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LOS CONQUISTADORES
Es propiedad.
Copyright by Rafael Caro Raggio 1918.
Derechos reservados para todos los países.
Imprenta y litografía de Rafael Caro Raggio.
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JOSE MARIA SALAVERRIA
EL ORIGEN HEROICO DE AMÉRICA
Rafael Caro Raggio: Editor
VENTURA RODRÍGUEZ, 18
1918
HAY en España un territorio desviado de la ruta de los turistas, en cierto modo desconocido e impenetrable. Sólo se ven allí terrenos de cultivo, sierras de pastoreo y algunas minas de poco renombre.
Es la comarca que une a Extremadura con Andalucía, país tan bello como sugerente, que ahora estimo recorrer con el alma abierta a las grandes recordaciones históricas. Por aquí pasaban, en efecto, los soldados y capitanes de Extremadura buscando el glorioso valle del Guadalquivir y los muelles de Sevilla, donde las galeras de empinada popa reclutaban a todos los hombres de buena voluntad que soñasen con el oro y la gloria {10}de las Indias.
Por estos montes de encinas y olivos, gratos a la vid, transitaban los conquistadores a lomo de sus ágiles caballos, portando su espada y su rodela, y allá dentro del pecho un animoso corazón.
Los llanos y las dehesas de Extremadura llenáronse un día de fastuosas revelaciones; hasta el país escondido y mediterráneo había llegado la buena nueva, y en la Tierra de Barros, en la Serena, en Cáceres, en Trujillo, los hidalgos de templada musculatura y lanza en astillero comentaban bajo los portales: «Allá abajo, hacia Sevilla, hay banderas donde engancharse para las empresas del Nuevo Mundo... ¡Todo lleno de oro y plata y perlas preciosas!»
Mientras el tren me lleva a Extremadura, es imposible librar a la mente de la obsesión de América; los objetos modernos tratan de llamarme y no lo consiguen. La Historia se sube, en ocasiones, a la cabeza con la misma aptitud delirante que un vino rancio. Veo los pueblos y los hombres cuotidianos; las máquinas a vapor y los artefactos científicos {11}de un coto minero; los periódicos y los trajes me hablan con obstinación de los afanes contemporáneos, y yo insisto, a pesar de todo, en transportarme a la época de los conquistadores.
Asisto con curiosidad a las variaciones del paisaje, y principalmente deseo sorprender la aparición de Extremadura. El tren parece corresponder a mi impaciencia y corre por una comarca fronteriza y solitaria, alta y desierta. Es la región de la divisoria hidrográfica, límite de las cuencas del Guadalquivir y del Guadiana medio. De pronto, pasado un túnel, el paisaje ha cambiado.
No cambia, sin embargo, tan radicalmente como por la parte de Despeñaperros; allí se salta de la meseta centro-española, fría y elevada, a las felices tierras andaluzas, donde el naranjo florece y se yergue la cimbradora palmera; mientras que entre Andalucía y Extremadura no existe violencia ni el tránsito puede decirse que sea fundamental. La gente sigue pronunciando el castellano con el mismo dejo gracioso y {12}ceceante de los andaluces, y las palmas datileras, asomándose por los bardales de los huertos, muestran bien pronto que estamos en un país fértil y caliente, donde el régimen estepario de la Mancha se ha sustituido por el clima atlántico-meridional.
Al paso de las estaciones del ferrocarril yo me apresuro a observar las gentes, el lenguaje, los gestos y el orden de los cultivos. ¿Cómo son los descendientes de aquellos hombres extraordinarios en quienes la voluntad, el valor y el don de iniciativa alcanzaron un límite que pocas veces ha sobrepasado la naturaleza humana?
Veo un territorio montañés y risueño, bien poblado y cultivado en forma de bancales, lleno de alquerías blancas, que adornan con su candidez la reciente verdura de la primavera. Pronto se allana el país y se hace más fecundo y rico. Entramos en la Tierra de Barros, célebre por su fertilidad. Grandes y opulentos pueblos surgen en la llanura, cuyas gruesas tierras de labor florecen con los cultivos más caros: frondosos olivares, campos de mies, prósperos viñedos. Con frecuencia se{13} divisan, desde el tren, amplias y hermosas casas de labor, de denso aspecto señorial.
Miro las personas entre tanto, y celosamente examino sus rasgos, su talante, sus gestos. Es el extremeño un hombre de varonil y hermosa presencia, robusto y bien proporcionado. Desde luego se advierte en él un cierto aire reservado, escaso de gesticulaciones. No puede llamarse adustez a ese aire como reconcentrado; tampoco le conviene el nombre de tímido, ni el de triste o fosco. Es una gravedad tan digna y viril, como exenta de empaque provocativo. Unase el castellano con el andaluz occidental, agréguese un poco de portugués, y se tendrá el extremeño.
Es notable la salud y belleza de la raza. Los chiquillos que corren descalzos, las niñas de pintarrajeados pañolones, muestran un rostro lindo y carnoso, unos ojos grandes y honestos, unas mejillas morenas con vivas rosas de salud. Hay un tipo de hombre cenceño, de ojos obscuros y talante firme, y no abundan menos los rostros claros, rubios, especialmente en las muchachas. Las mujeres seducen por{14} su aire honesto, pudoroso; más simpáticas aun porque carecen de melindres y estudiadas gazmoñerías.
He aquí el país raro de grasas llanuras y boscosas sierras; país de vastas soledades, encinares espesos y solitarios rebaños; tierra de encalmados horizontes, donde los mansos ríos buscan el camino del mar... Como los ríos, también los hombres persiguieron el ensueño de la remota e inaudita navegación. Un sueño de mar infinito, una quimera de las frondosas playas indianas exaltó esa tierra que no conoce el mar, pero que lo presentía con el amor infuso de un navegante predestinado. Tierra densa y grave, enigmática por su especie de mudez, que dió ejemplares de voluntad férrea como Pizarro, y al mismo producía el alma mística del divino Morales, y aquella otra alma ascética de Zurbarán...
Llegando a Mérida he concluido de empaparme en unción histórica, y lentamente he vagado por las ruinas romanas, por el teatro de rotas columnas y bajo las arcadas del ingente acueducto. Es una serena tarde de abril, y{15} desde el borde del larguísimo puente milenario contemplo los recios trozos de las antiguas murallas, que caen rectas sobre el río y dan una veraz sensación de esa grandeza impasible, cesárea, de todo lo romano. El Guadiana, ensanchado en esta parte de su curso, pasa lento y grandioso, como poniéndose a tono con la aspiración de majestad que expresan las murallas y el puente cesáreos.
Y en el silencio de la tarde, apenas malogrado por el tintineo de un rebaño que vuelve al redil, sube de la tierra y fluye en el ambiente todo una profundidad recordatoria. Los siglos parecen fundirse y decantarse en la última llama del sol poniente, y el aire sin duda está lleno de memorias ilustres, de polvo de siglos, de ideales huellas de almas.
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* *
Mientras la pluma traza estas líneas, los torreones y campanarios de Trujillo esparcen su severa sombra por la plaza incomparable. Veo a través de los cristales erguirse un case{16}rón arruinado; y en tanto escapa la imaginación hacia los países vitales y frondosos del Nuevo Mundo... ¡Qué remotos y antagónicos los dos cuadros! Aquí las sombras y las ruinas de las torres abolengas de Trujillo; allá lejos se desgrana el collar de las mil ciudades opulentas y las veinte naciones dinámicas.
Sin embargo, la duda es ociosa; aquéllo ha nacido de ésto. Y la obra infinitamente transcendental la consumaron unos obscuros hidalgos de espada y de iniciativa que nacieron a la sombra de estas torres de Extremadura, ahora calladas y vacías.
Es así, teniendo siempre fija la idea de América, como adquieren supremo valor los campos extremeños. El ánimo se impresiona a cada punto al sorprender la memoria de los conquistadores, viva siempre en todo este país desviado, labradiego y pastoril. Y en esta nostálgica evocación de epopeyas, el pueblo extremeño confunde a los héroes más dispares, hacinándolos, después de todo, con una cierta lógica. Cortés y Pizarro se mezclan con García de Paredes, el de las hazañas hercúleas en{17} Italia, como si hubieran combatido juntos, y pasando a caballo por la sierra de Santa Cruz, nos cuenta el guía que en algún escondrijo de aquellos cerros está oculto e incólume el sepulcro de Viriato.
Suena a hierro Extremadura. De sus encinares brotó la flor estimada que tiene el nombre de voluntad. ¡Oh gloriosa América, eres el fruto de una voluntad inquebrantable, infinita, y nada, si no fuese ella, te hubiese desprendido de la noche de tu sueño aborigen! Las manos que te alzaron a la luz desde el fondo de las selvas y las cordilleras, eran manos decisivas e incansables, que no conocían la renunciación. Sólo una casta de gigantes pudo cumplir la enorme tarea. Casta de Balboa, de Cortés, de Pizarro, para quienes las empresas más absurdas se domesticaban, se humillaban, por lo mismo que los propios dioses se amedrentan frente a la inexorable decisión genial del héroe.
La ancha plaza de Trujillo aparece a mis ojos toda llena de muchachos endomingados, que celebran la Fiesta de la Pascua Florida{18} llevando un cordero votivo. Bulle y ríe la gente en la bucólica romería. Los corderillos, adornados con cintas y cascabeles, ponen su nota cándida en el regocijo muchachil. Y arriba, en un estupendo anfiteatro, la ciudad vieja se encarama por las vertientes de la pequeña loma, ofreciendo la muda solemnidad de sus casonas y torres almenadas.
Desde lo alto de la acrópolis, entre marcial y mística, me he detenido a ver las ruínas venerables y la solitaria inmensidad de los campos labrados. Los alcotanes giran, en largo vuelo, sobre las rotas murallas del castillo. Unas cigüeñas, lentas y suntuarias, agregan majestad al melancólico panorama.
Los blasones nobiliarios viven entre las ruínas, y vive siempre, como en una grave penumbra, la sombra del Conquistador. En lo más alto, una pobre mujer señala un muro: «Ahí nació Francisco Pizarro.» Me aproximo a ver la gacha y ruda ojiva del portal. Sólo un lienzo de la casa queda en pie; todo ha caído menos el tosco y simple escudo de la estirpe: un árbol con dos cerdos rampantes...{19}
CUANDO se ha visitado Andalucía y Extremadura, después de haber recorrido algunas partes de América, acude a la mente la idea clara del prodigio, y hallamos que el milagro adquiere explicación y realidad. Esto ocurre principalmente porque entre las comarcas que produjeron a los conquistadores y los pueblos americanos, existe ahora mismo una admirable identificación. Un siglo entero de independencia más o menos irritada no ha podido desintegrar o desunir lo que desde el principio enlazó el esfuerzo poderoso de unas personalidades densas. El sello andaluz pervive en América y Sevilla, esa graciosa perla del Guadalquivir, es el origen cívico de lo americano.{20}
Hay en algunas ciudades una simpatía irresistible, que nos obliga a hablar de ellas en tono exaltado; el mismo nombre de Sevilla es por sí solo una voz melodiosa, fuente de ilustres sugericiones. Digamos también que las gracias y los buenos hados suelen visitar de tarde en tarde a los pueblos, y así no hay duda que en la creación de Andalucía ha presidido un genio benévolo; los andaluces tienen razón cuando llaman a su risueño país la tierra de María Santísima.
Sería poco, sin embargo, si Andalucía poseyera únicamente el prestigio de su cielo, de su fino aire y de su amabilidad. Tiene, además, la fuerza, el contenido genial y la aptitud para todo género de grandeza. Asombra de veras esa región positivamente prócer, que en ningún momento de la Historia ha dejado de ser visitada por el soplo divino de la inteligencia. Consideremos que es Andalucía el país a que se refieren las prehistóricas noticias de los iberos, que tenían leyes, versos y escritura mucho antes de que abordaran a las playas españolas los vajeles fenicios y griegos. Y en{21} los grandes museos de Europa, en las vitrinas que corresponden al período de la piedra tallada, siempre hay, junto a las reliquias de Creta, Sicilia o el Peloponeso, unas piedras finamente labradas por manos andaluzas.
Esa gente hábil y despierta, que conoce la cultura tan de antiguo como las razas más príncipes, no ha cesado de mantener contacto con la civilización, y hoy mismo, a través de todas las invasiones que el genio andaluz absorviera y mejorara, se nos muestra Andalucía como un núcleo vivo, palpitante y armónico que acaso está pronto para un nuevo renacimiento.
La idea que se tiene de lo meridional es en cierto sentido desdeñoso, especialmente ahora que los pueblos septentrionales imponen la ley en arte, ciencia y política. Lo meridional quiere decir un poco inferior, decadente, brillante, frívolo, de corto aliento, muelle y externo. Pero Andalucía nos asombra también en este caso, porque siendo una típica expresión de lo meridional contiene, no obstante, hondura y fuerza. ¿Esto es, probablemente, a{22} causa de que Andalucía no participa en todo de las características mediterráneas? Andalucía parece un país orientado hacia el Atlántico mejor que al Mediterráneo, como su río esencial, el Guadalquivir, lo indica. Por otra parte, la gran cuenca del Guadalquivir es una cosa castellana más bien que levantina.
Diremos, en suma, que Andalucía es lo meridional de Castilla, como Castilla es una consecuencia del Cantábrico. Así se realiza, pues, un desplazamiento de españolismo integral que va del Cantábrico a Castilla y de la Mancha a Andalucía, resolviéndose por el Guadalquivir, que da sus aguas al Atlántico, la unión anular de los dos extremos étnicos. El meridionalismo de Andalucía, por cuanto se halla investido de gracia y de fuerza, deberemos situarlo en la calidad del de los pueblos, como Atenas y Florencia, que pudieron cultivar conjuntamente el arte y la energía.
La virtud andaluza estriba en esa facultad de la multiplicación de las aptitudes. He ahí el pueblo que sabe ser fino y muelle, duro y resistente. El retrato que el viejo historiador{23} hace del Marqués de los Vélez, hombre terriblemente valeroso y hercúleo, está muy lejos de la imagen que el vulgo compone a propósito de la gente andaluza.
En un sitio de Sevilla, en aquello que llamaríamos la acrópolis sevillana, los siglos han realizado una insuperable síntesis arquitectónica. El Alcázar muestra su encanto árabe y la delicia de sus íntimos jardines; cerca de él alza su mole gótica la Catedral; la Giralda, acierto de grandiosidad y finura, echa al espacio su encajería de ladrillo; un trozo de Ayuntamiento, también cercano, ofrece su filigrana plateresca; la Lonja, entre el Alcázar y la Catedral, reproduce la serenidad del Renacimiento; y para que nada falte, allí está la portada churrigueresca del palacio arzobispal.
Todo lo contiene Andalucía, y es por esto la verdadera síntesis o expresión de España. Las otras porciones de la nación no expresan ni contienen todos los lados españoles; el Cantábrico, Galicia, Aragón, Cataluña y Levante, la misma Castilla, son fragmentos españoles.{24} Sólo en Andalucía se cumple la totalidad. Por eso aciertan algunos extranjeros cuando imaginan una España del corte y el tono de Andalucía. Por eso muchos extranjeros se defraudan cuando el tren les lleva por las interminables vías castellanas.
Lo verdaderamente español, plenamente español, es Andalucía. En algún momento histórico ha girado la vida española en el seno andaluz, y entonces encontraba España su centro de gravedad.
No debe olvidarse que los principales hechos españoles han sido apadrinados por Andalucía. La Reconquista tuvo allí sus naturales campos de batalla, sus decisivas acciones; en Andalucía adquirió, además, el arabismo un concepto de civilización que no adquiriera en el resto de España, a pesar del oasis de Toledo. Frente a Granada se cerró el broche de la unidad española. ¿Y no fué en Andalucía donde el mismo idioma castellano se pulió, se afinó, se hizo abundante y flexible? Las huestes de Gonzalo de Córdoba, que ilustraron el nombre militar de España en Italia, iban for{25}madas por caballeros y nobles andaluces. La iniciación, el arreglo, la forma, la obra entera de América, partieron de Andalucía.
Aptos para los trabajos de la inteligencia, los andaluces nos abruman con la cifra de sus poetas, humanistas, escritores de todo género, oradores y artistas. Tienen el desenfado y la violencia de Hurtado de Mendoza, la grandiosidad verbal de Herrera, la fuga mística de Granada, la gracia abundante de Góngora. Sus escultores llegan al punto máximo de la religiosidad. Sus pintores son varios, múltiples, y entre todos completan los distintos caracteres de la personalidad española. Murillo es dulce y perfecto; Velázquez asume la realidad y la elegancia; Valdés Leal se reserva la violencia dramática y el barroquismo lacerante de la expresión. El propio Zurbarán, casi del todo andaluz, acude a completar, con su pasmoso y magistral misticismo, la empresa de conjunción española que se cumple en Andalucía.
Pero Andalucía ha creado sobre todo a América. Cuando oímos decir que en América{26} perviven las formas y el espíritu de España, debemos entender que esas formas y ese espíritu son andaluces. De manera que América recibió el ser de España a través de Andalucía, en cuanto Andalucía representa el concepto español más puro, auténtico, y, por consiguiente, total.
Fué una suerte para América que se hubiera encargado Andalucía de infundirle el ser y la civilización; Andalucía era por sí misma un mundo, una nación, un núcleo civilizado en absoluto. Las otras porciones de España no podían arrostrar el trabajo de fecundar un continente. El territorio cantábrico era de sentido rural; Cataluña fallaba por el idioma y en aquella época carecía de virtud expansiva; Castilla estaba lejos del mar y era ella misma incompleta, insuficiente.
Mientras que Andalucía lo poseía todo, y en aquel momento hasta tuvo el instinto de su misión y la ráfaga emocional del entusiasmo. En Andalucía estaba madura la civilización, y el Renacimiento sopló bien pronto en sus palacios y ciudades. Henchida de savia propia y{27} original, Andalucía traspasó a América su contenido cívico y religioso, sus costumbres y su carácter. Toda esa bella zona que comprende desde el valle del Guadalquivir hasta el mar, con la zona adyacente y correlativa de Extremadura, ha sido el país que pobló primeramente América, y que la selló para siempre con su cuño. Las modalidades de esa zona guadalquivireña y extremeña, están ahora mismo palpables en todo lo ancho del nuevo continente. El rumbo y el empaque, el aire de señorío, la repugnancia por la tacañería, el don dadivoso, la hospitalidad caballeresca, el sentido hidalgo y señorial de la vida... todo eso, tan hispano-americano, es de directa progenie andaluza. Esas cualidades pueden hallarse dispersas en otras comarcas españolas; pero todas juntas, en un haz, sólo es posible encontrarlas en Andalucía.
La fuerza expansiva y el pronunciado carácter andaluz son tales, contra lo que supone la frivolidad del vulgo, que Andalucía, en efecto, no consintió, no dió lugar, hizo imposible que otra cualquiera influencia interviniese en el{28} resellamiento de la sociedad americana. América, en rigor, no puede llamarse castellana, ni siquiera española; es propiamente andaluza. Si cabe llamarla castellana y española, será tan solo por cuanto Andalucía representa en una medida excelsa y perfeccionada la idea de Castilla, y, consiguientemente, el concepto de España.
¡Qué madura y qué llena, cuán brillante y animosa aquella Sevilla del 1500; bella por su luz y sus flores; prestigiosa por sus palacios y monumentos; ilustre por sus señores y sus artistas!... Y rica, además, en realidades de oro y en quimeras de remotas aventuras.
Era entonces el núcleo más atrayente de la Península, cuando Toledo declinaba y Madrid no había logrado aún absorber la vida nacional. A las márgenes del Guadalquivir acudían, como a un cauce lógico, todos los que exigían algo de la gloria y de la fortuna, y en algunos autores, como Cervantes, la idea vuela continuamente al escenario de Sevilla, el más digno, por tanto, de cualquier ficción literaria y el{29} único sitio que verdaderamente merecía la pena de ser vivido y narrado.
Poco esfuerzo necesita hacer nuestra imaginación para concebir la complicación de aquella ciudad en aquel tiempo, cuando los naturales motivos de esplendor que posee la comarca se aumentaban con el inaudito trajín de los muelles, punto exclusivo de arranque para las flotas de Indias. Todo espíritu ambicioso tenía que afluir a Sevilla, sede de la pompa religiosa y tablado eximio de las letras; acudían los mercaderes y los armadores, los cartógrafos y los pilotos, los caballeros de mesnada, los simples soldados, los propios pícaros. Junto con ellos se congregaban los ambiciosos de otras naciones: franceses y flamencos y alemanes, y los insuperables maestros de rapacidad, los genoveses. En aquella muchedumbre cosmopolita y heterogénea existían los útiles necesarios para toda expedición. Era una abastecida síntesis del mundo. Así es explicable cómo en las flotas que partían para América marchaban tan completas las cosas y los hombres, de modo que arribando a las In{30}dias era como si una ciudad de Europa se desbordase allí para florecer rápidamente.
Un rumor de fantasía palpitaba en los muelles sevillanos, y las mentiras de los que tornaban, uniéndose a las presunciones de los candidatos de Ultramar, daba cariz supersticioso a los navíos de dorados puentes que flameaban en el cielo andaluz sus banderolas. ¡Qué mágica visión de las nuevas tierras! ¡Qué gran puerta se abría al ensueño en aquellas márgenes del río opulento!... Las señas estaban allí bien evidentes; no valía pensar en subterfugios ni en engañifas. Allí reposaban los fardos de cacao y de pimienta, de azúcar, de café y de cuantos frutos preciados originaba el Nuevo Mundo. Allí bullían también los esclavos inauditos. Del vientre de las naves salían aquellas arcas evidentes, palpables, todas llenas de pasta de oro. ¿Y no era igualmente cierta la llegada de los señores, cubiertos de preseas y servidos por numerosos criados, que antes partieran pobres y con el matalotaje tomado a préstamo?
En aquel jubileo de las Indias pronto los{31} mitos clavaron su espina impaciente en las imaginaciones. La leyenda de Jauja, la versión de Potosí, el sueño del Cerro de la Plata, el país de la Florida y sobre todo, por encima de todas las quimeras, el mito de Eldorado...
Todo era indispensable, sin embargo. El énfasis de la fantasía ha podido siempre obligar al hombre a osar lo inaudito, y sin la ayuda de la quimera hubiera sido imposible que aquellos hombres arrostraran tales trabajos, y pudieran, en fin, entre martirios y fracasos, alzar, para la vida civilizada, la realidad de un continente.
