The Project Gutenberg EBook of Sainetes, by Carlos Arniches y Barrera This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org/license Title: Sainetes Author: Carlos Arniches y Barrera Release Date: August 23, 2020 [EBook #63019] Language: Spanish Character set encoding: UTF-8 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK SAINETES *** Produced by Josep Cols Canals, Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries)
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BIBLIOTECA CALLEJA
SEGUNDA SERIE
CARLOS ARNICHES
SAINETES
p. 5
CARLOS ARNICHES
SAINETES
MCMXVIII
CASA EDITORIAL CALLEJA
FUNDADA EN 1876
MADRID
p. 6
PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
Imp. Martín de los Heros, 65.
p. 7
A RAMÓN PÉREZ DE AYALA
Pongo, lleno de vanidad, el nombre de usted en la primera página de este libro, porque usted es mi mayor éxito.
Carlos Arniches
Madrid, Julio 1918.
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Invitados vendedores, romeros, etc.—Coro general.
ACTO ÚNICO
Una plazuela de los barrios bajos. Al foro, dos casas separadas por un callejón que da a la calle de Toledo, y en cuyo fondo se ve la Plaza de la Cebada. La casa de la izquierda tiene en su planta baja una tienda de ultramarinos con puertas practicables. La puerta de esta casa, practicable también, da al callejón. A la derecha, otra casa, y debajo una taberna con un rótulo que dice: Núm. 8 Vinos y Licores Núm. 8. La puerta de la taberna que da frente al público y la que da al callejón, practicables. En los laterales derecha una casa de modestap. 12 construcción, y en el ángulo que forma esta casa con la taberna, el chiscón de un zapatero de viejo. En los laterales izquierda, otra casa, en cuya planta baja hay establecida una tienda de sillas, de las cuales vense algunas colgadas en la puerta. La muestra de la tienda dice: La mecedora, se ponen asientos, se forran sillerías. El balcón de la casa de la derecha, que es practicable, lleno de tiestos con flores.
Señor Eulogio, Cirila, Secundino y un vendedor de flores. Al levantarse el telón, aparece el señor Eulogio sentado ante una mesita baja llena de herramientas de zapatería, trabajando. El florero, con un borrico cargado de tiestos, pregona su mercancía. Cirila, con un cántaro apoyado en la cintura, habla en la esquina de la izquierda con Secundino.
Vendedor.—¡Buenos tiestos de claveles dobles!...
Eulogio (Machacando suela y cantando.)—
(Se pone a hacer engrudo.)
Cirila (Empujando a Secundino que la quiere abrazar.)—¡Vamos, quita, quita! ¡Al principio tóos seis iguales!... ¡Muchas palabras... y luego!...
Secundino.—Vamos, no me digas eso, porque tú no me conoces a mí cuando yo me ofusco con una morena como tú. Ven y verás...
Cirila.—Sí, pa que me dejes al segundo chotis, cuando está una más ilusioná, y te vayas con otra...
Secundino.—¿Dejarte yo a ti... que eres más rica que una mermelada...? ¡Vamos, que te calles, cacho e gloria! (Intenta abrazarla.)
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Cirila (Rechazándole.)—¡Vamos, hombre!...
Eulogio (Que los ha estado mirando, mientras hace el engrudo.)—¡Eh!... ¡Chist, chist, chist!...
Cirila.—¿Qué hay?
Eulogio.—Na... que... ¿si queréis que me vaya a hacer el engrudo ahí dentro?
Cirila.—¿Es envidia u caridaz?
Eulogio.—¡Es... bacalao de Escocia!... ¡Miá tú esta!
Secundino (A Cirila.)—Conque, ¿vienes u qué?
Cirila.—Güeno; tú, a las tres, u tres y media, vas al puente de Toledo, y, según se entra, a la derecha, te arrimas a la primera bola que haiga, y me aguardas.
Secundino.—A las tres y media, me tiés arrimao a la bola... ¡Prenda! ¡Serrana! ¡Me tiés más loco, que!...
Cirila.—¡Anda, anda, zaragata! (Le empuja y vase hacia la casa primera derecha. Secundino coge el cesto y una zafra pequeña de aceite, que tiene en el suelo, a su lado, y se dirige hacia la tienda.)
Eulogio (Al pasar Cirila delante de él.)—¡Ay, Cirila, Cirila, Cirila!... ¡Qué mal te veo! (Lo dice como cantando.)
Cirila.—¿Sí?... ¡Caramba!... ¡Pues míreme usté con lentes! ¡El demonio del tío visión!... (Entra en la casa.)
Eulogio (Silba y machaca, y de pronto se agacha como para mirar las piernas a Cirila que sube.)—¡Negras!... (Sigue silbando y trabajando.)
Eulogio y Secundino
Secundino (Que habrá quedado a la puerta de la tienda observando se acerca al señor Eulogio.)—¿Qué?... ¿Qué miraba usted?...
Eulogio.—¡Yo!... ¡Nada!... ¿Conque... entre tres u tres y media?... ¡No estás mal tunarra!
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Secundino.—¡Es que como hoy es San Isidro y la tengo ofrecido un pito, la voy a llevar a la Pradera! Na, que le ha pasao lo que todas... me ven y se alelan.
Eulogio.—¿Y cuántas novias tiés ahora?
Secundino.—¡Pocas!... Tengo la Consuelo y la Socorro, fijas; la Justa de suplenta, y ésta de meritoria.
Eulogio.—¡Anda, diez; qué Secundino éste! Pus ten cuidiao con la Cirila, porque ésta tié mucho coquetismo con el sexo feo, y no lo digo por ti, y si se entera el asistente del siete, te va a llenar los bolsillos de golpes.
Secundino.—Pero, ¿dónde se va a poner el asistente conmigo?...
Eulogio.—¡La verdad es que tú tiés suerte! (Se levanta.) ¿Y cómo te diriges a ellas?... ¿Oral u por escrito?
Secundino.—¡Pues misté! en lo primero que conocen que las amo, es en el peso, porque se lo empiezo a correr; y cuando las tengo atortolás las dirijo una carta con letra gótica, con unos perfiles, que me salen unas mayúsculas, que le digo a usté que hacen cosquillas.
Eulogio.—¡Lo creo!
Secundino.—El otro día le escribí a la Justa, y pa ponerla inolvidable la hice una hache super...
Eulogio.—¿Y dónde le pusiste la hache?
Secundino.—¡Detrás del ino!... Y al final la decía: “No te olvido, ni te olvidaré, y una acción como esa, no esperes que yo la cometa...” ¡Tenía usté que haber visto el rabo que puse en la cometa!
Eulogio.—¿Pa que no voltease?...
Secundino.—¡Quiá, hombre; pa acabar la carilla!... ¡Un rabo gótico! ¡Y es que aquí, señor Eulogio, hay vista y entrevista, u sea estinto y celebro!
Eulogio.—¡Celebro! ¡Celebro verte güeno, anda! (Dándole un cogotazo.) ¡Déjame trabajar!... ¡Y ya lo sabes!... ¡Ojo con el asistentito ese!...
Secundino.—¿A mí ese?... ¡Lentejas!... (Vase a la tienda.)
Eulogio.—¡Sí que descendemos del mono, sí! ¡Nop. 15 hay más que ver a Secundino! (Se sienta y sigue trabajando.)
Eulogio, una vecina, luego Pérez
Eulogio (Cantando.)—“Con una falda de percal planchá...”
Vecina (Del foro con una cesta llena de verduras.)—¡Adiós, señó Ulogio!
Eulogio.—¡Hola! ¿De dónde vienes sin verduras?
Vecina.—¿No lo ve usté?... ¡De la compra!... (Entra en la casa primera derecha.)
Eulogio.—¡Y luego se quejan del flato! (Mira a la escalera agachándose.) ¡A listas!... “Y unos zapatos bajos de charol... Con el mantón de...” (Esto último cantando.)
Pérez. (Del portal de la casa número siete.)—¡Güenos días!
Eulogio.—¡Hola, Pérez! ¿Qué hay?...
Pérez.—Oiga osté, señó Ulogio: ¿ha visto osté si ha bajao por casualidá la Sirila?
Eulogio.—¿Que si ha bajao?... ¡Ha bajao!... ¡Y pa que lo sepas, ha estao hablando con Secundino media hora!
Pérez.—¿Con er Secundino?... ¿Ella con ese garabato urtramarino?... ¡Na, que ese chico se ha propuesto quitarme a mí de fumar! Pero, ¡mardita sea mi suerte, si no ve osté con dentadura postiza a esa garrapata colonial er día que a mí me se acabe el ochavo de pasiensia que me carateriza!
Eulogio.—¡Y te advierto que esta tarde van a la Pradera!
Pérez.—¿A la Pradera?... ¿Ellos a la Pradera?... ¡Mardita sea mi suerte!... ¡Pues allí es la ocurrensia!...
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Eulogio.—¡No te acalores, Pérez!...
Pérez.—¿Que no m’acalore?... ¡Si ve usté ar Secundino ese, hágame el orsequio de decirle que como yo le vea en la Pradera esta tarde, si calentura trujiere, gorverá con calentura, como dice el rétulo que hay encima der chorro! (Vase hacia la casa.)
Eulogio.—¡Adiós, Napolión!
Pérez (Desde la puerta.)—¡Por estas, que son cruses!... (Entra.)
Eulogio.—¡Qué exageraos son los de a caballo!
Eulogio, el Señor Matías, Juan el Migas, Paco el Curial, Epifanio y el Rosca. Se oye en la taberna un gran estrépito de banquetazos, palos, voces y gritos de pelea.
Eulogio (Levantándose asustado.)—¡Anda, diez!... ¡Ya se ha armao aquí dentro! ¡Bronca en el ocho!
Música
Matías (Dentro.)
Epifanio (Ídem.)
Rosca (Ídem.)
(Salen a la calle el señor Matías; y sujetándole Paco “el Curial” y Juan “el Migas”.)
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Matías
Eulogio (Sentado en su silla.)
Epifanio (Saliendo, y con mucha calma.)
Matías
Epifanio
Matías
Epifanio
Matías
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Eulogio (Que se ha levantado de su asiento, aparte al señor Matías.)
Epifanio
Rosca
Epifanio
Matías
Epifanio
Juan y Paco
Matías
Epifanio
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Matías
Epifanio
Eulogio (Riéndose.)
Matías
Epifanio
Los dos
Eulogio
(Quedan, Matías en una actitud furiosa, sujeto por Juan y Paco, y Epifanio, en una actitud semejante, sujeto por el Rosca.)
Hablado
Eulogio (Adelanta mirando al señor Matías y señalándole con el dedo. Llega cerca de él y le echa una bendición.)—“¡Dominus vobiscum!”
Matías (Con coraje.)—¿Y qué es eso?
Rosca.—¡Que está usté indultao! (Con desprecio.)
Matías.—¡Randa! ¡Golfo! ¡So gallina!
Epifanio.—Y que no se le olvide a usté el encarguito; ¡su hija de usted es para un servidor!
Matías.—¿Mi hija pa ti?... ¡Antes la quieo ver muerta! ¡Cien veces muerta!
Epifanio.—Mire usté, pollo, tómese usté una taza de tila pa que se le pase el susto, porque es usté unap. 20 miaja aprensivo, y cuando se haiga usté tranquilizao hablaremos. (Volviéndole la espalda.)
Matías.—¡Soltarme! ¡Soltarme! ¡Expósito!...
Epifanio.—¡Chist! Y si me ve usted en la calle no tenga usted miedo, que yo no tiro a los gorriones...
Matías.—¡Gorrión a mí!
Epifanio.—¡Lo dicho! (Empieza a marcharse.)
Eulogio.—¡Adiós, cóndor!
Epifanio.—¡Vamos, Rosca! (Vanse mirando y riéndose por el foro.)
Matías.—¡Maldita sea mi estampa!... ¡No te vayas... so gallina! ¡Ven aquí!...
Paco (Conteniéndole.)—Pero, ¿quiés callar, señor?... ¡Miá que pué volver!
Juan.—¡Gachó! ¡Tiés un timbre la mar de escandaloso!
Matías.—¡Déjame, que lo quió matar!... ¡Ven aquí! ¡Vuelve!... ¡Timador! ¡Golfo! ¡Granuja! (Grita, yendo hacia el sitio por donde Epifanio ha desaparecido, y a cada insulto levanta más la voz.)
Matías, Eulogio, Juan, Paco, la Señá Ignacia e Isidra. Estas últimas de la tienda de sillas.
Isidra (Sale corriendo.)—Pero, padre, ¿qué es esto?... ¿Qué le pasa a mi padre?
Ignacia (Saliendo.)—Matías, pero ¿qué ha sido?
Matías.—Nada, señor; no sus apuréis. ¡Total, dos bofetás! Que me... digo, que le... (A Juan.) ¡Dame el sombrero! (Juan lo coge del suelo y se lo da. Matías lo limpia con la manga, se lo pone y se arregla la corbata.)
Ignacia.—Nosotras oíamos voces, pero como siempre están con broncas en la taberna, no hacíamos caso... ¿Y qué ha pasao?
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Isidra.—¿Con quién ha sido? (Con ansiedad.)
Ignacia (Al ver que Matías no habla y mueve la cabeza como dudando si decirlo.)—No nos tengas así, hombre. Habla. ¿Con quién ha sido?
Matías.—¿Con quién quiés que sea? ¡Con... ese!
Paco.—¡Con Epifanio!
Isidra.—¿Con Epifanio?
Ignacia.—¿Con ese ladrón?... ¿Y no le has matao?... (Con furia.)
Matías.—No me han dejao éstos.
Juan.—¡Toma, ni él!
Eulogio.—Pero, vamos a ver; la cuestión ¿por qué ha sido?
Matías.—Pus verá usté por qué, señó Ulogio. Ya sabe usté que Epifanio y ésta (Por Isidra.) tenían relaciones cordiales dende hace año y medio.
Ignacia.—¡Así nos hubiéramos muerto tóos el día que puso los pies en mi casa!
Isidra (Llorando.)—¡Ojalá!
Matías.—Bueno; pues hace quince días, cuando ésta había ya empezao a hacerse el trunsó, averigüemos que Epifanio vivía maritalmente con Esperanza, la fiadora, y que la Esperanza lo mantiene... ¿Qué iba a hacer la chica? ¡Lo que hacen las mujeres honrás! Ella se destrozó el alma, y a él lo mandó... bastante lejos.
Eulogio.—Ya me figuro dónde.
Matías.—Bien; pues dende ese disgusto mi casa es un panteón de familia. Pero hoy es San Isidro, el santo de ésta, y esta mañana les he dicho pa animarlas: “¡Vaya, arreglar la merienda, que esta tarde vamos a ir a la Pradera!” Salgo a invitar a estos amigos, me los encuentro en la taberna, nos sentamos, y me veo en la mesa del rincón a Epifanio con el Rosca. Yo, como es natural, no le hice caso, y me dirijo a éstos, les hago la invitación, lo oye él y viene y me dice: “Señor Matías, cuente usté con un anfitrión más pa ir con ustés donde sea.” Epifanio, retírate, porque tú pa nosotros has caído en el panteón del olvido involuntario... ¡Me parece que la frase era elep. 22gante! Pues bueno; me se queda mirando de hito en hito y me da un papirotazo en la nariz que me hizo de estornudar, y además me agarra de la solapa y me dice: “Si va la Isidra esta tarde a la Pradera, al primero que baile con ella dígale usté que le hago un chirlo.” Me cegué, le dí así en la cara, nos liamos a golpes, salimos a la calle, y aquí fuera ya ha visto usté lo que ha sucedido... ¡Que me se ha achicao!
Eulogio.—No, si ya lo he visto. Bueno; ¿y qué van ustés a hacer?
Ignacia.—¿Qué quiere usté que hagamos? ¡Ir esta tarde a la Pradera! (Con resolución.)
Isidra.—Sí, señor; y bailar yo con quien se me antoje. ¡Pus no faltaba más!
Matías.—Poco a poco, poco a poco. Esta tarde no salimos de casa.
Paco.—Es lo cuerdo.
Ignacia.—¿Que no salimos?... ¿Pero le tiés miedo?...
Matías.—Mujer, es que...
Ignacia.—¡Cobarde! ¡Gallina! ¡Ma... Matías, no me hagas desbarrar! ¿Pero es que tú gozas en que ese zángano martirice a tu hija? ¡No! ¡Esto se ha acabao, hija mía, que todavía tié tu madre uñas pa sacarle los ojos al que quiera verte sufrir! ¡Iremos a la Pradera aunque sea solas!
Isidra.—¡Sí, señora, sí!
Ignacia.—Y bailará con quien le dé la gana; y tú, si tiés miedo, te quedas en casa; te quitas el bigote, te pones unas enaguas, y para cuando volvamos a ver si me lo tiés tóo fregadito. ¡Vamos, hija! (Vase a la casa.)
Eulogio (Yendo detrás de ella.) ¡Olé! usté es una persona mayor.
Matías.—Pero, ¿estáis viendo?... ¡Miá que es pusilánime el seso débil!...
Paco.—¡Va en carázteres!
Juan.—Déjalas que vayan solas si quieren, señor; nosotros podemos quedarnos jugando tranquilamente al mus.
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Matías.—¡Quita, hombre!
Eulogio.—Pues más valía que se metieran ustés de doncellas... (Se sienta a trabajar.)
Matías.—¡Natural, señor!... ¡Hay que ir y que sea lo que Dios quiera!... Conque hasta luego. Que no tardéis. (Vanse Paco y Juan por el foro, y el señor Matías a su casa.)
Señor Eulogio
Eulogio (Se levanta.)—¡La Isidra peleá con Epifanio!... ¡Ha llegao la mía! ¡Ha llegao el momento de sacar mi gallo! ¡Y poco que se va a alegrar el pobre Venancio en cuanto sepa que la Isidra está libre! ¡Ese chico sí que la quiere! ¡Porque eso es tener cariño, lo que hace él! Querer a una mujer con fatigas, verla con otro, como él la ve con Epifanio, tener el gusano dentro y contentarse con venir aquí, doblar el morro y mirar a su puerta... ¡Y es que ese chico es más tímido que un pájaro-mosca!... Lo que tiene es que yo le quiero más que a un hijo, y voy a hacer locuras pa que esa chica le aprecie...
Señor Eulogio y la Señá Ignacia. La señá Ignacia sale de su casa y empieza a descolgar algunas sillas de las que había como muestra en la puerta.
Eulogio.—¡La señá Ignacia! ¡Yo le hablo en favor de Venancio! ¡Esta es la ocasión! (Se acerca a ella.) ¡Que sea enhorabuena!
Ignacia.—¿Está usted de chunga?
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Eulogio.—Lo que estoy es que he visto que es usté una de las madres más maternales que hay, que no consiente usté que le tomen la cabellera a su señora hija...
Ignacia.—¡Y dígalo usté! Epifanio tié narices porque yo no tengo pelos en la cara, que si no... ¡qué se había de reir ese ganso de nosotros!
Eulogio.—¡Ahí voy! Señá Ignacia, yo les aprecio a ustés y quiero que sepa usté una cosa que se me está pudriendo aquí dentro.
Ignacia.—¿Qué cosa es esa?
Eulogio.—Que eso de que no hay ningún hombre que se arrime a la Isidra por miedo de Epifanio eso es un cuento de las mil... y pico de noches.
Ignacia.—¿Que no es verdad? (Con extrañeza.)
Eulogio.—Yo conozco a uno que la quiere a cegar, y que no le tiene miedo a nadie... más que a ella.
Ignacia.—¿Y quién es ese?
Eulogio.—¡Venancio!
Ignacia.—¿Qué Venancio? ¿El panadero?
Eulogio.—¡El mismo!
Ignacia.—Pues no me he fijao en lo más mínimo. ¿Y la Isidra lo sabe?
Eulogio.—De seguro que lo ha notao; pero alocá con el otro... no ha estao pa más reparos. Y diga usté que Venancio, en cuanto al físico, no le diré yo a usté que sea un Adonis, ni un Romeo y Julieta; pero en lo tocante a hombría de bien, ríase usté de Guzmán el Bueno y de San Homobono, señá Inacia...
Ignacia.—¡Honrao creo que es!
Eulogio.—¡Que si lo es! El año pasao, cuando tuve la pulmonía y me encontré sin amparo y más solo que un sombrero hongo, él fué la única persona que se me arrimó al lecho del dolor de costao y me dijo: “¡No se apure usté, abuelo, que aquí estoy yo!...” Y esas palabras las tengo grabás en bronce aquí dentro, y como sé que revienta por la chica, poco he de poder u los vinculo, si usté me lo consiente...
Ignacia.—¿Que si yo lo consiento?... ¡Sí, señor! ¡Ojalá tenga usté poder pa eso!
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Eulogio.—¡Yo lo arreglo todo! ¿Y sabe usté cómo?
Ignacia.—¡Chist! ¡Chist! ¡Calle usté; que sale la Isidra!
Dichos, Isidra de la casa. Luego Baltasara en el balcón. Sale con un lebrillo de ropa recién lavada, que tiende en las cuerdas que habrá colocadas en la barandilla. Al sacudir y al escurrir la ropa debe oir el público el ruido del agua que cae a la escena.
Isidra.—¡Pero madre, no se duerma usté, que son las once!
Ignacia.—Pues anda, anda, ayúdame a entrar tóo esto. (Descuelga sillas, que va entrando Isidra.)
Baltasara (Sale al balcón, coge del lebrillo una de las prendas de ropa y la sacude antes de tenderla. Cantando.)
(Sacude y moja al señor Eulogio, que se levanta sorprendido.)
Eulogio.—¡Eh!... ¡Eh!... ¡Chist!... ¡Oye, tú, incorruta!...
Baltasara.—¿Qué pasa, maestro?
Eulogio.—Na; que u sacudes pa otro lao, u me compras un impermeable; ¡tú verás!...
Baltasara.—¡Estaría usté mu feo con el hule! (Vuelve a escurrir y prende la ropa en la cuerda con un alfiler.)
Eulogio (Apartándose como si se sintiera mojado.)p. 26—¡Oye, tú: haz el favor, que me estás mojando el chagrén!...
Baltasara.—¡Ande usted, y que le den dos duros, hombre!... (Sigue sacudiendo y tendiendo.)
Eulogio.—¡Na, esperaremos que pase la nube! (Se aparta.)
Baltasara.—¿Y qué le parece a usté mi balcón, señá Ignacia?
Ignacia.—¡Eso estaba mirando, chica!... ¡Ni el botánico!... ¡Vaya una de flores!
Eulogio.—Misté la enredadora, digo, la enredadera... Cudiao que trepa, ¿eh?...
Baltasara.—Y misté qué dos tiestos de claveles. Oye, Isidra, ¿a que no sabes quién me los ha regalado?
Isidra.—¡Qué sé yo!... ¡Tiés tanto conocimiento!...
Baltasara.—Pus, Epifanio.
Isidra.—Epifa... (Movimiento de contrariedad.) ¡Caramba, qué suerte!... (Con fingida sorna.)
Baltasara.—Supongo que no te enfadarás, porque yo sentiría...
Isidra.—¿Yo?... ¡Como si te quiere regalar la quinta del Atanor!...
Baltasara.—Chica, yo no quería admitirlos; pero como me han dicho que habíais roto...
Ignacia.—¡Claro, has recogío tú los tiestos!
Baltasara.—¡No, y luego, créame usté, que lo sentí... porque tuve que oir lo que quiso hablar!... ¡y anda diciendo unas cosas de ti, que chica!...
Isidra.—¿De mí? ¿Qué dice de mí? (Con energía.)
Ignacia.—¿Qué es lo que tié que decir de mi hija?...
Baltasara.—¡Pero no se sofoquen ustés, caramba! ¡Si yo lo sé! ¡Vaya, hasta otro rato! (Entra y cierra el balcón.)
Eulogio.—¡Adiós, cinematógrafo!
Ignacia.—¿Pero está usté oyendo? ¡Le digo a usté, señó Eulogio, que debía venir la viruela!...
Eulogio.—Pero, ¿qué adelantábamos, si esa está revacuná?
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Ignacia (A la Isidra que llora en silencio y se limpia las lágrimas.)—¡Oye... tú! Pero, ¿qué haces? ¡Pus no está llorando!... ¡Pero Isidra!...
Isidra.—¡Déjeme usté, madre, déjeme usté!...
Ignacia.—Pero, ¿ve usté?...
Eulogio.—Pero, ¿qué quié usté que haga la infeliz?... ¡Vamos, que si fuera hija mía!... ¡Na, que le digo a usté, señá Ignacia, que su marido de usté es de clases pasivas! ¡Si ésta me tocara lo más mínimo... tiros había aquí!...
Ignacia.—¡Y tú ten formalidad algún día, y olvida ya de una vez a esa mala peste de hombre!... ¡Olvídalo!...
Isidra.—¡No quiero!... ¡No quiero olvidarlo... pa no dejar de aborrecerlo!... ¡Si yo no lloro por él!... ¿A mí qué? Si es la hiel y la rabia, que me ahogan de pensar que no tengo quién me defienda...
Eulogio.—¡Pero ven acá, so lila! Si tú has despreciao a tóos los que te se han arrimao... ¿quién va a defenderte? ¿U es que quieres que te defiendan por teléfono?...
Isidra.—Los he despreciao, porque yo he querido a ese hombre a cegar y no podía querer a otro, pero hoy...
Eulogio.—Hoy, ¿qué?
Isidra.—Créame usté, señó Ulogio, que hoy le haría caso al que se me acercara, a cualquiera que pase, al primero que llegue... (Con energía.)
Dichos y Venancio por el foro. Sale con la cesta del pan a la cabeza.
Venancio.—¡Buenos días! (Las ve y se queda parado.)
Ignacia.—(¡Él!) ¡Buenos días, Venancio!
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Eulogio.—(¡Anda, Dios, qué oportunidad!) (A Isidra.) ¿Conque al primero que llegue?
Isidra.—¡Qué sé yo! ¡Pué que sí!... (Entra en su casa.)
Ignacia (Siguiéndola.)—¡Lástima de hija!
Eulogio.—(¡Cosa hecha!) (Se sienta a trabajar.)
Venancio.—¡Ni me ha mirao! (Deja la canasta en el suelo y queda mirando a la puerta de Isidra.)
Dichos y Venancio
Eulogio (Después de una pausa.)—¿Qué?... ¿Se sabe si se han nivelao ya los presupuestos?
Venancio.—¡Qué sé yo!... ¡Señó Ulogio, yo no sé qué tié esa mujer para mí! ¿Usté ve que la he visto?... ¡Misté cómo me he quedao!
Eulogio (Le toca la mano.)—¡Frapé!...
Venancio.—¡Un mármol!
Eulogio.—¡Anda, siéntate, marmolillo!...
Venancio (Dándole un pan.)—Tome usté lo suyo, que me falta repartir en dos u tres casas todavía.
Eulogio.—No tengas prisa, hombre, que tenemos que hablar tendidamente.
Venancio.—Nosotros... ¿De qué?...
Eulogio.—¡Pus... de ella!
Venancio (Con rapidez.)—¿De ella?... ¿Qué?... ¡Ande usté!...
Eulogio.—¡Venancio, vamos claros! ¿Tú deseas reirte de las aves que topan?
Venancio.—¿Yo?... Bueno, explíquese usté mejor, porque...
Eulogio.—¿Tú quieres a la Isidra?...
Venancio.—¿Quererla? ¡Es poco! Más que eso, señó Ulogio, ya lo sabe usté...
Eulogio.—Entonces, claro, con ese genio que tienesp. 29 estás aguardando a que la chica un día se enfade, te saque de tu casa y te deposite judicialmente... ¿verdad?
Venancio.—Yo callo... porque... porque sé lo que es el mundo.
Eulogio.—¿Tú?... ¿Tú qué vas a saber? ¡Tú eres un mixto de pardillo y jilguero! ¡El mundo!... ¿Quieres saber lo que es mundo?... ¡Pues oye, y sácate una copia! El mundo, Venancio, en lo referente al amor, es talmente una zapatería: la juventuz es el escaparate, las mujeres son el calzao y el hombre, el parroquiano. Las mujeres, como el calzao, ca una tié una piel distinta... las tiés dende becerro (que Dios nos libre), hasta el charol más fino y reluciente. Ahora, que la mujer es un calzao que tié el defezto de que no lo hacen a la medida. ¿Qué tié que hacer el hombre?... Pues mirar por el escaparate y escoger a ojo, y decir aquel calzao es el mío, y entrar y disputárselo al sursum curda... ¿Me entiendes?... Bueno, tú has encontrao lo que te gusta, pues entra a cogerlo, cuéstete lo que te cuéstete, y cásate pronto, porque mira, chico, el hombre que no se casa, u sea el que no va calzao como Dios manda, tié que andar con chanclas toa su vida... y pa eso más vale que te coja un Miura, crémelo.
Venancio.—¡Pero es que ese calzao que usté me aconseja es de una piel mu fina para mí!
Eulogio.—¡Quita, primo! ¡La Isidra te está que ni pintá! ¿Y sabes por qué?
Venancio.—¿Por qué?
Eulogio.—¡Porque te la he puesto yo en la horma!
Venancio.—Pero, ¿qué está usté diciendo?
Eulogio.—Que la he hablao de ti y que te espera. ¿Lo quiés más claro? ¡Y que es preciso que la hables en seguida!
Venancio.—¿Yo?... Pero... ¡usté me está volviendo tarumba, señó Ulogio! ¿Ella a mí?...
Eulogio.—¡Sí, señor!... ¡Lo de Epifanio se ha acabao, y vas a hablarla, pero, cómo, ahora mismito! ¡Voy a llamarla!
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Venancio.—¡No! ¡Eh! ¡Estese usté quieto!... ¡Ahora no! ¿Qué voy a decirla yo ahora? (Deteniéndole.)
Eulogio.—¿Que qué vas a decirla?... Pues te arrimas a ella y la viertes estas frases en la oreja izquierda: “Isidra, aquí dentro tengo un corazón pa usté, y allá arriba un cuartito y un pedazo de pan pa los dos: ¿usté gusta?”
Venancio.—¿Y si me dice que no tié gana?
Eulogio.—¡La das un vermú; miá tú éste! Además, ¡hoy la pués caer en gracia!
Venancio.—¿Cómo?...
Eulogio.—Regalándole, como obsequio, por su santo, dos tiestos de claveles iguales que aquellos. (Señala al balcón de la Baltasara.)
Venancio.—¿Pa qué?
Eulogio.—Tú obedece y calla, que yo me entiendo, y aguarda, que voy a llamarla.
Venancio.—¡No! (Deteniéndole.) ¡Por Dios!... ¡Hoy no! ¡No la llame usté, que no tendría valor!... ¡Otro día!...
Eulogio.—¡Qué otro día!... ¡Ahora mismo!... (Llamando.) ¡Isidra!...
Venancio.—¡No! ¡Por Dios! ¡Que si me la veo delante me muero! ¡No!...
Eulogio.—¡Tú te callas!... ¡Isidra!... (Volviendo a llamar.)
Venancio.—¡No!
Dichos. Isidra, de la casa.
Isidra (Saliendo.)—¿Qué quié usté?
Venancio (Azoradísimo.)—(¡Ella! ¡Me ha perdido!) (Empieza muy nervioso a hacerse nudos en los picos de la blusa y a retorcerlos.)
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Eulogio (A Isidra.)—¡Ven! Haz el favor... coge de aquí. (De un pico de la blusa de Venancio.)
Isidra.—¿Yo? (Con extrañeza.)
Venancio.—Pero, hombre... que...
Eulogio.—¡Coge, mujer... coge de aquí... (Isidra lo coge.) y no sueltes hasta que éste te diga una cosa que quié decirte!...
Isidra.—¿A mí?
Venancio.—¡No!... Pero si yo... no la...
Eulogio.—¡Revienta de una vez, hombre! Conque arreglarsus. (Yéndose.) ¡La primera vez de mi vida que he hecho de cimbel! (Entra en la casa.)
Venancio e Isidra
Isidra (Después de una pausa, durante la cual Venancio la mira a hurtadillas, sin atreverse a hablarla.)—¡Pues tú dirás! (Soltándole la blusa.)
Venancio (Muy azorado, soplando por el sofoco y limpiándose el sudor.)—No... si yo... es que la...
Música
Isidra
Venancio
Isidra
p. 32
Venancio
Isidra
Venancio
Isidra
Venancio
Isidra
Venancio
Isidra
Venancio
p. 33
Isidra
Venancio (Acobardándose.)
Voz (Dentro.)
Venancio
Isidra
Venancio
Isidra
Venancio
Isidra (Deteniéndole.)
Venancio
Isidra
p. 34
Venancio
Isidra
Venancio
Isidra
Venancio
Isidra
Venancio
Voz (Dentro.)
Isidra (Riéndose.)
Venancio (Decidido.)
(Vase Venancio corriendo por el foro y la Isidra se mete en su casa.)
Eulogio, Epifanio y el Rosca
Hablado
Eulogio (De la casa.)—¿Qué habrá pasao? ¡Se han ido! ¡No se ve a naide! Digo, ¡contra!... ¡Epifanio viene!... (Se sienta a trabajar.)
Epifanio (Por el foro.)—A éstos... (Señalando la casa del sillero.) les estropeo yo la merienda esta tarde.
Rosca.—No te ofusques, Epifanio, no te ofusques, y deja ya a la Isidra, porque de esa no has sacao ni sacarás... ¡pero que ni agua!
Epifanio.—Ya sé que no he sacao na; pues ese es mi coraje... ¡Pero yo te juro que no me voy de rositas!
Rosca.—¡Epifanio!
Epifanio.—¡Rosca... al Retiro! (Vase Rosca a la taberna. A Eulogio.) Oiga usted, maestro: ¿sabe usted, por una casualidaz, si ha salido la Isidra?
Eulogio.—¿La Isidra?... No sé... digo, sí, hombre; ahora que me acuerdo... hace un rato que la he visto ahí en la puerta hablando con su novio. (Epifanio hace un aspaviento de asombro, que asusta a Eulogio.)
Epifanio.—¿Con su qué?...
Eulogio.—¡Con su novio! ¡Con ese chico que la habla ahora!
Epifanio.—Pero, ¿cuálo?
Eulogio.—¡Ese chico... Venancio! ¡El panadero ese!... ¡Na!...
Epifanio.—¿Conque ese?...
Eulogio.—¡Creo que sí! Y no tardará... porque me parece que ha dicho que se iba a comprarla dos tiestos de claveles. ¡Na, tonterías! ¡Na! (¡Toma soga!) (Entra en la casa.)
Epifanio y Venancio
Epifanio.—¡Anda, Dios! ¿Conque Venancio se ha atrevido? ¡Pues na, que le perniquiebro un brazo en cuanto le vea! ¡Digo, ni pintao! ¡Por allí viene! ¡Y con los claveles! ¡Se la gana! (Se oculta en la esquina de la tienda.)
Venancio (Sale muy risueño cargado con un tiesto de claveles.)—¡No los llevaba mejores! ¡Cuando los vea! (Se acerca a la casa a llamar.) Isi... (Se detiene al ver a Epifanio, que adelanta sonriendo con sorna.) ¡Anda el otro! (Tratando de ocultar el tiesto.) ¿Qué hago yo con esto ahora?
Epifanio.—¡Chist! ¡Pollo!
Venancio.—¿Qué?
Epifanio.—¡Que se ve un capullo!
Venancio.—No importa.
Epifanio.—¿Y dónde va usted con tanto reventón?
Venancio.—Donde me parece.
Epifanio.—¡Chist! (Le detiene poniéndole la contera del bastón en la cara.) Caramba, joven, ¿sabe usté que me han engañao?
Venancio.—¡No sé nada!
Epifanio.—Pues me han engañao, porque me habían dicho que era usté un cachorro de lanas, y veo que no, que usté es ratonero.
Venancio.—Yo... soy un hombre que no quié meterse con nadie... eso es lo que soy.
Epifanio.—¡Un hombre! ¿Y a usted le hacen mucha falta las muelas, joven?
Venancio.—¡Regular!
Epifanio.—¿Y qué haría usté si yo le extrajera unas varias? ¿Llorar? (Con guasa.)
Venancio.—Misté, déjeme usté en paz, señor Epifanio, que yo no me he metío con usté para nada.
p. 37
Epifanio.—¿Que no se ha metío usté conmigo? ¡So tórtola! ¿Y se dirige usté a la Isidra sabiendo que es cosa mía?
Venancio.—¡Yo no sabía eso!
Epifanio.—¡Pues sépalo usté! Esa joven está prohibida... (Aparecen en las puertas respectivas Eulogio e Isidra, y quedan ocultos oyendo el resto de la escena.)
Venancio.—Eso lo veremos.
Epifanio.—¡Ya está visto! Por lo tanto se lleva usté ese tiesto a su casa y se lo regala usté a la portera.
Venancio.—¡Usted me dispense, pero este tiesto es pa la Isidra! (Con energía.)
Epifanio.—¡Quiá!
Venancio.—¡Es para ella!
Epifanio.—¿Para ella? ¡Tire usté eso! ¡So primo! (Se lo tira de dos manotazos.)
Venancio (Furioso.)—¡¡A mí!! (Va a abalanzarse a Epifanio.)
Dichos, Isidra y Eulogio
Isidra (Salen y detienen a Venancio.)—¡Venancio! ¡No!
Epifanio (A Isidra, señalándole los claveles que están en el suelo.)—¿Los ves? (Riendo.) ¡Porque eran pa ti! (A Venancio.) ¡So párvulo! (Entra riendo en la taberna.)
Isidra.—¡Ladrón! (Con furia entra en su casa.)
Venancio (Casi llorando de coraje se abalanza a la mesa del zapatero y coge la cuchilla.)—¡Le parto el alma!
Eulogio.—¡Venancio! (Sujetándole.)
Venancio.—Le parto el corazón, suélteme usté. (Forcejea.)
p. 38
Eulogio.—¡Quieto!
Venancio.—¡Suélteme usté, suélteme usté, señó Eulogio, u no respondo!
Eulogio.—¡Chist! Que viene gente. ¿No oyes? ¡Quieto ahora! ¡Ya le buscaremos!
Venancio.—¡Sí, pa matarlo! ¿eh?
Eulogio.—¡Pa lo que quieras! (Le entra en la casa a empujones, después que luchan y forcejean.)
Juan el Migas; Paco el Curial; la señora Justa, coro general de convidados. Después Matías, Ignacia e Isidra. Luego Epifanio y el Rosca. Al fin Eulogio y Venancio.
Música
Coro (Dentro.)
Mujeres
Hombres
p. 39
Mujeres
Hombres
Mujeres
Juan y Paco
Isidra (Dentro.)
Matías (Ídem.)
(Sale Isidra con pañolón de Manila.)
Hombres
Mujeres
Isidra
p. 40
Hombres
Isidra (Con coraje.)
Coro
Ignacia (Saliendo. Lleva también pañuelo de Manila.)
Matías (Saliendo.)
Coro
Matías
Todos
(Al empezar el desfile salen de la taberna Epifanio y el Rosca.)
p. 41
Epifanio
(Deteniendo a todos.)
Isidra
Epifanio
Mujeres (A los hombres.)
Hombres (A ellas.)
Epifanio (Con mucha calma.)
Isidra
Epifanio
Matías (Furioso.)
Epifanio
Ignacia (Furiosa.)
Isidra
Venancio (Saliendo de la casa de la derecha con el señor Eulogio.)
Isidra (Con alegría.)
p. 43
Venancio
Epifanio (Burlonamente.)
Venancio
Epifanio
Coro
Venancio (A Epifanio.)
Epifanio (A Venancio.)
Paco
Todos (Yéndose.)
(Se van todos, menos Epifanio y el Rosca, que quedan en medio de la escena, y Eulogio y Venancio ap. 44 la puerta de la casa de la derecha, mirándose en actitud de reto, marchándose Epifanio y el Rosca por el foro riéndose, y Eulogio y Venancio se meten en la casa.)
Mutación
El puente de Toledo la tarde de San Isidro.
Secundino
Secundino.—Pues, señor, llevo un cuarto de hora arrimao a la bola, y la Cirila sin venir. ¿Se habrá encontrao con el bruto ese del asistente?... ¡Le tengo una tirria a la tropa!... Porque ya se sabe, el comercio y la melicia semos de lo más rivales que hay... en lo que toca a las criadas; porque, claro, un paisano, por mucho que quiera, no pué salir de un saqué, bien mezclilla, bien de cuadros, y los melitares tienen el aquel del uniforme. ¡Digo! Pues si me pusiese yo un casco con llorón de cerda, guerrera ajustá, mi pantalón de punto, mi media bota, mi sable, mis espuelas y un puro así, y me fuese a paseo a la plaza de Oriente, setenta y siete u setenta y ocho niñeras con pasión de ánimo a la primera vuelta... Pero, claro, con este traje, tóo lo más que las causo es itericia. Gracias que la Cirila tié un pupilaje pa distinguir a la juventud comercial, que me río yo... Esta tarde nos columpiamos, y la voy a dar unos vaivienes en un columpio de esos que dicen: “¡Ay, qué gusto da el mareo!”, que va a ser la descoyuntura. ¡Calla! ¡Ella! ¡Allí viene!... ¡Cirila! ¡Cirila!
Cirila, una Niña y Secundino
Secundino.—¡Chica, creí que no venías!
Cirila.—¡Pus gracias que me han dejao, y miá el rabo que traigo!
Secundino.—¡La niña! ¡Anda su madre! ¿Por qué no la has dejao en la casa cuna?...
Niña.—¡Yo quiero ir al brazo!
Secundino.—¡Cállate, chica, si no, no te compro un matasuegras!
Cirila.—Bueno, ¿y en qué vamos a pasar la tarde?
Secundino.—¡Primero te compro el pito más grande que haiga, y luego nos columpiamos!
Cirila.—¡Sí, eso, eso, que a mí me gusta mucho!
Secundino.—Y después, ¿sabes lo que hacemos?...
Cirila.—¿Qué?
Secundino.—Nos vamos a la fotografía instantánia y nos hacemos un grupo de cada uno, y luego uno de los tres juntos.
Cirila.—¡Eso!... ¡Yo de busto!
Secundino.—Justo; tú de busto; la niña sentá en el suelo, detrás de ti pa que no se asuste, y yo de cuerpo entero, apoyao así, tocando el pito, la metá de la cabeza recliná en tu busto y la otra metá de perfil, mirándote así...
Cirila.—¡Vamos, vamos, zaragata!... ¡No te fijes tanto, que me enturbias la vista!
Secundino.—¡Arza pa el columpio!
Niña.—¡Yo quiero ir al brazo!
Secundino.—¡Vamos, chacha! (La coge.) ¡Yo me columpio con niña y tóo! (Vanse.)
Pérez y Torrija, vestido de carrero de un regimiento
Torrija.—¡Mialá, por allí va!
Pérez.—¡Ya la he visto!... ¡Con la niña y el Secundino!... ¡Mardita sea su estampa!... ¡So infiela!... Pero mialás: ¡si esta tarde no corre por esa Pradera más sangre que cañamones dan por catorce pesetas... aunque sea mala comparación, que sí lo es!...
Torrija.—¡Calma, ten calma!
Pérez.—¿Calma yo?... ¡Mardita sea mi suerte, si no cojo a ese hombre y hago un triple asesinato con él solo!... ¡Mardita sea la!... (Yéndose.)
Torrija.—¡A éste le va a perder el carácter! (Vanse.)
Mutación
La Pradera de San Isidro el día del Santo. A la derecha un merendero rodeado de mesas y banquetas. A la izquierda un columpio que juega. En primer término, al mismo lado, mesas y banquetas de otro merendero supuesto. Puestos de vendedores ambulantes, «Tíos vivos», barracones de figuras de cera, etc., etc. Corros de gente merendando, bailes, romeros que van y vienen. Animación extraordinaria.
Preludio en el que suenan mezclados los estrepitosos ruidos de la fiesta, organillos, murgas, redobles dep. 47 tambor, voces, gritos de vendedores, algazara de la gente, etc., etc.
Música
Coro
Cirila, Secundino y la Niña comiendo rosquillas
Hablado
Cirila (Con un pito grandísimo, rodeado de flores de papel.)—¡Pero miá que es hermoso! (Le toca.)
Niña.—¡Yo quiero un pito grande, como ese!
Secundino.—Cuando seas mayor.
Cirila.—Bueno, y ahora nos columpeamos.
Secundino.—¡Mira, mira, ahora bajan de ese columpio!
Cirila.—¡Pus anda, vamos nosotros!
Secundino.—Yo me subiré primero, y me das la niña. (Se sube.) ¡Ajajá! ¡Venga la chica!
Cirila.—¡Toma! (Suben a la Niña.)
Niña.—¡Y cuando yo diga, das tocino!
Cirila.—¡No, si yo voy a subir también! ¡Dame la mano! (Va a subir.)
Dichos, Pérez y Torrija
Pérez (Sale y detiene a Cirila.)—¡Arto!
Cirila.—¡María Santísima! ¡Pérez!
Secundino.—¡Uy, el asistente!
Pérez.—¡Venga usté acá, fregatriz adurterina!
Cirila.—¡Haga usté el favor de retirarse, que no tengo ganas de conversación!
Secundino.—¡Oiga usté, melitar, u deja usté a la señora, u bajo!
Pérez.—¡Anda con él, Torrija! (Torrija empieza a mover el columpio, y cada vez que Secundino quiere bajar le da un palo en las piernas.)
Secundino.—¡Eh!... ¡Chist!... Pero ¡eh!... ¡Pare usté!... ¡Que me pare usté! ¡Eh!
Niña (Muy contenta.)—¡Tocino! ¡Tocino! (Palmoteando.)
Cirila.—¡Por Dios, la niña!
Pérez (Cogiéndola de un brazo.)—¡Venga usté acá, sirena corrompida!... ¿A osté le parece bien puesponerme a mí a esa lamprea urtramarina?...
Secundino.—¿Lamprea? ¿Yo?... ¡Pare usté!...
Torrija (Dándole más fuerte.)—¡Quieto!
Niña.—¡Tocino! ¡Tocino!
Cirila.—¡Tú tiés la culpa!
Pérez.—¿Yo?... ¡Infiela!... ¡Lo sé todo! ¡Sé lo de tu señorito, que me lo acaban de contar!
Cirila.—¿Quién?
Pérez.—La Vicenta.
Cirila.—¿Esa golfa?
Pérez.—Sí, señora; que está allí en aquel grupo, y te lo dirá en tu cara.
Cirila.—¿A mí ese pingo?... ¿Y está allí?... ¡Vamos a ver, si me lo dice la arranco el moño! Aguarda un rato.
p. 49
Secundino.—¡No! ¡Eh! ¡Chist! ¡Pararme! ¡No te vayas, Cirila!
Pérez.—¡Tenga osté a la niña, que en seguía volvemos! (Torrija le da más fuerte, y vanse corriendo.)
Secundino.—¡No! ¡Eh!... ¡Chits!... ¡Melitar!... ¡Se van!
Niña.—¡Tocino! ¡Tocino!
Secundino.—¡Eh, pararme, pararme! ¡Eh, buen hombre, haga usté el favor! (A un paleto que pasa.) ¡Haga usté el favor, por Dios!
Paleto.—¿Que dé con más juerza?... ¡Güeno! (Le da más fuerte al columpio y se va.)
Secundino.—¡No, eh, por Dios, que no era eso!... ¡Amigo!... ¡Chits!... ¡Oiga usté!... (A un romero que pasa.)
Romero.—¡Esos de pueblo no saben! ¡Verá usté yo! (Le da más fuerte y vase.)
Secundino.—¡No, si no es eso! ¡Eh! ¡Chits!... ¡Y yo ya no los veo!... (Para el columpio.)
Niña.—¿Pero no nos dan tocino?
Secundino.—¡La morcilla es lo que nos debían de dar! ¡Infames!... ¡Se la ha llevao! (Bajan.) ¡Vamos, chica!
Niña.—¿Vamos por rosquillas?
Secundino.—¡Por tripas de melitar! ¡Cirila!... ¡Cirila!... ¡Y haberla comprao este pito pa eso!... (Vase corriendo. Se lleva la Niña al brazo.)
La orquesta toca parte del pasacalle, y a los últimos compases salen Paco el Curial, que va delante con la guitarra al hombro; detrás varios con cestas y botas de vino, otros con bandurrias y guitarras, detrás las mujeres palmoteando y riendo, y a lo último Juan, la señá Justa, Isidra, Ignacia y el señor Matías, con cestas y líos. Coro general.
p. 50Música
Todos
Hablado
Paco.—¡Alto... ar!...
Ignacio.—Bueno; ¿nos quedamos aquí?
Paco.—Yo creo que aquí, porque como barullo, es donde hay menos barullo.
Todos.—¡Sí, sí! ¡Aquí, aquí!
Matías.—Pues vengan las cestas. (Se las llevan.)
Muchacha.—Traer la comba.
Uno.—¿Quién quiere columpiarse?
Varios.—¡Yo... yo!... (Saltan, juegan, se columpian, etc.)
Matías (A Paco.)—Oye, Paco: tú que eres de la curia, recomiéndales a ellas y a ellos que usen del mayor tiento en juegos y demás.
Paco.—No tenga usté cuidao, que yo les hablaré individualmente uno por uno a cada cual. Por de pronto examinaré las botas. Esta parece que rezuma. (Se empina la bota y bebe.)
Justa (A la señá Ignacia.)—¿Pero no ve usté a mi marido?... ¡Ya empieza! (Interrumpiéndole.) Pero, ¿qué haces?
Paco (Muy enfadado.)—¡No me cortes la acción, señor, que es muy dañino, hombre! (Bebe.)
Ignacia.—¡Déjelo usté!
Justa.—¡No quiero que abuse!
Paco.—¡Si por eso no quió llevarla a ningún lao!p. 51 ¡Esta es como los baños del Molar!... ¡No sirve más que pa quitar el humor! (Se va bebiendo. Bajan varios invitados hablando.)
Convidado 1.º—¡Que te digo que esos mansos, a lo mejor, dan un chasco!...
Convidado 2.º—¡Yo te digo que no, vaya! ¡A que no viene el panadero!...
Convidado 3.º—¡Pué que venga!
Convidado 2.º—¿Quién se quiere jugar cinco duros a que no viene?
Isidra (Que ha estado oyendo, se acerca.)—¡Yo! ¡Yo juego esos cinco duros!
Convidado 2.º—¿Contra qué?
Isidra.—¡Contra esto! (Se quita el mantón de Manila y se lo tira a la cara.)
Convidado 2.º (Devolviéndoselo.)—¡No quió que te vuelvas a cuerpo!
Isidra.—¡Si lo jugara por ti, puede!... ¿Quiés tener el gusto de bailar conmigo el primer baile?... ¿A que no?...
Convidado 2.º—¿Que no?... Dí tú que no puedo, porque estoy comprometido con... con... ésta creo que es...
Una.—¡Conmigo, no!
Convidado 2.º—¿No?... ¡Bueno, ya no me acuerdo!... ¡Pero yo estoy comprometido con alguien!
Isidra.—¡Con el miedo! ¡Gallina! (Despreciándolo. Vanse los invitados.)
Ignacia.—¡Por Dios, Isidra, no te exaltes ni te sofoques!
Matías.—¡Ten cachaza, Isidra, ten cachaza! Y ya que hemos hecho la burrá de venir, mucho cudiao, porque tengo a Epifanio detrás de las orejas.
Voces.—¡Aquí... aquí!...
Ignacia.—¿Qué es eso?
Todos.—¡Bravo! ¡Bravo!
Justa.—¡Un organillo! ¡Ya hay organillo!
Todos.—¡A bailar! ¡A bailar!
Matías.—¡El baile! ¡Ya me ha entrao escalofrío!
Uno.—¡Venga ya, señor Paco!
p. 52
Paco.—¡Ahí va el agua! (Empieza a tocar y bailan todos, quedando sentados el señor Matías, la Ignacia, la Justa y Juan en un lado. Isidra, sola, separada del grupo, en otro.)
Ignacia.—¡Ven aquí, chica!
Isidra.—¡Estoy bien, madre!... ¡Me he puesto aquí pa ver si se fija algún hombre en que estoy de non!
Dichos, Epifanio y el Rosca aparecen en lo alto de una rampa del foro. Paco, el Curial, que es el que toca, al ver a Epifanio, va dando al manubrio cada vez más despacio, y las parejas, asombradas, bailan con mayor lentitud.
Isidra.—¡Él!
Matías.—¡Anda la órdiga! ¡Ya está aquí!
Ignacia.—¡Maldito sea!
Justa.—El bólido. (Bebe. Calla el organillo y cesa el baile, quedando cogidas las parejas.)
Epifanio (Al Rosca.)—Anda, ¡pus no han parao!
Rosca.—Te tién pánico.
Epifanio.—Hombre, por Dios, señores, sigan ustés, que no me molesta.
Matías.—Toca, Paco. (Toca y sigue el baile.)
Epifanio (Dirigiéndose a la Isidra.)—¿Se quié usté dar dos vueltas, niña?
Isidra.—¡Me dan nausias!
Epifanio (A la señora Ignacia.)—¿Y usté, joven?
Ignacia.—¡Vaya usté y que le ahorquen!
Epifanio.—¡Está bien! (Al señor Matías.) ¿Y usté, pollo?
Matías (Se levanta.)—¡Epifanio, que tengo canas!
Epifanio (Poniéndose la mano sobre los ojos enp. 53 pantalla.)—¡Uy, es verdad! ¡No había reparao! ¡Tíñase usté el pelo!
Rosca.—¡O use usté el vigor del cabello!
Epifanio (A la Isidra.)—¿Conque no?
Isidra.—¡No!
Epifanio.—¡Está bien! (Se sientan enfrente en una mesa del merendero.) ¡Chico! (Dan unas palmadas y sale un chico.) ¡Tráete dos chicos!
Rosca (Dando con el bastón a una pareja que pasa bailando por delante de él.)—¡Chist! ¡Pollo! ¡A ver cómo se baila, que hace mucha calor!
El que baila (Con sorna.)—¡Guasa! (Sigue bailando.)
Rosca (A Epifanio.)—Oyes tú, ¿sabes lo que observo?... que el panadero no se da a luz.
Epifanio.—¡Miá tú este! ¡Ni lo esperes! ¡A ese le ha salido una erución del susto!
Rosca.—Natural... si es un tipo así... que... ¡Contra!... (Levantándose.)
Epifanio.—¿Qué es?
Rosca.—¡Que no le ha salío na!... ¡Mialo, por ahí viene!... (Eulogio y Venancio aparecen en lo más alto de la rampa de la izquierda, y quedan hablando y mirando al grupo de la gente que baila.)
Epifanio.—¡Es verdad! ¡Ay, su madre!
Matías (A Ignacia.)—Bueno, ahora nosotros. (Se levanta y ve a Venancio.) Va... ca... la... ¡Anda, Dios!
Ignacia.—¿Qué te ha dao?
Matías.—¡María Santísima!
Isidra.—¡Él!... ¡Gracias a Dios!... (Con intensa satisfacción.)
Justa.—¡Mialo!... (A Juan.) ¡Eso es un hombre!
Juan.—¡Me río del dos de Mayo!
Dichos, Venancio y Eulogio. Venancio y Eulogio se acercan por detrás del grupo que forman los que bailan, y vienen a pasar por delante de Epifanio y el Rosca.
Venancio (A Epifanio.)—¡Buenas tardes!
Epifanio (Poniéndose la mano en pantalla delante de los ojos.)—¿Quién ha sido?
Venancio.—¡Un servidor! (Epifanio y Rosca se vuelven a mirarle.)
Eulogio (Coge una de las copas de vino que tienen en la mesa.)—¡Con permiso!... (Se la bebe.)
Rosca.—Oiga usté: ¿quién le ha dao a usté licencia?...
Eulogio.—¡Tengo bula! (Va hacia el sitio donde está el señor Matías.)
Epifanio.—Bueno, ¿y quieres decirme dónde le pego yo a este chico que no le haga daño?
Rosca.—¡Yo le daba en el cerviguillo!
Venancio (Llegando al grupo donde está el señor Matías.)—¡Buenas tardes, señores!
Eulogio.—¡Pero que mu güenas!
Matías.—¡Paco, no toque más! (Cesa el baile.)
Venancio.—Señor Matías, usté dispense, pero...
Matías.—Y usté, ¿se pué saber a qué tenemos el honor de que haiga usté venío a sobrar?... (Muy enfadado.)
Eulogio.—Oiga usté, pero ¿es que esto es un baile de señoras solas?...
Matías.—¡Aquí lo que sobran son hombres!
Eulogio.—¡Hombres de... mote! (Mirándolos a todos.)
Venancio.—Bueno, a lo mío. Siento sobrar: pero yop. 55 le he dao a una mujer palabra de bailar con ella, y vengo a cumplirla... Y esa mujer me espera...
