*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 63587 *** ESTAMPAS DE VIAJE ESPAÑA EN LOS DIAS DE LA GUERRA LUIS G. URBINA ESTAMPAS DE VIAJE ESPAÑA EN LOS DIAS DE LA GUERRA Creer-Crear. [colofón] BIBLIOTECA ARIEL EDITADA POR LA REVISTA HISPANO-AMERICANA «CERVANTES» Es propiedad de la BIBLIOTECA ARIEL _Este libro está dedicado a la memoria de_ _Justo Sierra_ _mi maestro, que amó a España y en ella murió._ _Luis._ 1920. INTRODUCCION _Al comenzar el año de 1916 pisé, por primera vez, tierra española._ _Desde la orilla del Mediterráneo, todo yo me volví ojos para ver y corazón para sentir._ _Vine como redactor corresponsal de_ El Heraldo de Cuba, _y para ese periódico escribí mis impresiones de viaje. Las escribí poniendo en ellas amorosa sinceridad_. _Así, tan de pronto, no era posible que penetrase yo en el alma de este pueblo, a pesar de las afinidades que tiene con el mío, y que en mí mismo percibí al entrar en el ambiente ibérico._ _Mas las obscuras herencias que despertaron en mi espíritu, sirvieron de acicate a mi curiosidad y de orientación instintiva a mis observaciones._ _Nada miré sin interés o sin emoción; y, aunque recién venido, acerqué cuanto pude, la oreja, al pecho enjoyado de España._ _Formé este libro con algunas de las notas y apuntes que rápidamente fuí tomando entonces, en horas de angustia y asombro para la humanidad._ _Después, este gran país, que seduce desde luego la vista con el espectáculo de sus costumbres y de su naturaleza, y aviva la imaginación y la estimula a las evocaciones ante sus viejas maravillas de arte, fué, poco a poco, revelándome cuanto encierra su seno de calladas y profundas virtudes._ _Y la ilusión con que en él soñé, se ha convertido en la admiración y la devoción con que ahora lo quiero. Y tanto como me deslumbró la magnificencia de su pasado, me llena de fe el presentimiento de su porvenir._ _En las páginas que siguen hay, seguramente, más de adivinación que de análisis._ _Me queda el anhelo de lograr algún día--mejor poseído por el creciente encanto de esta tierra de sol y de leyenda--rendir a la raza, en verdad y en belleza, el filial tributo que le debo en nombre de mi patria americana, que al otro lado del Atlántico es como una dulce prolongación, como un fresco brote de esta España en cuyo suelo está germinando todavía una primavera de libertad._ LUIS G. URBINA. Madrid, diciembre de 1919. ENTRE DOS BAHÍAS El contraste no pudo ser más sugestivo. Al partir de la Habana, durante un vivo y cálido atardecer, el mar de seda de la bahía mezclaba a su azul, bruñido por la luz del crepúsculo, súbitos y variados matices. Se mecía una onda, y en su seno encendíase, por un instante, un guiñapo de escarlata desteñida. Venía brincando una ola de curvas elegantes, y su vidrioso contorno empenachábase de espuma sonrosada. Alrededor de los remolcadores temblaba una franja de cambiantes. Las barcas, al pasar, dejaban en la corriente una larga raya de colores, como si fueran soltando serpentinas en la corriente. Y cuando el buque empezó a moverse, toda la ciudad, salpicada de chispas locas, se fué deshaciendo en una rosada penumbra. Las fachadas del _Malecón_, que parecían un suave dibujo en miniatura, se fundieron, poco a poco, y conforme iban estando más lejos, en una extensa mancha en la que sólo brillaban--latidos de claridad amarilla--puertas y ventanas. Después, en la franja obscura de la ribera, vimos, por mucho tiempo todavía, el índice negro del Morro, coronado por la movediza llama verde, que paseaba, en torno suyo, su ráfaga de tenue claridad. La bahía de la Habana acababa de despedirse del sol, deteniéndolo como una Julieta enamorada, y pidiéndole el último beso. Al mirarla, casi borrosa en la distancia, podría uno imaginarse, sin esfuerzo, que la vieja y deliciosa metrópoli cubana quedaba, trémula de emoción, como criolla apasionada, en el instante en que concluye la cita y desaparece el galán. * * * * * Hoy, cuatro días más tarde, desde la cubierta del veterano buque español, veo un cuadro distinto del tropical, de aquel que retengo en la memoria como el recuerdo de una cariñosa despedida. El frío es intenso, y los pasajeros, enfundados en sendos abrigos, al hablar, echan por la boca nubecillas de vapor plomizo. El mar está sucio y pesado el oleaje. La niebla, que desde ayer emboza los horizontes, se acerca más y se hace más densa. De ella sale, como si la atravesara con esfuerzo, un reflejo gris que melancoliza el ambiente. Una lluvia menuda cae sobre las aguas, y las enturbia al encarrujarlas en pequeñísimos rizos. Es una hora indecisa que no atinaríamos a definir si, recurriendo a las muestras de los relojes, no viésemos que señalan las diez y que, tras de una noche azul, nos encontramos a la mitad de la mañana nublada. El buque está frente a Nueva York. Todos los pasajeros, de bruces sobre las barandillas, quieren ver lo que se dibuja en aquellos telones de húmeda y maculada blancura. Algún viajero «snob» se ha echado a la cara los gemelos, en una actitud cómica de inglés de opereta. Ver la ciudad, distinguir los edificios, contemplar el panorama, es imposible. Pero divisar todo esto, sorprender, aquí una masa de bruma negra, allá un contorno borroso, y la sombra de un edificio, y el fantasma de una embarcación, ya es menos difícil. Sí; mirando atentamente, devorando con los ojos la niebla, horadándola con la imaginación, se va distinguiendo, imprecisamente, lo que se arrebuja y esconde en el horizonte. Primero es un islote, que antes que lleguemos a la ciudad nos sale al encuentro: entre árboles de humo verdinegro, caseríos rústicos de vaporosa inconsistencia, barcas que parecen hechas en el aire con las espirales de un cigarrillo; dos torpederos de sepia aguada, perfilados junto al montículo pastoso de una fortaleza. Y luego, en el amplio fondo, caprichosamente reclinadas, unas nubes sombrías, unas formas extrañas, dos, tres, cuatro erectos paralelepípedos, que dan el efecto de que son bandas negras, estandartes desteñidos que cuelgan de la altura del horizonte, mejor que formas que se levantan asentadas sobre la tierra. Son pedazos de montañas, acantilados, tajos y escarpaduras. Trazados al esfumino, tienen la vaguedad de las pantallas fotográficas. Yo adivino que allí enfrente está la ciudad; es más, lo sé; pero aquellas fantasmagorías no dejan de turbarme un poco. --¿Qué es eso?--pregunto a un compañero que cerca de mí sonríe, como saludando a un conocido. --Son los «rasca cielos»--me contesta--; mire usted;--y me va señalando los sitios con el índice--: allá está el «Singer Building»; allá el «Municipal Building»; el «Metropolitan», y el más alto y airoso, el «Woolvord»... Entonces, recuerdo los almanaques, los anuncios, los avisos murales, la inundación de pinturas, grabados, estampas que he visto durante mi vida por todas partes, en libros, en oficinas, en tiendas. Me divierto retocando, precisando, abriendo vanos, componiendo remates, labrando piedras, extendiendo colores, en una tarea imaginativa, en la cual colabora, confusamente, la memoria. Y por asociación, por semejanza, frente a aquel diorama de vidrio ahumado, me acuerdo de las ilustraciones en que la pluma de Hugo solía entretenerse, al margen de las cuartillas manuscritas, mientras el potente cerebro repujaba alguna imagen estupenda. Cuéntase que, a veces, en la nerviosidad con que la mano saltaba del tintero al papel, caía en la garrapateada página una gota de tinta. El poeta, en un maniático «dilettantismo», aprovechaba la ocasión, y de aquella gota negra, extendida en líneas, siluetas y trazos inverosímiles, iban saliendo portentosas sombras chinescas: el castillo medioeval de los Burgraves; un ejército en marcha; la cabeza de monstruo de Quasimodo; una carrera de titanes en fuga. Quedan todavía, en viejas ediciones, los caprichos tumultuosos de aquel dibujante, en quien la fantasía creadora pudo sustituir con ventaja a la técnica correcta. Algo de esa vaga exuberancia poseía, para mí, el espectáculo de la bahía neoyorquina. A través del encaje levísimo de la lluvia, la ciudad nebulosa, se me aparecía, en lo remoto, como un friso de cielo invernal en el último momento de un ocaso sin sol. Mi curiosidad se entremezclaba de melancolía. Mi espíritu encontraba un ambiente propicio para su desfallecimiento. Miraba yo, miraba, en una difusión de ideas, que reproducía en mi interior las nebulosidades del día. Y de pronto, en el borrado y último término, en una semiclaridad amarillenta que parecía brotar de abajo, como una humareda luminosa, fué dibujándose, más precisa cuanto más la miraba yo, una masa de sombra compacta que poco a poco diseñó en el fondo su contorno, con la habilidad de esos artistas callejeros que, recortando con tijeras papel negro, hacen retratos en siluetas, que pegan después sobre un naipe cualquiera. Y vi: las sobrias molduras de un pedestal basto; la línea culebreante de una veste griega; los trazos paralelos de un brazo en alto que remataba en un florón obscuro que rememoraba una antorcha; la curva cerrada de una cabeza que diademaban largas púas tenebrosas. Era una estatua, la colosal estatua de Bertoldi, erguida sobre las aguas incoloras, en la tristeza de una inmensidad de claro-obscuro.--La «Libertad iluminando el mundo»--pensé, repitiendo el nombre del célebre y artístico faro. Allí la vi en una hora de misterio, de bruma, de fría y rara vaguedad. Se diría que, como un nubarrón, estaba próxima a deshacerse al soplo de una cercana tormenta. Se diría que, dentro de su obscuridad, se acurrucaba el rayo insomne. Era un guardián de tiniebla, vigilando una ciudad de sombra. Y mientras llegábamos al muelle, me puse a tejer con neblina, perplejidad y sueño, un símbolo profético y pavoroso. EL DELIRIO DE «WALL STREET» Llegamos al sucio muelle, y entre ruido de cadenas, golpes de tabla, gritos de primitivo y batahola de marinería, nos preparamos a descansar un poco de las monótonas cien horas de mar en calma. Es domingo. Estoy en la orilla de la ciudad estupenda, descrita, admirada, cantada, glorificada, analizada por una legión de filósofos, de artistas, de poetas, de pensadores, de curiosos. A mí, que sólo veo desde el buque una fila de casas, muy altas, acribilladas de ventanas en hilera, me produce la impresión de que me hallo junto a una urbe extraña, monstruosa y vacía. De fuera no viene ningún rumor. No percibo un movimiento. Nadie asoma por las innúmeras ventanas. No se oye el eco de unos pasos. De un lado, los edificios están mudos; del otro, las lejanias, veladas. Arriba, la nublazón, inmóvil; abajo, la corriente, silenciosa. Únicamente las gentes del barco trajinan. Los pasajeros que no han salido, duermen. Cae la tarde, a telón lento, sin esfuerzo, simplemente, sin pugilatos de luz y sombra, porque, de antemano, lo gris es ya uno de los matices de lo negro; es la tiniebla empalidecida. Y en ella comienzan a clavarse las chispas eléctricas del alumbrado. Por detrás de los formidables muros de las construcciones fronteras al muelle, sube un vaho de claridad blanquecina, como polvo de luna. Es la iluminación de Nueva York. Dejo pasar dos horas, tres; me aburro sobre cubierta. Y, aunque me dicen que nada hay que ver en un domingo de población yanqui, me aventuro a pasear mi fastidio, siquiera sea por la parte baja de la ciudad. Salgo de la embarcación como un ratoncillo sale de su escondite, atisbando hacia todos lados. La calle del muelle, obstruida en una acera por montones de cajas y barriles, está desierta por la otra, y presenta cerradas las puertecillas con escalones de piedra, cerca de los barandales que señalan los sótanos. Veo un extenso cuadro simétrico y uniforme:--la simetría es quizás una característica de la estética de este pueblo--. Casas semejantes; casas iguales; no varían, a primera vista, más que los rótulos y sus leyendas en oro, en carmín, en azul. De trecho en trecho, los faroles públicos colocan su nota ocre en la pesada penumbra. A lo lejos, el puente de Brooklyn raya el aire con su formidable dibujo geométrico. Camino unos pasos, y una plaquilla de hierro en la punta de un poste, en el ángulo de una amplia vía, me señala una ruta: «Wall St». ¡Ah! La arteria financiera; como si dijéramos: la aorta. Me encuentro en el corazón comercial. (¿Esta ciudad tendrá dos corazones a la manera de ciertos organismos anormales?) Siguen las casas negras, altas, medrosas. Anchas las aceras; grande y pulida la calzada. Mas aquí no existe la simetría arquitectónica. No distingo estilos, y, sin embargo, percibo variedades; formas entrantes y salientes; encristalados ventanales; columnas de pórtico romano; abigarramientos de piedra; grandiosidades sin majestad; imitaciones sin gusto. Estas fábricas macizas me producen un efecto de solidez improvisada. Se marca bien, a pesar de ello, el carácter de la obra. No son viviendas: son oficinas, despachos, bancos. Aquí y allá, la palabra «Lunch», se combina de distintos modos. Algún escaparate conserva iluminada su pequeña exposición de tabaco. Se comprende que todos estos _restaurants_ son otras tantas oficinas de comer de prisa, para seguir en la afanosa labor. Ahora, esta vía está solitaria como la calzada de un cementerio. Por muy corto tiempo ha desaparecido la agitación. Las cosas están en reposo; pero se nota que esperan la vuelta del torbellino humano. La arteria queda exangüe por unos cuantos momentos. Yo marcho por el embaldosado y soy el único sér con animación en esa profunda y agresiva soledad. Mi vieja murria se mezcla de curiosidad infantil. Héme aquí al pie de una estatua, de proporciones extraordinarias, que corta en dos mitades la escalinata de un templo corintio. A la media luz de la calle, reconozco la figura: es Wáshington. Y recurro a mi memoria para percatarme de que dentro del templo corintio está encerrada una buena parte del tesoro del Estado. Un Wáshington de granito, inquebrantable como el de carne, cuida la suma fabulosa, el oro, el papel moneda, lo que yo no puedo saber en mi breve escapatoria de colegial aventurero. --Haces bien, Wáshington--le digo a la estatua--, cuida del tesoro monetario. ¡Ojalá que dentro del arca de sillares labrados, a cuyo frente estás, guardara tu pueblo otros tesoros espirituales que tal vez ande malgastando por el mundo! Y sucedió que, sugerido por mis propias meditaciones, moviéndome dentro del fondo de Rembrandt, de «Wall Street», tuve una pueril alucinación: Vi que, en el silencio solitario del sitio, de la angosta puerta de una de aquellas oficinas, salía con su traje talar, y su becoquín negro, un judío del siglo XIV: el cuerpo encorvado y temblón; la barba luenga y cana; los ojos de nictálope; la nariz de pico de halcón; las manos sarmentosas, saliendo, como hierbas secas, de la campana de las mangas. Lo reconocí inmediatamente. Era mi amigo Shylock. No me cabía duda. Y hasta creí ver relucir en uno de sus cerrados puños el cuchillo vengador. Iba, como siempre, en busca de la libra de carne del deudor. Pero su paso, inseguro y lento, le impedía alcanzar a la muchedumbre numerosísima, a el ejército obscuro que, apelotonándose por millares, corría delante de él. Shylock hacia estériles esfuerzos por llegar. ¡Imposible! La carrera loca de la multitud era fantásticamente rápida. También a mí me estaba pasando una cosa imprevista. Yo volaba tras el judío y sus perseguidos, tal como suelo volar durante el sueño. Comprendí que Hermes me había prestado sus alas. Y ya no me importaba la altura sombría de las casas de Nueva York. Era agradable mi ingravidez. Todos volábamos en un vértigo jadeante. Abajo, en la llanura humana, se agitaban los brazos como espigas negras en el término de la noche. Y, de repente, a la espalda del gigantesco ángulo ojival--invertido embudo de tinta china--de la iglesia de «La Trinidad», fué subiendo un segmento de oro cegador; y subiendo, subiendo, milagrosamente, el circulo colosal llenó el espacio: ¡el sol! Sí; un sol nuevo, recién fundido acabado de troquelar, porque el astro, gloria del cielo, era nada menos que una áurea y gran moneda de veinte dólares... Y empezó a encender el día... * * * * * En el «angosto lecho» de mi camarote, me reía a solas, de mis intemperancias de visionario. Desde allí oí sonar las campanas de cristal de «La Trinidad». El silencio estaba haciéndose más hondo. UN MINUTO DE NUEVA YORK Conocí en mi tierra a un literato rico, sér extraordinario, no porque su riqueza fuese grande como la de un nabab, ni porque su literatura alcanzara las proporciones de un genio, sino porque, además de juntar en una pieza sola el cultivo de las letras y la abundancia del dinero--caso rarísimo en el ambiente novo-hispano--, tenía el hombre tales manías y extravagancias, que teórica y prácticamente se diferenciaba por completo del tipo común de los mortales. Ejercitaba su talento y sabiduría en la critica, y si sus doctrinas chocaban al buen sentido, por lo estrafalarias, no le iban a la zaga sus costumbres, por lo inusitadas y excéntricas. No era el suyo prurito de aparecer original, ni fingida locura para llamar la atención de los cándidos; era un real y positivo desequilibrio, un orgánico defecto espiritual que le retorcía los conceptos y le daba en oblicuo, casi siempre, la visión de la vida. Y entre las manías que lo caracterizaban, una de las más interesantes y divertidas, sin duda, era la de ajustar su existencia a un riguroso método, inventado por él, y para él, dizque modificando las supuestas leyes de la higiene, ciencia de la cual hablaba pestes el acaudalado hombre de letras, quien, por otra parte, era buen cristiano, excelente jefe de familia y cumplido caballero. Recuerdo--y lo cuento aquí para ejemplificar una impresión--que fuí a verle a su casa una mañana con el fin de averiguar algo que yo necesitaba saber sobre asuntos bibliográficos, porque--también hay que decirlo--era mi amigo un erudito, y no a la violeta como los satirizados por el neoclásico español. Hallé al literato en su biblioteca, garrapateando cuartillas sobre su mesa de trabajo, que más bien parecía, por lo cargada que estaba de libros y papeles polvorientos, una mesa revuelta. Interrumpió su labor, y nos pusimos a charlar. Así fueron resbalando las horas, hasta que llegó para él la de comer. Y digo para él, porque a las once y media en punto no había poder humano que evitase el que un viejo criado tendiese, sobre la propia mesa de trabajo, un fino mantel y pusiese allí los utensilios indispensables para el servicio del almuerzo. El cual daba principio de una manera imprevista por todo aquel que no estuviese en el secreto del ceremonial estrambótico. Primero, el literato, abstraído por completo de cuanto le rodeaba, extraía de uno de los bolsillos del chaleco un grueso reloj de oro, de dos tapas, que, previamente abierto, colocaba junto al plato vacío, sin apartar los ojos de la muestra, como hacían antaño los médicos que tomaban el pulso a los enfermos. Hecho esto, el criado, que de antemano habíase preparado, presentaba a su amo la fuente de la sopa. Servíase éste y comenzaba a engullir, llevándose a tientas la cuchara a la boca, puesto que las miradas las tenía clavadas, como un hipnotizado, en el minutero. --Dos minutos de sopa--decía después le un rato--; basta. Sin interrupción alguna, iba el sirviente presentándole los manjares: --Un minuto de pescado... Tres de carne... Cuatro de legumbre... Medio de dulce. Otro medio de fruta y, sin discrepancia, seis segundos de café. Un instante para limpiarse los labios con la servilleta, otro para mojarse los dedos en agua rosada puesta en tazón de cristal, y en un abrir y cerrar de ojos, el mozo levantaba el campo. Total: once minutos y dos segundos, contados con exactitud matemática, para cumplir con una de las indispensables necesidades impuestas por la Naturaleza a todo viviente. * * * * * Este modo de comer de mi amigo me viene a la memoria al anotar mis impresiones de Nueva York. Yo también me nutrí, es decir, quise nutrirme, en esta monstruosa yanquipolis, como el literato extravagante: --Dos días de Nueva York, que es lo mismo que: una hora de Nueva York, y hasta que: un minuto de Nueva York. Eso he creído estar: cuarenta y ocho horas, que son un minuto, quizá menos, para ver una de las más prodigiosas ciudades de la civilización moderna. He contado ya cómo llegué en un domingo nebuloso, y la extrañeza que me produjo el enorme silencio de Wall Street, en mi nocturna y tímida excursión. El contraste del siguiente día fué perturbador. Asistí, con infantil curiosidad, al despertar de la urbe americana. Vi, primero, en los muelles, los grandes carromatos tirados por caballos gigantescos y pesados: diez, cien, mil, que rodaban, crujiendo, por la calzada de adoquines de piedra. Por el embanquetado frontero, pululaban faquines, obreros, marineros, en traje azul, o desarrapados; obscuros unos, de negrura de ébano; otros de un rubio, sucio, como pelambre de animal. No iban de prisa, y se diría que vagaban al acaso, como si no tuvieran ocupación. Por entre ellos se deslizaban tipos de cinematógrafo, seres de vicio y de miseria, de rostro abotagado, bombín cubierto de polvo, flux mugriento, zapatos de largas caminatas, de correrías nocturnas. Todas estas gentes entraban y salían de los «bar», cuyas puertas los vomitaban a montones, en incesante movimiento. Por entre ellos me deslicé hasta el ángulo desde donde se abría la amplia calle de los negocios. Otro espectáculo absolutamente diverso: una esquina, una línea, un punto, separan imperceptiblemente dos mundos que se rechazan, que se odian: el vicio y el trabajo, la inteligencia y la riqueza, la incuria y la pulcritud, la pereza y el aceleramiento. Hay que figurarse un hormiguero con locura ambulatoria. Aquí todas las personas, correctamente vestidas, van de prisa, tal como si temiesen no llegar a tiempo a la cita. Los transeuntes se cruzan y se entrecruzan, sin tocarse, apretados, pero no molestos, sin mirarse, sin estorbarse, cada uno con una preocupación clavada en la frente. Pasan los automóviles seguros de que no atropellarán a nadie, porque nadie hay que deje de saber andar en ese torbellino; hombres y mujeres corren, cuando así lo necesitan, y empujan sin miramiento, a quienes les puede impedir el libre y rápido ejercicio de las piernas. Las casas bancarias, son pueblos agitados; las oficinas, ciudades inquietas. Suben y bajan los ascensores con una piña humana, que momento a momento se renueva. Es el afán hecho vértigo; es la fiebre dinámica del anhelo. Los edificios, por sus puertas, arcos y columnatas, tragan y degluten multitudes. Por las ventanas de la «Bolsa», unos energúmenos mudos hacen señas ridículas, pero intencionadas, a la muchedumbre numerosa que invade la vía. Un poco más lejos, otra muchedumbre, detenida como un remanso en el oleaje de la rúa, escucha a un orador gritón de gesto furibundo. Es un «meeting» político. Y en aquel ruido compuesto de la suma de todos los ruidos posibles--el de la gente que anda, el de las voces que gritan, el del elevado que cruza sonando hierro, el de las sirenas de los autos--, en aquel ruido excitante que me perturba más y me causa más pavor que el silencio de la noche dominguera, me asalta, con mayor rudeza todavía, una sensación de calor. A la herida profunda uno de mis sentidos se une el asombro culminante de otro. Lo que acabo de ver me distrae un poco de lo que estoy oyendo. Y lo que veo es un gallardete muy grande, que desde la altura de un quinto o sexto piso, cuelga en medio de la calle, suspendido de un cordel que va de fachada a fachada. Conforme voy marchando, sigo con la vista las paralelas de piedra de la avenida y distingo, de trecho en trecho, los mismos gallardetes que ondean con leve y pesado balanceo. Todos tienen los colores de la bandera americana. Y esos son: llamativas y amplificadas banderas que, colgantes en medio de la calle, parecería que están ansiosas de dejar caer del lienzo blanco las barras rojas, para que se clavasen, como picas, en el pavimento y detuviesen así la indiferente batahola fenicia que anda por abajo persiguiendo un propósito material y concreto. ¡Ah!, porque cada bandera tiene su leyenda que habla al ciudadano de patria: que le invita a defenderle; que le pide su contingente; que le exige una preparación. Las banderas tienen una voz heroica; forman un coro bélico, indican al pueblo que está quizá próxima la hora de la guerra. Y las banderas están ayudadas por carteles, por avisos, por «réclames», por «affiches» que pregonan con breve elocuencia la necesidad de una aptitud militar frente a los posibles peligros de la humanidad en delirio homicida. Se anuncia para el próximo sábado una manifestación imperialista. Yo noto, sin embargo, que ninguno levanta la cara. Y me imagino que la manifestación resultará grandiosa, con todo lo que aquí se realiza; pero entusiasta, vibrante, conmovedora, tal vez no será. En mi neoyorkino minuto, volando en el carro del elevado, escurriéndome como por corriente profunda, por las perforaciones subterráneas; paseando, al caer de la tarde, por la «Quinta Avenida»; discurriendo por entre los árboles del «Parque Central», mirando tantas mujeres hermosas; oyendo el rumor de tantas charlas, en distintos idiomas; asombrándome de tanto lujo, de tanto «confort», de tanta vitalidad anhelante, de tanto esfuerzo económico acumulado; sintiéndome vivir en esta ciudad madre, inacabable, inagotable, de fealdades colosales, de bellezas deslumbradoras, de antros de crimen y de palacios de ciencia y de arte, tan brutal y tan exquisita, tan desproporcionada y monstruosa en unas partes y en otras tan refinada y sutil; devoradora de carne humana, como el Ogro de los cuentos; improvisadora como los genios legendarios, de la fortuna y del placer; concentradora y propugnadora de energías malsanas y de virtudes sublimes; en este minuto mío de atención, de revelación, de expectación, he presentido, he creído adivinar que el alma híbrida, poliédrica, formidable, de la metrópoli americana, no quiere la guerra, no la desea, no piensa en ella. Nueva York no parece imperialista. Y un amigo que iba a mi lado, respondió a mis observaciones: --Eso es lo que piensas, no lo que ves, quizá. Vuelcas sobre la realidad tu mundo interior, y ajustas tus observaciones a tu prejuicio. ¿Qué sabes tú lo que hay detrás de cada uno de estos altísimos muros, simétrica y multiplicadamente agujereados, donde los grandes y los pequeños intereses rumian proyectos financieros? Este es un país de fuerza y de audacia: dos fundamentales elementos de la guerra. El nervio, que según la frase napoleónica es el oro, lo poseen. Su ambición es del tamaño de la ciudad. La idea que tienen de sí mismos es más elevada que el más empinado de sus edificios. La americanización del mundo necesita, tal vez, del esfuerzo heroico... --Es verdad--replico--; pero alguna vez pienso que este gran pueblo no ha definido ni caracterizado todavía su espíritu nacional. No ha cristalizado su ideal. No lo ha unimismado en aspiraciones peculiares, en una fórmula suprema. Hay, es cierto, altivez y orgullo en este pueblo; pero a esa fanfarronería le falta penacho. Y luego, el hibridismo acomodaticio de estas gentes que han venido de los ocho puntos de la estrella a medrar, trayendo el desarrollo inusitado de sus energías, que, inútiles o improductivas, encuentran aquí un ambiente de aventura que las estimula sin cesar; la masa inmensa de aglomerado social que se ha adherido a la base étnica de estas colonias sajonas, y que sólo muy lentamente va perdiendo el recuerdo de la patria abandonada y el contacto moral de las distintas y originarias colectividades de que proviene; toda esta sociedad, que es una poderosa nación, la más fuerte acaso, con fuerza de juventud desarrollada en la gimnasia de la voluntad, no me parece aún una gran patria como esas que cruzan por la historia ensangrentadas y divinas, y que van al sacrificio gritando la fiera palabra de la raza... --¡Bah!, lirismos tuyos. Esta nación irá también cuando le llegue su momento. Ahora está remisa y como amodorrada de egoísmo. Ríe, como un acaudalado burgués, en la sobremesa del banquete casero. Los negocios marchan; los cálculos han resultado exactos; las ganancias se multiplican. El banquero sonríe, entre un sorbo de champaña y una fumada de tabaco. Mas como eso no es la vida entera, la energía social habrá de buscar en lo futuro, y obligada por las contingencias, orientaciones nuevas. --¿La guerra? Nueva York no quiere la guerra; yo lo veo, lo cual no quiere decir que los habitantes tengan sus simpatías y partidos. Ahí está la prensa que lo confirma... --Pero Nueva York no es toda la Unión; es la ciudad cosmopolita y egoísta, que ha metodizado el trabajo con el fin de sacarle producto en beneficio del goce: acapara y derrocha; acumula y dilapida; es laboriosa y fastuosa; cruel y fascinante... --Está bien; pero, mira: nadie levanta la cabeza para ver las banderas. Nadie se fija en los anuncios de la manifestación en pro del militarismo. --No importa. La preparación será posiblemente difícil y lenta; pero yo creo que se llegará; se llegará... El automóvil nos llevaba por el extenso paseo de la ribera oeste, lleno de árboles, de estatuas y de monumentos, de palacios y de niños. La Nueva York infantil estaba allí, corriendo a vuelos de mariposa, gritando a trinos de pájaro, revolcándose en la alfombra de los pastos. Es el lado aristocrático y fino de la ciudad. Allí se extinguen los