ROZAMOS las monedas con los dedos y apenas si nunca nos fijamos en el blasón de su anverso; pasamos nuestras miradas distraídas sobre el escudo nacional que campea en los edificios públicos, y no nos detenemos a reflexionar acerca de su sentido emblemático. El eterno desgaste cotidiano roba religiosidad a las cosas y los símbolos más sublimes.
Las dos columnas que encuadran el escudo español, ¡he ahí el símbolo verdaderamente sublime, por el cual nunca morirá el recuerdo de España en el mundo! Las dos columnas quieren significar la superstición y la limitación del mundo entero. «No hay más allá», decía el miedo y la ignorancia de los hom{34}bres. De pronto hubo alguien que osó la investigación de lo desconocido, y las columnas fueron sobrepasadas, y el orgullo de los audaces pudo escribir ese mote altanero que abre a la Humanidad una nueva era. «Plus ultra.»
Siempre será imposible arrancar al hombre la facultad de adoración, y el ser más soberbio y rebelde siente alguna vez el prurito de prosternarse ante cualquiera representación de lo sobrenatural o de lo infinito. El hombre no puede prescindir de los símbolos, porque ellos son los lazos materiales que nos unen al ideal. El «Plus ultra» nos descorre milagrosamente un escenario mental, y mudos de asombro vemos levantarse esa creación fantástica, resplandeciente, que se llama América.
Detrás del mote escueto, y por fortuna sonoro, contemplamos una suerte de milagros y de grandezas cuya visión nos aturde. La misma forma geográfica del continente ayuda al goce admirativo. Parece, en efecto, un país providencial, único, separado de los otros continentes, surgiendo como un jardín del seno de los océanos; parece el Paraíso de las narraciones{35} primitivas, el cual, si fué sustraído al hombre por sus pecados, estaba, en cambio, reservado a las edades posteriores como un premio por los afanes y sacrificios humanos. América es el don de los dioses, que perdonan finalmente al hombre. Es el Paraíso arrebatado y luego restituído.
Pues bien, los dioses habían escogido a su pueblo amado para que consumase la obra milagrosa de la restitución del Paraíso. Verdaderamente, sólo España podía consumar el milagro de América.
El mundo estaba incompleto, el mundo era una cosa imprecisa e indelimitada que se cernía en el caos geográfico. Entonces se levantó España, y con un ademán que llamaríamos sencillo, por estar exento de teatralidad y de dolor, ensanchó en toda su extensión el mundo, recorrió los mares en todo su misterio, alumbró los continentes y dió, en fin, realidad a la redondez de la tierra.
Y todo esto lo realizó sencillamente, como si de veras obedeciese a un mandato de los dioses; como si fuera el brazo que la Provi{36}dencia usa para efectuar el milagro. Esa obra descomunal de América apenas si perturbó en nada la vida española; España no interrumpe su actuación europea, sus campañas, sus formidables entreveros políticos; la acción de España se diversifica en Europa y en el Norte de Africa, sigue su curso normal, trágicamente magnífico, y como por un exceso de grandeza no se oye casi hablar de las Indias a los escritores y los gobernantes. Es un caso de plenitud y de energía; es algo como el silencio en el obrar del soberbio y del poderoso. La obra descomunal de América va realizándola España rápidamente, sencillamente, sin que un músculo contraído denote el esfuerzo extraordinario. Esta señorial aptitud para consumar actos excepcionales, que en el gigante parecen naturales y en otros absorberían todas las fuerzas y toda la voluntad, es un distintivo diferencial que España debe reclamar sobre todo.
Repasad el censo de las cosas geniales creadas por la Humanidad; sed exigentes al considerar el valor esencial y eterno de esas cosas;{37} cuando hayáis reducido a breve cifra las genialidades trascendentales, entre ellas contará siempre el descubrimiento, conquista y colonización de América.
¡Cuántos pueblos han debido vivir y perecer sin que su nombre quede perpetuado en una obra verdaderamente trascendental! España, hasta la consumación de los siglos, será una expresión viva porque produjo a América.
No consiste la genialidad en el ruido de las batallas y de la política; se puede embargar la Historia con el peso de muchas acciones, como Turquía o Cartago, y no obstante carecer de opción para el respeto de los siglos. No vale llenar la Historia y añadirle peso, que al fin es como una contrariedad; no vale siquiera haberse esmerado en pequeñas obras, en breves esfuerzos, en numerosas aportaciones modestas; lo importante en un pueblo es abrirse, como una montaña de oro virgen, y darse, derramarse, arrojar al tiempo de una vez y magníficamente la obra trascendental.
A los españoles se nos ha regateado todo.{38} Con un rencor de fiscal adverso, todo se nos ha discutido, negado, mezquinado. Pero considérense con atención y justicia el descubrimiento, conquista y colonización de América, y un aura de heroísmo y honda humanidad trascenderá al espíritu más extraño o ajeno. El heroísmo está palpitante; no los Cruzados, pero ni los fantásticos campeones de la caballería, ni los guerreros mitológicos, han inventado aventuras como la de Cabeza de Vaca o combates y trabajos como los de Pizarro y Cortés. El humanismo de la empresa española en América fué muchas veces escatimado; sin embargo, desde el ejemplo de Roma ningún pueblo se ha transfundido en el pueblo dominado como España en América. La flor de su sangre y de su cultura, sus creencias y su idioma, su fe y sus costumbres, su ánimo y sus sentimientos, todo lo derramó España en América, exactamente como hace una madre. ¿Es esto un delito de humanidad?
Vertida, derramada, transfundida en América, España quiere y puede llamarse madre.{39} La América española no es un país extraño que al libertarse políticamente se separa en realidad; no puede separarse nunca, porque es una parte indivisible de la universalidad española.
DESDE muy antiguo, y en distintas zonas del mundo, se ha pretendido descalificar y disminuir a los españoles que conquistaron América. Parece como si el primer impulso de estupefacción que la conquista de Méjico y Perú produjo en las gentes, hubiera humillado a los mismos admiradores; y es sabido siempre que la envidia reacciona del mismo modo: la admiración se convierte en incisivas objeciones.
El mundo se sobresaltó y quedó estupefacto cuando empezaron a correr las primeras noticias de las Indias, que eran llevadas, naturalmente, agrandadas y envueltas en hipérbole, por los pilotos, mercaderes, aventureros y{42} embajadores. Aquellas noticias hablaban de tierras y pueblos, que venían a reproducir y confirmar las relaciones semiolvidadas de Marco-Polo. Un mundo distinto, fresco de originalidad, radiante de juventud y de riquezas, asomaba por el lado de Occidente, ni más ni menos que como un regalo milagroso. Y este regalo venía a caer en la corona de España, ya desde antes favorecida tan grandemente por la Providencia. Pero cuando Cortés entró en Méjico y sujetó aquel imperio al dominio de Carlos V, y cuando un poco después mostró Pizarro la maravilla de su hazaña y el tesoro increíble del Perú, el mundo no supo cómo expresar su asombro. Lo cierto es que el nombre de España, entre el vulgo de Europa, iba adscrito a una idea de fuerza militar, palpable en los campos de Italia, Africa y Francia, y a una idea de oro, pero de oro manante, torrencial, inexhausto.
No debe extrañarnos que Europa procurase reaccionar, y bien pronto, en efecto, saltaron las primeras objeciones. Especialmente fué el siglo XVIII, ese siglo de casacas y de ilustra{43}ción empolvada, el que mejor objetó y criticó la obra de España en América. Ese siglo racionalista y pacifista era incapaz de sentir el vuelo épico de los conquistadores. Nada, en verdad, tan antagónico como la energía brusca y española de los conquistadores y el intelectualismo sedentario del siglo XVIII.
La conquista de América fué una acción a la española. Cada nación imprime a sus actos el sello que fluye de su propia naturaleza, siempre que esa nación tenga la virtud de la originalidad. No sería prudente que aquí nos detuviéramos a esclarecer si otra nación de Europa del siglo XVI hubiera podido descubrir, dominar y civilizar rápidamente el Nuevo Mundo, como en realidad lo consiguió España. A Portugal le faltaban, indudablemente, fuerzas, densidad y otros elementos; Italia y Alemania no existían como verdaderos Estados homogéneos; Francia carecía de la aptitud colonizadora. En cuanto a Inglaterra, ¿cuántos siglos habría necesitado para completar la obra americana con su sistema de los colonos y las factorías que hubo de inaugurar{44} en los Estados Unidos? En tiempo de Wáshinton las colonias británicas apenas si lograban alejarse algunas leguas de la costa del mar, y todo el interior era una sombra medrosa por donde corrían los indios y los bisontes.
Si América había de ingresar prontamente en el acerbo civilizado, era preciso que osase la empresa un pueblo escogido. Los dioses eligieron a España para esa empresa. Y España se lanzó a la obra, poniendo en ella su sentido heroico de la acción. Este sentido heroico de la actividad, que ha formado alguna vez y eficazmente el espíritu español, dió nacimiento a América. Así ha nacido América a la vida, y nadie puede evitar que así sea. Y España, con su empresa de América, ha cerrado, efectivamente, en la Historia el ciclo de la epopeya romántica, legendaria y milagrosa.
Las objeciones del mundo se han dirigido precisamente contra los personajes de esa epopeya. Con un espíritu cominero y sedentario, lleno de dengues y ascos, se ha querido reducir el tamaño de los conquistadores. Se{45} les ha tomado la cuenta exacta de cada una de sus muertes y de todas las gotas de sangre que necesitaron verter. No se ha mirado al conjunto de la obra ni al total de los resultados; no se ha visto el edificio entero de América, que al cabo del mismo siglo XVI estaba ya concluído y era tan majestuoso. Sólo se han visto y contado las muertes y los abusos, como si alguna epopeya pudo nunca ser realizada por ángeles puros. Ni se ha visto, a través de la sordidez puritana y de las gafas de los racionalistas del siglo XVIII, la nube caballeresca y como mística que envuelve a los conquistadores; tan distintos, ciertamente tan incomprensibles para todas las mentes que no sientan y perciban el genio español.
Una literatura de acarreo se ha obstinado en presentar a los conquistadores como personas bajas y soeces, brutales, con la más ruda brutalidad del más ignorante soldado. Se ha repetido el estúpido lugar común de que América fué conquistada y poblada por las peores gentes de España, y yo escuché a bastantes americanos hacer la misma relación de{46} ese vicio de origen, que les asignaba tan miserables predecesores.
Pero si repasamos las crónicas de la Conquista, constantemente hallaremos ocasión de rectificar al vulgo. Lo cierto es que en las expediciones que se dirigían a América, junto con los inevitables marineros toscos y soldados soeces, marchaba una gruesa multitud de caballeros, aristócratas, hidalgos, segundones, personas de pro, buenos capitanes y gente de toga y de iglesia. Es absolutamente erróneo que embarcase para América lo peor de España. En aquellos tiempos España tenía una verdadera plenitud de caballeros e hidalgos que eran suficientes para acudir a las empresas de Europa y a la aventura de Ultramar. Por eso era fuerte entonces España, por la multitud y densidad de su aristocracia, aquella aristocracia de pequeños caballeros y fuertes hidalgos, que se dispersaron y perdieron, por desgracia, en tantas dilatadas empresas; los cuales, al desaparecer, dejaron a España como sin hueso y sin brío, puesto que los falsos hidalgos de nueva promoción, que{47} después acudieron, ya no tenían la virtud íntimamente aristocrática de los primitivos.
Es indudable que las expediciones se formaban con la flor de las gentes de Andalucía, de Extremadura, de Castilla y del Cantábrico. Buenos pilotos de Vizcaya, de Galicia, de las marinas de Huelva y de las riberas del Guadalquivir; cartógrafos y hasta hombres de letras; artilleros como Candía, el que siguió a Pizarro, y el Catalán, que acompañaba a Cortés; caballeros, en fin, de toda España. Cuando Hurtado de Mendoza quiere fundar a Buenos Aires, lleva, según los cronistas, una multitud de señores y brillantes capitanes, que van en una armada poderosa, todos seducidos por el prestigio del ya famoso y un poco quimérico Río de la Plata. Y en la relación que envían los fundadores de Veracruz al emperador Carlos V, dicen que «Hallándose con deseo de poblar muchos caballeros e hijos-dalgos...»
Efectivamente, las fundaciones de ciudades y la toma de posesión de las tierras descubiertas no se ejecutan rudamente y al modo que{48} harían unos soldados facinerosos. La mayor solemnidad jurídica, el formulismo más civil y ceremonioso preside esos actos, verdaderamente memorables y conmovedores. Blasco Núñez de Balboa penetra solo y armado en la mar del Sur, que acaba de descubrir, y con el estandarte en una mano y la espada en la otra, asesta al mar las cuchilladas de ritual y proclama, en estilo caballeresco: «si hay algún hombre que quiera desdecirle sobre aquella posesión, y si le hay, que salga a defender su protesta».
Lo mismo hace Cortés, lo mismo todos los conquistadores. Y enseguida que se arma una expedición, por modesta que fuere, tienen cuidado de llevar un clérigo y un hombre de toga para que vigilen la campaña, tomen nota del oro que se rescata, reserven el quinto para el rey y pongan orden y decoro formal a todo. En la primera expedición al Yucatán, unos cien soldados, pobres de suyo y sin más propósito que rescatar oro, empeñan sus caudales y llegan a poder armar unos pequeños navíos; a pesar de su modestia en recursos, y{49} ser una simple expedición accidental, se apresuran a contratar un sacerdote para que les diga misa, y un magistrado para los efectos formales y jurídicos.
Las mayores formalidades preceden a la fundación de las poblaciones, que inmediatamente nombran sus cabildos y justicias, y que desde el primer momento adquieren el sentido foral y ciudadano, verdaderamente democrático a la española. Véase la fundación de Veracruz; la formalidad es suprema y convincente. En efecto, convenido que han la necesidad de fundar una villa, el jefe de la expedición, que es Hernán Cortés, reune a los señores y soldados y nombra los alcaldes y regidores que se precisan. Hecho esto, al día siguiente se reunen los alcaldes y regidores y mandan llamar a Hernán Cortés en nombre de la Corona, y le piden que les muestre los poderes y ejecutorias de que dispone. Examinados estos poderes, los magistrados de la villa fallan, por tanto, que el poder legal de Hernán Cortés ha terminado en aquel instante. El poder civil recupera sus derechos y procede con plena{50} soberanía. Entonces, puesto que la armada necesita un capitán, los alcaldes y regidores deliberan concienzudamente y deciden elegir a Cortés como jefe...
Seguramente, aquí se trata de una maniobra que cualquier político moderno, de cualquier aldea constitucional, conoce y sabe tramar. Es claro que Hernán Cortés conocía previamente la decisión del cabildo de Veracruz; pero él y sus hombres tenían un hondo sentido de la autoridad, y no osaban hacer nada sin anteponer el formulismo y la ceremonia de las leyes y de la Justicia.
Antes de entrar en batalla contra los indios, ¿no vemos a los españoles, aún a riesgo de empeorar su situación estratégica, destacar un heraldo y amonestarles seriamente para que se vengan a razones y se sometan al rey de España? Esta casi cómica protestación se repite muchas veces; es como si los españoles quisieran exculparse del crimen que ellos no desean hacer, pero que la necesidad del momento les obliga a hacer... Pero todos sus formulismos, todas sus formalidades jurídicas fueron vanas;{51} la posteridad les ha llamado rudos aventureros, soldados foragidos, gentes sin Dios y sin Ley.
La brillante y lucida hueste que Hernán Cortés preside y lleva a la conquista de Méjico es una hermosa armada de quinientos hombres esforzados, empavesada de banderolas y trémula por el ruido y resplandor de las armas. Es una síntesis de España; es un pedazo de Europa que contiene todo lo estimable de la civilización cristiana y europea. Caballeros, capitanes, clérigos, magistrados, oficiales y artífices; nadie falta allí para completar la síntesis. Es un pequeño mundo que avanza hacia la virginidad del mundo ignorado. No falta ni siquiera la literatura; el propio Hernán Cortés describirá sus actos, como antes César, y allí va con ellos Bernal Díaz del Castillo, que habrá de escribir su famosa historia de La conquista de la nueva España. Es un mundo pequeño, es una tropa pequeñísima para osar tan enorme empresa; pero lleva consigo un aliento excepcional, con el que sabrán incluir aquellos extensos países en el seno de la civilización europea.{52}
El propio Bernal Díaz del Castillo se entusiasma y toma un tono lírico cuando considera la obra que han realizado los españoles. El valiente capitán y rudo historiador, viejo ya en su retiro de Guatemala, echa la mirada hacia atrás, recuerda lo que fué América y lo que es en el momento, y habla con acento emocionado y con legítimo orgullo de todo cuanto le debe el mundo a los conquistadores. Enumera el horror de las idolatrías sanguinarias que los españoles han suprimido; el ferviente cristianismo en que viven las poblaciones indias; el número de monasterios e iglesias que se han erigido en todas partes. Habla de los muchos oficios en que diestramente se emplean los indios, enseñados por los españoles, y cómo los pueblos tienen sus cabildos y justicias y viven en sosiego.
«Digamos cómo todos los demás indios, naturales de estas tierras, han deprendido muy bien todos los oficios que hay en Castilla entre nosotros. Y tienen sus tiendas de los oficios, y obreros, y ganan de comer a ello... Y muchos hijos de principales saben leer y es{53}cribir y componer libros de canto llano... Y han plantado en sus tierras y heredades de todos los árboles y frutas que hemos traído de España... Y demás desto, miren los curiosos lectores qué de ciudades, villas y lugares están poblados en estas partes de españoles... Y tengan atención a los obispados que hay, que son diez, sin el arzobispado de la muy insigne ciudad de Méjico, y cómo hay tres audiencias reales... Y miren qué hay de hospitales... Y también tengan cuenta cómo en Méjico hay Colegio Universal (Universidad), donde estudian y deprenden la gramática, teología, retórica y lógica y filosofía, y otros artes y estudios, e hay moldes y maestros de imprimir libros...»
Esto se escribía en 1568, cuarenta años después de la conquista de Méjico. Aproximadamente por aquel tiempo, otro historiador-soldado, tan sabio como discreto, Pedro de Cieza de León, exclama en su Crónica del Perú:
«Y no me paresce que debo pasar de aquí sin decir alguna parte de los males y trabajos{54} que estos españoles y todos los demás padecieron en el descubrimiento destas Indias, porque yo tengo por muy cierto que ninguna nación ni gente que en el mundo haya sido, tantos ha pasado. Cosa es muy digna de notar que en menos de sesenta años se haya descubierto una navegación tan larga y una tierra tan grande y llena de tantas gentes; descubriéndola por montañas muy ásperas y fragosas y por desiertos sin camino, y haberlas conquistado y ganado, y en ellas poblado de nuevo más de doscientas ciudades...»{55}
LA obra del Nuevo Mundo es hija del heroísmo. Tiene un hondo sabor de aventura, y jamás el tiempo ha de borrar esa huella aventurera y heroica de los orígenes. Y es, además, acaso la última gran empresa heroica y aventurera que la historia ha producido.
Las obras que nacen del heroísmo mantienen eternamente un sello excepcional que las hace más eficaces y bellas. Esta verdad la han conocido todos los pueblos, y es efectiva la voluntad de poseer orígenes heroicos que manifiestan las civilizaciones todas. De la cabeza de Minerva armada quiere Atenas nacer, y la misma Roma, nido de algo como bandoleros al principio, se hace inventar la leyenda de{56} aquellos guerreros de Troya, origen de la estirpe romana.
La superstición guerrera, común a todas las razas, podría parecer un prejuicio que hubiera impuesto a las gentes la casta militar, dominante y temible antiguamente. Pero una casta militar no pudo sostener en toda hora su pensamiento imperativo ni sobornar constantemente a los filósofos, poetas y artistas, y lo cierto es que todos, hombres de meditación o de fantasía, otorgaron siempre al heroísmo su entusiasmo, sus cantos y sus obras panegíricas.
Es porque comprendían que el soplo heroico hace grandes, fértiles y duraderas a las cosas. Sabían que el espíritu del heroísmo es el más fecundo en idealidad, porque inspira y estimula las virtudes próceres humanas: la virtud, el honor, la lealtad, la generosidad, el sacrificio. Y porque de estas virtudes príncipes nacen las ideas bellas, y, por lo tanto, las mismas actitudes y los gestos bellos.
Del poema de La Ilíada se nutre Grecia hasta su final. Y tanto o más que la interpre{57}tación de los símbolos o personajes religiosos, le interesa al espíritu heleno interpretar las luchas y los personajes de la guerra de Troya. Un mundo de estatuas y ánforas, una floración de inefable estética brota del alma cálida de Grecia al contacto de aquella idea de heroísmo.
Las obras que fecunda el heroísmo, por su virtud de aristocracia y de sublimidad, diríase que superan la resistencia del tiempo y están por sí mismas sinceradas. El aura de valor y de nobleza en que se envuelven las hace respetables, hermosas, temibles. ¡Qué infecunda y fea la civilización que no ha nacido del heroísmo! Todos los bajeles y riquezas de Fenicia fueron inútiles para el mundo e inaptos para el arte y la idealidad, porque carecieron de heroísmo. Las colonias, los palacios y las actividades de Cartago son estériles porque les falta la ráfaga heroica; sólo al morir la ciudad prosaica halla en Aníbal el hombre que podrá justificar a su patria ante la Historia.
Por las páginas de la La Biblia corre ese so{58}plo heroico más de una vez; con rumor de espadas están llenos sus libros, y las estrofas sagradas vibran gloriosamente y tienen un alto tono de alegría triunfal cuando narran las guerras contra los filisteos, aquellas luchas por la conquista de un territorio que Dios concede a su pueblo para que lo nutra con heroísmo. La figura de David ilumina como una llama heroica los libros santos.
Heroico es el cristianismo, y no solamente mártir. ¿No es un alma profundamente heroica la de San Pablo, y alma íntimamente marcial? ¿Es algo más que heroísmo la voluntad de vencer de los cristianos en la Edad Media? Las Cruzadas, los poemas caballerescos en Tierra Santa, la expulsión de los moros de España, ¿no son conceptos en que el heroísmo se funde, como la mas alta y no igualada fusión, con el misticismo? ¿Y no tienen carácter heroico las aventuras temerarias de los fundadores y los evangelistas?
Glorioso es el Renacimiento por sus humanidades, su arte y su ciencia; pero es además grande y glorioso por sus esencias heroicas.{59} El siglo XVI crea verdaderos portentos humanos, personas de excepción, héroes extraordinarios y numerosos. Es la hora radiante en que la personalidad heroica se manifiesta con más brillo y hasta sus últimas consecuencias.
