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BIBLIOTECA DE AUTORES CÉLEBRES


I

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OBRAS DE DON JUAN VALERA

DE VENTA EN ESTA CASA

PEPITA JIMÉNEZ; octava edición; un volumen en 12.º2,50ptas.
LAS ILUSIONES DEL DOCTOR FAUSTINO; dos volúmenes en 12.º5»
DAFNIS Y CLOE (traducción del griego); un volumen en 12.º3»
ESTUDIOS CRÍTICOS; segunda edición; tres volúmenes en 12.º9»
DISERTACIONES Y JUICIOS LITERARIOS; dos volúmenes en 12.º6»
CUENTOS Y DIÁLOGOS; un volumen en 12.º2,50»
ALGO DE TODO: un ídem íd.2,50»
PASARSE DE LISTO; un ídem íd.2,50»
POESÍA Y ARTE DE LOS ÁRABES EN ESPAÑA Y SICILIA (traducción del alemán); tres volúmenes en 12.º9»
DOÑA LUZ; un volumen en 8.º2,50»
TENTATIVAS DRAMÁTICAS; un ídem íd.2,50»
CANCIONES, ROMANCES Y POEMAS; un ídem íd.5»
CUENTOS, DIÁLOGOS Y FANTASÍAS; un ídem íd.5»
NUEVOS ESTUDIOS CRÍTICOS; un ídem íd.5»
PEPITA JIMÉNEZ y EL COMENDADOR MENDOZA; un ídem íd.5»
DOÑA LUZ y PASARSE DE LISTO; un ídem íd5»
APUNTES SOBRE EL NUEVO ARTE DE ESCRIBIR NOVELAS; un tomo en 8.º de 263 páginas3»

Á la primera serie de las Cartas americanas de D. Juan Valera seguirá muy en breve un tomo conteniendo poesias inéditas del gran poeta D. José Zorrilla.

Para los tomos sucesivos de esta Biblioteca contamos con obras de los Sres. D. José Zorrilla, don Juan Facundo Riaño, D. Gaspar Núñez de Arce, don Manuel del Palacio, D. Ramón Rodriguez Correa, D. Jacinto Octavio Picón, D. Salvador Rueda y otros.

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BIBLIOTECA DE AUTORES CÉLEBRES

CARTAS AMERICANAS

DON JUAN VALERA

PRIMERA SERIE



MADRID
FUENTES Y CAPDEVILLE
——
M DCCC LXXXIX


{iv}

ES PROPIEDAD

MANUEL MINUESA DE LOS RÍOS, IMPRESOR
Miguel Servet, 13—Teléfono 651
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AL ÍNDICE

Al Excmo. Señor

Don Antonio Cánovas del Castillo

Mi querido amigo: Como pobre muestra de la buena amistad que, desde hace años, me une á Ud., y de la gratitud que le debo por el benigno prólogo que escribió para mis novelas, dedico á Ud. este librito, donde van reunidas algunas de mis cartas sobre literatura de la América española.

Espero que sea Ud. indulgente conmigo y que acepte gustoso la ofrenda, á pesar de su corta ó ninguna importancia.

Yo entiendo, sin afectación de modestia, que mi trabajo es ligerísimo; pero la intención que me mueve y el asunto de que trato le prestan interés, del cual Ud., que con tanto fruto cultiva la historia política de nuestra nación, sabrá estimar el atractivo.

Breve fué la preponderancia de los hombres de nuestra Península en el concierto de las cinco ó seis naciones europeas que crearon la moderna civilización y por toda la tie{vi}rra la difundieron; mas, á pesar de la brevedad, la preponderancia fué gloriosa y fecunda. Completamos casi, gracias á navegantes y descubridores atrevidos y dichosos, el conocimiento del planeta en que vivimos; ampliando el concepto de lo creado, despertamos é hicimos racional el anhelo de explorarlo y de explicarlo por la ciencia; abrimos y entregamos á la civilización inmensos continentes é islas; y luchamos con fe y con ahinco, ya que no con buena fortuna, porque la excelsa y sacra unidad de esa civilización no se rompiera.

Nuestra caída fué tan rápida y triste como portentosa fué nuestra elevación por su prontitud y magnificencia. Tiempo há que usted, con tanto saber como ingenio crítico, procura investigar las causas. Yo, por mi parte, ora me inclino á imaginar que lo colosal del empeño nos agotó las fuerzas; ora que por combatir en favor de principios que iban á sucumbir, sucumbimos con ellos; ora que la perseverante energia de la voluntad nos dió el imperio, en momento propicio, cuando por la invención de la pólvora y de la imprenta prevalecieron las calidades del espíritu sobre la fuerza material y bruta; imperio, que perdimos pronto, cuando vino á prevalecer otra fuerza, también material, aunque más alambicada: la que nace de las riquezas, creadas por la industria y por el trabajo metódico, bien ordenado, y combinado con el ahorro, en todo lo cual no descollamos nunca.{vii}

No son mías, sino en muy pequeña parte, esta atrevida opinión y esta más atrevida explicación de tan alto punto histórico: son de aquel discretísimo fraile dominicano Tomás Campanella, que dice: At postquam astutia plus valuit fortitudine, inventaeque typographiae et tormenta bellica, rerum summa rediit ad hispanos, homines sane impigros, fortes et astutos.

Como quiera que sea, nuestra decadencia llegó, á mi ver, á su colmo, en el primer tercio de este siglo, cuando acabó de desbaratarse el imperio que habíamos fundado, naciendo de la separación de las colonias muchas independientes Repúblicas.

Continuas guerras civiles, y estériles y sangrientas revoluciones, aquí y allí, nos trajeron á tan mísero estado, que nuestros corazones se abatieron, y del abatimiento nació la recriminación desdeñosa.

Los americanos supusieron que cuanto malo les ocurría era transmisión hereditaria de nuestra sangre, de nuestra cultura y de nuestras instituciones. Algunos llegaron al extremo de sostener que, si no hubiéramos ido á América y atajado, en su marcha ascendente, la cultura de Méjico y del Perú, hubiera habido en América una gran cultura original y propia. Nosotros, en cambio, imaginamos, ya que las razas indígenas y la sangre africana, mezclándose con la raza y sangre españolas, las viciaron é incapacitaron; ya que bastó á los criollos el pecado{viii} original del españolismo para que, en virtud de ineludible ley histórica, estuviesen condenados á desaparecer y perderse en otras razas europeas, más briosas y entendidas.

El mal concepto que formamos unos de otros, al transcender de la desunión política, estuvo á punto de consumar el divorcio mental, cimentado en el odio y hasta en el injusto menosprecio.

Miras y proyectos ambiciosos, renacidos en España, en ocasiones en que esperábamos salir de la postración, como los conatos de erigir un trono, en el Ecuador ó en Méjico, para un príncipe ó semipríncipe español, y empresas y actos impremeditados, como la anexión de Santo Domingo, la guerra contra Chile y el Perú y la expedición á Méjico, aumentaron la malquerencia de la metrópoli y de las que fueron sus colonias.

Durante este período, si la cultura inglesa hubiese sido más comunicativa, hubiera penetrado en las repúblicas hispano-americanas; pero no lo es, y así apenas se sintió su influjo. Francia, por el contrario, ejerció poderosamente el suyo, que es tan invasor, é informó el movimiento intelectual y fomentó el progreso de la América española, aunque sin borrar, por dicha, ni desfigurar su ser castizo y las condiciones esenciales de su origen.

Hoy parecen ó terminados ó mitigados, tanto en América como en España, aquella fiebre de motines y disturbios, y aquel desa{ix}sosiego incesante de la soldadesca, movida por caudillos ambiciosos, no siempre ilustrados y capaces, y aquel malestar que era consiguiente.

Más sosegados y menos miserables, así los pueblos de la América española como los de esta Península, se observan con simpática curiosidad, deponen los rencores, confían en el porvenir que les aguarda; y, sin pensar en alianzas ni confederaciones que tengan fin político práctico, pues la suma de tantas flaquezas nada produciría equivalente á los medios y recursos de cualquiera de los cuatro ó cinco Estados que predominan, piensan en reanudar sus antiguas relaciones, en estrechar y acrecentar su comercio intelectual, y en hacer ver que hay en todos los países de lengua española cierta unidad de civilización que la falta de unidad política no ha destruído.

Así va concertándose algo á modo de liga pacífica. Para los circunspectos y juiciosos es resultado satisfactorio el reconocer que la literatura española y la hispano-americana son lo mismo. Contamos y sumamos los espíritus, y no el poder material, y nos consolamos de no tenerle. Todavía, después de la raza inglesa, es la española la más numerosa y la más extendida por el mundo, entre las razas europeas.

A restablecer y conservar esta unidad superior de la raza no puede desconocerse que ha contribuído como nadie la Academia Es{x}pañola. Las Academias correspondientes, establecidas ya en varias Repúblicas, forman como una confederación literaria, donde el centro académico de Madrid, en nombre de España, ejerce cierta hegemonía, tan natural y suave, que ni engendra sospechas, ni suscita celos ó enojos.

En esta situación, se diría que nos hemos acercado y tratado. Apenas hay libro, que se escriba y se publique en América, que no nos le envíe el autor á los que en España nos dedicamos á escribir para el público. Yo, desdo hace seis ó siete años, recibo muchos de estos libros, pocos de los cuales entran aún en el comercio de librería, aquí desgraciadamente inactivo.

Cualquiera que procure darlos á conocer entre nosotros, creo yo que presta un servicio á las letras, y contribuye á la confirmación de la idea de unidad, que persiste, á pesar de la división política.

La América española dista mucho de ser mentalmente infecunda.

Desde antes de la independencia compite con la metrópoli en fecundidad mental. En algunos países, como en Méjico, se cuentan los escritores por miles, antes de que la República se proclamase. Después, y hasta hoy, la afición á escribir y la fecundidad han crecido. En ciencias naturales y exactas, y en industria y comercio, la América inglesa, ya independiente, ha florecido más; pero en letras es lícito decir sin jactancia que, así{xi} por la cantidad como por la calidad, vence la América española á la América inglesa.

Tal vez se acuse á la América española de exuberancia en la poesía lírica; pero ya se advierten síntomas de que esto habrá de remediarse, yendo parte de la savia que hoy absorbe el lirismo á emplearse en vivificar otras ramas del árbol del saber y del ingenio. La crítica, la jurisprudencia, la historia, la geografía, la lingüística, la filosofía y otras severas disciplinas cuentan ya en América con hábiles, laboriosos y afortunados cultivadores. Baste citar, en prueba, y según acuden á mi memoria, los nombres de Alamán, Calvo, García Icazbalceta, Bello, Montes de Oca, Rufino Cuervo, Miguel Antonio Caro, Arango y Escandón, Francisco Pimentel, Liborio Cerda y Juan Montalvo.

Mis cartas carecen de verdadera unidad. Son un conato de dar á conocer pequeñísima parte de tan extenso asunto. Las dirijo á autores que me han enviado sus libros. No son obra completa, sino muestra de lo que he de seguir escribiendo, si el público no me falta. Como noticias y juicios aislados, sólo podrán ser un día un documento más para escribir la historia literaria de las Españas en el siglo presente. Porque las literaturas de Méjico, Colombia, Chile, Perú y demás repúblicas, si bien se conciben separadas, no cobran unidad superior y no son literatura general hispano-americana, sino en virtud{xii} de un lazo, para cuya formación es menester contar con la metrópoli.

En fin, tal cual es este librito, yo tengo verdadera satisfacción en dedicársele á Ud., aprovechando esta ocasión de reiterarle el testimonio de la gratitud que le debo y de la amistad que siempre le he consagrado.{1}

CARTAS AMERICANAS

SOBRE VÍCTOR HUGO

27 de Febrero de 1888.

Á UN DESCONOCIDO

Muy señor mío: La carta que Ud. me dirige, ocultando su nombre, llegó á mi poder pocos días há con el periódico en que viene inserta, La Miscelánea, revista literaria y científica que se publica en Medellín, república de Colombia. A pesar de lo indulgente, fino y hasta cariñoso que está Ud. conmigo, lo cual me lisonjea en extremo, no he de negar, aunque lo achaque Ud. á soberbia, que me han dolido sus impugnaciones y que me siento picado y estimulado á replicar á ellas. Ya hace meses que recibí otra revista colombiana, que también me impugnaba y por el mismo motivo. El que escribió este otro artículo en contra mía y le publicó en la revista de Bogotá titulada El Telegrama, daba su nombre: era el Sr. Rivas Groot, á quien debe Ud. de conocer.

A él y á Ud. voy á contestar en esta carta, á ver si logro justificarme.

No es posible que Ud. se figure bien cuánto nos halaga, á los que en esta Península, donde{2} se lee poquísimo, nos dedicamos á la literatura, que por esas regiones transatlánticas nos lean ustedes y nos hagan algún caso.

Así es que deseamos conservar el buen concepto en que Uds. tan generosamente nos tienen, y defendernos de cualquiera inculpación que tire á menoscabarle.

Usted y el Sr. Rivas Groot me acusan de Zoilo; de que procuro rebajar el mérito de Víctor Hugo. Pero aunque fuera así, ¿es Víctor Hugo inexpugnable y está por cima de toda crítica? Los fallos que se han dado en su favor, ¿son tan sin apelación que le dejen más á salvo de todo ataque que á Calderón ó á Shakspeare, pongo por caso? Pues bien: el valor de estos dos insignes poetas ha sido de harto distinta manera ponderado y tasado. ¿Qué distancia no hay entre el mediano aprecio que concede Sismondi á Calderón y la idolatría con que le veneran Schack y ambos Schlegel? ¿Seguiremos á Voltaire y á Moratín, ó á Emerson y á Carlyle, para marcar los grados de entusiasmo que debe inspirarnos el autor de Hamlet?

La verdad es que si hay una inconcusa filosofía del arte, una estética perenne, no se funda en ella hasta ahora ningún inalterable código universal, ó sea ordenada recopilación de reglas con sujeción á las cuales se ejerza la crítica. Y aun dado que el código exista, yo creo que ha de ser difícil de interpretar y de aplicar, cuando tanta discrepancia se nota en los juicios, no ya sobre un singular autor, sino sobre siglos enteros de la literatura de todas las naciones.{3}

Hasta hace pocos años la critica ilustrada afirmaba que casi toda literatura era bárbara é insufrible, salvo en los cuatro siglos de Pericles, Augusto, León X y Luis XIV, á los cuales correspondían las cuatro Poéticas de Aristóteles, Horacio, Vida y Boileau. Ahora hemos venido á dar en el extremo contrario. El Mahabarata, el Ramayana, los Edas y el Nibelungenlied, parecen á muchos mejor que la Eneida, y el Minnegesang mejor que las Odas de Píndaro y del Venusino.

Sin duda que se ha adelantado mucho en Estética. Sin duda que la erudición ha traído de remotos países ó ha desenterrado del polvo de las Bibliotecas ignorados tesoros literarios. Idiomas, civilizaciones enteras, himnos, dramas, epoyeyas, todo ha vuelto á la luz. Ha habido y hay renacimiento universal y cosmopolita. Pero ¿no recela Ud. que tanta novedad nos deslumbre y atolondre? ¿No podremos decir, citando lo del antiguo romance,

Con la grande polvareda
Perdimos á don Beltrane?

Y este don Beltrane, en el caso presente, ¿no será quizás el sentido común, ó, mejor dicho, el recto y reposado juicio?

La crítica antes no era tan profunda: no se fundaba en filosofías, que el crítico á menudo no entiende, sino que se fundaba en cualquiera de las cuatro ya citadas Poéticas, ó en todas ellas, á cuyos preceptos, convengo en que muy literalmente interpretados, solía ceñirse el que critica{4}ba; pero hoy se va éste por los cerros de Úbeda, arma un caramillo de sutilezas, abre abismos rellenos de inefables sentimientos y pensamientos, y se empeña en convencernos de todo lo que se le antoja, haciéndonos tragar como sublimidades mil rarezas y como maravillas del genio mil extravagancias.

Contra estas extravagancias y rarezas, que yo no quiero tragar, y de cuya bondad no logra nadie convencerme, es contra lo que yo voy. A Víctor Hugo, aunque abunda en ellas como el conjunto de mil autores de los más extravagantes, yo le celebro, tal vez en demasía. Yo he llegado á decir que pongo á Víctor Hugo en el trono como rey de los poetas de nuestro siglo por su fecundidad, por su pujanza de imaginación y por otras prendas, si bien Goethe era más profundo y más sabio; y Leopardi, que también sabía más, era más elegante, y más sentido, y más limpio y hermoso en la forma; y Manzoni y Whittier y Quintana, más firmes, constantes, fieles y sinceramente convencidos en sus opiniones y doctrinas; y Zorrilla, más espontáneo, más rico de frescura y menos dado á rebuscar pomposidades enormes para llamar la atención.

Sin rayar en delirio no se puede hacer mayor elogio de Víctor Hugo, á pesar de las cortapisas. Ni Ud. ni el Sr. Rivas Groot debieran ponerme pleito, sino los aficionados de Espronceda, de Heine, de Shelley, de Byron, de Moore, de Tennyson, de Garrett, de Miskiewicz, de Lermontoff, de Puschkin y de tantos otros á quienes dejo tamañitos.{5}

Y no hay contradicción en mí, como supone el Sr. Rivas Groot. Si hay contradicción, está en la misma naturaleza de las cosas. Ni yo me contradigo elogiando en general y tratando luego, en los pormenores, de hacer añicos el ídolo que he levantado. El ídolo quedaría en pie, aunque de mi voluntad dependiese derribarle; pero lo que hay en él de feo y de deforme no se lo quitarán de encima sus más elocuentes adoradores.

¿Fué ó no fué Góngora un excelente é inspirado poeta? ¿Quién se atreverá á negar que lo fué? Sus romances, sus letrillas, algunos sonetos, la canción á la Invencible Armada, dan de ello claro é irrefragable testimonio. Hasta en el Polifemo y en las Soledades su ingenio resplandece. Pero ¿será menester, á fin de no incurrir en contradicción, cerrar los ojos y no ver los desatinos, las extravagancias y el perverso gusto que afean las Soledades, el Polifemo y otras obras de mi egregio paisano?

Hágase Ud. cuenta de que Víctor Hugo es algo semejante: es un Góngora francés de nuestros días. Ha escrito más que Góngora, y ha tenido más aciertos, y ha creado más bellezas que Góngora; pero también ha dicho muchísimos más disparates. Si me pusiera yo á sacarlos á relucir, ni en cuatro ó cinco tomos gordos lo conseguiría. Me remito, por lo tanto, y para abreviar, á los que ya puse en mis Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas. Si todo lo citado allí no es desatinado, por la forma ó por el fondo, ó por forma y fondo á la vez, sin duda que soy yo el desatinado, y no discuto y me doy por vencido.{6} Al público imparcial y juicioso apelo. Aquí sólo voy á replicar á las razones que da Ud. para demostrar que dos ó tres de esas frases, que cito yo como grotescas, encierran pensamientos profundos y son como un pozo de insondables filosofías.

Á Nuestro Señor Jesucristo se le representa simbólicamente bajo el nombre de león y bajo la figura de cordero. Es el León de Judá, es el Cordero de Dios, que lleva los pecados del mundo; pero ambos nombres están ya consagrados: por cerca de veinte siglos el de cordero, y el de león por mucho más: lo menos desde los tiempos de Isaías. Ambos nombres de león y de cordero responden á un simbolismo propio de las lenguas y costumbres del antiguo Oriente. Y en el día de hoy no chocan, antes gustan, bien empleados, aunque no se apliquen á Cristo. De un militar animoso y fuerte se dice que es un león, y de un joven inocente y manso se puede decir, en son de elogio, que es un cordero. Pero, señor desconocido, por las ánimas benditas, ¿habilita esto y faculta á nadie para llamar también á Cristo inmensa lechuza de luz y de amor, aunque en francés sea más eufónico que en castellano el nombre de lechuza? Las comparaciones de dioses, de héroes, de semidioses y hasta de hombres con animales no se aguantan hoy, ni se oyen sin risa, como no sean de las ya consagradas por miles de años, ó de las que se hacen con suma habilidad, entre las cuales no es posible poner la de lechuza aplicada á Cristo, aunque la lechuza sea emblema de vigilancia, de sabiduría y de otras cosas muy esti{7}mables. En lo antiguo había cierta candidez que consentía esto; pero ¿cómo tomar hoy la misma venia? Homero compara á los guerreros á las moscas, que acuden á un tarro de leche, y á las grullas, que van á combatir á los pigmeos, y compara á Ulises con un carnero lanudo, y á Ayax, defendiendo el cuerpo de Patroclo, á pesar de tanto troyano como embiste y cae sobre él, á un burro terco y hambriento, que sigue pastando, á pesar de los muchos villanos armados de estacas que le sacuden para alejarle del pasto. Todo esto es precioso, y nos hace muchísima gracia en Homero; pero ¿quién no se burlaría ó se indignaría si comparásemos hoy á Napoleón I á un carnero lanudo, y á Daoiz y á Velarde, que se defienden con igual obstinación que Ayax, á lo mismo que Homero compara á Ayax?

Además, Víctor Hugo no se limita á comparar. Con su estilo enfático hace más: transforma. No es Cristo como una lechuza ó semejante á una lechuza, sino que es lechuza.

Sobre otra de mis citas trata Ud. de darme una lección, pero sin motivo. El vocablo francés crachat significa vulgarmente placa de comendador ó de caballero gran cruz. Convenido. ¿Cómo he de ignorar yo esto, por poquísimo francés que sepa? Lo que me sucedió es que al traducir

L’univers étoilé est un crachat de Dieu,

hallé más grotesca aún la traducción que usted hace que la que yo hice.{8}

Yo no podía figurarme al Padre Eterno de uniforme, con sus grandes cruces colgando, y hasta con espadín y sombrero de tres picos. Vea usted por qué no traduje que el cielo estrellado era la placa de Dios. Pase porque sea el cielo estrellado el manto de Dios, su vestidura, su túnica; pero su crachat....., vamos, esto es ya demasiado. Todavía, á pesar del alto concepto metafísico y todo espiritual que hoy tenemos de Dios, se consiente que, por la larga costumbre, nos le representemos, valiéndonos de imagen material, como un anciano venerable, con luengas y flotantes vestiduras. Lo que no se puede sufrir es representarle con uniforme de ministro y con placas, aunque sean estas placas soles. Sin duda que uniforme y placas tan desmedidos tienen cierta sublimidad matemática, y corresponden á la inmensidad de Dios por lo extenso; pero hay bastante grosería materialista y risible en figurarse á Dios así, como un ser excesivamente corpulento y vestido á la moda de nuestros días.

Además, habiendo en francés la palabra placa, valerse de la palabra crachat, más innoble y muy anfibológica, me pareció tan fuera de lo que se usa, que no quise yo persuadirme de que Víctor Hugo hacía de Dios un Monsieur décoré. Entendí, pues, que la intención de Víctor Hugo era la de buscar, no la sublimidad matemática extensa, sino la sublimidad dinámica, y traduje suavizando, y aun creo que no traduje mal, El cielo estrellado es un esputo de Dios. La imagen tiene de esta suerte sabor á poema indio, y hace más grande y poderoso á Dios escupiendo el mundo{9} que llevándole colgado en el uniforme como una venera.

Más natural que llevar colgado el universo, es en un Dios creador lanzarle de su boca. Algo, aunque al revés, recuerdo yo haber leído en el Ramayana. Siva, el dios destructor, se encoleriza contra los sesenta mil hijos del rey Sagara y de su legitima esposa Sumatis, hermana de Garuda, rey de los pájaros, porque estos príncipes han hecho doscientas mil insolencias y travesuras, y, sin respeto ni consideración á las tortugas y elefantes colosales que sostienen la pesadumbre del mundo, han bajado al abismo. Entonces Siva da un resoplido con las narices, y los sesenta mil héroes quedan reducidos á ceniza.

En edades primitivas, cuando, para el vulgo al menos, la idea de la Divinidad tenía no poco de infantil, es esto extremadamente sublime; pero en nuestra edad, el poeta que nos quiera representar á Dios valiéndose de imágenes materiales, por gigantescas que sean, se expone, á mi ver, á dar en lo ridículo al ir á buscar lo sublime.

En resolución, y como Ud. mismo declara, yo elogio mucho á Víctor Hugo. La diferencia entre usted y el Sr. Rivas Groot por un lado, y yo por otro, está en que yo le elogio á pesar de sus pecados, y Ud. y su compatriota encarecen el elogio hasta declararle impecable.

Acaso consista esta diferencia en que Ud. se deja guiar en sus juicios por una estética muy encumbrada, mientras que yo, aunque gusto de la estética, y creo que para cierta crítica afirmativa es indispensable, todavía estimo los anti{10}guos preceptos de las Poéticas, fundadas sólo acaso en el sentido común, en el buen gusto y en la observación y el estudio, y creo que dichos preceptos, si no valen para descubrir bellezas y sublimidades, son infalibles y seguros en lo tocante á señalar los verdaderos defectos. Y es indudable que estos defectos deben señalarse, sobre todo en los autores famosos, á quienes suelen imitar los que empiezan, imitando con más frecuencia los extravíos, porque son más fáciles de imitar.

Sólo me queda por decir que agradezco á usted mucho las muestras de afecto y de estimación que me da en su carta, la cual, aunque no sea sino por esto, no he querido dejar sin contestación.{11}

EL PERFECCIONISMO ABSOLUTO

12 de Marzo de 1888.

Á D. Jesús Ceballos Dosamantes

I

Muy estimado señor mío: Con grande contento y satisfacción de amor propio he recibido la carta de Ud. y el ejemplar, que la acompañaba, del interesante libro que Ud. acaba de publicar en esa ciudad de México, y cuyo título es El perfeccionismo absoluto. Bases fundamentales de un nuevo sistema filosófico.

Harto bien comprendo el enorme disgusto de usted, después de haber condenado todas las creencias de sus mayores, renegado de ellas y quedándose sin fe en nada, sin religión y sin filosofía. Pero si lo que Ud. piensa ahora no es ilusión, nunca el refrán no hay mal que por bien no venga pudo ser traído más á cuento. Lícito es afirmar entonces que la tristísima situación de ánimo en que Ud. se puso, sus dudas y negaciones ultracartesianas, y el vago y vacilante punto de apoyo que sólo sostenía, al borde de un abismo el inseguro ingenio de Ud., fueron á modo de{12} trampolín, que dió empuje á dicho ingenio para brincar y encaramarse á una altura adonde en balde han aspirado á subir los sabios, desde Pitágoras, ó desde mucho antes, hasta nuestros días.

El triunfo de que Ud. se jacta es tan estupendo, es tan soberbio el eureka de Ud., y es tan precioso el hallazgo, que no ha de extrañar Ud. ni tomar á mal que yo dude de todo y no acepte nada sin examen. Usted me honra y me lisonjea mucho consultándome; pero me consulta á titulo de escéptico, y yo desempeñaría pérfidamente mi papel si no mostrase mi escepticismo, en lo esencial al menos.

En lo restante, para no pecar de prolijo, voy á convenir con Ud., y aun voy á ir más allá: voy á dar por demostrado é innegable, así lo que Ud. supone descubierto ya por la ciencia experimental, como las hipótesis plausibles que Ud. aventura.

De esta suerte, Ud. y yo coincidiremos en la idea que de todo el universo formamos, y en la marcha que siguen cuantas cosas hay en él, y principalmente el humano linaje, aproximándose cada vez más á la perfección.

Yo sé poquísimo de ciencias naturales y exactas; pero el saber de los otros suplirá mi saber, y yo me fiaré de lo que Ud. y otros aseguren, y lo tomaré por cierto.

No es del caso entrar en pormenores. Voy á decir, en resumen, lo que tenemos averiguado.

En el espacio infinito hay innumerable muchedumbre de soles. Poco nos importa determinar aquí si estos soles giran en torno de otros soles{13} centrales, se están quietos, ó qué es lo que hacen. Nuestro sol, que es medianejo, no ha de ser privilegiado ni el único que gaste el lujo de tener planetas y cometas. Luego habrá de fijo planetas y cometas en otros soles, y cada uno de ellos formará un sistema solar. Como el globo en que vivimos, con ser bastante ruin, tiene plantas, animales y hombres, no podemos negar, sin injusticia y sin soberbia, plantas, animales y hombres á los otros planetas de nuestro sol, y á los planetas de otros soles, y á los soles mismos. El modo de vivir, los usos y costumbres y el ser orgánico de los vivientes serán muy diversos en cada astro, porque el clima debe de serlo también; pero en cuanto á entender y á discurrir, por todas partes habrá identidad. En todas partes, tres y dos serán cinco; dos cosas iguales á una tercera, serán iguales entre sí; nada podrá ser y no ser al mismo tiempo, etc.

En lo que nos diferenciaremos será en la cantidad y no en la calidad del entendimiento. Podemos presumir que en tal planeta están más atrasados que en éste, y en tal otro están más adelantados. Y podemos presumir también que hay castas de animales racionales, en otros planetas, superiores por naturaleza á los que aquí hay; ya que, aun aquí mismo, en la tierra, hay castas de hombres más listos y capaces que otros, pues no hemos de negar que los ingleses, por ejemplo, son, hasta por naturaleza, y no sólo por educación, superiores á los zulúes.

Dadas ya esta variedad y abundancia de seres que vemos, columbramos ó suponemos, y con{14} asiento nosotros en este teatro, donde asistimos á un espectáculo que no tiene fin, ni en el espacio, ni en el tiempo, ó, si le tiene, va más allá ese fin de la más audaz imaginación y no sólo de los ojos, tratemos de explicar el origen del espectáculo mismo, si origen tuvo, y cuál podrá ser su término ó su desenlace, si alguna vez le tiene. Si hacemos bien esto, construiremos, sin duda, una filosofía verdadera, y por lo tanto perenne, lo cual no será sólo para mera curiosidad, sino será asunto de inmenso interés para todos los hombres, ya que nos hará ver claro cuál es nuestro destino futuro y las causas y propósitos de cuanto existe.

Yo creo que, á pesar del telescopio y del espectroscopio, no estamos aún muy al corriente de lo que pasa en el universo, y que, por arte experimental ó de observación, sólo conocemos del universo un mezquino rinconcillo, y éste mal y de modo somero. Me allano, no obstante, á aceptar con Ud. lo que Ud., no por experiencia, sino por analogía infiere, y doy por verdad el progreso como ley cósmica.

Dice Ud. que nada sale de la nada, y que la sustancia, la materia prima, lo que es, llámese como se llame, existe ab aeterno. Sea así. Aunque se me ocurre una grave dificultad, no quiero reparar en ella. Toda la sustancia ha estado en el caos hasta que el universo empezó á formarse. Salió del caos el calor, salió la luz y empezó el progreso. Si supusiésemos ó imaginásemos que antes de este universo progresivo, y antes del caos, hubo algún otro universo que volvió á di{15}cho caos, todo nuestro sistema se hundiría. Adiós, progreso seguro, infalible y sin fin. Así como pudo destruirse otro universo anterior, podría éste destruirse también, y entonces todas nuestras esperanzas de inmortalidad saldrian hueras. Volveríamos al caos todos. Decidamos, pues, que no ha habido ni podido haber otro universo sino el presente, y que antes de él sólo hubo caos eterno, hasta que, hará un millón, un billón ó más de años, se le antojó al caos organizarse, convertirse en universo y ser progresista.

Aquí tropiezo con otra dificultad; pero voy á dar un rodeo para pasar adelante y no quedarme atascado en medio del camino.

En el caos estaban, en potencia, en germen, el calor, la luz, la vida, la inteligencia, la conciencia, etc.; pero desde el germen al desarrollo, desde la potencia al acto, hay una distancia, hay un abismo que no se rellena con el tiempo sólo. Por muchísimos siglos que pongamos entre un ser que casi es no ser, entre el caos ó la materia prima y el universo de ahora, no pondremos puente, y será menester dar un salto audaz é inexplicable.

En el caos estaba el germen de todo, como en la bellota está el germen de la encina; pero, así como la bellota se quedará bellota y no llegará á ser encina nunca si no le dan jugos la tierra, el agua y el aire, y luz y calor el sol, así también el caos se hubiera quedado caos sin algo extraño que moviese sus gérmenes. Ponga Ud. el caos como quien pone un huevo; pero, si alguien no le empolla, huevo se quedará y no saldrá de él{16} pajarillo. Repito, con todo, que yo soy de buen componer, y hago la vista gorda, y paso porque el caos, por sí y ante sí, sin nada de fuera que lo sacuda, tiene en un momento memorable el capricho de organizarse y de dejar de ser caos.

Lo primero que el caos saca entonces de sí mismo es una cosa que Ud. llama agente cósmico ó causa creadora, como si dijéramos, un demiurgo.

Raro é inexplicable ser es este demiurgo. Tiene poder é inteligencia, y no es persona. Desde que aparece hasta hoy, su inteligencia y su poder van creciendo, pero sin llegar nunca á la personalidad y á la conciencia. La conciencia y la personalidad sólo aparecen en nosotros y sólo están en nosotros: los hombres.

Mucho queda que andar al caos y al demiurgo ó agente cósmico, que en él reside, para llegar á producirnos, á nosotros, seres humanos. Dejo de señalar aquí los pasos que dan caos y demiurgo; y si alguien quiere saberlos, le remito á la Historia de la creación de los seres organizados, donde Ernesto Haeckel lo explica todo con tanta puntualidad y exactitud como si hubiera seguido la pista al demiurgo y hubiera presenciado sus hábiles é inteligentes, aunque inconscientes, operaciones.

Baste saber en compendio que, allá en la edad primordial, nuestro padre común fué el protoplasma, organismo sin órganos: un moco, con perdón sea dicho. Este moco, que no era moco de pavo, va progresando, á través de las edades, y llega á ser gusano, con forma de saco. A fuer{17}za de trabajar y luchar por la vida, consigue luego el gusano tener vértebras, pero sin cráneo ni sesos aún. Luego se proporciona cráneo y sesos. Más tarde adquiere mamas ó tetas. En seguida vienen los marsupiales, transición entre el ovíparo y el vivíparo. Síguese el animal que ya pare de veras, y de aquí el mono, y luego el mono catarrinio y con cola, durante el período eoceno; el catarrinio pierde, en el mioceno, la cola; y, por último, en el periodo plioceno, surge el hombre pitecoide, alalo ó sin palabra. De este hombre pitecoide nacen luego, siguiendo el progreso, los ulotrixos, ó gente de pelo crespo, y los lisotrixos, ó gente de pelo liso; y de éstos, todas las razas humanas, de las cuales las más bien dotadas, hasta hoy, parecen ser las euplocamas, ó de cabello suave y con bucles; y de estas gentes euplocamas, las más nobles son las que vinieron á establecerse á orillas del Mar Mediterráneo, á saber: semitas, vascos, indo-europeos y caucásicos.

Yo acepto todo esto como si no hubiese la menor objeción que hacer.

Tenemos, pues, los datos para nuestra filosofía. Filosofemos.

El progreso es evidente y constante.

Desde la monera, desde el protoplasma, desde el moco, hemos llegado á un organismo tan complicado como el de nuestro cuerpo, y en él, por vez primera, ha aparecido la persona, la conciencia y la reflexión, por cuya virtud nos entendemos á nosotros mismos y á todo lo que es ó puede ser fuera de nosotros.{18}

¿Acabará aquí el progreso, ó seguirá adelante? Seguirá adelante. La historia de la humanidad lo demuestra. Ahí están todos los primores, lindezas, galas y artefactos, leyes, vestimentas, casas y música, que hemos inventado, desde que dejamos de ser alalos y rompimos á hablar, hasta hoy, que tenemos telégrafo, teléfono, fotografía, torpedos y dinamita.

Lo extraño es, y vuelvo á uno de mis temas, que el agente cósmico, la causa creadora, como usted la llama también, haga todo esto con sabiduría estúpida, y sin saber lo que hace; pues si lo supiera, diría con más razón que Virgilio: Sic vos non vobis. Da inteligencia, da personalidad, da mil cosas más, y se queda sin nada. La antigua sentencia que reza, nemo dat quod in se non habet, pierde aquí todo su valor.

Pero si la conciencia y la personalidad no están en el agente cósmico y están sólo en cada uno de nosotros, seres humanos, como quiera que nosotros vivimos unos cuantos años y nos morimos luego, la ley del progreso se realizará en todo, menos en la conciencia y en la personalidad individuales.

Usted quiere que dicha ley se cumpla en todo, y para ello afirma que una vez que tenemos persona y conciencia, y aun antes, en la sustancia donde la conciencia y la persona están en preparación, hay inmortalidad. Según Ud., de la materia más sutil y etérea se forman concreciones y organismos sutilísimos, y éstas son las almas de todo; las cuales almas van progresando, educándose y pasando de unos cuerpos en otros,{19} desde el helecho, por ejemplo, hasta el cuerpo de Darwin. Así este ser sutil logra aprenderlo todo por experiencia y desenvuelve sus facultades.

Si estos cuerpos fluidos y etéreos son indestructibles, equivalen á lo que antes llamábamos almas. Así se destruye el dualismo que se ponía entre espíritu y materia. Y á la verdad, como ni de la materia ni del espíritu conocemos la esencia, y sólo sabemos de ellos por los atributos y efectos, yo no quiero, ni debo por lo pronto, suscitar disputa.

Si Ud. da al alma humana todos los caracteres y atributos que al espíritu dábamos antes; si usted reconoce que es una, indivisible, sutilísima é inmortal, nada importa el nombre. Llamémosla, pues, cuerpo fluido, ya que este cuerpo ha de correr con más que eléctrica velocidad, por donde venga á ser como ubicuo, y ha de sustraerse á la corrupción y á la muerte, y ha de cruzar el éter y toda la amplitud de los cielos, y ha de conocer y ha de amar cuanto en ellos se contiene de bueno, verdadero y hermoso.

Muy bien me parece además que estas almas, para ir ascendiendo á la perfección, necesiten de más de una vida, y hasta considero razonable la sospecha que tiene Ud. de que el Flammarión de ahora sea Giordano Bruno redivivo, y de que el benemérito repúblico Benito Juárez, á quien tanto debe la democracia y autonomía mexicanas, no haya sido otro sino el rey ó emperador Cuauhtemoc, de gloriosa memoria.

Lo que se me resiste bastante es eso de que{20} nuestra alma sea neutra, y ora se encarne en cuerpo de mujer, ora en cuerpo de hombre. Alguna fuerza tiene el raciocinio que Ud. hace de que, si fuéramos hombres ó mujeres siempre, no sabríamos por experiencia sino la mitad de lo que hay que saber; pero, ¿qué quiere Ud.?....., á pesar de todo, me repugnan esos cambalaches.

Noto ahora que mi carta va siendo demasiado larga; y como tengo muchísimo que decir aún sobre su libro de Ud., lo dejo para otras, y termino ésta asegurando á Ud. que ha de quedar menos disgustado de lo que me queda por decir que de lo que he dicho hasta ahora. De todos modos soy su atento y seguro servidor y deseo ser su amigo.

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* *

19 de Marzo de 1888.

II

Muy estimado señor mío: Á pesar de todo mi escepticismo, es tanto lo que me agrada y consuela eso que Ud. asegura de que tenemos un cuerpo fluido inmortal, que me inclino muchísimo á darlo por probado.