ruidos de hierro y la ensordecedora algarabía. Ni un tranvía. Lujosos trenes; máquinas de vuelo silencioso. Caía el sol. Las aguas del Hudson al alcance de la mano, tenían un color de violeta iluminoso. Y flotando en ellas, cerca de la orilla, envueltos en una fantástica y transparente neblina azul, vi tres enormes acorazados. Daban el aspecto de cetáceos blancos adormecidos sobre las ondas. Ya las casas que yo miraba tenían esbeltez. Ya los monumentos habían recobrado linea, proporción y eficacia. Ya imperaba la belleza sobre la monstruosidad. Ya no había nada «colosal»: el matiz chillón, el anuncio titánico, los diseños bárbaros se habían quedado allá, en el centro pululante y atormentador. La Naturaleza derramaba sus encantos sobre la hermosura creada por el hombre. Y entonces, el sitio, la hora, el paisaje, la ponderación arquitectónica, me devolvieron el sentido de mí mismo. Y tuve una instantánea noción de convencimiento; de presentimiento, mejor dicho. He aquí, me dije, dos fuerzas salvadoras: niños y acorazados. Y me lancé al ensueño de una humanidad nueva. Asì pasó, en la claridad de un relámpago, mi efímero minuto de Nueva York. EL PELIGRO DE LOS MONITORES Y LAS NOTICIAS DE A BORDO A la altura de los bancos de Terranova nos sorprende, por unas horas de la tarde, la niebla. El buque, cabeceando y crujiendo sobre la corriente tumultuosa, va como dentro de una nube cargada de lluvia. Todas las cosas han tomado un color plomizo: las toldillas, la vela, las jarcias, el casco. Cuanto veo parece falto de relieve y matiz; está en claro-obscuro. Me causa el efecto de un dibujo al lápiz. Muy pocos pasajeros se han atrevido a quedarse sobre cubierta, y esos, entrapajados y mudos, no caminan; se han apoltronado en bancas y sillas, y, por largo tiempo, como si temiesen moverse, conservan sus encogidas posturas. Algunas señoras, con el velo enredado a la cabeza y las manos metidas en los bolsillos de los abrigos, han formado corro sedente alrededor de un locuaz cincuentón que charla en voz alta. Varios caballeros de gorra encasquetada y enguantadas manos han formado también tertulia, y prolongan un parsimonioso palique. Con las capuchas del hábito, echadas sobre los cerquillos, tres frailes franciscanos, arrellanados en una banca, parecen dormitar. El tiempo corre con lentitud y monotonía. Dos marineros, para evitarnos las molestias del aire húmedo y frío, empiezan a echar la cortina de lona sobre la barandilla de cubierta. Son las cinco. Acaban de sonar los campanillazos anunciadores de la primera mesa. Se oyen carreras, voces y risas de chiquitines, que se apresuran, desde los pasillos interiores, a llegar hasta el comedor. Mientras, la niebla va amarilleándose como si cambiara su plomo ennegrecido en oro pálido. La luz del sol comienza a diafanizar la nube. Y, de repente, allá, ábrese un boquete por donde salta un chorro de claridad tibia. Y rápidamente la niebla queda deshecha en un fino y rubio vaho que, en torno del buque, se aleja hacia los horizontes. El mar, hace un instante negro y pesado, vuelve a mecerse en lentas olas de cristalino y obscuro azul. Nadie, sin embargo, se preocupa de todos estos pequeños incidentes del color y de la forma. Noto que el mar, en una larga travesía, produce aburrimiento en los viajeros. Al salir el buque del puerto, se ve el agua con admiración y simpatía; días más tarde con indiferencia; y ya en plena alta mar, cuando nos asalta el vago concepto de infinito, se ve con cierta secreta e inconfesada repugnancia, mezcla de hastío y rencor. Anhélase ver tierra, y, ya se distinga alguna vez, remotísima, o ya la finja un celaje lejano, hay, en el pasaje, una emoción que se revela en sonrisas y miradas alegres. Y si tierra no, al menos otro buque, otra embarcación que rompa la, para el montón, insufrible igualdad del «padre Océano». En un largo viaje marítimo puede uno convencerse de que hay muy pocos espíritus, no ya contemplativos, sino observadores, curiosos de la realidad siquiera. El cansancio viene pronto y es preciso curarse de él, aplicándose grandes dosis de frivolidad. Entonces no se escucha el rumor del mar, sino el de las conversaciones. La murmuración es más divertida, indudablemente. Y, no obstante esta frivolidad, este deseo de matar y olvidar el tiempo, se adivina en todos que sí existe una preocupación... dos, que no son, por cierto, estéticas ni filosóficas; nos preocupamos, como es natural, de nosotros, primero; en seguida, de los demás. Desde Nueva York nos dimos cuenta de que el buque cargaba materiales de guerra. El muelle de la Trasatlántica Española estaba repleto de cajas que, según se dijo, contenían municiones y armas. Noche y día funcionaban las grúas para meter, en las bodegas devoradoras, aquel peligroso cargamento. No dejaba de alarmar a los timoratos esta circunstancia. Los razonables pensaban que, si una nación, hasta ahora neutral, como España, necesita transportar pertrechos para sus soldados, no podía ni debía temerse un atropello de la vigilancia marítima de las naciones beligerantes. Todo ello estaría, de fijo, bien arreglado, para no exponernos a trágicos percances. Pero como es invencible el temor a lo imprevisto, y las diarias noticias acerca de hundimiento de barcos no son nada halagadoras, y la fantasía, además, hace novelas en colaboración con el miedo, había en el ambiente del trasatlántico una difusa sensación de malestar que se atemperaba con la idea general e imprecisa de lo irremediable. Ibamos, como dijo el clásico, «Ut fata trahun». Sentíamos una onda del misterio de la fatalidad antigua. ¡Quién sabe! A las perfidias de las ondas podían sumarse las de la guerra. Mas las pueriles observaciones terminaban y caían en la punta de pararrayos de un optimismo contagioso. El hombre, cuando se encuentra frente a lo desconocido, es optimista. No sabe lo que hay detrás de la sombra; pero algo bueno ha de ser. Y una orgullosa y terca esperanza lo desatemoriza y alienta. Alguien hubo que, para afirmar su confianza, se dirigió al capitán del barco y le hizo en voz baja una tímida pregunta, que los demás no escucharon, pero adivinaron. El capitán, fuerte y rudo viejo, habituado al peligro y a la franqueza, sonrió con cierto irónico desprecio, y contestó con esta grosería, que atenuaba la burla: --¡No sea usted tonto!... Hasta el término del viaje, ninguno se atrevió ya a interrogarle de nuevo sobre el asunto. La preocupación para los demás se manifestaba colectivamente en la noche, después de la comida, cuando la cubierta era como la calzada de un paseo por la que iban y venían, en ejercicio higiénico, los pasajeros. Con frecuencia en esta conversación, y en esotra, y en aquélla, se deslizaba el tema universal: la guerra. Había aliadófilos y germanófilos, como es de rigor. Y unos y otros discutían y defendían sus preferencias. Pero en un buque, que obliga al hombre por algún tiempo a una forzada comunidad de juicio, las opiniones se expresan con menos violencia, se sostienen con más prudente brío. Los más exaltados refrenan sus ímpetus y fingen una moderación verdaderamente ejemplar. De modo es que aquel combate de opiniones contrarias, no se encendía en disputa bravía como en tierra sucede, sino que era el caballeresco asalto a florete, con peto y careta, en una sala de armas. Mas por la noche, a la entrada del salón, un marinero clavaba la tabla de noticias. Los polluelos que andan sueltos por el corral, acuden con prisa menor al llamado de la gallina madre que ha encontrado unos granitos de arroz y se los picotea, que la que mostraba los dos pasajes, el de primera y el de segunda, por acercarse a leer el pliego de los marconigramas. Apelotonábanse las gentes, y su avidez era tan ansiosa como la de los callejeros muchachos que rodean a los padrinos después de un bautizo a la salida de la parroquia. Los que no alcanzaban los primeros lugares, contentábanse con preguntar a los que podían leer de cerca: --¿Qué hay? Nada había, casi nada: incidentes estratégicos en Verdun; algún pequeño barco echado a pique; ataques parciales en el frente italiano; movimientos rusos sin importancia. Era la desilusión de cada veinticuatro horas. Se deseaba, en aquella existencia aburridora de la travesía, sentir un choque brutal, una honda conmoción que sacudiese el espíritu. Y en aquel grupo de fastidiados se comprendía, de modo concreto y preciso, el deseo creciente de que concluya cuanto antes esta horrible angustia que parece interminable y que se ha vuelto desesperante. A veces se leían, en alta voz, las noticias redactadas muy lacónicamente, y vertidas del inglés, en un castellano indescifrable como una inscripción cuneiforme. Y después de la lectura y el comentario, quedaban la inquietud, la tristeza, que--a un relámpago de pasión, que pasaba, de repente, por la conciencia--transformábase en fe por la causa, en seguridad de triunfo, en exposición de razonamientos, en proyectos de proposiciones pacifistas, en cuento y recuento de ejércitos, en fabuloso cálculo de gastos, en nimios e infantiles juegos de imaginación, que, como las espirales hechas con el humo de un pitillo, se deshacen en el aire, apenas esbozados. El laconismo de las noticias parece traer aparejado otro elemento: la atenuación. Son breves, y, al mismo tiempo, suaves. Despojadas en la forma periodística, sin «cabezas» llamativas, sin amplificaciones circunstanciales, están, al mismo tiempo, escritas en forma irresoluta y vacilante: «Al Oeste o al Este del Mosa se está efectuando un ataque alemán, que «quizá» termine por ser rechazado...--«se asegura» que, en la frontera italiana, se contuvo la ofensiva austriaca--. «Es probable» que los rusos hayan avanzado... Nada fijo, nada imperativo ni afirmativo; una duda agridulce, una condicional precaución, prestan vaguedad a los radiogramas.» No quedan conformes los lectores nerviosos. Se dirigen a la oficina: --¿Está ahí el primer «Marconi»? --No. --Pues el segundo... --¿Qué desean ustedes? Y da principio la conquista de la verdad. Circunloquios, sugestiones, ruegos para saber cuál es la noticia cierta o entera. Porque las de la tabla estarán mutiladas o alteradas, ¿quién lo ignora? El segundo «Marconi», imperturbable, recibe el chaparrón verbal, y cuando se alarga, lo detiene en seco. --¡Bah, hombre! Esas son las que recibimos. No hay otras. No se figure que las estoy inventando. Los que no conformes, se retiran; protestan entre dientes, y luego se desbandan para seguir el paseo de la digestión. Entretanto, la noche ha cerrado. El mar tiene una inquietud amenazadora. El buque se balancea rítmicamente. Brillan por todas partes, en las aguas, estrías luminosas. Algunas blancas estrellas parpadean en el horizonte, como ojos cansados. Hace frío y tristeza. En el salón canta, al piano, una tiple de zarzuela que va contentísima de regresar a España: Canta vagabundo tus pesares por el mundo, que tu canción quizá el aire llevará... Sentados en una banca, los frailes franciscanos han abierto sendos breviarios, y a la luz de un farol de la toldilla, calladamente leen... CÁDIZ A las siete de la mañana estábamos frente a Cádiz. El mar, azul y rosa, sin una arruga; terso y brillante, como de vidrio. Sobre él, en segundo término, la vieja ciudad, montón de caseríos blancos extendidos en una faja que moteaban las manchas verdes de los jardines. El sol espolvoreaba su polvillo radioso por encima de aquella blancura. La hermosura de la bahía nos emocionaba menos que la presencia de la tierra cercana. En el anterior anochecer habíamos visto fulgurar en lontananza, como un astro a ras de las aguas, el faro del Cabo de San Vicente; y por mucho tiempo clavamos ojos y pensamiento en el punto fúlgido que nos hacía guiños de lumbre. --Aquí está ya la tierra--nos decía--: pronto volverás a verla. Y, en efecto, el faro cumplió su promesa; poco después de amanecer, Cádiz estaba allí. Atracó el buque en el muelle. Echaron los marineros la escala, descendimos, y con regocijo alborotador, semejante al de los muchachos que salen de la escuela, en varios grupos, los pasajeros echáronse a caminar, los más sin rumbo ni propósito, y los que debían quedarse allí, por ser el término del viaje, a buscar asilo y reposo. En terreno plano, las angostas y torcidas callejas de Cádiz impresionan por su aspecto limpio y sencillo. Las fachadas, de altos muros, empenumbran las vías estrechas; pero como domina el color blanco, la pintura clara, hay, a pesar de la ligera penumbra, alegría en el ambiente. Por lo general, no hay balcones, sino miradores de cristales cerrados. Es raro ver asomada en ellos a una persona. Figúrome que esta es una de las seculares costumbres, residuos, tal vez, del retraimiento oriental. Pero si no mujeres, flores sí suelen asomar por las casas; lindos tiestos de claveles que ponen su nota de rojo encendido en la apacible blancura de los muros. De cuando en cuando, plazas arboladas, por donde discurren, con provinciana lentitud, los vecinos; una anciana obesa, con la canasta al brazo; un sacerdote de capa y sotana, y peludo y acordonado sombrerillo; un joven de chaquetilla ceñida y sombrero cordobés; un señor con figura de oficinista pobre; un muchacho de blusa larga que vocea periódicos. Y es allí donde reside la alegría: en ese movimiento callejero; en esa gente que, sin precipitarse, va de aquí para allá; en esas morenas de andar garboso; en esos obscuros mantones; en esas peinetas que, bajo las mantillas trasparentes, muerden cabellos lustrosos; en esos grandes ojos que relucen; en esas provocativas bocas que sonríen; en esos rostros agitanados, por los cuales pasa a cada instante un relámpago de contento instintivo. Cádiz no es monumental; algún rincón moruno tiene interés; algún resto medioeval, un retablo, un pedazo de muralla, son evocadores; algo moderno: la estatua de Moret, la placa conmemorativa en la casa de Castelar... En su reducida picanoteca hay un Rubens primoroso y cinco o seis admirables Zurbarán; un Ribera magnífico. En su catedral, de estilo Renacimiento español, poco significativa, guárdanse algunas piezas de vieja orfebrería: vasos sagrados, puños de espada, cruces... Mas, si no es monumental, es plácida y está satisfecha de vivir así. Su alegría no llega al júbilo ruidoso; quédase en el sosegado contentamiento. Es comercial; pero, a primera vista, no parece emprendedora, ni se muestra poseída de la laboriosidad inquieta. Al verla, cree uno sospechar que esta urbecilla, de pulida claridad y dorada semipenumbra, vive, a su gusto, en el trabajo rutinario, que si no la enriquece, tampoco la afea ni desgasta. Es linda, y con eso le basta. El salado aliento del mar, al acariciarla, se impregna de aromas de clavel y de fragancias de manzanilla. Hasta el tráfico del puerto es pausado, con un dejo de arcaica parsimonia. Las barcas de los pescadores dormitan en la orilla como gaviotas fatigadas. Apenas si se distingue, entre las quebradas líneas de las casas, la chimenea de una fábrica. Como buen hispanoamericano, quise pasar por el edificio donde, en 1812, se efectuaron las memorables sesiones de las Cortes. Si unas losas de mármol, con nombres grabados en oro unos y otros en negro, no señalaran la casa, nadie pararía mientes en ella. Por lo que he contemplado en unas cuantas horas de vagabundeo--calles, plazas, palacios, templos--, no logro rehacer en mi fantasía a la Cádiz cartaginesa, ni a la medioeval, ni a la morisca; sería preciso, para ello, venir a estudiarla y a sorprender sus secretos. Lo que sí me imagino, lo que me reproduce el ambiente, es la Cádiz siglo diez u ocho; la de los casacones bordados, las rameadas chupas, las pelucas blancas, las procesiones suntuosas, los saraos deslumbrantes. De esa sí quedan rastros, reliquias, no apagadas visiones. El requiebro mismo que los españoles dirigen a esta ciudad es de época; la llaman: «la tacita de plata». Al terminar mi rápida visita, sentéme a descansar en una de las mesas que invaden la calle en el café que está frente al mar. Concurridísimo estaba el sitio. En todas las mesas se charlaba con insinuante gracia. Algunos chicos limpiabotas ofrecían sacar «mucho brillo» al calzado, por sólo diez céntimos. Serían las siete de la tarde. Un crepúsculo prolongado entintaba las velas de las barcas, los cascos de los buques, la superficie del agua en el mar; y en la tierra, las casas, los cristales de las ventanas, las copas de los árboles. Agata y violeta era el ocaso. Junto a mí, alrededor de una mesa cubierta de vasos de cerveza, tazas de café y cañas de manzanilla, hablaban unos jóvenes con la audacia de la inexperiencia. Se habían enzarzado germanófilos y aliadófilos en arduas disquisiciones. Apasionábanse ambos bandos. Temí, por un minuto, que la discusión degenerase en riña. Y no. De repente, uno de los oradores, comenzó a cantar «sotto voce»: Tus amores me han «matao»... ¡ay! La gemebunda canción, llena de aspiraciones lacrimosas, volvió la calma al grupo. Los bastones empezaron a marcar el compás. Y discretas palmadas subrayaron el ritmo del aire andaluz. La paz estaba hecha. Ya dijo el fabulista que la música domestica a las fieras. GIBRALTAR Salimos de Cádiz a las diez de una mañana tranquila. Cielo de azul intenso. Mar de plata verdosa. Y entre el cielo y el mar, cada vez más lejana, la ciudad andaluza, extendida y clara, blanca y risueña, nimbada por el sol en la línea rojiza de sus techos, en los cuadros de esmeralda de su parque, en las bordaduras de azulejos de sus cúpulas y torrecillas. Luego, sólo quedó una línea amarillenta, que se borró al fin, y se confundió en las remotas ondulaciones de la costa. --Dentro de cinco horas--oí decir a un pasajero--estaremos en Gibraltar. Allí nos detendrán seguramente. Entonces, en el corrillo de los expertos, de los que viajan por necesidad o por agrado, comenzaron a surgir las confidencias y los «cuentos de mar». El que más me interesó fué el narrado por un mallorquín que había pasado el temido estrecho cinco meses antes. El vapor que lo conducía era un trasatlántico español, como éste en que íbamos ahora. Llevaba la ruta de América. Un barco de guerra inglés lo detuvo frente al Peñón. Tres oficiales vinieron en una lancha, subieron al trasatlántico, lo inspeccionaron, y de acuerdo con el capitán del buque mercante, pasaron minuciosa revista al pasaje. En él venían tres hombres que hablaban inglés y que se habían inscripto como norteamericanos. Sin embargo, durante la revista, fueron señalados por los oficiales británicos como alemanes. --Estos son--exclamó uno, recordando quizá las señas dadas de antemano para que fuesen reconocidos. Se les condujo, vigilados, a sus camarotes. Allí, los sospechosos, presentaron sus pasaportes. Estaban perfectamente identificados; eran, en efecto, según sus documentos, ciudadanos de la Unión. Llevaban en regla sus papeles. Uno de ellos, no obstante, desde que fué detenido el barco, había bajado a su dormitorio, había extraído de un saco unos pliegos, los había roto y había entregado los pedazos a su compañero de camarote, el mallorquín precisamente, rogándole al mismo tiempo, con gran desasosiego, que los arrojase al mar como pudiese y sin ser visto. El mallorquín, compadecido, cumplió con el encargo, que no dejaba en aquellos momentos de ser peligroso. Los oficiales ingleses consultaron, por medio de radiogramas, qué debían hacer con aquellos hombres que, a pesar de coincidir con las señas y tener aspecto y acento teutones, estaban resguardados por pasaportes americanos. La consulta se resolvió después de cuatro horas de detención; los marinos del buque de guerra bajaron sin prisioneros, y el trasatlántico siguió su interrumpida marcha. No hubo ningún otro incidente hasta el arribo a Nueva York, donde el mallorquín se despedió de sus amigos, quienes, una vez en tierra, le confesaron que eran los alemanes a quienes buscaban los oficiales ingleses, y que, con mucho secreto, llegaban a cumplir una delicada y patriótica misión. Y el mallorquín mostraba el reloj que uno de ellos le había dejado como recuerdo. En torno de esta anécdota de actualidad, fueron saliendo otras más o menos verosímiles, que preparaban a los oyentes para las próximas contingencias. --No va a ser grave lo que suceda--murmuró al lado mío un sujeto de anchas espaldas, peligroso, mirada franca y muy abierta, y rostro de piel atezada y curtida. Las palabras de este pasajero, pronunciadas con aplomo, inspiraron confianza. Me propuse saber quién era el que hablaba así, de modo tan diverso a los demás. Acerquéme a él y entablé conversación. Era el capitán de un barco que quedaba anclado en Cádiz. A Barcelona iba el capitán, llamado para asuntos de servicio, por su Compañía naviera. Tenía veintiséis años de navegar por el Mediterráneo. Lo conocía playa a playa, rompiente a rompiente, ola a ola. Y él me confirmó la noticia acerca de las molestias que podrían sufrirse durante el tránsito del Estrecho. Mientras tanto, el viejo y pesado buque corría cuanto le era posible, aprovechando los vientos. A eso de las dos de la tarde pasamos no lejos de Tarifa; se distinguía la muralla de piedras amarillas, la columna del faro y, medio borrada, sobre los áridos peñascales de la costa, la geometría rectangular del histórico pueblo. La falda de la montaña subía, pelada y ocre; de estribación en estribación, se alejaba y desvanecía en un fondo de acarminado violeta. Por frente a Tarifa alzábase también, surgida repentinamente de la raya del horizonte, la sinuosa franja azul de la ribera africana. Todo este pedazo de mar está lleno de historia. Recordarla es animar de sombras bélicas este cuadro grandioso. A las tres y media estábamos en el Estrecho. Como estaba previsto, un torpedero vigilante nos hizo señales para que detuviéramos el paso. Obedeció el trasatlántico, que llevaba izada la bandera de reconocimiento. Y asomados a la barandilla de cubierta, los pasajeros, curiosos e intranquilos, se pusieron a esperar. El torpedero se acercó: era una ligera embarcación pintada de plomo, y que, fuera de sus extremidades, apenas salía del nivel de las aguas. Se la veía, eso sí, armada y dispuesta. En su pequeñez, daba el aspecto de una formidable máquina de guerra. En conjunto, presentaba la forma de una gigantesca lanzadera. Cuando estaba a unos cuantos metros de distancia, salió de la cámara un hombre en mangas de camisa y con una bocina en la mano. La cual bocina se echó el hombre a la cara inmediatamente, y empezó a hablar, en español, con nuestro capitán que, con su correspondiente bocina, también estaba en el puente del trasatlántico. --¿Adónde va? --A Barcelona. --¿Qué carga trae? --General. --¿Pasó por Nueva York? --Sí. --Espere en Gibraltar. Por favor. Nuestro buque, obediente, se encaminó a la bahía. Cuarenta minutos después fondeaba en ella. Pequeña es, pero está muy bien aprovechada por los ingleses: su amplio dique, su dársena. Detrás de los muros, echados, como protectores brazos de piedra sobre el mar, salían las torres y las chimeneas de los barcos de guerra resguardados ahí. Decíase que algunos de ellos estaban prisioneros. ¿Correríamos nosotros la misma suerte? En todo caso aquella visita resultaba interesante. No son hasta ahora muchos los que pueden jactarse de haberla hecho. Aquel lugar está--desde hace dos siglos, y no sin cierta mortificación para España--misteriosamente vigilado por la celosa Albión. Estábamos en la bahía, mirando a menos de media milla, todo un lado del célebre Peñón. El otro lado, el opuesto, es un cantil cortado a pico. Este no; es una ladera empinada, en cuya falda se agrupa la población y se tienden los cuarteles y demás departamentos militares. El Peñón, en masa, semeja vagamente una inmensa y monstruosa fiera asobinada en la puerta del Mediterráneo. La aguda cima es como la giba de un animal. Y la giba está erizada de púas horizontales; son cañones, que en la altura se perfilan como delgadas líneas negras. Casas, muchas, altas, horadadas por multitud de ventanas, apretadas unas contra otras y subiendo hasta donde pueden por el declive del promontorio. En la felpa de musgo, rasgada en diferentes partes por las rocas, se ven extrañas y preciosas rayas, en zig-zag, muros de cal y canto que parecen, de la cumbre abajo, dividir predios. Bajo el dorado vaho vespertino se diluye la obscura cuadrícula de las calles, rota, a veces, por el hueco verde de un jardín. Todo solitario y silencioso. Produce, vista desde el barco, el efecto de una ciudad abandonada. La creeríamos desierta si no fuera porque, de cuando en cuando, suenan apagados toques de clarín. Yo pienso en alta voz: --¡Qué soledad! Y el capitán pasajero que mira junto a mí, responde a mis cavilaciones. --Pues no; muy poblado está siempre esto de gente de mar, de soldados, de familias, todo inglés. Y tan poblado que, el Peñón entero, tiene extensas horadaciones para dar cabida a cuarteles, depósitos de armas, galerías... En los ojos ha de vérseme la duda, porque el capitán, que es un sobrio verbal, insiste. --Sí, amigo. Fíjese usted--y señala--. Por allí. --Es una enorme fortaleza--concluye--. Y como yo, vuelve a hundirse en la muda contemplación. El barco nuestro espera. Después de largo tiempo se desprende de la orilla un remolcador; llega a nosotros, y vemos subir por la escalera a un viejo oficial correctamente uniformado de azul, y a otro joven de grado inferior, con reluciente traje blanco. El sobrecargo sale a recibirlo. Suben a hablar con el capitán, bajan tras un breve rato con los «papeles del trasatlántico»; los lleva el oficial vestido de blanco; se vuelve a tierra en el remolcador. Nosotros vemos estos incidentes, aunque sonriendo, un tanto intranquilos. Pero la curiosidad nos distrae, y la naturaleza que nos rodea, es bellísima. Se está poniendo el sol de un modo solemne, como conviene a las circunstancias. Los contornos de la remota cordillera se destacan limpios, con entonaciones de zafir, en el moaré esplendoroso del Poniente, que se refleja, empalidecido, en un mar color de perla, inmóvil como un lago en calma. El espíritu se baña en la diafanidad rosada de la atmósfera. La naturaleza invita a la paz, pero los hombres no la ven, no la quieren. Alguien se fijó y preguntó: --¿Qué es aquéllo? A lo lejos, brincaba sobre el haz de las aguas. Era un coleóptero negro, un enorme y saltador escarabajo. Su vuelo se hizo más rápido, más, y ascendió, y pasó zumbando sobre nosotros, y se hizo un punto obscuro en una nube del horizonte. Era un hidroplano que estaba cumpliendo con su misión de atisbo y espionaje. Las horas pasaban; cuatro, cinco, y los papeles no volvían. Habíamos bajado a comer y habíamos vuelto a cubierta. Una que otra ventana se encendía en Gibraltar, y palpitaba como una chispa en la sombra. A las ocho y media regresaba el remolcador con los oficiales y los papeles, y el buque, autorizado, tornaba a emprender la marcha interrumpida. Desde la orilla, de distancia en distancia, movíanse tres poderosos reflectores que arrojaban, siniestramente, su extensa ráfaga de plata deslumbrante sobre la tiniebla del cielo y del mar. Enfrente bailaban, como fuegos fatuos en la obscuridad, las luces de Ceuta. BARCELONA LA VIEJA I Lo sabíamos todos los viajeros, y, sin embargo, teníamos la impaciencia complicada de temor. Barcelona estaba allí, a diez millas del buque, y no nos era posible distinguirla. Y era que el horizonte se había adelantado hacia nosotros, espeso y negro, y rodeaba la embarcación que se había detenido en el seno de una nube. Un poco de luz lívida nos hería de soslayo, arriba; y, abajo, en el agua que alcanzábamos a ver, se iban formando embudos siniestros que crecían y giraban vertiginosamente. El trasatlántico, crujiendo, empezó a balancearse. Una lluvia torrencial vaciaba sobre él sus danaidescos toneles. De pronto, la lluvia se convirtió en pedrea y lapidó el barco con sus blancas esferillas. El viento se enfureció. El capitán, en el entrepuente, dirigía las maniobras. Una hora, dos de tempestad, con sus rayos y relámpagos correspondientes. Este era el telón que nos ocultaba la vista de Barcelona. Serían las seis de la tarde cuando se abrió un boquete, como una desgarradura, en la nube tormentosa, y por allí se precipitó una catarata de luz de sol. Inmediatamente se deshizo el temporal, se alejó la nublazón, se apaciguaron las aguas, el viento aplacó sus ferocidades, y el barco pudo continuar serenamente la marcha. Entonces comenzaron a perfilarse en la niebla azul y dorada los picos del Monserrat, como agujas góticas semidiluídas en los vahos opalinos de la tarde. Y cerca, avanzó su cono verdoso el Montjuich, el gigante Alcides de la oda de Mosén Jacinto: que perguardar sa filla del serd costat nascuda en serra transformantse s’hagués quedat aquí. A los pies de la vigilante montaña, la cinta roja del Llobregat, rendía su tributo al mar. Estábamos por fin, frente a Barcelona. Este era el término del viaje, y, al entrar en el puerto el «Antonio López», se halló con un cordón de gentes que lo esperaban a la orilla de los muelles. Deudos, amigos, conocidos, curiosos, tras los efusivos saludos, tenían a flor de labio la misma pregunta: --¿Y qué se dice en los Estados Unidos de la guerra europea? Y así fué como caí en la cuenta del valor que dan por acá a Yanquilandia en el presente conflicto. Saben hasta dónde este país formidable influye en la actual situación del mundo. A cada momento cuando lo permite la sombría tragedia de Verdun, sobre la que están ávidamente puestos todos los