Del heroísmo ha nacido América. Un soplo, entre místico y marcial, empujó las carabelas inaugurales. Bajo la cruz pintada en el velamen, las espadas y las corazas hacían sus fieros ruidos. Así fué creada América, y nunca será esto rectificado.
Los españoles crearon América a su modo, al modo heroico. Salían del poema largo de los moriscos; recordaban los actos del Cid, el que lograba ciudades y reinos con la fuerza de la lanza; estaban impregnados de lecturas caballerescas... En las Indias, puesto que la dirección de los gobernantes de la península era nula, aquellos españoles emprendieron la obra según su propio e íntimo ser, espontánea e inspiradamente. Por ser obra libre de la espontaneidad de los conquistadores y pobladores, América es el acto más{60} puramente español. Tal vez por eso también es América una cosa tan inexorablemente española.
La virtud heroica sabe hacer estos milagros. Y si una colonización de comerciantes, como la holandesa, deja al cabo de los siglos que Java y Sumatra no pesen nada en el mundo, sino como almacenes de azúcar y como viveros de gentes anónimas, las naciones americanas que España creó heroicamente son cosas personales, únicas, y posibilidades magníficas en el porvenir. Ni Méjico ni el Perú carecerán nunca de valor en la Historia.
Entregados a su iniciativa, obedientes a su espontaneidad, los españoles vertieron en América su ser entero; todo su contenido social, político y religioso. Con una rapidez que asombra, las catedrales y las universidades levantaban sus torres en el aire americano. Los cabildos, como copia de la vida municipal de España, se transplantaban a las Indias y daban a aquellas regiones el tono cívico y libre que desde el principio ostentaron. El afán de poblar se mezcla con el afán heroico,{61} y tan pronto como se ve algo exento de dificultades, Pizarro insiste en fundar la ciudad de Lima, en cuyos planos y replanteo interviene, y de cuya fundación y grandeza está tan orgulloso, tan enamorado.
LOS hombres varían poco a través del tiempo, en cuanto a los caracteres y modos fundamentales; variamos nuestro modo de vestir, cambiamos la forma de las leyes y de los sistemas de locomoción, pero en lo íntimo somos consecuentes.
Leyendo las incomparables estrofas de Mío Cid nos encontramos con relatos y episodios que parecen escritos por un cronista del siglo XVI. Y todo el que sienta hondamente la epopeya de América, reconocerá que los conquistadores, expresa o infusamente, estaban influídos por el poema del Cid.
Muchos de los conquistadores, por su rudi{64}mentaria cultura, no conocían directamente el viejo poema castellano; pero a través de los romances, cuentos y tradiciones, es seguro que España entera se hallaba saturada del espíritu y hasta los pormenores del héroe de Vivar.
Este era un hombre representativo que asumió todas las esencias del alma española, y que, por ley natural que nunca falla, sirvió de guía y modelo a las generaciones sucedentes. El Cid, como perfecto héroe nacional, dió el tono a España, y para comprender esto no necesitamos acudir a los ejemplos literarios, como son los romances y las numerosas comedias que han surgido de los episodios del Cid; la influencia más viva y práctica la tenemos en la conquista de América.
Lo cierto es que Hernán Cortés y Francisco Pizarro efectúan sus empresas en una forma que en ocasiones parece copiada del mismo poema de Mío Cid.
Cuando Pizarro alza pendón en Panamá y hace la recluta de sus mesnadas, verdaderamente está calcando al Cid en su ataque y conquista de Valencia.{65}
Allí veremos a Pizarro gozoso de haber entrado en las puertas del Perú y sorprendido ante las primeras riquezas que apresan sus manos. Lo primero que decide es un acto de política y de fidelidad: aparta el quinto del botín y corre a llevárselo a su rey. No de otro modo el Cid, cinco siglos antes, encargó a Minaya.
Vemos después a Pizarro llegar hasta el remoto Cuzco, domar los ejércitos enemigos y posesionarse del extraño país maravilloso. Le vemos reunir las riquezas de los incas y hacer las particiones entre sus gentes, dando al caballero y al peón su parte equitativa, de ma{66}nera que aquellos temerarios aventureros se hicieron todos ricos en un instante. También en este caso parece que el episodio y los mismos detalles hubieran sido calcados del poema del Cid.
Así en la batalla contra el conde de Barcelona, vencido éste y librado del cautiverio por la bondad del caudillo castellano,
Pasa por todo el poema de Mío Cid un aire de aventura y de conquista, de esperanza y de botín, de largas caminatas por territorios extranjeros, y este aire heroico-adquisitivo es como el preludio de la gran aventura de las Indias. En tal sentido, el Cid es un precursor de los conquistadores o, mejor todavía, el primer conquistador.
Se dirá que la guerra era igual en sus formas y en sus fines durante los siglos medioevales. Marchar contra el enemigo, vencerlo, es{67}clavizarlo y apresar inmediatamente el botín; tal era, en efecto, el sentido y la moral de las guerras en la Edad Media. Pero por encima de las formas usuales o universales, las mesnadas del Cid se reservan una originalidad. Desde luego ellas operan sobre un adversario infiel y perverso, como es el moro, el cual, por añadidura, está ocupando un territorio que, justamente, no le pertenece. Por tanto, ir contra el moro no es lo mismo que hacer la guerra a un rey o estado de cualquier otro país de Europa. El héroe español hace sus campañas sobre un país tres veces enemigo: enemigo como infiel, como usurpador del territorio y como adversario formal.
El Cid, además, no es un conde ni un rey que desea extender sus estados o vengarse de un vecino poderoso; simplemente es un hidalgo fornido y valiente, apto y capaz, verdadero ejemplar del caudillo que recluta sus hombres y va a la buenaventura, a conquistar tierras y ciudades, a vencer reyes y ensanchar el cristianismo. Ni siquiera le ayuda el rey; hasta rompe los vínculos legales que le atan{68} al rey, puesto que está desterrado. Solo con sus fuerzas, aislado en el mundo, fiando en su capacidad, marcha por la tierra adelante a conquistar ciudades y lograr la riqueza, el poder y la gloria... Este tipo de conquistador es único en Europa; y es tan español, que los conquistadores de América no hacen más que reproducirlo y calcarlo.
Hay en el Cid un tono de aventura a la española que parece un anticipo o un presagio de lo que más tarde habría de ocurrir en América. El aventurero de Vivar, por virtud del incomparable verismo del espíritu estético español, no pretende nunca engañar a sus hombres con entelequias ni fantasías literarias; les habla el lenguaje de la verdad, con un acento masculino y heroico tan lleno de humana emoción. Y la verdad para sus hombres de hierro no puede dispersarse en vanas quimeras; se trata de ganar botín, de cobrar honra y de expulsar a los infieles.
Esta trinidad de propósitos práctico-idealistas está asistida constantemente por un sentido de conmovedora fraternidad, que después{69} habrán de reproducir los conquistadores de América haciéndose, el capitán y los soldados, camaradas a quienes une entre sí tanto el amor como la ambición. El Cid trata a sus soldados como a hijos, los protege y guía, los ama de todo corazón, al modo que después los aventureros de Indias no escucharán de sus jefes ninguna altivez, ningún ultraje, ni le acusarán de abusos. Fraternalmente se repartirán los tesoros, como hermanos de peligro y de fortuna que en efecto son.
¿Pero qué hay, además, en el Cid de distinto, de íntimamente español, de presagio americano? Sin duda es aquel vuelo y fuga mística que cobra en la epopeya de Indias su mayor significación, y que en el poema de Mío Cid ya estaba expresado. Poco antes de marchar contra las tierras de moros, que son vasallos del conde de Barcelona, el Cid cree necesario hablar a sus gentes, y al efecto les da con pocas palabras una especie de sistema o filosofía del heroísmo, del aventurero, del conquistador.
¡Aquí está, sin duda, el principio y la definición de la historia de España! «Quien mora siempre en un lugar, lo suyo, lo que posee, puede disminuirse...» ¿No es ésta una verdadera filosofía del progreso, que estima, en contra del sentido quietista y parsimonioso, necesario cambiar, osar, variar y decidirse? ¿Pero no reside en esas rudas palabras un presentimiento de la acción española, impetuosamente lanzada hacia una ambición de dominio y de gloria?
El poeta de Mío Cid añade en seguida:
Es decir: «Puesto que mañana nos manda el destino que sigamos la ventura, dejad estas posadas o lugares deliciosos donde hemos triunfado y gozado, y marcharemos adelante...» ¡Oh, sublime y transcendental palabra adelante, que al oído del soldado suena como la voz de un deber sobrehumano, como la voz de la raza, como el imperativo de la Historia! ¡Dejad estas posadas y seguid adelante! ¡Tie{71}rras adentro, hasta la mar, hasta más allá del mar, más adelante, siempre adelante!
Al finalizar la Edad Media, a causa de la tradición del Cid y de las conquistas en tierras de moros, estaban acaso los españoles en una posición particular respecto a los otros europeos; me atreveré a decir que los españoles eran los europeos que más sinceramente sentían y practicaban la caballería. Los libros de caballería, por tanto, tenían en España una realidad de cosa viviente. ¿No podría explicarnos esto la actitud de Cervantes, que reserva su mejor talento para escribir el Quijote, acerba condenación de la caballería? Ningún otro país europeo necesitó la cura genial de un libro extraordinario para una dolencia que, en efecto, sólo en España adquiría gravedad.
El quijotismo estaba en el aire y producía los consiguientes daños. La leyenda del Cid, conquistador de ciudades y opresor de reyes, venía corroborada por las continuas empresas contra los moros y por la última romántica empresa de la toma de Granada. Los libros de{72} caballería no eran, pues, vagamente fantásticos para los españoles. Pero mientras la gente leía las absurdas hazañas de aquellos libros, ¿no estaban realizando otros españoles las absurdas, las maravillosas empresas de Méjico y del Perú?
Cervantes asumió en este caso la voz de la mediocridad prudente y criticista, moralizadora y tímida; se hizo abogado del filisteo; combatió la caballería y todo el trastorno imaginativo y social que comporta el espíritu de aventura. Sin duda estaba ya muy viejo. A los veinte años él mismo hubiera cantado la caballería, puesto que él la practicó en Lepanto. Pero había fracasado como aventurero, y toda su vida era ya un fracaso.
Sentíase viejo y tomó el partido de los negadores, de los pesimistas, de los críticos, de los prudentes y los filisteos; de todas las gentes sesudas y sedentarias que condenan lo extremoso y lo aventurero. Los espíritus sensatos y tímidos de España, los tenderos y los bachilleres, debían lamentar mucho que el Cid y los conquistadores y los aventureros no fue{73}sen encerrados bajo tres vueltas de llave. Por último, encontraron su agente en la pluma de Cervantes. ¡Y así recibió España, como compensación a la pérdida del idealismo aventurero, la indemnización del Quijote!
SE ha querido reducir el mérito de la conquista de América con la alegación de que los españoles únicamente perseguían el oro.
Hay dos maneras de afrontar la grandeza de los hechos y de las almas. Y es bien cierto que para un espíritu noble que ama lo sublime, los actos memorables se presentan revestidos de un aura magnífica, y se esmera en mirar en ellos las esencias ideales por las que el hombre adquiere cada día mayor beneficio de nobleza, de cultura y de elevación moral. Este modo de considerar el heroísmo y los grandes hechos heroicos, requiere, es verdad, que el alma se halle propensa al{76} heroísmo y contenga en algún grado la aptitud ideal.
Por el contrario, un espíritu descontento y que ama el ras de la tierra, cualquier acto extraordinario lo mirará prolijamente, avaramente, con el sentido de la justicia y de la verdad que puede tener un administrador o cajero de oficina bancaria. Sometido a este régimen de regateo, ningún acto memorable resiste la comprobación. El espíritu pequeño estudia los detalles, suma los gastos, toma nota de las muertes y daños causados, descubre la paga que se cobró el héroe, y el acto sublime se disuelve en tierra y en prosa. Es el caso de las famosas «cuentas» del Gran Capitán, y sin duda el conquistador de Nápoles hubo de verse en gran apuro cuando la administración avara le pidiera nota de los «gastos». El Gran Capitán sabía vencer a los caballeros franceses y deslumbrar a Europa con sus hazañas; no sabía, sin embargo, justificar sus cuentas... y lo cargó todo, conquistas y hazañas y glorias, al capítulo de «picos, palas y azadones».{77}
Si un espíritu pequeño pone su trabajo en desmenuzar la obra de las Cruzadas, fácil le habrá de ser descubrir un número exorbitante de soldados, caballeros y señores que iban a Oriente con el propósito de ganar tierras o cobrar un rico botín; otros iban a ganar el perdón de sus pecados, con lo que negociaban el rescate del infierno. ¡Sería tan posible descubrir el interés hasta en la vida de los mayores mártires!
Pero en el sitio donde bullen y se enroscan los sentimientos bajos o mezquinos, vuelan y se remontan las ideas y los propósitos sublimes; y junto con la marinería y soldadesca que embarcaba a las Cruzadas, allí iban también los príncipes y los monjes y los mancebos que perseguían la ideal ambición de conquistar el Santo Sepulcro. Y entre la misma ruda soldadesca, brillando entre la grosería de los propósitos de la soldadesca, ¿acaso no relucía allí mismo, en aquellos espíritus humildes, la llama oculta del ideal? El último soldado, que no vacila en matar, violar y saquear, tiene sus treguas íntimas, sus momentos gra{78}ves, en que triunfa la conciencia, y entonces está presto a perder todo su botín de concupiscencia por defender a su jefe, a su Dios, a su bandera.
Entre la turba de soldados y marineros, sobre las solicitaciones de la multitud que marcha a la procura del oro, allí Hernán Cortés levanta la mira de sus sueños, y no es el oro lo que más le importa, sino la gloria. Por la gloria van otros muchos conquistadores. Por servir al rey, por orgullo de conquistar, por el anhelo patriótico de ensanchar todavía más la grandeza de España. Y casi todos los conquistadores, en efecto, mueren en América, muchos de ellos pobres, y trabajando hasta el fin en la perfección de su obra. Vasco Núñez de Balboa se ocupaba en componer su precaria vivienda, cuando lo detienen para ajusticiarlo. Francisco Pizarro se enorgullecía de su ciudad de los Reyes, que él mismo trazara, y en ella pereció peleando espada en mano, porque ni de viejo ni para morir tuvo reposo.
La codicia es uno de los primeros y más grandes conductores de la actividad humana.{79} La codicia estaba también entonces allí, en la obra de América, ocupando los puestos avanzados.
Antes de que América surgiese a la mirada del europeo, su ensueño, su posibilidad o su destino estaban impregnados de codicia. Las tierras de Catay, los mares de perlas, los imperios rebosantes de oro, todo eso había impregnado la imaginación de Europa a través de los relatos hiperbólicos de los viajeros venecianos. Los españoles iban a América bajo la impresión de ese suelo áureo. Y esta idea de la riqueza americana, que ha durado cuatro siglos y que ahora mismo no pierde su sabor de quimera y de milagro, los primeros expedicionarios la llevaban en sus almas, naturalmente propensas a la hipérbole y a la superstición milagrosa.
La superstición de la riqueza súbita y fastuosa era tan viva, que a veces, entre episodios trágicos, da ocasión a incidentes grotescos y graciosos. Los pobres soldados veían por todas partes brillar montañas de oro, y lo mismo que al alma simple le aparecen fantas{80}mas divinas en cualquier pliegue de las nubes, a ellos les aparecían fantasmas de oro y de perlas.
Pasando por una aldea de indios, los soldados de Cortés observan unas hachas doradas que portan algunos habitantes, y creen que son de oro bajo. Las cambian por bujerías y cuentas de cristales, o las roban, sencillamente. Las hachas doradas menudean, y los indios traen muchas, viendo que tanto les agradaban a los cristianos; y cuando los cristianos se van y toda la tropa de peones y marineros anda preocupada en esconder aquel botín de la vigilancia del general... ¡se descubre que no son de oro bajo las hachas, sino de bronce! Y la tropa suelta la carcajada, riéndose de su propio fracaso.
Otra vez, «Vueltos a embarcar, siguiendo la costa adelante, desde a dos días vimos un pueblo junto a tierra que se dice el Aguayaluco, y andaban muchos indios de aquel pueblo por la costa con unas rodelas hechas de conchas de tortugas, que relumbraban con el sol que daba en ellas, y algunos de nuestros{81} soldados porfiaban que eran de oro bajo, y los indios que las traían iban haciendo grandes movimientos por el arenal...»
Otro día salen las gentes de Cortés hacia el pueblo de Cempoalla, a invitación del cacique, y atraviesan un espléndido país cubierto de vegas, prados, bosques, palmeras, lleno de frescos arroyos, poblado de aves bonitas, alegre como un pensil tropical. Los cansados y pobres conquistadores penetran en la ciudad y son recibidos con flores y vítores. De pronto, unos soldados de a caballo que iban en avanzada vuelven temblando de emoción: ¡habían visto las casas chapeadas de plata!... Después se descubrió que era un barniz o pintura brillante que cubría las paredes de las chozas. Y otra vez la tropa rompió a reir a carcajadas.
Y una vez que un indio, emisario de Moctezuma, se fijó en el yelmo de un soldado, con ingenuidad de primitivo lo tomó, le hizo gracia, y suplicó al soldado que se lo cediera; quería llevárselo al emperador como objeto de curiosidad. Entonces el soldado, con una sor{82}na muy de soldado, dijo que bueno, que se lo llevase a Moctezuma... ¡y que volviese el yelmo lleno de oro! En efecto, volvió el casco marcial todo henchido de oro hasta los bordes.
¡Ah, cómo encendían estas cosas la brasa impaciente de aquellos soldados! ¡Cómo se avivaba su imaginación y se afianzaban sus corazones! ¡Qué país tan imaginativo, fantástico, estupefaciente, aquel país en que las maravillas saltaban a cualquier hora, y en que las emociones variaban con bruscos golpes, desde el terror a la gloria, desde el hambre a la hartura, desde la miseria y el descalabro a la opulencia!
¡Y aquel desgraciado Moctezuma, cómo pretendía que se marchase Cortés, si le ofrecía el espectáculo de un imperio pasmoso con cuya conquista ganaría más honra y lustre que todos los capitanes de España! ¡Cómo presumía que los soldados se fuesen de Méjico otra vez a su patria, si les anteponía la tentación de los regalos de oro!
Los emisarios de Moctezuma traen a los españoles ricos presentes. Traen sobre todo dos{83} planchas «tan grandes como ruedas de carro», una de oro y otra de plata. Y repiten a los españoles «que se marchen del país...» ¡Cómo podían marcharse! ¡Qué corazón valiente se hubiera marchado! Van, al contrario, adelante, y se meten en una aventura espantosa que les acarreará batallas terribles, derrotas tristísimas, trabajos y mortaldades sin ejemplo.
La leyenda y superstición del oro hallaban de repente un sitio exacto en la realidad, y los mismos ensueños podían ser alguna vez superados. Así la tropa de Francisco Pizarro, cuando en Caxamalca se repartió el rescate del Inca, se encontró toda ella rica, pero rica de veras, rica en buenos lingotes de oro y de plata. Aquella distribución de botín es el hecho militar más inaudito, más único de la Historia. Tiene de particular que es un hecho confrontado, corroborado por los cronistas, presidido por el general, anotado por los magistrados, con nota de los nombres y cantidades.
«De todo lo demás—dice Francisco de Je——, sacado el quinto real y los derechos del{84} fundidor, repartió el gobernador entre todos los conquistadores que lo ganaron, y cupieron a los de caballo a ocho mil y ochocientos y ochenta pesos de oro y a trescientos y sesenta y dos marcos de plata, y los de pie a cuatro mil y cuatrocientos y cuarenta pesos de oro y a ciento y ochenta y un marcos de plata...» El dinero valía entonces dos o tres veces más que hoy.
¡Todos ricos, repentinamente ricos!... Aquella noticia debió de correr, paulatinamente agrandándose, a través del continente y de las islas, por España entera, por Europa. Y el nombre del Perú se hizo sinónimo de riqueza. Y la enfermedad o el ensueño de América arraigó para siempre en las imaginaciones europeas. Y de ese ensueño, de esa codicia de que se impregnó el nombre de América, salieron las emigraciones que han hecho próspero al Nuevo Mundo.
Y cuenta en seguida el mismo Francisco de Jerez que «Muchas cosas había que decir de los crecidos precios a que se han vendido todas las cosas, y de lo poco en que era tenido{85} el oro y la plata. La cosa llegó a que si uno debía a otro algo, le daba de un pedazo de oro a bulto, sin lo pesar, y aunque le diese el doble de lo que le debía, no se le daba nada, y de casa en casa andan los que debían, con un indio cargado de oro, buscando a los acreedores...»
Sí, seguramente; los pobres soldados no serían ricos mucho tiempo. Siempre ha seguido el mercader al soldado, y siempre el mercader se alzó con los gajes de toda empresa heroica.
LOS embajadores de Venecia en España, en su misión de espionaje comercial, todos comienzan lo mismo sus informes cuando descargan sus pesquisas al Senado: de las Indias no se puede saber la verdad, no se sabe de cierto nada...
Una atmósfera de hipérbole, en efecto, envolvía al continente americano, y para que los datos verosímiles faltaran todavía más, quería la suerte que los navegantes, conquistadores y mercaderes desembarcasen en Sevilla, con lo que el natural vuelo imaginativo de los andaluces empeoraba aquel proceso de fantasías.
Pero es innecesario recurrir a la imaginación andaluza. Toda Europa, en aquel tiempo,{88} era propensa a la hipérbole, a la leyenda y a la superstición. Y estando la sociedad tan preparada a las fugas imaginativas, y en un momento histórico en que los libros de caballería pasaban de mano en mano, he ahí que repentinamente realizaban unos hombres de carne y hueso cuantas proezas y aventuras inventaron los noveladores. Se abría, pues, a las mentes estupefactas de los europeos aquel país inaudito, maravilloso, que rezumaba néctar de frutas tropicales y que extendía generosamente montes de joyas y auténticas maravillas de oro.
En la Edad Media había padecido Europa una especie de rigor ascético, impuesto primeramente por la disciplina cristiana, y luego, con más motivo, por el aislamiento geográfico a que se condenó desde la caída del Imperio de los Césares. Europa vivía de sus recursos, propios de los climas fríos y templados; los frutos bellos y dulces, incitantes y olorosos, todo lo que la zona tórrida tiene de rico, muelle y lujuriante, estaba en poder de los infieles. Las vías de Oriente hallábanse en manos{89} de los sarracenos, y las vías del mar oceánico quedaban cercadas por el terror. En forma precaria y con un coste fabuloso, el acceso a Oriente y a los frutos tropicales hacíase por intermedio de las Repúblicas italianas, con lo que ciertas delicias orientales solamente podían gustarlas los príncipes y los señores.