Matías.—Esa mujer no quiere bailar.
Venancio.—Vamos a verlo. (Va hacia ella.) Isidra, ¿me hace usté el favor de bailar conmigo?
Isidra.—Sí, señor. Gracias, Venancio. (Se levanta y se cogen del brazo.)
Venancio.—Ya lo ve usté. Que hagan el osequio de seguir tocando.
Todos.—¡Sí, que toquen! ¡Que toquen!
Matías (A Paco.)—No toques. Y tú (A Isidra.) te sientas, que aquí no quió broncas. (Con mucha furia.)
Ignacia (Levantándose enfurecida.)—¡Paco, a tocar!
Paco.—¡Yo no toco!
Matías.—¡No toques, no toques!
Ignacia.—¡Vaya, u toca él u toco yo!
Paco.—Misté que ahora viene una habanera ceñida.
Todos.—¡A bailar, a bailar!
Venancio.—Gracias, señá Inacia.
Ignacia (Sentándose.)—No hay por qué darlas.
Matías.—¿Y qué papel hago yo aquí ahora, se pué saber?
Eulogio.—¡Papel Job! (Se sienta el señor Matías. Empieza a tocar Paco y sigue el baile.)
Rosca (A Epifanio.)—¡Oye tú... que... que están bailando!
Epifanio.—¡Ya lo veo! Rosca, ve y avisa la Extremaunción pa un choto.
Venancio (Cada vez que pasa bailando por delante de Epifanio se quita el sombrero como saludándole, y le dice con sorna.)—¡Servidor!... (El señor Eulogio, que va bailando solo detrás de Venancio, al pasar por delante de Epifanio, le echa una bocanada de humo en la cara. Epifanio hace un movimiento de ira. Dan otra vuelta.) ¡Servidor!
Epifanio (Levantándose.)—¡Vaya, se acabó el panizo! (Se acerca a Venancio y le da un cogotazo.) ¡Servidor! (A Paco.) Toque usté a banderillas. (Retrocede, metiendo mano al bolsillo.)
p. 56
Isidra (Deteniendo a Venancio en su primer impulso.)—¡Venancio, por Dios!... ¡Por mí!... (Venancio se detiene.)
Eulogio (A Venancio.)—¡Calma, como te he dicho! (La gente se interpone entre ellos. Eulogio se coloca detrás de Venancio.)
Venancio.—¡Soltarme!... ¡Si estoy sosegao! ¡Dejarme, a ver, que yo me entere! ¿Quién ha sido ese que me ha pegao?...
Epifanio.—¡Un hombre! (Colocándose delante de él.)
Eulogio (Alargándole hasta la cara uno de esos juguetes que se estiran y se recogen a voluntad, y a cuyo extremo va una cabeza de cartón figurando ser la de un gato, que abre la boca al estirarse el juguete.)—¡Miau!
Epifanio.—¡Estese usté quieto!... ¡Un hombre!
Rosca.—¡Hay comprobantes!
Venancio.—¡No le hagan ustés caso, que es mentira! ¡Usté no es un hombre!... Usté... ¡usté es un granuja!
Epifanio.—¿Yo? (Queriendo abalanzarse a él.)
Eulogio.—¡Miau!... (Repite el juego de antes.)
Rosca.—¡Calma, hombre, que la ofensa no es tan grande! (Conteniéndole.)
Venancio.—Usté es un granuja y un borracho que ha vivido hasta hoy asustando a varios tontos que tienen más cariño a la piel que a la vergüenza, y explotando a las mujeres para llenar el buche gratuitamente, que es lo que buscaba usté con esta familia; y eso... lo vengo yo a impedir, ¡so vago!
Epifanio.—Eso... ¡Maldita siá! (Queriendo acometerle.)
Eulogio (Repite el juego.)—¡Miau!
Rosca.—¡La cosa no es pa alterarse aún!
Venancio.—¡Y a esta joven la atosiga usté, porque ve usté que se le va el momio, y porque ella no ha tenío un hombre que la defendiera!...
Matías.—¡Oye, tú, que está aquí su padre!...
Venancio.—¡Muy señor mío! ¡Pero las cosas han cambiao!
p. 57
Eulogio.—¡Todo cambea! (Con filosofía.)
Venancio.—Yo, esta mañana era un párvulo; pero dende mi casa aquí he dao el gran estirón.
Eulogio.—¡He presenciao el desarrollo!
Venancio.—Y digo que esta mujer...
Epifanio.—¡Esa mujer es mía... para que usté se entere!
Isidra.—¡Suya! ¿Tuya?... (Adelantando.)
Ignacia.—¡Isidra! (Queriendo detenerla.)
Isidra (Con ira.)—¡Pus anda, aquí me tienes; ven por lo tuyo! (Se cruza de brazos terciándose el mantón.)
Epifanio.—Bueno, y si no... ande usté con ella... ¡peor pa usté!... (En tono muy despreciativo.)
Isidra.—¡Peor!... ¿Qué dices? ¡Ladrón! ¿Qué has dicho?... (Con furia.)
Matías.—¡Hija! (Deteniéndola.)
Isidra.—¡Charrán! Peor ¿por qué? ¡Dilo fuerte, dilo pronto! ¡Dilo! (Exaltadísima.)
Venancio.—¡Basta! ¡Ea!... ¡Oiga usté, amigo, cuando esté usté delante de esta mujer, se quita usté el sombrero, así!... (Se adelanta rápidamente, se lo quita y lo tira al suelo con rabia.)
Epifanio.—¡Recontra!
Venancio.—¡Y ahora le voy a cortar a usted la lengua!
Epifanio.—¿A mí?... ¡Vamos a verlo!
Venancio.—¡Mira, ladrón! (Le da un palo.)
Epifanio.—¡Lo mato! (Mete mano al bolsillo y saca la navaja.)
Todos.—¡Socorro! ¡Guardias! ¡Que se matan! (Confusión y gritos.)
Venancio (Al verle sacar la navaja a Epifanio, le coge las manos, obligando al otro con su esfuerzo a que suelte la navaja.)—¡Suelte usté eso, cobarde! ¡Granuja! ¡Ahí quieto! (Lo sienta a la fuerza en uno de los taburetes que están al lado de la mesa del merendero.)
Epifanio.—¡Rosca, que lo mato! (Se levanta en un esfuerzo.)
p. 58
Venancio (Volviéndole a sentar.)—¡Quieto ahí!
Epifanio.—¡Rosca, quítamelo, que lo mato! (Vuelve a levantarse y Venancio lo vuelve a sentar.)
Eulogio (A Epifanio.)—¡Que tome usted asiento, señor!
Venancio.—Y ahora...
Eulogio.—¡Déjalo ya!
Venancio.—¡Gallina! (Le da un empujón y caen rodando al suelo la banqueta y Epifanio.)
Epifanio (Levantándose y con furor.)—¡Adiós! ¡Nos veremos... y miá si no te la!... (Se las jura y se va limpiándose.)
Todos.—¡Fuera, fuera! (Vanse Epifanio y el Rosca por la segunda derecha.)
Rosca (Vuelve.)—¡Y usté... (A Eulogio.) usté y yo nos veremos!
Eulogio (Con el chirimbolo.)—¡Miau!... ¡Ah... y toma! (Cogiendo la navaja del suelo y cerrándola.) Dale eso a ése y no uséis cosas de estas... ¡que son pa hombres na más! ¡Arrea! (Dándole un puntapié.)
Ignacia (A Venancio, que se ha sentado en un taburete agitado y convulso, y al que rodean Isidra, la Justa, Paco, Juan y Matías.)—¡Pero, sosiégate! ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?
Eulogio.—¡Qué quié usté que tenga! ¡El ejercicio que ha hecho!
Venancio.—Es que a mí ese... ¡Maldita sea!... (Se levanta agitado blandiendo el palo. Se separan todos asustados. Vuelve a sentarse.)
Eulogio.—¡Oye, tú, a ver si te estás quieto!
Venancio (Volviendo a levantarse.)—A mí ese chulo no me... (Se separan todos.)
Isidra.—¡Pero, Venancio!... (Le obliga a sentarse.)
Ignacia.—¡Darle agua!
Juan (Con un botijo.)—¡Bueno; pero quitarle el palo!
Matías.—Bueno. ¿Y a qué ha venío tóo esto, si pué saberse?... (Cogiendo el botijo que tiene Juan.)
Venancio.—Pues esto ha venío a que la... (Se levanta y va hacia Isidra.)
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Eulogio.—¡Revienta, hombre!
Venancio (Con pasión.)—¡A que la quiero con toda mi alma, señor Matías!
Eulogio.—¡Gracias a Dios!
Matías.—¿Y pa eso sólo has armao esta bronca? ¡Vamos te daba así con el pitorro! (Amenazándole con el botijo.)
Ignacia (A Isidra.)—Ya lo has oído. Y tú, ¿qué dices?
Isidra.—¿Yo?... Ya se lo diré a él, madre.
Eulogio (A Venancio.)—¡Dile que bendita sea su boca!
Venancio.—Bendita sea la... (Aparte a Eulogio.) Cuando tenga más confianza.
Matías.—Lo único que me gusta de este chico es que tiene un carater parecido al mío.
Ignacia.—¡Calla, fiera!
Eulogio.—¡Choca, chico! (Dándole la mano a Venancio.) Y tú... (A Isidra.) el día que sea eso, cuenta con unos bebés, charol de primera. En fin, pa celebrar lo de éstos, (A Paco.) dele usté al manubrio y echemos un baile.
Todos.—¡A bailar! ¡A bailar! (Toca Paco y bailan todos.)
Eulogio (A la señá Ignacia.)—¿Quiere usté?
Ignacia.—¡Vamos allá! (Se cogen y bailan.)
Eulogio.—¡Y viva San Isidro!...
Todos.—¡Viva! ¡Viva!... (Algazara, voces y risas. Mucha alegría.)
TELÓN
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La escena representa un trozo de la Ronda de Valencia. A la izquierda, y en primer término, en un chiscón, construído con tablas pintadas y techumbre de zinc, hay establecida una barbería de quince céntimos y «cara al sol». A los lados de la puerta, sillones para los servicios; en una mesita pequeña, útiles de afeitar, como navajas, bacías, etc. Sobre la puerta un letrero mal pintado que diga: Salón de Barbería. No se azmiten propinas. En el mismo lado y colocada de izquierda a derecha hasta mitad de la escena, se verá la valla de un solar quep. 64 continúa en ángulo hasta cerca del foro. Próxima a este ángulo y frente al público, la valla tiene una puerta practicable. Entre la barbería y la valla hay espacio para una calle. A la derecha, en primer término, una taberna de pobre aspecto con puerta practicable. En la calle y frente a la puerta, dos mesas, y alrededor, banquetas. Sobre la puerta un letrero que dice: Vinos. Cerca del foro queda un espacio a manera de plaza, formado por las casas de la derecha y la valla del solar que da frente a estos términos, y en este espacio, desemboca una calle bastante ancha. El foro lo constituyen casas y solares. Es de día; un día de invierno de sol muy claro.
Quintina, Eustasia, Señá Rosa, Vecina 1.ª, una Niña, Señor Régulo, el Pinturas, Liborio, Chico 1.º y 2.º
Al levantarse el telón aparecen todas estas personas en la forma siguiente. Quintina, la señá Rosa y Vecina 1.ª, sentadas junto a la valla del solar. Quintina y la señá Rosa cosen al sol, puestos en la cabeza los pañuelos formando pantalla. La Vecina 1.ª peina a una niña que estará sentada en el suelo entre las piernas de su madre. Eustasia, un poco más lejos, lava ropa en un barreño sostenido sobre un cajón. Liborio, sentado en el suelo y apoyada la espalda en la valla, lee un periódico. El señor Régulo, a la puerta de la barbería, pasa por la badana varias navajas de afeitar. El Pinturas trata de obligar a un perrito a que se sostenga sobre las patas traseras. Chico 1.º y 2.º, en la parte derecha del foro, vuelan una cometa que se ve remontarse por las bambalinas.
Eustasia (Dando jabón a la ropa y restregándola luego, canta un tiento.)
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Liborio (A Eustasia, dejando de leer y confidencialmente.)—¡Chits!... ¡Eustasia!... Daría los noventa y pico de años que me restan de existencia por ser enagua.
Eustasia.—¡Caramba! ¿sí?... ¿Y con qué ojeto?
Liborio.—Pa tener el gusto de que me echase usté a la colada.
Eustasia.—¡Caray, qué rico! (Cantando.)
Rosa.—¿Pero se pué saber qué es lo que te duele, hija?
Eustasia.—¿Que qué me duele? (Mirando a Liborio.) Un divieso... que me ha salido aquí al lao.
Régulo.—Pues belladona con él.
Eustasia.—Estos me los suele reventar mi marido.
Liborio (Escamado y separándose un poco.)—¡Repringue!
Régulo.—¡Que te mejores!
Eustasia (Al ver que Liborio se ha separado.)—¡Ya nos vamos aliviando, ya!
Niña (La que se peina, casi llorando.)—¡Pero madre!...
Vecina 1.ª—¡Calla, recondená!
Niña.—¡Si es que m’arranca usté el cabello!
Vecina 1.ª—¡Pues no le llama cabello a esto y paece el pelote d’un sofá!
Rosa.—Dame una hebra, Quintina.
Quintina (Dándole una hebra de hilo.)—Tome usté, señá Rosa.
Liborio.—¿Y cómo anda de istrución ese perro, Pinturas?
Pinturas.—Ya sabe el ejercicio. Ahora le estoy educando pa monecipal.
Eustasia.—¡Qué gracia! ¿Y qué le enseñas?
Pinturas.—A andar despacio y a pararse en las esquinas.
Régulo.—Tóo el manual.
Liborio.—¡Já, já! (Riendo.) ¡Tié salero!
Eustasia (Cogiendo el lebrillo de la ropa.)—¡Vaya, me voy a tender!
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Liborio.—Y yo. (Se tiende en el suelo, apoya la cabeza en una piedra y sigue leyendo.)
Eustasia (Amenazándole con la pala.)—¡Gracioso! (Vase por la puerta del solar.)
Dichos y Señor Metodio (guardia de Orden Público). Sale por la calle de la derecha.
Metodio.—Salú, vecindario... Buenos días, Régulo. (Yendo hacia la barbería y quitándose la teresiana.)
Régulo.—¡Hola, señor Metodio!...
Metodio.—Afeitarme en un vuelo, que voy de servicio.
Régulo.—Al vapor. Deje usté el armamento. (Cuelga el sable que se quita Metodio donde éste colgó la teresiana y procede rápidamente al afeitado.)
Chico 1.º (Dejando al Chico 2.º el hilo de la cometa y viniendo furioso ante la taberna.)—¡Señá Lorenza, señá Lorenza, dígale usté a Donisio que no tire piedras a la cometa, que va a cobrar! (Cae una piedra y da en el periódico que lee Liborio.)
Liborio (Incorporándose furioso.)—¡Pero, chico! (Mirando hacia la derecha.) ¡A ver si te estás quieto, que más dao en el folletín! (Cae otra piedra entre las vecinas.)
Rosa (Asustada.)—¡Rediez!... ¡qué cantazo!
Quintina (Indignada.)—¡Pero señá Lorenza, que sigue con las piedras!...
Lorenza (Saliendo con calma de la taberna.)—¡Ay, hija, ni que fueran ustés de porcelana! ¡Jesús!... (Al chico.) ¡Donisio... no tires, hijo, que vas a romper un cacharro!
Liborio.—Guasitas encima, ¿eh?
Donisio (Que sale huyendo por la derecha de losp. 67 chicos de la cometa, que la recogieron a su tiempo.)—¡Madre! ¡madréee... que me pegan! (Donisio es un pequeñuelo que va en mangas de camisa, lleva tirantes y fuera de los calzones el faldón de la camisa.)
Lorenza.—¡Hala pa dentro, mala pécora! (Lo entra en la taberna dándole azotes.)
Dichos y un Carretero
Se oye próximo el rodar de un carro, ruido de colleras y dos o tres trallazos.
Carretero (Dentro.)—¡Riá, mula! ¡Riá, condenada! ¡Mula! ¡Sooó! ¡Generala! ¡Sooó! (Saliendo sucio de harina hasta la exageración, con la boina casi blanca y cara y manos enharinadas.) ¡Güen día!... ¿Hay quien afaite?
Pinturas.—Pase, caballero; pase y asiéntese, que se le va a servir de seguida.
Carretero.—¿Ande m’asiento? (Empieza a sacudirse la boina contra una rodilla, y luego se golpea la ropa levantando una terrible polvareda de harina. Tosen todos los que hay en escena.)
Pinturas.—¡Recoles!... (Tosiendo.) ¡Ejem!... ¡ejem! Aquí... asiéntese aquí. (Le ofrece un sillón.)
Régulo (Tosiendo.)—¡Ejem!... ¡Chits!... Oiga, buen amigo, no sacuda más, que ha desperdiciao usté dos libretas, lo menos.
Carretero (Sentándose.)—¡Maldita siá lá!... Si se pone uno que...
Pinturas (Al maestro.)—Paño.
Régulo (Dándole el paño.)—A ese con verduguillo y sin repaso.
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Pinturas (Pone el paño al carretero y le quita la boina.)—Dejaremos la boina aquí. (La cuelga.)
Carretero.—¡Oye, tú, a ver ande la dejas, no me la van quitar!
Pinturas.—¡Caballero, este salón es de confianza!
Carretero.—Lo digo porque, no vas a pensarte, el otro día en la Ronda Segovia m’apandaron una a listas, recién estrená.
Pinturas (Dándole jabón.)—Aquí no semos de esos. (Tose.) ¡Ejem! ¡ejem! ¿Y esa harinita que acarrea usté, es candial u centeno?
Carretero.—Es pa cataplasmas.
Pinturas.—¡Bullanguerillo! (Le da más jabón.)
Metodio (Al señor Régulo.)—El bigote déjamelo a lo kaiser.
Carretero (Al escuchar un inquieto cascabeleo de colleras, se vuelve furioso hacia la derecha y dice dando un grito terrible.)—¡Coronela!
Pinturas (Asustado y dando un salto.)—¡Mi madre! ¿Qué pasa?
Carretero.—¡Aguarda, hombre! (Incorpórase y mira hacia donde ha dejado el carro.) ¡Maldita siá! ¡Coronelááá! (A gritos.) ¡Ay, Granaíto, Granaíto, que te voy a hacer polvo!
Pinturas.—¿Más polvo?
Carretero (Se levanta rápidamente, coge el látigo que habrá dejado apoyado en la pared y echa a correr con el paño puesto y la cara llena de jabón.)—¡Siooó, mula! (Se oyen trallazos.) ¡Machooó!... ¡Perro! ¡Maldita sea tu casta, ladrona! (Se oye ruido de colleras.) ¡Siooó! ¡Mala sangre! ¡Asesinooó! (Vuelve y deja el látigo) ¡Amos, hombre; esa perra, ca vez que la engancho en varas, m’atolondra el macho!
Pinturas.—¿Es coqueta?
Carretero.—¡Burro! (A Pinturas.) (No es a ti.) (Alto.) ¿Tú también? ¡ay, si güelvo, si güelvo! (A Pinturas.) Afaita.
Pinturas (Afeitando.)—¿Y qué, ha visto usté cómo anda eso de la política?
Carretero.—¡Política! Quita, hombre, a mí tóo lop. 69 que no sea la República ¡agua limón! (Metodio se vuelve y le mira.) Y vengan palos, y cortar caezas, y colgar gente rica. (Metodio vuelve a mirarle.)
Pinturas.—Sí, vamos, usté tira a la demagogogía.
Carretero.—¡Natural! ¡Y ajuera ladrones, y abajo los empleaos, y a destripar guindillas! Créeme a mí.
Metodio (Con la cara llena de jabón.)—¡Oiga usté, mi amigo!
Carretero (Con la cara llena de jabón, también.)—¿Qué pasa?
Metodio.—Que como siga usté rebuznando a ese tenor, le acabamos a usté de afeitar en la Delegación.
Carretero.—¿D’ande ha salío esa voz aflautada?
Metodio.—De Metodio Lagunilla, agente de primera afezto a la Zona norte.
Carretero.—Pus pa otro día se afeita usté con kepis, porque así enjabonao no se le nota a usté la autoridaz.
Metodio.—Se usan gafas.
Carretero.—Se usan narices postizas. Acaba, chico. (Por lo bajo.) ¡Nos ha matao el tío guinda éste!
Metodio (A Régulo.)—¿Y que tenga uno que aguantar esto?
Régulo.—No haga usté caso, señor Metodio, en estos salones hay que oir toa clase de ditirambos.
Pinturas (Acabando con el carretero.)—Pa servir a usté.
Carretero (Levantándose.)—¡Está esto güeno! (Mira al guardia con ira, mientras saca de la faja una bolsa de cuero y deslía el cordón que la cierra.) ¡Te digo que si uno no mirara!... ¡Así degollasen a la!... ¡Lástima de!... ¿Qué se debe?
Pinturas.—Quince céntimos.
Carretero.—¡Maldita siá! (Dando los quince céntimos.) En paz. (Liando la bolsa y guardándola.) ¡Y luego que si libertá, y si pimientos morrones! (Coge el látigo, se acerca a la pared y en vez de descolgar su boina coge la teresiana de un manotón.) ¡Miá tú a mí el esbirro éste!
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Metodio.—¿Eh? que ha cogido usté mi teresiana.
Carretero (Soltándola encima de la mesa.)—¡Rediezla, pues eso me faltaba, irme con tonterías en la caeza! ¡Me caso hasta en!... (Dando trallazos y voces.) ¡Riá, Coronela! ¡Huesque! ¡Ladrona! ¡Granaíto! ¡Ay, qué macho, qué macho! ¡Mala sangre! ¡Arreeé! (Se oye alejarse el carro y se oyen las voces del Carretero que se pierden a lo lejos.)
Régulo (Acabando.)—Servidor, señor Metodio.
Metodio.—Bueno, ¿y qué haces cuando te tropiezas con un devocionario de esos?
Régulo.—Hacer la vista gruesa, es lo que coge.
Metodio.—Hay que tener más pacencia... (Vase foro izquierda. El señor Régulo vase con Pinturas a la barbería. Durante la escena anterior, se han marchado la Quintina, Vecina 1.ª y la Niña, y luego Liborio, quedando sólo la señá Rosa.)
Señá Rosa y el Señor Balbino
(El señor Balbino, es un tipo de verdulero ambulante; sale por la izquierda con un borriquillo que lleva un serón cargado de frutas y hortalizas.)
Balbino (Pregonando.)—¡Pimientos coloraos d’asar! ¡A treinta, tomates! ¡Como la grana, tomates! ¡Parroquianitas, que son de moda! ¡A treinta, tomates!
Voz (Dentro.)—¡Verdulero!
Balbino (Contestando.)—¡Perroquiana!
Voz.—¿Los da usté a veinte?
Balbino (En voz alta.)—Aguárdate que consulte. (Al burro.) ¿Los damos a veinte, Catalino? (En voz alta.) Dice mi socio que no hay negocio. (Pregonando.) ¡Como la grana son! ¡Como la grana son!
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Rosa.—Adiós, Balbino.
Balbino.—Hola, señá Rosa, ¿pero toavía anda usté pol mundo?
Rosa.—Y el rato que me queda, hijo.
Balbino.—Así sea.
Rosa.—¿Y vienes por la manduca?
Balbino.—A ver. He visto bostezar a Catalino y he dicho las doce y cuarto y nos hemos venío pa acá en busca del lunche. (Descarga el serón con las verduras y lo pone junto a la taberna y le coloca al burro en el cuello el saco del pienso.)
Rosa.—Siempre estás de güen humor, hijo.
Balbino.—¿Yo? Yo no. El que es feliz es mi socio. Aquí lo tié usté; tié tres cargos, cuadrúpedo, industrial y verdulero, pus entavía le queda tiempo pa sus asuntos particulares con una burra vecina. Místelo; nos queremos como hermanos. Hace cinco años que nos hemos juntao bajo la razón social de Balbino Verdolaga y Compañía, y menos en las algarrobas en tóo lo demás vamos a medias; pues aún no hemos tenío el más ligero disgusto. ¿Qué le falta a este burro pa ser una persona?... ¡Darme un par de coces! Y no lo espero, ¿verdá Catalino?
Rosa.—¿Qué dice?
Balbino.—¿Dice que si usté gusta?
Rosa.—Gracias, hijo.
Balbino.—¡Ande come uno comen dos, no sea usté niña!
Rosa (Levantándose y marchándose.)—¡Anda y que te dé el viento, guasón! (Vase.)
Balbino.—Usté se lo pierde. (Mira el reloj.) ¡Cuánto tarda la Lucila! Voy a avisar que nos preparen la comida. (Mete al burro por la calle de la derecha y entra él en la taberna.)
Señor Manfredo. Luego, Balbino.
(Manfredo, que es un viejo desastrado que se dedica a pasear anuncios, sale por la izquierda llevando en alto y sujeto por un palo un gimnasta de músculos atléticos, pintado en un lienzo en actitud de sostener dos enormes pesas en las que se leen las palabras: “Fuerza”, “Robustez”, “Hermosura”, “Virilidad” y a los pies de la figura un letrero que dice: Bola, 10, Gran Gimnasio.)
Música
Manfredo
——
Hablado
Manfredo (Mirando al gimnasta.)—¡Chitsss!... Hercúleo... ¿Vamos a ver si nos fían media copa?... Bueno. (Se dirige a la taberna.)
Balbino (Que sale de ella.)—¡Calle!... (Reparando en Manfredo.) ¡Manfredo!... pero, ¿eres tú?...
Manfredo.—¡Balbino de mi alma!... ¡¡Cuánto me alegro!!
Balbino.—¡No te había conocido! Chico, ¿pero qué es eso que llevas a cuestas?
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Manfredo.—¡Un azleta!
Balbino (Mirándolo.)—¡Gachó, qué tío! (Leyendo.) Fuerza, robustez, hermosura, verilidaz... ¿Y tóo eso, qué es?
Manfredo.—Cinco reales. Que me he metido a niñera d’anuncios; los llevo a paseo.
Balbino.—Pues la cosa no es mu pesá que digamos.
Manfredo.—Sin embargo; ¡el Herculitos este tié sus deficultades, no creas!
Balbino.—¿Cuálas?
Manfredo.—Pues mira, primero, la chirigota pública. Ayer sin ir más lejos nos ven dos señoritos y va uno y le dice al otro: ¡Miá qué grupo tan bonito: Sansón y Donlila! Y el pitorreo siempre molesta: Y segunda y prencipal, que como tóo el peso lo llevas arriba, en cuanto te tomas dos copas, te empieza a titubear el azleta y de una legua te conocen que has bebido.
Balbino.—¿Por la oscilación?
Manfredo.—Natural. (Deja el gimnasta apoyado en la tapia de la taberna y se sientan.) ¿Y tú qué haces por estos barrios?
Balbino.—Pues náa, chico, que ahora comemos aquí.
Manfredo.—¿Sus habéis mudao?
Balbino.—Arganzuela, decisiete. Hace un mes escaso.
Manfredo.—¿Y tu vástaga?
Balbino.—Dedicá a su comercio. Ya no tardará.
Manfredo.—¿Y tu sobrino?
Balbino.—¿Quién, Serafín? No sé de él.
Manfredo.—¡Repringue! pero, ¿no vive con vosotros?
Balbino.—Hace dos meses. Nos la jugó de puño.
Manfredo.—¡Chico!... ¡No lo hubiá creído! ¡Qué engratetú! Toa la vida a tu lao y de repente...
Balbino (Con tristeza.)—Y lo peor de que nos haiga dejao no es la engratetú, Manfredo...
Manfredo.—Pues, ¿qué es? (Con interés.)
Balbino (Acercándose a su interlocutor y con misp. 75terio.)—Lo peor es que con ese motivo estoy atravesando un drama de familia que atufa.
Manfredo.—¡Porra! Pero, ¿es de veras?
Balbino.—¿Que si es de veras? Te quiero como un hermano y te lo voy a contar tóo pa que veas cómo las estoy pasando.
Manfredo.—Me dejas demudao. Cuenta, cuenta...
Balbino.—Mira, Manfredo, tú ya sabes que respetive al bienestar, mi casa era un eden... ¡Más!... ¡Un eden concert!...
Manfredo.—Me costa.
Balbino.—Ya que mi chica perdió a su madre a los tres años, dije, pues que no eche de menos el cariño que la va a faltar y la quintudupliqué el mío; que tú sabes que ciego por ella y si me pide la luna no se la traigo porque no sé por dónde se sube, que si no, se la bajaba de un cuerno.
Manfredo.—Me sigue costando.
Balbino.—De chiquilla, pa que tuviese con quién juar, recogí a mi sobrino Serafín, como sabes, cuando murió mi cuñada y me lo llevé a casa.
Manfredo.—Acción meritoria.
Balbino.—Pues bien, los chicos, primero con el apego de criarse juntos, después con lo natural que da el roce, pues lo que era una cosa, luego fué otra, y en total, que mi Lucila se pirrió por Serafín, sin que él se diese cuenta, y de pronto, cuando más mochales estaba la chica, va el ganso ese y se nos larga a vivir con una tal Carmen.
Manfredo.—¡Mi madre!
Balbino.—Lo que oyes.
Manfredo.—¿Ella se habrá quedao desconsoladisma?
Balbino.—¡Carcúlate! Ahora, que ya la conoces, y como ella cree que yo no me he enterao de náa, pues pa no darme el desgusto, la creatura se repudre por dentro y se va a llorar por los rincones; pero delante de mí siempre está con unas risas y unas alegrías que m’hacen más daño que un clavo en las botas.
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Manfredo.—Pues vaya una coba triste.
Balbino.—¡Considera! Y yo, la verdad, quisiera una cosa de ti.
Manfredo.—¿Cuála?
Balbino.—Que t’aguardes, y cuando venga la chica, yo me largo ahí dentro, y a ver si tú pués sacarla con maña su verdadero sentir. No sea que me haga algún disparate que me amargue.
Manfredo.—No lo creo; pero en fin, déjamela a mí, que yo la hablaré. (Se oyen risas lejanas.)
Balbino.—¡Calla!... ¡Ella viene! Ya está ahí.
Manfredo.—¡Y cómo se ríe!
Balbino.—Lo de siempre. ¡La pobrecilla, pa engañarme!...
Dichos y Lucila
Lucila (Sale por la izquierda con una cesta llena de juguetes baratos, y atado al asa un hilo con globitos de colores. Viene riéndose exageradamente y mirando atrás.)—¡Já, já, já! ¡Qué gracia! ¡El demonio del hombre! (A su padre.) ¡Hola, agüelo!
Balbino.—¿Pero qué te pasa, tarambana?
Lucila.—¡Náa... calle usté, que vengo partía de risa! ¡Já, já, já! ¡Qué salao!
Manfredo.—¿Pero qué t’ha sucedío pa ese jolgorio?
Lucila.—¡Quite usté, señor Manfredo! ¡La gracia el mundo! Un señor viejo que m’ha preguntao que cuánto quería por los juetes con escaparate y tóo.
Balbino.—¿Y tú qué has dicho?
Lucila.—Que veinticinco años y un bigote rubio.
Balbino.—¿Y qué t’ha contestao?
Lucila.—Que no llevaba suelto, y le he añadío que pa gaitas ya las vendo yo. ¡Já, já! ¡Qué salero!
Manfredo.—¡Eres el demonio!
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Balbino.—¿Y has vendío mucho?
Lucila.—¿Vender?... ¡Ganas! Dende que ha salío el futu-bul se están poniendo las creaturas que no siendo a coces no saben a qué juar. ¡El mejor día agarro yo el bazar, le pego un puntapié y futu-bul! En toa la mañana no he vendío más que Don Nicanor tocando el tambor, a una señora gruesa, y Don Genaro saludando a una estitutriz, que como era francesa no ha entendío el saludo y me lo quería devolver. Total: entre la señora y la estitutriz, dos perras. Se lleva una perra el Ayuntamiento, conque le queda a usté otra pa mantención, ropa limpia y ladridos... ¡Usté verá el negocio!
Balbino.—¡Pa echar utomóvil! Vaya, voy a avisar que nos calen la sopa. (Vase a la taberna.)
Lucila.—Sí, que traigo gazuza, padre.
Lucila, Manfredo. Luego Balbino.
Manfredo (Aparte.)—¡A ver si se me franquea! (Hace señas de inteligencia a Balbino, que se asoma con disimulo tras la puerta de la taberna. Alto a Lucila.) Oye, ya m’ha dicho tu padre que sus habéis mudao.
Lucila.—Sí, señor, en la cae la Arganzuela. Tenemos un chalete lujosísimo, con vistas a la mar... a la mar de solares.
Manfredo.—Ya iré a veros.
Lucila.—Pues vaya usté pronto, que está la escalera pa caerse. ¿Y l’habrá dicho a usté también que Serafín nos hizo rabona, eh?
Manfredo.—Eso m’ha contao. Y que se fué con una tal Carmen.
Lucila (Con tristeza.)—Sí, señor. Mañana precisamente hace dos meses, mire usté.
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Manfredo.—¿Tú habrás tenido el primer disgusto?
Lucila.—¡Hombre... sí que lo sentí, porque le tenía una miaja de ley, pero náa más! Ahora que... ¡lo que son las cosas de la Providencia!... ¿A que no sabe usté lo que he sabío esta mañana, señor Manfredo?
Manfredo.—¿Qué has sabido?
Lucila.—¡Pues que Serafín y la Carmen han tarifao ya!
Manfredo.—¡Rediez!
Lucila.—¡Y de mala manera! Me he encontrao al cojo Changa, ese amigote suyo, y me lo ha contao tóo. Al mes de vivir juntos, la madre lo echó a la calle; creo que no congeniaban. Al menos eso dicen ellas. Pero la verdá de la cosa es que la Carmen no le quería, y se ha encaprichao, según dicen, con el señor Valeriano, el pollero, que tié guita larga, y ha dejao al otro por puertas.
Manfredo.—¡Buen castigo! ¿Tú te habrás alegrao de ole?
Lucila.—¿Yo? ¿Por qué me voy a alegrar?
Manfredo.—¿Que por qué?... ¡Porque sí! No disimules; porque tú quiés a Serafín hasta donde se pué querer.
Lucila (Sorprendida.)—¿Yo? ¡Qué tontería! ¿Quién se lo ha dicho a usté?
Manfredo.—Un pajarito que tóo lo sabe: la experencia. ¡Tú le quieres, no lo niegues!
Lucila.—¡Hombre... quererle, claro!... Algo.
Manfredo.—¡Mucho!
Lucila.—Es natural... ¡Toa la vida a su lao!... Que cuidarle cuando se ponía malo... que reirme con sus bromas... que adivinarle los gustos... Y un año y otro, siempre juntos... pues, claro, aunque una sea un perro... se toma cariño.
Manfredo.—Es que tú l’has tomao un poquito más que cariño.
Lucila (Vacilando.)—¡Tanto como eso no, pero he pasao malos ratos, sí, señor; pa qué le voy a usté a engañar! Pero no se lo diga usté a mi padre, ¿eh?
Manfredo.—¡Descuida, mujer!
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Lucila.—Pues los he pasao; porque yo que sé lo que es querer, he visto que ella no le quería y él cáa vez más loco. A una palabra suya iba de cabeza, y en cambio mis consejos y mis avertencias, náa... Como si soplase usté al sol pa enfriarlo: inútil. Pero el querer es así: loco, y hay que aguantarse. Ya ve usté, yo era todo por su bien, sin interés denguno... (Se le saltan las lágrimas,) y ella en cambio, le desprecia... pus se ha ido con ella, y es que la vida tié esas cosas... ¡Ay! ¡Si yo me hubiese podido hacer más chiquita, más chiquirritita de lo que soy... y me hubiese podido esconder en el corazón de esa mujer, entonces sí que le hubiera querido, señor Manfredo, entonces sí que le hubiera querido! (Llora.)
Manfredo (Conmovido.)—¡Me caso en el gimnasta! ¡Maldita sea mi suerte!
Lucila (Secándose las lágrimas.)—(¡Chito! ¡Calle usté! ¡Mi padre!)
Balbino.—Ya está la sopa, tú.
Lucila.—Vamos.
Balbino.—Oye, (Observándola.) ¿pero qué es eso? ¿Llorabas?...
Lucila.—¿Yo?... ¡Quite usté, hombre! ¿Llorar? (Ríe.) ¡Já, já! ¡qué gracia!... Pues precisamente le estaba diciendo al señor Manfredo, que estoy mu contenta porque ca día está usté más arriscadete y más guapo. ¡Como que unas señoras me lo querían coger anteanoche pa una tómbola!... ¡Misté qué ojos más ladrones... y misté qué nariz! ¿Usté ha visto una alcachofa más bonita en su vida?
Balbino.—¡No seas niña, Lucila, y no desimules!
Lucila.—¡Bendito sea mi padre! ¡Ele! ¡Esto sí que se quiere de veras en el mundo, señor Manfredo! ¡Él pa mí, yo pa él, sin coba, ni paripé... siempre juntos los dos! (Le abraza.) ¡mi agüelete!... ¡Ele! (Quiere reir y llora.)
Balbino.—¿Lo ves, lo ves cómo lloras?
Lucila.—Bueno, ¿y qué? Aunque llore, ¿qué? Es de alegría, señor. También se llora de alegría. Hay días que llueve con sol, ¿verdá usté?... (Empujando ap. 80 su padre.) ¡Eche usté pa alante, so gitanazo! ¡Já, já! ¡Místelo, tié la esbeltez del talego! (Abrazándole.) ¡pues no quiero yo na a este tío viejo!
Balbino.—¡Pero lloras, lloras!
Lucila (Llorando francamente.)—¡De alegría... de alegría! ¡Si es de alegría, señor!
Balbino (A Manfredo.)—¿Estás viendo? ¡Maldita sea!... (Entran abrazados en la taberna.)
Manfredo (Furioso, cogiendo el gimnasta.)—¡Mecachis hasta en!... ¡Después de ver esto, hoy te va a pasear a ti tu señora agüela! (Se lo echa al hombro y sale corriendo por detrás del solar.)
Serafín y Ladislao
Salen por la derecha. Vienen mirando hacia atrás como ocultándose de alguien.
Serafín (Azorado.)—¿Es la Carmen?
Ladislao.—Sí, es ella. Se ha parao en la tienda de telas con una mujer.
Serafín.—La esperaré aquí.
Ladislao.—Bien hecho. Y atiende, Serafín; espero que quedes como un hombrito; duro con esa golfa, y que no te ablande el cariño que l’has tenido.
Serafín.—No tengas cuidao. Lo que no la diga, será porque no me deje la rabia.
Ladislao.—Piensa que esa mujer te ha tomao de pito en tales términos... que te puede utilizar un sereno impugnemente; y piensa que por su culpa estás siendo el hazme de reir de la sociedad.
Serafín.—Lo he pensao tóo, y que no me quiera y me deje por otro es lo que me importa. Lo demás, ¡a mí qué!
Ladislao (Furioso.)—¿Cómo que a ti qué?... ¿Y elp. 81 honor?... ¿Y la guapeza de un hombre tirá por los suelos?... ¿Y la befa social?... ¿Son fruslerías? Ten denidaz.
Serafín.—¡Lo que tengo es que no puedo vivir sin ella, y hay que arreglarlo sea como sea!
Ladislao.—Por la tremenda. Créeme a mí. La mujer es un ser fútil y veleta que compará con nosotros no vale el pan que come. Ahora tú procede.
Serafín.—¡Chist! ¡Cállate! Ya viene.
Ladislao.—Pues ahí estoy. A ver esas agallitas. (Se oculta junto a la barbería.)
Serafín y Carmen
Carmen sale por la derecha y va a seguir y marcharse por la izquierda hasta que la detiene Serafín.
Serafín (Estoy temblando, no sé si de coraje u de qué.) (Alto a Carmen.)—¡Carmen!
Carmen (Volviéndose sorprendida.)—¡Tú!
Serafín.—Yo, sí, señora.
Carmen.—Bueno, ¿y qué quieres?
Serafín.—Dos palabras.
Carmen.—Vengan y que no sean más.
Serafín.—Mucha prisa llevas.
Carmen.—Regular. Conque, ¿qué hay? Acaba.
Serafín (Titubeando.)—Náa... que yo... que yo no puedo estar así más tiempo.
Carmen (Con frialdad.)—Pues cambia de postura.
Serafín.—Miá, Carmen, no te burles, que vengo muy en serio. ¿Tú es que quieres mi perdición?
Carmen.—De ti no quiero nada, ni eso; ya lo sabes.
Serafín (Exaltado.)—Entonces, ¿por qué me has engañao?
Carmen.—Y dale molino. La engañá he sido yo, Sep. 82rafín; te lo he dicho cincuenta veces; yo, que creí que la simpatía que te tuve podría ser cariño, que luego he visto que no y que prefiero ser franca a ponerte en ridículo. Me lo debías de agradecer.
Serafín.—¡Carmen, piensa lo que dices!
Carmen.—Estas cosas del querer no se piensan, chico; se sienten u no se sienten, y en paz. Conque me alegro verte bueno... (Intenta irse.)
Serafín (Sujetándola.)—Aguarda, miá que voy a hacer una barbaridad, Carmen.
Carmen.—No lo creo.
Serafín.—Miá que tú no sabes cómo te quiero; miá que estoy en ridículo, y miá que lo sé todo; porque tú me has dejao por otro.
Carmen.—¡Mentira!
Serafín.—Y ahora tiés prisa pa ir a buscarle.
Carmen.—¡Mentira!
Serafín.—Verdá; y es el señor Valeriano el pollero.
Carmen.—Bueno, y últimamente, ¿qué? ¿No soy libre? Ese u otro, alguno tié que ser; porque monja no querrás que me meta. Conque suelta...
Serafín.—No te suelto... no... ¡Tú te vienes conmigo!
Carmen.—Vaya, Serafín, no te pongas pelma, y déjame...
Serafín.—Pues vente.
Carmen.—¡Ni arrastrá! Suéltame o grito.
Serafín (Exasperado.)—¿Qué gritas?... ¡Maldita sea, no sé como no te ahogo!
Carmen.—¡Ay!... (Luchando por desasirse.) ¡Suelta, granuja!... ¡Guardias!
Serafín.—¡Calla! ¡calla!
Carmen (Llorando.)—¡Déjame!... ¡Suelta!... ¡Guardias! (Empieza a asomarse gente a las puertas.)
Dichos, señá Antonia y señor Valeriano por la izquierda
Antonia.—¡Carmen! ¡Carmen!
Carmen (Soltándose de Serafín.)—¡Madre! (Se abraza a ella.)
Antonia.—¿Pero qué es eso?... ¿Es ese golfo?... ¿Qué te hacía ese golfo?
Carmen.—No, nada; si no era nada.
Antonia.—¿Pero otra vez a atosigarte? Quita... (Queriendo soltarse.) deja... déjame que lo lisie, ¡ladrón, sinvergüenza, granuja!
Serafín.—¡Usté tié la culpa de tóo!
Antonia (Gritando.)—¿Pero es que no nos vas a dejar en paz, so randa?... ¡so vago!... ¡Que maldita sea la hora que te conocimos!... ¡Dilo! ¡dilo! (Pausa.)
Valeriano (Que ha quedado en último término, adelanta con cachaza y le dice a Carmen en voz baja, casi al oído.)—Que no escandalice.
Antonia.—¡Habla, so chulo sinvergüenza, habla!
Carmen.—Madre, por Dios, no escandalice usté, que se asoma gente. (Se van asomando más vecinos por esquinas, puertas y ventanas.)
Antonia.—¿Y qué?... (A grito pelado.) ¿Y qué que escandalicemos? ¡Mejor! Así se enterará tóo el mundo, que no, que no, y que no lo quieres, no señor... ¡por granuja! ¡por golfo! ¡Eso es!... (A todos.) ¡Sí, señores, ya lo saben ustés!...
Serafín (Amenazador.)—¡Si no fuá usté una mujer!...
Antonia.—Pos si no fuera yo una mujer, ya hace tiempo que llevarías tú las narices con medias suelas: que por eso has abusao, so gallina; pero se acabó la ganga... Ya hay un hombre que nos defiende... ¡Uno!...p. 84 ¡Ahí lo tienes!... ¡Atrévete ahora! (Señala a Valeriano.)
Valeriano (Al oído de Antonia.)—¡No me ponga usté en ridículo!
Serafín.—Ya he visto a ese señor, sí señora; y sé cómo se llama y todo: don Nadie.
Valeriano (Va hacia él con calma.)—Creo que hace usté mal en faltarme, joven.
Serafín.—Lo dicho, está dicho.
Antonia.—¡Vale más que tú, cien mil veces!
Serafín.—¡Mentira!
Valeriano.—Con sosiego. (Vuelve hacia Serafín.)
Carmen (Intentando detenerlo.)—¡Por Dios, Valeriano!
Valeriano (Al oído.)—No me pego con obleas. (A Serafín.) Esclarecido pollo. Esa joven y su respetable y distinguida madre...
Balbino (Que está asomado con Lucila a la puerta de la taberna, tose.)—¡Ejem! ¡ejem!
Valeriano (Siempre en su voz.)—¡Tolú! Quedan desde este momento bajo mi salva... guardia; con lo cual quiero decir que el camino de su domicilio para usté desde hoy, es una senda erizada de cosco... rrones. Punto. En la brevedaz está la claridaz.
Antonia.—¡Mu bien dicho!
Serafín.—¡A mí, Prim!
Valeriano.—Sin embargo, medite. (A los vecinos.) Y esto se ha arrematao, curioso vecindario. (Saludando a todos con el sombrero.) De ustés afeztísimos. (A Carmen y Antonia.) Caminen.
Antonia.—Toma quina. (Vanse los tres izquierda.)
Serafín (Dando un puñetazo en una mesa y sentándose violentamente.) ¡Maldita siá!
Lucila.—¡Bribonas! ¡Infames!... ¡Serafín!
Balbino.—¡Chist! Nosotros ni pío. Se lo tiene ganao. Adentro. (Entran en la taberna.)
Vecina 1.ª (Con sorna a Eustasia, que está a la puerta del solar.)—Oye, Ustasia, ¿has visto qué fresco... que qué fresco hace?
Eustasia.—Éntrate no te costipes, chica.
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Vecina 1.ª—¡Ja jay! (Ríe. Los vecinos se retiran sonriendo con burla y comentando en voz baja el ridículo de Serafín.)
Serafín, Ladislao, que sale de su escondite
Ladislao, cuando ya se han ido todos, sale como disparado y furioso del sitio donde se ocultaba, va hacia Serafín, que habrá quedado de bruces sobre la mesa en que se apoyó, y levanta la estaca como para sacudirle un palo en la cabeza, deteniéndola luego en el aire. Le mira, después con desprecio y escupe.
Serafín (Levantando la cabeza y mirando a Ladislao.)—¿Has oído?
Ladislao (Se sonríe, se acerca a él, y casi en su oído imita el balido de un cordero.)—¡Béee!
Serafín (Levantándose descompuesto.)—¡Ladislao!
Ladislao (Muy serio.)—¡Béee!
Serafín (Con rabia.)—¿Y qué quiés decir con eso?
Ladislao.—Que te lo traduzgan.
Serafín.—¿Qué me quiés decir, contesta? ¡Y no me vuelvas más loco de lo que estoy!
Ladislao.—Serafín, has quedao a la altura de un cacahué apaisao.
Serafín.—¿Y qué quiés que haga, dímelo?... ¿Qué voy a hacer?
Ladislao (Con energía.)—Después de la chunga de que eres vírtima, no tiés más que dos caminos: u vengarte u rifar el bigote. Ozta.
Serafín.—¡Ladislao!
Ladislao.—En seco. Piensa en el choteo de tóo el mundo; en que los vecinos se te han pitorreado; y sobre tóo, en que esa y ese a estas horas se están columpiando con tu mansedumbre.
Serafín.—¡Eso es verdá! En eso tiés razón.
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Ladislao.—Cuando una moza le hace a un hombre lo que esa te ha hecho a ti, el hombre tié derecho a todo... ¡a todo!
Serafín.—¿Qué quiés decir?... (Se asoman a la taberna Balbino y Lucila.)
Ladislao.—Que pa un sujeto de vergüenza es más dizno un grillete que un cencerro. Ya lo sabes. Conque si quiés recuperar mi estimación, hoy se toman los dichos el Guitarrero y la Isabel; La Carmen y el señor Valeriano son los padrinos; a las doce y media pasará por aquí la comitiva pa ir a la Vicaría; pues bien, vente aquí a esa hora, espéralos, y a la una ponme un Besa tu mano dende la delegación u dende la Casa de Socorro. De lo contrario ya sabes el piropo que te aguarda en la historia. ¡Béee!
Serafín (Desesperado.)—¡Es verdá!... ¡Adiós! (Le alarga la mano.)
Ladislao (Rechazándola con el bastón.)—No, la manita no. ¡Cuando la denifiques!
Serafín.—¡Por éstas, que me las pagan! (Vase corriendo por la derecha.)
Ladislao.—¡Anda con ellos! (Se sienta.) Náa, que está visto; hombres que tengan vergüenza no quedamos en el mundo arriba de siete.
Ladislao, señor Balbino y Lucila, de la taberna
Balbino (Acercándose a Ladislao de puntillas y acercándose a su oído.)—¡Béee!
Ladislao (Asustándose.)—¡Canario!
Lucila (Por el otro lado.)—¡Béee!
Ladislao.—¿Pero qué es esto?
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Lucila.—Que te balamos. (Sentándose a su lado.)
Balbino (Sentándose también.)—Y de esos siete que tienen vergüenza déjalo en media docena.
Lucila.—Pa que sea cuenta redonda.
Ladislao.—¿Quién sobra?
Balbino.—¡Tú!
Ladislao.—¿Yo?
Lucila (Imitando el balido.)—¡Síiii!
Ladislao.—Señor Balbino, si es broma...
Balbino (Levantándose.)—Ven aquí, obelisco de la morralidaz, diosa Cimbeles del honor: y tú que precipitas a una perdición a un pobre chico que le ves amargao de un desengaño, dime... ¿Aonde tiés enterrao el cadáver del que se fué a vevir con tu mujer y encima te rompió un brazo?... ¡Contesta!
Lucila.—¡Es una pregunta suelta!
Ladislao.—¡Señor Balbino, lo mío era otra cosa! Me engañó mi mujer y fué con un amigo, pero yo tenía un hijo.
Lucila.—Y no sabías de quien era... la culpa... ¿verdá?
Balbino.—¿Y aonde están los restos del que luego la puso una churrería, y del monecipal que la usufructuó tres meses, y del que la mantiene ahora?, ¿dónde? ¿Es en la negrópolis del Este, por un casual?...
Lucila.—¡Contesta rico, no te cortes, que semos de confianza!...
Ladislao.—Lo mío fué una desgracia.
Balbino.—¿Una desgracia?... ¡Béee!
Ladislao.—¡Hombre, si se pone usté así!...
Lucila.—¿Y tú le niegas la mano a un hombre honrao?... ¡Béee!
Ladislao.—¡Si no fueran ustés un viejo y una chica!... (Furioso.)
Los dos.—¡Béee!
Ladislao.—¡Maldita siá! (Vase rápido izquierda.)
Balbino.—¡Adiós, so pulcro!
Lucila.—¡Canalla... novedá!
Los dos.—¡Sinvergüenza!
Balbino.—¡Va servido!
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Lucila (Apurada. Con amargura.)—Y ahora, padre, ¡por Dios! Corra usté. Traiga usté a Serafín.
Balbino.—¡Miá, hija, que si nos metemos nosotros, van a creer!...
Lucila (Suplicante.)—¡Hágalo usté por mí! ¡Es pa quitarle de una perdición pa toa su vida!
Balbino.—Miá que está muy cegao y que me expongo a un desaire.
Lucila.—No, padre, no le hace. Búsquelo usté. Hay que salvarlo y que piensen lo que quieran.
Balbino.—Tiés razón. Yo daré con ese loco. Pero tú me aguardas ahí dentro. Sin salir pa náa. Sin meterte con nadie.
Lucila.—Sí, señor, palabra. Ahí quieta espero.
Balbino.—Pues adentro. No tardo.
Lucila.—¡Por Dios, tráigalo usté! (Entra Lucila en la taberna.)
Balbino.—¡Ojalá lo encuentre! (Vase corriendo derecha.)
Testigo 1.º, Testigo 2.º y Testigo 3.º Son tres tipos ridículos; el primero es el Pinturas, dependiente de la barbería, vestido de gala, el segundo, un mancebo de una tienda de ultramarinos a todo lujo, y el tercero un concertista de guitarra. Llevan una guitarra, una bandurria y una cítara.
Testigo 1.º—Güeno, ¿estamos?
Testigo 2.º y Testigo 3.º—Estamos.
Testigo 1.º—Pus ahora permitidme que sus arengue.
Testigo 2.º—Oye, tú, no te dilates, que faltan cinco minutos.
Testigo 1.º—Seré un tiro.
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Testigo 3.º—Pues, ¡pum!
Testigo 1.º—Allá voy. Semos, como sus costa, testigos de la boda de la Isabel y Fernando el Guitarrero, y he creído de mi deber componerles un hizno cantando sus esponsales.
Testigo 2.º y Testigo 3.º—Ha sío una idea.
Testigo 1.º—Conque vamos a darle el último repaso con ojeto de ejecutarlo esta tarde después de la cuchipanda.
Testigo 2.º y Testigo 3.º—Duro con él.
Testigo 1.º—Bueno, pues cuando veamos a los novios más amartelaos, me adelanto yo y exclamo: Señores, oído a la caja. Hizno-tango. A Isabel y Fernando, en sus esponsales.
Música
Los tres.
Hablado
Testigo 1.º—¡Creo que ha salío al pelo!
Testigo 2.º—¡Superior!
Testigo 3.º—Sin embargo, en la segunda corchea del otavo compás, te se duerme la púa.
Testigo 2.º—Se tendrá en cuenta.
Testigo 1.º (Se oye dentro rumor de gente.)—¡Chits!... ¡Callarse... que están ahí! ¡Ya viene la cometiva!
Testigo 3.º—¡Es verdá!... ¡Mialos!
Testigo 2.º—¡Vivan los novios!...
Voces (Dentro.)—¡Vivan!...
Dichos, el Guitarrero, la Isabel, Carmen, Valeriano, la señá Antonia, Liborio, invitados e invitadas. Salen todos los del acompañamiento, detrás de los novios y los padrinos, armando alegre algazara, dando vivas y tirando al alto gorras y sombreros.
Antonia.—Hombre, podíais haber avisao. Ya sus echábamos de menos.
Testigo 1.º—Pues estábamos aquí aguardando.
Liborio.—Pues una vez que no falta nadie, en marcha pa la vicaría. Primera pareja, los novios. Segunda, la Carmen y el señor Valeriano, que pronto harán el mismo recorrido por su cuenta.
Antonia.—¡Y que lo digas!
Liborio.—¡Y el resto de la cometiva a la neglisé, y la orquesta a la cola!
Todos.—Mú bien.
Testigo 1.º—¡Andando!
Todos.—¡Andando!
Dichos y Serafín, luego Lucila, después unos Chicos, y por último Balbino
Serafín (Saliendo por la derecha.).—¡Señores, un minuto!
Carmen (Con sorpresa.)—¡Serafín!
Antonia.—¿Otra vez?
Valeriano.—¡El consabido pollo!
Liborio.—¿Qué se ofrece, joven?
Serafín.—Ustés disimulen. Siento molestar, pero deseo decirle dos palabras a ese señor.
Valeriano.—¿A mi humilde persona?
p. 92
Serafín.—Quería que tratásemos un asunto solos y fuera de puertas.
Valeriano.—Joven, es usté menos oportuno que una charanga a la hora e la siesta. Voy envitao. Tenga usté cachaza, que hay tiempo pa todo. (A la gente.) ¡Andando!
Serafín (Deteniéndole.)—¡Es que u viene usté u le llevo yo!
Valeriano (Con calma.)—No me zarandee usté, que puede que me moleste.
Hombres.—¿Pero qué es eso?
Serafín.—¡Eche usté pa alante como los hombres, so tardío!
Todos.—¡Fuera ese!
Carmen.—No haga usté caso. (A Valeriano.)
Antonia.—¿Vienes a armarla, so charrán?
Valeriano.—Señores calma. Por un garbanzo no se descompone la olla. Ustés, a la Vicaría. Yo voy ahí a cincuenta pasos, hago así, (Acción de dar un papirotazo.) y regreso. (A Serafín.) ¡Andando!
Serafín.—Vamos. (Vanse los dos por la izquierda.)
Todos (Intentando detenerlos.)—¡No, no!