ojos, las cabezas se vuelven hacia el lado de la remota América sajona. Hay también un enigma allí. * * * * * Un niño arroja un día una maraña de cabellos sobre un papel. Después, caprichosamente, va deshaciendo la maraña, hilo por aquí, hilo por allá, torcido éste, derecho aquél, y a un lado, tan abierta como se puede, abre una raya, recta, firme, que se prolonga hasta la terminación de la maraña. Pues bien: ese niño hace, sin quererlo, el plano de la vieja ciudad de Barcelona; tan intrincadas así son callejas y callejones, tan irregulares los lineamientos, tan quebrados y absurdos los perfiles y trazos. Pegada al mar y no obstante obscura, con sus altos muros de casas viejas, con las piedras milenarias y ennegrecidas de sus fachadas horadadas por los vanos asimétricamente colocados, con sus calzadas estrechas, por donde el transeunte va, en algunas partes, temeroso de abrir los brazos y tocar las paredes de las aceras, con su ambiente arcaico y feudal, Barcelona muestra los rastros perennes de las épocas y de las civilizaciones; torres romanas, palacios góticos, bóvedas ojivales, ventanas morunas, y conserva en su destartalamiento y vetustez un aire grave y noble que le da majestad y que nos inspira respeto. A ciertas horas, a la caída de la tarde, durante el obscurecer de uno de estos inacabables crepúsculos, o bien entrada ya la noche en la solemnidad del silencio, el viajero que pase por frente al ábside de la catedral, o visite el claustro de San Pablo, o se detenga en la cerrada Plaza del Rey, o simplemente vagabundee por este laberinto de calles angostas, tendrá que sentir un poco de extrañeza al ver cómo la indumentaria de los transeuntes, y la propia suya, no corresponden a la fuerza evocativa de los parajes. Hay un evidente anacronismo entre el vestido y las viviendas, entre las telas y los sillares, entre los hombres y las cosas. Borceguíes bordados, calzas de seda reluciente, ropillas de terciopelo enflecado de oro, banda heráldica, espada de puño repujado, gorra de pluma blanca sostenida por el joyel, como por una estrella cintillante; capa airosa y amplia, con ondulaciones de manto; arrogancia en el andar, donosura en el decir, firmeza en la mano enguantada, serenidad en el barbudo y serio rostro; así pasan, así debían pasar las gentes por debajo de este retablo, por junto a aquel contrafuerte, deslizándose por esotra historiada ventanilla, ascendiendo por aquella empinada escalinata. Rotos escudos de piedra ornan claves de puertas y pilones de fuente. Arcos pesados unen aquí y allá los muros de las casas fronteras. El hierro, fiel compañero de la piedra, se envejece con ella; muchos portones claveteados; allí el gancho de un farol, acullá la ménsula de una lámpara. Y el aire del mar, que ha atezado todo con su aliento salino. Mas estas fantasías pierden vigor y se deshacen ante la arrolladora visión de la realidad. Por las callejas medioevales pulula el moderno pueblo catalán, la anciana gorda y erguida de canasta al brazo y pañuelo en la cabeza; la mocetona sin manto, ceñuda como un sargento y rolliza como una mascota; el obrero ampliamente musculado, fuerte de ánimo y robusto de tórax; la empleadilla pulcra como una damisela, de corpiño albeante y lustroso peinado; tipos de una exuberancia y una energía extraordinarias; figuras bien plantadas y fuertes, llenas de confianza en sí mismas. En ellas, cualquier cosa denota energía: muévense con seguridad, miran con franqueza, hablan en alta voz. Y aquel núcleo viejo de la ciudad, por donde hormiguea un pueblo laborioso y vigoroso, por donde se abren tantas tiendas, por donde viven tantas gentes, por donde, para el artista, van y vienen los recuerdos, de claustro en claustro, de palacio en palacio, de playa en playa, de iglesia en iglesia; aquel barrio donde se levantan el gótico monumento de Santa María del Mar y las típicas torres de la Plaza Nueva; aquel viejo núcleo está incrustado, como una mancha negra multiplicadamente rayada de blanco, en el gran plano de paralelogramos regulares, de bloques alineados con admirable precisión, con ideal exactitud; son las manzanas, las calles, los paseos, los parques del Ensanche; la ciudad nueva, pulida, elegante, dilatada, por lo que la vieja tiene de exigua, valetudinaria, apretada y sombría. Pero yo he dicho que el niño que con una maraña y un papel trazara, sin querer, el plano de Barcelona la antigua, tendría que poner de un lado una raya firme y ancha. Y por esta raya, la que fué capital de Saletania, la Barcino legendaria, gusta de comunicarse con la hermosura del Ensanche. Y esta raya que se prolonga está formada por las hermosas «Ramblas». Hablemos en un rasgo de las «Ramblas». BARCELONA II LA EXTRAVAGANCIA DE LA PIEDRA Las calles, plazas y paseos de Barcelona la nueva, la del Ensanche, no llaman la atención tan sólo por sus dimensiones, por su arbolado, por la incesante multiplicidad de sus monumentos y estatuas. No; lo que en esta grande y flamante ciudad interesa más, llama los ojos y pica la curiosidad, son los edificios. El genio catalán se ha manifestado en la arquitectura atrevida, rara, que se le nota está descontenta de las formas creadas hasta aquí, y busca otras combinaciones, otras líneas, otra distribución y otro agrupamiento de las masas, algo que no sea ya la fachada inexpresiva, el vulgar estilo, la ciega obediencia a los modelos consagrados, la copia de una estampa. Crear, hacer belleza en el arte magnífico y sereno de la construcción, es de una dificultad aterradora. Pero aquí los arquitectos han sido audaces, y fiados en el vigor de su talento, han obligado a la piedra a la originalidad, y algunas veces a la extravagancia. Son inquietantes este modo de mezclar órdenes y estilos, esta persecución de la asimetría, esta extraña concepción de la forma, esta inarmonía lineal, estas bruscas apariciones de la ojiva en pleno muro del Renacimiento, estas reminiscencias románicas en el ornato muzárabe... La más caprichosa fantasía preside estos sueños de piedra. Todo se encuentra aquí: torres caladas, arcos que imitan la antigüedad, paredes de azulejos multicolores; una casa que parece una ermita; otra que finge una mezquita, y todo ello entonado pintorescamente en este aire de oro que no deja labrado sin relieve, color sin brillo, línea sin precisión. En este sentido, el famoso templo de la Sagrada Familia, sin concluir aún, y que es la obra gigantesca de un soñador tremendo, es lo que se llama la última palabra. Mirando el pórtico, entrecruzados los ojos para abarcar aquel conjunto estrambótico y simbólico, de ángeles, santos, reptiles, aves, fieras, gárgolas y monstruos, no colocados al capricho, sino en una deliberada e intencionada composición, y, sin embargo, en una especie de loco desorden; descifrando, queriendo descifrar, mejor dicho, desde las dos torres, que son dos colosales colmenas, hasta la base de las dos columnas fundamentales, que es una tortuga-atlas; sorprendiendo primores de detalle e incomprensibles complicaciones recuerda uno del modo más natural la frase del poeta e inmediatamente la aplica a la contemplación.--Esta es una pesadilla petrificada. Hay en el arquitecto catalán un irreducible, tal vez, en ocasiones, sumado a un delirante, pero indudablemente en cantidad y calidad mayores, hay un artista, un brioso y fuerte artista. El arte ha sido siempre distintivo de estas tierras heroicas. Allí está Barcelona la vieja, que frente a esta espléndida del «Ensanche» puede, entre el laberinto de callejuelas, alzar sus monumentos patinados por los siglos y venerados por la historia. Barcelona es la productora, por excelencia, de libros. Es un centro editorial de primera importancia. Hay que ver la cantidad de hojas volantes, de folletos, de revistas, derramadas a los cuatro vientos, en tan incesantes vuelos, que no parece sino que el aire mismo se vuelve, a ratos, papel impreso. Si los impresores trabajan, los albañiles no están ociosos. Aquí se hacen, sin cesar, libros y edificios. Aquí no se puede repetir la sentencia de Claudio Frollo: «Esto matará aquéllo.» BARCELONA SE DIVIERTE III No tengas miedo aquí, campesino bonachón y crédulo, de que a estas horas, las once de la noche, en alguna de estas encrucijadas, el alma en pena de Berenguer el Fratricida se nos aparezca y nos amedrente. Ya no hay fantasmas, no hay más que malhechores, como en toda gran capital. Esta es la tierra de los «timos», y es a los timadores a quienes debes temer, no a las sombras. ¿Ves conversar a la luz de aquel mechero verdoso a tres caballeros de bombín flamante y bien cortada americana? Uno, ¿lo ves cómo ha llevado la mano a la boca para detener en ella un fragante veguero, y en esa mano brilla el ojo resplandeciente de un diamante que alumbra, con ser tan pequeño, más que el farol de la calle? Lo puedes notar. También otro de ellos lleva clavada una estrella en el nudo de la corbata. Y el tercero muestra orgullosamente una cartera de piel adobada, que revienta de billetes de Banco. A éstos sí debes temerles, y no a endriagos y aparecidos. Pasemos lo más lejos posible. Porque pudieran muy bien acercarse a nosotros, entablar conversación y hacerse nuestros amigos; si eso sucediera, mira que podríamos caer en cualquiera de estos garlitos: el de la «herencia», el del «portugués», el del «casamiento»; y tus ahorros, esos que llevas cosidos en el bolsillo de la chaqueta, y ni a Dios enseñas, pasarían a las manos de los timadores por un limpio acto de prestidigitación; te lo aseguro. Fuiste ya a oir en Novedades a la Compañía de María Guerrero, quien parece no sentirse vencida de la edad, como la espada de D. Francisco de Quevedo; ya te deleitaste con la música de _Maruxa_, y te divertiste con la vacuidad del género chico; ya te asomaste al teatro catalán, en una velada al aire libre, en las Arenas de Barcelona, donde tres o cuatro millares de obreros ocupan las gradas del extenso anfiteatro. Viste desarrollarse en el rústico tablado la fábula de Daudet, la famosa «Arlesiana», comentada y subrayada por la pintoresca y cordial música de Bizet. Hastiado estás del cinematógrafo y de sus dramas espeluznantes; no alcanzaste la temporada orfeónica, y te has contentado con visitar el palacio del célebre coro catalán, en cuya arquitectura, de gusto discutible y de indescriptible originalidad, hay una maravilla de arte: el grupo escultórico de Blay. Mas aún nos queda por conocer una de las diversiones típicas de Barcelona: los cafés cantantes. Sé lo que vas a decirme: el café cantante es una de las más viejas perversiones europeas y americanas. Pero es que aquí adquiere una peculiaridad que, por ahora, lo distingue de los otros, de los de París, de los de Madrid. Ya verás. Del monumento a Colón al llamado Paralelo, no hay más que un paso. Si se diera otro más se llegaría al Montjuich. Pero no es necesario. En esta amplísima calle, por donde incesantemente van y vienen tranvías, hay luces en las fachadas, anuncios eléctricos, focos de colores, llamativas iluminaciones que se extienden por ambos lados, hasta perderse en la obscuridad de la noche. Son los cafés cantantes unos diez, cien, quizá doscientos, muchos, que ofrecen la impresión de lo inacabable. Están funcionando todos desde las cinco o seis de la tarde. Su aspecto y su construcción nada tienen de particular: una sala de espectáculos, con sus bancas en fila, como en un teatro, y en cuyos respectivos respaldos una tabla pulida sirve de mesa a los concurrentes posteriores; una o dos series de palcos, llenos de mujeres livianas y de tenorios callejeros; y abajo y arriba, y por todas partes, desenfado licencioso. Este pueblo no se embriaga, de modo que la copa de cognac, o de anís o de Bacardí (como en La Habana impera el nombre y también el anuncio de luz), son un pretexto para tomar asiento. Hay más vasos de café que de vino o cerveza. Y más, muchos más que los vasos y que los concurrentes, hay cupletistas. Para cada teatrillo de estos, pasan, noche a noche, treinta o cuarenta mujeres, vestidas al capricho, semidesnudas las más, y otras, que muy poco tienen que hacer para desnudarse en el tabladillo iluminado «a giorno». Sedas, rasos, gasas, lentejuelas, que se agitan y deslumbran sobre las carnes pintadas de estas artistas ínfimas. Las hay catalanas, italianas, francesas y andaluzas. Las coplas pícaras, las canciones de moda que chorrean malicia, los retruécanos indecentes, las alusiones pornográficas, están acentuadas y completadas por el gesto y la música, que son de un naturalismo despampanante. La chulería madrileña y la gitanería sevillana triunfan en estos diarios concursos de la gracia malévola. Porque hay, indudablemente, gracia en la letra, en la música y en la interpretación de estos cantos, que, aunque caricaturescos, reproducen en su forma perversa, la vida popular. A veces, por entre los temas canallescamente amorosos, se desliza alguno de franco sabor romántico y de libre opinión política. Los hay también socialistas y dramáticos, rencorosos, apasionados, llenos de protestas y amenazas. Mal disfrazada y peor comprendida, cruza todas las noches por aquí la «rumba» cubana. El baile se entrevera con el canto. Las castañuelas, hábilmente tocadas por las bailarinas, marcan el ritmo sensual de jotas y sevillanas. Las muchachas se descoyuntan en violentas actitudes, que sirven muchas veces para obligar a las faldas a que dejen de cumplir con su deber. Son los mismos viejos bailes de que nos hablan las crónicas del siglo XVII: el «gateado», el «zapateado», el «escarramán», revividos de un modo singular, en una plástica vigorosa y nueva, en una visión modernista de lo más interesante y característico. En el tablado radiante, entran y salen mujeres provocativas, gordas como cacharros de vino, espigadas como caña de manzanilla; magras unas, amplias las otras, blancas y morenas, hermosas y feas, cada una con su desvergüenza, con su desenfado, con su tentación a luz de mirada y con su sonrisa a flor de labio. El quinteto de músicos, fatigado, ronronea abajo. Los mozos del café van y vienen con las charolas llenas de vasos. Y... en el salón, los espectadores, de cuando en cuando, juntan sus manos para producir un desmayado aplauso. El público de los cafés cantantes muestra más indiferencia que deseo, más hastío que sensualidad. No se embriaga con vino; pero tampoco con entusiasmo. --¿A qué van entonces allí?--preguntas tú, campesino candoroso, que probablemente sientes delante de estas muchachas bailarinas lo que Herodes delante de Salomé. --Pues a matar el tiempo, a atemperarse el fastidio, a encanallarse mejor que a divertirse, y a procurar encender en un grosero incentivo su fatigada imaginación. Claro que por aquí andan los rubicundos alemanes, los franceses de cara ingenua, las _cocottes_ de las Ramblas, y de seguro que también la andante apachería se habrá diseminado por los cafés cantantes del Paralelo y de la calle del Conde del Asalto. Son muchos y grandes estos teatros típicos, y todos ellos llaman con sus anuncios luminosos. Pero no son estas diversiones sólo para extranjeros pervertidos. El pueblo catalán asiste a ellas, y en ellas domina. Suyas son y han entrado en sus costumbres. Hay aquí una domadora de voluntades: la cupletista. A este barrio viene la espuma que forma el flujo y reflujo de la vida en plenitud, rica de ansias nuevas. En el Café Español, el de los obreros, vasto como una catedral, iluminado como un palacio, hay millares de mesas pequeñas, en torno de las cuales se aprietan las familias, la mujer, los hijos, los hermanos. Hay blusas azules, manos gruesas, pipas humeantes, francas risas y rumor de conversación por todas partes. Junto al enfermizo espectáculo, vive la reunión saludable; entre la maldad alborotadora, se abre paso la honradez tranquila. Pero, ¿qué te sucede, campesino? Te has detenido frente a un café cantante; entras en el vestíbulo, espías. Un ruido metálico, un _tín-tín_ argentino te llama la atención; te fijas hacia un lado. En el fondo, alrededor de una mesa de tapete verde, se inclina, en un espectante silencio, una multitud de hombres y mujeres. ¿Una sala de juego? Sí, precisamente eso. El café cantante es tal vez el pretexto. Y no hay, tal vez, uno que no tenga al lado, devoradora y pérfida, una mesa verde. Birján aprovecha las redes que Venus tiende a los cándidos. Así, al comenzar el verano, cerrado el Liceo, mudo el orfeón, desganada la zarzuela, con el pie en estribo la comedia, se divierte la ciudad laboriosa y monumental, que gusta de morder por la noche la agria manzana del pecado. EN BARCELONA I ALIADÓFILOS Y GERMANÓFILOS FIESTAS DE NIÑOS Y FLORES Mientras voy subiendo por la empinada calle que conduce al Parque Güell, me entretengo en oír conversaciones en español, que lo que es de las otras, de las catalanas, no percibo sino palabras sueltas. Leo el lemosín, pero no lo oigo; y en esta ciudad son escasos los momentos en que se habla castellano. Pero alguna vez, el hijo de esta tierra tiene que comunicarse con sus compatriotas, con el montañés, con el gallego, con el vasco, y entonces recurre al idioma común, no sin hacer para ello un visible esfuerzo, porque está siempre bien hallado su pensamiento con la expresión vernácula. Y, en esta tarde de domingo, somos muchos los que vamos al Parque Güell a ver una «fiesta de niños y flores». Naturalmente que los obreros, vestidos como cualquier burgués elegante, no faltan. Estas excursiones al campo son el recreo de los días de fiesta. El pueblo sale de la ciudad y se va a la montaña, como el «Zaratustra» de Nietzsche. Y entre los paseantes, los hay de distintas regiones de España. Por eso se oye el castellano, y por eso puedo entretenerme en escuchar algunas conversaciones. Todas son sobre la guerra, sobre el último combate naval del mar del Norte. Hay en esas conversaciones asombro, pero también pasión. Germanófilos y aliadófilos discuten con tibio acaloramiento, que denota que están enfrenados los ímpetus. En Barcelona, el germanofilismo es abundante. En los cafés, en los teatros, en las plazas, en los paseos, me he dado cuenta de esa abundancia. Sin embargo, los partidarios de los aliados no son pocos, y si pueden vencerles sus contrarios en cantidad, difícilmente en calidad pueden ganarles. He notado, y es esta una observación que no he podido comprobar, porque para eso necesitaría vivir aquí largo tiempo, he notado, repito, que, en general, las clases intelectuales son aquí decididamente aliadófilas, en tanto que las no intelectuales son decididamente germanófilas. Un comerciante, por ejemplo, se pone a conversar de la guerra con un doctor, y las tendencias contrarias aparecen a poco andar; el comerciante muestra sus simpatías, más fervorosas que reflexivas, por los imperios centrales; el doctor enseña su criterio, frecuentemente razonado y favorable a Francia, Inglaterra, Italia y Rusia. Y en esta vez, en esta tarde de domingo, he logrado recoger algunos juicios y reflexiones. Tres sujetos vienen junto a mí hablando de la guerra. Dos, son admiradores de Alemania, y uno, de Francia e Inglaterra. Se discute la entrada en Cartagena del submarino teutón. Y de repente, en medio de la caldeada conversación, cae un frío vocablo: neutralidad. Y el buen sentido de esta gente se pone de acuerdo en un punto esencial de la vida política española. Y aparecen las razones serenas, ponderadas, exactas, en favor de una noble y completa abstención de este país, en la locura infernal de la guerra. Es el papel que, según estos hombres, toca representar generosamente a España. Y por entre la malla de las lucubraciones, viene rodando, en vuelo alegre, la peseta, la favorecida precisamente por la actitud de prudencia y tacto de la nación española; la peseta, la que, como David a Goliat, ha vencido al «dólar». Escucho y sonrío. Recuerdo que estoy en la tierra de Cervantes, y que el buen Alonso Quijada concedía, de cuando en cuando, la razón a las irrefutables llanezas de Sancho. II FIESTA DE NIÑOS Y FLORES En uno de los primeros escalones de la montaña está el jardín. La entrada es majestuosa, como de peristilo helénico. Detrás de la galería de columnas, una inmensa planicie se extiende dentro de un círculo colosal de lustrosas bancas de porcelana. Arriba de la planicie, una balconada rústica. Y más arriba, la montaña, que sigue trepando, cubierta de manchas de hierba, de picos de roca, de felpa de musgo, de copas de árboles, de lindas casas blancas. Interminables hilos de gente suben y bajan por las escalerillas de piedra, se estacionan debajo del ramaje, se asoman por los balcones rústicos, escogen su sitio entre los musgos, se rompen, se atan, se desmenuzan, pintorescamente matizadas por los trajes claros y obscuros de las mujeres, por la invertida corola de las sombrillas, por las plumas y adornos de los sombreros femeninos. Es una invasión de colores sobre un fondo de verde fulgurante. La tarde está prodigiosamente diáfana. En pie, reclinado en el respaldo de porcelana de una banca, vuelto de espaldas a la montaña, miro tenderse, abajo, hasta el mar, la fastuosa urbe catalana. Es estupendo el panorama. Yo había podido disfrutar de él desde más arriba, desde el Tibidabo. Pero allá es más impreciso, por más lejano, y se ve como a través de un pálido y nacarino celaje. Aquí no; aquí se distinguen, como en un dibujo finamente trazado, los bloques rectangulares de las casas, la cuadrícula de las avenidas, las paralelas de árboles de los paseos, los polígonos de las plazas, las agujas, las colmenas, las chimeneas, la ciudad entera, que se derrama en suave declive, vastísima, hermosísima, hasta tropezar con la franja pulida, de azul luminoso, del Mediterráneo. El espectáculo asombra y conmueve. Produce un principio de éxtasis. Lo contemplamos y sentimos en los ojos humedad de lágrimas y recónditas y misteriosas ternuras en el corazón. * * * * * Mas es preciso asistir a la fiesta de los niños y de las flores, y volver, por lo mismo, la cara a la montaña. Ya están preparados los chicos. En seis o siete filas, uniformados, en trajecillos de campesino catalán, con su camisa albeante y su encendida barretina, esperan, en mutismo escolar, la indicación del maestro que, frente a ellos, los capitanea y dirige. A la altura de los balcones montañeses se corre de pronto una cortina colorada y aparece, hecho con flores amarillas y rojas, un escudo de grandes dimensiones. Es el símbolo sagrado de la patria. Los niños rompen a cantar. Cantan afinadamente, orfeones de frase simple, pero amplia y emotiva. Las vocecitas, que todavía conservan algo del trino angélico de los primeros balbuceos, se armonizan en un conjunto que tiene algo de coral religioso. Y hay que ver en aquellas caritas sonrosadas, la alegría de cantar. El orfeón infantil recibe un poderoso refuerzo de voces femeninas. Las chiquillas, como bandadas de mariposas blancas, llegan y se enfilan detrás de los muchachos. Recomienza el coro. Son centenares de niños los que cantan; millares son los que escuchan, en la planada alrededor de la montaña, en las bancas, en los prados, escondidos detrás de las ramas en flor, asomados a los balcones rústicos; por todos los lugares, en todas las clases, atentos a su fiesta, a la que ha venido media Barcelona a acompañarlos, a estimularlos, a aplaudirlos. A cada instante suenan, en efecto, los aplausos. Las ovaciones maternales se suceden. Las flores se deshacen sobre el orfeón, en lluvia de pétalos. Y después de los orfeones de los pequeños, vienen los de los grandes, los de los barbudos hombres, que tienen también la voz dulce y la mirada candorosa. Este pueblo se ha acostumbrado a reunirse para cantar, y sabe bien que así, sintiéndose cerca el corazón, se comprende y se unifica mejor el ideal colectivo. Y tras los orfeones viene el baile regional: la Sardana. Suena en la orquesta, bañándose en llanto, la flauta pastoril. El tambor agreste marca, sordamente, el ritmo. Los demás instrumentos--el violín, el clarín, el contrabajo--sirven para empastar y colorear los sonidos. Y se forma un primer círculo de muchachos y muchachas, una rueda de bailarines, unidos por las manos, como las coronas griegas. Y en esta actitud empieza, acompasado y tranquilo, el movimiento. Levantados, a la altura de la cabeza, brazos y manos, el cuerpo rígido, la mirada fija en el centro del círculo, los pies ejecutando una cadenciosa gimnasia, adelantándose el uno al otro, permanecen mozos y mozas, sin hablarse, sin mirarse casi, media hora, una hora, en una casta somnolencia que sigue el compás, monótono y tristón de la Sardana. Es un baile primitivo, arcádico, que huele a retama. No tiene un solo impulso de voluptuosidad; no enciende una sola chispa lasciva en estos ojos de veinte años. No es el pecado que se disfraza de regocijo; es la inocencia que siente la alegría de vivir... La tarde, contagiada de candor, entrecierra los ojos con una melancolía bucólica. Niños, flores, bailes campestres, himnos patrióticos, quedan envueltos en una semiobscuridad de ágata. La fiesta se va apagando, desvaneciendo, con una fatiga serena y pura, como la de un infante que se cansara de jugar. Y mientras, de vuelta, voy bajando por la empinada calle, en el silencio apacible de las cosas y el rumoroso bullicio de las gentes, pienso que esta es la verdadera Barcelona noble y honrada, que está empollando cuidadosamente sus destinos futuros; no la Barcelona del Paralelo, de los cafés cantantes, de la «cocotte» y del «apache», del timador y del tahur. La llaga no indica el envenenamiento del organismo. Es exclusivamente una enfermedad de la piel... EN MADRID I LA GUERRA Y LA POLÍTICA, EN LAS MESAS DE CAFÉ En verano, el famoso sol de España, hace de Madrid una caldera hirviente, que, como en la de las brujas de los cuentos, huele a carne humana. Porque este sol podrá ser menos claro que el de Cuba; pero, en este tiempo, no es menos ardoroso. Las mañanas queman, las tardes achicharran. Dícese que el principio del día es de una tibieza agradable. Es posible; pero muy pocos, de seguro, gozan, en pie y despiertos, de estas horas tibias.--El que no se levanta con el sol, no goza del día--dijo hace más de tres siglos un vecino de Madrid, el ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra. Probablemente, la sentencia lleva escondido un reproche, y aparejado un consejo.--¡No os levantéis tarde, perezosos!