Y ved ahí que repentinamente llegan a Europa las especies picantes, los sabrosos frutos, las cosas más ricas y bellas... Los conquistadores vuelven a España y se entretienen en la ponderación de unas tierras donde sin esfuerzo nacen las plantas benéficas. Pronto corre entre el vulgo, mixtificada con un poco de sorna, la quimera de Jauja, aquel país de cielo radiante, aquella tierra sin lluvias, y no obstante frondosa; aquel edén donde el oro salta a la mano y donde no es preciso trabajar para ser feliz... Sin embargo, el paraíso de Jauja era cierto.
Los que volvían de América hablaban de unas islas exhuberantes, frondosas como canastillos de flores, circuídas por un mar de profundo azul. Referían la variedad de los fru{90}tos nunca vistos: maíz, patata, boniato, cazabe. Y después, ¡qué viciosa y divina tentación en aquella existencia de prodigio! El azúcar manando de los alambiques; la exquisita molicie del café; el tónico y excitante chocolate; la pasión del tabaco, saboreado por primera vez en las veladas del campamento... La coca, la pimienta, la vainilla, la canela, ¡todas las delicias tórridas se les brindaban a los exploradores, y el último soldado se transformaba en un opulento señor nada más que por la opción de tanta molicie!
Estos ricos frutos encantados producían a veces la misma sugestión que el oro en los conquistadores. La busca de un árbol maravilloso daba también lugar a aventuras caballerescas, en que se arriesgaban los campeones por deshacer el encantamiento o esclavitud de un simple arbusto.
Así es como a los españoles del Perú llegó la noticia de un país remoto, el país de la canela, que estaba más allá de las montañas y los ríos, y que sin duda era preciso descubrir y conquistar. Y al señuelo de aquella maravi{91}lla, Gonzalo Pizarro, hermano del conquistador, pidió venia para desencantar al árbol de la canela, y reunió más de quinientos compañeros, con los que partió de la ciudad de Quito hacia el Oriente.
¡Qué de trabajos, guerras y peripecias soportaron aquellos héroes del nuevo vellocino! Tribus hostiles, comarcas desiertas, serranías heladas y pantanos tropicales; pero hallaron, efectivamente, el país de la canela, y pudieron regocijarse ante el árbol prodigioso que generosamente otorga el fruto excitante. Entonces fué cuando la expedición, impulsada por el sabor de los prodigios, se lanzó en busca de nuevas maravillas a través de las selvas espantosas. La fantasía y el gusto de lo maravilloso los empujaba por aquellos parajes mortíferos e imposibles de abarcar. Descienden por la ribera del Amazonas y se ven constreñidos a armar un bergantín; hacen hornos de fundición y emplean las herraduras de los caballos para hacer clavos; en lugar de estopa usan el paño de sus mismos trajes harapientos; la brea la sustituyen con el caucho. Y cuando el ber{92}gantín, llevando un buen grupo de gente, navega por el Amazonas, su capitán, Orellana, se alza y revela, y descendiendo hasta el mar toma la vuelta de España.
Quedan Gonzalo Pizarro y sus compañeros abandonados en aquella inmensidad. Deciden tornar a Quito. Las ropas ya no existen, los caballos y los perros se los han comido, las espadas carecen de vaina y están enmohecidas. Muchos de los hombres se arriman a un árbol y mueren allí de inanición... Ya llegan por fin a la proximidad de Quito; ya han enviado mensajeros a la ciudad.
«Y así recibieron el socorro y comida en la tierra de Quito; besaron la tierra, dando gracias a Dios que los había escapado de tan grandes peligros y trabajos; y entraban con tanto deseo en los mantenimientos, que fué necesario ponerles tasa, hasta que poco a poco fuesen habituando los estómagos a tener qué digerir. Y Gonzalo Pizarro y sus capitanes, viendo que en los caballos y ropas que les habían traído no había más que para los capitanes, no quisieron mudar traje ni subir a{93} caballo, por guardar en todo igualdad, como buenos soldados.» (Agustín de Zárate, Historia del Perú.)
Las expediciones no terminaban siempre con felicidad, seguramente. Estaban los españoles propensos a la fantasía y a la locura, y una vez era la tierra de la Florida la quimera que les llevaba al desastre, o el sueño del Dorado ocasionaba exploraciones febriles y catastróficas por territorios inaccesibles. La conquista del país de la canela ya hemos visto cuán duros sufrimientos acarreó a los visionarios que salieron de Quito. Pero el árbol prodigioso estaba al fin desencantado.
En cuanto a las riquezas metálicas que ingresaban por Sevilla, los embajadores venecianos tenían razón: no se sabía nada de verdad. Lo cierto es que el oro, la plata y las perlas venían en flotas desiguales, y para la modestia de aquellos tiempos debían ser preciosos gajes con que el tesoro real se aliviara y los pueblos y provincias se enriquecieran.
Mr. Haebler investiga en el Archivo de Indias y deduce que en 1514 entraron{94} 27.089.165 maravedises, o sean 199.185 pesetas. Esto ocurría antes de lo de Méjico y Perú. En 1551, estando las minas en explotación, entran 459.941.187 maravedises, que hacen 3.381.920 pesetas, las cuales, trasferidas al valor actual de la moneda, serían 10.145.760 pesetas.
En el año 1516 hay una cifra mínima para el Tesoro, correspondiente de los impuestos y quintos reales: 13.148.222 maravedises. La cifra máxima corresponde al año 1554, y es: 522.426.216 maravedises.
Dentro de su zona de dudas, los embajadores venecianos ensayan algunos cálculos, y el señor Nicolo Tiépolo asigna al Tesoro una renta de Indias de 150.000 ducados anuales, en tanto que Mariano Cavalli, diez y nueve años después (1551), hace subir la renta a 400.000 ducados.
Francisco de Jerez, el cronista del Perú, nos proporcionará nuevos y minuciosos datos. Cuenta este testigo cómo algunos compañeros de Francisco Pizarro pudieron licenciarse y volver a España; el conquistador les otorgó{95} permiso, y pronto las márgenes del Guadalquivir comenzaron a recibir nuevas positivas de la fortuna del Perú.
«Nuestro señor los trujo a Sevilla—dice Francisco de Jerez—, adonde hasta ahora son venidas cuatro naos, las cuales trujeron la siguiente cantidad de oro y plata.»
En la primera nao venía su capitán Cristóbal de Mena con 8.000 pesos de oro y 950 marcos de plata; venían también el clérigo Juan de Sosa, con 6.000 pesos de oro y 80 marcos de plata; además, otros pasajeros de esta misma nave traían 38.946 pesos de oro. La segunda nao conducía a Hernando Pizarro, hermano del conquistador; traía para el rey 153.000 pesos de oro y 5.048 marcos de plata, y entre los pasajeros reunían 310.000 pesos de oro y 13.500 marcos de plata. En esta misma nave venían para el rey muchas joyas y grandes figuras de oro y plata como ídolos, vasijas, ornamentos.
«Este tesoro fué descargado en el muelle y llevado a la casa de contratación, las vasijas a cargas, y lo restante en veintisiete cajas, que{96} un par de bueyes llevaban dos cajas en una carreta.»
Las otras dos naos a que se refiere Jerez trajeron 146.518 pesos de oro y 30.511 marcos de plata.
¡Qué tentación para las almas aventureras, ver entrar estas naves henchidas de oro, de gloria y de frutos desconocidos!...
Pero estas naves que volvían eran necesarias para la obra de civilización que los españoles se habían impuesto a la faz del mundo. Cada nave en retorno, cada caja de oro que se descargaba en el muelle servía de gancho, y ningún sargento inglés ha podido nunca usar mejores arbitrios para la recluta de soldados como aquellas flotas índicas. Y los reclutas marchaban. Iban los artesanos y los mercaderes, los evangelistas y los educadores, los mozos de valiente ánimo, los soldados; y entre todos, y bien rápidamente, consumaban la obra gigantesca.
En una relación de los buques que parten y tornan en la ruta de las Indias, hallo para el año 1504 tres naves salidas... y ninguna{97} entrada. Cuatro años más tarde salen de Sevilla 46 y entran 21. El año 1520 salen 71 y tornan 37. En 1549 hay una cifra respetable: 101 naves salidas y 75 entradas. Hay siempre una desproporción bastante grave entre los barcos que van y los que vuelven. ¡La obra de América no se ha realizado sin enormes y desgarradores sacrificios!
Entre las relaciones demasiado crudas de los ingresos, quintos y rentas de oro, no faltan verdaderas notas galantes, sensibles y caballerescas, como aquel inciso que dice: «Tres talegones de perlas enviadas a S. A.» O aquel otro todavía más galante: «Seis onzas de pedrería que se compraron para la reina...»
EL descubrimiento, conquista y colonización de América son el fruto del genio español. Pero el genio por sí solo resulta insuficiente si la obra exige una voluntad heroica, y la empresa de las Indias se hubiera, en efecto, retardado o mal cumplido de no intervenir desde el primer momento la ráfaga valerosa, el ímpetu y el valor español.
Algunos historiadores, arrastrados por su sordidez objecionista, han pretendido disminuir en lo posible la hazaña de América con capciosos distingos. Una de estas objeciones consiste en suponer que los indios americanos carecían de armas convenientes y de un valor militar experimentado o bastante estratégico;{100} en cambio adjudican a los españoles el poder y el enorme predominio del arte militar europeo: cañones, arcabuces, caballos, imponentes baterías.
Hay aquí una ficción que interesa desvanecer.
Cuando el historiador desea disminuir una empresa, fácilmente halla argumentos fiscales que pueden coaccionar la imaginación distraída de los lectores. Y si el lector moderno no se previene contra la sugestión de una falsa literatura, creerá, verdaderamente, que los indios han sido siempre y en todos los países unos pobres salvajes indefensos, y que la civilización europea ha poseído siempre y en todas las ocasiones los mismos recursos de poder y fuerza que hoy admiramos. Por tanto, si el lector no se previene y se deja seducir por la falacia de un hábil historiador, pensará que los españoles de Cortés y de Pizarro acometían a los indios con grandes y numerosos cañones de tiro rápido, con nutridas descargas de fusilería y con fuertes escuadrones de húsares.
En el siglo XVI existían, es verdad, grandes{101} y poderosos ejércitos, con buenos parques de artillería y fuertes reservas. Pero después de tocar sus trompetas y mandar decir pregones, Hernán Cortés pudo reunir un ejército de quinientos ocho soldados; menos fortuna tuvo Francisco Pizarro, el cual, de su viaje a Extremadura y de su recluta de Tierra Firme, reunió para conquistar el Perú ciento sesenta y cuatro hombres de guerra...
También es cierto que en el siglo XVI había en Europa cañones y mosquetes. Pero los conquistadores no pudieron contratar baterías, regimientos de artilleros ni compactas compañías de fusileros, sin duda porque en aquel tiempo costaban mucho tales artefactos y porque en América no abundaban todavía los elementos de guerra. De modo que Hernán Cortés sentíase muy alegre porque pudo reclutar tres artilleros (o sean hombres que entendían de cosas de pólvora). Pizarro, siempre más modesto, hubo de contentarse con un artillero, Candía el cretense. Y cuando Cortés hizo el alarde de su tropa en la playa de Gozumel, halló que poseía cuatro falconetes,{102} trece escopeteros y treinta y dos ballesteros. Los falconetes eran pequeñas piezas de difícil y lento manejo, que disparaban balas de piedra; las escopetas o mosquetes eran de corto alcance y sus disparos no podían repetirse mucho ni rápidamente. En cuanto a Pizarro, contó en su tropa tres escopeteros y veinte ballesteros.
Si existía, pues, de alguna parte superioridad en las armas arrojadizas, no hay duda que los indios eran superiores; estaban habituados al manejo del arco y de la flecha y presentábanse en las primeras algaradas como verdaderas nubes de flecheros, cuyos tiros estrechaban y aturdían a los españoles. Estos sufrían graves bajas de resultas de las flechas, contra las cuales no bastaban siempre los cascos, las rodelas y las corazas acolchadas, especie de almohadillado de algodón con el que se protegían los cuerpos. Los españoles tenían que fiar el éxito a sus armas blancas. Entonces sí, en la lucha cuerpo a cuerpo, en la pelea a manteniente, ¡entonces, asistidos por su valor, adquirían superioridad los españoles!{103}
Su táctica militar, su maniobra de pequeños escuadrones, su formación en haces, la combinación calculada de los caballos, el envolvimiento, el ataque a fondo del núcleo o frente enemigo; todo eso, que era inteligencia europea y escuela militar civilizada, prestaba a los conquistadores efectiva superioridad ante los indios. Y además, sobre todo, poseían el ánimo, la energía, el brío, el ímpetu en el ataque, el espíritu, el valor.
Después que hayamos salvado la mentira de los cañones y de la fusilería, un espíritu moderno se encontrará desconcertado, perplejo, porque considerará los enormes núcleos militares que actualmente son precisos para asaltar una trinchera, y no podrá comprender cómo un puñado de hombres se aventuraban a tales conquistas y tales peleas.
También en esto hay una ficción anacrónica. Nosotros conocemos el soldado actual: buen ciudadano, generalmente sumiso a la orden que le manda ir a la guerra, y, por lo regular, dotado de suficiente valor. Nuestro soldado conoce el manejo de su fusil en un{104} grado prudencial; dispara cien o mil cartuchos, en la inteligencia de que muchos días habrá de consumir sus cartucheras perfectamente en vano. De cada veinte soldados modernos, puede contarse apenas un tirador cuyos tiros posean cierta consciencia o cierta probabilidad de eficacia. Compréndese, pues, que las acciones actuales de guerra necesiten el concurso de cada vez mayores masas de soldados; la deficiencia personal del individuo se debe suplir con el número de los actuantes, y la inconsciencia o escasa efectividad del tiro y del golpe ha de subsanarse con el empleo de nutridas series de disparos. Hoy se siembra de millones de proyectiles el campo, con la esperanza de poder derribar uno o varios combatientes; mientras que el soldado antiguo, sobre todo el conquistador, ahorraba tentativas y daba directo con su espada en el pecho enemigo.
Hernán Cortés se percata pronto de las condiciones especiales de aquella guerra contra los indios. Comprende que el interés de los españoles está en rematar cuanto antes las{105} escaramuzas, por acometidas rápidas y audaces, antes de que la masa contraria logre envolverlos y abrumarlos a ellos como una nube densísima. No se trata allí de fuerzas semejantes, en número y armas y esgrima; hay una diferencia monstruosa que es necesario suplir con una táctica especial. Dice a sus soldados de infantería que omitan los tajos y cuchilladas, y a sus caballeros encarga que dirijan la lanza al rostro y renuncien a los botes. Llevando la lanza baja, como en la esgrima europea se usara con el intento de alzar del arzón al adversario, corríase el peligro de que los indios, formados en montón compacto, prendieran la lanza con las manos y la rompieran, como en efecto ocurrió en Tlascala. Eran un país y una guerra diferentes, que los conquistadores necesitaron aprender a costa de apuros. Así también el tajo y la cuchillada usábanse en los encuentros europeos entre ejércitos iguales o proporcionados; la cuchillada no compromete tanto al que la da, pues tiene la rodela para resguardarse; los duelos duraban mucho tiempo, en pleno combate, y una heri{106}da somera o la prisión daba fin a la pelea. Pero el español que caía en manos de los indios, pronto iba a regar con su sangre los santuarios de los ídolos repugnantes. Y era preciso romper aquellas masas de combatientes, que avanzaban como olas... Tirarse a fondo, embestir de punta, arrostrar la estocada directa, matar de un único golpe; esto lo imponían la necesidad de aquella guerra diferente.
El soldado antiguo se dedicaba a las armas como un profesional. No se parecía al soldado recluta de hoy; era guerrero de oficio, y entraba en el oficio por virtud de una selección. Esgrimista, acorazado, batido por infinitas pruebas, aquel hombre de armas se apartaba en todo del burgués o del simple ciudadano.
Esta selección del hombre de armas antiguo, todavía se apuraba y refinaba más entre los conquistadores. Quien no tuviera el brazo duro y el ánimo templado, podía quedarse en las poblaciones tranquilas. El clima, los trabajos y las batallas iban omitiendo a los débiles y desanimados. Poco después de desembarcar{107} en Méjico, unos cuantos soldados hubieron de perecer, «a causa, dice el capitán Bernal Díaz, del calor y del peso de las armas, porque eran gentes jóvenes y delicadas». No; los delicados no debían seguir. Y no era necesario destituirlos, porque la misma naturaleza de la campaña los suprimía con los fatales medios de la verdadera selección: la muerte.
Francisco Pizarro exagera como nadie el método seleccionador. No obstante lo exiguo de su tropa, a pesar del precio que en una aventura como aquella tenía el hombre, el capitán quiere que sus soldados no sean valores numéricos, sino positivas personalidades guerreras. Y antes de aventurarse en los terrores andinos y en el enigma de Caxamalca, dice a sus hombres que lo piensen bien... El que no se sienta bastante animado tendrá benigna y honrosa licencia para tornarse a la costa. Esta última selección no fué estéril; sin duda había en la mesnada algunos soldados flojos. Cinco españoles de a caballo y cuatro de a pie aceptan la invitación y retroceden a la ciudad de San Miguel. Entonces declara Pizarro que, en{108} último caso, él marchará a conquistar el Perú con los hombres que le queden, «pocos o muchos».
Nosotros estamos habituados a la idea de multitud, mientras que en algunas épocas ha disfrutado el hombre solo una consideración que ciertamente nos extraña. El ejemplar del caudillo, del campeón, del héroe, es un concepto para nosotros bastante vago y casi inverosímil. Pero es verdad que en ciertos momentos el profesional de las armas ha sido una persona temible, poderosísima y hasta invulnerable. El tipo de Aquiles, de Rolando y del Cid no podemos achacarlo ligeramente a la hipérbole de los pueblos o de los poetas; ha existido de veras y lógicamente.
Habituados nosotros a la ley democrática de la recluta, olvidamos que otras veces la recluta era de índole aristocrática y alcanzaba sólo a los aptos, a los mejores. Hoy todos tienen derecho al empleo del soldado, siempre que dispongan de ciertas medidas o proporciones físicas; la resistencia corporal, el ánimo y el valor, se les suponen, y basta.{109}
En otros tiempos no podía ser soldado quien quisiera. El peso de las armas era excesivo, y la esgrima obligaba a un largo aprendizaje. Hábil en saberse cubrir con el escudo, diestro en la espada, blandiendo con facilidad la pica y cubierto de oportunas defensas, aquel hombre de guerra era ciertamente poderoso. Si entre todos sobresalía el soldado de fuerte musculatura, de gran salud y de un brío imperativo, entonces no parece difícil que el capitán, el héroe, arrostrase las mayores empresas.
En las tropas de los conquistadores resaltan numerosos estos ejemplares de héroes. Los principales, como Hernán Cortés y Pizarro, absorben nuestra atención demasiado; si miramos junto a ellos, veremos que marchan a la gloria asistidos de muchos capitanes, que son, cada uno, aptos para ultimar iguales empresas que las de los mismos caudillos a quienes sirven.
La fuerza, el ánimo resistente, el valor más sublime se muestra en aquellos hombres y en aquellos encuentros, donde las hazañas homé{110}ricas adquieren realidad. Parece que por último hallan evidencia las enormidades de los libros de caballerías. Aquellas versiones medioevales, en que un caballero solo defiende la puerta de una ciudad contra un ejército entero, resultan, pues, veraces y comprensibles. No diez, sino cien, cientos de indios pugnaban a veces contra cada español; los soldados se fatigaban de herir, y no era tan horrible el peligro de la pelea como el pensar en lo insuperable y monstruoso de aquella masa inextinguible, entre cuyos recodos y senos no podían apenas maniobrar los caballos ni jugar las escopetas. De esta especie de sofocamiento, dentro de una masa tupida y pertinaz, padecieron mucho los soldados de Cortés.
Si los indios mostrábanse, en ocasiones, tímidos y medrosos, otras veces peleaban fanatizados, con una obstinación furiosa, que no cedía hasta la muerte. Algunos pueblos eran valerosos y muy aguerridos. Pronto, además, adoptaron los sistemas defensivos de los españoles, aprendiendo a cubrirse con petos de algodón acolchado, con rodelas, con yelmos.{111} Su astucia y su aptitud para la doblez y el espionaje, con el veneno en que untaban sus saetas, hacían que los conquistadores viviesen en constante inquietud y soportaran heridas y trabajos penosísimos.
Sólo unas almas de tan recio temple como aquéllas podían superar tales contrariedades, que eran, en efecto, dignas de gigantes.
EN otro capítulo anterior hemos apuntado la gran ráfaga heroica que hizo nacer América a la luz de la civilización europeocristiana, y cómo fué posible la obra del Nuevo Mundo gracias a esa actividad heroica a la española. Rápidamente brotaron del fondo español numerosos héroes representativos, incontables evangelistas, soldados y pobladores, cuya fisonomía moral nos ha de ser tan grato hacer resurgir. Comencemos por el más famoso de estos héroes representativos, el conquistador típico: Hernán Cortés.
Los que regatean cualidades espirituales a nuestros conquistadores, necesitan hacer una forzosa salvedad en la persona radiante y ca{114}balleresca de este bizarro extremeño, que era un noble hidalgo de buenas luces y de elevada educación, apto para las letras como para las armas. No se trata, no, de un bandolero ni de un soldado ignorante; no es el aventurero reclutado en los bajos fondos de la sociedad, ni el tipo del pirata o el filibustero que bien pronto habían de arrojar sobre el mar de las Antillas otras naciones del Centro y Norte de Europa.
Dice Bernal Díaz del Castillo que nuestro héroe «era latino, y oí decir que era bachiller en leyes, y cuando hablaba con letrados y hombres latinos, respondía a lo que le decían en latín. Era algo poeta, hacía coplas en metros y en prosa, y en lo que platicaba lo decía muy apacible y con muy buena retórica...»
Había nacido en la baja Extremadura, ese rico país de fecundas y grandes heredades, donde los prósperos pueblos elevan sus muros sobre las gruesas tierras que el olivo y las mies embellecen. Es un país hermoso, apto para producir hombres de varonil señorío.{115} Hernán Cortés era un señor, no porque naciera de ilustre y acaudalada familia, sino porque, apenas modesto hidalgo, tenía naturaleza de señor. Y porque además el hado misterioso lo señalara desde la cuna para las altas empresas señoriales. En suma, porque quería siempre, porque aspiraba fervorosamente a la vida de señor.