Antonia (Furiosa, deteniéndolos a todos.)—¡Sí!... ¡Sí!... ¡Dejarlos! (Se asoma Lucila a la taberna.) ¡Dejarlo que lo escalabre!... ¡Quieto tóo el mundo! (Volviéndose hacia donde se han ido.) ¡Rómpale usté la cabeza a ese golfo, pa que escarmiente! ¡Zurre usté a ese granuja!... ¡Así te hagan trizas, so hambrón!... ¡Sinvergüenza!... ¡Fuerte, dele usté fuerte!
Lucila (Frenética de ira, sale de la taberna, se lanza hecha una hiena sobre la señá Antonia, y la agarra del moño zarandeándola.)—¿Que le dé fuerte? ¡Toma, tía perra! ¡Toma!
Antonia (Aterrada.)—¡Jesús!
Carmen.—¡Ay, mi madre!
Antonia.—¿Pero quién?... ¿Quién ha sido?
Lucila.—¡Yo!... ¡Yo he sido, tía gamberra!
Antonia.—La arrastro. (La sujetan.)
Lucila.—¡Azuzar a dos hombres pa que se maten!... ¡Tía asesina! ¡tía chula! (A los hombres.) ¡Yp. 93 vosotros, gallinas, que lo consentís!... ¡Cobardes!... ¡Granujas!... ¡Yo!... ¡Yo sola contra todos! (Empieza a tirarles verduras del serón que dejó Balbino a la puerta de la taberna, con una ira y una rapidez que les asusta.) ¡Tomar, tomar, blancotes!
Isabel (Huyendo.)—¡Ay, mi mantilla! (Se arma un escándalo monumental.)
Novio.—¡Que me han dao con un tomate! (Limpiándose la cara.)
Carmen.—¡Sujetarla!
Testigo 1.º—¿Pero quién se arrima?
Muchos.—¡Guardias, guardias!
Lucila (A unos chicos que salen.)—¡Ayudarme vosotros, chicos!
Chico 1.º—¡Venga de ahí! (Los chicos empiezan a tirar también.)
Chico 2.º—¡Duro! (Tirando.)
Balbino (Que sale corriendo.)—¿Pero qué es esto?
Lucila.—¡Padre, duro con ellos!
Balbino.—¡Vaya una menestra! (Huyen todos chillando y corriendo.)
Lucila.—¡Cobardes! ¡Granujas! (Tirando.)
Balbino.—¡Una boda con patatas!
Mutación
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Telón corto. Un lugar de las afueras de Madrid. En el telón, a la izquierda, se verá pintado un merendero cuya puerta es practicable. Sobre la puerta un emparrado, y debajo de él dos o tres mesas y algunas sillas de anea y banquetas. Es de día.
Dueño del merendero y el Chico
El Dueño retira el servicio de una mesa que acaba de ser abandonada por algunos parroquianos.
Chico (Sale por la derecha mirando hacia atrás con cara de asustado.)—¡Anda diez!
Dueño.—¿Qué te pasa?
Chico.—Náa... dos que se están pegando ahí en un desmonte.
Dueño.—¿Por qué?
Chico.—No sé; se conoce que venían desafiaos. Y uno le ha dao al más joven una de tortas que lo ha vuelto loco... (Mirando.) ¡Calle!... Sí... ya han acabao de pegarse... y vienen pa acá.
Dueño.—Pues silencio. Nosotros ande nos llamen. (Entran los dos en el merendero.)
Serafín y señor Valeriano
Salen por la derecha, revelando cierta agitación en sus semblantes, y con los trajes algo descompuestos. Serafín viene sacudiéndose la ropa, sucia de tierra, oprimiéndose los labios con un pañuelo, y mirando a ver si tiene sangre. De vez en cuando escupe. Trae un carrillo muy colorado.
Valeriano (Con su habitual tranquilidad.)—Bueno, yo, salvando su parecer, creo que las bofetás tienen un límite, pollo.
Serafín (Secamente.)—Lo que a usté le parezca. (Se toca las narices con un pañuelo.)
Valeriano.—Lo de las narices es una ligera erosión. Tengo una mano... ¡que estoy más disgustao!... ¡paece una piedra! ¿Conque me guarda usté rencor por los cachetes?
Serafín.—A usté, no.
Valeriano.—Pues entonces, después de la refriega yo opino que debíamos darnos las manitas, como hacen los hombres.
Serafín.—Me es igual. (Se dan la mano.)
Valeriano.—Sí, señor; en medio de su desgracia, me ha sido usté simpático, joven. Es usté un hombrito de corazón, aunque no le acompañen las fuerzas; y ¡qué caramba! Eso no es náa; a su edad de usté me las han arreao a mí, que durante ocho días tenía que llevar las narices en equilibrio. Siéntese usté ahí. (Señalando una mesa.)
Serafín.—No, gracias.
Valeriano.—Que se siente usté, digo.
Serafín.—Bueno. (Se sientan los dos. Valeriano llama dando dos palmadas.)
p. 96
Dueño (Sale.)—¿Qué desean?
Valeriano.—Dos quinces y un botijo.
Dueño.—En seguida. (Vase al merendero.)
Valeriano.—Y ahora cuando la traigan, se lava usted el carrillo con un poco de agua fresca; es mejor que el árnica.
Serafín.—No, si no tengo náa.
Valeriano.—Bueno, hombre, pero por si se infla espontaniamente. (El dueño sirve el vino y el botijo y vase.) Beba usté. (Ofreciendo un vaso de vino a Serafín. Beben unos sorbos.)
Serafín.—Gracias.
Valeriano.—Y ahora, joven, aquí de sobremesa y antes de separarnos, quiero darle a usté como compensación de los mamporros, cuatro consejos.
Serafín.—Usté dirá.
Valeriano (Bebe un trago.)—Discreto pollo: es usté un chavalillo inesperto con el atolondro propio de la juventú y debe usté apuntarse esta máxima pa el resto de su vida: La mujer, es como un sorbete, cuando se toma con mucho calor hace daño. Tóquese usté las narices y me dará la razón; y crea usté a un zorro viejo: no desafíe usté a nadie sin motivo, porque acalorao no mira usté el rótulo y, creyendo meterse en una confitería, a lo mejor le resulta a usté una tahona. Llueven las tortas. Y no canso más. Respective a lo de la Carmen, no sea usté niño. Yo, como ca quisque, poseo el espejuelo de mis atraztivos y lo manejo con la contumelia propia de una pestaña experimentada. ¿Que cae una alondra? No la voy a hacer ascos por miramientos al cazador vecino. Sería majadero. (Se levanta.) Conque cuatro cosas en total, joven; pacencia, serenidaz, agua fresca y... pague usté esas dos copas, que no lo voy yo a poner todo. Y venga esa mano. Sé que se queda usté amargao por dentro y por fuera; pero así he aprendido yo, y como el tiempo desinfla y tranquiliza, cuando pasen algunos días, pué que no tenga usté una mano más amiga que la que hoy le ha hecho a usté daño, bien a su pesar. Salú. (Vase por la izquierda.)
Serafín; luego Ladislao. El Dueño del merendero durante la escena.
Serafín (Casi llorando.)—¡Sí! ¡Me comen la vergüenza y la rabia!... ¡pero ese tío tié razón! ¡No tié él la culpa; es ella!... ¡ella!
Ladislao (Sale por la derecha azorado y jadeante.)—¡Gracias a Dios! ¡Por fin doy contigo! (Mira a todos lados.) ¿Pero qué es esto?... (Con burlona sorpresa.) ¡Tú solo! ¡Solo con dos copas! ¡Tú meditamundo! ¿Y ese hombre, que no lo veo? (Mira por debajo de las mesas y las banquetas y luego dice a Serafín con voz siniestra y casi al oído.) Serafín, ¿ande has echao los pedazos?
Serafín (Con desprecio.)—¡Déjame en paz!
Ladislao.—Oye, ¿pero qué tiés en la cara?... ¿Tú no habías pasao el sarampión?
Serafín (Llama y sale el dueño del merendero.)—¿Qué se debe?
Dueño.—Treinta céntimos.
Serafín.—Ahí van. (Paga y se levanta. Vase el dueño llevándose las copas.)
Ladislao.—¡Recontra! De modo, que tras... ecétera, apaleao y encima pagano.
Serafín (Furioso.)—¡Cállate, o por mi salú que te dejo seco!
Ladislao (Aterrado.)—Oye, tú...
Serafín (Separándose dominado por una gran excitación.)—¡Sí! ¡No tengo cara pa vivir mal mirao! Ahora irá ese tío, lo contará todo y se reirán de mí... Y se reirá ella... ¡ella más que nadie! Y luego, por donde voy, la burla y la chirigota... ¡No, no lo resisto; ella me ha engañao, pues contra ella! ¡La mataré! ¡Tengo derecho! ¡Hay que ser hombres! Adiós, Lap. 98dislao; voy a dar gusto a todos, a ti y a mí, y a los compañeros de taller y a las vecinas y al mundo entero.
Ladislao.—Pero, ¿qué dices?
Serafín.—¡Adiós! (Vase por la izquierda.)
Ladislao.—Oye, tú, y de paso dile a tu tío Balbino, que ya lo cogeré yo a solas, que lo de esta mañana no me s’ha olvidao. (Se sienta y da dos palmadas.) ¡Merenderero!
Ladislao y Balbino
Balbino (Que sale por la derecha, se acerca a la mesa.)—¡Va!
Ladislao (Sorprendido y temeroso.)—¡Caray!
Balbino.—¿Qué desea el gorrión?
Ladislao.—¿Usté? ¡Hombre, m’alegro! (Levantándose, al mismo tiempo se sienta Balbino.)
Balbino.—No; que he venido, he visto la solfa que le han dao a tu amigo por seguir tus consejos, he visto que la cosa no pasaba a mayores, he permanecido nutral y aquí me tiés pa servirte.
Ladislao.—Pues m’alegro, porque quería yo que arreglásemos la cuentecita de esta mañana.
Balbino.—¿Tiés prisa en cobrar?
Ladislao (Amenazador.)—¡Lo que tengo prisa es en mascarle la nuez a los que me faltan, eso!
Balbino (Fingiendo miedo.)—¡Oye, tú, Ladisladito, por Dios, que yo creo... (Solloza.) que no debías ensañarte con un pobre viejo!
Ladislao (Envalentonado.)—Y si tié usté miedo, ¿pa qué insulta usté, so maula?
Balbino (Llorando.)—¡Hombre, no te enfades... yo, ha sío en un pronto; y piensa que si a mis añosp. 99 me haces así, (Le da un pescozón.) me tiras al suelo!... ¡Tenme lástima!
Ladislao.—Oiga usté... (Cogiendo el sombrero.)
Balbino.—No sabes el miedo que he pasao dende esta mañana... porque yo decía, si esa fiera me encuentra, con el genio que tiene, y me da así na más... (Le da un puñetazo.) ¡me atonta!
Ladislao.—Oiga usté, haga el favor de poner los ejemplos de palabra, ¿eh?
Balbino.—Los viejos, hijo, ya no valemos pa náa... Figúrate si con tu fuerza levantas el pie y me das de esta manera... (Le da un puntapié.) pues me amargas.
Ladislao (Asustado.)—¿Pero quiere usté hablar sin acionar?
Balbino.—¡Yo es pa que me comprendas, hijo! De manera que tenme lástima y que no te se ocurra darme dos chuletas así... (Le pega dos bofetadas.) ni tirarme encima de una silla, como un pingajo indecente... (Lo tira al suelo.)
Ladislao.—¡Pero qué es esto!
Balbino (Llorando.)—Ten lástima de un pobrecito anciano, hijo...
Ladislao (Furioso.)—¡Eso le vale a usté, que es un viejo!
Balbino.—¡Dios te lo pague, hijo! ¡Adiós, rico! (Vase llorando.)
Mutación
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Riberas del Manzanares. En los laterales izquierda, últimos términos, se ve la fachada posterior de un restaurant, y un trozo de jardinillo correspondiente a él y circundado por una empalizada de listones unidos en forma de celosía. Esta valla que constituye un ángulo recto, tiene un pequeño portoncillo, practicable, que da a la escena en línea paralela a la casa. Por las ventanas abiertas del merendero sale la viva claridad de la luz eléctrica. En el telón de fondo se ven los pinares de la Florida, y en la parte derecha de la decoración un poético remanso del río, iluminado por la luna, que luce su claridad entre las copas de viejos álamos. Un puentecillo rústico da por el foro, paso sobre el río.—Sobre la orquesta se oye muy lejos la marcha de un tren, que pasa por la vía férrea próxima al lugar de la acción; las levísimas campanadas de un reloj muy lejano y los perdidos ecos de la canción de un viandante. Escúchase también el ladrido, casi imperceptible, de un perro de los que acompañan a los vigilantes de los lavaderos, y contrastando con estas perdidas notas de soledad y misterio se escucha dentro del merendero el rasgueo alegre de las guitarras y la vibrante voz de un cantador de flamenco, que es jaleado con ruidoso entusiasmo.
Cantador, dentro
Música
Lucila. Sale por la izquierda, primer término, envuelta en un mantoncillo; se para junto a la empalizada y escucha las últimas notas de la canción flamenca, que termina con voces y aplausos, reinando luego el silencio.
Hablado
Lucila (Admirada.)—¡Buena voz! Paece un mixto de verderón. Debe ser Pepe el Trampas. Náa, que no he marrao. Aquí está la boda del Guitarrero. ¡Jesús divino, qué día llevo! Dende la ensalá que armé esta mañana lo estoy pasando de ole. Primero cuatro horas en la delega por haberle deteriorao el crepé a la Señá Antonia; así de que salgo, dejo a mi padre, me voy a cá la señá Quintina a ver qué había sido de Serafín, y me cuenta la pobre vieja, toa azará, que a las siete había llegao el susodicho joven con la cara como una pandereta, después de haber corrido tóo el barrio averiguando en qué merendero estaban celebrando la toma de dichos; y así de que llegó a casa escribió una carta, le dijo a la señá Quintina que se la llevase a su maestro si a las once de la noche no había vuelto, y apretó a correr. No se necesita ser un lince pa calcular las tripitas que traerá. Y yo, yo estoy que me deshago de nerviosa; tengo frío y calor tóo a un tiempo, y me saltan las sienes. ¡Ojalá dé con él! Rondaré el merendero... (De pronto queda escuchando.) ¡Sí!... (Mira con atención.) Uno se acerca. ¿Será él? (Se oculta por la izquierda.)
Lucila, oculta; Serafín. Después Carmen, señor Valeriano, Invitado 1.º e Invitada 1.ª
Serafín (Apoyándose angustiado en la empalizada.)—¡No me puedo tener en pie! Tengo el sudor helao y la boca amarga como una retama. Llevo dos horas esperando una ocasión, sin saber si entrar de repente u aguardar que salgan. Aguardaré: es más seguro. He querido irme cien veces, he probao y no puedo; cuando me separo de aquí paece que hasta las piedras me llaman gallina... Y en toas partes oigo lo mismo... las mismas palabras, que ya se me han agarrao al corazón. ¡Te ha engañao! ¡Mátala! ¡Tiés derecho!... Y yo no sé; no sé si tengo derecho u no, lo que digo es que me ciega la idea de que está con otro. Y así no puedo vivir. Sí. Esta noche acabará todo. (Se oyen voces dentro del merendero.) Salen... ¡Que no me vean! ¡Si fuera ella! (Se oculta tras la empalizada.)
Carmen (Dentro del jardinillo y como hablando con alguno del merendero.)—¡Ja, ja, ja! (Ríe.) No, si no tardamos.
Serafín.—¡Ella! ¡Por fin! (Saca la navaja.)
Valeriano (Dentro.)—No, un menuto. Vamos ahí, al lavadero del Quico, a ver si quié dejar venir a la chica, y verán ustés cómo baila las sevillanas. (Salen por el portoncillo a la parte exterior de la escena Carmen, Valeriano, Invitada primera e Invitado primero.)
Invitada 1.ª—¡Oye... qué noche hace; si paece de verano!
Invitado 1.º—Da gusto.
Carmen.—Yo estaba deseando de salir; me ahogaba ahí dentro con el humo de los cigarros (Aparte ap. 103 Valeriano.) y tenía gana de que hablásemos un ratito con libertá.
Valeriano.—Y yo. Pero, ¿por qué no has sacao el mantón?
Carmen.—Si no tengo frío.
Invitada 1.ª—Yo me le he puesto.
Valeriano.—Póntelo que por aquí siempre cae relente.
Carmen.—Lo cogeré por darte gusto. (Entra por el jardinillo al merendero.)
Invitada 1.ª—No tardes.
Invitado 1.º (Desde el puentecillo.)—Mirar qué bonito hace desde aquí este pedazo del río con la luna. (Valeriano y la Invitada 1.ª van a mirar.)
Invitada 1.ª—Qué hermosa es la noche, ¿verdá?
Valeriano.—La noche y el día; cuando se está a gusto tóo es bonito.
Carmen (Saliendo.)—¿Dónde están?... (En este momento Serafín, que se oculta tras la empalizada, va a lanzarse sobre Carmen con la navaja en la mano y se encuentra fuertemente detenido por Lucila, que al ver su actitud sale de su escondite sigilosamente quedando en acecho tras él, hasta este momento en que le sujeta el brazo y le tapa la boca con la otra mano.)
Serafín (Va a llamar.)—Car...
Lucila (Tapándole la boca.)—Chissss...
Serafín (Con voz ahogada.)—¿Eeeeh?... ¿quién?
Lucila (En voz baja.)—¡Silencio!
Carmen (Llamando.)—¡Valeriano!
Valeriano (Desde el foro.)—Por aquí.
Carmen (Mirando hacia atrás al irse.)—Juraría que he oído moverse esas ramas. (Desaparece por el foro.)
Lucila y Serafín
Serafín.—¡Lucila! pero, ¿eres tú?
Lucila.—Sí, yo; ¡yo mismita!
Serafín.—Suelta... suelta... (Forcejean.)
Lucila.—No... aguarda... aguarda un momento. (Al ver que ha desaparecido Carmen.) Ya... ya estás libre; ya pués guardarte esa navajita y salir. Y a tóo esto mu buenas noches.
Serafín (Tembloroso y frenético.)—¿Y tú a qué has venido?
Lucila.—Náa, hombre, que como no te se vé el pelo por dengún lao y no tiés tiléfono, quería hablarte y ¡velay!
Serafín.—¡Vete... vete y déjame, Lucila!
Lucila.—Y ¡camará, cómo recibes; recibes que arañas! (Restañándose con saliva un arañazo de la mano.) Si lo sé te dejo trajeta.
Serafín.—Bueno, pronto; acaba y vete. ¿A qué has venido?
Lucila.—¿Que a qué he venido? (En voz baja con ira.) ¡pues a llamarte asesino y cobarde!...
Serafín.—¡A mí!
Lucila.—¡A ti!... ¡que querías asesinar a una mujer! (Le sujeta el brazo.)
Serafín.—¡Lucila!
Lucila.—¡Baja la voz!... ¡Sí, asesinarla!
Serafín.—¡Tengo derecho!
Lucila.—¿Derecho a matar? ¡A matar a una mujer! ¿porque no te quiere?... ¡Mentira!
Serafín.—Suelta.
Lucila.—No quiero. Ten paciencia. Alguna vez en la vida hay que oir a la razón, aunque moleste. El hombre, no tié derecho a matar a una mujer, nunca,p. 105 Serafín, nunca; ni aunque le engañe. Así, en redondo. ¡Ni aunque le engañe!
Serafín.—¡Bueno, déjame en paz! Tú eres una chica que no sabes lo que hablas.
Lucila.—¿Que no sé lo que hablo? ¿que no tengo razón?... Bueno, conformes; pero si yo no la tengo, menos la tienen esos chulos indecentes que te aconsejan y que porque llevan un pantalón ceñido y unos tufos repeinaos, se creen amos de las mujeres y jaleándose unos a otros arrean por el mundo, haciendo cisco a toda la que se les resista. ¡Pero, eso sí, cuando ellos se cansan de una mujer, entonces, chito! Pa eso son los amos. La pisotean y ahí queda eso. ¡A la basura!... ¡Ole los valientes! ¿Quién defiende eso?... ¿Quién? ¡porque si lo dice la justicia, reniego de ella! ¡y si lo dicen los hombres, los hombres que dicen eso, no son hombres, Serafín! ¿Queréis que la mujer sea una esclava?... bueno; pero entonces lo menos que se pué hacer es dejarla que escoja la cadena que más le guste. ¿No te parece?
Serafín.—Yo no sé de eso que me dices; pero oye, Lucila, (Con amargura.) ¿cómo vive uno viendo su querer en otros brazos?
Lucila.—¡Ay, mu remalamente, chico! Eso sí que lo sé yo por esperencia.
Serafín (Sorprendido.)—¿Tú?
Lucila.—¡Yo!... ¿Te paece raro, verdá? Pues sí, Serafín; yo, he querido a un hombre más que a mi vida.
Serafín.—¿Pero tú?
Lucila.—Más que a mi padre; más que a náa en el mundo. ¡Y él, ni agua!
Serafín.—¡No se lo habrás demostrao!
Lucila.—Tóos los días.
Serafín.—¿Con palabras?
Lucila.—¡Qué palabras! Lo que no dicen los ojos al mirar y las acciones buenas, ¿cómo lo van a decir los labios? Y ese hombre, no ha reparao en ello ni pa agradecérmelo. Y yo callando y sufriendo le he visto irse con otra. Llorar y reir por ella; y en misp. 106 ratos de desesperación lo he pensao tóo, tóo... ¡Menos matarlo!... porque él no tenía la culpa. El cariño lo escoge el corazón libremente y se quiere lo que se quiere, bueno o malo, sin saber por qué. Y por amor, Serafín, se sufre, como yo he sufrido; se llora, como yo lloro... ¡pero no se mata! (Llora.) ¡No se mata!
Serafín.—¡Lucila!
Dichos, señor Balbino; luego Valeriano y Carmen
Balbino (Saliendo y poniendo la mano en el hombro de Serafín.)—Y sabes...
Serafín (Sorprendido.)—¡Tío Balbino!
Lucila.—¡Padre!
Balbino.—¿Y sabes quién es el sujeto que ha matao la alegría de esa creatura?
Serafín.—¿Quién?
Balbino.—¡Tú!
Serafín.—¿Yo?
Balbino.—¡Tú!
Lucila.—¡Padre, por Dios!
Balbino.—¡Me da la gana decirlo! No está la nochecita pa miramientos; conque trae esa navaja, (Se la quita del bolsillo.) y arrea pa tu casa.
Serafín (Resistiéndose.)—¡Tío!
Balbino (Amenazador.)—Y cállate, si no quiés llevarte el melón en rajas; que lo menos que podemos pedirte es que sufras tú por esa, lo que ésta ha sufrido por ti, ¡conque andando!
Serafín.—¡Es que me llamarán cobarde!
Balbino.—Te aguantas. ¡Más vale paecer cobarde que ser asesino de mujeres! ¡Esa sí que es cobardía!... Y además, mira... (Aparecen en el fondo Carp. 107men y Valeriano, cogidos del brazo muy juntos, hablándose amorosamente al oído. Quedan parados.)
Serafín.—¡Ellos!
Balbino.—¡Ellos!... ¿Y ves ese cariño que es pa otro? ¡Pues ese no sería pa ti ni a navajazos! Conque ¿a qué pelear?...
Serafín.—¡Sí... tié usté razón!... ¡Tié usté razón!... ¡Adiós!... ¿Por qué... por qué no me habrá querido? (Vase rápidamente frotándose los ojos.)
Lucila (Con amargura infinita. Abrazando a su padre.)—¡Así, Serafín, así es como se quiere!... ¡Ay, padre, cuántas veces he dicho yo esas mismas palabras!; ¿por qué... por qué no me habrá querido?
(Se escucha en el merendero la voz del Cantador que canta:)
(Cae pausadamente el telón, mientras cantan la copla.)
FIN DEL SAINETE
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LA ACCIÓN EN MADRID.—ÉPOCA ACTUAL
ACTO ÚNICO
Salón modesto, en planta baja, de una barbería. Al foro puerta vidriera de dos hojas que da a la calle. En la pared del fondo, a los lados de la puerta, perchas de hierro. En la lateral derecha, en primero y segundo término, adosadas a la pared, anchas repisas de madera imitando mármol, llenas de útiles para el servicio de peluquería; sobre las repisas espejos grandes con marco negro, y ante ellas sillones de rejilla de los que se usan en estos establecimientos. En la lateral izquierda, en primer término, una puerta practicable cubierta por un portier de reps; y en segundo término otro servicio de peluquería igual en absoluto a los de la derecha. En el centro de la habitación un velador sobre el cual habrá periódicos y cepillos. Algunas sillas de rejilla estarán próximas al velador y otras distribuídas convenientemente por el salón. Es de día.
Al levantarse el telón aparecen el Señor Prudencio afeitando al Señor Máximo, guardia de Orden público, cuyo sable y cuya teresiana estarán colgados en la percha de la derecha. Acacio, aprendiz de la barbería, vestido con su blusa larga se halla sentado junto al velador leyendo un periódico.
Prudencio (Afeitando.)—Pues nada, créame usté a mí, señor Máximo, usté será todo lo de orden público que guste—sírvase de inflar el izquierdo (El señor Máximo infla el carrillo izquierdo.)—; pero yo lo que repito es que no siendo el que yo le digo, pa la política española no hay otro remedio.
Máximo (Quejándose.)—¡Ay!
Prudencio.—¿Cuálo?
Máximo.—Oye, ¿hay otra navaja? Porque ¡camará! esa paece que la has afilao en el fregadero.
Prudencio.—¡Hombre, pues precisamente es la joya de la casa!
Máximo.—¡Mecachis en la joya! Pues guárdala pa cuando venga el ispetor de la Latina, le afeitas con ella y pué que le hagas un favor.
Prudencio.—¿Por qué?
Máximo.—¡Porque quié que lo trasladen al Hospital!
Prudencio.—¡Exagere usté una miaja! (Mira el reloj.) ¡Recontra, las once y cuarto y esos dos sin venir! ¡Qué habrá pasao! ¡Estoy de nervioso que no sé cómo no he degollao a este hombre! (Llamando.) ¡Acacio!
Acacio.—¿Mande usté?
Prudencio.—Oye, ponte a la puerta y mira a ver si vienen el señor Polinio y el señor Pepe el Carpanta, que tardan y tengo el alma en un hilo.
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Acacio.—Güeno. (Sale a la puerta y mira a ambos lados de la calle. El señor Máximo, durante los anteriores apartes, se ha secado la cara que le habrá lavado Prudencio y se mira al espejo.)
Prudencio (Cogiendo el pulverizador.)—¿Refrescamos con colonia?
Máximo.—No, no quiero eso.
Prudencio.—¡Hombre lo siento!
Máximo.—¿Por qué?
Prudencio.—Porque me quita usté la única satisfacción que puedo tener como republicano: pulverizar a un guardia de orden público. (Peinándole.)
Máximo.—¡Guasón! Lo que he notao es que me has hecho dos cortecitos mu decentes.
Prudencio.—Señor Máximo, no le choque a usté; ¡me ha pillao usté en un día terrible de nervioso que estoy!
Máximo.—¿Pues qué te pasa?
Prudencio (Quitándole el paño, sacudiéndolo y doblándolo.)—¿Que qué me pasa? (Máximo se levanta y se cepilla.) ¡Pues que hoy... (Con voz conmovida y misteriosa.) pué ser un día célebre pa mí! Que estoy esperando un recao que, de serme favorable, si el mes que viene está usté franco un día y quié usté honrarme con su amistad, se viene usté a mi hotel...
Máximo (Queda inmóvil con la pierna derecha en alto y asombradísimo.)—¡Arrea!
Prudencio.—Que ya le daré a usté las señas, y nos damos un paseo en mi automóvil, que ya le diré al Chufer que no corra.
Máximo.—Pero, ¡oye tú! ¿es que te ha caído la lotería? (Se pone la teresiana y el sable.)
Prudencio.—¡Mejor!... Sino que, hoy por hoy, no puedo ser más explicativo. ¡Y lo dicho, dicho!
Máximo (Con cara de asombro.)—¡Chico, me dejas parao!
Prudencio.—Sabía que le iba a dejar a usté parao, pero como usté es guardia, ya tié costumbre.
Máximo.—Pues na, que sea como lo dices. (Le paga el afeitado.)
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Prudencio.—Gracias, señor Máximo.
Máximo (Marchándose y mirando con recelo a Prudencio.)—¡Hotel!... ¡Chufer!... ¡Este está mochales!... (Vase foro.)
Prudencio.—¡El infeliz se va creyendo que estoy loco! ¡Mísero agente! (Guarda el dinero en el cajón.)
Acacio (Desde la puerta.)—¡Por fin! ¡El señor Polinio y el señor Pepe vienen!
Prudencio (Respirando con satisfacción.)—¡Ay, gracias a Dios! ¡Me devora la impaciencia! (Sale a su encuentro.)
Dichos, Polinio y el Señor Pepe el Carpanta, por el foro
Polinio.—¡Hola!
Pepe.—¡Ya estamos aquí! (Entran corriendo y muy alegres.)
Prudencio.—¡Pasar... pasar!
Polinio.—¿No está tu mujer?
Prudencio.—No. ¡Os anhelaba, como el hambriento a una fuente!
Pepe.—¡Será el sediento, hombre!...
Prudencio.—Yo me refería a una fuente de chuletas. ¿Qué hay? (Con impaciencia.)
Polinio (Con alegría.)—¡Hecho el negocio!
Prudencio (En el colmo de la satisfacción.)—¿Hecho?... ¡Venga un abrazo, y cuarenta, y ciento! (Se abrazan efusivamente.)
Pepe.—¡Aprieta! ¡Ya eres feliz!
Prudencio.—¿No han puesto dificultad?
Polinio.—Denguna. El señor Román aceta el traspaso de esta barbería por setecientas pesetas.
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Acacio (Que está escuchando, en segundo término, con asombro.)—¡Recontra! ¿Qué dicen?
Pepe.—Dentro de un rato nos esperan en la taberna pa entregarte el dinero, y que firmes la escritura.
Prudencio.—¡Gracias, gracias! ¡me habéis hecho hombre! (Vuelven a abrazarse.)
Acacio (Aparte.)—¡Qué barbaridad! ¡Ha traspasao la barbería! ¡Ay, en cuanto lo sepa la señá Feliciana!
Polinio.—Güeno, y una vez ultimao el asunto, me paece que ya es hora de que me confíes tus proyectos y me digas el por qué del traspaso del Salón, ecetra, ecetra, porque el señor Pepe no me lo ha querido revelar.
Pepe.—Era la consina, hasta que estuviese hecho.
Prudencio.—Es verdá; pero ahora nada más justo. ¿Se lo revelo todo?
Pepe.—Revélaselo.
Prudencio.—Pues mira, Polinio, Dios le da a cá uno la fortuna, en una forma diferente; y a mí me la dao con mis dos hijos, la Antoñita y Casildo. Con la Antoñita, porque el día que esa criatura debute en un teatro como mono-cuplé-tanguista, la Otero va a tener que tostar cañamones, si quié atender a su susistencia.
Pepe (Asintiendo.)—¡Acordes!
Prudencio.—Y con mi Casildo, porque recortando capote al brazo y metiendo el hombro a la hora suprema, el Frascuelo era una pastilla de clorato comparao con él.
Pepe.—¡Acordísimos!
Prudencio.—Pus, güeno; (Con tono iracundo.) mi mujer, la Feliciana, celebro oscuro que no tié más horizontes que la boca del puchero, al ver que he sacao a la chica den cá la modista, y al chico de la imprenta pa atender a su educación artística, se ha empeñao en decirme que estoy loco y que esto va a ser nuestra ruina. ¿Será tozuda?
Polinio.—¿Pero tú no te achicarás?
Prudencio (Con exaltación creciente.)—¿Yo achicarme? Si Dios echa al mundo una horná de celebrip. 116dades, y en esa horná metes la Patti y metes El Gordito, y me tocan a mí en clase de hijos, dicho se está que coger ambas estrellas y prostergarlas en el antro de una barbería, ¡sería un crimen, que un padre como yo, no comete!
Polinio.—¡Bien hecho!
Pepe.—Y en esto—y perdona que ataje tu palabra honrada—surjo yo con mi ejemplo. Yo era un ser vago y errante que vendía por esas calles chuletas de huerta, y que tenía una chiquilla que andaba galocheando por ahí con ramitos de violetas; pues, güeno; de la noche a la mañana, me se evadió mi hija a París, con su madre, contratá con una troupe pa bailes españoles, ayer hizo tres meses; y de una renacuaja vestía con un pinguito de falda y una criba de mantón, fíjese usté en la metramórfosis. El jueves me lo mandó. (Le enseña un retrato.)
Prudencio.—Fíjate en el retratito. ¡Mira eso!
Polinio.—¡Camará, bonita es, pero va casi en cueros!
Pepe.—Hay que azvertir que apenas ha tenío tiempo de hacerse ropa.
Polinio.—¡Ya, ya! ¿Y dice usté que aquí llevaba una faldita?
Pepe.—¡Una vergüenza!
Polinio.—¡Pues se conoce que la ha perdido!
Pepe.—Pues güeno, desde que se fué que me he dejao las patatas y vivo de guagua, ¡porque no hay mes que no me mande de ciento cincuenta a doscientos franques oro!
Prudencio.—Se conoce que lo que se ahorra en ropa pa ti.
Pepe.—Por eso le he aconsejao a éste que lo venda tóo, que se deje de esta porquería de España, que emigre con su hija a París como yo, que me voy pasao mañana, y a la vuelta de un par de años regresamos del extranjero, y ¿usté sabe esos solares de la cae de Lista, pasao un estanco que hay? ¡Nuestros hoteles!
Polinio.—¿Usté dice donde la tienda-asilo?
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Pepe.—¡En la acera de enfrente!
Prudencio (Exaltado.)—¡Y yo, Polinio, deslumbrao por este ejemplo, te aseguro que es inútil que me graznen lo que quieran! Busco el aplauso, la fortuna, la gloria de mis hijos... ¡y aunque la persona que se oponga a ello me haga escabeche, mi último cuarto de kilo se saldrá del barril pa cumplimentar esta sacrosanta misión!
Pepe (Entusiasmado.)—¡Eres un varonil!
Prudencio (Con energía.)—¡Soy un padre!
Pepe (Viendo aparecer a Casildo.)—¡Chits, callarse!
Dichos y Casildo puerta foro
Casildo (Saludando con la mano desde la puerta.)—¡Saluz!
Prudencio (Radiante de satisfacción.)—¡Mirarle! ¡Mi Casildo! ¡Ahí lo tenéis! ¡Ese es el monumento taurómaca más grande del porvenir!
Pepe.—¡Hola, pollo!
Polinio.—¡Adiós, pollo!
Pepe.—¿Cómo estás, pollo? (Casildo no contesta.)
Prudencio.—¡Me se cae la baba! (Casildo después de saludar parsimoniosamente a lo torero, con la mano, se acerca a un espejo, se atusa los tufos con un cepillo y vuelve a ponerse el sombrero con coquetería, estirándose la chaquetilla. Carpanta, al ver que Casildo no contesta, dice con voz más alta.)
Pepe.—¿Que cómo estás? (Sigue el silencio.) (Este monumento es bastante mal educao.)
Prudencio (Sonriendo.)—No te ha oído. Estas notabilidades son así, chico; ¡no se fijan en na! (Acercándose a su hijo.) ¿De aonde vienes, hijo mío?
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Casildo (Con tono desdeñoso y sin mirar a su padre.)—Del mundo.
Prudencio (Sonriente y muy complacido.)—¡Qué manera de contestar! ¿eh?
Polinio.—¿Ha madrugao?
Prudencio (Con asombro.)—¿Madrugar esa personalidaz? Que se marchó anoche a las diez y viene ahora. (Aparte y sonriendo a los dos.) (¡Las mujeres que se lo rifan!)
Polinio.—¡Ya, ya!
Prudencio (A Casildo.)—¿Vas a acostarte, hijo?
Casildo.—¡Clarinete!
Prudencio.—¡Oye, qué gracia! ¿Habéis oído? ¡Clarinete!
Casildo (A Prudencio. Secamente y sin mirarle.)—La petaca.
Prudencio (Dándosela.)—Toma, hijo mío.
Casildo (La vacía, se guarda los cigarros y la tira con desprecio sobre el velador.)—Cerillas.
Prudencio (Le da una caja.)—¡Ahí van!
Casildo (Se guarda la caja.)—¡Que no me se despierte hasta que yo avise! (Saluda con la mano y se va contoneándose primera izquierda.)
Prudencio (Siguiéndole hasta la puerta.)—No tengas miedo. ¡Ah, oye! Ciérrate por dentro, no te sorprenda tu mamá en el primer sueño.
Polinio.—¿Por qué le dices eso?
Prudencio (Sonriendo.)—¡Por na! ¡Que anoche se le llevó un mantón a su madre y se conoce que lo ha empeñao!
Pepe.—¡Angelito! ¡Qué monada de criatura! (Riendo.)
Prudencio.—Y como la Feliciana no reflexiona que a estas grandes figuras hay que aguantarlas sus genialidades, me temo un esasbruto.
Polinio.—¡Natural!
Prudencio.—Y qué, ¿habéis visto qué hechuras de torero tiene? ¿Se le da un aire al Conejito, verdá?
Pepe.—¡Sí, tiene algo de Conejito... sino que más en gazapo!
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Polinio.—Güeno; y volviendo a lo de enantes, respective al chico, na tengo que ojetarte, porque se ve que cuidándolo pué llegar a ser Gordito, pero por lo que toca a la chica, ¿tú crees que servirá pa chanteuse, Prudencio?
Prudencio.—¡Amos, hombre! ¿Que si servirá?... Vaya, ahora que estamos solos, ¿queréis verla y oirla pa que veais que no es pasión de padre cuando digo que es una maravilla?
Polinio.—¡Sí, hombre!
Pepe.—¡Con mucho gusto!
Prudencio.—¡Pues quitarse las telarañas! (Llamando.) ¡Acacio!
Acacio (Acercándose.)—Mande usté.
Prudencio.—Ponte a la puerta, y si viene la señá Feliciana nos avisas, no sea que nos sorprenda.
Acacio.—Güeno. (Vase a la puerta a vigilar.)
Prudencio (Yendo a la puerta primera izquierda y llamando.)—¡Antoñita!... ¡Antoñita!
Antoñita (Dentro.)—¿Mande usté?
Prudencio.—Sal un momento, haz el favor.
Antoñita.—Voy.
Prudencio.—Ya está aquí. ¡Veréis qué prodigio!
Dichos y Antoñita, primera izquierda. Antoñita es una chiquilla como de diez y seis años, con cara abobada y pretendiendo suplir con una verbosidad ridícula la gracia de que carece. Al salir, ligera y sonriente, hace una reverencia.
Antoñita.—Servidora de ustedes. Muy buenos días, ¿Cómo están ustedes?
Los dos.—Bien, ¿y tú?
Antoñita.—Yo, bien, a Dios gracias, pa servir a ustedes. ¿Las familias güenas?... Vaya, me alegro mucho y por muchos años. Tanto gusto.
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Polinio.—Muy bien, muy bien.
Pepe.—Es una monada de chica.
Antoñita.—Tantas gracias, es favor. No lo merezco. Ustedes son muy güenos, al parecer. Y ya lo saben ustedes, con permiso de mi papá, en lo que sea útil, pueden mandar a una servidora. Tanto gusto.
Prudencio.—Bueno. Pues estos señores...
Antoñita.—Repito que tanto gusto.
Prudencio.—Desean verte bailar y que nos cantes algo aquí en familia.
Antoñita.—Sí, señor, tanto gusto. Lo que deseen de una servidora de ustedes. ¿Quieren ustedes soleares, tango, sevillanas, panaderos, malagueñas, peteneras u cake-vale? Porque eso tié que ser a gusto de ustedes; porque ustedes sabrán lo que quieren; porque una no sabe con qué dará gusto; porque a lo mejor va una servidora y baila panaderos, y qué sabe una servidora si ustés les tien rabia a los panaderos. Porque eso el que lo quiere es el que lo pide.
Pepe.—¡Tié razón la chica!
Polinio.—¡Es lista, es lista!
Prudencio.—No, lo que queremos es lo que sepas mejor; un tanguito de esos con que vas a debutar, u cualquier cosa...
Pepe.—¡El tango, el tango!
Polinio.—¡Eso! ¡Venga el tango!
Prudencio.—¡Duro con él!
Antoñita.—Perfetamente. Bueno, y cuando baile, ¿lo marco con todo?... (Sonriendo picarescamente.)
Los dos.—¡Con todo, con todo!
Antoñita.—Pues con permiso de ustedes voy a ponerme un alfiler (Se lo pone.) pa ceñirme la falda, ¿saben ustedes? porque si no el ondulao no resalta. El tango se llama “Vete a la gloria.”
Prudencio.—Yo te acompañaré. Venga de ahí. (Cogiendo una guitarra.)
Antoñita.—¡Lo voy a cantar con picardía!
Prudencio.—¡Veréis un pasmo! (Acompaña con la guitarra.)
p. 121Música[1]
[1] En bailar y cantar este número con la poca gracia con que lo haría una chiquilla de esas a quienes se quiere ridiculizar, consiste su verdadero efecto.
Antoñita
Los dos
Antoñita
Prudencio (Recitando.)—¡Olé, por las laringitis agudas!
Antoñita (Cantando.)
——
Todos
Antoñita
Todos
(Después de cantar Antoñita hablan sobre música.)
Pepe (Entusiasmado.)—¡Devino!
Polinio.—¡Superior!
Prudencio.—¿Eh? ¿qué sus paece la vocecita?
Polinio.—¡Que es una voz que encanta!... ¡qué digo encanta!... ¡que arroba!... y me quedo corto.
Pepe.—El día que oigan a esta chica en el extranp. 123jero, te la enjaulaban. ¡Esto no es mujer, esto es una ruiseñora, hombre!
Antoñita.—Güeno, ¿y a ustedes les molestará quedarse bizcos?... ¿No?... pues les voy a bailar a ustedes un tanguito; ¿que saben ustedes lo que es azúcar cande?... ¡pues más cande!
Prudencio.—¡Veréis qué disloque!... ¡Arza con la salida! (Antoñita baila.)
Acacio (Jaleando.)—¡Su gracia!... ¡Su cuerpo!... ¡Su madre!... (Todos se asustan. Prudencio corre a esconder la guitarra.)
Antoñita (Asustada, cesa de bailar.)—¡Mi madre!
Prudencio.—¡Mi mujer!
Polinio.—¡Su madre!
Pepe.—¡La Feliciana! (Los cuatro simultáneamente.)
Acacio.—¡No, si era que la jaleaba! ¡No asustarse!
Prudencio.—¡Maldita sea tu estampa, qué susto nos has dao, ladrón! (Pegándole con la guitarra.)
Pepe.—¡Anda, sigue, sigue! (Antoñita sigue bailando hasta terminar el tango.)
Hablado
Polinio.—¡Ahí la gracia!
Los dos (Aplaudiendo.)—¡Bravo! ¡bravo! ¡Muy bien!
Prudencio (Con entusiasmo.)—¿Qué? ¿qué tal? ¿y el salero? ¡el salero!
Polinio.—¡Yo no he visto un salero parecido!
Antoñita (Sonriente y satisfecha.)—¡Tantas gracias!... Una servidora está alicortada. No sé cómo pagar a ustedes... Es algo de favor... Y eso que he bailao en suelo de madera, que el día que a una servidora le pongan linoleum... ¿Saben ustés lo que es linoleum?
Pepe.—¡Ya lo creo!
Antoñita.—Una cosa que se escurre... ¡pues esep. 124 día, que no se me agarren los pies, yo creo que arrebato!
Pepe.—Nada, chico, que esto en un París u en una Londres, nos traemos el dinero en camiones.
Prudencio.—¿Sí, verdad? (Con entusiasmo, abrazando a su hija.) ¡Hija mía, qué porvenir nos aguarda!...
Antoñita.—¡Ya lo creo papá!
Pepe (A Polinio, aparte.) (¡Ya habrá usté advertío que tié menos gracia que una caja e betún!)
Polinio (Ídem.) (Ya, ya; pero, ¿quién le quita las ilusiones a un hombre así?)
Antoñita.—Y respective a declamar en picaresco, sabe una servidora una cosa un poco verde, que donde me la oyen, me se mueren de risa; porque una servidora, la recalca con una intención, que verán ustedes, si no les molesta.
Polinio.—No, dila, dila.
Parroquiano 1.º (Entrando.)—Buenos días; ¿me hacen el favor de afeitarme?
Prudencio (Contrariado.)—¡Hombre, espere usted si quiere, porque ahora!...
Acacio.—Siéntese, que es que estamos mu ocupaos... (El parroquiano se sienta al foro.)
Prudencio.—Empieza.
Antoñita.—Pues verán ustedes. Es un monólogo, pero lo tengo que decir yo sola, si no no paece monólogo. Es en verso, fijarse:
¡Ay! ¿cómo dice?... ¡qué rabia! me le... ¡pos no me s’ha olvidao!... me le... (Haciendo esfuerzos ridículos por recordar.) me le... ¡mecachis qué coraje!
p. 125
Acacio (Acercándose a ella y en voz baja.)—¿No es me le atortolo?
Antoñita.—¡Qué va a ser! Bueno, me se ha olvidao, pero es una cosa que voy ¿saben ustés? y cuanto más me sigue el pollo, más me levanto, más me levanto, hasta que una servidora le enseña las medias y acabo así con este desplante:
(Hace una postura ridícula, quedando recogida y enseñando las pantorrillas. El parroquiano se acerca, mira y se vuelve a sentar.)
Pepe.—¡Una monada!
Polinio.—¡Preciosa! (Aplauden todos.)
Dichos y Feliciana en la puerta
Feliciana (Con ira al ver el cuadro.)—¡Maldita sea la pena!
Prudencio (Aterrado.)—¡La Feliciana!
Antoñita.—¡Mi madre!
Acacio.—¡El ama!
Pepe.—¡Tablón!
(Estas voces simultáneas.)
Feliciana.—¡Muy bonito! ¡Está bien! (A la Antoñita, zarandeándola.) ¡Arza pa dentro, gandula! (Dándola metidos disimulados.)
Antoñita.—¡Madre, si era que!... (Huyendo.)
Feliciana.—¡A remendar la ropa, que es tu obligación! ¡Bribona! ¡Holgazana! (La persigue hasta que se va primera izquierda.)
Prudencio (A Polinio y Carpanta.)—¿Estáis viendo cómo trata a las celebridades?
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Feliciana (Al parroquiano.)—¿Y usté, qué quería?
Parroquiano 1.º (Con extrañeza.)—Servirme.
Feliciana.—¿Y lo tenéis esperando? ¡Anda a afeitarle u te desuello, granuja! (Queriendo pegar a Acacio.)
Acacio.—Si era que... era que... Siéntese, siéntese el caballero. (Se pone a afeitarlo.)
Feliciana.—Y ustés, (A Polinio y a Carpanta, con brusquedad.) si no tién na que hacer aquí, la calle es gratuita...
Polinio.—Señora, nosotros estábamos almirando... las dotes de la niña.
Feliciana.—¡Tantas gracias! Aquí pelo pa quitar es lo que nos hace falta.
Prudencio.—Feliciana, que son amigos...
Feliciana.—Lo celebro. Tertulias en el Cerro e los Ángeles.
Pepe.—Usté disimule... (Excusándose.)
Feliciana.—Y si no quién ustés volver, aquí tienen ustedes su casa...
Prudencio (Aparte a los dos.)—(Hacer caso miso y esperarme en la taberna.)
Los dos.—Somos suyos... (Saludan y se van.)
Feliciana.—Pal gato. (Saluda también muy fina.)
Prudencio, Feliciana, Acacio y el Parroquiano que, después que lo afeitan, paga y se va
Prudencio.—¡Muy bonito! (Con ira.) ¡Feliciana!
Feliciana.—¿Qué hay? (Rabiosa.)
Prudencio.—¡Como trato social eres más repelente que una manga riega!
Feliciana.—Mira, Prudencio, vamos a hablar con franqueza. ¿Tú necesitas las narices este invierno?
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Prudencio.—¡Quizás que sí!
Feliciana.—Pues si no quieres desprenderte de ellas... ¡Ya me conoces! Hazme caso a mí y que acabe este desorden de casa; que acabe hoy mismo, ahora mismo, porque estoy decidía, cueste lo que cueste, a que no se lleve la trampa el peazo e pan que tenemos y a no perder por tus locuras dos hijos que me han costao muchas lágrimas y muchos dolores el criarlos. ¡Eso es!
Prudencio.—Está bien. (Cualquiera le dice ahora lo del traspasito.) Bueno, ¿y todo eso, qué viene a ser poco más o menos?
Feliciana.—Pues viene a ser que mañana vuelve Casildo a la imprenta y la chica en cá la modista. ¡Eso es!
Prudencio.—Bueno, de modo que te ostinas en que ese monumento taurómaca...
Feliciana.—¡Mentira! El chico no sirve pa torero.
Prudencio.—¿Que no sirve? (Con indignación.)
Feliciana.—¡Qué va a servir; si está la pobre criatura de cornás que lo miras por la espalda y se le ve la corbata al trasluz!... ¿Y tú crees que he criao yo a mi hijo pa colador?
Prudencio.—¿Y respetive a la Antoñita, qué?... ¿También es un guiñapo artístico?...
Feliciana.—¡La Antoñita, peor!
Prudencio.—Entonces dí, celebro oscuro, ¿pa qué le ha dao la naturaleza una voz a nuestra hija?
Feliciana.—Pa que se calle y no berrée.
Prudencio (Frenético.)—¡Feliciana!
Feliciana.—Loco, más que loco. No quieres tú a tus hijos más que yo los quiero. Pero el quererlos no es motivo pa que me ciegue y vea cosas que no son. ¿Que es fácil ser torero?... ¡Ese es tu error, Prudencio! Y no mires a los que han llegao porque Dios les dió ese don; mira a los infelices que, ciegos por la avaricia, mueren como perros en la cama de un hospital. Y por lo que toca a la chica, estás igualmente equivocao; porque una cosa es la gracia que hacenp. 128 los hijos a los padres en el comedor de casa, y otra la que se necesita pa brillar en el mundo. Y sobre todo, que no, ¡vaya! ¡Que no me da la gana ver a mi hija en un tablao enseñando las carnes; porque mujer que se remangue más arriba de lo necesario pa no coger barro, será buena pal cromo de una caja e cerillas, pero no lo es pa su casa ni pa sus hijos! ¡Eso es!
Prudencio.—¡Pero ven acá, mollera vacía! Si eso fuera así, ¿por qué me dicen tóos los parroquianos que hago bien?
Feliciana.—Pues, porque personas que vienen pa un cuarto de hora y que encima te ven con una navaja en la mano, ¿pa qué te van a contrariar?
Prudencio.—¡Razonas como una sandía!
Feliciana.—Razono como una madre sensata y prudente.
Prudencio.—¿Sí, eh?... Pues ahí va mi ulti-matum. Estoy cumpliendo mi deber y argumentarme en contrario es como tomar el caldo con tenedor. Y creo haberte dicho lo suficiente.
Feliciana (Con rabia.)—¿Es decir, que no cejas?
Prudencio.—¿Cómo cejas? ¡Ni cejas ni narices!
Feliciana.—¿Es decir que te empeñas?
Prudencio.—¡Empeñao! ¡Mi hijo será diestro, mi hija divete! ¡Es mi misión!
Feliciana.—¡Tu hijo será impresor, tu hija modista! ¡Es la mía!
Prudencio.—¡Por estas te juro que no! (Junta las manos.)
Feliciana.—¡Por estas te juro que sí! (Le imita.)
Prudencio.—¡Hemos acabao! (Desde la puerta. Vase foro.)
Feliciana.—¡Usté lo pase bien! (Con ira.)
Feliciana y Acacio. Luego, Antoñita.
Feliciana (Desolada.)—¡Dios mío; pero es posible que ni reflexiones, ni amenazas, curen a este hombre de su ceguera!... ¿Y cómo voy a consentir yo que este loco, trastornao por el consejo de unos cuantos guasones, nos lleve a la miseria y a la perdición?... (Llorando.) ¡Dios mío! ¡Dios mío! (Se sienta junto al velador ocultando la cara con el pañuelo con que seca sus lágrimas.)
Acacio (Con pena.)—¡Pobre mujer!... ¡Y eso que no sabe la metá de la metá! ¡Qué dramas! ¡Amos, que yo no puedo ver esto! Una mujer traspasá por el dolor, una barbería traspasá por setecientas pesetas y un servidor traspasao... al arroyo en cuanto venga el otro amo. Si yo tuviese valor se lo relataba todo. Porque, ¿qué hago yo en la calle? Nada, que se lo digo. Allá voy. (Acercándose y con voz temblorosa.) Se... se... señá Feliciana.
Feliciana.—¿Qué te pasa?
Acacio.—Que vaya, que quió que lo sepa usté todo; que el señor Prudencio, a espaldas de usté y con objeto de allegar recursos pa irse con la Antoñita a París, le ha traspasao al señor Román, (Feliciana se levanta.) por setecientas pesetas, el presente salón con tóos los enseres, menos usté y yo, que seremos las vítimas.
Feliciana (Aterrada.)—¡Jesús! ¿Qué dices?
Acacio.—Lo que usté oye, ce por be.
Feliciana.—¡Dios mío!... ¿pero es posible?
Acacio.—Ce por be. Se lo juro a usté por la memoria de mi santa madre que está en el pueblo.
Feliciana (Exaltadísima.)—¡Basta! ¡Te creo! ¡Ese loco es capaz de todo!... ¡Me temía esto! ¡Ay, si nop. 130 puedo evitarlo, nos ha perdío pa siempre! (Como tomando una resolución repentina.) ¡Acacio, la gorra, ponte la gorra!
Acacio.—¿Y qué hago?
Feliciana.—Ponte la gorra y vete corriendo a la ebanistería de mi hermano y le dices: Señor Leovigildo, de parte de la señá Feliciana que vaya usté a la barbería en seguida pa una cosa mu grave. Vuela.
Acacio.—Comprendido. Un momento. (Entra primera izquierda y sale en seguida.)
Feliciana.—¡Quién sabe si todavía podremos evitar esta ruina! ¡Corre por Dios, Acacio! (Vase Acacio foro.) ¡Virgen del Carmen! ¡Qué locura! ¡Ay, Dios mío, que yo no sé lo que me pasa! Pero güeno; no hay que amilanarse; pa estas ocasiones es el carácter. ¿Traspasar el salón, eh?... ¡Ni a pedazos, ni con el Juzgao, ni hecha harina me sacan de aquí! ¡Lo juro! Y en este mismo instante se han acabao los toreros y las divetes... pero pa siempre.
Antoñita (Dentro, cantando.)
Feliciana (Que se exalta más al oir a su hija.)—¡Sí, canta, canta... so gamberra! ¡Ya te daré yo a ti Pepito! (Llamando.) ¡Antoñita! ¡Antoñita!
Antoñita (Dentro.)—¡Madre!
Feliciana.—Ven aquí, sal.
Antoñita.—Estoy ensayando.
Feliciana.—Sal, rica, sal, que te voy a dar un repaso.
Antoñita (Saliendo.)—Oiga usté, madre, ya he cogido un cambio de tono pa darle más picardía, misté. (Cantando.)
Feliciana (Furiosa.)—¡Retírate de mi vista o te desuello, so tunanta!
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Antoñita (Huyendo atemorizada.)—¡Uy, por Dios! ¿pero qué es eso?
Feliciana.—Que como te oiga yo rebuznar otra vez u me vuelvas a cantar un tango, es el último día de tu vida, ¡so bribona! ¡Y arza, ahora mismo a ponerte el mantón, que vas a volver en cá la modista!
Antoñita (Con espanto.)—¡Cómo en cá la modista!
Feliciana.—¡Yo, yo te voy a llevar de una oreja! (Todo esto con gran energía.)
Antoñita.—¿Pero está usté loca? ¡Una meso-soplano quitando hilvanes!... ¡En seguida!... ¡No señora; no, señora, y no, señora!
Feliciana.—¡Ah, sí! ¿Y te vuelves contra mí? ¡Te voy a arrancar la piel, so tunanta, bribona, holgazana! (Persiguiéndola furiosa.)
Antoñita (Huyendo asustada.)—¡Ay, ay, ay! ¡Casildo! (A grandes voces.) ¡Padre! ¡Ay, que me quié pegar! ¡Casildo! ¡Casildo!
Dichas y Casildo primera izquierda, interponiéndose entre las dos
Casildo (Con solemnidad.)—¡Chits! ¡Quietuz!
Feliciana.—¡La mato! (Casildo la contiene.)
Casildo.—¡Parsimonia! ¿Óbice de la reyerta?
