de su tío, que no se atrevía a presentarse. En julio de 1563, le mandó preguntar por conducto de Daniel de Volterra si le sería agradable verlo; y para prevenir las sospechas que su viaje hubiera podido inspirar al espíritu desconfiado de Miguel Ángel, le mandó agregar que sus negocios iban bien, que era rico y que no tenía necesidad de nada. El malicioso viejo le mandó responder que puesto que era así, él se complacía y daría a los pobres sus escasos bienes.
Un mes más tarde, Lionardo, poco satisfecho por la respuesta, volvió a la carga y le mandó expresar las inquietudes que sentía respecto a su salud y a las personas que lo rodeaban. Entonces Miguel Ángel le contestó con una carta furibunda, que demuestra la sorprendente vitalidad [Pg 248]de este hombre a los ochenta y ocho años, seis meses antes de su muerte:
“Veo por tu carta que concedes crédito a ciertos pillos envidiosos, que porque no pueden robarme ni hacer de mí lo que quieren, escriben un montón de mentiras. Todos ellos son unos bellacos, y tú eres tan tonto que los crees, en lo que se refiere a mis negocios, como si yo fuera un niño. Mándalos a pasear; son gentes que no dan más que disgustos, que sólo son envidiosos y que viven como truhanes.
“Me escribes que sufro por la servidumbre, y yo te digo que en lo que concierne al servicio no podría estar servido más fielmente ni mejor tratado en todos sentidos. En cuanto a los temores de robo que indicas, te digo que las gentes que están en mi casa son tales que me permiten vivir en paz y tener confianza en ellos. Así pues, piensa en ti mismo y no pienses en mis asuntos; porque yo sé defenderme en caso de necesidad; no soy un niño. Deseo que estés bien”[499].
Lionardo no era el único que se inquietaba por la herencia. Toda Italia era la heredera de Miguel Ángel, sobre todo el duque de Toscana y el Papa, a quienes importaba no perder los dibujos y los planos relativos a la construcción de San Lorenzo y de San Pedro. En junio de 1563, por instigación de Vasari, el duque Cosme encargó a su Embajador Averardo Serristori, gestionara secretamente con el Papa que en vista del debilitamiento físico de Miguel Ángel se ejerciera una vigilancia atenta sobre sus criados y sobre todos los que frecuentaban su casa. En caso de muerte súbita se debía formar inmediatamente inventario de todos sus bienes: dibujos, cartones, papeles, dinero, y vigilar para que nada se perdiera en el primer desorden. A este efecto se tomaron precauciones. Es inútil decir que se procuró cuidadosamente que Miguel Ángel no supiera nada[500]. Estas precauciones no fueron inútiles. La hora había llegado.
La última carta de Miguel Ángel es del 28 de diciembre de 1563. Desde hacía un año no escribía él mismo, sino que dictaba y firmaba; Daniel de Volterra llevaba la correspondencia.
No dejaba de trabajar. El 12 de febrero de 1564 pasó todo el día de pie trabajando en la Pietà[501]. El 14 tuvo fiebre. Tiberio Calcagni fué avisado, acudió, y no lo encontró en su casa. A pesar de la lluvia había salido a pasearse a pie en la Campagna. Cuando volvió, Calcagni le dijo que aquello no era razonable, que no debió haber salido con semejante tiempo.
“¡Qué quieres!, respondió Miguel Ángel, estoy enfermo y no puedo encontrar reposo en ninguna parte”.
Su palabra incierta, sus miradas y el color de su rostro, inquietaron mucho a Calcagni. “El fin no vendrá inmediatamente, escribió desde luego a Lionardo; pero temo que no esté muy lejano”[502]. El mismo día, Miguel Ángel mandó suplicar a Daniel de Volterra que fuera a su casa y se quedara cerca de él. Daniel mandó al médico Federigo Donati; y el 15 de febrero escribió a Lionardo, a petición de Miguel Ángel, que podía ir a verlo, “pero tomando todas las precauciones porque los caminos estaban muy malos”[503].
Y agrega: “acabo de dejarlo un poco después de las ocho en plena posesión de sus facultades y con el espíritu tranquilo, pero agotado por un sopor tenaz. Se sentía tan incómodo, que esta tarde entre tres y cuatro, trató de salir a caballo como tenía costumbre de hacerlo cuando hacía buen tiempo. El tiempo frío y la debilidad de su cabeza y de sus piernas se lo impidieron. Tuvo que regresar y prefirió sentarse en un sillón cerca de la chimenea en vez de acostarse en su cama”.
Junto a él estaba el fiel Cavalieri.
Sólo consintió en quedarse en el lecho hasta la antevíspera de su muerte. Dictó su testamento, en plena conciencia, en medio de sus amigos y sus servidores.
Ofreció “su alma a Dios y su cuerpo a la tierra”. Pidió volver a su querida Florencia aunque fuera muerto.
Y después pasó
da l’orribil procella in dolce calma,
“de la horrible tempestad a la dulce calma”[504].
Fué un viernes de febrero como a las cinco de la tarde[505]. El día terminaba... “último día de su vida y el primero en el reino de la paz”[506].
Al fin descansaba. Había alcanzado el objeto de sus deseos, había salido del tiempo.
Beata l’alma, ove non corre tempo![507].
NOTAS:
[490] Poesías, LXXXI.
[491] “Porque para los desgraciados la muerte es perezosa”. (Poesías, LXXIII, 30).
[492] En marzo de 1549, le recomendaron las aguas de Viterbo, que le probaron bien. (Cartas a Lionardo). Volvió a sufrir de la piedra en julio de 1559.
[493] En julio de 1555.
[494] Traducción libre. Véase Apéndice, XXVIII, (Poesías, LXXXI).
[495] Carta a Vasari, junio 22 de 1555. “No solamente estoy muy viejo, escribía a Vasari en 1549, sino que me encuentro entre los muertos”. (Non solo son vecchio, ma quasi nel numero de’ morti).
[496] Carta de Vasari a Cosme de Médicis, abril 8 de 1560.
[497] Tenía ochenta y cinco años.
[498] Entonces fué cuando se acordó del contrato celebrado sesenta años antes con los herederos de Pío III, para el altar Piccolomini, de Siena, y quiso ejecutarlo.
[499] Carta a Lionardo, en agosto 21 de 1563.
[500] Vasari.
[501] Se trata de la Pietà no terminada del Palacio Rondanini. (Carta de Daniel de Volterra, a Lionardo, junio 11 de 1564).
[502] Carta de Tiberio Calcagni a Lionardo. (Febrero 14 de 1564).
[503] Carta de Daniel de Volterra a Vasari. (Marzo 17 de 1564).
[504] Poesías, CLII.
[505] El viernes 18 de febrero de 1564. Tommaso dei Cavalieri, Daniel de Volterra, Diomede Leoni, los dos médicos Federigo Donati y Gherardo Fidelissimi, y el servidor Antonio del Franzese asistían a su muerte. Lionardo no llegó a Roma más que tres días después.
De giorni mie... L’ultimo, primo in più tranquilla corte... (Poesías, CIX, 41).
[507] “Feliz el alma para la cual el tiempo ya no corre”. (Poesías, LIX).
Tal fué esta vida de divino dolor.
Foss’io pur lui! c’a tal fortuna nato,
Per l’aspro esilio suo con la virtute
Dare’ del mondo il più felice stato![508].
Al terminar esta historia trágica me siento atormentado por un escrúpulo. Me pregunto si queriendo dar a los que sufren compañeros de dolor que los sostengan, no he hecho más que agregar el dolor de éstos al dolor de aquéllos. ¿He debido acaso como tantos otros no mostrar más que lo heroico de los héroes, ocultando con un velo el abismo de tristeza que hay en ellos?
¡No! ¡La verdad! Yo no he prometido a mis amigos la felicidad a costa de la mentira, la felicidad a pesar de todo, a cualquier precio.
Yo les he prometido la verdad aunque sea a costa de la felicidad, la verdad viril que cincela las almas eternas.
El aliento de la verdad es duro, pero al mismo tiempo es límpido; bañemos en él nuestros corazones anémicos.
Las grandes almas son como altas cimas. El viento las azota, las nubes las envuelven; pero ahí se respira mejor y con más fuerza que en otras partes. El aire tiene ahí una pureza que lava las manchas de los corazones; y cuando las nubes se retiran, desde ahí se domina al género humano.
Así fué esta montaña colosal que se elevaba por encima de la Italia del Renacimiento, y cuyo perfil atormentado vemos a lo lejos perderse en el cielo.
Yo no pretendo que la mayoría de los hombres puedan vivir en estas alturas. Pero que un día por año suban en peregrinación; ahí renovarán el aliento de sus pulmones y la sangre de sus venas.
Allá arriba se sentirán más cerca del Eterno. Y después volverán a bajar hacia la llanura de la vida con el corazón templado para el combate diario.
ROMAIN ROLLAND
NOTAS:
[508] Poesías, CIX, 37.
I
Véase página 133
Signor, se vero è alcun proverbio antico,
Questo è ben quel, che chi può mai non vuole.
Tu hai creduto a favole e parole
E premiato chi è del ver nimico.
I’sono e fui già tuo buon servo antico,
A te son dato come i raggi al sole,
E del mio tempo non ti incresce o dole,
E men ti piaccio, se più m’affatico.
Già sperai ascender per la tua altezza,
E’l giusto peso e la potente spada
Fosse al bisogno e non la voce d’eco.
Ma’l cielo è quel c’ogni virtù disprezza
Locarla al mondo, se vuol c’altri vada
A prender frutto d’un arbor ch’è secco.
(Poesías, Ed. de Frey, III)
II
Véase página 146
L’ho già fatto un gozzo in questo stento,
Come fa l’acqua a’ gatti in Lombardia
Ovver d’altro paese che si sia,
C’a forza 'l ventre appicca sotto 'l mento.
La barba al cielo, e la memoria sento
In sullo scrigno, e’l petto fo d’arpia,
E 'l pennel sopra 'l viso tuttavia
Mel fa, gocciando, un ricco pavimento.
E’lombi entrati mi son nella peccia,
E fo del cul per contrappeso groppa,
E’passi senza gli occhi muovo invano.
Dinanzi mi s’allunga la corteccia,
E per piegarsi addietro si raggroppa,
E tendomi com’archo soriano.
Peró fallace e strano
Sorge il giudizio che la mente porta,
Che mal si tra’ per cerbottana torta.
La mia pittura morta
Difendi orma’, Giovanni, e’l mio onore,
Non sendo in loco bon, né io pittore.
(Poesías, IX)
III
Véase página 147
Grato e felice, c’a tuo’ feroci mali
Istare e vincer mi fu già concesso;
Or lasso, il petto vo bagnando spesso
Contra mie voglie, e so quante tu vali.
E se i dannosi e preteriti strali
Al segno del mio cor non fur ma’presso,
[Pg 255]
Or puoi a colpi vendicar te stesso
Di que’ begli occhi, e sien tutti mortali.
Da quanti lacci ancor, da quante rete
Vago uccelletto per maligna sorte
Campa molti anni per morire po’ peggio,
Tal di me, Donne, amor, come vedete,
Per darmi in questa età più crudel morte,
Campato m’ha gran tempo, come veggio.
(Poesías, II)
IV
Véase página 148
Quanto si gode, lieta e ben contesta
Di fior, sopra crin d’or d’una grillanda,
Che l’altro innanzi l’uno all’altro manda,
Come che’l primo sia a baciar la testa!
Contenta é tutto il giorno quella vesta
Che serra’l petto, e poi par che si spanda,
E quel c’oro filato si domanda
Le guance e ’l collo di toccar non resta.
Ma più lieto quel nastro par che goda,
Dorato in punta, con sí fatte tempre,
Che preme e tocca il petto che’ gli allaccia.
E la schietta cintura, che s’annoda,
Mi par dir seco: qui vo’stringier sempre!
Or che farebbon dunque le mie braccia?
(Poesías, VII)
V
Véase página 149
......................................
[Pg 256]
Quando un dì sto, che veder non ti posso,
Non posso trovar pace in luogo ignuno;
Se po’ ti veggo, mi s’appicca addosso,
Come suole il mangiar far al digiuno.
......................................
Com’altri il ventre di votar si muore,
Ch’è più 'l conforto, po’che pri’ è 'l dolore.
......................................
S’avien che la mi rida pure un poco
O mi saluti in mezzo della via,
Mi levo come polvere dal foco
O di bombarda o d’altra artiglieria.
Se mi domanda, subito m’affioco,
Perdo la voce e la riposta mia,
E subito s’arrende il gran desio,
E la speranza cede al poter mio.
......................................
Tu m’entrasti per gli occhi, ond’ io mi spargo,
Come grappol d’agresto in un’ ampolla,
Che doppo 'l collo cresce, ov’ è più largo.
Così l’immagin tua, che fuor m’immolla,
Dentro per gli occhi cresce, ond’io m’allargo,
Come pelle ove gonfia la midolla.
Entrando in me per sì stretto viaggio,
Che tu mai n’esca, ardir creder non aggio.
(Poesías, XXXVI)
VI
Véase página 149, nota 2
Com’arò dunque ardire
Senza vo’ ma’, mio ben, tenermi’n vita,
S’io non posso al partir chiedervi aita?
Que’ singulti e que’ pianti e que’ sospiri,
Che’l miser core voi accompagnorno,
Madonna, duramente dimostrorno
La mia propinqua morte e’ miei martiri.[Pg 257]
Ma se ver è, che per assenza mai
Mia fedel servitù vada in obblio,
Il cor lasso con voi, che non è mio.
(Poesías, XI)
VII
Véase página 173
Per molti, Donna, anzi per mille amanti,
Creata fosti, e d’angelica forma;
Or par che’l ciel si dorma,
S’un sol s’appropria quel ch’è dato a tanti.
Ritorna a’ nostri pianti
Il bel degli occhi tuo’, che par che schivi
Chi del suo dono in tal miseria é nato.
Dei! non turbate i vostri desir santi:
Che chi di me par che vi spogli e privi,
Col gran timor non gode il gran peccato;
Che degli amanti é men felice stato
Quello, ove’l gran desir gran copia affrena,
C’una miseria di speranza piena.
(Poesías, CIX, 48)
VIII
Véase página 174
S’alcun se stesso al mondo ancider lice,
Po’ che per morte al ciel tornar si crede,
Sarie ben giusto a chi con tanta fede
Vive servendo miser’ e 'nfelice.
......................................
(Poesías, XXXVIII)
IX
Véase página 177
......................................
Or che nostra miseria il ciel ti tolle,
Increscati di me, che morto vivo.
......................................
Tu se’ del morir morto e fatto divo,
Né tem’or più cangiar vita né voglia,
Che quasi senza invidia non lo scrivo.
Fortuna e 'l tempo dentro a vostra soglia
Non tenta trapassar, per cui s’adduce
Fra no’ dubbia letizia e certa doglia.
Nube non è che scuri vostra luce,
L’ore distinte a voi non fanno forza,
Caso o necessità non vi conduce.
Vostro splendor per notte non s’ammorza,
Né cresce ma’ per giorno, benché chiaro.
......................................
Nel tuo morire el mio morire imparo,
Padre mio caro...
Non è, com’alcun crede, morte il peggio
A chi l’ultimo dì trascende al primo,
Per grazia, eterno appresso al divin seggio;
Dove, Die gratia, ti prossumo e stimo,
E spero di veder, se 'l freddo core
Mie ragion tragge dal terrestre limo.
E se tra 'l padre e 'l figlio ottimo amore
Cresce nel ciel, crescendo ogni virtute.
(Poesías, LVIII)
X
Véase página 178
Oilmè oilmè ch’i’ son tradito
Da’ giorni mie’ fugaci e dallo specchio,
Che 'l ver dice a ciascun, che fiso’l guarda!
Così n’avvien, chi troppo al fin ritarda,
Com’ho fatt’io, che 'l tempo m’è fuggito,
Si trova come me’n un giorno vecchio.
Né mi posso pentir, né m’apparecchio,
Né mi consiglio con la morte appresso.
Nemico di me stesso,
Inutilmente i pianti e’ sospir verso,
Che non è danno pari al tempo perso.
Oilmè, oilmè, pur reiterando
Vo 'l mio passato tempo, e non ritrovo
In tutto un giorno che sia stato mio!
Le fallaci speranze e’l van desio,
Piangendo, amando, ardendo e sospirando
(C’affetto alcun mortal non mi è più nuovo)
M’hanno tenuto, ond’il conosco e provo:
Lontan certo dal vero,
Or con periglio pero;
Che 'l breve tempo m’ è venuto manco,
Né sarie ancor, se s’allungassi stanco.
I’vo lasso, oilmè, né so ben dove;
Anzi temo, ch’il veggio, e 'l tempo andato
Me 'l mostra, né mi val che gli occhi chiuda.
Or che 'l tempo la scorza cangia e muda,
La morte e l’alma insieme ognor fan pruove,
La prima e la seconda, del mio stato.
E s’io non sono errato,[Pg 260]
(Che Dio 'l voglia ch’io sia!)
L’etterna pena mia
Nel mal libero inteso oprato vero
Veggio, Signor, né so quel ch’io mi spero.
(Poesías, XLIX)
XII
Véase página 184, nota 1.
Oltre qui fu, dove 'l mie amor mi tolse,
Sua mercè, il core e vie più là la vita.
Qui co’ begli occhi mi promisse aita
E co’ medesmi qui tor me la volse.
Quinci oltre mi legò, quivi mi sciolse.
Per me qui piansi, e con doglia infinita
Da questo sasso vidi far partita
Colui c’a me mi tolse e non mi volse.
(Poesías, XXXV)
XIII
Véase página 184, nota 2.
Per sempre a morte, e prima a voi fu’ dato
Sol per un’ora, e con diletto tanto
Porta’ bellezza, e po’ lasciai tal pianto,
Che 'l me’ sarebbe non esser ma’ nato[509].
(LXXIII, 29)
S’i’ fu’ già vivo, tu sol, pietra, il sai,
Che qui mi serri, e s’alcun mi ricorda,
[Pg 261]
Gli par sognar: sì morte è presta e 'ngorda,
Che quel ch’è stato non par fusse mai[510].
(LXXIII, 22)
Chi qui morto mi piange, indarno spera,
Bagnando l’ossa e 'l mio sepolcro, tutto
Ritornarmi com’arbor secco al frutto;
C’uom morto non risurge a primavera[511].
(LXXIII, 21)
XIV
Véase página 187.
Veggio co’ be’ vostr’occhi un dolce lume,
Che co’ miei ciechi già veder non posso;
Porto co’ vostri piedi un pondo addosso,
Che de’ mie zoppi non è lor costume.
Volo con le vostr’ale e senza piume;
Col vostro ingegno al ciel sempre son mosso;
Dal vostro arbitrio son pallido e rosso;
Freddo al sol, caldo alle più fredde brume.
Nel voler vostro è sol la voglia mia,
I miei pensier nel vostro cor si fanno,
Nel vostro fiato son le mie parole.
Come luna da sé sol par ch’io sia;
Che gli occhi nostri in ciel veder non sanno,
Se non quel tanto che n’accende il sole.
(Poesías, CIX, 19)
XV
Véase página 188.
S’un casto amor, s’una pietà superna,
S’una fortuna infra due amanti eguale,
S’un’aspra sorte all’un dell’altro cale,
S’un spirto, s’un voler due cor governa;
S’un’anima in due corpi è fatta eterna,
Ambo levando al cielo e con pari ale;
S’amor d’un colpo e d’un dorato strale
Le viscer di due petti arda e discerna;
S’amar l’un l’altro, e nessun se medesmo,
D’un gusto e d’un diletto, a tal mercede,
C’a un fin voglia l’uno e l’altro porre;
Se mille e mille non sarien centesmo
A tal nodo d’amore, a tanta fede,
E sol l’isdegnio il può rompere e sciorre?
(Poesías, XLIV)
XVI
Véase página 189.
S’i’amo sol di te, Signor mio caro,
Quel che di te più ami, non ti sdegni,
Che l’un dell’altro spirto s’innamora.
Quel che nel tuo bel volto bramo e’mparo,
E mal compres’ è dagl’umani ingegni,
Chi 'l vuol saper, convien che prima mora.
(Poesías, XLV)
XVII
Véase página 189, nota 5.
(Poesías, LXVI)
XVIII
Véase página 201.
Felice spirto, che con zelo ardente,
Vecchio alla morte, in vita il mio cor tieni,
E fra mill’ altri tuo’ diletti e beni
Me sol saluti fra più nobil gente;
Come mi fusti agli occhi, or alla mente,
Per l’altru’fiate, a consolar mi vieni:
Onde la speme il duol par che raffreni,
Che non men che 'l disio l’anima sente.
Dunque trovando in te chi per me parla,
Grazia di te per me fra tante cure,
Tal grazia né ringrazia chi ti scrive.
Che sconcia e grande usur saria a farla,
Donandoti turpissime pitture
Per riaver persone belle e vive.
(Poesías, LXXXVIII)
XIX
Véase página 202-203.
Se 'l mio rozzo martello i duri sassi
Forma d’uman aspetto or questo or quello,
Dal ministro, che’l guida iscorge e tiello,
Prendendo il moto va con gli altrui passi.
Ma quel divin, che in cielo alberga e stassi,
Altri, e sé più, col proprio andar fa bello;[Pg 264]
E se nessun martel senza martello
Si può far, da quel vivo ogni altro fassi.
E perchè 'l colpo è di valor più pieno
Quant’ alza più se stesso alla fucina,
Sopra 'l mio, questo al ciel n’è gito a volo.
Onde a me non finito verrà meno,
S’or non gli dà la fabbrica divina
Aiuto a farlo, c’al mondo era solo.
(Poesías, CI)
XX
Véase página 203.
Quand’ el ministro de’ sospir mie tanti
Al mondo, agli occhi mei, a se si tolse,
Natura, che fra noi degnar lo volse,
Restò in vergogna, e chi lo vide in pianti.
Ma non come degli altri oggi si vanti
Del sol del sol, c’allor ci spense e tolse,
Morte, c’amor ne vinse, e farlo il tolse
In terra vivo e 'n ciel fra gli altri santi.
Così credette morte iniqua e rea
Finir il suon delle virtute sparte,
E l’alma, che men bella esser potea.
Contrari effetti, alluminan le carte
Di vita più che in vita non solea,
E morto a’l ciel, c’allor non avea parte.
(Poesías, C)
XXI
Véase página 204, en nota.
(Poesías, CIX, 63)
XXII
Véase página 216-217, nota 5.
Che fia di me? che vo’tu far di nuovo
D’un arso legno e d’un afflitto core?
Dimmelo un poco, Amore,
Acciò ch’ io sappi in che stato io mi truovo.
(Poesías, CX)
Amor...
D’un vecchio stanco oma’puo’goder poco;
Che l’alma, quasi giunta al’ altra riva,
Fa scudo a’tuo’di più pietosi strali;
E d’un legn’arso fa vil prova il foco.
(Poesías, CXIX)
XXIII
Véase página 237.
O nott’, o dolce tempo, benché nero,
Con pace ong’ opra sempre’al fin assalta.
Ben ved’ e ben intende chi t’esalta,
E chi t’ onor, ha l’intellet’ intero.
Tu mozzi e tronchi ogni stanco pensiero,
Che l’umid’ ombra e ogni quiet' appalta,
E dall’ infima parte alla più alta
[Pg 266]
In sogno spesso porti, ov’ire spero.
O ombra del morir, per cui si ferma
Ogni miseri’, a l’alma, al cor nemica,
Ultimo delli afflitti e buon rimedio;
Tu rendi sana nostra carn’inferma,
Rasciug’ i pianti, e posi ogni fatica,
E furi a chi ben vive ogn’ ir’ e tedio.
(Poesías, LXXVIII)
XXIV
Véase página 238.
Mentre che 'l mio passato m’ è presente,
Sí come ogni or mi viene,
O mondo falso, allor conosco bene
L’errore e’l danno dell’umana gente;
Quel cor, c’alfin consente
A tuo’lusingi e a tuo’van diletti,
Procaccia all’alma dolorosi guai:
Ben lo sa chi lo sente,
Come spesso prometti
Altrui la pace e 'l ben che tu non hai,
Né debbi aver già mai.
Dunque ha men grazia chi più qua soggiorna;
Che chi men vive, più lieve al ciel torna.
(Poesías, CIX, 32)
XXV
Véase página 238.
Condotto da molt’ anni all’ultim’ore,
Tardi conosco, o mondo, i tuo’diletti:
La pace, che non hai, altrui prometti,
E quel riposo c’anzi al nascer muore.
La vergogna e 'l timore[Pg 267]
Degli anni, c’or prescrive
Il ciel, non mi rinnova
Che 'l vecchio e dolce errore,
Nel qual chi troppo vive
L’anima ancide, e nulla al corpo giova.
Il dico, e so per prova
Di me, che 'n ciel quel solo ha miglior sorte,
Ch’ebbe al suo parto più presso la morte.
(Poesías, CIX 34)
XXVI
Véase página 242.
Giunto è già 'l corso della vita mia,
Con tempestoso mar per fragil barca,
Al comun porto, ov’a render si varca
Conto e ragion d’ogni opra trista e pia.
Onde l’affettuosa fantasia,
Che l’arte mi fece idol’ e monarca,
Conosco or ben, com’era d’error carca,
E quel c’a mal suo grado ogn’ uom desia.
Gli amorosi pensier, già vani e lieti,
Che fien’ or, s’a due morti m’avvicino?
D’una so 'l certo, e l’altra mi minaccia.
Né pinger né scolpir fie più che quieti
L’anima volta a quell’Amor divino
C’aperse, a prender noi, 'n croce le braccia.
(Poesías, CXLVII)
XXVII
Véase página 242, nota 2.
Scarco d’un’ importuna e greve salma,
Signor mio caro, e dal mondo disciolto,[Pg 268]
Qual fragil legno, a te stanco rivolto
Da l’orribil procella in dolce calma[512]...
(Poesías, CLII)
Di giorno in giorno, insin da mie prim’ anni,
Signor, soccorso tu mi fusti e guida[513]...
(Poesías, CXLIX)
Le favole del mondo m’hanno tolto
Il tempo dato a contemplare Iddio.
......................................
Ammezzami la strada c’al ciel sale,
Signor mie caro...
Mettimi in odio quanto 'l mondo vale,
E quante suo bellezze onoro e colo,
C’anzi morte caparri eterna vita[514].
(Poesías, CL)
Carico d’anni e di peccati pieno[515]...
(Poesías, CLV)
Di morte certo, ma non già dell’ora[516]...
(Poesías, CLVII).
XXVIII
Véase página 246.
I’sto rinchiuso come la midolla
Da la sua scorza, qua pover’e solo.
......................................
Io teng’un calabron’in un orciuolo,
In un sacco di cuoio ossa e capresti,
Tre pillole di pec’in un bocciuolo[517].
Gl’occhi di biffa macinat’ e pesti,
I denti come tasti di stormento,
C’al moto lor, la voce suon’e resti.
La faccia mia ha forma di spavento;
......................................
Mi cova in un orecchio un ragnatelo,
Ne l’altro canta un grillo tutta notte;
Né dormo e russo al catarroso anelo.
......................................
L’arte pregiata, ov’alcun tempo fui
Di tant’opinion, mi rec’a questo;
Povero, vecchio e serv’in forz’altrui;
Ch’i’ son disfatto, s’i’non muoio presto.
......................................
Dilombato, crepat’, infrant’e rotto
Son già per le fatich’, e l’osteria
È morte...
(Poesías, LXXXI)
NOTAS:
[509] Yo que os he sido dado solamente por una hora, me he dado para siempre a la muerte. Mientras más ha encantado mi belleza, más lágrimas ha causado: hubiera sido mejor no haber nacido.
[510] Si alguna vez viví, sólo tú lo sabes, piedra que aquí me guardas. Y si alguno se acuerda de mí, le parecerá soñar; tan rápida es la muerte, que al que ha sido, le parece como si nunca hubiera sido.
[511] El que me llora muerto, espera en vano que al bañar mis huesos y mi tumba, refloreceré como árbol seco y sin frutos; el hombre muerto no renace en primavera.
[512] Libre de un pesado e importuno despojo, oh mi querido Señor, y desprendido del mundo, como una barca frágil vuelvo a ti, cansado de la horrible tempestad a la dulce calma...
[513] Día por día, desde mis primeros años, Señor, fuiste mi guiador y mi auxilio...
[514] Las quimeras mundanas me robaron el tiempo, que se me había dado para contemplar a Dios...
Mi querido Señor, redúceme a la mitad el camino que sube al cielo, hazme odiar todo lo que vale en el mundo, y todas sus bellezas a las cuales honro y sirvo, para ganar con la muerte la vida eterna.
[515] Cargado de años y lleno de pecados...
[516] Seguro de la muerte, pero no de su hora...
[517] Alusión al mal de piedra del cual sufría. “Tre pietre nelle vesica”, según la explicación de Frey.
A.—POESÍAS.
Rime di Michelagnolo Buonarroti, raccolte da Michelagnolo suo nipote, Giunti, Florencia, 1623.
(Primera edición—defectuosa—del conjunto de las poesías de Miguel Ángel, hecha por su sobrino nieto Miguel Ángel el joven).
Le Rime di M. A. B. cavate dagli autografi, e pubblicate da Cesare Guasti, Florencia, 1863.
(Primera edición de las poesías que tiene carácter verdaderamente histórico).
Die Dichtungen des Michelagniolo Buonarroti, herausgegeben und mit kritischem Apparate versehen von Dr. Carl Frey, Professor der neueren Kunstgeschichte an der Universitaet Berlin—mit einer Portraetradierung von Albert Krüger, und einer Heliographie nach Francesco da Hollanda,—G. Grote’sche Verlagsbuchhandlung, Berlín, 1897.
(Edición modelo, única exacta y completa, con un admirable comentario filológico e histórico, una selección de poesías dirigidas a Miguel Ángel, un cuadro cronológico, extractos de cartas relativas a las poesías y un índice alfabético).
B.—CARTAS.
Le Lettere di Michel Angelo Buonarroti, pubblicate col Ricordi ed i Contratti artistici per cura di Gaetano Milanesi, Le Monnier, Florencia, 1875.
A.—DOCUMENTOS CONTEMPORÁNEOS.
Giorgio Vasari. Vite degli architetti, pittori e scultori, 1550 (primera edición); 1568 (segunda edición).
Ascanio Condivi. Vita di Michel Angelo Buonarroti, Antonio Blado, Roma, 1553.
Francisco da Hollanda. Cuatro conversaciones sobre la Pintura, tenidas en Roma, en 1538-1539, arregladas en 1548 y publicadas por Joaquim de Vasconcellos, traducción francesa en las Artes en Portugal, por el conde A. Raczynski, Renouard, París, 1846.
Donato Giannotti. Dialoghi de’ giorni che Dante consumò nel cercare l’Inferno e 'l Purgatorio, compuestos en 1545. Primera edición, 1859, Florencia.
Paolo Giovio. Michaelis Angeli Vita, publicada primero por Tiraboschi; Storia della lett. Ital., tomo IX, 1781, Módena.
Benvenuto Cellini. La Vita, escrita entre 1559 y 1562. Primera edición, 1728, Nápoles.
Benedetto Varchi. Due Lezzioni, Florencia, 1549.
Benedetto Varchi. Orazione funerale recitata nelle esequie di Michel Angelo Buonarroti, Giunti, Florencia, 1564.
Francesco Berni. Opere burlesche, Giunti, Florencia, 1548.
Los Corresponsales de Miguel Ángel: I. Sebastiano del Piombo, texto italiano publicado por primera vez por Gaetano Milanesi, con traducción francesa de A. le Pileur, librería de El Arte, París, 1890.
Sammlung ausgewaehlter Biographien Vasaris, herausgegeben von Carl Frey, Tomo II. Le Vite di M. A. B. (Edición crítica de todas las biografías de Miguel Ángel, compuestas por sus contemporáneos).
Giovanni Gaye. Carteggio inedito d’artisti dei secoli XIV, XV, XVI, Florencia, 1840.
Daelli. Carte Michelangiolesche inedite, Milán, 1865.
Sammlung ausgewaehlter Briefe an M. A. B., herausgegeben von Cari Frey, Berlín, 1899.
B.—OBRAS MODERNAS.
Richard Duppa. The Life and literary works of M. A. B., Londres, 1806, 1807.
Quatremère de Quincy. Historia de la vida y las obras de M. A. B., París, 1835.
Hermann Grimm. Das Leben Michelangelos; primera edición, 1860, Hanover, séptima y última, 1900 (con ilustraciones).
Aurelio Gotti. Vita di M. A. B., Florencia, 1875.
La obra y la vida de Miguel Ángel, dibujante, escultor, pintor, arquitecto y poeta, por Charles Blanc, E. Guillaume, Paul Mantz, Charles Garnier, Méziéres, A. de Montaiglon, G. Duplessis y Louis Gonse, París, Gazette des Beaux-Arts, 1876.
C. Heath Wilson. Life and works of M. B., Londres, 1876.
Anton Springer. Raffael und Michelangelo, 1878, Leipzig.
Ludwig von Scheffler. Michelangelo, eine Renaissance Studie, 1892, Altenburg.
John Addington Symonds. The Sonnets of M. A. B. and T. Campanella, Londres, 1878.
John Addington Symonds. The Life of M. A. B., Londres, 1893.
Carl Just. Michelangelo, 1900, Leipzig.
Corrado Ricci. Michelangelo, 1901, Florencia.
Ernst Steinmann. Die Sixtinische Kapelle, 1905, Bruckmann, Munich, tomo II (para la iconografía de Miguel Ángel y de Vittoria Colonna).
Dr. Paul Garnault. Los retratos de Miguel Ángel, 1913, París (Fontemoing).
Henry Thode. Michelangelo und das Ende der Renaissance, tomo I. Grote, Berlín, 1902; tomo II, ibid, 1903. (Esta obra considerable, todavía no terminada, es el ensayo más importante que se haya hecho de un estudio psicológico de Miguel Ángel y de su tiempo. Es de lamentarse en esta obra, además de una obsesión wagneriana desagradable y un poco exagerada, el abuso de las categorías abstractas y de las divisiones escolásticas, que obscurecen el tema en lugar de aclararlo, y que aumentan el desorden de la composición, demasiado compacta. La he aprovechado con abundancia, así como las admirables ediciones y estudios de Carl Frey).
Rime, primera edición, 1538, Parma; segunda edición, 1539; con giunta di XVI Sonetti Spirituali, 1539; con giunta di XXIV Sonetti Spirituali, e Trionfo della Croce, 1544, Venecia; numerosas ediciones del siglo XVI.
Carteggio, publicado por Erm. Ferrero et Gius. Müller, Torchi, Turín, 1892. (Recopilación de las cartas de, o a Vittoria Colonna, y de los documentos relativos a su vida, entre otras de la Vita di V. C. por Filonico Alicarnasseo).
Lettere inedite, edición Salza, Florencia, 1898.
Il codice delle rime di V. C. appartenente a Margherita regina di Navarra, scoperto ed illustrato da D. Tordi, Pistoia, 1900.
Henry Roscoe.—V. C., her Life and poems, Londres, 1868.
Giuseppe Campori.—V. C. (Atti e Memorie delle R. R. Deputazioni di Storia Patria per le prov. dell’Emilia), tomo III, Módena, 1878.
Alfred de Reumont. Vittoria Colonna, Friburgo, 1881; traducción italiana por Müller y Ferrero, 1892, Turín.
Alessandro Luzio. Vittoria Colonna (Riv. Storica Mantovana), tomo I, Mantua, 1885.
La luz que acaba de extinguirse ha sido, para quienes pertenecen a mi generación, la más pura que haya irradiado sobre nuestra juventud; porque en el sombrío crepúsculo del siglo XIX que termina, fué la estrella consoladora cuya mirada atraía y tranquilizaba nuestras almas de adolescentes. Entre todos aquéllos (que son muchos en Francia), para quienes Tolstoi fué más que un artista amado, un amigo, el mejor—y para muchos el único y verdadero amigo en todo el arte europeo—quiero rendir a su memoria sagrada un tributo de gratitud y amor.
Los días en que yo aprendí a conocerlo no se borrarán nunca de mi memoria. Fué en 1886. Después de algunos años de muda germinación, las flores maravillosas del arte[Pg 278] ruso acababan de abrirse sobre la tierra de Francia. Las traducciones de Tolstoi y Dostoievski se publicaban a la vez en todas las casas editoriales, con febril apresuramiento. De 1885 a 1887 fueron editadas en París La Guerra y la Paz, Ana Karenina, Infancia y Adolescencia, Polikushka, La Muerte de Iván Ilich, los cuentos del Cáucaso y los cuentos populares. En unos cuantos meses, en unas cuantas semanas, se descubría ante nuestros ojos toda la obra de una gran vida, en la cual se reflejaba un pueblo, un mundo nuevo.
Acababa yo de entrar a la Escuela Normal. Éramos, mis camaradas y yo, muy distintos los unos de los otros. En nuestro pequeño grupo, en el cual se encontraban reunidos espíritus realistas e irónicos, como el filósofo Georges Dumas; poetas que se abrasaban en amor al Renacimiento italiano, como Suarés; fieles a la tradición clásica, stendhalianos y wagnerianos, ateos y místicos, se suscitaban frecuentes discusiones y había muchos puntos de desacuerdo. Mas durante algunos meses el amor a Tolstoi nos unió casi a todos. Indudablemente que cada uno de nosotros lo amaba por distintas razones; porque cada uno se reconocía a sí mismo en su obra, y porque para todos era una puerta que se abría sobre el inmenso universo, una revelación de la vida. En torno nuestro, en el seno de nuestras familias, en nuestras provincias, la gran voz que venía de los confines de Europa despertaba las mismas simpatías, algunas veces inesperadas. Me acuerdo de mi sorpresa una vez que escuché a unos burgueses, en mi Nivernais, a quienes no interesaba el arte y no leían casi nada, hablar de la muerte de Iván Ilich con una concentrada emoción.
He leído en críticos eminentes la tesis que sustenta que Tolstoi debía lo mejor de sus ideas a nuestros escritores románticos, a Jorge Sand, a Víctor Hugo. Sin discutir la inverosimilitud que habría en hablar de una influencia de Jorge Sand sobre Tolstoi, que no la podría sufrir, y sin negar el influjo mucho más real que sobre él han tenido[Pg 279] J. J. Rousseau y Stendhal, sería dudar de la grandeza de Tolstoi y del poder de su fascinación sobre nosotros, si lo atribuyésemos sólo a sus ideas. El círculo de ideas dentro del cual se mueve el arte es de los más limitados. La fuerza del arte no está en las ideas, sino en la expresión que les da, en el acento personal, en el sello del artista, en el aroma de su vida.
Fuesen o no prestadas las ideas de Tolstoi (y esto lo veremos en seguida), jamás una voz semejante a la suya había resonado antes en Europa. ¿Cómo explicarnos, de otra suerte, el estremecimiento de emoción que experimentamos entonces, al escuchar esta música del alma, que esperábamos desde hacía largo tiempo y de la cual tanta necesidad teníamos? No entraba para nada la moda en nuestros sentimientos. La mayor parte de nosotros, como yo, no conocimos el libro de Eugène-Melchior de Vogüé sobre la Novela Rusa, sino después de haber leído a Tolstoi; y la admiración de Vogüé nos ha parecido demasiado pálida junto a la nuestra, porque él juzgaba, sobre todo, desde el punto de vista del literato. Mas para nosotros, poco era admirar la obra: la vivíamos, era nuestra. Nuestra por su pasión ardiente de la vida, por su juventud de corazón; nuestra por su desencanto irónico, por su clarividencia despiadada y su familiaridad con la muerte; nuestra por los ensueños de amor fraternal y de paz entre los hombres; nuestra por su requisitoria terrible contra las mentiras de la civilización. Y por su realismo, y por su misticismo. Por su vívido aliento de Naturaleza, por su sentido de las fuerzas invisibles y por su vértigo de lo infinito.
Estos libros han sido para un gran número de nosotros lo que fué “Werther” para los de su tiempo: el espejo enigmático de nuestro poder de amor y de nuestras debilidades, de nuestras esperanzas, de nuestros terrores y nuestros desalientos. No nos preocupábamos por poner en acuerdo todas estas contradicciones, ni menos por hacer entrar esta alma múltiple—en la cual resonaba el universo—[Pg 280]dentro de las estrechas categorías religiosas o políticas, como lo hacen la mayor parte de quienes en estos últimos tiempos han hablado de Tolstoi, incapaces de apartarse de las luchas de los partidos, trayéndolo al cauce de sus propias pasiones, a los límites de sus banderías socialistas o clericales. ¡Como si nuestras banderías pudieran ser la medida de un genio! ¡Y qué me importa a mí que Tolstoi sea o no de mi partido! ¿Me ha preocupado acaso cuáles fueron los partidos de Dante y Shakespeare, para respirar su soplo de vida y beber su luz?
No digamos con estos críticos de ahora: “Hay dos Tolstoi, el de antes de la crisis y el de después de la crisis; el uno es bueno y el otro no lo es”. Para nosotros no ha habido más que uno, y lo hemos amado todo entero, porque sentimos por instinto que en almas como la suya todo cabe y todo se une.
Lo que nuestro instinto sentía, sin explicarlo, a nuestra razón toca comprobarlo ahora. Esto es posible hoy que esta larga vida, llegada a su término, se ofrece ante todos los ojos, sin velos, con un candor y una sinceridad únicos. Nos sorprende inmediatamente apreciar hasta qué punto permaneció siempre la misma, del principio al fin, a despecho de las barreras que se ha querido levantar contra ella, de trecho en trecho, y a despecho del mismo Tolstoi, quien como todo hombre apasionado, se inclinaba a creer cuando amaba, cuando creía, que amaba y creía por la vez primera y que de ahí databa el principio de su vida. Principiar, volver a principiar. ¡Cuántas veces la misma crisis, las mismas luchas, se produjeron en él! No se podría hablar de la unidad de su pensamiento (no tuvo nunca esta unidad), pero sí de la persistencia en sus ideas de los mismos elementos diversos, ora unidos, ora contra[Pg 281]rios, contrarios más a menudo. La unidad no está en el espíritu ni en el corazón de Tolstoi, está en el combate de sus pasiones dentro de sí mismo; está en la tragedia de su arte y de su vida.
Arte y vida están unidos. Nunca ha habido una obra más íntimamente ligada a la vida; casi tiene constantemente un carácter autobiográfico. Desde la edad de 25 años podemos seguir a Tolstoi, paso a paso, en las experiencias contradictorias de su carrera llena de aventuras. Su Diario, comenzado antes de los 20 años y continuado hasta su muerte,[518] y las noticias suministradas por él a M. Birukov[519], completan este conocimiento y no sólo permiten leer casi día por día en la conciencia de Tolstoi, sino también hacen revivir el mundo en el cual arraigó su genio y las almas de las cuales se nutrió su alma.
Una rica herencia: la de una doble raza (los Tolstoi y los Volkonski) muy antigua y muy noble, que se vanagloriaba de remontar hasta Rurik y contaba en sus anales a compañeros de Pedro el Grande, a generales de la guerra de Siete Años, héroes de las luchas napoleónicas, “decembristas” y deportados políticos. A sus recuerdos de familia debió Tolstoi algunos de los tipos más originales de “La Guerra y la Paz”, como el viejo príncipe Volkonski, su abuelo materno, representante rezagado de la aristocracia de los tiempos de Catarina II, volteriano y despótico; el príncipe Nicolás Gregorevitch Volkonski, un primo hermano de su madre, herido en Austerlitz y recogido del [Pg 282]campo de batalla bajo la mirada de Napoleón, como el príncipe Andrés; su padre, que tenía algunos rasgos de Nicolás de Rostov;[520] su madre, la princesa María, la fea dulcísima de ojos bellos, cuya bondad ilumina las páginas de “La Guerra y la Paz”.
No conoció a sus padres. Las narraciones encantadoras de “Infancia y Adolescencia”, tienen, como es bien sabido, poco de realidad. Su madre murió cuando él no tenía aún dos años; y no pudo por lo tanto recordar el rostro amable que el pequeño Nicolás Irteniev evoca al través de un velo de lágrimas, el rostro de sonrisa luminosa, que derramaba en torno suyo la alegría...
¡Ah, si pudiera entrever esta sonrisa en los momentos aciagos, yo no sabría qué cosa es la pena...![521]
Pero indudablemente que de ella heredó la perfecta franqueza, la indiferencia hacia la opinión y el don maravilloso que tuvo—según se asegura—de contar historias que ella misma inventaba.