Sus contemporáneos lo pintan como el hombre que posee la virtud señorial y todo su intento se dirige a superarse, a mejorarse, a lograr el supremo lustre del señorío. Pero no como un vulgar indiano o como un rastacuero de nuestros días. «Los vestidos que se ponía eran según el tiempo y usanza, cuenta Bernal Díaz, y no se le daba nada de no traer muchas sedas ni damascos ni rasos, sino llanamente y muy pulido; ni tampoco traía cadenas grandes de oro, salvo una cadenita de oro de prima hechura, con un joyel con la imagen de Nuestra Señora la Virgen Santa María, con su hijo precioso en los brazos... Y también traía en el dedo un anillo muy rico con un diamante, y en la gorra, que{116} entonces se usaba de terciopelo, traía una medalla; mas después, el tiempo andando, siempre traía gorra de paño sin medalla.»
Vemos aquí al hombre de instintos aristocráticos que gusta de portar una cadenita de oro, un joyel devoto; cosas de lujo integral, pulidas y estimadas, que toda naturaleza noble prefiere para su regocijo personal y no para la ostentación. Hernán Cortés vivía en el siglo del Renacimiento, cuando Italia sugería al mundo el amor del boato y de las fastuosas preseas, pero no podía renunciar al sentido español de la altiva modestia, y de uno como masculino y católico (estoico) rubor ante el demasiado engalanamiento.
En cambio aceptaba a veces como una necesidad la ostentación, por lo mismo que ayudaba a su política. Quería encumbrarse, y bien conocía la condición humana que tanto se deja deslumbrar por el brillo, y que a veces toma lo externo del brillo por lo esencial del señorío. Para conseguir su éxito de gran señor, y sin duda como maña de político, Hernán Cortés sabe en ocasiones admirar a su{117} gente con dádivas, con ostentaciones y con prestancias lujosas.
«Deleitábase de tener mucha casa y familia, mucha plata de servicio y de respeto. Tratábase muy de señor, y con tanta gravedad y cordura, que no daba pesadumbre ni parecía nuevo.» Esto dice López de Gomara. Y Bernal Díaz del Castillo corrobora y agrega: «Servíase ricamente, como un gran señor, con dos maestresalas y mayordomos y muchos pajes, y todo el servicio de su casa muy cumplido, e grandes vajillas de plata y de oro.»
En cuanto a sus apetitos, véanse cuan simples, hidalguescos, militares, eran: «Comía a medio día bien y bebía una buena taza de vino aguado, que cabría un cuartillo, y también cenaba, y no era nada regalado ni se le daba nada por comer manjares delicados ni costosos, salvo cuando veía que había necesidad que se gastase o los hubiese menester.»
Ahora bien; ¿es posible que un hombre grosero, bestial y bajo, un verdadero animal de presa, pueda intentar la larga faena ímproba y terrible, que dura muchos años, la he{118}roica y trabajosa empresa de conquistar un imperio? Un capitán de piratas, del tipo de Drake, puede arrastrar a su gente a campañas veloces en que el botín es palpable y la presa se abandona; que no hay que poblar y evangelizar, sino desbalijar y marcharse.
Un jefe de filibusteros tiene su guarida en una ensenada tropical, y sólo se cuida de caer a tiempo sobre la flota o sobre la ciudad desprevenidas. Un capitán como Cortés está mucho más embarazado por graves deberes y responsabilidades. Tiene que conquistar, poblar y ceder las tierras a los magistrados del rey, a los monjes y a los catedráticos. No puede portarse como un simple aventurero. Necesita ser tan político como soldado, y ensayar las artes de la simpatía que poseen un Alejandro y un César, junto con la fuerza imperativa y subyugadora de su temple moral.
Hernán Cortés era simpático de suyo; pero cuidaba de mejorar esta simpatía para favorecer su misión providencial. Sus biógrafos nos lo retratan bello de cuerpo y gallardo de apostura.{119}
«Fué de buena estatura y cuerpo y bien proporcionado y membrudo... los ojos en el mirar amorosos, y por otras graves... y tenía el pecho alto y la espalda de buena manera, y era cenceño y de poca barriga y algo estevado, y las piernas y muslos bien sacados, y era buen jinete y diestro de todas armas, así a pie como a caballo, y sabía muy bien menearlas, y sobre todo, corazón y ánimo, que es lo que hace al caso... En todo lo que mostraba, así en su presencia y meneo como en pláticas y conversación, y en comer y en el vestir, en todo daba señales de gran señor.»
A esta pintura de Bernal Díaz del Castillo podemos agregar los rasgos siguientes de López Gomara:
«Era Fernando Cortés de buena estatura, rehecho y de gran pecho; el color ceniciento, la barba clara, el cabello largo. Tenía gran fuerza, mucho ánimo, destreza en las armas... Fué muy dado a mujeres, y dióse siempre. Lo mesmo hizo al juego, y jugaba a los dados a maravilla, bien alegremente... Gastaba liberalísimamente en la guerra, en mujeres, por{120} amigos y en antojos, mostrando escaseza en algunas cosas; por donde le llamaban de avenida. Vestía más polido que rico, y así era hombre limpísimo... Era devoto, rezador... grandísimo limosnero... Daba cada un año mil ducados por Dios de ordinario; y algunas veces tomó a cambio dineros para limosnas...»
Anotemos ahora algunas particularidades de su carácter; nos las dirá Bernal Díaz, aquel soldado que acompañó a nuestro héroe en sus grandes trabajos y peligros. Véase cuánta fuerza de contención hay en el héroe y cómo sabe reprimir sus impulsos, disimular, transigir, puesto que considera el fondo inconsciente que habita en el alma tempestuosa de los soldados, y sabe que el héroe ha de estar cuidando y labrando su obra todos los minutos, en todos los incidentes.
«Cuando juraba, decía: «En mi conciencia»; y cuando se enojaba con algún soldado de los nuestros, sus amigos, le decía: «¡Oh, mal pese a vos!» Y cuando estaba muy enojado se le hinchaba una vena de la garganta y otra de la frente, y aún algunas veces, de muy enoja{121}do, arrojaba una manta, y no decía palabra fea ni injuriosa a ningún capitán ni soldado; y era muy sufrido, porque soldados hubo muy desconsiderados que decían palabras muy descomedidas, y no les respondía cosa muy sobrada ni mala; y aunque había materia para ello, lo más que les decía era: «Callad, o iros con Dios, y de aquí adelante tened más miramiento en lo que dijéredes, porque os costará caro por ello, e os haré castigar.»
Hernán Cortés es un hombre del Renacimiento. Posee las cualidades de su época, y algo que estaba entonces en la atmósfera se le ha traspasado a él; un poco de Maquiavelo y de Borgia, en lo que estos hombres tenían de políticos, y no en su fría, en su italiana amoralidad frente al crimen.
Es astuto; tiene el arte de la seducción oportuna; sabe encubrir sus intenciones y desorientar a los enemigos y a los traidores; muestra una fina inteligencia y un tacto para ceder o para esgrimir su autoridad, y es siempre el hombre de mando, el capitán, el conductor, que no pierde nunca la inestimable{122} serenidad. Cuando hace falta sabe dirigirse al fin sacrificando los medios.
Trabaja como un cauto militar, porque en la alta milicia debe presidir la sutil cautela. Usa la mentira oportuna y conoce el arte de desconcertar. Por ejemplo, en sus tratos con el cacique de Cempoalla se decide a prender a los recaudadores, les hace ver el poderío de sus armas y luego les deja escapar, para que lo cuenten al emperador Moctezuma. Mete insidias entre las tribus, alienta las rivalidades de los caciques, «divide para vencer». En efecto, sin astucia de político y sólo con el arrojo del soldado hubiera sido imposible dominar tan grande y populoso imperio.
Pero este hombre del Renacimiento, contemporáneo de Maquiavelo, pierde en ocasiones su ecuanimidad y recobra su naturaleza sincera de león hispano. Es cuando, como dice Bernal Díaz, «se le hincha la vena de la garganta y otra de la frente». El contumaz y valiente general Xicoteucatl manda sus emisarios a Cortés, éste los recibe confiado, y luego se descubre que son espías... Entonces tiene{123} el héroe un impulso de espontánea indignación, y «les mandé tornar a todos cincuenta y cortarles la mano, y los envié que dijesen a su señor, que de noche y de día, y cada y cuando él viniese, verían quién éramos».
El héroe no puede sofocar por completo su naturaleza de soldado, y hay un momento en que echaría a rodar toda su obra difícil por un puntillo de honor ultrajado o ante una osada ofensa. Tampoco puede el héroe reprimir sus sentimientos religiosos o de humanidad en todos los instantes; hay horas críticas en que lo subsconsciente y profundo nos hace traición y todas nuestras prolijas artes de política quedan inútiles frente a los impulsos de nuestro ser integral.
Así en Cempoalla, cuando más astucia y paciencia necesitaban desarrollar, Hernán Cortés no se pudo contener viendo el templo «negro de sangre», donde concluían de consumarse los sacrificios humanos y el canibalismo ritual ante unos ídolos monstruosos. Los españoles estaban hechos a matar en la guerra; no se avenían, sin embargo, a aceptar{124} aquellas sacrílegas y cruelísimas barbaridades. Atropellaron, pues, por todo, y subieron a la cumbre del templo a derribar los sanguinarios y ensangrentados ídolos... Estos impulsos disculpan todos los yerros que pudieron cometer. Su fe, su pudor, su humanitarismo, eran más fuertes que su interés político. Se aventuraban a perderlo todo antes que sancionar aquel crimen salvaje. Y aquí el hombre del Renacimiento a la italiana vuelve a integrarse en su naturaleza de español sincero. Es Don Quijote que está allí, entre los soldados...
¡Ah!, mientras leemos los pormenores y preparativos de una expedición a lo ignorado, ¡cómo se remueven los posos de nuestro temperamento imaginativo y aventurero! Sentimos la seguridad de que nuestra vida ha fracasado desde su origen sólo por no haber nacido cuatro siglos antes; ¡porque nosotros nos hemos retardado en nacer, porque nosotros hubiéramos marchado a las Indias, y de allí nos hubiéramos alistado en una de aquellas expediciones conquistadoras!... ¡Enérgica ráfaga de ambición, entusiasta alegría de ir a las tierras{125} ignoradas! ¡Promesas de oro y de gloria, países extraños e inauditos que aparecen de pronto a la mirada, bosques y llanuras misteriosos, gentes y hábitos distintos, paisajes y civilizaciones increíbles!...
Todo esto prometía Hernán Cortés a los españoles de Cuba. Su don de simpatía y de seducción personal, entonces es cuando necesitaba esforzarse. Y el héroe, que al fin conoce que le ha tocado la Fortuna con su dedo, ¡cómo tiembla, de emoción por la suerte, del miedo del malogro y de comprender que está señalado para realizar una imperecedera hazaña!
«Pues como ya fué elegido Hernán Cortés por general de la armada, dice Bernal Díaz, comenzó a buscar todo género de armas, así escopetas como pólvora y ballestas, e todos cuantos pertrechos de guerra pudo haber y buscar... En demás desto, se comenzó de polir e abellidar en su persona mucho más que de antes, e se puso un penacho de plumas con su medalla de oro, que le parecía muy bien. Pues para hacer aquestos gastos que he dicho{126} no tenía de qué, porque en aquella ocasión estaba muy adeudado y pobre... Y como ciertos mercaderes amigos suyos que se decían Jaime Tría o Jerónimo Tría y un Pedro de Jerez, le vieron con capitanía y prosperado, le prestaron cuatro mil pesos de oro... y luego hizo hacer unas lanzadas de oro, que puso en una ropa de terciopelo, y mandó hacer estandartes y banderas labradas de oro con las armas reales y una cruz de cada parte, juntamente con las armas de nuestro rey y señor, con un letrero en latín, que decía: Hermanos, sigamos la señal de la santa cruz con fe verdadera, que con ella venceremos; y luego mandó dar pregones y tocar sus atambores y trompetas en nombre de su majestad...»
«Pues como se supo esta nueva en toda la isla de Cuba, y también Cortés escribió a todas villas a sus amigos que se aparejasen para ir con él a aquel viaje, unos vendían sus haciendas para buscar armas y caballos, otros comenzaban a salar tocino para matalotaje, y se colchaban las armas... De manera que nos juntamos en Santiago de Cuba, donde sali{127}mos con el armada, más de trescientos soldados.»
«E así como desembarcamos en el puerto de la villa de la Trinidad, y salidos en tierra... y llevaron a Cortés a aposentar entre los vecinos, porque había en aquella villa poblados muy buenos hidalgos... De aquesta villa salieron hidalgos para ir con nosotros... Alonso Hernando Portocarrero no tenía caballo ni aun de qué comprallo; Cortés le compró una yegua rucia y dió por ella unas lazadas de oro...»
«Y en aquel instante vino un navío de la Habana a aquel puerto de la Trinidad, que traía un Juan Sedeño, cargado de pan cazabe y tocinos, que iba a vender a unas minas de oro cerca de Santiago de Cuba; y como saltó en tierra el Juan Sedeño fué a besar las manos a Cortés, y después de muchas pláticas que tuvieron, le compró el navío y tocinos y cazabe fiados, y se fué el Juan Sedeños con nosotros. Ya teníamos once navíos y todo se nos hacía prósperamente, gracias a Dios por ello...»
«Y como Cortés lo supo, habló secretamen{128}te al Ordás y a todos aquellos soldados y vecinos de la Trinidad... y tales palabras y ofertas les dijo, que los trujo a su servicio.»
«Y el un mozo de espuelas de los que traían las cartas y recados, se fué con nosotros...»
«Y también atrujo y convocó a los herreros que se fuesen con nosotros, y así lo hicieron...»
He aquí el tipo del conquistador. Brillante, alegre, persuasivo, todos le siguen, todos caen bajo el arrebato de su seducción. Es joven, hermoso, fuerte, arrojado; sabe conquistar los corazones y prende con sus artes de persuasión y simpatía a todos los que encuentra. Arrastra todos los elementos útiles, desde el hidalgo valiente hasta el mercader sedeño, los mozos de espuela y los herreros. Y hace tan fina maniobra frente al sórdido gobernador Diego Velázquez, que materialmente se escurre de sus manos, huye a la mar y queda libre de acometer por sí la hazaña.
Esta hazaña consistía en conquistar y dominar un imperio más grande que España, po{129}blado por tribus guerreras, organizado en nación y provisto de grandes elementos de resistencia. Para conseguir esta empresa, Cortés poseía lo siguiente:
«Mandó Cortés hacer alarde para ver qué tantos soldados llevaba, e halló por su cuenta que éramos quinientos y ocho, sin maestres y pilotos e marineros, que serían ciento y nueve, y diez y seis caballos e yeguas... e once navíos grandes y pequeños... y eran treinta y dos ballesteros y trece escopeteros, e tiros de bronce e cuatro falconetes...»
HAY en este conquistador algo como una tristeza inefable, que nos estimula a interesarnos por él y admirarlo más íntimamente.
Es la tristeza del hombre mal nacido, mal criado y peor aventurado, el cual aspira a la grandeza con un anhelo de vindicarse y ennoblecerse, ¡y llega a poseer la fortuna y la gloria demasiado tarde! Y cuando lo consigue todo, muere en forma miserable, obscuramente, a manos de los asesinos.
Otros aventureros habían logrado el triunfo en poco tiempo, de un golpe afortunado; Pi{132}zarro necesita perder su juventud en modestas heroicidades y labrar su éxito a fuerza de obstinación. La fortuna le escatima sus mercedes y no le entrega nada de regalo; es el héroe quien debe sojuzgar a la fortuna por el imperio de su voluntad de acero.
Nada le han dado; todo necesita adquirirlo. Carece del linaje y de la cultura de Hernán Cortés; le falta acaso viveza imaginativa y cierta simpatía avasalladora; pierde pronto sus galas juveniles, su risa y desenvoltura, en los primeros y rudos trabajos de reivindicación personal; y cuando, poco a poco, ha hecho respetable su nombre y posee en Panamá alguna hacienda, Pizarro es viejo, grave, sobrio de palabras y está exento de atractiva y brillante fogosidad. Entonces, en un último esfuerzo de voluntad, el conquistador exige salir del anónimo, asalta a la Fortuna, insiste y marcha derecho contra el imperio de los Incas.
Hay en Francisco Pizarro esa grave y vaga tristeza que trasciende de la tierra de Extremadura. Es un ejemplar representativo del país de Trujillo y de Cáceres, austera y bella{133} comarca en que la luz de un cielo ancho y limpio consigue apenas paliar el tono adusto, estoico y noble de las ciudades y de las gentes. Con sus torres cuadradas y sus incontables casas abolengas, Cáceres es un nido de hidalgos, puesto sobre la colina amurallada, dormido en ensueños de lejanía. Rodeado de encinares y extensos campos de labor, Trujillo se encarama igualmente a su colina almenada y tiene, para soñar lejanos sueños, el espectáculo de la tierra infinita. El nervio montuoso de la sierra atraviesa la comarca, y es aquéllo como un lenitivo de dulzura, con sus valles y encañadas donde el viajero descubre repentinamente pueblos idílicos, huertos amables, frondosidad y alegría de campo ingenuo. De este territorio mixto, formado con llanuras religiosas y bucólicos valles, con ciudades guerreras y cándidos montañeses, sacó Francisco Pizarro la mayor cantidad de sus compañeros.
Los que se obstinaron en roer y mezquinar la obra de España en América, necesitaban un hombre a quien acusar de barbarie y en el{134} cual reunir todas las características del aventurero ignorante, inhumano y cruel. Este hombre tipo, esta fiera brutal y carnívora era Pizarro. Y ha sido, en efecto, Francisco Pizarro la víctima propiciatoria que hubo de representar el salvajismo de la conquista española.
Al contrario, este héroe extremeño representa uno de los lados más salientes y gloriosos del carácter español. Si España a causa de su latitud geográfica no puede eximirse de ciertas peculiaridades del meridionalismo, como son la impulsividad, el repentinismo y la ligereza improvisadora, no hay duda que pesan más en su carácter las otras cualidades de obstinación, de insistencia en el propósito, de una como perezosa terquedad. Lo comprueban la lucha secular contra los moros, el empeño de imponer el catolicismo en Europa, la colonización de América, la campaña contra Napoleón, la insistencia de sus guerras civiles, sin contar la absurda y heroica resistencia de sus sitios, universalmente famosos: Numancia, Zaragoza, Gerona.
Francisco Pizarro era hijo bastardo de un{135} capitán. Se ha dicho que en su niñez hacía el oficio de pastor; menos aún, se dice que era porquero. En la tierra de Trujillo abunda mucho la crianza de puercos, y el cuidarlos o pastorearlos no parece que significase allí nunca un desdoro. El cerdo ha sido en Extremadura un blasón heráldico bastante frecuente, y en el mismo escudo originario de los Pizarros se ve, efectivamente, una encina entre dos cerdos rampantes.
Cuidando puercos, descalzo de pie y pierna, el futuro conquistador del Perú bulliría por las cuestas y plazas de su ciudad, ni más ni menos que la generalidad de los chicos extremeños; esos chicos robustos, sanos, honrados, con su color de manzana y sus hermosas facciones, que hoy mismo ofrecen al viajero tan fuertes y ecuánimes ejemplares de humanidad. No sabía escribir. Conocería, acaso, el manejo de las armas, según la costumbre de la época. Era obscuro, inhábil, pobre. Si tenía el brazo musculoso y la sangre caliente, cuando menos no se le conocía por pendenciero, procaz, ni galanteador. Su juventud carece de{136} anécdotas. No se anuncia en él a un futuro bandolero; no mata ni hiere a nadie. Probablemente era un mozo esforzado y ardido; bueno, sincero, noble. La ráfaga que volaba hacia las Indias le arrastró a él, como a tantos otros, y allá se fué con la espada al cinto.
Curioso es advertir cómo en una nacionalidad se presentan frecuentes casos de paralelismo entre personas distintas y derroteros contrarios. Recorriendo la vida de Pizarro no podemos alejar la memoria de Cervantes. He ahí dos hombres de principios infortunados, de vida trabajosa, de heroicidades infructuosas, de un desgaste de la vida sin brillo y sin pasmosa fortuna. Dos hombres que insisten en perseguir el éxito y sólo consiguen lograrlo en la vejez.
Lo cierto es que Francisco Pizarro, puesto que no era un hombre insignificante, pudo ganar ciertos méritos y algunas haciendas en largos años de guerras y expediciones; se halló en múltiples campañas, sufrió hambres y luchas en Tierra Firme y era uno de los pobladores heroicos de Panamá. Pero como él,{137} y con mayores éxitos que él, había numerosos españoles en las islas y en el continente. Y en esta maleza de las mil tentativas sin brillo, en este trabajar cuotidiano y soso, se le pasó lo mejor de la vida. Era, pues, el tipo del héroe que nada debe al nacimiento, a la falacia, ni a la fortuna. Todo se lo amasó y fabricó por sí mismo. Por eso hay en él aquella vaga tristeza de que hablábamos al principio. Porque, en efecto, el triunfo y la gloria son deseables cuando se presentan en plena juventud o cuando vienen a caballo sobre el azar y en forma de lotería; el éxito que hemos trabajado con sangre y con el horror de la larga espera, puede enorgullecernos mucho, pero nos defrauda a la vez por el dejo de la melancolía. Demasiado tarde quiere decir: sentimiento de la ingratitud transcendental ante el desvío o parsimonia de la fortuna.
Pero aquel héroe retardado no desesperaba del porvenir. No era el exitista impetuoso y audaz que se adelanta y que atropella por todo, que exige imperativa y descaradamente; tenía más bien una invencible timidez de hom{138}bre humilde y nada brillante. Entonces, entrando ya en la vejez, las primeras noticias del Perú fastuoso llegaron a Panamá. Se hablaba de un país grande y rico, que estaba hacia el lado del Sur, por la mar adelante. Y Francisco Pizarro decidió emprender la inaudita heroicidad.
Puso en la obra todo su dinero, su prestigio honrado, su experiencia y su fe. De qué naturaleza era su fe y su obstinación nos lo han de decir los fracasos, los peligros y las aventuras que soportará el héroe antes de que vea cumplida su hazaña.