No se contenta Ud. con aducir argumentos teóricos en favor de tal aserto, sino que sostiene que la existencia de dichos cuerpos fluidos, sutiles é indivisibles (que, si Ud. me permite, segui{21}remos llamando almas, por ser más breve), se sabe por experiencia; esto es, que desde muy antiguo estamos en comunicación con las almas, y que no es delirio, sino realidad, la psicogogia ó nigromancia: el arte de evocar á los muertos y de traerlos á que hablen con los vivos. Las historias profanas y sagradas están llenas de casos semejantes. Saúl evoca, por medio de la Pitonisa de Endor, la sombra ó alma de Samuel; Pausanias de Bizancio, la de su querida Cleonice; y Periandro, la de su esposa Melisa. Con el andar del tiempo, parece que este arte ha adelantado mucho, y hoy se llama espiritismo.

Yo no he de negar aquí el espiritismo; pero he de apuntar ciertas dudas que me asaltan.

Esos espíritus ó cuerpos tenues, imperceptibles á nuestros sentidos, en el estado normal de éstos, ¿por qué han de ser precisamente almas humanas separadas de sus cuerpos? ¿No podrán ser otro linaje de seres? Como Ud. desecha toda religión positiva, yo me guardaré bien de suponer, ni por medio minuto, que puedan ser diablos ó ángeles; pero ¿por qué no serán duendes, ondinas, sílfides, driadas, gnomos, ó algo así? Ya que Ud. da por segura la existencia de esos cuerpos orgánicos, tenues y etéreos, debe Ud. ser consecuente y no creer que los tales cuerpos sólo se crían para envainarse en cuerpos sólidos humanos y animarlos. ¿Por qué no los ha de haber que vaguen por el aire, ó penetren en las entrañas de la tierra, ó vivan en el seno de los mares, y hasta en la luz y en el fuego, y desdeñen encerrarse en ese forro ó guardapolvo de nuestros{22} cuerpos sólidos y visibles? Ello es que las historias están llenas también de amores, amistades y tratos de estos seres con personas de nuestra especie, que han tenido bastante perspicacia y agudeza en los ojos ó en los oídos para verlos ó para hablar con ellos.

El padre Fuente la Peña ha escrito con buen tino sobre estas relaciones de hombres y de mujeres con entes racionales no humanos, y por lo común invisibles, que viven en nuestro planeta. Y más singular y luminosamente ha tratado el asunto, en una obra eruditísima, el reverendo padre Sinistrari del Ameno. Aseguro á Ud. que son divertidísimos los verídicos amoríos que refiere este último padre de mujeres con duendes y de hombres con sílfides y salamandras. ¿Quién sabe si el precioso cuento de Carlos Nodier, del duende escocés enamorado de la joven casada, será un sucedido?

Pero, en fin, para facilitar nuestra filosofía, demos por de ningún valer las objeciones anteriores, y declaremos que los tales cuerpos fluidos, inteligentes y con conciencia, sólo se crían para informar nuestros cuerpos sólidos; y que dichos cuerpos fluidos, que son inmortales, ó están cesantes y de bureo y huelga hasta colarse en un cuerpo nuevo, ó están empaquetados, incorporados y en activo servicio.

Da Ud. tales señas y tales pruebas sobre dichos cuerpos fluidos, que es menester creer ó reventar, como vulgarmente se dice.

El gran sabio inglés Guillermo Crookes, de la Sociedad Real de Londres, acude muy á tiempo{23} en auxilio de Ud. con su radiómetro. La sustancia contenida en el tubo de vidrio del aparato llega al más asombroso estado de rarefacción, y despliega entonces sus propiedades y su energía. Esto es lo que llaman materia radiante, pero inorgánica. Y Ud. raciocina con excelente lógica al suponer que hay otra materia radiante orgánica, y que de ella están confeccionadas nuestras almas. Esta materia radiante orgánica ha de ser más difícil de estudiar, á causa de su extrema sutileza; pero, á lo que Ud. asegura, el citado sabio Guillermo Crookes, que rarifica la materia, acertó á condensar un espíritu que iba de tapadillo á oir sus lecciones, y logró hacerle patente á los ojos de todos sus discípulos. Siete fotógrafos que estaban allí, con sendas máquinas ó cámaras oscuras, sacaron retratos del espíritu desde diversos puntos de vista.

Ya, pues, no cabe duda. Hay seres monocorpóreos, como Ud. los llama, organismos sutiles inteligentes, cuerpos fluidos vivos, que se han visto y que hasta se han fotografiado.

Con estos cuerpos se explica todo, y el progreso individual no es quimera. Hasta se me pasa el susto, que yo había tenido á veces, de que todo este trabajo que estamos dando los hombres, fuese inútil para nosotros, porque pudiese sobrevenir otra raza que fuera con relación á nosotros lo que nosotros somos con relación al gorila, y que nos mandase á paseo ó tal vez nos destruyese. Ahora ya importa poco esto. Nuestros cuerpos fluidos inmortales saldrán ganando siempre, y tendrán por estuche ó envoltura, si nueva raza{24} aparece, cuerpos sólidos más gallardos y primorosos.

En el movimiento ascensional y en la transformación de las especies, lo que hay en nosotros de individual (el cuerpo fluido) saldrá siempre mejorado.

Me parece que Ud. sabrá, como yo, que no fué Darwin el primero á quien se le ocurrió el transformismo. Ya desde muy antiguo le habían imaginado otros sabios. Algo indica de ello el ilustre Juan Bautista Porta en su Magia natural; y todavía es más explícito, aunque vivió mucho antes, en tiempo de León X, el elegante y docto poeta Fracastoro, el cual expresamente predice que aun han de aparecer en su día y sazón nuevos seres.

Certa dies animalia terris
Mostrabit nova: nascentur pecudesque feracque,
Sponte sua, primaque animas ab origine sument.

Y para salvar la dificultad y quitarnos el recelo de que si los seres nuevos son de naturaleza superior y titánica, nos dejen vencidos, acoquinados y humillados, Fracastoro tiene cuidado de advertir que las almas de estos titanes serán las mismas que ya informaron ó que informan hoy seres de orden inferior, pues no es otra la interpretación que debemos dar al primaque animas ab origine sument.

Vengan en hora buena nuevas castas más briosas y adelantadas. Nuestros cuerpos fluidos las animarán, y cada día irán haciéndose más listos y aprendiendo más habilidades. Lo que hasta{25} hoy no ha logrado hacer sino tal cual sujeto muy aventajado, lo hará en las venideras edades cualquiera niño de la doctrina.

Hasta hoy, y va de ejemplo, sólo sabios de primera magnitud, como Pitágoras, Apolonio de Tyana, Hermotimo de Clazomene, Miss Wilkinson, profetisa yankee, y ciertos anacoretas del Tibet, aciertan á desprenderse de sus cuerpos sólidos cuando se les antoja, y van á millares de leguas de distancia para saber lo que sucede allí, ó para hacer una visita á un amigo, ó para acudir á algún negocio urgente y volverse al cuerpo sólido. En lo futuro, hasta las personas menos distinguidas y más ignorantes harán esto con la misma facilidad con que se beben ahora un vaso de agua. Así es que, á primera vista, como todo se hará con maravillosa rapidez, parecerá que habremos adquirido el don de la ubicuidad.

Otra de las gracias que luciremos, una vez desprendidos ya del cuerpo sólido, será la de la compenetrabilidad. Nos meteremos por el ojo de una aguja, nos filtraremos al través de un muro, podremos celebrar un meeting de miles de personas en el hueco de una cáscara de avellana.

Nuestras conversaciones ó conferencias con los cuerpos fluidos cesantes, ó dígase con lo que vulgarmente se ha llamado hasta hoy almas de los muertos, sombras ó manes, serán más frecuentes, fáciles y luminosas. Nos instruiremos más de este modo; no nos costará fatiga ninguna la evocación, y no nos aterrará la vista del espectro del difunto, como ahora suele aterrar á los más valerosos. Sea testigo de esta verdad el{26} ilustre Eliphax Levi, que no pudo resistir la presencia de Apolonio, á quien había evocado, y perdió la voz, y sintió un frío horrible, y no pudo hacer nada de provecho, según él mismo confiesa.

Es verdad, sin embargo, que lo terrorífico de la aparición tal vez consista en que ésta se hace por medios reprobados, apelando á la magia y valiéndose de conjuros, á los que las sombras ó manes no pueden desobedecer, pero que las traen harto enojadas y aun furiosas. Cuando la evocación es natural, cortés y lícita, las sombras ó cuerpos fluidos acuden de buen talante y de apacible humor; y hay ya bastantes hombres de mérito que han tenido así entrevistas y conferencias amenas é instructivas.

Usted cita muchos libros en que los señores que han tenido conversaciones con espíritus las han redactado y publicado. Confieso modestamente mi ignorancia: no he leído ninguno de esos libros que Ud. cita; pero deseo leerlos, porque deben de contener mucha y alta doctrina. No habían de molestarse los muertos en venir á hablar con los vivos para decir tonterías y vulgaridades. Y no las dirá de seguro ese libro, titulado Ley de amor, recogido por el doctor Chaves Aparicio, y publicado por el Círculo de estudios psicológicos de San Luis de Potosí, ya que está lleno, según Ud., de pensamientos profundos y es prueba palmaria de la inmortalidad de nuestro ser.

Siguiendo ahora por el camino de perfección que nuestro ser lleva, creo que, después de estas{27} comunicaciones con los cuerpos fluidos ó espíritus, viene, como grado superior, el adquirir la memoria y la clara percepción de cuanto nos sucedió en las vidas pasadas, desde que empezamos á tener conciencia, tal vez desde que fuimos hombres pitecoides.

Los sujetos de mediano valer sólo tienen hasta hoy vaguísimos y confusos recuerdos de sus vidas pasadas, los cuales recuerdos dan á veces cierta luz de sí en sueños, y nos acuden y ayudan también en el estudio, ya que hay ciencias y artes que aprendemos á escape, como si antes las hubiéramos sabido, y otras, acaso más fáciles en absoluto, que se nos hacen más difíciles, por la novedad completa que para nosotros tienen. Pero si tal es el grado de progreso al que, en este punto, se ha llegado por lo general, ya, desde muy antiguo, empezando por el Sabio de Samos, hubo y hay hombres que recuerdan todas sus vidas, y están dotados, por lo tanto, de la sublime prudencia y del profundo saber que da la experiencia de miles de años.

Lo que más me encanta y seduce, como resultado útil de este saber profundo á que todos hemos de llegar, es eso de que Ud. habla sobre la transformación del dolor en placer. Ahora somos tan torpes, que no sabemos hacer que no nos duela, sino que nos dé gusto cuando nos duela. En lo futuro no será así. Y en vez de quejarnos, por ejemplo, de que á media noche nos despertemos con un dolor de muelas, exclamaremos muy satisfechos: «He tenido un regalado placer de muelas á media noche.» Y esto no porque la{28} impresión recibida en los nervios deje de ser la misma, sino porque el cuerpo fluido, no lerdo ya, sino ágil y muy instruído, sabrá recibir la impresión por el lado que conviene, aprendiéndola con tal arte que, en vez de serle ingrata, le sea grata y aun deleitosa.

No teniendo ya necesidad de sufrir dolor, y siendo placer todo, seremos todos bonísimos; medraremos en inteligencia y amor, según usted augura.

Pero como tanto bien se encerraría en muy ruin vivienda si jamás pudiésemos salir de este globo, Ud. afirma que otro paso más de la educación del cuerpo fluido es el adiestrarse en salir de la tierra, y volar por los espacios interplanetarios é intersiderales, visitando á los habitadores de los demás mundos que pueblan el éter. A fin de alcanzar esta virtud es menester tanto requisito, que apenas hay hombre, en el estado actual de la cultura humana terrestre, que valga para ello. Lo que sí es indudable es que en otros soles ó planetas están ya más adelantados que aquí, y hay cuerpos fluidos vivos que viajan de mundo en mundo cuando quieren.

De estos viajantes ha habido no pocos que se han quedado en la tierra por larga temporada, y nos han hecho inmensos beneficios, promoviendo nuestra ilustración y enseñándonos artes, virtudes y disciplinas de subido precio. Yo no puedo menos de convenir con Ud. en que Sócrates, Zoroastro, Sakiamuni, Confucio, Merlín, Numa y otros sabios, profetas y fundadores de religiones, tuvieron por almas cuerpos fluidos, descendidos{29} de algún astro, donde se había progresado más que entre nosotros; y dichos cuerpos fluidos, encarnando aquí en el seno de alguna joven honrada, hermosa y pura, cumplieron benéfica misión. Provino de estos hechos repetidos la creencia, persistente entre todos los pueblos, de que hay ó hubo semidioses, avatares, ó hijos del cielo, venidos á la tierra. Y así, cuando los poetas querían adular á algún soberano ó poderoso magnate, le decían, aunque no fuese verdad, que era hijo de este ó del otro dios, como dijeron de Rama ó de Alejandro de Macedonia; y como cantó Virgilio del hijo del cónsul Polión, suponiendo que bajó del cielo:

Jam nova progenies coelo demittitur alto.

Esta habilidad de escaparse de la tierra é irse por el éter, de mundo en mundo, es aún rarísima en nuestro globo. Lo que es yo no sé sino de un hombre de quien se pueda creer que la ha tenido: el famoso filósofo sueco Manuel Swedenborg. Sabido es, no obstante, que este varón admirable no acertó á pasar de nuestro sistema planetario; y si bien le recorrió casi todo, sus visitas más frecuentes fueron á Mercurio, que está cerca, y cuyos habitantes están más adelantados que nosotros, aunque por lo mismo ni nos estiman, ni nos quieren bien. En cambio, en Venus, donde Swedenborg también estuvo, es cosa de no poder vivir siendo persona decente, porque Venus está poblada de una raza descomedida y grosera de gigantes, que no piensan en nada ele{30}vado y bueno, sino en holgarse por manera bestial y sucia.

Como quiera que ello sea, lo que sí es lícito afirmar es que dentro de pocos siglos hará cualquiera ser humano de esta tierra lo que hizo Swedenborg pocos años há, con general asombro de los nacidos. Es más: la mayoría de los seres humanos nos adelantaremos á Swedenborg, y dispararemos nuestros cuerpos fluidos mucho más allá de la órbita de Urano á través de los frigidísimos espacios intersiderales, é iremos á parar en planetas de mil soles remotos.

Creo que Ud. ha de confesar que me muestro enterado de su doctrina, y que voy llegando bien á las últimas consecuencias, sobre las cuales he de dar mi opinión. Hoy ya no es posible, porque se ha hecho larguísima esta carta. El lunes que viene escribirá á Ud. de nuevo su afectísimo amigo y admirador.

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2 de Abril de 1888.

III

Según lo que va expuesto, se cumple por arte indefectible hasta hoy, y es de esperar que siga cumpliéndose en lo futuro, la ley del progreso que Ud. afirma y que nos lleva hacia la perfección.

Todos los problemas que Ud. procura resolver{31} en su libro tienen el mayor interés para mí y me atraen y me encantan. El libro de Ud. me gusta. Lo digo sin la menor ironía.

Entre gustar de un sistema, admirando el saber y el esfuerzo de imaginación con que fué construído, y creer en él y darle por cierto, hay enorme diferencia. De esta distinción, que me parece que no se quiebra de sutil, no se han hecho cargo muchas personas que han leído las dos primeras cartas que he escrito á Ud., y han supuesto que yo me burlaba.

Me ha dolido tanto dicha suposición, que he estado á punto de no continuar escribiendo á Ud., á pesar de lo mucho que tengo que decir aún. Si su libro de Ud. fuese un trabajo de ningún valer, sería necio emplear en él la crítica y hasta la sátira para impugnarle. Y de todos modos, habría en mí algo de moralmente censurable y poco digno en tratar mal á Ud., que me honra y me lisonjea escribiéndome, consultándome y enviándome su libro desde tan lejos. Pero, bien mirado el asunto, yo creo que los lectores de las cartas han ido más allá de mi intención y han puesto en estas cartas una malicia de que carecen y que yo nunca tuve. Nada hay de común entre mi escéptico buen humor y la mofa ofensiva. ¿Cabe, acaso, en el entendimiento de nadie que sea yo tan presumido y tan soberbio que considere mentecatos á Darwin, á Haeckel, á Swendenborg, y á otros sabios y filósofos de quienes hablé ya en mis cartas, examinando sus doctrinas con no menor desenfado y broma que las de Ud.? Yo no poseo el entusiasmo, la fe, la fan{32}tasía poderosa que tuvieron ó tienen ellos, y me resisto á dar por demostrado lo que ellos dan por demostrado; y así, en nombre de cierto sentido común, tal vez burdo y rastrero, y en virtud de mi corta ciencia, y con la autoridad que nos tomamos hoy todos, pues hay libre examen, tiro á invalidar esas doctrinas, á par que me deleita contarlas, en resumen, como quien cuenta un cuento ingenioso.

Desde Aristóteles hasta nuestros días no hubo, en mi sentir, entendimiento más extraordinario y creador que el de Hégel. Su sistema, para mí y hasta donde yo acierto á comprenderle, es pasmoso de sublimidad y hermosura. Supongamos que mi sentido común me diese á entender que todo el dicho sistema fuese un conjunto de disparates: ¿impediría esto que yo admirase y celebrase el arte, la dialéctica, la maestría con que los disparates se coordinan para formar un todo armónico? ¿No me será lícito maravillarme de la belleza de un poema, sin dar por verdad lo que el poema refiere? ¿He de creer que Homero era tonto, y he de despreciar la Odisea porque no creo en los encantos de Circe ni en la colosal estatura de Antifates?

Además, aunque yo sea escéptico á veces, no siempre ni en todo lo soy. También yo tengo mis dogmas. Ríase de ellos quien quiera, y si lo hace con mesura, no me enojaré ni entenderé que se burla de mí. Y desde luego diré aquí que, en virtud de estos dogmas, yo no creo aceptable ningún sistema de filosofía fundado sólo en ciencia empírica. Pero no es Ud. el único que tiene hoy{33} esta pretensión. Son muchos los que han levantado sistemas del mismo modo, y de algunos de ellos he de hablar aún en estas cartas. Y si al hablar de ellos río y dudo, ¿se ha de creer que maltrato ú ofendo á sus autores, cuando, por el contrario, me enamora el saber, y me atraen y me cautivan la voluntad, el talento y la fantasía que despliegan? Yo no voy tan lejos como Lessing, el cual decía que si le diesen la verdad en una mano y en otra el ingenio, la agudeza y la fantasía que se emplean á veces en buscarla, desdeñaría la verdad y se quedaría con las otras prendas. Yo no: yo me quedaría con la verdad; pero, á falta de verdad, todas esas otras prendas susodichas encierran para mi gusto un preciadísimo tesoro. Permítaseme, pues, que con buen humor y sin burla siga yo mostrando algo de ese tesoro al exponer su sistema de Ud., cuyas premisas, ó hechos científicos en que se funda, ni niego ni afirmo.

Siguiendo mi tarea, y desechando los escrúpulos de conciencia, empezaré por decir que no me explico ese odio que muestra Ud. á lo sobrenatural. A mi ver, si por naturaleza ha de entenderse todo lo existente y todo lo posible, lo que es y la fuerza que da ser á lo que es, Ud. tiene razón: lo sobrenatural es un pleonasmo. Nada más natural que el mismo Dios. La ley de naturaleza será la razón y la voluntad de Dios, que manda y quiere que haya orden y prohibe turbarle. Por este camino vendremos á parar á la definición que da San Agustín de la ley eterna, y estaremos en plena ortodoxia. La diferencia{34} consistirá en que lo que llamo yo Dios, será llamado por otros fuerza eterna, natura naturans, agente cósmico, alma del mundo, y otros mil nombres, que, si vienen á probar lo poco que sabemos de esta cosa en sí, no prueban que la cosa no exista y que no sea naturalísima.

Pero si por naturaleza entendemos otra cosa, tendremos que conceder que todo es natural ó sobrenatural, según se mire. Para una piedra, la planta más sencilla, que crece, se desenvuelve, se nutre y tiene vida, es ya sobrenatural. Y para la planta, arraigada en el suelo, y que ni ve, ni oye, ni se representa el mundo exterior, el más ruin animalejo, un lagarto ó un sapo, es sobrenatural. Y con relación á los brutos, que carecen de consciencia ó la tienen oscura y vaga, es sobrenaturalísimo el hombre, que se reconoce, se sabe, y habla, y discurre, y reflexiona. Y desde el salvaje hasta las personas cultas de hoy, las sobrenaturalidades se van acumulando y creciendo por estilo prodigioso. Sobrepuesto á la naturaleza, añadido nuestro, obra de nuestro ingenio y de nuestra voluntad, son las ciudades, los caminos, los campos cultivados, las máquinas, las telas de que nos vestimos, los objetos de arte y hasta, si se considera bien, la hermosura corporal, hija del esmero, del aseo y del cuidado que pusimos para crearla. Una linda muchacha de ahora, no lo dude Ud., es un ente sobrenatural. Lo natural es la mona ó la antropisca, y casi casi no lo es ya la hotentota.

Cuando uno está en Bélgica, por ejemplo, y piensa que, en estado natural, apenas podría{35} contener y alimentar aquel terreno medio millón de hombres, y ve que contiene y alimenta seis, confiesa que, no ya el tranvía que la electricidad mueve, ni el teléfono, ni el telégrafo, sino cinco millones y medio de seres humanos son en Bélgica sobrenaturales: han sido criados por arte y sobrepuestos á lo que la naturaleza, abandonada á sí misma, hubiera podido criar y conservar.

Si á esto añadimos, por último, todas esas habilidades de entenderse con los muertos, de recordar vidas pasadas y de salirnos del cuerpo sólido é irnos con el cuerpo fluido por soles y planetas, lo sobrenatural cunde y promete encumbrarse á una altura pasmosa con el andar de los siglos.

Aceptado ó aprobado por Ud. lo de que tenemos cuerpos fluidos inmortales, no se ve término á nuestro progreso. Sólo hay un peligro, aunque lejano: la fin del mundo. Las religiones y las mitologías tienen profetizada esta fin. La ciencia también, en todos tiempos y contra su costumbre de armar conflictos con las religiones, ha coincidido y coincide en hacer tan triste pronóstico. Sólo lo que no tuvo principio no tiene fin. Lo que nace muere. De aquí que el mundo ha de acabar de una manera ó de otra. Y así como los sabios han inventado mil hipótesis sobre su nacimiento, también sobre su muerte total ó parcial las han inventado. Lucrecio la explica en sus hermosos versos. Leopardi atribuye á Straton de Lampsaco una curiosa explicación de la muerte de nuestra tierra, la cual explicación puede hacerse extensiva á todos los demás{36} astros. La fuerza de rotación va poco á poco comprimiendo los polos y aumentando por el Ecuador el radio de la tierra. Así seguirá hasta que la tierra se agujeree y venga á ser como un gordo buñuelo. Luego se hará el agujero mayor, y la masa sólida vendrá á parecer un anillo. Y el anillo, por último, se hará pedazos, y cada uno de los pedazos vagará suelto por el espacio, ó irá á caer en nuestro sol ó en otro, ó tal vez en algún planeta, como caen en la tierra los aerolitos.

Sabio hay que afirma que el sol puede pararse. El movimiento, ó sea la fuerza con que gira hoy sobre su eje y con que va probablemente caminando por el espacio en rápida traslación, se convertirá en calor, si el sol se para. Entonces habrá una expansión espantosa de toda la materia del sol, dilatándose hasta más allá de la órbita de su más distante cometa. Todos volveremos así al estado de nebulosa. Podrá también ocurrir que el sol se apague, y sobrevendrán las tinieblas y la muerte. Pero aun sin tamaños cataclismos, nuestra tierra irá perdiendo la fuerza que la hace girar en torno del sol; pues como no va por el vacío, y como el éter le opone alguna resistencia, su fuerza centrífuga se gasta. Hasta hay quien asegura que ya vamos caminando con más lentitud y acercándonos al sol. La atracción del sol será así mayor á cada momento, y podrá llegar uno, harto desdichado, en que la tierra se caiga en el sol y allí se abrase y se consuma. Aun sin esto, la tierra puede morirse, como la luna está ya muerta. Los metales se irán oxidando. En esto el oxígeno se consumirá, y se acaba{37}rá el aire respirable. El agua se gastará, entre tanto, en formar rocas hidratadas y en entrar en otras composiciones. Sin aire y sin agua, se extinguirá la vida. Plantas, animales y hombres, todo fenecerá. Pero no hay que afligirnos. Para entonces ya todos los cuerpos fluidos vivos sabrán hacer lo que hacía el cuerpo fluido de Swedenborg: sabrán salirse de los cuerpos sólidos é irse á otros mundos. Y con tiempo, para que no nos coja aquí la mala hora, nos escaparemos de la tierra y nos iremos á fundar colonia en otro planeta más capaz y cómodo, donde seguiremos progresando é inventando primores que ni siquiera concebimos en el estado actual de nuestra cultura.

De esta suerte no será en balde y trabajo perdido todo lo que hemos hecho hasta hoy por adelantar é instruirnos. Nuestros monumentos, cuadros, estatuas, museos y bibliotecas, todo acabará al acabar la tierra que habitamos; pero lo sustancial del saber adquirido se quedará en nuestra memoria, y se salvará con los cuerpos fluidos vivos, que otros llaman espíritus. Estos, más perfectos cada día, irán teniendo nuevas prendas y llegarán á vivir como en la eternidad; como si no hubiera para ellos pasado y todo fuera presente. Deberáse esto á lo agudo y vivo de nuestra imaginación, que nos lo representará todo como si acabase de suceder ó estuviese sucediendo. Y deberáse también á lo penetrante y extenso de nuestra vista y á la rapidez más que eléctrica con que nuestros cuerpos fluidos recorrerán el éter. Así podremos llegar, por ejemplo, en me{38}nos de un minuto, á un sitio del espacio adonde un rayo de luz de la tierra tarde cuatro siglos en llegar, y ese rayo de luz traerá pintada la entrada triunfante de los reyes católicos D. Fernando y D.ª Isabel en Granada, ó la vuelta de Colón á España y su presentación á los mismos reyes en Barcelona. En suma: podremos verlo todo, como si estuviera todo pasando en la actualidad y de veras.

Abreviando ahora, á fin de no hacer mis cartas á Ud. interminables, diré que nuestra vida inmortal de cuerpos fluidos irá de bien en mejor, sin cejar y aun sin parar. Porvenir tan risueño y venturoso me seduce. Cuénteme Ud., pues, en el número de sus adeptos. Lo que yo no puedo es aceptar su sistema sin algunas modificaciones y cambios, que voy á proponer aquí.

La existencia de los cuerpos fluidos ó etéreos, en que se funda toda la doctrina de Ud., me parece muy de acuerdo con la ciencia antigua y con la ciencia moderna. ¿Qué otra cosa es ese cuerpo fluido sino el cuerpo de la resurrección de la carne que algunas religiones afirman? ¿No equivalen esos cuerpos fluidos á las sombras, á los manes de los gentiles? Y en cuanto á la ciencia moderna, yo veo claro que se puede bien apoyar la afirmación de Ud. en los Principios de Biología, tan celebrados, de Herbert Spencer. Para este gran sabio, la vida consiste en la correspondencia del organismo con el medio ambiente, ó sea environment. La vida inmortal estriba, pues, en la perfecta correspondencia con ese medio. Herbert Spencer dice: «Si no hubiera cambios{39} en el environment sino aquellos que el organismo previó, preparándose para encontrarlos y para que no le falte la eficacia con que los encuentra, lograríamos eterna existencia y eterno conocimiento.»

Apoyado en estas palabras de Herbert Spencer, un sobresaliente discípulo suyo, no sé si inglés ó yankee, el Sr. Enrique Drummond, ha escrito un libro muy leído y celebrado en los Estados Unidos, Ley natural en el mundo espiritual, y ha hecho allí muchos prosélitos. La teoría de Drummond coincide en algo con la de Ud. y en mucho difiere. Yo me inclino á adoptar parte de la teoría de Drummond para modificar la de usted y aceptarla luego, hasta donde yo puedo aceptar lo transcendental, fundado, no en metafísica y ciencia a priori, ni siquiera en estudio del propio yo, sino en ciencia empírica y de observación del mundo que nos rodea: en noticias adquiridas por los sentidos, aun suponiéndolos aguzados por instrumentos ingeniosísimos, como microscopios, telescopios, espectroscopios y radiómetros, y auxiliados por otros sentidos sutilísimos y casi ubicuos, que poseen los cuerpos fluidos, y por cuya virtud parece que nos entendemos con los espíritus ó con lo que Ud. llama cuerpos fluidos, que vienen á ser lo mismo.

Es indudable que aceptada la existencia de dichos sentidos fluidos, el campo de la observación y los lindes de la ciencia empírica se extienden extraordinariamente. Con dichos sentidos llegamos á percibir lo más etéreo y alcanzamos á columbrar lo más remoto, aunque lo sólido, maci{40}zo y opaco se interponga. Para dichos sentidos no hay solidez ni opacidad que valgan: un muro espesísimo de argamasa es más diáfano que el cristal, y la grosera y ruda sustancia de que están amasados los Andes, hasta sus raíces, goza de la transparencia del aire sereno y puro y aun del mismo éter.

A lo que yo saco en claro de la atenta lectura de las obras de Allan Kardec y de otros espiritistas, también ellos coinciden con Ud., sólo que llaman á los cuerpos fluidos periespíritus, los cuales periespíritus, aunque son cuerpos, son tan leves, tan volátiles y vaporosos, que van por donde quieren y ven cuanto se les antoja. Aunque viven envainados en los cuerpos sólidos, cuando llegan á cierto grado de elevación en los estudios pueden salirse del cuerpo sólido, dejándole dormido, en éxtasis y hasta cataléptico, é irse de bureo ó parranda por los espacios infinitos. Sólo que los espiritistas ponen una condición que Ud. no pone: dan por averiguado que, hasta el día de la muerte, el periespíritu está atado al cuerpo sólido por una cinta, guita ó cordón etéreo y luminoso, cuya longitud ó elasticidad es enorme.

Si consideramos el cuerpo sólido como una placenta, este cordón etéreo viene á ser como el cordón umbilical que une al periespíritu con el cuerpo en que se cria. La ruptura de este cordón umbilical y la vida independiente ya del periespíritu son los fenómenos que el vulgo llama muerte. Mientras dura la vida terrena, el periespíritu está, pues, como el jilguero que hace de{41} cimbel, atado por un hilo, más ó menos largo, al palillo en que se posa cuando vuelve de haber revoloteado.

Hallo todo esto tan sencillo, tan natural y tan llano, que no trasluzco la más ligera objeción que lo invalide. La dificultad y la discrepancia están en otros puntos.

Pero estos otros puntos son tan difíciles de tocar, que exigen nueva carta. Termino ésta aquí, y créame Ud. su amigo.

*
* *

9 de Abril de 1888.

IV

Muy estimado señor mío: No pocas veces he hablado yo con risa de la propensión de cierto amigo mío, á quien, sin embargo, respetaba y amaba, á quejarse de que se lo sabía todo y de que no leía libro, por celebrado que fuese, que le enseñara algo nuevo; pero, considerando esto como debe considerarse, no hay fundamento para la risa. Mi amigo no se declaraba omniscio, ni mucho menos. Lo que quería decir, lo que decía, tal vez con razón, es que, prescindiendo de datos menudos, si despojamos de su aparato magistral más de un tratado científico, casi siempre{42} hallamos que nos sabíamos todo aquello: que ya, más ó menos vagamente, lo habíamos pensado. El autor del tratado no pierde por esto en nuestra opinión. Lo que se pierde es la fe, lo que se pierde es la esperanza en la ciencia. De aquí se origina muy aflictivo desconsuelo.

¿Quién ha de negar lo ingenioso de las palabras de Herbert Spencer que hemos citado? En ellas se ve patente la posibilidad teórica de la vida inmortal en un organismo. No ya un cuerpo etéreo, como el de que Ud. trata, sino un cuerpo sólido humano puede teóricamente ser inmortal, dadas ciertas condiciones. La vida es equilibrio movible. Mientras se conserve éste, se conservará la vida. Las fuerzas que han de equilibrarse son las internas ó del organismo, y las externas ó del medio ambiente ó environment. El vivir estriba en esta correspondencia.

Despoje Ud. de su majestad y método la Biología de Herbert Spencer, y casi parece, con perdón sea dicho, que la ha compuesto Pero Grullo. Claro está que si una persona adapta bien su organismo al medio ambiente, ni se morirá de frío, ni de calor, ni cogerá un tabardillo pintado. Si, por otra parte, dicha persona repone, con alimentos exquisitos y haciendo digestiones inmejorables, las fuerzas que consume en el trabajo ó ejercicio mecánico de los músculos, ó en el trabajo mental de los nervios y del encéfalo, no hay razón para que estas fuerzas se gasten. Seguirán siendo las mismas, ó irán en aumento. Y si van en aumento, las empleará en crecer, y, cuando ya no crezca, á fin de no reventar, dejará que se escapen las{43} fuerzas que sobren por la válvula de seguridad, predispuesta para el caso.

El sabio biólogo compara el cuerpo humano á una máquina de vapor. El vientre es la caldera, el carbón el alimento, y el vapor la sangre que mueve los músculos ó los nervios, ya para sacudir puñetazos, ya para escribir poemas ó resolver ecuaciones. Lo que sobra de este trabajo sale silbando de la máquina de hierro ó sale procreando del cuerpo del hombre. Cuando éste no anda bien, ora se gastan en títeres las fuerzas, y el hombre es un Hércules estúpido; ora se gastan en discurrir, y tenemos un sabio enclenque, anémico y cacoquimio; ora se consume todo en sabidurías y lucubraciones mentales, y el doctor tiene que contentarse con la posteridad espiritual: con adeptos y discípulos en vez de hijos. Herbert Spencer no se resigna, con todo, á que se pierdan ó se menoscaben unas aptitudes para que otras se desenvuelvan, y juzga posible, con hábil higiene, que todo vaya á la par y que sirvamos para todo, y hasta que progresemos.

El único progreso á que pone límites, y que sin pena se conforma con que no siga, es el de la fuerza muscular. Con la maquinaria la supliremos. Herbert Spencer se contentará con que seamos más ágiles, con que bailemos y brinquemos mejor, y no tropecemos, ni nos caigamos. En cuanto á las otras facultades más altas, el discurso y el sentimiento, el pensar y el amar, casi debemos decir como Júpiter:

His ego nec metas rerum nec tempora pono;
Imperium sine fine dedi.
{44}

Nuestros sesos irán pesando más cada día, y cada día habrá en ellos más enmarañado laberinto de circunvoluciones y mayor cantidad, consumo y despilfarro de fósforo.

Y ¡ay infeliz del que no adquiera todo esto! Carecerá del esencial requisito para vivir. Sucumbirá en la lucha por la vida. Sólo quedará en la tierra una raza humana superior y archilista, extinguiéndose las demás razas.

Pero esta raza humana superior, como sabrá adaptarse cada vez más al medio ambiente, si no logra la inmortalidad, logrará ser macrobiótica; esto es, tendrá vida grande y más completa, por la intensidad, por la duración y por las nuevas, variadas y numerosas correspondencias con el medio ambiente ó environment.

Lo que será difícil, hasta rayar en lo imposible, será la inmortalidad del individuo, en este sistema spencerino. El medio ambiente sufrirá tan radicales mudanzas, que aun sin contar con la fin del mundo, ocurrirán cosas que nos maten á todos, y no sabremos, por mucho que estudiemos, adaptarnos al medio ambiente.

Cada veinte mil y pico de años, v. gr., sobrevendrán períodos glaciales, y luego surgirán nuevas floras y nuevas faunas. ¡Vaya Ud., pues, á precaverse contra todo esto, por mucho que sepa! No habrá más remedio que morir, en lo tocante al cuerpo sólido; pero á bien que tenemos el cuerpo fluido. Yo me refugio en él y en el sistema de usted, y vengan períodos glaciales y estíos abrasadores:

Ast insueti aestus, insuetaque frigora mundo,
{45}

como ya anunciaba el divino y precitado Fracastoro; y truéquese la tierra en mar y el mar truéquese en tierra, y con el ardor del sol quede todo agostado y sin vida, ó bien salgan, del removido y fecundo cieno, inauditos monstruos, bichos rarísimos y ponzoñosos, y una caterva de desaforados gigantes,

Ausuros patrio superos detrudere coelo,
Convulsumque Ossum nemoroso imponere Olympo.

De todo esto me reiré, de todo esto no se me importará un ardite, teniendo el cuerpo fluido bien adiestrado ya.

Como quiera que sea, por el sistema de Herbert Spencer, si no se prueba la posibilidad práctica de nuestra inmortalidad, á causa de estos grandes trastornos que él pronostica, queda probada la posibilidad teórica ó especulativa de la inmortalidad en una combinación de materia; y por el sistema de Ud., la realidad práctica de esa inmortalidad en dicha combinación, cuando es de una materia sutil, pura, activísima y ligera. Yo no quiero ni debo poner objeción á esto. Sólo siento tener que decir que no es muy nuevo. Los cuerpos gloriosos, la resurrección de la carne, son lo que Ud. dice. Israelitas, cristianos y muslimes apoyan su teoría de Ud., y creen por fe que Henoch y Elías, sin morir, eterizaron ó fluidificaron sus cuerpos, y llegaron á la inmortalidad sin pasar por la muerte.

Queda, pues, como inconcuso que puede haber y que hay combinación de moléculas tan sabiamente organizadas, que ya ni en la eternidad se{46} separen, y que resistan, para conservar su forma, á toda externa violencia. Pero ¿cómo se da esta combinación? Se da, sin duda, por obra de una fuerza individua, indivisible, organizante é individuante, que no está en ninguna de las moléculas de la combinación, sino que se extiende por todas, y está toda en cada una de ellas. Sin esta fuerza, una, verdaderamente una, insecable, átomo real y no imaginario, mónada sencillísima y no extensa, entelechia, en fin, ó cifra de todas las perfecciones en cierne, ¿cómo quiere ni puede usted concebir la existencia, la organización y la animación de un cuerpo fluido?

Viene á corroborar este pensamiento la consideración de que apenas hay molécula en un organismo que no se separe ó que no se conciba que puede separarse sin que el organismo padezca, con tal de que otra molécula de igual valer la reemplace. No es, por consiguiente, la confederación de cierto número de moléculas lo que constituye la vida. Es casi seguro que en un tiempo marcado desaparecen en todo cuerpo orgánico cuantas moléculas le compusieron, y vienen á componerle otras. Un hombre, por ejemplo, de cuarenta años, es lo probable que no tenga en su organismo ni un solo átomo de la materia que tuvo á los diez años, á los quince ó á los veinte. Este hombre, sin embargo, sigue siendo el mismo y tiene la conciencia de que sigue siendo el mismo; guarda en la memoria los sucesos de su vida y lo que ha estudiado y aprendido. Si es buena persona, ha progresado en ciencia y en virtud; y como muestra aún la fisonomía y traza{47} de antes, aunque un poco deteriorada ó alterada, porque los años no pasan en balde, todo el mundo le reconoce y le da el nombre que le dió cuando muchacho, y persiste en creer que es el mismo sujeto, cuando le ve en calles y plazas, tertulias y reuniones. ¿Qué es, pues, lo que persiste en este señor para que siga siendo siempre él y no otro? Usted dirá que persiste la forma, pero la forma no tiene nada de sustantivo: es un adjetivo, es una calidad que cae sobre la sustancia. Luego si la sustancia varía y la forma persiste, por fuerza hemos de conceder un principio informante que va amoldando y sujetando á determinada forma la sustancia que llama á sí para constituir un organismo.