Al menos, de su padre sí pudo conservar algunos recuerdos. Era un hombre amable y burlón, de ojos tristes, que vivía en sus tierras una existencia independiente y desnuda de ambiciones. Nueve años de edad tenía Tolstoi cuando murió; y su muerte le hizo “comprender por la vez primera la amarga verdad, y llenó su alma de desesperación”[522]. Primer encuentro de la infancia con el espectro del terror que una parte de su vida debía consagrar a combatir, y la otra a celebrarlo, transfigurándolo... La huella de esta angustia está contenida en algunas líneas inolvidables de los últimos capítulos de “Infancia”, en las cuales los recuerdos fueron aprovechados para la narración de la muerte y del entierro de la madre.
Cinco niños quedaron en la vieja mansión de Yasnaia Poliana,[523] en donde León Nicolaievich nació el 28 de agosto de 1828, y la cual no debía abandonar sino para morir, 82 años más tarde. La menor, una niña, María, se hizo después religiosa (y con ella fué a refugiarse Tolstoi moribundo, cuando huyó de su casa y de los suyos). Eran cuatro hombres: Sergio, egoísta y agradable, “sincero hasta un grado que no he visto alcanzar jamás a otros”; Dmitri, apasionado, concentrado, quien después, siendo estudiante, también se entregó a prácticas religiosas con vehemencia, sin cuidarse de la opinión pública, ayunando, buscando a los pobres y dando albergue a los enfermos, para de pronto arrojarse en el desorden, con igual violencia; y, en seguida, roído por los remordimientos, rescatar y llevar a su casa a una muchacha que había conocido en una casa pública, para morir de tisis a los 29 años;[524] Nicolás, el mayor, el hermano más amado, quien heredó de la madre su imaginación para contar historias,[525] irónico, tímido y delicado, fué más tarde oficial en el Cáucaso y ahí adquirió la costumbre de alcoholizarse. De éste, que, lleno también de ternura cristiana, vivía en chozas compartiendo con los pobres cuanto poseía, decía Turguenef “que ponía en práctica la humildad en la vida que su hermano León se contentaba con desarrollar en teoría”.
Junto a los huérfanos estaban dos mujeres de gran corazón.
Una era la tía Tatiana,[526] “que tenía dos virtudes, dice Tolstoi: la paz y el amor”; y cuya vida toda sólo era amor. Se consagraba a los demás sin descanso...
“Ella me ha hecho conocer el placer moral de amar...”.
La otra, la tía Alejandra, servía siempre a los demás y evitaba que se la sirviera, se privaba de criados y tenía por ocupaciones favoritas la lectura de vidas de los santos y las charlas con los peregrinos y con los “inocentes”. Muchos de estos “inocentes” vivían en la casa, y uno de ellos, una vieja peregrina que recitaba salmos, era madrina de la hermana de Tolstoi; otro, el inocente Gricha, solamente sabía orar y llorar.
¡Oh, gran cristiano Gricha! Tu fe era tan fuerte que sentías la proximidad de Dios; tu amor era tan ardiente que las palabras brotaban de tus labios, sin que tu razón las ordenara. ¡Y cómo celebrabas su magnificencia cuando, no encontrando ya palabras para loarlo, bañado en lágrimas te prosternabas en el suelo!...[527]
¿Quién no advierte la parte que estas almas humildes tuvieron en la formación de Tolstoi? Parece que en alguna de ellas se insinuaba ya, se bosquejaba, el Tolstoi de los últimos días. Sus plegarias, su amor, arrojaron en el espíritu del niño las simientes de la fe, de las cuales debía el anciano coger los frutos.
Aparte del inocente Gricha, en los relatos de Infancia, Tolstoi no habla de estos modestos colaboradores que lo ayudaron a edificar su alma. Pero, en cambio, ¡cuánto se transparenta en las páginas del libro esta alma de niño, “este corazón puro y amante, como un claro rayo de luz que descubría siempre en los otros sus cualidades mejores”; esta ternura infinita!... Siendo feliz, piensa en el único hombre que sabe es infortunado, llora y querría consagrarse [Pg 285]a él; abraza a un viejo caballo, y le pide perdón por haberlo hecho sufrir; es feliz por amar, aun no siendo amado. Se perciben ya los gérmenes de su genio futuro: su imaginación que lo hace llorar con sus propias historias; su cerebro siempre en trabajo, que lucha siempre por saber qué piensan las gentes; su precoz facultad de observación, y de memoria;[528] la mirada atenta que escruta fisonomías, en medio de su duelo y de la verdad de su dolor. A los cinco años sintió, dice él, por la vez primera, “que la vida no es una diversión, sino una tarea demasiado ruda”[529].
Felizmente lo olvidó. En aquel tiempo se arrullaba con los cuentos populares, con los bylines rusos, esos ensueños típicos y legendarios; con narraciones de la Biblia,—sobre todo de la sublime Historia de José que, ya anciano, aun lo presentaba como un modelo de arte;—y de las Mil y una Noches que en la casa de su abuela, cada velada, recitaba un narrador ciego, sentado en el umbral de la ventana.
Hizo sus estudios en Kazan[530]. Estudios tan mediocres que se decía de los tres hermanos:[531] “Sergio quiere y puede; Dmitri quiere y no puede, y León ni quiere ni puede”.
Pasaba por lo que él llamó “el desierto de la adolescencia”, desierto de arena batido por ráfagas de un viento abrasador de locura. Acerca de este período los relatos de [Pg 286]Adolescencia, y sobre todo los de Juventud, son ricos en confesiones íntimas. Estaba solo; su cerebro, en un estado de fiebre perpetua. Durante un año investiga por su propia cuenta y ensaya todos los sistemas[532]. Estoico, se martiriza con torturas físicas; epicúreo, se prostituye. Cree después en la metempsícosis; y acaba por caer en un nihilismo demente: le parecía que si se volviese con suma rapidez, podría ver la nada frente a frente. Se analiza, se analiza...
“No pensaba ya en una cosa, pensaba que pensaba en una cosa...”[533].
Este análisis perpetuo, este mecanismo de razonar que giraba en el vacío, le quedará como hábito peligroso que, decía él, “lo perjudicó a menudo en la vida”; pero del cual sacó su arte recursos inesperados[534].
En este juego había perdido todas sus convicciones, o, al menos, así lo pensaba. A los dieciséis años dejó de orar y de ir a la iglesia[535]; pero la fe no había muerto, estaba solamente germinando:
“Sin embargo, yo creía en algo. ¿En qué? No podría decirlo. Creía aún en Dios, o más bien, no lo negaba. Pero ¿en cuál Dios? Lo ignoraba. No negaba tampoco a Cristo y su doctrina; pero en qué consistía esta doctrina, no habría sabido decirlo”[536].
Se sentía poseído, por momentos, de ensueños de bondad. Quería vender su carruaje para dar el dinero a los pobres, hacerles el sacrificio de una décima parte de su fortuna, [Pg 287]privarse de sirvientes... “Porque son ellos también hombres como yo”[537]. Escribió, durante una enfermedad[538], sus Reglas de vida. Ingenuamente se atribuyó el deber de “estudiar y profundizar todo: derecho, medicina, lenguas, agricultura, geografía, matemáticas, alcanzar el grado más alto de perfección en música y en pintura”, etc... Tenía “la convicción de que el destino del hombre está en su incesante perfeccionamiento”. Pero en modo insensible, al impulso de sus pasiones de adolescente, de una sensualidad violenta y de un amor propio inmenso,[539] esta fe, en ese extraviado perfeccionamiento, perdía su carácter desinteresado y se hacía práctica y material. Si deseaba perfeccionar su voluntad, su cuerpo y su espíritu, era para vencer al mundo e imponerle el amor[540]. Deseaba agradar.
Esto no era fácil. Tenía entonces una fealdad simiesca: rostro brutal, largo y pesado, cabello corto y calzándole la frente, ojos pequeños que miraban con dureza, hundidos en sus órbitas sombrías; nariz larga, labios gruesos y salientes y grandes orejas[541]. No pudiendo hacerse ilusiones acerca de esta fealdad, que cuando era un niño ya le causaba crisis de desesperación[542], pretendió realizar el ideal del [Pg 288]“hombre elegante”[543]. Este ideal lo llevó, para ser como los otros “hombres elegantes“, a entregarse al juego, a endeudarse estúpidamente y a hacer una vida de libertinaje[544].
Una cosa le salvó siempre: su absoluta sinceridad.
—¿Sabéis por qué os amo más que a los demás?—decía Nekhludov a su amigo.—Porque tenéis una cualidad sorprendente y rara: la franqueza.
—Sí, digo siempre todo, aun aquellas cosas que tengo vergüenza de confesarme[545].
Hasta en sus peores extravíos se juzgó siempre con una clarividencia despiadada.
“De hecho vivo bestialmente, escribió en su Diario; estoy completamente deprimido”.
Y fiel a su manía de analizarse, registra minuciosamente las causas de sus errores:
1.º Indecisión o falta de energía; 2.º Engaño de sí mismo; 3.º Precipitación; 4.º Falsa vergüenza; 5.º Mal humor; 6.º Confusión; 7.º Espíritu de imitación; 8.º Volubilidad; 9.º Irreflexión.
Esta misma independencia de criterio aplica, aún siendo estudiante, a la crítica de las convenciones sociales y de las supersticiones intelectuales. Se mofa de la ciencia universitaria, niega toda seriedad a los estudios históricos y se expone a sufrir correctivos por sus audacias de pensamiento. En esta época descubrió a Rousseau, las Confesiones y el Emilio, y fué para él como un golpe de rayo.
“Le rendí culto; llevaba al cuello su retrato, en una medalla, como si fuera una imagen santa”[546].
Sus primeros ensayos filosóficos no son sino comentarios sobre Rousseau (1846-1847).
Sin embargo, disgustado de la Universidad y de los “hombres elegantes”, retornó a soterrarse en sus campos de Yasnaia Poliana (1847-1851), y volvió a ponerse en contacto con el pueblo. Intentó consagrarse entonces a ayudar al pueblo, convertirse en su benefactor y en su educador. Sus experiencias de este tiempo han sido referidas en una de sus primeras obras, La Mañana de un Señor (1852), novela notable, de la cual es protagonista su personaje favorito, el príncipe Nekhludov[547].
Nekhludov tiene veinte años, y acaba de abandonar la Universidad para consagrarse a sus campesinos. Un año hace que trabaja en hacerles el bien; y, en una visita a la aldea, lo vemos estrellarse contra la indiferencia burlona, la desconfianza arraigada, la rutina, la imprevisión, los vicios, la ingratitud. Todos sus esfuerzos son en vano. Regresa desalentado, pensando en sus ensueños de un año antes, en su generoso entusiasmo, en “sus ideas sobre que el amor y el bien constituían la felicidad y la verdad, las únicas verdad y bondad posibles en el mundo”. Se siente vencido, avergonzado y cansado.
“Se sienta ante el piano y su mano inconscientemente acaricia las teclas. Una armonía brota, luego una segunda, otra tercera... Se pone a tocar. Los acordes no eran completamente regulares; a menudo parecían ordinarios hasta la [Pg 290]banalidad y no revelaban ningún talento musical; pero en ellos encontraba un placer indefinible, triste. A cada cambio de armonías, con una anhelante palpitación de corazón esperaba la que iba a surgir, y por la imaginación suplía vagamente lo que faltaba. Escuchaba el coro, la orquesta... Y su placer principal nacía de la obligada actividad de la imaginación, que le presentaba aisladas, pero con una sorprendente claridad, las imágenes y las escenas más variadas del pasado y del porvenir...”.
Reveía a los “mujiks”, viciosos, desconfiados, mentirosos, holgazanes y testarudos, con quienes charlaba hacía un instante; pero en esta vez se los representaba con todo lo que tienen de bueno, ya no con sus vicios; penetraba en sus corazones por la intuición del amor; leía en ellos su paciencia, su resignación con la suerte que los abruma, su perdón de los ultrajes, su consagración a la familia y las causas de su fidelidad rutinaria y piadosa al pasado; evocaba sus jornadas de fructuoso trabajo, fatigador y sano...
“Esto es bello, murmuraba... ¿Por qué no soy yo uno de ellos?”[548].
Todo Tolstoi está ya en el héroe de esta primera novela;[549] su visión clarísima y sus ilusiones persistentes. Observa a las gentes con un realismo sin desmayos; pero en el momento que cierra los ojos, vuelven a apoderarse de él sus ensueños y su amor a los hombres.
Tolstoi, en 1850, es menos paciente que Nekhludov; Yasnaia lo ha aniquilado; tan cansado está del pueblo como de la “élite”; su misión le pesa, y no tiene a qué consagrarse. Por otra parte, sus acreedores lo asediaban.
En 1851 huye al Cáucaso, a unirse al Ejército, cerca de su hermano Nicolás, que era oficial.
Y apenas llega a las serenas montañas, se tranquiliza, vuelve a encontrar a Dios.
“La última noche[550] apenas he dormido... Me puse a orar a Dios. Imposible es para mí describir la dulzura de sentimientos que experimentaba mientras estuve orando. Recité mis plegarias habituales y proseguí después largo tiempo en oración. Algo deseaba yo, muy grande, muy hermoso... ¿Qué era? no podría decirlo. Anhelaba confundirme en el Ser infinito, y le demandaba que me perdonase mis faltas... Pero no, yo no demandaba nada: sentía que, pues me había concedido aquel momento de ventura, me perdonaba. Pedía y sentía a un tiempo mismo que nada tenía yo qué pedir, ni podía ni sabía pedir. Y se lo agradecí, pero no con palabras, no con pensamientos... Una hora había transcurrido apenas cuando de nuevo escuchaba la voz del vicio. Me dormí soñando con la gloria, y con las mujeres: era esto más fuerte que yo. ¡No importa! He dado gracias a Dios por este momento de felicidad, porque me ha mostrado mi pequeñez y mi grandeza. Quiero orar, pero no sé; quiero comprender, pero no me atrevo... ¡Me abandono a tu Voluntad!”[551].
La carne no estaba vencida (no lo estuvo jamás); la lucha se proseguía en lo secreto del corazón, entre Dios y las pasiones. Tolstoi anota, en su Diario, cuáles son los tres demonios que lo devoran:
1.º La Pasión del juego. Lucha posible.
2.º La Sensualidad. Lucha muy difícil.
3.º La Vanidad. La más terrible de todas.
En el instante en que soñaba vivir para los otros y sacrificarse, sus pensamientos voluptuosos y fútiles lo asediaban: la imagen de alguna mujer cosaca, o “la desesperación que sufriría si su mostacho izquierdo se levantase más que el derecho”[552]. “¡No importa!” Dios estaba allí y no lo abandonaría. La efervescencia de la lucha misma era fecunda, porque todas las potencias de vida en ella se exaltaban.
Pienso que la idea tan frívola que tuve de hacer un viaje al Cáucaso, me fué de lo Alto inspirada. Me ha guiado la mano de Dios; y no ceso de darle gracias. Comprendo que he llegado a ser mejor aquí, y estoy firmemente persuadido que todo lo que pueda acontecerme no será sino para mi bien, puesto que Dios mismo es quien lo ha querido...[553]
Es el canto de acción de gracias de la tierra a la primavera. La tierra se cubre de flores; todo está bien en ella; todo es bello. En 1852 el genio de Tolstoi da sus primeras flores: Infancia, La Mañana de un Señor, La Incursión, Adolescencia; y él da gracias al Espíritu de Vida que lo ha fecundado[554].
La Historia de mi Infancia fué comenzada en el Otoño de 1851, en Tiflis, y concluida en Piatigorsk, en el Cáucaso, el 2 de julio de 1852. Es curioso observar que en el cuadro de esta naturaleza que lo embriagaba, en plena vida nueva y en medio de los peligros inquietantes de la guerra, ocupado en descubrir un mundo de caracteres y de pasiones que le eran completamente desconocidos, Tolstoi se haya vuelto hacia los recuerdos de su vida pasada en esta primera [Pg 293]obra. Pero cuando escribió Infancia se encontraba enfermo, su actividad militar bruscamente interrumpida; y durante los prolongados ocios de la convalecencia, dolorido y solo, estaba en una disposición sentimental de espíritu en la cual, ante sus ojos enternecidos, revivía lo pasado[555]. Después de la agotadora tensión de los últimos años, tan desagradables, era para él dulce de reanimar “el período maravilloso, inocente, poético y alegre” de la edad primera, y rehacerse un “corazón de niño, bueno, sensible y capaz de amor”. Por otra parte, con el ardor de la juventud y sus ilimitados proyectos, dado el carácter cíclico de su imaginación poética, que raramente concebía un tema aislado y para la cual las grandes novelas no eran sino eslabones de una larga cadena histórica, fragmentos de vastos conjuntos que no pudo nunca ejecutar[556], Tolstoi no podía ver en las narraciones de Infancia, en aquel momento, sino los primeros capítulos de una Historia de cuatro épocas, que también comprendería su vida en el Cáucaso y concluiría, sin duda, en la revelación de Dios por la Naturaleza.
Más tarde, Tolstoi fué muy severo para las narraciones de Infancia, a las cuales debió una gran parte de su popularidad.
“¡Es esto tan malo,—decía a Birukov;—está escrito con tan poca honestidad literaria!... De eso no se puede sacar nada”.
En esta opinión estuvo solo. La obra manuscrita, enviada sin nombre de autor a la gran revista rusa Sovremennik (El Contemporáneo), fué en el acto publicada (el 6 [Pg 294]de septiembre de 1832) y tuvo un éxito unánime que después han confirmado todos los públicos de Europa; y sin embargo, no obstante su encanto poético, su finura de colorido, su emoción delicada, es fácil de comprender que más tarde haya desagradado a Tolstoi. Le desagradó por las mismas razones que gustaba a los demás; porque es necesario decirlo claramente: a excepción de la pintura de algunos tipos locales y en un pequeño número de páginas, que sorprenden por el sentimiento religioso o por el realismo en la emoción[557], la personalidad de Tolstoi se acusa débilmente en esta obra. Se extiende por sus páginas un dulce, un tierno sentimentalismo, que después siempre le fué antipático y que proscribió de sus demás novelas. Lo reconocemos, y reconocemos este “humor” y estas lágrimas, que vienen de Dickens. Entre sus lecturas favoritas, de los catorce a los veintiún años, Tolstoi señala en su Diario: “Dickens, David Copperfield. Influencia considerable”. Todavía en el Cáucaso releyó este libro.
Otras dos influencias señala él mismo: Sterne y Toepffer. “Entonces estaba yo bajo la inspiración de ellos”[558].
¿Quién habría pensado que las “Nouvelles Genevoises” fueron el primer modelo del autor de La Guerra y la Paz? Y basta, sin embargo, saberlo para descubrir en las narraciones de Infancia la bonhomía afectuosa y zumbona de Toepffer, trasplantada a una naturaleza más aristocrática.
Encontró Tolstoi, al principiar, que ya era conocido, y su personalidad no tardó mucho en afirmarse. Adolescencia (1853), menos pura y menos perfecta que Infancia, descubre una psicología más original, un sentimiento de la naturaleza más vivo y un alma atormentada, alma con la cual Dickens y Toepffer se habrían sentido a disgusto. En La Mañana de un Señor (octubre de 1852)[559], el carácter de Tolstoi aparece netamente formado, con la intrépida sinceridad de sus observaciones y su fe en el amor. Entre los notables retratos de campesinos que pinta en esta novela se encuentra ya el bosquejo de una de las más hermosas visiones de sus Cuentos Populares: el anciano en el colmenar,[560] aquel viejecito bajo el abedul, con las manos extendidas, los ojos en alto, su cabeza calva luciente al sol, y en torno de ella, las abejas doradas que revuelan sin picarle, formándole una corona...
Pero las obras—tipo de este período son aquéllas que registran inmediatamente sus emociones actuales: las narraciones del Cáucaso. La primera, La Incursión, (concluida el 24 de diciembre de 1852), se impone por su magnificencia de paisajes: una salida de sol en las montañas, a la orilla de un arroyo; un sorprendente cuadro nocturno, en el cual sombras y ruidos están fijados con una conmovedora intensidad; y el retorno, en la tarde, mientras a lo lejos las cimas nivosas desaparecen en una bruma violeta y las voces hermosas de los soldados que cantan ascienden y se pierden en el aire transparente. Muchos de los personajes de La Guerra y la Paz hacen allí su entrada en la vida, como el capitán Khlopov, héroe verdadero, que no se bate por placer sino para cumplir su deber, “una de esas fisonomías rusas, sencillas, tranquilas, que es tan fácil y tan agradable mirar de lleno a los ojos”. Pesado, torpe, un poco ridículo, indiferente a cuanto le rodea, no cambia en medio de la batalla, cuando todos cambian; “permanece exactamente como se le ha visto siempre, con los mismos movimientos tranquilos, la misma voz igual, la misma expresión de sinceridad en su rostro ingenuo y pesado”. Junto a él está el teniente que encarna a los héroes de Lermontov, y que, siendo bueno, pone semblante de sentimientos feroces; y el pobre pequeño subteniente, tan alegre por su primera salida, que desborda en ternura y, presto a saltarle al cuello a cualquiera, adorable y risible, se hace matar estúpidamente, como Petia Rostov. En medio del cuadro está la figura de Tolstoi que observa, sin mezclarse en los sentimientos de sus compañeros, y que hace ya escuchar su grito de protesta contra la guerra.
¿No pueden los hombres vivir con tranquilidad en este mundo tan hermoso, bajo el inmensurable cielo estrellado? ¿Cómo pueden conservar aquí tales sentimientos de maldad, de venganza, de rabia para destruir a sus semejantes? Cuanto de malo hay en el corazón del hombre había de desaparecer al contacto de la naturaleza, que es la más inmediata expresión de la belleza y del bien[561].
Otras narraciones del Cáucaso con observaciones de esta época no fueron escritas sino más tarde, en 1854-1855, como La Tala en el Bosque[562], de un realismo exacto y un poco frío, pero lleno de notas curiosas acerca de la psicología del soldado ruso, (notas para lo porvenir); en 1856 un Encuentro en el destacamento con un conocido de Moscú[563], un hombre de mundo, fracasado, suboficial degradado, haragán, ebrio y mentiroso que no puede acostumbrarse a la idea de que pueda ser muerto como cualquiera otro de sus soldados, a quienes desprecia, y de quienes el peor vale cien veces más que él.
Y por encima de estas obras se levanta, cumbre la más alta de esa primera cadena de montañas, una de las más bellas novelas líricas que Tolstoi haya escrito, el canto de su juventud, el poema del Cáucaso, Los Cosacos[564]. El esplendor de las nevadas montañas que destacan sus nobles líneas sobre el cielo luminoso, llena con su música el libro [Pg 297]entero. Y la obra es única por esta flor del genio, “el todopoderoso dios de la juventud, como dice Tolstoi: ese ímpetu que ya no se recobra más”. ¡Cuál torrente primaveral!... ¡Qué efusiones de amor!
“¡Yo amo, amo tanto!... ¡Bravo! ¡Bueno!... repetía y deseaba llorar. ¿Por qué? ¿quién era bravo? ¿qué amaba? No lo sabía bien”[565].
Esta embriaguez del corazón se derrama desordenadamente. El héroe Olenine, que ha llegado como Tolstoi a sumergirse en el Cáucaso en una vida de aventuras, y que se ha enamorado de una joven cosaca, se abandona al torbellino de sus aspiraciones contradictorias. Ora piensa que “la felicidad está en vivir para los otros, en sacrificarse” ora que el “sacrificio de sí mismo no es más que una tontería”; entonces no está lejos de creer con el viejo cosaco Erochka, que “todo está permitido y que Dios ha hecho todo para placer del hombre. Nada es pecado. Gozar con una hermosa muchacha no es pecado, es la salud”. Pero, ¿qué necesidad tiene de pensar? Le basta con vivir. La vida es todo bien, toda felicidad, la vida todopoderosa, la vida universal: la Vida es Dios. Un naturalismo ardoroso enciende y devora al alma. Perdido en el bosque, en medio de “la vegetación salvaje, de la multitud de bestias y de aves, de nubes de moscos, entre la sombría verdura, en el aire cálido y perfumado, entre pequeños caños de agua turbia que espejean por doquiera bajo el follaje”, a dos pasos de las emboscadas del enemigo, Olenine “es embargado de pronto por un sentimiento tal de felicidad sin causa alguna, que, fiel a una costumbre de su infancia, se persigna y se pone a dar gracias a alguien”. Como un fakir indio goza al confesarse que está solo y perdido en este torbellino de vida que le envuelve, en el cual miríadas de seres invisibles acechan en este momento su muerte, ocultos por todas partes, en que millares de insectos zumban en torno suyo, se llaman:
“¡Por aquí, por aquí, compañeros! ¡Aquí hay alguien a quien picar!”
Y era bien claro para él que allí ya no era un gentilhombre ruso, de la sociedad de Moscú, amigo y pariente de éstos y aquéllos, sino simplemente un ser cualquiera como el mosquito, el faisán, el ciervo; como aquéllos que vivían, que rondaban en torno suyo.
—Como ellos, yo viviré y moriré. Y la yerba crecerá encima de mí...
Y su corazón se llena de alegría.
Vive Tolstoi, en esta hora de juventud, en un delirio de fuerza y de amor a la vida. Se abraza a la Naturaleza y se funde en ella; en ella vierte, adormece y exalta sus penas, sus alegrías y sus amores[566]; mas nunca esta embriaguez romántica afecta a la lucidez de su mirada. En ninguna otra página como en este ardiente poema los paisajes son pintados con tamaño vigor, ni los tipos con más verdad. La oposición entre la naturaleza y el mundo, que informa el fondo del libro y que será toda su vida uno de los temas favoritos en las ideas de Tolstoi, un artículo de su Credo, le hace encontrar ya, para fustigar la comedia del mundo, algunos de los ásperos acentos de la Sonata a Kreutzer[567]. Pero no es menos verídico con relación a quienes ama, y los seres de la naturaleza, la hermosa cosaca y sus amigos, son contemplados en plena luz, con sus egoísmos, sus avaricias, sus engaños, con todos sus vicios.
Una ocasión iba a presentársele para poner a prueba esta veracidad heroica.
En noviembre de 1853 fué declarada la guerra a Turquía. Tolstoi entonces hizo que se le pasara al ejército de Rumania, del cual pasó después al de Crimea, y llegó a Sebastopol el 7 de noviembre de 1854. Ardía en entusiasmo y fe patriótica. Cumplió bravamente con su deber y a menudo estuvo en peligro, sobre todo en abril y mayo de 1855, meses durante los cuales cada tercer día estaba de servicio en la batería del cuarto baluarte.
De vivir meses y meses en una exaltación y una agitación continua frente a frente con la muerte, su misticismo religioso se reavivó. Conversa con Dios. En abril de 1855 anota en su Diario una plegaria a Dios, en acción de gracias por haberlo protegido en los peligros y para pedirle que continúe protegiéndolo, “a fin de alcanzar el objeto eterno y glorioso de la existencia, que me es aún desconocido...”. Este objeto de su vida no es ya el arte, sino la religión. El 5 de marzo de 1855 escribía:
“He encontrado una gran idea, a cuya realización me siento capaz de consagrar toda mi vida. Es esta idea la fundación de una religión nueva, la religión de Cristo, pero purificada de dogmas y misterios... Obrar con límpida conciencia, a fin de unir a los hombres por la religión”[568].
Éste será el programa de su vejez.
Sin embargo, para distraerse de los espectáculos que lo rodeaban, se entregó nuevamente a escribir. ¿Cómo pudo encontrar la libertad de espíritu necesaria para componer, bajo una lluvia de granadas, la tercera parte de sus Recuerdos, Juventud? El libro es caótico, y se puede atribuir su desorden a las condiciones en las cuales nació y a veces también a cierta sequedad de análisis abstractos, con [Pg 300]divisiones y subdivisiones a la manera de Stendhal[569]. Pero se admira su tranquila penetración en el desorden de pensamientos y de ensueños confusos que se agolpan en un cerebro joven. La obra es de una rara franqueza consigo mismo; y por instantes, ¡cuánta frescura poética, en el hermoso cuadro de la primavera en la ciudad, en el relato de la confesión y del viaje al convento por el pecado olvidado! Un apasionado panteísmo presta a algunas páginas una belleza lírica cuyos acentos recuerdan las narraciones del Cáucaso, como la descripción de esta noche de Estío:
El brillo sereno del luminoso creciente. El estanque resplandeciendo. Los viejos abedules, cuyas ramas melenudas se argentan de un lado, al claro de luna, cubren con sus sombras negras la maleza y el camino. El grito de una codorniz detrás del estanque. El ruido apenas perceptible de dos viejos árboles que se rozan. El zumbido de los mosquitos y el golpe de una manzana que cae sobre las hojas secas; las ranas que saltan hasta los peldaños de la terraza y cuyos lomos verduzcos brillan en un rayo de luna... La luna asciende; suspensa en el claro cielo, llena el espacio; el soberbio fulgor del estanque se hace más brillante; las sombras se vuelven más negras, la luz más transparente... Y yo, humilde gusanillo, manchado ya con todas las pasiones humanas, pero con toda la inmensa fuerza del amor, pienso en este momento que la naturaleza, la luna y yo, somos sólo uno[570].
La realidad presente, empero, hablaba más alto que los sueños del pasado, y se imponía, imperiosa. Juventud quedó sin concluir, y el capitán segundo León Tolstoi, tras la protección de su baluarte, bajo el sordo ruido de los cañones, en medio de su compañía, observaba a los vivos y a los moribundos y recogía sus angustias y las suyas propias en las inolvidables narraciones de Sebastopol.
Estas tres narraciones, (Sebastopol en diciembre de 1854, Sebastopol en mayo de 1855 y Sebastopol en agosto de 1855), son de ordinario comprendidas en un mismo juicio; y sin embargo, son muy diferentes entre sí. Sobre todo la segunda se distingue de las otras dos por el sentimiento y por el arte. Están dominadas éstas por el patriotismo, mientras que sobre la segunda se extiende una implacable verdad.
Se cuenta que después de haber leído la segunda narración[571] la zarina lloró, y que el zar ordenó, movido por su admiración, que fueran traducidas al francés estas páginas y que pusieran al autor a cubierto de peligros. Se comprende esto fácilmente. Nada hay en ellas que no exalte a la patria y a la guerra. Tolstoi acaba de llegar; su entusiasmo está intacto; se sumerge en el heroísmo. Aún no advierte entre los defensores de Sebastopol ni ambición ni amor propio, ni ningún otro sentimiento mezquino. Para él es aquélla una epopeya sublime, cuyos héroes “son dignos de la Grecia”. Por otra parte, sus notas no atestiguan ningún esfuerzo de imaginación, ningún ensayo de representación objetiva; el autor se pasea por la ciudad; mira con lucidez, pero narra en una forma que carece de libertad: “Veis... Entráis... Advertís...”. Todo esto es periodismo, con algunas hermosas impresiones del natural.
Muy distinta es la escena segunda: Sebastopol en mayo de 1855. Desde las primeras líneas se lee:
El amor propio de millares de hombres ha luchado aquí, se ha apagado en la muerte...
Y más adelante:
...Y como había muchos hombres, había muchas vanidades... ¡Vanidad, vanidad, por todas partes vanidad, aun a las puertas de la tumba! Es la enfermedad particular de nuestro siglo... ¿Por qué los Homero y los Shakespeare hablan del amor, de la gloria, del dolor, y por qué la literatura de nuestro siglo no es más que la historia sin término de los vanidosos y de los advenedizos?
El relato, que no es una simple narración de sucesos, pone en escena directamente a los hombres y las pasiones, muestra todo lo que se oculta tras del heroísmo. La clara mirada desengañada de Tolstoi penetra en el fondo del corazón de sus compañeros de armas, y como en los corazones de ellos en el propio, para leer allí el orgullo, el miedo, toda la comedia del mundo que aún se continúa representando a un paso de la muerte. El miedo sobre todo es confesado, libre de sus velos, mostrado al desnudo. Estas zozobras perennes[572], esta obsesión de la muerte, son analizadas sin pudor, sin piedad, con una sinceridad terrible. En Sebastopol aprendió Tolstoi a perder todo sentimentalismo “esa compasión vaga, femenina, llorona”, como él decía con desdén. Y nunca su genio analizador, cuyo instinto se ha visto despertar durante sus años de adolescencia y que a menudo ha de tomar un carácter casi mórbido[573], alcanzó mayor intensidad sobreaguda, alucinada, que en el relato de la muerte de Praskhoukhine. Dos páginas enteras están [Pg 303]consagradas en esta narración a describir lo que pasa en el alma del desventurado durante el segundo que la bomba ha tardado en silbar y caer, antes de estallar; y una página para decir las propias impresiones, después del estallido, y que “ha muerto al punto por un fragmento de casco que lo hirió en pleno pecho”[574].
Como entreactos de orquesta en el drama, se abren en estas escenas de batalla amplios claros de naturaleza y de luz, la sinfonía del día que se levanta sobre el espléndido paisaje, donde agonizan millares de hombres. Y el cristiano Tolstoi, olvidando el patriotismo de su primera narración, maldice la impía guerra:
¡Y estos hombres, cristianos que profesan la misma gran ley de amor y de sacrificio, no caen de rodillas, al contemplar lo que han hecho, arrepentidos, delante de Aquél que al darles la vida ha puesto en el alma de cada uno, con el miedo a la muerte, el amor al bien y a la belleza! ¡No se abrazan, con lágrimas de alegría y de felicidad, como hermanos!
En el momento de concluir esta novela, cuyas páginas tienen una esperanza que antes ninguna de sus obras había mostrado, se siente Tolstoi asaltado por la duda, ¿ha hecho mal en hablar?
Una duda penosa me abruma; quizás no era conveniente decir todo esto; quizá lo que digo es una de esas verdades perversas que, ocultas inconscientemente en el fondo de cada alma, no deben de ser expresadas para que no lleguen a ser perjudiciales, como no debe agitarse la hez, so pena de echar a perder el vino. ¿Dónde está la expresión del mal que es necesario evitar? ¿Dónde la expresión de lo bello que sea preciso imitar? ¿Quién es el malhechor y quién el héroe? Todos son buenos y todos son malos...
Pero se recobra fieramente:
El héroe de mi novela, a quien amo con todas las fuerzas [Pg 304]de mi alma, a quien trato de mostrar en toda su belleza, que siempre fué, es y será hermoso, es la Verdad.
Después de haber leído estas páginas[575], Nekrasov, el director de “Sovremennik”, escribió a Tolstoi:
“Esto precisamente es lo que hace falta a la sociedad rusa de hoy: la verdad, la verdad, que, después de la muerte de Gogol, tampoco ha existido en la literatura rusa... Esta verdad que traéis a nuestro arte es algo enteramente nuevo entre nosotros; sólo de una cosa tengo miedo: que el tiempo y la cobardía de la vida, la sordera y el mutismo de cuanto nos rodea os hagan lo que a la mayor parte de nosotros, que os maten vuestra energía”[576].
Nada de eso era de temerse. El tiempo, que consume la energía de los hombres ordinarios, no ha hecho sino templar la de Tolstoi; pero en aquellos momentos, las desventuras de la patria, la toma de Sebastopol, despertaron con un sentimiento de dolorosa piedad, el dolor de su franqueza demasiado ruda. En la tercera narración, (Sebastopol en agosto de 1855), al describir una escena de oficiales que juegan y riñen, se interrumpe y reflexiona:
Pero dejemos caer el telón sobre este cuadro. Mañana, acaso hoy mismo, cada uno de estos hombres irá alegremente al encuentro de la muerte. En el fondo de cada alma se recata la chispa que hará de cada uno un héroe.
Y si este pudor no resta nada de vigor al realismo del relato, la elección de los personajes muestra suficientemente las simpatías del autor. La epopeya de Malakoff y su heroica caída quedan simbolizadas en dos figuras bravas y conmovedoras: dos hermanos, de los cuales uno, el mayor, el capitán Kozeltzov, tiene algunos de los rasgos de Tolstoi[577]; y el otro, el abanderado Volodia, tímido y [Pg 305]entusiasta, con sus febriles monólogos y sus ensueños, las lágrimas que sin motivo le brotan a los ojos, lágrimas de ternura, lágrimas de humillación; sus angustias en las primeras horas que pasa en el baluarte (el pobre muchacho tiene aún el miedo a la obscuridad, y cuando está acostado oculta la cabeza bajo el capote), con la opresión que le causa el sentimiento de su soledad y la indiferencia de los otros, más tarde, cuando la hora es llegada, tiene la alegría del peligro. Pertenece éste al grupo de las figuras simpáticas de adolescentes, (Petia en La Guerra y la Paz y el subteniente de La Incursión), que con el corazón lleno de amor, hacen la guerra riendo y se arrojan de pronto, sin comprenderlo, a la muerte. Los dos hermanos caen heridos, en el mismo día, el último día de la defensa. Y la novela concluye con estas líneas, en las cuales gruñe una rabia patriótica:
“El ejército salía de la ciudad; y cada soldado, al mirar abandonado a Sebastopol, con una indecible amargura en el corazón, suspiraba y mostraba el puño al enemigo”[578].
Cuando al salir de este infierno, en el cual durante un año había penetrado hasta el fondo de las pasiones, de las vanidades y del dolor humano, Tolstoi se encontró, en noviembre de 1855, entre los hombres de letras de Petersburgo, experimentó por ellos un sentimiento de desencanto y de desprecio. Todo lo descubría en ellos mezquino y mentiroso. Estos hombres [Pg 306]que de lejos le parecieron aureolados por el arte, (Turguenef, a quien había admirado y a quien acababa de dedicar La Tala en el Bosque), vistos de cerca le desilusionaron amargamente. Un retrato de 1856 lo presenta entre Turguenef, Gontcharov, Ostrovsky, Grigorovitch y Drujinine. Sorprende, entre el abandono de los otros, por su aire ascético y duro, su cabeza ósea, sus mejillas hundidas, los brazos cruzados con rigidez. De pie y de uniforme, detrás de estos literatos, “parece,—como escribe espiritualmente Suarés—que custodia a estas gentes y no que forma parte de su sociedad; se diría que está presto a conducirlos a prisión”[579].
Sin embargo, todos se muestran solícitos alrededor del joven colega, que llega a ellos cubierto de la doble gloria del escritor y del héroe de Sebastopol. Turguenef, que había llorado y gritado “¡Hurra!” al leer las escenas de Sebastopol, le tendía la mano fraternalmente; mas estos dos hombres no podían entenderse. Si ambos veían el mundo con igual claridad de mirada, a su visión mezclaban el color de sus almas enemigas: irónica y vibrante la una, amorosa y desencantada, devota de la belleza; violenta la otra, orgullosa, atormentada de ideas morales, poseída por un Dios oculto.
Lo que Tolstoi principalmente no perdonaba a estos literatos, era que se creyesen una casta elegida, cabeza de la humanidad. Entraba en su antipatía hacia ellos mucho del orgullo del gran señor y del oficial hacia burgueses escritorzuelos y liberales[580]. Era también un rasgo característico de su naturaleza (lo reconocía él mismo) “oponerse por instinto a todos los juicios generalmente aceptados”[581].
Una desconfianza de los hombres, un desdén latente hacia la razón humana, le hacían olfatear por todas partes el engaño de sí mismo o de los otros, la mentira.
No creía nunca en la sinceridad de las gentes. Todo impulso moral le parecía falso, y tenía la costumbre de fijar con acritud su mirada extraordinariamente penetrante, en el hombre que sospechaba que no decía la verdad...[582].
¡Cómo escuchaba! ¡Cómo miraba a su interlocutor desde el fondo de sus ojos grises, hundidos en sus órbitas! ¡Con qué ironía contraía los labios![583].
Decía Turguenef que nunca había sentido nada más penoso que esta mirada aguda que, junto con dos o tres palabras de alguna observación corrosiva, era capaz de despertar el furor[584].
Escenas violentas se suscitaron, desde sus primeros encuentros, entre Tolstoi y Turguenef[585]. De lejos, ambos se tranquilizaban y trataban de hacerse justicia. El tiempo [Pg 308]no hizo sino agravar la repulsión que sentía Tolstoi hacia aquel medio literario, pues no podía perdonarles a estos artistas la mezcolanza de sus vidas depravadas y de sus pretensiones morales.
“Adquirí la convicción de que casi todos eran hombres inmorales, malos, sin carácter, muy inferiores a cuantos había conocido en mi vida de bohemia militar. Y en cambio, estaban tan seguros y contentos de ellos mismos, como lo puedan estar quienes en verdad sean santos. Me desagradaron”[586].
Se separó de ellos; y sin embargo, por algún tiempo conservó su fe interesada en el arte[587], porque se sentía halagado su orgullo, y era, además, una religión pingüemente retribuida, que “procuraba mujeres, dinero y gloria...”.
De esta religión yo era uno de los pontífices. Situación agradable y muy ventajosa...
Para mejor consagrarse a ella, presentó su dimisión en el ejército (en noviembre de 1856). Mas un hombre de su temple no podía cerrar los ojos por largo tiempo. Creía, deseaba creer en el progreso. Le parecía que “esta palabra significaba algo”. Un viaje por el extranjero (del 29 de enero al 30 de julio de 1857), por Francia, Suiza y Alemania, derribó esta fe. En París, el 6 de abril de 1857, el espectáculo de la ejecución de un hombre “le mostró lo vano de la superstición del progreso...”.
Cuando vi desprenderse la cabeza del cuerpo y caer en el cesto, comprendí, con todas las fuerzas de mi alma, que ninguna teoría acerca de la razón del orden existente podía justificar semejante acto. Aun cuando todos los hombres del universo, apoyándose en alguna teoría, encontrasen esto necesario, yo sostendría que está mal, “porque no es lo [Pg 309]que dicen o hacen los hombres lo que decide entre lo bueno y lo malo, sino mi corazón”[588].
El 7 de julio de 1857, en Lucerna, el espectáculo de un pequeño cantador ambulante, a quien unos ricos ingleses, huéspedes de Schweizerhof, rehusaban dar una limosna, le hizo escribir en su Diario del Príncipe D. Nekhludov[589], su desprecio hacia todas las ilusiones caras a los liberales, esas gentes que “trazan líneas imaginarias sobre los mares del bien y del mal...”.
Para ellos la civilización es el bien; la barbarie, el mal; la libertad el bien, y la esclavitud el mal. Y este conocimiento imaginario destruye las necesidades instintivas, primordiales, las mejores. Mas ¿quién me definirá qué es la libertad, qué es el despotismo, qué es la civilización, qué es la barbarie? ¿Dónde, pues, no coexisten el bien y el mal? En nosotros hay solamente un guía infalible, el Espíritu universal, que nos empuja a unirnos los unos a los otros.
De regreso en Rusia, en Yasnaia, nuevamente se ocupa de ayudar a los campesinos. Y no era que se hiciese ilusiones sobre el pueblo. Escribía:
“Los apologistas del pueblo y de su buen sentido hablan bellamente, y la multitud tal vez sea una unión de buenas personas; pero entonces, sólo se unen por sus lados bestiales, despreciables, que no expresan más que la debilidad y la crueldad de la naturaleza humana”[590].
No es, por tanto, a la multitud a quien se dirige, sino a la conciencia individual de cada hombre, de cada hijo del pueblo, porque en la conciencia de cada uno está la luz. Funda escuelas, sin saber claramente qué enseñar; y para aprenderlo, hace un segundo viaje a Europa, del 3 de julio de 1860 al 23 de abril de 1861[591].
Estudia entonces los diversos sistemas pedagógicos. ¿Será preciso decir que rechaza todos? Dos estancias en Marsella le mostraron que la verdadera instrucción del pueblo se hace fuera de la escuela (que encuentra ridícula), por medio de los periódicos, los museos, las bibliotecas, la calle, la vida, lo que él llama “la escuela inconsciente” o “espontánea”. La escuela espontánea, por oposición a la escuela obligatoria, considerada por él como nefasta y perjudicial, es lo que quiere fundar, lo que ensaya, a su regreso, en Yasnaia Poliana[592]. Su principio es la libertad. No admite que una “élite”, la “sociedad privilegiada liberal”, imponga su ciencia y sus errores al pueblo, que le es extraño, porque esa “élite” no tiene para ello ningún derecho. Semejante método de educación forzada no ha podido producir nunca, en la Universidad, “hombres de aquéllos que la humanidad necesita, sino hombres de esos que son necesarios a la sociedad depravada: funcionarios, profesores oficiales, literatos oficiales, hombres arrancados sin ningún objeto a su medio anterior, cuya juventud fué echada a perder y que no encuentran ya lugar en la vida; liberales irritables, enfermizos”[593]. ¡Toca al pueblo decir lo que desea! Si no se inclina al “arte de leer y escribir que le imponen los intelectuales”, razones tiene para ello, porque otras son sus necesidades espirituales, más apremiantes y más legítimas. Tratad de comprenderlas y ayudadlo a satisfacerlas.