--parece decir el pensamiento a los habitantes de la villa y corte. Mas las gentes suelen no hacer caso de las observaciones de los genios, ni de los preceptos de la higiene, cuando ésta o aquéllos contrarían los gustos sociales. Y así es como los vecinos de Madrid, en su inmensa mayoría, siguen, a pesar del apotegma cervantino, levantándose tarde, sin disfrutar, por lo mismo, de las alegrías mañaneras. Pero no sucede eso sin ton ni son; largas explicaciones podrían darse para justificar la inveterada costumbre. Y la primera de todas ellas es, sin duda, la de que aquí las noches son deliciosas, oreadas por un vientecillo sutil, que se bebe como cualquiera de los mejores refrescos del Salón del Prado o de Telégrafos. Ya el alcalde Crespo se lo decía al capitán Don Lope de Figueroa, en solemne momento de la comedia calderoniana: que la recompensa que en Castilla tienen los días de agosto, son sus noches. El madrileño no quiere, y con razón, perder un instante de esos plácidos, azules, serenos, reconfortantes, durante los cuales la vida y la naturaleza se acarician como dos enamorados. Para sentir la fruición de la frescura nocturna, el pueblo de la metrópoli española comete el crimen de Lady Macbeth: mata al sueño. Y tomando al revés la prescripción del autor del _Quijote_, no se levanta con el día, sino que se acuesta, precisamente, cuando «la rosada aurora abre con sus dedos de nácar las cortinas del Oriente». A las diez de la noche, las casas están vacías, y los cafés, y los jardines, y los teatros, llenos. No es éste el Madrid elegante, ni el bien acomodado. Esos se han marchado a veranear, a las playas, a las montañas, a los campos, para evadirse a las divinas sofocaciones de la cortesana ciudad. Veranear entra en el programa de cualquier hijo de vecino... madrileño. Es más una necesidad social que higiénica. Hoy por hoy, el noble y el burgués, el comerciante y el empleadillo almibarado, han salido de aquí para poder escribir a sus amigos desde algún sitio conocido, participándoles que ellos son de las personas que veranean. Es de mal gusto dejarse ver por las calles de la villa durante los meses de julio y agosto. Se pierde el tono. Y hay quien asegura que también se pierde un poco la reputación. En Madrid no queda sino lo genuino, lo popular, lo pobre, lo inamovible. Deja la ciudad su aspecto de linajuda elegancia, sus palaciegas recepciones, sus fiestas rutilantes, sus regocijos deportivos, el magnífico y extranjero bullicio por hoteles y vías, el desfile interminable de sus blasonados carruajes, y queda cuanto de típico posee la risueña y fácil metrópoli: el Madrid de la alegría sin dinero, de la algazara sin causa, del chiste sin aliño, de la confianza sin reticencias; el Madrid zumbón, epigramático, dicharachero, henchido de frivolidad simpática y de adorable «quemeimportismo». En los barrios, aceras y calzadas son estrados. En el centro, la tertulia de los cafés se hace más animada e íntima. Como todo el mundo (a la tierra a que fueres, haz lo que vieres), yo he escogido mi café, y en él mi lugar. Es un sitio que me permite ver la procesión de muchachas que invade noche a noche la calle de Alcalá. La mujer madrileña es garbosa, graciosa, gallarda; mucha audacia en la mirada, mucha franqueza en la sonrisa; mucha acompasada agilidad en los movimientos. El matiz blanco domina en ellas, y hace contraste con el cabello y los ojos de negrura resplandeciente. Las dos extremidades ocupan y preocupan a la mujer madrileña: el peinado, que es una obra de arte, y el calzado, que muestra un cuidadoso atildamiento. Lo demás--la falda modesta o rica, el busto ceñido o suelto--sabe llevarlo la madrileña con sobria y natural arrogancia. Fuerte es y atractiva esta figura bien plantada de mujer española. Su juventud tiene fragancias y tersuras de flor. Lo penoso es que estos floridos y espigados veinte años naufraguen, rápidamente, en una deformadora onda de grasa. Esta tendencia a la obesidad es la enemiga de la belleza madrileña. Yo veo pasar a cada momento mujeres gordas, excesivas, rechinantes, cuya madurez se ha precipitado antes de tiempo, porque conservan todavía en sus facciones, en las pupilas, un fulgor juvenil. En jamona prematura no siempre desaparecen los rasgos de una angélica pubertad. Salud es la de este tipo, salud hermosa y pomposa; mas lo que gana la fortaleza, lo pierde la plástica. Viendo pasar tanto cuerpo grueso, tanto exuberante torso, me he preguntado si aquella multiplicada vastedad que, tan en breve modifica la belleza de las madrileñas, tendrá por causa la alimentación, el sedentarismo o la apatía. Un poco de esto le sucede también a la criolla cubana. ¿Por qué? * * * * * El café, que se enfría en las tazas sobre la mesilla rodeada de parroquianos, importa poco, es un pretexto; lo que importa de verdad, y es lo fundamental, es la conversación, la charla incesante, la palabrería, la intimidad, el intercambio verbal que no cesa, y que hace, no como el beso de Rostand, un ruido de abeja, sino un zumbido de colmenas locas. Son numerosos y varios los establecimientos que desde la Puerta del Sol se tienden y extienden a lo largo de la amplísima calle de Alcalá, ocupan la de Sevilla, siguen por la del Príncipe, dan vuelta por la plaza de Santa Ana; a pequeños saltos invaden la calle de Atocha, vuelven a la de Carretas, y corren, corren, por todos lados, en todas direcciones; se abren paso en los arbolados de los jardines, buscan refugio en el pórtico de los teatros, se alejan hacia los barrios bajos, llegan a la Moncloa, sientan sus reales en el Parque del Oeste... Si se viese a Madrid desde lo alto, a ojo de pájaro, se distinguiría una compacta y radiante Vía Láctea; las luces de sus cafés, de sus restaurantes, de sus tabernas. En ellos, a decir verdad, hay poco modernismo; al contrario, muchos conservan un aire arcaico, un abrumamiento de ancianidad que impresiona; bancas, espejos, candiles, gentes, parecen retrasados y se nos figuran, por un instante, evocaciones de épocas pasadas, reflejos románticos, fantasmagorías de antaño. Las conversaciones de café tienen frecuentemente dos temas esenciales: la política, la guerra. La conversación sobre política es generalmente turbia, apasionada, interesante e interesada. La facultad de la raza de expresar con inaprendida elocuencia, y de vestir con abundancia retórica la idea más insignificante, se muestra en estos paliques que, a ratos, toman las proporciones y las entonaciones de un debate parlamentario. Yo no creo que esto sea verdaderamente pensar en la política, sino verbalizar la política. El afán oratorio cubre y borra observaciones y reflexiones, y es a modo de corriente impetuosa que se desborda del cauce del juicio e inunda las comarcas de la razón. Estas agitadas inundaciones de los vocablos, ¿serán como las del Nilo, provechosas y fecundas? Pienso que podrían ser a condición de que, trayendo los deslaves de un alto ideal, bajaran a las llanuras periódicamente, no incesantemente, como suelen venir desde los cafés hasta las tribunas del Congreso. El hecho es que la política es un asunto inacabable para la mesa de un café, y que sólo tiene otro ideal que lo sobrepuje, y, por determinadas horas, lo venza: el asunto de la guerra. La guerra no presenta los matices variados de la política, no es sino de dos colores, de dos matices, de dos simpatías: germanos y aliados. Junto a mí, noche a noche, se instalan varios grupos discutidores de la guerra. Domina en ellos el germanofilismo, en cuanto al número, no en cuanto a la claridad de los conceptos. Durante esas charlas deshilachadas he oído disparates sociológicos y tácticos, geográficos y estratégicos, civiles y militares, podría decirse; pero a la vez he sentido la bravura, la fe con que cada individuo defiende su causa, como si se tratase de algo inmediato e íntimo, de importancia suprema para la vida personal. La pasión española es de una generosa tenacidad. Y es lo que el germanófilo de Madrid muestra por encima de cualquier razonamiento que se le oponga: la pasión. Yo noto que no es precisamente amor al alemán el que sostiene sus simpatías en esta guerra; es aversión al inglés. Un viejecillo, que es un vibrante manojo de nervios, ha dicho, golpeando con su mano sarmentosa la orilla de la mesa: --...porque allí donde veo un inglés, veo a un enemigo. Los aliadófilos, aparentando mayor serenidad, enseñan más justeza de ideas, encadenamiento de coordinación más completos en sus juicios y observaciones, y cierta inclinación al trascendentalismo, que convierte sus razones en doctrinas de orden más elevado y humano. Un partidario de los aliados hacía la siguiente observación: --Los españoles no podemos ni debemos admitir el concepto de Estado, en que se funda el imperio teutón. Un Estado, al que se debe obediencia ciega, que se adueña de todas las voluntades, sin ristricción, ni límite, que manda y dispone a su guisa del ciudadano, que constituye una suprema entidad moral que ha de regir, con arbitrio inapelable, la conciencia individual; que no permite la libertad ni el albedrío; un Estado que se cierra en dogmas, que se manifiesta en opresión, que se revela en fuerza tiránica; un Estado intangible, inviolable, irrefutable, como la divinidad, y que hace de la existencia humana un instrumento inespiritual, no puede ser nunca aspiración y propósito en nuestras almas, ni admiración en nuestros entusiasmos. Porque con ese sistema se logrará formar un pueblo disciplinado, rígido, homogéneo, como un bloque de granito; pero no un pueblo espontáneo, eficaz, libre, más grande que el otro, puesto que la libertad es el resumen de todos los fines del espíritu, de todas las ideas humanas, como dice un germano, Fleinrich Mann. La guerra actual es la lucha de estos dos contrarios esfuerzos. Nuestra historia nos impide estar de aquel lado, en la simpatía y en la aspiración. Lo difícil es percatarse del final de estas controversias, en las que, poco después del principio, hablan todos al mismo tiempo y en un creciente arrebato. De estos laberintos oratorios suelen subir los que tan desaforadamente despotrican, cuando, de improviso, cae sobre la mesa, llevado por alguien, en una pregunta, en una alusión, en una impresión rápida, el asunto ambiente, el popular, el que atrae, como llama a la mariposa, a todo madrileño bien nacido: la última corrida de toros. Allí sí que, bruscamente, se detiene la máquina política, sociológica, filosófica; y el problema de la guerra, sin empequeñecerse, como que se esfuma y desvanece a semejanza de un celaje, y la discusión, sin perder bríos ni ardores, tuerce el rumbo, y entra de lleno en el arte de la tauromaquia, en el que los madrileños sacan a luz su vieja y justificadamente célebre sabiduría. Los tecnicismos, las explicaciones, los análisis de las «suertes», el estudio de las habilidades, sustituyen con ventaja, por la expresión pintoresca e impregnada de gracejo, al comentario sano y vivaz, y a la elocuencia encopetada y tribunicia. Porque si en Barcelona la cupletista es reina, en Madrid el torero es dios. Un diestro, un maestro, como aquí se dice, es un ser glorioso por excelencia, y glorificado por costumbre. Donde él llega, cualquiera otra celebridad palidece; cualquier otro mérito es olvidado. La calle de Sevilla, la calle de los cafés de toreros, se ve a todas horas concurridísima de gente del pueblo, que se detiene a contemplar la figura de éste o aquél maestro, del cual las revistas hacen elogios hiperbólicos en prosa y verso, por la «faena monumental» y el exquisito premio de la oreja. Pero esto, señores, merece capítulo aparte. II LA HUELGA, LA GUERRA Y EL PUEBLO ESPAÑOL Cierta mañana, Madrid amaneció bajo la influencia de una nerviosa curiosidad. Desde las primeras horas del día, con todos los requisitos civiles y militares, habíase pegado en las esquinas de las calles, al lado de los anuncios de teatros y de los carteles de toros, el bando que declaraba la plaza y provincia de Madrid en estado de guerra. A pesar de lo caluroso de las horas, de la rabia cegadora del sol, la gente se apiñaba por todas partes para leer y quizás para desentrañar el enérgico documento firmado por el Capitán general, y que no mostraba, por cierto, ni más ni menos que los otros del mismo género, fijados, tiempo atrás y por circunstancias diversas, en los mismos lugares. A la cabeza de las apretadas líneas tipográficas, que contenían los artículos excepcionales, severos, distinguíase, desde lejos, el renglón de gruesos caracteres, cuya frase imperativa y seca tenía no sé qué arrogancia de voz militar: «Ordeno y mando.» De acuerdo con esa ley extrema, quedaban prohibidos los grupos numerosos en la vía pública; quedaba establecida la censura para la Prensa; quedaba asimismo establecida la pena de muerte para todo acto sospechoso de sedición, de desobediencia y de violencia. El bando imponía, si no la inacción civil, por lo menos la acción quebrantada y vigilada por la autoridad; y además, imponía también a la Prensa, si no el silencio absoluto, la expresión mutilada o moderada por la censura. ¿Qué era, pues, lo que estaba pasando, para exigir de un pueblo tan inquieto y verboso por naturaleza, el sacrificio del reposo y del mutismo? Pues sucedía una cosa muy común en la existencia de los pueblos modernos: sucedía que se había declarado una huelga, y que ésta obligaba, más que el bando, y con mayor amplitud que él, a la brusca paralización, al detenimiento rápido de las comunicaciones en toda España. A este paro, anunciado ya con anticipación, se le llamó la huelga de los ferroviarios. La intención, como muy bien se comprende, era la de privar a la nación de este indispensable servicio, hasta que las Compañías ferrocarrileras accediesen a las exigencias de aumento de jornal y otras prerrogativas impuestas por los trabajadores y empleados. Venía la nube cargada de amenazas. El Gobierno, que vió el peligro, se dispuso a conjurarlo, y apeló a recursos comprobadamente eficaces. Mandó que soldados de los regimientos de ingenieros militares, hiciesen, íntegro, el servicio de todas las líneas, y cuidasen las estaciones; encarceló a los que creyó perniciosos agitadores; enseñó a los obreros los dientes, en un gesto de intimidación, y se propuso intervenir entre éstos y las Compañías para resolver el conflicto. La verdad es que el servicio, aunque irregular y defectuoso, no dejó de hacerse; que los militares tuvieron un buen comportamiento, y que, de ése modo, quedó bastante frustrada la huelga de los ferroviarios. * * * * * La gente que leyó el bando, que se percató de la censura, que notó las reticencias y dificultades de la Prensa para transmitir las noticias, comenzó, como sucede siempre, a tejer en el «canevá» de la imaginación, los arabescos de la hipérbole y el absurdo. En corrillos de café y paliques de restaurante, de mesa a mesa, corrían las más exageradas historias; hablábase de resistencias armadas, de luchas entre obreros y soldados, de muertos... Las conversaciones _sotto voce_, en estos casos, revisten un carácter alarmante que es de lo más entretenido. Es muy curioso oir cómo de boca en boca la exageración abulta y adorna los hechos, y con un grano de realidad hace una montaña de fantasía. Cada quién clava un nuevo incidente a los sucesos que se comentan. Estas charlas que he escuchado, con motivo de la huelga ferroviaria, son de lo más pintoresco y divertido que pueda darse. El español que narra episodios de interés general entra en competencia con las personas con quienes despotrica; y siente, a par de ellas, un estímulo de fantasear que lo lleva frecuentemente demasiado lejos. Trata de sobrepujarse, de causar una impresión cada vez más profunda, y que a él mismo lo agite con su propia palabra. El afán de elevar lo insignificante a la altura de lo extraordinario, lo excita como una bebida que lo embriagase. Esto, que suele ser tan característico de los países latinos, se acentúa en determinados momentos, cuando se presenta una cuestión de interés colectivo, un asunto de gravedad social. Entonces se deforma la fisonomía de la realidad para hacer de ella una apasionante y dramática caricatura. Entonces, el escepticismo y el pesimismo, con sus brochas sombrías, pintan los telones de la vida. En tales ocasiones, el español, que es un espontáneo orador, se complica de novelista, y su elocuencia corre parejas con su inventiva. Pone, además, una lógica sutil que de inferencia en inferencia, lo lleva a las más imprevistas conclusiones. Mas en todos estos castillos en el aire pone un aliento, una fuerza de corazón verdaderamente conmovedores. El español gusta de juzgarse con una acritud exagerada y molesta. Hincha sus defectos, niega sus virtudes, y ve en los extraños una superioridad que no existe tal vez. Pero esta actitud antiegoísta, este criterio falseado por excesivo, este «voto en contra», esta inclinación a mortificarse y herirse el amor propio, me parece que no son más que manifestaciones de un deseo nobilísimo de buscar precisamente en el excitante del golpe y el castigo, la reacción favorable y benéfica de una voluntad nacional, que, medio amodorrada y perezosa, debe recobrar, porque ha llegado el instante, su actividad y su energía. Algo del «flagelante» hay en este brusco procedimiento. El español siente acaso que han ido aflojándose en el espíritu de la raza los resortes del brío que en otro tiempo la empujaron en todas direcciones a difundirse en las más vastas y gallardas empresas. Una secular indiferencia, aun prolongando el orgullo, ha debilitado el aliento, ha enmohecido la acometividad. Siente también el español la necesidad biológica de renovarse, y para ello comprende que es preciso sacudir las rutinas, echar a andar las perezas y robustecerse en la metódica gimnasia de la voluntad. Urge a España colocarse cuanto antes en la línea de marcha. Sabe que el tiempo es premioso y rígido, y no puede ni quiere aguardar a nadie. Pasa y deja atrás a quien no se dispuso, de antemano, para seguir con él la ruta. Y no sólo los pensadores, los hombres nuevos, los intelectuales del «último barco», se preocupan en anunciar y tratar de resolver este apremiante problema; las clases, las agrupaciones, los individuos de la masa anónima, presienten un malestar que les engendra anhelos imprecisos de transformación. De ahí esa desdeñosa amplificación de los defectos, ese desprecio escéptico, ese acre reproche, esa manía de autovituperio que está en cualquier parte: en la calle, en el café, en el teatro, en la copla de actualidad, en el artículo de periódico. Es el golpe rítmico dado en el pecho del semiahogado para producirle nuevamente la respiración. * * * * * Yo observo, busco, me intereso en todos los incidentes y accidentes de la vida española. Una semana después de haberse iniciado la huelga de ferroviarios, la Prensa anunciaba con grandes «cabezas», en las primeras planas de sus diarios, la terminación del conflicto y el restablecimiento de la normalidad. Cesaron las hablillas, los cuentos y las noticias espeluznantes; pero todavía permaneció en estado de guerra la ciudad durante otra semana, y hasta el momento en que escribo esta impresión, el Madrid político sigue con la mordaza puesta; las Cortes continúan cerradas, y la censura vigila, línea a línea, los periódicos. No es extraño ver aún pedazos de columnas, y hasta columnas enteras, en blanco, en _El Liberal_, en _El Imparcial_, en _La Epoca_, en _La Correspondencia_. Hace pocos números se suprimió en _El Imparcial_ un artículo completo de Mariano de Cávia, y en el semanario _España_ fué mutilado el editorial de Luis de Araquistain, el cual artículo era un serio comentario sobre la huelga, y tenía una índole decididamente pacífica. Es quizá que el Gobierno temió la voz demasiado sonora y demasiado impetuosa de los imaginativos, de los romanceros del suceso. Estos noveladores habían propagado una noticia trascendental, y es a saber: que la huelga no obedecía a móviles nacionales y económicos puramente, sino que los obreros habían recibido de Alemania dinero para trastornar, con su paro, los negocios de España. La cuestión tenía, según ellos, doble fondo, y este doble fondo era la guerra europea. Para la gente sensata, la tal noticia no pasó de ser una patraña. El mismo presidente del Consejo la ridiculizó en unas declaraciones. La Prensa, sin embargo, no ha podido dar opiniones amplias acerca de los acontecimientos, y se ha contentado, por la fuerza de las circunstancias, con hacer frías observaciones llenas de un optimismo que, por tímido, parece poco sincero. Sólo Araquistain, escritor socialista de mucho empuje y firmeza, se atrevió a asegurar que el error de acallar la voz pública, la prohibición de no dejar a los obreros defenderse por medio de la publicidad, diéronle gravedad a la huelga, que tenía una actitud conciliatoria. Ello es que, aceptado en principio un arbitraje para dirimir las dificultades entre el capital y el trabajo, y pedido al Instituto de Reformas Sociales un laudo en esta controversia, la huelga, deshecha, tomó el buen camino de las conciliaciones. Tirios y troyanos están de acuerdo en que, en este conflicto, el conde de Romanones se ha manejado con inteligente perspicacia y afortunada habilidad política. Y no obstante... * * * * * No obstante, la censura ha continuado, y las Cortes permanecen con las puertas cerradas. Lo gracioso del caso es que, olvidada la huelga, ahora la censura se ejerce sobre las noticias de la guerra europea. Y esto da lugar a que los fantaseadores suelten las palomas mensajeras de la «noticia secreta y trascendental». Se dice que está siendo a España muy penoso sostener la neutralidad; que hay exigencias de parte de los beligerantes; que Portugal quiere pasar tropas por territorio español; que... El hilo de la hipótesis va trazando los más increíbles e intrincados dibujos, en los cuales se enreda el buen sentido, así como una mosca en una telaraña. Pero bueno es acordarse de la sentencia del filósofo: «hay en toda mentira un alma verdad». Y, efectivamente, por debajo de esta franca alegría madrileña, de esta despreocupada vida, de esta encantadora y aparente frivolidad, se diría que hay un molesto movimiento de inquietud que no parece exclusivo de la «ciudad alegre y confiada», sino que se extiende por España entera y, en algunas partes, se señala con un latido más enérgico. ¿De dónde proviene esta indudable desazón? ¿Es la vecindad con el incendio de la guerra, y así, proviene del ambiente exterior, o es una palpitación de la entraña popular, e indica entonces una dolencia interna? ¿O se junta una causa a la otra y ambas producen este sintomático estado, perceptible a pesar del aspecto regocijado de la vida? Cierto es que no hay ningún pueblo de la tierra que no resienta en esta hora aflictiva del mundo, un doloroso asombro, un trastorno psíquico en el que se entremezclan el temor y la esperanza. El ángel negro recorre la cristalina esfera que, como dijo el romántico, «gira bañada de luz». Y en España, donde todo, de lejos, parece arcaico, desmoronado y monumental, como sus catedrales y sus claustros, hay una cosa viva, siempre nueva, firme siempre y que ha conservado entre los escombros de la gloria y los empolvados códices de sus gestas lejanas: la virtud de los laureles soñados, que son inmarcesibles, y la gracia inmortal del día, que es siempre niño cuando se asoma por Oriente. En España todo puede estar viejo, menos el pueblo. El español se equivoca cuando se juzga a sí mismo, y se cree pervertido, degenerado o enfermo. Nada de eso tiene. El es como un surco abierto que espera la mano del sembrador. No hay más que acercársele para sentir su vigor y su juventud. Ha conservado, a través de la historia, sus virtudes esenciales: su amor al trabajo y a la libertad. El pueblo de España no ha vivido todavía la plenitud de su existencia. Posee reservas virginales, y aguarda el instante señalado por el destino para su futuro resurgimiento. Clases superiores, instituciones, costumbres, pueden presentar, algunas veces, un aire de desfallecimiento mortal, una faz hipocrática. Mas abajo, muy abajo, sobre el terruño removido, junto a la máquina aceitada, dentro de las zumbadoras colmenas de los talleres y de las fábricas, está el verdadero pueblo sano, robusto, voluntarioso, que quiere ir de prisa y que irá adonde lo empujen su ambición y lo llama su ideal. ¡Ah, su ideal, que comienza a perfilarse en lo futuro como una transformación, serena y nueva, de aquel que hace siglos estaba representado por la espada del Cid, la armadura del Gran Capitán, el ferreruelo de Felipe II y las naves de Hernán Cortés!... UNA PÁGINA DE NOVELA EL SUICIDIO DE FELIPE TRIGO Cerca de las nueve de la noche caminaba yo, con Paco Villaespesa, por la calle del Marqués de Cubas, cuando pasó junto a nosotros un hombre muy delgado y muy alto, vestido con un traje claro: --Adiós, Felipe--dijo el poeta. --Adiós, Paco--contestó el otro. Y Villaespesa, con su natural bondad, me preguntó:--¿Quieres que te lo presente? Es Felipe Trigo. Le he hablado de ti. --Mira--le indiqué--. Vamos, primero, a ver a Gómez Carrillo. Y luego, mañana, si ahora no queda tiempo, buscaremos a Trigo. Yo tenía vivos deseos de presentarme cuanto antes a Gómez Carrillo, para saludarle y acompañarlo en aquel momento que yo creía penoso; acababan de denunciar una de sus crónicas de _El Liberal_; lo acusaban de ofensa a Alemania. Más tarde supe que aquello tenía resonancia, pero no importancia. A pocos pasos nos encontramos, en efecto, al famoso cronista, que venía acompañado de otro poeta, con el cual he fraternizado cordialmente: Manuel Machado. Entramos los cuatro en un café vecino, y nos pusimos a charlar. A las dos de la mañana nos despedimos, con la promesa de reanudar la conversación al anochecer siguiente. Hacia la una de la tarde vino Villaespesa a mi casa, me saludó, le noté vivamente agitado. --Chico--me dijo con voz rápida y turbada--, vengo deshecho. --¿Pues qué te sucede? --¡Figúrate! Que se ha suicidado Felipe Trigo. Dos balazos en la cabeza; una hora de agonía terrible. En estos momentos ya debe de haber muerto. Y se sentó frente a mí, y se llevó una mano a los ojos. La verdad es que, aun sin haber tratado a Trigo, sin sentir admiración, ni siquiera inclinación por su literatura, sentí pena. El novelista se hallaba en la edad madura, próximo a la vejez, en el período de la energía mental, de la experiencia atesorada, de la producción sólida. Villaespesa me pidió que le acompañase a ver a la familia; accedí de buen grado; comimos juntos, le escuché al poeta la relación conmovedora de su íntima amistad con el autor de «La Bruta«, y a las cinco de la tarde tomamos, en la Puerta del Sol, el tranvía que había de conducirnos a la Ciudad Lineal. Por el camino fueron subiendo al carro otros amigos que iban con igual propósito que el nuestro. Las afueras de Madrid son de una aridez implacable. Mucho polvo, mucho sol, mucha tierra sedienta y cubierta por el roto tapiz de la hierba amarilla y reseca. Aquí y allá, por entre las motas verdes de algunos pequeños plantíos, indicios de que por allí hace el agua milagros. Casas diseminadas. Ventas. Y un cielo magnífico, de azul deslumbrante, encorvándose por el horizonte. El camino es largo, y es, además, el del cementerio, porque veo cómo, de trecho en trecho, nos vamos encontrando con carrozas fúnebres y filas de coches que las siguen. Yo pienso que esta es, decididamente, una tarde predestinada para la tristeza. Después de una hora de viaje en tranvía, nos encontramos en la Ciudad Lineal. Es ella un pueblecito melancólico, de una calle sola y extensa, en la que, por ambos lados, se levantan hoteles más o menos graciosos y elegantes. Los hay también feos y pobres. En medio de la ancha vía se alza una doble fila de árboles. El paraje es simpático, no alegre. Nosotros lo sentimos a propósito para nuestra desazón. Reflejamos en él nuestro estado de alma. Hemos pasado ya por frente a dos o tres hoteles silenciosos. Yo, sin preguntar, respetando el silencio de mis compañeros, me digo, al caminar:--Aquí.--No; aquí. Y no atino con la casa, del suicida. Está lejos; está más allá de diez o doce hotelitos que dejan presumir una comodidad burguesa. De repente, nos detenemos en una reja entreabierta. Allí sí es. Dos policías o dos soldados--no sabría decirlo--están en pie recogiendo las tarjetas, de los que llegan, e indícanles que la familia pide excusas por no poder recibirlos. Entramos. Un jardín y, en el fondo, un _chalet_ muy blanco, de enjabelgado que reluce al sol, y por cuyos muros trepan los caprichosos ramajes, de verde clarísimo, de las enredaderas. ¿Qué dijo Villaespesa a los hombres uniformados? No sé. El resultado fué que, a cuatro o cinco, nos dejaron libre la entrada. Subimos al _chalet_. Nadie salió a recibirnos. Amortiguando los pasos, de puntillas casi, penetramos, primero, en un pasillo estrecho, y, en seguida, en un saloncito, que estaba obscuro porque habían cerrado sus puertas y ventanas. La violencia del contraste entre la claridad de afuera y las sombras del interior, me hirió vivamente los ojos. Llegué deslumbrado, y muy poco a poco, fuí distinguiendo, fantasmales, a unas cuantas personas que hablaban en voz baja. Comencé a respirar y a sentir el ambiente de lo siniestro. Dejé que mis compañeros se dirigieran a sus amigos y conocidos, y, como siempre, busqué mi rincón de observador. Sonó en la pieza contigua la campanilla del teléfono, y un acento, en el que había temblor de sollozos, empezó a hablar para transmitir, por el aparato, los detalles de la noticia. Se comunicaba, probablemente, con la redacción de un periódico y dictaba, con largas y desgarradoras pausas, la carta de despedida de Felipe Trigo, breve, dolorosa, amorosa, en la que daba el último adiós a sus hijos, a su mujer, y en la que repetía, con ternura insistente, la palabra perdón. En el pesado silencio de aquella casa, este mensaje de la muerte, transmitido por una voz lacrimosa, lastimaba como si fuese un golpe en el corazón. La voz se calló, por fin, y después de un minuto salió de la pieza donde había sonado, un jovencillo pálido, nervioso, con la mirada distraída y la expresión del ensimismamiento que nos deja un grande e imprevisto suceso. Saludó, forzadamente, a los visitantes, y salió. Otro joven militar, a quien yo no había visto, lo siguió llamándolo:--¡Hermano! ¡Hermano! Todos los circunstantes mirábamos, en muda contemplación, estas simples escenas, que impresionaban, no obstante, con el horror de la tragedia. Y mientras nosotros permanecíamos mudos abajo, arriba, en las habitaciones altas, se quejaban, gritaban, lloraban. Llantos y plañidos de mujer que intermitentemente se apagaban, alzábanse por largos intervalos. Eran súplicas, imprecaciones, oraciones, desesperaciones. Un vocativo, repetido sin cesar, me hurgaba el alma y la memoria, como gancho que me revolviese penas y recuerdos: «¡Papá!». La familia de Felipe Trigo se había refugiado allí de la indiscreta e inoportuna compañía de los extraños. Me sentí mortificado. Y acercándome a Villaespesa, le dije al oído: --Me voy. --No, aguarda un poco. Van a sacar el cadáver. Quiero acompañar a mi amigo hasta ese instante. --¿Pues dónde está? --Allí. Y Villaespesa me señaló una puerta cerrada, en el mismo primer piso donde estábamos. El gabinete de trabajo de Trigo. Allí estaba solo, el desventurado, sin blandones y sin plegarias, en el mismo lugar, en el mismo sillón donde se había quitado la existencia. A esa puerta llegaban--yo las vi bajar hechas un océano de lágrimas--las hijas del escritor, una hermosa y rubia criatura y una robusta y linda niña. Los hermanos las acompañaban.--¡Yo quiero verlo!