Claro está que, según el sistema de Ud., el cuerpo fluido es quien tiene esta habilidad y hace esta operación en el cuerpo sólido. Pero con el cuerpo fluido, con toda combinación, por tenue y etérea que sea, ha de ocurrir idéntica dificultad. Un cuerpo fluido, una sombra, una aglomeración orgánica de las más alambicadas chispas de éter, tendrá también pérdidas sensibles é insensibles, sudará á su modo, se alimentará de purísimos efluvios y de refinadísimos aromas, y en suma hará también sus digestiones y sus secreciones, de suerte que al cabo de cierto tiempo ocurrirá al cuerpo fluido orgánico lo que al sólido: ni un solo átomo tendrá ya de los que antes tenía, si bien persistirán su individualidad y su forma. Luego, no ya la inmortalidad, sino la duración y la persistencia, no residen en la cohesión ó agrupamiento de las moléculas, sino en{48} una virtud plasmante ó informante, la cual atrae y colecciona los átomos, concertándolos para fines prescritos y prefijadas operaciones. Y como esta virtud es calidad, y no sustancia, menester es que supongamos sustancia en que resida y que sea sujeto de este atributo.

Y como si esta sustancia fuese corporal ó extensa, volveríamos á las andadas, y meteríamos en el cuerpo fluido otro más fluido y más sutil, y así hasta lo infinito, ha sido menester poner, como hipótesis para explicar esto, una sustancia incorpórea ó sin extensión, á la cual hemos llamado archea, entelechia, alma ó espíritu, sustancia, en suma, que ha tenido mil nombres y de cuya esencia convengo en que no se sabe nada; pero como de la esencia de la materia no se sabe más, me parece que por este lado espíritu y materia quedan iguales y nada tienen que echarse en cara en cuanto al concepto oscurísimo que de ambos formamos. Por lo cual, si hemos de negar el espíritu porque no sabemos lo que es, bien podemos con el mismo fundamento negar la materia; y ya Ud. sabe que casi ó sin casi la negaba Berkeley. Hasta se puede ir más allá y asegurar que procedemos menos de ligero afirmando la existencia del espíritu, que afirmando la existencia de la materia, porque la percepción del espíritu es inmediata y la de la materia no.

Para percibir la materia necesita uno de ojos, de oídos ó de otro sentido; y si no los tiene muy agudos, de lentes ó de trompetillas acústicas; y si la materia es muy menuda, de microscopios; y si está muy distante, de catalejos; mientras{49} que para percibirse uno á sí mismo, no tiene más que pensar y no necesita más medio ni más instrumento que el pensamiento mismo.

De todo lo cual se infiere, y tengo que decirlo con la franqueza que me es propia, que sus cuerpos fluidos de Ud. no explican nada como no les prestemos alma inmortal que los informe y habilite. Hecho este préstamo, su sistema de Ud. me agrada. Estamos de acuerdo, y hasta estamos de acuerdo también con Allan Kardec y los espiritistas. Y si no reparamos en pelillos, ni entramos en menudencias, y damos á nuestros asertos una interpretación amplísima, generosa y conciliante, hasta estamos de acuerdo con todo buen cristiano, que cree en la inmortalidad del alma espiritual y en el cuerpo glorioso informado por ella.

Lástima es que no acepte Ud. también para todo el universo, que es unidad á par que conjunto de cosas varias, cierta fuerza unitiva é inteligente que lo ordene, enlace y una todo; algo, en suma, que se parezca al Dios en que nosotros creemos; pero Ud. se muestra enojadísimo contra Dios y le suprime, lo cual me apesadumbra de veras.

Y es lo más extraño que en el proceder de usted hay una inconsecuencia capital que salta á la vista. Tal vez el motivo más fundamental que tiene Ud. para suprimir á Dios es la existencia del mal moral y físico, que, siendo Dios todopoderoso, inteligente y bueno, no consentiría. Pero, como en seguida se pone Ud. á cavilar, á trabajar y á arreglar el mundo, y resulta que todo{50} está á pedir de boca, y que no podemos quejarnos, no comprendo cómo no vuelve Ud. á Dios el crédito que ha querido quitarle, y ya que lo halla todo tan bien y tan enderezado á nuestro progreso físico, intelectual y moral, no vuelve á dar á Dios la gobernación de todas las cosas, y aun á celebrar en su honor una función eucarística y de desagravios.

La verdad es que acerca de todo eso, así como acerca de cuanto en su sistema de Ud. tiene que ver con la moral y con las ciencias sociales y políticas, hay muchísimo que decir todavía, y más importante que lo dicho hasta ahora; pero yo estoy cansado de escribir sobre tan arduas cuestiones, y Ud., y el público, á quien comunico las cartas que á Ud. escribo, recelo yo que estén cansados de estas filosofías que voy enjaretando. Dejémoslas, pues, al menos por ahora, y ya veremos si más adelante vuelvo á escribir á usted sobre su libro con más serenidad y reposo. Entre tanto, aunque disto mucho de haber expuesto aquí toda la doctrina que el libro contiene, y de haberla juzgado, ya creo que doy alguna idea, así de la doctrina como de lo que pienso acerca de ella. Sólo añadiré hoy cierta alabanza, que lo es para un escéptico como yo, aunque para usted no lo sea. Su libro de Ud. no convence, pero entretiene. Luce Ud. en él su brillante imaginación, y llena no pocas de sus páginas de elocuentísimas frases. Ya esto es mucho, y yo le doy por ello mi más cumplida y cordial enhorabuena.{51}

POESÍA ARGENTINA

26 de Marzo de 1888.

Á D. Rafael Obligado

I

Muy señor mío: Hace ya más de dos años que tuvo Ud. la bondad de enviarme un ejemplar de su precioso tomo de poesías, impreso en 1885. El ejemplar ha estado, como otros muchos libros y cartas, aguardándome en mi casa de Madrid, mientras que andaba yo por esos mundos, sin saber que tal obsequio me había Ud. hecho. No extrañe Ud., pues, y perdone que yo acuda tan tarde á darle las gracias.

El libro de Ud. agrada antes de leerle. El libro de Ud. excitaría, además, cierta envidia en mi alma, si yo fuese propenso á sentir tan mala pasión. Nunca hubo poeta en España que lograse ó soñase siquiera con tener tan elegante edición de sus versos. El magnífico retrato de Ud. y los demás grabados y viñetas son modelo de buen gusto y de gracia. El papel, la impresión, todo es bellísimo.

Declaro mi ignorancia cándidamente. Yo no{52} había oído hablar de Ud. hasta que recibí el tomo. Y, al verle, en lo material tan lindo, pues no creo que exagero si digo que no vi tomo de versos de ningún país que esté mejor impreso que el de Ud., me entró desazón y recelo de que los versos fuesen malos y de que todo el valor del libro estuviese en la estampa. Por fortuna, recelo y desazón pasaron pronto. Leí los versos, y hallé que merecen estar tan bien impresos y tan ricamente adornados de primorosas láminas.

Al escribir á Ud. hoy, agradeciéndole el presente, me he de permitir también poner aquí mi juicio sobre los versos y darlos á conocer á la generalidad de los españoles que no saben de usted sin duda.

Gran satisfacción es para todos nosotros cualquiera gloria literaria que adquieran en América los ciudadanos de las repúblicas que salieron de nuestras antiguas colonias. Es algo que viene á acrecentar el tesoro de nuestra civilización castiza y á probar su vitalidad fecunda. Tan nuestras, tan españolas considero yo las poesías de usted, que me avergüenzo de no entender por completo aquellos vocablos que significan objetos de por ahí, como aberemoa, guayacán, pacará, quinchar, burucuyá, seibo, ombú, payador, chaja, ñandubay, molle, chañar, achiras, totoral, camalote, quena y otros; y si no están en nuestro Diccionario, como sospecho, quisiera definirlos bien é incluirlos en él.

La lisonjera impresión que recibe un natural de esta Península, aficionado á las letras, al recibir poesías tan bellas como las de Ud., venidas{53} de tierra tan remota, es como la que recibiría un ciudadano de Atenas cuando llegasen á su noticia las obras en griego de algún insigne sabio, poeta ó historiador de su casta que viviese en el Asia central, en Egipto, en Libia ó en alguna ciudad helénica de la misma Hesperia, hasta donde la civilización, el habla y todo el ser de Grecia habían penetrado, creando nuevas repúblicas y Estados independientes, si bien conservando la unidad superior de la sangre, del lenguaje y de la cultura.

Así también, cuanto se escriba en América, salvo en el Canadá y en los Estados Unidos, es de esperar que siga siendo literatura española. Y mientras más adelanten los ingenios de ahí y superen en lo futuro á los ingenios de la antigua metrópoli, más sello castizo, más aire de parentesco, más color y sabor españoles tendrán sus obras. Sólo por decadencia podrá ocurrir que se borre ó esfume en Uds. el ser propio nuestro, y que sean Uds. otros de los que son. Y no es de temer que las razas indígenas prevalezcan, ni que las lenguas guarani ó quichua destierren la castellana, ni tampoco se ha de presumir y pronosticar que los primitivos colonizadores pierdan ahí su virtud asimilante y plástica, y se fundan en los nuevos colonos é inmigrados, en vez de fundir en sí á cuantos acudan á esas regiones, desde Alemania, Francia, Bélgica é Italia.

Gran dolor sería esto para nosotros. Esto daría indicio de que somos de raza inferior, y quitaría fundamento al orgullo legítimo con que, después de la gente inglesa, nos consideramos{54} como la primera de todas las gentes civilizadas en haber difundido sobre la faz de este planeta su lenguaje, sus creencias, su saber, sus artes y todas las demás manifestaciones de su espíritu. Esto nos quitaría la esperanza que hoy tenemos de nuestra inmortalidad colectiva, aun cuando ocurriese el grande infortunio de que se hundiera España ó quedase desierta, ya que ahí, ó del otro lado de los Andes, ó en el rico Anahuac, renacería España, joven, poderosa y lozana, y pondría los recuerdos de nuestra gloria como digno principio de la que nuestros hijos hubiesen ya adquirido ó adquiriesen en lo futuro.

A pesar de cierto americanismo, que tal vez á algunos de los habitantes de esta vieja España nos parezca sobrado, veo yo con viva satisfacción que el espíritu de Ud. y el de su crítico, encomiador é intérprete D. Calixto Oyuela, poeta asimismo de mucho mérito, coinciden en esto que afirmo. Poco importa, como el Sr. Oyuela confiesa y deplora, que su patria esté aquejada de cosmopolitismo. El medio millón de italianos á que ascenderá pronto la inmigración, los ciento cincuenta mil franceses y los demás hombres llegados ahí de distintas partes de Europa para aumentar la riqueza, la industria y el comercio de esa república, tendrán que españolizarse, ó, si usted quiere mejor, que argentinarse. La vitalidad de nuestra raza debe salir triunfante de esta prueba. Libros como el de Ud. vienen en corroboración de mi pronóstico. Dejemos hablar al señor Oyuela, cuyas palabras hago mías: «Los nobles sentimientos é ideas que Ud. expresa son{55} tales como deben ser, y son naturalmente imaginados y sentidos por un argentino de raza española. La lengua en que están es pura lengua española. Aunque Ud. conoce y estima, como toda persona de buen gusto, la literatura francesa, no se deja dominar por su influjo. Ni el más leve soplo francés corre por las delicadas páginas de su libro. Tampoco hay en él nada italiano, nada inglés ni nada alemán. En cambio, sin que Ud. lo haya solicitado, quizá desconociéndolo, y con sólo dar rienda suelta á su naturaleza americana y á su carácter argentino, tiene el libro de Ud. no poco de andaluz. De ahí que maneje Ud. el castellano con tanta pureza, soltura y gallardía.»

El mismo Sr. Oyuela añade: «Somos, es cierto, un país colonizador, y necesitamos de la inmigración para engrandecernos; pero á condición de asimilárnosla y de fundirla en nuestra nacionalidad propia. Las naciones, como los individuos, sólo valen y significan algo por su carácter, por su personalidad. Un país sin sello propio es como un escritor sin estilo: no es nadie. El cosmopolitismo no ha engendrado ni engendrará jamás nada fecundo, ni en política, ni en literatura.»

El Sr. Oyuela, pues, comentando los versos de usted, y Ud. escribiéndolos, reniegan de ese cosmopolitismo estéril y procuran que brote de la raíz española, trasplantada á ese suelo, la originalidad nacional que anhelan, y que ya tienen sin duda.

A este fin, además, se puede ir por muy dis{56}tintos caminos, y tanto Ud. como el Sr. Oyuela siguen, á mi ver, el más seguro, recto y hermoso. Dentro de la afición á lo castizo desechan Uds. la equivocada distinción entre el arte gentílico y el arte cristiano. No hay verdaderamente más que un arte bueno y legítimo, en cuya forma pagana ó griega no cabe hoy sólo el espíritu racionalista de Goethe, de Leopardi, de Chénier, de Fóscolo y de Carducci, sino que puede también vivir y vive el espíritu español y católico. Así lo entendió y lo realizó fray Luis de León, á quien usted y su amigo ensalzan y siguen; y así lo proclama hoy Menéndez Pelayo, á quien el señor Oyuela llama «el gran ortodoxo, griego en arte hasta la medula de los huesos»: Ni se opone esto á lo popular y castizo; porque, como su crítico de usted dice muy bien, los buenos poetas griegos hubieran sido en América tan americanos como usted; y Echevarría, que señala el punto de partida de la literatura nacional argentina, es en sus aciertos clásico sin saberlo; y más lo hubiera sido si, al libertarse del pseudo-clasicismo francés, no hubiera imitado el romanticismo francés, no hubiera pensado en francés y no hubiera escrito en castellano de baja ley.

Por dicha, Ud. tiene lo que faltó á Echevarría. Como él, posee Ud. la facultad de reflejar, á modo de claro y mágico espejo, la naturaleza circunstante, hermoseándola y depurándola en la imagen; pero Ud. posee además el arte y la forma adecuada para que esta imagen pase, sin disiparse ni afearse al pasar, desde la mente de Ud. á las mentes de los demás hombres, hiriéndolas y{57} penetrándolas. Se diría que todo el concierto, toda la magnificencia y toda la hermosura de la tierra de Ud., aunque conocidos por la geografía y por la estadística, eran ignorados por el sentimiento, ya que no habían llegado á reflejarse en el alma de un poeta, ni habían aparecido en sus cantos. Así es que mucha parte del elogio que hace Ud. de Echevarría, podemos nosotros con más razón aplicarle á Ud., y repetir:

Como surgiendo de silente abismo,
El mundo americano
Alborozado se escuchó á sí mismo:
El Plata oyó su trueno;
La Pampa, sus rumores;
Y el verjel tucumano,
Prestando oído á su agitado seno,
Sobre el poeta derramó sus flores.
Desde la hierba humilde
Hasta el ombú de copa gigantea;
Desde el ave rastrera que no alcanza
De los cielos la altura,
Hasta el chajá que allí se balancea,
Y á cada nube oscura
A grito herido sus alertas lanza;
Todo tiene un acento
En su estrofa divina,
Pues no hay soplo, latido, movimiento,
Que no traiga á sus versos el aliento
De la tierra argentina.

En todos los versos de Ud. hay inspiración propia, por donde, sin buscar la originalidad, Ud. la tiene. Se conoce que ha leído Ud. los poetas españoles, hasta los más recientes, como Campoamor, Núñez de Arce y Velarde. En trozos descriptivos, sobre todo en décimas, creo notar cierto confuso recuerdo del estilo de los dos últimos.{58} En varias composiciones amorosas de Ud. hay también algo del modo de Bécquer. Siempre, no obstante, la imitación ó la coincidencia es tan vaga, que no está uno seguro de que no sea ilusión.

Por lo demás, nada tan opuesto como su espíritu de Ud., sano, optimista, lleno de esperanzas en el progreso y en la grandeza de la patria, y de todo el humano linaje, al espíritu de Bécquer, pesimista y hondamente herido. Hasta en las poesías más melancólicas de Ud. hay consuelo, hay bálsamo, hay luz celestial que lo alegra é ilumina todo. Así, por ejemplo, en El hogar vacío, donde tan sentida y tiernamente llora Ud. la muerte de una joven, dulce compañera de su niñez acaso, termina Ud. con esta estrofa, cuya sencillez no deja comprender bien el efecto que produce al terminar la composición, si antes no se ha leído la composición toda:

Así mi lira llorará tu ausencia.
Tu cándida existencia
Cual blanca nube se elevó del suelo
Y en lo infinito desplegó sus galas.....
Los que nacen con alas,
¡Cuán pronto suben de la tierra al cielo!

Tal vez cuando, en mi sentir, recuerda Ud. más á Bécquer por la forma, es cuando por el fondo dista Ud. más de él; cuando hay en Ud., no ya la luz y la gloria del amor que pasa, sino el júbilo y el dulce contento del amor que vive y queda en el alma para siempre, haciéndola dichosa:{59}

Porque el amor es dueño
De todo Paraíso;
Porque toda belleza de la tierra
Es un fragmento del Edén perdido.

Por eso, sin duda, hay más alegría, más resplandores beatificantes que en la aparición momentánea del amor de Bécquer, en la aparición, en el bosque, que se mostraba mustio, de la mujer por Ud. amada:

Pero llegas....., y el agua,
El bosque, el cielo mismo,
Es como una explosión de mil colores,
Y el aire rompe en sonorosos himnos.
Así la primavera
Del trópico vecino
Desciende, y canta repartiendo flores
Y colgando en las vides los racimos.
¡Cuán suenan gratamente
Acordes, en un ritmo,
Del agua el melancólico murmullo
Y el leve susurrar de tu vestido!

Difícil es dar á conocer á un poeta citando así trozos arrancados de sus obras. Más que darle á conocer es esto despedazarle. Por eso no gusto yo de hacer muchas citas.

A más de excelente poeta lírico me parece Ud. buen poeta narrativo, según el testimonio brillante que de ello da en la leyenda de Santos Vega. Las décimas en que está escrita esta leyenda son no menos fluidas, bien hechas y ricas de rimas que las décimas empleadas por Núñez de Arce y por Velarde en descripciones y narraciones. Las de Ud. tienen además para mí algo{60} de peregrino y nuevo: me pintan, con el colorido y la precisión de la verdad, la pampa y la vida primitiva de sus habitantes; me traen como un aroma sutil de sus flores y un eco suave y adormido de sus músicas y de sus rumores misteriosos.

Santos Vega es el payador de larga fama: el más celebrado poeta, cantor y tocador de guitarra que ha habitado en la pampa entre los gauchos. Su contienda con otro trovador exótico, medio hechicero, que aparece obrando prodigios, y el triunfo de este nuevo trovador sobre el antiguo, que muere de pesar del vencimiento, todo es sin duda simbólico: es el triunfo de la vida moderna, y de la industria, y de los ferrocarriles, y de las ciudades, sobre el modo agreste de vivir en lo antiguo, en aquel florido y verde desierto, en aquella extensa llanura que los Andes limitan; pero si bien Ud., como poeta, lamenta la pérdida de un poco de poesía, harto deja conocer que sobre esa poesía perdida, si es que se pierde, ha de florecer otra, y ya florece en la mente y en el libro de Ud., que vale muchísimo más que la del payador Santos Vega.

Justo es, no obstante, que Ud. dé á Santos Vega las alabanzas que merece, por más que, al dárselas, se las dé escribiendo tan preciosa leyenda, y dándole envidia de la que el pobre Santos Vega sería capaz de morirse, si ya en la lucha con el trovador y mago intruso no hubiera muerto.

Como por el retrato veo que es Ud. joven, espero que seguirá escribiendo poesías líricas y le{61}yendas no menos bonitas que las que aquí con tanta justicia he celebrado.

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16 de Abril de 1888.

Á D. Enrique García Mérou

II

Muy señor mío y distinguido amigo: Cuando en el verano pasado de 1887 tuve el gusto de conocer y de tratar en Spa á Ud. y al general don Julio Roca, hablamos mucho de la patria de usted, de su próspera situación y del brillante porvenir que todo el mundo le augura.

Bien puede afirmarse que el general D. Julio Roca ha sido quien más ha contribuído á disipar las nubes que oscurecían y velaban el horizonte, y quien así nos ha dejado ver el cielo de ese porvenir despejado y claro.

Dicho general, venciendo definitivamente á los indios, errantes por la inmensa soledad de la Pampa, aumentó el territorio de la república con muchos millones de hectáreas, preparó todos aquellos campos para el advenimiento de la civilización y de la colonización europea, y, libertándolos de las invasiones y rapiñas de los sal{62}vajes, les dió un valor que sólo puede significarse por centenares de millones de pesetas.

Todo esto se hizo humana y hábilmente, sin disparar un tiro, sin derramar una gota de sangre. Los indios fueron perseguidos, cazados y confinados en sitios donde tendrán que reducirse á la vida civil, ó morir y extinguirse como raza. Quichuas, guaranies, tehuelches, pehuenches y araucanos, todo va á desaparecer y á ceder por completo la tierra, desde el límite occidental de la dilatada provincia de Buenos Aires y los límites meridionales de las de Córdoba, San Luis y Mendoza, á fin de que por allí se explaye y se difunda la civilización americano-española, hasta el estrecho de Magallanes.

¿Debemos recelar que amenace ahora cierto peligro á esta civilización, y á la raza que la representa, y al lenguaje que la expresa? Yo creo que no, á pesar de lo que sostienen y pronostican autores de nota, entre los cuales sobresale el francés Emilio Daireaux, cuya obra, Vida y costumbres en la Plata, Ud. mismo me ha dado á leer.

Suponiendo que en el día cuenta la República Argentina con una población de cerca de cuatro millones de hombres, sólo podremos considerar la cuarta parte, un millón, como inmigrados extranjeros, y aun en este número habrá que contar más de 160.000 españoles. Los italianos son los más numerosos entre estos inmigrados. Los franceses vienen después, casi en el mismo número que los españoles. Y hay, por último, ingleses, alemanes y de otros países de Europa.

A la verdad que no es corta esta inmigración.{63} Para el pronto crecimiento y grandeza de la República se ha de presumir que irá la inmigración en aumento constante, pues hay tanto terreno desierto que poblar y que cultivar; pero ni aun así creo yo que deba pronosticarse que ha de fallecer la virtud absorbente de la raza española criolla, que forma ya una nación perfecta y entera, y que del aluvión y conjunto de gentes que acuden y acudirán de todas partes, habrá de surgir una nacionalidad nueva y distinta, con otro idioma, con otra manera de ser y con otros rasgos y caracteres que los que tienen hoy los argentinos y llevaron allí los primeros colonos que fueron de España.

Para dar por seguro ó por probable lo contrario es menester suponer, como sin duda supone Daireaux, que en la Plata no hay verdaderamente nación todavía, sino gérmenes de nación, cuya elaboración definitiva dice él que ha empezado, si bien se ignora qué elemento prevalecerá, y qué lenguaje y qué modo de ser tendrán ustedes. Por lo pronto, afirma el Sr. Daireaux que la raza, que era española en un principio, aunque con mucha mezcla de judíos y de moros (lo cual pongo yo en duda, y si lo concediese, no concedería que esos moros y esos judíos no fuesen ya al ir á la Plata enteramente españoles), ha dejado de ser española y se ha hecho latina, y afirma también que la lengua va sufriendo allí rápidas modificaciones. Dentro de poco no podremos entendernos. Hablarán Uds. en latín, ya que son ustedes latinos, ó en francés, que es la lengua más de moda entre las neolatinas, ó tal vez en una len{64}gua franca y flamante, que saldrá de la mezcla de los diversos idiomas que hablen los que vayan allí de inmigrados.

De nada de esto veo yo, por dicha, ni señales. Y digo por dicha, ya que, si para nosotros, habitantes de esta Península ibérica, sería terrible mortificación de amor propio que desapareciese hasta la huella de que esa república es hija de España, para Uds. la mortificación sería mayor al quedar tan absorbidos y tan desaparecidos como tendrán que quedar los pehuenches ú otras tribus así.

La actividad, la energía y la riqueza que muestran hoy los argentinos, hasta en empresas que parecen aventuradas y de inseguro buen éxito, nos quitan todo recelo de esa á modo de desnaturalización con que el autor francés amenaza á Uds. Sola la provincia de Buenos Aires, privada de su capital, que se ha hecho neutra para ser capital de toda la república, se ha creado en cinco años una nueva y magnífica capital, La Plata, llena de soberbios edificios, monumentos y palacios, y poblada ya de 50.000 ciudadanos.

Pero ni esta bizarría y alarde de poder material, ni el comercio floreciente, ni los adelantos en las varias industrias, prueban tanto el arraigo en aquella tierra del ser argentino, español de origen, que conservan y conservarán Uds., como el movimiento intelectual, cada día más castizo, rico y fecundo, en todas las provincias de la república, y en Buenos Aires sobre todo. El mismo Sr. Daireaux da testimonio del valer é importan{65}cia de este movimiento, encomiando las obras del general Mitre y del doctor V. F. López, que trazan la historia de la independencia sudamericana; las de otros autores, como los doctores Vicente Quesada, Navarro Viola y Trelles, que publican documentos sobre los orígenes y la vida social; las de los estadistas y economistas Agote, Latzina, Coni y Navarro; las de los antropólogos, etnógrafos y exploradores Moreno, Ceballos, Lista y Fontana, y las de los jurisconsultos Alcorta, Montes de Oca, Tejedor, Obarrio, Segovia, y Carlos Calvo singularmente, «cuyo tratado de Derecho internacional público y privado resume los progresos de esta ciencia oscura, en la época moderna, figura entre las obras maestras de esta clase, y es consultado por todas las cancillerías y por todos los diplomáticos».

Teatro, á lo que parece, no tienen Uds. aún.

De novelas, yo sólo conozco la Amalia, de Mármol; pero el Sr. Daireaux cita Pablo ó el hijo de las Pampas, de doña Eduarda García, y varias otras novelas de D. Eduardo Gutiérrez, como Juan Moreira y El tigre de Quequen, cuyos lances tremendos, crímenes y horrores, compara á los de Eugenio Sue.

Donde, á la verdad, así en la República Argentina como en los demás Estados de la América del Sur, se muestra más el genio castizo ó español de origen, es en la poesía lírica y narrativa. Varias causas contribuyen á esto. Las generales son las que en el siglo presente, aunque se llama positivo, hacen que florezca la poesía en todas las regiones de la tierra, como no ha florecido nun{66}ca. Y en cuanto á lo castizo y propio, las causas son especiales. Ya sea porque nuestro lenguaje poético está más trabajado y formado, ya sea porque nuestra prosodia es tan distinta de la francesa, ello es que, aun queriendo, el poeta español más entusiasta de los franceses no acertará á imitarlos en la forma si escribe en castellano. Los galicismos de toda clase son más frecuentes en prosa que en verso. Y en cuanto á los galicismos de fondo ó de pensamiento, también en verso tienen que ser más raros; porque aun cuando el poeta siga ó adopte sistemas ó doctrinas que estén de moda en París, como en la poesía entra por mucho el sentimiento nacional y el individual, éstos se combinan con lo que tal vez se aceptó por moda y le presta fisonomía y valer castizos.

En cierto sentido no hay sabios populares; pero hay y hubo siempre poetas populares que llevan la voz del pueblo y hacen oir con grata resonancia y ritmo adecuado las palpitaciones del grande corazón colectivo. De aquí que la ciencia sea cosmopolita y la poesía no.

En la República Argentina ha existido y existe esta poesía del pueblo ó del vulgo al lado de la poesía sabia. Desde muy antiguo, desde que hubo gauchos en la Pampa, los cuales no me puedo persuadir—á pesar de cuanto dice Daireaux—de que sean más árabes ó más moros que cualquier habitante de mi lugar ó de otro cualquier lugar de Andalucía ó de Extremadura, hubo entre dichos gauchos cantadores y tocadores de guitarra, músicos y poetas á la vez, que{67} han lucido y nos han dejado en sus coplas y canciones tesoros de inspiración original y fieles pinturas de la vida nómada que en aquellos campos se hacía. Los poetas de esta clase eran llamados ó se llaman payadores, y se citan como los más ilustres entre ellos á Estanislao del Campo, á José Hernández y á Ascasubi. Ignoro si el famoso payador simbólico Santos Vega, de quien escribió Rafael Obligado leyenda tan preciosa, es personaje histórico ó mítico; pero esto importa poco á mi propósito. Basta con que haya habido otros payadores.

Coincidiendo con su poesía popular y agreste, produjo la tierra argentina, como el resto de la América española, aun antes de la independencia, otra poesía erudita y clásica, la cual siguió siempre la manera de ser de la poesía de la metrópoli; y yo creo que esta poesía, sobre todo la lírica, apenas se dejó influir por el gusto francés en tiempo del clasicismo, ni en España, ni en sus colonias, ni en los Estados independientes que de ellas nacieron. Hasta los poetas más ajustados, en la teórica, á los preceptos de Boileau, que al cabo no eran exclusivos de Francia, son muy españoles cuando escriben versos. Meléndez, Jovellanos, Lista, Gallego, Quintana, todo el estol de líricos españoles del siglo pasado y de principios del presente, no se parecen más á los poetas franceses que fray Luis de León, Garcilaso, Herrera y Rioja, de quienes son dignos sucesores. Lo mismo se puede afirmar de los líricos hispano-americanos de aquella escuela y período: de Olmedo y de Bello, por ejemplo.{68}

Menor fué la independencia y mayor fué el remedo de lo francés cuando vino el romanticismo. En la vieja España fué más fácil que algunos poetas se libertasen de este remedo, refugiándose en lo pasado; en la edad media, en nuestros romances, en nuestras tradiciones y en nuestro teatro del siglo XVII; pero en América hubo menos reparo y defensa, y la imitación de lo francés tuvo que ser mayor entre los románticos.

José Mármol es excepción de la regla. La vehemente energía de su odio contra el tirano Rosas presta robusta entonación á sus versos, é imprime en los mejores un sello característico y original, que les da grandísimo valor á pesar de las incorrecciones y desaliños.

En cuanto á Echevarría, ¿cómo negar que malogró en parte sus no comunes prendas? No lo digo yo: lo dice su compatriota de Ud. D. Calixto Oyuela: «precisamente por haberse apartado de lo español y castizo más de lo que nuestra propia naturaleza consiente, no pudo ser bastante americano.» Y Oyuela añade luego: «Si Echevarría quiso renegar de esta índole y de estas afinidades naturales, debió ser lógico, y renegar también del idioma, que es su consecuencia necesaria, proponiendo que hablásemos en francés ó en quichua.»—«Y no se alegue la quimera de formar nuevo dialecto, desprendido del castellano: la historia nos enseña que de los idiomas formados y fijados sólo pueden salir jergas informes.»

A pesar del pesimismo que muestra el señor{69} Oyuela en este punto, bien podemos afirmar, y más aún poniéndole á él y á su amigo Rafael Obligado por claros y vivos testimonios, que en la Plata no se hablará jerga nueva, ni francés, ni quichua, sino castellano puro y limpio.

Ni siquiera valdrá para torcerle, italianizándole, la gran colonia italiana; porque si el influjo de la rica y noble literatura clásica de Italia se deja sentir en la literatura argentina, será de modo benéfico, como se dejó siempre sentir en la triple literatura española, en Portugal, en Cataluña y en Castilla, tanto en los siglos XV y XVI, cuanto en el XVIII y en el XIX.

Dispense Ud. que me valga de tan largos preámbulos y rodeos para llegar al verdadero asunto.

Me pidió Ud., y yo prometí, un juicio franco sobre el poeta argentino Olegario Andrade.

Sus obras, reunidas en un tomo elegantísimo, fueron impresas en el año pasado (1887) en Buenos Aires, á expensas del Tesoro nacional, que consignó por ley 16.000 pesos para la adquisición de los originales y 6.000 para su impresión. Tan espléndido favor á este poeta y á sus obras hace patente la altísima estimación de que gozan en su país de Ud. Yo he prometido decir sin disimulo mi parecer sobre estas obras, que bien se ve, por lo que queda expuesto, que son el reflejo más popular y el eco más vivo del sentir y del pensar argentino en este momento y del gusto literario que allí prevalece.

Como prenda y señal de lo prometido, el general D. Julio Roca me dió el mismo ejemplar que{70} él tenía por no haber otro á mano. No puedo, pues, excusarme.

Mi empeño es ineludible y muy arduo y comprometido. Confieso que lo que más temo es que no parezca mi crítica bastante encomiástica. Por la incorrección, por el descuido á veces de la forma, tendré que censurar no poco en las poesías de Olegario Andrade; pero me consuela y anima que mis alabanzas han de ser grandes, sinceras y fervorosas, y muy superiores á las que tributé ya á D. Rafael Obligado, poeta sin duda más elegante y correcto, pero que jamás se remontó hasta ahora tan alto en sus canciones como Andrade se remonta, ni tomó para ellas, como toma Andrade, asuntos que mueven ó deben mover el ánimo de toda la nación para quien canta. Andrade, á veces, movido por el asunto mismo que trata y por su elevada inspiración, es más que un poeta nacional, es uno de aquellos pocos poetas que aciertan á dirigir la voz dignamente á todo el linaje de los hombres, excitando en ellos el amor de las teorías, la fe en los propósitos que le son más caros, y la sublime esperanza de que pronto habrán de realizarse. De esta suerte, el poeta tiene, hasta donde es posible en lo humano y en una edad tan descreída como la nuestra, algo del profeta antiguo: es el vate.

Ya se ve que debe ser difícil y delicado juzgar bien á Andrade; pero sin creer en todas sus teorías y sin esperar el cumplimiento de todos sus vaticinios, bien podemos celebrar el entusiasmo con que los expresa y decir desde luego que por este entusiasmo le colocamos en el número de{71} aquellos poetas universales y sublimemente didácticos, entre los que descuellan Schiller, Manzoni, Quintana y Víctor Hugo.

Con lo dicho se explica la razón de tan extenso preámbulo. Para entrar de lleno en materia tendré que escribir otras cartas.

Ignoro si ésta alcanzará á Ud. en París, en Roma ó en Oriente; pero donde quiera llega El Imparcial, á quien la confío. Con ella van mis saludos afectuosos para el general D. Julio Roca, y para Ud. la seguridad de que empiezo á cumplir mi promesa.

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23 de Abril de 1888.

III

Mi distinguido amigo: Cuando murió, poco há, Olegario Andrade, su muerte dió ocasión para que se manifestase del modo más solemne el entusiasmo que inspiraba á sus compatriotas. El gobierno nacional mandando publicar á su costa, y con gran lujo, las obras del poeta; el general Roca pronunciando la más sentida oración fúnebre; Benjamín Basualdo escribiendo un prólogo altamente encomiástico, y la prensa periódica aplaudiéndolo todo, vinieron á corroborar lo que ya era opinión del público argentino, y había sido afirmado por los críticos de más autoridad,{72} como los doctores Wilde y D. Nicolás Avellaneda y el poeta Carlos Guido Spano: que Andrade era un genio y que sus cantos tendrían vida imperecedera y gloriosa.

Yo quiero y debo, no obstante, prescindir de todo esto al dar mi parecer; darle como si nada de esto supiera, y no ceder al influjo de los que tal vez por patriotismo y por la contagiosa sobreexcitación de un momento ponen desmedida hipérbole en su alabanza.

Las poesías de Andrade son harto difíciles de juzgar con acierto y suscitan multitud de dudas y cuestiones, supongo que en la mente de todos, y de seguro en la mía, sobrado escéptica quizás, pues no sólo halla muy sujeta á errores la aplicación de las reglas que sirven para juzgar y apreciar las obras de un singular poeta, sino que, aun en las reglas mismas, nota cierta confusión, contradicción é incertidumbre.

Lo llano, lo cómodo para mí sería no mostrar mis vacilaciones, seguir la corriente y aplaudir sin reparo, como los otros; pero mi sinceridad se sobrepone á toda consideración. El diablillo crítico que me atormenta, y por el que estoy no sé si obseso ó poseído, no consiente que diga yo cuando escribo aquello que quiero decir, sino aquello que él quiere que yo diga; y lo más que logro á veces, y esto es peor, es decir lo que él quiere y lo que yo quiero; de donde resulta, en algo como diálogo, más que discurso, una verdadera sarta ó ristra de antinomias, según las llaman ahora.

Yo he calificado á Andrade de poeta sublime{73}mente didáctico, poniéndole en el grupo en que pongo á Manzoni, á Quintana y á Víctor Hugo.

Pero, apenas dicto mi primera sentencia, cuando interviene mi diablillo é interpone su apelación. ¿Qué enseña, dice, la poesía en nuestro siglo? ¿Qué sistemas filosóficos, qué doctrinas políticas y sociales, qué dogmas religiosos, qué problemas y qué teoremas de la ciencia de naturaleza podrá nadie resolver ó enseñar en verso, que no estén mejor enseñados ó resueltos, explicados y demostrados, en el más compendioso manual, catecismo ó cartilla para los niños de la escuela? Y como aun reconociendo en el poeta, en Dante, Goethe ó Leopardi, por ejemplo, todas las prendas de un sabio de primera magnitud, y creyendo que su cerebro fué ó es el archivo de todos los conocimientos divinos y humanos que en su época podían penetrar y conservarse con orden en el cerebro de una persona mortal, todavía dudo de la virtud docente de su poesía, mil veces más tengo que dudar de que ocurra y obre esta virtud en quien, lejos de haber estudiado y aprendido mucho, deja el colegio prematuramente con algunas ligeras nociones de historia y noticias muy elementales de literatura, y se lanza á la vida del periodismo, tan agitada y laboriosa.

Mirando este asunto bajo su aspecto prosaico, acude al pensamiento, al ver cómo nos dedicamos muchos al magisterio de la prensa antes de saber algo que enseñar, aquello del «Maestro Ciruela, que no sabía leer y ponía escuela», ó el chistoso epígrafe de un capítulo de la novela del Padre Isla que ha quedado como refrán: «Deja{74} Fray Gerundio los estudios y se mete á predicador.»

Claro está que en este sentido, cuando ni los poetas que fueron también grandes sabios pueden ser poetas didácticos en el siglo XIX, menos lo es Olegario Andrade, cuyos estudios habían sido cortos y someros; pero hay otro sentido, según el cual, como por ciencia infusa, puede un poeta ser sublimemente didáctico en nuestros días.

Las elevadas aspiraciones, el ideal cuya realización se columbra en el porvenir, los planes, doctrinas y esperanzas que están en la mente colectiva de un pueblo ó de la humanidad toda, por estilo vago, informe y confuso, resplandecen con mayor luz en el alma del poeta, y merced á la energía plástica que el poeta tiene, se revisten de forma determinada, precisa y hermosa, en versos que muestran con claridad aquello mismo que agitaba el centro oscuro del alma y que el vulgo apenas comprendía. Para ser así poeta didáctico se requieren dos grandes y raras condiciones, sin las cuales no se alcanza la perfección de la forma en que estriba el misterio. Se requieren el entusiasmo y el buen gusto.