Estas teorías libres de un conservador revolucionario, como lo fué entonces, trató Tolstoi de ponerlas en práctica, en Yasnaia, donde más era el condiscípulo que el maestro de sus alumnos[594]. Al mismo tiempo, se esforzaba por [Pg 311]introducir en las explotaciones agrícolas un espíritu más humano. Nombrado árbitro territorial en 1861, en el Distrito de Krapivna, se constituyó en defensor del pueblo contra los abusos del poder de los propietarios y del Estado.
No hay que creer sin embargo que esta actividad social le satisfacía y llenaba por completo, pues continuaba siendo presa de pasiones enemigas. A pesar suyo amaba a la sociedad, siempre, y tenía necesidad de ella. Por períodos, el placer lo recuperaba, y tenía también el gusto de la acción. Se ponía en peligros de muerte en la caza del oso; jugaba grandes sumas de dinero; aun llegó a sufrir la influencia del medio literario de San Petersburgo, que tanto despreciaba. Al salir de estas aberraciones, caía en crisis de disgusto. Las obras de esta época muestran lamentablemente las huellas de esta incertidumbre artística y moral. Los dos húsares, (1856)[595] tienen presunciones de elegancia, un aire fatuo y mundano que desagrada en Tolstoi. Alberto, escrito en Dijón en 1857[596], es débil y bizarro, carece de la profundidad y la precisión habituales en el autor. El Diario de un Marcador[597], más sorprendente, más prematuro, parece traducir el desaliento que Tolstoi se inspiraba a sí mismo. El príncipe Nekhludov, su Doppelgánger, su “doble”, se mata en un garito:
Lo tenía todo: riqueza, nombre, talento, aspiraciones levantadas; no había cometido ningún crimen, pero había hecho algo peor: había matado su corazón, su juventud; se había perdido, no teniendo siquiera una fuerte pasión por excusa, falto de voluntad.
La misma proximidad de la muerte no lo hizo cambiar...
La misma extraña inconsecuencia, la misma vacilación, la misma ligereza de pensamiento...
La muerte... En esta época comienza a frecuentar el alma de Tolstoi. Tres Muertos, de 1858-1859[598], anuncia ya el sombrío análisis de la Muerte de Iván Ilich, la soledad del moribundo, su odio hacia los vivos, sus “¿por qués?” desesperados. El tríptico de estos tres muertos, (la dama rica, el viejo postillón tísico y la encina derribada), tiene grandeza; los retratos están bien dibujados, las imágenes atraen la atención, aun cuando la obra, bastante alabada, sea de argumento un poco flojo, y que la muerte del árbol carezca de la poesía necesaria, que tanto valor da a los bellos paisajes de Tolstoi. En su conjunto no se sabe claramente qué le arrastra más, si el arte por el arte o la intención moral.
Tolstoi mismo lo ignoraba. El 4 de febrero de 1859, en su discurso de recepción de la Sociedad Moscovita de Amantes de las Letras Rusas, hacía la apología del arte por el arte[599]; y era precisamente el Presidente de esa Sociedad, Khomiakov, quien, después de haber saludado en Tolstoi al “representante de la literatura propiamente artística”, en su contra tomaba la defensa del arte social y moral[600].
Un año más tarde, la muerte de su amado hermano Nicolás, arrebatado por la tisis[601], en Hyères, el 19 de septiembre de 1860, anonadaba a Tolstoi al punto de “quebrantar su fe en el bien, en todo”, y le hacía renegar del arte:
La verdad es horrible... Sin duda, mientras existe el deseo de conocerla y de decirla, se procura conocerla y decirla. Y es lo único que me ha quedado de mi concepción moral; y es la única cosa que haré, pero no bajo la forma de vuestro arte. El arte es la mentira, y yo no puedo ya amar las bellas mentiras[602].
Pero antes de seis meses retornaba a las “bellas mentiras” con Polikuchka[603], que es acaso su obra más desnuda de intenciones morales, a un lado la maldición latente que en ella pesa sobre el dinero y su poder nefasto; obra escrita puramente para el arte; obra maestra, desde luego, a la cual sólo es posible reprochar su riqueza excesiva de observación, su abundancia de materiales, que habrían alcanzado a desarrollar una gran novela, así como el contraste demasiado duro y un poco cruel, entre el atroz desenlace y el principio humorístico[604].
De esta época de transición, en la cual tantea el genio de Tolstoi, en la cual duda de sí mismo y parece enervarse, “sin fuerza de pasión, sin voluntad directora”, como el Nekhludov del Diario de un Marcador, nace en 1859 la obra más pura que haya producido, la Felicidad Conyugal[605]. Es el milagro del amor.
Desde hacía largos años era amigo de la familia Bers; y estuvo enamorado sucesivamente de la madre y de las tres hijas[606]. Y fué en definitiva de la segunda de las hijas de quien se enamoró; pero no osaba confesarlo. Sofía Andreievna Bers era casi una niña, pues tenía diez y siete años, en tanto que él pasaba ya de treinta y se consideraba como un hombre viejo, que no tenía derecho para unir su vida gastada, manchada, con la de una muchacha inocente. Resistió tres años[607]; y más tarde ha contado, en su Ana Karenina, cómo hizo su declaración a Sofía Bers, y cómo le respondió ella, dibujando con gis rojo sobre una mesa las iniciales que no osaban decir. Como Levine, en Ana Karenina, tuvo la cruel lealtad de presentar su Diario íntimo a su prometida, a fin de que ella no ignorase nada de sus pasadas vergüenzas; y como Kitty, en esa misma novela, Sofía tuvo con ello un amargo sufrimiento.
El 23 de septiembre de 1862 fué el matrimonio. Pero tres años hacía ya que esta unión estaba realizada en el pensamiento [Pg 315]del poeta al escribir la Felicidad Conyugal[608]. Desde hacía tres años que por adelantado había vivido los días inefables del amor que se ignora, y los días embriagadores del amor que se descubre, y la hora en la cual se murmuran las divinas palabras esperadas, las lágrimas de “una felicidad que se va para siempre y que no retornará jamás”; y la realidad triunfante de los primeros tiempos del matrimonio, el egoísmo amoroso, “la alegría incesante y sin causa”; después, la fatiga que llega, el descontento vago, el tedio de la vida monótona, las dos almas unidas que dulcemente se separan y se alejan la una de la otra; la embriaguez peligrosa para la joven señora, (coqueterías, celos, equivocaciones mortales), el amor que se va, que se pierde; al fin, el tierno y triste otoño del corazón, el fantasma del amor que renace, palidecido, envejecido, más conmovedor por sus lágrimas, sus arrugas; el recuerdo de los días de prueba, la pena por el mal que se ha hecho y por los años perdidos; serenidad de la tarde, tránsito augusto del amor a la amistad, de la novela de la pasión a la maternidad... Todo lo que debía de venir, todo, Tolstoi lo había soñado, gustado de antemano; y para vivirlo mejor, lo había vivido en ella, en la bienamada. Por la primera vez, (la única quizás en la obra de Tolstoi) la novela pasa en el corazón de una mujer y está contada por ella. ¡Con cuánta exquisita delicadeza! Belleza del alma que se cubre con un velo de pudor... El análisis de Tolstoi ha renunciado, por esta ocasión, a su luz un poco cruda; no se encarniza, febril, para poner al desnudo la verdad: los secretos de la vida interior se dejan adivinar, antes que entregarse. El corazón y el arte de Tolstoi están enternecidos. Armonioso equilibrio de la forma y del pensamiento, la Felicidad Conyugal tiene la perfección de una obra raciniana.
El matrimonio del cual presentía Tolstoi con una profunda claridad la dulzura y las inquietudes, debía de ser su salud. Estaba cansado, enfermo, disgustado de sí mismo y de sus esfuerzos. A los éxitos ruidosos que habían acogido sus primeras obras, sucedió el completo silencio de la crítica[609] y la indiferencia del público. De ello afectaba regocijarse altivamente.
Mi reputación ha perdido mucho de la popularidad que me entristecía. Ahora estoy tranquilo, porque sé que tengo algo que decir y la fuerza para decirlo en voz alta. En cuanto al público, ¡que piense lo que quiera![610]
Se alababa, no estaba seguro él mismo de su arte. Era sin duda dueño de su instrumento artístico; pero no sabía cómo emplearlo. Como él lo decía, a propósito de Polikuchka, era una charla sobre el primer asunto que se presentaba, por un hombre que sabía manejar la pluma[611]. Sus obras sociales abortaban. En 1862 renunció a su cargo de árbitro territorial; y en ese mismo año la policía fué a catear Yasnaia Poliana, donde todo lo revolvió, y cerró la escuela. Tolstoi estaba entonces ausente, rendido de fatiga, temeroso de la tisis:
Las querellas de arbitraje habían llegado a ser para mí penosas; el trabajo de la escuela tan incierto, y mis dudas, que nacían del deseo de instruir a los demás, al ocultar mi ignorancia sobre lo que debía enseñar, eran tan desconsoladoras, que caí enfermo. Tal vez entonces hubiera llegado a la desesperación, en la cual habría perecido quince años más tarde, si no hubiera existido para mí un aspecto desconocido de la vida que me prometía la salud: la vida de familia[612].
De ella gozó, desde luego, con el fuego de la pasión que ponía en todo[613]. La influencia personal de la condesa Tolstoi fué preciosa para el arte. Bien dotada literariamente[614], era, como ella decía, “una verdadera mujer de escritor”, que tan de corazón tomaba la obra de su marido. Trabajaba con él, escribía a su dictado, recopiaba sus borrones[615]. Trataba de defenderlo contra su demonio religioso, el terrible espíritu que ya, por momentos, le aconsejaba [Pg 318]la muerte del arte; trataba de que estuviese cerrada su puerta para las utopías sociales[616]. Reanimaba en él al genio creador; hizo más aún: aportó a este genio la riqueza nueva de su alma femenina. A excepción de las joviales siluetas de Infancia y Adolescencia, la mujer está ausente de las primeras obras de Tolstoi, o bien asoma apenas en segundo plano. Aparece ya en Felicidad Conyugal, escrita bajo el influjo del amor de Sofía Bers; y en las obras que siguen, los tipos de muchachas y de mujeres abundan y tienen una vida intensa, superior a las veces a la de los tipos masculinos. Queremos creer que la condesa Tolstoi no solamente sirvió a su marido de modelo para la Natacha de La Guerra y la Paz[617], y para Kitty, en Ana Karenina, sino que también por sus confidencias y por su propia visión, pudo ser para él una valiosa y discreta colaboradora. Algunas páginas de Ana Karenina[618], muy particularmente, me parece que descubren una mano de mujer.
Gracias a los bienes de esta unión, Tolstoi gustó durante diez o quince años, de una paz y de una seguridad que le eran desconocidas desde hacía largo tiempo[619]. Pudo entonces, bajo las alas del amor, soñar y realizar en calma las obras maestras de su pensamiento, monumentos colosales que dominan toda la novela del siglo XIX: La Guerra y la Paz (1864-1869) y Ana Karenina (1873-1877).
La Guerra y la Paz es la más vasta epopeya de nuestros tiempos, una Ilíada moderna. Un mundo de pasiones y de figuras se mueve en ella; y sobre este océano humano, de innumerables olas, priva un alma soberana, que levanta y refrena las tempestades con serenidad. Más de una vez, al contemplar esta obra, he pensado en Homero y en Goethe, no obstante las enormes diferencias así de carácter como de tiempo. Después he visto que efectivamente, en la época en que esto escribía, el pensamiento de Tolstoi se nutría en Homero y Goethe[620]. Más todavía: en sus notas de 1865, en las cuales clasifica los diversos géneros literarios, inscribía como de la misma familia a “La Odisea”, “La Ilíada” y “1805”[621]... El movimiento natural de su [Pg 320]espíritu lo arrastraba de la novela de los destinos individuales a la novela de los ejércitos y de los pueblos, de los grandes rebaños humanos, en las cuales se funden las voluntades de millones de seres. Su trágica experiencia del sitio de Sebastopol lo llevaba a comprender el alma de la nación rusa y su vida secular. La Guerra y la Paz, tan inmensa, no debía de ser, según sus proyectos, sino el panneau central de una serie de frescos épicos en los cuales se desarrollaría el poema de Rusia, desde Pedro el Grande hasta los “decembristas”[622].
Para comprender bien el vigor de la obra, es necesario [Pg 321]darse cuenta de su oculta unidad[623], pues la mayor parte de nuestros lectores no ven en ella, un poco miopes, sino los millares de detalles, cuya profusión los deslumbra y descamina. Se pierden en esta selva de vidas, cuando es necesario elevarse por encima de ella y abarcar con la mirada el horizonte libre, el círculo de los bosques y de los campos; pues sólo entonces se percibirá el espíritu homérico de la obra, la tranquilidad de las leyes eternas, el ritmo imponente del soplo del destino, el sentimiento del conjunto al cual todos los detalles están subordinados; y, dominando su obra, el genio del artista, como el Dios del Génesis que flota sobre las aguas.
Desde luego, el mar está inmóvil; la paz, la sociedad rusa en vísperas de la guerra. Las cien primeras páginas reflejan, con una exactitud impasible y una ironía superiores, lo vano de las almas mundanas. Hacia la centésima página solamente se levanta el grito de uno de estos muertos vivientes, el peor de entre ellos, el príncipe Basilio:
“Nosotros pecamos, engañamos, y todo esto ¿por qué? Yo he pasado de los cincuenta años, amigo mío... Todo acaba en la muerte... La muerte, ¡qué terror!”
Entre estas almas insulsas, mentirosas y ociosas, capaces de todas las aberraciones y de todos los crímenes, se esbozan algunas naturalezas más sanas: las sinceras, por ingenuidad torpe, como en Pedro Besukhov; por independencia campesina, por sus viejos sentimientos rusos, como María Dmitrievna; por frescura juvenil, como en los pequeños Rostov; las almas buenas y resignadas, como la princesa María; y aquéllas que no son buenas, sino valientes, a quienes atormenta esta existencia malsana, como el príncipe Andrés.
Pero aparece el primer estremecimiento en las ondas de aquel mar. La acción; el ejército ruso en Austria; la fatalidad reina, y en ninguna parte más dominadora que en el desencadenamiento de las fuerzas elementales, en la guerra. Los verdaderos jefes son quienes no tratan de dirigir, sino que, como Kutuzov o como Bagration, “dejan creer que sus intenciones personales están en concordancia perfecta con lo que en realidad es simple efecto de la fuerza de las circunstancias, de la voluntad de los subordinados y de los caprichos de azar”. ¡Beneficio de abandonarse en manos del Destino! Felicidad de la acción pura; estado moral y sano. Los espíritus conturbados recobran su equilibrio. El príncipe Andrés respira, comienza a vivir... Y en tanto que allá, lejos del soplo vivificador de estas tempestades sagradas, las dos mejores almas, Pedro y la princesa María, son amenazados por el contagio de su mundo, por la mentira de amor, Andrés herido en Austerlitz, tiene de pronto, en medio de la embriaguez de la acción, caído brutalmente, la revelación de la inmensidad serena. Tendido sobre la espalda, “no ve ya nada más que arriba, por encima de él, un cielo infinito, profundo, en el cual muellemente bogan ligeras nubes gríseas”.
¡Qué calma! ¡Qué paz, se decía; cuál diferencia con mi desatentada carrera! ¿Cómo no había visto antes este alto cielo? ¡Qué feliz soy de haberlo al fin advertido! Sí; todo es vacío, todo es desengaño, menos él... ¡Nada hay fuera de él!... y que sea Dios alabado!
Sin embargo, la vida lo recobra y la onda vuelve a caer. Abandonadas de nuevo a sí mismas, en la atmósfera desmoralizadora de las ciudades, las almas desalentadas, inquietas, vagan al azar en la noche. Algunas veces, al soplo envenenado del mundo se mezclan los efluvios inebriantes y enloquecedores de la naturaleza, de la primavera, del amor, las fuerzas ciegas que al príncipe Andrés acercan a la encantadora Natacha, y que, un instante después, la arrojan en los brazos del primer seductor que se presenta[Pg 323]. ¡Cuánta poesía, ternura, pureza de corazón, que el mundo ha marchitado! Y siempre “el gran cielo que se extiende sobre la abyección ultrajante de la tierra!” Pero los hombres no lo ven, y aun el mismo Andrés ha olvidado la luz de Austerlitz, y para él ya no es más el cielo “que una bóveda sombría y brumosa” que cubre la nada.
Es tiempo de que se levante de nuevo, sobre estas almas anémicas, el huracán de la guerra. La patria está invadida. Borodino. Grandeza solemne de esta jornada. Las enemistades se borran, y Dologhov abraza a su enemigo Pedro; y Andrés, herido, llora de ternura y de piedad sobre la desventura del hombre que más odiaba, Anatolio Kuraguine, su vecino de ambulancia. La unidad de los corazones se realiza, la unidad por el apasionado sacrificio a la patria y por la sumisión a las leyes divinas.
“Aceptar la espantosa necesidad de la guerra, seriamente, con austeridad... La prueba más difícil es la sumisión de la libertad humana a las leyes divinas. La sencillez de corazón consiste en la sumisión a la voluntad de Dios”.
El alma del pueblo ruso y su sumisión al destino se encarnan en el generalísimo Kutuzov:
Este anciano, que ya no tenía más, en cuanto a pasiones, que su experiencia resultante de las pasiones, y en quien la inteligencia destinada a agrupar hechos y a extraer conclusiones, estaba reemplazada por una contemplación filosófica de los sucesos, no inventaba nada, no emprendía nada; pero lo escuchaba todo y todo lo ordenaba, y sabría de ello sacar provecho llegado el momento; no pondría trabas a nada útil, ni permitiría nada que fuera perjudicial. Atisbaba en el semblante de sus tropas esa fuerza que no puede ser sujetada y que se llama la voluntad de vencer, la futura victoria. Aceptaba algo más fuerte que su voluntad: la marcha inevitable de los hechos que se desarrollaban ante sus ojos; los ve, los sigue, sabe hacer abstracción de su persona.
Tiene, en fin, corazón ruso. Este fatalismo del pueblo ruso, tranquilamente heroico, se personifica también en el[Pg 324] pobre mujik Platón Karataiev, que es sencillo, piadoso, resignado, con su sonrisa buena en los sufrimientos y en la muerte. A través de las pruebas, de la ruina de la patria, de la espantosa agonía, los dos héroes del libro, Pedro y Andrés, llegan a la liberación moral y a la alegría mística por el amor y la fe, que hacen que los vivientes puedan ver a Dios.
No termina allí Tolstoi. El epílogo, que pasa en 1820, es una transición de una época a otra, de la época napoleónica a la de los “decembristas”; da el sentimiento de la continuidad y del principio de otra vida, pues en lugar de principiar y de concluir en plena crisis, Tolstoi acaba como ha comenzado, en el momento en que una gran ola se desvanece, y la ola siguiente se levanta. Se percibe ya a los héroes por venir, y los conflictos que se levantarán entre ellos, y los muertos que en los vivos resucitan[624].
He tratado de destacar los grandes lineamientos de la [Pg 325]novela, porque es raro que alguien se tome la molestia de hacerlo; pero ¡qué decir del extraordinario vigor de vida de estos centenares de héroes, todos individuales y pintados de inolvidable manera, soldados, campesinos, grandes señores, rusos, austriacos y franceses! Nada descubre la improvisación. Para esta galería de retratos, de la cual no hay otra análoga en toda la literatura europea, hizo Tolstoi bocetos sin cuento; “combinó, decía, millones de proyectos”; buscó en las bibliotecas, puso a contribución sus archivos de familia[625], sus notas anteriores, sus recuerdos personales. Esta minuciosa preparación asegura la solidez de la obra, pero no le resta nada de su espontaneidad. Trabajaba Tolstoi con un entusiasmo, con un ardor y una alegría que se comunican al lector; mas sobre todo, lo que constituye el mayor encanto de La Guerra y la Paz, es la juventud de corazón que revela. No hay ninguna otra obra de Tolstoi que ofrezca el espectáculo de esta riqueza de almas de niños y de adolescentes; y cada una es una música de pureza de origen y de gracia que penetra y enternece, como una melodía de Mozart: el joven Nicolás Rostov, Sonia, el pobrecito Petia.
La más exquisita es Natacha, criatura amada, soñadora, risueña, de corazón amante; a quien de cerca se mira crecer, a quien se sigue en la vida con la casta ternura que se tendría por una hermana. ¿Quién no cree haberla conocido?... Admirable la noche de primavera en la cual Natacha, en su ventana que baña el claro de luna, sueña y habla locamente, por encima de la ventana del príncipe Andrés, que la escucha... Emociones del primer baile; amor, espera del amor, desordenada floración de deseos y de ensueños; carreras en trineo, de noche, por la floresta [Pg 326]nevada, en la cual se encienden fuegos fantásticos; naturaleza que os oprime con su inquieta ternura; noche en la ópera, en el mundo extraño del arte, donde la razón se embriaga; locura del corazón, locura del cuerpo que languidece de amor; dolor que purifica el alma; piedad divina, que vela a la bienamada moribunda... No es posible evocar esos pobres recuerdos sin la emoción que se tendría al hablar de una amiga, la más cara y la más amada. ¡Ah, qué bien se aprecia, ante una creación semejante, la debilidad de los tipos femeninos en casi toda la novela y el teatro contemporáneos! La vida misma está copiada de manera tan flexible, tan fluida que, de una línea en otra parece que se la ve palpitar y cambiar. La princesa María, la fea, tan bella por la bondad, no es una pintura menos perfecta; y ¡cómo se habría empurpurado, muchacha tímida y torpe, cómo enrojecerían cuantas se le asemejan, al mirar descubiertos todos los secretos de un corazón que se oculta medrosamente a las miradas!
En general, los caracteres de mujeres son, como lo indicaba antes, muy superiores a los caracteres de hombres, sobre todo a los de ambos héroes en quienes Tolstoi puso su propio pensamiento: la naturaleza muelle y débil de Pedro Besukhov, y la ardiente y seca del príncipe Andrés Bolkonsky. Son éstas, dos almas que carecen de centro, que oscilan perpetuamente, más que evolucionar; van de un polo al otro, sin avanzar nunca. Se replicará que, sin duda, por ello mismo son muy rusas; y sin embargo, haría yo notar que algunos rusos han hecho de ellas iguales críticas. Con esta ocasión precisamente Turguenef reprochaba a la psicología de Tolstoi el permanecer estacionaria: “No hay verdadero desarrollo. Eternas vacilaciones, vibraciones de sentimientos”[626]. Tolstoi mismo convenía en haber sacrificado un poco, por momentos, los caracteres individuales[627] en bien del cuadro histórico.
Y en efecto, la gloria de La Guerra y la Paz está en la resurrección de toda una época histórica, de esas migraciones de pueblos, de la batalla de las naciones. Sus verdaderos héroes son esos pueblos; y detrás de ellos, como detrás de los héroes de Homero, los dioses que los mueven, las fuerzas invisibles, “lo infinitamente pequeño que dirige las masas”, el soplo de lo Infinito. Estos combates gigantescos, en los cuales un oculto destino hace chocar a las ciegas naciones, tienen una grandeza mítica. Más allá de la Ilíada, por ellos, se sueña en las epopeyas indias[628].
Ana Karenina señala, con La Guerra y la Paz, la cima de este período de madurez[629]. Es una obra más perfecta, de un espíritu aún más seguro de sus procedimientos artísticos, más rico también de experiencia y para quien el mundo del corazón ya no tiene ningún secreto; pero le falta la llama de la juventud, la frescura del entusiasmo, las grandes alas de La Guerra y la Paz. La tranquilidad pasajera de los primeros días del matrimonio ha desaparecido; y en el círculo encantado del amor y del arte que la condesa Tolstoi había formado en torno suyo, volvían a deslizarse las inquietudes morales.
Ya en los primeros capítulos de La Guerra y la Paz, un año después del casamiento, las confidencias que el príncipe Andrés hace a Pedro, a propósito del matrimonio, señalan el desencanto del hombre que ve en la mujer amada a una extraña, la inocente enemiga, el involuntario obstáculo para su desarrollo moral. Algunas cartas de 1865, anuncian el próximo retorno de los tormentos religiosos. No son todavía sino breves amenazas borradas por la dicha de vivir; pero he aquí que en los meses en que Tolstoi termina La Guerra y la Paz, hay una sacudida más grave: había abandonado a los suyos por algunos días, para visitar un dominio. Una noche, ya acostado, las dos de la madrugada acababan de sonar:
“Estaba yo terriblemente fatigado, tenía sueño y me sentía bastante bien, cuando de pronto fuí presa de tal angustia, de un terror tal, como antes nunca había experimentado nada parecido. Te contaré esto detalladamente[630]; era en verdad espantoso. Salté del lecho y ordené que se enganchara, y mientras se hacía esto me dormí, de suerte que, cuando me fueron a despertar me había recobrado por completo. Ayer se ha producido la misma cosa, mas en grado mucho menor...”[631].
El castillo de ilusiones tan laboriosamente construido por el amor de la condesa Tolstoi se agrietaba. En el vacío en que dejó al espíritu del artista la conclusión de La Guerra y la Paz, éste es nuevamente invadido por las preocupaciones [Pg 329]filosóficas[632] y pedagógicas: quiere escribir un Silabario para el pueblo, y en él trabaja con encarnizamiento cuatro años; por él se siente más orgulloso que de La Guerra y la Paz, y cuando lo ha escrito (1872), se pone a escribir otro (1875). Después se consagra al estudio del griego; lo estudia de la mañana a la noche, abandona por él todo otro trabajo y descubre al “delicioso Xenofonte” y a Homero, al verdadero Homero, no el que ofrecen los traductores, “todos esos Jukhovski y esos Voss que cantan con una voz cualquiera, gutural, quejumbrosa, dulzona”, sino “este otro diablo, que canta a plena voz, sin que se le ocurra nunca que alguien puede escucharlo”[633].
“¡Sin el conocimiento del griego, no es posible ninguna instrucción!... Estoy convencido de que, de cuanto es verdaderamente bello, en el verbo humano, con una belleza simple, nada sabía hasta ahora”[634].
Era una locura, y en ello convenía. Se entrega a la escuela de nuevo y con tal pasión que cae enfermo y tiene que ir, en 1871, a Samara, a curarse con el “kumis” entre los bachkires. A excepción del griego, de todo está descontento. Después de un proceso, en 1872, habla seriamente de vender todo lo que tiene en Rusia para ir a instalarse a Inglaterra, con lo que la condesa Tolstoi se muestra desolada:
“Si te absorbes siempre en tus griegos, no curarás nunca. Ellos son quienes te causan esta angustia y esta indiferencia por la vida presente, pues no en vano se llama el griego una lengua muerta; pone en estado de espíritu muerto”[635].
Al fin, después de muchos proyectos abandonados apenas esbozados, el 18 de marzo de 1873, con gran alegría de la condesa, comenzó a escribir Ana Karenina[636]. Mientras trabajaba en esta novela, su vida fué contristada por duelos domésticos[637]; y su esposa estuvo enferma. “La beatitud no reina en la casa...”[638].
La obra conserva un poco huellas de esta experiencia entristecida, de estas pasiones desengañadas[639]. Salvo los hermosos capítulos de las bodas de Levine, el amor no tiene ya la poesía que iguala algunas de las páginas de La Guerra y la Paz con las más bellas poesías líricas de todos los tiempos. En desquite, ha tomado un carácter áspero, sensual, imperioso; la fatalidad que reina sobre la novela ya no es, como en La Guerra y la Paz, una especie de dios Krishna, asesino y sereno, sino la locura de amar, “Venus toda entera...”. Es ella quien en la escena maravillosa del baile, en la cual la pasión—sin saberlo ellos—se apoderó a su vez de Ana y de Wronski, presta a la inocente belleza de Ana coronada de pensamientos y vestida de terciopelo, “una seducción casi infernal”[640]. Es Venus quien, cuando Wronski llega a declararse, hace irradiar el rostro de Ana, “no de alegría, sino con la tremenda irradiación de un incendio en una noche obscura”[641]. Es Venus quien, en las venas de esta mujer leal y razonable, de esta joven madre amorosa, hace correr la fuerza de una savia voluptuosa y se [Pg 331]instala en su corazón que no abandonará ya hasta haberlo destruido. Ninguno de cuantos se acercan a Ana deja de sufrir la atracción y el horror del oculto demonio. Kitty, la primera, lo descubrió con espanto. Un misterioso temor se mezcla a la alegría de Wronski cuando va a ver a Ana; Levine, en su presencia, pierde toda su voluntad; la misma Ana sabe bien que ya no se pertenece. A medida que la historia se desarrolla, la implacable pasión roe, pieza por pieza, todo el edificio moral de esta noble persona. Cuanto en ella hay de mejor, su alma brava y sincera, se desmorona y cae. No tiene ya la fuerza de sacrificar su vanidad mundana; su vida no tiene ya otro objeto que agradar a su amante; se prohíbe cobardemente, vergonzosamente, tener hijos; los celos la torturan; la fuerza sensual, que la esclaviza, la obliga a mentir con el gesto, con la voz, con la mirada; desciende al rango de las mujeres que no ambicionan más que hacer perder la cabeza a todo hombre, cualquiera que sea; recurre a la morfina para embrutecerse hasta el día en que los intolerables tormentos que la devoran la arrojan, con el amargo sentimiento de su fracaso moral, bajo las ruedas de un tren. “Y el pequeño mujik de barba hirsuta”, (la visión siniestra que se ha presentado frecuentemente en sus sueños y en los de Wronski), “se inclinaba del estribo del wagón sobre la vía”, y, según el sueño profético, “se curvaba en dos sobre un saco en el cual recogía los restos de alguna cosa que había tenido vida, con sus tormentos, sus traiciones y sus dolores...”.
“Yo me he reservado la venganza”[642], dijo el Señor...
En torno de esta tragedia de una alma que el amor consume y que abruma la Ley de Dios,—pintura de una pieza y de una profundidad espantosa—dispuso Tolstoi, como en La Guerra y la Paz, las novelas de otras vidas; pero, desgraciadamente, en esta vez, esas historias paralelas alternan de manera un poco rígida y artificial, sin llegar a la [Pg 332]unidad orgánica de la sinfonía de La Guerra y la Paz. Es posible descubrir también que el perfecto realismo de algunos cuadros, (como de los círculos aristocráticos de Petersburgo y sus entretenimientos ociosos) llega hasta la inutilidad. Por último, más francamente todavía que en La Guerra y la Paz ha yuxtapuesto Tolstoi su personalidad moral y sus ideas filosóficas al espectáculo de la vida; mas, por ello, no es menor la maravillosa riqueza de esta obra; hay la misma abundancia de tipos que en La Guerra y la Paz, y todos de una sorprendente exactitud. Los retratos de hombres me parecen aun superiores; se complació Tolstoi en pintar a Stepan Arcadievitch, el amable egoísta a quien nadie puede mirar sin contemplar su afectuosa sonrisa; y Karenine, el tipo perfecto del gran funcionario, el hombre de Estado distinguido y mediocre, con su manía de ocultar bajo una ironía constante, sus verdaderos pensamientos, mezcla de dignidad y de cobardía, de fariseísmo y de sentimientos cristianos; producto extraño de una sociedad artificial, de la cual le es imposible desprenderse nunca, a pesar de su inteligencia y de su real generosidad; y el que tiene mucha razón de desconfiar de su corazón, porque cuando se abandona es siempre para caer, a la postre, en una nadería mística.
El interés principal de la novela, con la tragedia de Ana y sus cuadros varios de la sociedad rusa de 1860, (salones, círculos oficiales, bailes, teatros, carreras de caballos), está en su carácter autobiográfico. Más que ninguno otro de los personajes de Tolstoi, lo encarna Constantino Levine, y no solamente le ha prestado sus ideas a un tiempo democráticas y conservadoras, su antiliberalismo de aristócrata rural que desprecia a los intelectuales[643], sino que también le ha prestado su vida propia. El amor de Levine y de Kitty y sus primeros años de matrimonio son una translación de los [Pg 333]propios recuerdos domésticos, al igual que la muerte del hermano de Levine no es más que una dolorosa evocación de la muerte de Dmitri, el hermano de Tolstoi. Toda la última parte, innecesaria para la novela, nos hace conocer las inquietudes que lo agitaban entonces; y si el epílogo de La Guerra y la Paz era una transición artística a otra obra en proyecto, el epílogo de Ana Karenina es una transición autobiográfica a la revolución moral que debía, dos años más tarde, externarse por las Confesiones. Y ya en el curso del libro continuamente asoma, bajo forma irónica o violenta, la crítica de la sociedad contemporánea a la que no cesará de combatir en sus obras futuras. ¡Guerra a la mentira, a todas las mentiras, así a las mentiras virtuosas como a las viciosas, a los charlatanismos liberales, a la caridad mundana, a la religión de los salones, a la filantropía! ¡Guerra al mundo que falsea los sentimientos verdaderos y que fatalmente anonada los ímpetus generosos del alma! La muerte arroja una luz súbita sobre las convenciones sociales: delante de Ana moribunda, el estirado Karenine se enternece; en esta alma sin vida, en la cual todo está hecho, penetra al fin un rayo de amor y de perdón cristiano; y los tres, el marido, la esposa y el amante, son transformados momentáneamente. Porque todo se hace simple y leal; pero a medida que Ana se restablece, sienten, los tres “frente a la fuerza moral, casi santa que los guiaba interiormente, la existencia de otra fuerza brutal de mayor omnipotencia, que dirige sus vidas a pesar suyo y que no les concederá ya la calma”; y saben, de antemano, que serán impotentes en esta lucha, en la cual “están obligados a hacer el mal, que el mundo juzgará necesario”[644].
Si Levine, que encarna a Tolstoi, se ha purificado también en el epílogo del libro, es que también a él lo alcanza la muerte. Hasta allí, “incapaz de creer, era asimismo incapaz [Pg 334]para dudar”[645]. Después que ha visto morir a su hermano, el terror de su ignorancia lo posee; su matrimonio, por algún tiempo, ha ahogado sus angustias; pero al nacimiento de su primer hijo reaparecen. Alternativamente pasa por crisis de plegarias y de negaciones. Lee en vano a los filósofos. En su enloquecimiento llega a tener la tentación del suicidio. El trabajo físico lo alivia; y en esto no cabe duda, porque todo es claro. Charla Levine, con los campesinos, y uno de ellos le habla de los hombres “que viven no para sí mismos, sino para Dios”, lo que para él es una iluminación. Advierte entonces el antagonismo entre la razón y el corazón; la razón enseña la lucha feroz por la vida, y nada hay de razonable en amar al prójimo:
La razón no me ha enseñado nada; todo lo que yo sé me ha sido dado, revelado por el corazón[646].
A partir de entonces retorna la calma. Las palabras del humilde mujik, de quien es único guía su propio corazón, lo han traído hacia Dios... ¿Cuál Dios? No trata de averiguarlo. Levine, en ese momento, como lo será Tolstoi largo tiempo, es humilde con respecto a la Iglesia y de ningún modo está en rebeldía con los dogmas.
Hay una verdad aun en la ilusión de la bóveda celeste y en los movimientos aparentes de los astros[647].
Estas angustias de Levine, estas veleidades de suicidio que ocultaba a Kitty, las ocultaba Tolstoi en el mismo momento a su esposa; pero aún no había alcanzado él la calma que ponía en su héroe. A decir verdad, esta calma no era nada comunicativa; se siente que más era deseada que lograda, y que al instante Levine volverá a caer en sus dudas. En ello no se engañaba Tolstoi, pues había hecho un gran esfuerzo para llegar hasta el fin de su obra. Ana Karenina lo aburría antes de que hubiese concluido[648]; no podía trabajar más; permanecía así, inerte, sin voluntad, presa del disgusto y del terror de sí mismo. Entonces, en el vacío de su vida, se levantó el gran soplo que salía del abismo, el vértigo de la muerte. Más tarde, Tolstoi ha contado estos años terribles, cuando acaba de escapar al abismo[649].
“No tenía cincuenta años, dice[650]; amaba, era amado, tenía buenos hijos, un gran dominio, la gloria, la salud, el vigor físico y moral; trabajaba diez horas seguidas sin experimentar fatiga. Bruscamente, mi vida se detuvo: podía respirar, comer, beber, dormir; pero esto no era vivir; no podía ni desear siquiera conocer la verdad. La verdad era que la vida es una insania. Yo había llegado al abismo y veía claramente que delante de mí ya no había nada, sino la muerte; yo, hombre lleno de salud y feliz, sentía que no podía vivir más. Una fuerza invencible me arrastraba a desembarazarme de la vida... No diré que deseaba matarme. La fuerza que me empujaba fuera de la vida era más potente que yo; y era una aspiración semejante a mi antigua aspiración a la vida, solamente que obraba en sentido inverso. Debí de recurrir hasta al engaño para conmigo mismo a fin de no ceder demasiado pronto; y he aquí que yo, el hombre feliz, tenía que ocultar de mi mismo la cuerda, para no colgarme de una viga entre los [Pg 336]armarios de mi alcoba, donde permanecía solo cada noche al desnudarme. No iba yo de caza con mi fusil, para no dejarme tentar[651]. Me parecía que mi vida era una farsa estúpida, que era representada por cualquiera. ¡Cuántos años de trabajo, de penas, de progreso, y ver al fin que no había nada! De mí no quedaría más que la podredumbre y los gusanos... Se puede vivir solamente durante el tiempo en que se está embriagado con la vida; pero inmediatamente que se disipa la embriaguez, se ve que todo es superchería, superchería estúpida... La familia y el arte no podían ya bastarme; los de mi familia no eran más que desventurados como yo; el arte, un espejo de la vida. Cuando la vida no tiene sentido, el juego del espejo no puede divertirnos ya. Y era lo peor que no podía resignarme. Me parecía a un hombre extraviado en un bosque, quien, presa del horror porque se ha extraviado, corre en todas direcciones y no puede detenerse, aun cuando sabe que a cada paso se pierde más...”.
La salud le vino del pueblo. Tolstoi había tenido siempre por él “una afección extraña, enteramente física”[652], que no habían podido quebrantar las repetidas experiencias de sus desilusiones sociales. En sus últimos años, como Levine, se había acercado mucho al pueblo[653]. Y se entregó [Pg 337]a pensar en estos millares de seres colocados fuera del círculo estrecho de los sabios, de los ricos y de los ociosos que se matan, se aturden o arrastran cobardemente, como él, una vida desesperada; se preguntaba por qué estos millares de seres escapaban a esta desesperación, por qué no se mataban. Advirtió entonces que ellos vivían, no con la ayuda de la razón, sino antes, sin cuidarse de ella, sólo por la fe. ¿Qué era esta fe que ignoraba la razón?
La fe es la fuerza de la vida. No se puede vivir sin la fe. Las ideas religiosas han sido elaboradas en la lejanía infinita del pensamiento humano. Las respuestas dadas por la esfinge de la vida contienen la sabiduría más profunda de la humanidad.
¿Basta, por tanto, conocer estas fórmulas de la sabiduría que tiene registradas el libro de las religiones? No, la fe no es una ciencia, la fe es una acción; no tiene sentido sino en tanto que es vivida. El disgusto que inspiraron a Tolstoi las gentes ricas y que piensan bien, para quienes la fe es sólo una especie de “consolación epicúrea de la vida”, lo arrojó decididamente entre los hombres sencillos que eran los únicos que ponían de acuerdo su vida con su fe.
Y comprendió que la vida del pueblo trabajador era la vida misma, y que el sentido que se atribuía a esa vida era verdad.
¿Pero cómo convertirse al pueblo y compartir su fe? Es hermoso reconocer que los otros tienen razón, mas no depende de nosotros que seamos como ellos. En vano oramos a Dios, en vano tendemos hacia él nuestros ávidos brazos. Dios se aleja. ¿Dónde alcanzarlo?
Un día la gracia llegó a él.
Un día de temprana primavera estaba yo solo en el bosque[Pg 338] y escuchaba sus rumores. Pensaba en mis agitaciones de los tres últimos años, en cuánto había buscado a Dios, en mis perpetuos saltos de la alegría a la desesperación... Y bruscamente vi que yo no vivía sino cuando creía en Dios. A su solo pensamiento, las ondas jocundas de la vida se levantaban en mí. Todo se animaba en torno mío; todo adquiría un sentido. Mas, desde el momento que yo no creía en él, súbitamente cesaba la vida.
—¿Qué es entonces, lo que yo busco?—gritaba dentro de mí una voz. ¡Es ÉL, sin quien yo no puedo vivir! Conocer a Dios y vivir son una misma cosa; Dios es la vida...
Desde entonces esta luz ya no me ha abandonado[654].
Estaba salvado. Dios se le había aparecido[655]. Mas como no era un místico de la India, para quien el éxtasis fuera suficiente, como en él se mezclaban a los sueños del asiático [Pg 339]la manía de la razón y la necesidad de acción del hombre del Occidente, le era indispensable traducir su revelación a la fe práctica y desprender de esta vida divina las reglas para la vida cotidiana. Sin ninguna prevención, con el deseo sincero de creer en las creencias de los suyos, comenzó por estudiar la doctrina de la Iglesia ortodoxa, de la cual formaba parte[656]. Y con el propósito de estar más cerca de ella, durante tres años se sometió a todas las ceremonias, confesando, comulgando, no osando emitir juicio sobre lo que le repugnaba, inventando explicaciones para lo que encontraba obscuro o incomprensible; uniéndose en su fe a todos los que amaba, vivos y muertos, y siempre conservando la esperanza de que en algún momento “el amor le abriría las puertas de la verdad”. Pero tenía que luchar, porque su razón y su corazón se rebelaban. Algunos actos, como el bautizo y la comunión, le parecían escandalosos. Cuando se le obligaba a repetir que la hostia era el cuerpo verdadero y la sangre verdadera de Cristo, “sentía como una puñalada en el corazón”. Y no fueron, sin embargo, los dogmas los que levantaron entre la Iglesia y él un muro infranqueable, sino las cuestiones prácticas, dos sobre todo: la intolerancia rencorosa y mutua de las iglesias,[657] y la sanción, formal o tácita, dada al homicidio: la guerra y la pena de muerte.
Entonces rompió Tolstoi abiertamente, y tanto más violenta fué la ruptura cuanto que hacía tres años que comprimía su pensamiento. No toleró ya nada más, y, con cólera, pisoteó esa religión que todavía la víspera se obstinaba en practicar. En su Crítica de la Teología Dogmática (1879-1881) la trata no solamente de “locura, sino también [Pg 340]de mentira interesada y consciente”[658]. A ella opuso el Evangelio, en su Concordancia y Traducción de los cuatro Evangelios (1881-1883); y a la postre sobre el Evangelio edificó su fe. (En qué consiste mi fe, 1883). Está toda contenida en estas palabras:
Creo en la doctrina de Cristo. Creo que la felicidad no es posible en la tierra en tanto que no cumplan esta doctrina todos los hombres.
Y tiene por piedra angular el Sermón de la Montaña, cuya enseñanza esencial fija Tolstoi en cinco mandamientos:
I. No te dejes arrebatar por la cólera.
II. No cometas adulterio.
III. No prestes juramento en vano.
IV. No devuelvas mal por mal.
V. No seas enemigo de nadie.
Es ésta la parte negativa de la doctrina, pues la parte positiva queda resumida en este único mandamiento: Ama a Dios y a tu prójimo como a ti mismo.
Cristo dice que quien hubiere violado el menor de estos mandamientos tendrá el más pequeño lugar en el reino de los cielos.
Y agrega Tolstoi ingenuamente:
Por extraño que esto parezca, he debido descubrir estas reglas, después de dieciocho siglos, como una novedad.