--rogaban ellas--. Y, convenciéndolas, obligándolas, las alejaban de aquel lugar pavoroso. La puerta cerrada era una barrera infranqueable. Estos suplicios me hacian daño, y, para no asistir a ellos, me aconsejó mi egoísmo que saliese al jardín. Salí con otro literato que sentía y pensaba lo que yo. Una vez en el jardín los dos, él empezó a contarme la vida del célebre novelista: --Este final no es imprevisto. Ya nos lo esperábamos. Felipe estaba enfermo, muy enfermo. Una profunda neurastenia lo agotaba. No podía escribir ya como antes. Veinte noches hacía que no probaba el sueño. El era médico, y sus síntomas le inquietaban. Presentía un próximo desastre mental. En su familia hubo alienados. El tenía miedo de la fatalidad hereditaria. Indudablemente que Felipe tenía un extraordinario talento, una imaginación resplandeciente, una agudísima percepción. Sus facultades de novelista fueron muy grandes. Su lenguaje carecía de pureza y de estilo. Con frecuencia se alejaba del buen gusto. Pero, en cambio, sabía ver muy bien, y reproducía con exactitud los ambientes y los personajes de segundo término. Los de primer término, no, porque, en general, sus mujeres, sus heroínas, son irreales, están hechas con materiales imaginativos y concebidas por la exaltación erótica, por el sueño sensual que atosigó de continuo la vida de Trigo. Y sus hombres, sus protagonistas, son él mismo, el autor con sus anhelos de aventura dannunziana. Porque Felipe no sólo escribía, sino que quería vivir sus novelas. Las vivía. Vistiendo la realidad, que solía ser inferior y grosera, con los atavíos de un fantástico refinamiento, el poeta--porque era un poeta, un soñador incansable--se forjaba la ilusión de las conquistas suntuosas, de los amores raros, de las citas misteriosas, de las altas comedias del placer y de la elegancia. Trigo era un fantaseador admirable e ingenuo. Era también un teorizante lleno de novedad. Temperamento exaltado, corazón generoso, gran cerebro; este literato fué, a pesar del mundo calenturiento que llevaba en el espíritu, un bondadoso jefe de familia, un excelente amigo y un cumplido caballero. Y no sufrió únicamente imaginarias tormentas, sino que, asímismo, las sufrió verdaderas. En Filipinas, lo acuchillaron los tagalos hasta abandonarlo por muerto en el campo de combate. ¿No le notó usted la cara atravesada por cuatro o cinco grandes cicatrices? Anduvo con su inquietud por todas partes. No se conformó con ser médico de provincia. Fué ambicioso de gloria, voluntad activa. Tarde reveló su vocación artística: al filo de los cuarenta años. El realismo de sus novelas no es siempre agradable. Disgusta la insistencia de su manía erótica. Eso, quizá, depende de la edad en que comenzó a escribir. En sus libros destapó la caja de sus deseos irrealizados. Pero hay obras suyas muy fuertes: _Jarrapellejos, El médico rural_... * * * * * Calló el literato. Habíamos visto que comenzaba a bajar la corta escalinata del chalet una camilla cubierta con un paño negro y cargada por dos mozos funerarios. Detrás, con la cabeza descubierta, venían los amigos y camaradas. Se oía sollozar, gritar, implorar dentro de la casa. El cadáver salió, no por la puerta principal, sino por una que había detrás del jardín. Figuróseme aquello una escapatoria, una fuga avergonzada, el remordimiento de dejar tanto dolor y tantas lágrimas. El crepúsculo era espléndido y simbólico; rojo, como la sangre; azul, como la esperanza. EL MADRID DEL GÉNERO CHICO VERBENAS Y TRADICIONES Noche de agosto; brava noche, de calor seco, asfixiante. Son las once. Y decir las once en verano, es decir aquí la hora del principio del bullicio, de la preparación de la fiesta. El Madrid verbenero se divierte de once a cinco. Por la calle Mayor pasan henchidos los tranvías, y se nota un frecuente ir y venir de coches alquilones que entran y salen por los arcos de la gran plaza. La gente que marcha a pie, va como en romería. Pasan mujeres garbosas, y, por distintas partes, pasan mantones historiados y floridos: uno blanco y otro azul y otro rojo; pasan, llevadas cuidadosamente, guitarras enlistonadas, y algunas van ensayando, _sotto voce_, rasgueos y pespunteados. La calle y la plaza, mal alumbradas por la luz verdosa de los faroles públicos, presentan, con su procesión popular, un aspecto un poco rembranesco, un cuadro nocturno en el que juegan, en violentas antítesis, la sombra y la claridad. Curioso y vagabundo, me dejo arrastrar por la multitud. De repente, me encuentro en la calle de Toledo. Ya estoy en el límite de la zona del regocijo. Desde la Plaza de la Cebada se extiende la batahola; luces, tinglados callejeros, papeles de colores, guirnaldas de claveles, ritmos de castañuelas, afinadas vibraciones de cuerdas, ecos de voces que cantan, hervor humano. Voy acercándome: puestos de almendras, tendidos de peladillas, pirámides de melones, mesas con platos de aceitunas y vasos de manzanilla; juguetes, alfarería, gritos de vendedores ambulantes; calles estrechas, por cuyas calzadas va la gente abriéndose paso con los codos; algazara, cuchicheo, rumores de colmena; sombreros de torero, gorras de _golfo_; peinados de chula, muchos ojos negros; muchos labios frescos; una rosa aquí y otra allá; una agudeza canallesca, un modismo de barrio; música por todos lados; ruido que ensordece; calor que sofoca. En una calle semiobscura, la amarilla y radiante mancha de una iglesia romántica y nueva, dentro de la cual se aprieta la gente por ver a la Virgen en el altar mayor, hecho una brasa rutilante. Distintos cobertizos se alzan en medio de la calle. Este cobertizo es salón de baile; dentro danzan las parejas en típicas posturas, suena incansable el organillo de manubrio, se pasea el bastonero enarbolando su largo palo, que es un tirso de listones; fuera, detenida por la frágil barandilla, la muchedumbre atenta mira el cuadro. Aquel cobertizo es improvisado restaurante, y en él familias enteras de la clase submedia--obreros, menestrales, cigarrerillas y gente de juerga, mozuelas y galancetes--, sentados en torno de las mesas, comen con incitador apetito. Grupos regionales, repartidos por los distintos lugares, cantan y bailan: unos a la andaluza, otros a la aragonesa, acá las sevillanas y acullá las jotas, en incesante y sugestiva monotonía. Los muros, viejos; los pavimentos, mal empedrados; los portales, obscuros; tabernas y cafés, brillantes y concurridísimos; un contento natural, ingenuo, que se respira en el aire (¡y eso que apenas se respira!); simple alegría de vivir de un pueblo que no ha perdido la salud espiritual. Esta es, pintada a brochazos, la célebre verbena de la Paloma. Me acordé de la que yo conservaba en la memoria, entre los trastos de la guardarropía y los viejos retratos de las tiples; me acordé del sainete de Ricardo de la Vega, musicado por Bretón. Y comparando la realidad con el artificio, hallé que éste tenía una vida tan intensa como aquélla, y que, sin literatura, sin subterfugio, sin arte casi, el poeta había trasladado un pedazo de verdad al escenario, arrancándolo de este ambiente alborotador del barrio madrileño. No parece una copia, sino el original mismo, que, sin perder detalles, queda reducido al espacio pequeño del tablado. Tan exacta es la identidad que, por momentos, me sentía formando parte de un coro zarzuelesco, y buscaba a mi lado la muchacha a quien cantarle aquello de: Como es la Virgen de la Paloma... Estaba yo en pleno _género chico_ de la vida. Y en cada viejo emperifollado distinguía al boticario calaverón; en cada bien plantada jamona reproducía la _Señá Rita_; en cada anciana obesa que bailaba sacudiendo las trémulas carnes recordaba a la _tía fingida_ de la morena y de la rubia. Muchas rubias y muchas morenas se paseaban allí, del brazo de sendos Julianes enamorados. Y es que las costumbres de este pueblo no necesitan aderezo para ir al teatro y renovarse en él por medio de pintorescas escenas, castizas agudezas, animados personajes, intencionados diálogos, música típica y chuscos episodios. Son estas las horas en que el pueblo de la villa vive para reir, para querer, para desbordar el entusiasmo y el alborozo, en la calle, en la plaza, al son del organillo y entre las agitaciones del tumulto. Los majos de don Ramón de la Cruz, los horteras de las _Escenas matritenses_, el _Castellano viejo_, de _Fígaro_, la _Fortunata_, el _Celipón_, las _Miaus_, de Pérez Galdós, y el cesante famélico, el valiente de barrio, el galán de vecindad, _La revoltosa_, la _Regina_, las _Mujeres_, en fin, y los hombres todos de Burgos, de Sinesio Delgado, de Arniches, de los dioses mayores y menores, del chiste escénico español, y de los antiguos costumbristas, y de los novelistas de genio, andan aquí barajados y revueltos, y se nos presentan para desaparecer, como por obra de fantasmagoría, entre el gentío de la verbena de la Paloma. Es vigoroso el carácter plástico y psíquico que conserva este pueblo. Una chula madrileña no cambiaría su mantón por el velo de Tannit. Un guapo mozo no se desanudaría del cuello el pañuelo de seda, para que, en su lugar, le colgaran un toisón de oro. Las modas han alterado el traje; pero no lo han acercado a cualquiera otra vestimenta extranjera; el pueblo, con un raro instinto de individualización, ha adoptado sus modelos y figurines, y ha peculiarizado sus imágenes. Al modernizar su apariencia, obligado con imperio por la necesidad, siempre se retrasa, y, principalmente en el atavío femenino, deja algo de arcaico, algún toque arqueológico: la peineta, la mantilla, la estirada media blanca, el zapato bajo. Las provincias, menos expuestas al contagio social, conservan mejor sus vestidos característicos: Andalucía, Aragón, Galicia. Pero este pueblo de Madrid, el de la chulapería andante, si ha retocado el indumento, ha persistido en la conservación de su alegría desenfadada, de su _quemeimportismo_, de su gracia a flor de labio, de sus fiestas seculares y de sus ruidosas verbenas. Pueblos firmes por dentro y por fuera, pueblos que persisten en peculiarizarse y no olvidan ni desdeñan sus antiguallas, por seguir formas de placer inadaptables al espíritu de la raza, tienen una larga vida nacional. El _misoneísmo_ colectivo, que, en ocasiones, perjudica y retrasa, en ocasiones también sirve y robustece, porque cultiva en la existencia popular el amor a la tradición y unifica en un sentido común el espíritu de las generaciones. Bueno es acabar con la inveterada rutina; pero malo destruir las viejas tradicionales costumbres. Es un error derribar a golpe de piqueta un edificio, un monumento, representativos para el arte y para la historia, y construir, en su lugar, o un monumento o un edificio nuevos. Y, sin ser monumentales, son tradicionales y representativas estas verbenas de Madrid, tan pintorescas, tan interesantes y típicas, desde la de San Antón, hasta la de la Virgen de la Paloma. MENDIGOS Y GUITARRAS. A las seis de la tarde, el sol madrileño ha empezado a perder su brío. Después de quemar, durante siete horas, la ciudad, y de fundirla en sus cálidos oros, se complace en acariciarla con suaves y matizados fulgores y le pide al viento su ayuda, el cual de buen grado la da, soplando tenuemente, y repartiendo así consoladora frescura. Madrid, entonces, entra en una repentina animación que no abandona ya sino hasta la vuelta del nuevo día. Repentinamente se pueblan: de niños, el Prado; de coches, la Castellana; de transeuntes, la Puerta del Sol y la Carrera de San Jerónimo; de parroquianos, los cafés; las calles centrales, de mujeres hermosas, y los árboles de los viejos jardines, de pájaros y gorjeos. Los tritones y delfines de las fuentes monumentales sueltan sus delgados y corvos chorros de plata irisada; el carro de cantera blanca de la Cibeles se sonroja con las luces del Poniente, y, en la misma línea, al otro extremo, los dientes del Arma de Neptuno clavan y retienen una última llamarada vespertina. Las ventanas y balcones de los edificios, las lanzas de las rejas, las columnatas y bordaduras de piedra de los palacios, los bronces de las estatuas, las farolas del alumbrado, todo relampaguea y resplandece. El Goya de la fachada del Museo de Pinturas parece sentado en un sillón de oro fulgido. A la vuelta, Velázquez, sobre su bajo pedestal, mira cómo relumbra en su mano la paleta obscura; San Isidro y Alfonso el Sabio, en la escalinata de la Biblioteca, perfilan, en la diafanidad del aire, el blanco mate de su granito; los negros leones del Congreso muestran la melena untada de amarillo solar. Aquí y allá, en las esquinas de los parques, los quioscos de refrescos son ascuas. En las frondas compactas del _Retiro_ hay escardillos de esmeralda. En esta hora, Madrid está hecho con cristales de color; cristal de roca, las fachadas; azogado cristal las fuentes y los estanques; cristal verde, los árboles; cristal de Baccarat, los mármoles... Hasta las piedras ennegrecidas de las casas seculares que, como ancianas coquetas, no logran ocultar la edad; las calles de antaño, angostas, tristonas, con sus altos muros, sus vanos exiguos, sus balconcillos, por donde asoma, de cuando en cuando, el penacho florido de un tiesto; hasta el Madrid secular y semidestartalado, sonríe, y su sonrisa ingenua y amable nos parece la de una boca desdentada. Los inclinados techos de teja mezclan ocre a sus rojos polvorientos. Y éstos, precisamente, son los momentos en que comienzan a salir y a recorrer la ciudad los mendigos, las gitanas, adivinadoras de la suerte, los ciegos de bordón y lazarillo, los músicos ambulantes, las cantadoras de coplas, los violines de prima gemebunda, las guitarras de rasgueo monótono, los acordeones de vocecilla aguda, el hampa española, pintoresca y pedigüeña, que va por esos mundos despertando la curiosidad, moviendo la compasión y recogiendo la calderilla en el consabido plato de estaño. Para el viajero, para el que por primera vez pisa estas históricas tierras, el desfile de la Corte de los Milagros tiene un vivísimo interés y constituye un singular entretenimiento. Nada más pintoresco, ni más típico, ni más evocador. En la banca de un paseo, en la silla de un café, en cualquier recodo, en cualquier ángulo, donde se quiera, no importa dónde, puede improvisarse un sitio de recreo y observación, que si la mano no es avara y el alma es piadosa, cuesta poco: algunas _perras chicas_ repartidas entre la miseria ambulante. La manera más común de pedir de estos pordioseros, es cantando algún airecillo en boga, tañendo algún instrumento de cuerda o soplando en alguna flauta de barro. Los hay que van solos, y los hay también que forman sociedad, y juntan y armonizan voces, instrumentos y ganancias. Va usted caminando y distraído por esas calles de Dios; oye usted el silbido licuado de un pito que caricaturiza un tema vulgar de zarzuelilla o de opereta; se acerca usted, y en el entrepaño que separa dos puertas, ve, recargado, a un viejo. Es una hermosa figura: largo el cabello, muy larga la canosa barba, noble y afilada la nariz, ancha la frente, alto y enflaquecido el cuerpo, que viste pobre, mal cepillado traje de americana; las manos están afanosamente ocupadas bajo la boca, en tapar y destapar los agujeros del flautín de arcilla, de donde sale torpemente modulado, un tema popular. Los ojos están cerrados. Y usted oye, ve, imagina, recuerda, hace una novela eléctrica, siente un impulso tierno y saca del propio bolsillo la moneda, esperada ya por la vieja mano, que repentinamente cambió de ocupación. Usted se aleja pensando en Homero, en Edipo, en el rey Lear. Bien dijo el célebre _ironista_ que la hermosura es una carta de recomendación que da la Naturaleza. Pero cátate que, mientras usted toma tranquilamente su asiento en la acera del café, llegan y se enfilan frente a usted cuatro singulares personajes: dos mujeres de edad indefinible y dos hombres de catadura sospechosa: sucios, andrajosos, descascarados. Ellas llevan cubierta la cabeza con sendos pañuelos de hierbas; ellos la llevan cubierta, asimismo, con sombreros o gorras de formas inverosímiles; ellas cantan, ellos acompañan el canto, uno con un violín y otro con un guitarrón. Las caras hacen gesticulaciones que parecen arrugamientos de trapo viejo. Este es ciego, tuerto aquel, y al de más allá le manan, y no ámbar, los ojos pitarrosos. Vienen coplas de amor, desengaño y tristeza; coplas españolas, de melancolía árabe, en las cuales llora, sintetizada, una pasión, ausencia, ingratitud, traición, olvido. Viene la canción alusiva, picaresca, oportuna, en la que cada palabra adquiere un sentido penetrante, y es como un grano de sal, como una caja de gracia maliciosa. Y vienen el vals vienes y la jota aragonesa, desafinados, con la letra cambiada, con la frase torcida, con el acompañamiento de moscón de la guitarra y los crispantes chirridos del violín; mas coplas, canciones, vals y jota traen desenfado y se llevan céntimos. Porque el platillo recorre las mesas, el salón, los rincones, las aceras, y de mano en mano de mozo en mozo, de transeunte en transeunte, pronto se le ve, si no henchido, visitado a lo menos, por los obscuros discos de las monedas de cobre. No se ha marchado aún esta compañía lírica, cuando llegando esta otra, de mayor o menor personal, de mejor o peor afinación, de diverso instrumental, de distinto repertorio, de orfeón sólo o de exclusivo género sinfónico; tres muchachas: una que canta en pie; otra, que, sentada, abre y cierra el acordeón, y la más chiquilla, que recoge las limosnas; un baturro de negro y corto pantalón, encintada pantorrilla, hilacha de manta al hombro y varejón en mano; dos hembras greñudas y tomadas de orín como las armas de Don Quijote; una pálida niña, de ojos abiertos por el hambre y por la desvergüenza; una anciana, hecha una _etcétera_ dentro de su manto raído; un mundo, en fin, el mundo de los desheredados, de los inútiles, de los mutilados; el mundo de la pereza y el vicio, de la incuria y del dolor; el fondo de la miseria, el sedimento de todo conglomerado social, que sube a la superficie en estas horas de alegría, y que burbujea y hace espuma, como si señalara venenosas fermentaciones. Hasta bien entrada la noche sigue pasando la _procesión histórica_, que plañe, grita, canta, implora, amolda una oración en un aire de _tango_, y habla de sus enfermedades y desdichas en tiempo de mazurka. Todo pintoresco, animado; todo sinceramente optimista; a tal punto, que en estos rápidos cuadros de género que han pintado tantos pintores españoles, la misericordia nos parece frívola, la que ya nos suena a _cante-jondo_, el dolor se nos figura falseado, y se nos antoja fingida la ceguera. Es que aquí la tristeza lleva cascabeles, y los mendigos cargan guitarra. Es que aquí la mendicidad tiene sus puntos y ribetes de juerga. Es que la despreocupación y la alegría de vivir están en la atmósfera. * * * * * ¿Procesión histórica acabo de decir? Si, estas costumbres, esta mendicidad retozona, esta musiquería ambulante, esta hampa colorida, son antiguas, son seculares, están historiadas en los códices polvosos de los cantares de gesta, descritas en los libros de Don Juan Manuel, rimadas por Don Juan Ruiz, el fraile nocherniego del siglo XIV, contadas en la vida del Lazarillo de Tormes, y desgranadas en mil y tres fábulas, en las novelas de truhanes y pícaros. Estos mendigos de guitarra y violín, estas cantadoras de copla coreada y jaleada, estos flautistas de barba ermitañesca, son los mismos de hace ocho y siete y seis siglos, son una prolongación, un desprendimiento, un escurrimiento de las edades pretéritas, y constituyen una variante, una transformación de aquella andante juglería medioeval, que llevaba por todas partes, a los pueblos batalladores, una visión del ideal épico y una gota trovadoresca de ensueño y galantería. No piden a secas, cantan, tocan, llaman a las puertas del alma popular con los mástiles de sus mugrientas guitarras; piden una moneda de cobre a cambio de canciones y rasgueos. Esparcen a los cuatro vientos polvo de regocijo y de ilusión, a trueque de un poco de calderilla desgastada. Y como en los tiempos del _Mío Cid_, se conforman con un vaso de vino, y ahora con un terrón de azúcar, cuando no reciben dinero. Billeteros y pilluelos voceadores acompañan la sinfonía. LA ULTIMA VISITA DON JOSÉ ECHEGARAY Madrid, septiembre 15 de 1916. Los periódicos de ayer trajeron la noticia de la enfermedad de don José Echegaray. Unos, la daban alarmados; consolados, otros. Estos, decían: «Ya, por fortuna, ha pasado el peligro.» Aquéllos, temían que el caso fuese fatal, «dada la edad del ilustre paciente». Por la noche, las conversaciones de los cafés tuvieron su tema de actualidad: la muerte de don José Echegaray. Lo que la Prensa temía por la mañana, sucedió al atardecer. A las siete y minutos, y tras una breve y plácida agonía, dejó de existir el célebre hombre de letras. Hoy, todos los diarios de Madrid vienen cargados de homenajes a Echegaray: su retrato, sus rasgos biográficos, la lista de sus obras, el recuerdo de sus méritos, las anécdotas de su vida, las viejas fórmulas, en suma, de los honores póstumos. Ni la noticia de ayer ni la de hoy me sorprendieron. La de ayer no, porque desde hace seis u ocho días, un amigo mío me había dicho en tono de secreta confianza: --Don José Echegaray está malo; tiene fiebre todas las noches; los médicos temen una infección, muy peligrosa a los ochenta y cuatro años de don José; la familia no quiere que se sepa esto, para evitar la avalancha de las visitas y la marea de la curiosidad pública. La noticia de hoy tampoco me ha sorprendido, porque casualmente oí hablar a un médico que, con otra persona, pasaba por la calle del Príncipe: --Don José está agonizando en estos momentos. Desde que escuché la frase púseme a hilvanar recuerdos, a remendar la tela podrida de la memoria. Sin sorpresa, pero con tristeza, he pensado en esta natural y suave desaparición de un espíritu tan vigoroso y entero, que animaba, con energía de juventud robusta, una materia ya gastada, un organismo endeble y decrépito. La llama de la vida interior hacía crujir el resquebrajado vaso de la lámpara. Uno de los deseos que traje a España fué el de hacer una visita a Echegaray. Este hombre y este nombre, evocan en mí quién sabe cuántas visiones de lo pasado; reviven, imaginativamente, mis andanzas de cronista y crítico teatral, mis entusiasmos artísticos, mis frenéticas admiraciones de muchacho. Diez y seis años hace que mi maestro don Justo Sierra, de vuelta en México de su viaje a Europa, me dijo: --Don José Echegaray ha leído los artículos de usted. Cree que en Méjico lo comprenden muy bien, y gusta de que sus obras sean estrenadas aquí. En efecto; poco tiempo después, María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza estrenaban, en una temporada brillante, _Malas herencias_ y, en otra época, _La escalinata de un trono_. Después de la del _Loco Dios_, estas ofrendas llenaron de agradecimiento al público de mi país. Eran los tiempos en que se había hecho de moda desdeñar a Echegaray en España y aplaudirlo y glorificarlo en América. Así, pues, nada de extraño tiene que buscase yo el modo de realizar mi deseo de visitar al anciano dramaturgo. La suerte me deparó la ocasión. Francisco A. de Icaza, que tiene gran prestigio en los círculos literarios y sociales, me habló un día de su amistad con don José. Aproveché entonces la oportunidad para indicarle mi propósito. --Quisiera yo hacerle una visita--le dije. --Está muy aislado me contestó Icaza--. No se deja ver de nadie. Todas las tardes suele pasear un rato, en coche, por la Castellana. Le acompañan personas de su familia, y no vuelve a salir, sino por las mañanas, a sus habituales ocupaciones. Sin embargo, voy a ver si puedo conseguir que te conceda una entrevista. Y el sábado de una de estas últimas semanas, el insigne y bondadoso amigo mío vino a prepararme: --Mañana, domingo, iremos a visitar a don José. Nos espera a las cinco. Vendré por ti. --Estaré listo. Te agradezco la eficacia. Y sonreí ante la promesa de una pequeña ilusión que iba a ser realizada. * * * * * Por el Madrid nuevo, a un lado de la Castellana, se prolonga, ancha, extensa, con su línea de arbolillos a la orilla de las aceras, la calle de Martínez Campos, una de las más hermosas de este flamante barrio recién urbanizado. Tapias limpias, fachadas de piedras labradas y cristales fulgentes. Por allí caminábamos el poeta Icaza y yo, al descender del tranvía, en una luminosa y tibia tarde de agosto. Mi amigo reconoció, en una esquina, el hotel de los Mendoza-Guerrero. --El de Echegaray está inmediato a éste--me dijo--, junto al de los artistas. Vamos por aquí, por la calle de Zurbano. Y a pocos pasos nos detuvimos para sonar el timbre de una alta y cerrada puerta. A la criada que la entreabrió, le preguntamos: --¿El señor Echegaray? --No está en casa--nos respondió, mirando con esa fijeza agresiva con que se ve a los importunos. Pero nosotros no hicimos caso, y como si no hubiésemos oído, sacamos de nuestras carteras sendas tarjetas y se las entregamos a la sirviente, agregando: --Diga usted al señor que somos las personas a quienes dió cita para esta hora. Ante esta actitud, la fámula, un poco turbada, tomó las tarjetas y subió por la escalinata del hotel. Bajo el vestíbulo quedamos esperando. Veíamos asomarse, a un lado, las plantas floridas de un jardín. La moza volvió: --Que pasen ustedes. Y entramos en la casa del maestro. En la planta baja, en una vasta habitación, amurallada de libros, distinguimos los consabidos muebles de estrado; el grave sofá, como un ministro, en medio de los dos sillones acólitos. En el centro de la pieza, una elegante librería giratoria, sobre la cual, entre volúmenes y papeles, se alzaba encristalada una fotografía, de tamaño imperial, de María Guerrero. Una gran ventana, cuyos vidrios atravesaba la luz de la tarde, una luz discreta, teñida de verde, porque antes de llegar a la vidriera había tenido que filtrarse por el follaje de una trepadora. Allí esperamos unos minutos, al cabo de los cuales oímos el ruido suave de unos pasos, y, a poco, vimos aparecer la figurilla pequeña, encorvada y magra, de un viejecito. Mi propósito se había cumplido. Me encontraba yo frente al más portentoso creador y forjador de fábulas delirantes de la escena española. Don José se sentó en uno de los sillones, de espaldas a la ventana, junto a mí, que en un extremo del sofá no cesaba de contemplarle. Yo le conocía mucho por los retratos que tantas veces publicaron revistas y periódicos. Pero no; la cámara no alcanza a reproducir la expresión reveladora del espíritu, el ambiente psíquico que da animación y carácter a una fisonomía. A los lados del cráneo cónico, el ralo y apenas perceptible cerquillo de los cabellos blancos; muy amplia y de limpia y majestuosa curva, la frente, cruzada por un leve pentágrama de arrugas; bajo los lentes, apretados en el nacimiento de la nariz fina, los ojos infantiles, indagadores y risueños; de una extremidad de los lentes, cuelga la angosta cinta negra que desciende por la mejilla hasta enredarse alrededor del cuello; y, lo que tal vez da más carácter a la cabeza, el vellón de nieve de los bigotes espesos y la aguda perilla, que rodean una boca de labios delgados y entreabiertos. Inclinada hacia adelante y semienterrada en la estrecha caja de los hombros, aquella cabeza recuerda viejas ilustraciones de leyendas y libros de caballerías: un mago del Oriente, un hechicero medioeval... Bien le sentaría a este rostro, iluminado de misteriosa claridad, la caperuza de Merlín. Don José está vestido con traje de casa; abriga su flacucho cuerpecito con un saco afelpado y gris. Y en tanto que empieza a hablar, a hurtadillas le miro las manos, muy viejas ya, más que la cara, de piel rugosa y seca y deformados dedos, pero que conservan un enérgico gesto de fuerza. ¡Oh, excelsas manos laboriosas, que estuvieron ochenta años trazando sobre el papel figuras geométricas, signos algebráicos, palabras de ciencia, voces de filosofía, líricos y sonoros vocablos! La voz, la media voz de la conversación íntima, es insinuante y dulce. Quiere, por educación, agradar con entonaciones afectuosas. El gran hombre tiene miel en los labios y en el entendimiento. Dice cosas amables y buenas. Y lenta y naturalmente, va ampliando su ideas, hasta llevarlas desde las futilezas de la urbanidad hasta los horizontes de la cultura. Habla--es de rigor--de la guerra. Se duele de que por ella la ciencia haya tenido que suspender sus investigaciones. ¡Es asombroso el adelanto científico contemporáneo! Día por día se notaba... Y comienza don José a hacernos profundas y divertidas explicaciones de los nuevos descubrimientos. Cuanto le escuchamos con reverente atención, está lleno de sabiduría y de la amenidad: el cálculo para conocer la cantidad de átomos que cabe en un centímetro cúbico de aire; la descripción y la historia de los globos; el análisis y el funcionamiento de las máquinas aéreas; las conclusiones de la Física Matemática. Cae, en el serio palique, traído por espontáneas asociaciones, el recuerdo de los estudios científicos de Alemania. El sabio español los encomia con entusiasmo. Tiene una gran curiosidad, una alta y noble curiosidad por conocer los medios de que se valió el submarino _Deutschland_ para ir, bajo las aguas, de Bremen a Nueva York. --¡Oh--exclama--, es una admirable hazaña científica! En este período de la charla, Echegaray ha llegado, no sólo a la confianza, sino al contento. El hombre de ciencia encuéntrase a gusto pensando, ante nosotros, en voz alta. Francisco A. de Icaza, a quien mucho estima don José, departe respetuosamente con el maestro. Yo guardo silencio y observo. Y agotado el tema científico, en una pausa oportuna, dirijo esta pregunta al polígrafo: --¿Y las Memorias, señor? ¿No ha terminado usted sus Memorias? --No--me contesta--; las dejé pendientes, porque la revista donde la escribía, _La España Moderna_, cesó de publicarse, y no volví a ocuparme más en el asunto. --¡Qué lástima! ¡Tan interesantes, tan pintorescas, tan evocadoras! ¡Tan deseosos que estábamos todos por que llegase usted a contarnos las Memorias de su teatro! --Cabalmente iba yo a empezar esa parte. Llegué a los tiempos de Don Amadeo. Ahí se quedarán las tales Memorias. Y por ese camino de las remembranzas y de las añoranzas, nos llevó el hilo caprichoso de la conversación a las impresiones de la niñez, a los más remotos recuerdos. Don José, entonces, en tono de confidencia familiar, accionando parsimoniosamente con la mano huesosa, y dejando vagar la mirada por el espacio, comenzó una narración tierna y sencilla, sin literatura, de una sugestiva sinceridad. Cuatro o cinco episodios de infancia, dos de los cuales fueron contados con velada y exquisita emotividad. Don José, muy niño, de tres o cuatro años, recuerda haber estado en pie cerca de su madre, pegado a ella y enfrente de un campo o de una casa, en alto, donde estaban pasando cosas que le daban miedo y le conmovían... ¿Qué era aquéllo? Mucho tiempo después, reflexionando sobre eso e interrogando a su madre, vino a caer en la cuenta: era el tablado de un teatro. Esa fué su primera impresión artística. Recuerda asímismo, en otra ocasión, un camino, un coche lleno de gente, en el que iban él y su madre. Una detención brusca, gritos de angustia, caras de susto; su madre sacando dinero de la bolsa de mano y rezando con extrema aflicción. ¿Qué edad tendría entonces el chiquitín? Dos o tres años. Y aquel suceso, ¿qué era? Un asalto de bandidos. Don José sonríe, y tiene su sonrisa _pargoletta_ una ingenuidad candorosa. --¡Es raro! ¡Es raro!