El entusiasmo, esto es, el sentimiento fervoroso y la imaginación potente que le pone de manifiesto, habilitaban é ilustraban, sin duda, el espíritu de Olegario Andrade: poseía esta primera condición para ser gran poeta docente. Sobre la otra condición, sobre la del buen gusto, hay reparos que poner.

En mi sentir, es necesario dar á la forma extraordinaria belleza para que este género de poe{75}sía transcendental y encumbrada penetre bien en las inteligencias y en los corazones, y venga á ser como la fórmula duradera de una tendencia general, de una aspiración nacional ó humana.

No bastan las imágenes de que reviste y adorna el poeta su pensamiento, ni el fuego de la pasión con que le presta calor y vida; son indispensables, además, el esmero, la reflexión y el arte más exquisito.

Acontece en ocasiones que un poeta, sin pensamientos muy por cima de lo vulgar, pero con sentimiento delicado, cuando posee y emplea ese arte exquisito, comunica al lector dicho sentimiento y le conmueve más que el poeta desaliñado, aunque tenga ideas más hondas y nuevas. Así entre nosotros, Moratín, hijo, es el más artista, el más primoroso cincelador de versos. Gracias á aquel magistral arte suyo, lo más insignificante á veces, por el fondo, nos penetra, interesa ó enternece. El pensamiento expresado con nitidez y mesura no toca en lo ridículo por el empeño de llegar á lo sublime; y el sentir, expresado con mesura también, aparece sincero, y se apodera de nosotros, mientras que un sentir, más sincero quizá, si está expresado con exageración, nos parece falso, y nos hace reir cuando pretende hacer que lloremos.

No es esto decir que lo primoroso y atildado de la forma salve nunca lo que carece de fondo, lo que está vacío de pensamiento, y frío de sentimiento, ó recalentado con sentimiento falso y postizo. Sean ejemplo de esto los versos políticos de Monti: son un prodigio de hechura, pero á mí{76} me dejan helado: apenas tengo paciencia para leerlos.

No hay arte con que disimule el poeta la falta de convicción. Lo que sí puede ser es que por ampulosidad sobrada se estropee un sentimiento leal y sincero, y aparezca falso y mentido. Esto se advierte á veces en Víctor Hugo. No ha de extrañarse, pues, que también se advierta en Olegario Andrade, que tomó á Víctor Hugo por ídolo y modelo.

Víctor Hugo tenía mucho arte: ponía en la forma el mayor esmero y estudio, como casi todos los poetas franceses; pero nuestros poetas románticos, que no pueden imitar en la forma la poesía francesa, por ser tan distinta, y que acaso se dejan engañar por lo que dice el poeta extranjero de que la inspiración le arrebata y de que no reflexiona, ni lima, ni pule, escriben sin arte y allá corren desbocados, dando rienda suelta á su portentosa facilidad.

Presupuestos, con todo, el sentir y el pensar con hondura, y la sinceridad, y el brío en el estilo, que todo esto tiene Andrade, no se puede negar que fué egregio poeta, por más que á veces le falten el arte, la mesura, la nitidez y la elegancia.

Contra los principios y doctrinas que sostiene y divulga, nada tiene que decir el crítico que ama la poesía por la poesía. Lo que importa es la nobleza del intento, la grandeza del fin, el valor de aquellas ideas y aspiraciones generales en que estamos todos de acuerdo. Después, tan gran poeta parece Schiller kantiano, como Manzoni{77} católico-liberal, como Whittier cuákero liberalísimo, como Quintana enciclopedista-progresista.

La historia, la filosofía, las religiones, todo puede ser asunto de versos con tal de que el asunto se trate bien; pero yo no me cansaré de repetir que en estos asuntos han de exigirse más que en nada la perfección de la forma, lo limpio y hermoso de la dicción, la riqueza de las imágenes y el buen gusto y el peregrino empleo de frases y giros. El poeta que no labre con todo esto sus versos filosóficos y políticos, se expone á que parezcan artículos de fondo con rimas ó índices y extractos del Bouillet ó de cualquier librejo de texto, puestos en coplas.

Con cuanto queda dicho se señalan y previenen los tropiezos á que se expone el que se lanza á poeta hierofante, digámoslo así. Que Andrade quería ser poeta de este género, y en lo posible lo era, se ve claro en su composición á Víctor Hugo. Allí, al ensalzar al maestro, explica Andrade el concepto que tuvo de la poesía y de la misión del poeta en este mundo.

Diremos, entre paréntesis, que Víctor Hugo, que recibió la composición, no la leyó, ó si la leyó, no entendió ni chispa, y contestó dando las gracias, con tres frases huecas y frías, en vil prosa.

La composición á Víctor Hugo fué, pues, mal pagada, y, á mi juicio, fué también despilfarrada. En este juicio no hay discrepancia entre mi diablillo crítico y yo: estamos de acuerdo; pero el mal pago, y cuando no el peor empleo, el derroche, no implican que sea mala la composi{78}ción. La composición, á pesar de las enormes alabanzas al poeta francés, y á pesar de otros defectos, contiene, en mi sentir, bellezas de primer orden.

Los que versificaban en castellano en el siglo XVI no se curaban de evitar las asonancias.

En el día, nuestros oídos son más delicados y no las pueden sufrir; pero Andrade se quedó con los antiguos y no cayó en esto. Sus versos están plagados de asonancias que los desentonan y afean. Lo advierto, porque, si bien procuraré citar versos en que no haya asonancias inoportunas, será difícil.

Para Andrade, analizando ya la composición á Víctor Hugo, el poeta es un hierofante, es quien trae luz á la humanidad cuando se extravía en las tinieblas y quien le enseña el camino que debe seguir:

Así la humanidad despierta inquieta,
En la noche moral abrumadora,
Cuando surge el poeta,
Ave también de vuelo soberano,
Que en las horas sombrias
Canta al oído del linaje humano
Ignotas harmonías,
Misteriosos acordes celestiales,
Enseñando á los pueblos rezagados
El rumbo de las grandes travesías,
La senda de las cumbres inmortales.

Hecha ya esta definición, la ilustra con varios ejemplos históricos: pone como prototipos de estos poetas que enseñan á la humanidad y que la sacan ó tratan de sacarla del atolladero y de las{79} tinieblas en que se ha hundido, á Isaías, á Esquilo, á Juvenal y á Dante; y, por último, síntesis maravillosa de todos éstos, y superándolos á todos, suscita Dios á Víctor Hugo, cuya misión es más alta que la de Isaías, que la de Juvenal y que la de Dante, porque viene á renovar el linaje humano, nada menos.

Diré aquí con toda franqueza que si yo fuese Víctor Hugo, y alguien me hubiera echado tanto incienso, y no tontamente, sino con gracia, y moviendo bien el turíbulo, hubiera yo escrito una carta menos seca, pagando al poeta sus alabanzas con otras iguales y no menos justas. La carta de Víctor Hugo me da rabia, como si yo fuese Andrade. La única disculpa que tiene la carta es que Víctor Hugo no sabía castellano y no entendió los versos de su admirador.

La verdad es que, ó debe uno callarse y dejar que le adoren como á un Dios, ó contestar con algo mejor que tres frases hechas á requiebros como los que siguen:

Todo lo tienes tú, la voz de trueno
Del gran profeta hebreo,
Fulminador de crímenes y tronos!
El grito fragoroso del que un día
Encarnó, para ejemplo de los siglos,
La idea del derecho en Prometeo;
La cuerda de agrios tonos
De Juvenal, aquel Daniel latino,
Tremendo justiciero de su siglo,
Y el rumor de caverna de los cantos
Del viejo Ghibelino.
Todo lo tienes tú; por eso el cielo
Te dió tan vasto sin igual proscenio.
No hay notas que no vibren en tu lira,{80}
Ni espacios que no se abran á tu genio.
Cantas al porvenir, y los que sufren,
Esclavos de la fuerza ó la mentira,
Sienten abrirse á sus llorosos ojos
De la esperanza las azules puertas.
Apostrofas al tiempo, y se levantan,
Mágico evocador de edades muertas,
Como viviente, inmenso torbellino,
Razas extintas, pueblos fenecidos,
Fantasmas y vestiglos,
Para contarte en misterioso idioma
La colosal Leyenda de los siglos!
Todo lo tienes tú; todo lo fuiste:
Profeta, precursor, mártir, proscrito.
Gigante en el dolor te levantaste
Cuando en la noche lóbrega sentiste
Temblar los mares, vacilar la tierra,
Con pavorosa conmoción extraña,
Cual si un titán demente forcejease
Por arrancar de cuajo una montaña.
Era Francia, montaña en cuya cumbre
Anida el genio humano;
La Francia de tu amor, que tambaleaba
Herida por el hacha del germano;
Y arrojando la lira en que cantabas
La Canción de los bosques y las calles,
Fuiste á tocar llamada,
De París sobre el muro ennegrecido,
En el ronco clarín de Roncesvalles.

Larga es la cita que acabo de hacer; pero ella muestra la excesiva, candorosa y casi desdeñada adoración á Víctor Hugo; el concepto que formaba Andrade de lo que era ó debía ser un poeta grande; y aun algunos de sus sentimientos y creencias sobre el progreso y la libertad, y sobre el alto destino de Francia, cumbre donde anida el genio humano.

Las faltas de Andrade se ven también en los{81} versos que acabo de citar. Por ellos se puede afirmar que se le empieza á conocer; mas para conocerle á fondo, es fuerza hablar de su Prometeo, de su Atlántida y de otras composiciones que piden más cartas. Por hoy añadiré sólo que al terminar los versos á Víctor Hugo, muestra Andrade otro de sus entusiasmos y sus creencias más poéticas: que el glorioso porvenir del humano linaje está en el mundo que descubrió Colón.

Desde aquí, teatro nuevo
Que Dios destina al drama del futuro,
Razas libres te admiran y se mezclan
Al coro de tu gloria,
Orfeo que bajaste
En busca de tu amante arrebatada,
La santa democracia,
A las más hondas simas de la historia!
Desde aquí te contemplan
Entre dos siglos batallando airado
Y arrancando á la lira
La vibración del porvenir rasgado
O el triste acento de la edad que espira!
Y al través de los mares,
Astro que bajas al ocaso, envuelto
En torrentes de llama brilladora,
Entonando tus cantos seculares,
Te saludan los hijos de la aurora.

Este final es magnífico.

No es más grandioso y arrogante nada de Víctor Hugo; pero, como el poeta argentino, envolviendo á su ídolo en nubes de incienso y en nimbos y aureolas de luz, le llama viejo y astro que baja al ocaso, ¿quién sabe si Víctor Hugo lo entendería y se enojaría un poco?

Basta ya, por ahora. Otro día veremos cómo{82} entrevé y predice Andrade el porvenir de su América, y cómo teje guirnaldas ó coronas poéticas con las flores que toma en la filosofía de la historia; jardín público donde cada cultivador planta y recoge las flores que le convienen ó le gustan; ciencia que cada cual construye, entiende y explica según le place.

*
* *

7 de Mayo de 1888.

IV

Mi distinguido amigo: La última producción de Andrade, titulada Atlántida, es el canto de cisne, donde su sentir patriótico y de raza está expresado con mayor elegancia y brío. Premiado el canto en público certamen, y siendo además la obra más encomiada del poeta, bien puede afirmarse que las ideas y los sentimientos que contiene son de los más populares en las orillas de La Plata.

No pretendo yo negar que el canto es hermoso. No me propongo escatimar las alabanzas, ni deslustrar los aciertos sacando á relucir faltas y errores. Tampoco gusto, por lo común, de impugnar, con la fría dialéctica de la prosa, lo que tal vez afirma un poeta arrebatado por el estro; pero ¿cómo prescindir de mi propia manera de sentir, de mi ser de español-peninsular, y no{83} contradecir sentimientos é ideas que en la Atlántida se expresan y que en algo ó en mucho nos lastiman?

El canto Atlántida está dedicado al porvenir de la raza latina en América, y esto de raza latina ofende mi amor propio español. En esto, para España, hay algo que hiere, como se sentiría herido un anciano al saber que un hijo suyo, emancipado, rico, con gran porvenir, establecido en remotos países y lleno de altas miras ambiciosas, justas y fundadas, había renegado del apellido paterno, y en vez de llamarse como se llamó su padre, había adoptado el apellido de un amo, á quien su padre sirvió en la mocedad.

Al llamarse latinos los americanos de origen español, se diría que lo hacen por desdén ó desvío del ser que tienen y de la sangre que corre por sus venas. Ellos se distinguen, entre sí y de nosotros, llamándose argentinos, mexicanos, colombianos, peruanos, chilenos, etc. Pero si buscan luego algo de común que enlace pueblos tan diversos é independientes, me parece que el tronco de las distintas ramas no está en el Lacio, sino en esta tierra española. Los Estados y las naciones que han surgido en América de nuestras antiguas colonias son tan españoles como fueron griegas las colonias independientes que los griegos fundaron en Africa, en Asia, en Italia, en Sicilia, en España y en las Galias. No se avergonzaron estos griegos independientes de seguir llamándose griegos, y no imaginaron llamarse pelasgos ó arios para borrar ó esfumar su helenismo en calificación más vasta y comprensiva.{84}

Y aunque se diga que los portugueses no son españoles y que hay un gran imperio de origen portugués en América, el argumento no vale. Si hemos de reducir á un común denominador á los luso-americanos y á los hispano-americanos, á fin de sumarlos luego, más natural sería hacerlos á todos, no latinos, sino ibéricos y hasta españoles. Los portugueses, en los siglos de su mayor auge y florecimiento, cuando tenían navegantes, héroes y poetas, como Gama, Cabral, Diego Correa, D. Juan de Castro, Alburquerque y Camoens, no desdeñaban el ser españoles, por más que dentro de este predicamento general pusieran la distinción específica de portugueses. Ni sé yo que los austriacos, cuando no son húngaros, bohemios ó croatas, así como tampoco otros pueblos germánicos, que no dependen del imperio alemán, fundado por los prusianos, repugnen el dictado de alemanes y pretendan llamarse de otra manera. Más derecho sería negar al imperio flamante el exclusivo título de alemán.

De esta suerte pudieran los portugueses, si hubiera tribunal con jurisdicción para decidir y el negocio importase más, poner pleito á España por haberse alzado con el nombre de España y pedir que este Estado se llamase Reino Unido de Aragón y Castilla.

Me parece, por otra parte, que el título de América latina disuena más al promover la contraposición con la América yankee, que han dado en apellidar anglo-sajona. Para que la contraposición fuese exacta, convendría, si llamamos anglo-sajona á una América porque se apoderó de In{85}glaterra un pueblo bárbaro llamado anglo-sajón, llamar visogótica á la otra América, porque otro pueblo bárbaro, llamado visogodo, conquistó la España. Igual razón habría para llamar á los Estados Unidos y al Canadá América normanda, con tal de que la restante América se llamase moruna ó berberisca.

La verdadera contraposición, la innegable diferencia entre los yankees y los hispano-americanos de cualquier república que sean, no está en lo germánico, ni en lo latino, ni en lo normando, ni en lo moruno, ni en lo anglo-sajón, ni en lo visogótico, sino en que una América, civilizada ya, procede de ingleses, y de españoles otra, cuando Inglaterra y España eran al fin dos naciones perfectamente formadas y distintas, con condiciones propias y con carácter peculiar y con sello de originalidad indeleble. Y este sello tiene ó debe tener fuerza y virtud informante para marcar y asimilar á la gente que entre por aluvión á ser parte de la población de los nuevos Estados. Y así como no es de presumir que los franceses del Canadá y de Nueva Orleans, y que los españoles de origen de California, Texas y la Florida, y mucho menos los seis ó siete millones de negros, ciudadanos libres hoy de la república que fundó Washington, cambien el ser de aquella república y borren su origen, en su mayor parte inglés, menos debe temerse que los italianos ó los franceses que emigran ahora á la América, de origen, no en su mayor parte, sino exclusivamente española ó ibérica, borren la filiación y las señales de la procedencia y conviertan aquella América en latina.{86}

Hechas estas consideraciones para que quede en su punto la verdad, severa y prosaicamente considerada, no debiéramos disputar más con el poeta, sino repetir la sentencia de Horacio del quidlibet audendi, y dejarle imaginar lo que se le antojara y convertir en latinos á todos los hispano-americanos desde Nueva Méjico á Patagonia.

En medio de todo no hay concepto generalizador que, aun pareciendo absurdo por un lado, no tenga por otro cierto racional fundamento, el cual estriba en nociones vagas, que se desprenden de ciencias nuevas, como, en este caso, de la filosofía de la historia, de la etnografía y de la filología comparativa, y pasan al dominio del vulgo. De aquí, sin duda, que habiendo sido tan pocos los latinos, allá en un principio, nos convirtamos ahora todos en latinos, con sorpresa y pasmo de los que no están en el secreto y por obra y gracia de las mencionadas ciencias.

Podemos llamarnos latinos, aunque no raza latina, como ya nos llamaron latinos los griegos del Bajo Imperio, para quienes los alemanes y los ingleses, y con sobrada razón, eran latinos, porque habíamos sido todos civilizados por el latín y con el latín: por el Imperio latino de Roma y después por la Iglesia latina, de Roma. Podemos llamarnos latinos, porque nuestras lenguas proceden del latín, y, en este sentido, no son latinos los alemanes; pero no sé yo por qué los ingleses han de ser más germánicos que latinos ó celtas. Si es cuestión de vocablos, acaso, casi de seguro, hay en un Diccionario inglés tantas palabras tomadas del latín como tomadas de otro{87} idioma. Y si nuestro latinismo se funda en el influjo civilizador de la Iglesia romana, desde la caída del Imperio hasta la Reforma, los ingleses y los irlandeses resultan más latinos que los españoles, quienes, durante toda la edad media, estuvieron mucho más separados que Inglaterra y que Irlanda del influjo de Roma.

En resolución, y bajo cualquier aspecto que esto se mire, yo comprendo que, con el andar de los siglos, desaparezca del todo entre los yankees la huella de su origen inglés, y entre los hispano-americanos la huella de su origen español, para que yankees é hispano-americanos sean algo enteramente nuevo; pero no comprendo que yankees é hispano-americanos se borren el ser inglés ó español que tienen para que aparezca por bajo un ser anglo-sajón ó latino, á la manera que se puede borrar lo escrito recientemente en un palimpsesto, para que salga á relucir por bajo alguna obra clásica de antigüedad remota.

Si otro modo de transformación puede ó no ocurrir, misterio es profético en el que no debo entrar. Sólo digo que esta transformación, por cuya virtud quedasen descastados los españoles ultramarinos, los vejaría más á ellos que á los españoles peninsulares. ¿Carecerá la raza que colonizó tan inmensa extensión de ambas Américas de vigor y de nervio suficientes para imponer el sello característico que la distingue? ¿Cederá al empuje de la inmigración creciente, dejando, v. gr., que los franceses ó los italianos se sobrepongan, y que las nuevas nacionalidades y tal vez las lenguas sean un conjunto italo-franco-{88}hispano-lusitano, que venga á denominarse latino, para que no sea tan largo el término de expresión?

Me parece que, en todo caso, han de pasar centenares de años antes de que esto ocurra.

Lo más probable, así como lo más deseable, será que el Brasil, prescindiendo de tupinambas y guaranies, y de negros bundas y minas, y considerado como nación civilizada, siga siendo portugués de casta y origen, y que sus habitantes sigan hablando y escribiendo la lengua portuguesa, enriquecida ya por ellos con un tesoro de poesía épica y lírica y con muy estimables libros de historia y de derecho; que todas las repúblicas hispano-americanas, como pueblos civilizados, sigan siendo de origen español, y que sus ciudadanos sigan hablando la lengua de Castilla, en que han escrito Alarcón, Sor Juana Inés, Valbuena, Gorostiza, Ventura de la Vega, Baralt, Bello y Olmedo; y que los sesenta millones de yankees, que podrán dentro de poco pasar de ciento, sigan siendo ingleses por su origen, como pueblo civilizado, y sigan hablando la lengua inglesa. Las literaturas de estos pueblos seguirán siendo también literaturas inglesa, portuguesa y española, lo cual no impide que con el tiempo, ó tal vez mañana, ó ya salgan autores yankees que valgan más que cuanto ha habido hasta ahora en Inglaterra; ni impide tampoco que nazcan en Río Janeiro, en Pernambuco ó en Bahía escritores que valgan más que cuanto Portugal ha producido; ó que en Buenos Aires, en Lima, en México, en Bogotá ó en Valparaíso lleguen á flore{89}cer las ciencias, las letras y las artes con más lozanía y hermosura que en Madrid, en Sevilla y en Barcelona.

No niego yo la posibilidad de que los hispano-americanos nos superen; y si no deseo que se nos adelanten, porque la caridad bien ordenada empieza por uno mismo, deseo que nos igualen. Lo que niego es que, á no ser por decadencia y no por primor ó por adelanto, se vuelvan latinos. Afirmo la persistencia del españolismo, y en este sentido creo que la sentencia del Duque de Frías no puede fallar. Durante muchos siglos aún podremos exclamar con dicho poeta:

Españoles seréis, no americanos,

y podremos afirmar que el navegante que vaya por allí desde Europa,

Al arrojar el áncora pesada
En las playas antípodas distantes,
Verá la Cruz del Gólgota plantada
Y escuchará la lengua de Cervantes.

Bolívar pudo sacudir el yugo del tirano Fernando VII; pero el otro yugo, suave y natural, del Manco de Lepanto y del ejército de escritores que le sigue, es yugo que nadie quiere, ni debe, ni puede sacudir.

Otro sentimiento, que no nos es favorable, se deja traslucir además en el canto Atlántida. Es legítimo, sin duda, el deseo, y no deja de tener fundamento la esperanza que anima á los americanos, esto es, á los descendientes de europeos{90} que fueron á colonizar á América, de que el porvenir de la humanidad está allí: de que, si en Asia, cuna de la civilización, hizo la humanidad grandes cosas, y de que, si más tarde, tal vez desde las guerras médicas, Europa adquiere la hegemonía, civiliza, domina el mundo y obra mil portentos, todavía América los obrará mayores en lo futuro, eclipsando las glorias de las más ilustres naciones de Asia y de Europa. Hasta este punto, el pensar y el aspirar son razonables y nada tienen de odiosos. Nada hay que decir, pongo por caso, de que un ciudadano de Chicago espere que el esplendor de su ciudad anuble dentro de poco el esplendor de la memoria de Roma, ó de que Nueva York haga olvidar á Sidón y á Tiro, ó de que por Boston se venga á oscurecer la fama de Atenas. Pero ya es de censurar, si traspasando este límite se advierte la impaciencia, que tiene algo de antinatural, como cuando un hijo piensa en que se le muera pronto su padre para heredarle, de que decaiga Europa, á fin de que se levanten las naciones de América con superior y no disputada grandeza.

De todos modos, yo no apruebo esta especie de naciente rivalidad entre el mundo nuevo y el viejo, y creo compatible la grandeza de ambos mundos y posible el florecimiento de las naciones de por allá y de las de por acá; pero como de la emulación nacen los grandes hechos, y no hay éxito dichoso donde no hay confianza, aplaudo el júbilo soberbio con que Andrade parece que espera más de su raza que de Europa y que de los yankees, asegurando que su raza va á cumplir las{91} promesas de oro del porvenir, el cual está reservado (en América se entiende)

Á la raza fecunda
Cuyo seno engendró para la historia
Los Césares del genio y de la espada.

Andrade quiere decir con esto, y yo me alegraría de que tuviese razón, pues aunque quiero bien á los yankees, quiero más á la gente de mi casta y sangre, que lo grande que tiene aún que hacer la humanidad lo van á hacer los hispano-americanos. Ojalá, repito, que sea así. Pero ¿qué necesidad hay para ello de que nos considere ya muertos ó arruinados?

Andrade, profetizando en favor de su raza, que él llama latina, exclama:

Aquí va á realizar lo que no pudo
Del mundo antiguo en los escombros yertos:
La más bella visión de las visiones:
Al himno colosal de los desiertos,
La eterna comunión de las naciones.

Supongo que el poeta intenta decir, aunque, francamente, lo dice mal, que, escuchando el himno colosal de los desiertos, esto es, en medio de la magnífica, exuberante y hermosa naturaleza de aquel nuevo é inmenso continente, la raza latina realizará al cabo

La eterna comunión de las naciones,

ó sea una confederación y consorcio de pueblos libres, prósperos, fuertes, ricos y llenos de altísima cultura.{92}

A nada de esto debe oponerse, sino aplaudir, todo latino de por acá. Lo que yo no apruebo, y lo que no aprobará ningún latino de los de esta banda, es que los latinos de la otra banda pongan como condición, á lo que parece, el que se convierta en escombros yertos este mundo antiguo, en el que hemos nacido y en el que vivimos.

En un porvenir remoto, todo, sin embargo, es posible. Tal vez dentro de algunos siglos, en vez de venir los chilenos, peruanos, brasileños, etc., á estudiar, á divertirse y á gozar, en escuelas, teatros y bullicios de París, de Roma y hasta de Madrid y Sevilla, aunque decaídas ya estas poblaciones, vengan á visitar sus ruinas como visitan ahora los europeos las ruinas de Persépolis, Palmira, Nínive y Babilonia. Lo que casi no es posible, y vuelvo á mi tema, es que los hispano-americanos, aun después de ocurrido todo lo que dejo consignado, se conviertan en latinos. ¡Cuidado que á mí me encantan Horacio y Virgilio, y los Gracos y los Scipiones, y Paulo Emilio y Régulo, y los Fabios y los Decios! Aunque propiamente no sean latinas, todas las grandes cosas de la Italia moderna me maravillan también y me atraen. Yo reconozco y bendigo el influjo civilizador de Italia, la cual, hasta el siglo XVI, y desde siete siglos antes de Cristo, y aun desde más temprano si contamos con el florecimiento de la Etruria y de la Magna Grecia, es la maestra de las gentes; pero los discípulos no han perdido su ser y dejado de ser lo que eran. Un cordobés, paisano de Lucano y de Séneca; un señorito de Sevilla, paisano casi de Silio Itálico y de los empe{93}radores Trajano, Adriano y Teodosio el Grande, ó un natural de Cádiz, paisano de los Balbos, me chocaría á mí que saliese con la tonada de que era latino, cuando tal vez no supiese decir en latín sino el Gloria Patri y el Sicut erat. Hágase Ud. cargo si me chocará que un ciudadano de Buenos Aires, ó de Montevideo, ó de Quito, salga con que es latino ó de raza latina, como si tuviese á menos ó se avergonzase de ser de raza española.

Pero, en fin, nada de esto destruye el mérito de los versos de Andrade, de que seguiré hablando otro día.

Perdone Ud. que por hoy haya perdido yo tanto tiempo en mi inocente desahogo contra esta latinidad postiza que por moda científica nos han colgado á todos.

*
* *

14 de Mayo de 1888.

V

Mi distinguido amigo: Confieso que el canto Atlántida hace que me asalten con vigor mis dudas y cavilaciones sobre la poesía docente en nuestra edad, en que todas las ciencias están metodizadas y ordenadas.

Es de toda evidencia que existe aún sublime poesía docente, la cual, no sólo enseña el camino del progreso al linaje humano, sino que habla{94} de Dios, revela los misterios del universo y de la historia, y mueve y levanta los corazones para que realicen nobles y útiles empresas. El influjo de esta poesía es hoy como nunca poderoso, y da un mentís á los que afirman que vivimos en época positiva y prosaica. Más que Tirteo en la antigua Grecia, influyen Whittier en la guerra civil de los Estados Unidos para dar libertad á los esclavos, y Quintana, en España, sosteniendo á la vez, con idéntico brío y en maravillosa y rica combinación, las ideas y los sentimientos que habían producido la revolución en Francia y el fervoroso patriotismo que abominaba de los que, por fuerza y sometidos ya á un tirano, aparentaban divulgar esos sentimientos y esas ideas á costa de la dignidad y de la independencia de las otras naciones.

Jamás como ahora, á pesar de la manía de afirmar que estamos en la edad de la razón y que ha pasado la edad de la fe, ha sido el entusiasmo más contagioso, ni ha tenido más eficacia, precediendo á la acción el pensamiento, y revistiéndose para propagarse y transformarse en obras de la palabra rítmica, sonora y alada.

Pero todo esto no es porque los poetas patenticen los arcanos que antes sabían sólo asociaciones secretas, ni hagan raros descubrimientos de que nadie se hubiera enterado hasta que ellos lo dijeron, sino porque á lo sentido, á lo imaginado y á lo pensado por muchos, tal vez informe y confusamente, aciertan á dar forma divina, sintiéndolo con más energía, imaginándolo con mayor lucidez, pensándolo con más limpia y pura{95} claridad y comunicándolo así á las muchedumbres.

Todo depende, pues, de una feliz forma íntima, de la oportunidad y del tino.

Cierto escritor israelita ha compuesto un libro donde trata de probar que no hay sentencia alguna en el Sermón de la Montaña que no hubieran pronunciado antes de Cristo estos ó aquellos doctores de la Sinagoga ó de sectas judaicas en disidencia. Miremos el asunto con mirada racionalista y profana, y concedamos por un instante que dice verdad el autor del libro. El mérito de Jesús no se menoscabará por eso; antes crece en nuestra mente y se magnifica. ¡Con qué inspiración imperiosamente persuasiva, con qué soberano magisterio, con qué arte prodigioso no diría Jesús su Sermón, cuando de un tejido de frases olvidadas ó desdeñadas de rabinos obscuros, y de los que nadie hacía ya caso, compuso una obra moral y social que ha renovado el mundo y que hace cerca de dos mil años es como el fundamento ideal de la vida y de las costumbres entre las naciones que gobiernan y dirigen los destinos humanos!

En escala inferior, así es toda obra de un gran poeta. Nada explica mejor esto que dos palabras que no sé por qué han caído en desuso en nuestra lengua: la virtud de la concinidad y el poder del concionador, en su acepción más elevada.

Por una concinidad inspirada por el cielo, suponiendo fundada la crítica del autor israelita, hizo Jesús ley de la humanidad de un centón de máximas rabínicas; y por concinidad semejante,{96} aunque en más baja esfera, influye un poeta en el porvenir de su pueblo con otro centón de lugares comunes.

Todo estriba, más que en lo que se dice, en el modo de decirlo; pero este modo no está sujeto á reglas, ni se aprende estudiando la poética y la retórica, sino que brota del alma humana, altamente iluminada, predestinada y escogida. Así se concibe que sea poeta docente, poeta concionador, Olegario Andrade, que al cabo, en prosa, sabía poquísimo, y no tenía, por consiguiente, mucho que enseñar.

Dos terribles escollos tiene que evitar el poeta que se engolfa por este mar de la poesía docente: el de mostrar enfático y falso sentimiento, que en vez de entusiasmar mueve á risa, y en este escollo Andrade, que es sincero, no tropieza jamás; y el de aspirar inocentemente á lo muy didáctico y caer en el prosaísmo, en lo cual no he de ocultar que Andrade alguna vez tropieza.

Para enseñar de cierto modo, no vale ya ni sirve la verdadera poesía, aunque el metro y los consonantes valgan aún como recurso mnemotécnico. Cuando se apela á este recurso, en vez de crear versos áureos, como los de Pitágoras, ó máximas solemnes, como las de los antiguos sabios y poetas gnómicos, se suelen hacer versos, cuya utilidad yo no niego, pero que hacen reir de puro ramplones. Menester fué de todo el talento y buen gusto de Martínez de la Rosa para que sus dísticos del Libro de los Niños no parezcan ridículas aleluyas, y suenen bien como suena:{97}

La conciencia es á la vez
Testigo, fiscal y juez.

Las máximas del barón de Andilla, por ejemplo, pueden ponerse en solfa, aunque enseñan cosas útiles, como la que dice:

Niña, en la iglesia la cabeza tapa:
San Lino lo ordenó, segundo Papa.

Y en versitos, útiles también, viven en boca de las personas cultas las diferentes formas del silogismo, los impedimentos dirimentes del matrimonio, los requisitos que debe tener toda demanda de un abogado, los pretéritos y supinos y otras reglas de la gramática latina, y no pocos aforismos de medicina casera, como

Post prandium, dormire;
Post cenam, mille passus ire.

Ya, con mayor amplitud, se ha escrito en verso la Historia; y de ello nos da muestra notable el reverendo padre Isla, escribiendo la de España, que aprendí yo cuando chiquillo, desde

Libre España, feliz é independiente,
Se abrió al cartaginés incautamente,

hasta

Logre el cetro español años completos
En Felipe, en sus hijos y en sus nietos.

El canto Atlántida, si bien realzado con vuelos filosóficos, tiene algo de compendio de la historia de los pueblos latinos. Empieza el poeta con Roma, cuyo origen, crecimiento y grandeza nos{98} pinta. Luego trae su decadencia y caída. Después de Roma, se levanta España, y el poeta encarece con amor nuestros grandes actos en la vida de la humanidad. Caemos también, y el poeta lamenta nuestra caída, y la atribuye á que cayó sobre nuestro espíritu

La sombra enervadora del Papado,

lo cual me desagrada, no tanto porque dude yo de que el Papado tenga sombra enervadora, ni de que esta sombra sea como la del manzanillo, causa de perdición y muerte, cuanto por el feísimo vocablo Papado, que hace pensar en la papada, y que se me resiste en verso heroico.

En pos de España, que

..... duerme acurrucada
Al pie de los altares,
Calentando su espíritu aterido
En la hoguera infernal de Torquemada,

viene Francia, recoge el cetro de los latinos, produce á Voltaire, y nos da en seguida su magnífica revolución, hoguera de efecto contrario al de la hoguera inquisitorial:

Hoguera en cuya lumbre soberana
Va a forjar, como en fragua ciclopea,
Su eterno cetro la razón humana.

Francia cae también en Sedán, y ya le llega su turno á la América. Andrade, con todo, no nos da por muertos aún. Cree que aun tenemos ser, y lo expresa en estos versos generosos:{99}

Anteos de la historia,
Los pueblos que el espíritu y la sangre
Llevan de aquella tribu aventurera
Que encadenó á su carro la victoria,
Ya los postre ó abata
La corrupción ó la traición artera,
No mueren aunque caigan. Así Roma
En su tumba de mármol se endereza
Y renace en Italia, como planta
Que el polvo de los siglos fecundiza.
Así España sacude la cabeza
Tras largas horas de sopor profundo,
Y arroja los fragmentos
De su pasada lápida mortuoria,
Para anunciar al mundo
Que no ha roto su pacto con la gloria.
Y Francia, la ancha herida
Del pecho no cerrada,
En la sombra se agita cual si oyera
Rumores de alborada.

Á pesar de todo, América se adelanta y se apercibe ya á hacer el primer papel:

Á celebrar las bodas del futuro
En sus campos de eterna primavera,

y á dar

Ámbito y luz en apartadas zonas
Al genio inquieto de la vieja raza,
Debelador de tronos y coronas.

Nada falta ya en América á este genio latino. Allí va á realizar prodigios que en balde hemos pugnado por realizar nosotros: el poeta sueña hasta con una nueva religión más comprensiva y sublime que las profesadas hasta ahora.

Y el Andes, con sus gradas ciclopeas,
Con sus rojas antorchas de volcanes,{100}
Será el altar de fulgurantes velos
En que el himno inmortal de las ideas
La tierra entera elevará á los cielos.

En la descripción de esta América, ocupada por la raza latina, campo abierto á su afán, pone Andrade rasgos brillantes y espléndidos colores.

La enumeración y la calificación de las diversas repúblicas tienen hermosos versos.

Allí vemos á

..... Colombia adormecida
Del Tequendama al retemblar profundo;
Colombia la opulenta,
Que parece llevar en las entrañas
La inagotable juventud del mundo;

Á Venezuela, cuna de Bolívar; al Perú, aunque vencido, no humillado; á Chile, el vencedor, que

..... fuerte en la guerra,
Pero más fuerte en el trabajo, vuelve
A colgar en el techo
Las vengadoras armas, convencido
De que es estéril siempre la victoria
De la fuerza brutal sobre el derecho;

al Brasil,

Á quien sólo le falta
El ser más libre para ser más grande;

y, por último, á la patria del poeta, á la rica y extensa patria argentina:

La patria, que ensanchó sus horizontes
Rompiendo las barreras
Que en otrora su espíritu aterraron,
Y á cuyo paso en los nevados montes
Del Génesis los ecos despertaron.{101}
La patria, que, olvidada
De la civil querella, arrojó lejos
El fratricida acero,
Y que lleva orgullosa
La corona de espigas en la frente,
Menos pesada que el laurel guerrero.
¡La patria! En ella cabe
Cuanto de grande el pensamiento alcanza:
En ella el sol de redención se enciende;
Ella al encuentro del futuro avanza,
Y su mano, del Plata desbordante
La inmensa copa á las naciones tiende.

Los últimos versos, á pesar de las asonancias repetidas, y que ya no se sufren, son un bellísimo y entusiasta llamamiento á los europeos, de raza latina, para que vayan á colonizar en la Plata.

¡Ámbito inmenso, abierto
De la raza latina al hondo anhelo!
¡El mar, el mar gigante, la montaña
En eterno coloquio con el cielo.....
Y más allá desierto!
¡Acá ríos que corren desbordados;
Allá valles que ondean
Como ríos eternos de verdura,
Los bosques á los bosques enlazados;
Doquier la libertad, doquier la vida
Palpitando en el aire, en la pradera,
Y en explosión magnífica encendida!

Por lo citado y expuesto, se ve que, á pesar de todo su desaliño y demás faltas, era Andrade un inspirado y original poeta; pero tal vez resplandecen más sus buenas cualidades cuando desecha la serenidad didáctica, es lírico puro y se deja llevar de la pasión que le agita. Habrá acaso en esta pasión algo de poco razonable; pero esto{102} no importa cuando la pasión no es singular, sino de muchas gentes, de las cuales el poeta se hace eco y es órgano.

Así, más que el patriotismo, el americanismo de Andrade.

Justo es que todo Estado independiente ponga el mayor empeño en conservar y hacer respetar su autonomía. Justa es también cierta mancomunidad de intereses entre todas las repúblicas de origen español, y así lamentamos las guerras, harto crueles con frecuencia, que se han hecho entre sí estas repúblicas. Chile ha asolado y arruinado el Perú. El Paraguay ha quedado medio desierto después de la última guerra. Justo es que todas estas repúblicas, ya que se separaron de la metrópoli y de los Estados de Europa, se enojen de toda tutela ó curatela que aspiremos á imponerles. Nada más impolítico, absurdo y deplorable que nuestra guerra del Pacífico y que la expedición á México, que puso al infeliz Maximiliano sobre su instable y peligroso trono.

Delirio fué, en mi sentir, el más ó menos vago proyecto, no nacional, sino palaciego, que hubo, tiempo há, en España, ya de levantar en la misma México, ya en Quito, un trono para algún príncipe ó semipríncipe de nuestra dinastía. España, por dicha, no piensa ya, si es que pensó alguna vez, en nada semejante, y hasta abomina de ello.