¿Creía, por tanto, Tolstoi en la divinidad de Cristo? De ninguna manera. ¿A qué título, entonces, lo invocaba? Como el más grande entre los sabios, (Brahma, Buda, [Pg 341]Lao-Tsé, Confucio, Zoroastro, Isaías), que han mostrado a los hombres la felicidad verdadera a la cual aspiran y el camino que es necesario seguir para alcanzarla[659]. Tolstoi es el discípulo de estos grandes creadores de religiones, de estos semidioses y de estos profetas hindús, chinos y hebreos. Los defiende (como él sabe defender: atacando) contra aquéllos a quienes llama los “fariseos” y los “escribas:” contra las iglesias establecidas y contra los representantes de la ciencia orgullosa, o más bien, del “filosofismo científico”[660]. Y no es que haga llamamiento a la revelación contra la razón, pues desde que salió del período de inquietudes que refiere en las Confesiones, continúa siendo esencialmente [Pg 342]un creyente de la Razón, o, podría decirse, un místico de la Razón.
“En el principio era el Verbo, repite con San Juan; el Verbo, Logos, es decir, la Razón”[661].
Su libro De la Vida (1887) lleva, como epígrafe, las palabras famosas de Pascal[662]:
El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero una caña que piensa... Toda nuestra dignidad consiste en el pensamiento... Trabajemos pues para pensar bien, que esto es el principio de la moral.
Y el libro entero no es más que un himno a la Razón. Pero su Razón no es la razón científica, razón restringida que “toma la parte por el todo, y la vida animal por la vida entera”, sino antes la ley soberana que rige la vida del hombre, “la ley según la cual deben vivir forzosamente los seres razonables, es decir, los hombres”.
Es una ley análoga a las que rigen la nutrición y la reproducción del animal, el crecimiento y la eflorescencia de la hierba y del árbol, y el movimiento de la tierra y de los astros. Y solamente en el cumplimiento de esta ley, en la sumisión de nuestra naturaleza animal a la ley de la razón, consiste nuestra vida... La razón no puede ser definida, y nosotros no tenemos necesidad de definirla, porque no solamente la conocemos todos, sino que es la única que conocemos... Todo lo que el hombre sabe lo conoce por medio de la razón, y no por la fe[663]... La verdadera vida no comienza hasta el momento [Pg 343]en que se manifiesta la razón. La única vida verdadera es la vida de la razón.
¿Qué es, pues, la existencia visible, nuestra vida individual? “No es vida nuestra”, dice Tolstoi, porque no depende de nosotros.
Nuestra actividad animal se realiza fuera de nosotros... La humanidad ha concluido ya con la idea de la vida considerada como existencia individual. La negación de la posibilidad del bien individual permanece como verdad inquebrantable para todo hombre, de nuestra época, que esté dotado de razón[664].
Hay en esto toda una serie de postulados, que no me detendré a discutir aquí, pero que muestran con qué pasión se había apoderado la razón de Tolstoi. En realidad, era una pasión no menos ciega y celosa que las otras pasiones que lo habían poseído durante la primera mitad de su vida. Un fuego se extingue, y otro se enciende; o mejor, es el mismo fuego, que sólo cambia de alimento. Añádase a la semejanza entre las pasiones “individuales” y esta pasión racional, que, la una como las otras, no encuentran satisfacción sólo en amar, pues quieren obrar, quieren realizarse.
No es necesario hablar, sino obrar, ha dicho Cristo.
¿Y cuál es la actividad de la razón?—El amor.
El amor es la única actividad razonable del hombre, el amor es el estado de alma el más racional y el más luminoso. Tiene necesidad, no más, de que nada le oculte el sol de la razón, único que lo hace crecer... El amor es el bien real, el bien supremo, que resuelve todas las contradicciones de la vida, que no sólo hace desaparecer el espanto de la muerte, sino que mueve también al hombre a sacrificarse en bien de los otros. Porque no hay otro amor que el que da su vida por aquéllos a quienes se ama: y no es el amor digno de este nombre sino cuando es un[Pg 344] sacrificio de sí mismo. El verdadero amor, por tanto, no es realizable sino cuando el hombre comprende que le es imposible alcanzar la felicidad individual. Entonces es cuando toda la savia de su vida viene a alimentar el noble injerto del amor verdadero; y este injerto toma para su desarrollo todo vigor del tronco de ese árbol salvaje, que es la individualidad animal...[665].
No llega Tolstoi, pues, a la fe como un río agotado que se pierde entre las arenas. Aporta a ella el torrente de fuerzas impetuosas acumuladas durante una vigorosa vida. De ello iba a darse cuenta.
Esta fe apasionada, en la cual se reunían en ardiente abrazo la Razón y el Amor, ha encontrado su más augusta expresión en la célebre respuesta al Santo Sínodo que lo excomulgaba[666]:
“Creo en Dios, que es para mí el Espíritu, el Amor, el Principio de todo. Creo que él está en mí, como yo en él. Creo que la voluntad de Dios nunca se ha expresado más claramente que en la doctrina del Hombre-Dios; pero no se puede considerar a Cristo como Dios y dirigirle plegarias, sin cometer el más grande de los sacrilegios. Creo que la verdadera felicidad del hombre consiste en el cumplimiento de la voluntad de Dios; creo que la voluntad de Dios quiere que todo hombre ame a sus semejantes y obre siempre con respecto a ellos, como querría que los demás obrasen con respecto a él, que es lo que resume, dice el Evangelio, toda la ley y los profetas. Creo que el sentido de la vida, para cada uno de nosotros, está solamente en aumentar el amor en él: creo que este desarrollo de nuestra potencia de amar nos valdrá en esta vida una felicidad más perfecta; creo que este aumento del amor contribuirá, más que [Pg 345]ninguna otra fuerza, a fundar el reino de Dios sobre la tierra, es decir, a reemplazar una organización de vida en la cual la división, la mentira y la violencia son todopoderosas, por otro orden nuevo en el cual reinarán la concordia, la verdad y la fraternidad. Creo que, para progresar en el amor, solamente disponemos de un medio: la plegaria. No la plegaria pública en los templos, que Cristo ha reprobado formalmente (Mateo, VI, 5-13), sino aquella plegaria de que él mismo nos dió ejemplo, la plegaria solitaria que afirma en nosotros la conciencia del sentido de nuestra vida y el sentimiento de que dependemos solamente de la voluntad de Dios... Creo en la vida eterna, creo que el hombre es recompensado según sus actos, aquí y donde quiera, ahora y siempre. Creo esto tan firmemente que a mi edad, al borde de la tumba, debo a menudo hacer un esfuerzo para no llamar con mis votos la muerte de mi cuerpo, es decir, mi nacimiento a una nueva vida...”[667].
Pensaba haber llegado al puerto, haber alcanzado el refugio donde su alma inquieta podría reposarse; pero no estaba sino al principio de una actividad nueva.
Un invierno pasado en Moscú (sus deberes de familia lo habían obligado a acompañar a los suyos)[668], y el censo de la población en el cual hubo de tomar parte, en enero de 1882, fueron ocasión para que viese de cerca la miseria de las grandes ciudades. La impresión que ese espectáculo le produjo fué espantosa. La noche del día en que por primera vez estuvo en contacto con esta llaga oculta de la civilización, al contar a un amigo lo que había visto, “se puso a clamar, a llorar, a crispar los puños”.
“¡No se puede vivir así!” decía entre sollozos. “¡Esto no puede ser! ¡Esto no puede ser!...”[669]. Y recayó durante algunos meses en una desesperación insoportable. La condesa Tolstoi le escribía, el 3 de marzo de 1882:
Antes decías: “A causa de la falta de fe, quisiera ahorcarme”; y ahora, que tienes la fe ¿por qué eres desventurado?
Porque no tenía la fe del fariseo, la fe beata y satisfecha de sí misma; porque no tenía el egoísmo del pensador místico, demasiado ocupado de su salud para pensar en la de los otros[670]; porque tenía el amor, y ahora ya no podía olvidar a los miserables que había visto, y en la bondad apasionada de su corazón, le parecía ser responsable de sus sufrimientos y de su abyección: eran las víctimas de esta civilización de cuyos privilegios disfrutaba, de este ídolo mostruoso al cual una casta elegida sacrificaba millones de hombres. Aceptar el beneficio de semejantes crímenes era asociarse a ellos. Su conciencia no tendría ya reposo hasta que no los hubiera denunciado.
¿Qué debemos hacer? obra escrita en 1884-1886[671], es la expresión de esta segunda crisis, mucho más trágica que la primera y más preñada todavía de consecuencias. ¿Qué eran las angustias religiosas, personales de Tolstoi, en este [Pg 349]océano de miseria humana, de miseria real, no imaginada por el espíritu de un ocioso aburrido? Imposible era no verla; e imposible, habiéndola visto, no tratar de suprimirla a toda costa. ¿Era esto posible?...
Un admirable retrato, que yo no puedo mirar sin emoción[672], dice suficientemente lo que Tolstoi sufrió entonces. Aparece de frente, sentado, cruzados los brazos, con blusa de mujik; tiene expresión de anonadamiento; sus cabellos son todavía negros, su bigote ya gris, su larga barba y sus patillas enteramente blancas; una noble arruga hunde en la hermosa amplia frente un surco armonioso. ¡Y hay tanta bondad en la ancha nariz de perro noble, y en los ojos que os miran tan francos, tan claros, tan tristes! ¡Seguramente que están leyendo en vosotros, y os compadecen o bien os imploran! Las mejillas están hundidas, con las huellas del sufrimiento, en grandes pliegues bajo los ojos. Ha llorado; pero es fuerte y está presto al combate.
Tenía una lógica heroica:
Me sorprenden siempre estas palabras tan a menudo repetidas: “Sí, eso está bien en teoría, pero ¿cómo será en la práctica?” ¡Como si la teoría consistiese sólo en palabras hermosas, necesarias para la conversación, y no para conformar a ellas la práctica!... Cuando yo he comprendido una cosa en la cual he reflexionado, entonces no puedo obrar de otra manera que como he comprendido[673].
Comienza a describir con una exactitud fotográfica la miseria de Moscú, tal como la ha visto, en el curso de sus visitas a los barrios pobres y a los asilos nocturnos[674]. Se convence de que no es con el dinero, como en un principio lo había creído, como se podrá salvar a estos desgraciados, más o menos contaminados de la corrupción de las ciudades [Pg 350]y entonces investiga resueltamente de dónde viene el mal, y, de eslabón en eslabón, se desarrolla ante sus ojos la cadena pavorosa de las responsabilidades. Los ricos, desde luego, y el contagio de su lujo maldito, que atrae y deprava[675]; la universal seducción de la vida sin trabajo; y el Estado después, esta entidad asesina, creada por los violentos para despojar y reducir a esclavitud, en su provecho, al resto de la humanidad. Y la Iglesia, asociada; la ciencia y el arte, cómplices... ¿Cómo combatir a todos estos ejércitos del mal? Desde luego, rehusándose a formar parte de ellos; rehusándose a participar en la explotación de la humanidad; renunciando al dinero y a la posesión de la tierra[676] y no sirviendo al Estado.
Pero esto no es bastante; es necesario “no mentir”, no tener miedo a la verdad; es necesario “arrepentirse” y arrancarse el orgullo, tan arraigado con la instrucción. Es en fin necesario trabajar con las propias manos. “Ganarás tu pan con el sudor de tu frente”, ordena el primero de los mandamientos y el más esencial[677]. Y Tolstoi, contestando [Pg 351]por adelantado a las mofas de la “élite”, afirma que el trabajo físico no estorba en nada al trabajo intelectual, puesto que por lo contrario lo aumenta y responde a las exigencias normales de la naturaleza. La salud no puede menos que ganar con él, y el arte más todavía. Sobre todo, restablece la unión entre los hombres.
En sus siguientes obras Tolstoi completará estos preceptos de higiene moral. Se preocupará de completar la cura del alma, de rehacer la energía, proscribiendo los placeres viciosos que adormecen la conciencia[678], y los placeres crueles que la matan[679]. Da el ejemplo. En 1884 hace el sacrificio de su más arraigada pasión, la caza[680]; practica la abstinencia que forja la voluntad, como un atleta que se impone una disciplina para combatir y para vencer.
¿Qué debemos hacer? señala la primera etapa de la difícil [Pg 352]ruta que Tolstoi va a seguir, abandonando la paz relativa de la meditación religiosa, por la lucha social; y desde entonces comienza esta guerra de veinte años que en nombre del Evangelio libra el viejo profeta de Yasnaia Poliana, solo, fuera de todos los partidos, antes condenándolos a todos, contra los crímenes y las mentiras de la civilización.
A su alrededor, la revolución moral que Tolstoi había iniciado encontraba pocas simpatías; desolaba a los suyos. Largo tiempo hacía ya que la condesa Tolstoi observaba, inquieta, los progresos de un mal que en vano combatía. Desde 1874 se indignaba de ver a su marido perder tanto tiempo y fuerzas en trabajos para las escuelas.
Este silabario, esta aritmética, esta gramática, las desprecio y no puedo fingir que me interesen.
Otra cosa fué cuando a la pedagogía sucedió la religión; y tan hostil fué la acogida que tuvo en la condesa que a las primeras confidencias del nuevo convertido, Tolstoi tuvo necesidad de excusarse, cuando hablaba de Dios en sus cartas:
No te disgustes, como ocurre a las veces, cuando menciono a Dios, ya que no puedo evitarlo porque es la base misma de mi pensamiento[681].
La condesa se conmueve, sin duda, y trata de disimular su impaciencia; pero no comprende nada y observa a su marido con inquietud:
Sus ojos son extraños, fijos; no habla casi nada; parece que no pertenece ya a este mundo[682].
Piensa que está enfermo:
León trabaja siempre, como él dice. ¡Bueno! Escribe cualesquiera discusiones religiosas; lee y reflexiona, hasta dolerle la cabeza, y todo para demostrar que la Iglesia no está de acuerdo con la doctrina del Evangelio. Apenas si en Rusia se encontrará a una docena de personas a quienes eso pueda interesar; pero nada es posible hacer, y no deseo sino una cosa: que termine lo más pronto y que todo pase como una enfermedad[683].
La enfermedad no pasó, y la situación se hizo cada día más penosa entre los dos esposos. Se amaban; tenían, el uno por el otro, una estimación profunda; pero era para ellos imposible comprenderse. Trataban de hacerse mutuas concesiones, que llegaban a ser, como ocurre generalmente, mutuos tormentos. Tolstoi se impuso la obligación de seguir a los suyos a Moscú, y escribió entonces en su Diario:
El mes ha sido el más penoso de mi vida, por la instalación en Moscú. Todos se instalan. ¿Cuándo comenzarán, pues, a vivir? ¡Y todo esto, no para vivir, sino porque las demás gentes hacen lo mismo! ¡Desventurados!...[684].
En estos mismos días escribía la condesa:
Moscú. Mañana hará un mes que estamos nosotros aquí. Durante las dos primeras semanas he llorado todos los días, porque León ha estado no solamente triste, sino abatido en verdad. No dormía, no comía y a menudo lloraba; he llegado a creer que me volvía loca[685].
Hubieron de alejarse el uno del otro, durante algún tiempo, hasta pedirse perdón por lo que se hacían sufrir. ¡Cuánto se amaban siempre!... Él le escribía:
Me dices: “te amo, y tú no tienes necesidad de ello”, cuando es lo único de que yo tengo necesidad... Tu amor me da la alegría más que nada en el mundo[686].
Pero en el instante que estaban juntos, el desacuerdo aparecía. La condesa no podía tomar partido en esta manía religiosa, que movía ahora a Tolstoi a aprender el hebreo con un rabino.
Nada, fuera de esto, le interesa ya. Consume todas sus fuerzas en tonterías, por lo que no puedo ocultar mi descontento[687].
Le escribía ella:
No puedo menos de entristecerme porque semejantes fuerzas intelectuales se derrochan en cortar leña, calentar el samovar y coser las botas.
Y agrega, con la sonrisa cariñosa y burlona de una madre que mira jugar a su hijo, un poco alocado:
En fin, me tranquilizo con el proverbio ruso: “Que se divierta el niño y no importa cómo, con tal que no llore más!”[688].
Pero todavía no ha despachado la carta cuando se le aparece en su pensamiento su marido, leyendo estas líneas con sus nobles ojos cándidos, entristecidos por este tono de ironía; y reabre la carta nuevamente, en un impulso de amor:
¡De pronto te me has representado tan claramente que he sentido un acceso de ternura hacia ti! Hay en ti algo de tan sabio, de tan bueno, tan ingenuo y tan perseverante, todo iluminado por una luz de compasión hacia todos, y una mirada que va tan rectamente al alma... ¡Y esto sólo a ti te pertenece!
De tal manera estos dos seres que se amaban se torturaban el uno al otro y en seguida se lamentaban del mal que habían podido hacerse, sin poderlo remediar. Situación sin salida que dura cerca de treinta años y a la cual solamente debió poner fin, en una hora de extravío, la fuga del viejo rey Lear, moribundo, a través de la estepa.
No se ha fijado bastante la atención en el llamamiento conmovedor a las mujeres con que termina ¿Qué debemos [Pg 355]hacer? Ninguna simpatía siente Tolstoi por el feminismo moderno[689]; pero para aquélla que él llama “la mujer madre”, para aquélla que conoce el verdadero sentido de la vida, tiene palabras de piadosa adoración; hace un elogio magnífico de sus penas y de sus alegrías, de la preñez y de la maternidad, de esos sufrimientos terribles, de esos años sin reposo, de ese trabajo invisible, agotador, por el cual no se espera recompensa de nadie, y de esa beatitud que inunda el alma al salir del dolor, cuando se ha cumplido la Ley. Pinta el retrato de la esposa valiente, que es para su marido un auxiliar y un obstáculo; que sabe que “sólo el sacrificio obscuro, sin recompensa, en bien de la vida de los otros, es la vocación del hombre”.
Una mujer así no solamente no alentará a su marido para un trabajo falso y engañador, que no busque otro fin que disfrutar del trabajo de los demás; pues antes verá con disgusto y horror esa actividad, que sería una seducción para sus hijos. Exigirá de su compañero el verdadero trabajo que reclama la energía y no teme el peligro... Sabe que sus hijos, las generaciones por venir, constituyen cuanto es dable a los hombres ver de más santo, y que sólo vive para servir, con todo su ser, esta obra sagrada. Desarrollará en sus hijos y en su marido la fuerza de sacrificio... Son esas las mujeres que dominan a los hombres y les sirven de estrellas conductoras... ¡Oh, mujeres-madres! ¡En vuestras manos está la salud del mundo![690]
Es el llamamiento de una voz que suplica, que todavía espera... ¿No será escuchada?
Algunos años más tarde el último fulgor de la esperanza se había apagado:
No lo creeréis tal vez; pero no podríais imaginaros cuán aislado estoy, hasta qué punto mi yo verdadero es despreciado por todos los que me rodean[691].
Si los más amantes desconocían así la grandeza de la transformación moral de Tolstoi, no se podía esperar de los otros ni mayor penetración ni más respeto. Turguenev, con quien Tolstoi había tenido que reconciliarse, más por un sentimiento de humildad cristiana que porque hubiese cambiado de sentimientos con respecto a él[692], decía irónicamente: “Compadezco mucho a Tolstoi; pero por otra parte, como dicen los franceses, cada quien tiene su manera de matar pulgas”[693]. Algunos años más tarde, próximo a la muerte, escribía a Tolstoi la carta tan conocida en la que suplicaba a “su amigo, el gran escritor de la tierra rusa”, que “volviese a la literatura”[694].
Todos los artistas europeos se asociaban a la inquietud y a la súplica de Turguenev moribundo. Eugène-Melchior de Vogüé al final del estudio que en 1886 consagró a Tolstoi, tomaba de pretexto un retrato del escritor en traje de mujik, cosiendo como zapatero, para dirigirle un elocuente apóstrofe:
¡Artesano de obras maestras, no es esa vuestra herramienta!... Nuestro útil de trabajo es la pluma; nuestro campo, el alma humana, a la cual también es necesario abrigar y nutrir. Permitidme que os recuerde este grito de un campesino ruso, del primer impresor de Moscú, cuando se le hacía volver a empuñar [Pg 357]el arado: “No me toca a mí sembrar el grano de trigo, sino esparcir por el mundo las simientes espirituales”.
¡Como si alguna vez Tolstoi hubiese soñado en renegar de su papel de sembrador de la simiente del pensamiento!... Al fin de En qué consiste mi fe[695], escribía:
Creo que mi vida, mi razón, mi luz, me ha sido dada exclusivamente para alumbrar a los hombres. Creo que mi conciencia de la Verdad es un talento que se me ha prestado para este fin, y que este talento es un fuego, que sólo es fuego en tanto que arde. Creo que el único sentido de mi vida está en vivir en esta luz que es en mí, y en mantenerla en alto delante de los hombres para que ellos la vean[696].
Pero esta luz, este fuego “que sólo es fuego en tanto que arde”, inquietaba a la mayor parte de los artistas. Los más inteligentes no dejaban de prever que su arte estaba en gran peligro de ser la primera presa del incendio. Afectaban creer que el arte todo entero estaba amenazado y que, como Próspero, Tolstoi rompía para siempre su varita mágica de creadoras ilusiones.
Ahora bien, nada era menos cierto, y yo intento demostrarlo, que lejos de arruinar al arte, Tolstoi suscitó en él energías que permanecían en barbecho, y que su fe religiosa, en lugar de matar su genio artístico, lo renovó.
Es singular que, cuando se habla de las ideas de Tolstoi sobre la ciencia y sobre el arte, se olvide generalmente el más importante de sus libros, aquél en que estas ideas están contenidas: ¿Qué debemos hacer? (1884-1886). En sus páginas, por primera vez, Tolstoi emprende la lucha contra la ciencia y el arte, y nunca, ninguna de sus luchas siguientes sobrepasó en violencia a este primer encuentro. Sorprende que, cuando en recientes asaltos librados entre nosotros contra la vanidad de la ciencia y de los intelectuales, nadie pensara en volver sobre estas páginas, que constituyen la requisitoria más terrible que se haya escrito contra “los eunucos de la ciencia” y contra “los piratas del arte”, contra estas castas espirituales que, después de haber destruido o sometido a las antiguas castas reinantes, Iglesia, Estado, Ejército, hanse instalado en su lugar, y, sin querer o sin poder hacer nada en provecho de los hombres, pretenden que se les admire y que se les sirva ciegamente, erigiendo como dogma una fe impudente en la ciencia por la ciencia y en el arte por el arte, máscara mentirosa con la cual se trata de cubrir su justificación personal, la apología de sus monstruosos egoísmos y de su nulidad.
“No me hagáis decir, prosigue Tolstoi, que niego el arte y la ciencia. Porque no solamente no los niego, sino que antes en su nombre quiero arrojar a los mercaderes del templo”.
La ciencia y el arte son tan necesarios como el pan y el agua; y aún más necesarios... La verdadera ciencia es el conocimiento de la misión, y por consiguiente, del verdadero bien de todos los hombres. El verdadero arte es la expresión del conocimiento de la misión y del verdadero bien de todos los hombres.
Y alaba a aquéllos que, “desde que los hombres existen,[Pg 359] han expresado en las harpas y en los tímpanos, por las imágenes y por la palabra, su lucha contra la duplicidad, sus sufrimientos en esta lucha, su esperanza en el triunfo del bien, su desesperación por el triunfo del mal y sus entusiasmos ante los proféticos mirajes del porvenir”.
Traza entonces la imagen del verdadero artista, en una página caldeada de místico y doloroso ardor:
La actividad de la ciencia y del arte da frutos únicamente cuando no se arroga ningún derecho y sólo reconoce deberes; y sólo por ser así esta actividad, porque su esencia es el sacrificio, la humanidad la venera. Los hombres que están llamados a servir a los demás por el trabajo espiritual, sufren siempre en el cumplimiento de esta labor, porque el mundo espiritual nace solamente de los sufrimientos y de las torturas. El sacrificio y el dolor llenan la suerte del pensador y del artista, porque su misión es el bien de los hombres. Los hombres son desventurados, sufren y mueren; no tienen tiempo de descansar ni de divertirse. El pensador o el artista no permanece nunca sentado en las olímpicas alturas, como estamos acostumbrados a creerlo, sino que está siempre en la inquietud y en la emoción. Debe resolver y decir lo que producirá el bien a los hombres, lo que los librará de los dolores, y no lo ha resuelto, no lo ha dicho; y mañana será demasiado tarde, morirá... No es aquél que ha sido educado en un establecimiento donde se forma a artistas y a sabios (a decir verdad solamente se forma en esos establecimientos a destructores de la ciencia y del arte); no es aquél que recibe diplomas y un tratamiento, quien será un pensador y un artista, sino aquél que sería dichoso con no pensar y con no expresar todo lo que se le ha metido en el alma, y que sin embargo no pueda dispensarse de hacerlo, porque es arrastrado por dos fuerzas invencibles: su necesidad interior y su amor a los hombres. No hay artistas gordos, dichosos y satisfechos de sí mismos[697].
Esta página espléndida, que alumbra trágicamente el [Pg 360]genio de Tolstoi, fué escrita bajo la impresión inmediata del sufrimiento que le causaba el espectáculo de la miseria de Moscú, y con la convicción de que la ciencia y el arte eran cómplices de todo el sistema actual de desigualdad social y de violencia hipócrita. Esta convicción no la perdió nunca. Pero la impresión de su primer encuentro con la miseria del mundo se va atenuando, la herida sangra menos[698] y ya en ninguno de sus siguientes libros se volverá a encontrar el estremecimiento de dolor y de cólera vengadora que tiembla en aquél; en ninguna otra parte aparecerá esta profesión de fe del artista que crea con su sangre, esta exaltación del sacrificio y del dolor, “que son el patrimonio del pensador”, este desprecio por el arte olímpico, a la manera de Goethe. Las obras en que después reanudará la crítica del arte, tratarán la cuestión desde un punto de vista literario y menos místico, y el problema del arte estará en ellas separado del fondo de esta miseria humana, en la cual no puede pensar Tolstoi sin delirar, como en la noche de su visita al asilo nocturno, cuando de regreso a su casa, sollozaba y gritaba desesperadamente.
No se crea por esto que alguna vez sus obras didácticas sean frías, porque le era imposible ser frío. Hasta el fin de su vida sentirá como lo escribía a Fet:
Si uno no ama a sus personajes, aun los más insignificantes, es necesario entonces insultarlos de manera que hasta el cielo arda, o burlarse de ellos hasta estallar de risa[699].
No se le puede reprochar esto en sus escritos sobre el arte. La parte negativa (injurias y sarcasmos) tiene tal vigor [Pg 361]que es la única que ha sorprendido a los artistas; hería con demasiada violencia sus supersticiones y sus susceptibilidades para que no viesen, en aquel enemigo del arte de ellos, al enemigo del arte; pero nunca la crítica en Tolstoi, deja nada sin reconstruir, nunca destruye por destruir, sino para reedificar. Y en su modestia, ni siquiera pretende construir nada de nuevo: defiende el arte que fué y será siempre, contra los falsos artistas que lo explotan y lo deshonran:
“La ciencia verdadera y el arte verdadero siempre han existido y existirán siempre, y es imposible e inútil discutirlo”, me escribía en 1887, en una carta que se anticipaba más de diez años a su famosa “Crítica del arte”[700]. “Todo el mal actual viene de que las gentes que se dicen civilizadas, teniendo de su parte a los sabios y a los artistas constituyen una casta privilegiada, como los sacerdotes; y esta casta tiene todos los defectos de todas las castas. Degrada y rebaja el principio en virtud del cual se organiza. Lo que se llama en nuestro mundo las ciencias y las artes sólo es un inmenso ‘humbug’, una gran superstición en la cual caemos ordinariamente desde que nos emancipamos de la vieja superstición de la Iglesia. Para ver con claridad en la ruta que debemos seguir, es necesario comenzar por el principio,—es preciso levantar el capuchón que nos abriga, pero que cubre los ojos.—La tentación es grande. Nacemos y nos levantamos sobre los peldaños de la escala, y nos encontramos entre los privilegiados, los sacerdotes de la civilización, de la ‘Kultur’, como dicen los alemanes. Nos es necesario, como a los sacerdotes brahmanes o católicos, mucha sinceridad y un gran amor a la verdad para poner en duda los principios que nos aseguran esta posición ventajosa; pero un hombre [Pg 362]serio, que se plantée la cuestión de la vida, no puede vacilar. Para comenzar a ver claro es preciso que se liberte de la superstición en que se encuentra, por mucho que le sea ventajosa. Es ésta una condición ‘sine qua non’... No tener superstición alguna: ponerse en el estado de un niño o de un Descartes...”.
Esta superstición del arte moderno, con la cual se complacen las castas interesadas, “este inmenso humbug”, lo denuncia rudamente Tolstoi en su libro ¿Qué es el arte?, por cuanto radicalmente hay en ello de ridiculez, de pobreza, de hipocresía, de corrupción. Todo lo arrasa. Pone en esta demolición la alegría de un niño que rompe sus juguetes. Toda esta parte crítica está frecuentemente llena de humor y también de injusticia: es la guerra. Tolstoi se sirve en ella de toda clase de armas, y descarga golpes al azar, sin mirar al rostro de quien golpea. A menudo ocurre, como en todas las batallas, que hiere a algunos a quienes hubiera estado en su deber defenderlos, como Ibsen o Beethoven. Culpa es de su arrebato, que no le deja tiempo para reflexionar lo suficiente antes de obrar; de su pasión, que lo ciega frecuentemente sobre la debilidad de sus razones, y, confesémoslo, también es culpa de su cultura artística incompleta.
Fuera de sus lecturas literarias, ¿qué podía conocer del arte contemporáneo? ¿Qué pudo ver de pintura, qué pudo escuchar de música europea este noble campesino que pasó las tres cuartas partes de su vida en su aldea moscovita; que no volvió más a Europa después de 1860; y aun, qué pudo ver entonces fuera de las escuelas, puesto que sólo éstas le interesaban? Acerca de pintura habla de oídas, citando en revoltillo, entre los decadentes, a Puvis, Manet, Monet, Boecklin, Stuck, Klinger, admirando por confianza, a causa de sus buenos sentimientos, a Jules Breton y Lhermite, despreciando a Miguel Ángel, y, entre los pintores del alma, no citando sino una sola vez a Rembrandt. En[Pg 363] cuanto a la música, se siente más seguro[701]; pero tampoco la conoce, puesto que se detiene en sus impresiones de infancia y en aquellos músicos que eran ya clásicos hacia 1840, no habiendo llegado a conocer a ningún otro posterior, (a excepción de Tschaikovsky, cuya música lo hacía llorar); mide con el mismo rasero a Brahms y a Richard Strauss, enmienda la plana a Beethoven[702], y, para juzgar a Wagner, cree tener bastante con una sola representación de Sigfrido, a la cual llegó después de haberse levantado el telón y se marchó a mitad del segundo acto[703]. Respecto a la literatura, estaba (era natural) un poco mejor informado: pero, ¿por cuál extraña aberración evitaba emitir juicios sobre los escritores rusos que conocía bien, y se aventuraba a dictar leyes a los poetas extranjeros, cuyo espíritu estaba más lejos del suyo, y cuyos libros apenas hojeaba con una altiva negligencia?[704]
Su intrépida suficiencia aumentaba todavía más con la edad, y llegó a escribir un libro para demostrar que Shakespeare “no era un artista”.
Podía ser cualquier cosa, pero no era un artista[705].
Admirad tamaña certidumbre. Tolstoi no duda, no discute: posee la verdad. Os dirá:
La Novena Sinfonía es una obra que divide a los hombres[706].
O bien:
Fuera del célebre aire para violín, de Bach, del Nocturno en do mayor, de Chopin y de una decena de trozos, no completos, escogidos entre las obras de Haydn, Mozart, Schubert, Beethoven y Chopin... todo lo demás debe ser rechazado y despreciado como un arte que divide a los hombres.
O todavía:
Voy a probar que Shakespeare no debe ser tenido ni aun por escritor de cuarto orden. Y como pintor de caracteres es nulo.
Y que el resto de la humanidad sea de otra opinión, eso no es para cohibirlo, antes lo contrario:
Mi opinión, escribe arrogantemente, es por completo distinta de la que se ha aceptado sobre Shakespeare en todo el mundo europeo.
En su persecución de la mentira la olfatea por todas partes; y, mientras más una idea se ha generalizado, más se eriza contra ella, desconfía, sospecha, como dijo a propósito de la gloria de Shakespeare, “una de esas influencias epidémicas que siempre han sufrido los hombres, como las cruzadas de la Edad Media, la creencia en hechiceras, la investigación de la piedra filosofal, la pasión por los tulipanes. Los hombres no reconocen la locura de estos influjos sino hasta que se han librado de ellos. Con el desarrollo de la prensa estas epidemias han llegado a ser particularmente extraordinarias”. Y ofrece como ejemplar más reciente de tales enfermedades contagiosas el “Asunto Dreyfus”, del cual habla él, el enemigo de todas las injusticias, el defensor de todos los oprimidos, con una desdeñosa [Pg 365]indiferencia[707]. Ejemplo sorprendente de los excesos a que podía arrastrarlo su desconfianza de la mentira y su repulsión instintiva contra las “epidemias morales” de que se acusaba a sí mismo, sin poderlo remediar. Reverso de las virtudes humanas, inconcebible ceguedad que arrastra a este vidente de almas, a este evocador de las fuerzas apasionantes, a tratar al Rey Lear de “obra inepta” y a la arrogante Cordelia de “criatura sin ningún carácter”[708].
Debe advertirse que vió muy bien algunos defectos de Shakespeare, defectos que nosotros no hemos tenido la sinceridad de confesar, como el carácter artificial del lenguaje [Pg 366]poético, uniformemente adjudicado a todos los personajes, la retórica de la pasión, del heroísmo y aún de la simplicidad. Comprendo perfectamente que un Tolstoi, que fué el menos literato de todos los escritores, haya carecido de simpatías para quien fué el más genial de los hombres de letras; mas, ¿para qué perder el tiempo en hablar de lo que no podía comprender, y qué valor pueden tener estos juicios sobre un mundo que le estaba vedado? Ninguno, si en ellos buscamos la llave de estos mundos extraños; pero valor inestimable si les demandamos la llave del arte de Tolstoi. No es posible reclamar de un genio creador la imparcialidad crítica. Cuando un Wagner, cuando un Tolstoi, hablan de Beethoven o de Shakespeare, no es ni de Beethoven ni de Shakespeare de quien hablan, sino de ellos mismos: exponen sus ideales. Ni siquiera tratan de sorprendernos. Para juzgar a Shakespeare, Tolstoi no trata de hacerse “objetivo”, pues antes reprocha a Shakespeare su arte objetivo. El pintor de La Guerra y la Paz, el maestro del arte impersonal, no tiene bastante desdén para esos críticos alemanes que, después de Goethe, “inventaron a Shakespeare” y “la teoría de que el arte debe de ser objetivo, es decir, representar los sucesos fuera de todo valor moral, lo cual es la negación deliberada del objeto religioso del arte”.
De esta manera, desde lo alto de su fe, Tolstoi dicta sus juicios artísticos. No busquéis en sus críticas ninguna reserva personal. No se ofrece en ejemplo, y es tan despiadado para sus obras como para las de los otros[709]. ¿Qué ambiciona, pues, y qué vale para el arte el ideal religioso que propone?
Este ideal es magnífico. La denominación “arte religioso” [Pg 367]está expuesta a engañar sobre la amplitud de la concepción; porque muy lejos de reducir el campo del arte, Tolstoi lo dilata. El arte, dice, está en todas partes.
El arte penetra toda nuestra vida; lo que nosotros llamamos arte, teatros, conciertos, libros, exposiciones, no es más que una ínfima parte del arte: nuestra vida está llena de manifestaciones artísticas de todas suertes, desde los ojos del niño hasta los oficios religiosos. El arte y la palabra son los dos órganos del progreso humano. El uno hace la comunión de los corazones, y la otra la de los pensamientos. Si uno de los dos es falso, la sociedad está enferma. Y el arte actual ha sido falseado.
Después del Renacimiento, no es posible hablar de un arte de las naciones cristianas. Las clases sociales se han separado. Los ricos, los privilegiados, han pretendido arrogarse el monopolio del arte, y han hecho de sus placeres el criterio de la belleza. Al alejarse de los pobres, el arte se ha empobrecido.
La categoría de las emociones experimentadas por aquéllos que no trabajan para vivir es más limitada que la de las emociones de aquéllos que sí trabajan. Los sentimientos de nuestra sociedad actual se reducen a tres: el orgullo, la sensualidad y el cansancio de vivir. Estos tres sentimientos y sus ramificaciones constituyen casi exclusivamente la materia del arte de los ricos.
Infecta al mundo, pervierte al pueblo, propaga la depravación sexual, ha llegado a ser el peor de los obstáculos para la realización de la felicidad humana. Carente desde luego de verdadera belleza, de naturalidad, de sinceridad, es un arte afectado, artificioso, cerebral.
Enfrente de esta mentira de los estetas, de este pasatiempo de los ricos, levantemos el arte viviente, el arte humano, aquél que une a los hombres de todas las clases, de todas las naciones. El pasado nos ofrece gloriosos modelos.
Siempre la mayoría de los hombres ha comprendido y ha amado lo que nosotros consideramos como el arte más elevado:[Pg 368] la epopeya del Génesis, las parábolas del Evangelio, las leyendas, los cuentos, las canciones populares.
El arte más grande es aquél que traduce la conciencia religiosa de la época. No entendáis por esto una doctrina de la Iglesia. “Cada sociedad tiene una concepción religiosa de la vida: es el ideal de la felicidad más grande, en pos de la cual va esta sociedad”. Todos tienen de ese ideal un sentimiento más o menos claro, y algunos hombres de las avanzadas lo expresan netamente.
Existe siempre una conciencia religiosa, que es el cauce sobre el cual corre el río[710].
La conciencia religiosa de nuestra época es la aspiración a la felicidad realizada por la fraternidad de los hombres. Y no habrá arte verdadero si no trabaja para esta unión; el más alto será aquél que la realice directamente por el poder del amor; pero hay otro que participa en esta tarea, al combatir con las armas de la indignación y del desprecio todo lo que se opone a la fraternidad. Así son las novelas de Dickens, las de Dostoievsky, Los Miserables de Hugo, los cuadros de Millet. Sin alcanzar estas alturas, todo arte que represente la vida cotidiana con simpatía y verdad, acerca entre ellos a los hombres. De esta suerte Don Quijote y el teatro de Molière. Es verdad que este último género de arte peca habitualmente por su realismo demasiado minucioso y por la pobreza de sus asuntos, “cuando se les compara con los modelos antiguos, como la sublime historia de José”. La precisión excesiva de los detalles perjudica a las obras, que no pueden, por esta razón, llegar a ser universales.
A las obras modernas las echa a perder un realismo que sería más justo tasar de provincialismo en arte.
Por eso Tolstoi condena, sin vacilar, el principio de su propio genio. ¿Qué le importa sacrificarse todo entero al porvenir y que nada de él quede después?
El arte del porvenir no continuará al del presente, sino que se sustentará sobre otras bases. No será ya el feudo de una casta. El arte no es un oficio, y sí la expresión de sentimientos verdaderos. Ahora bien, el artista sólo puede experimentar un sentimiento verdadero cuando no se aísla, cuando vive la existencia natural del hombre. Por esto, quien se encuentre alejado de la vida está en las peores condiciones para crear.
En lo porvenir, “los artistas serán todos los hombres dotados”. La actividad artística llegará a ser accesible a todos, por “la introducción en las escuelas elementales de la enseñanza de la música y de la pintura, enseñanza que será dada al niño al mismo tiempo que los primeros elementos de la gramática”. Por otra parte, el arte no tendrá ya necesidad de una técnica complicada, como al presente; se encaminará hacia la simplicidad, la nitidez, la concisión, que son propias del arte clásico y sano, del arte homérico[711]. ¡Cuán bello será traducir en este arte los puros lineamientos de los sentimientos universales! Componer un cuento o una canción, dibujar una imagen para millares de seres, tiene más importancia y mayor dificultad que escribir una novela o una sinfonía[712]. Es éste un dominio inmenso y casi virgen. Y gracias a semejantes obras los hombres comprenderán la felicidad de la unión fraternal.
El arte debe de suprimir la violencia, y sólo él puede hacerlo. [Pg 370]Su misión es hacer posible el reino de Dios, es decir, del Amor[713].
¿Quién de nosotros no patrocinaría estas palabras generosas? ¿Y quién no ve que, con muchas utopías y algunas puerilidades, la concepción de Tolstoi es viviente y fecunda? Sí; el conjunto de nuestro arte no es más que la expresión de una casta, que se subdivide a sí misma, de una nación a otra, en pequeños clanes enemigos. No hay en Europa una sola alma de artista que en sí misma realice la unión de los partidos y de las razas. La más universal, en nuestro tiempo, fué la de Tolstoi, y en ella nos hemos amado los hombres de todos los pueblos y de todas las clases. Y quien como nosotros ha gustado de la alegría vigorosa de este vasto amor, no podrá ya sentirse satisfecho con los jirones de la gran alma humana que nos ofrece el arte de los cenáculos europeos.
Sólo por las obras en que se realiza tiene valor la más bella de las teorías. En Tolstoi teoría y creación están siempre unidas, como fe y acción. Al mismo tiempo que componía su Crítica del Arte, ofrecía modelos del arte nuevo que él ambicionaba—dos formas de arte: la una más elevada, la otra menos pura, pero ambas “religiosas”, en el sentido más humano;—la una trabajando en pro de la unión de los hombres por el amor, la otra librando combate al mundo, enemigo del amor.—Escribía entonces estas obras maestras: La muerte de Iván Ilich (1884-86), Las Narraciones y los Cuentos Populares (1881-86), El Poder de las Tinieblas (1886), La Sonata a Kreutzer (1889), y Amo y Criado (1895)[714]. En la cima y término [Pg 372]de este período artístico, como una catedral de dos torres, simbolizando en la una el amor eterno y en la otra el odio al mundo, se levanta Resurrección (1899).
Todas estas obras se distinguen de las precedentes por sus caracteres artísticos nuevos. Las ideas de Tolstoi no solamente habían cambiado sobre el objeto del arte, sino también sobre la forma en arte. Sorprenden en ¿Qué es el Arte?, o en el libro sobre Shakespeare, los principios de gusto y de expresión que anuncia. Están, en su mayor parte, en contradicción con sus más grandes obras anteriores. “Nitidez, sencillez, concisión”, leemos en ¿Qué es el Arte? desprecio del efecto material; condenación del realismo minucioso. Y en Shakespeare: ideal absolutamente clásico de perfección y de medida. “Sin el sentimiento de la medida no podrían existir artistas”. Y si, en las obras nuevas, el hombre viejo no llega a desvanecerse completamente, con su genio de análisis y su salvajismo nativo, que, por ciertos aspectos aún se acusa de antemano, su arte se ha modificado profundamente por la nitidez del dibujo, más vigorosamente acentuado por los bocetos de almas, por la concentración del drama interior, recogido sobre él mismo como una bestia de presa que se contrae para atacar[715], por la universalidad de la emoción, apartado de los detalles pasajeros de un realismo local, en fin, por el lenguaje lleno de imágenes, sápido, que tiene el olor de la tierra.
Su amor al pueblo le había hecho gustar, desde hacía tiempo, la belleza de la lengua popular. De niño, había sido arrullado por los relatos de los mendigos narradores de [Pg 373]cuentos; de hombre ya hecho y escritor célebre, gozaba un placer artístico en charlar con los campesinos.
Estos hombres, decía más tarde a M. Paul Boyer, son maestros[716]. En otro tiempo, cuando yo charlaba con ellos, o con esos otros, peregrinos, que van, la alforja a la espalda por nuestros campos, anotaba algunas de sus expresiones que escuchaba por primera vez, a menudo olvidadas en nuestra lengua literaria moderna, pero acuñadas siempre en el bueno y viejo solar ruso... Sí, el genio de la lengua vive entre estos hombres...
Tanto más sensible debía de ser para con ellos cuanto que su espíritu no estaba invadido de literatura[717]. A fuerza de vivir lejos de las ciudades, entre los campesinos, se había hecho un poco a la manera de pensar del pueblo. Tenía la dialéctica lenta, el buen sentido razonador que se arrastra paso a paso, con bruscas sacudidas que desconcertaban, la manía de repetir una idea de la cual se está convencido, de repetirla en los mismos términos, sin cansarse, indefinidamente.