Antoñita.—Y tó por no quererse morir una iznorada en esta porquería de casa, entre pelos y navajas, ¡eso es!
Feliciana.—¿Porquería, eh?... ¡Ya te daré yo a ti porquería!
Casildo.—Señora madre... El libre albedrío de los hijos es tan respetable como la...
p. 132
Feliciana (Rabiosa.)—¿Y qué has hecho tú del mantón que te llevaste anoche, so golfo? ¡Dilo, dilo en seguida!
Casildo.—¡No entremezclemos!
Feliciana.—¿Lo has empeñao, verdá? Lo mismo que los pendientes de la semana pasá y los juegos de cama de hace quince días... ¿Y pa eso quiés la turomaquia? Pa dejar tu casa sin un trapo y vengan borracheras y malas compañías y vagancia y perdición, ¿no es eso? Pues ea (Sujetándole por la solapa.) ¡se acabó el toreo y mañana a la imprenta a ganarte honradamente una peseta! ¡Porque yo quiero! ¿Lo oyes? ¡Porque yo lo mando! (Le zarandea.)
Casildo.—¡Del dicho al hecho hay que tomar el tranvía!
Feliciana (Ya frenética.)—¡El tranvía! ¡Vaya, pues ahora mismo! ¡Ya me se ha llenado a mí el costal de ganas! (Furiosísima.) ¡Lo vas a ver! (De un tocador de la derecha coge unas tijeras.)
Antoñita (Atemorizada.)—¡Pero, madre!
Casildo (Con extrañeza y terror.)—Señora madre...
Feliciana (Frenética.)—¡Córtate esa coleta inmediatamente!
Casildo (Aterrado.)—¡Rediez! ¿Pero qué dice usté? ¿Que me ampute?...
Feliciana.—¡Córtate esa coleta he dicho, o por la sangre de mis venas que te deshago, so granuja! ¡En seguida!
Antoñita (De rodillas, suplicante.)—¡Ay, madre, la coleta no!
Casildo.—¡Que me suelte usté, que no!
Feliciana.—¡Que no! ¡Yo te la cortaré, so vago, tunante, infame! (En un arranque de fiereza le hace inclinarse contra el suelo y le corta la coleta de un tijeretazo.)
Casildo (Durante la lucha.)—¡No, madre! ¡Mi porvenir! ¡Por Dios!
Feliciana (Tirando la coleta al suelo después de cortársela.)—¡Así, fuera porquerías!
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Casildo.—¡Rediez! (Tocándose la cabeza y en el colmo del terror.) ¡¡Me la ha cortao!!
Antoñita (Con horror.)—¡Se la ha cortao!
Casildo (Tirado en el suelo y dando un grito desgarrador.)—¡¡Padre!!
Dichos y Prudencio
Prudencio (Entra corriendo asustado por los gritos.)—¿Qué pasa?
Casildo (Sentado en el suelo con desaliento y señalando la coleta.)—¡Me la ha cortao!
Antoñita (Señalándola también.)—¡De raíz!
Prudencio (Cogiéndola y con inmenso pavor.)—¿La coleta? ¿Quién?
Feliciana (Empuñando valientemente las tijeras.)—¡¡Yo!!
Prudencio (Aterrado.)—¡Ah! ¡¡Tú!! ¡¡¡Tú!!! ¿Pero tú sabes lo que has quitado de la cabeza a tu hijo, so imbécil?
Feliciana.—¡Una tontería! (Con desprecio.)
Prudencio (Frenético.)—¡Ea! ¡Esta bestialidad colma la medida! Y puesto que te opones bárbaramente a que tus hijos lleguen a la gloria que Dios les destina, me los llevo de aquí. ¡Nos vamos de esta casa! ¡No aguanto más!
Dichos, Leovigildo y Acacio de la calle; Parroquiano 2.º
Acacio (Que entra corriendo.)—¡Aquí está, aquí está su hermano de usted!
Feliciana.—Leovigildo, Leovigildo, ven, escucha...
Leovigildo (Entrando.)—Lo sé todo. Silencio. Me lo ha contao Acacio en el camino. (A Prudencio.) ¿Pero, qué has hecho, so insensato? ¿Pero es de veras que has traspasao la barbería?
Prudencio.—¡Sí, señor! ¡La he traspasao porque estoy cumpliendo un sacrosanto deber! (Enseñándole la coleta.) ¡En cambio, mira la mutilación bárbara que le ha hecho ese cernícalo a este monumento! (Enseñándole la cabeza de Casildo.)
Leovigildo.—¿Y le llamas monumento a una cebolleta?
Antoñita.—¡La cebolleta lo será usté!
Casildo.—¿Qué dirá el Ciruqui? (Con voz llorosa.)
Leovigildo.—¡Prudencio, vuelve en ti, reflexiona!
Prudencio.—No tengo na que reflexionar. Nos vamos de esta casa. Estoy decidido.
Antoñita.—Sí, señor; vámonos.
Casildo.—Nos vamos.
Feliciana (A Leovigildo.)—¿Pero estás oyendo?
Prudencio.—Y conste, que te echarán de la barbería.
Feliciana (Con furia.)—¡No hay quién!
Leovigildo.—No la echarán, porque yo desharé el traspaso devolviendo al señor Román las setecientas pesetas.
Prudencio.—Haz lo que gustes. Mandaremos por lap. 135 ropa. ¡Hijos míos, la gloria nos llama! Yo os llevaré a ella. Vámonos de aquí.
Antoñita.—¡Madre, no sea usté tonta y véngase usté a la gloria!
Feliciana.—¡Prudencio, por Dios, mira lo que haces!... ¡Mira que si sales por esa puerta!...
Prudencio.—¡Es mi deber! ¡Adiós pa siempre!
Antoñita.—¡Adiós, madre!
Casildo.—¡Qué dirá el Ciruqui! (Vanse los tres foro.)
Feliciana (Llamándolos acongojada.)—¡Prudencio!... ¡Hijos!
Leovigildo (Sujetándola.)—¡Quieta!
Feliciana (Llorando amargamente.)—Pero, ¡si se van!
Leovigildo (Con energía.)—¡Deja que se vayan! ¡Muérdete el corazón, pero tú aquí, a conservar la libreta! ¡Es tu deber serio y honrao! ¡Que se vayan! Pué que sea mejor; así probarán dónde está la verdá, si en las ilusiones tontas, o en el trabajo humilde y verdadero. ¡Y poquitas lágrimas!
Feliciana.—Es verdá. Tiés razón. Ellos lo quieren; ¡que Dios los ampare! (Sin dejar de sollozar.)
Parroquiano 2.º (Entrando.)—¿Me pueden afeitar?
Feliciana.—Sí, señor. Acacio, afeita a este caballero.
Acacio.—Pase aquí. (El Parroquiano se sienta en el tocador de la izquierda y Acacio le afeita.)
Leovigildo.—Y tú, a tu trabajo, como si tal cosa. Voy a hablar con el señor Román. Vuelvo en seguida.
Feliciana.—Gracias, Leovigildo. Pero, ¡esos hijos!... ¡ingratos!... ¡sin mí!... (Llorando.)
Leovigildo.—Adentro, a lo tuyo, y calma. (La lleva hasta primera izquierda.) ¡Hasta luego! (Vase foro. Acacio queda afeitando al parroquiano y limpiándose las lágrimas.—Cae el telón pausadamente.)
Empieza un preludio en la orquesta, y al terminar el motivo del tango, se levanta la cortina y aparecep. 136 un telón blanco, y, pegado en él, un gran cartel de color que dirá:
SALÓN MADRILEÑO
Debut sensacional en la cuarta función
LA BELLA ANTOÑITA
mono-cuple tanguista
NUEVA ESTRELLA
No faltéis
Al terminar el preludio, se alza el telón del anuncio y aparece el
La escena representa el escenario de un salón «Music-Hall» visto de costado. El telón de boca del supuesto escenario figura estar al lado izquierdo del verdadero, ocupando desde la sep. 137gunda caja hasta el foro, y, por consecuencia, el foro simulado ocupa iguales términos a la derecha. Los bastidores de este escenario se verán de canto, ocupando el centro de la escena, a distancias simétricas y con varales de luz tras ellos. En primer término, a la izquierda y cerca del supuesto telón, la taquilla de la luz eléctrica. A la derecha una puerta practicable, que se supone da a un pasillo, con cuartos de artistas. La decoración supuesta será una selva.
Al hacerse la mutación aparecen dos o tres Carpinteros acabando de colocar la decoración. El Electricista 2.º colocando bombillas de luz en los varales. El Electricista 1.º manipulando en la taquilla de la luz. Rodríguez, representante de la empresa, mirando por el agujero del telón.
Carpintero 1.º (A los otros.)—¡Amos, rediez, que sus dormís! (Mirando hacia las bambalinas y con voz más fuerte.) Manolo, pon el foro.
Una voz (Desde arriba.)—¿El japonés?
Carpintero 1.º—No, hombre, la selva. (Cae desde arriba un telón que ventea el Carpintero 1.º, colocándolo en su sitio.)
Electricista 2.º (Al primero.)—¿Qué luz se le da a la debutanta?
Electricista 1.º—P’al tango dicen que la demos el rojo; pa los coplés la daremos el verde.
Electricista 2.º—Pues prueba a ver.
Electricista 1.º (Dando luz verde.)—¿Va?
Electricista 2.º—Sí, apaga. (Se apaga la luz verde.)
Dichos y Empresario, que sale primera derecha
Empresario (Con acento catalán.)—“¡Rodrígues! ¡Rodrígues!”
Rodríguez (Deja de mirar por el telón. Habla con acento andaluz.)—¿Qué quié osté?
Empresario.—Oiga, miri, que se dé la entrada a escape y curriendo, ¿sabe? ¡Que vamos con una mica de retraso y me tengo al ispetor detrás de las urejas!
Rodríguez.—Oiga osté, ¿y qué tar de gente, don Manué?
Empresario.—Va a haber un llenaso de bote en bote. Pero miri, no es estraño: cuarta sesión y debut... ¡as claro!
Rodríguez.—Y qué, ¿ha visto osté vestía a esa niña?
Empresario.—Ahora vengo de su camarino, y qué quiere que le diga, como mona es mona.
Rodríguez.—Pero oiga osté, que yo la he visto ensayar esta tarde y... (Gestos de duda.)
Empresario.—Miri, miri, déjese de cuentos; el caso es que da un lleno, que es lo que se buscaba, y si la matan que la maten, ¿sabe? A nosotros, ¿qué?
Rodríguez.—En eso tié osté rasón.
Empresario.—Lu que se busca, y nada más... ¡hombre! Ande, avise.
Rodríguez.—Voy allá. (Vase primera derecha.)
Empresario (Al Carpintero 1.º)—¿Está todo listo?
Carpintero 1.º—Todo, sí, señor. (Vase el empresario por el foro. Suena fuera un timbre eléctrico.)
Polinio y Prudencio
Polinio (Sacando casi en brazos a Prudencio.)—¡Vamos, hombre! ¡Pero no te pongas así! ¿Pero qué te pasa?
Prudencio (Temblando de miedo y con voz acongojada.)—¡Ay, Polinio! ¿Que qué me pasa?... ¡Pues que a medida que va llegando la hora del debut de mi hija, me se está poniendo un amargor de boca, y tengo un vacío de estómago que me muero! ¡Mira cómo tiemblo!
Polinio.—¿Pero hombre, qué has hecho de aquellos bríos?
Prudencio.—¡Ay, no sé, no sé! ¡Ay, Polinio de mi alma, oye! ¿Tú crees en serio que gustará la chica?
Polinio.—¡Pues no ha de gustar! La chica es un asombro de gracia. ¿Qué digo un asombro? ¡un aspaviento!
Prudencio (Con voz entrecortada.)—¡Ay, Polinio, no te choque esta emoción! Tú no sabes lo que es ver a una celebridad y decir: ¡eso es un engendro mío!
Polinio.—¡Me lo explico! Y además que comprendo tu miedo; porque si por una de esas cosas, que no lo mande Dios, la chica no gustase...
Prudencio.—¡Calla, hombre! (Aterrado y nervioso le da un puñetazo.)
Polinio.—¡No, si hablo en pletérito! ¡Calcúlate tu situación! Sin dinero y sin barbería; porque aunque tu mujer siga con ella, con la Feliciana no hay que contar.
Prudencio.—¡Como que ayer me la encontré, me miró el saqué, se echó a reir y me volvió la cara!... ¡figúrate! (Se oye un gran rumor detrás del supuestop. 140 telón, rumor que remeda con la mayor exactitud al del público cuando invade un teatro: escúchanse entre el natural vocerío estas frases: ¡Acomodador... a ver mi asiento!—¡Caramelos y bombones!—¡El Heraldo!... Sin cesar en absoluto, se atenúan los rumores del público supuesto, para que no se pierda el diálogo.) ¡Ay! ¿oyes? ¿qué ruido es ese? ¿qué pasará? ¿qué es? (Impaciente.)
Polinio.—Voy a ver. (Se acerca, mira por el agujero del telón y dice con mucha alegría.) ¡La gente, la gente que entra!... ¡Ya están entrando!
Prudencio (Asustado y tembloroso.)—¿Entran ya? ¡Ay! ¡ay, qué emoción!
Polinio (Que sigue mirando.)—¡Y qué buen público! ¡Va a estar lleno!
Prudencio.—¡Ay! ¡Aquí quisiá yo ver a la Feliciana, a ese ser egoísta y bárbaro, que estará a estas horas roncando en su cama muy tranquila! ¡Ay, qué temblor! ¡Ay, que no creí que era esto tan emocionante! (Se escuchan bastoneos y muestras de impaciencia en el público.) ¡Oye!... (Los dos atienden.) ¿Qué pasa ahora?
Polinio.—¡Que se cansan de esperar! ¡Como no empiezan!
Prudencio.—¡Ay, pues que empiecen, que empiecen!... (Muy nervioso, y recorriendo el escenario dice a grandes voces.) ¡Que empiecen! ¡Que empiecen!
Polinio (Conteniéndolo.)—¡Calla, hombre!
Dichos y Rodríguez; luego Antoñita; después Empresario y luego el Inspector; por último, Trianón
Rodríguez (Saliendo. A Prudencio.)—¿Y la Antoñita?
Prudencio.—¡Ya debe estar; ya debe estar vestida!
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Rodríguez.—¡Voy a avisarla, que empieza ella! (Acercándose a la puerta derecha.) ¡Antoñita! ¡Antoñita! (Llamando a voces.)
Antoñita (Dentro.)—¡Voy, voy en seguida!
Prudencio.—¡Ay, Polinio, llegó el momento! ¿Qué será de nosotros?
Polinio.—¡Ánimo, Prudencio! ¡El porvenir es tuyo!
Rodríguez (Asomándose por el agujero del telón.)—¡Molina, la sinfonía! (Se oye a poco un vals al piano. Antoñita sale por la puerta de la derecha, vestida de “coupletista”, con un traje corto, verde y rosa, de muy mal gusto; lleva muchas flores en la cabeza; saca en la mano un sombrero cordobés. Viene radiante de alegría.)
Antoñita.—¡Ya estoy! ¿qué les paece a ustedes el trajecito? (Contoneándose muy satisfecha.)
Polinio.—¡Precioso! ¡Una monada! ¡Una divinidaz!...
Prudencio.—Oye, ¿no será demasiao verde pal público?
Antoñita (Enfadada por la observación.)—¡Qué va a ser! ¿Usté qué sabe? ¡Ya verá usté en cuanto me vean qué murmullo! ¡Pal teatro cosas vivas! ¡En vestir las voy a dejar a todas así!... (Empequeñecidas.)
Prudencio.—Sí, hija; si pué que tengas razón. Pero yo es que ya no veo de miedo. ¡Mira qué temblor! (Enseñándole la mano temblorosa.)
Antoñita (Enfadada.)—¡Caramba, padre! ¡pero qué pesao está usté con el miedo! ¡Jesús! que lo tuviese yo, güeno; ¿pero usté?... ¡Si sabré yo lo que va a pasar! ¡Un delirio en cuanto me vean y me oigan! y es que lo mismo me se da a mí del público este que del del Real, que el de cualsiquier lao. La cuestión pa gustar es atractivo, y desenvoltura, y cosas modernistas... ¡y déjeme usté a mí!... ¿Que todas saludan de esta manera? (Hace un saludo vulgar.) ¡Pues yo así!... (Hace un saludo raro moviendo la cabeza hacia la izquierda muy rápidamente y conp. 142 una sonrisa más rara que el saludo todavía.) ¡que tié más novedad! ¡y con esto y dos o tres ademanes que ha estudiao una servidora, el público en el bolsillo de una servidora!... ¡Va usté a verlo!
Polinio (Con entusiasmo.)—¿Pero no te animas de oirla?
Prudencio.—No; si yo también estoy seguro... pero... vaya... es que...
Antoñita.—¡Paece mentira! ¡Dudar de mí!... ¡Si gusto, como gustaré, no le vuelvo a mirar a usté a la cara!... ¡Merecía usté tener una hija tonta!
Rodríguez (Acercándose.)—¡Prevenida Antoñita!
Antoñita (Preparándose.)—¡Venga ya! (Acercándose a la primera caja.)
Rodríguez.—¡Arriba el telón! (Sube el telón y se llena de luz el escenario.)
Prudencio (Casi llorando.)—¡Ay, cómo me ha herido esa luz! ¡Hija mía, Dios te bendiga!
Polinio (A Antoñita.)—¡Ánimo!
Antoñita.—¡Me sobra! (Con indiferencia.)
Rodríguez.—¡Fuera! (Antoñita sale a escena, saluda y se oye un aplauso prolongado. Los personajes que están en escena y dos o tres tramoyistas quedan entre cajas de topes y arrojes mirando a Antoñita.)
Polinio.—¿Lo ves? (Con viva satisfacción y abrazando a Prudencio.)
Antoñita (Desde escena, sonriendo a su padre con disimulo.)—¿Ve usté el efecto del saludo?
Prudencio.—¡Qué aplauso! (Muy alegre.)
Rodríguez.—¡Tenemos una gran clac! (Prudencio, indignado, le da un cogotazo. El piano deja oir un tango y Antoñita empieza a bailarlo muy mal y con ademanes raros; se pone el cordobés y se le cae en dos ocasiones. Se oyen en el público risas prolongadas.)
Prudencio (Con angustia.)—¡Ay, paece que se ríen! ¿Qué será?... ¿Qué es?... ¿Qué es?... ¿Qué es?...
Rodríguez.—No sé... ¡voy a ver! (Vase a mirar por detrás del foro.)
p. 143
Polinio.—¡Nada, que se conoce que hace gracia, que gusta!... ¡Que les ha chocao lo del sombrero! (Se acentúan las risas en el público y se escuchan toses burlonas.)
Prudencio.—¡Ay, Polinio, que paece pitorreo! (Lo dice muy azorado.)
Polinio.—¡No, hombre, qué va a ser!
Antoñita (Sin dejar de bailar se acerca a la caja donde está su padre, y al dar una vuelta, dice muy rápidamente y con cara de angustia que trueca en seguida en el gesto sonriente que pone constantemente al público.)—¡Se me ha desatao una cinta! (Habla con gran rapidez.)
Prudencio.—¡Recontra! (Aterrado. A Antoñita.) ¿Salgo a atártela?
Polinio (Sujetándole.)—¡No por Dios! ¿Dónde vas? (Siguen en el público las toses y las risas.)
Prudencio.—¡Que se esperen un poco y ven y te la ato!
Antoñita (Que baila ya azoradísima.)—¡No sé de dónde es!
Una voz (En el público.)—Pero, ¿quién te ha vestido?
Prudencio.—¡No sigas!... ¡Ven, ven, Antoñita!
Polinio.—¡Calla, hombre, calla, por Dios! ¡Que la azaras!
Antoñita (Sin dejar de bailar.)—¡Y me se está cayendo una liga!
Prudencio.—¡Dios mío!
Una voz (Atiplada, del público.)—¡Pero si eso es una niñera!
Otra voz.—¡Asaura!
Voces.—¡Callarse!
Otras.—¡Fuera la clac! (Siguen rumores fuera.)
Antoñita (Bailando cada vez peor y casi llorando ya.)—¡Ay, que me muero de angustia!
Prudencio.—¡Éntrate, éntrate y no sigas!
Rodríguez.—¡Deje usté de bailar! ¡El cuplé, el cuplé en seguida! ¡Pronto, el cuplé, Antoñita! ¡Valor! (Todos hablan a un tiempo, el público grita y patea;p. 144 Antoñita, cada vez más azorada, hace un desplante ridículo y termina el baile entre carcajadas y voces de burlona aprobación. El piano preludia el cuplé.)
Polinio.—¡Duro en el cuplé, que te haces con el público!
Prudencio (Furioso y a gritos y desesperado.)—¡Gritarla, con lo que vale esa criatura! ¡Porque lo vale! ¡A qué andar ya con modestias! ¡Lo vale, sí, señor! ¡Lo vale!
Rodríguez.—¡Calle usté ahora! (Antoñita empieza a cantar con voz temblorosa.)
Antoñita.—(Cantando.)
Una voz (Del público.)—¡Qui-qui-ri-quí! (Risa general.)
Prudencio.—¡Cochinos! ¡Dejarme salir!... ¡Cerdos!
Polinio.—¡Cállate, Prudencio!
Antoñita.—(Cantando con voz llorosa.)
Una voz.—¡Ande usté a vender décimos!
Prudencio.—¡Insúltalos! ¡Ladrones! ¡Asesinos! (Frenético de ira.)
Antoñita (Cantando.)
(Acercándose.) ¡Ay, padre, que yo estoy muy mala!...p. 145 ¡Yo me muero! (Intenta cantar otra vez, desafina y se produce un pateo formidable, voces e insultos.)
Rodríguez.—¡Al Pepito! ¡Al Pepito!
Antoñita (Cantando.)
Una voz (Del público.)—¡Retírate tú!... (Risas, toses, aullidos.)
Antoñita (Llorosa, sofocada y sin saber lo que hace deja de cantar y grita dirigiéndose al público.)—¡Indecentes! (Vocerío espantoso, gritos, imprecaciones. Cae el telón. Llorando, acongojada se abraza a Prudencio.) ¡Ay, padre de mi alma, que creo que no he gustao!
Prudencio (Sosteniéndola en sus brazos.)—¡Pues no has de gustar hija mía!... ¡Han sido dos o tres!... ¡Morrales! ¡Golfos!... ¡No llores, hija!
Polinio.—¡Cálmate, cálmate, Antoñita! (Sigue oyéndose fuera un alboroto horrible.)
Antoñita (Angustiadísima.)—¡Ay, agua, agua, que me ahogo!
Prudencio (Suplicante.)—¡Por Dios! ¡Por caridad! ¡Un poco de agua!
Empresario (Saliendo primera derecha hecho una fiera.)—¡Nos ha perdido! ¡Insultar al público! ¿Qué ha hecho usted?
Polinio (Con ira.)—¡Qué sabe la chica!
Rodríguez (Sin dejar de mirar por el telón.)—¡Y no callan!
Empresario.—Pero, ¿qué quieren?
Rodríguez.—¡Rompen las butacas! (Miran los dos por el telón.)
Antoñita.—¡Ay, a mi casa! ¡Llevarme a mi casa! ¡Yo me muero aquí, me ahogo! ¡Vámonos!
Inspector (Furioso.)—¡La empresa! ¡A ver, la empresa inmediatamente!
Empresario.—¡Servidor!
Inspector (Con tono imperativo.)—Es necesariop. 146 que esta señorita salga inmediatamente a pedir perdón al público, inmediatamente.
Prudencio (Frenético de coraje.)—¿Qué? ¿Mi hija a pedir perdón a esos golfos? ¡Primero me ahorcan!
Inspector.—O pide perdón, o me la llevo detenida inmediatamente.
Prudencio.—¡Detenida mi hija! (Furioso.)
Antoñita (Sollozando y aterrada.)—¡Ay, no por Dios, perdón!... ¡Ay, no padre, detenida no! ¡Ay, que no me lleven, por Dios! (Se abraza a su padre como quien se refugia de un peligro.)
Prudencio.—¡No hija; me matarán antes!
Inspector.—Pues que salga inmediatamente.
Empresario.—Sí, hombre, que salga; verá usted, si no cuesta nada. (Empujando a Antoñita.)
Polinio.—Sí, hombre, es mejor, déjala. (Trata de que Prudencio suelte a su hija, que es zarandeada por unos y otros.)
Prudencio.—¡Mi hija humillada!
Antoñita.—¡Sí, señor; deje usted, padre, saldré! ¡Después de todo, he faltao! Así no se me llevarán, ¿verdá? ¡Que suban el telón! ¡Ay, sostenerme! (Desfallecida, sin poder casi andar.)
Rodríguez.—¡Arriba el telón! (Sube el telón.)
Empresario.—Vamos. (Empujándola.)
Antoñita (Sale trémula, cogida a los bastidores; al verla el público protesta y grita.)
Voces.—Chist... (Imponen silencio.)
Antoñita (Entre el hipo amargo de un llanto mal contenido.)—¡Re... re... respetable público!... ¡Perdón! (Se echa a llorar amargamente y cae arrodillada. Baja el telón en silencio.)
Prudencio (Sale a cogerla.)—¡Canallas! ¡Asesinos! (Llorando.) ¡Hija mía! ¡Yo, yo tengo la culpa! ¡Perdón, hija mía! ¡Perdóname! ¡Insultarme a mí!... ¡Matarme a mí, si queréis... pero a este peazo e mi alma!... (Llora.)
Polinio.—¡Vamos, vámonos! (Sacándolos del escenario.)
p. 147
Empresario.—¡Vaya, fuera, fuera, despejar! (Los empuja a un rincón.)
Rodríguez.—¡Libre la escena! (Empujando a todos.)
Antoñita.—¡Ay, sí... nos echan!... (Angustiadísima.) Vámonos... ¡pero con mi madre!... ¡Llevarme con mi madre!
Prudencio.—¡Sí, hija, sí! Polinio, trae la ropa en un rebuño.
Polinio.—¡Voy en seguida! (Vase puerta derecha.)
Empresario (Empujándolos.)—¡Libre el paso! (A Rodríguez.) Que salga la Trianón y les cante la pulga, a ver si los contenta.
Rodríguez.—¡Trianón! ¡Trianón! (Dando voces primera derecha.)
Trianón (Saliendo.)—Aquí estoy. (Viste de cupletista.)
Rodríguez.—¡Sugestiva, niña, sugestiva: a ver si los amansas!
Trianón.—Conmigo hocican... Verá osté. Arriba er trapo. (Esto último lo dice mirando arriba.—Se levanta el telón, se oye el tango, empieza a bailar y se oyen voces en el público.)
Voces.—¡Esto, esto!... ¡Ahí lo bueno!... ¡Tu madre!... ¡Olé!... (La Trianón baila de un modo descocado e indecente.)
Polinio (Sale, puerta derecha, con un lío de ropa y el mantón, y se acerca donde están Prudencio y Antoñita abrazados.)—¡Vámonos! (En este momento hace la Trianón un desplante y el público aplaude, quedando luego en silencio.)
Antoñita (Llorando.)—¡Cómo la aplauden a esa! ¿Por qué no habré gustao yo así, padre?
Prudencio (Con amargura.)—¿Que por qué no has gustao así? ¡Pues porque Dios no me ha querido castigar del todo, hija mía! (Salen por detrás del telón del foro. Sigue bailando la Trianón y el público jaleándola.)
Mutación
p. 148
Calle corta de los barrios bajos de Madrid. Es de noche.
La Señá Feliciana dando muestras de impaciencia y de extremada curiosidad pasea por la calle envuelta en un mantón. Se para, se acerca a menudo al primer término izquierda y mira.
Feliciana.—¡Ay, Dios mío! ¡Cuánto tarda ese chico! ¿Qué habrá pasao?... ¡Los menutos se me hacen siglos! ¡Ay, Jesús Nazareno de mi alma, Dios quiera que haiga gustao esa chica!... ¡Su padre me creerá tan tranquila roncando en la cama, le conozco y llevo un diíta que no sé cómo me tengo en pie!... Porque yo lo odio; odio eso de ercenarios y de públicos, bien lo sabe la Virgen Santísima, pero así de que recibí el recao de que la chica debutaba esta noche, le puse dos velas a la Virgen, le recé un rosario y le pedí... ¡paece mentira que se lo pidiera yo!... ¡le pedí que la aplaudiesen, que la llenasen el ercenario de flores, de coronas, de tóo lo mejor que haiga en el mundo! ¡No por mí, bien lo sabe Dios! ¡Por ella, na más que por ella, por su bien y por su alegría! ¡Hija de mi alma! (Se seca los ojos con el pañuelo y mira a la izquierda.) ¡Ay! ¿es aquél?... ¡Sí, aquél es! ¡Gracias a Dios! ¡Acacio!... ¡Aquí, aquí estoy! (Llamándole con la mano.)
Dicha y Acacio, que sale por la izquierda, con el traje descompuesto y con las narices hinchadas; jadeante.
Acacio.—¡Señá Feliciana!
Feliciana (Cogiéndole la mano con gran impaciencia.)—¿Qué, qué ha pasao?
Acacio.—Pu... pu... pues nada, que...
Feliciana.—¿Te has caído?
Acacio.—¡Yo no!... ¡Ha sido que!... ¡Espere usté que respire! (Toma aliento.)
Feliciana.—¿Pero ha gustao la chica?... ¡Pronto, dilo pronto!
Acacio (Titubeando y sin saber qué decir.)—No... si... la... la chica... como gustar la chica... le diré a usté...
Feliciana.—¿Qué?
Acacio.—Que al principio, sí, señora, ha gustao.
Feliciana.—¿Y luego?
Acacio.—Luego también... ¿sabe usted?... Al menos a mí.
Feliciana.—Bueno, ¿y al público, y al público?
Acacio.—Sí... sí, señora... al público, mucho... Sino que aunque ha gustado un poco, yo que usté en cuanto llegase a casa, lo que es las dos velitas de la Virgen, ¡puf! ¡puf!... (Hace la acción de soplar.) ¡Apagás!
Feliciana.—¡Pero, ay, no me asesines! ¡Habla! ¿Qué es lo que ha sucedío con la chica?
Acacio.—Pues na; tóo ha sío por culpa de uno; un guasón de patillas que estaba en delantera. Verá usté cómo ha pasao la cosa. Se alza la cortina, se presenta la Antoñita de verde, que estaba pa comérsela, con permiso de usté, y rompo yo sólo en un aplauso nup. 150trido, y me sigue el público; ella, en vez de saludar, hace una cosa así elegante con la cabeza, (Imita el saludo de Antoñita.) como si estornudara, y va el guasón de las patillas y dice:—¡Jesús!—Y yo digo:—¡Fuera ese! y me sigue el público y le echan. Encomienza a bailar la chica, y en esto me veo que se la salía una cinta por la abertura de la falda... y van, y se ríen las butacas. La Antoñita, algo azará canta, se le va una nota que yo no sé si era un re o un sí, aunque creo que sí, y al dar el gallo, se armó el maremanun en el público. Risas, toses, patadas, ladridos... Ella se sofoca, se echa a llorar, yo aplaudo, me sigue el público; les llamo ¡cochinos!... y me sigue el público... me sigue el público y me da una paliza en el fuayere, con grabaos en el texto como salta a la vista. Y el final no lo he visto. No lo he visto por dos razones: primera, porque misté cómo tengo este ojo; y segunda, porque me echaron los guardias a la calle; y me he venido corriendo pa tranquilizarla a usté como lo hago; porque como gustar, la verdá es que la chica ha gustao. ¡Al menos a mí!
Feliciana (Que durante el relato anterior expresa con gestos el convencimiento del desastre, dice con energía.)—¡Bueno, no me digas más! ¡Lo que yo me temía! (Sigue furiosa como hablando consigo misma.) ¿Lo ves, infame, ladrón, asesino, mal padre?... ¿Lo ves? ¿Lo estás viendo? ¡Amarga es la leción... pero quién sabe si Dios lo habrá hecho! ¿Dónde habrán ido?... ¿Qué será de ella?... ¡Pobre hija mía! (Vase derecha.)
Acacio (Que ha dicho la anterior escena con el sombrero en la mano, intenta ponérselo de varias maneras sin conseguirlo.)—¡Rediez con el debutito! ¡Na, que póngame el sombrero como me lo póngamelo, me encuentro con una dificultad del tamaño de una nuez! No, lo que es como debute otro día, voy de mantilla. ¡Palabra! (Vase corriendo por la derecha.)
Mutación
p. 151
Plaza en los barrios bajos de Madrid. Desembocan en ella distintas callejuelas. A la izquierda; en segundo término, una puerta practicable cerrada, y sobre ella un rótulo que dirá «Barbería». Sobre la puerta cuelgan dos bacías de cartón. Es de noche. Los faroles de la plaza y de las callejuelas encendidos. La luna ilumina con suave claridad la parte izquierda del escenario.
El Sereno y un Cafetero ambulante. Al levantarse el telón aparece el Sereno sentado en un portal leyendo un periódico a la luz del farol. Se oye a lo lejos el pregón del Cafetero.
Cafetero (Hablado con música.)—¡Cafeeé calienteeeé!... ¡Cafeeé!... (Sale a escena.)
Sereno.—¡Hola, tú!
Cafetero.—¡Adiós, Pepe!
Sereno.—Échate un vasito.
Cafetero (Sirviéndole.)—¡Vaya una helá que está cayendo!
Sereno.—¡Anda, que de peores han de caer! ¡Ahora escomienza el invierno! (Bebe el café.)
Voz (Lejos.)—¡Serenooó!
Sereno (Fuerte.)—¡Vaaá!... (Pagando.) ¡Toma! (Vase foro izquierda.)
Cafetero.—¡Hasta mañana! (Vase foro derecha.) ¡Cafeeé calienteeé... cafeeé!
El Señor Prudencio y Antoñita. Al desaparecer el Cafetero, aparecen por el extremo de la calle del foro el señor Prudencio, embozado en su capa y Antoñita, arrebujada en un mantón, con una toquilla en la cabeza y un lío de ropa en la mano. Andan vacilantes y como temerosos de llegar a la barbería.
Antoñita (Llorosa y sosteniéndose en el brazo de su padre.)—¡Ay, padre de mi alma, yo no puedo más!... ¡Tengo un temblor y un frío!... ¡Yo no me muevo de aquí! (Se sienta en el quicio de una puerta al lado de la barbería.)
Prudencio (Muy conmovido.)—Pero oye, rica, ¿por qué no nos vamos en cá el señor Polinio, donde estábamos, y mañana de día vienes tú solita?
Antoñita.—¡Ay, no, padre; no se empeñe usté! ¡Yo estoy muy mala! ¡Yo quiero subir a casa! ¡Yo no estoy fuera de mi madre ni un menuto más, no señor!
Prudencio.—¿Pero no comprendes, hija, que después de lo que nos acaba de pasar y siendo tu madre dueña de la barbería, yo ya no puedo entrar ahí más que a que me pelen? ¡y carcúlate si me coge tu madre, me rapa!... ¡y con razón!
Antoñita.—¡Ay, qué temblor! (Tiritando.)
Prudencio.—Llamaremos al sereno y entras tú, ¿quieres? ¡Yo... yo voy a dar un paseo!... (Llorando.)
Antoñita (Se levanta y le abraza.)—¡No, padre; por Dios! ¿cómo se va usté a ir?
Prudencio.—¿Pero con qué cara entro yo, si esa casa ya no es nuestra, Antoñita?
Antoñita.—La casa no será de usté, pero es de mi madre, y mi madre es mía, y usté también es mío; y yo la hablaré, y verá usté cómo no nos echa; porquep. 153 si nos echara, ¿dónde vamos a media noche y con la helá que está cayendo?
Prudencio.—¡Hija de mi alma!... ¿tienes frío?
Antoñita (Llorando.)—¡Ay! ¿por qué no habré gustao, padre?
Prudencio.—¡No, si has gustao, hija!... ¿pero crees que no has gustao?... ¡ya lo creo que sí!... sino que... vamos... te ha faltao eso que... ¿Quiés mi capa, hija? ¿Estarás helá con ese traje?
Antoñita.—No. Misté qué lástima, ¡se me ha roto todo! (Enseña el traje roto.) ¡Pero el frío lo tengo en los huesos!
Prudencio (Con ira, señalando a la barbería.)—¡Y esa madre infame y egoísta, ahí dentro, roncando!... ¡miserable!
Antoñita.—¡Ay!... ¡mire usté! (Asustada mirando al foro.)
Prudencio.—¿Qué es? (Volviéndose.)
Antoñita.—Dos hombres. (Aparecen en el foro discutiendo el Ciruqui y el Repollo Chico.) ¿Me querrán coger por lo del teatro? Arrímese usté... tengo miedo. (Prudencio la abraza.)
Dichos, el Ciruqui y el Repollo Chico, que salen del foro, se acercan a la barbería, se fijan en el grupo y saludan
Ciruqui (Acercándose.)—¡Güena noche!
Prudencio.—(¡Calla! ¡Paece la voz del Ciruqui!) (Alto.) Ciruqui, ¿eres tú?
Ciruqui.—¡Pa servirle, no asustarse!
Repollo.—¡Y un servidó!
Prudencio.—¡Con el Repollo Chico! (¡La cuadrilla de tu hermano!)
p. 154
Antoñita.—(¿A qué vendrán?)
Prudencio.—¿Y qué os trae por aquí a estas horas?
Ciruqui.—Pos na, que viníamos a jasele una rasón a la señá Felisiana de parte de Casirdo y se la jaremo a osté, que mejó será. ¿No? (Al Repollo.)
Repollo.—Sí (Muy seco.)
Prudencio.—¿Pues qué pasa?
Repollo (A Ciruqui.)—(Díselo en frazmentos. ¿No?)
Ciruqui.—(Sí.) (Titubeando.) Pué lo que pasa es que... Casirdo ¿sabe osté?... pué ha toreao esta tarde.
Prudencio.—¡Mi hijo! ¿Ha toreao? (Muy alegre.)
Repollo (Con tristeza.)—Un ratito.
Ciruqui.—Y como Casirdo e como e, que ya sabe osté como e, dijo dise, puesto que esta noche drebuta mi hermaniya, si le digo a mi pare que atoreo, le doy un día de acongojo... ¡y se lo cayó er probetiyo!
Prudencio.—¡Pobre hijo mío! (Con cara radiante.) Y qué, ¿habrá quedao como los ángeles? (Los toreros se miran.)
Ciruqui.—¿Como los ángeles? (Mira al cielo.) ¡Por ahí, por ahí!
Repollo (Mirando al cielo también.)—¡Más arto!
Prudencio (Cambiando en gesto de terror la expresión alegre de su cara.)—¡Recontra! ¿Qué decís?
Antoñita.—¡Ay mi Casildo! (Llora.)
Prudencio.—¡Ay mi hijo! ¡Ay, Ciruqui, habla! ¿Muerto?... ¿herido?... (Interroga con ansia horrible.)
Ciruqui.—Una mijita meno. Carmarse.
Repollo.—¡Cuéntalo tó!
Prudencio.—Sí, cuenta, cuenta... (Impaciente.) ¿qué le ha ocurrido?
Ciruqui.—Pos na... fué en su segundo. Era un berrendo en negro, gordo, de Palha... ¡Palha tenía que ser! ¡Mardita sea su casta, que le tengo yo un asquito a esos bichos!... Coge Casirdo los trastos, se va ar toro, y ar da er quinto pase, lo empitona, se lo sacude, ¡y a la armósfera!
Prudencio.—¡Dios mío!
p. 155
Antoñita.—¡Qué horror!
Ciruqui.—Y esto sería a las cinco y media... güeno, pos no le gorvimo a ve hasta las ocho y cuarto.
Repollo.—¡Con desile a osté que bajó ya vendao!
Antoñita.—¡Virgen Santa!
Prudencio.—¿Y dónde tiene la cornada?
Ciruqui.—No, corná no tié denguna. Ha sío una palisa na má, sino que ha sío una de esa ¡de órdago! ¿No? (Al Repollo.)
Repollo.—¡Ha sío un cúmulo!
Prudencio.—¿Y dónde está? ¿dónde está mi hijo?...
Ciruqui.—Pues ahí se queó en un cafetín hasta sabé si su mare quié recibilo.
Antoñita.—¡Vamos, vamos por él!
Prudencio.—Sí. ¿Dónde? ¿Dónde es?
Dichos y Casildo, que viene por el foro cojeando, con la cabeza vendada y un brazo en cabestrillo
Casildo (Con voz llorosa.)—¡Padre!
Ciruqui.—¡Erse-lomo!
Prudencio.—¡Hijo mío! (Van a abrazarle Prudencio y Antonia y huye.)
Casildo (Con terror.)—¡No; no apretarme! ¡Ay, ay, qué dolores!
Prudencio.—¿Qué tienes?
Antoñita.—¿Qué ha sido?
Casildo.—¡Ay, padre, que yo no toreo más! (Llorando.) ¡Que no toreo más!
Ciruqui.—¡Vaya, pues nosotros... con permiso!...
Prudencio.—¡Gracias por todo, hijos!
Repollo.—Aliviarse y que no sea na. (Mutis los toreros foro.)
p. 156
Prudencio.—¿Dónde te duele, hijo de mi alma, dónde?...
Casildo.—¡Me duele en el total, padre! ¡Ay, qué dolores!... (Mirando a su hermana.) ¿Y qué... y ésta cómo ha quedao?
Prudencio.—Pues por el estilo. ¡Le ha tocao un publiquito de Palha también!
Antoñita.—¡Podíamos estar en la cárcel, conque no te digo más!
Casildo (Con desconsuelo.)—¡Dios mío! ¿De manera que ya no se van ustés a París?
Prudencio (Con viveza y furia imponente.)—¿A París?... ¡Maldita sea su vida!... ¡Si yo cogiera alguna vez al ladrón aquel del Carpanta, que fué el que me metió en el jaleo y el que me ha traío esta ruina y esta tristeza, te juro que!... (Amenazador y furioso.)
Pepe (Desde lejos pregonando.)—¡Chuletas de huerta! ¡Chuletaas!...
Prudencio.—¡Recontra! (Con asombro.)
Casildo.—¡Paece su voz! (Atendiendo.)
Pepe.—¡Que humean!... ¡Chuletaas!...
Prudencio.—¡Él es! (Se acerca a la primera derecha y llama a voces.) ¡Carpanta! ¡Carpanta!
Dichos y Pepe el Carpanta por la primera derecha con una cesta
Pepe (Saliendo.)—¿Quién?
Prudencio.—¡Carpanta! ¡Maldita sea! (Le amenaza.)
Pepe.—¡Prudencio! ¡Tú! ¡Ay, Prudencio de mi alma, mátame si quieres!
Prudencio.—Pero oye: ¿cómo es esto? ¿No estabas en París?
p. 157
Pepe.—Sí, Prudencio. Allí estuve y de allí vengo.
Prudencio.—¿Pues qué te ha pasao?
Pepe.—¿Que qué me ha pasao?... Pues que a mi mujer y a mi hija me las encontré que estaban de una conformidad... que ya sabes tú que yo siempre he sido un fresco; bueno, pues pa ver lo que veía y aguantarlo, tenía que ser completamente glacial, y a frapé no hay padre que llegue. Las dejé y me volví.
Antoñita.—¡Pobrecito! ¿De manera que se ha quedao usté solo en el mundo?
Pepe.—¡Solo, no, con patatas! (Señalando la cesta.) Me he vuelto a agarrar a la cesta, y poco es una peseta, pero al menos se duerme tranquilo. ¿Y vosotros, qué hacéis?
Prudencio (Señalándole a los hijos.)—Pues mira el espetáculo; ésta recién gritada, éste recién cogido y yo recién ambas cosas; con la barbería perdida y sin atreverme a implorar de la Feliciana la miaja de acobijo que tanto despreciábamos.
Dichos, Feliciana y el Sereno por el foro
Feliciana (Dentro, llamando.)—¡Pepeee! ¡Serenooo!
Prudencio.—¡Ay, callarse! ¿Esa voz?...
Antoñita.—¡Es mi madre! (Con alegría.)
Casildo.—¡Ella es!
Sereno (Dentro y desde lejos.)—¡Vaaa!
Prudencio.—¡Ay, en cuanto nos vea! ¡Pero ella fuera e casa! ¿A qué habrá salido? (Carpanta se separa y se va a un rincón. El padre y los dos hijos se quedan formando un grupo a la puerta de su casa.)
Feliciana (Sale foro.)—¡Abra, Pepe! (Deteniénp. 158dose al fijarse en el grupo.) ¿Quién está a la puerta e casa?
Sereno.—No sé... (Acercándose.) ¿Quién?
Antoñita.—¡Madre! (Los dos con voz lastimera.)
Casildo.—¡Madre!
Feliciana (Corriendo y abrazando a Antonia.)—¡Mis hijos! ¡Hijos míos! ¡Hija de mis entrañas! ¡Corazón! ¡Alma mía! (Abraza y besa a su hija, y al ir a abrazar a su hijo, éste da un grito de terror. Pausa larga.) ¿Has toreao, eh? (Con amargura.)
Antoñita.—¡Un ratito!
Casildo.—¡Palhas, madre!
Feliciana.—¡Pobrecitos míos! (A Prudencio que permanece callado.) ¿Y tú alucinao, pobre loco, lo ves? (Teniendo abrazados a sus hijos.) ¿Lo estás viendo? ¿Has visto las estrellas?
Casildo.—¡Yo las he visto, madre!
Antoñita.—¡Y yo casi, casi!
Prudencio (Realmente conmovido.)—¡Feliciana, perdón... pero pa ellos na más! ¡Yo no lo merezco! ¡Armítelos en casa, y yo... yo me iré solo! ¿Los armites?
Feliciana (Furiosa y gritando.)—¡Vaya usté a paseo, peazo animal! ¡Eso se le pregunta a una loba! Abra usté esa puerta, sereno. (Abre el Sereno.) Adentro, hijos míos. (Con dulzura.) Entrad a ese rincón de casa que llamábais triste y oscuro, porque vosotros ¡pobrecitos! no sabíais que el cariño y el trabajo son alegría y claridad. Adentro.
Antoñita.—¡Ay, madre! ¡Cualquier día vuelvo yo a bailar un tanguito! (Antonia y Casildo hacen mutis por la barbería.)
Prudencio (Entusiasmado y conmovido.)—¡Feliciana, eres una santa! ¡¡Adiós!!
Feliciana (Cogiéndole del pescuezo.)—¡Pasa, pasa tú también o te acogoto, so mandria! (Le lleva a la barbería a empujones y puñetazos.)
Prudencio.—¡Eres una santa! ¡Dame un beso!
Feliciana (Rechazándole bruscamente.)—¡Quita de ahí, majadero!
p. 159
Prudencio.—Bueno, te lo daré dentro. (Entra en la barbería.)
Feliciana (Con inmensa satisfacción.)—¡Ya son míos! ¡Y curaos de su locura! ¡Gracias a Dios! (Al Sereno.) ¡Buenas noches, Pepe! (Mutis barbería.)
Sereno (Cerrando.)—¡Ustés descansen!
Pepe (Acercándose con entusiasmo.)—¡Eso es una madre, eso!... y no las que cogen a las hijas y las quién pa... ¡maldita sea!... (Marchándose hacia el foro y pregonando.) ¡Chuletas de huerta!... ¡Chuletaaas! (Música.)
TELÓN
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p. 163
CUADRO PRIMERO
Coro general
CUADRO SEGUNDO
Un farolero y varios transeuntes
CUADRO TERCERO
Concurrentes al salón
—
La acción en Madrid.—Época actual.
—
Derecha e izquierda, las del actor.
p. 165
ACTO ÚNICO
Lugar ameno y pintoresco, próximo a la Ribera del Manzanares, en Puerta de Hierro. Sin simetría, pero dejando entre sí los espacios naturales, se levantan por distintos lados de la escena los anchos troncos de viejos árboles, cuyas espesas ramas prestan al lugar grata sombra. El suelo está tapizado de césped. Al fondo continúa la arboleda. En primer término izquierda, al pie de un árbol, un tronco caído, que sirve de banco, y en tercero derecha, un columpio hecho con una cuerda atada a dos árboles, dando frente al público. Es un hermoso día del mes de Mayo.
Al alzarse el telón aparecen los siguientes personajes: Al pie de un árbol corpulento que se levanta en primer término, hacia la derecha, y en derredor de un mantel extendido sobre el césped, sentados en el suelo, la señá Damiana, la señá Zoila, el señor Viriato, el señor Rafael y la Benita (de derecha a izquierda). Sobre el mantel se ve una cazuela con restos de comida, platos sucios, mendrugos de pan, varios tenedores y cuchillos, botellas y algunos vasos mediados de vino. Al pie de otro árbol próximo, cestas, mantones y guitarras. Colgados en las ramas y en los troncos dep. 166 algunos árboles, chaquetas y sombreros de hombre. Debajo de otro árbol, en el primer término izquierda, sentadas sobre el tronco cortado que sirve de banco, Nieves y la Trini. Detrás de éstas, en un pequeño claro, varias Invitadas juegan al corro, cantando alguna canción infantil. Más a la izquierda, otro grupo de Invitados beben alegremente. En el fondo, centro, Bernabé toca la guitarra y canta una jota, mientras bailan dos Muchachas, rodeándolas varios Invitados de ambos sexos, entre los que se cuentan el Tuliqui y Amalia. En el columpio, sentada, Julia, a la que mece el Virutas, y a su lado, chillando y riendo, Pepita y dos o tres más. En el centro de la escena, Avelino salta a la comba, dando él mismo. Al empezar la obra hablan todos a la vez y reina en los grupos gran animación y extraordinaria alegría.
GRUPO DEL COLUMPIO
Virutas (Dando fuerte.)—¡Arza!... ¡Ande!
Julia (Asustada, a gritos.)—¡Estate quieto, Virutas!... ¡Que no me dés más!
Virutas (No haciendo caso.)—¡Arza!... ¡Vaya!...
Julia.—No le dejes, Pepita.
Pepita.—¡No seas bruto, que la vas a dejar de caer! (Siguen chillando y riendo.)
GRUPO DE LA DERECHA
Damiana (Ofreciendo con el tenedor.)—Amos; otra tajadita, señor Viriato.
Viriato.—No, gracias, Damiana; no me cumple más.
Rafael.—Arriba con este muslo (ofreciéndole unop. 167 de pollo, que saca de la cazuela), que sabemos tu debilidaz por los muslos. (Ríen en el grupo.)
Viriato.—¡Si es que me vais a hacer de reventar!
Benita.—Yo me lo comeré si no lo quiere. (Siguen bromeando. Benita come vorazmente.)
(Las del baile y el corro cantan a la vez.)
Avelino (Saltando.)—Ochocientos noventa y cinco. Ochocientos noventa y seis. Ochocientos noventa y siete...
Damiana (Riendo.)—Pero ¿qué hace este chico?
Rafael.—No saltes más, hombre.
Zoila.—Pero ¿qué furia te ha entrao de saltar, demonio?
Avelino (Para de saltar; habla fatigosamente.)—No, ¿sabe usté? es que le estoy batiendo a un amigo el rencor de la hora, en el salto a comba. Ya le he batido el rencor de la media.
Rafael (Riendo.)—¿De la media? ¿Y por qué no te subes el calcetín?
Avelino.—¡Ay, es verdá! (Se sube el que se le está cayendo.)—Esto, lo hago yo porque hemos fundao una Sociedad el gremio de ultramarinos que se titula: La dependencia azlética, y cada uno nos dedicamos a un sport. Yo, es por ver si adelgazo. (Sigue saltando.)—Ochocientos noventa y ocho. Ochocientos noventa y nueve. Nuevecientos. Nuevecientos uno... (Sigue saltando y contando.)
Damiana (Al señor Rafael.)—Dale, dale un poco de vino, que se refresque; que entre la corbata tan verde y la cara tan colorá, paece un tomate mollar. (El señor Rafael sirve vino.)
Julia (En el columpio.)—¡Que no me dés tan fuerte, que me voy a matar! (Chillando.) ¡Madre!... ¡Madre!
Zoila.—Tú, Virutas, a ver si la tiráis a la chica.
Virutas.—No tenga usté cuidao; si cae, cae encima de mí.
Rafael.—Pues eso le faltaba si cayese, darse contra un adoquín.
Avelino (Riendo.)—¡Ja, ja, ja! ¡qué señor Rap. 168fael! Tié usté unos golpes que acardenalan. (Sigue saltando.) Nuevecientos diez. Nuevecientos once. Nuevecientos doce...
Rafael (Dándole un vasito de vino.)—Toma, de lo blanco.
Avelino.—Gracias. (A Benita.) ¿Quié usté inagurarme este chato, Benita?
Benita (Muy huraña y hablando con la boca llena.) No, señor; no quiero náa.
Nieves.—Qué fina eres, mujer.
Benita.—Soy como Dios me ha hecho; y el que no me quiera así, que me deje.
Rafael.—No decirla náa, que se atraganta.
Damiana.—Ahí la tienes a este erizo, lo mismito que en casa; se pasa la vida comiendo y gruñendo.
Viriato.—Pa mí que os la debía de mirar un médico, que esta chica come demasiao; debe tener algo.
Damiana.—No, si desde pequeña ha sío una glotona.
Avelino.—Hace como yo; que cuando era chico, comía tanto, que hasta quería que me diesen el aceite de hígado de bacalao a la vizcaína.
Damiana.—Pues ahí tienes en cambio a su hermana, que hay que hacerla comer con memoriales.
Zoila.—Esa es otra cosa en el tipo y en todo. No se parecen en náa.
Benita.—Ni falta que me hace parecerme a ella.
Nieves.—¡Y gracias a Dios, hija!
Benita.—¡Bueno, bueno, bueno! (Sigue comiendo.)
Nieves (Acercándose al grupo y dirigiéndose al señor Rafael.)—Oiga usté, padre.
Rafael.—¿Qué quieres, nena?
Nieves.—¿No quedaron en venir esta tarde el señor Melquiades y Serafín?
Rafael.—En venir quedaron; me dijeron que a los postres.
Nieves.—¿Y cómo no habrán venido?
Rafael.—¡Qué se yo! Ya me choca que no estén aquí.
p. 169
Viriato.—¡Esos dos puntos sí que tién buen humor!
Damiana.—¡De que ellos lleguen, veréis cómo se alegra esto!
Benita (Con rabia.)—Pues ojalá no vengan.
Damiana.—¿Y por qué no van a venir?
Benita.—Porque hacen menos falta que los perros en misa; que ya sé yo lo que me digo. (A Nieves.) Y tú, más valía que te fueras a buscar a tu novio, en vez de preguntar por nadie.
Nieves.—¡Pero están ustedes oyendo el demonio e la tonta!
Damiana.—¿Y qué tié que ver que la chica pregunte una cosa inocente?
Benita.—¡Inocente! (Con guasa.) ¡Ja, jay!
Nieves (Con ira, a Trini.)—Vamos, vamos, que no tengo gana de armarla. (Vanse las dos del brazo por la izquierda.)
Benita.—¡Armarla, armarla! ¡Si yo dijera más de cuatro cosas! (Sigue comiendo.)
Avelino.—¡Bueno, bueno, bueno! dejarse de regaños, que no es día pa ello y écheme usté otro chato, señor Rafael, que voy a echar un brindis. (Rafael le sirve.) Señores.
Virutas.—¿Qué pasa?
Avelino.—¡Viva el taller de lavao y planchao de la señá Damiana Perea, anfitriona de esta garata que estamos celebrando!
Todos.—¡Vivaa!
Avelino.—Y arrimarse, que voy a leer unos versos en cuarteta, improvisaos por mí.
Damiana.—Venga, venga.
Viriato.—Venir, que va a leer unos versos Avelino. (Se acercan todos, formando semicírculo. Avelino coloca una banqueta en el centro y se sube a ella.)
Rafael (Riendo.)—¡Válgame Dios, qué chico!
Bernabé.—Que sean cortitos.
Tuliqui.—Venga d’ahí.
Zoila.—Silencio.
Todos.—¡Chist! (Callan todos.)
p. 170
Avelino (Leyendo en un papel muy grande que ha sacado del bolsillo.)—A la señá Damiana y consorte, en el cincuenta y cuatrogésimo cumpleaños del natalicio de la primera.
Todos (Aplaudiendo.)—¡Bravo! ¡Bravo!
Viriato.—Y que lo vea un servidor, que tampoco me disgustaría.
(Avelino da las gracias, saludando con una inclinación y cae sobre Viriato y Rafael. Los grupos se esparcen por el fondo; Bernabé, Virutas y Tuliqui quedan en la izquierda; Damiana y Zoila recogen todo lo de la merienda, metiéndolo en una cesta que dejan tras el árbol; Benita continúa de pie, comiendo. El Coro va desapareciendo por ambos lados.)