Las demás naciones de Europa, escarmentadas con el cruelísimo ejemplo de Maximiliano, y convencidas de que no es posible, ni convenien{103}te, que reine en América un príncipe europeo, no acometerán ya jamás tales empresas, y no se dejarán seducir, y se taparán las orejas para no oir las excitaciones, los ruegos y las promesas de los americanos monárquicos, si aun los hubiere después del escarmiento último. Pero concediendo esto, no podemos conceder que haya nada de juicioso en el americanismo exagerado. ¿Dónde está, ni cómo puede concebirse este antagonismo ó contraposición entre Europa y América, cuando la América civilizada no es, ni puede ser, sino la prolongación, el complemento, una parte del triunfo de la civilización europea y cristiana sobre la naturaleza bravía y no domada aún por el hombre; y sobre las razas bárbaras y salvajes, que, al contacto de los europeos, ó se mezclan con ellos y se regeneran y levantan, ó perecen y se hunden?

Alzar en América un reino ó imperio nuevo sería locura. Admirémonos de la previsión astuta de D. Juan VI, ó de sus consejeros, que habilitó á D. Pedro de Braganza para decir su famoso fico, me quedo, y quedar en efecto de emperador del Brasil; pero lo que no se hizo en sazón no se remedia cuando fuera de sazón quiere hacerse. La América española debe ya ser, y es menester que siga siendo republicana y señora de sí misma. No autoriza esto, con todo, ni menos justifica los arbitrarios asertos de que la virtud, el desinterés y la libertad se fueron al Nuevo Mundo, y el hablar con horror de la tiranía de los reyes y de la bajeza lacayuna de los pueblos que los sufren, cuando en América se han{104} sufrido dictadores y tiranos más zafios, ruines, sanguinarios y codiciosos que nuestros peores reyes. En ninguna nación civilizada de Europa ha habido, desde hace un siglo, sobre ningún trono, más aborrecible y cruel tirano que Rosas. Y, por otra parte, el sufrir los desmanes, los vicios, los crímenes y las insolencias de un rey no humilla tanto, ya que, en virtud de una ficción legal, aquel hombre está, para bien de todos, colocado aparte, y como por cima de los demás, y es monumento vivo de antiguos héroes y caudillos y de mil gloriosos hechos; mientras que un tirano improvisado sale á veces de la hez, del cieno, del más hondo sedimento de las cloacas sociales, y se encumbra, por fuerza ó astucia, no en virtud de ley antigua y veneranda, sino hollando todas las leyes, para plantar su rudo pie sobre el pescuezo de sus iguales y de sus superiores.

Pero, por cima de todas estas consideraciones, vienen á ponerse el brío patriótico, la noble independencia, y el orgullo, para mí digno de aplauso, que prefiere hasta la mayor infelicidad en casa, á un bien, á una ventura, á una felicidad que acudan á traernos los extraños; por todo lo cual aplaudo yo á Andrade, más que cuando adoctrina á todo el humano linaje, cuando se revuelve contra nosotros los europeos y nos injuria elegantemente, en el ardor de su lírica vehemencia, y nos llama enflaquecidos, corrompidos, lacayos, esclavos y otras lindezas.

Su poesía La Libertad y la América es á la vez una diatriba contra nosotros, un himno triunfal{105} al Nuevo Mundo y un cartel de desafío á los europeos.

Y, sin embargo, ésta es la composición que más me agrada de Andrade. En la facilidad, en la riqueza y en la fluidez, parece de Zorrilla; y parece de Víctor Hugo en la crudeza y en el furor con que ensalza á los suyos y á nosotros nos vilipendia y deprime.

Aquí donde algún día vendrán las razas parias
A entrelazar sus brazos en fraternal unión,
A despertar acaso las selvas solitarias,
Con el sublime acento de místicas plegarias,
Cantando los esclavos su eterna redención.
Aquí la vieja Europa con mano enflaquecida,
Con la altanera audacia de la codicia vil,
Quiere injertar su sangre, su sangre corrompida,
Que se derrama á chorros por anchurosa herida,
En la caliente sangre de un pueblo varonil.
Y allá en la blanca cima do el cóndor aletea,
Clavar sobre los cielos su roto pabellón;
Y acá sobre su espalda robusta y gigantea
Colgar de sus lacayos la mísera librea,
Colgar de sus esclavos la insignia de baldón.

Contra este supuesto propósito de Europa, el poeta se alza lleno de indignación, y llama al combate, así á los héroes vivos, como á los héroes muertos; á aquellos que, durante la guerra de emancipación,

En el mar, en el valle, en las montañas,
Revolcaban al león de las Españas,
Que bramaba de rabia y de coraje.

Volviendo luego al primer metro, continúa el cántico triunfal y profético americano, vaticinando un porvenir glorioso para el Nuevo Mun{106}do, é implícitamente al menos, la ruina del Mundo Antiguo.

¡América! tus ríos te ofrecen ancha copa;
La túnica del iris, espléndido dosel;
Las selvas seculares son pliegues de tu ropa;
En tus desiertos cabe la vanidad de Europa:
Las razas del futuro te buscan en tropel.
¡Ni siervos, ni señores, ni estúpido egoísmo!
Al Universo anuncia tu gigantesca voz.
En vez de las almenas del viejo feudalismo,
Con la frente en el cielo, la planta en el abismo,
Los Andes se levantan para tocar á Dios.

Y, por último, el poeta asegura que la historia va á terminar allí; que el non plus ultra de todos los ideales está en su continente; que no hay otro más allá de bello, de bueno, de noble, ni de santo, que lo que su América realice:

Tus Andes son el templo de cúpula de hielo,
En que, después de rudo y ardiente batallar,
Vendrá á colgar sus armas con religioso anhelo
La caravana humana para elevar al cielo
El himno sacrosanto de amor y libertad.

Claro está que en todo esto hay mil parabienes agoreros que deben lisonjear á los argentinos; justas aspiraciones y egregias esperanzas, y además lirismo y pompa poética que á todos nos hechizan. Hay también extravagancias, así en el fondo como en la forma, de cuyas tres cuartas partes, lo menos, hago yo responsable á Víctor Hugo y á la manía que inspira de imitarle.

Veremos aún el Prometeo y otros poemas. Temo cansar á Ud. con tan largo examen crítico;{107} pero Ud. lo ha querido, y ya no hay más sino llevarlo con paciencia.

*
* *

4 de Junio de 1888.

VI

Mi distinguido amigo: Incompleto quedaría mi examen de las obras poéticas de Andrade si no hablase yo de la más transcendental: de su Prometeo, inspirado por el de Esquilo.

La crítica literaria dictó en el siglo pasado sentencias tan contrarias á las que dicta en el nuestro, que sería largo demostrar aquí que hoy es cuando tenemos razón, y que los críticos de entonces se equivocaban. Así, pues, suprimo pruebas en gracia de la brevedad, y doy por demostrado que tenemos razón ahora: que ahora toda sentencia que recae sobre libros de la clásica antigüedad es definitiva é irrevocable.

El Prometeo de Esquilo, por lo tanto, drama para los críticos franceses pseudoclásicos, como Voltaire y La Harpe, bárbaro, sin acción y sin caracteres, es para nosotros, y en realidad y para siempre, un prodigio de poesía: una de las obras más sublimes que ha producido el ingenio humano. Dicen que Esquilo consagró sus tragedias al Tiempo, y tuvo razón, ya que el Tiempo agradecido le hace justicia. Hoy las admiramos todas,{108} y sobre todas la de Prometeo, aunque es la segunda parte de su trilogia, de la cual, salvo cortos fragmentos, se han perdido la primera parte y la tercera. En traducir el Prometeo, en comentarle, en explicarle, en completarle ó en imitarle, se han empleado los más egregios poetas, críticos, filólogos y pensadores de nuestra edad: Shelley, Byron, Edgardo Quinet, Goethe, Bunsen, A. Maury, Patin y mil otros. Unos han puesto en verso cuanto suponen que Esquilo dejó por decir, ó cuanto dijo y se perdió; otros han dado sentido nuevo á la fábula; otros han disertado largamente para desentrañar todos los misterios que la fábula esconde.

Tal vez esta fábula, entendida de cierto modo, se aviene con el prurito de impiedad y de rebeldía blasfema que hoy atosiga muchos espíritus, y que ha inspirado, por ejemplo, el himno á Satanás de Josué Carducci: tal vez se aviene con la suposición de que en el Supremo Dispensador de los destinos humanos hay tiranía y malevolencia, y de que la gloria y la grandeza del audaz linaje de Japeto está en rebelarse contra esa tiranía y su bienaventuranza en sacudir el yugo.

Aun antes de nuestro siglo, entre los vates precursores, aparece Milton, el cual, en medio de su fe cristiana, sentía ya ese espíritu de rebelión y simpatizaba con él; por donde pone noble grandeza y egregia hermosura en su Príncipe de los demonios, y aun toma para pintarle rasgos del Prometeo del trágico griego.

La sospecha ó la acusación contra la impiedad de Esquilo hubo de mostrarse ya cuando él vivía,{109} y dar origen á la historia de que le mató el águila de Júpiter, dejando caer sobre su calva frente una tortuga que llevaba entre sus garras por el aire.

Críticos y comentadores hay, con todo, que, lejos de ver impiedad en Esquilo, le consideran piadosísimo, y explican la trilogia de Prometeo dándole significación profundamente religiosa. Si el poeta pecó en algo, fué en divulgar doctrinas esotéricas, que se transmitían sólo á los iniciados en los misterios y que se custodiaban en el seno de colegios sacerdotales.

Por lo demás, como todas las mitologías, y singularmente la griega, se formaron por amalgama ó fusión de opuestas y encontradas creencias y modos de sentir y entender, resulta que en esta fábula de Prometeo hay varias y aun opuestas interpretaciones, según se la considere, y aun según sea el autor de que se tome, pues también antes de Esquilo la trató Hesíodo.

De aquí que muchos, apoyándose en la idea de que hubo una revelación primitiva, cuya luz aparece, aunque ofuscada, en el seno del paganismo, ya ven en el Titán filántropo, que padece por amor de los hombres, una confusa prefiguración del Redentor; y ya ven lo mismo en el hijo de Júpiter, en Hércules, que mata el buitre ó el águila que devoraba el renaciente hígado de Prometeo, y reconcilia á éste con Júpiter, á la cual interpretación vienen á dar más fuerza las palabras en que explica Hesíodo la buena voluntad con que Júpiter perdona; porque «así se difundía con mayor gloria sobre la tierra la virtud de su Hijo muy amado».{110}

En el poema de Andrade, más lírico que épico, donde se narra poco y hay muchos versos en que habla el Titán, esta confusión, ó más bien oscuridad entre lo impío y lo piadoso, persiste y no se disipa.

¿Será á Júpiter, ó á Dios mismo, á quien por boca del Titán dice el poeta todos estos insultos y amenazas?

¡Oh Dios caduco! grita
El titán impotente:
Como esta negra carne que renace
Bajo el pico voraz del cuervo inmundo,
Renacerá fulgente
Para alumbrar y fecundar el mundo
La chispa redentora
Que arrebaté á tu cielo despiadado.
Germen de eterna aurora
Del caos en las entrañas arraigado!
Desata, Dios caduco,
La turba ladradora de tus vientos;
Sacude los andrajos de tus nubes,
Y acuda á tus acentos
La noche con sus sombras,
Con montañas de espuma el Oceano:
No apagarán la luz inextinguible
Del pensamiento humano.
¿Qué importa mi martirio,
Mi martirio de siglos, si aun atado,
Júpiter inmortal, yo te provoco,
Júpiter inmortal, yo te maldigo?
¿Si el viejo Prometeo, el titán loco,
El mártir de tu encono,
Siente tronar la ráfaga tremenda
Que va á tumbar tu trono?

Otro punto hay también, en el cual los opuestos y discordantes elementos que entraron en la fábula, argumento de la tragedia de Prometeo,{111} hacen oscura su significación en Esquilo. Todavía, después de tantos siglos, queda en el poema de Andrade la misma oscuridad, vaguedad ó indecisión, la cual sería grave falta en cualquiera obra didáctica en prosa; pero en verso está bien y tiene singular hechizo, pues pinta la indecisión, las dudas, las contradicciones de la mente humana, así cinco ó seis siglos antes de Cristo, como diez y nueve después.

Entonces y ahora los hombres no estaban ni están contentos y satisfechos de lo presente; y así, ya fingen la edad de oro en lo pasado, de la cual hemos descendido por nuestra culpa hasta esta mísera edad de hierro; ya pintan, en lo pasado, una humanidad bestial y feroz, que ha ido y va levantándose, poco a poco, hacia el bien, la luz y la perfección; ya, concertando la antinomia, aseguran la caída primera, creen en una redención ulterior, y en pos de esta redención en el progreso.

De todo esto hay vagamente en Esquilo; y de todo esto hay también vagamente en Andrade.

A la verdad, cuando el Prometeo de este último, atado siempre y padeciendo su martirio, llega á descubrir sobre el Gólgota la Cruz del Salvador, el poeta argentino nos alucina por un momento y nos parece completamente cristiano. Se puede imaginar que la significación profética que da Augusto Nicolás á Prometeo es la que le inspira. El Prometeo de Andrade dice algo por el orden de las santas y hermosas palabras del viejo Simeón: Nunc dimittis servum tuum, Domine, in pace, quia viderunt oculi mei salutare tuum.{112}

«¡Al fin puedo morir—grita el gigante
Con sublime ademán y voz de trueno.—
Aquella es la bandera de combate,
Que en el aire sereno
Ó al soplo de pujantes tempestades
Va á desplegar el pensamiento humano,
Teñida con la sangre de otro mártir,
Prometeo cristiano,
Para expulsar del orgulloso Olimpo
Las caducas deidades.
Es un nuevo planeta que aparece
Tras los montes salvajes de Judea
Para alumbrar un ancho derrotero
Á la conciencia humana:
El germen fulgurante de la idea
Que arrebaté al Olimpo despiadado;
La encarnación gigante de mi raza,
La raza prometeana.
¡Al fin puedo morir! Hijo de Urano,
Llevo sangre de dioses en las venas.
¡Sangre que al fin se hiela!
Aquel que me sucede, hijo del hombre,
Lleva el fuego sagrado,
Que eternamente riela,
Ya le azoten los siglos con sus alas,
Ó el viento furibundo;
El fuego del espíritu, heredero
Del imperio del mundo.»

Sin embargo, después de la atenta lectura de estos versos, se nota harto bien que el sentimiento cristiano ha entrado en ellos en pequeñísima dosis.

Cristo, según el poeta, vale más que Prometeo, no porque es Dios, sino porque es menos Dios y más hombre que el titán. Para el poeta, Prometeo, Cristo, Galileo, Sócrates, en suma, todo sabio que haya sido algo perseguido ó muy perseguido por clérigos y frailes, por inquisido{113}res ó por dioses de cualquiera laya, viene á ser un titán, un Prometeo de mayor ó menor calibre, la personificación ó la encarnación del pensamiento humano, que es el verdadero Dios que inspira su poema y á quien le dedica.

El Prometeo de Andrade muere en cuanto ve morir á Jesús, y muere porque mueren los dioses todos para que reine sin rival el espíritu del hombre.

El poeta termina su obra entonando á este espíritu un cántico triunfal muy entusiasta. Todos los pensadores futuros serán otros tantos Prometeos, que es de suponer que no llegarán á padecer, ni con mucho, lo que padeció el titán, ni serán crucificados como Cristo, ni beberán cicuta como Sócrates, ni tendrán que sentir ninguna otra desazón mayúscula, como no hagan alguna tunantería ó algún disparate. Estos nuevos pensadores contribuirán á que amanezca pronto el claro día

En que el error y el fanatismo espiren
Con doliente y confuso clamoreo.

Los poetas harán también brillante papel en este drama del porvenir. Andrade no cree, por dicha, como creen y sostienen ahora algunos pensadores del Ateneo de Madrid, que la poesía, al menos la rimada ó metrificada, va á morir por inútil. Los poetas serán las aves que cantarán la venida de esa aurora mental y social, y que secarán con sus alas la sangre y el sudor de los pensadores, perseguidos ó afanosos, si ellos se afanan y si alguien los persigue.{114}

Para mí es evidentísimo que hay en todo este poema de Andrade portentoso brío y gran vuelo de inspiración. Lo que se echa muy de menos, y ¿por qué no decirlo con franqueza? es el estudio para prepararse á escribirle y el estudio al escribirle.

No quiero pararme en el desaliño ni en las rarezas del lenguaje. No gusto de disputar, y alguien hallará bien quizás lo que yo hallo deplorable; pero quede consignado, sin atreverme á decir que no está bien, que no me suena el que Cristo sea planeta, y que preferiría que fuese estrella ó sol; que la raza prometeana me choca y lastima los oídos, y que celebraría yo que Prometeo viese la Cruz y no la silueta de la Cruz. La silueta me hace pensar en seguida en figurillas de papel recortadas con tijeras.

Las fábulas gentílicas no merecen el respeto que merece la historia. El poeta puede modificarlas á su antojo y bordar sobre ellas; pero aun en esta licencia se han de poner condiciones: de no observarlas, surgirán inconvenientes en daño del poema licencioso. Mientras más clara y transparente sea en Prometeo la representación del genio del hombre ó del pensamiento humano, menos vida poética tendrá el personaje: más se acercará á la fría abstracción: más se esfumará como mera é insustancial alegoría. Para Esquilo y para los atenienses, público de Esquilo, Prometeo era persona de verdad; y Júpiter y las ninfas del Océano, y todos los seres que aparecen en el drama, distan mucho de ser abstracciones y vanas prosopopeyas. Por esto sólo, aun{115}que no lo fuese por más, sería el Prometeo de Esquilo superior á todos los Prometeos que se han escrito más tarde.

Los denuestos del poeta griego contra su Zeus ó Júpiter, vivo y reinante, debían de pasmar por su audacia: eran la protesta hermosa del derecho y de la razón contra la violencia y el poder. En el día nada significa hablar mal de Júpiter. Y si Júpiter es la superstición, el fanatismo, la idea de Dios ó un Dios en quien no se cree, y es como si no fuera, todo elemento dramático y épico se desvanece, y se reduce el poema á la lucha de una abstracción contra otra.

Ya se entiende que digo esto como consideración general, que afecta poco al mérito del poema de Andrade. El, ó reflexivamente ó por instinto, pensó como yo, é hizo su poema lírico, y no epopeya ni drama.

Y no es esto decir que, en nuestra edad moderna, no sea posible una epopeya ó un drama sobre Prometeo; pero, á mi ver, ha de ser de uno de estos tres modos: ya poniendo en parodia y en solfa el asunto, como en las operetas de Offenbach; ya ciñéndose con inspiración erudita al espíritu y pensar de los antiguos, sin bastardear ni mezclar las ideas anacrónicamente. Por tal estilo, bien podría un poeta muy helenista y muy sabio restaurar la trilogía, completando lo que de Esquilo nos falta, así como Leopardi compuso el himno á Neptuno, que parece traducción literal de uno de los himnos que se atribuyen á Homero. Puede, por último, y más bien pudo hará doscientos ó más años, cuando la filosofía{116} de la historia no se había popularizado tanto, y cuando los poetas no metafisiqueaban tanto como hoy á sabiendas y reflexivamente, dar la fábula de Prometeo asunto para un drama, que no fuese bufo como las operetas, ni arqueológico tampoco, sino con moderno significado.

Calderón, á mi ver, nos dejó lindo ejemplo de esto en su precioso drama La estatua de Prometeo. Su intento fué sólo escribir una gran comedia de magia con mucha vistosa pompa, música y canto; pero la inspiración fué más allá del intento. Informada é iluminada la fábula terrible por la luz del cristianismo y por sus alegres esperanzas, toma el aspecto más risueño y tiene el desenlace más dichoso. El coro canta, con razón, al terminar:

Feliz quien vió
El mal convertido en bien
Y el bien en mejor.

Prometeo, así como Epimeteo su hermano, no son figuras alegóricas, sino personajes reales. Prometeo, sabio; Epimeteo, guerrero. Representan, no obstante, la lucha de las armas y las letras, de la razón y de la pasión, de la ciencia y del instinto violento y ciego. Aunque rodeados de personajes simbólicos y mitológicos, hay realidad y vida en ambos protagonistas.

La lucha que entre ellos estalla viene á parar en reconciliación interviniendo Minerva, ó la sabiduría misma, y Apolo, ó el padre de la luz, los cuales interceden con el sumo Jove, quien perdona antes de que Prometeo padezca el suplicio{117} á que estaba condenado. Pandora no es causa de todos los males, como en Hesíodo, tan aborrecedor de las mujeres.

Para el galante Calderón, que rendía culto á la mujer, y para quien

.....Si el hombre es breve mundo,
La mujer es breve cielo,

Pandora, que representa á la mujer, completa la dicha del sabio, casándose con él y amándole. Robar el fuego del cielo resulta chico pecado y perdonable atrevimiento, en vista de los bienes que acarrea, y sobre todo

Porque nunca niega
Piedades un Dios.

La maravillosa y estupenda fantasía de Calderón despliega toda su virtud en el robo mismo del fuego, en la aparición de Prometeo, cuando ya le trae del cielo, y en la repentina y milagrosa vivificación de la estatua que se convierte en mujer, hermosa y sabia, hasta el punto de confundirse con Minerva, cuando Prometeo le da la llama celestial, que la penetra y la anima.

Un crítico de buena voluntad y transcendente, como hoy se usan, pudiera sacar de La estatua de Prometeo mil deliciosas, amenas y hasta profundas filosofías.

No me incumbe á mí hacerlo ahora; y me vuelvo á Andrade.

En éste no son tan atinadas como en Calderón las modificaciones ó innovaciones. Algunas van contra todo razonable simbolismo y le truecan{118} en embolismo. El Titán, hijo de Japeto, es y quiere Andrade que sea el pensamiento humano. ¿Por qué, pues, le hace pelear contra Júpiter, con los otros titanes, que significan las fuerzas cósmicas, fatales é ininteligentes, en las que Júpiter pone orden y ejerce imperio? Prometeo aconsejó á los titanes que no se rebelasen contra Júpiter.

También es raro que los titanes para escalar el cielo monten á caballo y galopen como gauchos por la pampa, y en corceles de semoviente y animado granito. Para subir al asalto de una fortaleza, á un monte enriscado ó al cielo, no valen corceles si no tienen alas como el Pegaso. Además, yo creo que la lucha de los titanes contra Júpiter es difícil de pintar sin que el poeta moderno quede deslucido, cuando esta lucha inspiró en la Teogonía los versos más sublimes y verdaderamente titánicos al vate de Ascra.

A pesar de todo lo expuesto, y para terminar sin cansar demasiado ni al público ni á Ud., diré que, tanto por las composiciones de que he hablado, como por El nido de cóndores, A Paisandú y otras que no cito, Andrade es uno de los más ilustres poetas que ha habido en América, y valdría más que Olmedo ó que Bello, y tanto como Quintana, si hubiese cursado más humanidades y hubiese tenido más y mejores lecturas.

Andrade, por último, como otros poetas argentinos, como Mármol, Echevarría y Obligado, tiene en su lira cuerdas que á Quintana le faltan. Andrade siente, ve y comprende, con profundo sentimiento poético, la naturaleza que le rodea.{119} Si hubiera él olvidado ó descuidado más á Víctor Hugo y engolfado menos su alma en la filosofía de la historia, hubiera sido aún más notable poeta pintando la naturaleza americana y cantando de amor y de hermosura, mejor que de evoluciones y de progreso.

{120} 

{121} 

EL PARNASO COLOMBIANO

13 de Agosto de 1888.

Á D. José Rivas Groot

I

Muy distinguido señor mío: Vergüenza me da de no haber contestado aún á la amabilísima carta de Ud. fecha en Bogotá el 29 de Octubre de 1887. Pido á Ud. por ello mil perdones y le ruego que crea que en parte mi desidia y en parte mil quehaceres y cuidados han tenido la culpa de mi tardanza.

La carta de Ud., que recibí á su debido tiempo, me alegró y lisonjeó mucho. Con ella recibí el estimable presente que me hizo Ud. de un ejemplar del Parnaso Colombiano.

En la carta me pide Ud. ó muestra deseos de saber mi opinión sobre los poetas cuyas composiciones contienen los dos tomos del Parnaso. Y pensando yo en darla, después de reflexivo estudio, y con el mejor tino que pudiese, he dejado hasta hoy correr el tiempo, sin hacer nada de la tarea que me había prescrito.

Pocos meses há empecé á escribir estas Car{122}tas americanas, y claro está que de uno de los libros de que yo más detenidamente deseaba hablar en ellas era del que Ud. me había remitido; pero más fáciles asuntos me han salido al paso, y todavía no he satisfecho mi deseo.

Entre tanto, he recibido, sin saber quién me los envía, los números de La Nación, de Bogotá, fechas 18 y 25 del último Mayo, donde contesta usted muy discreta y amablemente á mi primera Carta americana, defendiendo con gran calor y habilidad á Víctor Hugo é impugnando mi crítica en lo que á Víctor Hugo es adversa.

En la impugnación se muestra Ud. tan cortés, tan benigno y tan amable conmigo, que la gratitud me desarma, y casi me siento capaz, á fin de ser á Ud. grato, de confesar que me he equivocado: que la musa de Víctor Hugo no tiene falta ni mácula, y que, si la tiene, la hermosea en vez de afearla, como velloso lunar á una linda moza, haciendo resaltar más con su negrura lo sonrosado de la mejilla ó la limpia candidez de la desnuda espalda, donde el lunar campea y descuella como matita de bambúes en prado de flores.

Los artículos de Ud. me llevan además á hacer escrupuloso examen de conciencia. ¿Señor—me digo,—habré yo pecado denigrando, ó rebajando al menos, el mérito del gran poeta por odio y envidia de español contra lo francés en particular, y en general contra todo lo extranjero? Raro es el español que sintió jamás tal odio ni tal envidia, y no soy yo ese español raro.

Hasta cuando estábamos muy soberbios y engreídos y no cesábamos de hablar de Pavía,{123} Otumba, San Quintín y Lepanto, y de que el sol no se ponía en nuestros dominios, no nos dió jamás por denigrar á nadie.

Todo nos parecía mejor en tierra extranjera, ó porque era mejor, ó porque el atractivo de la novedad hacía que así nos pareciese. Hasta los poetas, que por lo común son arrogantes, eran humildes en España al compararse con los extranjeros. Lope de Vega, por ejemplo, que no me parece que era un poeta de tres al cuarto, decía, refiriéndose á los italianos, que no se atrevía á competir con ellos,

Que son solos y soles,
Él con sus rudos versos españoles.

Lo que es en el día andamos tan abatidos, que no hay objeto que no nos parezca mejor siendo extranjero que siendo español; y de cuanto admiramos, es lo francés lo que admiramos más, por ser lo que menos mal conocemos. Siguiendo esta regla y esta propensión nuestra, aseguro á usted que mientras más hondamente lo considero, más me persuado de que, lejos de escatimar á Víctor Hugo la alabanza, me he excedido en ella; y llamando á Víctor Hugo rey de los poetas de nuestro siglo, he agraviado á Byron, á Goethe y á no pocos otros, que tal vez tuvieran más derecho que él á esa corona.

¿Qué es, pues, lo que yo puedo y debo replicar á los artículos de Ud. insertos en La Nación? Lo mejor es dar el punto por suficientemente discutido. Dejemos á Víctor Hugo que descanse en paz sobre sus laureles, y hablemos de los poetas{124} que escriben en mi propio idioma, y cuyas obras usted me envía, como me dice en su carta, desde un rincón de los Andes.

No puede Ud. imaginar cuánto me agrada y qué gran curiosidad me inspira ese rincón, como usted le llama.

Cuantas descripciones he leído de su tierra de usted, hechas por Alejandro Humboldt, por García Mérou, por el barón de Japurá, padre de una simpática marquesa, española por adopción, y mujer de un antiguo y excelente amigo mío, y por Miguel Cané, discreto escritor y viajero argentino, hoy ministro de su república en esta corte, todo me atrae y cautiva; y aseguro á usted que, si yo no fuese ya y no estuviese ya tan viejo, había aún de ir á Bogotá á hacer á Ud. una visita y á ver el estupendo salto del Tequendama, de tan superior elevación al del Niágara, que he visto.

Lejos de parecerme Bogotá un rincón, se me figura que Bogotá va á ser el centro del mundo en lo venidero, cuando el canal interoceánico acabe de abrirse, y sea en el seno de esa república donde se celebre el gran consorcio de la civilización, besándose y abrazándose, dentro de la zona,

Que el sol enamorado circunscribe,

las ondas del Atlántico y del Pacífico.

Y no crea Ud. que lo que más me encantaría ahí, aunque soy muy apasionado á la hermosura y sublimidad de la naturaleza, serían los fértiles y exuberantes valles y vegas por donde corren{125} el Magdalena y el Cauca; ni la riqueza y variedad de frutos, plantas y flores que hay en la hermosa patria de Ud.; ni la misma catarata, vencedora del Niágara, y una de las maravillas que hay que ver en este planeta, catarata en que se derrumban las aguas del Bogotá desde una altura de 180 metros, y pasan por el aire, desde la tierra fría, desde un clima como el del centro de España, á la tierra caliente, poblada de naranjales y de palmas, y donde revolotean los loros y guacamayos. Todo esto, con un poco de imaginación, se ve en espíritu, leyendo las descripciones de los viajeros, casi como si se viese materialmente con los ojos del cuerpo y se tocase con las manos. Lo que á mí me encantaría más sería ver trasplantada, en esa meseta de los Andes, con hondas raíces, lozana y llena de savia y de vida, la antigua civilización de la metrópoli; sería ver en Bogotá como un foco de luz propia, como un primer móvil de inteligencia castiza, que sin desechar, sino conociendo y estimando todo el moderno saber de los demás pueblos de Europa, imprime en cuanto hace el sello y el carácter de la raza española, con algo además de singular y exclusivo que la determina y distingue como colombiana.

Es lástima que no lleguen por aquí ni leamos nosotros sino poquísimos de los libros en prosa que Uds. escriben. Yo, lo confieso, aun no he leído más que una novela de Bogotá: Tránsito, de Silvestre. Y aseguro á Ud. que han quedado vivamente impresas en mi mente las escenas que describe, en las fecundas márgenes del Mag{126}dalena; las fiestas populares, las alegres cabalgatas, los apasionados amoríos, y el poético baile y tonada y canto á la vez que llaman bambuco, y que se me figura que no ha de ser inferior á nuestros fandangos, boleros, jotas y seguidillas. Todo lo que leo de ahí me parece más que español. Tal vez nosotros vamos degenerando, ó por decirlo así destiñéndonos y como perdiéndonos modestamente en la cola de la cultura europea, mientras que Uds. conservan mejor el individualismo, la autonomía de raza. Ahí puede llamarse aún cachaco un dandy y cachaquería la high life. Ahí siguen los coliches ó asaltos, como los había en mi mocedad en nuestras ciudades de provincia cuando improvisábamos un baile en la casa de algún amigo, invadida de repente. Y ahí se canta, se baila y se toca el bambuco en coro, por galanes y damas, que comprenden, estiman y ejecutan, la música más sabia de Schubert, de Chopín y de Beethoven, y aun compiten con ella, escribiéndola, como nos cuenta el Sr. Cané de la señorita doña Teresa Tanco.

El mismo Sr. Cané, en su precioso libro de impresiones titulado En viaje, nos describe con tal entusiasmo la cultura, la hospitalidad y el trato afable y discreto de la sociedad elegante de Bogotá, que pone deseo de ir á gozar de ella y de ver en el riñón de América, en una planicie ó extensa nava en el centro de los Andes, á la altura de 2.700 metros sobre el nivel del mar, algo como un paraíso terrestre, de clima apacible, de perenne primavera, donde existen todos los refinamientos que la vida moderna puede dar al es{127}píritu; y no pocos de los regalos, comodidades y conforts, como dicen ahora, de que pueden disfrutar nuestros cuerpos.

Todo lo que el Sr. Cané cuenta de este paraíso lo creo yo á pie juntillas; y no es exceso de fe, pues está confirmado por las relaciones de otros viajeros, como el Sr. García Mérou, el barón de Japurá y el mismo Humboldt, á quienes ya he citado, y sobre todo por los libros que Uds. escriben, que son la mejor y más irrefragable prueba de dicha cultura.

En lo que yo creo descubrir cierta exageración es en los graves peligros, dificultades enormes y rudas fatigas que hay que arrostrar, superar y sufrir para llegar á esa ciudad, capital de los Estados Unidos de Colombia, donde tan agradablemente se vive. Bien dijo el divino poeta Ludovico Ariosto:

Chi va lontan dalla sua patria, vede
Cose da quel, che già credea, lontane,
Che, narrandole poi, non se gli crede
E stimato bugiardo ne rimane,
Ch’il vulgo sciocco non gil vuol dar fede
Se non le vede e tocca chiare e piane.

Y así, si bien yo no quiero pasar por alguien del volgo sciocco, y menos aún por poner en duda la exactitud de las noticias del Sr. Cané, y no niego nada de lo que cuenta, todavía me atrevo á disminuir un poco en mi mente de los calores infernales que pasó desde Barranquilla hasta Honda; de la violencia de los chorros ó rápidos del Magdalena; de la multitud de caimanes que se ven en el río y por las orillas del río, por ma{128}nadas á veces de sesenta, y cada uno con cinco ó seis metros de longitud; de las feroces picaduras de los mosquitos, de que es víctima quien sube en vapor contra la corriente del Magdalena, navegación que dura doce ó catorce días; y de la expedición á caballo ó en mulas desde Honda ó Bodegas, al borde del río, hasta la nava ó planicie de Bogotá, pasando por espantosos desfiladeros, capaces de poner de punta los cabellos del mismo Cid Campeador.

A la verdad que á tanta costa, y exponiéndome á tanto percance, tal vez ni aun cuando yo estuviese ahora en la flor de la juventud, me atrevería á ir á Bogotá. El Sr. Cané pinta la empresa casi como sobrehumana para un hombre civilizado. Hubo momentos en que dice que se apoderó de su espíritu una desesperación infinita y en que sintió deseos de arrojarse al río á pesar de los caimanes, ó de pegarse un tiro y acabar con aquel martirio sin gloria, sin excitación moral, sin propósito alentador.

Repito que todo esto me parece exagerado. Los argentinos deben de ser más vivos de imaginación y más dados á ponderar que los andaluces. Pero como quiera que sea, en vista de esos peligros, de ese abrasado país que rodea el paraíso de Bogotá, y que es menester atravesar para penetrar en él, me representaba yo á Bogotá, al leer el libro del Sr. Cané, como á la hermosa Walquiria Brunequilda, á quien el dios su padre, á fin de que nadie pudiese gozar de su gentil presencia, trato y afecto, sin mostrar antes el ánimo más esforzado, circundó de un espantoso círculo{129} de voraces llamas, en cuyo centro ella quedó dormida durante siglos, como puede verse en la bella ópera de Ricardo Wagner.

Asimismo, representándome todo el cúmulo de obstáculos que para llegar á Bogotá deben allanarse, y después lo agradable y ameno de la vida en Bogotá, donde hay tanto músico y tanto poeta, recordaba yo la antiquísima fábula griega del país de los Hiperbóreos, para llegar al cual se necesita pasar más allá de las Montañas rifeas, donde Bóreas vive y donde hay tremendos peligros y todo es inhospitable. Pero, salvados la aspereza y el horror de las referidas montañas, hallábase el viajero en medio de un pueblo excelente, predilecto del dios Apolo, donde casi todos los habitantes cantaban y tocaban deliciosamente la lira, y donde las lindas mujeres eran también cantoras, y bailaban con rara gallardía, y cautivaban los corazones con su ingenio y con su gracia.

En resolución, yo acepto, sin rebajar un ápice y sin borrar un tilde, todo lo bueno que en alabanza de Bogotá dice el Sr. Cané en su divertido é interesante libro; pero si no borro, rebajo bastante de los trabajos y de los casos peligrosos de la peregrinación hasta allí desde Barranquilla. ¿Quién sabe si dentro de diez ó doce años, ó antes, ya desde Barranquilla, ya desde un punto cualquiera de la costa, se subirá por ferrocarril hasta Bogotá con la misma facilidad con que se va ahora desde París á Bruselas?

Por lo pronto, no podemos negar, aunque sí atenuar algo, las penalidades de la ascensión. Y,{130} por cierto, que lo que apenas puede concebir la fantasía, y supone un valor sobrenatural, es la hazaña de llegar hasta allí, y de descubrir y conquistar aquello, como lo hicieron en 1556 un puñado de españoles, á las órdenes de D. Gonzalo Jiménez de Quesada. Cerca de un año duró la peregrinación, y en ella murió la mitad de los aventureros que mandaba D. Gonzalo, vencidos por el hambre, los animales ponzoñosos, las fiebres y las inclemencias del cielo; pero, como dice el Sr. Martín García Mérou en sus Impresiones, «al alcanzar la elevada planicie, hallaron la recompensa de sus fatigas. Aquel era el país de los chibchas, el más opulento y el más civilizado que habían encontrado hasta entonces, con sus verdes sementeras, sus poblaciones indígenas, los palacios de sus caciques, la fecundidad de sus campos y la abundancia de sus aguas».

La planicie de Bogotá fué, pues, desde antes que los españoles la descubrieran, centro y foco de civilización. Los chibchas ó muiscas de entonces no eran inferiores en cultura á los súbditos de Atahualpa y de Moctezuma, así como los bogotanos de ahora son el pueblo más aficionado á las letras, ciencias y artes de toda la América española.

Desde que el Nuevo Reino de Granada se cristianizó y se españolizó han abundado en él poetas é historiadores, que algo nos han descubierto de su antigua manera de ser, de su mitología, leyendas y vida anterior á la conquista.

De todo esto quisiera yo hablar extensamente, porque todo esto es muy curioso; pero si empie{131}zo tan ab ovo, ¿qué infinidad de cartas no tendré que escribir si he de llegar á decir algo del Parnaso Colombiano que Ud. me ha remitido?

El Parnaso Colombiano consta de dos tomos de cerca de 400 páginas cada uno, impresos el tomo I en 1886 y el tomo II en 1887, y que contienen composiciones de más de cien poetas y de quince ó diez y seis poetisas, contemporáneos todos, ó sea posteriores á la independencia. Pero como Ud. amplifica é ilustra la colección hecha por Julio Añez con un extenso discurso preliminar, que puede considerarse como compendio de la historia literaria de Colombia, por fuerza, aunque no quiera, tendré que hablar de todo, si he de dar mi opinión á Ud.; y á los demás que leyeren estas cartas, cierta idea de lo que es ese pueblo y de lo que importa y vale su vida intelectual.

Y ya se entiende que lo que yo diga ha de ser muy somero, por dos razones: porque yo, de mío, soy muy poco profundo, y porque debo ser breve para no cansar.