Pero esos eran más bien defectos que cualidades. Solamente a la larga llegó a tener cuidado del genio latente del lenguaje popular, del sabor de sus imágenes, de la rudeza poética, de la plenitud de la sabiduría legendaria. Desde la época de La Guerra y la Paz, había comenzado a sufrir esa influencia. En marzo de 1872 escribía a Strakov:
He cambiado de procedimientos en mi lenguaje y en mi manera de escribir. La lengua del pueblo tiene sonidos para expresar todo lo que puede decir el poeta, y me es muy grata. Es el mejor regulador poético. Si se quiere decir algo de más, [Pg 374]por enfático o falso, la lengua no lo soporta; en tanto que en nuestro lenguaje literario, que carece de esqueleto, se puede trabajar en todos los sentidos, todo se vuelve literatura[718].
No solamente debió al pueblo muchos modelos de estilo, sino también le debió muchas inspiraciones. En 1877 un contador de “bylines” llegó a Yasnaia Poliana, y Tolstoi tomó nota de algunos de sus relatos. De éstos nacieron la leyenda ¿De qué viven los hombres? y Los Tres Viejos, que han venido a ser, como se sabe, de las más bellas páginas del volumen de Narraciones y Cuentos Populares, que Tolstoi publicó algunos años más tarde[719].
Obra única en el arte moderno; obra más alta que el arte. ¿Quién, leyéndola, se acuerda de la literatura? El espíritu del Evangelio, el casto amor hacia todos los hombres hermanos, se une a la bonhomía sonriente de la sabiduría popular. Simplicidad, limpidez, bondad inefable de corazón, y este fulgor sobrenatural que, tan naturalmente, baña el cuadro por momentos y envuelve en una aureola la figura central, el viejo Elíseo[720], o flota en el ambiente de la tienda del zapatero Martín, aquél que, por su ventanillo a ras del suelo, ve pasar los pies de las gentes, y a quien el Señor visita en la figura de los pobres a quienes ha socorrido[721]. A menudo se mezcla en estas narraciones, con las parábolas evangélicas, no sé qué perfume de leyendas orientales, de esas Mil y una Noches que tanto amaba Tolstoi desde su infancia[722]. A las veces, también, este fulgor se hace siniestro y da al cuento una grandeza de espanto, como en el cuento del mujik Pakhom[723], el hombre que se mata por adquirir mucha tierra, toda la tierra que pueda abarcar corriendo durante un día; y que, al llegar al final de la jornada, muere.
Sobre la colina, el starchina, sentado en el suelo, lo miraba correr, riendo a carcajadas y sosteniéndose el vientre con las manos. Pakhom cayó.
—¡Ah! ¡Bravo! has adquirido mucha tierra.
El starchina se levantó, y arrojó al criado de Pakhom un zapapico:
—Toma y sepúltalo.
El criado quedó solo. Cavó a Pakhom una fosa, del largo justo de los pies a la cabeza—tres “archinas”,—y lo enterró.
Casi todos estos cuentos encierran, bajo su poética envoltura, la misma moral evangélica de renunciación y de perdón:
“No te vengues nunca de quien te ofende”[724].
“No respondas con la violencia a quien te hace mal”[725].
“Sólo a mí me pertenece la venganza, dice el Señor”[726].
Y por todas partes y siempre, la misma conclusión: el amor. Tolstoi, que ambicionaba fundar un arte para todos los hombres, alcanzó desde el primer momento la universalidad. Su obra ha tenido, en el mundo entero, un éxito que no puede cesar nunca, porque está depurada de todos los elementos perecederos del arte; ya en ella no hay más que lo eterno.
El Poder de las Tinieblas no se levanta hasta esa augusta simplicidad de corazón; ni lo pretende, porque es el otro filo de la espada. A una parte, el ensueño del amor divino; [Pg 376]a la otra, la atroz realidad. Se puede apreciar, al leer este drama, si la fe de Tolstoi y su amor al pueblo fueron alguna vez capaces de hacerlo idealizar al pueblo y traicionar la verdad.
Tolstoi, tan torpe en la mayor parte de sus ensayos dramáticos[727], se levanta en esta ocasión a la maestría. Los caracteres y la acción están planteados con facilidad: el guapo Nikita, la pasión arrebatada y sensual de Anisia, la bonhomía cínica de la vieja Matrena, que oculta maternalmente el adulterio de su hijo, y la santidad del viejo Akim, el tartamudo, dios viviente en un cuerpo ridículo. Después, la caída de Nikita, débil y sin maldad, pero hundido en el pecado, rodando hasta el fondo del crimen, a pesar de sus esfuerzos para detenerse sobre la pendiente: su madre y su hermana lo arrastran.
Los mujiks no valen mucho; pero ¡las babas! ¡Bestias! Ellas no tienen miedo de nada... ¡Vosotras, hermanas, sois millones de rusas, y sois todas ciegas como los topos, no sabéis nada, no sabéis nada!... El mujik, por lo menos, puede aprender alguna cosa en la taberna, o ¿quién sabe? en la prisión o en el cuartel; pero la baba... ¿Cómo? Ella no ha visto nada ni oído nada. Muere lo mismo que ha crecido... Son como los perritos ciegos, que van corriendo y dan con la cabeza en las inmundicias. No saben más que sus tontas [Pg 377]canciones: “Ho-ho”... ¡Y qué! ¿Ho-ho?... No saben nada[728].
En seguida, la escena terrible del asesinato del niño recién nacido. Nikita no quiere matarlo. Anisia, que por él ha asesinado a su marido y cuyos nervios son desde entonces torturados por el crimen, se vuelve feroz, loca, lo amenaza con acusarlo; grita:
Al menos, ya no estaré sola. Él también será un asesino. ¡Qué sepa lo que es eso!
Nikita aplasta al niño entre dos leños. En medio de su crimen, huye espantado, amenaza de muerte a Anisia y a su madre, solloza, suplica:
¡Mamacita, ya no puedo más!
Cree oír que el niño asesinado grita.
¿Dónde salvarme?...
Es ésta una escena de Shakespeare. Menos salvaje y más angustiosa todavía es la variante del acto IV, el diálogo de la muchacha y del viejo criado, que solos en la casa, en la noche, oyen, adivinan el crimen que se consuma afuera.
Al fin, la expiación voluntaria. Nikita, acompañado de su padre, el viejo Akim, se presenta descalzo, en una boda; se arrodilla, pide perdón a todos, se acusa de todos sus crímenes. El viejo Akim lo alienta, lo mira con una extática sonrisa de dolor:
¡Dios! ¡Oh, he aquí a Dios!
Lo que da al drama un sabor de arte muy especial es el lenguaje campesino.
“He despojado mis cuadernos de apuntes de sus notas para escribir El Poder de las Tinieblas”, decía Tolstoi a Paul Boyer.
Estas imágenes imprevistas, brotadas del alma lírica y burlona del pueblo ruso, tienen un numen y un vigor que, junto a ellas, todas las imágenes literarias palidecen. Tolstoi se deleitaba con ellas; se palpa que el artista se divertía, al escribir su drama, con anotar estas expresiones y estos pensamientos, cuyo lado cómico no podía escaparle[729] en tanto que se desolaba el apóstol ante las tinieblas del alma.
Mientras observaba al pueblo y dejaba caer en su noche un rayo de luz de la altura, Tolstoi consagraba a la noche aun más sombría de las clases ricas y burguesas, dos novelas trágicas. Se advierte que la forma teatral domina en esta época su pensamiento artístico. La Muerte de Iván Ilich y La Sonata a Kreutzer son dos verdaderos dramas interiores ocultos, concentrados, y, en La Sonata, es el héroe mismo del drama quien lo narra.
La Muerte de Iván Ilich (1884-86) es una de las obras rusas que más hondamente han conmovido al público francés. Hacía yo notar, al principio de este estudio, cómo fuí testigo del pasmo causado por estas páginas en unos lectores burgueses, de provincia francesa, que parecían indiferentes al arte. Y es que la obra pone en escena, con una verdad inquietante, un tipo de esos hombres medios, funcionarios concienzudos, vacíos de sentimientos religiosos, de ideales y casi de pensamientos, que se absorben en sus funciones, en su vida maquinal, hasta la hora de la muerte, en la cual con espanto se dan cuenta de que no han vivido. Iván Ilich es el representante de esta burguesía europea de 1880 que leyó a Zolá, que va a escuchar a Sarah Bernhardt, y que, sin tener ninguna fe, no es ni siquiera irreligiosa, porque ni siquiera quiere darse la pena de creer o de no creer; no piensa nunca en eso.
Por la violencia de la requisitoria, a la vez áspera y casi burlesca, contra el mundo y sobre todo contra el matrimonio, La Muerte de Iván Ilich, abre una serie de obras nuevas, anuncia las pinturas aun más feroces de La Sonata a Kreutzer y de Resurrección. Vacío lamentable y risible de esta vida (como de ella hay millares y millares), con sus ambiciones grotescas, sus pobres ambiciones de amor propio, que no producen ningún placer, “nada más que pasar la velada frente a frente con su mujer”, los disgustos del oficio, las injusticias que agrian el humor, la verdadera felicidad: el whist. Y esta vida ridícula la pierde por una causa más ridícula todavía, al caer de una escalera, un día que Iván quiso colgar una cortina en la ventana del salón. Mentira de la vida, mentira de las enfermedades, mentira del médico lleno de salud que no se ocupa más que de sí mismo, mentira de la familia, a quien disgusta la enfermedad, mentira de la esposa que afecta consagración y calcula ya cómo vivirá cuando el marido haya muerto. Universal mentira, a la cual se opone, única, la verdad de un criado compasivo, que no trata de ocultar al moribundo su estado y que lo auxilia fraternalmente. Iván Ilich, “lleno de una infinita piedad hacia sí mismo”, llora su aislamiento y el egoísmo de los hombres; sufre horriblemente hasta el día en que se da cuenta que su vida pasada ha sido una mentira, y que esta mentira aún puede repararla. Al punto, todo se le ilumina, una hora antes de la muerte. No piensa más en sí mismo, piensa en los suyos y se apiada de ellos; él debe morir y librarlos de su carga.
—¿Dónde estás, Dolor?—Vedle... Y bien, tú no tienes más que persistir.—Y la muerte, ¿dónde está?...—No la encontraba; en lugar de la muerte tenía la luz. “Todo ha concluido”, dijo alguien. Él escuchó estas palabras y las repetía. “La muerte no existe más”, se decía.
Este “rayo de luz” ya no refulge en La Sonata a Kreutzer[730]. Es una obra feroz, arrojada contra la sociedad como [Pg 380]una bestia herida, que se venga de cuanto ha sufrido. No olvidemos que es la confesión de un bruto humano, que acaba de matar y que está infectado por el virus de los celos. Tolstoi se esfuma detrás de su personaje; pero sin duda se encuentran sus ideas exaltadas, en estas invectivas rabiosas contra la hipocresía general, hipocresía de la educación de la mujer, del amor, del matrimonio (esa “prostitución doméstica”), del mundo, de la ciencia, de los médicos (esos “sembradores de crímenes”). Y su héroe lo arrastra a una brutalidad de expresiones, a una violencia de imágenes carnales, todas las ardentías de un cuerpo lujurioso, y por reacción todos los furores del ascetismo, el miedo rencoroso de las pasiones, la maldición contra la vida lanzada por un monje de la edad media, encendido de sensualidad. Después de haber escrito su libro, Tolstoi mismo se espanta:
Yo no pude prever, dice en su Postfacio a La Sonata a Kreutzer[731], que una lógica rigurosa me conduciría, escribiendo esta obra, al punto a que he llegado. Mis propias conclusiones, desde luego, me han aterrado; quería no creerlas, pero no lo podía... He tenido que aceptarlas.
Debía, en efecto, repetir, bajo una forma serena, los gritos feroces del asesino Posdnichef contra el amor y el matrimonio:
Quien mira a la mujer—sobre todo a su propia mujer—con sensualidad, comete por ese solo hecho adulterio con ella.
Cuando las pasiones hayan desparecido, entonces la humanidad ya no tendrá razón de ser, habrá cumplido la Ley, y la unión de todos los seres estará realizada.
Mostrará, apoyándose en el Evangelio, según San Mateo, que “el ideal cristiano no es el matrimonio, que no puede existir matrimonio cristiano, que el matrimonio, desde el punto de vista cristiano, no es un elemento de progreso sino antes de decadencia; que el amor, así como todo lo que [Pg 381]le precede y lo sigue, es un obstáculo para el verdadero ideal humano...”[732]
Pero estas ideas no habían cristalizado en él con tanta nitidez sino hasta que brotaron de boca de Posdnichef. Como ocurre a menudo entre los grandes creadores, la obra arrastró al autor; el artista sobrepasó al pensador. No ha perdido nada con ello el arte. Por el vigor del efecto, por la concentración apasionada, por el relieve brutal de las visiones, por la plenitud y madurez de la forma, ninguna obra de Tolstoi iguala a La Sonata a Kreutzer.
Me falta explicar su título, que, a decir verdad, es falso; engaña acerca de la obra. La música no desempeña en ella sino un papel accesorio. Suprimid la sonata, y nada habrá cambiado. Tolstoi ha cometido el error de mezclar dos cuestiones que tomaba muy a pecho: el poder depravador de la música y el del amor. El demonio de la música merecía una obra aparte; el lugar que Tolstoi le concede en esta obra es insuficiente para demostrar el peligro que denuncia. Debo detenerme un poco sobre este asunto, porque creo que nunca se ha comprendido cuál era la actitud de Tolstoi con respecto a la música.
Será preciso considerar que la amaba. No se teme sino lo que se ama. Recuérdese el lugar que tienen los recuerdos musicales en Infancia, y principalmente en La Felicidad Conyugal, en donde todo el ciclo del amor, de su primavera a su otoño, se desarrolla entre frases de la Sonata, cuasi una fantasía, de Beethoven; recuérdense también las sinfonías maravillosas que escuchaban cantar dentro de ellos mismos [Pg 382]Nekhludov[733] y el pequeño Petia, la noche anterior a su muerte[734]. Si Tolstoi había aprendido muy medianamente la música[735], le conmovía hasta derramar lágrimas; a ella se entregó con pasión en algunas épocas de su vida. En 1858 fundó en Moscú una sociedad musical, que vino a ser más tarde el Conservatorio de Moscú.
Amaba mucho la música, escribía su cuñado S. A. Bers. Tocaba el piano y era apasionado de los maestros clásicos. A veces, antes de ponerse a trabajar[736], se sentaba al piano, y probablemente en él encontraba la inspiración. Acompañaba a menudo a mi hermana menor, cuya voz le gustaba. He advertido que las sensaciones provocadas en él por la música estaban acompañadas de una ligera palidez del rostro y de una mueca imperceptible que, parecía, expresaba el espanto.[737]
Era, sin duda, el miedo que experimentaba al choque de estas fuerzas desconocidas que lo sacudían hasta las raíces de su ser. En este mundo de la música sentía que se fundían su voluntad moral, su razón, toda la realidad de la vida. Que se relea, en el volumen primero de La Guerra y la Paz, la escena en que Nicolás Rostov, que acaba de perder en el juego, entra desesperado. Oye que su hermana Natacha canta, y olvida todo.
Esperaba con una impaciencia febril la nota que iba a brotar, y durante un instante, para él no había en el mundo nada fuera del compás de tres tiempos: Oh mio crudele affetto!
¡Qué absurda existencia la nuestra, pensaba. La desventura, el dinero, el odio, el honor, todo eso no es nada... ¡Ved aquí la verdad!... ¡Natacha, mi pequeña paloma!... Veamos[Pg 383] si logra alcanzar el si... lo ha alcanzado, ¡gracias, Dios mío!
Y él mismo, sin darse cuenta de que cantaba, para reforzar el si, la acompañaba en tercera.
¡Oh Dios mío, qué bello es esto! ¿Soy yo quien lo ha dado? ¡qué felicidad! pensaba; y la vibración de su canto despertaba en su alma todo lo que en ella había de mejor y de más puro. ¡Qué valían, junto a esta sensación sobrehumana, su pérdida en el juego y su palabra empeñada!... ¡Locuras! Era posible matar, robar, y sin embargo, ser feliz[738].
Nicolás no mata ni roba, y la música es apenas para él una turbación pasajera; pero Natacha está a punto de perderse. Precisamente después de una velada de Ópera, “en este mundo extraño, insensato, del arte, a mil leguas de la realidad, en donde el bien y el mal, lo extravagante y lo razonable, se mezclan y se confunden”, es cuando escucha la declaración de Anatolio Kuraguin, que la enloquece, y cuando ella consiente en el rapto.
Mientras Tolstoi avanza más en edad, mayor es el miedo que tiene a la música[739]. Un hombre que tuvo influjo sobre él, Auerbach, a quien vió en Dresden en 1860, fortificó sin duda su prevención. “Hablaba de la música como de un Pflichtloser Genuss (una alegría desarreglada). Según él, era una inclinación hacia la depravación”[740].
Entre tantos músicos depravadores, ¿por qué, pregunta Camilo Bellaigue[741], haber escogido justamente al más puro y al más casto de todos, a Beethoven? Porque era el más fuerte. Tolstoi lo había amado y lo amaba todavía. Sus [Pg 384]más lejanos recuerdos de Infancia estaban unidos a la Sonata Patética; y cuando Nekhludov, al final de Resurrección, escucha andante de la Sinfonía en do menor, logra apenas retener las lágrimas; “se enternece dentro de sí mismo”. Sin embargo, se ha visto con qué animosidad se expresa Tolstoi en ¿Qué es el Arte?[742] con respecto a las “obras enfermizas del sordo Beethoven”; y ya en 1876, el encarnizamiento con el cual “quería demoler a Beethoven y esparcir la duda acerca de su genio”, había sublevado a Tschaikovsky y enfriado la admiración que sentía hacia Tolstoi. La Sonata a Kreutzer nos permite ver en el fondo de esta injusticia apasionada. ¿Qué reprocha Tolstoi a Beethoven? Su fuerza. Le ocurre como con Goethe, escuchando la Sinfonía en do menor, y, conturbado por ella, reacciona con rabia contra el maestro imperioso que lo somete a su voluntad[743].
Esta música, decía Tolstoi, me transporta inmediatamente al estado de alma en que se encontraba quien la escribió... La música debía de ser cosa del Estado, como en China. No se debía admitir que el primer recién llegado dispusiese de un poder hipnótico tan espantoso... Estas cosas (el primer Presto de la Sonata), no se debería de tener permiso de ejecutarlas sino en algunas circunstancias importantes...
Y ved cómo después de esta rebeldía, cede al poder de Beethoven, y cómo este poder es, según su propia confesión, ennoblecedor y puro. Al escuchar el trozo de música, Posdnichef cae en un estado indefinible, que él no puede analizar, pero cuya conciencia lo pone alegre; los celos no tienen ya lugar en él. La mujer no está menos transfigurada; tiene, en tanto que toca, “una severidad de expresión majestuosa”, después “una sonrisa débil, compasiva, venturosa, cuando ha terminado”... ¿Qué hay, en todo esto, de perverso?—Hay esto: que el espíritu es esclavo y que la fuerza desconocida de los sonidos puede hacer de él lo que quiera; destruirlo, si le place.
Esto es verdad; pero Tolstoi olvida una cosa: la mediocridad o la ausencia de vida entre la mayor parte de quienes escuchan o ejecutan la música. La música no podrá ser peligrosa para quienes no la sienten. El espectáculo de la Sala de Ópera durante una representación de Salomé es bastante para tranquilizar sobre la inmunidad del público a las emociones, las más malsanas, del arte de los sonidos. Es preciso ser rico de vida, como Tolstoi, para sufrir por esta causa. La verdad es que, a pesar de su injusticia hiriente para Beethoven, Tolstoi sentía más profundamente la música que la mayoría de aquéllos que hoy la exaltan. Él, por lo menos, conocía estas pasiones frenéticas, esta violencia salvaje que gruñe en el arte de “Viejo Sordo” y que no sienten los virtuosos, ni las orquestas de hoy. Beethoven habría estado acaso más contento con este rencor que con el amor de los beethovenianos.
Diez años separan Resurrección de La Sonata a Kreutzer;[744] diez años que absorbe de más en más la propaganda religiosa, y otros diez la separaron del término al cual aspiraba esta vida hambrienta de eternidad. En cierta manera es Resurrección el testamento [Pg 386]artístico de Tolstoi. Domina esta novela el fin de su vida, al igual que La Guerra y la Paz coronó su madurez. Es la última montaña, tal vez la más alta—si no la más poderosa—cuya cumbre invisible[745] se pierde en medio de la bruma. Tenía Tolstoi setenta años. Contemplaba el mundo, su vida, sus errores pasados, su fe, sus iras santas, desde lo alto. Y es el mismo pensamiento que en las obras precedentes, la misma guerra a la hipocresía; pero el espíritu del artista, como en La Guerra y la Paz, se mantiene por encima del asunto; a la ironía sombría, a la tumultuosa alma de La Sonata a Kreutzer y de La Muerte de Iván Ilich, mezcla una serenidad religiosa, desprendida del mundo, que se refleja en éste, exactamente. Se diría, por instantes, que se trata de un Goethe cristiano.
Todos los caracteres de arte que hemos señalado en las obras del último período se encuentran aquí, y principalmente, la concentración del relato, más sorprendente todavía en una novela extensa que en un cuento. La obra es una, y en esto muy diferente de La Guerra y la Paz y de Ana [Pg 387]Karenina; casi no hay en ella digresiones episódicas: es una sola acción, proseguida con tenacidad, y escudriñada en todos sus detalles. El mismo vigor de retratos, pintados en su plena complexión, que en la Sonata; una observación que se va haciendo más y más lúcida, robusta, despiadadamente realista, que ve al animal en el hombre, “la terrible persistencia de la bestia en el hombre, más terrible esta animalidad cuanto menos se la descubre, cuanto más se oculta tras exterioridades que pretenden ser poéticas”[746]. Estas conversaciones de salón que tienen simplemente por objeto satisfacer una necesidad física, “la necesidad de activar la digestión, poniendo en movimiento los músculos de la lengua y de la garganta”[747]. Una visión ruda de los seres que no exceptúan a nadie, ni a la hermosa Korchaguin, “con los huesos de los codos salientes, y las uñas largas de una pulgada”, y su escote que inspiraba a Nekhludov “vergüenza y disgusto, disgusto y vergüenza”; ni la heroína, la Maslova, cuya degradación para nada se recataba, su precoz usura, su expresión viciosa y baja, su sonrisa provocativa, su aliento alcohólico y su semblante inflamado y enrojecido. Una brutalidad de detalle naturalista: la mujer que charla, sentada sobre el bacín. La imaginación poética, la juventud, se han desvanecido, salvo en los recuerdos del primer amor, cuya música os zumba con una intensidad alucinante; la casta noche del Sábado Santo y la noche de Pascuas, el deshielo, la neblina blanca y tan espesa “que a cinco pasos de la casa no se veía nada, si no era una masa turbia de donde brotaba el fulgor rojo de una lámpara”; el canto de los gallos en la noche; el arroyo helado que estalla, zumba, se desploma y resuena como un cristal que se rompe, y el joven que, desde afuera, mira al [Pg 388]través de los vidrios a la muchacha que no lo ve y está sentada cerca de la mesa, bajo el tembloroso fulgor de una pequeña lámpara, Katucha pensativa, que sonríe y sueña.
El lirismo del autor no aparece. Su arte ha tomado traza más impersonal, más apartada de su propia vida. Ha hecho Tolstoi un esfuerzo para renovar el campo de sus observaciones. El mundo de los criminales y el de los revolucionarios, que estudia ahora, le era extraño;[748] penetra en él por un esfuerzo de simpatía voluntaria; hasta conviene en que, antes de mirarlos de cerca, los revolucionarios le inspiraban una aversión invencible[749]. Y es por ello tanto más admirable su observación verídica, este espejo sin defectos. ¡Cuál abundancia de tipos y de detalles precisos! ¡Y cómo todo es mirado, bajezas y virtudes, sin dureza, sin debilidad, con una inteligencia tranquila y una piedad fraternal!... ¡Lamentable cuadro el de las mujeres en la prisión! Ellas son despiadadas; pero el artista es el buen Dios, que ve, en el corazón de cada una, la ternura debajo de la abyección, y bajo la máscara de la desvergüenza, el rostro que llora. El puro y pálido rayo de luz que poco a poco se anuncia en el alma viciosa de la Maslova y la ilumina a la postre en una llamarada de sacrificios, adquiere la belleza conmovedora de uno de esos rayos de sol que transfiguran una humilde escena de Rembrandt. Ninguna severidad, ni aun para los verdugos. “Perdónales, Señor, porque no saben lo que hacen”...Lo peor es que frecuentemente sí saben lo que hacen, y tienen remordimientos de sus actos, y no pueden dejar de hacerlos. Se desprende del libro el sentimiento de la abrumadora fatalidad, que pesa sobre los que sufren tanto como sobre los que hacen sufrir, este director de prisión, lleno de bondad natural, [Pg 389]cansado de su vida de carcelero, tanto como de los ejercicios de piano de su hija, flacucha y pálida, ojerosa, que machaca incansablemente una rapsodia de Liszt; este general, gobernador de una ciudad siberiana, inteligente y bueno que, para escapar al insoluble conflicto entre el bien que él quiere hacer y el mal que está obligado a hacer, se alcoholiza desde hace treinta y cinco años, pero que permanece siempre suficientemente dueño de sí mismo para guardar las apariencias, aun cuando esté ebrio; y la ternura familiar que reina entre estos seres, cuyo oficio los hace sin entrañas con respecto a los otros.
El único de estos caracteres que no tiene una verosimilitud objetiva, es el del héroe Nekhludov, porque Tolstoi le ha prestado sus propias ideas. Y éste había sido ya el defecto, o el peligro, de varios de los tipos más célebres de La Guerra y la Paz y de Ana Karenina: el príncipe Andrés, Pedro Besukhov, Levine, etc.; pero entonces fué menos grave, porque los personajes se encontraban, por su situación y su edad, más cerca del estado de espíritu de Tolstoi; mientras que en esta vez el autor aloja en el cuerpo de un hombre de treinta y cinco años, su alma desencarnada de anciano de setenta. No quiero decir que la crisis moral de un Nekhludov no pueda ser verdadera, ni aun que no pueda producirse tan súbitamente;[750] pero nada en el temperamento, en el carácter, en la vida anterior del personaje, tal como Tolstoi lo representa, anuncia ni explica esta crisis que, cuando ha comenzado, ya nada la interrumpe.
Sin duda, Tolstoi ha señalado con profundidad la liga impura que se ha unido desde un principio a los pensamientos de sacrificio, esas lágrimas de enternecimiento y de admiración para sí mismo, después el espanto y la repugnancia que se apoderan de Nekhludov, al estar frente a la realidad, pero sin que lo hagan vacilar en su resolución. Esta crisis no tiene ninguna relación con sus crisis anteriores, violentas, pero momentáneas[751]. Ya nada puede detener a este hombre débil e indeciso; a este príncipe que, rico, considerado, muy sensible a las satisfacciones mundanas, a punto de unirse a una hermosa muchacha que lo ama y que a él no le desagrada, bruscamente resuelve abandonar todo, riquezas, mundo, posición social, y casarse con una prostituta, a fin de reparar una antigua falta; y su exaltación se sostiene, sin languidecer, durante meses, resistiendo todas las pruebas, aun la noticia de que aquélla que quiere hacer su mujer continúa su vida libertina[752]. Hay en esto una santidad cuyo origen la perspicacia psicológica de un Dostoievsky nos lo habría mostrado en las obscuras profundidades de la conciencia y hasta en el organismo de sus héroes; pero no tiene Nekhludov nada de un héroe de Dostoievsky. Es el tipo del hombre medio, mediocre y sano, el héroe habitual de Tolstoi. En verdad, se siente excesivamente la yuxtaposición de un personaje [Pg 391]demasiado real[753] a una crisis moral que pertenece a otro hombre; y el hombre que sufre esta crisis es el anciano Tolstoi.
La misma impresión de dualidad de elementos se advierte al fin del libro, donde yuxtapone a una tercera parte de observación estrictamente realista, una conclusión evangélica innecesaria, acto de fe personal, que no emana lógicamente de la vida observada. No es ésta la primera vez que la religión de Tolstoi se une a su realismo; pero en las obras anteriores, los dos elementos están mejor fundidos. Aquí coexisten, no se mezclan; y el contraste choca tanto más cuanto la fe de Tolstoi salva toda prueba y su realismo se hace de día en día más libre y más agudo. Hay allí rastros, no de fatiga sino de la edad; cierta rigidez, si puedo decirlo, en las articulaciones. La conclusión religiosa no está en el desarrollo orgánico de la obra. Es un Deus ex machina... Y yo estoy convencido de que, en lo más hondo del alma de Tolstoi y a despecho de sus afirmaciones, la fusión de sus dos diversas naturalezas no era perfecta; su verdad de artista y su verdad de creyente.
Pero si no tiene Resurrección la armoniosa plenitud de las obras de juventud, si por mi parte yo prefiero La Guerra y la Paz, no por eso deja de ser uno de los más hermosos poemas de la compasión humana, tal vez el más verídico. Más que al través de ninguna otra, percibo en esta obra los ojos claros de Tolstoi, los ojos gris pálido, penetrantes, “de mirada que va derecho al alma”[754] y que en cada alma veían a Dios.
Tolstoi no renunció nunca al arte; un gran artista no puede, aunque lo quiera, abdicar de su razón de vivir. Puede, por causas de religión, renunciar a publicar, pero no a escribir. No interrumpió nunca su creación artística: Paul Boyer, que lo vió en Yasnaia Poliana en sus últimos años, dice que llevaba adelante sus obras de evangelización o de polémica, y las obras de imaginación; descansaba de las unas con las otras. Cuando había terminado cualquier tratado social, cualquier Llamamiento a los Directores, o a los Dirigidos, se concedía el derecho de proseguir alguna de las bellas historias que se contaba a sí mismo, como su Hadji-Murad, epopeya militar que canta un episodio de las guerras del Cáucaso y de[Pg 394] la resistencia de los montañeses bajo Schamyl[755]. El arte continuaba siendo su descanso, su placer; pero habría considerado como una vanidad hacer de él ostentación. Además de su Ciclo de Lecturas para todos los días del año (1904-1905)[756], en las que reunió los Pensamientos de diversos escritores sobre la verdad y la vida (verdadera Antología de la sabiduría poética del mundo, desde los libros santos del Oriente hasta los artistas contemporáneos), casi todas sus obras, que propiamente es posible llamar artísticas, a partir de 1900, han quedado en manuscritos[757]. En cambio, audaz, ardientemente, lanzaba sus escritos polémicos y místicos a la batalla social. De 1900 a 1910, esta batalla absorbió lo mejor de sus fuerzas. Atravesaba Rusia por una crisis formidable, en la cual, por instantes, parecía que el imperio de los zares crujía en sus cimientos y estaba a punto de desplomarse. La guerra ruso-japonesa, el desastre que siguió, la agitación revolucionaria, los motines en el ejército y en la marina, los asesinatos, los disturbios agrarios, parecía que señalaban “el fin de un mundo”, [Pg 395]como dice el título de una obra de Tolstoi. La culminación de la crisis ocurrió entre 1904 y 1905, y Tolstoi publicó entonces una serie de obras que tuvieron resonancia: Guerra y Revolución[758], el Gran Crimen, el Fin de un Mundo. Durante este último período de diez años ocupó una situación única, no solamente en Rusia, sino en todo el universo. Estaba solo, extraño a todos los partidos, a todas las patrias y arrojado de su Iglesia, que lo excomulgó[759]; la lógica de su razón, la intransigencia de su fe, “lo han constreñido a este dilema: separarse de los demás hombres o separarse de la verdad”. Recordó el proverbio ruso: “un viejo que miente es un rico que roba”, y se separó de los hombres para decir la verdad. La dijo toda entera y a todos. El viejo cazador de mentiras continuó batiendo infatigablemente todas las supersticiones religiosas o sociales, todos los fetichismos; no sólo estuvo contra los antiguos poderes malhechores, la Iglesia perseguidora y el zarismo autócrata; antes tal vez se suaviza un poco contra ellos, ya que todo el mundo les arrojaba piedras. ¡Ahora se les conocía: ya no eran tan temibles! Y después de todo ese era su oficio, no engañaban a nadie. La carta de Tolstoi al czar Nicolás II[760] está, en su verdad sin disfraces para el soberano, llena de dulzura para el hombre, a quien llama “su querido hermano” y a quien ruega “lo perdone si lo ha molestado sin querer”; y firmó: “Vuestro hermano que os desea la verdadera felicidad”.
Lo que Tolstoi no perdonaba, lo que denunciaba con virulencia, eran las nuevas mentiras, no las antiguas que ya [Pg 396]habían sido sacadas a la luz. Ya no el despotismo, sino la ilusión de la libertad; y no se sabe a quienes odiaba más, entre los sectarios de los nuevos ídolos, si a los socialistas o a los “liberales”.
Tenía para los liberales una antipatía de fecha lejana. Repentinamente la había resentido cuando, oficial de Sebastopol, se encontró en el cenáculo de los hombres de letras de San Petersburgo. Esta había sido una de las causas de sus dificultades con Turguenef. El aristócrata orgulloso, el hombre de rancio linaje, no podía soportar a estos intelectuales y su pretensión de llegar a hacer, por voluntad o por fuerza, la felicidad de la nación, imponiéndole sus utopías. Muy ruso y de vieja cepa[761], desconfiaba de las novedades liberales, de las ideas constitucionales que llegaban del Occidente; y sus dos viajes a Europa no hicieron más que fortalecer su prevención. Al regreso del primer viaje escribía:
Evitar la ambición del liberalismo[762].
Y al retorno del segundo, anotaba que “la sociedad privilegiada” no tiene ningún derecho para educar a su manera al pueblo que le es extraño[763]...
Ampliamente expone en Ana Karenina su desdén hacia los liberales. Levine rehúsa asociarse a la obra de las instituciones provinciales para la instrucción del pueblo, y a las innovaciones que están a la orden del día. El cuadro de las elecciones para la asamblea provincial de los señores, muestra el comercio de engaños a que se entrega un país, al substituir su antigua administración conservadora por una administración liberal. Nada ha cambiado, pero hay una [Pg 397]mentira más que no tiene ni la excusa ni la consagración de los siglos.
“No valemos quizá gran cosa, dice el representante del antiguo régimen; pero hemos durado en el gobierno no menos de mil años”.
Tolstoi se indigna contra el abuso que los liberales hacen de las palabras: “Pueblo, Voluntad del Pueblo...”. ¡Ah! ¿Qué saben ellos del pueblo? ¿Qué es el pueblo?
Y fué sobre todo en las épocas en que el movimiento liberal parecía a punto de triunfar y se convocaba a la primera Duma, cuando Tolstoi expresó violentamente su reprobación de las ideas constitucionales:
En estos últimos tiempos la deformación del cristianismo ha dado lugar a una nueva superchería, que ha hundido más a nuestros pueblos en el servilismo. Con la ayuda de un sistema complejo de elecciones parlamentarias, se les ha sugerido que al elegir a sus representantes directamente, participan en el gobierno, y que, obedeciéndolos, obedecen a su propia voluntad, son libres. Esta es una trapacería. El pueblo no puede expresar su voluntad, ni aún con el sufragio universal: primero, porque semejante voluntad colectiva de una nación de varios millones de habitantes, no puede existir; y segundo porque aun cuando existiera, la mayoría de votos no sería su expresión. Sin insistir en el hecho de que los elegidos legislan y administran, no para el bien general, sino para mantenerse en el poder, sin hacer hincapié en el hecho de la depravación del pueblo debida a la presión y corrupción electorales, esta mentira es particularmente funesta, en razón de la presuntuosa esclavitud en que caen quienes a ella se someten... Estos hombres libres recuerdan a los prisioneros, que se imaginan gozar de libertad, cuando tienen el derecho de elegir entre ellos a los carceleros encargados de la policía interior de la prisión... Un miembro de un Estado despótico puede ser enteramente libre, aun entre las más crueles violencias; pero un miembro de un Estado constitucional es siempre esclavo, porque reconoce la legalidad de las violencias cometidas contra él... ¡Y he aquí que se querría llevar[Pg 398] al pueblo ruso al mismo estado de esclavitud constitucional que los otros pueblos europeos!...[764]
Dominaba el desdén en su alejamiento del liberalismo. Frente al socialismo estaba o más bien estaría su odio, si Tolstoi no se hubiera prohibido todo sentimiento de odio. Lo detestaba doblemente, porque el socialismo amalgama en sí dos mentiras: la de la libertad y la de la ciencia, pues ¡no pretende fundarse en no sé cuál ciencia económica, cuyas leyes absolutas rigen el progreso del mundo!
Tolstoi era muy severo para la ciencia. Tiene páginas [Pg 399]de una ironía terrible sobre esta superstición moderna y “estos fútiles problemas: origen de las especies, análisis espectral, naturaleza del radio, teoría de los números, animales fósiles y otras fruslerías, a las cuales se atribuye ahora la misma importancia que se atribuyó, en la edad media, a la Inmaculada Concepción y a la Dualidad de la Substancia”. Se mofa de “estos servidores de la ciencia que, al igual que los servidores de la Iglesia, se persuaden y persuaden a los demás de que salvan a la humanidad; que, lo mismo que la Iglesia, creen en la propia infalibilidad, no están de acuerdo entre ellos mismos, se dividen en parroquias, y que, lo mismo que la Iglesia, son la principal causa de la grosería, de la ignorancia moral, del atraso que el hombre mismo pone para emanciparse del mal que sufre: porque han rechazado la única cosa que podía unir a la humanidad, la conciencia religiosa”[765].
Pero su inquietud se redobló y su indignación estallaba al contemplar esta arma peligrosa del nuevo fanatismo en manos de aquéllos que pretenden regenerar a la humanidad. Todo revolucionario que recurre a la violencia, lo entristecía; pero el revolucionario intelectual y teórico le causaba horror, porque lo miraba como a un pedante asesino, una alma orgullosa y seca, que no ama a los hombres, que sólo ama sus ideas[766]. Bajas ideas, desde luego.
El socialismo se propone por fin la satisfacción de las necesidades más bajas del hombre: su bienestar material. Y aun este mismo fin es impotente para alcanzarlo por los medios que preconiza[767].
En el fondo, carece de amor. No tiene sino el odio para los opresores y “una envidia negra de la vida dulce y satisfecha de los ricos, avidez de las moscas que se reúnen alrededor de las deyecciones”[768]. Cuando el socialismo haya vencido, el aspecto del mundo será terrible. La horda europea se desencadenará sobre los pueblos débiles y salvajes con una fuerza temible, y de ellos hará esclavos, a fin de que los antiguos proletarios de Europa puedan tranquilamente depravarse por el lujo ocioso, como los romanos[769].
Felizmente la parte mejor del socialismo se gastaba en humo, en discursos como los de M. Jaurés...
¡Qué admirable orador! De todo hay en sus discursos, y no hay nada... El socialismo es en parte como nuestra ortodoxia rusa: la apuráis, la arrojáis hasta sus últimas trincheras, creéis haberla apresado y, bruscamente, se vuelve y os dice: “¡Vamos! No soy quien creéis, soy otra” y se os desliza entre las manos... ¡Paciencia! Dejemos que el tiempo obre. Pasará con las teorías socialistas como con las modas de las mujeres, que van muy rápidamente del salón a la cocina[770].
Si Tolstoi hacía la guerra a los liberales y a los socialistas, no era, como pudiera creerse, para dejar el campo libre a la autocracia; sino por lo contrario, para que la batalla se librara en toda su amplitud entre el viejo mundo y el nuevo, después que se hayan eliminado de los ejércitos los elementos perniciosos y peligrosos. Porque también creía en la Revolución; pero su Revolución tiene envergadura muy distinta que la de los revolucionarios: es la de un creyente místico de la edad media que espera para mañana, tal vez para hoy, el reino del Espíritu Santo:
Creo que en esta hora precisa comienza la gran revolución que se prepara hace dos mil años en el mundo cristiano, la revolución que substituirá, al cristianismo corrompido y al régimen de dominación que de él se deriva, el verdadero cristianismo, base de la igualdad entre los hombres y de la verdadera libertad, a la cual aspiran todos los seres dotados de razón[771].
¿Cuál hora eligió el vidente profético, para anunciar la nueva era de felicidad y de amor? La hora más sombría de Rusia, la hora de los desastres y de las vergüenzas, ¡oh poder soberbio de la fe creadora! ¡Todo es luz en torno de ella, hasta la noche! Tolstoi percibe en la muerte los signos de la renovación: en las calamidades de la guerra de Manchuria, en el desastre de los ejércitos rusos, en la horrible anarquía y en la sangrienta lucha de clases. Su lógica de ensueño extraía de la victoria del Japón esta conclusión sorprendente: que Rusia se desinteresará de toda guerra, porque los pueblos no cristianos tendrán siempre la ventaja, en la guerra, sobre los pueblos cristianos “que han franqueado ya la fase de sumisión servil”. ¿Es ésta una abdicación para su pueblo? No; es un orgullo supremo. Rusia debe desinteresarse de toda guerra, porque ella debe de realizar la gran revolución.
La Revolución de 1905, que emancipará a los hombres de la opresión brutal, ha de comenzar en Rusia. Ya comienza.
¿Por qué la Rusia debe desempeñar este papel de pueblo elegido? Porque la nueva revolución debe, ante todo, reparar el gran Crimen, el monopolio del suelo en provecho de algunos millares de ricos, la esclavitud de millones de hombres, la más cruel de las esclavitudes[772]. Y porque ningún pueblo tiene conciencia de esta iniquidad tanto como el pueblo ruso[773].
Y sobre todo, porque el pueblo ruso es, de todos los pueblos, [Pg 403]el más penetrado por el verdadero cristianismo y porque la revolución que viene debe realizar, en nombre de Cristo, la ley de unión y de amor. Ahora bien, esta ley de amor no puede realizarse si no se apoya sobre la ley de la no-resistencia al mal[774]. Y esta no-resistencia al mal (fijémonos bien, nosotros que cometemos el error de ver en ella una utopía particular a Tolstoi y a algunos soñadores) es y ha sido siempre un rasgo esencial del pueblo ruso.
El pueblo ruso ha observado siempre, con respecto al poder, una actitud muy distinta que los otros pueblos europeos. Nunca ha entrado en lucha con el poder, y nunca, principalmente, ha participado en él. Por consecuencia, no ha podido mancharse con él; lo ha considerado como un mal que se puede evitar. Una antigua leyenda representa a los rusos haciendo un llamamiento a los “variagues” para que vinieran a gobernarlos. La mayoría del pueblo ruso ha preferido siempre soportar los actos de violencia que contestarlos violentamente o ser cómplice de ellos. Se ha sometido siempre...
Sumisión voluntaria, que ninguna relación tiene con la obediencia servil[775].
El verdadero cristiano puede someterse, hasta le es imposible no someterse sin lucha a toda violencia; pero no podrá obedecerla, es decir, reconocer en ella legitimidad[776].
En el momento en que Tolstoi escribía estas líneas, se encontraba bajo la emoción de uno de los más trágicos [Pg 404]ejemplos de esta no-resistencia heroica de un pueblo, la sangrienta manifestación del 22 de enero de 1905, en San Petersburgo, en la cual una multitud desarmada, conducida por el “pope” Gapon, se dejó fusilar, sin un grito de odio, sin un gesto de defensa.
Desde hacía largo tiempo, en Rusia, los viejos creyentes, a quienes se llamaba sectarios, practicaban obstinadamente y a pesar de las persecuciones, la no-obediencia al Estado y rehusaban reconocer la legitimidad del poder[777]. Con lo absurdo de la guerra ruso-japonesa, no tuvo este estado de espíritu dificultad para propagarse entre el pueblo de los campos. Las negativas para el servicio militar se multiplicaron, y mientras más cruelmente fueron reprimidas, más aumentó la rebeldía en el fondo de los corazones. Por otra parte, provincias, razas enteras, que no conocían a Tolstoi, habían dado el ejemplo de una negativa absoluta y pasiva de obediencia al Estado: los “dukhobors” del Cáucaso, desde 1898; los georgianos de la Guría, hacia 1905. Menos acción tuvo Tolstoi sobre estos movimientos, que la que ellos tuvieron sobre él; y el interés de sus escritos está precisamente en que, a despecho de lo que han pretendido los escritores del partido de la revolución, como Gorki[778], él encarnó la voz del viejo pueblo ruso.