--repite--. ¡Cómo pueden conservarse tan frescas y tan lejanas estas impresiones de una edad en que no despertamos aún a la vida! Mi curiosidad espera la ocasión para orientar la plática hacia los asuntos literarios, y apenas llega, la aprovecho: --Señor, ¿no tiene usted nada inédito de teatro? --Nada. Como autor dramático, he terminado. Buen espacio hace que no escribo literatura. Artículos de vulgarización científica, sí. Usted debe de saberlo. Llevo cincuenta años de colaborador quincenal de _El Diario de la Marina_, de la Habana, y en esa publicación desarrollo, por lo general, temas de ciencia. --Sí, señor, lo sé. Y sé que tiene usted en ese bello país muchos lectores y muchos admiradores. Y sé, además, que el teatro de usted no muere en América: vive tan apasionante como siempre... Don José vuelve a sonreír; pero ahora ya es una sonrisa de inconfesada y profunda amargura. Algo doloroso, algo triste, pasa y nubla por un instante la lucidez del pensamiento. Mas pronto vuelven la apacible tranquilidad y la mansa expresión a aquel semblante de agorero. En el fondo, este carácter parece poseer, como fuerza suprema, una fría virilidad, que se sobrepone a los acontecimientos y domina los ímpetus de la fantasía y del temperamento. Don José, absolutamente sereno, se dirige a Icaza y lo interroga: --¿Y la Academia? ¿Por qué no ha ido usted a la Academia? Icaza explica su ausencia accidental del docto Cuerpo, legislador del idioma, y yo, mientras tanto, recorro, con rapidez relampagueante los campos del recuerdo. * * * * * Estoy frente a un ingenio de España. La España actual tiene dos viejos que la honran y la glorifican: Echegaray y Galdós. Ninguno de la presente generación más alto que ellos. Han rendido su fruto, es verdad; pero hay todavía mucho que aprender y que admirar en esa labor extensa. Este don José, dramaturgo, es un eslabón de oro que unió la moral calderoniana al desenfreno desmelenado del romanticismo. Y así prolongó, exaltándola y agitándola, el alma española. Fué un creador de soberanos delirios; un forjador de seres hiperestesiados. Sus concepciones, vastas y desproporcionadas, tienen una existencia monstruosa por sublime. Sus personajes son, frecuentemente, no hombres de carne y hueso, sino entes metafísicos, figuras alegóricas, ánimas emblemáticas, símbolos de virtudes y de vicios. El bien en los dramas de Echegaray, asciende hasta lo seráfico; el mal desciende hasta lo demoníaco; cuanto él imagina, toma aspecto grandioso. Pocas veces es humano; muchas, superhumano. Puede falsear la vida hasta lo absurdo, pero la falsea para amplificarla, para purificarla de menguadas bajezas, para hacerla más comprensiva y noble. En su teatro usa y abusa de lo patético, de lo torturante, de lo inverosímilmente doloroso, de lo horriblemente trágico; pero todo ello para dejar en nuestro espíritu la marca imborrable de un ideal, del ideal, del sólo ideal de perfección humana, conquistado y realizado por el sacrificio y el martirio. La fatalidad griega no triunfa en las febriles fantasías de Echegaray; es, al contrario, vencida, a pesar del sufrimiento y de la muerte. Cuando el poeta abre las alas, ensaya vuelos aquilinos. Gusta de clavarse y hundirse en las nubes más remotas, más negras, más cargadas de rayos. Es formidable y arrebatado. Juega con el frenesí como un niño con un muñeco. Sabe apretar los corazones sin dañarlos, antes complaciéndoles en el sufrimiento. Mezcla el amor y el dolor; el mal y el bien; la vida y la muerte; las lágrimas y la sangre; la luz y la sombra, y, por contrastes, y antítesis, y violencias, logra expresar la belleza, haciéndonosla sentir inolvidablemente. Es, además, un lírico supremo. No pule la frase; no es un joyero: la esculpe; es un estatuario. Por todas partes siembra pensamientos; por aquí brilla una profunda sentencia; por allí cruza el ave matizada de una metáfora; clarea, en aquel parlamento, un símil raro; luce, de pronto, en esta cláusula, un apotegma filosófico. Siembra pensamiento; pero para que florezca, lo riega con linfas sentimentales. Es difícil hallar quien mejor sepa poner a flor de labio la ternura, la pasión enamorada, la súplica que ruega y acaricia, la palabra que confiesa el amor y suena a beso. Las mujeres de don José Echegaray, cuando son buenas, son angélicas; cuando son malas, su perversidad inspira más lástima que misericordia. Todo en ellas es conflicto amoroso. Algunas heroínas abren, de tiempo en tiempo, las alas, para que se vea que son querubes: Mariana, Teodora, Fuensanta, Adelina... Y este atormentador, en el momento que lo desea, es un seductor, y, en el instante que le place, un burlador. Hace caricaturas, un poco grotescas, pero muy sugestivas, de la imbecilidad social: el _clubman_ frívolo, el galán de salón, el vejete egoísta, el falso sabio. Las facultades prodigiosas de este soñador se adaptan, con más amplitud, al teatro de época, el drama heroico y de reconstrucción. Es en él donde hizo maravillas. _En el seno de la muerte_, _Haroldo_, _Un milagro en Egipto_, _La esposa del vengador_, _La muerte en los labios_. En la comedia actual y de costumbres, rompe, con la pujanza de su esfuerzo, la realidad; pero, con la influencia irresistible de su poder genial, nos obliga a seguirlo a través de sus inverosimilitudes, incoherencias y descoyuntamientos ilógicos. Perdemos, bruscamente sugeridos, el sentido de la existencia positiva, y nos dejamos arrebatar, como por la tormentosa corriente de un río, por las peripecias de la acción excepcional, de la situación centelleante, que, siendo rayanas en lo imposible, no dejan, sin embargo, de ser humanas. El teatro de Echegaray es marcadamente romántico y genuino. Manifestación de una raza bravía, generosa, exaltada en el idealismo, enérgica en la acción, desbordante en el sentimiento, reproduce todos estos caracteres en un mundo imaginario, impulsivo y tremendo. Arte magno y conmovedor, que mueve multitudes y les arranca admiraciones. Arte desmesurado y radiante, en que, como en el de Miguel Angel, la Humanidad está representada y exteriorizada «en un sueño de energía salvaje y de grandeza». * * * * * Contuve mis rápidas meditaciones como un auriga sus corceles. Iba demasiado de prisa. Volví a la humilde verdad. Allí, junto a mí, flaco y encorvado, un viejecito sonreía y charlaba. Era un genio. Dentro de él bullía aún, lleno de soles, un universo. De pronto me acordé de una duda antigua, y, apenas pude hacerla, me dirigí a don José: --Dígame usted, señor, aquel drama que estrenó en México María Guerrero y que se intitulaba _El preferido y los cenicientos_, ¿es de usted? ¿Será de algún imitador de usted? Perdóneme la indiscreción. ¡Tengo tanta curiosidad de enterarme de eso! Yo escribí una crítica afirmando que usted era el autor, y no el argentino de que me hablaba con insistencia Fernando Díaz de Mendoza... --Sí, recuerdo--me contestó cariñosamente el anciano--. En efecto, es mía la obra: lo último que hice para el teatro; de ahí en adelante, nada; me despedí para siempre... Desde entonces sigo con interés y placer mis estudios sobre Física Matemática. Jamás falto a mi cátedra. He escrito ya diez volúmenes acerca de esta materia, y aún tengo proyectos para otros tantos. Y con cierta ligereza, la que le permitían sus piernas, se levantó del sillón, fué a una de las piezas contiguas y volvió con un libro, que puso ante nuestros ojos. Soportábalo con una mano, y con la otra lo hojeaba. Nosotros veíamos pasar fórmulas de álgebra, figuras geométricas. Don José sabía muy bien que de nada le hubiese servido explicarnos su obra; comprendía que éramos profanos, y se contentó con la inocente satisfacción de enseñárnoslo. Después colocó el libro sobre el estante giratorio y se sentó. Había satisfecho nuestros deseos, había contestado a nuestras interrogaciones. Ahora le tocaba a él preguntar: --¿Y América? ¿Y la situación de México? ¿Y Cuba? Escuchaba con gran atención nuestras respuestas; seguía curiosamente nuestras explicaciones; insistía, aclaraba, opinaba; mostraba una extraordinaria penetración en sus juicios, una sólida ilustración. Estaba informado de la sociología y de la política de los pueblos hispanoamericanos. Al verle tan atento y tan enterado, pensé que este hombre de tan varios conocimientos, podía repetir la célebre sentencia: «Lo que interesa a la Humanidad, me interesa a mí.» Habían pasado dos horas y no las habíamos sentido. Como quien despierta, tornamos a la noción del tiempo. La habitación comenzaba a ennegrecerse, y era cada vez más débil y mortecina la claridad de la ventana. Nos dirigimos una mirada de inteligencia Icaza y yo; nos pusimos en pie. Con respetuosa efusión, como el creyente que toca una reliquia, tomé la mano que me tendía el portentoso viejecito, y recuerdo que le dije: --No olvidaré que la buena suerte me otorgó el don, pocas veces conseguido, de estrechar la mano de un inmortal. --No--aclaró don José--; de un mortal... muy próximo a la muerte. Y salió a acompañarnos hasta el primer peldaño de la escalera. Todavía, al llegar al zaguán, volvimos la cabeza para saludarle. Y al verle por última vez, me pareció que aquel cuerpo encorvado y magro era de una engañosa debilidad y, como dijo el poeta, «tenía la fragilidad de las cosas aladas». * * * * * _Septiembre 16._ A las tres de la tarde salgo a la calle. Madrid está de luto. Los balcones tienen cortinas negras. Las gentes van con rumbo a la Castellana. La curiosidad de la multitud--se siente--está complicada de pena y asombro. Las vías por donde ha de pasar el cortejo están henchidas de silencioso gentío. Apenas puedo llegar al paseo de Recoletos, y me detengo. Es imposible dar un paso más. La comitiva fúnebre viene: ministros, diputados, prelados, clérigos, académicos, uniformes, estandartes, insignias, soldados. El desfile es interminable. Es toda la España legendariamente fastuosa y coruscante. Suena una marcha funeral. Se oye a lo lejos, de cuando en cuando, un cañonazo. Desde mi sitio alcanzo a ver, en varios edificios, la bandera amarilla y roja, a media asta, aliquebrada y mustia. Hay sol y llueve un poco. Y yo, para mis adentros, mientras pasa el fastuoso ceremonial, a don José, al buen don José, al viejecito mago y genial que me recibió en la calle de Zurbano, le estoy diciendo las dulces palabras que le aprendí a uno de los personajes de sus comedias: «Duerme, niño de los cabellos blancos, que ya están haciéndote tu camita de tierra.» VALLE-INCLÁN Barcelona y Madrid son las catedrales de la literatura española. En cada una de ellas reside la diócesis de la crítica. Allí se consagra a los elegidos. Es preciso pasar por ahí para recibir las órdenes menores y mayores de las letras. Pero Barcelona tiene su especialidad regional: el lemosín. Madrid es la primera, la fundamental, la tradicional. El talento de provincia necesita, para ser conocido y estimado y para ampliar su esfera de acción, venir a Madrid. Porque en Madrid se equilatan y tasan las joyas del ingenio. Bien visto, un poeta provinciano apenas si para los distribuidores de gloria es algo más que un «ruiseñor americano». Necesita llegar y conquistar. Para unos, el camino es fácil, y la fortuna, mujer caprichosa, se muestra avasallada y rendida porque sí. Para otros, en cambio, es harto difícil y tortuoso el sendero, y esquiva y desdeñosa la suerte. Mas la ventaja estriba en que se puede cambiar de ruta y orientación: el teatro, la lírica, la novela, la crítica, el periodismo. Hay, naturalmente, en todo eso, un aspecto mercantil y otro artístico. Un autor dramático, injustamente silbado, da media vuelta, marcha y encuentra sitio en la redacción de un diario. Claro que las facultades son diversas, y cada uno de esos intelectuales requiere especialización y preparación. No es posible abarcar en un puño un conjunto de condiciones, tan disímiles, a veces, que lo que, por ejemplo, sirve para un género, es para otro absolutamente inservible y hasta perjudicial. Pero la necesidad ayuda a la acomodación, y se establece un eclecticismo típico que da a la vida literaria de la Villa y Corte variados y sugestivos aspectos. Es curioso contemplar aquí la lucha por la gloria, que se confunde y mezcla con frecuencia a la lucha por el pan, hasta constituir una sola lucha con identidad de valores en los propósitos: el pan es gloria; la gloria es pan. No es sólo en Madrid esta inquietud batalladora que nos hace cambiar de rumbo y aplicar los esfuerzos a empleos para los cuales no habíamos educado nuestras aptitudes; pero aquí las dificultades de la existencia personal del literato, obligan marcadamente, más tal vez que en otros países, a la desespecialización, a la difusión. El teatro es la grande y primera fuente de riqueza para el hombre de letras. Quien llega a él y obtiene buen éxito, ya tiene asegurada la vida, a condición de no dormirse sobre los laureles. El libro es menos productivo, naturalmente; mas aun con público restringido, si logra vender, sostiene al autor, y sólo en contadas ocasiones lo enriquece. El dramaturgo, al imprimir sus obras, participa de las ventajas que le dan el teatro y el libro. El periodismo, particularmente si es literario, no es, ni con mucho tan productivo como el teatro y el libro; pero es un «modus vivendi» que, a falta de recursos pecuniarios, ofrece los de la influencia y la popularidad que, en ciertos casos, prestan innegables servicios. Muchos son los que, rodando del teatro o del libro, caen en el periódico, y en él quedan, aunque siempre dispuestos a nuevas y audaces tentativas para triunfar en el tablado y en el volumen. * * * * * Con mi propósito de silencioso acercamiento a los hombres de letras, he tenido oportunidad de ver y oir en Madrid a algunos de los más encopetados y célebres. El verano suspende la vida social, los teatros se cierran, los palacios quedan abandonados, tristes los cafés, mudas las orquestas y transferidas las veladas del Ateneo. Medio mundo se va; pero el otro medio mundo permanece y sufre los rigores del día, a cambio de la impagable frescura de la mayor parte de las noches. Este es el tiempo de las fiestas al aire libre, de las Verbenas, de la opereta del «Magic Park», de las funciones del «Retiro», de las nocturnas corridas de toros, del contento callejero, que no quiere cesar hasta que lo sorprenda la luz del día. Por calles y plazas va, en sonora fiesta, la multitud; los chicos vocean, gritan los billeteros, rasguean sus apolilladas vihuelas los mendigos; los tranvías derraman gentío en la Puerta del Sol; los salones de los cafés están hechos un ascua. Pues, ¿qué hora es? Las tres de la madrugada. En esta ciudad parece que no duerme nadie. Y es que el medio mundo que en Madrid quedó, no es el más rico, sino el más bullanguero; el que gusta de las cenas y bailes de la Bombilla, de los mantones matizados, de la gracia oportuna, de la horchata de chufas y del suave viento de la noche. En el mundo que se fué están distinguidos artistas y poetas. Sin embargo, intentaré hacer el esbozo de uno que en Madrid permaneció hasta muy avanzado ya el Verano. Y así fué... II Una de estas noches prometedoras de frescura, iba yo por el principio de la calle de Alcalá, rumbo al «Retiro», cuando de una de las mesas que de los cafés se desbordan en tumultuoso desorden por las amplias aceras, vi levantarse a un hombre vestido de negro. El sombrero, de anchas y flojas alas; la barba no muy espesa, pero flúida y crecida sí, y casi en contacto con la barba, como disputando a ésta territorio, unos quevedos, dentro de cuyos grandes arillos de carey brillaban, con suavidad, los ojos obscuros; todos estos rasgos hiciéronme comprender que se trataba de un artista, probablemente de un pintor o de un escultor. La silueta nerviosa y delgada tenía mucho carácter. Mas lo que mejor le peculiarizaba era que, al andar, la manga izquierda de la americana flotaba vacía: a juzgar por los movimientos de la manga, faltaba el brazo desde un poco más abajo del hombro. De pronto, no pude sospecharlo; pero un instante después, noté que a mí venía la singular persona, la cual, desde lejos, pronunciaba en voz alta mi nombre; y, entonces, poniendo una rápida y profunda atención, hice un esfuerzo de memoria, extraje de ella una imagen, la comparé con la que estaba frente a mí, y estreché entre las mías la única mano que, con afable gesto, me tendía el barbudo y manco hombre. Y como un recuerdo, a semejanza de los pájaros, mete ruido al volar y despierta a otros muchos, al saludar al recién llegado, recitaba yo para mi coleto, el caricaturesco alejandrino de Rubén Darío: Este buen don Ramón de las barbas de chivo... Efectivamente, allí estaba, en cuerpo mutilado y alma noble, Ramón del Valle-Inclán, el «Marqués», autor famoso, caballero de juventud trashumante, hidalgo enamorado de las hazañas, soñador de viejas y tremendas fábulas, poeta raro y pulido, que revive en sus exquisitas canciones la gracia honda y sutil, el encanto fragante de las trovas antiguas. Más de veinte años hacía que en una calle de México nos habíamos dicho: «hasta luego», como quienes se despiden para tornar a verse a la siguiente mañana. Y el mañana ha sido muy largo, y, no obstante, Ramón del Valle-Inclán ha sabido llenarlo de gloria y de ventura. --¿Qué hace usted por Madrid? --Ya lo ve usted; vivir. Acabo de llegar... --Pues yo también. Vengo de Francia; he estado en París, he visitado las trincheras. ¿Cuándo quiere usted que charlemos? --Cuando usted quiera; mañana mismo, si es posible. --Sí, mañana. ¿Dónde vive usted? --En una vieja posada. Será mejor que me dé la dirección de su casa; iré a buscarle. --Bueno; calle de Don Francisco de Rodas, número 3; lo espero a las cinco de la tarde. --No faltaré. Buenas noches, Ramón. * * * * * En un barrio madrileño, muy bien saneado y cómodo, en el segundo piso de una casa nueva, blanca, bien distribuída, vive ahora el insigne narrador del «Romance de Lobos». Una vivienda luciente de limpieza. Llamo; abre la puerta la muchacha criada, vestida con pulcritud, risueña y fresca. Entro en la discreta penumbra de un angosto pasillo; después, levanta la criada un cortinón de rameada y vieja seda verde, y me invita a pasar. Es un saloncillo sobriamente amueblado: una mesa y una larga cómoda, de madera fina y adosados al muro blanco, en dos de los lados del cuadrilátero: frente a la mesa, apoyado también en el muro paralelo, un pequeño y sencillo sofá, acompañado, como de dos acólitos, de dos sillones braciabiertos; dos o tres sillas más por diversos rumbos. Sobre la cubierta de la cómoda, en marco de metal, el retrato de un militar. Curioseo la dedicatoria: es don Jaime. A muy poca altura de la mesa, un cuadro apaisado de medianas dimensiones representa a Ramón del Valle-Inclán, de poco más de medio cuerpo, en postura sedente. La figura se destaca a un lado, en primer término, sobre una cortina descogida que deja ver, al recogerse, un fondo de paisaje soñado, como los de los retratos italianos del Renacimiento. Hay un bien logrado intento de psicología en este retrato. El ambiente de la obra tiene no sé qué de arcaico que parece emanar de la figura misma, barbuda, seria, serenamente grave. Todo este interior está iluminado por la claridad albidorada de la tarde que entra, sin obstáculo alguno, por la ventana abierta, una ventana cuya amplitud ocupa el ancho de la pared. Sobre el sofá está colocado un hermoso óleo viejo, y a uno y otro lado de éste, otras pinturas y dibujos. Me siento a esperar. Respiro el tranquilo y silencioso ambiente de los «obreros de la palabra». Me acuerdo de que yo viví así no hace mucho tiempo. Pasan unos minutos; oigo el eco sonoro de unos pasos que se acercan; una mano, muy delicada, de largos dedos, levanta el cortinón de la puerta; es él. Es don Ramón del Valle-Inclán, pero un don Ramón más afectuoso, de una amabilidad tierna, que presta a la voz un acento mórbido, tenoril, ligeramente impregnado de feminidad. Tras el saludo cariñoso, nos sentamos, yo, en mi sillón, y él, en el vecino extremo del sofá. Puedo observar, a toda luz y atentamente, a mi amigo. Su cabeza pequeña, de forma céltica, deja ver apenas, en el pelo corto, uno que otro hilo blanco; el cutis del rostro se conserva juvenil y terso; luciente está el obscuro castaño de la barba. Sobre la nariz, irregular, aperillada, un poco plebeya, cabalgan los anteojos descomunales, y este adminículo, que yo no le conocía, me desconcierta la imagen que conservaba en la memoria; pero, en cambio, vuelvo a sentir la influencia de la mirada y de la sonrisa, que son verdaderamente deliciosas. Niños son los ojos, y niña la boca, y por ellos se exterioriza y derrama el candor ingénito y diamantino de las almas superiores. En la mirada y la sonrisa de Valle-Inclán se presiente la fuerza; pero se adivina la inocencia. Dicen que es maligno; no se le conoce; lo que se le conoce es lo apasionado, lo vivaz, lo nervioso. Dicen que es irónico; sí lo es, y bien se nota cómo el ingenio gusta de pasarse, con agilidad duendil, por los jardines del epigrama. Pero ser irónico no implica siempre ser malicioso. La ironía suele no ser más que una corola encendida del rosal de la gracia. Y la gracia es esencialmente amor y candor. Valle-Inclán es, tal vez, un ironista caprichoso, que juega gimnásticamente con la sutileza y el donaire. Se le juzga de otro modo, quizá porque pertenece a la generación de los iconoclastas, de aquellos jóvenes del «noventa y ocho» que se propusieron renovar las letras, y que, para tal empresa, comenzaron por ejercitar sus rebeldías derribando sistemáticamente los ídolos, minando y destruyendo las celebridades de entonces. La tarea tenía más de atrevimiento que de justicia, pero nada de extraño y muy poco de censurable. Los que llegan a la lucha, empiezan por despreciar y desprestigiar a los que, ya cansados, conservan un puesto que hace falta a los nuevos. Caen unos, levántanse otros, que, a su vez, serán derribados más tarde, y luego, apagadas las pasiones, viene la crítica, y, sin miramientos, da a cada quien lo que en rigor le pertenece. En un brevísimo instante pensé todo esto, mientras dábamos principio a una conversación deshilvanada, insubstancial, nutrida de incoherencias y preguntas vagas. Aproveché un corto silencio para preguntarle lo que yo estaba deseando desde el principio de la entrevista: --¿Y qué impresiones tiene usted, Ramón, de su viaje a Francia? --¡Oh!--me responde inmediatamente, y como adivinando mis intenciones--, estoy seguro del triunfo. Empieza a hablar, elevando un poco la entonación y haciendo intervenir, para subrayar la palabra, a la única mano, que gesticula sobria pero elocuentemente. Cuéntame, desde luego, su excursión al campo de batalla, a las trincheras. Yo conozco todo esto por descripciones literarias. No olvido los fuertes artículos nutridos de verdad del Dr. Ferrara. Y, a pesar de eso, la narración de Valle-Inclán, que no me cuenta nada nuevo, pone con mucha viveza la realidad frente a mis ojos. Es que estoy escuchando a un conversador pintoresco, muy rico de dicción, fácil y habilísimo en el manejo de las corrientes mentales para llevarlas por el cauce lógico, sin retenerlas ni estancarlas en los remansos de la digresión. El literato está acostumbrado a seguir sin desviaciones el curso principal de los sucesos. No se detiene en incidentes ni episodios, sino cuando cree que contribuyen a reforzar y a realzar la acción fundamental. Conoce los recursos para encender el interés, y los aplica con precisión y seguridad. Se diría que, aun conversando, proyecta de antemano su discurso como quien traza el plan de una novela. Lo que me seduce en la charla de Valle-Inclán, es la naturalidad. El pensamiento espontáneo, la palabra simple: no hay torceduras ideológicas ni contursiones sintácticas. Fluye el lenguaje claro y sonoro como agua de fuente montañesa. Mas, en esta misma sencillez, hay indudable elevación mental, sentimental y verbal. A ratos, la conversación toma aspecto áulico. Detrás del poeta comienza a perfilarse el profesor. Yo escucho con una atención escolar: Estoy divertidísimo. La vida de topo del soldado, su esfuerzo, su heroísmo, su alegría; los prodigiosos trabajos de defensa, los improvisados jardines, las tremendas máquinas de guerra, las calzadas polvorientas, los paisajes extraños, las descargas de fusilería, la imprevista visita de las granadas... Es como una película a colores la que estoy mirando. Ramón iba acompañado de un camarada y varios oficiales, por un camino, cerca de las trincheras, cuando, de pronto, vió que instantáneamente se cubría de polvo amarillento la espalda del compañero, y, a la vez, él se sintió bruscamente empujado por un golpe de aire, y, a pocos pasos, hacia atrás, distinguió un gran agujero repentinamente abierto en la tierra, un furioso remolino de arena, y un formidable estallido; era una granada. Valle-Inclán creyó sentir en la suela de la bota el roce de un casco. Un minuto de estupefacción. Se declara el aire. Los visitantes y los oficiales habían salido ilesos. Y Valle-Inclán, para darme una lección de «cosas», se pone en pie, va a la pieza vecina, y vuelve con un pesado tubo vacío: el casco de la granada. Me quedo como párvulo en «Kindergarden». Aquellas proezas del novelista me hacen el efecto de uno de los cuentos fantásticos del «Cofre de Sándalo». El escritor está junto a mí, con su sonrisa, ingenuo, y su mirada pura, y la expresión serena de su flaca y barbada faz. Entonces recuerdo... Recuerdo de Valle-Inclán, es un fantaseador extraordinario. Vive dentro de una gesta constante. ¿Abulta o deforma la verdad? ¿Es hiperbólico o decorador de la vida real? Yo pienso que, sencillamente, es un enamorado de lo maravilloso. Su exaltación imaginativa no es otra cosa que una resultante de sus generosas potencias espirituales, de su necesidad de establecer la acción hasta los límites del ensueño. En el fondo del hombre de letras se agitan los atávicos deseos del hombre de armas. Sabido es que este admirable fantaseador tiene empapada la memoria en filtros mágicos de aventuras y hazañas. Y se ve cómo, en efecto, el valor en él está a la altura del ingenio. * * * * * Mas lo que en Valle-Inclán seduce como narrador, interesa menos que lo que tiene de expositor. Reproduce con mucho calor y mucha variedad una acción, pero es indudablemente superior cuando desarrolla una teoría. Aquí su facundia, que se refrena, y su lenguaje que se afina y torna más lúcido y precioso, sírvenle de extraordinario modo para enlazar, en sólidas y bien trabadas concatenaciones lógicas, los aledaños aéreos de todo un sistema filosófico que, cual otra escala de Jacob, se tiende en lo infinito. Con su verba diáfana y su firme encadenamiento lógico, va el ilustre literato español desenvolviendo sus ideas sobre la guerra europea, con el cuidado con que un mercader de Oriente desenrollase un velo antiguo tejido con filamentos de luna. Me hace entrar en la nebulosa radiante y azul de una metafísica etérea. Háblame de las causas profundas de esta espantosa conflagración. Era una forzosa consecuencia, un camino que debía atravesar, en su peregrinación ascendente, el hombre, vértice, él mismo, de un ángulo inmenso y misterioso, cuyos dos lados son lo pasado y lo porvenir. La teoría de Valle-Inclán posee un atractivo fatalismo teológico. El escritor predice el triunfo próximo de Francia, de Inglaterra, de Italia. Y sus frases llanas y rítmicas adquieren sonoridades de versículo. Parecen salir de los delgados labios con un doble y profético sentido. Entonces Valle-Inclán no es sólo el narrador de leyendas, ni el expositor de teorías; es el orador, es más, es el predicador. La delgada figura toma lucimientos ascéticos. El rostro se ilumina con un rayo místico. Y da principio la hora de la belleza. Porque de las razones sociológicas y políticas, el estupendo conversador pasa, como por el puente aquel que en el cuento de Grim, estaba hecho con un cabello de hada, a las radiantes comarcas de la Estética. En ellas está mejor: las recorre como si fuesen su señorío. Habla de la expresión artística, de la forma del verbo, de las cognaciones étnicas en relación con