Rafael.—Has estado muy bueno, Avelino.
Avelino.—Pues ahí tiene usté a Benavente en la Academia y a mí despachando langa.
Rafael.—¡Injusticias! (Se une al grupo de Damiana y hacen mutis por la derecha, como dando un paseo.)
Avelino (Acercándose a Benita. Lleva la comba metida en el bolsillo por un extremo y el otro arrastrando por el suelo.)—Benita.
Benita (Con la boca llena.)—¿Qué pasa?
Avelino.—¿Qué quié usté que diga que toquen pa que bailemos: quié usté que diga que vals u que tuesten?
Benita.—Que tuesten lo que quieran; yo no bailo. (Se vuelve de espaldas.)
Avelino.—¿Que no? Bueno; pues al menos me otorgará usté el que la aúpe al columpio y la meza.
Benita.—Bueno; pero en cuanto no quiera, me bajo, ¿eh?
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Avelino.—Sí, señora; sin compromiso. Con permiso. (Va a cogerla en brazos.)
Benita.—¿Pero me va usté a coger en brazos?
Avelino.—Como no quiera usté que la trasporte con ata mantas; no hay otro remedio.
Benita.—Bueno; pero coja usté lo menos posible, ¿eh?
Avelino.—Descuide usté, que tengo costumbre de coger señoritas. La cogeré por lo indispensable. (La levanta en vilo; Benita sigue comiendo.)
Bernabé (Riendo.)—¡Ja, jay! ¿A qué llamas tú lo indispensable, joven?
Avelino.—Hombre, pues no creo yo que el perímetro abarcao exceda de lo preciso.
Tuliqui.—Cómo se ataraza, pollo.
Avelino.—¡Caray! Pues si no he calculao mal, lo cogido no es para que nadie tenga que decir.
Virutas.—Amos, amigo, que hemos agarrao un puñaíto, ¿eh?
Avelino (Yendo hacia el grupo, siempre con Benita en brazos.)—Hombre; hagan ustés el favor de no lanzar especies caciosas, ¡caray!
Virutas.—¿Te irritan las especies?
Avelino.—Lo que me irrita es que están ahí los padres y podrían creerse que yo no procedo de buena fe.
Benita.—Oiga usté, si va usté a seguir la conversación, haga usté el favor de dejarme en el suelo.
Avelino (No haciendo caso.)—Y que coste que he abarcao lo indispensable, y si no que se mida.
Los del grupo.—¡Que se mida, que se mida!
Benita.—No, hombre, por Dios; qué se va a medir. Vamos al columpio.
Avelino (Dirigiéndose al columpio.)—Es que uno tiene que contestar a las sátiras. (Volviéndose al grupo.) ¡Si yo la he cogido de donde la he cogido!...
Benita (Incomodada, tirándole el sombrero.)—Pero ¿me lleva usté o no?
Avelino.—Sí, señora; pero es que me molesta que se malicien lo que no es. (Yendo al columpio y dep. 172teniéndose a mitad de camino.) Estoy por volver y... (Lleva al fin a Benita al columpio y la deja sentada, volviendo a recoger el sombrero. Aparte, para sí mismo.) ¡Rediez, qué bien formadita! ¡Hubiese dao cinco reales porque hubiese estao el columpio en el Puente de Vallecas! (Vuelve y la mece.)
Benita y Avelino, en el columpio. Bernabé, Virutas y Tuliqui, al fondo con dos o tres más. Por la izquierda, primeros términos, Nieves con la Trini.
Nieves (Saliendo.)—¿Lo ves? Ya no viene Serafín. ¡Si tengo yo una suerte!... (Contrariada, agitando nerviosamente el abanico.)
Trini (Hablando en voz baja.)—¡Pero, por Dios, mujer; disimula, que te van a conocer el mal humor!
Nieves.—¡Que me lo conozcan, no tengo genio de disimular náa!
Trini.—Y luego a mí, lo que me apura es tu novio. ¡Tóo el día huyéndole! ¿Lo habrá notao?
Nieves.—Déjalo que lo note. Lo que siento es que no venga Serafín, porque me hubiá gustao que le hubieses conocido.
Trini.—Sí; y pa verle tú, a mí no me la das. Pa mí, que ese tío te ha enguirlotao, Nieves.
Nieves.—¡No tanto, mujer! ¡Si no hace arriba de un mes que nos tratamos!
Trini.—¿Y dónde os conocisteis?
Nieves.—En el Cine. La noche que íbamos no me quitaba ojo en los intermedios; luego, con disimulo, se arrimó a nosotros y se hizo amigo de mi padre.
Trini.—Tu novio se habrá escamao.
Nieves.—Está que no vive.
Trini.—¿Y es guapo ese hombre?
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Nieves.—Guapo y bien portao. Se conoce que hay guita; ya lo verás. Y es lo que yo digo, chica; un hombre así, aparte de lo que te guste es algo. Porque, sí que me da lástima de mi novio, pero ¿qué sacas con un pobre albañil? ¡Miseria y compañía! Y eso de estar agarrá toa tu vida a un mísero jornal, y no tener una mujer siquiera un trapo pa que salga a la calle y se luzca y la miren a una, no me hace, francamente.
Trini (Dirigiéndose a sentarse al tronco de la izquierda.)—En eso dices la verdad, chica. Pero, oye; ten ojo, que decían que era casao.
Nieves.—¡Qué va a ser! Ha vivido dos años con una, pero ya no la ve. (Se sientan; Nieves a la derecha.)
Trini (Mirando hacia el fondo derecha.)—¡Calla; tu novio! ¡Vaya un pisto que trae!
Dichos e Higinio por el fondo derecha
Higinio (Que ha salido un poco antes, mirando a todas partes se acerca al grupo.)—¡Gracias a Dios! Pero ¿dónde te metes, mujer? ¡Parece que me huyes!
Nieves (A Trini.)—¡Oye; dice que le huyo! Cansás de buscarte nos hemos sentao aquí; que te diga ésta.
Higinio.—¡Sí que me choca!
Trini (Levantándose.)—Pero ya están ustés mano a mano. Poco se ha perdido, y el onceno no estorbar. Conque: de verano, pollos. (Vase fondo izquierda. Pausa. Nieves se corre en el asiento dejando sitio a Higinio, que se sienta a su derecha.)
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Higinio.—Bueno; ¿y qué es lo que te pasa?
Nieves.—¿A mí?
Higinio.—A ti.
Nieves.—¡Tú dirás!
Higinio.—¿Qué te pasa, que ni te veo ni puedo hablarte?
Nieves.—¡Ni que tuviese yo la culpa! ¡Si no te he encontrao en toa la mañana!
Higinio (Con acritud.)—Mira, Nieves; guasitas encima, no. No me has encontrao, porque no has querido. Y si te parece, lo mejor es que hablemos francamente de una vez, que no estoy yo pa servir de mono a nadie. Las cosas claras.
Nieves.—Como quieras; pero no sé a qué viene el ponerse así.
Higinio.—Viene, a que tú ya no eres pa mí lo que eras.
Nieves.—Te se figurará a ti.
Higinio.—Y es la verdá. Tú has dao un cambiazo, Nieves; ni me quieres como me querías, ni te alegra ya mi querer.
Nieves.—Amos, chico; quita, quita. A ti te han hecho guiños.
Higinio (Con ira creciente.)—A mí no me han hecho náa. Y sé lo que te pasa.
Nieves.—Tú dirás.
Higinio.—Pues lo que te pasa, Nieves, es que tú le estás haciendo cara a otro hombre; así, en plata.
Nieves.—¡Yo! (Levantándose asombrada.)
Higinio.—¡Tú! (Levantándose también, y cada vez con mayor energía.)
Nieves.—¡Mentira!
Higinio.—Verdá. Y si te has cansao de mí, me lo debías haber dicho antes, y no que me estás haciendo hacer un papel feo. Pero yo soy un hombre de bien, que te he querío con toda mi alma, y como no lo merezco, no te lo aguanto; ¡por éstas!
Nieves.—Tóo eso es mentira.
Higinio.—Es verdá. Y sé quién es. (Amenazador.) Y si esta tarde viene aquí ese tipo...
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Nieves (Desafiando.)—Si viene, ¿qué? (Se oye gran algazara por el fondo izquierda, y vuelven a salir todos los grupos de principio de cuadro.)
Higinio.—Si viene, por éstas que... Cállate ahora. (Nieves se sienta, y él queda en pie a su izquierda.)
Todos los personajes que aparecieron a principio de cuadro, más Higinio, Melquiades y Serafín. Al final Onofra.
Por el fondo izquierda, llegan Trini y Julia y detrás Pepita y Amalia, trayendo ambas parejas en alto, y extendidos, mantones de Manila, detrás de los cuales se ocultan Melquiades con las primeras y Serafín con las otras. No ha de verse de ellos más que el sombrero y los pies, hasta el momento que se indica. Les preceden alegremente los invitados, moviendo gran algazara. Forman todos semicírculo, quedando al fondo las de los mantones. Benita se apea del columpio, y avanza con Avelino al lado de sus padres.
Música
Trini, Julia, Pepita y Amalia
Todos
p. 176Las cuatro
Todos
Mujeres
Hombres
Todos
Las cuatro
Trini (Grupo de la izquierda; señalando y dejando ver lo que se indica.)
Julia (Ídem.)
Pepita y Amalia
Todos
Las cuatro
p. 177Todos
Las cuatro (Levantando un poco el mantón, para que por debajo aparezcan Melquiades y Serafín.)
Todos (Riendo.)
Melquiades y Serafín (Saludando sombrero en mano.)
(Avanzan y los demás cierran el semicírculo.)
——
Serafín (Haciendo su presentación.)
Todos
Melquiades
Todos
Melquiades y Serafín
Serafín
Melquiades
——
Serafín (Casi hablado.)
Melquiades
Todos
Serafín
Melquiades
Todos
——
p. 179(Mientras ellos andan contoneándose, los demás les jalean.)
Melquiades
Serafín
Melquiades
Todos
Hablado
(Terminado el número vuelven todos con gran algazara a sus respectivos sitios. El señor Rafael lleva a los recién llegados debajo del árbol donde ellos merendaban y forman grupo. Aparte hacia la derecha Benita y Avelino.)
Benita.—¿A qué habrán venido esos tipazos?
Avelino.—Me estomagan a mí esos dos maniquises.
Benita.—Tráigame usted un poco de salchichón que me he puesto nerviosa. (Avelino va a la cesta y trae lo pedido por Benita.)
Higinio (A Nieves.)—Ahí le tienes.
Nieves (Con despecho.)—¿A quién tengo?
Higinio.—A ese tío. ¡Ya estarás contenta!
Nieves.—¿A mí qué me importa ese hombre? (Le vuelve la espalda.)
Higinio.—¿Que no te importa? ¡Maldita sea!p. 180 (Vase iracundo fondo izquierda; Nieves queda sola, sentada en el mismo sitio.)
Rafael.—¿Y cómo ha sido eso de venir tan tarde, amigo Melquiades?
Melquiades.—Señor, se ha cumplimentao la palabra. Dijimos que vendríamos al postre y hétetenos aquí.
Zoila.—Lo bueno siempre se hace esperar.
Serafín.—Lo bueno es lo que esperaba, señá Zoila. (Al ver sentada a Nieves y sola, hace señas de inteligencia a Melquiades.) Vamos a colgar los sombreros, con permiso. (Se separan del grupo y se dirigen hacia el fondo.)
Melquiades (Parándose a mitad de camino y aparte a Serafín señalando a Nieves.)—Ahí la tienes.
Serafín.—¡Más bonita que un sol!
Melquiades.—Está queriendo caerse. Tambaléala. (Le da un pequeño empujón y vuelve al grupo de Rafael.)
Serafín (Se engalla, se estira y se acerca a Nieves hablándola en voz baja.)—Daría la metá de mi existencia por ser el Guadarrama.
Nieves (Coqueteando.)—¿Pa qué?
Serafín (Aproximándose; casi al oído.)—Pa verme rodeao de nieves por todas partes.
Nieves.—Iba usté a tener mucho frío.
Serafín.—¡Quiá! Nieves usté y primavera yo, a la media hora el deshielo.
Nieves (Sonriendo.)—¡Pamplinas!
Serafín.—
(Vuelve hacia el corro donde está Melquiades, después de dirigir a Nieves dos o tres miradas incendiarias, y dice a éste aparte dándole en el hombro.) ¡Tambaleada!
Damiana (Ofreciéndoselo.)—¡Un chatito, Serafín!
p. 181
Serafín (Pasando a su lado.)—Siendo de usté, hasta con narices, señá Damiana. (Lo bebe.)
Melquiades (Aparte a Serafín.)—Pues ahora verás lo que te preparo. (En voz alta.) Pero ¿qué insipidez es esta, señores? ¿Es que no nos vamos a divertir ni se va aquí a jugar a nada?
Rafael.—Tiene razón el amigo Melquiades; estáis muy desanimaos.
Melquiades.—Vaya: le voy a echar una meaja de sal a la juerga. (Llamando.) ¡Niñas!... ¡Pollos!... arrimarse pa acá, que me se ha ocurrido un solaz modernista, para que nos divirtamos.
Todos (Acercándose bulliciosamente.)—¡Sí, sí! ¡Eso!... ¡eso!
Melquiades.—¿Queréis que organicemos un concurso de baile por parejas, con premios y tóo?
Todos (Aplaudiendo.)—¡Sí, sí! ¡Muy bien, muy bien!
Tuliqui.—¿Y cómo va a ser ese concurso?
Melquiades.—Pues de la siguiente forma: Pograma: Base primera. El “Virutas” y el Bernabé, nos van a ejecutar en la guitarra una Redova u Mazurca rusa, que ellos saben y que se intitula: “Ay, qué Moskou.” Se forman parejas, la van bailando una a una y a la pareja que a juicio de un jurao la baile con más estilo, se le ajudicará, no una Copa, porque aquí no las poseemos, pero sí un chato, al que llamaremos chato de honor u chato Melquiades, si se quiere.
Todos.—¡Muy bien, muy bien!
Melquiades.—Dicho chato, estará lleno de vino y la pareja gananciosa se lo beberá a medias, primero la señora y después el caballero, con el fin de que el premio consista en que el hombre pose los labios en aquel lugar del chato donde los haya posao el ojeto amado y bailarín. ¿Se aprueba?
Todos.—¡Muy bien, muy bien!
Melquiades.—Pues vosotros, coger las guitarras, mocitos. (Bernabé y Virutas, van por ellas al fondo y figuran templarlas.)
p. 182
Tuliqui.—Y nosotros a elegir parejas.
Onofra (Joven feísima, sale de entre los grupos y se dirige hacia Avelino.)—¿Vamos a romper la marcha usté y yo?
Avelino (Mirándola de arriba abajo.)—¿Yo con usté? (Volviéndole la espalda.) “Llamad al sereno.”
Onofra.—Hombre, ya sé que no soy guapa.
Avelino.—Hija, por Dios, no es por eso; es que yo me quedo pa jurao.
Onofra (A Tuliqui, que se coloca entre los dos.)—¿Qué jurao?
Tuliqui (A Avelino.)—Que pregunta que, ¿qué jurao?
Avelino.—¿Que qué he jurao? (Al oído.) ¡No bailar con feas!...
Onofra.—Pues le avierto a usté, joven, que donde yo me marco un chotís, se vienen detrás de mí tóos los pollos.
Avelino.—Les dará usté trigo. (Ríen el chiste todos los del grupo.)
Onofra (Incomodada.)—Les doy narices. ¡¡El demonio el hortera!!
Virutas (Avanzando.)—¡Ya están templás las guitarras!
Melquiades.—Pues a empezar. (Durante el diálogo anterior, Melquiades y varias muchachas y muchachos han adornado una banqueta con hierbas y flores y sobre ella han colocado un vasito de vino; dicha banqueta la colocan en el centro de la escena y hacia el fondo.) Vosotros, (A los guitarristas.) sentarse ahí; (En el tronco de la izquierda.) y el Jurao, lo compondremos, el señor Viriato, la señá Zoila, (Avanzan los nombrados.) y un decrépito servidor de ustedes.
Todos.—¡Muy bien!
Melquiades.—Y las parejas, podrían ser, por ejemplo: la Nieves, con... (Como buscando a uno; llevándola de la mano.)
Benita.—Con su novio; ¡con quién va a bailar!
p. 183
Melquiades.—No, eso no; novios con novios, no me hace. Porque novios con novios se supone que se han cogido el tingli en tóo lo tocante al arte corográfico y se llevarían el premio a poca costa. Tien que ser parejas impremeditadas. Veréis: Nieves, con... uno cualquiera... con Serafín, pongo por caso.
Serafín (Avanzando.)—Con mil amores. (La coge de la mano.)
Benita (Avanzando.)—Nieves debía bailar con su novio.
Damiana (Cogiéndola y haciéndola retroceder.)—Tú te callas, que no eres quién. ¿No estás oyendo que dicen que novios con novios no?
Benita.—Pues que digan lo que quieran; yo digo que con su novio y náa más.
Melquiades.—A callar. Y tú, baila con Avelino, que es de Coloniales y sabe lo que es jalea; arza.
Avelino.—¡Superior! Agárrese usté que va usté a ver dentro de dos minutos un chato apurao. (Se agarran del brazo y se colocan en el centro del fondo.)
Melquiades.—Y el Tuliqui, que es un poco cojo, con la Onofra, que sabe del pie que cojea. (Los junta.)
Tuliqui.—Haremos la nota cómica.
Melquiades.—Otras tres parejas al líbitum y náa más. (Forman parejas, al fondo, Trini, Julia, Pepita y Amalia, con cuatro jóvenes.) ¿Estamos?
Los que van a bailar.—Sí, sí.
Melquiades (Colocándose a la derecha con el Jurado.)—Pues ¡a una!
Música
Todos
——
Melquiades (A Nieves y Serafín, que se colocan en el centro.)
(Al quinto compás empiezan a bailar Serafín y Nieves.)
——
Nieves
Serafín
Todos
——
p. 185Melquiades
Todos
——
Melquiades
(Se retiran a la izquierda los que bailan, y avanzan Benita y Avelino, que bailan ridículamente.)
Avelino
Benita
Todos
——
p. 186Avelino (Cambiando de manera de bailar.)
(Bailan todas las parejas.)
(Jaleándose.)
——
Todos
——
Viriato
Melquiades
(Dejan de bailar todos y avanzan Onofra y el Tuliqui.)
Tuliqui (Bailando a su modo.)
p. 187Onofra
Tuliqui
Todos
Melquiades (Interrumpiendo.)
——
Todos
(Al terminar el baile, aplauden los que no han bailado.)
Hablado
Todos.—¡Bravo! ¡Bravo!
Melquiades (Después de una pequeña conferencia con los del Jurado.)—Señores: el Jurao ha acordao por unanimidaz, conceder el chato de honor, a la insuperable pareja, Nieves-Serafín.
Todos (Aplaudiendo.)—¡Muy bien, muy bien!
Avelino (Rabioso.)—Eso es una injusticia.
Viriato.—¡Orden!
Todos.—¡Que se calle! (Avelino afligido, se retira hacia la derecha, acompañado de Benita.)
p. 188
Melquiades.—¿Se acepta este fallo?
Todos.—Sí, sí.
Melquiades (A Nieves y Serafín.)—Pues podéis beberos el premio sorbito a sorbito, pollos. (Dándole la copa a Nieves.) Cuando quieras, nena.
Nieves.—Con mucho gusto. (Coge el vaso.) A la salú de mi pareja.
Todos.—¡Olé! (Vuelve Higinio por el foro izquierda lentamente y se acerca al grupo poco a poco.)
Serafín.—¡Gracias, Nieves!
Nieves (Va a beber y se detiene con coquetería.)—¡Ay, pero se va usté a enterar de mis secretos!
Serafín.—Pué que me convenga.
Nieves.—A mí no; pero en fin, lo dicho. (Bebe la mitad del vino y deja la copa en la banqueta.)
Serafín (Sin coger el vaso.)—Señores: antes de posar mis labios donde los ha imprimido esa boca que parece talmente un clavel encarnao que se le ha caído del pelo, tengo que manifestar que me embarga el júbilo, que me embarga la emoción y que me embarga... (Va a coger la copa, pero se interpone Higinio, que enérgicamente la coge.)
Higinio.—Pues no se moleste usté, yo me lo beberé, que no tengo na embargao. (Bebe y tira el vaso contra el suelo.)
Todos.—¡Eh! (Movimiento de estupor; Higinio trata de agredir a Serafín, pero los sujetan los hombres, apartándolos, quedando en medio Melquiades.)
Benita (Aplaudiendo.)—¡Muy bien, muy bien y muy bien!
Viriato.—Eso no vale.
Melquiades.—Pero, ¿qué has hecho?
Higinio.—Lo que me ha parecido; ¿qué hay?
Benita.—¡Muy bien y muy bien! ¡Ja, ja; qué chasco! (Ríe; sus padres la amenazan.)
Rafael (A Higinio.)—Pero, ¿no ves que era una broma?
Nieves (Sujetando a Serafín; con ira a Higinio.)—Has metío la pata.
Serafín (Con tranquilidad.)—Hombre, ¿no se lep. 189 ha ocurrido a usté otra gansada en el rato que hace que está usté ahí haciendo el orangután?
Higinio.—Si se me ocurre otra, la hago.
Serafín.—Pues a ratos no crea usté que estorba una mijita de educación, amigo.
Higinio.—Tengo la que me hace falta.
Melquiades.—Pues la pué usté llevar en la funda de un cacahué y no se le llena; palabra.
Higinio.—Lo que yo tengo es... (Vuelve a acometerle.)
Serafín (Sonriendo.)—Lo que tiene usté son deciséis señoras al lao y un sujeto de miramientos vis a vis; pero también tiene usté un carrillo y yo una mano, y la vida ocasiones. Na más.
Melquiades.—¡Hablas, que esculpes! Y terminao el incidente, señores, que no le vamos a estropear el día a la señá Damiana.
Serafín.—Se continuará, pollo.
Higinio.—Cuando usté quiera.
Melquiades.—¿Vamos ahí, al sotillo, a jugar a prendas?
Todos.—Sí, sí; vamos. (La gente se va con Melquiades, murmurando y hablando entre sí, por el foro izquierda. Quedan en escena: la Trini, al fondo; Nieves, junto al árbol de la izquierda; Benita, hacia la derecha, y en el centro Higinio, Rafael y Damiana. Avelino hace mutis por la derecha.)
Serafín (A Trini.)—¿El perro de usté, embiste también, joven?
Trini (Con coquetería.)—Ni perrito que me ladre tengo.
Serafín.—Pues cuelgue usté su hermosura de esta escarpia, que ha encontrao usté un lebrel. (Se cogen del brazo y hacen mutis por la lateral izquierda, pero bajando al proscenio para pasar por delante de Nieves que, como es natural, queda contrariada al ver que se van juntos.) ¡Y a ver si va a poder ser que pueda uno hablar con una mujer guapa!
Benita, Nieves, Damiana, Higinio y el señor Rafael
Rafael.—Te has ocecao, Higinio; te has ocecao.
Nieves (Con ira.)—Ha metío la pata, dígalo usté claro.
Higinio.—No, señora.
Damiana.—Sí, señor; que si hubiese hecho algo malo aquí estaba su madre pa regañarla.
Benita.—¡Ha hecho muy bien, muy bien y muy bien!
Damiana.—Cállate tú ahora.
Higinio.—Es que no podía más, Nieves; hazte cargo.
Nieves.—Si toa la vida serás lo mismo; un celoso, un primo sin correa pa na.
Higinio.—Porque te quiero pa mí solo.
Nieves.—Pues por éstas, que no me vuelves a poner en ridículo; hemos acabao.
Higinio.—¿Que hemos acabao?
Nieves.—Hemos acabao, sí, señor, pero pa siempre, ¡por éstas! (Besando la cruz de los dedos.) Hemos acabao.
Rafael.—¡Calma, hijos! ¡Válgame Dios!
Higinio.—¿Y qué he hecho yo pa esto, señor Rafael? ¿Qué he hecho yo pa esto? Quererla y na más. ¡Y luego dicen! Si debía ser uno como todos: un sinvergüenza pa las mujeres: esos tién suerte y no los primos como yo, que se cuelan de buena fe. ¡Maldita sea!
Nieves.—Pues se acabaron los primos; puedes marcharte cuando te dé la gana.
Higinio.—¿Que me marche? Pero, ¿estás en lo que dices?
Nieves.—No tengo más que una palabra.
p. 191
Higinio.—Está bien. No me lo dirás dos veces. Me voy. Pero antes de irme, escucha una cosa, Nieves. No serás mía, pero de ese hombre tampoco lo eres. Mialás: jurao; al tiempo. (Vase fondo izquierda.)
Benita (Aplaudiendo.)—Muy bien, muy bien y muy bien.
Damiana.—Pero, ¿quieres callarte y no agriarlo más, tonta del bote?
Benita.—Pues no me callo y no me callo, porque tié razón; sí, señora, y sí, señora.
Nieves (Airada.)—¿Y de qué tié razón, vamos a ver?
Benita.—De todo, sí, señora; que lo que hay es que tú quiés ser señorita y tener lujo y por eso despachas a Higinio, porque es un pobre, y en cambio te has enguirlotao con un tío pinturero que crees que te va a dar el oro y el moro; eso es.
Nieves (Contenida por sus padres.)—Pero ¿no es pa darla una bofetá?
Rafael.—Pero ¿qué estás diciendo ahí contra tu hermana?
Damiana.—Dejar a esa tonta.
Benita.—Sí; tonta, tonta; porque las canto claritas. ¡El lujo, el lujo! ¡Eso, eso es lo que os pierde a muchas! El gabancito de moda, el zapatito de charol y la faldita estrecha y a pintarla por ahí andando a saltitos (Remedando lo que va diciendo.) como pollos trabaos. Pues no señora; hay que agarrarse al jornalito y ayudar al marido y chincharse; esa es la obligación de una pobre. Y si hay que llevar un pingo, se lleva y se aguanta una, que después de todo, siempre será mejor llevar un pingo que serlo. Eso es.
Nieves.—Pero ¿oye usté? ¡Desvengonzá! ¡Mala hermana! ¡Suélteme usté, que la arañe! (Quiere pegarla pero sus padres la contienen, llevándosela poco a poco por la primera izquierda.)
Damiana.—¡Hija, por Dios, que vamos a dar un escándalo!
Rafael.—¡Entre hermanas, válgame Dios! ¡Vamos, vamos!
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Damiana (A Nieves.)—¡No llores, hija, no llores!
Nieves.—Envidiosa, más que envidiosa. (Mutis.)
Benita.—¡El lujo!... ¡el lujo!... Eso, eso; que os da miedo ser pobres, ni más ni menos. (Al quedarse sola, con gran energía.) Pues no señora: mi hermana, no. Ella pué que me arranque el moño, pero yo la juro que la quito de ese tío. Todo, antes que verla por esas calles sola y pintá de rubio, haciendo de reir a la gente. Mi hermana, no. ¡Por estas cruces! (Se sienta en el tronco del árbol de la izquierda, llorosa y agitada, limpiándose los ojos con el delantal.)
Benita y Avelino, que sale por el fondo derecha, ocultándose, entre los árboles.
Avelino.—¡Sola! ¡Yo la exploro! ¡Me gusta a mí esa tontita de una manera avasallante! ¡Tiene un no sé qué así, bobo, que engolosina! Yo voy a ver si la enloquezco por un medio poético que me se ha ocurrido. (Saca una navaja de muelles, no muy grande, y la abre.) Un poco grande es para mi ojepto, pero no he encontrao otra. Me tiembla el corazón que parece que voy a cometer un crimen. ¡Ánimo! (Llamando desde donde está.) ¡Benita!... (Avanzando.) ¡Benita!
Benita (Se vuelve.)—¿Qué? (Al verle se levanta aterrada.) ¡Jesús!
Avelino.—Perdone usté que venga a cortarla...
Benita (Retrocediendo asustada.)—¿A mí?
Avelino.—Que venga a cortarla el hilo de sus cavilaciones nada más; que esta navaja es para hacerla a usté una cosa muy agradable.
Benita.—¿Qué me va usted a hacer?
Avelino.—¿Que qué la voy a hacer? (Avanza conp. 193 pasos trágicos y cogiéndola de una mano, la trae hasta el centro de la escena. Ella avanza con miedo.) ¿Cómo se llama usted?
Benita.—¡Ah! pero ¿es el padrón?
Avelino.—Es otra cosa más de adorno. ¿Cómo se llama usté?
Benita.—Benita.
Avelino.—Digo de apellido.
Benita.—Baranda.
Avelino (Sonriendo.)—¡Baranda! ¡Hombre, qué casualidad! Usté Baranda y yo, Escalera. ¡Nos completamos! (Mirándola con arrobamiento.) ¡Baranda! (Muy meloso.) ¡Con qué gusto me asomaría!
Benita.—¿Dónde?
Avelino.—Nada, nada; es una cosa pa mí solo. De forma que las iniciales de usté son, B. B.
Benita.—Creo que sí; B. B.
Avelino.—Bueno; pues la voy a hacer a usté un B. B. entrelazao, en el tronco de un árbol, con letra de adorno, que se va usté a quedar visueja.
Benita.—¿Y pa eso me ha dao usté este susto?
Avelino.—Y debajo de su enlace pondré mis iniciales: Avelino Escalera Jordán. A. E. J. (Muy fino.) ¿Me permitirá usted que por lo menos toque la J en su enlace?
Benita.—Como si quiere usted tocar la muñeira.
Avelino.—Ni una palabra más. ¿Lo grabo en aquella encina (Foro.) u en este chopo? (1.º derecha.)
Benita.—Pero ¿me quiere usted dejar en paz, hombre?
Avelino.—Lo grabaré en el chopo. ¡Y Dios quiera que algún día no tenga yo que coger el chopo y recordarla dónde empezó nuestro idilio! Manos a la obra. (Se pone a grabar con la navaja en el tronco del árbol.)
Benita.—¡Tan bien como estaría usted durmiendo la siesta, hombre!
Avelino.—Benita.
Benita.—¿Qué?
Avelino.—Tié usté una mirada que eleztrocuta.
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(Se oyen risas y rumor de voces de hombres hacia la primera izquierda.)
Benita.—¡Chist!... ¡Silencio!
Avelino.—¿Qué pasa?
Benita (Fijándose.)—El señor Melquiades y Serafín, que vienen.
Avelino.—¡Esos sinvergüenzas!
Benita.—¿Tramarán algo contra Higinio?
Avelino.—Si quiere usté, podemos escondernos y oirlos.
Benita.—Sí; mejor será. Calle usté; por aquí. (Se esconden detrás de un matorral alto en la primera derecha, de forma que los vea el público.)
Dichos, Serafín, Melquiades, Virutas, Tuliqui, y Bernabé, por la primera izquierda. Vienen riendo escandalosamente. El último trae un frasco de vino y dos copas, y colocándolo en el banco de la izquierda va sirviendo a sus amigos, que beben formando semicírculo.
Serafín (Saliendo.)—¡Calla, que me tronzo de risa!
Todos.—¡Ja, ja, ja!
Melquiades.—Que sí, hombre, no reirse.
Tuliqui.—¡Pero si es pa reventar!
Virutas.—¡Tienes unas cosas!
Melquiades.—Señor, que sé lo que me digo, hombre. Oirme y veréis. (A Serafín.) ¿Cuál es aquí la única cosa que nos es hóstil p’al logro de tus fines benéficos con la Nieves?
Serafín.—La Benita.
Melquiades.—Pues la hago yo el amor, primo, y tóo resuelto. (Todos ríen.)
Benita (Estupefacta.)—¡A mí!
Tuliqui.—¿Tú con esa mema? (Riendo.) ¡Ja, ja, ja!
Melquiades.—¡Natural, señor! Como ese cacho dep. 195 tonta no ha tenido nunca quien la diga “por ahí te pudras”, pues en cuanto yo la insinúe tanto así, la incendio, cae en mis brazos, se pone de nuestra parte y cuando tú haigas lograo tu ojeto con su hermana, yo abandono a esa renacuaja y que se tome dos pastillas de sublimao, si le gusta. ¿Qué os parece?
Virutas (Riendo.)—¡Eres diabólico!
Serafín.—Oye, pero que de primera.
Tuliqui.—¡A ver si te da calabazas!
Melquiades.—¿A mí? ¡A las dos palabras, la pelo al rape si me da la gana! (Siguen hablando en voz baja y bebiendo. Avelino sale del escondite, abre la navaja y avanza en actitud amenazadora. Benita le sujeta.)
Avelino.—¡Suelte usté! ¡Suelte usté, que le voy a traer dos filetes de cerdo! ¡Miserables! ¡Canallas!
Benita.—¡Chist!... ¡quieto! Déjeme usté a mí sola, que yo sé lo que tengo que hacer con estos bandidos. Lárguese usté pronto.
Avelino.—Si hago falta, me da usté una voz.
Benita.—Bueno. (Vase Avelino por la primera derecha.) Por mi salú que os acordáis de esta mema pa toa la vida. ¡Deshonrar a mi hermana y tomarme a mí el pelo! Veremos quién puede más, si una tonta o cinco granujas. (Vase tercera derecha.)
Melquiades (A Serafín.)—De manera que tú a seguir dándola achares a la Nieves con su amiga, y yo a buscar a esa pitusa, y de que la encuentre...
Benita (Por el foro derecha, lejos y quejándose.)—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
Serafín.—¿Quién se queja? (Todos miran al sitio indicado.)
Melquiades.—¡Calla!... ¡Pero si es la Benita!
Tuliqui.—¡Y viene cojeando!
Melquiades.—¿Se habrá caído?
Virutas.—¡Qué ocasión!
Melquiades.—Dibujada. Dejarme solo.
Serafín.—Duro con ella.
Melquiades.—Sus la brindo. (Vanse los cuatro riendo por la primera izquierda.)
Melquiades y Benita, por el fondo derecha. Viene cojeando y se apoya para andar en una sombrilla.
Benita.—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! (Sale quejándose.) ¡Ay, señor Melquiades de mi alma!
Melquiades.—Pero, ¿qué es eso, rica, qué te ha pasao?
Benita.—¡Ay, que me he torcido un pie! ¡Ay!... ¡Agárreme usté, que no puedo!
Melquiades (Yendo hacia ella.)—Pero, ¿es que te has resbalao?
Benita.—Y me he caído, sí, señor. ¡Ay! ¿Me quiere usté llevar a aquel tronco? (El de la izquierda.)
Melquiades.—Con mil amores. (Cogiéndola de la cintura.)
Benita (Saltando a la “patita coja”, hasta llegar al banco.)—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! (Se sienta a la izquierda.)
Melquiades (De rodillas, reconociendo el pie lesionado.)—¿Y dónde te duele, rica?
Benita.—Aquí, un poquito más arriba del tobillo. (Levantando la falda y dejando ver un poco la pantorrilla.)—¿Lo tengo hinchao?
Melquiades.—No, pero... (¡Camará, qué pantorrilla!) A ver, ¿te duele al tazto? (Toca con el dedo repetidamente.)
Benita.—No, señor; me hace una punzadita nada más.
Melquiades.—Eso no es nada; descansando aquí un poquito conmigo, te se pasa. (Se sienta a su derecha, pero sin dejar de mirar la pantorrilla.) Oye, rica, ¿y sabes que vas muy bien calzadita?
Benita.—¡Regular! ¡Cada una presumimos de lo que podemos!
Melquiades.—Yo no me había fijao, pero, sabes que tienes un nacimiento que...
Benita (Haciéndose la tonta.)—¡Je, je! Lo mismop. 197 me dijo el otro día el chico de la tienda de sedas. (Ruborosa.)
Melquiades.—¿Te dijo que vaya un nacimiento?
Benita.—Sí, señor; que vaya un nacimiento y que si se lo quería dejar pa una Nochebuena.
Melquiades.—¡Anda diez!
Benita.—Y luego, se puso así en jarras y me añidió: ¿Le falta a usté una figurita pa ese nacimiento? Y yo enfadada le dije: “Sí, señor, me falta el buey.”
Melquiades (Riendo.)—¡Muy salao! ¿Y qué te dijo?
Benita.—Pues... me dió las señas de su casa de usté. (Se ríe tontamente.)
Melquiades (Quedando de pronto serio.)—¿Y por qué no te dió las de su padre político?
Benita.—Se le pasaría. (Levantándose rápidamente.)—Y en fin, yo me voy, que no quiero que me vean aquí sola.
Melquiades (Obligándola a sentarse.)—No tengas prisa, mujer.
Benita.—No, si yo estoy muy a gusto, pero... ¡ay!, no quiero ni pensarlo, si me viesen aquí sola con usté, con las bromas que me dan.
Melquiades.—Bromas, ¿de qué?
Benita.—Nada, que como a veces, cuando hablamos así de hombres con mis amigas, yo siempre le saco a usté, pues se han maliciao tonterías, que... Bueno, yo me voy. (Como antes.)
Melquiades.—Aguarda, mujer aguarda. (Cada vez más acaramelado.) ¿Y qué es lo que hablas de mí con tus amigas, si pué saberse?
Benita.—Yo, nada; tonterías de chicas.
Melquiades.—Y dime, Benita, ¿tú no has tenío nunca novio?
Benita.—Novio, novio... lo que se dice novio, no, señor. Tonteos na más. ¡Como soy tan tonta!...
Melquiades.—Y escucha: ¿no te gustaría a ti tener un novio formal?... Vamos a ver.
Benita.—Formal u chirigotero, que me gustase a mí, que lo demás... es lo de menos.
p. 198
Melquiades.—¿Qué te parecería un sujeto como yo, pongo por caso? (Poniéndose de pie y engallándose.)
Benita (De pie también.)—¿Cómo usté? ¡Ay!
Melquiades (Cogiéndola la mano.)—¿Te gustaría? ¡Dilo!
Benita (Fingiendo.)—¡Ay, por Dios, señor Melquiades, suélteme usté!
Melquiades.—Dímelo ya.
Benita.—¡Ay, por Dios, que nos pueden ver!
Melquiades.—Dame un abrazo, anda.
Benita (Soltándose y echando a correr hacia el fondo derecha.)—¡Ay, eso no, Melquiades! Ahora no, que vienen.
Melquiades.—¿Quieres que hablemos luego?
Benita.—Luego, sí.
Melquiades.—¿Dónde te espero?
Benita.—Aquí mismo, a la hora de irnos. Adiós. (Medio mutis.)
Melquiades (Llamándola.)—¡Benita! ¿Me quieres?
Benita (Con rubor.)—Cuando yo me vaya, venga usté a leer lo que dejo escrito aquí en la tierra. (Escribe en el suelo con la punta de la sombrilla.) Ya está. Dispense la urtugrafía. Adiós. (Mutis fondo derecha.)
Melquiades.—¡Adiós, vida! Yo le he preguntao que si me quería. ¿Qué habrá puesto? (Va y lo lee.) “Un porción.” (Riendo.) ¡Camará con la niña! No, pues se pué pasar el rato con la tontita esa mejor de lo que yo me figuraba. ¡Y por lo visto, me venía camelando hace tiempo! ¡¡Y habrá tantas así!! ¡Que uno no puede estar en todo! (Vase contoneando por la primera izquierda.)
Por el foro izquierda aparecen del brazo, Serafín y la Trini, muy amartelados. Hablan bajito; ella ríe locamente. Atraviesan la escena, haciendo mutis porp. 199 la derecha. Les sigue Nieves, recatándose entre los árboles, nerviosa, jadeante. Falta luz. El cielo empieza a nublarse. Después Rafael y Damiana. Al final, todos los invitados de ambos sexos (Coro general).
Nieves (Celosa y a punto de llorar.)—¡La Trini!... ¡La Trini con él... y haciéndole cara! (Se escuchan, ya lejanas, las risas locas de Trini.) ¡Cómo ríe!... ¡Ella!... ¡A la que me he confiao... después que le he abierto mi corazón!... ¡Infame! Si debí figurármelo. Y se van lejos... y solos... y una aquí, atá por el qué dirán, sin poder desahogar la rabia. ¡Maldita sea! (Se apoya, llorosa, en el tronco del árbol de la derecha, primer término.)
Una voz (De hombre, dentro izquierda.)—¡Virutas, diles a esos que vayan al merendero por paraguas, que se ha nublao del todo y va a caer un chaparrón!
Otra (Ídem, ídem, en la derecha.)—Ya vamos.
Nieves (En lo suyo.)—¡Por allí van! ¡Y más juntos y más amartelados! Tenía que ser ella; esa infame. ¡Sabiendo lo que yo le quiero! (Queda llorando.)
Música
Voz hombre (En la izquierda.)—¡Oye, que se ha nublao y va a caer un aguacero!
Voz hombre (En la derecha.)—Llamar a esos, que vengan a coger cestas, guitarras, mantones y tóo. Venir.
Voz hombre (En la izquierda.)—¡Pues no va a caer nada!
Uno (Pasa corriendo de izquierda a derecha, acompañado de una mujer.)—¡A casa que llueve!
Coro (Dentro, repartido en ambos lados.)
p. 200Hablando sobre la música.
(Salen Damiana y Rafael, muy deprisa, por la primera izquierda. Ella saca su mantón de crespón negro y él un paraguas.)
Rafael (Dirigiéndose al árbol donde merendaron, que es en el que está apoyada Nieves.)—Vamos deprisa, que va a caer un chaparrón. (Al ver a Nieves.) Anda, ¿pero estás tú aquí?
Damiana.—Cogeré mi cesta y la guitarra. (Coge lo que indica.)
Rafael (Acercándose y abrazándola.)—Pero, ¿qué es eso, hija? ¿Pero lloras?
Nieves.—No es nada, padre.
Rafael.—¡Válgame Dios! (A Damiana.) Pero, ¿no ves la nena llorando?
Damiana.—Déjala. El disgusto de antes... los nervios... que ella es así. Está como el día. (Vase por donde salió.)
Rafael (Conduciendo abrazada a su hija y haciendo mutis tras Damiana.)—¡Ay qué hija ésta! ¡Lagrimitas de los veinte años, lluvia de primavera; paece que se desgaja el cielo y luego na! (Vanse.)
Cantando.
Voz mujer (Dentro.)
(Entre risas y algazara, salen Invitados e Invitadas. Ellos se doblan los pantalones, se suben el cuello de la americana; ellas se ponen abrigos y mantones, recogen cestas y guitarras, y al fin se cobijan bajo los paraguas, que abren los hombres. Empieza a llover.)
Ellos
Ellas
Ellos
Ellas
(Empieza a llover con violencia. El Coro hace mutis por la lateral izquierda.)
Todos
Melquiades, el Tuliqui, el Virutas y Bernabé, primera izquierda. Luego Benita, fondo derecha. Por último, Avelino por el mismo sitio.
p. 202(Melquiades se resguarda de la lluvia con su paraguas y los otros tres con uno solo.)
Hablado
Tuliqui.—¿De modo que la Benita?...
Melquiades.—Dos palabras y cayó en mis brazos; y aquí me ha citao.
Todos (Riendo.)—¡Ja, ja, ja!
Virutas.—¡Gachó, no eres tú nadie!
Tuliqui (Mirando fondo derecha.)—¡Mirarla; por allí viene a tóo correr!
Melquiades.—Buscándome como una loca. Veréis qué chifladura le ha entrao por mí.
Tuliqui.—Vamos a escondernos. (Se ocultan detrás de un árbol del fondo izquierda.)
Melquiades.—No reiros muy fuerte, no se escame.
Benita (Sale corriendo, muy remangada, con un paraguas, abierto chorreando.)—¡Hola, señor Melquiades! ¿Ha visto usté que chaparrón?
Melquiades.—Te estaba esperando, vida.
Benita.—¿A mí? ¡Ay, cuánto lo siento!, porque el caso es que tengo un compromiso con... con un joven... (Llamando.) Avelino: aquí.
Avelino.—Aquí estoy. ¡Vaya un diluvio! (Sale con un pañuelo sobre el hongo, todo mojado, y los pantalones muy subidos, igual que el cuello de la americana.) ¡A casa, que llueve! (Se cogen del brazo, y, muy tapados con el mismo paraguas, se van riendo por la primera izquierda y despidiéndose con la mano, guasonamente del señor Melquiades, que queda estupefacto. Al mismo tiempo aparecen por detrás del árbol donde se ocultaron, las caras rientes y burlonas de Tuliqui, Virutas y Bernabé.)
Melquiades.—¡Mi madre!
Tuliqui.—Oye tú: ¿y era esa la locura?
Virutas.—¿Y decías que en tus brazos?
Bernabé.—¡Ja, ja! ¡Valiente chasco!
Los tres.—¡A casa, que llueve! ¡Ja, ja, ja! (Se van muertos de risa por la primera izquierda.)
Melquiades (Indignado.)—¡La panocha! Pero, ¿qué es esto? Tomarme el pelo a mí una mequetrefa, ¡que no levanta del suelo un metro treinta y cinco!p. 203 ¡¡A mí!! Vaya; pues ahora es cuando está empeñao mi amor propio. Que me trufen, si no la vuelvo loca. (Tropieza con una cesta que ha quedado olvidada.) ¡Calla!... ¡una cesta! ¿Quién se habrá dejao esto? (La coge y se la cuelga del brazo.) Me la llevaré. ¡Miá que al final tener yo que llevar la cesta! Pues sí que me han preparao el mutis. ¡Maldita sea! (Vase primera izquierda con el paraguas abierto y la cesta al brazo.)
(Música en la orquesta.)
Mutación
La Glorieta de la Ronda de Valencia frente a la calle de Embajadores, entre la Veterinaria y la Fábrica de Tabacos.
El lugar está desierto; anochece. Pasa un farolero encendiendo los faroles; a poco, a lo largo de la calle, brillan las lucecitas del alumbrado público. Se escucha el pregón, muy lejano, de un vendedor ambulante, y, mucho más lejana, la música, casi imperceptible de un organillo. En una taberna próxima, en cuyos cristales resplandece una luz rojiza, se oye un desacordado guitarreo. Un borracho, con su voz incierta y ronca canta dentro:
(Un coro de voces infantiles canta lejísimo como un eco perdido:)
p. 204(Vuelve a quedar todo en silencio. Se acentúa la obscuridad; en las fachadas de las casas lejanas, van brillando tenues lucecitas. Aparecen por el primer término izquierda, Nieves, envuelta en un mantoncito de crespón negro, muy repeinada, con su faldita estrecha y sus zapatitos de charol, acompañada de una Vieja, astrosa, con cara de bruja, encorvada, que lleva mantón raído y un pañuelo viejo a la cabeza.)
Nieves (Con inquietud.)
Vieja (Con voz cascada.)
Nieves
Vieja
Nieves
Vieja
(Nieves se sienta en un banco de la Glorieta. La Vieja queda en pie a su lado. Dan ocho campanadas en el reloj de una iglesia distante. Vuelve el guitarreo en la taberna. Canta una voz de hombre.)
Hablando sobre la música.
Vieja (A Nieves.)
Nieves
Vieja
Nieves
Vieja
Nieves
Vieja
Nieves
Vieja
Nieves (Levantándose.)
Vieja
(Sale fondo derecha la señá Celes, otra vieja, echadora de cartas, más bruja que la anterior. Esta viste de obscuro. Lleva un gabán cortito y un manto negro raído. Se apoya en una muletilla.)
Nieves (Yendo a su encuentro.)
Celes
Vieja
p. 206Nieves
Celes
Cantando.
Nieves
Celes
Vieja
Celes
Vieja
(Celes saca la baraja, la remueve. Nieves hace cuanto la dice. La bruja echa las cartas sobre el banco. Se ven en el horizonte obscuro, relámpagos lejanos. Nieves, de pronto, da un grito de terror.)
Nieves
Celes
p. 207Vieja (Ríe con su boca sin dientes.)
Celes
(Sale Serafín foro derecha, sigilosamente, sin ser visto. Se coloca detrás de las mujeres, oye y sonríe.)
Serafín
Nieves (Con asombro y alegría.)
Serafín
(Muy meloso, ofreciéndola el brazo al que ella se coge.)
Nieves (Rendida.)
(Se van del brazo muy juntos por la izquierda, con las caras casi pegadas; caminan lentamente. Higinio sale por la derecha, vacilante, lívido, como un loco; los ve alejarse.)
p. 208Higinio
(Se va tras ellos. Las dos brujas, que han recogido la baraja y que observan lo que sucede, al desaparecer Higinio, siguen riendo.)
Viejas
(Vanse por primera izquierda. Sigue relampagueando en el horizonte obscuro. Cesa la música.)
Benita, Avelino e Higinio
Benita trae a Higinio casi a rastras, porque él forcejea por soltarse. Avelino lleva una blusa larga y una cesta a la cabeza de las que usan los ultramarinos para servir los pedidos, llena de comestibles y bebestibles, la cual deja en el suelo para ayudar a Benita.
p. 209
Hablado
Benita.—¡Quieto, por Dios! ¡Silencio!
Higinio.—No, si contra ella no es; soltarme.
Avelino.—Efusión de sangre, no, joven.
Higinio.—Si al que quiero matar es a él; a él, que sé que no la quiere más que para perderla. ¡Suéltame!
Benita.—Que te he dicho que no.
Avelino.—Hágala usté caso, hombre.
Benita.—¡Ten calma y óyeme lo que te digo, ¡caray!, que la volvéis a una más tonta de lo que es! Si esta noche no aparto a ese hombre del camino de mi hermana, mañana te lo desayunas si quieres. (Soltándole.)
Higinio (Abrumado.)—¡Se pierde esa loca! ¡Se pierde sin remedio! ¡Se van juntos!... ¡juntos! ¡Dios sabe dónde!
Benita.—Y nosotros también lo sabemos, tonto; si no, ¿crees tú que los hubiera dejao yo irse?
Avelino.—Van al baile de Provisiones; un baile titulao El Vaivén, de ahí orilla a la fábrica de Tabacos. Precisamente a la casa de al lao voy yo a llevar este pedido.
Benita.—Pues allí, en ese bailecito, es donde una servidora lo va a arreglar tóo esta noche.
Higinio.—Pero ¿cómo vas a evitar que tu hermana...?
Benita.—Muy sencillo. ¿Tú no te acuerdas del señor Melquiades? ¿Aquel tío que me hizo el amor pa tomarme el pelo?
Higinio.—Sí.
Avelino.—Pues lo ha enagenao.
Higinio.—¿Qué?
Benita.—Que con mis tontunas le he vuelto mochales y ahí lo tengo, al principio de la Ronda, aguardándome sentao en un banco, con dos sacas de ropa que me ha subido del río.
Avelino.—Don Juan Tenorio de mozo de chapa.
Higinio.—Pero, ¿es posible?
Benita.—Pues ese tío bocón es el que me ha contaop. 210 en secreto que Serafín hace catorce años que está liao con una verdulera que le mantiene el pico.
Avelino.—De manera que tóo el lujo de ese pollo, lechugas.
Benita.—Tiene cinco hijos con ella; y a esa mujer, que la llaman Paca “La Fiera”, por el mal genio, se lo he ido a contar tóo; la he suplicao que me ayude a salvar a mi hermana y me ha dicho que a las nueve estaría aquí con los cinco vástagos, medio litro de vitriolo y un vergajo.
Avelino.—¡Que es un equipo! Ahora calcúlese usté el Agarren-Parti que se va a armar en ese bailecito esta noche.
Higinio.—Yo la ayudaré a esa mujer.
Benita (Mirando por la segunda izquierda.)—Callarse, que me parece que ya está ahí esa fiera. (Mira.) Sí; ella es.
Avelino (A Higinio.)—Agárrese usté, que es un huracán. (Se echa la cesta a la cabeza.)
Dichos y Paca “La Fiera” segunda izquierda. Es una mujer algo desastrada; viene a medio peinar. Lleva delantal, mantón atado atrás y el pañuelo de la cabeza caído sobre los hombros.
Paca (Saliendo y pasando entre Avelino e Higinio.)—¡Pero que muy buenas!
Benita (Dejándola libre el paso.)—¡Señá Paca!
Paca.—Aquí estoy. He tardao, porque he ido a dejar los chicos en casa mi prima pa cuando sea menester.
Avelino.—¿Y qué tal?
Paca.—Vengo que muerdo. Y a mí no me sujetéis de que vea a ese chulo, que por la papilla que me han dao, ¡maldita sea la leña!, que le hago trizas.
Avelino.—¿Quié usté sentarse?
Paca.—¿Yo sentarme? Muerta descansaría yo, ¡mip. 211 perra vida! (Al hablar zarandea a Avelino, produciéndose en la cesta que lleva en la cabeza un gran ruido de cacharros que chocan entre sí.) Si no puedo parar, hijo; si no puedo. Si dende que vino aquí la joven y me contó lo que me contó, que me ha entrao una desazón que... vamos; si hasta creo que me han crecío las uñas. (Le zarandea más.)
Avelino (Sujetando el cesto con ambas manos.)—¡Mi madre!
Paca.—¿Usté ha visto pelar un pollo, pollo?
Avelino.—¡Por Dios, señora: el pedido!
Paca.—Pues menos tardo yo en desollar a ese ladrón, ladrón, más que ladrón. (Asombrada ante el creciente ruido de la cesta.) ¡Caray! pero ¿qué le suena a este hombre?
Avelino.—El pedido, señora; si se lo estoy a usté diciendo.
Benita.—¡Pero cálmese usté, por Dios!
Paca.—¿Que me calme? ¡Cuando le machaque los sesos a ese golfo! ¡Engañarme a mí!... ¡su sangre ladrona! Si son cinco hijos los que tengo: ¡cinco! ¿Por qué no le habré matao ya? ¡Maldita sea la leña! Tóo el santo día vendiendo repollos pa que el zanguango ese venga a hacer el pinta con las chuletas de aquí bajo. (Volviendo a zarandear a Avelino.) ¿De dónde lo voy a consentir yo; de dónde? ¡Antes voy a la cárcel, a la cárcel y a la cárcel! (A Benita.) Bueno; y este sonajero, ¿quién es?
Benita.—El joven que nos va a acompañar.
Paca.—¿Este? Pues vámonos pal Vaivén. Usté me entra y me suelta en metá del baile, yo saco este vergajo que llevo debajo del delantal (Levantándoselo y enseñando uno.) y ¿ustedes se acuerdan de hace catorce años que cayó una granizá que asoló medio Madrid? Pues fué un estornudo comparao con la que les preparo.
Benita.—Que se le cae a usté el moño.
Paca.—Y me se caerá el alma. ¡Maldita sea! ¡Si me arde la sangre! ¡Si quería yo cogerle en una! ¡Si lo estaba deseandito! ¡Si de éstas me ha hecho cuap. 212renta y cinco! ¡Si es un loco! ¡Si no hay año que no tengamos seis juicios!
Avelino.—¡Un loco y tanto juicio!
Paca.—¡Pero de ésta le pierde, palabra!; porque yo le juro a usté, que a él lo mato, al Vaivén le pego fuego y yo voy a la cárcel y ese ladrón al Hospital. ¡Palabra! ¡Que le digo a usté que mi venganza va a ser soná; (Llevándose a Avelino a empellones por el fondo izquierda.) pero que muy soná! (Le zarandea para que suenen los cacharros de la cesta.)
Avelino.—¡El pedido, señora; el pedido!
Benita.—¡Cálmese! ¡Cálmese usté! (Siguiéndoles.)
Higinio (Ídem.)—¡Pues sí que es un huracán! (Vanse.)
Melquiades
Melquiades (Sale por la primera derecha con dos sacas grandes de ropa, una debajo de cada brazo y silbando como quien llama a una persona.)—Náa; que no se la vislumbra por parte ninguna. ¡Camará! ¡Hora y media esperando! ¿Dónde se habrá metido esa hija de Eva? (Silba.) Cuando vuelva, la ropita esta ya se ha pasao de moda. (Silba.) ¡Que si quieres! (Deja las sacas encima del banco y se sienta entre las dos, dejando el sombrero sobre una de ellas.) Bueno, esa niña, me tié ya un poquito escamao, eso es aparte; porque cáa día es una cosa. Unos días, como hoy, pongo por verbi gracia, me hace que la acompañe a recoger la ropa, y así de que la cosa va pesando, me la trasmite, me pone un pretexto pa largarse y me deja sentadito en un banco y de cara al talego como puede comprobarse por la lámina azjunta. Pues otras noches, otras noches es peor, porque me hace que la entre en un café, me se toma una ración de riñones a la broche, me dice luego que va a un recao, y me da otro solo de hora y pico. Y es lo que yo lap. 213 digo: Señor, no es que me duelan los riñones, pero hazte cargo que ante los ojos del camarero, estoy haciendo un papelito de esos de rollo. Y luego, que no me prueba la cerveza y no sé qué tomar. (Pausa.) Náa, que esa niña abusa de que la he tomao una miaja de ley y tiene conmigo acciones que no son pa un hombre formal. Sobre todo, las que más me cargan, son estas acciones del banco.