La actitud que guardó con respecto a los hombres que ponían en práctica, con peligro de sus vidas, los principios que él profesaba[779], fué muy modesta y muy digna. No [Pg 405]pretendió presentarse como maestro que enseña ni ante los “dukhobors” y los “gurianos”, ni ante los soldados refractarios.
Aquél que no soporta ninguna prueba no puede enseñar nada a quien sí sabe soportarlas[780].
Imploró “el perdón de todos aquéllos a quienes sus palabras o sus escritos pudieron conducir al dolor”[781]. Nunca arrastró a nadie a rechazar el servicio militar, porque en esto toca a cada cual decidir por sí mismo. Si tropezó con alguno que vacilara “le aconsejó siempre entrar al servicio y no rehusar la obediencia, en tanto que esto no le fuera moralmente imposible”; porque si se vacila, es que no se ha alcanzado la madurez, y, “más vale que haya un soldado más y no un hipócrita o un renegado, que es el caso de quienes emprenden obras que están por encima de sus fuerzas”[782]. Desconfió de la resolución del refractario Gontcharenko; temía “que este joven hubiera sido arrastrado más bien por [Pg 406]el amor propio y por la vanagloria que por el amor de Dios”[783]. A los “dukhobors” escribía que no persistieran en su resistencia a la obediencia, por orgullo y por respeto humanos; pero, “si son de ello capaces, que libren de los sufrimientos a sus débiles mujeres y a sus hijos. Nadie los condenará por esto”. No debían obstinarse, salvo el caso “que el espíritu de Cristo hubiese llegado a ellos, porque entonces serían felices de sufrir”[784]. Y en todo caso, suplicaba a aquéllos que se hacían perseguir, “no rompiesen, por ningún precio, sus relaciones afectuosas con quienes los perseguían”[785]. Es necesario, como dice en una hermosa carta a un amigo, amar a Herodes:
Decís: “No es posible amar a Herodes”. Lo ignoro, pero reconozco, y vos también, que es necesario amarlo. Sé, y vos lo sabéis, que si yo no amo, sufro, pues sin amar en mí no hay vida[786].
Divina pureza, ardor incansable de este amor, que acaba por no contentarse ya ni con las palabras mismas del Evangelio: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, porque todavía en esto encuentra un relente de egoísmo[787].
¡Amor tan vasto—creen algunos—y tan desprendido de todo egoísmo humano se diluye en el vacío! Y sin embargo, ¿quién, más que Tolstoi, desconfía del amor abstracto?
El más grande pecado de hoy, el amor abstracto de los hombres, el amor impersonal hacia quienes existen en alguna parte, lejos... ¡Amar a los hombres a quienes no se conoce, a quienes no se verá nunca, es bien fácil! No impone necesidad de ningún sacrificio; y, al mismo tiempo, ¡se siente uno tan contento de ello! La conciencia es burlada. No; es necesario amar al prójimo, aquél a quien vemos y que nos molesta[788].
Leo en la mayor parte de los estudios sobre Tolstoi que su filosofía y su fe no son originales. Es verdad: la belleza de estos pensamientos es demasiado eterna para que pueda parecer nunca como una novedad a la moda... Otros señalan su carácter utópico y esto también es verdad: son utópicos, como el Evangelio. Un profeta es un utopista; vive aquí abajo la vida eterna; y que esta aparición nos haya sido concedida, que hayamos visto entre nosotros al último profeta; que el más grande de nuestros artistas haya tenido esta aureola sobre la frente; esto, me parece, es un hecho más original y de importancia más grande para el mundo que una religión más o una filosofía nueva. ¡Ciegos quienes no ven el milagro de esta gran alma, encarnación del amor fraternal en un siglo y un pueblo ensangrentados por el odio!
Su semblante había tomado los rasgos definitivos con los cuales perdurará en la memoria de los hombres: la amplia frente surcada por el arco de una doble arruga, la blanca maleza de las cejas, la barba de patriarca que recuerda al Moisés de Dijón. El rostro envejecido se dulcificó, adquiriendo una expresión de ternura; tenía el sello de la enfermedad, de la melancolía, de la bondad afectuosa. ¡Qué diferencia de la brutalidad casi animal de cuando tuvo veinte años, y de la fealdad estirada del soldado de Sebastopol! Pero sus ojos claros conservaban siempre su profunda fijeza, la lealtad de mirada que no oculta nada de sí mismo y a la cual nada se le oculta.
Nueve años antes de su muerte, en la respuesta al Santo Sínodo (17 de abril de 1901), Tolstoi decía:
Debo a mi fe vivir en la paz y la alegría, y también poder, en la alegría y la paz, encaminarme hacia la muerte.
Pienso, escuchándolo, en la antigua sentencia:
“Que no se debe llamar feliz a ningún hombre antes de que haya muerto”.
Esta paz y esta alegría, que entonces se alababa de poseer, ¿le fueron fieles?
Las esperanzas de la “gran Revolución” de 1905 se habían desvanecido. De las tinieblas acumuladas, no brotó la luz; a las convulsiones revolucionarias sucedió el agotamiento; no cambió nada de la antigua injusticia, sino era la miseria, todavía más recrudecida. Ya en 1905 Tolstoi había perdido un poco la confianza en la vocación histórica del pueblo eslavo de Rusia; y su fe obstinada buscaba, a lo lejos, otros pueblos, a los cuales pudiese investir con esta misión. Pensó entonces en el “sabio y grande pueblo chino”; creía que “los pueblos del Oriente están llamados a recobrar la libertad que los pueblos de Occidente han perdido casi sin remedio”, y que la China, a la cabeza de los asiáticos, realizaría la transformación de la humanidad sobre la vía del Tao, de la Ley Eterna[789].
Esperanza que pronto fracasó. La China de Lao-Tsé y de Confucio reniega de su pasada sabiduría, como ya antes que ella lo había hecho el Japón, para imitar a Europa[790]. Los “dukhobors”, perseguidos, han emigrado al Canadá, se han instalado allá, y bien pronto, con escándalo para Tolstoi, han restaurado la propiedad[791]. Los “gurianos”, [Pg 409]apenas emancipados del yugo del Estado, se han entregado a matar a quienes no pensaban como ellos; y las tropas rusas, llamadas a intervenir, los han hecho volver al orden. Y hasta los judíos, ellos, “cuya patria hasta entonces, la más bella que pudo desear el hombre, era el Libro”[792], no dejan de caer en la enfermedad del sionismo, ese movimiento falsamente nacional “que es carne de la carne del europeísmo contemporáneo, su hijo raquítico”[793].
Tolstoi estaba triste, pero no desalentado. Confiaba en Dios; creía en el porvenir:
Esto sería perfecto, si fuera posible hacer crecer un bosque en un abrir y cerrar de ojos. Desgraciadamente es imposible, es necesario esperar a que la simiente germine, que dé vástagos, luego las hojas y después el tallo, que se transforme al fin en árbol[794].
Pero se necesita de muchos árboles para hacer una floresta, y Tolstoi estaba solo. Glorioso, pero solo. Se le escribía del mundo entero, de los países mahometanos, de la China, del Japón, donde se tradujo Resurrección y donde se propagaban sus ideas sobre la “restitución de la tierra al pueblo”[795]. Los periódicos americanos publicaban entrevistas con él; los franceses le consultaban sobre el [Pg 410]arte, o sobre la separación de las iglesias y el Estado[796]. Pero no tenía siquiera trescientos discípulos, y en ello convenía, aparte de que no había cuidado de formarlos. Rechazaba las tentativas de sus amigos, para formar grupos tolstoianos:
No es necesario ir al encuentro el uno del otro, sino ir todos hacia Dios. Decís: “Reunidos, esto es más fácil...”. ¿Qué? Para sembrar, para cosechar, sí; pero sólo es dable acercarse a Dios aisladamente... Me represento al mundo como un inmenso templo en el cual la luz desciende de lo alto y en medio justamente. Para reunirse, todos deben ir hacia la luz. Allá, todos nosotros, venidos de diversas partes, nos encontramos reunidos con hombres que no esperábamos; en esto está la alegría[797].
¿Cuántos se encontraron juntos bajo el rayo de luz que cae de la cúpula? ¡qué importa! Basta uno solo, con Dios.
Lo mismo que una materia en combustión puede, sola, comunicar el fuego a otras materias, basta sólo con la verdadera fe y la verdadera vida de un hombre para comunicarse con otros hombres y esparcir la verdad[798].
Tal vez; pero ¿hasta qué punto esta fe aislada pudo asegurar la felicidad a Tolstoi? ¡Qué lejos estaba, en sus últimos días, de la serenidad voluntaria de un Goethe! Se diría que huía de la serenidad y que le era antipática.
Es necesario dar gracias a Dios de estar descontento con uno mismo. ¡Ojalá pueda uno estarlo siempre! El desacuerdo de la vida con lo que debería ser, es precisamente el signo de la vida, el movimiento ascendente de lo más pequeño a lo más grande, de lo peor a lo mejor. Y este desacuerdo es la condición del bien. Cuando el hombre permanece tranquilo y satisfecho de sí mismo, esto es un mal[799].
E imaginaba este asunto de novela, que muestra curiosamente cómo la inquietud persistente de un Levine o de un Pedro Besukhov no había muerto en él.
Me represento a menudo a un hombre educado en los círculos revolucionarios, y, desde luego, revolucionario, después populista, socialista, ortodoxo, monje en Monte Athos, y en seguida ateo, buen padre de familia y a la postre “dukhobor”. Comienza todo, y sin cesar abandona todo: los hombres se burlan de él; no ha hecho nada y muere olvidado, en un hospicio. Al morir piensa que ha despilfarrado su vida... Y, sin embargo, es un santo[800].
¿Tenía, pues, aún dudas, él, tan lleno de su fe? ¿Quién lo sabe? En un hombre que ha permanecido robusto de cuerpo y de espíritu, hasta en su vejez, la vida no podía detenerse en un punto del pensamiento. Era necesario que avanzara.
El movimiento es la vida[801].
Muchas cosas debieron de haber cambiado en él, en el curso de los últimos años. ¿No se había modificado su opinión con respecto a los revolucionarios? ¿Quién puede decir si su fe en la no-resistencia al mal, no había sido un poco quebrantada?... Ya en Resurrección, las relaciones de Nekhludov con los condenados políticos cambian completamente sus ideas sobre el partido revolucionario ruso.
Hasta entonces sentía aversión por sus crueldades, su disimulo original, sus atentados, su suficiencia, la satisfacción que de sí mismos tenían y su insoportable vanidad. Pero cuando los ve de más cerca, cuando ve cómo eran tratados por la autoridad, comprende que no podían ser de otra manera.
Y admiró su alta idea del deber, que implica el sacrificio total.
Pero desde 1900 la ola revolucionaria se había extendido; habiendo partido de los intelectuales, ganaba al pueblo y removía obscuramente a millares de miserables. La vanguardia de su ejército amenazador desfilaba bajo la ventana de Tolstoi, en Yasnaia Poliana. Tres narraciones, publicadas en el Mercure de France[802], y que se cuentan entre las últimas páginas escritas por Tolstoi, dejan entrever el dolor y la inquietud que este espectáculo arrojaba en su espíritu. ¿Dónde quedó el tiempo en el cual, por la campiña de Tula, pasaban los peregrinos, sencillos de espíritu y piadosos? Ahora, era una invasión de vagabundos hambrientos, que aumentaba cada día. Tolstoi, que conversaba con ellos, estaba sorprendido del odio que los animaba: ya no veían, como en otro tiempo, en los ricos, a “gentes que hacen la salud de sus almas, distribuyéndoles limosnas, sino a bandidos, a bandoleros que beben la sangre del pueblo trabajador”. Muchos de ellos son gentes instruidas, arruinadas, a dos dedos de la desesperación que hace al hombre capaz de todo.
Ya no es en los desiertos y los bosques, sino en los antros de las ciudades y en los grandes caminos donde se levantan los bárbaros que harán de la civilización moderna lo que los hunos y los vándalos hicieron de la antigua.
Así hablaba Henry George; y Tolstoi agrega:
Los vándalos están ya prestos en Rusia, y serán particularmente terribles entre nuestro pueblo, profundamente religioso, porque nosotros no conocemos los frenos de las conveniencias y de la opinión pública, que tan desarrolladas están entre los pueblos europeos.
Tolstoi recibía frecuentemente cartas de estos rebeldes, protestando contra sus doctrinas de la no-resistencia, y diciendo que a todo el mal que los gobernantes y los ricos hacían al pueblo sólo se podía responder: ¡venganza! ¡venganza! ¡venganza! ¿Los condenaba aún Tolstoi? Se ignora. Pero [Pg 413]cuando veía, algunos días después, en su aldea, despojar a los pobres, que lloraban, del “samovar y de las ovejas”, delante de las autoridades indiferentes, sentía la necesidad, él también, de lanzar el grito de venganza contra los verdugos, contra “estos ministros y sus acólitos, que están entregados al comercio de aguardientes, o a enseñar a los hombres a asesinar, o a pronunciar sentencias de deportación, de presidio, trabajos forzados o de horca; estas gentes, perfectamente convencidas de que los ‘samovares’, las ovejas, los becerros, las telas que se quita a los miserables, encuentran su mejor empleo en la destilación del aguardiente que envenena al pueblo, en la fabricación de las armas asesinas, en la construcción de prisiones, de mazmorras, y sobre todo en la distribución de sueldos entre ellos y sus ayudantes”.
Estaba triste, cuando había vivido toda su vida en la espera y anunciando el reinado del amor, de tener que cerrar los ojos entre esas visiones amenazadoras, sintiendo inquietud por ellas. Más todavía: cuando se tiene la verídica conciencia de un Tolstoi, debía confesarse que realmente no había puesto de acuerdo su vida con sus principios.
Tocamos, en esta parte, al punto más doloroso de sus últimos años (¿será necesario decir, de sus últimos treinta años?), y apenas nos está permitido rozarles con una mano piadosa y tímida, porque este dolor, para el cual se esforzó Tolstoi en guardar secreto, no pertenece solamente a quien ha muerto, sino también a los que viven, que él amó y que lo amaban.
No había llegado a comunicar su fe a aquéllos que le eran más amados, su mujer y sus hijos. Se ha visto que la fiel compañera, que compartía valientemente con él su vida y sus trabajos artísticos, sufría al mirar cómo había renegado de su fe en el arte por otra fe moral, que ella no comprendía. Tolstoi no dejaba de sufrir, sintiéndose incomprendido de su mejor amiga.
Siento en todo mi ser, escribía a Teneromo, la verdad de[Pg 414] estas palabras: que el marido y la mujer no son seres distintos, pero tampoco forman uno solo... Querría ardientemente poder transmitir a mi mujer una parte de esta conciencia religiosa, que me da la posibilidad de poder elevarme frecuentemente por encima de los dolores de la vida. Espero que a ella le será transmitida, no por mí, sin duda, pero sí por Dios, aun cuando esta conciencia no sea nada accesible a las mujeres[803].
No parece que este voto haya sido escuchado. La condesa Tolstoi admiraba y amaba la pureza de corazón, el cándido heroísmo, la bondad de la gran alma “que formaba una” con ella; advertía que él “marchaba delante de la multitud y mostraba el camino que debían seguir los hombres”[804]; cuando el Santo Sínodo lo excomulgó, tomó valientemente su defensa y reclamó su parte en el peligro que lo amenazaba; pero ella no podía imponerse el creer lo que no creía; y Tolstoi era demasiado sincero para obligarla a fingir, él, que odiaba toda simulación en la fe y en el amor[805]. ¿Cómo hubiera podido obligarla, no creyendo, a que modificase su vida y sacrificase su fortuna y la de sus hijos?
Con sus hijos, el desacuerdo era todavía mayor. A Leroy Beaulieu, que vió a Tolstoi en familia, en Yasnaia Poliana, dice que “en la mesa, cuando el padre hablaba, los hijos disimulaban mal su tedio y su incredulidad”[806]. Su fe apenas había tocado a sus tres hijas, de las cuales una, María, había muerto. Estaba moralmente aislado entre [Pg 415]los suyos: “con él no estaban más que su última hija y su médico”[807], para comprenderlo.
Sufría con este alejamiento de pensamiento, sufría por las relaciones mundanas que le eran impuestas, con los huéspedes enojosos, llegados del mundo entero, visitas de americanos y de “snobs” que lo aburrían; sufría el “lujo” en que su familia lo obligaba a vivir; modesto lujo, si se ha de creer a quienes lo vieron en su humilde casa, en medio de un moblaje casi austero, en su pequeña alcoba ¡con una cama de fierro, pobres sillas y muros desnudos! Pero estas comodidades le pesaban y eran para él un perpetuo remordimiento. En la segunda de las narraciones publicadas por el Mercure de France, amargamente opone al espectáculo de la miseria que lo rodeaba el del lujo de su propia casa.
Mi actividad, escribía ya en 1903, por útil que pueda parecer a algunos hombres, pierde la mayor parte de su importancia, porque mi vida no está enteramente de acuerdo con las ideas que yo profeso[808].
¡No pudo alcanzar este acuerdo! No podía obligar a los suyos a separarse del mundo, a menos que se hubiera separado de ellos y de su vida, para evitar así los sarcasmos y el reproche de la hipocresía que le lanzaron sus enemigos, felices de ampararse con el ejemplo para negar la doctrina.
En ello había pensado él; desde hacía largo tiempo, su resolución estaba tomada. Se ha encontrado y publicado recientemente[809] una admirable carta que el 8 de julio de 1897 escribió a su mujer, y que será necesario reproducir [Pg 416]casi por entero, porque nada descubre mejor el secreto de esta alma amante y atormentada:
Desde hace largo tiempo, amada Sofía, sufro por el desacuerdo que hay entre mi vida y mis creencias. No puedo obligaros a cambiar ni vuestra vida ni vuestras costumbres; no he podido tampoco abandonaros hasta hoy, porque pensaba que, por mi alejamiento, privaría a nuestros hijos, todavía muy jóvenes, de esta pequeña influencia que podría tener sobre ellos, y porque a todos os causaría yo mucho dolor. Pero no puedo continuar viviendo como he vivido durante estos últimos dieciséis años[810], ora luchando contra vosotros y provocando vuestra irritación, ora sucumbiendo yo mismo a los influjos y seducciones a que estoy habituado y que me rodean. He resuelto hacer ahora lo que quería hace mucho tiempo: marcharme... Como los hindús, que, cuando han llegado a los sesenta años, se van a un bosque, como cada hombre viejo y religioso que desea consagrar los últimos años de su vida a Dios y no a las bromas, a los juegos de palabras, a las habladurías, al “lawn-tennis”; así también yo, que he llegado a los setenta años, deseo con todas las fuerzas de mi alma la paz, la soledad y, si no una armonía completa, por lo menos no este desacuerdo que clama entre mi vida toda y mi conciencia. Si hubiera partido abiertamente, habría habido súplicas, discusiones, y yo habría cedido y tal vez no llevado a cabo mi resolución, cuando debe ser cumplida. Os suplico por tanto que me perdonéis, si este acto mío os entristece. Y tú principalmente, Sofía, déjame partir, no me busques, no te disgustes ni me censures. El hecho de que te haya abandonado no prueba que tenga yo motivos de queja contra ti... Sé que tú no podías, que no podías ver ni pensar como yo, y por esto no has podido cambiar tu vida y hacer un sacrificio a lo que no reconocías. Por eso no te censuro; antes por el contrario, me acuerdo con amor y gratitud de los treinta [Pg 417]y cinco años largos de nuestra vida común, y principalmente de la primera mitad de este tiempo, cuando con el valor y la consagración de tu naturaleza de madre soportabas valientemente lo que considerabas tu misión. Me has dado a mí y al mundo cuanto nos podías dar. Has prodigado tu amor maternal y hecho grandes sacrificios... Pero, en el último período de nuestra vida, en los últimos quince años, nuestros caminos se han separado. No puedo creer que yo sea culpable de ello; sé que si he cambiado, no ha sido por mi gusto, ni por el mundo sino porque no podía obrar de otra manera. No puedo acusarte de no haberme seguido, y te doy gracias y me acordaré siempre con amor de cuanto me has dado. Adiós, mi querida Sofía. Te amo.
“El hecho de que te haya abandonado”...Y no la abandonó ¡Pobre carta! Parece que le fué bastante escribirla, para que su resolución quedase cumplida... Cuando la hubo escrito había ya agotado toda la fuerza de su resolución. “Si hubiera partido abiertamente, habría habido súplicas, habría cedido”...No hubo necesidad de “súplicas”, ni de “discusiones:” le bastó mirar, un momento después, a quienes iba a abandonar, y sintió que no podía, que no podía abandonarlos; y la carta, que llevaba en el bolsillo, la guardó en un mueble, con esta indicación:
Entregar esto, después de mi muerte, a mi esposa Sofía Andreievna.
Y a esto se redujo su proyecto de evasión. ¿Era ésa toda su fuerza? ¿No era capaz de sacrificar sus ternuras a su Dios? En verdad, no faltan en los fastos cristianos santos de más firme corazón, que nunca vacilaron para aplastar resueltamente bajo sus pies sus afecciones y las de los demás... ¿Qué hacer? Él no era como esos santos: era débil, era hombre; y por eso nosotros lo amamos.
Más de quince años antes, en una página de un dolor desgarrador, se preguntaba a sí mismo:
¿Y bien, León Tolstoi, vives según los principios que predicas?
Y se respondía abrumado:
Muero de vergüenza; soy culpable, merezco el desprecio... Sin embargo, comparad mi vida de otro tiempo con la de ahora, y veréis que trato de vivir según la ley de Dios. No he hecho la milésima parte de lo que es necesario hacer, y por eso estoy confuso; pero no lo he hecho, no porque no lo haya deseado, sino porque no he podido hacerlo... Acusadme, pero no acuséis a la senda que yo sigo. Si conozco el camino que conduce a mi casa, y lo sigo titubeando, como un hombre ebrio ¿querrá esto decir que el camino sea malo? Indicadme otro, o sostenedme en el verdadero camino, como estoy yo pronto a sosteneros; pero no me rechacéis, ni os regocijéis con mi desventura; no gritéis con transporte de alegría: “¡Mirad: dice que va a su casa y cae en el fangal!” ¡No: no os regocijéis, ayudadme, sostenedme!... ¡Ayudadme! Mi corazón se desgarra de desesperación porque todos nos hemos extraviado, y cuando hago toda suerte de esfuerzos por salir, vosotros, cada vez que me aparto, en lugar de tener compasión, me señaláis con el dedo, gritando: “¡Ved cómo cae con nosotros en el fango!”[811].
Más cercano a la muerte, repetía:
No soy un santo, ni nunca me he ofrecido por tal. Soy un hombre que se deja arrastrar, y que a veces no dice todo lo que piensa y siente; no porque no lo desea, sino porque no lo puede, porque frecuentemente le sucede que exagera o que se equivoca. En mis acciones esto es aún peor. Soy de hecho un hombre débil, con hábitos viciosos, que anhela servir al Dios de la verdad, pero que tropieza constantemente. Si se me tiene por un hombre que no puede equivocarse, cada una de mis faltas debe parecer una mentira o una hipocresía; pero si se me tiene por un hombre débil, apareceré entonces como soy en realidad: un ser que inspira lástima, pero sincero, que constantemente [Pg 419]y con toda su alma ha deseado y desea aún llegar a ser un hombre bueno, un buen servidor de Dios.
Así permaneció, perseguido por el remordimiento, perseguido por el reproche mudo de los discípulos más enérgicos y menos humanos que él[812], desgarrado por su debilidad y su indecisión, dividido entre el amor a los suyos y el amor a Dios, hasta que un día un golpe de desesperación, y tal vez el soplo abrasador de fiebre que se levanta cuando se aproxima la muerte, lo arrojaron fuera de su casa, a los caminos, errante, fugitivo, llamando a las puertas de un convento para seguir luego su carrera, cayendo al fin en el camino, en un obscuro lugar, para ya no volver a levantarse[813]. Y en su lecho de muerte lloraba, no por sí mismo, sino por los desventurados, mientras decía en medio de sollozos:
Hay sobre la tierra millones de hombres que sufren ¿por qué estáis aquí, todos, para ocuparos solamente de mí?
Y entonces llegó—era el domingo 20 de noviembre de 1910, poco después de las seis de la mañana,—“la liberación”, como él la llamaba, “la muerte, la muerte bendita...”.
La lucha había terminado, lucha de ochenta y dos años para la cual había sido campo esta vida. Trágico y glorioso combate en que tomaron parte todas las fuerzas de la vida, todos los vicios y todas las virtudes. Todos los vicios menos uno, la mentira, que persiguió sin cesar y atacó hasta en sus últimos refugios.
En primer término, la libertad embriagada, las pasiones que entrechocan en la noche tempestuosa, que iluminan, de trecho en trecho, con deslumbradores relámpagos, crisis de amor y de éxtasis, visiones del Eterno. Años del Cáucaso, de Sebastopol, años de juventud tumultuosa e inquieta. Luego, la gran tranquilidad de los primeros años del matrimonio. La felicidad del amor, del arte, de la naturaleza,—La Guerra y la Paz. El pleno día del genio, que abarca todo el horizonte humano y el espectáculo de estas luchas, que para el alma pertenecen ya a lo pasado. Las domina, es el amo de ellas, y ya no le bastan. Como el príncipe Andrés, [Pg 421]tiene los ojos vueltos hacia el cielo inmenso que luce por encima de Austerlitz. Este cielo lo atrae:
Hay hombres de alas potentes, a quienes la voluptuosidad hace descender en medio de la multitud, donde sus alas se rompen: yo, por ejemplo. Después, baten sus alas rotas, remontan el vuelo vigorosamente, y de nuevo caen. Las alas serán curadas: y volaré muy alto. ¡Que Dios me ayude![814]
Estas palabras fueron escritas en medio de la más terrible tempestad, cuyo recuerdo y eco son las Confesiones. Tolstoi fué arrojado más de una vez por el suelo, destrozadas las alas. Y siempre se obstinó; volvió a levantarse; y he aquí que flota en “el cielo inmenso y profundo” con sus dos grandes alas, que son una la razón y otra la fe. Pero no encontró la calma que buscaba, porque el cielo no está fuera de nosotros, el cielo está en nosotros. Allá Tolstoi respira sus tempestades de pasiones; y se distingue por eso de los apóstoles que renuncian, pues pone en su renunciación el mismo ardor que ponía en vivir. Y es siempre la fe a la que abraza, con una violencia de amante; está “loco de vida”; está “ebrio de vida”; no puede vivir sin esa embriaguez[815]. Embriagado de felicidad [Pg 422]y de desventura, a la vez; embriagado de la muerte y de la inmortalidad[816]. Su renunciación a la vida individual no es más que un grito de pasión exaltada hacia la vida eterna. No; la paz que alcanzó, la paz del alma que él invocaba no es la de la muerte; es la de esos mundos inflamados que gravitan en el espacio infinito. En él la cólera es calma[817] y la calma es ardiente. La fe le ha dado armas nuevas para recomenzar, más implacable, el combate que desde sus primeras obras no cesó de librar contra las mentiras de la sociedad moderna. No se detiene ya en algunos tipos de novelas, sino que ataca a los grandes ídolos: hipocresías de la religión, del Estado, de la ciencia, del arte, del liberalismo, del socialismo, de la instrucción popular, de la beneficencia, del pacifismo,[818]... Los abofetea, se encarniza contra ellos.
El mundo contempla, de lejos en lejos, la aparición de esos grandes espíritus rebeldes que, como Juan el Precursor, lanzan anatemas contra una civilización corrompida. La última de esas apariciones había sido Rousseau. Por su amor a la Naturaleza[819], por su odio a la sociedad [Pg 423]moderna, por su celo de independencia, por su fervor de adoración al Evangelio y la moral cristiana, Rousseau anuncia a Tolstoi, que se juzga continuador de aquél:
“Algunas de sus páginas me llegan al corazón, decía, y creo que yo las habría escrito”[820].
Pero ¡cuánta diferencia entre las dos almas, y cómo la de Tolstoi es más puramente cristiana! ¡Qué falta de humildad, qué arrogancia farisaica, la de este grito insolente de las Confesiones del ginebrino!:
¡Ser Eterno! Que uno solo te diga, si osa decirlo: ¡fuí mejor que este hombre!
O en este reto al mundo:
Declaro arrogantemente y sin temor: quienquiera que me crea un hombre deshonesto, es él mismo un hombre que merece ser ahorcado.
Tolstoi lloraba lágrimas de sangre sobre los “crímenes” de su vida pasada:
Sufro las torturas del infierno. Recuerdo toda mi cobardía pasada, y estos recuerdos no me abandonan, me envenenan la vida. Se lamenta de ordinario que no se conserven recuerdos después de la muerte ¡Qué felicidad que así sea! ¡Cuál su[Pg 425]frimiento sería, si, en esa otra vida, me acordase de todo el mal que he cometido aquí abajo![821]...
No es él quien hubiera escrito sus Confesiones, como Rousseau, porque decía éste, “sintiendo que el bien sobrepasaba el mal, tenía yo interés en decirlo todo”[822]. Tolstoi, después de haber ensayado, renuncia a escribir sus Memorias: la pluma se le cae de las manos; no quiere ser objeto de escándalo para quienes lo habrán de leer:
Las gentes dirán: ¡Ved a este hombre que muchos colocan a tanta altura! ¡Y qué cobarde era! Luego, a nosotros, simples mortales, es Dios mismo quien nos ordena que seamos cobardes[823].
Nunca conoció Rousseau el bello pudor moral de la fe cristiana, la humildad que da al viejo Tolstoi un candor inefable. Detrás de Rousseau—encuadrando la estatura de la isla de los Cisnes—se ve la Roma de Calvino. En Tolstoi, encuentra uno a los peregrinos, a los inocentes, cuyas ingenuas confesiones y cuyas lágrimas habían conmovido su infancia.
Pero mucho más aún que la lucha contra el mundo, que le es común con Rousseau, otra lucha llena los treinta últimos años de la vida de Tolstoi, un magnífico combate entre las dos más altas potencias de su alma: la Verdad y el Amor.
La Verdad (“esta mirada que va derecho a las almas”), la luz penetrante de estos ojos grises que os traspasan... Era su fe más antigua, la reina de su arte.
La heroína de mis escritos, la que yo amo con todas las fuerzas de mi alma, la que fué, es y será siempre bella, es la verdad[824].
La verdad, único despojo que aún flotaba del naufragio, [Pg 426]después de la muerte de su hermano[825]. La verdad, eje de su vida, roca en medio de la mar...
Pero bien pronto, la “horrible verdad”[826] no le bastará, porque el Amor la había suplantado. Era la fuente viva de su infancia, “el estado natural de su alma”[827]. Cuando sobrevino la crisis moral de 1880, no abdicó de la verdad y la abrió al amor[828].
El amor es “la base de la energía”[829]. El amor es “la razón de vivir”, la única, con la belleza[830]. El amor es la esencia del Tolstoi madurado por la vida, del autor de La Guerra y la Paz y de la carta al Santo Sínodo[831].
Esta penetración de la verdad por el amor forma el precio único de las obras maestras que escribió, al mediar su vida—nel mezzo del cammin—y que distingue su realismo del realismo de Flaubert. Éste pone su fuerza en no amar a sus personajes; y por grande que así sea, le falta el ¡Fiat lux!
La luz del sol no es suficiente, se necesita la del corazón. El realismo de Tolstoi se encarna en cada uno de los seres, y, viéndolos con sus ojos, encuentra, aun en el más vil, razones para amarlo y para hacernos sentir la cadena fraternal que nos une a todos[832]. Por el amor penetra hasta las raíces de la vida.
Mas es difícil mantener esta unión. Hay horas en que el espectáculo de la vida y de sus dolores es tan amargo que parece un reto al amor, y que, para salvarlo, para salvar su fe, está uno obligado a levantarla tan alto por encima del mundo, que corre peligro de perder con él todo contacto. ¿Y qué hará quien ha recibido de la suerte el don soberbio y fatal de ver la verdad y no poder dejar de verla? ¡Quién dirá lo que Tolstoi sufrió con el continuo desacuerdo de sus últimos años, entre sus ojos despiadados que veían el horror de la realidad, y su corazón apasionado que insistía en esperar y afirmar el amor!
Todos nosotros hemos conocido estos trágicos debates. ¡Cuántas veces nosotros mismos nos hemos encontrado en la alternativa de no ver o de odiar! ¡Y cuántas veces un artista—un artista digno de este nombre, un escritor que conozca el poder espléndido y temible de la palabra escrita—se siente oprimido de angustia cuando llega el momento en que tenga que escribir tal o cual verdad![833]. Esta verdad sana y viril, necesaria en medio de las mentiras modernas, mentiras de la civilización, esta verdad vital, podría decirse, como el aire que respiramos... Y después se advierte que este aire ¡cuántos pulmones no pueden soportarlo! ¡cuántos seres debilitados por la civilización, o simplemente débiles por la bondad de sus corazones! ¿Será preciso, pues, [Pg 428]no tenerlos para nada en cuenta, y arrojarles implacablemente esta verdad que mata? ¿No hay, por encima de todo, una verdad que, como dice Tolstoi, “está abierta al amor”? ¡Pero qué! ¿es posible, sin embargo, consentir en arrullar a los hombres con mentiras consoladoras, como Peer Gynt arrullaba, con sus cuentos, a su vieja madre moribunda?... La sociedad se encuentra continuamente enfrente de este dilema: la verdad o el amor. De ordinario resuelve sacrificando a la vez la verdad y el amor.
Nunca Tolstoi traicionó alguna de sus dos creencias. En sus obras de la madurez, el amor es antorcha de la verdad. En las obras de sus últimos tiempos, es una luz de lo alto, un rayo de la gracia que desciende sobre la vida, pero que no se mezcla con ella, como se ha visto en Resurrección, donde la fe domina a la realidad, que permanece exterior a ella. Aun el mismo pueblo que pinta Tolstoi como muy débil y mediocre, cada vez que mira a las figuras aisladamente, toma, desde el momento que piensa en él de una manera abstracta, una santidad divina[834]. En su vida de todos los días se acusaba el mismo desacuerdo que en su arte, y aun más cruelmente. Bien sabía lo que el amor reclamaba de él, pero obraba de otro modo; no vivía según Dios, vivía de acuerdo con el mundo. Y ¿el amor mismo, dónde encontrarlo? ¿Cómo distinguir entre sus rostros diversos y sus órdenes contradictorias? ¿Era el amor a su familia, o el amor a todos los hombres?... Hasta los últimos instantes se debatió entre estas alternativas.
¿Dónde está la solución? Él no la encontró. Dejemos a los intelectuales orgullosos el derecho de juzgarlo con desdén. Ciertamente, ellos la han encontrado, ellos que [Pg 429]poseen la verdad y que en ella con seguridad se apoyan. Para estos intelectuales, Tolstoi era un débil y un sentimental, cuya vida no puede ofrecerse de ejemplo. Y sin duda, no es un ejemplo que puedan seguir: no saben ellos vivir suficientemente. Tolstoi no pertenecía a la “élite” vanidosa, no era de ninguna iglesia, ni de la de los escribas, como los llamaba él mismo, ni de la de los fariseos, de la una o de la otra fe. Es el tipo más alto del cristiano libre, que se esfuerza, durante toda su vida, hacia un ideal que siempre se halla más lejano[835].
No habla Tolstoi para los privilegiados del pensamiento, habla para los hombres ordinarios, hominibus bonae voluntatis. Es nuestra conciencia. Dice lo que todos nosotros pensamos, almas medianas, y lo que nosotros tememos leer en nosotros mismos; no es para nosotros un maestro pleno de orgullo, uno de esos genios arrogantes que reinan en su arte y su inteligencia por encima de la humanidad. Es “nuestro hermano”, como gustaba de llamarse a sí mismo en sus cartas, con el nombre más bello y más dulce de todos.
Enero de 1911.
NOTAS:
[518] Salvo algunas interrupciones, principalmente una bastante larga entre 1865 y 1878.
[519] En su notable biografía de León Tolstoi: Vida y Obra, Memorias, Recuerdos, Cartas, Fragmentos del Diario íntimo, Notas y Documentos biográficos, reunidos, coordinados y anotados por P. Birukov, revisados por León Tolstoi y traducidos del manuscrito por J. W. Bienstock. Esta publicación, comenzada en 1905, no se ha terminado aún. Tres volúmenes han aparecido, y el tercero llega al año de 1884. Es la recopilación de documentos más importantes sobre la vida y obra de Tolstoi y de ella he tomado abundantes datos.
[520] Tomó parte también en las campañas napoleónicas, y estuvo prisionero en Francia durante los años de 1814 y 1815.
[521] Infancia, Capítulo II. (Tomo I de las Obras completas de León Tolstoi, traducidas por J. W. Bienstock).
[522] Infancia, Capítulo XXVII.
[523] Yasnaia Poliana, cuyo nombre significa la “Clara claridad”, es una pequeña aldea situada al Sur de Moscú, a pocas leguas de Tula, “en una de las provincias rusas más agrícolas. Las dos grandes regiones de Rusia—dice M. A. Leroy-Beaulieu—la región de los bosques y la de las tierras de cultivo, allí se tocan y se confunden. En sus alrededores no se encuentran ni finlandeses, ni tártaros, ni poloneses, ni judíos, ni ukranos. Este país de Tula está en el corazón mismo de Rusia”. (A. Leroy-Beaulieu, León Tolstoi, Revue des Deux Mondes, 15 de diciembre de 1910).
[524] Tolstoi lo retrató en Ana Karenina, en la figura del hermano de Levine.
[525] Escribió el Diario de un Cazador.
[526] En realidad era una parienta lejana. Había amado al padre de Tolstoi y había sido amada por él; pero como Sonia, en La Guerra y la Paz, se había sacrificado.
[527] Infancia, Capítulo XII.
[528] ¡No llega a afirmar en sus noticias autobiográficas (fechadas en 1878), que se acordaba de sus sensaciones cuando lo fajaban en pañales y cuando lo bañaban en tina, recién nacido! (Véase los Primeros Recuerdos. Una traducción francesa fué publicada en el mismo volumen que Amo y Criado).
[529] Primeros Recuerdos.
[530] De 1842 a 1847.
[531] Nicolás, cinco años mayor que León, ya había terminado sus estudios en 1844.
[532] Amaba las conversaciones sobre cuestiones metafísicas, “tanto más, decía, cuanto eran más abstractas y alcanzaban un grado tal de obscuridad que, creyendo decirse lo que se piensa, se dicen cosas muy distintas”. (Adolescencia, XXVII).
[533] Adolescencia, XIX.
[534] Sobre todo en sus primeras obras, en las Narraciones de Sebastopol.
[535] Era el tiempo en que leía a Voltaire, complacido en su lectura. (Confesiones, I).
[536] Confesiones, I. Traducción de J. W. Bienstock.
[537] Juventud, III.
[538] De marzo a abril de 1847.
[539] “Cuanto hace un hombre lo hace por amor propio”, dice Nekhludov en Adolescencia.—En 1853, escribía Tolstoi en su Diario: “Mi más grave defecto es el orgullo. Un amor propio inmenso, irrazonable... Soy tan ambicioso que si tuviera que escoger entre la gloria y la virtud (que tanto amo), creo que seguramente me quedaría con la primera”.
[540] “Quería que todos me conociesen y me amasen; deseaba que sólo al escuchar mi nombre todos se llenaran de admiración y me dieran gracias”. (Juventud, III).
[541] Según un retrato de 1848, cuando tenía 20 años (reproducido en el primer volumen de Vida y Obra).
[542] “Me imaginaba que no había felicidad posible sobre la tierra para un hombre que tenía, como yo, la nariz tan grande, los labios tan gruesos y los ojos tan pequeños”. (Infancia, XVII). Habla además con desolación de “este rostro sin expresión, de rasgos flojos, blandos, indecisos, sin nobleza, que recuerdan a los simples mujiks; y estas manos y estos pies tan grandes”. (Juventud, I).
[543] “Dividía yo a la humanidad en tres clases: los hombres elegantes, los únicos dignos de estimación; los hombros no elegantes, dignos de desprecio y de odio; y la plebe. Esta no existía”. (Juventud, XXXI).
[544] Principalmente durante una estancia en San Petersburgo, en 1847-48.
[545] Adolescencia, XXVII.
[546] Conversaciones con Paul Boyer, (Le Temps, 28 de agosto de 1901).
[547] Nekhludov figura también en Adolescencia y en Juventud (1854): en Un encuentro en el destacamento (1856): en el Diario de un Marcador (1856): en Lucerna (1857), y en Resurrección (1899). Debe advertirse que este nombre designa a personajes muy diferentes. Tolstoi no trató de conservarle el mismo aspecto físico, y Nekhludov se mata al final del Diario de un Marcador. Muestra las diversas encarnaciones de Tolstoi, en todo lo que tenía de mejor y de peor.
[548] La Mañana de un Señor. Tomo II de las Obras Completas, traducción de J. W. Bienstock.
[549] Es contemporánea de las narraciones de Infancia.
[550] El 11 de junio de 1851, en el campo fortificado de Stari-Iurt en el Cáucaso.
[551] Diario, traducción da J. W. Bienstock.
[552] Diario. 2 de julio de 1851.
[553] Carta a su tía Tatiana, en enero de 1852.
[554] Un retrato de 1851 deja ver ya el cambio que se realiza en su alma. La cabeza erguida, el semblante se anima, las cavidades de los ojos son menos sombrías, mientras los ojos conservan todavía su severa fijeza, y la boca entreabierta, que sombrea un naciente mostacho, es huraña; tiene siempre algo de orgulloso y provocativo, pero mucha más juventud.
[555] Las cartas que escribió entonces a su tía Tatiana están llenas de efusión y de lágrimas. Se decía Liova-riova, León el llorón (6 de enero de 1852).
[556] La Mañana de un Señor es fragmento de un proyecto de Novela del propietario ruso. Los Cosacos son la primera parte de una gran novela del Cáucaso. La inmensa Guerra y Paz no era, en el pensamiento del autor, más que una especie de preámbulo de una epopeya contemporánea, de la cual los Decembristas debían constituir la parte central.
[557] El peregrino Gricha, o la muerte de la madre.
[558] En una carta a Birukov.
[559] La Mañana de un Señor no fué concluida hasta 1855-56.
[560] Los dos viejos, (1885).
[561] La Incursión, Tomo III de las Obras Completas, traducción de J. W. Bienstock.
[562] Tomo III de las Obras Completas.
[563] Tomo IV de las Obras Completas.
[564] Aun cuando hayan sido terminadas mucho más tarde, en 1860 en Hyères (no fueron publicadas sino hasta 1863), la mayor parte de la obra es de esta época.
[565] Los Cosacos. Tomo III de las Obras Completas.
[566] “Tal vez—dice Olenine, enamorado de la joven cosaca,—amo en ella a la Naturaleza... Amándola siento que formo parte indivisa de la Naturaleza”. A menudo compara a la que ama con la Naturaleza. “Ella es, como la Naturaleza, igual, tranquila y taciturna”. Además, relaciona el aspecto de las montañas lejanas y el de “esta mujer majestuosa”.
[567] Así también en la carta de Olenine a sus amigos de Rusia.
[568] Diario. Traducción de J. W. Bienstock.
[569] Se encuentra asimismo esta manera en La Tala en el Bosque concluida en la misma época. Por ejemplo: “Hay tres especies de amor: 1.º, amor estético; 2.º, amor de consagración; 3.º, amor activo, etc.”. (Juventud). O bien “Hay tres clases de soldados: 1.º, los sumisos; 2.º, los autoritarios; 3.º, los fanfarrones, que se subdividen al mismo tiempo en a, sumisos de sangre fría; b, sumisos obligados; c, sumisos borrachos, etc.”. (La Tala del Bosque).
[570] Juventud, XXXII (Volumen II de las Obras Completas).
[571] Enviada a la revista el “Sovremennik”, y publicada inmediatamente.
[572] Tolstoi lo recordó, mucho más tarde, en sus conversaciones con su amigo Teneromo. Particularmente ha contado de una crisis de terror que le sobrevino una noche que ya estaba acostado, en el “dormitorio” cavado en plena trinchera. Se encontrará este Episodio de la guerra de Sebastopol en el volumen intitulado los Revolucionarios, traducción de J. W. Bienstock.