Aseguro á Ud. que si no fuese por esta invencible scribendi cacoethes que me aqueja, la tal cuestión de lo profundo y de lo somero me hubiera hecho arrojar la pluma lejos de mí desde hace años. Yo necesito un público mediano en lo tocante á sabidurías: que sepa algo para que no le parezca pesada mi corta erudición; que no sea muy desdeñoso é indiferente para el saber, á fin de que el mío le interese; y que no sepa mucho, á fin de que algo de lo que yo le diga le coja de nuevas, y no lo considere como sabido y resabi{132}do, y que ya no se debe ni recordar. Como aquí, ó el público es muy sabio, sobrado sabio, ó no se le da un comino de todas las sabidurías, yo estoy perdido, y con las cosas que he publicado me han ocurrido mil desengaños.

Pondré ejemplos.

Cuando traduje del alemán la obra de Schack titulada Poesía y arte de los árabes en España, imaginaron muchos que todas aquellas coplas y todos aquellos poetas eran creación mía, y como creación mía, los desdeñaron; pero en cambio los profundos orientalistas españoles despreciaron, no sólo la traducción, sino el original que yo había traducido. Los versos todos estaban tomados por Schack, que no sabe árabe, de no sé cuántas traducciones en lenguas modernas de Europa. En suma, mi trabajo era superficialísimo y no enseñaba nada.

Con mis cartas á D. Jesús Ceballos Dosamantes me ha pasado algo más gracioso aún, si no fuese tan lamentable. Para muchos, yo soy el inventor de D. Jesús Ceballos Dosamantes y de su Perfeccionismo absoluto, imaginado adrede por mí para decir algunas burlas, como si mil sistemas filosóficos europeos no se prestasen á más burlas, si está uno de humor para hacerlas; pero en cambio el público re-sabio nada halla nuevo ni peregrino en D. Jesús Ceballos Dosamantes, ni en su impugnador ó expositor tampoco: todo lo han leído y releído, y casi se lo tienen ya olvidado, por saberlo tan bien desde que tomaban papilla.

Así, escribir para mí es como navegar entre{133} dos escollos; pero yo he de escribir sin remedio. No puedo curarme de mi afición á escribir. Lo que procuro inculcar siempre en el ánimo de mis lectores es que no pretendo enseñar, sino entretener un rato, si puedo, y además divulgar algunos conocimientos que los sabios están ya hartos y aun tifos de saber, pero que varias personas cándidas y de buena fe ignoran y no desdeñan que lleguen á su noticia.

En estas cartas, pues, nada trato yo de enseñar á los sabios; pero me daré por pagado de que á Ud. contenten y de que esas varias y pocas personas cándidas sepan por ellas que hay del otro lado del Atlántico, en el corazón de la América meridional, sobre esa elevada meseta ó nava de los Andes, cierta agrupación de españoles emancipados, nación nueva, hija de la nuestra, donde nuestro idioma se cultiva y se habla y se escribe con primor, elegancia y pureza, y donde brillan nuestras artes y antigua cultura, transfiguradas y modificadas por otro cielo, por la distancia y por diversas condiciones sociales.

Con tan buen propósito seguiré escribiendo estas cartas, sin arredrarme ni desanimarme, si bien procurando que no sean muy largas, ni muchas.

Y aquí termino la primera, asegurando á usted que soy su agradecido amigo.{134}

*
* *

20 de Agosto de 1888.

II

Muy estimado señor mío: En mi sentir, y ya lo he dicho no pocas veces, sin que crea yo que mi aserto pueda ofender al colombiano más celoso de su nacional autonomía, la literatura de su país de Ud. es parte de la literatura española, y seguirá siéndolo, mientras Colombia sea lo que es y no otra cosa. No quita esto que se dé diferencia dentro del género, que en la unidad quepa la variedad con holgura; que sobre la condición general de españolismo se note en toda obra del ingenio de Colombia un sello especial y característico; y menos impide que, con el andar del tiempo, pueda llegar lo que Colombia intelectualmente produzca á igualar y aun á superar en mérito y en abundancia la producción literaria de esta Península.

Entendidas las cosas así, es doble falta por parte de España el desconocimiento general (y no niego que hay excepciones y personas que saben aquí cuanto de ahí hay que saber) del movimiento intelectual de esa República. Ustedes nos leen, nos conocen, nos estudian, pero en España se sabe poquísimo de los autores colombianos. A remediar esto ha venido la creación de la Academia colombiana de la lengua, correspondiente de nuestra Real Academia Española. Así la fraternidad se restablece, y así revive la comunicación entre España y su antigua colonia, hoy{135} emancipada. De esperar es que este elevado comercio, digámoslo así, se extienda y divulgue algo más, para honra y provecho de los que escribimos, y que un libro de historia, una novela ó un poema de un ingenio de Colombia halle su público en Madrid, sea objeto de nuestra crítica, llame aquí la atención é interese, y se venda en nuestras librerías, con relación á su mérito, como cualquiera obra de un escritor peninsular.

Mi deseo es que todo libro colombiano, de algún valer, deje de ser una curiosidad bibliográfica en España, y naturalmente que también los libros españoles lleguen á tener en Colombia más público del que tienen hoy.

Aun distamos mucho de que se logre esta harto modesta aspiración. Y casi me atrevo á asegurar que en toda nuestra Península é islas adyacentes no hay, ni en poder de los libreros, ni en manos de aficionados á versos, más ejemplares del Parnaso Colombiano que los que Ud. y el Sr. Añez hayan enviado de presente, entre los cuales está el mío.

Al dar yo cuenta aquí del Parnaso Colombiano me parece, pues, que doy cuenta de una rareza literaria.

Toda literatura tiene sus precedentes, y la de ustedes, que puede decirse que empieza con esta centuria, los tiene nobilísimos desde que nació la Colonia.

Ya anuncia y augura la vocación literaria de esa nación que el descubridor, conquistador y fundador D. Gonzalo Jiménez de Quesada fuese letrado á par que guerrero, que tomase ora la es{136}pada, ora la pluma, y que dejase escritos un Compendio historial, y lo que peor parece que se aviene con su carácter y condición de batallador y aventurero, una obra devota: Colección de sermones con destino á ser predicados en las festividades de Nuestra Señora.

También fué aventurero y soldado el ilustre Juan de Castellanos, que igualmente fué por ahí desde España.

Después de larga vida militar, llena de azares y aventuras, se hizo sacerdote, y retirado en Tunja, empleó los ocios de su sana y robusta vejez en escribir todo cuanto sabía, ó por lectura, ó de oídas, ó por haberlo presenciado, y aun representado en ello su papel, «de la variedad y muchedumbre de cosas acontecidas en las islas y costas del mar del Norte de estas Indias Occidentales, donde, añade él en su dedicatoria á Felipe II, he gastado yo lo más y mejor del discurso de mi vida,» etc.

No diremos que Juan de Castellanos sea un Virgilio, ni llegue siquiera en pasaje alguno á la alta é inspirada entonación de Ercilla; pero son asombrosos y simpáticos su facilidad, el candor de su estilo, la frase natural y castiza, y á veces la gracia y el primor con que lo va refiriendo todo en octavas reales ó de versos endecasílabos. Su obra es inmensa, pues no sólo compuso las Elegías de varones ilustres de Indias, que llenan un tomo de 565 páginas de la compacta edición de Autores Españoles de Rivadeneira, y contienen muy cerca de noventa mil versos, sino también una Historia del Nuevo Reino de Granada,{137} que andaba inédita y como perdida, y que há poco publicó por vez primera D. Mariano Catalina en su Colección de Escritores castellanos. Todo esto lo hacía el historiador-poeta sin esperar remuneración alguna, sino la de su beneficio, y, como dice con cándida sencillez, «para no comer el pan de balde».

Y no se imagine que la lectura de las obras de Juan de Castellanos sea fatigosa é inútil. Contienen las obras un precioso tesoro de noticias, y no rara vez caen muy en gracia la inocente malicia, el desenfado y la soltura con que refieren algunas cosas cómicas ó les ponen comentarios. Así, al hablar de cierta fuente milagrosa que devolvía doncellez y vigor á mujeres y á hombres, pondera Castellanos la multitud de gente que iría en peregrinación allí, si el hecho fuera indudable, para recobrar sus antiguas gallardías, y añade:

Cierto, no se tomaran pena tanta
Por ir á visitar la Tierra Santa.

Parece, á la verdad, un cuento de Lafontaine aquel episodio del portugués, enamorado de la india, que no gustaba de él y quería abandonarle. El portugués, para gala y como principio de civilización y de púdico decoro, había revestido á la india de una camisa. Era de noche: la india estaba al lado de su amigo, y para alejarse pretextó cierto indispensable negocio. Como la india era ladina, pensó en que la camisa blanqueaba en la obscuridad, y quitándosela á escape, se quedó con el traje que fué de su crianza. Así se{138} escapó de entre las manos del portugués, el cual, contemplando siempre la camisa, que había dejado ella tendida en unas matas, creía que allí estaba la señora de sus pensamientos. Impaciente ya de que tardase tanto, el portugués decía: Ven ya á os brazos do galan que te deseia.

Viendo no responder, tomó consejo
De levantarse con ardiente brío,
Diciendo: ¿Cuidas tú que non te vejo?
¡Vejot muyto ben pelo atavio...!
Echóle mano, mas halló el pellejo
De la querida carne ya vacío:
Tornóse, pues, con sólo la camisa,
Y más lleno de lloro que de risa.

A más de Juan de Castellanos habla Ud. en su Estudio preliminar de otros muchos escritores que hubo ahí durante el período colonial, descollando entre los poetas Hernando Domínguez Camargo, autor de un poema sobre San Ignacio de Loyola; D. Francisco Alvarez de Velasco y una inspirada y mística monja llamada la Madre Castillo.

Por lo demás, la historia literaria de ahí sigue un curso paralelo al de la nuestra: idéntico culteranismo ó gongorismo en el siglo XVII; idéntica decadencia prosaica hasta mediado el siglo XVIII, y hacia fin del siglo XVIII y en el primer tercio del siglo XIX, cierto renacimiento y gusto más puro y elevado, aunque debido al menoscabo de la originalidad castiza y á la imitación, si no de las composiciones, de los preceptos del pseudo-clasicismo francés.

El romanticismo penetró ahí, como en España,{139} por medio de la literatura francesa. Y justo es confesar que si durante el imperio pseudo-clásico seguimos los preceptos franceses, y nuestra poesía estuvo impregnada, así como la política, de la ligera filosofía sensualista, liberalesca y filantrópica ó humanitaria de Francia, la poesía era, en la forma, menos imitadora que lo fué después de la francesa. El pseudo-clasicismo francés no había tenido un Víctor Hugo que darnos por modelo. De aquí que nuestros poetas peninsulares anteriores al romanticismo, aunque estén inspirados por Rousseau ó por Voltaire ó por otros autores de Francia, son castizos en la forma; y si á alguien imitan, es á los clásicos griegos y latinos, á los italianos y á nuestros mismos clásicos del siglo XVI. Lo propio puede decirse de los poetas hispano-americanos del citado período. Con el romanticismo perdimos, sobre todo en América, en la castiza originalidad de la forma. Y digo sobre todo en América, porque ahí, como en tierra de menos recuerdos y que mira más al porvenir, prevaleció el romanticismo de las ideas modernas sobre el romanticismo retrospectivo é histórico, que nos dió en España al duque de Rivas y á Zorrilla, y que prestó á Arolas, á Hartzenbusch, á García Gutiérrez y á muchos otros un fondo y un color castizos y populares, los cuales vinieron á extenderse hasta por las obras de los poetas más cosmopolitas, como Espronceda.

Pero pasó de moda el romanticismo, como el pseudo-clasicismo había pasado, y tanto en España cuanto en Colombia, realizada esta revolu{140}ción literaria, indispensable y bienhechora, se sintieron sus saludables efectos, y apareció una filosofía del arte, y por lo tanto una crítica, más comprensiva y transcendente.

En este punto, y guiado Ud. por esta más alta crítica, habla y juzga á los autores, todos sus contemporáneos y compatricios, que el Parnaso Colombiano encierra.

En el fondo de sus ideas, como en el fondo de las nuestras, ¿quién negará que hay mucho elemento filosófico y científico, importado de Francia, de Inglaterra y de Alemania? Vamos detrás de estas naciones, y el abatimiento y la modestia nos inducen á creer que vamos aún más rezagados. Pero el sentimiento y la forma, y el medio ambiente y los recuerdos históricos salvan y dan realce á la propia originalidad, y producen una poesía que no carece de ser y de índole peculiares.

Aunque Uds., como nosotros, se dejan influir por poetas extranjeros, siendo los que más han influído últimamente, tanto ahí cuanto aquí, Byron, Víctor Hugo y Enrique Heine, yo noto con mucho gusto que, contra esta corriente de extranjerismo, luchan en Colombia, no sin éxito, la buena tradición española y el ejemplo y el modelo que ofrecen poetas peninsulares del día, conocidos todos en América, y tal vez más queridos, encomiados y estudiados que en España.

Nuestros poetas, de los que veo más huella y sabor en los novísimos colombianos, son Bécquer, Campoamor y Núñez de Arce.

Los que Ud. más celebra y los que antes han{141} tenido ahí más influjo son Quintana, el duque de Rivas, Espronceda, García Gutiérrez, Tassara y Bermúdez de Castro. Y al que Ud. pone por las nubes, como contradiciéndonos, pero no á mí, que sigo casi su opinión, es á Zorrilla, á quien Ud. llama la primera figura poética de España en este siglo.

Con lo dicho se empieza á formar idea de la fisonomía general del Parnaso Colombiano. Hay que añadir ahora otros rasgos singulares. A pesar de la extraordinaria facilidad con que en Colombia se versifica, y aunque es Colombia una república democrática, su poesía es aristocrática, culta y atildada. Se ve que es producto de algo como una casta superior, dominadora aún, no por las leyes que á todos hacen iguales, sino por la inteligencia, el saber y la cultura, que importó en el país, sobre otra casta inferior, que no se ha extinguido ni ha desaparecido casi, como en las que fueron colonias inglesas, sino que vive en cierta subordinación patriarcal y suave.

Las ideas, los sentimientos, el habla, la religión, las costumbres y tradiciones importados de España por los que vinieron á fundar la colonia, persisten, pues, y son tenidos en gran veneración. Son como los dioses penates, que no ahuyentaron ni la revolución, ni la guerra de la independencia contra la metrópoli, ni las ulteriores guerras civiles.

De aquí que el hombre quizá más eminente en Colombia por el pensamiento, en el vigor de su edad aún (nació en 1843), sea un ultraconservador, un tradicionalista, lo que llamábamos pocos{142} años há en España un neocatólico; pero un neocatólico, un retrógrado, que, como dice el liberal Sr. Cané, «ha leído cuanto es posible leer en treinta años de vida intelectual. Su alta inteligencia ha entrado á fondo en la literatura moderna, y pocos como él podrían hablar con tal autoridad de lo que en materia de ciencias y letras se ha hecho en el mundo en los últimos cien años.»

Este hombre, además, es un sabio filólogo y humanista, muy versado en los autores clásicos; griegos y latinos, como lo demuestra su hermosa traducción de Virgilio.

Ya se entiende que hablo de Miguel Antonio Caro, hijo de José Eusebio, poeta ilustre también, y de cuyas poesías ha hecho linda edición, agotada ya, el Sr. D. Mariano Catalina, en su Colección de Escritores castellanos.

Miguel Antonio ha escrito mucho en prosa, así de ciencias morales y políticas como de filología. En pocos escritos modernos resplandece más que en los de este autor lo que podemos llamar el españolismo.

Por ello le censuran no pocos americanos, pero no hemos de ser los españoles los que también le censuremos. Además que los mismos americanos más liberales empiezan ya á calificar de injusta y de cansada y de falsa tanta y tanta declamación contra los descubridores y conquistadores de América. Sus culpas, si por herencia se transmiten, más pesan sobre los americanos, si no son indios, que sobre nosotros, ya que nuestros padres, salvo el caso de algunas familias{143} históricas, como Colón, Pizarro, Cortés y Orellana, se quedaron por acá, y no cometieron las atrocidades feroces que á los conquistadores se atribuyen.

Y aun dando por evidentes todas esas atrocidades, ¿es de presumir que á fines del siglo XV y principios del siglo XVI hubieran sido más humanos, más benignos y más generosos los ingleses ó los alemanes, por ejemplo, si les hubiera tocado hacer nuestro papel, descubrir ese continente, y el mar del Sur, y los Andes, y echar por tierra los imperios del Perú y de Méjico? ¿Habría en Colombia tanto indio vivo si en vez del literato y autor de sermones D. Gonzalo Jiménez de Quesada, y de los frailes, entre los cuales hubo más Las Casas que Valverde, hubiera ido por ahí un aventurero tudesco con buen golpe de lasquenetes?

Estas y otras consideraciones por el estilo, que se le ocurren á cualquiera, valen para disculpa, suponiendo que necesite disculpa el retrogradismo ó tradicionalismo de D. Miguel Antonio Caro, y prueban que no se puede acusar á este señor de que defiende hasta la Inquisición, y de que su prurito de santificar lo pasado es irreconciliable con la clara luz de su elevado entendimiento.

Este entendimiento elevado brilla en todas las obras de D. Miguel Antonio, le ha hecho célebre y muy estimado en toda América, y aun entre nosotros, é ilumina singularmente sus poesías, de las que en el Parnaso Colombiano hay hermosísimas muestras. No sin motivo califica Ud. al{144} autor de gran poeta, y considera sus mejores versos La vuelta á la patria. En lo que no estoy conforme con Ud. es en que no hay nada por el estilo de esta composición en la poesía castellana y en colocarla en el género de poesía inglesa. Ferviente admirador soy yo también de la poesía inglesa, y la creo, por lo general, más concisa que la nuestra y muy hondamente sentida. Para lo de la concisión hasta hay razones materiales. En inglés bien se puede afirmar que la mitad ó menos de sílabas que en castellano basta á expresar las mismas cosas.

Y, sin embargo, yo nada veo de exótico en La vuelta á la patria del Sr. Caro. No es menester dejar de ser español para ser sencillo, sentido y profundo. No eran ingleses, ni habían leído poesía inglesa, fray Luis de León y Jorge Manrique. Dejando, no obstante, esta discusión á un lado, convengo en que es preciosa La vuelta á la patria. Aquella dulce y mística melancolía, aquella vaguedad esfumada con que percibimos como verdadera patria la que está más allá de la muerte, y aquella pintura, tan natural y verdadera, de la patria terrenal, de la casa de nuestros padres, del valle tranquilo en que pasó nuestra niñez; y aquella mengua y abatimiento del corazón enfermo, que vuelve á su antigua soledad, que la desea y que ya no la halla, porque ya no existe sino en su mente como ideal divino: todo, en suma, en esta composición, en que hay más sentidos y más ideas que palabras, la hacen en mi opinión perfecto dechado de poesía de sentimiento en cualquier idioma. No se puede citar{145} un solo verso sin citarlos todos. Nada huelga en la composición. Todo está primorosamente enlazado y forma el más armonioso conjunto.

Tampoco estoy conforme con Ud. en calificar de germánica La flecha de oro. Aquello es original, es nuevo; pero ¿por qué no ha de haber nada español que tenga algo de original y de nuevo, que no esté vaciado en los antiguos moldes, y que no por eso sea germánico ó inglés? El asunto de La flecha de oro, el cuento, es tan poco germánico, que está tomado del principio de un cuento de Las mil y una noches. Lo inventado por Caro es el valor simbólico y transcendente, que adquiere en su breve poesía la antigua leyenda india, persa ó arábiga. El príncipe, en los versos de Caro, no vuelve á encontrar la flecha, como la encuentra en el cuento de Las mil y una noches. No hubo hada Parabanú, que, enamorada de él, la extraviase para atraerle. La flecha del antiguo cuento nada significa: la flecha del poemita de Caro tiene alta significación. Y la sobriedad artística con que esta significación queda indeterminada, hace aún más poéticos los versos, abriendo la puerta á la fantasía del lector, para que se lance volando por todos los libres, infinitos espacios de las filosofías y de las religiones, en busca de la perdida flecha, sin envidiar al hermano que, por apuntar más bajo, tocó en el blanco y heredó el reino terrenal de su padre.

De aquí que toda alma soñadora y entusiasta pueda creerse el héroe ó la heroína de los versos, y decir:{146}

Yo busco una flecha de oro
Que, niño, de una hada adquirí,
Y «Guarda el sagrado tesoro»,
Me dijo; «tu suerte está ahí.»
Mi padre fué un príncipe: quiere
Un día nombrar sucesor,
Y á aquel de dos hijos prefiere
Que al blanco tirare mejor.
A liza fraterna en el llano
Salimos con brío y con fe:
La punta que arroja mi hermano
Clavada en el blanco se ve.
En tanto mi loca saeta,
Lanzada con ciega ambición,
Por cima pasó de la meta
Cruzando la etérea región.
En vano en el bosque vecino,
En vano la busco doquier:
Tomó misterioso camino
Que nunca he logrado saber.
El cielo me ha visto horizontes
Salvando con ávido afan,
Y mísero á valles y á montes
Pidiendo mi infiel talismán.
Y escucho una voz ¡Adelante!
Que me hace incansable marchar:
Repítela el viento zumbante:
Me sigue en la tierra y el mar.
Yo busco la flecha de oro
Que, niño, de una hada adquirí,
Y «Guarda el sagrado tesoro»,
Me dijo; «tu suerte está ahí.»

No he sabido resistir á la tentación de poner aquí La flecha de oro, aunque me acuse Ud. de impertinente y de copiarle lo que de memoria sabe.

Yo soy tardío, pero cierto. Hace cerca de un año que debo contestación á la carta de Ud.; pero ahora voy á pagar con usura, escribiéndole una{147} serie de ellas, pues no se requieren menos para dar alguna idea de lo que es el Parnaso Colombiano.

*
* *

27 de Agosto de 1888.

III

Muy estimado señor mío: Entre las varias dificultades con que tropiezo al emitir mi juicio sobre el Parnaso Colombiano, cuenta por mucho (¿y por qué no confesarlo?) mi corto saber de los hombres y las cosas de ese país. En una recopilación de versos escogidos de varios sujetos, que son además personajes políticos, y que han escrito en prosa, en periódicos, y que han compuesto novelas, y libros de derecho, de filosofía, de filología y de historia, que no conozco, es menester que yo adivine mucho, y toda adivinación está sujeta á graves errores.

La mayoría de los poetas, de quienes el señor Añez pone tres ó cuatro composiciones en su Parnaso, han escrito tomos enteros. ¿Quién me asegura que lo que inserta el Sr. Añez sea lo mejor y lo más característico? ¿Y cómo, por las breves noticias biográficas que preceden á las composiciones de cada autor, y por lo que él dice en ellas, averiguar con plena certidumbre sus doctrinas y creencias y tasar su valer en lo justo?{148}

Por todo esto, y porque no me es dable extenderme demasiado, mi crítica tiene que ser incompleta: no será crítica; me limitaré á participar á usted mis impresiones en general, sin detenerme á decir algo en particular sobre tanto poeta.

He empezado por Miguel Antonio Caro, porque es el más conocido entre nosotros. Es fundador de la Academia Colombiana, correspondiente de la Española; director de la Biblioteca Nacional en su país, y ahí y en todas partes muy notable polígrafo y erudito, lo cual no impide que sea también elegante, inspirado y entusiasta poeta. Las dos composiciones suyas, que ya hemos citado, lo demuestran bien, y no lo desmienten otras cuatro que inserta de él el Parnaso: una A la estatua de Bolívar, obra admirable de Teneranni, que está en la Plaza Mayor de Bogotá, y otra de ellas A la gloria, donde yo admiro y envidio el fervor amoroso del poeta que la canta y la desea, exento de aquella mala vergüenza con que por Europa tratamos de encubrir ese entusiasmo, si por acaso le sentimos. Todos los que componen versos le sienten aún, pero con más tibieza, y no todos se atreven á decir, ni dicen tan bien á la gloria:

A cantar me obligaste con levantado aliento,
Y en premio me ofreciste tu divinal favor.
Hoy á buscarme vuelves. Yo conozco tu acento
Y sé de tus miradas el mágico fulgor.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
¡Oh! ¡cumple tus promesas: alza mi nombre al cielo:
Lleva los cantos míos al último confín,
Y dales, incansable en tu radioso vuelo,
La heroica resonancia de tu inmortal clarín!
{149}

En casi todos los poetas de que hay obras en el Parnaso Colombiano debo decir, en honor de la verdad, que se advierte un sabor castizo, una corrección y una elegancia sencilla, que, no en todos, sino sólo en nuestros mejores y más cultos peninsulares se nota. Claro se ve que en Colombia es cultivado con amor y con atinado ahinco nuestro patrio idioma; que en Colombia ha nacido Rufino Cuervo. Todas las locuciones vulgares, todas las adulteraciones que pueblo tan remoto de España ha introducido en el lenguaje español, quedan tan estudiadas y corregidas en las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano de Cuervo, que no hay rastro de ello en la buena poesía.

De este respeto general al idioma aun da Cuervo otra prueba más brillante, viniendo á constituirse, como Ud. dice, desde un rincón de los Andes, en maestro excelente y superior del habla de Castilla. Su Diccionario de construcción y régimen es un portento de erudición, de buen gusto, de tenacidad y de paciencia.

Imposible parece que, en medio de las faenas de una fábrica de cerveza, donde Rufino, auxiliado por su hermano Angel, creó los bienes de fortuna que no tenía, le sobrasen tiempo y medios para leer, conocer á fondo y poder citar todo libro escrito en castellano desde la formación del lenguaje hasta ahora. Así será su obra alto monumento literario, honra de Colombia, de él y de la raza á que pertenece. Al mismo tiempo da Rufino Cuervo noble ejemplo de vivir, cuando, hijo del que fué presidente de la república, no se{150} avergüenza de emplearse en bajos y mecánicos menesteres para ganarse la vida, y, ya ganada, la consagra por completo á competir con Littré, si no á vencerle, haciendo un Diccionario de autoridades, con tal copia de ejemplos, que pasma y aturde, y donde está la historia de cada palabra y de todas sus acepciones, desde el siglo XII hasta el XIX.

Hablo aquí de Cuervo para consagrarle este testimonio de mi admiración, y para que sea como muestra y garantía de que en su tierra se sabe la lengua castellana, lo cual importa mucho en la alabanza de sus poetas. El crítico circunspecto, digan lo que digan los entusiastas y sublimes, tiene que ir con pies de plomo en eso de conceder ó de negar patentes de genio y en disponer de la inmortalidad gloriosa para otorgarla ó rehusarla, según su antojo; pero bien puede afirmar, y yo lo afirmo del Parnaso Colombiano, que es un dechado de buen decir, y fehaciente documento de la civilización del pueblo donde tales poetas hay, y del arte, magisterio y esmerado tino con que manejan el habla, instrumento de la poesía.

Prestan además carácter á la poesía colombiana en general dos condiciones, ó mejor diré circunstancias, que influyen mucho en que sea buena y original. Es una el espectáculo de la magnífica naturaleza que rodea al poeta y le inspira, y es otra la sencillez patriarcal de costumbres, que transciende y da clara y dichosa muestra de sí en el estilo, á pesar de ciertos refinamientos de cultura intelectual, y á pesar de autores, grandes{151} sí, pero enrevesados, ampulosos y gongorinos á su manera, que á veces se toman por modelo, como Víctor Hugo por ejemplo.

Para citar algo que ponga de manifiesto lo que digo, tengo que ir muy á la ventura y no respondo de que lo que yo cite sea siempre de lo mejor. Los poetas citados tienen además que permanecer para nosotros medio desconocidos. Por unos cuantos versos no es posible apreciar á los que han escrito mucho.

Hay; v. gr., un doctor Manuel María Madiedo que ha escrito tanto como el Tostado. Ha escrito tragedias, dramas, sainetes, novelas y obras por cuyos títulos, que es lo único que yo conozco, se calcula que han de ser de filosofía, de religión y de política, como La ciencia social, Crítica general, Derecho de gentes, Nuestro siglo XIX, El cáncer de los siglos, La razón del hombre juzgada por sí misma y La divina profundidad de la filosofía del Evangelio.

El Sr. Madiedo ha escrito muchísimo en los periódicos; es de los que más han hecho por la instrucción pública de su país: ha sido rector y catedrático en varios colegios. En su misma casa ha puesto cátedra y ha dado lecciones gratis. Es jurisconsulto, etc., etc. Y, sin embargo, no hay en el Parnaso Colombiano más que una sola composición del doctor Madiedo, tal vez de su mocedad, tal vez de las más descuidadas. Es, pues, evidente que yo no intento dar á conocer el mérito del doctor Madiedo por un trozo de la susodicha composición. Cito sólo el trozo para muestra del candor natural y sin aliño con que sin duda hace{152} versos en Colombia todo hombre de ingenio y de ciencia, fijando sus fugitivas impresiones por medio de la palabra rítmica y procurando transmitir y perpetuar la idea y el sentimiento que ha despertado en su espíritu la naturaleza circunstante.

Los versos del doctor son al río Magdalena, al que, entre otras mil cosas que justifican no poco las que yo sospechaba que fuesen ponderaciones de mi amigo el Sr. Cané, dice lo siguiente:

No nadan rosas en tus aguas turbias,
Sino los brazos de la ceiba anciana,
Que desgarró con hórrido estampido
Tremendo rayo de feroz borrasca.
Yo veo serpientes que tus aguas surcan,
Cuyos matices á la vista encantan,
Y oigo el ronquido del hambriento tigre
Rodar sobre tu margen solitaria;
Mientras salvaje el grito de los bogas,
Que entre blasfemias sus trabajos cantan,
Vuela á perderse en tus sagradas selvas,
Que aun no conocen la presencia humana.
¡Oh! ¡qué serían sátiros y faunos,
Bailando al son de femeniles flautas,
Sobre la arena que al caimán da vida
En tus ardientes y desiertas playas!
¡Ah! ¡qué serían cerca de los bogas
Que, rebatiendo las callosas palmas,
En el silencio de solemne noche
En derredor de las hogueras danzan!

Debe entenderse que estos bogas son los indios briosos y sufridos, aunque groseros y algo feroces, que se emplean en todas las faenas de la navegación y tráfico por el gran río. Los sátiros y los faunos, el doctor tiene razón, quedan chiquititos al lado de estos bogas, que encienden las ho{153}gueras para ahuyentar á las bestias feroces, y que el doctor ha visto

Dando á los aires la robusta espalda
Sobre la arena que marcado habían
De las tortugas la penosa marcha,
Y del caimán la formidable cola,
Y de los tigres la temible garra.
Yo los he visto en derredor del fuego
Danzar al eco de sonora gaita,
Mientras silbaba el huracán del Norte
Sobre tus olas con sañuda rabia.

El cuadro es completo en su sencillez y se ve que está tomado del natural. Allí impera el hombre primitivo, libre, fuerte, luchando con una naturaleza terriblemente poderosa, bella y rebelde.

En vano busca en tu desierta margen
El hombre, que cual leve sombra pasa,
Palacios y ciudades de una hora
Que derrumban del tiempo las pisadas.

Pero, en cambio, ¡cuánta poesía, cuánta libertad y cuánta hermosura, apacible á veces,

Cuando, en un cielo plácido y sin mancha,
Mira la luna en tus remansos bellos
Su faz rotunda de bruñido nácar!

Entonces, al contemplar el poeta el Magdalena,

En sus riberas vírgenes admira
La creación saliendo de la nada,

y piensa que

El hombre libre, que sus redes seca
En tu sublime margen solitaria,{154}
Como en Edén nuestros primeros padres,
Sólo de Dios adora la palabra.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Cedros y flores ornan tu ribera
Y aves sin fin que con tus ondas hablan,
En sus variados armoniosos cantos
De tus desiertos la grandeza ensalzan.

Si la pompa y la grandeza de estos desiertos han sido ensalzadas por los poetas colombianos, natural es que lo haya sido más la útil y cómoda beldad de la llanura elevada donde Bogotá se encuentra, y que, por parecerse á Granada, con su Sierra Nevada y con su vega, valió á aquellas regiones el nombre de Nueva Granada.

El prodigioso salto del Tequendama debió ser y ha sido también asunto adecuado y frecuente de la poesía, compitiendo con el Niágara. Ya los indios habían poetizado el Tequendama en su mitología. Nemterequeteba es uno de los nombres del ser sobrenatural, que, como Manco Capac con relación á los peruanos, trajo la civilización á los chibchas, apareciendo entre ellos, estableciendo religión y vida política, y enseñándoles á tejer, á labrar la tierra y á fundir y esculpir el oro, aunque no el hierro, que desconocían.

El río Funca ó Bogotá se desbordó y cubrió la llanura toda. Los hombres, para no morir ahogados, tuvieron que encaramarse y refugiarse en lo alto de las montañas. Y entonces fué cuando Nemterequeteba, hiriendo con su báculo una firmísima roca, abrió paso al agua, que se precipitó por allí con estruendo y como en un abismo. Tal origen tuvo el salto del Tequendama, en la imaginación de los chibchas. Los modernos co{155}lombianos le celebran y describen en hermosos versos.

Uno de los cantores del Tequendama es D. José Joaquín Ortiz, de quien tengo que decir lo mismo que de Madiedo, y que de casi todos. Es autor de multitud de obras que no hemos visto por aquí; de novelas, de comedias, de Lecciones de literatura castellana, de muchas Poesías y de un libro titulado Testimonio de la historia y de la filosofía acerca de la divinidad de Jesucristo.

Sus versos al Tequendama son buenos, pero no los citaré para citar otros que me parecen mucho mejores. Y no creo que el Sr. Ortiz se enoje ó se aflija de esta preferencia, como dicen que una vez se enojó y afligió mucho Píndaro de que, en los Juegos Olímpicos, Corina le venciese. En tiempo de Píndaro no se usaba la galantería que ahora se usa, y que tanto resplandece en otros versos del Sr. Ortiz, donde lindamente encomia á sus paisanas. Yo, por otra parte, ya que no cite los versos del Sr. Ortiz á la catarata, he de citar algo de estos otros de que hablé, no sólo por el encomio de las damas colombianas y porque en ellos se alude también al gigantesco salto, sino porque, escritos para una fiesta nacional, y llenos del más ardiente afecto á Colombia, manifiestan profundo amor filial á la antigua metrópoli, amor que nos enorgullece, que procuramos pagar, y que muestran y sienten los hispano-americanos, á pesar de los errores y torpezas en que han incurrido con frecuencia nuestros gobiernos en sus relaciones con aquellas repúblicas.{156}

El Sr. Ortiz quiere cantar á su patria, duda de su estro y dice:

¡Oh! ¡no! para cantarte dignamente
Poderosa no fuera
Del viejo Homero la robusta trompa,
Ni de Marón la lira lisonjera.
¿Y yo he de alzar loándote mi acento,
De tu gran día en la solemne pompa?
¿Qué es la humilde retama
Junto al baobab, patriarca de la selva,
Que su gigante mole saca al cielo?
¿Qué el menguado arroyuelo
Que corre sin rüido,
En la callada soledad perdido.
En medio de los Andes,
Con nuestro poderoso Tequendama,
Que, al arrojarse en el abismo, brama
Atronando el desierto en voces grandes?

Toda esta composición está llena de apasionado lírico arrebato. El poeta, ya anciano, es uno de los últimos testigos de la gloriosa guerra de la independencia, y lamenta las discordias civiles del día, mientras que las hazañas de Bolívar y de los demás libertadores dan á su ánimo afligido

Consuelo celestial con su memoria.

Bolívar es para él tan grande como Colón. Si éste descubre la América, el otro la liberta. Si Colón,

....... el inmortal piloto,
Ve salir lentamente de la espuma,
Como alza el cáliz el fragante loto,
La americana tierra,
{157}

y si Colón puede entonces exclamar, ebrio de gozo,

¡Gloria al Señor! ¡He descubierto un mundo!

Bolívar también

Al través de los campos de la muerte,
Llega por fin, de donde el mar recibe
Al Orinoco en amoroso abrazo,
A la cima en que eleva al firmamento
Su frente de granito el Chimborazo,
Y derrama la vista abajo, y mira
Cual salidas del báratro profundo
Cinco grandes naciones,
Y clamar puede al fin, ebrio de gozo,
¡Gloria al Señor! ¡He libertado un mundo!

Pero este mismo anciano poeta, que vió al libertador y que tanto le ensalza, ama á España y nos asegura que no cesó de pensar en ella y de desear la reconciliación.

En esos años de la ausencia fiera,
El recuerdo de España
Seguíamos doquiera.
Todo nos es común: su Dios, el nuestro;
La sangre que circula por sus venas
Y el hermoso lenguaje;
Sus artes, nuestras artes; la armonía
De sus cantos, la nuestra; sus reveses,
Nuestros también, y nuestras
Las glorias de Bailén y de Pavía.

Hasta las mujeres de su país traían al poeta, en su mocedad, el recuerdo y el amor de España:

En el porte elegante,
En el puro perfil de su semblante,
En su mirada ardiente y en el dejo
Meloso de la voz, eran retrato{158}
De sus nobles abuelas;
Copia feliz de gracia soberana,
En que agradablemente se veía
El decoro y nobleza castellana
Y el donaire y la sal de Andalucía.

Quien, á la edad de setenta años, echa aún tan bonitos requiebros á sus paisanas, estoy seguro, repito, de que no ha de afligirse de que se dé á una de ellas la preferencia en lo de cantar el Tequendama. Y no es esto decir que el Sr. Ortiz no sienta y exprese bien la naturaleza, sino que, ante la catarata, fué menos feliz que una poetisa. Ortiz, en su composición A una golondrina, prueba que vale mucho en este género. No me atrevo á decidir si es coincidencia ó imitación; pero, en el corte, en el tono, en la serena melancolía de sus versos A una golondrina, se recuerda á Leopardi, salvo siempre que la fe, que no abandona á Ortiz, quita á sus versos la amarga desesperación que la incredulidad de Leopardi prestaba siempre á cuanto escribía. Hay además en Ortiz no poco de quintanesco y clásico, al ver siempre al hombre y al pensar más en su destino, en su progreso, en su libertad, en su infelicidad ó en su dicha, que en todas las magnificencias de la tierra y de los cielos. Todo esto es para él como el fondo que pinta ligeramente el artista en un cuadro donde campea la figura humana.

En cambio, la ilustre poetisa antioqueña Agripina Montes siente y refleja con gran viveza y vigor la hermosura y sublimidad de los seres inanimados ó inferiores al hombre.

El sentimiento de la naturaleza es en su alma{159} todo lo profundo que puede ser en un alma católica y española; porque la idiosincrasia de nuestra raza pone la propia individualidad por cima de todo, y jamás hubo teósofo español que la disolviese en la inmensidad del Universo, ni místico, y eso que los hemos tenido maravillosos, que la sepultase en el abismo interior del centro del espíritu.

Yo no aclamo, me limito á repetir el grito de admiración con que, en su patria, saludan á doña Agripina, aclamándola Musa del Tequendama. Añadiré además que, por las noticias que me da el colector Añez, D.ª Agripina es una señora guapa, joven aún, que se casó, en muy temprana edad, con D. Miguel del Valle, de quien tuvo numerosa prole, y de quien, en 1886, quedó viuda. Vive consagrada á sus hijos, á par que da lecciones en establecimientos de educación y en casas particulares. En 1887 ha sido nombrada directora de la Escuela normal de Santamarta. El Sr. Añez la celebra por no menos hábil y activa en labores caseras que con la pluma.