La escena de la isla del Gallo se nos presenta como única en la Historia; tiene, por otra parte, un raro carácter de lección psicológica, fuertemente humana y novelesca. Es el instante en que la vida toda de un hombre se derrumba sin remedio y no queda de pie más que aquello que la voluntad osa sostener. La expedición había fracasado; heridos y hambrientos, los soldados rehuyen seguir la campaña; ni imperios fabulosos, ni riquezas y triunfos aparecen por ninguna parte... Es hora{139} de volverse a Panamá. ¡Ah! Los soldados jóvenes e indigentes pueden tornar sin pena, a la espera de una ocasión más propicia; pero Pizarro, ¿qué puede esperar en volviendo? Su hacienda está comprometida, perdida; su renombre también está comprometido; es viejo ya para rehacer dinero y prestigio. Y en lo hondo de su alma hay un grito veraz que le dice que el Perú aguarda al hombre osado, al hombre de fe.
Cuando entonces desnuda la espada, casi loco de ira y de iluminación transcendental; cuando, en ese gesto decisivo de los valientes y los matones, traza en la arena de la playa una línea violenta y vibrante; cuando exclama, en fin: «¡Ea, caballeros, por aquí se va a Panamá a ser pobres, por aquí al Perú a ser ricos y venturosos; quien me quiera bien, que me siga!...» Entonces es cuando el primer capítulo de una emocionante y no igualada novela da comienzo.
El héroe ha saltado la raya; su trémula y violenta mano blande todavía la espada. Once compañeros pasan la raya y firman su cédula{140} para la posteridad. Y mientras los demás se tornan, los aventureros pueden llamarse efectivamente aventureros. Se han quedado solos, desamparados, constreñidos a comer moluscos, locos Robinsones de un naufragio voluntario, ilusos ambiciosos de un ideal lejano, presentido, inconstante.
Nosotros, los modernos, habituados a la rapidez de las distancias, las obras y los fenómenos, ponemos nuestra femenina nerviosidad en todos los casos, y concluímos por inferirle a la vida un daño de disminución. Nuestra vida, de tanto multiplicarse y precipitarse los acontecimientos, concluye por carecer de magnitud y hasta de espacio. Un viaje de varios días no acertamos siquiera a concebirlo; una obra lenta nos irrita.
Pizarro y sus compañeros carecían sin duda de nuestra nerviosidad. Ellos, como hijos de otro tiempo, concebían la vida bien distintamente. La vida era un trozo de eternidad, he ahí todo... Por lo tanto, cada hora tenía un valor correspondiente a la dimensión de la eternidad, y debiéndose realizar las obras{141} para siempre, para eternamente, el plazo de la vida importaba poco; la vida es bastante larga si se sabe emplearla bien. Aquellos hombres confiaban en el tiempo largo; sabían esperar. Esperaron y vencieron.
Pero nuestro ánimo moderno se intimida cuando recordamos que Francisco Pizarro, para poder descubrir la maravilla de Túmbez, aquella puerta marítima del remoto Perú, estuvo navegando y combatiendo por espacio de tres años...
Bien; la puerta ha sido vista y también dominada. Ahora necesitamos seguir al héroe hasta la entraña del Perú.{142}
A la vista de la ciudad de Túmbez, después de tres años angustiosos y zozobrantes, el alma taciturna de Francisco Pizarro debió de abrirse como una flor reconcentrada, densa y tardía. Su vida, obscura hasta entonces, tomaba una orientación inexorable y una claridad de gloria universal. Si hay en nosotros momentos de rara y como mística clarividencia, en que el sentido del porvenir se nos revela lúcida y repentinamente, ese instante religioso fué para Pizarro aquél en que viera, por último, las casas, el puerto, los indios, la semicivilización de Túmbez.
Vió, sin duda, toda la grandeza del imperio, que estaba por conquistar todavía, pero cuya existencia se palpaba y ya era suficiente. Sus tres años de fatigas y miserias tenían, pues, una correspondiente compensación. Las noticias y{143} versiones del Perú, vagas y dudosas hasta aquel momento augural, quedaban finalmente confirmadas. Y puesto que él existía, Pizarro estimó que el Perú era suyo... En efecto, a través de los relatos incompletos de los cronistas, nosotros ahora podemos llenar las fallas y lagunas psicológicas; y tal como en el episodio de la isla del Gallo, cuando el héroe desnuda la espada, traza una línea en la arena y convida a los valientes que la traspasen, hay también ahora, delante de la populosa ciudad de Túmbez, una conmoción transcendental en la vida del héroe.
Con un poco esfuerzo imaginativo podemos contemplar a Pizarro, mudo de asombro y trémulo de alegría, fijos sus ojos en la maravilla de la ciudad descubierta. Su habitual gravedad se hacía mayor entonces. Callado, taciturno, encorvado por la religiosidad de la hora su hercúleo y alto cuerpo, Pizarro asistía a la asunción de un vasto país, y, por tanto, al principio de un episodio fundamental para el mundo. El mundo, y primeramente el poderío de España, agrandábase súbitamente con la{144} aportación de aquel nuevo imperio. ¡Y era él, Francisco Pizarro, quien debería ganar y poseer la rica y misteriosa tierra!... Estos momentos augurales, en que aparecía de súbito la fruta de un imperio brillante a los ojos del explorador, y en que el hombre saltaba de un brinco a lomos de la galopante Fortuna, verdaderamente fué entonces y en América cuando tuvieron su mejor realidad.
La aparición de Túmbez define la vida de Pizarro, la orienta para siempre, la transforma sin remedio. El carácter ha cambiado también. Desde aquel instante se introduce en el ánimo del héroe una especie de angustia entusiasta; se llena, se hincha de una impaciente ambición; tiene miedo de perder la dicha que pasa a su lado. Y el hombre obscuro y ecuánime que había sido, he ahí que se emborracha al anuncio de la gloria.
Manda dar la vuelta al Panamá, y apenas cumple el gusto y el deber de abrazar a sus asociados y amigos, rescata el dinero que su penuria le consiente y corre a presentarse en España.{145}
Las cosas han variado del todo. El obscuro soldado se penetra bien de su situación y decide continuar hasta el fin y con la mayor energía aquel juego de azar. Es un buen jugador; tiene alma de estoico y de valiente. Mientras la Fortuna le huye, él espera y aguanta, y hasta consiente morir en un orgulloso olvido; pero ahí se muestra la Fortuna y el héroe pone su vida a una jugada.
Es un nuevo hombre el que nace. Está vibrando de actividad y se crece, materialmente se agranda y multiplica en aptitudes y calidades. Se le ve trocarse en hombre pulido y ostentoso. Marcha a la corte y no se inmuta delante del Emperador. Toma un poco el aire del exitista, porque es indispensable para navegar entre Ministros y cortesanos y para eludir las zancadillas o estorbos del Consejo de Indias. Se viste, pues, de conquistador, cuando en realidad no ha conquistado nada todavía. Es decir, que se compromete todo él, lo pone todo a una jugada, para evitar cualquier retroceso.
Y tanto se ha comprometido, que no duda{146} en apresurar su viaje a costa de saltar por encima de los formulismos oficinescos. Contratada la conquista del Perú con la Corona, recibe los condignos honores y los títulos necesarios; ha prometido reclutar un ejército, que no acaba de completar nunca; impaciente, temeroso de perder la partida, comete un ligero fraude y zarpa de Sevilla sin llenar todas las formalidades. No importa; él subsanará la falta de soldados poniendo lo que le sobre de corazón. Con pocos o muchos, él conquistará el Perú. Y tienen, ciertamente, los actos de Pizarro, esta particularidad: no cuenta el número y la masa de su gente, ni se asusta por la limitación de sus pertrechos y material de guerra; no se para en contar sus arcabuceros y cañones; diríase que tiene una fe ciega en su valor personal, como un héroe de los libros de caballería. Se le habrá de ver, poco antes de atravesar la cordillera, brindar, a quien quisiere, la eximisión del contrato, y despedir sin ira ni pena a los soldados que, efectivamente, por miedo a la aventura, retornan al abrigo del pueblo de San Miguel.{147}
Es un caso especial entre los conquistadores este membrudo y taciturno héroe, que no cuenta, que no pesa su tropa y material por el número o cantidad. Sólo le importa la calidad. Fía en los hombres por lo que tienen, no por lo que representan. Es así el tipo del héroe representativo que da al hombre un valor ilimitado, casi milagroso. Para él un hombre equivale a una infinita posibilidad.
De otro modo sería imposible comprender cómo ninguna fuerza humana se lanzase a tal empeño con tan reducidos recursos. ¿Era inconsciencia? No, porque Pizarro había perdido lo mejor de su vida en experiencias americanas. ¿Era un concepto despreciable del poderío de los Incas? Tampoco podemos presumir que aquel hombre, habituado a las guerras indias y trabajado por tantos peligros, desconociese la gravedad de la empresa o ignorase las fuerzas de un imperio extenso, rico, populoso y organizado.
No hay más que aquella fe en el valor del hombre de que hablábamos. Siéntese Pizarro él mismo tan capaz y resistente, tan apto para{148} lo increíble y excepcional, que aplica a los otros hombres su propio concepto. Su concepto del hombre es infinito. Y no piensa seguramente por ilusorias hipótesis; cada uno de sus hombres lo ha contratado él mismo, lo ha palpado y lo ha probado. Mira a su gente marchar, proceder, desenvolverse. Examina y estudia a sus soldados en los menesteres incontables de la expedición, oye sus murmuraciones, asiste a sus trabajos, pulsa su resistencia en las marchas y escaramuzas. Cuando se interna al fin en la fragosidad de los Andes, Pizarro sabe que no comanda un ejército: manda y dirige a ciento sesenta y cuatro hombres.
Nuestra época tiene un sentido multitudinario y una noción panegírica de la masa y el número; el Renacimiento, al contrario, atribuía al individuo un valor de excepcionalidad, y fué aquel período, es cierto, algo como una sorprendente floración de personalidades. La constitución social de España, con su régimen de hidalgos, prestábase entonces sobremanera a que descollasen los individuos de pro y a la culminación de temperamentos excepcionales.{149} Los hombres de la tierra extremeña eran singularmente aptos para la excepcionalidad individual. Porque en los países de población muy densa, muy abundante, los hombres tienden con facilidad a formar muchedumbres y a convertirse en gente, tanto como en los territorios despoblados y recios los hombres tienden a ser personas. En algunas comarcas numerosas, nutridas, bullentes, del centro de Europa, los hombres se confunden y mezclan con las casas, los sembrados, las ciudades y los talleres, de tal modo, que desaparecen y se anegan en la totalidad; la totalidad es lo único que destaca, como una grande y hermosa nota orquestral. Pero en ciertos países, y uno de ellos es Extremadura, cada pueblo, en la soledad, adquiere una importancia suprema; un simple pastor, en el inmenso despoblado, nos sugiere casi la idea divina de la humanidad. Y aquel hombre está en medio del paisaje como algo extraordinario, inconfundible, parecido a sí mismo, único en el mundo.
Hernán Cortés, con su medio millar de soldados, con su pequeño tropel de marineros,{150} artesanos y mercaderes, supone ya un concepto de multitud y de masa; Pizarro lleva sólo 164 hombres, todos aptos para combatir. Más pobre y apurado de medios que Cortés, cuenta en su tropa tres escopetas... Bien es verdad que llevaba con título de general de artillería al griego animoso, el que pasó de los primeros la raya trascendental en la isla del Gallo, el fiel Candía. Lleva como ayuda, para los lances a distancia, veinte ballesteros... Pero cuenta con una proporción de caballos muy superiores a las otras expediciones; van sesenta y dos caballeros para ciento dos infantes.
Bien, ya todo está en orden y cumplido. Han fundado la ciudad de San Miguel en la costa, para que sea un refugio y un punto de contacto con Panamá, con el mundo. Se ha indagado el régimen del país, espiado a los caciques y explorado los contornos. Es preciso penetrar al corazón del imperio, y sobre todo conviene ir recto al núcleo, al órgano vital del país, al mismo campo del emperador Atahualpa.{151}
Para llegar a la meseta de Caxamalca, donde acampa el gran Inca, será preciso internarse en las gargantas de la cordillera, escalar los puertos de los Andes, llegar al límite de los hielos y las nieves y caer en el seno de un país que se ignora. No se dará, no, un paso que no sea medido. Francisco Pizarro saca del fondo de su ser todas las instintivas o experimentadas cualidades de astucia, observación, inteligencia y tiento. Se aviva en él la naturaleza astuta, y va, en efecto, preparando el salto de tigre poco a poco. Envía mensajeros al emperador, interroga a los indios, adula o amenaza a los caciques. Hácese el imprudente, para desconcertar al adversario, y se deja atraer a la cueva del lobo, prestándose desde luego a ser comido...
De pronto, llegando a los últimos contrafuertes de los Andes, muéstrase a los españoles el camino del puerto; es una escalera tallada en la roca, larga y altísima, dominada por horribles derrumbaderos. Hasta entonces todo ha marchado menos mal; los preparativos de la astucia están bien trabados; pero falta la{152} última prueba y ésta no consiente argucia alguna... Es preciso arriesgarse, jugar a una carta. Los soldados palidecen y aun osan advertir al general el rumbo temerario de la empresa. El general sabe que en la vida del héroe hay un instante que decide precisamente y califica el heroísmo; es el momento en que el camino se estrecha, se hace excepcional, se obstaculiza para los hombres inferiores o medianos. Es el momento en que hace falta jugar. Pizarro juega, salva la cordillera, sigue, y por último cae en pleno campamento de Caxamalca, donde millares de indios rodean a su luminoso y divino Emperador.{153}
¡QUÉ diferentes los Ejércitos de ahora, multitudinarios y anónimos, asiáticos por su formación y su finalidad, de aquellas huestes españolas de la Conquista! Se ha dicho de España que es inhábil para crear Ejércitos multitudinarios, y experta como ninguna nación para el manejo de la pequeña tropa. Sin duda, nuestro espíritu guerrero se conforma mejor al estilo griego de combate que al asiático de las grandes masas. Cuando la necesidad ha querido, España luchó con grandes Ejércitos; pero su gusto y su excelencia estaban en las huestes poco numerosas, fáciles de gobernar, donde cada soldado era una persona, y no un número, y en{154} que todos iban electrizados por la energía del capitán.
Estas pequeñas tropas de soldados han desaparecido, tal vez para siempre; por eso es más grato recordarlas ahora. Nuestra alma europea, educada en las tradiciones del individualismo y de la personalidad, se resiste a admitir las formas anónimas, asiáticas, democráticas y como de sufragio universal de este heroísmo moderno y estas multitudes armadas. Nos sentimos más acordes con la forma personal y aristocrática del guerrero antiguo, con el soldado de Grecia, que luchaba al pie de los muros, donde su esposa y sus amigos le reconocían, le alentaban, o con el guerrero medioeval, que a veces peleaba solo contra una tropa entera de adversarios.
Los historiadores de Indias saben reproducir las formas clásicas de la narración en este aprecio individual y detallista de cada soldado. Los héroes que salen entonces de España no son números, con su ficha de identidad colgada al cuello; cada uno de ellos es una{155} persona, y de muchos de ellos conocemos los pormenores, la vida, el grado de valor, los méritos y hasta los detalles psicológicos. Especialmente Bernal Díaz del Castillo, con su hermosa tosquedad de soldado, ¡cómo acierta a interesarnos con sus descripciones personales, que son perfectos retratos varoniles de alto valor artístico! Parece que nos retrae a los tiempos de la buena epopeya, cuando el padre Homero pinta a cada uno de los soldados, lo nombra, dice de dónde es y quiénes eran sus antepasados.
Tan al detalle habla de los conquistadores el bueno de Bernal Díaz, que necesita explicar su acierto y hasta quitarle importancia a su maestría, exclamando: «No es mucho que se me acuerde ahora sus nombres, pues éramos quinientos y cincuenta compañeros, que siempre conversábamos juntos, así en las entradas como en las velas, y en las batallas y encuentros de guerras, e los que mataban de nosotros en las tales peleas...»
Eran compañeros que se ayudaban y proveían; juntos entraban a los peligros, juntos{156} batallaban, y a la noche, en el vivaque, mientras se secaban el sudor o la sangre, trasmitíanse unos a otros los cuentos, historias y fantasías. Conocíanse todos bien al menudo.
Se sabía quién era alegre y quién melancólico, quién de alma atravesada y quién de espíritu generoso. Y como el corazón y los músculos valían en aquella empresa tanto, los historiadores definen las particularidades físicas de cada uno con especial interés. Un capítulo dedica Bernal Díaz del Castillo a retratar a los soldados de Cortés, y su lectura tiene un sabor épico extraordinario, más sugestivo porque está empapado del realismo español.
Pasan, pues, los soldados en esa descripción de Bernal Díaz como una muchedumbre de rostros enérgicos y brazos fornidos. El modo sencillo y fuerte de retratar recuerda al punto la manera de nuestros grandes pintores; estamos viendo hombres como en Velázquez y Zurbarán; pero ¡qué brava categoría de hombres!
Aquí está Pedro de Alvarado, el mayor y principal de los hermanos extremeños que{157} acudieron a todas las empresas del continente. Es el retrato de un capitán brillante, propio para encuadrarse en la grandeza del Renacimiento. «Fué de muy buen cuerpo e bien proporcionado, e tenía el rostro y cara muy alegre y en el mirar muy amoroso; e por ser tan agraciado le pusieron por nombre los indios Tonatio, que quiere decir el sol.»
Aquí está Gonzalo de Sandoval, hidalgo de Medellin, recia figura juvenil (veintidós años), que tenía «la estatura muy bien proporcionada y de razonable cuerpo y membrudo; el pecho alto y ancho, y asimismo la espalda, y de las piernas algo estevado; el rostro tiraba algo a robusto, y la barba y el cabello que se usaba algo crespo y acastañado; y la voz no la tenía muy clara, sino algo espantosa, y ceceaba tanto cuanto».
Aquí pasa «otro buen capitán, que se decía Juan Velázquez de León, natural de Castilla la Vieja: sería de hasta veinte y seis años cuando acá pasó; era de buen cuerpo, e derecho e membrudo, e buena espalda e pecho, e todo bien proporcionado e bien sacado; el rostro{158} robusto, la barba algo crespa e alheñada, e la voz espantosa e gorda...».
Ahora veremos los rasgos morales de estos guerreros, que tienen, como buenos luchadores, visibles y pronunciadas las virtudes esenciales y simples que son necesarias en la guerra, sobre todo en una guerra semi-robinsoniana y casi sobrenatural como la de la Conquista.
Lo que principalmente ponderan los historiadores de Indias en los capitanes es la cualidad del valor, y en seguida resaltan el mérito de la justicia, la generosidad y el amor con los compañeros de trabajos.
Si pudo consumar Hernán Cortés tan inauditas hazañas, fué a causa de su ascendiente personal, de su brillo, de sus cualidades generosas, que arrebataban a los soldados. El capitán que intentase arrastrar a aquellos hombres en empresas siempre penosísimas necesitaba recurrir a esfuerzos psicológicos que correspondían al mundo de la genialidad; las pragmáticas reales, los consejos de disciplina y otros fáciles recursos de los Ejércitos euro{159}peos valían bien poco en aquellas incógnitas inmensidades, donde cada hombre era una voluntad temible pronta a la rebeldía.
De Gonzalo de Sandoval cuenta su cronista que «ni era codicioso de haber oro, sino solamente hacer sus cosas como buen capitán esforzado, y en las guerras que tuvimos en la Nueva-España siempre tenía cuenta de mirar por los soldados que le parecía que lo hacían bien, y les favorecía y ayudaba».
De otro capitán se dice: «Fué muy animoso y de buena conversación; e si algunos bienes tenía en aquel tiempo los repartía con sus compañeros...» Las palabras franco, alegre y justo abundan en estos retratos varoniles, que nos muestran constantemente, no la bestia avara y cruel de los calumniadores históricos, sino un tipo de capitán conquistador, todo macerado en virtudes generosas, exaltadamente varoniles.
A veces salta el ejemplar gracioso, como aquel capitán Pedro de Yrcio, tal vez vizcaíno, que era de mediana estatura y paticorto «e tenía el rostro alegre, e muy plático en de{160}masía que haría e acontecería, e siempre contaba cuentos de don Pedro Girón e del conde de Ureña: era ardid de corazón, e a esta causa le llamábamos Agrajes sin obras».
Otras veces nos conmueve el retrato del capitán sublime y trágico, de la madera de aquel Cristóbal de Olea, castellano viejo, que tenía «buen pecho e espalda, el rostro algo robusto, mas era apacible... e la voz clara». He aquí el tipo predestinado. El rudo Bernal Díaz del Castillo, no se sabe cómo, sin pretenderlo, pues no estaba en su costumbre, deja caer o vagamente insinúa una honda y breve emoción al retratar a este capitán noble, puro, que había de morir como los grandes soldados fieles y fervorosos saben: defendiendo a su señor. Este soldado joven, apacible y de voz clara, «fué en todo lo que le veíamos hacer tan esforzado, e presto en las armas, que le teníamos muy buena voluntad, e le honrábamos».
Era un predestinado; su sino le arrastraba a una muerte fija, insalvable: la del mártir marcial. Parece un héroe calderoniano por su{161} concepto exaltado del honor, pero sin retórica rimada, sino con hechos. «Fué el que escapó de muerte a don Fernando Cortés en lo de Suchimileco, cuando los escuadrones mejicanos le habían derribado del caballo el Romo, e le tenían asido y engarrafado para lo llevar a sacrificar; e asimismo le libró otra vez cuando en lo de la calzadilla de Méjico lo tenían otra vez asido muchos mejicanos para lo llevar vivo a sacrificar, e le habían ya herido en una pierna al mismo Cortés. Este esforzado soldado hizo cosas por su persona, que, aunque estaba muy mal herido, mató e acuchilló e dió estocadas a todos los indios que le llevaban a Cortés, que les hizo que lo dejasen, e así le salvó la vida... y el Cristóbal de Olea quedó muerto allí por lo salvar...»
Al escribir estas últimas palabras, la pluma quiere detenerse y dar con ellas por terminado el breve elogio, la somera justificación de los Conquistadores. El capitán Cristóbal de Olea, que insiste en defender a su jefe de la muerte, como si presintiera el sublime destino que necesitaba cumplir Hernán Cortés; ese{162} valiente hidalgo que muere por escudar al general, será, pues, quien cierre la lista de los heroísmos y las maravillas, cuya exposición, demasiado rápida, nos hemos propuesto.
Estos son los hombres que han creado la América. Veamos ahora, finalmente, qué sentido nuevo de la vida trajo a la humanidad el mundo que los Conquistadores inauguraron.{163}
¿QUÉ nueva forma de vida ha traído América a la Humanidad? ¿Qué lugar vacío ha llenado, qué esperanza incierta ha venido a cumplir, con qué valores de la materia y del espíritu ha enriquecido al mundo ese continente nuevo, alboreal, increíble y portentoso, que estaba secuestrado entre dos mares y oculto por los malos genios del terror y de la ignorancia?