Melquiades y Benita, foro izquierda
Benita (Acercándose.)—Buenas noches, chacho. ¡Ay, rico mío! Estarás aburrido, ¿verdá? ¡Qué lástima!
Melquiades (Levantándose malhumorado.)—¡Gracias a Dios! Pero ¿qué te ha pasao, nena? Creí que no venías.
Benita.—Dispénsame este ratito de hora y media que es que me ha cogido la señá Dionisia, que habla más que un loro borracho, y conque si patatín, si patatán, no me soltaba.
Melquiades.—Sí, pero hazte cargo, que uno tié sus quehaceres. (Se aparta del banco, dejando en él las sacas.)
Benita.—¿Y qué tiés tú que hacer que no sea con tu morucha, tunarra? (Dándole una bofetada de cariño.)
Melquiades.—Sí, pero es que abusas de una forma, que...
Benita.—Amos, calla, tirano; después de que dice tóo el mundo que he adelgazao desde que te hablo.
Melquiades.—¿Qué has adelgazao? Pues que te lleven al café y verán.
Benita.—Si tú me quisiás a mí la metá na más de lo que yo... Pero, ¡claro!, acostumbrao a tantas quiero tantas tengo... (Coge la saca de la derecha y vienep. 214 por el mismo lado a entregársela a Melquiades para que la coja.) Anda; coge la saca, cariño.
Melquiades.—¡Yo! Pero no querrás que yo...
Benita.—Anda, mala sangre; coge.
Melquiades (Resistiéndose.)—Mujer, por Dios, ¡que si me viese alguien!...
Benita.—Amos, ladrón; carga. Si es de aquí a casa; media horita na más.
Melquiades (Cogiendo la saca con el brazo derecho.)—Bueno. Que a uno le gusta condescender, que si no...
Benita (Cogiendo la otra saca y pasando al lado izquierdo.)—Dí que una no fuera tonta, pero sabes que me tiés loquita y por eso abusas. (Al volver hacia la izquierda Melquiades, se encuentra con que le presenta la otra saca.) Toma la otra.
Melquiades.—Pero oye; ¿yo con las dos?
Benita (Haciendo que cargue con ella también.)—Tira pa alante, asesino. ¡Si no fuera una tan tonta! ¡Soy más tonta! ¿qué tonta soy, verdá? (Haciéndole caricias.)
Melquiades (Resignándose.)—¡Ay, Melquiades! ¡Veinticinco años haciéndote el Tenorio, y ya ves qué sacas; que te las echen a cuestas! (Inicia el mutis por la izquierda.)
Benita (Se va dándole empujones.)—¡Amos, tira, cariño! (Música en la orquesta.)
Mutación
Local cuadrado de paredes blancas, en planta baja, que denota haber servido recientemente para tienda o almacén. La puerta del foro un poco a la derecha, y de dos hojas abiertas, da a la calle. Dentro, en la pared del fondo, un cartel con letras de imprenta que dirá: «El Vaivén, Sociedad de baile.—Matinés los jueves.—Prohibido entrar al salón con botas y todas clases de bebidas.—No se permite bailar con la capa puesta.—No sep. 215 azmiten en el tocador más que señoras solas.—Guardarropa a voluntaz.—Vocal de turno, El Chinares.—Bastonero, El Canito.—Encargado del ambigú, Lucio el Rifero». En los laterales izquierda, en primer término, una puerta atrancada con una mesa. Sobre la puerta un letrero que dice: «Guardarropa». Al lado otro que dice: «No hay devolución, sin chapa». En segundo término, otra puerta con otro letrero «Ambigú», y al lado en el telón, frente al público, «Pagos al contado.—On parle Francaise.» Ocupando todo este frente, tres o cuatro veladores de hierro, y otro en primer término, con unas cuantas banquetas alrededor. En las laterales derecha, una sola puerta, grande, sobre la que dice: «Entrada al salón». Dicha puerta la cubren dos cortinas encarnadas, recogidas con guardamalletas. Del techo pende una araña, hecha con dos palos cruzados y cadenetas de papel, con cinco lámparas eléctricas, una en cada punta y otra en el centro colgando el flexible. Forillo de calle. Es de noche.
Nieves y Serafín, sentados en el velador de primer término; ella a la derecha, y con una carta con sobre, en la mano. En segundo término, en otro velador, Melquiades, El Virutas, El Tuliqui y Bernabé. Mozas 1.ª y 2.ª con un Joven, toman cerveza en otra de las mesas. El Camarero que sirve, es un viejo calvo y chato, que viste pantalón gris, alpargatas negras, pañuelo al cuello y smoking. Jóvenes 1.º, 2.º, 3.º y 4.º, están a la puerta del salón, mirando hacia adentro y jaleando a los que bailan. El organillo, con sonido muy atenuado, deja oir una polka. En el guardarropa Lucio el Rifero. Durante la primera escena, entran dos o tres parejas de la calle al Salón. A su tiempo, salen del mismo, un Joven y una Joven. Todo el mocerío de ambos sexos que figura en este cuadro, denotará por su aspecto físico y por su indumento que pertenece a la más baja extracción del hampa madrileña, que nutre sus gloriosas huestes de organilleros, timadores y pícaros de toda laya. Empieza la acción.
p. 216Joven 1.º—¡Ole ahí!... ¡Finura!
Joven 2.º—¡Lo ceñido!
Joven 3.º—¡Arza, Babolla, que te sobra terreno con un baldosín!
Joven 4.º—¡Filigranita pura! ¡Ele! (Salen del salón un Joven y una Joven y van al guardarropa a recoger sus prendas, previa la presentación de la chapa.)
Un Joven.—Lucio; lo nuestro.
Lucio (Con voz aguardentosa.)—¿Ya sus vais? (Les da el sombrero y un mantón de Manila.)
Un Joven.—A ésta, que la llaman. (Vanse foro derecha.)
Moza 1.ª (De las que están en la mesa.)—Oye; ¿cómo tardará tanto Isidoro?
Un Joven (En la misma mesa.)—Ya me escama. A ver si ha bajao a trabajar a la Puerta del Sol y le han echao el cierre los de la Poli.
Moza 1.ª—Si supiera que no venía... el “Colores”, me ha convidao a cenar. (Se levantan y se dirigen al salón.)
Moza 2.ª—No te comprometas, que luego llega Isidoro a los postres, lo toma a mal, y acuérdate del domingo pasao, que llevabas carne de membrillo hasta en el guá. (Llegan a la entrada del salón.)
Un Joven (A los que están formando grupo.)—¡A ver si va a poder ser que pasemos! (Abren calle y entran, primero las mujeres con su acompañante y luego los otro cuatro. Cesa el organillo.)
Nieves (Entregándola a Serafín.)—Aquí tiés la carta; mándala cuando quieras.
Serafín (Tomándola.)—Gracias, chacha; así se portan las mujercitas. (Se levantan y avanzan.) ¿A quién se la diriges?
Nieves.—A mi madre.
Serafín.—¿Qué la dices?
Nieves.—Que esta noche ya no vuelvo a casa. Que no me esperen más; que me voy con un hombre que me quiere pa toa su vida.
Serafín.—¡Ele!
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Nieves.—Pero antes de mandarla dime la verdá, por Dios. ¿Tú no tiés compromiso con ninguna mujer?
Serafín.—¡Y dale!
Nieves.—¿No me engañas?
Serafín.—Mis labios, pa ti besos y verdades; no tién otra cosa, nena. (Vuelve a tocar el organillo.) Y ahora vamos ahí dentro, y luego donde yo te lleve, y mañana juntitos pa siempre.
Nieves.—¿Pa siempre, Serafín?
Serafín.—¡Ni qué decir! ¿Oyes? ¿No te embebece esa música? (Casi al oído.) Vamos al salón, que vean canela. (Entran en él.)
Melquiades, el Tuliqui, el Virutas y Bernabé
Melquiades (Por Nieves.)—¿Lo veis? ¡Otra a la canasta!
Virutas.—¡Se la lleva en el pico!
Melquiades (Levantándose y avanzando al proscenio.)—¿Pues vosotros oserváis la locura de esa chavala con Serafín? Pues es un grano de Anís del Mono, comparao con el estrago que yo le he producido a la otra hermanita.
Tuliqui.—¿Tanto?
Melquiades.—¡Chiquillos!... ¡Me quiere, que en algunas ocasiones, ya hasta me carga; pero me carga bárbaramente!
Virutas.—Bueno; pero ¿sacas algo?
Melquiades (Sonriendo.)—¿Sacas? ¡Una enormidaz! (Saca cuatro cigarros puros, que reparte y encienden.) Ahí van tres Panatelas: Flor de Cuba. Hay que echar humo, jóvenes.
Virutas.—¡Eres un gran sujeto, Melquiades!
Bernabé.—Épico. (Enciende.)
Tuliqui.—Pa las mujeres, un bacilus.
Virutas.—Si a los hombres se les pusiesen rótulosp. 218 como a los comercios, a ti te se debía de poner en la cinta del sombrero: “A la nueva encarnación...”
Melquiades (Con extrañeza.)—¡A mi encarnación!...
Virutas.—Déjame acabar, hombre. “A la nueva encarnación... de don Juan Tenorio.”
Melquiades (Sonriendo, satisfecho.)—¡Ah; eso sí! ¡Me habías alarmao! (Chupando el cigarro.) Vamos a humear. (Entra triunfalmente en el salón, fumando y bailando; los otros le siguen chupando los puros.)
Todos.—Humeemos.
Avelino, foro derecha. Luego el Camarero, del Ambigú.
Avelino (Llega a la puerta y retrocede, volviendo a asomarse mira a todas partes con cara asustada. Entra tímidamente de puntillas. Viene con traje de americana y sombrero.)—Aquí debe ser. (Lee el cartel.) Justo: ahí “El Vaivén”, escrito; (Acercándose al salón y mirando.) y ahí dentro, corroborao. (Mirando dentro.) ¡Relente!... ¡Pero qué pegaos bailan aquí! ¡Hay pareja que no se la conoce la soldadura! Y el caso es que son parejas que se pegan, pero se ve que no se hacen daño. ¡Qué gentuza! (Cesa el organillo. Avelino se separa de la puerta.) Dios quiera que no tarden la Benita y la señá Paca la Fiera, que mientras van por los niños, me han dicho que entrase yo a tomar datos. Tomaré datos. (Vuelve a mirar por la puerta del salón.)
Camarero (Saliendo y fijándose en Avelino.)—¿Qué hace aquél? (Llamándole desde lejos.) ¡Chist!
Avelino (Volviéndose asustado.)—¿Qué?
Camarero.—¿Qué va usté a tomar?
Avelino.—Datos. Iba a tomar datos, ¿sabe usté?, porque yo no soy socio, pero soy transeunte y venía a... a... esperar que viniera una familia.
p. 219
Camarero.—¿No querrá usté tomarme el pelo, verdá?
Avelino (Fijándose en la calva.)—Yo no quiero imposibles, camarero. De forma que hasta ver si vienen las personas que espero, tráigame usté un sifón de gaseosa, que tengo la boca seca.
Camarero.—En seguida. (Vase, vuelve y sirve en el velador de primer término lo pedido por Avelino, y se retira.)
Avelino, Joven 1.º, Joven 2.º; luego el Camarero
Avelino.—¡Dios quiera que vengan pronto esas mujeres! ¡Estoy azoradísimo! Aunque yo creo que hago mal, porque si sale algún chulo de esos y ven que me alagarto, me se comen. Sí, yo me hago el fresco, es mejor. Adoztaré un aire de fresco. ¿Qué aire será mejor: este o este? (Hace dos posturas ridículas.) Ahora, pa lo que yo no tengo agallas es pa entrar al salón y hacer lo que me ha dicho la Benita, que me ha dicho, dice: “Tú, de que llegues, entras donde bailan, y si ves a mi hermana con el Serafín, te vas y le dices:” (Mirando hacia el salón.) “Muy señor mío: (Salen del salón los Jóvenes 1.º y 2.º) ¡dos puntos! (Por los que salen.) Me alegraré”... (Por los jóvenes.) Me alegraré que no se fijen en mí. (Se sienta a lado del velador en su parte izquierda.)
Joven 1.º (Al otro.)—Oye, tú, ¿quién es ese pelanas?
Joven 2.º—¡Gachó, pero que no lo he visto en mi vida!
Avelino.—(¡Ya se han fijao! Aquí del aire.) (Adopta un aire de despreocupación.)
Joven 1.º—Yo voy a ver. (Se acercan a la mesa de Avelino.) Buenas y refrescantes.
Avelino.—Gordas y dulces. (Yo no me achico.) (Al Joven 1.º, que se ha quitado la gorra para saludar.) Cúbrase el joven.
Joven 1.º—Gracias; es que no me viene la gorra.
p. 220
Avelino.—¿Y qué apetecía el socio?
Joven 1.º—Usté perdone mi curiosidaz.
Avelino.—El aseo es imperdonable; diga el amigo.
Joven 1.º—¿A usté le han traído aquí pa rifarlo, pollo?
Avelino.—(¡Arrea!) Sí, señor; me han traído aquí pa rifarme, pero al que yo le toque, pué que se le hinchen las narices.
Joven 1.º—¿Esas? (Por las de Avelino.)
Avelino.—O las vecinas. (Por las del Joven 1.º)
Joven 2.º—Pues las tié usté bastante largas.
Avelino.—¡Y eso que no las tengo todas conmigo!
Joven 1.º—¿Y qué está usté tomando, si no es mal preguntao?
Avelino.—¡Gaseosa! (Levantándose.)
Joven 1.º—¡Qué embustero!
Avelino.—Que sí, señor; que es gaseosa.
Joven 1.º—A ver. (Con mucha tranquilidad se sirve un vaso y se lo bebe. Avelino le contempla asombrado.) Oye, (Al segundo.) pues es verdá.
Joven 2.º—¡Pero qué va a ser gaseosa!
Joven 1.º—Que sí, hombre; prueba y verás.
Joven 2.º—¿De dónde? (Se sirve otro vaso y se lo bebe.) Oye: pues tié razón. (Aparte al primero.) (¡Hemos refrescao!)
Joven 1.º—¿Lo estás viendo? (A Avelino.) ¡Que aproveche! (Inician el mutis hacia el salón.)
Avelino.—¡Igualmente! (¡Qué sinvergüenzas! No, pues yo no me aguanto.) (Alto.) Oigan, jovencitos, hagan el osequio; otra curiosidad.
Los dos (Volviendo.)—¿Qué pasa?
Avelino (Les hace seña que se acerquen.)—Ustés que tó lo saben; ¿pa sacar el líquido de aquí dentro, de dónde se aprieta, de aquí (El pitorro.) u de aquí? (Al dar a la palanca sale el líquido, poniéndoles perdidos.)
Joven 2.º—¡Mi madre! (Retrocediendo.)
Joven 1.º (Agresivo.)—¡Y nos ha mojao! (Van a acometerle, pero Avelino, que ha dejado el sifón sop. 221bre el velador saca una pistola del bolsillo y les apunta.)
Avelino.—Bueno, pero si no les gusta a ustedes, les dejo secos; cosa de un segundo.
Los dos (Al ver la pistola echan a correr y se meten en el salón.)—¡Rediez!
Avelino (Riendo.)—¡Ja, ja, ja! ¡Miá si se dan cuenta que esta pistola es un abanico! (Tira del cañón y saca un abanico, con el que se hace aire, contoneándose.)
Camarero (Que sale del ambigú con un servicio para el salón.)—Pero, ¿qué hace usté?
Avelino.—Dándome aires de matón. (Vase el Camarero.)
Avelino, Benita, Paca la Fiera; luego tres Chicos y dos Chicas, hermanos, el mayor de doce años y la pequeña de cinco, vestidos pobremente, por el foro izquierda. Los chicos llevan todos en el bolsillo un pliego de papel de barba.
Benita (Se asoma y llama.) Avelino. (El organillo vuelve a sonar.)
Avelino.—¿Vosotras? (Guarda la pistola y va a la puerta.) Adelante.
Benita.—Pase usté, señá Paca.
Paca (Entrando.)—¿Es aquí?
Avelino.—Aquí es. (Benita va a mirar por entre las cortinas de la puerta del salón.)
Paca (En la misma puerta.)—¡Lástima de edificio! Dentro de un minuto no queda de tóo esto ni el solar.
Avelino.—¿Y los niños?
Paca.—Ahí los traigo. (Va a la puerta con ellos.) Pasar, pichones. (Entran los cinco hasta el proscenio.)
Avelino.—¡Rediez, qué orfelinato!
Paca.—Aquí los tié usté: ¡cinco pedazos de mi alp. 222ma!... ¡cinco pedazos! ¿No es esto pa poner el grito en el cielo?
Avelino.—Pa poner el grito en el cielo y una escuela municipal. Sentarse, pedacitos. (Los Chicos se sientan en un velador del fondo, colocándolos Avelino.)
Paca.—¡Y que no me rechistéis!
Avelino.—¿Y son todos de usté?
Paca.—Pa lo que usté guste mandarles; que si fueran patatas, no sabe usté lo que se lo agradecerían. (A los chicos.) Bueno, ya sabéis, luceros; vosotros lo de siempre: cuando entren los guardias, os escurrís y a casa. Y ahora por lo pronto, sacar los documentos. (Los chicos sacan del bolsillo los papeles.)
Avelino.—¿Qué documentos son esos?
Paca.—Las feses de bautismo. ¿No ve usté que cá mes tengo una escaramuza de estas con ese ladrón? ¡Pues ya los presento con el comprobante en la manita! Los llevo catalogaos.
Avelino.—¡Pues hace precioso! ¡Paecen un lote!
Benita.—¡Chits!... Callarse... allí están. Ya veo a mi hermana con Serafín; venga usté.
Paca (Va corriendo a mirar.)—¿Dónde están?
Benita.—Allí, a la derecha; mire usté. (Quedan las dos mirando.)
Chico 1.º (A Avelino.)—¿Se puede tomar algo?
Avelino.—¿Qué queréis?
Chico 1.º—¿Habrá escabeche?
Avelino.—Dentro de un minuto, pué que no haiga otra cosa.
Chico 1.º—¿Nos podía usté dar un bocadillo?
Avelino.—Eso tu mamá, que muerde.
Paca.—¡Ah!... ¡Sí!... ¡Allí!... ¡Ya los veo! ¡Ay, ladrón! ¡Ya te he guilao! ¡Ya eres mío! (Quiere desliarse el vergajo de la cintura y entrar.)
Benita (Deteniéndola y haciéndola, ayudada de Avelino, que vuelva al centro de la escena.)—¡Quieta, por Dios, que lo echa usté a perder!
Paca.—¡Soltarme!... ¡Maldita sea la leña! Sí: baila, baila, ladrón. Bueno; si le pego fuego al local, salven ustés a las criaturas.
p. 223
Benita.—¡Señá Paca, por Dios!
Avelino (¡Qué mujer!... ¡Si lo sé la traigo con Minimax!)
Benita.—Aquí se debe hacer lo convenido: una leción a mi hermana, un escarmiento a ese tío y ¡Laus Deo!
Paca.—¿Ha dicho usté que deo? ¡Puño cerrao y me va a parecer poco! Vamos a entrar bailando usté y yo.
Avelino.—Bueno; pero mucho cuidao, que llevo un terno de lana dulce.
Paca (A Avelino.)—Usté, cuando estemos a tiro de vergajo, me suelta; que el resto de la suaré, es cosa mía.
Avelino.—¡Prudencia, por Dios!
Benita.—Yo aquí me quedo con la prole.
Paca.—Adentro. (Entran bailando.)
Benita.—¡Ahí va el agua! ¡Dios los coja confesaos! ¡Ya se acercan!... (Mirando al interior del salón.) ¡Aún no los han visto!... ¡Ya han reparao! (El organillo toca cada vez más despacio.) ¡El señor Melquiades se mete debajo de un banco!... ¡Serafín no sabe qué hacer!... (Comienza dentro un murmullo que crece.) Hablan... disputan... todos se arremolinan... ¡Saca el vergajo!... ¡Ay! (Se oye dentro un grito espantoso.) ¡¡En metá de los sesos!! (A partir de esta frase, el escándalo de dentro es formidable. Gritos, alaridos, ayes, etc. Voces de “¡Guardias!... ¡Socorro!... ¡Que se matan!...”)
Salen del salón hombres y mujeres chillando. Tuliqui, Melquiades, Viruta, Bernabé, que pasan a la izquierda; detrás Serafín, sin sombrero, cuello, ni corbata, cogido por la solapa de la americana por Paca la Fiera, que enarbola el vergajo. Detrás, Nieves, llorosa y aterrada, cuatro o cinco concurrentes del baile y Avelino, con toda la chaqueta rota por un costado y la manga. Todos salen trémulos y demudap. 224dos. Benita se aparta para que salgan, y los Chicos se esconden bajo un velador. Otros concurrentes quedan en la misma puerta escuchando.
Tuliqui (Corriendo.)—¡Un guardia!... ¡Un guardia!
Avelino (Queda en el centro.)—¡Un sastre! (Enseñando el roto.) ¡Un sastre!
Melquiades (Pasando a la izquierda.)—¡Mi media dentadura!... ¡A ver mi media dentadura!
Serafín (Saliendo furioso.)—¡Suelta!
Paca.—¡Granuja! ¡Golfo! ¡Pelanas!
Serafín.—¡Suelta o te parto el alma!
Paca.—¡Ni muerta! No vendo ni una alcachofa más pa que tú te chulees con nadie; ea: se ha acabao. (Colocación de derecha a izquierda; Paca, Benita, Avelino, Nieves, Serafín, Melquiades, etc. El coro alrededor.)
Nieves.—Pero, ¿quién es esta mujer? (A Serafín.)
Paca.—¿Qué quién soy? Una prima pa el señor; pa usté, puede que una tía; en el fondo, una madre que no se deja avasallar. Ni más ni menos.
Nieves.—Pero, ¿qué dice esta mujer, Serafín; contesta, por Dios?
Benita (A su hermana.)—Pero, ¿estás sorda? Pues dice que es la socia de aquí, del amigo.
Paca.—Hace catorce años cumplidos; catorce, pa que usté lo sepa, joven.
Nieves (A Serafín.)—Pero, ¿no decías que estabas libre?
Avelino.—Estaba libre, pero le han bajao el “Alquila.”
Serafín.—Tóo eso es mentira, Nieves; no lo creas.
Paca (Amenazadora.)—¿Que no lo crea? (Hace avanzar a los chicos; Serafín, al verlos, huye hacia la izquierda.) Aquí tié usté las consecuencias. Con sus fés de bautismo; (Los chicos presentan los papeles.) los cinco reconocidos; deletrée usté si sabe.
Avelino.—¡La prueba testifical es pa bajarle las orejas al caballo de la Plaza de Oriente! (Pasa al lado de Serafín.)
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Nieves.—¡Qué infamia! ¡Qué vergüenza! (Llora abrumada, sentándose en un velador del fondo.)
Serafín (Ya sin saber qué decir.)—Está bien. ¡Maldita sea! ¡Ponerme en un bochorno como este cada ocho días! ¿A ti te paece bonito lo que me has hecho?
Paca (Señalando a los niños.)—¡¡Pues y lo que me has hecho tú, ladrón, que no gano pa judías!!
Avelino.—¡Cinco pedazos! ¡¡Menudo estropicio!!
Serafín.—Te juro que me las pagas, ¡por estas! (Paca le amenaza, y contenida por todos, se agrupa a la derecha con sus hijos, siempre con el vergajo en la mano.)
Benita (Interviniendo.)—No la regañe usté, que no ha sido ella. El que nos ha descubierto esta gatada de usté diciéndonos que era usté un sinvergüenza y un canalla, ¿sabe usté quién ha sido?
Serafín.—¿Quién?
Benita.—Pues aquí, mi amante. (Cogiendo a Melquiades y trayéndole a su lado.) Ven aquí, rico.
Melquiades (Asombrado.)—¿Qué dices?
Benita.—¿Verdá que has sido tú el que nos ha dicho que el señor era un sinvergüenza?
Melquiades.—¿Yo?... Oye: a mí no entremezclarme. (Se aleja hacia la izquierda, pero Serafín, cogiéndole de la americana, le obliga a detenerse.)
Serafín.—¿Que ha sido éste?
Melquiades (A Benita.)—Pero, ¿qué traición me haces?
Benita.—La que merece la infamia de usté, de brindar mi conquista a esos tres golfos. (Señalando a Virutas, Tuliqui y Bernabé.) Pero luego, la conquista ha sido que el muy calavera se ha pasado quince días subiéndome la ropa.
Avelino.—¡¡Del río; acaba los párrafos!!
Serafín (Encarándose con Melquiades.)—¿De modo que has sido tú? Pues toma, por charrán. (Le da una bofetada.)
Melquiades (Con asombro.)—¡Mi madre! Pero... ¿me ha pegao?
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Avelino (A Serafín.)—Dele usté otra, que se ha quedao en la duda.
Serafín.—Y en la calle, ¡te voy a partir el corazón!
Melquiades.—¿A mí? Soltarme, que voy a escabechar un bonito. (Se lían a golpes. La gente grita. Salen todos a la calle. Paca, comienza a repartir vergajazos y hace mutis seguida de sus hijos.)
Benita (Consolando a Nieves.)—¿Lo ves? ¿Lo estás viendo? ¡Pa caer en esta golfería y en esta inmundicia, has querido dejar la honradez de tu casa y te has desapartao de un hombre de bien! ¡Loca!... ¡Más que loca!
Nieves (Llorosa y airada.)—¿Y tú quién eres pa hacerme cargos?
Avelino (A Benita.)—¡Cállate, que bien castigada está! ¡Menuda lección!
Benita.—¡Y que ha sido una leción de solfeo! (Abrazándola para llevársela.) En fin, no llores. Y ahora, vamos a casa, y mañana vuelves con Higinio. ¡Y da gracias a que tiés una hermana tonta!
Avelino.—Y un cuñao aznegao. (Mirando el roto de su americana.)
Nieves (Dejándose llevar.)—¿Y qué le decimos a padre?
Avelino.—A padre yo se lo contaré todo que estoy en condiciones de hablar como un descosido (Mirándose al suyo de la ropa.) Andando. (Las hermanas, inician el mutis por el foro.)
(A ellas.)
(Al público.)
TELÓN
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p. 229
CUADRO PRIMERO
Murguistas, vecinos, vecinas y chicos de la calle.
CUADRO SEGUNDO
Transeuntes y banda.
p. 230CUADRO TERCERO
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ACTO ÚNICO
La escena representa el interior de un lavadero cubierto. Es una habitación amplia, cuadrada, de paredes altas. Al foro un gran portalón de dos hojas, ancho, practicable, que da a la carretera de Puerta de Hierro, llena de sol.
En los laterales izquierda, dos puertas de habitaciones de la casa, cubiertas con cortinas de lona.
En los laterales derecha y hacia el último término una puerta de dos hojas que conduce al tendedero.
En la parte superior de las paredes, grandes ventanas de forma apaisada, con cristales polvorientos, por donde se supone que entra la luz que necesita un local tan amplio.
El techo, destartalado, con grandes vigas llenas de telarañas.
En mitad de la escena, y próximos a los laterales, dos lavaderos de piedra, corridos, llenos de agua y en los que puedan lavar ocho mujeres en cada uno.
En el rincón de la izquierda un gran fogón con la caldera para la colada. Tiene tubería moderna.
En los primeros términos una mesa de pino, sillas de anea, un armario, un reloj de pesas, grande, antiguo.
Arrimadas a la pared, sacas de ropa, canastas grandes y muy usadas, barreños, cuerdas, estacas, largueros, etc., etc. Es de día.
Al levantarse el telón aparecen en el lavadero de la derecha en primer término Encarna, Valentina, la Sinfo y cinco Lavanderas. En el de la izquierda,p. 232 la señá Josefa, Sole, la señá Mauricia y más Lavanderas, hasta ocho. Todas lavan animadamente riendo y bromeando: restriegan las prendas, dan jabón, golpean con las palas, retuercen la ropa, escurren. Una Lavandera, con un barreño de ropa vase por el tendedero. El tío Pelele entra con un montón de prendas, ya secas y las va doblando y metiendo en una saca.
Música
Todas
Rita (Asomándose a la puerta del tendedero y a voces.)
Voz (De mujer, dentro, muy fuerte.)
Rita
Sinfo
Josefa (Furiosa a Sole.)
Sole (Con rabia.)
Josefa
——
p. 233Sinfo
Sole
Una
Sinfo
Valentina
Sole
——
(Todas ríen. La señá Josefa golpea enfurecida a la Sole.)
——
Josefa
Sole (Queriendo huir.)
Todas
Josefa
Todas
p. 234Hablado
Sole (Huyendo de su madre y llorando.)—¡Amos, pero están ustés viendo!... Estése usté quieta, hombre... que si no pega usté no vive.
Josefa.—¡Cállate o te arranco la lengua, recondená!
Sole.—¡Pero qué he hecho yo, señora!... ¡Misté que es lo grande, hombre!...
Valentina.—Amos, Josefa, déjala, que la tiés el cuerpo a la chica que es un puro cardenal. (Vuelven a las pilas menos Sole y Josefa.)
Sole.—¿Que si es un puro cardenal?... Amos, por gusto quiero que me vean usté este muslo, a ver si saben ustés de qué color es. (Va a levantarse la falda.)
Josefa (Vivamente.)—¡Pero serás capaz, so arrastrá!
Sole.—Si semos mujeres solas.
Josefa.—¿Y el tío Pelele?
Sole.—Es nutral. Al menos eso dice él cuando pellizca.
Pelele.—A los setenta y dos cumplíos, le enseñen a uno lo que le enseñen, desaplicao.
Sinfo.—A más, de que en esta ocasión la chica no es culpable.
Mauricia.—Hemos sío nosotras, que la hemos dicho que cantase a la creatura.
Josefa.—¿Y quién la manda cantar esas indecencias de coplas? (Vuelve a la pila.)
Sole.—Si me mandase usté a un colegio de pago, cantaría el tuesten, u el guau guau estep, u cualquier otra cosa extranjera... ¡pero qué quié usté que aprenda en la cae Los Moratines ande la persona más fina se restriega con papel de lija!
Josefa.—¿Dónde me he educao yo?
Sole.—En ninguna parte.
Josefa.—Pues ya ves como no canto golferías.
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Sole.—¡Porque tié usté blonquitis!
Josefa.—¿Blonquitis?... Quítate de mi vista si no quiés que te deshaga, so galocha. (Avanza y la da unos tirones del pelo.)
Sole.—Sí, señora, que me quito, que no paece usté mi madre, que me tié usté deshecha a golpes... (Arreglándose el pelo.) que tengo la cabeza que cuando me peino paece que le saco la raya a un montón de grava.
Josefa.—¡Fuera de aquí!
Sole.—Sí, señora, que me voy. Que por no respetar no respeta usté ni a los agüelos que los respeta tóo el mundo. ¡Me ha arrancao uno! ¡Misté que lástima! ¡Maldita sea!... (Como el que adopta una resolución heroica.) Me voy a tender. (Coge un barreño con ropa.)
Josefa.—A ver si te duermes...
Sole (Casi llorando.)—¡Miá si supiese que no me despertaba más!...
Josefa.—¡Anda d’ahí, que me tiés la sangre negra! ¡Galocha, más que galocha!
Valentina.—Mujer, si es que la pegas por demás a la pobre criatura.
Josefa.—Porque quiero que se haga una mujer.
Sole (Volviendo desde la puerta del tendedero.)—¿Pero usté cree que con estos golpes me voy a hacer una mujer?... ¡Como no me haga una pandereta! (Josefa va a pegarla y ella echa a correr por el tendedero. Valentina va a probar con la mano el agua de la colada.)
Dichos, menos Sole. Luego Panoli por el tendedero.
Valentina.—¡Tío Pelele!
Pelele.—Presente.
Valentina.—Dígale usté a Panoli que eche más carbón, que esto está pa servirlo en garrafa.
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Pelele (Llamando.)—Panoli...
Valentina.—Cuidao que se lo tengo avertido. Que no me se quede fría la colá, niño. Pos como si lloviznara.
Panoli (Un chicuelo con cara de tonto.)—¿Qué pasa? (Avanza a primer término por la derecha.)
Valentina.—Que eches más carbón, vida mía. ¡Camará, que tiés un alma que te se pasea por Recoletos y a lo mejor se sienta!
Panoli.—Pos antes he echao cinco palás.
Valentina.—Pos dobla, rico.
Panoli.—¡Maldita sea!... Miá que tenerse que pasar uno la vida echando lumbre. (Simula echar carbón.)
Valentina.—Mialo, paece un pasmao. (Avanza secándose los brazos con el delantal.) Bueno; las nueve y media; la que quiera irse a almorzar que se vaya, que hasta la tarde hacemos fiesta en esta casa. Y tú, Sinfo, y usté, señá Mauricia, si queréis un bollito y un trago, arrimaros. (Saca del armario bandejas, botellas y vasos que coloca sobre la mesa, que está a la derecha.)
Sinfo.—Allá vamos. (Se acercan y se sientan.)
Valentina.—Y lo mismo te digo, Josefa.
Josefa (Secamente.)—Gracias. (Sigue lavando.)
Valentina.—Amos, ven y no seas erizo.
Josefa.—No me cumple náa; se agradece.
Valentina.—Tu gusto, hija. (Josefa sigue lavando. Las demás lavanderas, se secan, se quitan los delantales, se ponen los mantones y se marchan por el foro. Alguna, así como Panoli, sale por el tendedero.)
Sinfo.—¡Qué señá Josefa!...
Mauricia.—¡Miá que es agria!
Valentina.—¡Eso es un limón pasao! (A Encarna.) Y tú, Encarna, a ver si dejas de lavar, no sea que venga tu padre.
Encarna.—Le estaba ayudando a la Marcelina.
Valentina.—Pero ya sabes que no te quié ver en ello.
Encarna.—¡Y quién se lo va a decir! A más de quep. 237 es mi gusto. Si no ando en el agua no vivo. (Viene secándose los brazos desnudos.)
Sinfo.—¡Pa que no te hubieses criao en el río!... (Beben unas copas de vino y comen de los bollos que ha servido Valentina.)
Mauricia.—¡De chica se tié dao cáa chapuzón!... ¿Te acuerdas?
Encarna.—¡A ver!
Mauricia.—Paece que la estoy viendo. Se ponía tal que su madre la trajo al mundo. Y, paf... se zampaba en el agua desnudita.
Valentina.—Era su costumbre.
Pelele.—Hay costumbres que no debían de perderse. Con permiso. (Se bebe una copa.) (Sale Sole del tendedero y se acerca mirando los bollos codiciosamente.)
Mauricia.—¿Y qué, hoy tengo oído que es el gran día en esta casa, jóvenes?
Encarna.—Y que lo diga usté, señá Mauricia.
Valentina.—Hoy es el día más feliz de nuestra vida. Vienen a pedir la mano de esta... y el mes que viene las amonestaciones de ella y de Paco y las de su padre y las mías. ¡Los dos matrimonios en un mes!
Sinfo.—¡Ole con ole!... Eso sí que se mojará a lo grande.
Valentina.—Ni te ocupes. Ya conoces a Hilario que estornuda, le sale bien y convida; conque por una cosa así, que es su felicidad, no digamos.
Sinfo.—Sus merecéis el bien que tenís, hay que decirlo.
Sole.—Sí, señora; que han sío ustés mú regüenas páa tóo bicho viviente que las ha arrodeao y eso tié su pago. (Comiéndose un bollo.)
Valentina.—Eso no; la suerte de cáa uno, hija. Que esto ha sío como un sueño. Ya veis; hace dos años, aún vivíamos, yo, tan ajena con mi marido, y mi hermana casá con el padre de ésta; pos en menos que se dice, faltó mi marido, murió mi hermana, quedó mi cuñao solo con la chica, me hizo de venir a cuidarla, las dos nos encargamos de esto, él se fué a sup. 238 negocio del merendero páa no dar que decir, y pasao el luto lo que estaba de Dios: esta se va a casar con el hombre que quiere y su padre y yo, pues... ¡capicúa!
Sole.—Y tú estarás contenta, ¿verdá, Encarna?
Encarna.—Contenta y más que contenta; contenta y recontenta, Sole. (Se abrazan con alegría.)
Sole.—La verdá es que tienes un cacho e novio que no cabe por ese portalón. Es un rato de hombre.
Pelele.—Y una celebridá, que no se os olvide. Que dentro de poco no habrá en España un torero como Paco Cebrián, Chico de las Peñuelas, porque tié unas agallas que pa él no hay toros grandes ni cornalones. A ese le echan un pavo y se lo come.
Sole.—¡En veces, yo también! (Ríen todos.)
Mauricia.—¿Y qué, el domingo dicen que alterna en Tetuán?
Valentina.—Por primera vez, sí, señora.
Encarna.—¡Ay, si queda bien, qué gusto!
Valentina.—Mialá, de pensarlo, se ríe hasta con las orejas.
Encarna.—¡La alegría que tengo! Que quiero, que me quieren, que te veo a ti contenta, a mi padre satisfecho y que hoy por hoy no me cambiaría ni por una marquesa. (Ríe y palmotea.)
Sole.—Ni aunque te diesen prima, miá esta.
Encarna.—Y vaya, vengan ustés pa dentro que les quió enseñar la ropa blanca que me trajo ayer la bordadora. Un primor.
Valentina.—Veréis qué seis enaguas; a la que pueda ser más bonita.
Todos.—Vamos, vamos. (Vanse segunda izquierda. Sole queda la última.)
Sole.—Me gusta a mí más ver ropa interior de novios y novias... porque claro, paece que una se anima y...
Josefa (Deteniéndola.)—¿Ande vas tú? (Haciéndola retroceder de un tirón de la falda y avanzando ambas al proscenio.)
Josefa y Sole
Sole.—A ver la ropa blanca que dice que la...
Josefa.—Anda a lavar si no quiés que te arranque ese pelote que tienes, so pispajo, fea, gandula... (Amenazándola.)
Sole.—Pero señora... (Retrocediendo.)
Josefa.—¡Tú que tiés que ver náa de nadie!...
Sole.—Pero si es que m’han dicho que...
Josefa.—Anda páa alante que en tóo me tiés que contradecir, mala pécora, tunanta... (Haciéndola retroceder a empujones.)
Sole.—Pero señor, pero hija, pero yo no sé qué la pasa a usté, que cuanta más alegría tien los demás más fiera se pone usté, ¡caray!
Josefa.—¡Fiera!... Cállate si no quiés que te retuerza la lengua, indina, arrastrá... (La pellizca.)
Sole (Huyendo.)—¡Ay, por Dios, madre!... ¡Vamos, hombre!... (Frotándose el brazo pellizcado.)
Josefa.—Que no te gozas si no me ves rabiando. ¡Que yo no debía vivir! ¡¡No debía vivir!!
Sole.—Ni beber, créame usté.
Josefa.—Pué que te figures que es el vino.
Sole.—¿Es el aguardiente?
Josefa.—Es el veneno que tengo aquí que me repudre de ver lo que estoy viendo, que quisiá quedarme ciega pa no verlo... ¡ciega!
Sole.—¡Ya estamos con lo de siempre! (Chillando.)
Josefa (Furiosa.)—No chilles.
Sole.—Pero ¿qué está usté viendo, vamos a ver?... ¿Que son felices? Pues déjelas usté.
Josefa.—Pues no me da la gana. No quiero, no quiero y no quiero, que esto es un asco de farsa. Unos granujas y una tía hambrona engañando entre tóos a un tío baboso... ¡maldita sea! ¿Y pa qué ha sío una buena en este mundo? Pa tener este pago y versep. 240 arrastrá como una esclava y ver que otros triunfan, y ver que otros se van a llevar lo que una... ¡Miá si no ardiese la casa y nos consumiese a tóos!
Sole.—Amos, hija, madre... amos, cállese usté, que me da usté miedo. Pero, ¿por qué les tié usté ese odio, señor?
Josefa.—Porque son unas asquerosas.
Sole.—Total, ¿qué nos han hecho aquí? Pos llenarnos la andorguita la mar de veces; que si no hubiá sido por esta casa, ¿qué hubiésemos comido la metá e los días? Pos aleluyas al gratín y pan de no hay.
Josefa.—Pero lo han hecho pa rebajarte, pa humillarte, pa tenerte bajo el zapato. (Reconcentrado.)
Sole (Imitándola.)—Lo habrán hecho pa lo que haigan querido, pero yo he aumentao cinco kilos; que antes paecía que llevaba las carnes en un pellejo prestao y ahora no se me pué coger un pellizco. Al menos eso dicen tóos los que me lo... (Golpeándose los labios.) digo, ay...
Josefa (Interrumpiéndola bruscamente.)—Lo que eres tú, eres un peazo e carne con ojos, que ni sientes ni padeces ni vales pa na; pero yo veo el mundo, y esta casa y tóo esto podía ser mío, mío... ¡nuestro!
Sole.—Pero, ¿qué iba a ser nuestro? Ganas...
Josefa.—¿Tú qué sabes?
Sole.—Pero si el señor Hilario no le ha hecho a usté en jamás ni mención de na.
Josefa.—Porque se entremetió esa golfa de la Valentina, que ha sío más lagarta que una... y me engatusó a ese tío lila... Pero déjate, que poco lo va a gozar, muy poco. ¡Por estas! (Cruza los dedos. Llora.)
Sole.—Amos, madre, no se ponga usté así. ¡Miá que hasta llorar, hombre! Después de tóo, ¿qué le vamos a hacer? ¿Que son felices? Que Dios se lo habrá dao. ¿Que tienen hombres que las quieran? Pa eso son guapas. Misté, a mí no me da envidia de la Encarna. ¿Que ella es más güena moza que yo? Güeno, pero yo llego donde ella llegue. ¿Que no llego de mi natural? Me aupo. Tóo tié remedio. Después dep. 241 tóo, yo tengo visto que en este mundo con una mijita de labia y un poquito de paripé, rubias, morenas, altas, bajas, guapas, feas... tóo se despacha.
Josefa.—¡Quítate d’ahí, cacho prima!
Sole.—Que sí, señora, ¿pa qué envidiar a nadie? Yo, con tener salú, un río con agua clara, ropita que lavar, puños pa dar jabón, un cacho de novio y boca pa cantar, pos no me cambio ni por la reina de España; porque ¿qué tié la reina, corona? Pos me pongo yo dos claveles en el pelo, salgo a la calle andando así (Anda contoneándose.) y me saludan hasta los alabarderos. (Pasando a la izquierda.)
Josefa (Dándole un manotazo.)—¡Alabarderos! ¡Maldita sea tu estampa! (La zarandea.)
Sole.—¡Pero madre!
Josefa.—¡Que la ves a una repudriéndose y llorando y encima te vienes con chacharramanchas!
Sole.—Pero, señor, ¡encima que lo hago pa aplacarla!...
Josefa.—¡Vete de aquí o te esgarro! (Amenazándola.)
Sole.—¡Dios mío, pero por qué dará tanta pena la alegría de otro! ¡Miá que es castigo! (Vase, atravesando el foro de izquierda a derecha, al tendedero, refunfuñando.)
Josefa.—¡La alegría de otro! ¿Y qué le ha importao la mía a esa golfa? (Se oyen voces y risas dentro.) Yo que había soñao con ser el ama, verla a ella feliz, rica, valiendo una cincuenta mil veces más... ¡Pues no! ¡Sí, reiros, reiros! ¿Veis estas lágrimas? Pos más amargas las tenéis que llorar. (Vase foro izquierda.)
Valentina, Encarna, Sinfo, señá Mauricia y tío Pelele de la segunda izquierda
Sinfo.—Bueno, esa camisa del canesú a ondas, esa paece que no l’han tocao manos.
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Mauricia.—Pos ¿y el cubrecorsé rosa?
Valentina.—¿Os ha gustao?
Pelele.—Lo que yo digo es que debe dar lástima ponerse una ropa con tanto lazo pa tan poco público. (Ríen.)
Valentina.—Es mu requetebonito todo.
Encarna.—Como dirigido por ti.
Sinfo.—A mí lo que me ha vuelto loca es el juego de novia.
Pelele.—¡Qué juego! (Con admiración.)
Sinfo.—¿Le ha gustao a usté?
Pelele.—Como que es un juego pa hacer las diez de últimas.
Mauricia.—En fin, chicas, yo me voy al tendedero, que con estas y las otras aún tengo dos sacas en las cuerdas. ¿Me ayudas, Pelele?
Pelele.—Pa luego es tarde.
Encarna.—Y yo echo una mano, ande; y así se recoge en cinco minutos. (Vanse los tres al tendedero. Encarna, al tiempo de hacer mutis, hace una caricia a Valentina.)
Valentina y Sinfo
Sinfo.—Se ve que te quiere mucho.
Valentina.—¿Quién, la Encarna? Y yo a ella. Si eso es un ángel. Tan buena como su padre.
Sinfo.—Y oye, a propósito, ¿ande iría el señor Hilario esta mañana a las siete, que le vi tan majo Cuesta e San Vicente arriba?
Valentina.—Qué sé yo, mujer. Y no creas, que la salidita esa me tié intrigá.
Sinfo.—¿Por qué?
Valentina.—Pues que no ha habío forma de que me dijese ande se marchaba.
Dichos, señor Hilario, Aquilino (Guardia municipal), Cosme, señor Cecilio y cinco Murguistas
Hilario (Se asoma con cuidado por la puerta y da dos golpecitos en el suelo con el bastón.)—Valentina.
Valentina.—¡Ay, hijo, qué susto! (Retroceden hacia la derecha.)
Sinfo.—Miá si antes le nombramos.
Hilario (En voz baja.)—¿Y la chica?
Valentina.—En el tendedero.
Hilario.—Me alegro.
Valentina.—Pero, ¿qué pasa?
Hilario (Imponiendo silencio.)—Chist... (A alguien que le sigue.) Introducirse, patrulla. (Entran los murguistas con sus instrumentos y Aquilino y Cosme con una caja, un lío de ropa al parecer y otros paquetes.) De puntillas, virtuosos.
Sinfo.—¡Qué comitiva!
Valentina.—Oye, ¿pero traes charanga?
Hilario.—Cinco Bentovenes y este Puchini. (Por el señor Cecilio.)
Valentina (A Aquilino, que está a su lado.)—Y usté, ¿qué lleva aquí?
Aquilino.—Fuegos artificiales, faroles a la veneciana y cadeneta tricolor.
Valentina.—Pero, ¿qué preparas?
Sinfo.—Alguna de las suyas.
Hilario.—Chist... ya lo sabrás todo. Usté, señor Cecilio y sus diznos... (A Aquilino.) ¿cómo les llamaríamos a los de la banda?
Aquilino.—Bandoleros.
Hilario.—Y sus diznos bandoleros, introdúzcanmese en ese gabinete, que ahora les será remitido bajo sobre un frasco de vino pa que vayan tomando bríos.
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Cecilio.—Usté mándenos vino, que ya verá usté cómo soplamos.
Hilario (Indicándoles la habitación.)—Pa adentro.
Cecilio.—Y pa afuera.
Hilario.—Bueno, ahora pa adentro. (Los encierra en la primera izquierda.)
Valentina.—Pero Hilario... pero ¿qué es este misterio, si pué saberse?
Hilario.—¡Chits! Valentina, al verme venir con el señor Cosme Pedrajas, más conocido por Tarángano...
Cosme.—Campeón del mundo en el chascarrillo baturro, pa servir a usté.
Hilario.—Y con el probo urbano señor Aquilino Larrea...
Aquilino.—Cuyo lema es: “Allá donde fueres, ríete lo que pudieres.”
Hilario.—Habrás comprendido que el programa de festejos que nos traemos compite vitoriosamente con el de la atracción pa forasteros.
Valentina.—Bueno; pero si lo que yo no me explico...
Hilario.—Paso a aclararte... Tú sabes, Valentina, que Paco Cebrián, Chico de las Peñuelas, hoy por hoy la única esperanza seria del arte taurómaca nacional e hijo del antiguo y afamao picador de toros señor Bernabé Cebrián, Tomates, va a contraer matrimonio canónigo con mi hija Encarna, que, a medias contigo, es la reina de mi corazón.
Cosme.—Elocuente.
Aquilino.—Conmovedor.
Hilario.—Pues bien, como ahora mismo vendrán Paco y su padre a pedirme la mano de la chica, quiero solenizar este día regalándole a él el capote de paseo que ha de lucir el domingo en Tetuán y a ella el mantón de Manila con que ha de concurrir a dicha fiesta; prendas que te serán exhibidas iso fazto por los pollos que al margen se expresan. Desenvolvan. (Cosme enseña el mantón y Aquilino el capote.)
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Valentina.—¡Qué preciosidad!
Sinfo.—¡Jesús, qué hermosura!
Hilario.—¿Te gustan?
Valentina.—Un encanto. ¡Y no me habías dicho na, so arrastrao!
Hilario.—Quería sosprenderos. Y ahora comprenderás también que lo de la murga tiene por ojeto amenizar el azto de la entrega de estas prendas a los agraciaos; azto que quiero que se verifique con la solemnidaz de rública.
Valentina.—Te he cogío la idea. Entrega, bailoteo, un arroz, mucha gente, cohetes, música, ecétera, ecétera.
Aquilino.—El ecétera de González Byas y en grandes proporciones, si pué ser.
Hilario.—Me has calcao el pograma, reina. (La abraza.)
Valentina.—Descuida. Voy a convidar a media vecindaz.
Sinfo.—Verá usté qué festival organizamos.
Encarna (Dentro.)—Padre... padre...
Hilario.—Repeine, la chica. Esconde eso.
Valentina.—Hasta luego. Vamos. (Se llevan capote y mantón segunda izquierda.)
Hilario, Aquilino, Cosme y Encarna, del foro izquierda
Encarna (Jadeante y contenta.)—Padre, padre...
Hilario.—¿Qué pasa, chiquilla?
Encarna.—Que ya... que ya vienen por allá abajo Paco y el señor Bernabé.
Hilario.—¡Pero qué nerviosa, hija, y qué coloraíta te has puesto! De que ves a ese melón, cerezas.
Encarna (Ruborosa.)—¡Amos no me sofoque usté, padre! Y a tóo esto, ¿cómo están ustés?
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Aquilino.—Pa que nos revoquen, pero gozando de verte dichosa. (Sube al fondo.)
Cosme (Le da la mano.)—Corroboro.
Encarna.—Muchas gracias.
Cosme.—Conque a pedir tu manita, ¿eh?
Encarna.—Sí, señor. Ya están ahí. Voy a arreglarme un poco. (Vase segunda izquierda.)
Aquilino (Desde la puerta.)—¡Camará, vienen el padre y el hijo que echan humo de elegancia!
Hilario, Aquilino, Cosme, Bernabé y Paco, del foro izquierda
Bernabé (Desde la puerta, quitándose el sombrero.)—Viva cuarenta mil años tóo lo que se acobija en este distinguido lavadero.
Hilario.—Y tú que lo veas, so tumbón.
Bernabé.—¡Hilario! (Avanzando.)
Hilario.—¡Bernabé! (Se abrazan.)
Bernabé (Estrechándoles la mano.)—Adiós, Cosme... ¡Hola, munícipe!
Aquilino.—Salú, varilarguero.
Cosme.—¿Y el chico?
Paco (Que aparece en la puerta y sin avanzar.)—¡Señores, jovialidá y metálico! (Quedan unos cuantos chicos y chicas, que le han seguido, a la puerta del lavadero.)
Bernabé.—Ahí tenéis a esa aureola de la coleta.
Hilario.—Pasa fenómeno.
Bernabé.—No le llames fenómeno, por tu salú, que eso ya está mu desacreditao. Llámale compendio, estrépito, arrebato, ocecación... Lo que te dé la gana, que de todo tiene.
Paco.—Amos, padre, no me floree usté, que m’azaro.
Bernabé.—¿Que s’azara? Un hombre como un hasp. 247tial, más guapo que yo, si cabe, astro naciente de la tauromaquia triunfante y más corto que un cablegrama... Pasa, derrumbamiento taurómaca... (Le hace entrar empujándole.)
Paco (Con modestia.)—Ceguera paterna. Ustés le desimulen. (Dándoles la mano.) Padrino, señores... (Se saludan.)
Bernabé (A los chicos de la puerta.)—¡Amos, niños! ¿Pero es que no habéis visto nunca una celebridá, hombre? Largarse d’aquí.
Paco.—Na, que salgo y un hormiguero de almiradores en mi pos. (Aquilino sube y hace intención de sacar el sable; los chicos vanse corriendo.)
Hilario.—Eso es la popularidaz.
Paco.—La popularidaz y la silueta.
Bernabé.—Ven que te vean. (A Hilario.) Qué, ¿te gusta la presentación? (Queda en el centro; a su izquierda Paco e Hilario.)
Hilario.—De primera. Vitola de matador de cinco mil. No le falta detalle. Roten, dije, habano...
Paco.—El sombrero es lo último. Cordobés; copa lisa, ala plana, tono plomo, y por dentro forro verde, Cabestreros, 18, Sombrerería, y un escudito que dice Omni soit qui mal y pense, que debe ser una cosa pal dolor de cabeza. (Se lo pone.)
Aquilino.—Y buen ternito, mi amigo.
Bernabé (Señalando a Hilario.)—Regalo de éste.
Cosme.—Y te cae de primera. ¡Vaya un sastre!
Paco.—Sastre y que tengo un cuerpo que no debía decirlo; pero a mí, por no sentarme mal, ni los calamares en tinta.
Bernabé.—Hemos elegido el tono chocolate. No sé si te gustará.
Hilario.—Es muy señorito.
Paco.—Señorito, y que como usté dijo que fuese un traje pa por las mañanas, pues yo dije: pues pa por las mañanas, chocolate... Es sufrido y alegre. (Da unos pasos.)
Bernabé.—¡Ahí mi niño! ¡Qué suerte tién las mujeres! ¡Maldita sea!
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Cosme.—Cómo se nos cae la baba, amigo.
Bernabé.—Si no tengo otra cosa en el mundo. Es mi ceguera, mi chifladura, mi esperanza... mi tóo... ¡Y es que lo vale! No es porque sea mi hijo.
Paco.—Bueno, y sabrán ustés que al remate el domingo se ciñe la mona aquí el tumbonazo este. (Dando un golpe cariñoso a su padre.)
Hilario.—¡Hola! ¿Te has decidío al fin?
Bernabé.—Sí, la verdá. Quiero picar yo el primer toro que mate mi hijo en los Madriles.
Cosme.—¡Ole por los buenos picadores!
Bernabé.—Aunque estoy arrinconao, ya verán apretar en lo alto.
Aquilino.—Y qué, ¿hay esperanzas de quedar bien, pollo?
Paco (Riendo con cierto desdén.)—Padre, aquí el urbano pregunta que si hay esperanzas.
Bernabé (Riendo.)—Ja, ja... Esperanzas y realidades y moños por el suelo y coletas mutiladas... El día que este espanto taurino despliegue el capote en el ruedo de Madrid, con las plumas de los Gallos se hace una almohada.
Paco.—Y con la asaúra de Belmonte un endreón.
Bernabé.—Doy fe.
Paco.—Y estará feo que yo lo diga.
Bernabé.—A ti no te está feo na. (Convencido.)
Paco.—Ya lo sé. Es un decir. ¿Pero cuáles son las tres promesas del porvenir aztual taurino? Examinemos: Antonio Rioja El Confeti. ¿Me pué hacer a mí sombra El Confeti?
Bernabé.—Muy poquita.
Paco.—Descontao. Casildo Peña Sorbete.
Hilario.—Hombre, ese es un torero concienzudo.
Paco.—Es un torero concienzudo, pero frío; eso no me lo niega a mí nadie.
Bernabé.—Descuenta el Sorbete.
Paco.—Descontao. Felipe Canales Chaparrón. ¿Estira los brazos como yo? ¿Empapa como yo?
Bernabé.—¡Qué va empapar el Chaparrón!
Paco.—Descontao.
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Bernabé.—En cambio éste tiene de tóos los clásicos.
Paco.—Soy un puz purri.
Bernabé.—Es Lagartijo, por el estilo.
Paco.—Mejorao.
Bernabé.—Frascuelo, por la valentía.
Paco.—Cientuplicada.
Bernabé.—Guerrita, por la elegancia.
Paco.—Que ya quisiera...
Bernabé.—Espartero, por el valor.
Paco.—Chsss... (Gesto de resignación.)
Bernabé.—Gordito por la figura y Carancha por el aire.
Paco.—Hombre, padre, por el aire no quisiera yo parecerme a nadie.
Bernabé.—No me refiero al amosférico. En fin, que sus diga Hilario la tarde que le vió torear en Morata de Tajuña, ¿te acuerdas?
Hilario.—Y eso que aquella tarde no te acompañó la fortuna.