[573] Un poco más tarde, Droujinine amigablemente le pondrá en guardia contra este peligro: “Tenéis una tendencia excesiva a la delicadeza del análisis. A veces estáis a punto de decir: en fulano, las pantorrillas indicaban su deseo de viajar por las Indias... Debéis refrenar esta inclinación, pero no ahogarla por nada del mundo”. (Carta de 1856, citada por P. Birukov).
[574] Tomo IV de las Obras Completas, páginas 82-85.
[575] Que mutiló la censura.
[576] 2 de septiembre de 1855. Traducción de J. W. Bienstock.
[577] “Su amor propio se confundía con su vida; no encontraba otra alternativa: ser el primero, o perecer... Deseaba reconocerse superior a los hombres con quienes se comparaba”.
[578] En 1889, Tolstoi, al escribir un Prefacio para los Recuerdos de Sebastopol por un oficial de artillería, de A. J. Erchov, retorna con el pensamiento a estas escenas. Todo recuerdo heroico había desaparecido en ellas. No recuerda sino es que el miedo duró siete meses, el doble miedo: de la muerte y de la vergüenza, horrible tortura moral. Todos los triunfos del sitio, para él, se resumían en esto: haber sido carne de cañón.
[579] Suarés: Tolstoi, Edición de “La Unión para la Acción Moral”, 1899, reeditada en los “Cuadernos de la Quincena”, con el título de Tolstoi vivo.
[580] Turguenef se quejaba, en una conversación, del “estúpido orgullo nobiliario de Tolstoi, de sus fanfarronadas de Junker”.
[581] “Un rasgo de mi carácter, bueno o malo, pero que me fué peculiar siempre, consiste en que, hasta a pesar mío, me oponía siempre a las influencias exteriores epidémicas... Sentía repulsión por la corriente general”. (Carta a P. Birukov).
[582] Turguenef.
[583] Grigorovitch.
[584] Eugenio Garchine: Recuerdos de Turguenef, 1883. Véase Vida y Obra de Tolstoi, por Birukov.
[585] La más violenta, que produjo una ruptura decisiva entre ellos, tuvo lugar en 1861. Turguenef gustaba de mostrar sus sentimientos filantrópicos y hablaba de las obras de beneficencia de que se ocupaba su hija, y nada irritaba más a Tolstoi que la caridad mundana.
“Yo creo, dijo, que una muchacha elegantemente vestida que sostiene sobre sus rodillas unos harapos sucios y malolientes, representa una escena teatral que carece de sinceridad”.
La discusión se acaloró. Turguenef, fuera de sí, amenazó a Tolstoi con abofetearlo; y éste exigió una reparación, al momento, en un duelo a fusil. Turguenef, que en el acto había lamentado su arrebato, le envió una carta de excusas; pero Tolstoi no perdonó aquello nunca. Cerca de veinte años después, como se verá adelante, fué él quien pidió perdón, en 1878, cuando abjuraba de toda su vida pasada y complacido humillaba su orgullo delante de Dios.
[586] Confesiones. Tomo XIX de las Obras Completas, traducción de J. W. Bienstock.
[587] “No había, dice, ninguna diferencia entre nosotros y un asilo de alienados. Aun en esta época yo lo sospechaba vagamente; pero, como lo hacen todos los locos, trataba de locos a los demás, excepto a mí mismo”. Ibid.
[588] Confesiones.
[589] Diario del príncipe D. Nekhludov, Lucerna. Tomo V de las Obras Completas.
[590] Diario del príncipe D. Nekhludov.
[591] En este viaje conoció en Dresden a Auerbach, quien había sido su primer inspirador para la instrucción del pueblo; a Froebel, en Kissingen; en Londres, a Herzen; y en Bruselas a Proudhon, quien parece haberle producido una gran sorpresa.
[592] Sobre todo en 1861 y 1862.
[593] La Educación y la Cultura. Véase Vida y Obra de Tolstoi. Tomo II.
[594] Tolstoi ha expuesto estas teorías en la revista Yasnaia Poliana, en 1862. (Tomo XIII de las Obras Completas).
[595] Tomo IV de las Obras Completas.
[596] Tomo V de las Obras Completas.
[597] Ibid.
[598] Tomo VI de las Obras Completas.
[599] Discurso acerca de la “Superioridad del elemento artístico en la literatura sobre todas sus corrientes temporales”.
[600] Le oponía ejemplos de sus mismas obras, como el viejo postillón de Tres Muertos.
[601] Se advertirá que ya otro hermano de Tolstoi, Dmitri, había muerto de tisis en 1856. Tolstoi mismo se creía atacado de esa enfermedad en 1856, en 1862 y en 1871. Era, como escribe, en 28 de octubre de 1852, “de una complexión fuerte, pero débil de salud”. Constantemente sufría por enfriamientos, males de la garganta, de los dientes, de los ojos, reumatismos. En el Cáucaso, en 1852, debía, “al menos dos días por semana, recluirse en su casa”. La enfermedad lo detuvo por varios meses, en 1854, en el camino de Silistrie a Sebastopol. En octubre de 1856 estuvo seriamente enfermo del pecho en Yasnaia Poliana, y en 1862, por temor a la tisis fué a ponerse en cura a Samara, por medio del “kumis”, entre los baskires, y volvió allá casi anualmente después de 1870. Su correspondencia con Fet está llena de estas preocupaciones. Y tal estado de salud hace comprender mejor su obsesión de la idea de la muerte. Más tarde hablaba de la enfermedad como de su mejor amigo:
“Cuando se está enfermo parece que se desciende una cuesta muy suave, que, en algún punto, está cerrada por una cortina, ligera cortina de tela a un lado de la cual está la vida, y al otro, la muerte. ¡Cuánto el estado de enfermedad supera, en valor moral, al estado de salud! ¡No me habléis de esas gentes que no han estado nunca enfermas! Son terribles: las mujeres sobre todo; una mujer saludable no es más que una bestia feroz”. (Conversaciones con M. Paul Boyer, “Le Temps”, 27 de agosto de 1901).
[602] El 17 de octubre de 1860, carta a Fet. (Correspondencia inédita, página 27-30).
[603] Escrito en Bruselas, en 1861.
[604] Otro cuento de esta época, un simple relato de viaje, que evoca recuerdos personales, La Tormenta de nieve, (1856), tiene una gran belleza por sus impresiones poéticas y casi musicales. Tolstoi volvió a emplear este cuadro, más tarde, para Amo y Criado (1895).
[605] Tomo V de las Obras Completas.
[606] Cuando era niño, en un acceso de celos, había hecho caer de un balcón a la que debía de llegar a ser Mme. Bers, su pequeña compañera de juegos, entonces de nueve años. Ella estuvo por largo tiempo coja.
[607] Véase en La Felicidad Conyugal la declaración de Sergio:
“Suponed a un señor A., un viejo hombre que ha vivido, y una dama B., joven, feliz, que no conoce todavía ni a los hombres ni la vida. Por razón de diversas circunstancias de familia él la amaba como a una hija, y no pensaba que podría llegar a amarla de otra manera... etc.”.
[608] Acaso ponía también en su obra los recuerdos de una novela de amor, bosquejada en Yasnaia Poliana en 1856, con una muchacha muy distinta de él, frívola y mundana, a quien acabó por cansar, aunque estaban sinceramente enamorados el uno del otro.
[609] De 1857 a 1861.
[610] Diario, octubre de 1857, traducción de Bienstock.
[611] Carta a Fet, de 1863. (Vida y Obra de Tolstoi.)
[612] Confesiones, traducción de Bienstock.
[613] “La felicidad de la vida de familia me absorbe por completo”. (5 de enero de 1863).—“¡Soy tan feliz, tan feliz! ¡La amo tanto!” (8 de febrero de 1863.—Véase Vida y Obra).
[614] Ella había escrito algunas novelas cortas.
[615] Recopió, se asegura, siete veces La Guerra y la Paz.
[616] Inmediatamente después de su matrimonio, Tolstoi suspendió sus trabajos pedagógicos, escuelas y revistas.
[617] Tanto como su hermana Tatiana, inteligente y artista, de quien amaba mucho Tolstoi el talento y genio musical. Decía Tolstoi: “He tomado a Tania (Tatiana), la he fundido con Sonia (Sofía Bers, condesa de Tolstoi) y de allí ha salido Natacha”. (Citado por Birukov).
[618] La instalación de Dolly en la casa de campo destartalada; Dolly y sus hijos; muchos detalles de tocador; sin hablar ya de algunos secretos del alma femenina, que la intuición de un hombre de genio acaso no habría bastado a penetrar si una mujer no se los hubiese descubierto.
[619] Indicio característico de la intervención sobre el espíritu de Tolstoi por el genio creador: su Diario se interrumpió trece años, desde el 1.º de noviembre de 1865, en plena composición de La Guerra y la Paz. El egoísmo artístico hizo callar el monólogo de la conciencia. Esta época de creación es también una época de intensa vida física. Tolstoi estaba loco por la caza. “En la caza olvido todo...”. (Carta de 1864). En una de estas cacerías a caballo se rompió el brazo (en septiembre de 1864) y precisamente durante su convalecencia dictó las primeras partes de La Guerra y la Paz. “Al volver en mí del desvanecimiento, me dije: yo soy un artista. Y lo soy, pero un artista aislado”. (Carta a Fet de 23 de enero de 1865). Todas sus cartas de esta época, escritas a Fet, exultan la alegría creadora. “Miro como ensayos de pluma, dice, todo lo que he publicado hasta hoy”. (Ibid.)
[620] Ya entre las obras que ejercieron influjo sobre él, entre los veinte y los treinta y cinco años, Tolstoi señala:
“Goethe, Hermann y Dorotea... Influencia muy grande”.
“Homero, Ilíada y Odisea (en ruso)... Influencia muy grande”.
En junio de 1863 anota en su Diario:
“Leo a Goethe y numerosas ideas nacen en mí”.
En la primavera de 1865 Tolstoi releyó a Goethe, y cita el Fausto, “la poesía del pensamiento, la poesía que expresa lo que no puede expresar ningún otro arte”.
Más tarde sacrificó a Goethe, como a Shakespeare, a su Dios; pero permaneció fiel en su admiración a Homero. En agosto de 1857 leía, con igual pasmo, la Ilíada y el Evangelio; y, en uno de sus últimos libros, el panfleto contra Shakespeare (1903), precisamente opone Homero a Shakespeare, como ejemplo de sinceridad, de mesura y de arte verdadero.
[621] Las dos primeras partes de La Guerra y la Paz fueron publicadas en 1865 y 1866, con el título de El Año de 1805.
[622] Tolstoi comenzó la obra en 1863, con los Decembristas, de que escribió tres fragmentos (publicados en el Tomo IV de las Obras Completas). Pero advirtió que los cimientos de su edificio no eran suficientemente seguros, y cavando más adelante, llegó a la época de las guerras napoleónicas y escribió La Guerra y la Paz, cuya publicación principió en enero de 1865, en el “Russki Viestnik”. El sexto volumen fué terminado en el otoño de 1869. Entonces Tolstoi remontó el curso de la historia, y concibió el proyecto de una novela épica sobre Pedro el Grande; y después otra: Mirovitch, sobre el reinado de las emperatrices del siglo XVIII y sus favoritos. En ella trabajó, de 1870 a 1873, acopiando documentos, bosquejando varias escenas, pero sus escrúpulos realistas le hicieron renunciar: tenía la conciencia de que no llegaría a resucitar de manera verídica el alma de estos tiempos tan distantes. Más tarde, en enero de 1876, concibió la idea de una nueva novela sobre la época de Nicolás I; después volvió a los Decembristas apasionadamente, en 1877, recogiendo testimonios de los supervivientes y visitando los lugares de la acción. En 1878 escribía a su tía, la condesa A. A. Tolstoi: “¡Es esta obra para mí tan importante! No podéis imaginaros cuánto me es importante, tan importante como para vos lo es vuestra fe. Quisiera decir que más todavía”. (Correspondencia inédita, página 9). Pero se alejó del asunto en la medida que lo profundizaba; ya su pensamiento estaba en otra parte. El 17 de abril de 1879, escribía a Fet: “¿Los Decembristas? ¡Dios sabe dónde estarán!... Si me ocupé y escribí de ellos, me vanaglorio con la esperanza de que tan sólo el olor de mi espíritu sería insoportable para quienes sólo se interesan por los hombres, para bien de la humanidad”. (Ibid. página 132). En este momento de su vida la crisis religiosa había principiado, e iba a quemar a todos sus antiguos ídolos.
[623] La primera traducción francesa de La Guerra y la Paz, hecha en San Petersburgo, data de 1879; pero la primera edición francesa es de 1885, en tres volúmenes, de la Casa Hachette. Una nueva traducción íntegra, en seis volúmenes, acaba de ser publicada en las Obras Completas (Tomo VII-XII).
[624] Pedro Besukhov, que se ha casado con Natacha, será un “decembrista”. Ha fundado una sociedad secreta para velar por el bien general, una especie de Tugendbund; y Natacha se asocia a sus proyectos con exaltación. Denissov no comprende una revolución pacífica, pero está pronto para una revolución armada. Nicolás Rostov ha guardado su lealtad ciega de soldado; él, que decía, después de Austerlitz: “Sólo una cosa tenemos que hacer nosotros: cumplir nuestro deber, batirnos y no pensar más”. Se irrita contra Pedro, y exclama: “¡Mi juramento ante todo! Si se me ordena marchar contra ti con mi escuadrón, marcharé y te batiré”. Su esposa, la princesa María, aprueba sus ideas. El hijo del príncipe Andrés, el pequeño Nicolás Bolkonsky, de quince años de edad, delicado, enfermizo y encantador, de grandes ojos, de cabellos de oro, escucha febrilmente la discusión; todo su amor es para Pedro y para Natacha; no ama ni a Nicolás ni a María, y tiene culto por la memoria de su padre, de quien apenas se acuerda; sueña con parecérsele, ser grande, realizar alguna gran hazaña. ¿Cuál? ¡no lo sabe!... “Digan lo que digan, la haré... Sí, la haré. Él mismo me daría su aprobación”. Y la obra concluye en un juego de niño, que se mira en la forma de un gran hombre de Plutarco, con su tío Pedro, precedido de la gloria y seguido de un ejército. Si los Decembristas hubieran sido escritos entonces, no hay duda de que el pequeño Bolkonsky habría sido uno de los héroes.
[625] He dicho que las dos familias Rostov y Bolkonsky, en La Guerra y la Paz recuerdan muchos de los rasgos de las familias paterna y materna de Tolstoi. También hemos visto anunciarse en las narraciones del Cáucaso y de Sebastopol varios tipos de soldados de La Guerra y la Paz.
[626] Carta del 2 de febrero de 1868, citada por Birukov.
[627] Particularmente, decía, el del príncipe Andrés, en la primera parte.
[628] Es de lamentarse que la belleza de la concepción poética esté algunas veces opacada por las charlas filosóficas, con las cuales Tolstoi recarga su obra, sobre todo en la última parte. Trata de exponer su teoría de la fatalidad de la historia, y el mal está en que se vuelve a esta teoría sin cesar y se repite obstinadamente. Flaubert, que “lanzaba gritos de admiración” mientras leía los dos primeros volúmenes, que declaraba “sublimes” y “llenos de cosas a lo Shakespeare”, arroja por fastidio el tercer volumen: “rueda horriblemente. Se repite, filosofa. Se ve allí al señor, al autor y al ruso, en tanto que hasta el segundo volumen no se había visto más que a la Naturaleza y a la humanidad”. (Carta a Turguenef de enero de 1880).
[629] La primera traducción francesa de Ana Karenina se publicó en dos volúmenes, en 1886, en la casa Hachette. En las Obras Completas la traducción íntegra ocupa cuatro volúmenes. (Tomo XV-XVIII).
[630] Carta a su esposa (archivos de la condesa Tolstoi), citada por Birukov. (Vida y Obra.)
[631] El recuerdo de esta noche horrible se encuentra en el Diario de un loco, 1883. (Obras Póstumas).
[632] Cuando está terminando La Guerra y la Paz, en el estío de 1869, descubre a Schopenhauer, que lo entusiasma: “Schopenhauer es el más genial de los hombres”. (Carta a Fet, 30 de agosto de 1869).
[633] Existe aún, dice, entre Homero y sus traductores, la diferencia del “agua hervida y destilada y el agua de manantial, fría, hasta destemplar los dientes, cristalina, asoleada, que a menudo arrastra arenillas, pero que es más pura y más fresca”. (Carta a Fet, en diciembre de 1870).
[634] Correspondencia inédita.
[635] Archivos de la condesa Tolstoi. (Vida y Obra.)
[636] La novela fué terminada en 1877. Apareció sin el epílogo en el Russki Viestniki.
[637] La muerte de tres niños (18 de noviembre de 1873, febrero de 1875 y fines de noviembre de 1875); de la tía Tatiana, su madre adoptiva (el 20 de junio de 1874), y de la tía Pelagia (22 de diciembre de 1875).
[638] Carta a Fet, de 1.º de marzo de 1876.
[639] “La mujer es la piedra de toque de la carrera de un hombre. Difícil es amar a una mujer y no hacer nada bueno; y la única manera para no estar constantemente disgustado, inactivo por causa del amor, es casarse”. (Traducción Hachette, Tomo I, página 312).
[640] Tomo I, página 86.
[641] Tomo I, página 149.
[642] Lema, al frente del libro.
[643] Adviértase también, en el epílogo, el espíritu netamente hostil a la guerra, al nacionalismo y al paneslavismo.
[644] “El mal es lo razonable para el mundo. El sacrificio, el amor, es locura”. (II, 344).
[645] Tomo II, 79.
[646] Tomo II, 346.
[647] Tomo II, 358.
[648] “Ahora me entrego de nuevo a la fastidiosa y vulgar Ana Karenina, con el único deseo de desembarazarme de ella cuanto antes...”. (Carta a Fet, 26 de agosto de 1875, Correspondencia inédita, página 95).
“Me es indispensable terminar la novela que me fastidia”. (Ibid., 1.º de marzo de 1876).
[649] En las Confesiones (1879). Tomo XIX de las Obras Completas.
[650] Hago aquí un resumen de varias páginas de Confesiones, conservando las expresiones de Tolstoi.
[651] Ana Karenina, Cit: “Y Levine, amado, feliz, padre de familia, se aleja, el arma en la mano, como si hubiera temido ceder a la tentación de poner fin a su suplicio”. (II, 339). Este estado de espíritu no era particular a Tolstoi y a sus héroes. Estaba Tolstoi sorprendido con el creciente número de suicidios entre las clases acomodadas de toda Europa, y principalmente de Rusia; y a ello hace alusión a menudo en sus obras de este tiempo. Se diría que pasó sobre la Europa de 1880 una gran ola de neurastenia, que barrió a millares de seres. Quienes entonces eran adolescentes conservan de esa racha el recuerdo, y para ellos, la expresión de Tolstoi sobre esta crisis tiene un valor histórico. Escribió la oculta tragedia de una generación.
[652] Confesiones, página 67.
[653] Sus retratos de esta época acusan ese carácter popular. Una pintura de Kramskoi (1873) representa a Tolstoi en blusa de mujik, la cabeza inclinada, con un aire de Cristo alemán. La frente empieza a encalvecer hacia las sienes, las mejillas están hundidas y con barba. En otro retrato de 1881, tiene aspecto de contramaestre endomingado: los cabellos cortos, la barba y los bigotes extendidos, el rostro parece más ancho abajo que arriba; las cejas fruncidas, los ojos mansos; la nariz, de anchas ventanas como de perro; las orejas enormes.
[654] Confesiones, páginas 93-95.
[655] A decir verdad, no era ésta la primera vez. El joven voluntario del Cáucaso, el oficial de Sebastopol, Olenine de Los Cosacos, el príncipe Andrés y Pedro Besukhov en La Guerra y la Paz, habían tenido visiones semejantes. Pero Tolstoi era tan apasionado que, cada vez que encontraba a Dios creía que lo encontraba por la primera vez y que no había habido para él antes más que la noche y la nada. En su pasado no veía más que sombras y vergüenzas. Nosotros, que conocemos por su Diario, mejor que él, la historia de su corazón, sabemos cómo este corazón fué siempre, aun en sus extravíos, profundamente religioso. Por otra parte, él mismo conviene en ello en un pasaje del primer Prefacio a la Crítica de la Teología Dogmática: “¡Dios mío, Dios mío! ¡he errado, he buscado la verdad donde necesitaba buscarla! Yo sabía que erraba. Halagaba yo mismo mis malas pasiones, sabiéndolo; pero yo no te olvidaba nunca. Te he sentido siempre cerca, hasta cuando me extraviaba”. La crisis de 1878-79 fué sólo más violenta que las otras, acaso por influencia de los duelos repetidos y de la vejez que se acercaba; y su única novedad estuvo en que, en lugar de que la visión de Dios se desvaneciese sin dejar rastros, después que la llama del éxtasis se había extinguido, Tolstoi, advertido por la experiencia pasada, se apresuró a “avanzar, en tanto que la luz estuviera con él” y a deducir de su fe todo un sistema de vida. No es que no lo hubiera intentado antes (recuérdense las Reglas de Vida, concebidas cuando era estudiante); pero, a los cincuenta años, tenía menos ocasiones de dejarse distraer de su camino por las pasiones.
[656] El subtítulo de las Confesiones es: Introducción a la Crítica de a la Teología dogmática y al Examen de la doctrina cristiana.
[657] “Yo, que colocaba la verdad en la unidad del amor, me sorprendí de este hecho: que la religión destruía, ella misma, lo que deseaba producir”. (Confesiones, página 111).
[658] “Y me he convencido de que la enseñanza de la Iglesia es, teóricamente, una mentira astuta y perniciosa; prácticamente, un compuesto de groseras supersticiones y de hechicerías, bajo el cual desaparece absolutamente el sentido de la doctrina cristiana”. (Respuesta al Santo Sínodo. 4-17 de abril de 1901). Véase también La Iglesia y el Estado (1883). El crimen más grande que Tolstoi reprocha a la Iglesia en su “alianza impía” con el poder temporal, que la ha hecho afirmar la santidad del Estado, la santidad de la violencia, es “la unión de los bandoleros con los mentirosos”.
[659] A medida que avanzaba en edad, este sentimiento de la unidad de la verdad religiosa a través de la historia humana, y del parentesco de Cristo con los otros sabios, desde Buda hasta Kant y Emerson, se fué acentuando, al extremo de que Tolstoi se defendía en los últimos años, de que tuviera “alguna predilección por el cristianismo”. Muy interesante es, en este sentido, una carta escrita en 27 de julio a 9 de agosto de 1909, al pintor Jan Styka, y recientemente publicada en “El Teósofo” de 16 de enero de 1911. Fiel a su costumbre, Tolstoi, lleno de la convicción más reciente, tiene la tendencia de olvidar algo en exceso, su estado antiguo de alma y el punto de partida de su crisis religiosa, que era puramente cristiano:
“La doctrina de Jesús, escribía, no es para mí más que una de las bellas doctrinas religiosas que hemos recibido de la antigüedad egipcia, judía, hindú, china, griega. Los dos grandes principios de Jesús: el amor de Dios, es decir de la perfección absoluta; y el amor del prójimo, es decir, de todos los hombres sin distinción, fueron predicados por todos los sabios del mundo, Krishna, Buda, Lao-Tsé, Confucio, Sócrates, Platón, Epicteto, Marco Aurelio, y entre los modernos Rousseau, Pascal, Kant, Emerson, Channing y muchos otros. La verdad religiosa y moral está en todas partes y siempre es la misma... No tengo ninguna predilección por el cristianismo. Si me he interesado particularmente por la doctrina de Jesús, es, primero, porque he nacido y he vivido entre los cristianos, y, segundo, porque encontré una gran alegría de espíritu en desprender la teoría pura de las sorprendentes falsificaciones realizadas por todas las Iglesias”.
[660] Protesta Tolstoi que no ataca a la verdadera ciencia, que es modesta y que conoce su límite. (De la Vida, capítulo IV. Traducción francesa de la condesa Tolstoi).
[661] Ibid. Capítulo X.
[662] Tolstoi releyó frecuentemente los Pensamientos de Pascal durante el período de crisis que precedió a las Confesiones. De ello habla en sus cartas a Fet (14 de abril de 1877 y 3 de agosto de 1879); y recomendaba a su amigo que los leyera.
[663] En una carta sobre la razón, escrita el 26 de noviembre de 1894 a la baronesa X... (carta reproducida en el volumen intitulado Los Revolucionarios, 1906), agrega Tolstoi:
“El hombre ha recibido directamente de Dios un solo instrumento para el conocimiento de sí mismo y de sus relaciones con el mundo: y no tiene otros. Este instrumento es la razón. La razón nos viene de Dios; es no sólo la cualidad superior del hombre, sino también el único instrumento de conocimiento de la verdad”.
[664] De la vida, capítulo X, XIV-XXI.
[665] De la Vida, XXII-XXV. Como con la mayor parte de las citas, hago un resumen de varios capítulos en algunas frases características.
[666] Me reservo para estudiar más tarde, cuando haya sido publicada la obra completa de Tolstoi, los diversos matices de este pensamiento religioso, que ciertamente evolucionó con respecto a varias cuestiones, particularmente en lo que toca a la concepción de la vida futura.
[667] Cito la traducción publicada en Le Temps de primero de mayo de 1901.
[668] “Hasta entonces había pasado toda mi vida fuera de la ciudad...”. (¿Qué debemos hacer?)
[669] Ibid.
[670] Tolstoi declaró varias veces su antipatía hacia los “ascetas que obran para ellos solos, apartados de sus semejantes”. Los coloca en el mismo saco que a los revolucionarios ignorantes y orgullosos, “que pretenden hacer el bien a los demás, sin saber lo que a ellos mismos les hace falta... Amo con el mismo amor, decía, a los hombres de estas dos categorías; pero odio sus doctrinas con el mismo odio. La doctrina única es la que ordena una actividad constante, una existencia que responda a las necesidades del alma y que trate de realizar la felicidad de los otros. Tal es la doctrina cristiana. Igualmente alejada del quietismo religioso y de las pretensiones altivas de los revolucionarios, que sueñan transformar el mundo sin saber en qué consiste la verdadera felicidad”. (Carta a un amigo, publicada en el volumen intitulado Placeres crueles, 1895. Traducción de Halpérine-Kaminsky).
[671] Tomo XXVI de las Obras Completas.
[672] Retrato de 1885, en daguerrotipo, reproducido en la edición de ¿Qué debemos hacer?, de las Obras Completas.
[673] ¿Qué debemos hacer?, página 213.
[674] Toda esta primera parte (los quince primeros capítulos), que hormigueaba en tipos, fué suprimido por la censura rusa.
[675] “La verdadera causa de la miseria son las riquezas acumuladas en manos de quienes nada producen y que se han concentrado en las ciudades. Los ricos se han reunido en las ciudades para divertirse y para defenderse, y los pobres vienen a ellas a nutrirse con las migajas de las riquezas. Es sorprendente que muchos de ellos continúen trabajando, y que no se consagren todos a la caza de un medro más fácil: comercio, acaparamiento, mendicidad, prostitución, estafas, en la delincuencia misma”.
[676] “El eje del mal es la propiedad. La propiedad no es más que el medio de disfrutar del trabajo ajeno”. La propiedad, aún agrega Tolstoi, es lo que no es de nosotros, sino de los demás. “El hombre llama su propiedad a su mujer, sus hijos, sus esclavos, sus bienes; pero la realidad le demuestra su error, y debe de renunciar a esa propiedad o sufrir y hacer sufrir”. Tolstoi presiente ya la revolución rusa: “Desde hace tres o cuatro años, dice, se nos injuria en las calles, se nos llama holgazanes. El odio y el desprecio del pueblo oprimido aumentan”. (¿Qué debemos hacer?, página 419).
[677] El campesino revolucionario Bondarov habría querido que esta ley fuese reconocida como una obligación universal. Tolstoi estaba entonces bajo su influjo, como también bajo el de otro campesino, Sutaiev. “Durante toda mi vida, dos pensadores rusos han ejercido sobre mí una gran acción moral, han enriquecido mi pensamiento, me han explicado mi propia concepción del mundo: han sido dos campesinos, Sutaiev y Bondarev”. (¿Qué debemos hacer?, página 404). En el mismo libro Tolstoi hace el retrato de Sutaiev, e inserta una conversación con él.
[678] El Alcohol y el Tabaco. (Traducción de Halpérine-Kaminsky, publicada con el título de Placeres viciosos, 1895). El título ruso es: Por qué las gentes se embriagan.
[679] Placeres crueles, 1895. (Los comedores de carne, La Guerra, La Caza). Traducción de Halpérine-Kaminsky. Títulos rusos: (de Los Comedores de Carne): El Primer Grado. La Guerra es un extracto de una obra voluminosa. El Reino de Dios está en nosotros (capítulo VI).
[680] Sorprende que Tolstoi haya sufrido tanto para desprenderse de ella. En él era una pasión atávica, heredada de su padre. No era sentimental y parece que nunca tuvo mucha piedad hacia los animales; sus ojos penetrantes apenas se detenían en las miradas, tan elocuentes a menudo, de nuestros humildes hermanos, a excepción del caballo, para el cual, como gran señor, tuvo predilección siempre. No dejaba de tener un fondo de crueldad nativa. Después de narrar la lenta muerte de un lobo, al cual había matado, descargándole un garrotazo en el nacimiento de la nariz, dice: “Experimentaba un sentimiento voluptuoso, al recuerdo de los sufrimientos del animal moribundo”. El remordimiento despertó ya tarde.
[681] Estío de 1878. Véase Vida y Obra.
[682] 18 de noviembre de 1878. Ibid.
[683] Noviembre de 1879. Ibid. Traducción de Bienstock.
[684] 5 de octubre de 1881. Vida y Obra.
[685] 14 de octubre de 1881. Ibid.
[686] Marzo de 1882.
[687] 1882.
[688] 23 de octubre de 1884. Vida y Obra.
[689] “El pretendido derecho de las mujeres ha nacido y no podía nacer sino en una sociedad de hombres que se apartaron de la ley del verdadero trabajo. Ninguna mujer de obrero cumplido reclama el derecho de compartir con el marido el trabajo en las minas o en los campos. Solamente demandan ese trabajo las mujeres que quieren compartir el trabajo imaginario de la clase rica”.
[690] Son estas las últimas líneas de ¿Qué debemos hacer?, y están fechadas el 14 de febrero de 1886.
[691] Carta a un amigo, publicada con el título de Profesión de fe, en el volumen intitulado Placeres crueles, 1895. Traducción de Halpérine-Kaminsky.
[692] La reconciliación tuvo lugar en la primavera de 1878. Tolstoi escribió a Turguenev, pidiéndole perdón y Turguenev vino a Yasnaia Poliana en agosto de 1878. Tolstoi le devolvió su visita en julio de 1881. Todo el mundo se sorprendió con su cambio de maneras, su dulzura, su modestia. Estaba “como regenerado”.
[693] Carta a Polonski (citada por Birukov).
[694] Carta escrita en Bougival, el 28 de junio de 1883.
[695] Capítulo XII de la edición rusa. El traductor francés hizo con ella la introducción.
[696] Se advertirá que en el reproche que dirige a Tolstoi M. de Vogüé, a su vez emplea por propia cuenta las expresiones mismas de Tolstoi: “Justamente o por error, decía, y quizá para nuestro castigo hemos recibido del cielo este mal necesario y soberbio: el pensamiento... Arrojar lejos esta cruz es una rebelión impía” (La Novela Rusa., 1886). Por otra parte, Tolstoi escribía a su tía la condesa A. A. Tolstoi, en 1883: “Cada uno debe de cargar su cruz... La mía está en el trabajo del pensamiento, malo, orgulloso, lleno de seducciones”. (Correspondencia inédita, página 4).
[697] ¿Qué debemos hacer?, página 378-9.
[698] Aun llegará a justificar el sufrimiento, no solamente el sufrimiento personal, sino también el de los demás. “Porque en el alivio del sufrimiento de los otros está la esencia de la vida racional. ¿Cómo, pues, el instrumento de trabajo podría ser un objeto de sufrimiento para el trabajador? Es como si el labrador dijese que una tierra no labrada es un dolor para él”. (De la Vida. Capítulo XXXIV-XXXV).
[699] 23 de febrero de 1860. Correspondencia inédita, páginas 19-20. En esto le desagradaba el arte “melancólico y dispéptico” de Turguenev.
[700] Esta carta del 4 de octubre de 1887, fué publicada en los Cuadernos de la Quincena, 1902, y en la Correspondencia inédita, 1907.
¿Qué es el Arte? se publicó en 1897-1898; pero en esto pensaba ya desde hacía quince años, es decir, desde 1882.
[701] Insistiré sobre este punto a propósito de la Sonata a Kreutzer.
[702] Su intolerancia había aumentado desde 1886. En ¿Qué debemos hacer? no osa siquiera referirse a Beethoven (ni a Shakespeare); antes reprochaba a los artistas contemporáneos que osasen ampararse en estos hombres. “La actividad de los Galileo, de los Shakespeare, de los Beethoven, no tiene nada de común con la de los Tyndall, de los Víctor Hugo, de los Wagner. De la misma manera los Santos Padres negarían todo parentesco con los Papas” (¿Qué debemos hacer? Página 375).
[703] Y aun quiso marcharse antes de que terminase el primer acto. “Para mí la cuestión estaba resuelta; ya no tenía dudas. Nada había que esperar de un autor capaz de imaginar escenas como aquéllas. De antemano se podía afirmar que no escribía nada que no fuese malo”.
[704] ¡Se sabe que, para hacer una selección de los poetas franceses de las escuelas modernas, tuvo esta idea admirable: “copiar, de cada volumen, la poesía que se encontrase en la página 28!”
[705] Shakespeare, 1903. La obra fué escrita con motivo de un artículo de Ernesto Crosby sobre Shakespeare y la clase obrera.
[706] Textualmente: “La Novena Sinfonía no une a todos los hombres, sino solamente a un pequeño número de ellos, a los cuales separa de los demás”.
[707] “Era uno de esos hechos que se producen a menudo, sin atraer la atención de nadie, ni interesar, no digo ya al universo, pero ni aun al mundo militar francés”...
Y más adelante:
“Será necesario que pasen algunos años antes que los hombres despierten de su hipnotismo y comprendan que de ninguna manera podrían saber si Dreyfus era culpable o no, y que cada uno tiene otros intereses más importantes e inmediatos que el Asunto Dreyfus”. (Shakespeare, traducción de Bienstock, páginas 116-118).
[708] “El Rey Lear es un drama muy malo, muy negligentemente escrito, que no puede inspirar sino disgusto y fastidio”. Otelo, por el cual Tolstoi muestra algunas simpatías, sin duda porque la obra concuerda con sus pensamientos de entonces sobre el matrimonio y sobre los celos, “con ser el menos malo de los dramas de Shakespeare, no es más que un tejido de palabras enfáticas”. El personaje de Hamlet no tiene ningún carácter, “es un fonógrafo del autor, que repite todas sus ideas, al hilo”. En cuanto a La Tempestad, Cymbelino, Troilus, etc., Tolstoi no los menciona si no es por su “inepcia”. El único personaje de Shakespeare que encuentra natural es el de Falstaff, “precisamente porque aquí el lenguaje de Shakespeare, lleno de frías bromas y juegos de palabras ineptas, concuerda con el carácter falso, vanidoso y libertino de este ebrio repugnante”.
Tolstoi no siempre había pensado así. Entre 1860 y 1870 tenía placer en leer a Shakespeare, sobre todo en la época en que tuvo la idea de escribir un drama histórico sobre Pedro I. En sus notas de 1869 se ve que aún tomaba a Hamlet por modelo y por guía. Después de citar sus trabajos concluidos, La Guerra y la Paz, que relacionaba con el ideal homérico, agregaba Tolstoi: “Hamlet y mis futuros trabajos: poesía del novelista en la pintura de caracteres”.
[709] Coloca en “el arte malo” sus “obras de imaginación” (¿Qué es el arte?). Ni siquiera exceptúa de su condenación del arte moderno sus propias obras teatrales, “desnudas de esta concepción religiosa que debe formar la base del drama del porvenir”.
[710] Más exactamente: “Es la dirección de la corriente del río”.
[711] Desde 1873 escribía Tolstoi: “Pensad lo que queráis, pero de tal manera que cada palabra pueda ser comprendida por el carretero que transporta los libros de la imprenta. No es posible escribir nada malo en una lengua enteramente clara y sencilla”.
[712] Tolstoi ha dado el ejemplo: Sus cuatro Libros de Lectura para los niños campesinos, han sido adoptados en todas las escuelas de Rusia, laicas y eclesiásticas. Sus Primeros Cuentos Populares son el alimento de millares de almas. “En el bajo pueblo, escribe Stephan Anikine, antiguo diputado a la Duma, el nombre de Tolstoi se confunde con la idea de ‘libro’. Se puede escuchar a menudo, a algún pequeño aldeano, pedir ingenuamente, en una biblioteca: ‘Dadme un buen libro, un Tolstoi’, es decir un libro grueso”. (En memoria de Tolstoi, lecturas hechas en el aula de la Universidad de Ginebra, el 7 de diciembre de 1910).
[713] Este ideal de la unión fraternal entre los hombres no señala para Tolstoi el término de la actividad humana; su alma insaciable le hace concebir un ideal desconocido, más allá del amor. “Tal vez la ciencia descubrirá un día, para el arte, un ideal aún más elevado, y el arte lo realizará”.
[714] A estos mismos años pertenece, según la fecha de la publicación y sin duda también de su conclusión, una obra que en realidad fué escrita en los tiempos felices del noviazgo y de los primeros años de matrimonio: la hermosa historia de un caballo, Kholstomier (1861-1886). Habla de ella Tolstoi en una carta a Fet, de 1863. (Correspondencia inédita, página 35). El arte de sus principios, con sus paisajes finos, su simpatía penetrante hacia las almas, su humor, su juventud tiene parentesco con las obras de su período de madurez. (La felicidad conyugal, La Guerra y la Paz). El final macabro, las últimas páginas sobre los cadáveres comparados del viejo caballo y de su amo, son de una brutalidad de realismo que recuerda los años siguientes a 1880.
[715] La Sonata a Kreutzer, El Poder de las Tinieblas.
[716] Le Temps, 29 de agosto de 1901.
[717] “Por lo que toca al estilo, le decía su amigo Drujinin, en 1856, sois muy ilustrado, a las veces tanto como un innovador y un gran poeta, a veces tanto como un oficial que escribe a un camarada. Lo que escribís con amor es admirable; pero inmediatamente que os mostráis indiferente, vuestro estilo se embrolla y se hace espantoso”. (Traducción de Bienstock, Vida y Obra).
[718] Vida y Obra. Durante el estío de 1879, Tolstoi vivió en gran intimidad con los campesinos; y Strakov nos dice que, aparte de la religión, “se interesaba mucho por el lenguaje; comenzaba a sentir profundamente la belleza de la lengua del pueblo. Diariamente descubría nuevas palabras, y diariamente trataba en forma peor la lengua literaria”.
[719] En sus notas sobre lecturas, Tolstoi ha escrito, entre 1860 y 1870: “Los Bylines... Impresión muy grande”.
[720] Los dos viejos (1885).
[721] Donde está el amor está Dios (1885).
[722] De qué viven los hombres (1881). Los tres viejos (1884). El Ahijado (1886).
[723] Este relato lleva el siguiente título: ¿Es mucha la tierra que necesita un hombre? (1886)
[724] Fuego que hace llama no se extingue ya (1885).
[725] El cirio (1885). Historia de Iván el imbécil.
[726] El Ahijado (1886). Estas narraciones populares han sido publicadas en el tomo XIX de las Obras Completas.
[727] Muy tardíamente adquirió el gusto por el teatro. Fué un descubrimiento que hizo en el invierno de 1869-1870, y, según su costumbre, se inflamó de entusiasmo. “Todo este invierno me he ocupado exclusivamente en el drama y, como ocurre siempre a los hombres que hasta la edad de cuarenta años no han reflexionado sobre algún asunto y que de pronto, en él fijan su atención, les parece que ven entonces muchas cosas nuevas... He leído a Shakespeare, a Goethe, Puchkin, Gogol y Molière... Quisiera leer a Sófocles y a Eurípides... He estado en cama largos días, enfermo; y cuando estoy así los personajes, dramáticos o cómicos, comienzan a moverse dentro de mí, y lo hacen muy bien...”. (Carta a Fet, 17-21 de febrero de 1870. Correspondencia inédita, páginas 63-65).
[728] Variante del acto IV.
[729] Es de considerar que la creación de este drama angustioso haya sido para Tolstoi una pena. Escribía a Teneromo: “Vivo bien y jovialmente. He trabajado todo este tiempo en mi drama El Poder de las Tinieblas, y está concluido”. (Enero de 1887. Correspondencia inédita, página 159).
[730] La primera traducción, exacta, de esta obra, en francés, ha sido publicada por J. W. Bienstock, en el “Mercure de France” (marzo y abril de 1912). Bienstock ha denunciado las extrañas libertades que se tomaron en las traducciones anteriores de los textos de Tolstoi.
[731] La traducción francesa de este Postfacio, por M. Halpérine-Kaminsky, se ha publicado con el título: De las relaciones entre los sexos, en el volumen intitulado Placeres crueles.
[732] Adviértase bien que Tolstoi no tuvo jamás la ingenuidad de creer que el ideal del celibato y de la castidad absoluta sea realizable por la humanidad actual; pero, según él, un ideal es irrealizable por definición: es un llamamiento a las energías heroicas del alma.
“La concepción del ideal cristiano, que es la unión de todas las criaturas vivientes en el amor fraternal, es inconciliable con la práctica de la vida que exige un esfuerzo continuo hacia un ideal inaccesible pero que no supone haberle alcanzado nunca”.
[733] Al final de La Mañana de un Señor.
[734] La Guerra y la Paz. No quiero recordar a Alberto (1857), la historia de un músico de genio; esta novela es muy débil.
[735] Véase en Juventud el relato humorístico de las penas que sufrió para aprender a tocar el piano. “El piano era para mí un medio de encantar a las señoritas con mi sentimentalismo”.
[736] Se trata de los años de 1876 y 1877.
[737] S. A. Bers. Recuerdos de Tolstoi. (Véase Vida y Obra.)
[738] Tomo I, página 381. (Edición de Hachette).
[739] Pero nunca dejó de amarla. Uno de los amigos de sus últimos días fué un músico, Goldenveiser, que pasó el estío de 1910 cerca de Yasnaia. Casi cada día iba a tocar trozos de música a Tolstoi, durante su última enfermedad. (Journal des Débats, 18 de noviembre de 1910).
[740] Carta del 21 de abril de 1861.
[741] Camilo Bellaigue, Tolstoi y la música. (Le Gaulois, 4 de enero de 1911).
[742] Que no se diga que se trata aquí únicamente de las últimas obras de Beethoven. Aun a las primeras que consentía en mirar como “artísticas”, reprocha Tolstoi “su forma artificial”. En una carta a Tschaikovsky, opone asimismo a Mozart y Haydn “la manera artificial de Beethoven, Schumann y Berlioz, que calculan el efecto”.
[743] Véase la escena contada por M. Paul Boyer: “Tolstoi hacía que le tocaran Chopin. Al final de la cuarta balada, sus ojos se llenaron de lágrimas—¡Ah! ¡animal! gritó; y bruscamente se levantó y se marchó”. (Le Temps, 2 de noviembre de 1920).
[744] Amo y Criado (1895) es como una transición entre las lúgubres novelas que la precedieron y Resurrección, en la cual se derrama la luz de la caridad divina. Pero más todavía se siente en ella la cercanía de La Muerte de Iván Ilich y de los Cuentos Populares, que de Resurrección, que solamente anuncia, hacia el fin, la sublime transformación de un hombre egoísta y cobarde, por la acción de un ímpetu de sacrificio. La mayor parte de la historia es el cuadro, muy realista, de un amo desprovisto de bondad y de un criado resignado que son sorprendidos, en la estepa, de noche, por una tormenta de nieve y que pierden el camino. El amo, que trata desde luego de huir, abandonando a su compañero, regresa y, encontrándolo semihelado, se arroja sobre él, le cubre con su cuerpo, le calienta, sacrificándose por instinto; no sabe por qué, pero las lágrimas se agolpan a sus ojos; piensa que se ha convertido en aquél a quien salva, en Nikita, y que su vida ya no le pertenece a él, sino a Nikita. “Nikita vive, luego también yo vivo todavía”. Casi ha olvidado que él era él, Vasili. Piensa: “Vasili no sabía lo que debía de hacer... no lo sabía, y yo, yo sí lo sé ahora...”. Y escucha la voz de Aquél a quien esperaba, (en esta parte su sueño recuerda otro de los Cuentos Populares) de Aquél que, hacía un momento, le había dado la orden de acostarse sobre Nikita. Lleno de alegría clama: “¡Ya llego, Señor!” Y siente que ahora ya es libre, que nada lo retiene... ha muerto.