Para muestra de esta última y superior habilidad quisiera yo poner aquí toda la oda al Salto; pero no me atrevo á llenar mucho las columnas de El Imparcial, y me limitaré á trasladar á ellas algunos fragmentos.

Aun así, lo dejaré para otro día, porque va ya siendo demasiado extensa esta carta.

{160}


*
* *

3 de Septiembre de 1888.

IV

Muy estimado señor mío: Yo hago muchos distingos y no afirmo ni niego por completo sino rarísimas veces. Por esto me acusan de escéptico. Pero, en fin, yo soy así, y no lo puedo remediar. La famosa sentencia ut pictura poesis, que en Alemania y en Inglaterra ha sido fundamento de sendas escuelas de poesía, me parece falsa como no se limite mucho.

Hay, debe haber poesía descriptiva, como hay pintura de paisaje; pero la poesía describe de un modo reflejo lo que la pintura pinta de un modo más directo. La poesía vence á la pintura, cuando la poesía describe, no el objeto que se ve, sino la impresión, el sentimiento y la idea que el objeto que se ve produce en lo profundo del alma. En cambio, para conocer bien el objeto, tal como es, ó al menos tal como aparece, la pintura y hasta la fotografía valen más que la poesía más fiel y más pintoresca.

La palabra fría de la prosa, fórmulas aritméticas áridas, nomenclaturas técnicas, dan más cumplido concepto de lo que es cualquier objeto ó fenómeno del mundo exterior que los versos más elocuentes y sublimes.

Heredia, poeta de Cuba; Pérez Bonalde, poeta de Venezuela, han compuesto versos hermosísimos al Niágara. Mas para formar idea del Niágara dice más el que dice: el río se precipita desde{161} una altura de más de 50 metros; contando con la isla de la Cabra, que está en medio, y divide la catarata, la anchura del río, en el lugar en que se precipita, vendrá á ser de 1.300 metros; y el volumen de agua que cae, cada hora, es de noventa mil millones de pies cúbicos ingleses, según los cálculos de Lyell.

No hay oda, ni himno, que haga concebir mejor la grandeza del Niágara. De donde yo infiero que la poesía realista ó naturalista vale poco, y que el verdadero valor de la poesía está, no en lo real, sino en lo ideal, en la pasión en el sentimiento que produce el objeto en el espíritu de quien le contempla: en lo sobrenatural y en lo infinito, cuyo volumen Lyell no calcula: en Dios ó en el diablo que al poeta se le aparece, ó que surge evocado por él del seno agitado y estrepitoso de aquellos noventa mil millones de pies cúbicos por hora, que, desde hace tantos siglos, sin que disminuyan, se van derrumbando á un lado y á otro de la isla de la Cabra.

Siempre he leído con gusto el precioso libro de Víctor de Laprade sobre El sentimiento de la naturaleza; y no porque me ha convencido, sino porque ha corroborado, con todo su saber y su discreción, lo mismo que yo pensaba y sentía. La poesía tiene por objeto al hombre, con todo lo que hay en su espíritu. Su pensamiento, su acción es siempre el asunto. Donde no hay acción humana, la poesía descriptiva se diría que está de sobra; acuden á la memoria los versos de Lope:{162}

En este valle y líquida laguna,
Si he de decir verdad como hombre honrado,
Jamás me sucedió cosa ninguna.

Así es que Homero, guiado por su instinto divino é infalible, no describe, y si describe, la descripción se vuelve acción. No se para Homero á describir las armas de Aquiles, sino que nos lleva á la fragua, y vemos á Vulcano con el martillo y las tenazas; y vemos el oro y el bronce que se derriten, y los fuelles que soplan, y el fuego que arde; y vemos trabajar al dios, y salir de entre sus manos ágiles, y de su maravillosa mente de artista, la fuerte coraza, el penachudo morrión y el estupendo escudo, en cuyas cinco zonas el dios va esculpiendo á nuestra vista, llena de grato asombro, cuanto hay de más hermoso en el cielo y en la tierra.

Con el Tequendama ocurre lo mismo que con el Niágara. Cualquiera descripción en prosa, la de Humboldt, la del matemático Caldas, la del barón de Japurá, dan más cumplida idea que los mejores versos. La masa de agua que se precipita es muy inferior, pero cae de un lugar cerca de cuatro veces más alto. El agua además choca primero contra un banco de piedra, y allí revienta; hierve y se lanza de nuevo en plumas divergentes hacia el abismo. En el fondo es más terrible el choque y no puede mirarse sin horror. Las plumas de agua, las puntas de lanzas, que tal parecen, se despeñan con increíble rapidez y se suceden unas á otras. Al llegar al fondo, cuando no antes, en virtud de su vertiginoso descenso, se desmenuza el agua y se pulveriza, y asciende{163} luego en forma de nubes, que el sol dora y adorna con el iris. Se diría que el Bogotá, acostumbrado á correr por las regiones elevadas de los Andes, baja á pesar suyo á aquella profundidad y quiere otra vez elevarse orgulloso en difusos vapores. Estos vapores asegura Humboldt que se ven desde la ciudad de Bogotá á cinco leguas de distancia.

Después de esto, ¿qué podrá añadir la poetisa; qué ponderación realzará en sus versos la pintura de la catarata? La impresión propia, el vuelo de su espíritu, su humano pensamiento y su elevada fantasía, que entrevé á Dios en el horrendo arco que forma el agua.

Después prosigue la poetisa:

¿Qué buscas en lo ignoto?
¿Cómo, adónde, por quién vas empujado?
Envuelto en los profusos torbellinos
De la hervidora tromba de tu espuma,
E irisado en fantástico espejismo
Con frenesí de ciego terremoto,
Entre tu aérea clámide de bruma,
Te lanzas despeñado,
Gigante volador, sobre el abismo.
Se irgue á tu paso murallón inmoble
Cual vigilante esfinge del Leteo;
Mas de tu ritmo bárbaro al redoble
Vacila con medroso bamboleo.
Y en tanto al pie del pavoroso salto,
Que desgarra sus senos al basalto,
Con tórrida opulencia
En el sonriente y pintoresco valle
Abren las palmas florecida calle.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
La indiana piña de la ardiente vega,
Adorada del sol, de ámbar y de oro,{164}
Sus amarillos búcaros despliega.
Sus ánforas de jugo nectarino
Te ofrece hospitalaria
La guanábana en traje campesino,
A la par que su rica vainillera
El tamarindo tropical desgrana,
Y la silvestre higuera
Reviste al alba su lujosa grana.
Bate del aura al caprichoso giro
Sus granadillas de oro mejicano
Con su plumaje de ópalo y zafiro
La pasionaria en el palmar del llano;
Y el cámbulo deshoja reverente
Sus cálices de fuego en tu corriente.
Miro á lo alto. En la sien de la montaña
Su penacho imperial gozosa baña
La noble águila fiera;
Y espejándose en tu arco de topacio,
Que adereza la luz de cien colores,
Se eleva majestuosa en el espacio
Llevándose un jirón de tus vapores.
Y las mil ignoradas resonancias
Del antro y la floresta,
Y místicas estancias
Do urden alados silfos blanda orquesta,
Como final tributo de reposo
¡Oh émulo del destino!
Ofrece á tu suicidio de coloso
La tierra engalanada en tu camino.

Todo esto es bello; pero en el fondo del cuadro, la figura principal es la misma poetisa. El Tequendama es el pedestal ingente sobre el cual se pone su espíritu

A retocar sus desteñidos sueños.

El desaliento que se apodera del espíritu en presencia de tan grande escena, hace concebir{165} mejor su magnificencia que la descripción más atinada y exacta.

Manzoni, cantando á Napoleón, que al fin era un hombre como él, y por la elevación del pensamiento mucho menor que él, puede decir, sin que nos ofenda la jactancia, que va á entonar un cántico que forse non morrà. Simónides, reviviendo en los versos de Leopardi, puede pedir para sus versos la misma inmortalidad que da la gloria á los trescientos héroes que los versos celebran; pero ante el espectáculo solemne de aquella fuerza ciega, fatal y sin término, el ánimo se apoca. Es además una mujer la que canta, y yo veo algo de amable y de muy delicado en la timidez y desconfianza con que la poetisa predice, engañada por su modestia, que su canto va á morir; que

Así como se pierden á lo lejos,
Blancos al alba y al morir bermejos,
En nívea blonda de la errante nube,
O en chal de la colina,
Los velos primorosos
De tu sutil neblina,
Va en tus ondas mi cántico arrollado
Bajo tu insigne mole confundido,
E, inermes ante el hado,
Canto y cantor sepultará el olvido.

No es de recelar que tal suceda, porque los versos son hermosos y muestran el arte de la poetisa, su viva imaginación y el buen gusto para la dicción poética. Tal vez el bamboleo con que, alucinada ella por un momento, cree que se estremecen y vacilan las inmobles rocas al rudo{166} golpe del agua, parezca á alguien palabra sobrado vulgar; pero es gráfica y está realzada por el epíteto medroso.

La pintura de la vegetación tropical, que se extiende al pie del Salto, no es inferior á la de D. Andrés Bello, que la poetisa recordó é imitó, y aun se puede afirmar que hace más impresión que la de Bello, porque no habla en general de las plantas y flores de la zona tórrida, sino que describe lo que está viendo allí mismo.

No es Agripina Montes la única poetisa de nota que el Parnaso Colombiano nos da á conocer. Hay otras que llaman mucho la atención y se ganan el aprecio y las simpatías de los lectores.

Yo me figuro que en Colombia no deben de ocurrir las varias causas que en España, y sobre todo en Madrid, influyen para que las mujeres no escriban versos. Nuestros padres y abuelos, hartos de los discreteos, latines y tiquis-miquis de las damas de Calderón, condenaron el saber en las mujeres, denigraron á las mujeres sabias con los apodos de licurgas y marisabidillas, y pusieron el ideal femenino en la más crasa ignorancia. Mas tarde, y ya bien entrado este siglo de las luces, volvió la mujer á querer saber y á saber; pero en muchas partes, y sobre todo en Madrid, en las clases elegantes y abastadas, la educación de la mujer fué exótica: en colegios, ingleses ó franceses, con ayas inglesas ó alemanas. De aquí que el castellano fuese en boca de muchas damas la lengua del vulgo, sólo aristocratizada por la pronunciación gangosa de las erres. Si la dama salía aficionada á leer, leía á{167} Musset ó á Lamartine ó á los poetas británicos, y lo español le parecía tonto y cursi, aunque no lo dijese ella. Cuando la dama no salía muy aficionada á leer, como esta vida de Madrid, la high life, es un torbellino de fiestas, toros, bailes y paseos, no había para qué leer ni siquiera por pasatiempo. Al teatro se iba á oir música, y de la dama comm’il faut, si por acaso se allanaba á ir á la comedia, se podía decir lo que ya Iriarte decía de las currutacas de su tiempo:

Aplauden cuando más al tramoyista;
Oyen tal cual chulada del sainete,
Y sirve lo demás de sonsonete,
Mientras que están haciendo una conquista.

De aquí que, con relación á la gracia, chiste, despejo y portentosa facundia de la mujer española, hayan sido muy pocas las que han escrito y han ganado alta fama escribiendo. Y estas pocas han venido casi siempre á este centro, desde el fondo de alguna apartada ciudad de provincia. Así la Avellaneda, de Cuba; Carolina Coronado, de una villa de Extremadura; María Mendoza y Josefa Barrientos, de Málaga; y de la Coruña, doña Emilia Pardo Bazán.

En toda mujer que se lanza en España á ser autora, hay que suponer una valentía superior á la valentía de la Monja-Alférez ó á la de la propia Pentesilea. Cada dandy, si por acaso la encuentra, será contra ella un Aquiles, más para matarla, que para llorar su hermosura después de haberla muerto. Quiero decir, dejando mitologías á un lado, que en la literata suelen ver los{168} solteros algo de anormal y de vitando, de desordenado y de incorrecto, por donde crecen las dificultades para una buena boda, etc., etc. De aquí que, si una jovencita sale aficionada á literatear ó á versificar, ella misma lo oculta como un defecto ó impedimento dirimente, cuando no es la propia familia la que procura ocultarlo. Sólo la más ardiente y firme vocación y un extraordinario mérito pueden sobreponerse á tanto cúmulo de inconvenientes.

Una pícara sentencia de Horacio, cuya falsedad é injusticia, perdóneme Horacio, ofenden al recto juicio, viene á hacer más penosa la situación de toda poetisa: la medianía en versos no la sufren ni los postes. De modo que sufrimos la medianía en la cocinera (y ojalá que la mía fuese siquiera mediana), en la planchadora, en la que borda, en la que dibuja, en la que canta, y sólo para versos es menester que los haga una mujer mejor que Safo, ó que no los haga. Yo declaro esto absurdo. Yo declaro que sufro mejor, no ya un mediano soneto, sino una oda mala, que una camisa mal planchada, que un caldo mal hecho, que un aria mal cantada, ó que una melodía de Chopin chapuceramente tocada en el piano ó en el arpa. Si por temor de hacer mal una cosa no se ha de hacer, la misma razón hay para que una mujer no haga versos, que para que no cante, ó baile, ó toque el piano. En verso se pueden decir tonterías: esto es verdad; pero ¿acaso hablando en prosa no pueden también decirse tonterías? ¿Y hemos de anudar ó cortar la lengua de las mujeres para que no las digan? No niego yo que{169} una tontería, dicha en verso, adquiere cierta consistencia, compromete más, es más solemne, resonante y repercutiente, que en prosa; pero, en cambio, debemos convenir en que, por facilidad que se tenga para hacer versos, y por malos y flojos que los versos sean, no se improvisan tanto, ni salen, ni manan con tanta fluidez y copiosa vena como las tonterías en prosa desatada.

Otro argumento tengo yo en favor de los versos. Reflexiónese bien y no se me rechace por sutil: es muy fundado. Todos, hombres y mujeres, tenemos cierta dosis ó capital de tonterías, que gastamos ó difundimos durante nuestra vida mortal. Ellas han de brotar de nosotros como la flor de la planta. ¿No es mejor, pues, que se digan que no que se hagan? Y al decirlas, ¿no es mejor decirlas con rima y con metro? No niego que así subirá más alto, pero también será más delgada la tontería, como cuando en el caño de la fuente que se desborda ponemos un apretado y más angosto canuto, por donde sube más el surtidor, pero sale también menos líquido.

Es indudable que, en la mujer, el hacer versos presenta otra dificultad más grave; pero yo la allano ó salto por cima. La poesía, la lírica sobre todo, siendo sincera como debe ser para ser buena, es autobiografía del corazón y de la mente: es exhibir el alma al público en su desnudez; y esto parece que lastima algo el pudor y la modestia. ¿Cómo enterar á todo el género humano de tus afectos y pasiones? Pues peor es todavía que le engañes y que supongas lo que no eres. Entonces harás una mala acción, y harás además,{170} de seguro, muy malos versos. La mentira del sentimiento es adversa á toda estética.

No hay más remedio que decir la verdad. ¿Y por qué ha de ser tan costoso é incómodo decirla? ¿A qué, en este punto, el misterio y el recato? Seamos positivistas, como mi amigo Juan Enrique Lagarrigue, en cuya Religión de la Humanidad es el Mandamiento III ó IV, no lo recuerdo bien, vivre au grand jour.

No crea Ud. que es impertinente esta digresión. La traigo aquí para hablar de la sinceridad, de la noble franqueza, de la verdadera poesía íntima y honda que noto y admiro en algunos versos de sus paisanas de Ud., y por cima de todos, en los de Mercedes Flórez. Dicen y afirman cuantos la conocen que es hermosísima mujer; pero á mí, aunque fuese fea, me sería simpática, por la limpia hermosura de su alma y por su candidez generosa. Sus versos sí que son versos íntimos, sentidos y vividos. La palabra casera, que aplicada á la poesía fué hasta hoy despreciativa, tiene, por causa de la poesía de Mercedes Flórez, que adquirir un valor encomiástico.

Los versos caseros y la vida casera de Mercedes Flórez se confunden y son un idilio de verdad. El mismo año que ella, el año de 1859, nació su novio Leonidas. Ella y él se amaron mucho. Como eran pobres ambos, los padres se oponían á la boda; pero ellos prescindieron de todo y se casaron.

Leonidas Flórez es también poeta, y compuso entonces unos lindos y graciosos versos, que se titulan Regalos de boda, y que empiezan:{171}

Nos hemos de casar, pese al demonio.
Ya han agotado todos sus consejos
Nuestros padres contra este matrimonio.
Así son las chocheces de los viejos.

Como toda la oposición se fundaba en la pobreza del novio, éste prueba que es riquísimo, haciendo brillante enumeración de los espléndidos regalos que trae á Mercedes.

Nada falta allí: estrellas, perlas, diamantes, palacios y jardines que brotan del tesoro inagotable de su fantasía. Y no contento con probar que él es rico, prueba el novio además que es riquísima ella:

Tú también eres rica y generosa;
Tu regalo es el colmo de mi anhelo:
Me entregas tu belleza, eres mi esposa:
Vale eso más que regalarme un cielo.

Él matrimonio ha sido y es dichosísimo, á pesar de esta única riqueza, que no se cotiza en la Bolsa. Y una de sus dichas ha sido la de inspirar las sencillas y tiernas poesías de Mercedes, humilde Victoria Colonna americana.

Después de llamar esclavitud al matrimonio, exclama ella:

Mas ¡oh bendita esclavitud que adoro,
En que se reina al par que se obedece!
Cadenas tiene, mas cadenas de oro.....
¡Déjame en mi entusiasmo que las bese!

Mercedes sólo tiene un pesar: tiene celos de la gloria y de la ambición de su marido.{172}

La adoras, sí; lo leo en tu mirada;
En tus noches de insomnio lo confiesas,
Y quizá mientras duermo confiada,
Tú en tus sueños la abrazas y la besas.

Entonces procura ella demostrar la vanidad de la gloria, ó bien se queja diciendo:

Ama á la gloria, pues. Vé hasta la altura;
Sube como el condor hasta los cielos,
En tanto que yo ahorro mi amargura
Amándote y muriéndome de celos.

En otra ocasión se afana ella por disuadirle de que sea ambicioso, y le dice:

No busques oro y seda y pedrería,
Ni rico hogar ni deslumbrante coche;
Te bastarán tus libros en el día,
Te bastarán mis cuentos en la noche.

Pero donde Mercedes Flórez es divina y despierta envidia de su marido en todo corazón de hombre, es en unos versos que compuso en Diciembre de 1883, cuando ella tenía veinticuatro años y veinticuatro años él, y cuando acababa su marido de salir de una enfermedad que le tuvo á la muerte. Los versos se titulan En la agonía, y la refieren como si estuviera pasando: son admirables de verdad y de afecto; son la poesía natural del corazón que trae lágrimas á los ojos:

¡No, no! ¡Tú me amas mucho para dejarme sola!
¡No, no! ¡Yo te amo mucho para dejarte ir!
Llévame en ese viaje pesado de ultratumba,
O quédate conmigo: aun somos harto jóvenes
Para poner, amándonos, á nuestra vida fin.{173}
Estréchame en tus brazos, amado mío, bésame;
Mis labios, nueva vida te volverán y ardor.
Lucha contra la muerte: véncela en el combate:
No me abandones, mi ídolo, que hoy te amo más que nunca.....
Conmuévante mis lágrimas..... ¡no lances ese adiós!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Aquí hay laureles muchos aún para tus sienes:
Yo con mis propias manos las tengo de adornar.
Amante de tu gloria, yo quiero que no trunques
Tu espléndida carrera, y de tu vida á lo último
El genio te dé aureolas haciéndote inmortal.
¡Dios mío! Mira tu obra: la flor abre sus pétalos;
El águila ya altiva levanta el vuelo audaz;
¿Y tú permitir puedes que el cierzo la marchite,
Y que cobarde flecha alcance el nido íntimo
Y rompa las entrañas del águila real?
¡Dios mío, tu justicia es grande cual tú mismo,
Y mi esperanza toda de hoy más cifraré en ti!
¡No arranques de mi cielo este lucero fúlgido
Que no hace falta al tuyo! Escucha..... En su delirio
Dice que me ama tanto..... ¡que no quiere morir!

Dispense Ud. y dispense el público, á quien confío estas cartas, á Ud. dirigidas, que sea yo largo en ésta. Ya abreviaré en adelante.

*
* *

17 de Septiembre de 1888.

V

Mi distinguido amigo: Por más que me amonesto y me excito á ser breve, tengo aún tanto que decir, que, sobreponiéndome al temor de cansar, acabaré por decirlo. La floreciente litera{174}tura castellana, ó en castellano, de esa república, me complace tanto como si yo soñase que á una persona querida, á quien antes del sueño le hubiesen cortado ó tratasen de cortarle los brazos, le brotasen alas de repente.

Diré á Ud., para que se entere de esta mi visión alegórica, que en gran parte de España, por un lado en Cataluña y por otro en Galicia, ha entrado la manía á no pocos valerosos y fecundos ingenios de privar de sus frutos al habla de Castilla y de escribir sus mejores obras en prosa ó en verso, en catalán ó en gallego. Á mí, que soy muy patriota, en literatura como en todo, me aflige esto bastante; pero me consuela que ustedes, desde tan lejos, nos den como rica compensación lo que dentro de la Península nos quitan nuestros compatriotas.

Tengo además otras razones para extenderme, aunque peque de prolijo.

Los sabios está claro que lo saben todo, y yo no descubro ningún palimpsesto para hablar de ustedes; pero al fin no faltan personas poco sabias, entre las cuales nada se sabe de Uds., y yo puedo contarles cosas casi tan interesantes y amenas como el crimen de la calle de Fuencarral.

Me remuerde la conciencia de haber elogiado sólo á Mercedes Flórez y á Agripina Montes y de no mentar siquiera á otras poetisas. En muchas de ellas noto el mismo candor, la misma sencillez y no menor pasión delicada que la que tan simpática me hace á la hermosa Mercedes.

Así, por ejemplo, Bertilda Samper, hija del{175} doctor del mismo nombre y de doña Soledad Acosta, ilustres escritores ambos. Esta poetisa se complace en la solitaria vida del campo, donde se deleita su alma en la contemplación de la naturaleza y en el devoto y ferviente amor de Dios. Sus versos tienen singular dulzura religiosa. La parábola del sembrador es muy bella, y en las Cartas de una campesina hay trozos que no son inferiores.

Citaré, por último, á otra notable poetisa y escritora colombiana, aunque no lo es por nacimiento, sino por adopción. Hablo de la dama irlandesa María Juana Christie, que casó con don Juan E. Serrano, á la cual he tenido el gusto y la honra de tratar en Nueva York, y á la cual Núñez de Arce y yo debemos estar y estamos muy agradecidos. La señora de Serrano ha traducido al inglés, con singular maestría, venciendo á otros traductores y satisfaciendo el gusto difícil de los críticos de la casa de Appleton, mi novela Pepita Jiménez: ha traducido y publicado también mi diálogo Gopa, y ha puesto en hermosos versos ingleses, con general aplauso, no pocos de los que contienen los Gritos del combate.

Esta señora, sobre su llaneza de buen tono y natural modestia, está dotada de muy agudo ingenio y de elevado entendimiento, cuyo cultivo ha sido esmeradísimo. Habla el castellano tan bien como el inglés, y posee además el alemán, el italiano y las lenguas clásicas griega y latina.

De obras originales no sé que haya publicado más la señora de Serrano que un tomito de ver{176}sos titulado Destiny and other poems, en Nueva York, en 1883; pero este tomito, hasta donde yo soy capaz de comprender el mérito de la poesía inglesa, me parece que no se perderá en el inmenso cúmulo de dicha poesía, y que algo de lo que el tomito encierra figurará como muestra, adorno y gala en las futuras Antologías británicas.

La señora de Serrano, á quien estiman y quieren mucho en la sociedad más distinguida de Nueva York y de Washington; que es hermosa, y que tiene una hija ya casadera, en quien ve renovarse su hermosura, no debiera estar muy melancólica, ni tener blue devils; pero los males de su patria, Irlanda, el ejemplo de Byron y de Shelley, y la filosofía pesimista alemana, hoy tan en moda, influyen poderosamente en ella, en lo teórico al menos, ó sea cuando toma la lira y canta. De ordinario, no me parece la señora de Serrano ni desesperada ni siquiera cejijunta, sino llena de afabilidad y de agrado.

Sea como sea, no sé si lamentar su sombría tristeza, meramente especulativa, como la supongo, y que produce tan magníficos versos. Algunos, traducidos al español por D. Rafael Pombo, vienen insertos en el Parnaso Colombiano; pero no bastan estos versos, y sería menester estudiar con atención todo el tomo, en inglés, para penetrar bien en el vacilante espíritu de la poetisa y determinar hasta qué extremo llega su pesimismo, y cómo ella le contradice y vence por virtud de ciertas vagas creencias en palingenesias en otros astros, donde la felicidad no es{177} tan difícil, ya que no imposible, como en este en que vivimos ahora.

Necesitaría yo hacer especial estudio del extenso poema Destiny para aquilatar bien el mérito y la originalidad de la señora de Serrano, y hasta qué punto se deja influir por la celebrada y eminente poetisa Isabel Browning, su compatriota. En las obrillas cortas de la señora de Serrano se nota la impresión del momento. En algunas, como en Despondency, Días de otoño é Invocación á la muerte, hay la más negra y completa desesperación; en otras brillan esperanzas vagas ultramundanas, y en otras, por último, hay yo no sé qué enigmático remedio de todos los males, que la poetisa posee y disfruta, aun en esta vida mortal, pero que no sabe, ó no debe, ó no quiere descubrir en qué consiste. Así es que habla de su panacea como proponiendo un acertijo y ofreciendo premio al que le declare. Yo, aunque mal y torpemente, he traducido, ó mejor diré, he adaptado al español este acertijo, riddle. Allá va: adivínele quien pueda.

Es mi tesoro una joya
Que en áureo cerco no brilla:
Me la dió Naturaleza
En su forma primitiva.
Mas quien de joyas entiende,
Si llega á mirar la mía,
Su inmenso valor pondera
Y palidece de envidia.
En clara noche de estío,
Del mundo en la edad florida,
Cuando la tierra con lágrimas
Regado el hombre no había,{178}
Pues deslumbraba sus ojos
La luz de fáciles dichas,
Cayó mi joya del cielo
Sin que su luz fuese vista.
Vino más tarde el dolor,
Que sueños calman y alivian,
Y quien alivio buscaba
Mi joya en sueños veía.
Danzas entonces tejiendo
En una selva, á la tibia
Claridad de las estrellas,
Y en el césped escondida,
Encontró un hada mi joya
Y la puso en su varita.
Protectora se hizo el hada
De mucha inocente niña,
Y trocó en sedas y encajes
Los harapos que vestía,
Y se la llevó en volandas
A dar, en fiestas magníficas,
A los príncipes amor
Y á las princesas envidia.
Luego empeoró nuestra raza,
Y las hadas afligidas
Huyeron sin que se sepa
A qué región ni á qué clima.
Antes de huir sepultaron
La joya en profunda sima,
Porque no la profanase
Ninguna mirada indigna.
Sobre esta piedra preciosa
Harto los sabios cavilan,
Y filosofal la llaman
Y estudian por descubrirla.
Mas, como nunca penetran
Bastante en la esencia íntima
De naturaleza, en balde
Ver la joya solicitan.
Así permaneció siempre
Blanco oculto á toda mira,
Hasta que en una mañana
De primavera, yo misma{179}
Con mis lisonjas la atraje
Por mis conjuros cautiva.
En mi seno, desde entonces,
La joya está, do mitiga
Toda pena, y donde todo
Vano deseo amortigua:
Que hay en su centro brillante
Misteriosa hechicería
Y recuerdos de aquel sitio
Que abandonó en su caída.
Al contemplarla mi alma,
Mi alma á los cielos aspira,
Sin que en afanes diarios
La joya no valga y sirva,
Pues humildad y pobreza
No la avergüenzan ni humillan:
Y con rosicler de aurora
Baña su luz peregrina
Mejor que el alcázar regio
Las modestas alquerías.
Al sabio que de esta joya
Sepa el nombre, y dé noticias
Y explicación del encanto
Que en su talismán se cifra,
Tendré yo por el más sabio
Mortal que en el mundo viva,
Y también por el más rico,
Y, aunque nada anhele y pida,
A mi muerte ha de ganar
Esta joya por albricias.

Volviendo ahora á los poetas, que por admirar á las poetisas habíamos abandonado, seré breve por varias razones.

Hay tres ó cuatro poetas en el Parnaso Colombiano de quienes es mejor limitarse á citar los nombres que decir poco sin haber estudiado todas sus obras y sin conocer bien su vida.

Así, por ejemplo, Rafael Núñez, actual presi{180}dente de la república. Núñez es autor de un libro titulado Ensayos de crítica social y también de muchas poesías, que no sé si ha publicado en tomo. Las que inserta el Parnaso son originalísimas por su fondo filosófico y por su forma concisa, enérgica y sentenciosa. La primera, que es la más encomiada y que merece serlo, deja pasmado á quien la lee, sobre todo al considerar que es el autor un hombre político, presidente de la república nada menos. Nosotros casi no podemos comprender la franqueza de Núñez. Entre nosotros no diré yo que un jefe de partido, un eminente hombre de Estado tenga por fuerza que creer en alguna cosa. Bien puede no creer en ninguna; pero se guardará de decirlo. Decirlo sería descarrilar: hacer mal su papel. Tendrá, pues, su Credo ó Símbolo, redactado por artículos; artículos de fe, de cada uno de los cuales no renegará, aunque le descuarticen. Así serán ó aparecerán todos los políticos. Este creerá en la soberanía del pueblo y en el sufragio universal; aquel, en el derecho divino de los reyes y en la constitución interna; uno será librecambista, proteccionista otro; pero todos se mostrarán muy firmes en sus creencias y harán de las opiniones dogmas, y de la profana política algo como religión ultrasagrada, y llamarán comunión ó iglesia á su bandería ó pandilla, y correligionarios á sus parciales, y pondrán en su martirologio á cualquiera de estos correligionarios, cuyo suelto en los periódicos haya sido denunciado.

Acostumbrados nosotros á esta severidad dogmática, y dichosos poseedores de una ciencia ó{181} de una creencia, ¿cómo no maravillarnos de los versos del Sr. Núñez, que se titulan, con la frase de Montaigne, Que sais-je?, y donde el autor viene á declarar que no cree en nada y que no sabe nada? El Sr. Núñez no está seguro de

Si es la ciencia dudosa que aquí hallamos
Escala vacilante en que pasamos
De un error á otro error.

Así es que termina exclamando:

¡Oh confusión! ¡Oh caos! ¡Quién pudiera
Del sol de la verdad la lumbre austera
Y pura en este limbo hacer brillar!
De lo cierto y lo incierto, ¡quién un día
Y del bien y del mal conseguiría
Los límites fijar!

Otros varios poetas figuran en el Parnaso Colombiano, de quienes no se debe aquí decir nada. Sería menester escribir un largo artículo sobre cada uno. Hay que hacerse cargo de que el Parnaso Colombiano es un muestrario de toda una rica literatura contemporánea.

Tal vez un día, si sigo yo escribiendo estas cartas, hable extensamente y como ellos merecen, de José María Samper, poeta, novelista, dramaturgo, filósofo, político y el más fecundo escritor de Colombia; de Julio Arboleda, lírico famoso y autor de un poema ó leyenda cuyo título es Alvaro de Oyón; de José María Marroquín, sabio filólogo y discreto poeta, lleno á veces de chiste; de Gregorio Gutiérrez González, gran pintor de la naturaleza de su tierra, y cuyo poema sobre el cultivo del maíz acaso compite con la sublime{182} Destrucción de las florestas del brasileño Araujo Porto-Alegre; de los Caros, padre é hijo, de quienes he dicho tan poco, y de otros más.

Por lo pronto, aunque no baste esta carta y tenga yo que escribir la sexta para terminar mi trabajo, he de decir algo todavía de varios poetas que me parecen muy originales, y de otros, jóvenes los más, que, sin dejar de ser originales, siguen algo en la forma y en la manera, ya á Campoamor, ya á Bécquer, que son, á par de Núñez de Arce, los poetas españoles del día más populares y celebrados hoy en Colombia.

Justo es decir que, entre estos jóvenes poetas, Bécquer es más seguido é imitado que Campoamor, y que su escuela está también mejor representada. Verdad es que Bécquer tiene á Heine por auxiliar, y el auxiliar de Campoamor no acude ó no se ve tan claro.

Como muestras de estos becqueristas citaré de Emilio Antonio Escobar las siguientes composiciones, que él llama Rimas, como llama Bécquer á las suyas:

Allá en el fondo de la tumba fría,
Del cadáver los átomos inertes
Se transforman, se buscan y palpitan
En las auroras de un eterno génesis.....
Y aquí en mi pecho un corazón vacila
Y el hielo horrible del sepulcro tiene.....
Allá se siente palpitar la vida,
Aquí se siente palpitar la muerte.

Cada vez que tu mano, al despedirme,
Estrecho conmovido entre las mías;
Cada vez que me dices: «Hasta luego»,
Fijando en mí tus húmedas pupilas,{183}
Oigo un eco lejano que repite
Dolorosa y eterna despedida,
Y siento que una lágrima que oculto
Me cae al corazón pesada y fría.

Ya en la iglesia de los cielos
Alguien enciende los cirios,
Y el órgano de los vientos
Suspira ya sus registros;
Largos nubarrones negros
Enlutan el infinito.....
Se va á cantar el entierro
De nuestro amor muerto niño.

En todo esto hay lo más lastimoso de Bécquer y de Heine: olor de cementerio y cancamurria de gori-gori.

Muy superior me parece otro becquerista de veintitrés años: Joaquín González Camargo, médico y literato. Sus versos Viaje de la luz son becqueristas; pero, ¿yo no sé?, me siento inclinado á decir que me gustan más que los mejores de Bécquer y de Heine. Y dicen los versos:

Empieza el sueño á acariciar mis sienes:
Vapor de adormideras en mi estancia;
Los informes recuerdos en la sombra
Cruzan como fantasmas.
Por la angosta rendija de la puerta
Rayo furtivo de la luna avanza,
Ilumina los átomos del aire:
Se detiene en mis armas.
Se cerraron mis ojos, y la mente,
Entre los sueños, á lo ignoto se alza:
Meciéndose en los rayos de la luna,
Da formas á la nada.
Y ve surgir las ondulantes costas,
Las eminencias de celeste Atlántida,
Donde viven los Genios y se anida{184}
Del porvenir el águila.
Allí rima la luz y el canto alumbra,
Aire de eternidad alienta el alma,
Y los poetas del futuro templan
Las cristalinas harpas.
Auroras boreales de los siglos
Allí se encuentran, recogida el ala;
Como una antelia vese el pensamiento
Que gigantesco se alza.
Allí los Prometeos sin cadenas
Y de Jacob la luminosa escala;
Allí la fruta del Edén perdida,
La que el saber entraña.
Y el libro apocalíptico, sin sellos,
Suelta á la luz sus misteriosas páginas,
Y el Tabor del espíritu su cima
De entre la niebla saca.
Y allí el Horeb de donde brota puro
El casto amor que con lo eterno acaba:
Allá está lo ideal, allá boguemos.....
Dad impulso á la barca.
Despertéme azorado..... ¿Y ese mundo?
Para volar á él ¿en dónde hay alas?
Interrogué á las sombras del pasado,
Y las sombras callaban.
Pero el rayo de luna ya subía
Del viejo estante á las polvosas tablas,
Y lamiendo los lomos de los libros,
En sus títulos de oro se miraba.

Y ahora que acabo de copiar los versos del señor Camargo, comprendiéndolos bien, no vacilo ni dudo. Digo, parodiando al Duque de Rivas, que, en esta ocasión,

No el padre guardián, el lego
Tuvo la revelación.

El discípulo Camargo se adelanta aquí á sus dos maestros, al español y al alemán, y hace una{185} linda poesía, sobria de palabras, rica de pensamientos, llena de imágenes y de galanura.

Y baste por hoy. Prometo que la próxima carta será mi última sobre este asunto.

*
* *

8 de Octubre de 1888.

VI

Mi distinguido amigo: Ya habrá Ud. notado que en la rápida y poco ordenada reseña que de los poetas de esa república voy haciendo, hay un espíritu que, por lo mismo que es muy español, propende más á poner de realce lo original que lo imitado. Sin duda que algo lisonjea el amor propio nacional percibir en región tan remota la resonancia ó el eco de Quintana, de Bécquer, de Campoamor y de Núñez de Arce, que son hoy los poetas de esta Península más populares ahí; pero si todo es uno, según mi teoría; si Uds. no han proclamado la independencia literaria, ni nosotros la hemos reconocido tampoco; si no conviene además esta independencia, y si toda la riqueza nuestra y de Uds. debe seguir pro indiviso, creo yo que nos trae más cuenta que todo sea diverso dentro de la grande unidad, que no tener doublettes ó ejemplares dobles en nuestro tesoro común intelectual ó biblioteca castellana.{186}

Por dicha, la realidad viene en Colombia á colmar la medida de mi deseo. Son Uds. todo lo originales que deben ser, sin caer en la extravagancia, buscando la originalidad, y sin imitar demasiado á los franceses é ingleses por no imitar á los españoles.

Poco hay que pueda calificarse en Colombia de campoamoresco ó de quintanesco. Sólo abunda el becquerismo; pero más bien el remedo es en el corte ó traza, que no en el fondo y la esencia.

Un cubano, Rafael Merchán, que ha ido á vivir y á escribir entre Uds., ha emitido, en uno de sus más bellos artículos, un juicio de Bécquer, atinadísimo, en mi sentir. Para Merchán, como para nosotros, Bécquer es excelente poeta: de lo mejor que España ha tenido en el siglo XIX. El fondo de su poesía es rico y vario; pero casi siempre están sus composiciones como vaciadas en el mismo molde ó cortadas por el mismo patrón. Esto es lo que constituye la manera, que no niego yo que induce á la imitación. Cuando el poeta imitador adquiere, tal vez sin darse cuenta de ello, la habilidad, el arte ó procedimiento de la manera, hasta sin querer suele seguirla.

Así es como se nota el sabor becquerista en los ya citados versos de Camargo y de Escobar, en otros que no citamos, y (¿por qué no declararlo?) en los que de Ud. colecciona el Sr. Añez, aunque la imitación en ellos es más indecisa y vaga.

En los versos de Ud. se ve que el poeta, ilustrado su entendimiento por no escasa doctrina y por el saber de varias literaturas, no se deja llevar por determinado maestro, y la inspiración{187} sacude todo yugo y se levanta libre de remedo, mostrando su valer propio. Yo, por las pocas muestras que de sus versos de Ud. da el señor Añez, y en vista de la mocedad de Ud., me atrevo á saludarle como buen poeta, augurándole brillantes triunfos en lo futuro. La composición de Ud. titulada Lo que es un nido suscita el recuerdo de La iglesia perdida, de Uhland, aunque en la conclusión, la de Ud. es racionalista y algo panteísta, y la de Uhland fervorosamente cristiana. Á veces, en los instantes de mayor rapto lírico-filosófico, va Ud. más allá de lo justo en los atrevimientos de expresión, influído acaso por Víctor Hugo. Así, por ejemplo:

Y ansiando apocalípticos asombros,
Subí de lo infinito las escalas,
Y asombrado sentí que en mis dos hombros
Se agitaban dos alas,
Y volé como fuera de mí mismo.....
Y crucé los espacios estelares.....
Y comulgué la luz en el abismo
De incógnitos altares.