Paco.—¡La Guardia civil!
Hilario.—En fin, lo que tú eres lo verá el domingo la afición. Conque ahora a lo que estamos.
Bernabé (Adoptando un tono solemne.)—Pues a lo que estamos, Hilario, es que vengo con toda solemnidá a solicitar de ti pa esa memez taurina la mano de ese manojito de claveles que Dios te ha dao por vástaga.
Hilario.—Pues yo, al llegar este momento, que me emociona como na en el mundo te digo que te doy la mano de mi hija y mi corazón y un abrazo.
Paco.—Gracias, padrino.
Bernabé.—¡Bendita sea tu alma buena! (Se abrazan.)
Aquilino.—¡Qué trístico!
Cosme.—¡Patético!
Hilario.—Y ahora una sospresa que os preparo.
Bernabé.—¿Qué sospresa?
Hilario.—Silencio. (Coloca tres sillas a la derecha.) Siéntate aquí. (Le sienta en la del centro.)
p. 250
Paco.—¿Me van a afeitar?
Hilario (A Bernabé.)—Tú a su diestra. Y vosotros venir conmigo.
Bernabé.—Pero, ¿qué es esto?
Dichos y todos los que se indican en la escena
Música
Hilario
(Va a la puerta segunda izquierda.)
(Sale Encarna.)
(La lleva donde está Paco.)
Encarna
Paco (Se levanta.)
Bernabé
Encarna
Cosme
Bernabé
p. 251Hilario (A Paco.)
——
Paco
——
Encarna
Paco
Los dos
——
Hilario
Todos
Hablado con música
Hilario (En la segunda izquierda.)—Valentina, venga pa alante la cabalgata con toda su debida solemnidá.
Valentina.—Allá vamos. Desenvaine, munícipe. Toque la música.
Aquilino.—Abran paso, que viene la fuerza armá. (Van saliendo todos en dos filas. Delante el municipal como despejando. Luego la charanga; después dos lavanderitas con una caja descubierta, en la que llevan un mantón de Manila; detrás otras tres mozas, una que lleva el capote colgado de un palo y las otras dos que lo sostienen abierto por las puntas. Detrás gente con faroles de colores, banderolas, botas de vino colgadas en palos, etc., etc. Mucha alegría y animación. Josefa y Sole salen por el fondo y se ponen a lavar.)
Cecilio (Al salir.)—Marcha torera original de Cecilio Azquerino Bangüey, director de la Sinfónica Asqueriana de Cabestreros, que tiene el honor de dedicársela al Chico de las Peñuelas en el día de hoy y personas que le acompañen. Titulao “Entra por derecho”. ¡A una, profesores! (Tocan. La comitiva desfila.)
Hilario (Adelantando.)
p. 253Encarna
Todas
Encarna
Bernabé
Encarna
Todos
Hilario (Ofreciendo el capote a Paco.)
p. 254Paco
Todos
Paco
Bernabé
Encarna
Todos
(Voces, aplausos, alegría, algazara.)
Hablado
Todos (Con mucha alegría.)—¡Olé!... ¡bien!... ¡bravo!... (Aplausos, risas, algazara.)
Bernabé.—¡Qué bueno eres, Hilario!... (Con entusiasmo.) Déjame que te incruste mi gratitú en una mejilla. (Le da un beso. Todos ríen.)
Hilario (Limpiándose la cara y rechazándole con cómica indignación.)—Amos, tonto.
Bernabé.—¡Que sí, señor; que esta felicidad, el pan, el porvenir, hasta la ropa, tóo se lo debemos a este hombre!
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Paco (Con entusiasmo abrazando a Encarna.)—¡Ay, señor Hilario, qué favor me hizo usté a mí también, de acuerdo con su señora, el día que se les ocurrió esta tontería!
Bernabé (A Valentina.)—¿Pues y tú?... Ven acá... Diosa del Manzanares, que lo que has hecho tú por nosotros no te lo pago yo ni andando a gatas. (A Hilario.) ¿Me permites que la dé un abrazo?
Hilario.—Y cuarenta.
Valentina.—Amos, no seas pegajoso.
Paco (Riendo.)—A ver si se va a enfadar el señor Hilario, padre.
Bernabé.—¿Enfadao éste?... Dentro de un rato.
Paco.—Tendría yo gana de verle a usté un día enfadao, hombre.
Hilario (Riendo también.)—Pos mira, pué que me veas. Y que soy un tigre cuando me enfado.
Valentina.—Como que muerde.
Hilario (Cariñosamente.)—A ti.
Sinfo.—¡Bueno, señores, a bailar, a bailar!...
Todos.—¡Eso, eso!...
Paco.—Amos ahí fuera al aire libre.
Todos.—Sí, sí.
Hilario.—Señor Cecilio, toque usté lo que quieran.
Bernabé (A Valentina.)—Y tú y yo vamos a romper la marcha. Con tu permiso.
Hilario.—Anda con ella.
Valentina.—Doy dos vueltas y vengo por ti... que aquí el socio es la fama en chotis.
Hilario.—Aquí t’aguardo. (Van saliendo algunos por el tendedero.)
Paco (Subiendo con todos.)—¡Pero señá Josefa!... No había reparao. Amos, suelte usté la pala y venga a divertirse.
Josefa.—¿Y quién me va a lavar la ropa, el obispo?
Paco.—¡El obispo!... ¡Tendría gracia el obispo dando jabón! (Risas generales.)
Encarna.—Al menos deje usté a la Sole que venga.
Sole.—Sí, madre, déjeme usté que vaya a echar un tuesten.
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Josefa.—Si sueltas la pala, t’amargo.
Valentina.—Dejarla, no la pague con la criatura.
Paco.—Señora, es usté menos animada que un callejón sin salida.
Valentina.—Y que lo jures.
Paco.—¿Quién ustés que le haga un chiste lavandero?
Todos.—Sí, sí.
Paco.—A esta mujer no hay quién la saque de pila. (Muerto de risa por su supuesta gracia.) ¡Ja, ja, ja!
Uno.—¡Precioso!
Todos.—¡Muy bien, bravo! (Hacen mutis por el tendedero.)
Sole.—Un día que están tóos tan contentos...
Josefa.—¿Y qué tenemos nosotras que ver con la alegría de nadie? A trabajar. (Siguen lavando. Hilario, Aquilino y Cosme, al quedarse solos se sientan alrededor de la mesa y se sirven unas copas de vino; beben y fuman puros que les da Hilario. Se oye fuera la murga y jaleo de baile bastante lejano para que no interrumpa el diálogo.)
Aquilino.—¡Qué feliz eres, Hilario!
Hilario.—No lo sabes bien, Aquilino. Tu pecho municipal y cariñoso no pué abarcar esta felicidad que me embriaga. Porque veo a mi hija dichosa; a la mujer que quiero, feliz; a mis amigos, contentos: oigo esa música; ese barullo, que es como el ruido de esta alegría interior que me corre por dentro y reflexiono y me digo: este bien que gozo es el fruto de mi vida, de mis afanes; tóo ganao con lágrimas y con horas de trabajo. ¡Qué mayor dicha pa un hombre de bien! ¡Bendito sea Dios que me la concede!
Aquilino.—Porque te la mereces.
Cosme.—¡A tu salú!
Aquilino.—¡Vaya!
Hilario.—¡A la vuestra! (Chocan las copas y beben.)
Dichos y Dimas (cartero) foro izquierda
Dimas.—Buenos días.
Hilario.—Hola, Dimas.
Cosme.—Hombre, el cartero.
Aquilino.—Adiós, paloma mensajera.
Hilario.—¿Un chupito?
Dimas.—Se acepta y se agradece, que ya va haciendo mucha calor. (Bebe.)
Josefa (A la chica.)—Ámonos. (Mirando con temor al cartero.)
Sole.—Pero...
Josefa.—Ámonos. (Vanse foro izquierda.)
Hilario.—¿Y que te trae por este domicilio?
Dimas.—Que tié usté carta. (Busca en el paquete.)
Hilario.—Hombre, ¿quién se acordará de mí? Toma la perra. (Se levanta para dársela.)
Dimas.—No paga, es del interior (Se la da.) Vaya, hasta otra, señores. (Vase foro.)
Hilario.—Anda con Dios, hombre. ¿Quién me escribirá a mí del casco y a esta casa? Oye, y es letra de máquina.
Aquilino.—Algún amigo.
Hilario.—Yo amigos con máquina... no m’acuerdo. Veamos. (Se sienta, rompe el sobre y empieza a leer. A poco palidece, se demuda, tiembla, se levanta, se sienta, se pasa la mano por la cara con angustia.)
Aquilino (Alarmado.)—¿Qué te pasa?
Cosme.—Oye, ¿pero qué tienes? (Hilario se pone en pie.)
Hilario.—Dame un... dame un poco de agua, haz el favor.
Aquilino.—¡Pero te has quedao blanco! (Hilario vuelve a leer.)
Cosme (Muy alarmado.)—¿Qué te dicen?
Aquilino.—¿De quién es esa carta?
Hilario.—Pues esta carta... yo no... no sé... si...p. 258 (Vuelve a mirarla.) esto no... ¡mi madre! (Cae sentado.) no es carta, sabes; es...
Aquilino.—¿No trae firma?
Hilario.—Ni fecha ni na.
Cosme.—¿Un anónimo?
Hilario.—Sí; un anónimo... una puñalá... (con ira creciente.) Esto es una infamia... pero, amos... pero me ha dejao que yo no sé qué tengo... (Se pasa la mano por la cara con angustia.)
Aquilino.—¿Pero qué dice? Venga ya, hombre.
Hilario.—Toma, lee...
Aquilino (Lee.)—¡Recontra!... ¡oye! ¡mi madre! Bueno, esto es una asquerosidad; de esto no hay que hacer caso. (Con la carta hecha un rebuño da un puñetazo sobre la mesa.)
Hilario.—No, sí, claro... pero cuando hay quien te diga esas cosas y ves en lo que te dicen algo que...
Aquilino.—Oye tú, reponte, que te va a dar una alferecía. Miá cómo tiembla.
Cosme.—¿Pero qué dice ese papel, releñe? ¡Leer alto! (Cesa de tocar la murga.)
Aquilino.—Casi na. Atiende. (Lee.) “Amigo Hilario: Una persona que le quiere bien...”
Cosme (Torciendo la cabeza.)—Mal.
Aquilino.—“Aunque usté no se lo merece, le avisa de que la Valentina que le pinta a usté otra cosa, porque vale pa ello, está liada...”
Cosme.—¡Rechufla!
Aquilino.—“Está liada desde antes de quedarse viuda de su primer marido, u lo que fuese... con el señor Bernabé el picador, carne y uña como usté recordará de aquel pobre hombre.”
Cosme.—¡La panocha!
Aquilino.—“Y de ahí el meter en su casa de usté al citao Bernabé, así como al hijo que ha engatusao a la Encarna. Y van tóos a una a comérsele a usté su honrao sudor. Reflexione en todo y no haga el primo. Se lo avisa quien bien le quiere.” (Vuelve a oirse la murga.)
Cosme.—¡Mi madre!... ¡pues es una misivita!
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Hilario (Saliendo de su profunda abstracción.)—¡Maldita sea! (Con amargura.)—¿Habré tenío yo una venda en los ojos, Aquilino?... ¿Habré estao ciego?
Aquilino.—¡Por Dios, Hilario, no desbarres, que esto es una infamia!
Hilario.—¿Pero quién va a tener interés en hacerme peazos la felicidad de esta forma tan cruel y en un día como el de hoy si yo no tengo enemigos?
Cosme.—Eso no lo digas. Tóo el que es feliz los tiene, Hilario.
Aquilino.—Esto es de algún envidioso, estoy seguro, que la envidia es lo más malo de este mundo.
Hilario.—¿Pero qué me van a envidiar a mí, Aquilino?... ¿Un peazo e pan, un rincón de casa, una pizca e felicidá?
Aquilino.—El envidioso no repara en más o en menos... quitarte el bien que tengas, poco o mucho, grande o chico.
Hilario.—No, Aquilino, no... No hay alma por negra que sea que se atreva sin motivo a hacer una cosa como ésta, cincuenta veces peor que un asesinato. (Se levanta y va hacia la derecha.)
Aquilino.—Por Dios, Hilario, cálmate. (Siguiéndole.)
Hilario.—Sí; quizás que habré estao ciego: que cuando quieres hay cosas que las tiés delante de los ojos y no las ves hasta que te las dicen... La Valentina me trajo aquí a Bernabé. Eso no puedo negarlo.
Aquilino.—¿Pero vas a dudar?...
Hilario.—No es que dude; es decir, las cosas como han pasao. Ella trajo a ese hombre y ella arregló lo de los chicos, y tóo se le hace poco pa esa gente, esta es la verdad... ¡maldita sea!... Y si esto es una traición; si esto fuese una traición después de lo que yo he hecho por ellos, os juro por la sangre que tengo... (Amenazador avanza.)
Aquilino (Conteniéndole.)—Hilario... amos, hombre, una meaja de aplomo, que tú no pués partir de ligero.
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Cosme (Cortándole el paso.)—A más de que lo primero es cerciorarse, por lo tanto, lo que te conviene es fingir y...
Hilario (Vivamente.)—No, eso no... fingir no; no tengo carácter pa ello. De que me serene pensaré lo que sea menester... pero por de pronto, como tengo ya el corazón envenenao, me molesta esa música y esa alegría y ese barullo, conque vete a decirles a tóos que se vayan.
Aquilino.—Pero, hombre, no comprendes...
Cosme.—Calla, ellos vienen. Aplomo, Hilario. (Pasa al lado de Aquilino.)
Dichos, Valentina y Bernabé. Del tendedero vienen riendo.
Bernabé (Entrando.)—¡Ja, ja, ja!... Bueno, vais a hacernos el favor de asomar las narices pa vernos bailar la machicha brasileña.
Valentina (Muy alegre.)—Nos hemos llevao la palma... que se pué decir... Conque, pollo, andandito, que vengo por el chotis ofrecido.
Hilario (Secamente.)—Gracias, no tengo gana de na.
Valentina (Fijándose en él y con asombro.)—Oye, ¿pero qué tienes? Estás blanco como el papel.
Bernabé (Quedando repentinamente serio.)—Es verdá. ¿Qué te pasa, Hilario?
Valentina.—¿Te has puesto malo? (Anhelante.)
Hilario.—No, no tengo na, gracias. (La rechaza.)
Valentina.—Pero esa voz... ese tono... ¿Qué ha pasao aquí?
Bernabé.—Hilario, ¿has tenío algún disgusto?
Hilario.—He dicho bien claro que no tengo na.
Valentina.—¿Pero qué ha sucedío?... ¡No estén ustés como dos pasmaos y hablen por lo que sea!...
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Aquilino.—Señora...
Valentina.—¿Qué tienes, Hilario?... ¿qué tienes?... No me atormentes.
Bernabé.—Desembucha ya, hombre, que nos tiés con el alma...
Hilario.—He dicho que no me pasa nada, sino que tóo tié su fin y esta juerga es hora ya que se acabe.
Valentina.—Está bien; pero cuando tóo el mundo, y tú el primero, estábamos tan contentos, ¿qué motivos tienes pa que así de repente...?
Hilario.—Es mi voluntá. Llama a tóo el mundo y que se vayan.
Valentina.—¿Pero es que yo no tengo derecho a saber...?
Hilario.—¡Tienes derecho! Pero una meaja de calma que ya hablaremos tú y yo lo que sea menester hablar.
Valentina.—Está bien.
Hilario.—Llama a mi hija. (Valentina sube despacio hacia el fondo.)
Bernabé.—Hilario, yo estoy que no sé lo que me pasa... Yo salía tan contento y de pronto te veo de una forma que... y comprenderás que... amos, que necesito una explicación, porque esto...
Hilario.—No tengo explicación que dar a nadie. Deseo quedarme solo con los míos. Creo que tengo derecho a hacer lo que quiera en mi casa.
Bernabé.—Sí, señor, tiés derecho a hacer lo que quieras en tu casa; pero el que está en ella y no la ha agraviao, también tié derecho a saber por qué se le echa.
Hilario.—Yo no te echo.
Bernabé.—No me dices que me vaya, pero me señalas la puerta, conque verde y con asas... Y yo no salgo de aquí sin una explicación, Hilario.
Hilario (Agresivo.)—Y a mí no me paece este el momento de dártela, ¿qué hay?
Valentina.—¡Por Dios! (Le contienen entre los tres.)
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Bernabé (Con fría calma.)—Nada, nada. No te acalores. Me has hecho mucho bien para que me se olvide en cinco minutos. No sé qué es esto: algo pasa y algo muy grave. Tú me lo dirás hoy, mañana, cuando sea. Pero escucha, Hilario: hoy, mañana, cuando sea, yo no te daré más que una respuesta, una... Que si me hacen a cachitos el corazón, aquí dentro no encontrarán más que lealtad y gratitú pa esta casa. Y ahora me voy por mi hijo.
Dichos, Paco, Encarna, señor Cecilio, los Murguistas, Lavanderas, Vecinas, Vecinos, Todos. Josefa y Sole vuelven a salir colocándose en su puesto en la pila. Paco y Encarna salen delante riendo y bromeando.
Paco.—Padre, salimos con murga y tóo, porque queremos que vean ustés bailar al tío Pelele el... (Viene con Encarna a primer término derecha.)
Bernabé (Gravemente.)—Cállate, Paco.
Paco (Con asombro.)—¿Qué?
Bernabé.—Paco.
Paco.—¿Qué pasa? (Mirándolos a todos.) ¡Oye, pero qué caras!... (La gente queda parada en segundo término al fondo.)
Encarna.—Es verdá. ¿Qué sucede? ¿Qué es esto? ¡Tóos tan serios!...
Paco (Riendo locamente.)—¡Ja, ja, ja!... Calla, que ya caigo. ¡Tié gracia! Como antes le he dicho a tu padre que tenía gana de verlo serio, pues nos han preparao esa guasa para... ¡ja, ja, ja!
Encarna.—Es verdá... ¡ja, ja, ja! y qué bien lo hacen.
Paco (Cariñosamente.)—Y miá cómo s’han quedao, paecen unas feguras de celuloide.
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Bernabé (Muy serio.)—Paco, que no es chufla.
Paco.—Quíte usté d’ahí, so cómplice. Y miá el municipal; paece la careta de Dato... ja, ja, ja. (Ríe.)
Bernabé.—Paco, por la memoria de tu madre, que es en serio.
Paco (Aterrado.)—¿Qué?
Bernabé.—Que es en serio, por tu salú.
Paco.—¡Rediez!
Encarna (Temblorosa.)—¿Pero es verdá?
Bernabé.—Coge el sombrero y el bastón.
Paco.—¿Pa qué?
Bernabé.—Coge el sombrero y el bastón, que nos vamos.
Paco.—¿A dónde?
Bernabé.—A la calle.
Paco.—¿Pero y el arroz?
Bernabé.—Se nos ha pegao. (Paco coge su sombrero y su bastón.)
Encarna.—¿Pero qué dicen?... ¿pero es de veras esto, Valentina? (Yendo a su lado.)
Hilario (Atrayéndola hacia sí.)—Es de veras. Tú, aquí, conmigo. (A todos.) Y ustés, señores, esto se ha arrematao; gracias por tóo y hasta otra. (Se van marchando todos poco a poco y en silencio, quedando en las puertas sin desaparecer.) Señor Cecilio, puén ustés retirarse.
Cecilio.—¿Repito el pasacalle pal desfile?
Aquilino.—Desfile sin repetir na, haga el osequio. (Vánse los murguistas. Josefa y Sole vuelven a ponerse a lavar, en silencio, sin ruido.)
Paco.—Pero padre, ¿qué es esto?... ¿por qué nos vamos? ¿por qué nos echan?
Bernabé.—No te lo puedo decir.
Paco.—¿Pero es que le he faltao yo a alguien en algo? Al que le haiga yo faltao en algo, que lo diga. (A Hilario.) ¿Le he faltao yo a usté? (Pasando a su lado.)
Hilario (Con desabrimiento.)—A mí no.
Paco.—¿A quién le he faltao yo?... Señor Aquilino, usté que es autoridá, ¿le he faltao yo a usté en algo?
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Bernabé.—Tú no has faltao a nadie, hijo mío.
Paco.—Entonces ha sío usté... porque de no haber sido yo, tié usté que haber sido...
Bernabé.—¿Pero es que dudas de mí?
Paco.—¿Qué ha hecho usté pa que nos echen?... ¿qué ha hecho usté pa destrozarme la felicidad? ¿qué ha hecho usté, padre?
Bernabé.—¿Que qué he hecho yo?... Quererte con toa mi alma, y cuando nos creíamos más dichosos, salgo y me dicen que nos vayamos; pido explicaciones y no me las dan y quiero exigirlas porque me sobran agallas, pero me acuerdo que hasta la ropa que llevas se la debemos a este hombre y me repudro y me achanto y me voy a la calle. No puedo hacer más, es decir, no puedo hacer menos. ¡Vámonos, hijo! (Coge su sombrero.)
Paco.—¿Pero es que llora usté?... Caray, porque eso no. Que antes de que se le caiga a usté una lágrima, me desnudo yo aquí mismo y dejo la ropa y el corazón y lo que sea menester dejar.
Bernabé.—Ámonos.
Paco.—Sí, señor.
Encarna.—¡Paco!... (Suplicante.)
Paco.—Es la primera vez que le veo llorar y mi padre no... ¡A la calle!
Bernabé.—Y coste que me voy con la frente muy alta.
Paco.—Y si quié usté, pa que la lleve más alta le saco yo a usté en brazos.
Bernabé.—Quedar con Dios.
Paco.—Buenos días. (Vanse abrazados foro izquierda.)
Encarna.—¿Pero qué es esto, padre, hable usté?... Si estoy que me muero... Si esto no pué ser... tanta felicidá y de repente... ¿qué ha pasao por esta casa, Valentina, qué ha pasao? (Yendo a su lado.)
Valentina.—¡Yo no lo sé, Encarna, no lo sé; estoy como loca!... pero me da el corazón que por esta casa... ¡por esta casa ha pasao la envidia!
Encarna (Aterrada.)—¡La envidia!
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Sole (Aterrada.)—¡Madre!
Josefa.—¡Silencio! (Cuadro.) (Telón rápido.)
Intermedio musical.
Mutación
Gabinete humildísimo en casa del señor Bernabé.
En la pared del foro dos balconcitos con puertas vidrieras y cortinas por dentro. A la izquierda la puerta de entrada al piso con mirilla, cerradura y llamador de hierro que sonará cuando se indique.
En los laterales derecha dos puertas que dan acceso a habitaciones interiores. Entre ambas, una silla con el chaleco, chaquetilla, montera y capote de paseo de Paco.
Mobiliario: un sofá foro izquierda y unas cuantas sillas de anea. Una cómoda vieja entre los dos balcones y sobre ella varios retratos deslucidos. En la pared una cabeza de toro disecada. Números de «La Lidia» pegados por distintos sitios.
En el centro de la habitación hacia la izquierda una camilla con un tapete de hule. Encima una botella de barro y un vaso. Es de día.
La Rita. El tío Pelele.
Al levantarse el telón nadie en escena. Sale Rita segunda derecha, con un lío de capotes y dos estoques de matar, que deja sobre el sofá. Llaman a la puerta.
Rita.—Ya voy, ya voy. (Abre.) Alante.
Pelele (Con traje de fiesta.)—Buenas las tenga usté, señá Rita.
Rita (De mal talante.)—Regulares las quisiera, hijo.
Pelele (Quitándose el sombrero.)—Yo, como esp. 266 la costumbre... ¿Y su hermano de usté y su sobrino?
Rita.—Ahí están, empezando a vestirse pa la corrida.
Pelele.—Pos un servidor, como le ofrecí a Paco de hacerle de mozo de estoques, pos venía pa ello.
Rita.—¡Usté de mozo!... Bueno, asiéntese usté. (Le da una silla.)
Pelele.—S’agradece. (Se sienta a la izquierda de la camilla. Con gran interés y bajando un poco la voz.) ¿Y qué, los ánimos andarán mu caídos por esta casa?
Rita.—Ni quiá usté saber; con eso de no haber sabío de la Encarna en tres días que van del desgusto, pos el chico está que su alma se la arrancan. (Queda de pie a la derecha.)
Pelele.—¡Con tantas ilusiones y tóo pol suelo en media hora!
Rita.—Un asco de mundo. ¡Pos la señá Valentina, la pobre, también estará pa que la pidan una fábula!
Pelele.—¿La señá Valentina?... Más serena que usté y que yo. ¡Eso es una mujer! Del seso femenino no se encorambra con más agallas.
Rita.—¿Pero no se l’ha venío el mundo encima?
Pelele.—Se le ha venío el mundo encima, pero ella lo ha apartao y ha seguido pa alante. Amos, eso hay que verlo. Misté, de que supo por boca del mismo señor Hilario que estaba acusá de mantener relaciones inlícitas con su hermano de usté, que fué y no le dijo más que esta cosa lacónica: “Ah, ¿pero era eso?—Eso.—¿Y has dudao de mí?—Y dudo”, le refutó él. Y fué ella, se quedó un poco amarilla, levantó así la cabeza con orgullo, miró al señor Hilario de hito en hito, prorrumpió en una carcajada consistente en ¡ja, ja, ja! agarró sus cuatro trapitos y echó a andar calle alante, tranquila y serena.
Rita.—Amos, miá que ese tío está loco. ¡Dejarse marchar a una mujer como la Valentina!
Pelele (Dando un puñetazo en la mesa y poniéndose de pie.)—Y quedarse con la perra de la Josefa, que dende el desgusto es la que lleva el remo de lap. 267 casa. Y pa mí que ella es la del anónimo... y la causanta de tóo...
Rita.—Pero qué me va usté a contar, hijo, si la tengo conocida de chica, que íbamos juntas a la escuela y siempre estaba castigá de envidiosa que era. Que, vamos, un día—pa que se vea lo que son las presonas,—fué y tenía yo una berruga aquí, mal señalao, (En la mejilla.) que decían tóos que me hacía muchisma gracia, y fué ella y pa que no la tuviese, me la quemó con una cosa negra que le dicen nitrato, que me hizo de ver las estrellas; que yo no la he vuelto a tratar en mi vida desde entonces.
Pelele.—Pero señora, si su segundo marido tuvo que retirarse de con ella y se fué a Buenos Aires por no matarla. Y su primer marido no digamos, que ahí lo tié usté vivo y sano, que es el señor Antonio el cañamonero, que cuando habla de ella hay que taparse los oídos con hidrófilo.
Rita.—Pero oiga usté, ¿cuántos maridos le viven?
Pelele.—Bueno, digo maridos, porque de alguna manera hay que llamarle en sociedad a cierta clase de ñudos.
Rita.—Sí, ñudos, ñudos... corredizos. (Llaman.)
Pelele.—¿Quién será?
Rita.—Voy a ver. (Abre.)
Dichos, señor Tobías. Es un tipo de tabernero rico, vestido de fiesta. Cadena de oro muy gruesa, sombrero ancho, puro en la boca y un palasán muy gordo, con bola de hierro.
Rita.—Pasa, Tobías.
Tobías (Entra y da un golpe en el suelo con el bastón.)—¡La panocha, qué cochino mundo! Amos, que si no lo viese uno...
Rita.—¿Qué te pasa?
Tobías.—Dile a Bernabé que salga, maldita sea lap. 268 liendre, que un asesinato de esa forma no lo consiente mi cuerpo.
Rita.—¿Pero qué estás diciendo?
Tobías.—Que a ese tío le pego yo un tiro en la sien, apuntarlo. Que cuando se es amigo de un diestro se es amigo y no se debe consentir que se le menoscabe ni se le atropelle.
Rita.—Bueno, pero...
Tobías.—¡Ladrones!... ¡Qué proceder con un debutante! Ahora, que no se han fijao en mi punto de apoyo y yo escalabro a uno. (Mirando a la garrota.) Hoy ejerces.
Rita.—Pero...
Tobías.—Que salga tu hermanito, hale...
Rita.—Es que está en calzoncillos.
Tobías.—Mejor. Pa lo que le voy a decir, sobra; porque Paco no torea esta tarde. Eso firmao.
Rita.—¿Qué dices?
Tobías.—Lo dicho. Hale, que es urgente.
Rita.—Voy, voy. (Vase primera derecha.)
Pelele.—¿Pero es que ocurre algo?
Tobías (Que pasea agitado.)—¡Qué granujá! ¡Maldita sea la liendre!
Pelele.—Tome usted asiento.
Tobías.—No quiero. (A Pelele.) No es a usté. No quiero, no quiero y no quiero consentir una infamia como esa. ¡Abortarnos un torero de esta manitú! ¡Canallas!... ¿De dónde?... Aquí está mi cuerpo pa que no. Hoy ejerces. (Blande la estaca.)
Dichos, Bernabé. Sale primera derecha con el calzón ya puesto y una americana de casa.
Bernabé.—Hombre, Tobías.
Tobías.—Hola. Hagan el favor. (Indica que se vayan Rita y Pelele.)
p. 269
Bernabé.—Chico, dispensa, pero nos estamos vistiendo porque son las dos, y la cuadrilla... (Vanse Rita y Pelele segunda derecha.)
Tobías (Con misterio.)—Pues no sigas vistiéndote, Bernabé.
Bernabé (Asustado.)—¿Qué pasa?
Tobías.—Que tú no sabes lo que os han fraguao pa esta tarde.
Bernabé.—¿Qué nos han fraguao?
Tobías.—¡Una infamia horrible!
Bernabé.—¿Qué dices?
Tobías.—Que quién machacarle a tu hijo el porvenir, pero eso no será... mientras a Tobías Peñasco le quede (Accionando conforme habla.) un dedo de vergüenza, un palmo de dinidá y una vara de acebuche. (Por el bastón.) ¡Hoy ejerces!
Bernabé.—Bueno, pero dime pronto...
Tobías.—Agárrate, que de pie no lo aguantas.
Bernabé.—Venga.
Tobías.—Bueno, pues que Hilario, que desde el desgusto que tuvísteis, está ciego contra vosotros, ha ido a decirle a don Isidro Solano, el empresario de Tetuán, que ya no tiene interés por Paco; y ese tío asqueroso que le debe más de nueve mil pesetas, oliéndose que si tu hijo queda mal esta tarde, el señor Hilario tendrá una gran alegría, ¿qué dirás que ha hecho el muy granuja?
Bernabé.—¿Qué ha hecho, Tobías? porque yo ya estoy con un sobresalto en el corazón, que tóo me lo espero.
Tobías.—Pues que a última hora, ha fijao un anuncio en el cartel diciendo que se le han estropeao tres toros y en vez de los seis Bobadillas que tenía preparaos para Paco y el Herrerito y que eran seis merengues de fresa, los ha sustituído por seis marrajos... agárrate... de Pérez Labulla.
Bernabé (Aterrado.)—¡¡Labullas!! ¡Mi madre!
Tobías.—Vengo de los corrales. Son seis mansos pregonaos, con más poder que un mercancías, y con unos cuernos, que ¿tú has visto el palo ese de la tep. 270legrafía sin hilos, que hay en San Fernando el Jarama? pos un mondadientes en parangón.
Bernabé.—¡Pero eso es un asesinato!... ¡Labullas pa un prencipiante!... ¡y en el estao de ánimo de ese chico!... (Con indignación.) ¡canallas!... ¡asesinos!
Tobías.—Bernabé; Paco no debe torear esta tarde.
Bernabé.—Pero si no torea, ¿cómo queda, Tobías?
Tobías.—Entero; pero como toree te lo traes en un pañuelo de hierbas, que tú no has visto el ganao.
Bernabé.—¡Calla, por Dios!... ¡Ladrones!... ¡Infames! ¿Qué hago, qué hago, Tobías, qué hago?... Si torea, tal como está Paco, un bueyacón de esos me lo pué mandar al hospital. Ya lo sé; pero si pone una excusa y no torea, pos se ve el miedo... y vienen el descrédito, la burla y la miseria... ¿Qué hago, Tobías? ¿Qué hago?
Tobías.—¡Qué sé yo, Bernabé, si tampoco sé qué decirte!... Ahora, que esta infamia que os hacen no la aguanta mi cuerpo, y yo te garantizo que esta tarde va a haber una de cabezas vendás en la plaza e toros que va a parecer que la corrida se está dando en Aragón. (A la estaca.) Hoy ejerces. (Se oye ruido de cascabeles. Sale por la segunda derecha el tío Pelele y va a abrir.)
Bernabé.—Calla, que ha parao un coche. (Se asoma al balcón.) Es la cuadrilla.
Tobías.—Buenos vendrán los pobres chicos si han visto el ganado. (Llaman.)
Pelele (Abriendo.)—Yo me voy a decírselo tóo a la señá Valentina. (Entran los toreros y sale él, dejando la puerta abierta.)
Dichos. El Zipilín, el Vigudí y el Telaraña, con trajes de luces, capotes de paseo. Todo muy pobre y viejo. Entran con cara de pánico, temblorosos.
Los tres.—Buenas tardes.
Bernabé.—¡Hola, jóvenes!
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Zipilín.—¿Ya sabrá usté el cambiazo?
Bernabé.—Sí, hijo, sí. Me lo ha dicho, aquí, el señor Tobías.
Vigudí.—¡Nos echan Labullas!
Bernabé.—¿Y habéis visto el ganao?
Vigudí.—¿Que si le hemos visto? Seis enormidades corniveletas, señor Bernabé.
Zipilín.—Esos bichos no se le echan a una cuadrilla debutanta, a menos que se esté conchavao con el trus funerario...
Bernabé.—Hombre, no será tanto...
Telaraña.—Ya los verá usté. ¡Qué cuernos!... Tiran un viaje y es con kilométrico. (Indicando la dimensión del cuerno.)
Tobías.—¿Y cómo os habéis vestío tan pronto?
Zipilín.—Por disfrutar un rato más de la ropa.
Vigudí.—¡Nos van a desnudar en seguida!...
Telaraña.—Darme un cigarro... yo no hago más que fumar. (Bernabé le da un pitillo.)
Zipilín.—Con permiso... (Se sirve agua. Tiembla la botella sobre el vaso.) ¡Tengo una sequedá de boca!...
Tobías.—¿Pero es que tiemblas?...
Zipilín.—¿Pos qué creía usté, que repiqueteaba el tango argentino?
Bernabé.—¡Bueno, hijos; hay que tener ánimos!
Vigudí.—No, si después de tóo qué me pué pasar a mí, que R. I. P... Bueno, pero tengo una satisfación, que no se alegrará nadie. No tengo amigos.
Paco (Dentro.)—Padre...
Bernabé.—Por Dios santo, que no os vea Paco acoquinaos.
Zipilín.—Sí; pero la verdá hay que decírsela.
Tobías.—Bueno; pero de cierta manera.
Dichos y Paco, primera derecha. Sale con la taleguilla puesta y la faja en la mano.
Paco.—Padre, hágame usté el favor de ayudarme a la faja.
Bernabé.—Sí, hijo mío.
Tobías.—Hola, Paquillo.
Paco.—Adiós, señor Tobías. (A la cuadrilla.) Y vosotros, qué pronto...
Zipilín (Esforzándose por sonreir.)—Las ganas que tié uno de salir de...
Tobías.—¿Y qué, hay muchos ánimos, pollo?
Paco.—Pos ya ve usté; a cumplir. Ilusión... alegría... Eso ya, después de lo pasao... Agarre usté, padre... (Afectado.)
Tobías.—(¡Se le nublan los ojos!)
Bernabé.—(¡Pobre hijo mío!) (Paco empieza a ajustarse la faja que el señor Bernabé sostiene en sus manos por el otro extremo.) Pues náa, Paco, aquí los chicos, venían, sabes, a decirnos que... vamos... que hay unas pequeñas variantes en el cartel.
Zipilín.—No tan pequeñas.
Paco (Que ha dado dos vueltas liándose la faja, se detiene.)—¿Qué variantes?
Bernabé.—Pos náa, que ya no toreas esta tarde seis Bobadillas.
Paco (Sorprendido.)—¿Que no toreo Bobadillas?
Bernabé.—No; los han sustituído por seis bichos de...
Paco.—¿De quién?
Bernabé.—De Pérez Labulla.
Paco (Con terror.)—¿Labulla?... ¿Yo Labullas?
Bernabé (Con amargura.)—¡Labullas!
Paco (Se deslía.)—¡Ay, padre!... ¿Labullas a mí?...
Zipilín.—¡A nosotros!... ¡Una infamia, Paco!
p. 273
Paco.—¿Esa corrida que no ha querío torear nadie?
Vigudí.—¡La mismisma!
Paco.—¿Esa que le llaman la del pa... pa... la del papánico?...
Telaraña.—La propia.
Paco.—¡Pero, padre, echarme Labullas!... ¡Eso es darme una puñalá trapera!...
Bernabé.—Sí, hijo; es una infamia la que te hacen. No sirve negártelo... pero es que quién machacarte el porvenir. Reirse de nosotros... vernos en la miseria, y eso, Paco, eso...
Paco.—Es verdá, es verdá, padre... Tié usté razón. ¡Pos no!... ¡Maldita sea! ¡No se ríen! (Da tres vueltas en la faja y se detiene de pronto.) ¿Y vosotros habéis visto el ganao?
Zipilín.—Lo hemos visto.
Paco.—¿Y qué?
Zipilín.—Que ajustamos el árnica en mil pesetas y pierde el farmacéutico.
Paco.—¿Que pierde?... (Desliándose de la faja.) ¡Ay, padre, que dice que pierde!...
Bernabé.—No te apures, que allí estaré yo, apretando en lo alto; echando el corazón pa quitarles poder a esos bueyes ladrones...
Tobías.—Piensa en tu pundonor, en el pan de este viejo.
Paco.—Sí, señor, sí; es verdá. (Da dos vueltas.) Sea lo que Dios quiera.
Zipilín.—Lo malo es el primero que te echan. Un jabonero sucio.
Paco.—¿Sucio? (Se detiene.)
Vigudí.—¡Una asquerosidad!
Telaraña.—Y disforme.
Paco.—¿Grande?
Vigudí.—Un automóvil con dos chuzos.
Paco.—¿Dos chuzos? (Se deslía.) ¡Dice que dos chuzos, padre!...
Tobías.—Paco, hay que estar sereno.
Paco.—¿Sereno con dos chuzos?... Es demasiado,p. 274 señor Tobías... ¡Qué infamia!... El día de mi debut, a última hora echarme Labullas... y sabiendo cómo estoy... ¿Qué hago, padre, qué hago?...
Bernabé.—¡Qué voy a decirte, Paco!... Haz lo que quieras... Si fuera yo, yo ya sé lo que haría, pero yo no soy nada mío... ¡tú, tú eres mi hijo!
Paco.—¡Pues no, no se ríen!... ¡no!... ¡Quedaré como usté quedaría, (Dando vueltas rápidamente.) como usté quedaría!... (Al dar la última vuelta a la faja cae en brazos de Bernabé.) ¡Sí... sí, señor!... y si me matan, que me maten... que me maten...
Bernabé.—¡Hijo mío!
Paco.—¡Padre!... (Quedan abrazados.)
Vigudí.—¡Nos están dando el vermú! (Conmovido.)
Telaraña.—¡Pos sí que es un cuadrito!
Zipilín.—¡Se me está poniendo el corazón que hoy no le pongo yo banderillas ni a un caracol! ¡Maldita sea!
Dichos. Valentina. Detrás Pelele. Al final Rita y Amigos 1.º, 2.º y 3.º, puerta izquierda. Valentina viene con mantón de Manila y un manojo de claveles en el pecho.
Valentina.—Buenas tardes.
Paco (Asombrado.)—¿Usté?
Valentina.—Servidora.
Bernabé.—¿Tú aquí?
Valentina.—Yo aquí a daros ánimos, y luego a la corrida a aplaudiros. Sé lo que os han hecho. Me lo ha venío a decir el tío Pelele.
Bernabé.—¿Sabes la infamia?
Valentina.—Lo sé todo.
Paco (Casi llorando.)—¡Me echan Labullas señá Valentina, Labullas a mí!...
Valentina.—No le hace. Que te echen lo que quieran. Tú eres un hombre y quedarás como un hombre.
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Bernabé.—¡Pero Valentina, qué has hecho!... ¿No tiés miedo de lo que digan si saben que has venío a esta casa?
Valentina.—Déjalo... Si cuando hablan mal no dicen la verdá, que digan lo que quieran. ¿Pos qué, os iba yo a dejar solos, acoquinaos en una tarde como la de hoy, víctimas de una venganza asquerosa?... ¡En jamás! ¿No nos ha unío la infamia? Pos siquiera que nos sirva esta unión pa darnos alientos unos a otros y pelear juntos contra ella. ¡Conque arriba el ánimo!...
Bernabé.—¡Valentina!
Valentina.—¿Pero qué pasa aquí?... ¿A qué vienen esas caras de pánico?...
Paco.—Es que creo, señá Valentina, que los toros...
Valentina.—No hagas caso... ¿Que salen toros que pegan? Ese es el oficio. ¡Más grande el triunfo! Levanta el corazón pa que no te den en él y fe en Dios y en las agallas de cáa uno. ¿No se juega esta tarde tu porvenir?... Pos a jugarlo.
Zipilín.—Señora, usté no ha visto cuernos como los que...
Valentina.—Yo he visto cuernos de todas clases, pollo. Hombres es lo que quiero ver ahora.
Vigudí.—¿Pero no los querrá usté ver por el aire?...
Valentina.—Por donde sea menester... ¡Pero a qué viene ese canguelo!... ¡Pero esto es cuadrilla u un pin, pan, pún!... Ánimo los valientes, que paecéis ahí cuatro gelatinas... Y tú, Bernabé, dales el ejemplo, levanta esa cara, vengan los arrestos de otros días, y tú que lo sabes diles cómo se pelea y cómo se ganan las palmas... ¡Mirarme a mí, me he quedao sola, calumniá, en metá e la calle; pos como no lo merezco lo desprecio y aquí me tenéis, tan conforme y tan compuesta, de cara a la vida, y alante siempre! ¡Conque si os faltan agallas, decírmelo, porque yo, una pobre mujer, soy capaz de irme a la plaza y matarme los seis toros! (Todos han cobrado ánimos yp. 276 sus caras tristes van tomando expresión de valor y confianza.)
Vigudí (Con entusiasmo.)—¡Señora, es usté mejor que tila!
Tobías.—¡Tié razón!
Bernabé.—¡Valentina, eres como un rayo de sol que tóo lo llena de alegría y de ánimo!
Paco.—¡Sí, señora, ya soy otro!... ¡Que me echen Labullas!... ¡El tifus va a ser una ligera indisposición compará conmigo! (Se pone chaleco y chaquetilla.)
Bernabé.—Rita, Pelele... Las chaquetillas, mi sombrero...
Paco.—Venga todo... Elefantes voy a matar yo esta tarde.
Zipilín.—¡Ahí los hombres! (Sale Rita. Unos a otros se ayudan llenos de entusiasmo, nerviosos... beben, fuman, se mueven. Se oyen en la calle los sones alegres de una charanga que se aleja tocando un pasodoble torero. Se escucha el ruido de los coches, sonar de cascabeles. Voces de gente alegre. Gritos de “¡Eh, a la plaza, a la plaza!”. Restallar de látigos. Mucho bullicio y animación. Bernabé hace mutis primera derecha. Entran los Amigos 1.º, 2.º y 3.º por la izquierda.)
Amigo 1.º—Hola, Paco, aquí venimos a saludarte.
Paco.—¡Hola, señores! (Coge el capote.)
Amigo 2.º—¡Toma un puro!
Amigo 3.º—¡Amos, que ya es hora!
Amigo 1.º—¡A ver cómo queda Madrid!
Tobías.—¡Amos allá, señores!
Paco.—La montera...
Amigo 1.º—Si la llevas puesta...
Paco.—¡Ah, sí, es verdá!... Vaya adiós... Hasta luego, señá Valentina. (Le da la mano.)
Valentina.—Ahora voy yo. ¡Buena suerte, Paco! (Salen todos en un tropel bullicioso. Pausa. Valentina coge de Rita, que lo saca de la segunda derecha, un cuadro de la Virgen de la Paloma, pone el mantón de Manila sobre la cómoda, coloca el cuadro en ellap. 277 y ante él dos velas encendidas y un vaso con los claveles que se quita del pecho.) ¡Virgen de la Paloma, una mirá de compasión pa esos pobres hombres que van a jugarse la vida por un cacho de pan!... (Se arrodilla; se limpia una lágrima. Asoma por la puerta derecha el señor Bernabé, se quita el castoreño y dice:)
Bernabé.—¡Bendita seas! (Pausa; pasa hacia la puerta de la calle. Mutis al buen juicio del actor. Se escuchan ya muy lejanos los alegres sones de la charanga y el bullicio de la gente. Telón de cuadro. Música en la orquesta.)
Mutación
Lugar donde se encuentra situada la Plaza de Toros de Tetuán, cuya fachada se ve al foro, unida al Merendero de «El Cubanito».
Son practicables la puerta de la plaza, la del patio de caballos y la del merendero, en cuya terraza habrá algunas mesas rodeadas de banquetas.
Es por la tarde, una tarde radiante de primavera, en la que se celebra una corrida, cuyo anuncio se verá pegado en las paredes de la plaza.
Al levantarse el telón aparecen cuatro golfos mirando por las rendijas de la puerta de la plaza.
Uno de rodillas, otro empinándose sobre las puntas de los pies, otro de pie, y el último tumbado mirando por debajo de la puerta. Dos cocheros sentados ante una de las mesas del merendero, toman unos quinces. Una vendedora junto a un pequeño tabanque con “cacahuets” y naranjas, dormita tristemente.
p. 278De la plaza, de vez en cuando, sale un griterío infernal de indignación, con que el público castiga la torpeza de un torero.
Suenan palmas de chunga, monótonas, acompasadas, burlonas; sobresalen voces agudas: “¡Al corral! ¡Maleta! ¡Asesino! ¡Pincha ratas!” Todo el público, con voces acompasadas: “¡Al corral! ¡Al corral!” Vuelven a escucharse silbidos, suenan trompetillas infamantes, un cencerro golpeado con un palo. Risas, voces atipladas: “¡Ay, qué miedo!... ¡que se mude!... ¡Fenómeno!”
En un silencio, La Josefa sale por la izquierda, se acerca a la plaza, escucha, mira también por las rendijas de la puerta, y oyendo los denuestos y los gritos del público contra el pobre matador, sonríe y se aleja. Desaparece por el fondo.
Música
Sole (Aparece por la puerta de los corrales, demudada, temblorosa, con un mantoncito de crespón negro y con dos o tres claveles cayéndosele del pelo. Trae en la mano un par de banderillas adornadas con muy mal gusto. Dos corchos van clavados en los arponcillos. Lloriquea, y, a cada grito que se oye en la plaza da un salto cómicamente atemorizada. Grito en la plaza y susto.)—
(Grito en la plaza.)
——
(Nuevos gritos en la plaza.)
(Grito y susto.)
(Grandes gritos en la plaza. Echando a correr asustadísima hace mutis por donde salió.)
Se abre la puerta de la plaza y salen el señor Tobías, descompuesto, con la corbata deshecha, despeinado, el sombrero en la mano. Le trae sujeto por un brazo un joven Policía; le siguen dos Guardias de seguridad y tres o cuatro Individuos con la cabeza vendada, dos, Mujeres y un Hombre. Salen vociferando todos.
Hablado
Vendados.—¡A la cárcel!
Mujeres.—¡Granuja!... ¡Fuera!
Policía.—¡Eche usté adelante!
Tobías (Golpeando el suelo con el bastón.)—¡Pero por qué me se detiene a mí, que me se especifique!
Policía.—Porque ha golpeado usté a la gente.
Tobías.—No, señor. ¿De dónde? Lo que hay es que aquí, los denunciantes, han dirigido a la familia del matador, que es amiga mía, un insulto con música del Ven y ven, y eso no se lo aguanta un servidor ni al alcalde de barrio.
Policía.—¡A la Comisaría!
Tobías.—Pero, señor; si yo no he faltao a nadie; y si no que lo diga aquí la señora pareja, que ha sido testiga del cuplé.
Guardia 1.º—¡Usté ha agredido al señor!
Tobías.—¿Servidor? ¡Miopía es lo que se padece, guardia! Que yo estaba quieto; pero aquí, la parte contraproducente, se ha puesto de una forma que si yo no les agredo, me agreden, y a mí no hay quien me agreda.
Policía.—Eche adelante y menos música.
Tobías.—Güeno, después de tóo estoy satisfecho. Me llevo una rondalla. ¡Has ejercido, palasán! (Vanse izquierda. Se escucha dentro una bronca definitiva. Gritos, insultos, ruidos de cencerro. Cesa poco a poco el escándalo. Empieza a salir la gente por las puertasp. 281 de la plaza, que se abren. La charanga ejecuta un pasodoble.)
Espectador 1.º—¡Que se l’han echao al corral, pobre chico!
Espectador 2.º—¡Bien hecho!
Espectador 3.º—¡Si eso es una torera!... (Siguen.)
Espectador 4.º—¡Anda y que lo maten! (Salen dos chulas con el mantón al hombro y comiendo cacahués.)
Chula 1.ª—¡Amos, miá que habernos traído pa esto!
Chula 2.ª—Paecéis de pueblo.
Hortera 1.º—Pos a mí me habían dicho que era un torero que se comía los toros.
Chula 1.ª—Por medios kilos. (Sigue saliendo gente.)
Chula 2.ª—Si no me gustan los torraés, hago la tarde. (Vanse por la izquierda.)
Bernabé y Vigudí. El último sale cojeando por la puerta de caballos.
Bernabé.—Oye, Vigudí, tú que eres el único que has quedao en condiciones de moverte haz el favor de decirle al chico del merendero que nos busque un coche y que arrimen, que hasta la jardinera se nos ha ido.
Vigudí.—¡Qué Labullitas, señor Bernabé! ¡Maldita sea su casta!
Bernabé.—¡Anda, hijo! (Sacan en hombros por la puerta principal a un torero. La gente le aplaude.)
Vigudí.—Y sacan al Herrerito en hombros; ¿oye usté?
Bernabé.—Déjalo. Es nuestra desgracia. Anda. (Vase Vigudí por el fondo izquierda. Cesa la música y acaba de desfilar el público.)
Bernabé y Valentina, que sale por la puerta de la plaza
Valentina (Con ansiedad.)—¡Bernabé, Bernabé!
Bernabé.—¡Valentina!
Valentina.—¿Cómo está Paco?
Bernabé.—¿Cómo quiés que estea?... Magullao, sofocao, llorando. ¡Hecho una lástima por dentro y por fuera! La Virgen de la Paloma no ha querío oirte.
Valentina.—¿Pero crees tú que por un Padrenuestro tenemos derecho a que nos lo arreglen tóo?... No es poco milagro que salga vivo. Confórmate.
Bernabé.—Pué que digas la verdá. ¡Qué tardecita! Calla, ahí lo sacan.
Valentina.—¡Pobre chico! ¡Qué compasión!
Dichos, Paco, Telaraña, el Zipilín, Sole. (Puerta de caballos). Al final Vigudí.
Sale Paco apoyado en los hombros del Telaraña y el Zipilín. Detrás la Sole. Paco trae todo el calzón roto, la corbata deshecha, la pechera desgarrada, despeinado, la coleta suelta, las medias sucias de tierra. Además lleva vendada la pantorrilla derecha. Cojea. Los compañeros de cuadrilla vienen poco más o menos que él.
Bernabé.—¿Cómo estás, hijo?
Paco (Abrazándole y llorando amargamente.)—¡Ay, padre de mi alma, qué mal he quedao!
Bernabé.—¡Amos, hijo; por Dios, no te apures!
p. 283
Paco (Abrazando a su compañero.)—¡Ay, Zipilín de mi vida, qué mal he quedao!
Zipilín.—Consólate, que ya me verás en casa la región glútea.
Paco.—¿Por qué habré salío yo esta tarde de lila, padre?
Valentina.—¡Pero qué tié que ver la ropa!
Paco.—¡Sí, señora, sí; que hay colores sombrones... y siempre que he salío de lila me han catao!
Bernabé.—No hagas caso. Ya ves, éste va de verde manzana y de poco le mondan.
Paco (Llorando y mordiéndose los dedos de ira.)—¡Echarme a mí un toro al corral!... ¿A mí?... ¡Maldita sea! ¡Yo no aguanto esta vergüenza! ¡Yo me quiero cortar la coleta! ¡Darme unas tijeras!
Valentina.—Amos, Paco; ten reflexión y serénate, caray, que ahora no estás pa cortarte nada.
Paco (Abrazándola.)—¡Ay, señá Valentina, qué mal he quedao!
Valentina.—Has quedao entero, que no es poco. Lo demás ya se arreglará. Árnica y reflexión.
Bernabé.—No pués tener más que un consuelo, hijo; que toas las veces has entrao por derecho, y hasta cuando te ha cogido el toro y te ha zamarreao rompiéndote la taleguilla de arriba abajo, el público te ha hecho una ovación. Algo habrá visto el público.
Sole.—¡Ya lo creo que ha visto! ¡Como que dende donde yo estaba, toas las señoras nos hemos tenío que tapar los ojos!
Zipilín.—Y el torito ese te lo han echao al corral porque no me has hecho a mí caso; si no, ¿de dónde?
Paco.—Pero, ¿qué iba yo a hacer?
Zipilín.—¿Pero no oíste cuando yo te dije: anda vivo, que ese toro se acuesta?
Paco.—¡Yo que había de oirte! ¿Crees tú que con un toro con el que llevo media hora de faena, si yo veo que se acuesta, no le canto hasta la nana, hombre?
Bernabé.—A más que el chico ya no sabía lo que se hacía.
p. 284
Paco.—El público me ha vuelto loco, padre.
Bernabé.—Tóos gritándole: “Mójate los dátiles”; “Entra por uvas, melón, que es una pera”.
Paco.—Dátiles, uvas, melón y tirándome naranjas. Que si no hubiese sido más que fruta nominal, menos mal.
Bernabé (Con amargura.)—¡En fin, l’han lograo! ¡Qué se le va a hacer!
Valentina.—Déjalos. Triste alegría.
Vigudí (Que vuelve.)—Ya está ahí el coche.
Bernabé.—Amos, hijo, despacito. (Lo llevan con precaución.)
Dichos y Encarna, primera izquierda
Encarna (Saliendo.)—¡Paco! ¡Paco!
Paco.—¡Encarna!
Encarna.—¡Paco de mi alma! (Se abrazan.)
Paco (Llorando.)—¡Ay, Encarna de mi vida, qué mal he quedao!...
Valentina.—Pero, ¿cómo estás aquí? ¿Qué has hecho, Encarna?
Encarna.—Escaparme de con mi padre. Correr a vuestro lao. ¿Qué tienes, Paco? ¿Estás herido?
Paco.—No... Seis esquimosis, dos frazturas conminutas y un puntazo...
Encarna.—¿Grave?
Paco.—No; lo voy a tener que pasar de pie.
Encarna.—Pero, ¿dónde lo tienes?
Paco.—¿No te digo que lo voy a tener que pasar de pie?
Bernabé.—¡Pero, oye, Encarna, márchate, por Dios!... Que si te encontraran aquí, creerían que nosotros...
Encarna.—Que crean lo que quieran, señor Bernabé. Yo sin Paco, sin Valentina, sin ustés, me muero de tristeza. ¡Yo no vuelvo a mi casa!
Dichos, Hilario, Aquilino, Cosme, fondo izquierda
Hilario (Con indignación.)—¿Veis? ¡Lo que yo decía! ¡aquí con ellos!... ¡Maldita siá!
Encarna (Adelantando valientemente.)—¡Sí, padre; aquí... con ellos!
Hilario.—¿Quién te ha mandao venir aquí?
Encarna.—Mi corazón.
Hilario.—Pero ¿qué te han dao esa gente?
Encarna.—Alegría, cariño, ilusión pa vivir. Eso me han dao.
Hilario.—Amos a casa. (Cogiéndola de un brazo.)
Encarna.—¡Sin ellos, en jamás! (Soltándose.)
Hilario.—Pero, ¿es que los prefieres a tu padre?
Encarna.—No, señor; los prefiero a tóos juntos, como estábamos antes que la envidia nos hubiese envenenao la felicidad. ¡La envidia negra, la envidia triste!
Hilario.—¡No ha sío la envidia, ha sío la verdá!
Bernabé y Valentina (A un tiempo y con igual energía.)—Ha sío la envidia.
Hilario.—¡La verdá!
Los dos.—¡La envidia! (Cuando Bernabé e Hilario están a punto de acometerse, se interpone Sole, llorosa, temblando.)