[745] Tenía prevista Tolstoi una cuarta parte, que no escribió.
[746] Tomo I, página 379. Cito la traducción de Teodoro de Wyzewa. Una traducción íntegra de Resurrección debe formar los tomos XXXVI y XXXVII de las Obras Completas.
[747] Tomo I, página 129.
[748] Por lo contrario, estuvo ligado a todos los mundos que pintó en La Guerra y la Paz, Ana Karenina, Los Cosacos y Sebastopol, salones aristocráticos, ejército, vida rural. No tenía para ello más que recordar.
[749] Tomo II, página 20.
[750] “Llevan los hombres en sí mismos el germen de todas las cualidades humanas, y ora se manifiesta una, ora se manifiesta otra, mostrándose a menudo los hombres como diferentes de ellos mismos, es decir, de como habitualmente han parecido. En algunos, estos cambios son particularmente rápidos. A esta clase de hombres pertenecía Nekhludov. Bajo la influencia de causas físicas y morales se producían en él cambios bruscos y completos”. (Tomo I, página 258).
Quizá Tolstoi se haya acordado de su hermano Dmitri, que también se casó con una Maslova; pero el temperamento violento y desequilibrado de Dmitri era diferente del de Nekhludov.
[751] “Muchas veces en su vida había hecho estos lavados de conciencia. De esta manera llamaba a las crisis morales en que, percibiendo de frente el aceleramiento o la paralización de su vida interior, se decidía a barrer las inmundicias que obstruían su alma. Al salir de estas crisis, no dejaba nunca de imponerse reglas que juraba observar siempre. Escribía un diario y comenzaba una nueva vida; pero en cada ocasión no tardaba en recaer en el mismo punto, o aun más abajo que antes de la crisis...”. (Tomo I, página 138).
[752] Al saber que la Maslova de nuevo ha hecho una de las suyas con un enfermero, Nekhludov se siente más resuelto que nunca a “sacrificar su libertad para redimir el pecado de esta mujer”. (Tomo I, página 382).
[753] Nunca dibujó Tolstoi un personaje con lápiz tan seguro y vigoroso como el Nekhludov de las primeras páginas. Véase la admirable descripción del momento de levantarse y de la mañana de Nekhludov, antes de la primera sesión en el Palacio de Justicia.
[754] Carta de la Condesa Tolstoi, de 1884.
[755] Le Temps, 2 de noviembre de 1902.
[756] Tolstoi la consideraba como una de sus obras capitales: “Uno de mis libros, (Para todos los días) al cual he tenido la suficiencia de atribuir una gran importancia...”. (Carta a Jan Styka, 27 de julio y 9 de agosto de 1909).
[757] Estas obras fueron, en su mayor parte, publicadas después de la muerte de Tolstoi. M. J. W. Bienstock las ha publicado en una traducción francesa, (3 volúmenes de la colección Nelson). La lista de esas obras es bastante larga, y de ella elegimos, entre las principales: El Diario póstumo del Feodor Kuzmitch, El Padre Sergio, Hadji-Murad, El Diablo, El Cadáver viviente, drama en doce cuadros; El falso cupón, Alexis el tonto, El Diario de un loco, La Luz luce en las tinieblas, drama en cinco actos; Todas las cualidades vienen de ella, pequeña pieza popular, y una serie de excelentes novelas cortas: Después del baile, Lo que yo he visto en sueños, Khodynka, etc. Véase Apéndice, página 431. Pero la obra esencial que falta por publicar y que no se publicará en mucho tiempo, es el Diario de Tolstoi. Abarca cuarenta años de su vida, desde la época del Cáucaso hasta la víspera de su muerte; es el libro de Confesiones más despiadadas que jamás haya escrito un gran hombre.
[758] El título ruso de esta obra es: Una sola cosa es necesaria. (S. Luc. XI, 41).
[759] La excomunión de Tolstoi por el Santo Sínodo es de 22 de febrero de 1901. Fué originada por un capítulo de Resurrección, relativo a la misa y a la Eucaristía. Este capítulo (lo lamentamos) ha sido suprimido en la traducción francesa.
[760] Sobre la nacionalización del suelo. (Véase el Gran Crimen 1905).
[761] “Ruso puro de la vieja Moscovia, dice M. A. Leroy-Beaulieu, gran ruso de sangre eslava, mezclada de finlandés, físicamente un tipo del pueblo más que de la aristocracia”. (Revue des Deux Mondes, 15 de diciembre de 1910).
[762] 1857.
[763] 1862.
[764] El Fin de un Mundo (1905 y enero de 1906). Véase el telegrama dirigido por Tolstoi a un diario americano:
“La agitación de los zemstvos tiene por objeto limitar el poder despótico y establecer un gobierno representativo. Que triunfen o no, el resultado seguro será el aplazamiento del verdadero mejoramiento social. La agitación política, al producir la ilusión funesta de este mejoramiento por medios exteriores, detiene al verdadero progreso, como es posible comprobarlo por el ejemplo de todos los Estados constitucionales: Francia, Inglaterra, América”. (El movimiento social en Rusia. M. Bienstock ha introducido este artículo en el Prefacio del Gran Crimen, traducción francesa, 1905). En una larga e interesante carta a una dama que le pedía formase parte de un Comité para la propagación de la lectura y la escritura entre el pueblo, Tolstoi expresa otros cargos contra los liberales: Han desempeñado el papel de engañados; se han hecho cómplices, por miedo, de la autocracia; su participación en el gobierno da a éste un prestigio moral, y los habitúa a compromisos que rápidamente los convierten en instrumentos del poder. Alejandro II decía que todos los liberales estaban prontos a venderse a cambio de honores cuando no de dinero. Alejandro III ha podido aniquilar sin peligros la obra liberal de su padre: “Los liberales cuchicheaban entre ellos, porque tal cosa no les agradaba, pero continuaban formando parte de los tribunales, seguían al servicio del Estado y en la prensa. En la prensa hacían alusión a cosas sobre las cuales la alusión estaba permitida; pero callaban sobre todo lo que estaba prohibido hablar, y publicaban cuanto se les ordenaba publicar”. Lo mismo hacen bajo Nicolás II: “¿Cuándo este joven que no sabe nada, que no comprende nada, responde con audacia y falta de tacto a los representantes del pueblo, protestan los liberales? De ninguna manera... De todas partes se envían al joven czar cobardes y aduladoras felicitaciones”. (Correspondencia inédita, páginas 283-306).
[765] Guerra y Revolución.
En Resurrección, cuando el examen en casación del juicio de la Maslova, en el Senado, es un darwinista materialista quien más se opone a la revisión porque le choca, secretamente, que Nekhludov quiera casarse por deber con una prostituta: toda manifestación del deber, y, más todavía, del sentimiento religioso, le produce el efecto de una injuria personal. (Tomo I, página 359).
[766] Véanse como tipos, en Resurrección, a Novodvorov, el agitador revolucionario, cuya vanidad y el egoísmo excesivo han esterilizado su gran inteligencia. Imaginación nula; “ausencia total de las cualidades morales y estéticas que producen la duda”. En seguida, unido a sus pasos, como su sombra, Markel, el obrero que se ha convertido en revolucionario por humillación y por deseo de venganza, adorador apasionado de la ciencia que no comprende, anticlerical con fanatismo, y asceta. Se encontrará también en Aún tres muertos, o en Lo divino y lo humano, (traducción francesa publicada en el volumen intitulado Los Revolucionarios, 1906) algunos especímenes de la nueva generación revolucionaria: Romana y sus amigos, que desprecian a los antiguos terroristas y pretenden llegar científicamente a los fines que persiguen, transformando al pueblo agricultor en pueblo industrial.
[767] Carta al japonés Izo-Abe, de fines de 1904. (Correspondencia inédita.)
[768] Las palabras vivientes de L. N. Tolstoi, notas de Teneromo, capítulo Socialismo, (publicado en traducción francesa en Los Revolucionarios, 1906).
[769] Ibid.
[770] Conversación con Paul Boyer. (Le Temps, 4 de noviembre de 1902).
[771] El Fin de un Mundo.
[772] “La más cruel de las esclavitudes está en ser privado de la tierra; porque el esclavo que tiene un dueño, es esclavo de uno solo; pero el hombre privado del derecho de la tierra es el esclavo de todo el mundo”. (El Fin de un Mundo, capítulo VII).
[773] Rusia estaba, en efecto, en una situación especial, y si el error de Tolstoi ha sido atribuir también esta situación al conjunto de los Estados europeos, no hay que sorprenderse de que se haya mostrado principalmente sensible para los sufrimientos que le tocaban más de cerca. Véase en El Gran Crimen, sus conversaciones en el camino de Tula, con los campesinos, que carecían todos de pan porque la tierra les faltaba, y que todos, en el fondo, esperaban que la tierra viniese a sus manos. La población agrícola de la nación forma el 80 por ciento. Un centenar de millares de hombres, dice Tolstoi, mueren de hambre a consecuencia del embargo de la tierra por los propietarios rurales. Cuando se llega a hablarles, como remedio de sus males, de la libertad de la prensa, de la separación de la iglesia y el Estado, de la representación nacional, y aun de la jornada de ocho horas, se burla uno de ellos impunemente.
“Quienes aparentan buscar, por todos los medios, el mejoramiento de la situación de las masas populares, recuerdan lo que pasa en el teatro cuando todos los espectadores ven perfectamente al actor que está oculto, en tanto que los otros que toman parte en la representación y que también lo ven, fingen no verlo, y se esfuerzan por distraer mutuamente su atención”.
No hay otro remedio que devolver la tierra al pueblo que trabaja; y, para la resolución de esta cuestión agraria, Tolstoi preconiza la doctrina de Henry George y su proyecto de un impuesto único sobre el valor del suelo. Éste es su Evangelio económico, y sobre él vuelve incansablemente, y tanto se lo ha asimilado que a menudo, en sus obras, emplea hasta frases enteras de Henry George.
[774] “La ley de no-resistencia al mal es la clave de la bóveda de todo el edificio. Admitir la ley de la ayuda mutua, desconociendo el precepto de la no-resistencia, equivale a construir la bóveda sin cerrarla en su parte central”. (El Fin de un Mundo.)
[775] En una carta de 1900, a un amigo (Correspondencia inédita, página 312), Tolstoi se queja de la falsa interpretación dada a su principio de la no-resistencia. Se confunde, dice: No te opongas al mal haciendo el mal... con No te opongas al mal, es decir, con: “Sé indiferente al mal...”. “Cuando la lucha contra el mal es el único objeto del cristianismo y el mandamiento de la no-resistencia al mal se da como el medio de lucha más eficaz”.
[776] El Fin de un Mundo.
[777] Tolstoi retrató dos tipos de estos “sectarios”, uno al final de Resurrección, otro en Aún tres muertos.
[778] Después de que Tolstoi condenó la agitación de los zemstvos, Gorki interpretaba el descontento de sus amigos, escribiendo: “Este hombre se ha convertido en el esclavo de su idea. Largo tiempo hace que se aísla de la vida rusa y ya no escucha la voz del pueblo. Se coloca a demasiada altura, por encima de Rusia”.
[779] Era para él un sufrimiento agobiador no poder ser perseguido. Tenía sed de martirio; pero el gobierno, muy prudente, se cuidaba bien de darle esa satisfacción. “En torno mío se persigue a mis amigos y se me deja tranquilo, aun cuando, si alguno hay perjudicial, soy yo. Evidentemente no valgo bastante para ser perseguido, y de ello tengo vergüenza”. (Carta a Teneromo, de 1892, Correspondencia inédita, página 184). “Es evidente que no soy digno de sufrir persecuciones, y me será preciso morir así, sin haber podido, por los sufrimientos físicos, dar testimonio de la verdad”. (A Teneromo, 16 de mayo de 1892. Ibid. Página 186). “Me es penoso estar en libertad”. (A Teneromo, 1.º de junio de 1894. Ibid. Página 188). ¡Dios sabe, sin embargo, que no daba motivo para eso! Insultaba a los czares, atacaba a la patria “este horrible fetiche al cual los hombres sacrifican su vida, y su libertad, y su razón”. (El Fin de un Mundo). Véase en Guerra y Revolución, el resumen que hace de la historia de Rusia. Es una galería de monstruos: “el chiflado Iván el Terrible, el borracho Pedro I, la ignorante cocinera Catarina I, la prostituida Elizabeth, el degenerado Pablo, el parricida Alejandro I” (el único para quien Tolstoi tuvo, sin embargo, alguna secreta ternura), “el cruel e ignorante Nicolás I, Alejandro II, poco inteligente, más malo que bueno, Alejandro III, seguramente un tonto, brutal e ignorante; Nicolás II, un inocente oficial de húsares; rodeado de bribones, un joven que no sabe nada, que no comprende nada”.
[780] Carta a Gontcharenko, refractario, del 19 de enero de 1905. (Correspondencia inédita, página 264).
[781] A los dukhobors del Cáucaso, 1897. (Ibid. Página 239).
[782] Carta a un amigo, 1900. (Ibid. Páginas 308-309).
[783] A Gontcharenko, 12 de febrero de 1905. (Ibid. Página 265).
[784] A los dukhobors del Cáucaso, 1897. (Ibid. Página 240).
[785] A Gontcharenko, 19 de enero de 1905. (Ibid. Página 264).
[786] A un amigo, noviembre de 1901. (Ibid. Página 326).
[787] “Es como una hendidura en la máquina neumática; todo el soplo de egoísmo que se quería aspirar del alma humana, vuelve a entrar a ella”. Y emplea todo su ingenio en demostrar que el texto original ha sido leído mal y que las palabras exactas del segundo Mandamiento eran: “Ama a tu prójimo como a Él mismo (como a Dios”). (Conversaciones con Teneromo).
[788] Conversaciones con Teneromo.
[789] Carta a un chino, octubre de 1906. (Correspondencia inédita, página 381 y siguientes).
[790] Tolstoi expresaba ya este temor en su carta de 1906.
[791] “No vale la pena negarse al servicio militar y policíaco, para admitir la propiedad, que se sostiene solamente por el servicio militar y de policía. Los hombres que llenan este servicio y sacan provecho de la propiedad obran mejor que aquéllos que se niegan a todo servicio y gozan de la propiedad”. (Carta a los dukhobors del Canadá, 1899. Correspondencia inédita, páginas 248-260).
[792] Léase en Las Conversaciones con Teneromo la hermosa página “sobre el sabio judío que, sumergido en su libro, no ha visto los siglos derrumbarse sobre su cabeza y los pueblos que aparecían y desaparecían de la tierra”.
[793] “Ver el progreso de Europa en los horrores del Estado moderno, el Estado sangrante, querer crear un nuevo Judenstaat, es un pecado abominable” (Ibid.).
[794] Llamamiento a los políticos, 1905.
[795] Se encontrará en el Apéndice de El Gran Crimen y en la traducción francesa de los Consejos a los Dirigidos (título ruso: Al pueblo trabajador), un Llamamiento de una sociedad japonesa para el Restablecimiento de la Libertad de la Tierra.
[796] Carta a Paul Sabatier, 7 de noviembre de 1906. (Correspondencia inédita, página 375).
[797] Cartas a un amigo, junio de 1892 y noviembre de 1901.
[798] Guerra y Revolución.
[799] Carta a un amigo. (Correspondencia inédita, páginas 354-55).
[800] Ibid. Acaso se trata aquí de la Historia de un Dukhobor, cuyo título figura en la lista de las obras inéditas de Tolstoi.
[801] “Imaginad que todos los hombres que poseen la verdad se reuniesen para vivir juntos y se instalasen en una isla: ¿Sería esto la vida?” (A un amigo, marzo de 1901, Correspondencia inédita, página 325).
[802] 1.º de diciembre de 1910.
[803] 16 de mayo de 1892. Tolstoi veía entonces a su mujer sufrir por la muerte de un niño, y nada podía hacer para consolarla.
[804] Carta de enero de 1883.
[805] “No reprocharé jamás a nadie que no tenga religión. El mal está en que los hombres mienten, fingiendo tener esa religión”. Y más adelante: “Que Dios nos libre de fingir amor porque esto es peor que el odio”. (Correspondencia inédita, páginas 344 y 348).
[806] Revue des Deux Mondes, 15 de diciembre de 1910.
[807] Revue des Deux Mondes, 15 de diciembre de 1910.
[808] A un amigo, 10 de diciembre de 1903.
[809] Le Figaro, 27 de diciembre de 1910. La carta, después de la muerte de Tolstoi, fué entregada a la condesa por su yerno, el príncipe Obolensky, a quien Tolstoi la había confiado algunos años antes. A esta carta se unía otra, igualmente dirigida a la condesa y que trataba de asuntos íntimos de la vida conyugal. La condesa la destruyó después de haberla leído. (Nota comunicada por Taciana Sukhotin, hija mayor de Tolstoi).
[810] Este estado de sufrimiento databa, pues, de 1881, es decir, del invierno pasado en Moscú y del descubrimiento que entonces hizo Tolstoi de la miseria social.
[811] Carta a un amigo (la traducción francesa, hecha por M. Halpérine-Kaminsky, ha sido publicada con el título de Profesión de fe en el volumen Placeres Crueles, 1895).
[812] Parece que sufrió en sus últimos años y sobre todo en sus últimos meses, la influencia de Vladimir-Grigoritch Tchertkov, amigo devoto que, establecido largo tiempo en Inglaterra, había consagrado su fortuna a publicar y divulgar la obra íntegra de Tolstoi. Tchertkov fué atacado violentamente por uno de los hijos de Tolstoi, León; pero si se ha podido acusar su intransigencia de espíritu, nadie ha puesto en duda su absoluta consagración; y, sin aprobar la dureza, acaso inhumana, de algunos actos de los cuales se cree advertir su inspiración (como el testamento por el cual Tolstoi privó a su mujer de la propiedad de todos sus escritos, sin excepción, comprendidos en ellos sus cartas privadas), es posible creer que estuvo más enamorado de la gloria de su amigo que el mismo Tolstoi.
[813] La Correspondencia de La Unión para la Verdad, en su número de 1.º de enero de 1911, publicó una interesante relación de esta fuga. Tolstoi bruscamente partió de Yasnaia Poliana el 28 de octubre de 1910 (10 de noviembre), hacia las cinco de la mañana. Lo acompañaba el doctor Makovitski. Su hija Alejandra, que Tchertkov llama su “colaboradora más íntima”, estaba en el secreto de la partida. Llegó el mismo día, a las seis de la tarde, al monasterio de Optina, uno de los más célebres santuarios de Rusia, donde había estado varias veces en peregrinación; allí pasó la noche y, a la mañana siguiente, escribió allí mismo un largo artículo sobre la pena de muerte. En la tarde del 29 de octubre (11 de noviembre), fué al monasterio de Chamordino, donde su hermana María era monja; comió con ella y le comunicó el deseo que habría tenido de pasar el fin de su vida en Optina, “encargándose de desempeñar las más humildes labores, pero con la condición de que no se le obligase a ir a la iglesia”. Durmió en Chamordino; hizo, en la mañana siguiente, un paseo a la aldea vecina, donde pensaba tomar alojamiento, y volvió a ver a su hermana en la tarde. A las cinco llegó inopinadamente su hija Alejandra, quien sin duda le previno que su fuga era conocida y que habían salido en su seguimiento; y se pusieron en camino, en el acto, de noche. “Tolstoi, Alejandra y Makovitski se dirigieron hacia la estación de Koselsk, probablemente con la intención de ganar las provincias del Sur, quizás las colonias formadas por los dukhobors en el Cáucaso”. En el camino, Tolstoi enfermó y hubo de ponerse en cama en la estación de Astapovo. Fué allí donde murió.
[814] Diario, fecha de 28 de octubre de 1879. (Traducción de Bienstock. Véase Vida y Obra). He aquí el pasaje entero, que es uno de los más bellos: “Hay en este mundo gentes pesadas, sin alas, que se agitan abajo. Entre ellas hay algunos fuertes como Napoleón. Dejan rastros terribles entre los hombres, siembran la discordia y arrasan siempre la tierra. Hay hombres que se dejan crecer las alas, se lanzan lentamente y flotan, como los monjes. Hay hombres ligeros, que se levantan fácilmente y vuelven a caer, los buenos idealistas. Y hay hombres de alas poderosas... Hay hombres celestes que, por amor a los hombres, descienden sobre la tierra replegando sus alas, y enseñan a los otros a volar. Después, cuando ya no son necesarios, remontan el vuelo, como Cristo”.
[815] “Se puede vivir solamente mientras que se está ebrio de vida” (Confesiones 1879). “Estoy loco de la vida... Es el estío, el estío delicioso. Este año he luchado por largo tiempo; pero la belleza de la Naturaleza me ha vencido. Me regocijo con la vida”. (Carta a Fet, julio de 1880). Estas líneas fueron escritas en plena crisis religiosa.
[816] En su Diario, fechado en octubre de 1865: “El pensamiento de la muerte...”. “Yo quiero y amo la inmortalidad”.
[817] “Me embriagaba con esta cólera hirviente de indignación, que amo en mí, que aun la excito cuando la siento, porque obra sobre mí de manera calmante, y me da, por algunos instantes al menos, una elasticidad extraordinaria, la energía y el fuego de todas las capacidades físicas y morales”. (Diario del Príncipe D. Nekhludov, Lucerna, 1857).
[818] Su artículo sobre la Guerra, a propósito del Congreso Universal de la Paz, en Londres, en 1891, es una ruda sátira contra los pacifistas, que creen en el arbitraje entre las naciones. “Es la historia del pájaro al cual se coge después de haberle puesto un grano de sal sobre la cola”. Es tan fácil de cogerlo después de todo. Equivale a burlarse de las gentes hablarles de arbitraje y de desarme consentido por los Estados. ¡Charlatanería todo eso! Naturalmente los gobiernos aprueban: ¡los buenos apóstoles! Saben bien que esto no les impedirá nunca enviar millones de gentes al matadero, cuando les plazca hacerlo. (El reino de Dios está en nosotros, capítulo VI).
[819] La Naturaleza fué siempre “el mejor amigo” de Tolstoi, como se complacía en decirlo: “Un amigo, está bien; pero morirá, se irá a cualquier parte y no se le podrá seguir, en tanto que la naturaleza, a la cual estamos unidos por acto de venta y la poseemos por herencia, es mejor. Mi naturaleza es fría, repulsora, exigente, estorbosa; pero es un amigo que se conservará hasta la muerte, y cuando muramos entraremos en ella”. (Carta a Fet, de 19 de mayo de 1861. Correspondencia inédita, página 31). Participaba de la vida de la naturaleza, renacía en cada primavera: “Marzo y abril son mis mejores meses para el trabajo”. (A Fet, el 23 de marzo de 1877). Lo amodorraba el fin del otoño: “Es para mí la estación más muerta, no pienso en nada, no escribo nada, me siento agradablemente estúpido”. (A Fet, el 21 de octubre de 1869). Pero la naturaleza que hablaba íntimamente a su corazón, era la naturaleza que lo circundaba, la de Yasnaia Poliana. Aun cuando, en el curso de su viaje a Suiza, haya escrito notas muy hermosas sobre el lago de Ginebra, allí se sentía extranjero, y su unión con la tierra natal le parecía entonces más estrecha y más dulce: “Amo a la naturaleza, cuando por todas partes me rodea, cuando por todas partes me envuelve el aire cálido que se derrama hasta la lejanía infinita, cuando esta misma yerba jugosa que he chafado al sentarme viste de verdura los campos infinitos; cuando estas mismas hojas que, agitadas por el viento, brindan sombra a mi rostro, se unen para formar el sombrío azul de la floresta lejana; cuando este mismo aire que respiro forma el azul claro del cielo infinito: cuando estoy solo para gozar de la naturaleza, cuando, en torno mío, revuelan y zumban millones de insectos y cantan los pájaros. El gozo principal de la naturaleza está para mí en cuanto me siento formar parte de toda ella. Aquí (en Suiza) las infinitas lejanías son hermosas, pero estoy desligado de ellas”. (Mayo de 1857).
[820] Conversaciones con Paul Boyer. (Le Temps, 28 de agosto de 1901). De hecho podría uno confundirlas a menudo, como en esta profesión de fe de Julia moribunda:
“Lo que me era imposible creer, nunca he podido decir que lo creía; y siempre he creído lo que decía creer. Era todo lo que podía hacer”.
Que puede relacionarse con la carta de Tolstoi al Santo Sínodo:
“Es posible que mis creencias molesten o desagraden; pero no me es posible cambiarlas, como no me es posible cambiar de cuerpo. No puedo creer otra cosa que lo que creo en esta hora en que me dispongo a volver hacia el Dios de quien procedo”.
O bien con este pasaje de la Respuesta a Cristóbal de Beaumont, que nos parece ser toda Tolstoi:
“Soy discípulo de Jesucristo, y mi Maestro ha dicho que quien ama a su hermano cumple la ley”.
O todavía:
“Toda la oración dominical, íntegra, está contenida en estas palabras: ¡Cúmplase tu voluntad!” (Tercera carta de la montaña.)
En relación con:
“Reemplazo todas mis plegarias con el Pater Noster. Todas las peticiones que yo puedo dirigir a Dios están expresadas con mayor altura moral por estas palabras: ¡Cúmplase tu voluntad!” (Diario de Tolstoi, en el Cáucaso, 1852-53).
La semejanza de pensamientos no es menos frecuente en el terreno del arte que en el de la religión:
“La primera regla del arte de escribir, dice Rousseau, consiste en hablar con claridad y expresar con exactitud nuestro pensamiento”.
Y Tolstoi:
“Pensad lo que queráis, pero de tal manera que cada palabra pueda ser comprendida por todos. No es posible escribir nada mal en una lengua que sea perfectamente clara”.
He demostrado antes que las descripciones satíricas de la Opera de París, en La Nueva Eloísa, tienen muchas relaciones con las críticas de Tolstoi en ¿Qué es el Arte?
[821] Diario, 6 de enero de 1903 (citado en el Prefacio de Tolstoi a sus Recuerdos, volumen primero de Vida y Obra de Tolstoi, publicados por Birukov).
[822] Cuarto Paseo.
[823] Carta a Birukov.
[824] Sebastopol en mayo de 1855.
[825] “La verdad... la única cosa que me ha quedado de mi concepción moral, la única cosa que cumpliré todavía”. (17 de octubre de 1860).
[826] Ibid.
[827] “El amor a los hombres es el estado natural del alma, y nosotros no lo advertimos”. (Diario, en la época que fué estudiante en Kazan).
[828] “La verdad se abrirá para el amor...”. (Confesiones, 1879-81). “Yo, que situaba a la verdad en la unidad del amor...”. (Ibid.)
[829] “¿Me habláis siempre de energía? Pero la base de la energía está en el amor, dijo Ana, y el amor no se da nunca a voluntad”. (Ana Karenina, II, página 270).
[830] “La belleza y el amor, estas dos razones de vivir”. (La Guerra y la Paz, II, página 285).
[831] “Creo en Dios, que es para mí el Amor”. (Carta al Santo Sínodo, 1901). “¡Sí, el amor!... No el amor egoísta, sino el amor tal como yo lo he experimentado, por la primera vez en mi vida, cuando vi a mi lado a mi enemigo moribundo, y lo amé... Es la esencia misma del alma. Amar a su prójimo, amar a sus enemigos, amar a todos y cada uno, ¡eso es amar a Dios en todas sus manifestaciones!... Amar a un ser que nos es grato, es amor humano; pero amar al enemigo, ¡esto casi es amor divino!...”. (El Príncipe Andrés, moribundo, en La Guerra y la Paz, III, página 176).
[832] “El amor apasionado del artista por su asunto, es el corazón del arte. Sin amor no hay obra de arte posible”. (Carta de septiembre de 1889. “Leo Tolstois Briefe 1848 bis 1910”, Berlín, 1911).
[833] “Porque yo escribo libros, sé todo el mal que ellos hacen...”. (Carta de Tolstoi a P. V. Vériguine, jefe de los dukhobors, de 21 de noviembre de 1897. Correspondencia inédita, página 241).
[834] Véase La Mañana de un Señor, o bien, en Las Confesiones, los retratos extremadamente idealizados de estos hombres sencillos, buenos, contentos de su suerte, tranquilos, que comprenden la vida; o bien, al fin de la segunda parte de Resurrección, esta visión “de una humanidad, de una tierra nueva”, que aparece a Nekhludov, cuando encuentra a los obreros que vuelven de su trabajo.
[835] “Un cristiano no podría ser moralmente superior o inferior a otro; pero es más cristiano a medida que más rápidamente avanza en la vida de la perfección, cualquiera que sea el grado en el cual se encuentre, en un momento dado: de suerte que la virtud estacionaria del fariseo es menos cristiana que la del ladrón, cuya alma esté en pleno movimiento hacia lo ideal, y que se arrepiente sobre su cruz”. (Placeres Crueles. Traducción de Halpérine-Kaminsky).
(Nota a la página 394).
Tolstoi dejaba al morir una gran cantidad de obras inéditas, de las cuales la mayor parte ha sido publicada después y forman tres volúmenes en la traducción francesa de J. W. Bienstock (Colección Nelson).
Estas obras son de todas las épocas de su vida, habiendo algunas que remontan hasta 1883 (Diario de un Loco), y otras de los últimos años. Comprenden cuentos, novelas, obras teatrales y diálogos, y muchas que quedaron sin acabar. Yo las dividiría, de buena gana, en dos clases: las obras que Tolstoi escribió por voluntad moral y las que [Pg 432]escribió por instinto artístico. En un corto número de ellas, armoniosamente se funden las dos tendencias.
Por desgracia hay que deplorar que su desinterés de la gloria literaria—acaso también un secreto propósito de mortificación—hayan impedido a Tolstoi proseguir la composición de las obras que se anunciaban como las más hermosas. En este número citaremos El Diario Póstumo del Viejo Feodor Kuzmitch. Es ésta la famosa leyenda del Zar Alejandro I, que haciéndose pasar por muerto y marchándose, con un falso nombre, envejeció en Siberia por expiación voluntaria. Se advierte que Tolstoi estaba enamorado de este asunto e identificado con su héroe, y no podemos consolarnos con que sólo nos queden de este “diario” los primeros capítulos. Por el vigor y la frescura del relato, valen estos capítulos tanto como las mejores páginas de Resurrección. En ellos hay retratos inolvidables (la vieja Catarina II) y principalmente una primorosa pintura del Zar, místico y violento, cuya naturaleza orgullosa tiene todavía sobresaltos de despertar en el anciano tranquilo.
El padre Sergio (1891-1904) pertenece también a la mejor manera de Tolstoi; pero la narración está un poco cortada. Tiene por asunto la historia de un hombre que busca a Dios en la soledad y el ascetismo, por orgullo herido, que acaba por encontrarlo entre los hombres, viviendo para ellos. La salvaje violencia de algunas páginas conmueve hasta hacer un nudo en la garganta. Nada de más sobrio y trágico que la escena en que el héroe descubre la villanía de aquélla a quien amaba; su prometida, la mujer a quien adoraba como a una santa, ha sido amante del Zar, que era por él venerado apasionadamente. No menos conmovedora es la noche de tentación, en que el monje, para recobrar la paz del alma turbada, se corta un dedo con un hacha. A estos episodios feroces se opone la conversación melancólica del final, con la pobre viejecita amiga de la infancia, y las últimas páginas que son de un laconismo indiferente y sereno.
El asunto de La Madre es también emocionante. Una buena y razonable madre de familia, que después de haberse consagrado enteramente a los suyos durante cuarenta años, se encuentra sola, sin actividad, sin razón de vivir, y, aunque es librepensadora, se acoge al abrigo de un convento y escribe allí su Diario. Pero de esta obra solamente quedaron las primeras páginas.
De un arte superior son una serie de pequeños relatos: Alexis el Tonto, que participa de la vena de los hermosos cuentos populares, es la historia de un espíritu simple, siempre sacrificado, siempre dulcemente satisfecho, y que así muere. Después del Baile (20 de agosto de 1903), en que un anciano cuenta cómo amó a una muchacha y cómo cesó bruscamente de amarla, después de haber visto al padre de ella, un coronel, ordenar que fuera azotado un soldado; obra perfecta, primero, de un exquisito encanto de recuerdos juveniles y luego de una alucinante precisión. Lo que yo he visto en sueños (13 de noviembre de 1906): Un príncipe no perdona a su hija, a quien adoraba, porque se ha escapado de la casa después de dejarse seducir; pero apenas vuelve a verle, es él quien le pide perdón; y sin embargo (la ternura de Tolstoi y su idealismo no lo engañan nunca), no puede alcanzar a vencer el sentimiento de disgusto que le causa la vista del hijo de su hija. Khodynka, novela corta cuya acción pasa en 1893: se trata de una joven princesa rusa que ha querido tomar parte en una fiesta popular de Moscú, y se encuentra, presa de un gran pánico, pisoteada, medio muerta, y reanimada por un obrero que ha sido él mismo rudamente atropellado. Por un instante un sentimiento de fraternidad afectuosa los une; se separan después y no volverán a verse más.
De dimensiones más vastas y que anuncian una novela épica, es Hadji-Mourad (diciembre de 1902), que refiere un episodio de las guerras del Cáucaso en 1851[837]. Tolstoi, [Pg 434]al escribirla, se encontraba en la plena posesión de sus procedimientos artísticos. En ella la visión (de los ojos y del alma) es perfecta; pero, y esto es curioso, no llegamos a interesarnos verdaderamente en la historia, porque se advierte que Tolstoi mismo no se interesa en ella. Cada personaje que aparece en el curso de la narración, despierta en él la misma simpatía, y de cada uno, aunque no haga más que pasar delante de nuestros ojos, hace un retrato acabado; pero a fuerza de amar a todos no prefiere a ninguno. Parece que escribió este notable cuento sin ninguna necesidad interior y sólo por necesidad física; pues como otros ejercitan sus músculos, es necesario que él ejercitara su mecanismo intelectual; tenía necesidad de crear; creaba.
Otras obras tienen un acento personal que llega a menudo hasta la angustia. Algunas son autobiográficas, como el Diario de un Loco (20 de octubre de 1883), que contiene el recuerdo de las primeras noches de espanto de Tolstoi, antes de la crisis de 1869;[838] y como El Diablo (19 de noviembre de 1889). Este último y largo cuento tiene dos partes, que son de primer orden sin duda y, por desgracia, un desenlace absurdo: un propietario rural que tiene relaciones con una joven campesina que vive en sus propiedades, se casa y cuida, porque es honesto y ama a su mujer, de alejar a esta campesina; pero ella se le ha metido por los ojos, y no puede mirarla sin desearla. La busca, y acaba por recobrarla; siente que no podrá ya separarse de ella, y se mata. Los retratos de este hombre, bueno, débil, robusto, miope, inteligente, sincero, trabajador y atormentado; de su joven mujer, romántica y enamorada, que lo idealiza, y de la hermosa y sana campesina, ardorosa y sin pudor, son obras [Pg 435]maestras. Es chocante que Tolstoi haya puesto tanto de intención moral en el fin del cuento, como no lo puso en la historia vivida, porque él tuvo realmente una aventura análoga.
La luz brilla en las tinieblas, drama en cinco actos, ofrece muchas debilidades artísticas; pero, cuando se conoce la tragedia oculta de la vejez de Tolstoi ¡qué conmovedora es esta obra que, con otros nombres, presenta en escena a Tolstoi y a los suyos! Nicolás Ivanovitch Sarintzeff llega a tener la misma fe que el autor de ¿Qué debemos hacer?, y ensaya ponerla en práctica, lo cual no le está permitido. Las lágrimas de su mujer (¿sinceras o simuladas?) le impiden abandonar a los suyos; se queda en su casa, donde vive pobremente, trabajando en la carpintería; su mujer y sus hijos continúan haciendo vida de lujo y dando fiestas, y aunque él no toma parte en ellas, se le acusa de hipocresía. Sin embargo, por su influencia moral, por la simple radiación de su personalidad, hace en torno suyo prosélitos y desventurados. Un “pope”, convencido por sus doctrinas, abandona la iglesia; un joven de buena familia rehúsa prestar el servicio militar y se hace enviar al batallón de disciplina; y mientras tanto, el pobre Sarintzeff-Tolstoi es desgarrado por la duda. ¿Está en el error? ¿No arrastra inútilmente a los otros al sufrimiento y a la muerte? Al fin no encuentra otra solución a sus angustias que dejarse matar por el joven a quien sin querer condujo a la pérdida.
Se encuentra también, en una breve narración de los últimos tiempos de la vida de Tolstoi, No hay culpable (septiembre de 1910), la misma confesión dolorosa de un hombre que sufre horriblemente por su situación, de la cual no puede salir. A los ricos ociosos se oponen los pobres abrumados de trabajo, y ni los unos ni los otros sienten la inepcia monstruosa de semejante estado social.
Dos obras de teatro tienen un alto valor; una es la obrita campesina que combate los daños del alcohol, intitulada[Pg 436] Todas las cualidades vienen de ella (probablemente de 1910). Los personajes son muy individuales y sus rasgos típicos y su ridículo lenguaje fueron sorprendidos de manera muy divertida; el campesino que, a la postre, perdona a un ladrón, es a la vez noble y cómico por su inconsciente grandeza moral y por su ingenuo amor propio. La segunda de estas piezas, de una importancia muy distinta, es un drama en doce cuadros, El cadáver viviente, que muestra a gentes débiles y buenas aplastadas por la estúpida máquina social. El héroe, Fedia, es un hombre que se ha perdido por su bondad misma y por el profundo sentimiento moral que oculta bajo una vida de libertino, porque sufre de una manera intolerable con la bajeza del mundo y con su propia indignidad; pero no tiene la fuerza necesaria para reaccionar. Tiene una mujer a quien ama, que es buena, tranquila, razonable, pero “sin la uva que se pone en la sidra para hacerla espumar”, “sin el burbujeo en la vida” que procura el olvido. Y el olvido le es indispensable.
“Nosotros todos, en nuestro medio, dice, tenemos delante tres caminos, y únicamente tres. Ser funcionario, ganar dinero y sumar más villanía a la del medio en el cual vivimos. Y esto me disgusta; tal vez yo no sería capaz de hacerlo... El segundo camino es aquél en el cual se combate esta villanía, pero para esto es necesario ser un héroe, y yo no lo soy. Queda el tercero: olvidarse, beber, engañarse en fiestas, cantar; este es el camino que yo he escogido, y ya veis vosotros a dónde me ha conducido...”[839].
Y en otro pasaje:
“¿Cómo he llegado a perderme? Desde luego, por el vino. No es que yo sienta placer en beber; pero he tenido siempre el sentimiento de que todo lo que se hace en torno mío no es lo que debía hacerse; y siento vergüenza... Y en cuanto a ser de la nobleza, o director de banco, ¡eso sí que es vergonzoso, muy vergonzoso!... Después de haber bebido ya no tiene uno [Pg 437]vergüenza... Y luego, la música, pero no de ópera o de Beethoven, sino la de los zíngaros, esa que os derrama en el alma tanta vida, tanta energía... Luego, los bellos ojos negros, las sonrisas... Pero mientras más os encanta todo eso, más se siente la vergüenza, y después...”.[840]
Ha abandonado a su mujer porque comprende que él le hace mal a ella y que ella no le hace a él ningún bien; la deja con un amigo de quien ella es amada y al que también ella ama, sin confesárselo, y que se parecen. Desaparece en los bajos fondos de la bohemia, y todo así se resuelve bien; los otros dos son felices, y él, en la medida en que puede serlo. Pero la sociedad no permite que nadie obre sin su consentimiento, y reduce estúpidamente a Fedia al suicidio, si no quiere que sus dos amigos sean condenados por bigamia. Esta extraña obra, tan profundamente rusa y que refleja el desaliento de los mejores después de las grandes esperanzas de la revolución, que fueron destrozadas, es sencilla, sobria, sin ningún efecto declamatorio. Todos los caracteres son verdaderos y vivientes, aun los de los personajes que aparecen en segundo plano, como la joven hermana, intransigente y apasionada en su concepción moral del amor y del matrimonio; la buena figura acompasada del bravo Karenin, y la vieja mamá, petrificada en sus nobles prejuicios, conservadora, autoritaria en sus palabras, acomodaticia en sus actos; y aun podría decirse lo mismo de las siluetas fugitivas de los zíngaros y de los abogados.
No he citado algunas obras cuya intención dogmática y moral domina la vida libre del arte, aun cuando jamás haga tropezar a Tolstoi en su lucidez psicológica.
El falso cupón es un largo relato, casi una novela, que [Pg 438]trata de demostrar el encadenamiento, en el mundo, de todos los actos individuales, buenos y malos. Una falsificación cometida por dos colegiales desencadena toda una serie de crímenes, de más en más horribles, hasta que el acto de la resignación santa de una pobre mujer asesinada por una salvaje, conmueve al asesino y, por ella, de uno en otro, se llega hasta los primeros autores de todo el mal, quienes por esta manera se encuentran así salvados por sus víctimas. El tema es soberbio y toca en epopeya; la obra habría podido levantarse hasta la fatal grandeza de las tragedias antiguas; pero la narración es demasiado larga, muy cortada, sin amplitud, y aun cuando cada personaje esté justamente caracterizado, todos resultan indiferentes.
La cordura infantil es una serie de veintiún diálogos entre niños sobre todos los grandes temas, religión, arte, ciencia, instrucción, patria, etc., que no carecen de vigor imaginativo, pero en los cuales el procedimiento seguido fatiga pronto por repetirse tan a menudo.
El joven zar, que medita en las desventuras que causa a pesar suyo, es una de las obras más débiles de la recopilación. En fin, me contentaré con enumerar algunos de estos bosquejos fragmentarios: Dos peregrinos, El pope Vasili, ¿Quiénes son los asesinos?, etc.
En el conjunto de estas obras sorprende el vigor intelectual conservado por Tolstoi hasta su último día[841]. Puede parecer verboso cuando expone sus ideas sociales; pero siempre que está frente a una acción, de algún personaje [Pg 439]viviente, el soñador humanitario desaparece y no queda más que el artista de mirada de águila, de mirada que va recto al corazón. Nunca perdió esta lucidez soberana; el único empobrecimiento que yo advierto, en cuanto al arte, viene del lado de la pasión. Aparte de cortos instantes, se tiene la impresión de que ya no son para Tolstoi sus obras lo esencial en su vida, que son o bien un pasatiempo necesario, o bien un instrumento para la acción; porque es la acción su verdadero objeto, y ya no el arte. Cuando ocurre que se deja recobrar por esta ilusión apasionada, parece que de ella tuviera vergüenza; corta pronto por lo sano, o acaso, como en el Diario póstumo del viejo Feodor Kusmitch, abandona completamente la obra que lo ponía en peligro de volver a unir las cadenas que lo ligaban al arte... Ejemplo único de un gran artista, en plena fuerza creadora y por ella atormentado, que la resiste y que la inmola a su Dios.
NOTAS:
[836] Mme. Tatiana Soukhotine, hija mayor de Tolstoi, me ha hecho observar que la verdadera ortografía del nombre de Tolstoi, en francés, es con una y. Así aparece efectivamente la firma de Tolstoi en una carta que recibí de él.
[837] “Del cual fuí testigo, en parte”, escribía Tolstoi.
[838] Véase en la página 328.
[839] Acto V, cuadro I.
[840] Acto III, cuadro II.
[841] Esta salud de espíritu se manifiesta en las narraciones que fueron hechas por Tchertkov y por el testimonio de los médicos en la última enfermedad de Tolstoi. Casi hasta el fin continuó escribiendo o dictando su Diario.
SE ACABÓ DE IMPRIMIR EN LOS TALLERES
DEL DEPARTAMENTO EDITORIAL
DE LA SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICA
EL 13 DE SEPTBRE. DE 1923,
EN MÉXICO.