los idiomas, y su discurso, cada vez más cristalino y tenue, viene como fulgor de estrella, del horizonte de la metafísica. Escucho, de la boca de Valle-Inclán, los mismos conceptos que más tarde había de leer en su último libro: «La Lámpara Maravillosa». «Las palabras son siempre una creación de las multitudes. Alumbran, en la hora en que se hacen necesarias, como verbos de amor y comunión entre los hombres.» «Las palabras son humildes como la vida. Pobres ánforas de barro, contienen la experiencia derivada de los afanes cotidianos, nunca lo inefable de las ilusiones eternas. El hombre que consigue romper alguna vez la cárcel de los sentidos, reviste las palabras de un nuevo significado, como de una túnica de luz.» «El secreto de las conciencias sólo puede revelarse en el milagro musical de las palabras. ¡Así el poeta, cuanto más obscuro, más divino!» Y Valle-Inclán, estimulado por su verba, que es una cadenilla de plata sonante, va afiligranando los períodos, cerrando con la gótica llave de oro del ritmo de las cláusulas y matizando sus locuciones con las flores vivas y luminosas de la metáfora. Mi entendimiento lo sigue como siguen los ojos, en el azul, el vuelo de los celajes. Y mientras él teoriza inefablemente, yo lo estudio y pretendo darme cuenta del poder de su fascinación. Domina, no únicamente por la energía y flexibilidad del pensamiento, sino también por el sonido de la palabra. La articula y la canta de una manera particular, y armoniza, con arte muy delicado, los conjuntos fonéticos. Es un excelente instrumentador de las voces. Y, a la finura de la idea, une la orquestación mozartiana de los vocablos. ¿Un verbo-motor? Probablemente. Pero sobre todo un soberano artístico de la fonética. Yo había visto en Valle-Inclán al poeta, y luego, al batallador. El heredismo despertaba imaginativamente en el hombre de letras al hombre de armas. Y para completar los caracteres de la raza, salía ahora del fondo del «yo» integral, el hombre de altar y claustro, el dialéctico de habilidad asombrosa. El poeta, en cuyas prosas y rimas queda un velado rumor del Cancionero de Baena; el «Marqués», que recuerda en sus narraciones caballerescas las descomunales batallas del libro portugués, vertido por Montalvo; el fraile teólogo que, como San Bernardo, predica cruzadas y escribe tratados de la ciencia de Dios, juntos en un hombre como Valle-Inclán, hacen de éste un tipo representativo que, en su complejidad, muestra la imperecedera unidad de una raza. EL escritor, nervioso ya, en plena sobre-excitación, se ha puesto en pie y, hablando, se pasea a lo largo del saloncillo. El brazo derecho ha recogido, por la espalda, la vacía manga izquierda, y la manquera resulta así más visible. El brazo que falta ha sido cortado casi a cercén, y entonces la figura que se mueve en las primeras penumbras del atardecer, trae a la memoria, por asociaciones repentinas--materiales y psíquicas--, las viejas estatuas mutiladas de los santos de piedra que se yerguen en las hornacinas de las fachadas de los templos seculares. Ha caído la noche, entretanto. Valle-Inclán me invita a recorrer con él las calles de Madrid hasta la Puerta del Sol. Acepto y bajamos de su blanca y pulida casita. Vamos, callados ya, por el antiguo y adorable Madrid. Yo, en mi interior, reflexiono y comparo: ¡Cómo ha crecido este espíritu! ¡Qué grandes son las alas de esta «Aguila de blasón!» Mas ¡qué bien conservan su candorosa infancia los ojos y la sonrisa! Cuando habla nuevamente me va contando memorias, caras a su corazón, de Cuba, de México... * * * * * Hace pocos días, Valle-Inclán dió una conferencia en la Exposición de cuadros de Anglada. Obtuvo un ruidoso triunfo. Para premiar sus méritos, el Gobierno acaba de nombrarlo profesor de Estética en la Escuela de Bellas Artes, de Madrid. El autor de «Flor de Santidad» está ya donde debe estar: en la gloria, en la cátedra. ALREDEDOR DE LOS ASESINOS DON NILO Y PASOS LARGOS El delito pasional tiene en Madrid sus peculiares caracteres de raza: la disputa por la hembra, la riña de la calle, el desafío de taberna, la navaja insaciable. Todos los días los celos realizan sus dramas de arrabal, y los periódicos, con despectiva indiferencia, dan noticia de estos sucesos habituales sin adjetivarlos ni comentarlos. Son insignificantes notas de policía que se amontonan en el sitio fijo de una plana interior, entre las hazañas del ratero y el suicidio del amante desdeñado. Los pocos que quieren enterarse de esas curiosidades ya saben dónde van a encontrarlas. Pero ahora, durante muchos días, la crónica del crimen ha tomado por asalto la primera plana de todos los periódicos de España, y extendida, pormenorizada, ilustrada, compite con las noticias de guerra, a pesar del ruido de armas con que éstas se imponen en el campo del periodismo. El pueblo, sacudido como por un ataque nervioso, lee los «reportages» que pormenorizan y desmenuzan el delito de don Nilo Aurelio Sanz, miembro de la clase burguesa, agente de negocios, medio rábula, medio timador, listo para hallar trampas, salidas y vericuetos entre los artículos de los Códigos; audaz y laborioso, insinuante y maligno, dispuesto siempre a la caza de toda empresa turbia, maestro de hurto, e infatigable prestidigitador del engaño. La vida de don Nilo es la novela de un pícaro novisecular. Acosado por las deudas, impulsado por las necesidades, se ingenia día por día para encontrar recursos que lo salven de las situaciones apuradas. Y los halla en la mentira, en el enredo, en la intriga. Hoy vende abonos minerales que resultan ser puñados de tierra; ayer se proveyó de la subsistencia pleiteando con las Compañías de ferrocarriles; para mañana está preparando la emboscada de una comisión de compraventa. Es afable y diligente. Tiene apariencia bondadosa y franca. Posee el inestimable don de gentes. Y así fué como atrajo a un labrador septuagenario y honrado, quien de los campos de su provincia vino a Madrid. Quería el inocente y acomodado rústico comprar un molino. Don Nilo le hizo promesas, le dió confianza, sedujo la natural ambición de todo campesino, y, con un calculado y bien dispuesto plan diabólico, lo llevó una tarde a un hotelito alquilado previamente en las orillas de Madrid, lo invitó a beber y, aprovechando un momento, le descargó por la espalda tres o cuatro hachazos, que partieron el cráneo al infeliz Sr. Febrero, que ese era el nombre del labrador. Después, despojó al cadáver de dos mil pesetas y el reloj, y lo enterró en una de las piezas del hotel. Todo esto lo hizo ayudado de su hijo, un mozo de diez y ocho años. Y una vez hecho, salió tranquilamente a disfrutar de su vida burguesa y a permitirse el lujo de ir a veranear con su familia a un lejano y pintoresco pueblo. De allí lo trajo la policía que, singularmente activa y perspicaz, logró encontrar las huellas del crimen y desenterrar el cadáver del Sr. Febrero. Don Nilo, abrumado por las pruebas e impotente para lucir sus habilidades de embaucador, ha tenido que confesar:--¡Yo lo maté!--Y se disculpa débilmente atribuyendo a una riña el asesinato. Y más que disculparse él mismo, pretende disculpar a su hijo. No supo nada; no me ayudó en nada; es inocente. Este rasgo paternal muestra que don Nilo no es un tigre, sino un ser humano..., bastante inhumano, para premeditar el robo y la muerte de un viejo indefenso. El crimen es vulgar; con sus repugnantes lances y episodios, nos lo imaginamos como si viéramos una película barata. Pero, vulgar como es, llenó por más de dos semanas los periódicos y las conversaciones. ¿Por qué? Es que en este país, sobresaltado y pasional, son raros los crímenes en frío, metódicamente combinados, analizados, como este de don Nilo, y ejecutados por personas de la clase media, que lleven su inmoralidad hasta el punto de que un padre y un hijo colaboren en la preparación y representación de una comedia que termina con un cobarde y vil homicidio. Ni el amor, ni el odio, ni siquiera el deslumbramiento de la riqueza, la fascinación del oro, intervinieron en este sangriento cálculo. Una ambicioncilla insignificante, una torpe necesidad de cubrir con unos cuantos centenares de pesetas los agujeros de las deudas que impedían el paso de don Nilo: eso fué todo. El trabajo era grande y ¡vive Dios! que estuvo bien llevado a término; pero la recompensa resultó miserable: cuatrocientos duros como pago de tanta fatiga, de tanto ingenio, de tanta audacia: escoger el sitio, la hora, engañar, dar hachazos, limpiar la sangre, enterrar al muerto... Nadie comprende cómo don Nilo y su hijo pudieron hacer eso por tan escaso dinero. Pero si profundizamos un poco en este crimen, que repugna y desorienta a la vez, hallaremos la clave, no sólo en la maldad hipócrita de los asesinos, sino tal vez en el modo de existir, de arrastrar la existencia; mejor dicho, de una parte numerosa de esta sociedad madrileña, la cual parte suele tener sucursales en las metrópolis de los países americanos. En Madrid hay un género abundante: el pauperismo. Y este se divide en diversas especies que van desde el mendigo de llaga pintada y ceguera fingida, hasta el noble arruinado que hace prodigios para sostener su categoría social. Entre esta gama se destaca, por su tono obscuro y tétrico, por su terrible malestar, por su escondida desgracia, una de las especies: la de los pobres de levita. Es impenetrable; es vergonzante; lucha por ocultar su indigencia comunal, obligada a gastar de lo superfluo sin haber probado de lo estricto. Vive, en el incesante problema de hoy, asustándose del fantasma del mañana. Cada día que llega plantea una cuestión de vida o muerte. Y urge resolverla de prisa, por medio de subterfugios y sutilezas. No es posible rebajarse hasta la limosna; no es posible tampoco vivir sin el pan, sin el techo... y sin la levita. El desequilibrio es incesante; es fuerza, para mantenerse en el alambre de la categoría, hacer prodigios acrobáticos. El escudero de «El Lazarillo de Tormes» es una muestra de la tortura del famélico que ha de mostrarse harto, del desnudo que ha de disfrazarse de vestido. Lo que esta clase sufre y lucha en Madrid ha sido narrado en dolorosas y admirables páginas por muchos artistas, entre ellos por el magno don Benito Pérez Galdós. Y de esta clase, de las chicas de elegancia chillante y cursi; de los chicos de traje de moda y corbata nueva; del padre de bastón y reloj dorado; de la madre de vestido de seda negra; de la familia en el cine, en el teatro, en el veraneo; de esta clase del martirio, del dolor y de la mentira, salió don Nilo a cometer sus fechorías. Y como en este combate sombrío del pan y la levita fué perdiendo el escrúpulo, la dignidad, la vergüenza; como los muebles, a los que por el trasiego de los años se les cae el barniz, se encontró al cabo del tiempo con que no sólo era un pillo, sino que podía ser un criminal. Y cometió la infamia, urgido y violentado por las terribles exigencias de una posición falsa. Apareció en él, el regresivo, el «nato», el precursor, con las malignidades y vivezas del civilizado; el lobo con las mañas del zorro. Nada de esto lo absuelve; pero, al menos, lo explica. El delito se afianza, como planta de raíces envenenadas, a la tierra que lo produjo. La sociedad siente asco por estos delincuentes desapasionados eximios que ponen, en un asesinato, el ingenio, la razón y la paciencia de ciertas gentes que se entretienen en descifrar charadas y logogrifos. En cambio, y como un contraste revelador, por la misma época que don Nilo en la Cárcel de Madrid, entró en la de Ronda--población andaluza--otro criminal perseguido: «Pasos Largos». Se presentó solo en una fonda, se entregó, vino la policía, lo recogió y lo condujo a la prisión. Al ser conducido en un coche, la multitud, que curiosamente lo seguía, lo aplaudió, es más, lo vitoreó. El crimen de «Pasos Largos» es de los que producen: en el hombre inferior, simpatía, y en el superior, interés y misericordia. «Pasos Largos» era un cazador furtivo. De eso vivía, esquivando a los guardias y jugando con ellos al escondite por bosques y caminos. Un día fué alcanzado por un guardia y azotado cruelmente. «Pasos Largos» juró vengarse y se vengó; quitó la vida a quien le había quitado el pellejo. Desde entonces huyó con doble motivo: por cazador y por asesino. Y siguió la existencia aventurera de los bandidos de novela, la del «Rey de Sierra Morena», la de los «Siete Niños de Ecija», la de tantos héroes de la fantasía popular. Fué un rebelde valeroso, desafiador de los peligros. Hasta que, fatigado, y quizá arrepentido, bajó un día, como Zaratustra, de la montaña y se puso él mismo en las manos de la justicia. Mientras corrieron tras él no le dieron alcance. Cuando él quiso, se ofreció voluntariamente. Este hombre, producto de una región romántica e imaginativa, ha entrado en su prisión como si entrara en su palacio de vuelta de una hazaña portentosa. Ya sabe él que aunque la ley lo castigue, el pueblo lo comprende y lo perdona. Ha escuchado un fallo rumoroso que debe de haber sonado en sus oídos como un himno de apoteosis. A «Pasos Largos» la Prensa lo ha tratado con cierta piadosa benevolencia. Los comentarios de Madrid afirman que entre don Nilo y «Pasos Largos» se abre un abismo. Puede ser; pero en el fondo de este abismo corre un manantial de sangre humana. LA FIESTA ROJA Yo creo que si en España se suprimiesen los toros, la revolución no se haría esperar. Porque aquí la vida no se concibe sin ellos; y el afán general y el anhelo particular no tendrían estímulo--¡qué digo estímulo!--ni objeto tendrían si las corridas fuesen suprimidas alguna vez, cosa que me parece tan difícil como prohibir el uso del vino. Cada pueblo de España, por más pobre que sea, tiene siempre su iglesia y su plaza de toros; todo lo demás puede faltarle; estas dos cosas no. En Madrid acaba de terminar la gran temporada; pero, de la misma manera que en otros «centros taurinos», siguen las «novilladas», que se repiten, según me cuentan, hasta que vuelve la temporada seria, y que, manteniendo vivo el fuego sagrado, entretienen la inquietud del público insaciable. Un día de toros en la metrópoli ibera, es como la poesía baudeleriana, de la cual dijo Hugo que traía un nuevo estremecimiento. Aunque sea de trabajo, no importa, es un día de fiesta. Hay agitación por todas partes, desde muchas horas antes de la corrida. La gente no puede contener su nerviosidad. Las conversaciones de los corrillos callejeros vuélvense augurios y presentimientos acerca del próximo espectáculo. Los rostros pasan iluminados por una flama de entusiasmo, se revenden y compran los billetes de entrada con un afán loco. Cada quien se prepara a recibir fuertes impresiones. Los nombres de los matadores en boga saltan en todos los labios. Se cruzan apuestas sobre quién de entre ellos va a quedar mejor. Los hombres opinan; las mujeres sonríen y ríen; gritan los arrapiezos; salúdanse los amigos desde lejos y se citan para ir juntos a la corrida; todo es algazara, bullicio, contento, fascinación, luz de sol y fragancia de claveles. A las cuatro de la tarde, la calle de Alcalá, desde la Puerta del Sol hasta la puerta de la Plaza, adquiere una animación alborotadora. Un rosario de tranvías henchido corre sin cesar; pasan, cargados, jardineras y coches de punto; vuelan los automóviles de caja lustrosa, y corren, con aspecto de cestas de flores y encajes, las «victorias» ligeras. Al llegar, de la redonda fábrica salen rumores de alterada marea. Al entrar, los ojos se deslumbran y sufren el doloroso encanto de la luz intensa. Hierve el oro del sol en más de la mitad de la plaza, y la sombra que proyecta la parte no soleada, pinta en la arena del redondel una media luna de negro acuoso. Los tendidos, cubiertos de gente, semejan una rampa compacta de sombreros cordobeses, de caras risueñas, de mantillas blancas, y aquí y allá, las móviles espigas de los brazos completan la ilusión de un campo sembrado de matizadas floraciones. Arriba de los barandales de las «lumbreras», cuelgan tapices y mantones, como lienzos salpicados al capricho, de chispeantes grumos de color. Ya ha dado principio la corrida. Los lidiadores, refulgentes de sedas y oros, van y vienen, azuzando y engañando al toro con el trapo rojizo, que el animal, corpulento y resoplante, embiste con generosa bravura. ¡Ah, pero el sacrificio de los caballos, el asqueroso y brutal pisoteo de las entrañas de la pobre bestia vendada, que tiembla de miedo y obedece, sin embargo, al hombre que la guía; las contorsiones de dolor, las gesticulaciones de angustia, los sacudimientos de agonía, las horribles crueldades de los picadores y «monos sabios», que quieren aprovechar hasta el último momento de aquellas vidas inferiores, martirizadas en unos instantes que son para ellas como siglos de terror; aquellos grandes charcos de sangre, que brillan como espejos de púrpura; aquellos cadáveres rígidos que, empolvados y vacíos, enseñan en un «rictus» bronco y tremendo la doble fila de los dientes amarillentos!... Estos actos de fiereza inhumana bastarían para hacer odioso el espectáculo. Los defensores de él afirman que es este un modo peculiar y sugestivo de conservar el vigoroso ímpetu de la raza. Yo me figuro que lo que se conserva más que el ímpetu es, indudablemente, la barbarie, el instinto del mal, la ferocidad primitiva, que es lo que la civilización trata de modificar y destruir en la especie humana. Si la cultura no tiene por base y fundamento moral la piedad, si no ha de ahogar, o por lo menos ablandar en nosotros a la fiera, no sirve entonces la obra de la cultura, y a la postre resultará frustránea y vacua. No es el ideal hacer refinados, sino piadosos. Fuertes sí, pero para aprovechar las fuerzas en el bien, porque los hombres no han de ser fuertes nada más, han de ser buenos. Así pensaba yo, mientras... No conozco los incidentes ni las peripecias de una lidia. Los hombres bregan, el toro embiste, y he aquí que en el final de la lucha, cuando el matador, espada en mano, reta a la fiera, vi un relámpago de acero, una flámula roja por los aires, y en los cuernos del bruto un montón de seda y bordados de oro que voltejeaba. El matador había «sido cogido». Acudieron los compañeros, con sus capotes, a arrebatar su presa al toro; levantaron del suelo al herido; en silla de manos sacáronle los monos sabios a la enfermería. El público cesó de rugir. Una onda de pánico hizo el silencio en torno de la tragedia. Entonces, todo emocionado, dije a mi compañero: --Esto se acabó; vámonos. --No, no se acabará--me contestó mi amigo madrileño--. «Pacomio» a la enfermería. Nosotros a seguir mirando la lidia. Faltan cuatro toros y me dicen que hay dos de muy buena estampa. Y aún quedan matadores en el ruedo. Efectivamente, a poco, el público, repuesto, aplaudía la aparición de un toro arrogante y alto, que alzaba orgullosamente el coronado testuz. * * * * * Al salir de la plaza nos detuvimos en una taberna cercana a descansar. El espectáculo es de los que descoyuntan como una larga jornada. Cuando ya la tarde se iba obscureciendo y la calle de Alcalá tomaba su aspecto normal, vi pasar una procesión fúnebre: marchaba muy lentamente, a su cabeza, una camilla cubierta de mantas, y cargada por seis robustos mozos; toreros, amigos, periodistas y curiosos, la seguían. Así salió, aquella tarde, «Pacomio» de la plaza. Ocho días antes, así había salido también «Paco Madrid». A las primeras horas de la noche, los chiquillos voceaban la gravedad del matador. En la plaza de Canalejas, en los balcones de un diario, estuvo por varios días un boletín dando cuenta del estado del enfermo. Se acentuó la mejoría, y ya nadie hizo caso del suceso. No tenía significación. Además, vino a ponerlo en completo olvido el anuncio de que, en corrida especial, «Regaterín» iba a cortarse la coleta. Los diarios todos se ocuparon en hablar del asunto. Tratábase de un acontecimiento en la villa de Madrid. La Prensa publicó ilustraciones de primera plana. Hubo en el ruedo y en los tendidos lágrimas, abrazos y efusiones. Para quitarme un tanto la impresión desconcertante de un suceso que no me interesaba, me puse a leer con atención las noticias de la ocupación de Biut, los combates que las tropas sostuvieron en Africa con los moros rebeldes. Murieron allí, heroicamente, oficiales y soldados. El valor español tuvo una alta manifestación en el cumplimiento del deber. Los enviados especiales de la Prensa han hecho pequeños relatos de epopeya. Y, no obstante, se diría que esta noticia no ha causado la sensación, la emoción colectiva que yo me esperaba... LOS LITERATOS ESPAÑOLES Y LOS RUISEÑORES AMERICANOS IGLESIAS Y GUIMERÁ En Barcelona vi a dos hombres célebres en la literatura dramática: Iglesias, el autor de _Los Viejos_, y Guimerá, el poeta de _Tierra Baja_ y _María Rosa_. Durante una representación de _La Artesiana_, de Daudet, en la Plaza de las Arenas, a la terminación de un acto, cuando los obreros--porque se trataba de una función popular--andaban de aquí para allá por los pasillos de la sala de espectáculos, improvisada en el vasto redondel, me picó la curiosidad un hombre escuálido y vestido con modestia, de larga y lacia cabellera, asomándose por bajo el fieltro negro y de anchas alas, y de rostro seco y huesoso, que hacía pensar en un Don Quijote con anteojos... La figura no era extravagante; era interesante, y más que eso, típica, original. Personificaba, como otras tantas españolas, un pueblo y una raza. Los ojos tenían extraordinario brillo; la cara, áspero gesto; el cuerpo, actitudes desmayadas. --¿Quién es?--le pregunté al editor Ramón Araluce, que se hallaba a mi lado, y era mi directorio, mi «cicerone» y mi guía. --Es Iglesias--me contestó Araluce--: tiene mucho prestigio, ¿quiere usted ser presentado con él? --Ahora, no--respondí--. Ya encontraremos otra oportunidad. Y mientras estuve en Barcelona, la oportunidad no volvió a presentarse. * * * * * La verdad es que me he propuesto ver primero a los pueblos que a las gentes, a los grupos que a los individuos. Desde luego las ciudades en su aspecto total; en seguida, los ejemplares de humanidad selecta y representativa, en sus peculiaridades individuales. Además, experimento un raro placer en observar desde mi insignificancia; soy un anónimo; me llamo Don Nadie, y así no hay quien se fije en mí ni me haga caso, ni mucho menos se ponga en «actitud», como frente a los fotógrafos y periodistas. De este modo puedo ver más al natural, y sorprender cosas que quizá de otra manera se me ocultarían o pasarían inadvertidas para mí. Es cierto que no podré darme cuenta sino de lo exterior; pero es que en muchas ocasiones el secreto interior sale a la superficie y se revela, y en esos determinados momentos es un goce el ejercicio de la perspicacia. Luego, he podido comprender que los literatos españoles saben poco de la vida cultural de la América latina. Hispano-América sirve mucho a los libreros; a los autores de libros los tiene sin cuidado. El editor conoce al dedillo el estado económico, intelectual y político de cualquiera de nuestros países novicontinentales; como que el asunto le interesa sobremanera y es la base de sus cálculos; lo que se vende en América es para el editor peninsular, tanto o más importante que lo que se vende en España misma. El literato no piensa lo mismo, porque no tiene necesidad de ello. Se cree de una superioridad incontestable sobre los hombres de letras españolas en Ultramar. Se juzga quizá un conquistador mental, supuesto que su nombre y sus obras ejercen un dominio y son conocidas y muchas veces admiradas en Colombia, Venezuela, Chile, Perú, Argentina, Cuba, México... El concepto es falso, a todas luces; mas pienso que ha de llegar el día en que vaya siendo rectificado. Se necesita un esfuerzo de intercambio que cruce los límites utópicos de la confraternidad idealista y entre en el terreno positivo del comercio bibliográfico. Entonces se anotarán los errores de esta indiferencia, ya que no desdén, por la cultura de América. Y tal indiferencia no es obstinación, ni rencor, ni vanidad; encastillamiento, y, tal vez, un resto de orgullo metropolitano. Tan es así, que Rubén Darío, por ejemplo, dejó huellas hondas en la vida literaria de aquí, se le considera un maestro, un reformador, una gloria del arte, y se le cita y se habla de él con respeto y admiración. Santos Chocano alcanzó pronto celebridad y fama; Amado Nervo recibió un homenaje inolvidable. Pero no es eso; es el conjunto de una civilización, es el aspecto general de los fenómenos literarios los que darían a los españoles una noción clara de lo que son actualmente las letras de Hispano-América. Habría algo que decir y que decidir acerca de eso. Sobre los motivos indicados existe otro muy personal que me detiene en la línea obscura de mi honesta insignificancia. El bombo, el platillo y todos los instrumentos de ruido y compás, me han parecido siempre ridículos. La notoriedad hecha en párrafos de gacetilla es como una condecoración de oropel; quien se la pone, queriendo engañar a los demás, se engaña a sí mismo. En mi tierra andaba por esas calles de Dios un loco, que sobre los miserables harapos que cubrían su pecho, colgaba cintajos, medallas viejas, nuevas, de latón, cuentas de vidrio, cuanto veía brillar en la basura de los muladares. Con esto y con una caña corriente, que era su bastón de mando, iba haciendo gestos arrogantes y caricaturescas posturas. Se creía condecorado por reyes, papas, emperadores. A este megalómano le llamaban el General «Lobo Guerrero». Pues como él, he visto pasar a muchos impacientes de gloria. Hay muchos «Lobos Guerreros» de la literatura y del arte. * * * * * Por acá suelen descolgarse muchachos que atravesaron el Atlántico para recibir la consagración de manos de los pontífices de la poesía castellana. Esos muchachos visitan todas las redacciones, se presentan a todos los artistas y periodistas en boga, y en cada esquina espetan poemillas modernistas, insustanciales y verbosos. La burla española, la genuina y picante burla de este pueblo zumbón y malicioso, ha clasificado a esos versificadores inocentes, ansiosos de renombre; los llama «ruiseñores americanos». Yo no me he atrevido a entrar en el gremio; no quiero pasar por un ruiseñor americano. En mí sería tanto más extravagante cuanto que no podría disculpar mi torpeza atribuyéndola a locuras de juventud. Ya peino canas. Prefiero, como cualquier hijo de vecino, ir, venir, ver a mis anchas, sin miedo a la crítica, sin apercibimiento para la ironía, sin la obligada genuflexión, sin el elogio vulgar e insincero, sin necesidad, en fin, de que los literatos y yo perdamos naturalidad, ellos para producir la impresión y yo para recogerla. Por eso me excusé de ser presentado con Iglesias. Por eso todas las tardes, a la caída del sol, detenía yo unos minutos mi paseo por las ramblas, frente a un café situado en la esquina de la Plaza de Cataluña, y a través del vidrio de un escaparate me ponía a mirar a un anciano, silencioso, triste, de mirada incierta y como desconfiada, de frente cargada de recuerdos, de gesto desconsolado y amargo. Siempre lo vi solo; callado siempre; el cuerpo, en el que se adivina el quebranto de la fatiga recargado en el terciopelo rojo de una butaca mural; el espíritu en quién sabe qué vuelo lejano de memorias. Vida interior, ensimismamiento, envuelven y velan a este hombre cansado y melancólico. Es un grande y piadoso poeta a quien todos hemos aplaudido y admirado. Su nombre traspasó las fronteras de la patria. Es dramaturgo, y algunas de sus obras se presentan en Italia, en Francia, en Alemania. Una, «Tierra Baja», musicada por un teutón, se canta. La tristeza lo rodea; la gloria lo sigue. A su alrededor se ha hecho un silencio resplandeciente. Así es como, en Barcelona, miré a Guimerá, al famoso don Angel Guimerá, tarde por tarde. EN MADRID LA EXPOSICIÓN DE ANGLADA En los Jardines del «Buen Retiro», a un lado del bello e inacabado monumento de Alfonso XII, cuya corva columnata muerde en el extremo opuesto la orilla del lago plomizo, se alza una bonita construcción de estilo Renacimiento. A las cinco de la tarde, hora sofocante aún, voy subiendo por la escalinata de este palacio del Arte. Me siento espoleado por una extraordinaria curiosidad. La exposición de las obras del pintor Anglada es el tema del día en las conversaciones de los círculos culturales y en las columnas de crítica de los periódicos de Madrid. Llevo menos de un mes de vivir en esta deliciosa ciudad, «la ciudad alegre y confiada» de que nos habla Benavente en su última comedia, y cinco veces he visitado el famoso Museo del Prado, que es, entre todas las pinacotecas europeas, una de las que con mayor derecho aspira a los primeros lugares. La sala de los retratos, con sus Grecos, sus Sánchez Coello, sus Pantojas, sus Tiziano, sus Carreños, bastaría sólo ella para clavar años y años, vista y entendimiento en aquellos cuadros que parecen ventanas por donde se están asomando, siglos hace, reyes, caballeros, princesas, monjas, a quienes no miramos nada más nosotros, sino que nos miran ellos también, inmortalmente vivos, con el alma a flor de pupila, con el corazón latiendo bajo las sedas, los brocados y los terciopelos de los trajes. La sala de Goya retiene con el imperio de su mundo tragicómico, estupendo de realismo revolucionario, frenético de horror y empapado de sátira diabólica, donde reina en su inquietante