Sole.—¡Señor Hilario, por Dios, no se pongan ustés así! Y, vaya: yo no sé si hago bien u hago mal, pero yo le voy a decir a usté una cosa que me la arrancan del corazón, pero yo se la digo.
Hilario.—¿Qué me vas a decir?
Sole.—Que sí, señor; que tóo lo que ha pasao ha sío una ceguera de la envidia. (Baja avergonzada la cabeza.)
Hilario.—¿Qué estás diciendo?
Sole.—Cuando yo se lo digo a usté... (Se arrodilla a sus pies.)
p. 286
Valentina.—¿Lo oyes? ¿Lo estás oyendo?
Hilario.—Pero tú...
Sole (Con tristeza.)—No me hagan ustés hablar más.
Valentina.—Basta. Levanta, hija; no hace falta que pa defendernos acuses a la persona que más tiés que querer.
Sole (Enternecida.)—¡Señá Valentina!
Valentina.—No hay nada que defienda a la gente mejor que la verdá.
Hilario.—Y si tóo era mentira, ¿por qué no has venío tú a defenderte?
Valentina.—Porque no me hacía falta. Honrada he sido siempre. Creerme honrada es hacerme justicia. Si tú no me la quiés hacer, no me la hagas. Las mujeres como yo, esa justicia no la piden de limosna.
Hilario.—Eso es orgullo.
Valentina.—No sé lo que será.
Hilario.—¿Y quién me prueba que tóo era mentira?
Valentina.—Lo que acabas de oir a esta criatura. Mi vida siempre clara, el cariño de tu hija.
Encarna.—Si yo hubiese visto en ella lo más mínimo contra mi padre, ¿cómo la iba a haber querido?
Aquilino.—Hilario, son veinticinco años de afezto. ¿Quiés creerme, aunque soy municipal?
Hilario.—¿Qué me vas a decir?
Aquilino.—Que abras los ojos a la luz.
Encarna.—Sí, padre; toavía pué arreglarse tóo.
Paco.—Tóo menos mi reputación.
Sole.—¡Señor Hilario!... (Suplicante.)
Cosme.—Amos, ¡un rasgo, Hilario!
Hilario.—Que haga lo que guste... Que venga. Ya hablaremos.
Valentina.—Voy o no voy. Lo que tú quieras.
Hilario.—Cuando no he querido, es de tanto que he querido. Ya lo sabes.
Encarna.—¡Padre!... (Los abraza y los aproxima.)
Bernabé (Con amargura.)—Bueno; ustés s’han arreglao. Está mu bien. Pero nosotros estamos dep. 287 más. Que lo de los Labullas lo tengo yo clavao en el corazón. (Paco da un suspiro muy hondo.) Ámonos, monumento malograo.
Aquilino.—Perdónalo, Bernabé. Ha tenío una venda en los ojos.
Paco.—Sí; pero por tener él una venda, fíjese usté la que tengo yo. (Enseñando la de la pierna.)
Bernabé.—Doce metros. (Inician el mutis.)
Valentina.—¡Alto! ¡Quietos aquí! A obedecerme. Y oye una condición, Hilario.
Hilario.—Tú dirás.
Valentina.—Que mañana tóo el mundo a casa. Aquel arroz que quedó en pie, se comerá, si Dios quiere. Tú torearás Bobadillas, y si entonces quedas mal, a seguir en tu oficio. Luego os casaréis. Nosotros al trabajo, al cariño; tóo como antes. No le cedo a la envidia ni el canto de un duro.
Sole.—Y a mí no me echarán ustés del lavadero, ¿verdá, señá Valentina?
Valentina.—¡Quiá hija, ni lo sueñes! Soy buena, pero no tanto. Tú tiés que ganarte allí una peseta pa llevársela a tu madre. Que no hay peor castigo pa un envidioso que tener que vivir del bien que ha querido destrozar.
Bernabé.—¡Olé, eres Agustina de Aragón y Cascorro tóo en una pieza!
Valentina.—¡Soy una madrileña honrada, dilo de una vez!
Vigudí (A Hilario.)—¿Convidará usté a árnica?
Hilario.—Y a más os doy un duro por cada chichón.
Paco.—Se arruina.
Valentina (Al público.)—
TELÓN
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Almas piadosas, corazones magnánimos, que cedéis ante la demanda plañidera del mendigo que os tiende en la calle la mano escuálida, seguidme. Venid conmigo a los inmundos rincones de un Madrid lamentable y mísero, artimañoso y agenciero, que, por fortuna desconocéis, y escuchad estos edificantes y verídicos diálogos.
Estamos en el Campillo de Gilimón. Es una tarde clara y fría, de cielo azul y sol espléndido.
Dos vecinas, la señá Gala y Petra la Bizca, acaban de dirimir sus diferencias a mordiscos, golpes y arañazos, entre injurias soeces, ante un público desarrapado y jubiloso. Terminado el jollín se retiran las beligerantes, seguidas de sus partidarios, a reparar desperfectos. Va cesando poco a poco el tumulto.
Junto a la tapia del hospital de la Orden Tercera quedan acurrucadas, tomando el sol, dos viejas andrajosas, la señá Librada y la señá Justa; próximo a ellas, el señor Celipe el Chinas, viejo también, sentado en un cajón, deshace unas colillas y lía un cigarro. El Pendingue (afilador) se ocupa en buir unas cuchillas de zapatero. Algo más lejos, unos chiquillos juegan con gran alboroto.
——
Justa.—¿Y por qué ha sío la zurra?
Librada.—Y diga usté que muy bien da que ha estao.
Justa.—Pero, ¿tenía motivos la Bizca?
Librada.—¡Digo!... como que la Gala la debe dos quincenas del alquiler de los chicos. Un abuso.
Justa.—¡Ah! ¿Pero le tenía alquilás las creaturas?
p. 290
Librada.—Hace mes y medio. Por seis reales diarios. Una peseta el mayorcito y cinco gordas el chavea. Que es regalao, porque hay que ver lo que vale ese niño pa pedir.
Justa.—Tengo oído que es una alhaja.
Librada.—Como que no hay noche que no se retire con sus tres pesetas corridas. Pero se lo merece; es un lince. Le suelta usté en la cá Alcalá, ve a una señorita de esas muy antravés con un señorón de levosa, y ya le tiene usté agarrao a los faldones diciéndole al caballero: “Señorito, una limosna, por la salú de la señorita, que es muy guapa. Ya la podía usté comprar un coche, con esos ojos que tiene. Cómpreselo usté, ande usté.” Hasta que le miran; se echan a reir; el señorito dice: “¡Qué granuja!...” La señorita: “¡Es muy mono!” Y no hay pareja que no le apoquine de dos a tres perras.
Justa.—¡Vaya un vivales de creatura!
Librada.—¡Pos y el mayorcito!
Justa.—¿El jorobeta?
Librada.—Jorobeta y tóo lo que usté quiera, hija, pero es un portento. Ese coge una cestita, una botella vacía, se para en una esquina de tránsito, se echa al suelo, rompe a llorar amargamente que su alma se la arrancan, y cuando tiene corro hay que oirle: “¡Ay, mi pobre madre!... ¡Ay, después de cuarenta y ocho horas que no comemos!... ¡Ella, que va y me da dos pesetas pa traer aceite, y voy y las pierdo! ¡Ay, que yo no vuelvo a mi casa, con mi pobre padre enfermo como está!... ¡Ay, un día que podía alimentarse!...” Y misté, la gente se conmove de oir a la creatura aquellos lamentos, hacen una porrata... y no hay llorera que no le suba al chaval de cinco a seis reales.
Justa.—Pos diga usté que esos dos niños son dos minitas.
Librada.—Dan más que una casa empeños. ¿Y sabe usté de mendigantas la que también se saca lo suyo?
Justa.—¿Cuála?
p. 291
Librada.—Doña Encarnación, la de la cae San Bernabé.
Justa.—Doña Encarnación..., doña Encarnación... No caigo.
Librada.—Hija, paece usté tonta. Esa que pide de luto, con manto largo, que lleva la cara tapá, que paece que la sale la voz de una cisterna.
Justa.—¡Ah, sí!... ¿Y esa dice usté que saca?...
Librada.—Como que no se deja cortar un deo por seis mil pesetas.
Justa.—Bueno; pero es que esa he sentío decir que tira al gran mundo.
Librada.—Pide na más que en las iglesias de señorío, a las salidas de los vermuses u en los cines y fives cloques de moda. Su martinganla es que en cuantito que ve a una señora se arrima y la dice con voz que lo oiga toa la gente de alrededor: “Señora marquesa, me hallo famélica; agradecería a vuecencia un pequeño óbolo.”
Justa.—¿Qué es óbolo?
Librada.—No sé; pero debe ser una cosa cara, porque siempre que lo dice la dan más de veinte céntimos.
Justa.—¿Y cómo conoce a los títulos?
Librada.—No, si lo de marquesa lo dice al tuntún; pos ahí está la gracia. A lo mejor le llama vuecencia a un ama de cría.
Justa.—Hija, lo que saben algunas.
Librada.—Esa lo trae de casta. Ha sío una señorona en sus prencipios. Diga usté que no se emborrachara, y ya quisieran más de cuatro sus modales. A mí me tié dicho que es hija de un hacendao de Chinchón.
Justa.—Por lo menos, a eso huele toas las mañanas.
Librada.—Tié un habla mu fina; siempre que me ve me llama escuálida, que no sé lo que es.
Justa.—Algo delicao será.
Librada.—Seguro. Cuando ella lo dice...
Justa.—¿Y usté ya no pide en San Ginés, señá Librada?
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Librada.—No, señora; tuve unas palabras con el sacris, y no he güelto. Iba mucha gentuza. Ahora me he conchavao con la Pelitos y nos hemos hecho vergonzantas.
Justa.—¿Y las va a ustés bien?
Librada.—Pos, hija, pa como están las cosas, se va tirandillo. Sino que es mucho aperreo. Porque, un supongamos, viene la vesita de San Vicente a mi casa; pos ya me tié usté pasando tó el mobilario a cá la Pelitos. Me quedo con un jergón, el baúl viejo, media vela en una botella y una silla inválida; acostamos a Casimiro, el chico de la Onofra, que es una especialidad en toses y quejidos, y presentamos un cuadro que es pa caérsele el corazón a una pantera. Que, otro suponer, va la vesita domicilaria a cáa la Pelitos: pos me pasa a mí tóos sus trastos, se echa en una manta el señor Cosme, que hace el moribundo que asusta de bien, y raro es el día que no nos dejan, a más del donativo semanal, tres u cuatro pesetas de su motu.
Justa.—Así se están ustés poniendo el cuerpo de ensalás de escabeche y frascos de vino.
Librada.—¿Y no se lo gana una con lo que tié una que lidiar con esas tías de señoronas, que le piden a usté recibo hasta de una perra chica...?
El señor Celipe. (Terciando en la conversación.)—Y que lo digas... ¡Que hay que ver lo de mala fe que se ha puesto la caridá hoy en día! Un asco. ¡Amos!; la otra tarde, que salí a pedir, me hizo a mí una señorita una ación, que si no hay gente la pego.
Justa.—Pues ¿qué le hizo a usté?
Señor Celipe.—Náa, que le digo en un tono que era pa partir grava de dolorido, y quitándome la gorra y todo: “Señorita, por la salú de sus hijos, deme usté pa un panecillo, que hace cuarenta y ocho horas que no lo pruebo.” Se hace la magoya y aprieta el paso. “Señorita, que tengo mucha nesecidá. Si no se fía usté, allí hay una tahona. Cómpremelo usté misma.” Y va y dice: “Bueno, venga usté conmigo.” Y vamos y me compra una libreta, salimos a la callep. 293 y, ¡pasmarse!..., me la parte por la metá antes de dármela.
Librada.—¡Qué pécora!
Justa.—Pa quitarte de revenderla.
Señor Celipe.—Claro, como que es lo que yo pensaba hacer si no me la mutila. ¡Serán sinvergonzonas!
Librada.—Haberla pegao, so primo.
Señor Celipe.—Déjate, que ya la conozco.
Justa.—¿Y lo del pañuelo, va cundiendo, señor Celipe?
Señor Celipe.—Es lo más produtivo, pero ya va en baja.
Librada.—¿Y qué es lo del pañuelo?
Señor Celipe.—Pues náa, un truco que se le ha ocurrío al señor Quintín el Bolas, que es un diantre pa inventar. Nos ha reclutao a siete u ocho conocidos de la Cuesta e las Descargas: nos carateriza de albañiles con un poco de yeso, que paece talmente que acabamos de bajar del andamio, nos lleva a Recoletos, tiende un pañuelo de hierbas en metá del paseo y le dice, señalándonos, a tóo el que pasa: “Grupo de obreros sin trabajo.”
Librada.—¿Y sacaban ustés mucho?
Señor Celipe.—Ha habido día que hemos porrateao a seis ochenta por barba, descontá la cena, vino y puros. Pero la otra tarde, que íbamos decisiete, tendimos el moquero en la Castellana, y... ñascas. Ni quince céntimos..., y eso que pasó el Presidente del Consejo, que no es que nos diera na, pero animó bastante.
El pendingue. (Cargándose a cuestas el artefacto.)—¡Amos, estoy oyéndoles a ustés y me paece mentira que haiga primos que trabajemos entavía!...
Señor Celipe.—¿Qué te pasa, Pendingue?
Pendingue.—¡Valiente mano de sinvergüenzas! Hacen pero que muy bien en recogerlos a ustés y meterlos en los asilos.
Señor Celipe.—¡Recogernos... jay... jay! ¡Pos no lo han intentao veces!... ¡Si se creerá el alcalde que es hacer compotap. 294!...
Librada.—A más, que si no diesen no pediríamos.
Justa.—Esa es la fija. De forma que si quién acabar con la mendicidaz y quieren recoger, que no recojan a los pobres que piden, que recojan a los tontos que dan, que son los culpables.
Señor Celipe.—¡Aplastante!
Pendingue.—¡Oye, pues eso es verdá! Si me lo tropiezo, se lo digo al alcalde. (Vase.)
Señor Celipe.—Y dale dulces... recuerdos.
TELÓN
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Pasadas las Ventas, en la carretera de Alcalá, antes de encontrar el camino del Este, sobre un altozano, hay una casa humilde, taller de cantería, donde se trabaja para el inmediato cementerio.
Es la tarde de un domingo. Los sillares yacen silenciosos al pie de los sombrajos. No golpea sobre ellos con su son alegre el pico de los canteros. Unas cuantas gallinas escarban afanosas en el estiércol, y varios chiquillos juegan y alborotan dejándose resbalar por la cuesta de un desmonte próximo.
A la derecha, borroso por la niebla de la tarde fría y gris, se ve el cementerio con su enorme vastedad erizada de cruces; y más allá diseminados en la lejanía, los barrios de Doña Carlota, Pueblo Nuevo y Zafra; los caseríos míseros de La Elipa y Puente de Vallecas; y más lejos aún, los tejares del Olivar de Perales. Suburbios tristes, yermos, que circundan Madrid como mendigos que acosan a un viejo hidalgo.
Bonifacio Menéndez, el maestro cantero, sentado a la puerta de la casa, echa un pitillo y lee un periódico. La señá Angustias, su mujer en serio, canturrea trajinando dentro del hogar. Primitivo y el Sardina, dos próceres del riñón del Avapiés, con pañuelos de luto al cuello y las cachabas colgadas del antebrazo, bajan lentos, tristes, silenciosos, del camino del cementerio. Al ver al señor Bonifacio se detienen, y uno de ellos grita desde la carretera:
Primitivo.—Adiós, canterito.
Bonifacio. (Dejando de leer y mirando por encima de las gafas.)—¡Atiza, qué pareja de pollos! (A su mujer.) Atiende, tú.
La Angustias. (Que se asoma a la puerta.)—¡Virgen!... ¡Vaya un par de banderillas de lujo!
Bonifacio.—Pero, ¿de dónde salís tan enlutaos?
p. 296
El Sardina. (Muy serio.)—De la Negrópolis.
Primitivo.—Venimos de inumanizar a Saturnino, el de la Bastiana.
La Angustias. (Asombrada.)—¿S’ha muerto?
El Sardina.—Del todo. En cinco días. Ayer la diñó.
Bonifacio.—¿Y qué ha sido?
Primitivo.—Pos un paralís local que le cogió tó el cuerpo y parte de la cadera.
La Angustias.—¡Buena estará la pobre viuda!
El Sardina.—¡Carcúlate!... Una chica soltera, sin costumbre de estas cosas... pues está que no la deja un ataque que no la coja otro.
Primitivo.—En la cama la hemos dejao con uno, que los gritos se oían en la Arganzuela.
Bonifacio.—Pero pasar si queréis, galanes.
El Sardina.—¿Dais algo?
La Angustias.—Las buenas tardes y un taburete.
Primitivo.—No es pa repartir invitaciones.
El Sardina.—¿No tendrías un buchito de cualisquier cosa pa un dolor de muelas que trae aquí mi cólega?
Bonifacio.—¿Sus haría triple anís?
El Sardina.—¡Digo!... Mejor que el Polo.
Bonifacio.—Pues adentro, pirandones.
El Sardina.—Hale, Primi.
(Suben, se sientan; la Angustias saca unas copas y un frasco de aguardiente y la visita bebe, fuma y charla.)
El Sardina. (A Bonifacio.)—¿Y tú por qué eres tan pigre, que no bajas por allá abajo de cuándo en cuándo?
Bonifacio.—Hombre, no me apaño a ir, la verdá. Le pilla a uno un destierro. ¡Tú sabes la distancia!
Primitivo.—Como que hay que echar merienda.
Bonifacio.—¿Y que hay de nuvotés por aquellos andurriales?
El Sardina.—Pues que tu compadre el Pintao ya no tié la taberna en la cae del Amparo.
La Angustias.—¿La traspasó?
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El Sardina.—De parte a parte. Por mil doscientas beatas y un juego de alcoba bastante viejo.
Bonifacio.—¿Y s’ha quedao sin na?
Primitivo.—Ca, hombre. Ahora ha puesto un bar en la Glorieta y lo ha titulao el “Bar Quito”... que me creo que es un chiste.
La Angustias.—¡Mi madre, qué tontería!
El Sardina.—Dice que, al mismo tiempo que rótulo, es retrúcano y s’hará popular.
Bonifacio.—¿Sigue tan chirigotero?
Primitivo.—¡Uf... es morirse de risa entrar en aquel establecimiento! Allí van el Berruga, Paco el Chalana, Sisto el Curial, Mariano el Pajero... ¡la jovialidaz de Embajadores!
El Sardina.—¡Los amos de la gracia!
La Angustias.—¡Menudos peines!
Bonifacio.—Aquello será una función cómica.
Primitivo.—Más que un teatro. Entras y te esgarras a reir.
El Sardina.—Hay días que nos tronzamos. Cuéntale, pa que vea, el chiste que se le ocurrió ayer al Chalana.
Primitivo.—¡Chiquillo, nos revolquemos!
Bonifacio.—A ver.
Primitivo.—Pues nos preguntó que en qué se parecía San José a un melón de cuelga.
La Angustias.—¡Mi madre, qué raro!
Bonifacio. (Estupefacto.)—¿Y en qué se parece?
Primitivo. (Muerto de risa.)—¡En que tiene Pepitas!
El Sardina. (Riendo a todo reir.)—¡Pepitas!... ¡Ja, ja, ja!... ¡Fíjate!... ¡Pepitas!... Claro, San José... de Pepes, Pepitas.
Bonifacio. (Dudando.)—Pos no m’acaba a mí de hacer una gracia loca, la verdá.
La Angustias.—¿Loca...? Ni atontolinada siquiera. Menuda gansá. Amos, que paece mentira que padres de familia, cargaos de miseria y de hijos, se entretengan en esas tontunas.
El Sardina.—Pos poquito que nos reímos.
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Primitivo.—Y pué que lo de anoche tampoco os haga gracia.
Bonifacio.—¿Qué fué?
Primitivo.—Na, que como enfrente del bar la calle hace mucha cuesta y la acera es estrechita, fué el Berruga y a la plancha del alcantarillao, que es de plomo, la dió de jaboncillo, y no pasaba un transeunte que no resbalase y se diese una costalada.
El Sardina.—Y no sus quiero decir ca talegazo la juerga que s’armaba en el bar.
Bonifacio.—¡Pero qué cachos de brutos!
Primitivo.—¡Brutos porque nos divertimos!...
La Angustias.—¡Valiente diversión!
El Sardina.—No vamos a ser como vosotros, que yo no sé si de hacer lápidas u qué, sois una familia más triste que un responso.
Primitivo.—Tenéis una formalidaz que acongoja.
La Angustias.—¿Pos qué querías, mirarnos por detrás y encontrarte con un chascarrillo, como en las hojas d’almanaque?
El Sardina.—Yo, a ti que eres de Cadalso de los Vidrios, hija de un cochero de funeraria, hermana de un calavera, y que encima te llamas Angustias, no te voy a pedir que seas un parque de Recreos. Pero éste... ¡Amos, que paece mentira que haiga nacido en el Portillo de Embajadores, que es la cuna del chirigoteo madrileñista!
Primitivo.—No paeces hijo de Madrid, Bonifacio.
Bonifacio.—¡Alto allá! ¡Yo soy más hijo de Madrid que vosotros!
El Sardina.—No chilles, que te se va a espantar el macho.
Bonifacio.—Y na más. ¡Y las cosas con pruebas, que es lo que vale!
Primitivo.—¡Pero si tú eres más serio que una corbata negra!...
Bonifacio.—Yo soy como me sale del bolsillo. Lo que tiene es que ca uno vive según los prencipios que l’han dao. Vosotros, ¿en qué sus habéis divertido siempre? Pues yo te lo diré. De chicos, en iros porp. 299 las mañanas con los tiradores a matar pájaros a la Moncloa, por las tardes a la pedrea y por las noches, con las estacas, a perseguir gatos por el barrio. Total, a disfrutar haciendo daño. Luego, de mocitos, a correr de calle en calle, atormentando a Garibaldi u a cualisquiera vieja borracha, a tocarles la chepa a los jorobaos y a burlaros de los cojos. A gozar con el dolor del prójimo.
El Sardina.—Hombre, esas son cosas de la juventud.
La Angustias.—Cosas de cafres... Si tuviás tú un hijo con joroba, ¿te gustaría que se rieran de él? ¿No te morirías de pena? Pues ca vez que veas a un lisiao piensa que te está oyendo su madre.
Primitivo.—Amos, Angustias, no te pongas macabra.
La Angustias.—¡Oye, eso de macabra se lo dices a tu suegra!
Primitivo.—¡No es ningún insulto, señor!
La Angustias.—Por si acaso.
Bonifacio.—Y luego, ya de hombres, ¿a qué le llamáis vosotros diversión? Pos a ver destripar caballos en los toros. A marcharse en patrulla armando bronca por los bailes de los merenderos; a acosar por las calles a mujeres indefensas con pellizcos y gorrinerías; a escandalizar en los cines y a insultar a las cupletistas. ¿Y eso es alegría, y eso es chirigota, y eso es gracia...? Eso es barbarismo, animalismo y bestialismo. Y hasta que los hijos del pueblo madrileño no dejen de tomar a diversión todo lo que sea el mal de otro... hasta que la gente no se divierta con el dolor de los demás, sino con la alegría suya... la risa del pueblo será una cosa repugnante y despreciable. Bonifacio Menéndez, ris ras, rubricao.
La Angustias.—Chócate, Boni, que has estao súper.
Primitivo.—Bueno, bueno... (Él y El Sardina se levantan.) Esta Cuaresma te vas a las Carboneras, te pones un bonete, te encaramas al púlpito, y el padre Calpena es un gorrión a tu lao.
Bonifacio.—Pero ¿es que no os he convencido...?
El Sardina.—¡Qué nos vas a convencer!... Lo que tiene es que yo no te desenvuelvo ahora mismo dosp. 300 teorías pa pelarte al rape porque nos están esperando; que si no...
Primitivo.—Es verdá, chiquillo; no m’acordaba. (Mirando el reloj.) Anda, que son las cuatro y media.
Bonifacio.—Pero ¿ande vais tan corriendo?
El Sardina.—Al solar de Vítor el Mengue, que ha organizao unas carreras de cojos, que va a ser morirse de risa.
Bonifacio. (Con asombro.)—¡Carreras de cojos!...
Primitivo.—Na, que ha comprometío al cojo Tranca, a Natalio el Patapalo y a dos u tres cojos más y hacen carreras pa batir el récor de las dos vueltas con muletas y sin ellas. El premio son doce docenas de pájaros fritos y seis frascos de Morapio, que sufraga Indalecio el de la Corrala.
El Sardina.—¿Por qué no te vienes? Verás qué risa.
Bonifacio. (Sonriendo.)—Hombre, mira; ves, eso tiene gracia... ¡Carreras de cojos!... Y dices que pájaros fritos... (Vacila.)
Primitivo.—Tira pa alante. Verás qué tarde pasamos.
Bonifacio. (Se levanta.)—Oye, Angustias, mira, yo voy a acercarme con éstos... No tardo.
La Angustias.—Pero ¿serás capaz de ir...? ¡Tú a divertirte con unos desgraciaos!... ¡Pero no estabas diciendo que si el salvajismo, que si!...
Bonifacio.—Mujer, uno conoce las cosas... Pero, después de tóo, ¿qué culpa tengo yo de que haiga cojos ni de que me gusten los pájaros fritos...? Es el fatalismo humano. Siéntate, que no tardo.
Los tres hombres se alejan riendo. Por el desgarrón de una nube morada brilla un rayo de sol que inunda el lejano cementerio de luz amarilla. La mujer ve alejarse a los hombres, que ríen, y se dibuja en sus labios una sonrisa extraña.
La Angustias. (Sentándose a la puerta de su casa.)—¡Qué hombres!... Será que la vida es así. ¡Conoce uno que no se debe de reir del mal de otro, y como si no!... (Encogiéndose de hombros.) Bueno.
TELÓN
p. 301
Paco el Metralla, un jovenzuelo de mediana estatura, enteco, amarillo, de mirada cínica, muy compuesto, con su traje flamante, sus botas de caña, su corbatita de nudo y su gorrilla inglesa, va con paso resuelto y marchoso Torrecilla del Leal abajo. A poco, atraviesa la calle de Zurita, tuerce por la de la Fe y viene a dar con la del Salitre, frente por frente a la iglesia de San Lorenzo, simpática parroquia enclavada en el riñón del Madrid castizo y jaranero.
Está anocheciendo. El chulillo detiénese en la última esquina. Sus miradas iracundas e inquisitivas, se dirigen a un frontero obrador de plancha, cuya luz ya se ha encendido, y en el que trabajan, sofocadas, alegres y dicharacheras unas cuantas mocitas de garbo.
Paco pasa y repasa por delante del obrador, dejándose ver.
Al reparar en él, se hace un enojoso silencio entre las bulliciosas muchachas; y una de ellas, la más desenvuelta y garbosa, dice con sincera acritud, sacando una plancha del anafre y arrimándosela a la mejilla:—Ya está ahí ese mosca.
—Pos ahora verás—exclama la maestra, y cierra violentamente la puerta vidriera del obrador.—¡Miá que es pelma el niño!—añade iracunda.—Pero ¿qué se habrá creído ese chulo de baile?
Más excitado por el incidente, retorna el bullicio entre aquella alborotadora y femenina juventud, y la voz entonada y firme de una mocita destaca esta copla, llena de punzante ironía:
p. 302Paco, plantado en la esquina, calcula por la indirecta la hostilidad con que es recibido, y al terminar la copla tira con rabia la colilla contra el suelo, haciendo estallar en chispas la lumbre del cigarro, y masculla amenazador:—¡Maldita siá!... ¡Pa que no vayas a la Casa de Socorro esta noche!... No tendría yo lacha. Tú saldrás.
Pasea por la acera con paso desigual y nervioso; se estira la visera de la gorra, se zarandea el chaleco, se afirma el pantalón. Al fin, decidido a esperar, se recuesta en la esquina.
A poco, un nuevo personaje, Gumersindo, el Chulo de Postas, menos joven, pero peor encarado y más cínico que el Metralla, le pone la mano en el hombro cariñosamente.
——
Gumer.—¡Gachó, tú de puntalito!
Paco (Secamente.)—Hola.
Gumer (Mirando con guasa a lo alto.)—Oye, ¿pero es que amenaza ruina esta medianería?
Paco (Con ira.)—Lo que amenaza ruina es que esta noche no duermo yo en mi casa, Gumer.
Gumer.—¿Y eso lo das como novedá?
Paco.—Es que no se lo paso; ¡mialás!... ¡Que la pincho, por mi salú!
Gumer.—Pero, ¿quiés cordinar, ninchi, a ver si te cojo el hilo?
Paco.—Na, hombre... la Nieves.
Gumer.—¿Qué t’ha hecho?
Paco.—Una tontería... ¡Pa diez años de cárcel!
Gumer.—Es una niña de pronóstico. Te lo tengo advertido. En fin, vuelca el talego.
Paco.—Verás qué rica. Pos na: que después de ocho meses de relaciones, que me ha tenío hecho una oveja, sacándola a paseos y cines cuando l’ha dao la gana y haciéndola el favor de llevarla a mi diestra; después de tenerme sacrificao, que me dice “no mires a ninguna”—y tengo que mirar de reojo;—despuésp. 303 que me compra una corbata y me la tengo que poner aunque no me guste... ¡y encima—y esto es lo más horrible—que me he gastao con ella un dineral!...
Gumer.—¿Sobre cuánto?
Paco.—Pos tóo lo que me ha dao en los ocho meses pa que se lo guardara y tres pesetas mías.
Gumer.—¡Qué bárbaro! ¡Estáis echando a perder a las mujeres!
Paco.—Bueno; pos después de esa conduzta modelo—tóo por los cuatro cochinos duros semanales que gana, que me cuesta un triunfo sacárselos,—la llevo el sábado al baile de Provisiones, porque me dijo que quería perfeccionarse en el tuesten, y porque al entrar me distraigo media hora en el guardarropa con la Piñones, va, se atufa, se mete en el salón y se me pone a bailar con el Petaca.
Gumer.—¡Arrea!... ¡Con lo postinoso que es ese pa las mujeres!
Paco.—¡Carcula!
Gumer.—Te sentaría peor que el escabeche pasao.
Paco.—Como que la saqué a la calle y la pegué una bofetá que la salté un diente.
Gumer.—¡Y pué que lo tomara a mal!
Paco.—¿Que si lo tomó?... Que me dijo que habíamos acabao.
Gumer.—¡Qué graciosas! Toas lo mismo. De seguida quién acabar... y el hombre que ya tié arreglaos sus gastos al jornal que le gana una mujer, que se chinche ¿verdá?
Paco.—Yo, de primeras, lo tomé por un dicho de esos de cuando una cosa les da coraje; pero, chiquillo, que nada... que ha estao dos días dándome esquinazo sin venir a planchar; y el jueves pos vino acompañá de un tío municipal que tiene; que no me quise arrimar, porque yo con el Ayuntamiento no tengo valor pa nada.
Gumer.—Haces bien.
Paco.—Y, por último, ayer, pa celebrar el santo de la maestra, se fueron de juergueo al Partidor, al ventorro del Cuevas.
p. 304
Gumer.—Lo he sabido.
Paco.—De que me lo noticiaron, voy y me encamino pa allí con Pepe el Rosca. Lleguemos... ¡y no quiás saber!... Miro y me la encuentro agarrá a un panoli, a la vera de un manubrio, y bailándose otro tuesten.
Gumer.—¡Rediez, cuánto tuesten!
Paco.—¿No es pa quemarse?
Gumer.—¡Pa tener hollín!
Paco.—De que los guilé me dió un vuelco el corazón, y me voy pa ellos, y metiéndoles así la mano por entre los dos pa detenerlos, le digo a él: “¿Me permite usted una vuelta con la socia?” “Pa Carnaval”, me contesta el tío, y siguen girando.
Gumer.—¡Qué boceras!
Paco.—Me quedé helao. Vuelven a pasar, secundo la petición, y me dice que me presente a concurso. Hasta que yo, harto de chuflas, me arranco a él de mala forma y, dándole un manotazo en el hombro, le digo: “¿Pero es que ha heredao usté a esta joven, pollo?” “Sí, señor; me la ha dejao un tío.” “Pues a mí me la va a dejar un primo”; y agarro del brazo a Nieves, y tiro de ella, y va él entonces, arrima su cara a la mía y me estornuda a un milímetro cuadrao de mis narices... y, ¡chiquillo, qué bofetá!
Gumer.—¿Le diste?
Paco.—Viceversa.
Gumer.—¡Él a ti!
Paco.—Que me cogió la acción. Pero cómo me dejaría este carrillo de dormido, que hasta la quinta bofetá no se me empezó a desperezar.
Gumer.—¿Te sopló leña?
Paco.—Sí: pero tú ya me has visto en pelea... ¡Me cegué, me fuí pa él, metí mano, abrí la chaira, le tiré dos viajes!...
Gumer.—¿Y qué?
Paco.—Na, que le vi correr pa la Casa e Socorro y dije: “Le he matao”... pero luego me enteré que es hijo del conserje, y, como vive allí, iba por una estaca. Total, que si no se me llevan hay una desgracia.
p. 305
Gumer.—¿En tu familia?
Paco.—U en la suya. Y escuso decirte, Gumer, que desde que esa mujer me ha hecho esa ación indecorosa yo no duermo...
Gumer.—¿No tiés dónde?
Paco.—Ni vivo... ni como.
Gumer.—Lo creo.
Paco.—Porque, claro, de repente te ves sin cariño...
Gumer.—Y sin veinte pesetas semanales. Si me ha pasao a mí la mar de veces.
Paco.—Por eso te digo; tú ¿qué harías en mi caso, Gumer? Aconséjame.
Gumer.—Hombre, la cosa es grave; porque, claro, tú no te vas a poner a trabajar ahora a la edaz que tienes.
Paco.—Ni lo sueñes. Voy a cumplir los veintitrés. La edad del aprovechen.
Gumer.—Por eso te digo que el asunto es complicao; pero, en fin, te voy a dar una leción que si me llaman a domicilio llevo cinco pesetas por ella.
Paco.—Venga.
Gumer.—Pues atiende. La Nieves, con su proceder asqueroso, te holla dos cosas: te holla tu pundonor y te holla el puchero.
Paco.—Que son casi tres ollas.
Gumer.—Clavao. Por lo tanto, si quiés quedar como un hombrito, la aguardas esta noche, y de que salga la llamas y la planteas el poblema en esta forma: “Apreciable nincha: U sigues las relaciones amorosas con un servidor, u te doy dos tajos en el rostro. A escoger.” ¿Que te dice que sí? pues, dominada ya por el miedo, haces cuenta que te has comprao una burra; ¿que se emperra en que no? pues tiras de navajita y la cortas la cara. Ni más ni menos.
Paco (Con cierto estupor.)—¡Gachó! Pero, ¿y si me llevan a la cárcel?
Gumer.—¡Amos, quita, manús! Estás en primaria. Aquí me tiés a mí, que he pedricao con elp. 306 ejemplo. Por una cosa parecida a la tuya le dí yo dos tajos a la Enriqueta.
Paco.—Ya m’acuerdo.
Gumer.—¿Y qué me pasó?... Pues que, como era delito pasional, a los dos meses asolvido.
Paco.—Pero aquello fué la suerte que tú tienes.
Gumer.—Y la de todos. Por un arrebato pasional le quitas el reló a un amigo y es atenuante.
Paco.—¿Estás seguro?
Gumer.—¿Cómo seguro?... Acuérdate de lo mío.
Paco.—Pero tú estuviste en la cárcel.
Gumer.—Porque se diztó indebidamente auto de prisión. El juez que me atropelló con el auto.
Paco.—Lo que pasa con todos los autos.
Gumer.—Pero, muchacho, se vió la vista causa, y como la seda. ¡Me tocó un Jurao!...
Paco.—¿Bueno?
Gumer.—Ni escogido. El señor Pepe, el Bocas; Quintín, el Churrero; el señor Serapio, el Orejas; Custodio el de la Leoncia; Valentín el Zapa... tóos amigos.
Paco.—Pero, ¿cómo estaban allí esos tíos?
Gumer.—Sí, hombre; es que a los caballeros les gusta que haiga Jurao, pero no quién ir, ¿sabes? y cuando les toca, pos, pa no molestarse, delegan por las cinco pesetas en una colección de sustitutos, del comercio de esta corte, que vagan por los pasillos de las Salesas a lo que cae. Y, claro, yo que me vi con la mar de conocidos en el Tribunal popular, compuesto en su mayoría de elemento vinatero, pues dije: “Sois míos”; y alecionao por el defensor, a la primera pregunta del fiscal empecé a llorar a lágrima viva y a decir que los celos me habían puesto una venda sanguinolenta en los ojos, que la navaja me se había venido sola a la mano y que al cometer el delito me pasó una cosa pasional por el cranio, que yo no sabía si estaba jugando a la brisca o dando puñalás.
Paco.—¡Vaya un raspa!
Gumer.—Y a tóo esto, yo, venga de sollozos, llamándole a la Enriqueta “ser querido”, “arcángelp. 307 de mi juventud”, “primer amor de mi existencia”... y dando convulsiones y diciéndole al relator que me hiciese el osequio de pegarme un tiro en la nuez, que yo no podía vivir después de haber atentao contra aquella mujer “amada y fraudulenta”.
Paco.—¡Chiquillo, es que tú también te usas unas frases!
Gumer.—Hombre, la solenidá era pa ello. Resumen: que si ves el cuadro, la hincas. El público era un puro sollozo; los juraos hicieron charco de tanta lágrima, y el presidente del Tribunal yo creí que se arcidentaba. Gracias que empezó a roncar.
Paco.—¿Se quedó dormido?
Gumer.—Como una rosca. Total: veredizto de inculpabilidaz, sentencia asolutoria, la Enriqueta lisiada pa toa su vida y yo con un cartelito entre las damas desde que salí de la cárcel, que aquí me tienes, vestido, calzao, fumao, comido, bebido, ecétera, ecétera... Porque, dime tú, después de aquello, ¿qué desgraciada le niega a un servidor cinco duros, aunque tenga que sacárselos al Ayuntamiento?
Paco.—¡Gachó, qué suerte!
Gumer.—Táztica y monocle. (Señalándose el ojo derecho.)
Paco.—Eres el Hizdemburge del Sombrerete.
Gumer.—Me has tañao. Por eso te digo, Paco, que sigas mis huellas con la Nieves. U te se somete con jornal y todo, u la pinchas; no seas primo.
Paco.—Sí, estoy resuelto. Tiés razón. (Mirando hacia el obrador.) Calla, que salen.
Gumer.—¡Camará, cuántas vienen!
Paco.—La rodean las compañeras.
Gumer.—Que se han maliciao algo; pero no le hace. Llámala aparte y se lo dices. Conque salú y suerte, ninchi, que yo me voy. (Vase calle abajo, huyendo de la quema.)
Paco (Un poco pálido, acercándose al grupo de muchachas que ha salido del obrador.)—Nieves.
Nieves.—Me llamo.
Paco.—Haz el osequio de venir.
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Nieves.—No me dejan en casa.
Paco.—Nieves, que estoy ciego.
Nieves.—Cómprate un perro.
Las risas de las compañeras excitan a Paco, que coge a Nieves de un brazo y la hace bajar violentamente de la acera, mientras, lívido y tembloroso, saca una navaja. Sin darle tiempo a abrirla, aquel enjambre de mocitas bravías cae sobre él y le desarman, le tiran al suelo y, con llaves, bolsos de mano y puños cerrados, le dan una paliza de órdago a la grande y le dejan en tierra sangrando por boca y narices, entre la rechifla de la gente del barrio, enterada del suceso.
Un guardia de Orden público, que se acerca al escándalo, se lleva a pescozones al Metralla.
Guardia.—Echa pa alante, vividor de mujeres.
Paco.—Guardia, que ha sido por celos... que soy un pasional...
Guardia.—¡Cállate ya, so golfo! La culpa de lo que hacéis la tié el Jurao y na más que el Jurao. Que fuera yo el que sentenciara estas cosas, y ya veríais... ¡¡Os echaba cinco años de presidio por granujas y diez por pasionales!!
TELÓN
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Interior de una taberna establecida en la calle del Peñón, a dos pasos del Campillo de Mundo Nuevo.
Es de noche. El aire de la tasca, enrarecido por el humo de los cigarros, amengua la luz de las débiles bombillas, dando aspecto siniestro a aquellas gentes famélicas y desarrapadas que llenan las mesas.
Se huele a vino, a tabaco, a guisos fuertes.
En el velador de un rincón acaban de comerse unos livianos y de apurar unos quinces, previamente jugados al mus, Baldomero el Bizco, Nicomedes el Soga, el señor Eulalio y el señor Floro.
Pepe el Malagua, dueño del local, les hace los honores osequiándoles con unas limpias de Monóvar.
Se habla a voces de la última cogida de un fenómeno.
De pronto, un poco confuso, suena a lo lejos, en el silencio de la calle, espaciado y solemne, el repiqueteo de la campanilla del Viático. Le sigue, como ruido complementario, el lento rodar de un coche.
En el interior de la taberna se hace un breve silencio. Todos atienden.
El señor Eulalio, un poco indeciso, levanta la mano con disimulo y toca levemente la visera de su gorra.
Una ruidosa carcajada, que se deshace en aspavientos, en muecas de burla, y en soeces interjecciones, es el comentario que pone la reunión a la inofensiva reverencia del pobre anciano.
Señor Floro (Muerto de risa.)—¡Ja, ja, ja..., pos no se iba a quitar la gorra! ¡Ja, ja, ja!...
Señor Eulalio (Un poco avergonzado.)—Hombre, yo...
Baldomero.—¡Amos, quite usté d’ahí, so beata!
Señor Eulalio.—Pero, señores, el que un hombrep. 310 haga una cosa porque tenga ciertos principios, no creo yo que...
Nicomedes.—¡Te conocíamos como peón de mano, pero como santurrona!... ¡Ja, ja, ja!...
Pepe el malagua.—¡Medio siglo haciéndonos creer que se desayunaba con acólitos en pepitoria, y de pronto nos resulta un cofrade!
Señor Eulalio.—¡Hombre, hacer el favor de no insultar!
Señor Floro.—Eulalio, vas camino del jaimismo.
Señor Eulalio (Ya amoscado.)—¡Voy camino de la venta de la... Rubia! ¡Señor... miá tú qué tendrán que ver las narices con el buen tiempo!
Señor Floro (Dando un enérgico puñetazo sobre la mesa.)—Entonces, ¿por qué saludas ante las patrañas eclesiásticas?
Señor Eulalio.—Saludo porque no creo que haga falta la desageración en cosa ninguna. Porque yo no es que pise una iglesia, que eso, Dios me libre...; pero tampoco soy como tú, que porque un día estarnudaste en la calle y te dijeron “Jesús”, tuviste un juicio de faltas. Ni soy como ese, que no pasa un cura por su lao que no le profiera una ofensa, bien oral, bien mímica. Yo no me persigno ni creo en esas pamplinas de santos ni de novenas; pero, señor, una meaja de fe en algo hay que tenerla.
Señor Floro.—¡Fe en el progreso humano!
Todo el concurso (Que queda pendiente de la discusión.)—¡Mu bien!
Señor Eulalio.—Estoy en ello; pero yo lo que te digo, Floro, es que tié que haber un Ser superior, llámese Dios u llámese como se llámese, que haiga formao este Universo que nos cobija.
Señor Floro.—Aquí no hay más Dios ni más ser que la Naturaleza madre y su produzto, que es el hombre, animal soberano y libre; y tóo lo demás que te digan, zanahorias condimentadas.
Señor Eulalio.—¿De forma que tú crees que el mundo se ha hecho solo?
Señor Floro.—De un modo automóvil, sí, señor.
p. 311
Señor Eulalio.—¿Y de dónde ha surgido?
Señor Floro.—Del caos.
Señor Eulalio (Dudando.)—¡Qué caos ni qué cacaos!...
Señor Floro.—Ni más ni menos. ¡Del caos!
Señor Eulalio.—¿Y qué es el caos, vamos a ver?
Señor Floro.—La nada flotante.
Nicomedes (Admirado.)—¡No le coge en una!
Señor Floro.—Y pa que te enteres de lo que no sabes, te diré que este globo terraquio que habitamos no es ni más ni menos que una corteza desprendida de otro planeta que se ha enfriao.
Un oyente.—Iría de verano.
Señor Floro (Muy molesto.)—Al que se chufle cojo una botella y le hago una alusión personal en las narices.
Varios.—Callarse, hombre. (Silencio profundo.)
Señor Eulalio.—Entonces, dime a mí, ¿qué soy yo, vamos a ver?
Señor Floro.—Un mísero gusano dedicao a la albañilería y nacido de la putrefación terraquia.
Señor Eulalio.—¡Arrea! ¿Yo gusano...? Hombre, Floro, dices unas cosas...
Señor Floro.—Chist...; aquí todo se prueba, como en las sastrerías. Ejemplo práztico de tu gusanez. Coges un peazo de queso, lo tiras a ese rincón, vuelves a los quince días y lo encuentras fermentao.
Señor Eulalio.—Eso será si no hay ratas, porque si hay ratas no lo encuentras.
Señor Floro.—Aquí tienen gato. Por eso he puesto el ejemplo. Pues de la misma forma que el queso fermenta y salen gusanos u seres móviles y vividores, lo mismo de la cáscara mundial salieron seres u gusanos, que somos tú y yo, éste y ese, la Inacia, la Tadea y personas que nos acompañan.
Todos.—¡Mu bien!
Un oyente.—Eso no es posible, señor Floro.
Señor Floro.—¿Quién ha graznao esa negativa?
Un oyente.—Servidor; porque si yo creyera que una mujer con unos ojazos y unas formas como lasp. 312 de su cuñada de usté era produzto de un pedazo de queso, yo tiraba una bola. (El auditorio ríe.)
Señor Floro (Amoscado.)—Tiés una cabeza, mi amigo, que la incluyes en un puesto de melones y no desmerece. Estoy filosofeando, y, por lo tanto, hablo en sentido hipotecario, ¿estamos?
Un oyente.—Ah, bueno, usté disimule.
Señor Floro.—No hay de queque. Orejita es lo que hace falta pa saber oir. Y voy a rematar. Por lo tanto, Eulalio, ni hay ser superior, ni cielo, ni purgatorio, ni andróminas de esas. En este mundo no hay nada más que este mundo, donde está todo, lo bueno, lo malo y lo entreverao. Y el día que te mueras vuelves al seno de la tierra materna y te haces polvo, fósforo, gaseosa... nada. ¡He dicho!
Delirantes aplausos y risas soeces acogen las últimas frases del ateo.
El señor Eulalio, reducido al silencio por la explosiva dialéctica de su rival, calla en un rincón.
Otra vez vuelve a oirse la campanilla del Viático, que regresa. Se va acercando, acercando... Al fin, pasa, y, cada vez más lejana, se pierde en el silencio de la calle desierta, seguida del lento rodar del coche.
Aquella pobre gente, a pesar de todo, deja de reir.
Mutación
Interior de una alcoba humilde en una casa pobre.
Son las dos de la madrugada.
En la obscuridad suena el tictac vigilante de un reloj.
Tendidos en una modesta cama, duermen el implacable ateo señor Floro y la señá Felipa, su consocia.
De pronto, el pobre hombre despierta, da un grito agudo y se lleva las manos al lado izquierdo del pecho, incorporándose, lívido y tembloroso.
p. 313Señor Floro.—¡Ay, madre!... ¡Ay, Felipa!
Señá Felipa (Despertando aterrada.)—¿Qué te pasa, Floro? (Enciende la luz.)
Señor Floro.—¡Ay, Felipa, qué dolor! ¡Ay, que me muero!
Señá Felipa.—Pero, ¿qué t’ha dao?
Señor Floro.—¡Ay, que no lo sé!... ¡Ay, que tengo aquí un puñal!
Señá Felipa (Echándose de la cama.)—Pero, ¿dónde?
Señor Floro.—¡Ay, en esta parte!... ¡Ay, que llamen a un médico, que yo no puedo respirar! ¡Ay, Felipa, que es un dolor de costao!... ¡Ay, que yo no sé qué tengo!
Señá Felipa.—¡Por Dios, hombre, no te apures!
Atacado de una aguda neuralgia intercostal, el señor Floro sigue quejándose con amargos lamentos; mientras, la señá Felipa se echa una falda y corre a llamar a los vecinos.
A poco, el cuarto se llena de gente a medio vestir, que anda de un lado a otro, perpleja y estuporizada.
Vecina primera.—Pero, ¿qué ha sido?
Vecino primero.—Pero, ¿qué tienes, Floro?
Vecina segunda.—Debe ser algo que le ha hecho daño.
Vecino segundo.—¿Qué cenaste anoche?
Señor Floro.—¡Ay, que no lo sé!... ¡Ay, que yo me muero!... ¡Salvarme, por lo que más queráis!
Uno.—¡Eso ha sido la mojama!
Una.—¡Pué que sea flato!
Otra.—Hacerle tila.
Otro.—Darle aceite.
Vecino primero.—Ponte boca abajo.
Vecina segunda.—Calienta una franela.
Señá Felipa.—Matías, por Dios, vete a la Casa de Socorro y que venga un médico.
Matías.—Voy en un vuelo. (Sale disparado.)
Dan al enfermo aguas cocidas, unturas; le aplican bayetas, ladrillos calientes...; todo inútil. La violencia del mal no cede. El señor Floro, en el paroxisp. 314mo del dolor, da gritos desesperados y espantosos, revolcándose en la cama.
Señor Floro.—¡Ay, que me muero!... ¡Ay, que no puedo más!... ¡Ay, Virgen del Carmen, quítame este sufrir, por lo que más quieras!... ¡Ay, Dios mío de mi corazón!...
La señá Escolástica, una vieja motejada de beata por la vecindad, se acerca al lecho.
Señá Escola.—Hombre, señor Floro, como tié usté esas ideas, yo no me he atrevido a decirle a usté una cosa... Pero ahora que le oigo a usté mentar a Dios y a la Virgen Santísima, si usté quiere, yo le daré un remedio que se le quita ese dolor en dos segundos.
Señor Floro (Incorporándose. La mira con ojos ávidos.)—¿En dos segundos?... (Abrazándose a ella.) ¡Ay, señá Escola de mi vida, dígamelo usté por su madre, sea lo que sea antes que me muera!
Señá Escola.—Pues que yo tengo unos sellitos de la Virgen de la Paloma, ¿sabe usté...? que se rebuñan un poco, se hacen como una bolita, se tragan en un sorbito de agua, se reza con fe un “Dios te salve María” y al menuto curao.
Señor Floro (Mirándola con angustia.)—¡Ay, señá Escola!... ¡Ay, que yo no puedo hacer eso!
Señá Escola.—Pero, ¿por qué?
Señor Floro.—Mis ideas, que no me dejan.
Señá Escola.—¡Pero no ve usté que si se muere ya no va usté a tener ninguna idea!...
Señor Floro.—¡Ay, señá Escola, no me haga usté ajurar de mi credo, que es no creer en náa!...
Señá Escola.—¡Pues vaya un credo!
Señá Felipa.—¡Amos, Floro, tómate el sello, que dicen que se han visto casos milagrosos!
Señor Floro.—¡Ay, que no puedo!... ¡Todo, menos eso!
Señá Escola.—Pero ¿qué le ha hecho a usté la Virgen de la Paloma?
Señor Floro.—Si no es la Virgen, es Lerroux, que me pondría como un trapo si lo supiera.
p. 315Vecino primero.—¿Y quién se lo va a decir?
Señá Escola.—Hale... traer agua... Aquí tié usté el sello bendito... A tomárselo.
Señor Floro.—¿Pero yo...? ¡Una cosa eclesiástica!...
Señá Felipa.—Tómatelo con fe, Floro.
Señor Floro.—¡Ay, bueno; lo tomaré porque no puedo más de dolor; pero por Dios, no se lo digáis a Pablo Iglesias, que ya no me saludaría!
Señá Escola.—Adentro.
Señor Floro (Después de tomarse el sello.)—¡Ay, ya está...! ¡Ay, Virgen Santa, dispénsame en lo que te haiga faltao; pero quítame esta punzada, que me atraviesa, y en cuanto me levante te llevo un albañil de cera...!
Da un suspiro. Los quejidos son cada vez más débiles. A poco, se duerme. Las mujeres rezan en voz baja.
Mutación
En la calle de la Ventosa se hallan departiendo animadamente el señor Eulalio, insultado la noche antes por clerical en la taberna de la calle del Peñón, y el señor Dimas el Churrero.
El señor Eulalio refiere a su amigo el incidente del Viático, y éste a su vez le pone en autos de la conversión del señor Floro, su vecino, con el detalle del sellito y demás pormenores.
Se despiden. El señor Eulalio sube calle arriba. Al torcer por la de la Paloma se detiene estupefacto, viendo venir al señor Floro, ojeroso y vacilante, camino de la iglesia. Trae un cirio en la mano, cubierto hasta la mitad con un pedazo de papel de periódico.
Señor Eulalio (Atajándole.)—¡Adiós, Floro!
p. 316
Señor Floro (Aterrado.)—¡¡Eulalio!! (No sabe dónde meterse el cirio.)
Señor Eulalio (Sonriendo.)—¿Qué llevas en la manita?
Señor Floro.—Na; que, de paso que voy a la obra, unas vecinas me han dao el encargo de que traiga esta tontería ahí, a esa estupidez de iglesia que hay ahí en la...
Señor Eulalio (Acentuando su sonrisa.)—No te molestes... ¡lo sé todo...!
Señor Floro.—¿Te han contao lo de mi dolor de anoche?
Señor Eulalio.—Y lo del sellito.
Señor Floro (Bajando la cabeza avergonzado.)—Chico. Eulalio, la verdá, me hicieron hocicar; pero es que me vi negro. Creí que la diñaba... ¡Y cuando le ve uno los zancajos a la muerte...!
Señor Eulalio.—¡Qué me vas a decir, Floro...! ¡Yo era peor que tú! Yo te podía dar veinticinco pa cincuenta en custión de ateísmo. ¡Pero amigo, un día—tú sabes la pasión que tengo yo por mi nieta, que no quiero otra cosa en el mundo—, pues fué el angelito y me cogió eso que le dicen la dizteria, que creí que me se moría! Chiquillo... de pensar yo que me iba a quedar sin aquel pispajo que me se agarra a las rodillas toas las tardes cuando vuelvo de la obra, y que es mi único consuelo... Amos, que me dió una angustia interior, por dentro, que dije: “¡Dios mío, si me la salvas, me pongo hábito aunque sea!” ¡Y me la salvó! Por eso anoche, en la taberna, cuando pasaba el Viático, me quité la gorra. Hay que ser agradecido.
Señor Floro.—Tiés razón, Eulalio; dispensa las gansás que te dije.
Señor Eulalio.—Quita, primo; si uno lo comprende todo. Cuando el hombre está bueno y sano y se encuentra en la taberna rodeao de cuatro necios que le ríen las gracias, el hombre es un valiente, que se atreve con tó lo humano y con tó lo divino; pero cuando cambia el viento, y viene la negra, y el dolorp. 317 te mete acobardao y solo en el rincón de tu casa... Será uno tó lo blásfemo que sea; pero yo te digo que no hay quien no levante los ojos pa lo alto y pida misericordia.
Señor Floro.—Esa es la chipén.
Señor Eulalio.—En fin, con decirte que yo ya hasta me persigno por las noches...
Señor Floro (Asombrado.)—¿Y te acuerdas?
Señor Eulalio.—Hombre, como es lo primero que le enseña a uno su madre... Y hago más.
Señor Floro.—¿Qué haces?
Señor Eulalio.—Pues que cuando paso por delante de una iglesia, pa saludar y que no me se burlen los compañeros, me quito la boina y me la sacudo de yeso.
Señor Floro.—A mí me se había ocurrido levantarme la visera de la gorra y rascarme, que también es disimulao.
Señor Eulalio.—Sí, pero eso no tié novedaz.
Señor Floro.—¿Tú crees?
Señor Eulalio.—Se lo he visto hacer a la mar de ateos.
TELÓN
p. 319
Páginas. | |
---|---|
El santo de la Isidra. | 9 |
La pena negra. | 61 |
Las estrellas. | 109 |
El amigo Melquiades o por la boca muere el pez. | 161 |
El Chico de las Peñuelas o no hay mal como el de la envidia. | 227 |
Los pobres. | 289 |
La risa del pueblo. | 295 |
Los pasionales. | 301 |
Los ateos. | 309 |
Nota de transcripción
End of the Project Gutenberg EBook of Sainetes, by Carlos Arniches y Barrera *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK SAINETES *** ***** This file should be named 63019-h.htm or 63019-h.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/6/3/0/1/63019/ Produced by Josep Cols Canals, Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from public domain print editions means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. 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Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: http://www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.