Cuatro siglos son tarea bastante larga para la pobre memoria de los hombres, y ahora mismo, sobre la impermanencia de este globo, que tantas cosas olvida, las gentes miran el{164} milagro de América y pasan ante su maravilla sin detenerse, como si nada de sobrenatural hubiera ocurrido en nuestra misma zona histórica. La idea de lo reciente es elástica como ninguna, y si un suceso de frivolidad política o literaria puede y merece envejecer en el tránsito de una semana, otros sucesos, al contrario, conservan su virtud de actualidad durante muchos siglos. Es porque los sucesos cuotidianos los referimos a nuestra propia vida, que verdaderamente es corta; mientras que los otros sucesos deben compararse con la eternidad. Apenas si ha comenzado a envejecer el hecho de que un hombre rubio marchara por los campos de Galilea predicando una nueva vida. La aparición de América debe emocionarnos como si fuera un fenómeno actual, contemporáneo nuestro. Y América está, efectivamente, actuando en este momento con tal energía de cosa nueva y alboreal, que necesitaríamos oponer unos oídos tercamente cerrados al rumor ascendente para no percibir los signos de ese mundo joven que se incorpora al viejo.{165}
La agregación de ese mundo no ha podido verificarse sin choque, revolución y pasmo; Europa se halla como perturbada y perpleja por tan imprevista y gigantesca aparición. Por otra parte, América ha sido concedida a Europa toda entera, como una propiedad innata, como una hija legítima, como una misión del destino. No es un continente como Asia, que ya posee dueño y tiene personalidad; América se ofrece a Europa sin antecedentes y sin prejuicios, virgen y desnuda, cosa plegable y sumisa a cualquier mandato de civilización. Tampoco es un mundo incompleto y precario como la Australia; ni un mundo hostil, negro y fatalmente tórrido, como Africa; América viene a nosotros sembrada de todos los climas posibles, enriquecida con una prodigiosa variedad de paisajes y de recursos, al modo de una síntesis perfecta.
Por esto se ha dicho, con razón, que el descubrimiento y conquista de América es el hecho más grande desde la venida del Cristianismo. Es el hecho revolucionario más intenso, puesto que perturba las líneas genera{166}les del mundo, destruye las incógnitas, retira más allá los viejos conceptos y abre una estupenda zona de posibilidades. El ensanchamiento del mundo, la supresión de incógnitas, el continuo vuelo de la posibilidad; he ahí lo que aporta América a Europa en plena iniciativa del Renacimiento.
Por tanto, cada sacudida o movimiento de Europa ya no tendrá que malograrse ante la limitación; Europa no tropezará ya contra los muros de su breve horizonte. Toda iniciativa religiosa, política, social o económica, encontrará desde ahora abiertos los caminos ilimitados, y podrá, como la ola, verterse hasta el fin y hasta sus últimas consecuencias; porque América, grande y nueva, está ahí para ofrecerse como seno de todas experiencias, continuaciones y compensaciones.
Hubo una época, como resultado de la primera emoción, en que la idea del Nuevo Mundo iba vestida con envolturas de un cándido y sentimental retoricismo. La presencia del indio, vestido con sus plumas y su ignorancia supina, produjo aquella suerte de frases que{167} los poetas corearon en tantas odas; la virgen América dió pábulo a muchos manoseos retóricos, y los discípulos de Rousseau encontraron una graciosa oportunidad para su reivindicación de la naturaleza en el sencillo, candoroso y desnudo salvaje americano. Con los inocentes indios de América bordó Chateaubriand las románticas historias de Atala, y el episodio de aquel indio natchez que el gran poeta hace ir a la corte de Luis XIV, es representativo de esa idea romántica, rousseauniana, que atribuyó al salvaje americano un tesoro de inocencias, de generosidades, de virginidades y de dulces melancolías.
Los que han tratado al indio saben que la literatura no se ha aproximado nada a la verdad. Lo mismo ante los conquistadores, como ante los modernos colonos, el indio era y es un hombre de la naturaleza; es decir, perezoso, artero, cruel, obsceno, astuto y albergue de todos los vicios...
La virgen América no debe aparecernos virgen en el sentido rousseauniano y en la forma ideal de un indio inocente, que la bru{168}talidad del europeo atropella; América es para nosotros virgen en cuanto significa juventud, novedad, fuerza incipientemente usada que avanza a lo infinito.
Ahora mismo, en el último emigrante que pisa por primera vez las playas americanas, nace la impresión de asombro que sacudiera al principio el alma de los descubridores españoles. Una impresión de admirado espanto frente a las cosas descomunales del nuevo continente.
En la Europa propiamente dicha, hacia el lado occidental, núcleo de las emigraciones interoceánicas, la Naturaleza mantiene el ritmo{169} clásico y heleno de la medida y la ponderación. Nunca los ríos y las llanuras y las islas y los bosques son demasiado grandes; pocas veces incurren las cosas en lo desmesurado; apenas la mirada del hombre debe sentirse encogida por el paso de lo descomunal. La Naturaleza se complace en redondear las ensenadas y recortar los valles ecuánimemente, de manera que los paisajes pueden servir a la vida de los hombres y no a la vida de seres quiméricos. Las estaciones, las lluvias, los cultivos, la población, todo es en la Europa occidental como resultado de una idea de ponderación y de medida.
En América, al revés, parece que la Naturaleza aguardara a una legión de gigantes y no de hombres. Es un continente sin medida, monstruoso, desmesurado, hecho para seres de otra gestación geológica. Los descubridores españoles, si penetraban en un bosque, se encontraban pronto envueltos por la monstruosidad de la selva; si aguardaban la lluvia, recibían el denso diluvio tropical; si buscaban un río, veían abrirse la inmensidad del Ori{170}noco, del Missisipí, del Amazonas, del Plata; si hallaban un cerro, veían surgir en su altísima cumbre las fauces de un tremendo volcán... Por donde quiera les sorprendía lo gigantesco y desmesurado. Monstruosos los calores, los fríos, las lluvias, las sequías; gigantescas las llanuras; interminables las distancias; enormes los imperios. Desmesuradas las hambres, infinitos los triunfos y los placeres. Sorprendente y maravillosa la altivez de los Andes, surgiendo sobre el mar. Terribles y apocalípticos los terremotos, que destruyen en un momento las ciudades. Desmesuradas, en fin, las riquezas de Méjico y del Perú, con sus palacios henchidos de verdadera y material pasta de oro...
Después de cuatro siglos, el sentido de lo desmesurado continúa en América, y todo allí sigue la tendencia de lo enorme: ciudades colosales, ferrocarriles inmensos, cultivos monstruosos.
Por tanto, pronto encontraremos una palabra que nos ayude a expresar un signo psicológico de América: exageración. Si la Natura{171}leza es exagerada, justo es que los hombres se sometan a la ley del destino. Exagerados en sus impulsos, faltos de medida y ponderación, los americanos se alejan tanto del sentido helénico como se aproximan al ser de su propia naturaleza continental. Exagerados en sus proyectos, en sus empresas, en sus ideales, en sus teorías; exagerados hasta en su retórica. Lo medido y pausado les irrita o no lo comprenden. Les gusta el ruido y la proporción de la catarata, la fuerza descomunal de sus extensiones terrenales, la frondosidad abrumadora de sus selvas. Aman lo quimérico y colosal, lo mismo el yanqui, que forma ciudades monstruosas como Nueva York; que el tirano del Paraguay, aquel que declara la guerra a tres naciones juntas y no rinde las armas hasta que no resta un hombre en el país.
El bluff, palabra de América, es el resultado de ese sentido de la exageración, de lo desmesurado y colosal, y en cierto modo define la parte estéril, pero expresiva, de una dinámica gigantesca, sobreexcitada, falta de armonía.
También deberemos mencionar otra pala{172}bra, muy caracterizadora de la psicología americana: libertad. Los descubridores españoles, apenas ponían el pie en las Indias, sentíanse aliviados de un peso moral, y era éste el «peso jerárquico» de Europa. Bastardos o segundones, soldados obscuros o simples homicidas, el caso es que un poblador y un conquistador eran desde entonces hijos de sus hechos y valían tanto como sus obras. El porquerizo extremeño que llamaban Pizarro a secas, se convierte en marqués y señor poderoso; el marmitón de cocina puede desembarcar, afanarse en los negocios y llegar a tener palacios, servidores.
He ahí a la libertad en toda su realidad positiva. Los hombres se desvinculan de sus compromisos europeos, rompen el hilo prolijo de las jerarquías, y, aparte un poco de trabazón burocrática en la corte de los virreyes, los hombres son por lo que hacen y tienen. ¡Y es tan fácil hacer, tan sencillo tener! Allí están las tierras sin fin; hay para todos. Allí están los negocios y las empresas brindándose a quien ose emprenderlos.{173}
El poder real descollaba muy lejos, allá remoto. Un ancho Océano separaba al continente, y la distancia y los peligros del viaje hacían más inmunes a los desterrados. Como desterrados, como robinsones cívicos, los conquistadores implantaron, efectivamente, en América el sistema municipal y las libertades jurídicas, que ya en España habíanse defraudado ante el poder imperialista de los nuevos reyes. Y este fuego de independencia y de libertad, exagerando los instintos nativos de los conquistadores, les arrastra desde el comienzo a disputas y guerras civiles.
Hijos son de sus actos. Han roto los vínculos de la familia y se evaden a las trabas de las jerarquías meticulosas. Fácil la adquisición, rápido el éxito, los pobladores se abren pronto a la soberbia. Y como cada cual se defiende por sí mismo de los azares e inminencias, el valor personal cobra un mérito extraordinario. Frente a los indios sanguinarios, en los cultivos remotos, en las haciendas precarias, donde un solo hombre necesita gobernar a manadas de indígenas o de negros, es allí{174} cuando el individuo adquiere la conciencia de su poder y reclama el máximo de su libertad personal...
Acaso en ninguna parte del mundo se le da al hombre tanto valor intrínseco como en América. El hombre es allí un valor, en todo lo máximo del concepto; es una fuerza dinámica, una posibilidad infinita, una energía monedable y, sobre todo, una simiente.
América ha sentido siempre la emoción que no conoce Europa; esa entusiasta emoción ante los trasatlánticos humeantes y vociferantes que arriban a los muelles con su cargamento de hombres. ¡Semillas de porvenir!{175}
Los buques arrojan sobre el muelle su carga humana; las falanges de inmigrantes se suceden, y cuando una muchedumbre se ha internado en el azar del Continente, otra nueva multitud desembarca. Allá van, por allí ruedan y buscan. Son los eternamente renovados en el ideal de las Indias. Con sus caras atónitas, con sus cuerpos pesados, un poco sucios en su torpeza de aldeanos. Plebe extraída de las últimas humildades europeas. Y sin embargo tal vez materia de futuras aristocracias.
¡Ah! En todas partes se muestra el hombre como un grave misterio, capaz de contener en sí todos los desdoblamientos del éxito y de la fortuna; en América es todavía mayor ese misterio, porque allí las contingencias del azar se precipitan con más imprevista rapidez. Por eso es tan sugestivo ir curiosamente a lo largo de un gran puerto de América y confundirse con las masas de los emigrantes. Bullen hombres, mujeres y niños aguardando la hora de internarse en lo desconocido. Candidatos del triunfo, unos caerán fracasados, otros vejetarán en una zozobrante pobreza; muchos saltarán en{176} rápidos trancos la escala social, empinándose hasta la gloria del triunfo. A manejar rebaños numerosos, trusts imponentes, líneas férreas, Bancos. De ellos saldrá el multimillonario ostentoso, la dama exquisita o viciosa, el elegante rastacuero.
Esa cualidad suya es la que América tiene derecho a ostentar. Por su virtud, el hombre obscuro y primario logra la mayor potencia evolutoria. La experiencia humana llevada al límite; el arribismo ilimitado y democrático: he ahí la cualidad de América. Allí donde el hombre vale por lo que es y por lo que puede; donde el hombre es una cosa profunda, ilimitada y posible que puede actuar y desenvolverse sin limitaciones ni reservas.
En algunas zonas pujantes de aquella América, diríase que todos los componentes de la máquina nacional se hallan templados en un ritmo de exaltación dinámica. Recuerdan a los músicos de una gran orquesta. Los instrumentos vibran con una armonía arrebatadora, templados, tensos, sonoros, fáciles a la batuta del destino... La locomotora marcha a compás,{177} como a compás el minero, y el agricultor, y el inventor, y el periodista. Y ese compás está puesto en su intensidad máxima. Compás heroico, acelerado, propicio para la locura de las experiencias temerarias. Así marcha y vibra Norte América, con sus cien ciudades osadas. ¿A dónde se dirige? ¿Qué busca? ¿Qué nuevo signo de civilización ofrecerá al mundo? No se sabe. Es todavía una fuerza de la naturaleza, que acciona a impulso de su fatalidad dinámica y juvenil.
Vivir intensamente o no vivir; tal es el concepto moral de esa América dinámica. El maquinismo presta a su vida un impulso que nunca los hombres conocieron, y las rotaciones de la actividad se apresuran como en una pesadilla. La vida intensa, la vida enérgica y apresurada, o si no la muerte. Son los hombres modernos por excelencia, cuya modernidad flota libre y aérea por encima de todo peso tradicional.
Simples, ligeros, sin los vínculos del hombre de Europa que necesita mirar tanto al pasado como al porvenir; esos hombres sin es{178}tirpe ni abolengo, esos cachorros de león de América, ¿qué sienten frente a Europa? ¿Es sólo admiración y respeto? ¿Es también acaso una secreta ira inconfesable contra el continente matriz que había recorrido ya la ilustre escala de la cultura noble y magistral?... ¿Es un íntimo e inexpresable propósito de llegar a poder superar a Europa, dominarla alguna vez, imponerla el sello y el ritmo de la vida americana, antiplatónica y locamente activa?...
Hija del heroísmo y del azar, madura ya y vigorosa entre los dos Océanos, allí América se alza como un enigma. La Humanidad y la civilización tienen que contar en adelante con ese agregado imprevisto, ascendente y dudoso, que añadirá nuevos caracteres al mundo e infundirá quién sabe qué otro sentido a la vida misma.
Cantos de marineros, ruidos de espadas, plegarias de sacerdotes, asistieron al alba de ese continente; ahora vocean las bocinas en sus puertos, crujen las locomotoras en sus llanuras, dora un sol pacífico la opulencia de sus cañaverales. El porvenir se abre sembrado de{179} maravillas. Y mientras en las mil ciudades de América suenan los clamores de gloria, el alma quiere asistir todavía, llena de religioso respeto, al momento en que el descubridor salta en tierra y hace que el viento desplegue y extienda el estandarte cruzado de España; y al momento en que Balboa separa los tupidos lienzos de la selva para contemplar, mudo y temblando, la inmensidad del mar del Sur; o en que el conquistador, abrumado del peso de sus mismo hados, enfrenta valerosamente la monstruosidad de los peligros y guía hacia adelante su pequeña tropa ferrada, barbuda, brusca y soñadora...
LA labor de los historiadores viene actuando sobre esa selva del descubrimiento y conquista del continente americano, y es una labor difícil, no obstante lo próximo del hecho, porque también conoce la Historia del mundo pocos actos en que la fantasía se haya inmiscuido tan abundantemente.
Todo suceso histórico es apto para recibir la cópula del error, y la mentira, en sus infinitas variedades, no sólo acompaña, precede y sigue al hecho, sino que se mezcla y volatiliza en él, hasta formar la mentira y el acto un mismo cuerpo. Si se trata de un acto religioso, pronto se inmiscuye la mentira, y pronto, también, queda en pie solamente la leyenda o{184} el milagro, con exclusión a veces absoluta del hecho real. En vano iremos a preguntar pormenores de Mahoma y el mahometismo, por que una montaña de leyendas habrá sofocado toda huella de luz. Y si el hecho histórico es de carácter político o militar, ya se sabe (tenemos contemporáneamente la experiencia), que el interés de los bandos, la argucia de los Gobiernos, la parcialidad de combatientes y espectadores interpolan en seguida los fraudes, las omisiones o las referencias o añadiduras tendenciosas.
En América era doblemente indispensable que interviniese la fantasía, y no por interés de un bando contra otro bando, sino por la misma naturaleza del hecho. Poned hoy mismo a unos cuantos soldados, capitanes y marineros en el trance de tener que descubrir en plena mar un gran continente distinto a todo lo que conocemos, y cuando esa gente vuelva, a retazos distanciados y a través de terribles dificultades, sus relaciones serán una amalgama de fenómenos exagerados o torcidos.{185}
Los primeros historiadores de América no son los que menos contribuyeron a esa obra de desorientación. Por fortuna estaban los cronistas veraces, los simples soldados, como Jerez y Bernal Díaz del Castillo, que narraban lo que vieran por sus ojos o escucharan a los compañeros, sin añadir más fantasía que aquella que es inexcusable y perdonable a todo ser dotado de imaginación. Pero estos cronistas no fueron siempre los más atendidos por el público universal. Tipos de carácter arribista, como sin duda era Amérigo Vespucci, andaban entonces dentro de las empresas españolas y ellos daban al público las referencias quiméricas que el vulgo de toda hora suele desear.
Después intervinieron los historiadores «profesionales» y éstos añadieron complicación a la leyenda. Eran gentes universitarias, doctos de toga y de hábito, que se apresuraron a interpretar la historia de las Indias sobre el patrón de los modelos clásicos. Llenos de la ampulosidad universitaria, entre pedantesca e ingenua, atribuían a los pobres indios los{186} usos, las palabras y la cultura de los griegos y romanos. El Renacimiento estaba entonces en la atmósfera y todos se contagiaban de él; los héroes de Homero y las páginas de Cicerón no se apartaban de las mentes. Y a la vez pesaba en las imaginaciones el brillo de los libros de caballería y el régimen feudal.
No había rubor en atribuir a los mejicanos, por ejemplo, el sistema de las órdenes militares y religiosas, tal como existían en la Europa cristiana. Atribuíanse en general a los indios usos y costumbres que sólo estaban en la mente de esos historiadores universitarios, maniáticos del clasicismo y llenos del musgo de las aulas. La sensiblería indiana, inaugurada por aquel Las Casas, perfecto precursor de los hispanófobos anglicanos y enciclopedistas, se nutrió de tales historias amañadas.
El indio, como todo salvaje, poseía los pecados en mucho mayor número que las virtudes; pueblos tan prácticos y racionalistas como los anglosajones no han titubeado en destruir y acorralar al indio, sin duda por{187} su incapacidad de civilización; sólo los españoles, por exceso de humanidad, por torpeza o por falta de sentido práctico, se empeñaron en incorporar al indio a su vida social y religiosa.
ANDALUCES y extremeños sellaron con su cuño el continente de América, dándole carácter y estableciendo una sólida civilización. No sería justo, sin embargo, olvidar la poderosa ayuda que desde el principio recibieron los grandes exploradores y conquistadores por parte de las gentes del Norte de la Península: gallegos, asturianos, montañeses y vascongados.
Toda esa larga y complicada faja del litoral cantábrico se ha distinguido en la Historia por su afición a las empresas de la mar y de la guerra. La Reconquista se inició en el Cantábrico, y después, hasta su finalización, los cántabros actuaron asiduamente en aquella obra{190} secular. El litoral cantábrico y las rías gallegas han proporcionado siempre a Castilla el contingente marino que necesitaba la política castellana para su labor unificadora y de expansión universal.
No debe olvidarse que los apellidos próceres de España, las estirpes mas nobles y distinguidas en la guerra, en el mando y en las letras, provienen en su mayor parte del litoral cantábrico, desde Galicia hasta Navarra. Pero no debemos olvidar tampoco que esas estirpes, nacidas en la espesura montañosa y el ruralismo cantábricos, se han hecho ilustres y eficaces al ingresar en la vida más amplia, abierta y caudalosa de Castilla. El Cantábrico diríamos que halla su fin natural en el resto de España, y que sus actos y sus hombres cobran firmeza y densidad al ser traspasados fuera de los montes. Así los apellidos de Santillana, Menéndez, Quirós, Quevedo, Ayala, Guevara, Mendoza y tantos otros, siendo obscuros en su país de origen, al generarse después en Castilla adquirieron extraordinario vigor.
Es la gente, por lo demás, que pedía Cas{191}tilla para sus empresas; hombres de acción y de codicia, duros en la mar, valientes en la guerra, grandes y obstinados trabajadores. Desde el primer momento aparecen en América como pilotos, cartógrafos, soldados y pobladores.
Es curioso observar cómo la gente vasca del Renacimiento se adaptó al destino y al carácter castellanos, y se alió de buen grado e íntimamente a las empresas mundiales españolas. Es verdad que el Renacimiento tuvo la virtud de remover las razas y de engrandecerlas, inspirándoles el sentido de lo sublime y de lo universal. El país vasco salió también él de su ruralismo y osó a la universalidad; sus hombres comprendieron la grandeza de la hora y se incorporaron al ímpetu universalista de la España de entonces. Pocos hombres han tenido tan alto el sentido de la universalidad como San Ignacio de Loyola. Dando el primero la vuelta al mundo significó por su parte Elcano ese espíritu universalista.
Como todos los cantábricos en general, el vasco tenía las cualidades que distinguen al{192} hombre de acción y que se requerían para aquellas empresas: valor, voluntad, largo aliento y amor de la aventura. Pero además de esto, poseían para aquellos trances homéricos la capacidad del tozudo trabajo. Iban, pues, en oficio de marinos y soldados; pero también iban como trabajadores. Ya entonces debía de ser el vasco lo que ahora es: una persona mezcla de aventurero, de contratista y de aspirante a millonario. Para abrir minas y caminos, para improvisar puentes y embarcaderos, los vascos eran sin duda materia presta e idónea. Así nos lo revela, por ejemplo, la relación que Gil González hace del paso y utilización del Istmo de Panamá. Vemos, pues, a Núñez de Balboa descubrir el mar del Sur después de increíbles trabajos, y le vemos empeñado en trazar un camino de trocha que a través de las sierras y los bosques habilitase las costas del océano recién descubierto. La tentativa de abrir el camino se malogra dos veces. Mueren las caballerías, perecen los obreros, la empresa equivale a un heroísmo...
«Fué forzoso abrir camino por otra parte{193} mucho más espesa, e aún fué menester por la mucha espesura del monte con pilotos e agujas de marear entender en ello para sacarle el más derecho que ser pudiere... Entre la gente que es muerta desta armada después que salí en estos reinos (Panamá), que son veinte personas, ha sido la mayor parte dellos vizcaínos (vascongados).»