desnudez la «Maja». La redonda sala de Velázquez es una catedral, de la que no quisiéramos salir nunca, embebidos en los milagros del genio. Y Rubens, el suntuoso, y Van Dick, el elegante, las doradas carnes de Tiziano, y los ambientes ascéticos de Zurbarán, y la gracia amable de Murillo, y todo el universo evocador encerrado en aquel maravilloso Museo, fuerzan en el espíritu a la contemplación incesante y lo sumergen en una onda de brillo total, donde sólo queda flotando la impresión conmovedora del color y la línea. Un día, quizá, me atreva yo a exteriorizar esa impresión en alguna próxima nota. Por ahora diré únicamente que mis cinco visitas al Prado despertaron mis viejas aficiones de impenitente y apasionado «dilettante». * * * * * La Exposición Anglada se ve muy concurrida tarde por tarde; artistas, mujeres, poetas, escritores, se aglomeran dentro del reducido recinto. Más de treinta y dos son las obras presentadas por este pintor catalán, que hizo en Francia sus trabajos y su celebridad, y que no había querido aparecer en España antes, tal vez, de haber consolidado su fama y su personalidad. Los periódicos madrileños, al anunciar esta exhibición, dijeron que se trataba de una de las dos columnas de la moderna pintura española: una de ellas, Zuloaga; la otra, Anglada. Después, la crítica periodística, sin escatimar el elogio hiperbólico, parece que vela con él cierta inconfesa reticencia; que se mueve, no obstante, por debajo de la malla deslumbradora del encomio. En cambio los técnicos, los conocedores del oficio, han manifestado una admiración que se acerca al éxtasis y que excluye toda censura. Anglada ha llegado al límite de lo posible. Pintando, nadie ha ido más allá. ¿Y el público? ¡Ah! el público ve y oye. Cuando ve, se desconcierta; cuando oye, se previene. Y es que lo que ve, no guarda relación con lo que oye. La mirada profana no descubre el decantado prodigio de la pintura de Anglada, y aun dispuesto, como se encuentra el público, a dejarse sugestionar por la palabra, no lo consigue. Es que para ver las actuales manifestaciones del arte plástico parece necesitar una preparación, una educación que en otro tiempo no era indispensable, y que hoy hace del culto estético una capilla estrecha, una torre de marfil en la que caben nada más unos cuantos iniciados en los esotéricos misterios. Yo creo en lo que dicen los «técnicos». Hay, efectivamente, en los trabajos de Anglada una maestría insuperable para poner, combinar y armonizar el color y producir una brusca sensación de encanto por los atrevimientos y contrastes de los tonos. Cada cuadro es una sinfonía de raros acordes de matices, de ásperas disonancias, que causan, sin embargo, un delicioso placer visual y provocan la fascinación de lo original y exquisito. Los mantones bordados, los rasos joyantes, las telas transparentes, las flores aterciopeladas, salen de los lienzos, se nos muestran en un inverosímil naturalismo, nos producen el efecto de que estamos recorriendo un bazar de indumentaria magnífica, en el cual, el típico mantón español domina con sus notas polícromas, la variedad de los encajes y la seda. Y estos paños fastuosos que cuelgan de los muros, se destacan, brillan, caen en pliegues mates y en flecos desmayados, con un relieve imprevisto que nos engaña, al punto de darnos la ilusión de que no han sido pintados, sino de que están allí pegados y superpuestos en el lienzo. Nos acercamos, y delante de nuestros ojos están los grumos de pintura untados, como si la mano del artista hubiese ido, a capricho, exprimiendo sobre la tela los botecillos de la pintura. Mas el sortilegio persiste si volvemos a alejarnos un poco. * * * * * Y así vamos, de asombro en asombro, recorriendo los salones. En ellos, las figuras de mujer son las más frecuentes y atractivas. ¿Atractivas, por qué? No precisamente por su humanidad, por su vitalidad, por su espiritualidad, sino por sus trajes y sus actitudes, algunas de las cuales indican no sé qué forzada violencia, no sé qué rebuscado descoyuntamiento. Semejantes «poses» chocan, pero no carecen de sugestión. Hay en ellas cierta gracia artificial y morbosa. Pero no son seres producidos por la naturaleza; poseen una desdibujada vaguedad, una lejana expresión de vida, una indefinida rigidez de maniquí, que contrastan con el «verismo» indumentario. Indudablemente estas criaturas han sido sentidas por un enfermizo temperamento de sensualidad extravagante. Hay quien las ve inquietantes. Hay también quien las ve insignificantes. Anglada presenta composiciones de aliento, tales como «El tango de la Corona», «Los enamorados de Jaca», «Valencia», que son cuadros robustos, muy fuertes de colorido y de marcada extrañeza de pensamiento y sentimiento. Presenta también el pintor tres soberbios desnudos, magníficas «academias» de admirable claro-obscuro. Mas la impresión que persiste en nuestro recuerdo y que ha herido vigorosamente nuestra retina, es la de habernos recreado, no en la contemplación de pinturas, sino de esmaltes, de marfiles, de raras y brillantes cerámicas, de barnizados caolines, de satinadas traperías, de viejos tapices, encajes y flecos. No recordamos haber visto carne. No recordamos el alma de las figuras tan espléndidamente ataviadas. La producción de Anglada, en general, parece dar a la pintura, su carácter de auxiliar de arte meramente decorativa, y en éste o aquél trabajo, nos trae a la memoria el género inferior del «affiche». Mas, en manera alguna se trata de un débil, sino de un pletórico y extraño talento, cuyos caprichos pueden, en ocasiones, llegar a la extravagancia, pero sin hacerle perder sus pujantes cualidades. * * * * * Y si creo en los que dicen los «técnicos», no dejo de comprender, al mismo tiempo, que los profanos tienen razón. Todos esos modos de ver y de sentir la vida, todas esas insanias de metamorfosis y alteración de color y de forma, todas esas nuevas escuelas que nos obligan a la reeducación de los sentidos, a la preparación y al esfuerzo, alejan al Arte de su natural tendencia de expansión y propagación. El arte tiene que ser eminentemente popular. Tiene una gran misión social que cumplir, y cuanto más se aleje de ella y reduzca sus emociones a pequeños grupos de iniciados y sacerdotes, tanto más perderá de ideal y significación. Anglada es un insigne pintor que aquilatan y comprenden unos cuantos exquisitos. Y pensando en la sublime simplicidad de Velázquez y en la estupenda fantasía de Rubens, salí del Palacio artístico del «Buen Retiro». --¡Qué luz tienen los cuadros de Anglada!--acababa yo de oir decir a los admiradores del pintor catalán. Y bajo aquella luz de tarde veraniega que se filtraba entre los ramajes y que diafanizaba las lejanías en un verde dorado y suave, me alejé diciendo para mí: --¡Qué luz la de este cielo! EN TOLEDO UNA NOCHE TOLEDANA Por el ventanillo del tren en marcha miro el obscurecimiento del paisaje. Poco a poco van saliendo, blancas y tímidas, las estrellas. De pronto, la locomotora se ha detenido. Una voz plañidera grita: _¡Algodor! ¡Un minuto!_, luego seguimos caminando con rapidez. Yo sigo en mis silenciosas contemplaciones. Una larga y lívida franja, deshilvanándose en el azul sombrío del horizonte, sirve de fondo a un caprichoso dibujo en tinta china; diríase una mancha negra que, caída en una orla de seda violeta, se expandiese en múltiples y raros perfiles. En la sombra amarillenta de la llanura castellana, por la cual ha comenzado a palpitar una que otra centellita de candil rústico; esta fantasmagoría que se desvanece en el término remoto, me recuerda lecturas hace tiempo olvidadas: versos de poema románticos; descripciones de novelas por entregas. Lo que de niño me hicieron soñar los libros, he aquí que, en la madurez cansada de mi vida, me lo da la realidad para entretenerme como en aquellos días felices. La silueta negra sobre el friso semiapagado del crepúsculo, revuelve en mi cerebro lejanas memorias. Yo estuve allí muchas veces, muchas, mientras, a hurtadillas, en la banca de la escuela, o en algún rincón de mi casa, devoraban mis ojos los cuentos de milagrería que llenaron mi adolescencia de maravilla y pasmo. Ya nada veo más que sombra abajo y astros arriba. Y cuando menos lo pienso, el tren se detiene por última vez. _¡Toledo!_ Los pasajeros se ponen de pie y se apresuran a bajar. Me enfundo en el gabán, tomo la maletilla, y ¡andando! Entro en la estación; busco el carro de un hotel; subo con otros tres o cuatro viajeros, en la incómoda diligencia, y me preparo a continuar en mi divertida y muda contemplación. No quiero darlo a conocer, pero la verdad es que me siento, no sólo curioso, sino emocionado. Se me remueven, hervorosamente, las añoranzas. Suena el látigo del cochero: los animales de tiro emprenden su ruidoso trote. El coche se bambolea y cruje. Ya vamos atravesando el puente de Alcántara; una torre maciza, de gris aperlado por el fulgor de la noche, nos abre, al fin del puente, su puerta obscura y blasonada. Pasamos. El camino, angosto, va, cuesta arriba, haciendo curvas amplias. Hacia un lado, el de afuera, el pretil de piedra del principio; por el otro lado, el interior, pedazos de muralla, altos paredones, gruesas mamposterías, por los que, de trecho en trecho, sale el disco blanco de una pantalla, en cuyo centro brilla la ampolla de oro de un anacrónico foco eléctrico. A pesar del ruido de la diligencia, se oye la voz del río que corre invisible, en el fondo de la escarpadura. Abajo, en el campo, veo cómo se extiende el caserío, todo sembrado de luces inmóviles. A lo lejos se distingue que, ascendiendo nuevamente el suelo, forma el suave declive de una colina moteada de follajes obscuros. Del cielo, pálido y limpio, cae profusamente la lluvia de plata de la luna. Pasamos junto a otra puerta morisca, fileteada de luz en la gigantesca herradura de su clave, y más arriba, en los dientes de sus almenas. El coche sube por la calzada de recio empedrado. Mis ojos, incansables y asombrados, beben misterio. La sombra y las ruinas, la noche y los muros, diseñan en claro-obscuro, una fantástica decoración. Vuelvo la cabeza para darme cuenta del trecho recorrido, y alcanzo a ver todavía los arcos del Puente de Alcántara, y bajo ellos la cinta rutilante del río, y en un extremo, la masa de contornos precisos de un castillo. Lo reconozco; me acuerdo de las viejas láminas que me lo enseñaron; es la secular atalaya de San Servando, asilo de los Monjes de Cluny, morada de los Templarios. Flanqueamos un jardín solitario, que es un alto miradero que domina el panorama argentado. Penetramos por callejuelas torcidas y negras, muy escasamente alumbradas. En ellas entra la diligencia con la exactitud de una alhaja en su estuche, de una espada en su vaina. Si sacáramos una mano tocaríamos las casas. En una plazuela poligonal, que parece el hueco que dejó un prisma enorme, está el hotel. Allí, casi a tientas, bajamos a pedir hospedaje. El interior, bien iluminado, contrasta con la plaza tenebrosa. Escojo mi habitación con vista a un callejoncito, que es como un estrecho listón de terciopelo negro, en el que fulgura una sola lentejuela: la claridad ocre de un farol pavoroso. * * * * * He salido a pasear sin rumbo. Fuí primero en busca de luz. Cuando seguí por cinco o seis callejas, la hallé. Hallé la luz en los lugares que son comunes a todo pueblo moderno: en los escaparates de las tiendas, en los salones de los cafés, en los paseos, en la irregular y vasta plaza de Zocodover, en la calle principal por donde todavía iban y venían las señoritas toledanas. Quien ha vivido la existencia lugareña, monótona, uniforme, maliciosilla y cansona, con su amor platónico, su chisme del día, su rencor escondido, sus sanas y devotas costumbres, y su maledicencia susurrante, recordará todo eso si sale, como yo, a ver en Toledo, a las nueve de la noche, las tiendas de la calle del Comercio y los cafés de la plaza de Zocodover; la burguesa mediocridad provinciana en su simpático aspecto de sencilla tranquilidad. Me voy deteniendo, para matar el tiempo, frente a los cristales de los aparadores: ropa, zapatos, quincalla... Las mismas mercancías de cualquier parte, dispuestas de igual manera, para idénticas necesidades. Mas de aparador en aparador voy sorprendiendo peculiaridades que me obligan a pensar en el carácter de la ciudad que visito. Los escaparates de las tiendas son también reveladores para quien sabe estudiarlos y comprenderlos. Suelen mostrar lo que esconden las casas y callan las bocas. Enseñan las tendencias de las gentes que pasan, sus gustos, sus modos de vivir, sus cualidades y defectos. Ver mucho los aparadores, verlos con atención y con intención, en una ciudad que no se conoce, es prepararse a comprender la sociedad y sus costumbres. Y en estas viejas urbes que viven de su paso legendario, de su grandeza monumental y remota, de su celebridad fabulosa, de sus ruinas, el escaparate es, a veces, como un voceador de mercadería para el viajero; la leyenda, la grandeza, la fábula se abajan y entran en charlatanerías y falsificaciones de buhonero. Sí tiene Toledo aparadores característicos en su mejor y más concurrida vía: dos, cinco, diez, dominan sobre el conjunto de la vulgaridad. Allí están, dentro de su paralelógramo de cristal, cada uno de ellos es una exposición deslumbrante; éste es un anaquel de santos; el otro, un puesto de cacharros azules; el de más allá, una armería. Esculturillas y estampas sagradas aquí; adelante, cantarillos y vasos de loza de Talavera de la Reina, y por todas partes hojas de acero refulgente, espadas, puñales, navajas, con inscripciones y diseños repujados, damasquinados puños, cofrecitos y joyeros de ataujía primorosa, pequeñas ánforas, sobre cuyas formas pavonadas se entretejen los hilos de oro en dibujos intrincados y sutiles... Al contemplar estas chucherías encantadoras y estas blancas espadas y estos puñales de cubierta afiligranada, sentí el hechizo de la fantástica Toledo, goda, moruna, judaica; la Toledo de los romances viejos, de las crónicas misteriosas, de los orientales placeres, de las devotas austeridades, de los heroísmos asombrosos, de las tumultuosas tragedias, de las aventuras de retablo y encrucijada, de los amores de reja y desafío; de la Toledo de espada y de puñal, de ánfora y joyero, de vajilla de Talavera y de santas y policromas esculturas. Aquí, en los escaparates, aunque rebajada y modernizada, la encuentro. Pero quiero verla en el ambiente, revivirla en el recuerdo, vivirla en la imaginación y la evocación. * * * * * Estoy sentado en el zócalo de piedra que rodea el centro de la plaza de Zocodover. El reloj, que brilla como un ojo bilioso, en lo alto del arco de la Sangre, acaba de sonar, con sus campanas de voces juveniles, las once de la noche. En la plaza, ya casi sola, se levanta uno que otro árbol escueto. Bajo las portaladas vetustas siguen abiertos y vivamente alumbrados los cafés. En lo alto, dominándolo todo, se recorta la masa rectangular del Alcázar. Sus torres puntiagudas pican la plata sideral. Mi soledad comienza a estar llena de visiones: cuadros hechos con humo de colores se desenvuelven en la obscuridad de la memoria; tumulto de turbantes; vuelos de sedas; matices de alcatifas; el mercado arábigo; las zambras; los juegos de cañas y las lizas, y, llena de sombra y de relámpagos, la procesión de los autos de fe. Aquí pasaron todas esas cosas. Y como soy un libresco empedernido, comienzo a sacar papeles de la estantería de los recuerdos, y a hojearlos y a buscar los pasajes que podrían intensificar en aquel instante mi emoción y hacerme más sensible y exaltada la realidad. Después de media hora me levanto y, a impulsos de mi fantaseadora curiosidad, me decido a perderme en el laberinto y en el tentador silencio de la ciudad. Por las callejas, de áspero empedrado, que se entretejen confusamente, por los recodos y retorceduras, por las cuestas y descensos del suelo voy, entre la sombra, agujereada de cuando en cuando por los amarillentos farolillos, como si fuese por una ciudad vista en un sueño. Mis pasos tienen ecos que se reproducen en la distancia. Todas las casas están cerradas. Las paredes de las fachadas, altas, negras, medrosas. A la claridad parpadeante del alumbrado distingo, en un lienzo carcomido, en un muro de ladrillos rotos, a lo largo de las aceras, ya un arco románico, ya una puerta ojival, ya un ajimez calado, y una columna gótica, de capitel pesado, en la clave de un portalón descascarado, un borroso escudo, un bajo-relieve heráldico, una escena mística tallada en granito. Es más lo que adivino que lo que percibo, lo que infiero y sospecho que lo que miro. Sobre esta paz profunda cae el argento de las estrellas. Llego a una plazoleta; me siento en el pórtico de una iglesia, desde el cual puedo alcanzar una parte del panorama. Allá abajo se extiende la negrura plateada de la campiña, limitada por los collados que tapiza el espeso y obscuro follaje; ya no hay danza de luciérnagas en ella. Oigo el rumor del Tajo, invisible y adormilado. Vivo, por fin, una hora antigua, una hora pretérita, de poesía medioeval. Divago a mis anchas por entre recuerdos históricos y poemas y leyendas. ¿Qué se han hecho la vida presente, la agitación actual, la inquietud activa de este minuto angustioso del mundo? ¿Dónde están las noticias de la guerra europea, el estremecimiento de la lucha universal, la preocupación de los problemas modernos, el miedo visionario, la esperanza nerviosa que me sacuden incesantemente el espíritu? Todo se ha desvanecido en esta ciudad fantasma, en esta noche feudal, en este laberinto de calles morunas y palacios castellanos, en esta plazoleta, en cuya tierra gris se alarga ridículamente mi sombra, junto a este paisaje misterioso que la luna envuelve y deslíe. Y, como en la oda de Fray Luis, me fingí que el río sacaba el pecho fuera, y empezaba a narrarme cuentos de hazañas, de encantamiento y de amor. Y el espectro de la intrépida Isabel, mujer de Fernando de Aragón, el astuto, cruza, paso a paso, rodeada de su séquito de damas y pajes, rumbo al claustro de San Juan de los Reyes. A distancia, recatado y severo, revestido con la armadura resplandeciente y sonante, sigue la comitiva, como presa de un penoso ensimismamiento, el prodigioso capitán don Gonzalo Fernández de Córdova, Condestable del reino de Nápoles, orgullo de la época, domador de la gloria. ¿Estará acaso enamorado el _Gran Capitán_? El Tajo, bajando la voz, interpreta, para mí, la crónica de don Hernando del Pulgar, y me aclara las alusiones obscenas de las Coplas de Mingo Revulgo. * * * * * ¡Media noche! El sereno la grita; el reloj la canta. Después de rodeos y tanteos, como Dios me da a entender, vuelvo a mi hotel; entro en mi cuarto, abro el balcón, insaciado todavía de curiosidad e interés. El callejoncito, la cinta de tiniebla, conserva aún el resplandor de su lentejuela, de su farola agonizante. Pero ahora tiene una luz más, en la altura de un muro, frente a mi balcón, en una ventana abierta. De ella sale un sonido constante, rítmico y fino. Yo, atisbo el interior. Inclinada sobre una máquina de coser, una mujer trabaja. Desde donde estoy puedo ver un pedazo de la casa pobre: algunas sillas, el lecho, una cómoda, un cuadro. Sobre la mesa de la máquina, una lámpara. La cabeza inclinada de la mujer, no me permite ver el rostro. Mas un canturreo, a _bocca chiusa_, me hace pensar en la juventud, tal vez en la belleza, acaso en el amor y en la melancolía. Y, urgido por la existencia real, abandono los recuerdos de las gestas gloriosas, los desfiles suntuosos del Romancero, las arrogancias del Cid, la entrada del Rey Alfonso, y compongo con los últimos hilos de la fantasía--la Penélope eterna--un cuentecito becqueriano. La vida provinciana me revela sus tristezas de ahora. La muchacha y yo, frente a frente, sin conocernos, velamos. Toledo duerme profundamente en un silencio conmovedor. II SOL DE CASTILLA De codos en el carcomido antepecho, a la orilla del desfiladero, en cuyo fondo corre la pulida lámina del Tajo, gozo de la belleza y la frescura de la mañana. Bajo las brillazones del sol, los campos toledanos tienen una grave y serena alegría. Ancha la vega, silenciosa, cruzada y acotada por compactas arboledas, muestra una placidez majestuosa como de inmensa huerta conventual. Los olivares trepan por el collado frontero, en inmensas manchas verdinegras, por entre las cuales asoman su blancura reluciente las viejas casas de campo, que de lejos, por su pesada fábrica, por su apariencia claustral, causan la impresión de monasterios diseminados en el monte. Al pie del peñón abrupto en que se asienta la ciudad, sobre el ocre rojizo de la tierra, se agrupa pintorescamente el caserío del Arrabal y las Covachuelas. Y un puente arcaico levanta, atravesando el río, sus tres fuertes y sobrios arcos. En el confín se profundiza el azul ceniciento del horizonte. Pero el día avanza, y es preciso entrar en el corazón de Toledo para visitar sus tesoros. Desde Madrid preparé mis datos y me tracé un plan. Las muchas guías bibliográficas me ayudaron a necesitar lo menos posible de los _ciceroni_ locuaces y vulgares. Ocupé a uno de ellos, tan sólo para que me orientase, con prohibición absoluta de explicación y comentario. Penetro en la ciudad, que a estas horas, las diez de la mañana, parece no haber despertado todavía. En el aire de vetustez de estas calles estrechas, zigzagueantes, penumbrosas, apenas hay indicios de movimiento. Por un empinado callejón va, delante de mí, una mujer del pueblo, de pañuelo en el busto, falda corta y alta, medias azules y alpargatas plomizas. Después, la soledad; después, una beata anciana, y otro trecho solitario; y un sacerdote que haldea; y al cabo de mucho tiempo, en una plazolilla toda gris de polvo, un hombre arriando sus cargados borricos que andan soñolientos, cuellicaídos, moviendo sobre la frente el bordado adorno de la cabezada. Un rechinante carrito de verduras. Un militar de uniforme azul. Y nada más. Calles, plazas, tapias, todo hermosamente ruinoso; todo plácidamente mudo. La irregularidad y la variedad de líneas y masas en las fachadas, son de una irresistible fuerza evocadora. Una puerta de herradura, que tiene los ladrillos carcomidos, y parece una boca abierta que enseñara los dientes cariados. La columnilla de un lindo ajimez, cubierta de negruzcas mordeduras. Una saliente y tupida reja, con su tejado triangular y sus ménsulas de hierro mohoso. De cuando en cuando, una placa incompleta de azulejos desteñidos. De distancia en distancia, las fachadas destartaladas de una casa señorial, de un palacio con sus puertas cerradas, de las que cuelgan los historiados aldabones. Una fuente de brocal gastado, en torno de la cual unas cuantas mujeres calladas, han dejado, en el suelo, sus cántaros blancos. Una niña, sentada en la escalerilla de un postigo, tatarea. Remotísimamente, un organillo de Berbería, toca una canción madrileña. Y nada más. Las casas, que tienen abierto el portón, me dejan fisgar una celosa entrada moruna, con sus tableros policromados; un ángulo de patio con sus tiestos florecidos. Muy pocas figuras humanas, muy pocas voces. Toledo está vacío; Toledo está abandonado; Toledo es el cementerio de sus antiguos moradores. Es necesario llegar al centro para percatarse de que Toledo, aunque débilmente, vive. Por allí viene un grupo de canónigos; por allá cruza un gran automóvil atiborrado de oficiales; los vendedores ambulantes vocean; las tiendas se suceden y se aprietan en las vías de lento tránsito. En los salones del café hay varias mesas ocupadas. La gente marcha sin apresuramiento ni apreturas, en un escaso y pobre desfile. Mas todo este lienzo provinciano está aquí como prestado, como forzado. Es de un chocante anacronismo. Las piedras y las personas no se ponen de acuerdo. Las piedras ostentan fiereza y grandeza; las gentes, sencillez y apocamiento. La alegría de las piedras es fastuosa y suntuosa; la de las gentes es humilde y amanerada. Las piedras se han vestido de encajes y adornado con relabrados de orfebrería, o bien se atavían de hierro, embrazan escudos, soportan cascos y cargan bordaduras heráldicas; o bien se ahuecan para recibir santos de mármol; o llevan sobre los pulidos cerramientos retablos esculpidos. Las gentes carecen de elegancias presuntuosas, y visten provincianamente, sin excesos de lujo, sin ostentaciones vanidosas. Las piedras poseen una elocuencia oriental; saben historias, narran fábulas, conocen la poesía árabe, hablan latín y recitan versículos hebraicos. Las gentes parecen despreocupadas y hasta olvidadas de tanta sabiduría. Las piedras son viejas, están desmoronándose por todas partes, pero pregonan eviternidad. Las gentes dejan entrever su sello perecedero y caduco. Y es que las piedras viven; recuerdan tristezas, placeres, heroísmos, sacudimientos de libertad, esfuerzos de piedad. Y las gentes entre las piedras, viven también, aunque una existencia rebajada, callada y obscura, que se asemeja y acerca a la muerte. El alma, vigorosa y maravillosa, irradia de las piedras, y tímida y desmañada se esconde en las carnes... * * * * * En el corredor de la casa del Greco, sentado en la banca mural de ladrillos gastados, me recreo, mirando el jardín. No es grande, y las paredes que lo limitan son bajas. Desde él, en el sitio en que estoy, se ve ascender la ciudad; se ven las líneas de las casas subir, suavemente escalonadas, hasta recortar el horizonte diáfano. Es un espectáculo de época; es el siglo XVI que se pone delante de mí, en muros severos, de ventanas simétricamente dispuestas, con su fría austeridad de monasterio. El jardín está caprichosamente sembrado de plantas que florecen, y que, sin embargo, por su verde polvoroso, por su aspecto mustio, producen la impresión de que son tan viejas como el edificio. Una fuentecilla secular deja caer, desde la altura de su gastado pilón de piedra, su chorro cansado y turbio. El sol, en plenitud, sobredora este rincón, apacible y huraño. Los pilares leprosos del corredor, proyectan hacia dentro, y en oblicuo, una cinta de sombra. ¡Qué paz siente el espíritu, qué alejamiento, qué anonadamiento! ¡Ah, casa decrépita, senil palacio del avariento Samuel Levi y del refinado y diabólico Enrique de Villena, cómo se conoce que te habitaron hombres exquisitos, almas contemplativas y sutiles! El Greco te aderezó y te adaptó a su raro y admirable sentido estético. Albergaste un día la riqueza; escondiste en tus subterráneos el tesoro de Aladino; otro día encubriste la mágica sabiduría, y bajo tu techo abrió las alas, llamado por el cabalístico conjuro, el ángel Asrael; pero lo que vale en ti más que todo es haber tenido la gloria de abrigar los ensueños luminosos del Arte. Domenico Theotocopuli, descansando en este mismo lugar, concibió las visiones celestiales, el séquito de ángeles alargados y de figuras que parecen copiadas en cóncavos espejos. Tal vez aquí, en una hora como ésta, mientras, frente al caballete, untaba sobriamente en la paleta sus cuatro colores favoritos, hablaba de cosas ascéticas con su amigo el venerable maestro Fray Juan de Avila. Toledo entero está lleno de este espíritu enfermo de la divina locura del genio. Toledo es del Greco; nadie le puede disputar esta soberanía. Es su dominio, su feudo, su monumento. He visitado las iglesias, los palacios, las fortalezas, las ruinas, las mezquitas, las sinagogas; el portento de la Catedral, que sobrecoge como el misterio del _más allá_; el alcázar poblado de espectros esplendentes. El arte mudéjar, la arquitectura muzárabe, las maderas incrustadas de nácar, las techumbres sobrecargadas de marfil, han removido en mí el mundo fantástico de los recuerdos. Las joyas, de trémula pedrería; las vestiduras, de brocado magnífico; las capas magnas, de gemados diseños; los tapices, de colorido inmarcesible, me han herido los ojos con deslumbramientos de milagro. El sepulcro de don Alvaro de Luna, el sarcófago del Cardenal Mendoza, la espada de Alfonso VI, las insignias del Cardenal Cisneros, el San Francisco de Asís de Mena, limpiaron en mi fantasía el panorama de la historia. He soñado leyendas, he recitado romances, viendo templar una hoja de acero, junto a una vieja fragua, y contemplado, en su capilla silenciosa, al Cristo de la Vega. Mas cosa ninguna me ha tocado el corazón ni me ha producido emoción más honda que el rincón de la iglesia de Santo Tomé, donde viví, quién sabe cuántos siglos, en el breve tiempo en que logró mi alma alcanzar la elevación del éxtasis, ante el muro que sostiene el prodigio del Entierro del Conde de Orgaz. * * * * * Al concluir mi larga meditación en el jardín de la casa del Greco, del formidable inmortalizador de la España devota y caballeresca, enderecé mis pasos hacia el rumbo opuesto; atravesé la plaza del Zocodover; pasé por debajo del arco de la Sangre y me detuve frente a un caserón pringoso y obscuro, en cuyo patio se desgranaba, materialmente, un veterano coche de camino. Era la posada del Sevillano. Un forastero pobre, de aspecto hidalgo, de aguileño rostro, manco y gallardo, se hospedó en esta posada. Llamábase, el tal, Miguel de Cervantes Saavedra. Y cuéntase que en alguno de estos aposentos escribió una de las fábulas más hermosas y típicas de la lengua castellana. ¿Quién ha oído hablar por ahí de _La Ilustre Fregona_?... FIN [Illustration: BIBLIOTECA ARIEL] *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 63587 ***