La gente cántabra llegó desde el principio a América, y no ha cesado de actuar en aquel continente, hasta nuestros mismos días. Llena está América de apellidos vascongados. Embarcaron con Colón, Cortés y Pizarro a servir de marinos, soldados, ingenieros y constructores de calzadas; más tarde fueron en calidad de evangelizadores; por último se lanzaron a los negocios de la colonización, fundando establecimientos de agricultura y flotas navieras tan importantes como la célebre Compañía de Caracas.
Diríase que América ha sido la providencia del país cantábrico, como si, en efecto, estuvieran conformado por el destino a la medida de América. La Pampa argentina ha recibido{194} durante mucho tiempo la visita del inmigrante vasco, en una época en que pocos querían arriesgarse a las contingencias de una dudosa expatriación. Es así que en el poema argentino de «Martín Fierro», que expresa tan realmente el estado de aquel país a mediados del siglo XIX, los únicos personajes exóticos son el napolitano y el vascongado. El vasco era sin duda ya entonces un individuo que se hallaba en todas las partes de la Pampa, porque el héroe del poema, el gaucho Martín Fierro, al narrar un episodio dice como la cosa más natural:
Colaboradores asiduos, ardientes y numerosos, ¿cómo es, sin embargo, que los cántabros no hayan dado a la historia de la conquista de América un nombre resaltante, único y genial como Cortés, Pizarro o Balboa?
Es un hecho extraño y perturbador que hayan tenido que ocupar siempre un puesto de segundo orden, el puesto del ayudante o del colaborador. Es en cierto modo trágica esa predisposición de la gente vasca a detenerse en el penúltimo escalón de la nombradía, y el figurar en las grandes empresas como piloto, y no como capitán. Esto es más notable y dramático, y desde luego digno de estudio, si se considera que el vasco posee las cualidades que exige el primer puesto: vanidad, ambición, sed de renombre y gloria, anhelo de la jerarquía.
Lo cierto es que el vasco siempre se halló en los grandes hechos, pero no como capitán, sino en calidad de piloto. Es el Andagoya que prepara los barcos y explora las playas; pero el que conquistará Perú será Pizarro. Es Elcano quien rodeará el mundo por primera vez; pero saldrá de piloto en la expedición, y Magallanes logrará el premio inmortal del viaje. Esto se repite siempre y en todos los sitios; el vasco anda cerca del generalato, de la genialidad, y no logra dar el salto decisivo. En la batalla de Pavía es el soldado vasco Juan de{196} Urbieta quien se halla más cerca de Francisco I y le toma la espada; pero está cerca, está al borde del éxito, y no es él precisamente quien gana la batalla. En arte, en política, en todos los afanes príncipes busca el vasco el lugar del peligro y de la gloria, ¡y no consigue la genialidad, y se limita a ser piloto!...
¿Por qué? ¿Hay una fatalidad en los pueblos? ¿Hay un efecto de casualidad, de oportunidad?
Sutilizando el hecho, podríamos atribuir ese fenómeno del vasco secundario como producto de la democracia vascongada. Exento de tradición monárquica y señorial, exento de ciudades y de cultura propia, el país vasco ha tenido que carecer por consiguiente del verdadero instinto del lujo y del mando. En un país de celosa igualdad, el hombre ambicioso, vano y vehemente necesitó buscar fuera un campo para sus hazañas. Pero desde el principio estaba en situación de inferioridad frente a otros hombres naturalmente próceres, altivos, seguros de su rango y que por tradición frecuentaban la corte y asumían en la familia los cargos eminentes de la guerra y el{197} mando político. El sentido natural y fatal del mando: he ahí lo que tal vez les faltó a los vascos, que no obstante poseían toda la codicia y la ardiente sed del mando.
El cántabro ha sido principalmente rural. El ruralismo se distingue por un cierto titubeo, por una timidez, por una duda constante, por fiar a la astucia y a la espera el éxito de los propósitos. Pero el gobierno de la genialidad requiere otros caminos; para ser capitán es preciso la aptitud convencida, instintiva, rápida e indiscutible del mando. El hombre de mando no duda; hace como los reyes de origen divino; siente que una fuerza extrahumana lo ha puesto al frente de la empresa. Este era el caso de Hernán Cortés.
(Bernal Díaz del Castillo. “Conquista
de la Nueva España”. Cap. XXI.)
«E así como desembarcamos en el puerto de la villa de la Trinidad, y salimos en tierra, y como los vecinos lo supieron, luego fueron a recibir a Cortés y a todos nosotros los que veniamos en su compañía, y a darnos el parabien venido a su villa, y llevaron a Cortés a aposentar entre los vecinos, porque habia en aquella villa poblados muy buenos hidalgos; y luego mandó Cortés poner su estandarte delante de su posada y dar pregones, como se habia hecho en la villa de Santiago, y mandó buscar todas las ballestas y escopetas {200}que habia y comprar otras cosas necesarias y aun bastimentos; y de aquesta villa salieron hidalgos para ir con nosotros, y todos hermanos, que fué el capitán Pedro de Albarado y Gonzalo de Albarado y Jorge de Albarado y Gonzalo y Gomez e Juan de Albarado el viejo, que era bastardo; el capitán Pedro de Albarado es el por muchas veces nombrado; e tambien salió de aquesta villa Alonso de Avila, natural de Avila, capitán que fué cuando lo de Grijalva, e salió Juan de Escalante e Pedro Sanchez Farfan, natural de Sevilla, y Gonzalo Mejía, que fué tesorero en lo de Méjico, e un Baena y Juanes de Fuenterrabía, y Cristóbal de Olí, que fué forzado, que fué maestre de campo en la toma de la ciudad de Méjico y en todas las guerras de la Nueva España, e Ortiz el músico, e un Gaspar Sánchez, sobrino del tesorero de Cuba, e un Diego de Pineda o Pinedo, y un Alonso Rodriguez, que tenia unas minas ricas de oro, y un Bartolomé García y otros hidalgos que no me acuerdo sus nombres, y todas personas de mucha valía. Y desde la Trinidad escribió Cortés a la villa de Santispíritus, que estaba de allí diez y ocho{201} leguas, haciendo saber a todos los vecinos cómo iba a aquel viaje a servir a su majestad, y con palabras sabrosas e ofrecimientos para atraer a sí muchas personas de calidad que estaban en aquella villa poblados, que se decían Alonso Hernández Puertocarrero, primo del conde de Medellin, y Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor e gobernador que fué ocho meses, y capitán que después fué en la Nueva España, y a Juan Velazquez de Leon, pariente del gobernador Velazquez, y Rodrigo Rangel y Gonzalo Lopez de Jimena y su hermano Juan Lopez, y Juan Sedeño. Este Juan Sedeño era vecino de aquella villa; y declarólo así porque habia en nuestra armada otros dos Juan Sedeños; y todos estos que he nombrado, personas muy generosas, vinieron a la villa de la Trinidad, donde Cortés estaba; y como lo supo que venian, los salió a recebir con todos nosotros los soldados que estábamos en su compañía, y se dispararon muchos tiros de artillería y les mostró mucho amor, y ellos le tenian grande acato. Digamos ahora cómo todas las personas que he nombrado, vecinos{202} de la Trinidad, tenian en sus estancias, donde hacian el pan cazabe, y manadas de puercos cerca de aquella villa, y cada uno procuró de poner el mas bastimento que podia. Pues estando desta manera recogiendo soldados y comprando caballos, que en aquella sazon e tiempo no los habia, sino muy pocos y caros; y como aquel hidalgo por mí ya nombrado, que se decia Alonso Hernandez Puertocarrero, no tenia caballo ni aun de qué comprallo, Cortés le compró una yegua rucia y dió por ella unas lazadas de oro que traia en la ropa de terciopelo que mandó hacer en Santiago de Cuba (como dicho tengo); y en aquel instante vino un navío de la Habana a aquel puerto de la Trinidad, que traía un Juan Sedeño, vecino de la misma Habana, cargado de pan cazabe y tocinos, que iba a vender a unas minas de oro cerca de Santiago de Cuba; y como saltó en tierra el Juan Sedeño, fué a besar las manos a Cortés, y después de muchas pláticas que tuvieron, le compró el navío y tocinos y cazabe fiado, y se fué el Juan Sedeño con nosotros. Ya teníamos once navíos, y todo se nos{203} hacia prósperamente, gracias a Dios por ello; y estando de la manera que he dicho, envió Diego Velazquez cartas y mandamientos para que detengan la armada a Cortés, lo cual verán adelante lo que pasó.»
(Bernal Díaz del Castillo. “Conquista
de la Nueva España”. Cap. CXLV.)
«Y volvamos a nuestra batalla: que al pasar de la puente hirieron a muchos de los nuestros e mataron dos soldados, y luego les llevamos a buenas cuchilladas por unas calles donde habia tierra firme adelante, y los de a caballo, juntamente con Cortés, salen por otras partes a tierra firme, adonde toparon sobre mas de diez mil indios, todos mejicanos, que venian de refresco para ayudar a los de aquel pueblo; y peleaban de tal manera con los nuestros, que les aguardaban con las lanzas a los de a caballo, e hirieron a cuatro dellos; y Cortés, que se halló en aquella gran{206} presa, y el caballo en que iba, que era muy bueno, castaño oscuro, que le llamaban el Romo, u de muy gordo u de cansado, como estaba holgado, desmayó el caballo, y los contrarios mejicanos, como eran muchos, echaron mano a Cortés y le derribaron del caballo; otros dijeron que por fuerza le derrocaron; ahora sea por lo uno o por lo otro, en aquel instante llegaron muchos mas guerreros mejicanos para si pudieran apañarle vivo a Cortés; y como aquello vieron unos tlascaltecas y un soldado muy esforzado, que se decia Cristóbal de Olea, natural de Castilla la Vieja, de tierra de Medina del Campo, de presto llegaron, y a buenas cuchilladas y estocadas hicieron lugar, y tornó Cortés a cabalgar, aunque bien herido en la cabeza, y quedó el Olea muy malamente herido de tres cuchilladas; y en aquel tiempo acudimos allí todos los mas soldados que mas cerca dél nos hallamos; porque en aquella sazón, como en aquella ciudad habia en cada calle muchos escuadrones de guerreros y por fuerza habiamos de seguir las banderas, no podiamos estar todos juntos,{207} sino pelear unos a unas partes y otros a otras, como nos fué mandado por Cortés; mas bien entendimos que donde andaba Cortés y los de a caballo que habia mucho que hacer, por las muchos gritas y voces y alaridos que oiamos. Y en fin de mas razones, puesto que habia adonde andábamos muchos guerreros, fuimos con gran riesgo de nuestras personas adonde estaba Cortés, que ya se le habian juntado hasta quince de a caballo y estaban peleando con los enemigos junto a unas acequias, adonde se mamparaban y estaban albarradas; y como llegamos, les pusimos en huida, aunque no del todo volvian las espaldas; y porque el soldado Olea que acudió a nuestro Cortés estaba muy mal herido de tres cuchilladas y se desangraba, y las calles de aquella ciudad estaban llenas de guerreros, dijimos a Cortés que se volviese a unos mamparos y se curase el Cortés y el Olea; y así, volvimos, y no muy sin sobra de vara y piedra y flecha, que nos tiraban de muchas partes donde tenian mamparos y albarradas, creyendo los mejicanos que volviamos retrayéndonos, e nos seguian{208} con gran furia; y en este instante viene Pedro de Albarado e Andrés de Tapia y Cristóbal de Olí y todos los mas de a caballo que fueron con ellos a otras partes, el Olí corriendo sangre de la cara y el Pedro de Albarado herido y el caballo, y todos los demás cada cual con su herida, y dijeron que habian peleado con tanto mejicano en el campo, que no se podian valer; y porque cuando pasamos la puente que dicho tengo, parece ser que Cortés los repartió, que la mitad de a caballo fuesen por una parte y la otra mitad por otra; y así, fueron siguiendo tras unos escuadrones, y la otra mitad tras los otros. Pues ya que estábamos curando los heridos con quemalles con aceite e apretalles con mantas, suenan tantas voces y trompetillas e caracoles por unas calles en tierra firme, y por ellas vienen tantos mejicanos a un patio donde estábamos curando los heridos, e tírannos tanta vara e piedra, que hirieron de repente a muchos soldados; mas no les fué muy bien de aquella cabalgada, que presto arremetimos con ellos, y a buenas cuchilladas y estocadas quedaron hartos dellos tendi{209}dos. Pues los de a caballo no tardaron en salilles al encuentro, que mataron muchos, puesto que entonces hirieron dos caballos e mataron un soldado; de aquella vez los echamos de aquel sitio e patio; y cuando Cortés vió que no habia mas contrarios, nos fuimos a reposar a otro grande patio, adonde estaban los grandes adoratorios de aquella ciudad, y muchos de nuestros soldados subieron en el cu más alto, adonde tenian sus ídolos, y desde allí vieron la gran ciudad de Méjico y toda la laguna, porque bien se señoreaba todo; y vieron venir sobre dos mil canoas que venian de Méjico llenas de guerreros, y venian derechos adonde estábamos; porque, segun otro día supimos, el señor de Méjico, que se decía Guatemuz, les enviaba para que aquella noche o día diesen en nosotros; y juntamente envió por tierra sobre otros diez mil guerreros, para que, unos por una parte y otros por otra, tuviesen manera que no saliésemos de aquella ciudad con las vidas ninguno de nosotros. Tambien habia apercebido otros diez mil hombres para les enviar de refresco cuando estu{210}viesen dándonos guerra, y esto se supo otro día de cinco capitanes mejicanos que en las batallas prendimos; y mejor lo ordenó Nuestro Señor Jesucristo; porque así como vino aquella gran flota de canoas, luego se entendió que venian contra nosotros, y acordóse que hubiese muy buena vela en todo nuestro real, repartido a los puertos y acequias por donde habian de venir a desembarcar, y los de a caballo muy a punto toda la noche, ensillados y enfrenados, aguardando en la calzada y tierra firme, y todos los capitanes, y Cortés con ellos, haciendo vela y ronda toda la noche, e a mí e a otros diez soldados nos pusieron por velas sobre unas paredes de cal y canto, y tuvimos muchas piedras e ballestas y escopetas y lanzas grandes adonde estábamos, para que si por allí, en unas acequias que era desembarcadero, llegasen canoas, que los resistiésemos e hiciésemos volver, e a otros soldados pusieron en guarda en otras acequias.
Dejemos de hablar deste desman por causa de Cortés, y digamos cómo habiamos ya{211} llegado a Tacuba con nuestras banderas tendidas, con todo nuestro ejército y fardaje, y todos los mas de a caballo habian llegado, y también Pedro de Albarado y Cristóbal de Olí, y Cortés no venia con los diez de a caballo que llevó en su compañía. Tuvimos mala sospecha no les hubiese acaecido algún desman, y luego fuimos con Pedro de Albarado y Cristóbal de Olí e Andrés de Tapia en su busca, con otros de a caballo, hácia los esteros donde le vimos apartar, y en aquel instante vinieron los otros dos mozos de espuelas que habian ido con Cortés, que se escaparon, e se decía el uno Monroy y el otro Tomás de Rijoles, y dijeron que ellos por ser ligeros escaparon, e que Cortés y los demás se vienen poco a poco porque traen los caballos heridos; y estando en esto viene Cortés, con el cual nos alegramos, puesto que él venia muy triste y como lloroso; llamábanse los mozos de espuelas que llevaron a Méjico a sacrificar, el uno Francisco Martin Vendobal, y este nombre de Vendobal se le puso por ser algo loco, y el otro se decía Pedro Gallego.{212} Pues como allí llegó Cortés a Tacuba, llovia mucho, y reparamos cerca de dos horas en unos grandes patios; y Cortés con otros capitanes y el tesorero Alderete, que venia ya malo, y el fraile Melgarejo y otros muchos soldados subimos en el gran cu de aquel pueblo, que desde él se señoreaba muy bien la ciudad de Méjico, que está muy cerca, y toda la laguna y las mas ciudades que están en el agua pobladas; y cuando el fraile y el tesorero Alderete vieron tantas ciudades y tan grandes, y todas asentadas en el agua, estaban admirados. Pues cuando vieron la gran ciudad de Méjico y la laguna y tanta multitud de canoas, que unas iban cargadas con bastimentos y otras iban a pescar y otras baldías, mucho mas se espantaron, porque no las habian visto hasta en aquella sazon; y dijeron que nuestra venida en esta Nueva España que no eran cosas de hombres humanos, sino que la gran misericordia de Dios era quien nos sostenia; e que otras veces han dicho que no se acuerdan haber leido en ninguna escritura que hayan hecho ningunos vasallos tan gran{213}des servicios a su rey como son los nuestros, e que ahora lo dicen muy mejor, y que dello harian relación a su majestad. Dejemos de otras muchas pláticas que allí pasaron, y cómo consolaba el fraile a Cortés por la pérdida de sus mozos de espuelas, que estaba muy triste por ellos; y digamos cómo Cortés y todos nosotros estábamos mirando desde Tacuba el gran cu del ídolo Huichilóbos y el Tatelulco y los aposentos donde solíamos estar, y mirábamos toda la ciudad, y las puentes y calzada por donde salimos huyendo; y en este instante suspiró Cortés con una muy grande tristeza, muy mayor que la que de antes traia por los hombres que le mataron antes que en el alto cu subiese; y desde entonces dijeron un cantar o romance:
Acuérdome que entonces le dijo un soldado{214} que se decía el bachiller Alonso Perez, que después de ganada la Nueva España fué fiscal e vecino en Méjico: «Señor capitán, no esté vuestra merced tan triste; que en las guerras estas cosas suelen acaecer, y no se dirá por vuestra merced:
Y Cortés le dijo que ya veia cuántas veces habia enviado a Méjico a rogalles con la paz, y que la tristeza no la tenia por sola una cosa, sino en pensar en los grandes trabajos en que nos habiamos de ver hasta tornar a señorear, y que con la ayuda de Dios presto lo porniamos por la obra.»{215}
(López de Gomara. “Historia
de las Indias”.)
ERA Vasco Núñez de Balboa hombre que no sabia estar parado; y aunque tenia pocos españoles para los muchos que menester eran, segun don Carlos Panquiaco decía, se determinó ir a descobrir la mar del Sur, porque no se adelantase otro y le hurtase la bendicion de aquella famosa empresa, y por servir y agradar al Rey, que dél estaba enojado. Aderezó un galeoncillo que poco antes llegara de Santo Domingo, y diez barcas de una pieza. Embarcóse con ciento y noventa{216} españoles escogidos, y dejando los demás bien proveidos, se partió del Darien, 1.º de setiembre año de 13. Fué a Careta, dejó allí las barcas y navío y algunos compañeros. Tomó ciertos indios para guía y lengua, y el camino de las sierras que Panquiaco le mostrara. Entró en tierra de Ponca, que huyó como otras veces solia. Siguiéronle dos españoles con otros tantos caretanos, y trajéronle con salvoconducto. Venido, hizo paz y amistad con Balboa y cristianos, y en señal de firmeza dióles ciento y diez pesos de oro en joyuelas, tomando por ellas hachas de hierro, cortezuelas de vidrio, cascabeles y cosas de menos valor, empero preciosas para él. Dió tambien muchos hombres de carga y para que abriesen camino; porque como no tienen contratación con serranos, no hay sino unas sendillas como de ovejas. Con ayuda, pues, de aquellos hombres hicieron camino los nuestros, a fuerza de brazos y hierro, por montes y sierras, y en los rios puentes, no sin grandísima soledad y hambre. Llegó en fin a Cuareca, do era señor Torecha, que salió con{217} mucha gente no mal armada, a le defender la entrada en su tierra si no le contentasen los extranjeros barbudos. Preguntó quién eran, qué buscaban y a do iban. Como oyó ser cristianos, que venian de España, y que andaban predicando nueva religion y buscando oro, y que iban a la mar del Sur, díjoles que se tornasen atrás sin tocar a cosa suya, so pena de muerte. Y visto que hacer no le querian, peleó con ellos animosamente. Mas al cabo murió peleando, con otros seiscientos de los suyos. Los otros huyeron a mas correr, pensando que las escopetas eran truenos, y rayos las pelotas; y espantados de ver tantos muertos en tan poco tiempo; y los cuerpos, unos sin brazos, otros sin piernas, otros hendidos por medio, de fieras cuchilladas. En esta batalla se tomó preso un hermano de Torecha en hábito real de mujer, que no solamente en el traje, pero en todo lo al, salvo en parir, era hembra. Entró Balboa en Cuareca; no halló paz ni oro, que lo habian alzado antes que pelear. Empero halló algunos negros esclavos del señor. Preguntó de dónde los habian, y{218} no le supieron decir o entender mas de que habia hombres de aquel color cerca de allí, con quien tenian guerra muy ordinaria. Estos fueron los primeros negros que se vieron en Indias, y aun pienso que no se han visto mas. Aperreó Balboa cincuenta putos que halló allí, y luego quemólos, informado primero de su abominable y sucio pecado. Sabida por la comarca esta victoria y justicia, le traian muchos hombres de sodomía que los matase. Y segun dicen, los señores y cortesanos usan aquel vicio, y no el comun; y regalaban a los alanos, pensando que de justicieros mordian los pecadores; y tenian por mas que hombres a los españoles, pues habian vencido y muerto tan presto a Torecha y a los suyos. Dejó Balboa allí en Cuareca los enfermos y cansados, y con sesenta y siete que recios estaban, subió una gran sierra, de cuya cumbre se parecia la mar austral, segun las guias decían. Un poco antes de llegar arriba mandó parar el escuadron, y corrió a lo alto. Miró hacia mediodía, vió la mar, y en viéndola arrodillóse en tierra y alabó al Señor, que le hacia tal merced. Lla{219}mó los compañeros, mostróles la mar, y díjoles: «Veis allí, amigos míos, lo que mucho deseábamos. Demos gracias a Dios, que tanto bien y honra nos ha guardado y dado. Pidámosle por merced nos ayude y guie a conquistar esta tierra y nueva mar que descobrimos y que nunca jamás cristiano la vido, para predicar en ella el santo Evangelio...»
FIN
I. | — | El amaneramiento histórico. | 183 |
II. | — | Los pilotos cantábricos. | 189 |
III. | — | Ejemplo de una recluta de conquistadores. | 199 |
IV. | — | Ejemplo de una batalla en el Nuevo Mundo. | 205 |
V. | — | Descubrimiento del Pacífico. | 215 |