La peregrinación de su espíritu de Ud. por el éter, su comunión de luz en el abismo, etc., nada está de sobra al considerar que Ud. se propone descubrir dónde se oculta el verbo; pero á la verdad que es triste lo infructuoso de la caminata y lo hondo de la caída, cuando, al volver Ud. de su éxtasis, ve un nido de golondrinas, que será á lo más uno de los mil millones de efectos del verbo, pero que no es el verbo, ni le explica, ni explica nada.{188}

La composición de Ud., Idea y forma, está muy inspirada por Bécquer. En la otra composición, que se titula Confidencia, hay cierta vaguedad misteriosa, que podrá tener hechizo para algunos, pero que á otros los podrá inducir en la creencia de que el poeta no está muy seguro de nada, y de que nada le ha pasado, y de que todo es sueño ó dislate, cuando él mismo ignora si se le ha muerto la novia ó si se le ha casado con otro. Hay en estos versos anhelo de sencillez y naturalidad de lenguaje, que yo apruebo, porque la sencillez y la naturalidad hacen que los versos de amor parezcan más sentidos y vividos; pero, cuando en este estilo sencillo viene á interpolarse alguna palabra ó frase, ó muy ambiciosa ó muy técnica del tecnicismo filosófico, ocurren disonancias de efecto pésimo. Así, por ejemplo, cuando dice Ud. que ella sepulta la frente en el pañuelo, y peor aún cuando pregunta usted si ella le piensa aún con amor.

¿Y cómo entonces con amor me piensas?

Sin duda que, en lenguaje filosófico, las cosas se piensan ó son pensadas; pero, en estilo sencillo y de amores, el amante piensa en su amada y la amada en su amante, y si ambos piensan algún ser, este ser, aunque utilísimo, es muy inferior al ser humano.

Piénselo Ud. bien, y convendrá conmigo en que no debemos desear que las muchachas bonitas nos piensen, sino que piensen en nosotros.

A fin de no hacer interminables estas cartas,{189} voy á prescindir de multitud de poetas de quienes hay obras selectas en el Parnaso, y á citar, como remate, á los cuatro ó cinco que me parecen más inspirados y más llenos de originalidad.

Empezaré por Rafael Pombo, cuyas obras completas siento no conocer. Mi opinión acerca de Pombo tiene también que ser poco fundada; esto es, tiene que fundarse sobre datos muy insuficientes. Hay mil cosas que despiertan la curiosidad al leer sus poesías, y que yo no podría averiguar á no escribir pidiendo noticias, ó á Colombia, ó á París, donde hay muchos colombianos. La romanza del rey Asuero y el aria de don Rodrigo, en las óperas Ester y Florinda, implican que existen estas óperas, y un compositor colombiano, que se llama el maestro Ponce de León, é implican que Pombo ha escrito enteros ambos librettos. Yo sé, porque lo dice el señor Añez, que Pombo ha publicado Cuentos pintados y Cuentos morales para niños, y que son tan populares y famosos, que se los saben de memoria casi todos los niños de la América española. Y si esto es así, yo me pregunto: ¿cómo es que en España, donde tan pobre es esta clase de literatura para niños, no han penetrado los tales cuentos y no se ha hecho de ellos alguna edición?

Colócase también á Rafael Pombo entre los mejores traductores de Horacio. Dice Añez que el eminente Menéndez Pelayo da gran valer á su traducción, pero no nos dice si es ó no completa. Yo lo ignoro, y buscando además en el Horacio en España lo que dice Menéndez de Pombo, nada{190} he hallado. Tal vez sea una edición posterior á la que yo tengo. En la que yo tengo, aun no conocía Menéndez sino poquísimo de la poesía hispano-americana contemporánea, lamentándose de que no exista historia de la literatura de la América española, ni aun colección de poetas americanos medianamente hecha. Se ve que entonces aún no había leído Menéndez sino el tomito, publicado en Leipzig por Brockhaus, que encierra, en su harto severo sentir, «piezas detestables que no pueden pasar por buenas ni en América ni en parte alguna del mundo civilizado».

Volviendo á Pombo, diré que, como otros varios americanos de nuestra raza, ha ejercido muchas profesiones en su vida de acción, y en su vida especulativa ha estudiado y escrito de todo. Pombo es ingeniero civil; ha sido militar, y profesor, y diplomático, y periodista; y como escritor, es polígrafo. Contraigámonos aquí á hablar de él sólo como poeta. Su lira posee todas las cuerdas y todos los tonos: es mística, erótica, elegíaca, jocosa, satírica y descriptiva; pero ni siquiera conocemos una muestra de cada género.

En lo que conocemos hay originalidad, naturalidad y gracia. Sus redondillas al bambuco, que llegan á ochenta, muestran cuán fácil y abundante es el autor, sin pecar de pesado ni de rastrero. La música y la danza del bambuco están muy bien calificadas, y ponderadas con chiste todas sus excelencias y la desapoderada afición que le tienen los colombianos:{191}

Porque ha fundido aquel aire
La indiana melancolía
Con la africana ardentía
Y el guapo andaluz donaire.
Su ritmo vago y traidor
Desespera á los maestros;
Pero acá nacemos diestros
Y con patente de autor.
. . . . . . . . . . . . .
Hay en él más poesía,
Riqueza, verdad, ternura,
Que en mucha docta obertura
Y mística sinfonía.
Y así respóndele fiel
El corazón donde llega:
Con él el alegre juega
Y el triste llora con él.
Mágico el más obediente,
Camaleón musical,
Siempre el mismo original,
Pero siempre diferente.
Eterna variación
En que hallamos por instinto
Acento propio y distinto
Para cada sensación.
. . . . . . . . . . . . .
Y si ordenase un tirano
La abolición del bambuco,
Pronto viera cuán caduco
Es todo poder humano.

Aun es más linda, en la misma composición, la pintura de una fiesta popular al aire libre, en que se baila el bambuco.

Era una noche de aquellas
Noches de la patria mía
Que bien pudiera ser día
Donde no hay noches como ellas.
El terciopelo mejor
Al del cielo no igualaba;{192}
Ni estrella alguna faltaba
A la gran cita de amor.
Oíanse los bramidos
Del Cauca y sus reventones
Como enjambre de leones
Celosos y mal dormidos.
Y el aura circunvolante
Embalsamaba el lugar
De albahaca y de azahar
Y de jazmín embriagante.
Yapangas que por modelo
Las quisiera un escultor,
Giraban al resplandor
De las lámparas del cielo.
De indianas y de españolas
Las perfecciones lucían,
Tan lindas que parecían
Enamorarse ellas solas.
Bajo una gran cabellera
Un blanco busto imperial.
Y una forma amplia y cabal
Cuanto elástica y ligera.
Rica tez, mórbido pecho,
Nada de afeite ó falsía:
Que el arte no enmendaría
Lo que hizo Dios tan bien hecho.

Los versos, bien hechos también y sin afeite ni falsía como las yapangas, siguen adelante; pero yo no puedo citarlos todos. Dejemos, pues, bailar á las yapangas, que

Ya evitan á su mitad
Y ya le buscan festivas,
Provocadoras ó esquivas
Como la felicidad,

y cambiemos de escena. Pasemos volando, desde las orillas del Cauca á las del Hudson, y pongámonos en la Broadway ó Calle Ancha de Nue{193}va York. Nuestro poeta se entusiasma más aún, si cabe, que por las yapangas, por todas las misses yankees que por allí se pasean. Verdad es que empieza por ensalzar á las españolas bonitas de Ambos Mundos. Ni pueden quejarse las limeñas, en cuyos ojos dan aún los hombres culto al astro de Manco Capac, ni las sirenas de Maracaibo, ni las sílfides de Cuba, ni las huríes de Chile, de corazón volcánico; ni las argentinas, tremendas en toda lid; ni otras muchas, de diversos países, á quienes el poeta, con tino, gala y primor, va calificando. Pero todo esto se olvida, porque el hombre es ingrato, y la sangre española es pólvora, y las yankees, que pasean en la Broadway, forman una legión fulminante, que prende fuego á los corazones, y se los anexiona, y quema todos los títulos de propiedad, memorias, y demás documentos y compromisos.

Los que no me creáis, los que entre lágrimas
Eterno amor jurasteis al partir
A la que, ondeando el pañuelito, cándida
Desde la playa os quiso bendecir,
Venid, llegad, y bajo el níveo pórtico
Del imperial Saint Nicholas Hotel,
Donde se alivia el trovador nostálgico
Y se llora la ausencia última vez,
Ved desfilar el majestuoso ejército
Que anida en sus cuarteles Nueva York.....

En la pintura del tal ejército, Pombo se muestra sinceramente inspirado. Allá van algunas estrofas, aunque sea saltando:

Para ataviar á esta legión seráfica,
Todo el mundo, Este, Oeste, Norte y Sur,{194}
Viene á verter la copa de sus dádivas
Que puja el oro en arrogante albur.
Blondas que teje para reinas Bélgica
Realzando senos de alabastro van,
Y nido á cuellos de nevada tórtola
Da con sus chales la opulenta Iram.
Ondas de seda de Damasco espléndida,
Que el musnud no ajaría en el harem,
Barren el polvo..... haciendo aquella música
Que suspiran las aguas del Zemzem.
Y para estos cabellos, á sus náyades
Robó tan ricas perlas Panamá,
Y á sus zafíreas mariposas fúlgidas
Sus lechos de esmeraldas Bogotá.
. . . . . . . . . . . . .
¡Ah! cada hermosa es un amable autócrata,
Ley su sonrisa, sus palabras ley,
Y una marcha triunfal entre sus súbditos
Cada excursión por la imperial Broadway.
Los fieros amos de la Gran República
Son sus siervos humildes: ¡ya se ve!
¿Quién no lo fuera de tan lindos déspotas?
¿Y quién podrá decir no lo seré?

Los versos serios de Pombo son aún más bellos que los ligeros y jocosos. En Preludio de primavera, ni imita el poeta á nadie, ni parece que lleva ninguna intención literaria. Se diría que canta sin querer, excitado por sentimientos dulcísimos y por las primeras auras vernales, después de un invierno rigoroso de Nueva York.

¡Oh qué brisa tan dulce! Va diciendo:
«Yo traeré miel al cáliz de las flores:
Y á su rico festín ya irán viniendo
Mis veraneros huéspedes cantores.»
¡Qué luz tan deliciosa! Es cada rayo
Larga mirada intensa de cariño;
Sacude el cuerpo su letal desmayo,
Y el corazón se siente otra vez niño.{195}
Esta es la luz que rompe generosa
Sus cadenas de hielo á los torrentes
Y devuelve su plática armoniosa
Y su alba espuma á las dormidas fuentes.
Esta es la luz que pinta los jardines
Y en ricas tintas la creación retoca;
La que devuelve al rostro los carmines
Y las francas sonrisas á la boca.
. . . . . . . . . . . . .
Al fin soltó su garra áspera y fría
El concentrado y taciturno invierno,
Y entran en comunión de simpatía
Nuestro mundo interior y el mundo externo.
Como ágil prisionero pajarillo
Se nos escapa el corazón cantando,
Y otro como él, y un verde bosquecillo
En alegre inquietud anda buscando.
. . . . . . . . . . . . .
Tú, que aun eres feliz; tú, en cuyo seno
Preludia el corazón su Abril florido,
Vaso edenal sin gota de veneno,
Alma que ignoras decepción y olvido;
Deja, oh paloma, el nido acostumbrado
Enfrente de la inútil chimenea;
Ven á mirar el sol resucitado
Y el milagro de luz que nos rodea.
Ven á ver cómo entre su blanca y pura
Nieve, imagen de ti resplandeciente,
También á par de ti la gran Natura
Su dulce Abril con júbilo presiente.
No verás flores. Tus hermanas bellas
Luego vendrán, cuando en el campo jueguen
Los niños coronándose con ellas;
Cuando á beber su miel las aves lleguen.
Verás un campo azul, limpio, infinito,
Y otro á sus pies de tornasol de plata,
Donde, como en tu frente, angel bendito,
La gloria de los cielos se retrata.

En toda esta composición, de que citamos trozos, sería tan fácil cuanto ingrata tarea señalar{196} algunos defectos; pero todo se perdona en gracia de la espontaneidad y del sincero, puro y profundo sentir con que está el asunto comprendido y expresado. Lo que sobre todo es de admirar en Pombo es la sencillez, al parecer al menos sin arte, con que dice cosas muy bellas, que por lo mismo que están dichas tan sencillamente parecen más bellas y penetran mejor y más hondo en el alma. En París, sin duda, aunque el poeta no lo declara, compuso unos versos á una joven que se suicidó arrojándose en el Sena. La sacan muerta del río y exclama el poeta:

¡Ni una burla, ni un agravio
Le hagan mente, ó tacto, ó labio!
Pensad de ella como hermanos,
Como débiles humanos;
Pensad sólo en sus angustias
Y sus manchas olvidad.
¿Qué hay en esas formas mustias
Que no implore caridad?
No hagáis honda, cruel pesquisa
Del conflicto que insumisa
La encontró con el deber:
Ya la muerte en su torrente
Llevó el fango, y solamente
Queda el oro de su ser.

Es singular que otro poeta colombiano, Hermógenes Saravia, haya tratado muy bien, aunque por diverso estilo, un asunto semejante. Es una actriz, en su primera juventud, María Herrera, española tal vez, que va á Colombia y allí se envenena. Allí, como le dice el poeta:

De tu guirnalda destrozando el lazo,
Levantas ¡ay! la copa del suicida,{197}
Y el don horrible de la amarga vida
Llorando vas á devolver á Dios.

La composición está llena de bellos sentimientos e ideas briosamente expresados:

En el concierto de las leves auras,
En el rumor de la onda estremecida,
¿No hubo un consuelo para tu alma herida?
¿No hubo una nota para ti de amor?
¡Cuando en la alegre y bulliciosa escena
De flores coronada aparecías,
En vano tus sollozos comprimías,
Pobre proscrita de un sonado Edén!
Del pecho herido por el vil engaño
Se adivinaba la honda pesadumbre
En tu mirada, triste cual la lumbre
Que deja el sol al esconder su sien.
. . . . . . . . . . . . .
Yo no te execro, niña infortunada,
Ya que cercada de siniestras brumas,
Cual ave herida, tus deshechas plumas
Viniste en los desiertos á dejar.

Están, por último, noble y poéticamente exigidas á las mujeres honradas y felices la piedad y la compasión hacia la pobre suicida:

No condenéis á la infeliz criatura
Que de la muerte en el piadoso lecho,
Cruzando ya las manos sobre el pecho,
Como final recurso se adurmió.
Jamás pudierais sospechar siquiera
Todo el supremo horrible desencanto,
Todo el raudal de contenido llanto
Que amontonar su corazón debió.

Aquí pensaba yo terminar esta carta y todo lo que había de decir sobre el Parnaso Colombiano. Las tristes poesías sobre mujeres que mueren{198} víctimas de un amor desventurado, me recuerdan el admirable y tremendo canto de Olivia, de Olivero Goldsmith:

The only art her guilt to cover,
To hide her shame from every eye,
To give repentance to her lover,
And wring his bosom, is to die.

En la poesía colombiana, en la más original, en la más castiza, en la más española, hay un vago perfume, un dejo sabroso de poesía inglesa, que yo celebro, porque le da un gusto verdadera y naturalmente sentimental y le conviene muy bien, refrenando la propensión á lo redundante y á lo hueco.

Pero esta consideración me trae á la mente á un poeta colombiano de origen inglés, á Diego Fallon, del cual, si yo no hablase con elogio, sería la mayor injusticia.

De otros varios poetas pienso lo mismo, y los escrúpulos de mi conciencia se sobreponen al miedo de cansar, y me deciden á escribir á usted otra carta todavía, que será definitivamente la última.

*
* *

15 de Octubre de 1888.

VII

Mi distinguido amigo: Vuelvo á leer las dos únicas poesías que de Diego Fallon inserta el{199} Parnaso Colombiano, y reconozco más claro todavía cuán indisculpable hubiera sido mi falta si no hubiese yo hablado de ellas. No me atreveré á decir que sean las mejores de la Colección; pero son sin duda las más originales, y cada una de ellas de muy extraña y distinta originalidad.

En la sangre, en el ser, en la educación de Fallon, hay cierta mezcla de inglés y de hispano-americano que, á mi ver, se refleja en sus obras. Nació Diego Fallon en el Estado de Tolima, se educó en Bogotá en el Colegio de los Padres Jesuítas, y fué á terminar su educación en Inglaterra, patria de su padre. Es gran matemático, músico é ingeniero. Es profesor en la Escuela militar de Colombia. Se habla con mucho encomio de un nuevo sistema de notación musical por él inventado.

Sus poesías han sido publicadas en un tomo con prólogo del sabio D. Miguel Antonio Caro; y si todas son como las dos que conocemos, las alabanzas del Sr. Caro tienen fundamento razonable.

En Las rocas de Suesca vuela con gracia y tino la imaginación alegre y caprichosa del poeta para describir un lugar alpestre, prestando vida, palabra y animación á los peñascos enormes. Lo grotesco colosal de aquel conjunto de gigantes petrificados, que recobran la vida conjurados por el poeta, se infunde en el espíritu del lector, el cual se siente transportado á un mundo fantástico, donde en lo esquivo y solitario de las montañas, lejos de los hombres, hablan y discurren las piedras, y refieren sus lances de amor y for{200}tuna de hace muchísimos siglos, allá en las edades primeras de este globo que habitamos.

En mi sentir, las ciencias oscuras é informes, en que la conjetura y la hipótesis entran por más que la observación y la experiencia, se prestan aún á la poesía didáctica, si el poeta acierta á cifrar y sintetizar en pocas palabras un sistema, y á explicarle con imágenes vivas y verdadera dicción poética. Así es como el ilustre poeta y filósofo Terencio Mamiani compuso su poema De la Cosmogonia. Meli, el gran poeta de Sicilia, que escribió en dialecto siciliano, aparece en el poema de Mamiani explicando el origen del mundo á un gracioso

Drappel di garzonetti e di fanciulle
Che riserbo si fean d’ ogni suo verso
Nella tacita mente.

Á la vista estaba Catania, enfrente los mares Jonio y Tirreno, y más lejos, hacia el Sur, alzaba la cima majestuosa el Etna, que, humeante aquel día, arrojaba de su cráter gran cantidad

Di roventi faville ed un muggito
Di sotterranei tuoni che lunghesso
Il mare e per le valli di Simete
Con rombo interminabile correa.

La escena y la ocasión no podían ser más á propósito para que explicase el origen y las transformaciones del globo terráqueo aquel vate y sabio profundo

che il nome
Tolse dai favi iblei, quelli che a grande
Pastor di Siracusa avean l’agresti
Labbra rigate d’inmortal dolcezza.
{201}

Pero si los versos de Mamiani son elegantísimos y sublimes, los de Fallon, por otro camino, como desate portentoso de fantasía, tienen no muy inferior valer.

Los de Mamiani, más filosóficos y didácticos en el fondo, son más poesía por la forma, por la elegancia de la dicción, mientras que en los de Fallon, donde hay otra facilidad y tal vez cierto desaliño, hay poesía de conceptos y de imágenes, aunque lo grotesco predomine. Y las cosas no podían ser de otra suerte. En los versos del italiano es maestro de geología un sabio, para quien otros más antiguos sabios y el propio ingenio habían levantado gran parte del triple

Vel che nasconde a tutte ciglia umane
D’Iside santa l’ineffabil volto;

y en los versos de Fallon son los peñascos mismos los que hablan y cuentan lo que les ha sucedido. Yo no entraré á discutir aquí si es más verdad lo que dice Meli que lo que dicen los peñascos; pero lo que dice Meli es más bello. El mérito de los versos de Fallon está más en lo descriptivo y en el efecto total de la pintura que su fantasía anima. Es aquello un aquelarre de brujas de pasmosa magnitud. La más anciana y la más ilustre es la que da la lección de geología, aunque, en mi sentir, la pintura vale más que la lección.

Y de sus pergaminos no se puede
Dudosa hacer la antigüedad presunta,
Que, al herirlos, burlada retrocede
Del taladro tenaz la recia punta.
¡Mas contempladla! ¡Sobre su ancha frente{202}
En vano el sol sus dardos ha lanzado;
En vano, al par, la lluvia disolvente,
El rayo, el aquilón la han azotado!
¡Ved! De sus cejas trazan la figura
Sendos cordones de erizadas pencas,
Y he visto fulgurar en noche oscura
Del cazador la hoguera entre sus cuencas.
Es de su alta nariz el bloque corvo
Atalaya del buitre carnicero,
Que desde allí condena, inmóvil, torvo,
Su presa á muerte en el lejano otero.
Su boca, agreste ermita donde vierten
Mortal sudor las piedras: do se llaman
A iglesia los conejos cuando advierten
Que los hambrientos galgos los reclaman;
Y es sacristán de aquella gruta pía
Un armadillo que á la mansa vieja
Le ha perforado interna galería
Que comunica oreja con oreja.

Los otros versos de Fallon, A la luna, son mucho mejores que Las rocas de Suesca, sin que ninguna extravagancia caprichosa contribuya á su originalidad, que es grande, si bien más en la meditación, á que la contemplación induce, que en la misma contemplación. Aun así, en la parte descriptiva hay notables bellezas, y el poeta nos hace sentir la calma magnífica de una noche de entre trópicos, á la falda de los Andes.

¡Cuán bella ¡oh luna! á lo alto del espacio
Por el turquí del éter lenta subes,
Con ricas tintas de ópalo y topacio
Franjando en torno tu dosel de nubes!
Cubre tu marcha grupo silencioso
De rizos copos, que tu lumbre tiñe;
Y de la noche el iris vaporoso
La regia pompa de tu trono ciñe
De allí desciende tu callada lumbre{203}
Y en argentinas gasas se despliega
De la nevada sierra por la cumbre
Y por los senos de la umbrosa vega.
Con sesgo rayo por la falda oscura
A largos trechos el follaje tocas,
Y tu albo resplandor sobre la altura
En mármol trueca las desnudas rocas;
O al pie del cerro do la roza humea,
Con el matiz de la azucena bañas
La blanca torre de vecina aldea
En su nido de sauces y cabañas.

Después, provocado el poeta por el silencio y reposo nocturnos, siente y expresa más alta inspiración: es teósofo primero y luego místico.

El que vistió de nieve la alta sierra,
De oscuridad las selvas seculares,
De hielo el polo, de verdor la tierra
Y de hondo azul los cielos y los mares,
Echó también sobre tu faz un velo,
Templando tu fulgor para que el hombre
Pueda los orbes numerar del cielo,
Tiemble ante Dios y su poder le asombre.

Pero este Dios, que entrevé el poeta en el éter infinito, poblado de estrellas, se deja ver mejor en el fondo del alma, hecha á su imagen. El alma es más grande que el universo todo, y más capaz que el universo de contener á Dios.

Y si del polvo libre se lanzara
Esta que siento, imagen de Dios mismo,
Para tender su vuelo no bastara
Del firmamento el infinito abismo;
Porque esos astros, cuya luz desmaya
Ante el brillo del alma, hija del cielo,
No son siquiera arenas de la playa
Del mar que se abre á su futuro vuelo.
{204}

Sin duda hay en la colección que voy examinando algunos poetas más de los ya citados que merecerían alabanzas no muy inferiores á las que he dado hasta ahora; pero mi revista va siendo sobrado larga, y conviene terminar.

No es justo callarse que hay también en el Parnaso Colombiano bastantes composiciones que sólo demuestran la cultura general de Colombia y la extremada afición que tienen á la poesía los ciudadanos de aquella república. Hay bastantes composiciones correctas, pero insignificantes é incoloras, que todo joven ó todo viejo, de algunos estudios, puede hacer si en ello se empeña.

Tal vez será prevención mía; pero así como yo creo que el romance octosílabo es propio para la poesía en nuestro idioma, así también, á pesar de El moro expósito y de otros ejemplos brillantes en contra de mi opinión, yo entiendo que el romance endecasílabo se presta mucho al prosaísmo más desmayado. En el Parnaso Colombiano hay sobra de estos romances.

Noto además que las Musas justicieras se inclinan á ponerse foscas con los poetas de Colombia, cuando, por mal entendido patriotismo, ofenden é injurian á la antigua madre patria, España. Sus versos entonces son casi siempre malos. El más patente ejemplo de esta verdad le dan unas estrofas de D. José María Torres Caicedo A Policarpa Salabarriela, que fué la Mariana Pineda de por allá.

De lamentar es que, en el primer tercio de este siglo, así porque Fernando VII no era rey muy blando ni muy amoroso, como porque la{205} enemistad y el furor entre liberales y absolutistas eran violentísimos, y la lucha tremenda y desapiadada, hubiese tantas y tantas víctimas que nos son simpáticas, y que hoy consideramos con razón como héroes ó mártires. Mas no por eso está bien decir en pícaros versos:

Torres, Cabal, Torices y Camacho,
Casa-Valencia, Mutis y Mejía,
Caldas, mil libres más á muerte impía
Condenólos el bárbaro español.

Por desgracia, se podría llenar una hoja con los nombres de los ajusticiados españoles que ajustició el bárbaro español, hacia la misma época, aquí, en la Península, y con mucho menor motivo, pues al cabo no es lo mismo querer cambiar la forma de gobierno de la patria que deshacer y descuartizar la patria. Es indudable que de este descuartizamiento han nacido pueblos y Estados nuevos, por virtud de una ley providencial ineludible: pueblos y Estados nuevos, por cuya prosperidad y grandeza todo español peninsular hace hoy fervientes votos, hasta por vanidad y amor propio de casta; pero entonces, cuando se rebelaban ahí, ¿era posible que un rey absoluto y un gobierno tiránico, de que los mismos peninsulares eran víctimas, no castigase con dureza á los rebeldes?

Todos los horrores, todas las crueldades de la guerra de la independencia americana, que no fueron mayores que los de cualquiera otra guerra civil en la Península, no justifican la condenación y la injuria que lanza sobre los españoles{206} el Sr. Torres Caicedo. El Sr. Torres Caicedo se ofende á sí mismo y á todo su linaje, pues yo presumo que será tan español como cualquiera de nosotros, y que, si él no lo es, lo fué su padre ó lo fué su abuelo.

No tiene la menor disculpa que el Sr. Caicedo califique todo el tiempo que Colombia estuvo unida á España de

Centurias de baldón y afrenta
En que yació la tierra americana.

Eso estaría sólo bien en boca de los indios triunfantes, si se hubiesen levantado contra el Sr. Torres Caicedo y contra todos los de origen español y los hubiesen arrojado de la América que invadieron y colonizaron.

Esos improperios contra España quizá parecerían fundados en boca del Zipa, del Zaque y del Pontífice de Iraca, restablecidos, desechadas nuestra lengua y nuestra cultura, y adorando otra vez á Chibchacum y á Chiminigagua.

Por lo demás, no podemos perdonar al Sr. Torres Caicedo, diplomático ilustre, hombre político, notable escritor en prosa sobre todas materias, filosóficas, literarias, económicas, etc., que sea tan desaforadamente encomiador de doña Policarpa. El encomio, por merecido que sea, debe tener su medida. Pase que Leonidas y Temístocles no valgan más que Bolívar y Sucre, y pase que Ayacucho y Junin equivalgan á Maratón y á Salamina. Ojalá (y lo digo sin ironía, movido del amor de raza, superior al amor de patria), ojalá que el porvenir justifique la que es hoy exagera{207}ción, dando á las batallas de Ayacucho y Junin la transcendencia que Salamina y Maratón tuvieron, siendo como el punto de partida, en el terreno político de la acción, de una cultura y de una fuerza civilizadora más fecundas y más grandes que las conocidas hasta entonces, fuera de Grecia, y que en Salamina y en Maratón fueron vencidas. Pase, por último, que doña Policarpa valga tanto ó más que Débora, Judith, Mad. Roland, Juana de Arco y Carlota Corday; pero no se puede tolerar, aun sin ser buen católico, y siguiendo un criterio racionalista, que el Sr. Torres Caicedo compare también á doña Policarpa con la Virgen María, porque la Virgen María

La muerto vió del Redentor divino,
Del que derechos, libertad trajera;
Del Hombre-Dios que al hombre enalteciera,
Donando al mundo la igualdad, la luz.

Precisamente porque Cristo donó al mundo todas esas cosas y otras muchas más, y puso con su doctrina la base de una civilización que ha durado siglos y que comprende á la más noble parte del linaje humano, Cristo no puede compararse con ninguno de los insurgentes, revolucionarios y conspiradores, por gloriosos que hayan sido. Y en cuanto á la Virgen María, aun mirado todo ello con impía mirada, negando el ser real de la Virgen y suponiéndola semidiosa simbólica, supremo ideal, en quien se cifran todas las excelencias de la mujer, la maternidad, la pureza virgínea y la piedad compasiva, no veo paridad, ni buen gusto en que la comparemos ni con Policarpa, ni con la Mariana Pineda, ni con Carlota{208} Corday, ni con ninguna otra heroína de armas tomar ó de pelo en pecho.

En general, en los versos patrióticos colombianos hay sobrada hipérbole, así en alabar á los héroes de la independencia, como en denigrar á los españoles y á España. No se considera bien que antes de la independencia, los que más tiranizaron á la tierra y á la gente americanas fueron los padres ó los abuelos de los que se sublevaron contra esa tiranía, y que después ha habido un no corto período de guerras civiles en que se ha derramado más sangre que la derramada por los españoles, y ha habido tiranos en casi todas las repúblicas, que nada tienen que envidiar en punto á crueldad, ni á Fernando VII, ni á ningún otro rey, ni á ninguno de los virreyes ó generales y gobernadores que los reyes enviaban. En varios poetas, á pesar del orgullo patriótico, aparecen estas confesiones arrancadas por el dolor y el enojo. Santiago Pérez dice:

No resta acaso un punto
Do la sangre que vierte nuestra mano
No cubra ya la que vertió el hispano.

Y en D. Miguel Antonio Caro llegan ya estos sentimientos de disgusto hasta el extremo, que yo no puedo ni quiero aplaudir, de hacer que el propio espíritu de Bolívar vacile entre si debe gloriarse ó arrepentirse de haber dado á la América su independencia. Bolívar exclama:

{209}

¿Quién sabe
Si aré en la mar y edifiqué en el viento?
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
¿Si caerán sobre mí las maldiciones
De cien generaciones?

No. Es evidente que no caerán. Las repúblicas que de España nacieron serán grandes también como la que nació de Inglaterra; y la gloria de Bolívar no será inferior á la de Washington. Todo, si Dios quiere, y Dios querrá, habrá de ser, sin que sea necesario para ello que se nos trate mal en malas coplas.

La gloria de Bolívar, por sus hechos, sin consideración á los últimos resultados, y el crecimiento de esta gloria, en lo porvenir, cuando las repúblicas hispano-americanas se engrandezcan, están en perfecta consonancia con nuestro interés y con nuestra vanidad patriótica de peninsulares. Mientras más se encomien el tino político, la pericia militar, el valor y la actividad infatigable del Libertador, más cohonestada y ennoblecida quedará nuestra derrota.

No hay español, que sepa de Bolívar, que, movido de estos sentimientos, no levante á Bolívar á la altura de Washington. Y aun le pondría por cima, como lo desea, si no se midiese la magnitud de los héroes por el producto de sus heroicidades. Es tan bella, tan simpática y tan generosa la vida de Bolívar, sobre todo en sus últimos años, que Bolívar, que murió joven aún, infundiéndonos admiración por sus proezas, por su desprendimiento y por su amor sincerísimo á la libertad, é infundiéndonos piedad sublime por la ingratitud que ulceró su pecho, resplandecería por cima de Washington, si las repúblicas de la América del Sur llegasen, como es probable que{210} lleguen, á ser tan poderosas como la república por Washington fundada.

El liberalismo es hermosa doctrina. Yo soy, he sido y seré siempre muy liberal; pero no desconozco que el liberalismo ha sido tan manoseado y vulgarizado en discursos y peroratas, en brindis de comidas patrióticas y en artículos para rellenar columnas de periódicos, que es difícil ser liberal en verso sin caer en la prosa más plebeya. Y si el poeta liberal escribe en romance endecasílabo, peor que peor. Fiado en el sonsonete de la continuada asonancia, descuida la dicción, y no sabe ó no quiere saber que hay una forma ó una construcción propia de la poesía. Lastimosa muestra de esto que digo dan los versos Catón en Utica, de Luis Vargas Tejada.

El pobre Catón larga, antes de matarse, un romance tan pedestre como los de muchas tragedias clásicas españolas del siglo pasado.

Inútiles han sido mis esfuerzos:
Al fin triunfar el despotismo logra,
Y delante del César abatida
Yace en el polvo la soberbia Roma.
Un hombre, un hombre solo usurpa el fruto
De tantos sacrificios y victorias.

Y así continúa Catón ensartando cerca de doscientos versos, sin que haya razón para que no ensarte dos ó tres mil: para que cese el aguacero y escampe.

Pero baste de censura.

El Parnaso Colombiano prueba que en la tierra de Ud. hay un rico y hermoso florecimiento literario, y lo probaría muchísimo mejor si el señor{211} Añez hubiera suprimido acaso una tercera parte ó más de lo que inserta; y no para que el Parnaso contuviese menos, sino para sustituir lo suprimido con muchísimas composiciones buenas, como yo sé que las hay.

Dispense Ud. que sea franco y que no todo lo que digo sea lisonjero, y créame su amigo afectísimo.{213}{212}

AZUL.....

22 de Octubre de 1888.

Á D. Rubén Darío

I

Todo libro que desde América llega á mis manos excita mi interés y despierta mi curiosidad; pero ninguno hasta hoy la ha despertado tan viva como el de Ud., no bien comencé á leerle.

Confieso que al principio, á pesar de la amable dedicatoria con que Ud. me envía un ejemplar, miré el libro con indiferencia....., casi con desvío. El título Azul..... tuvo la culpa.

Víctor Hugo dice: L’art c’est l’azur; pero yo ni me conformo ni me resigno con que tal dicho sea muy profundo y hermoso. Para mí tanto vale decir que el arte es lo azul como decir que es lo verde, lo amarillo ó lo rojo. ¿Por qué, en este caso, lo azul (aunque en francés no sea bleu, sino azur, que es más poético) ha de ser cifra, símbolo y superior predicamento que abarque lo ideal, lo etéreo, lo infinito, la serenidad del cielo sin nubes, la luz difusa, la amplitud vaga y sin límites, donde nacen, viven, brillan y se mueven{214} los astros? Pero aunque todo esto y más surja del fondo de nuestro ser y aparezca á los ojos del espíritu, evocado por la palabra azul, ¿qué novedad hay en decir que el arte es todo esto? Lo mismo es decir que el arte es imitación de la naturaleza, como la definió Aristóteles: la percepción de todo lo existente y de todo lo posible, y su reaparición ó representación por el hombre en signos, letras, sonidos, colores ó líneas. En suma, yo, por más vueltas que le doy, no veo en eso de que el arte es lo azul sino una frase enfática y vacía.

Sea, no obstante, el arte azul, ó del color que se quiera. Como sea bueno, el color es lo que menos importa. Lo que á mí me dió mala espina fué el ser la frase de Víctor Hugo, y el que usted hubiese dado por título á su libro la palabra fundamental de la frase. ¿Si será éste, me dije, uno de tantos y tantos como por todas partes, y sobre todo en Portugal y en la América española, han sido inficionados por Víctor Hugo? La manía de imitarle ha hecho verdaderos estragos, porque la atrevida juventud exagera sus defectos, y porque eso que se llama genio, y que hace que los defectos se perdonen y tal vez se aplaudan, no se imita cuando no se tiene. En resolución, yo sospeché que era Ud. un Víctor Huguito, y estuve más de una semana sin leer el libro de Ud.

No bien le he leído, he formado muy diferente concepto. Usted es Ud.: con gran fondo de originalidad, y de originalidad muy extraña. Si el libro, impreso en Valparaíso, en este año de 1888,{215} no estuviese en muy buen castellano, lo mismo pudiera ser de un autor francés, que de un italiano, que de un turco ó de un griego. El libro está impregnado de espíritu cosmopolita. Hasta el nombre y apellido del autor, verdaderos ó contrahechos y fingidos, hacen que el cosmopolitismo resalte más. Rubén es judaico, y persa es Darío: de suerte que, por los nombres, no parece sino que Ud. quiere ser ó es de todos los países, castas y tribus.

El libro Azul..... no es en realidad un libro; es un folleto de 132 páginas; pero tan lleno de cosas y escrito por estilo tan conciso, que da no poco en qué pensar y tiene bastante que leer. Desde luego se conoce que el autor es muy joven: que no puede tener más de veinticinco años, pero que los ha aprovechado maravillosamente. Ha aprendido muchísimo, y en todo lo que sabe y expresa muestra singular talento artístico ó poético.

Sabe con amor la antigua literatura griega; sabe de todo lo moderno europeo. Se entrevé, aunque no hace gala de ello, que tiene el concepto cabal del mundo visible y del espíritu humano, tal como este concepto ha venido á formarse por el conjunto de observaciones, experiencias, hipótesis y teorías más recientes. Y se entrevé también que todo esto ha penetrado en la mente del autor, no diré exclusivamente, pero sí principalmente, á través de libros franceses. Es más: en los perfiles, en los refinamientos, en las exquisiteces del pensar y del sentir del autor, hay tanto de francés, que yo{216} forjé una historia á mi antojo para explicármelo. Supuse que el autor, nacido en Nicaragua, había ido á París á estudiar para médico ó para ingeniero, ó para otra profesión; que en París había vivido seis ó siete años, con artistas, literatos, sabios y mujeres alegres de por allá; y que mucho de lo que sabe lo había aprendido de viva voz, y empíricamente, con el trato y roce de aquellas personas. Imposible me parecía que de tal manera se hubiese impregnado el autor del espíritu parisiense novísimo, sin haber vivido en París durante años.

Extraordinaria ha sido mi sorpresa cuando he sabido que Ud., según me aseguran sujetos bien informados, no ha salido de Nicaragua sino para ir á Chile, en donde reside desde hace dos años á lo más. ¿Cómo, sin el influjo del medio ambiente, ha podido Ud. asimilarse todos los elementos del espíritu francés, si bien conservando española la forma que auna y organiza estos elementos, convirtiéndolos en sustancia propia?

Yo no creo que se ha dado jamás caso parecido con ningún español peninsular. Todos tenemos un fondo de españolismo que nadie nos arranca ni á veinticinco tirones. En el famoso abate Marchena, con haber residido tanto tiempo en Francia, se ve el español: en Cienfuegos es postizo el sentimentalismo empalagoso á lo Rousseau, y el español está por bajo. Burgos y Reinoso son afrancesados y no franceses. La cultura de Francia, buena y mala, no pasa nunca de la superficie. No es más que un barniz{217} transparente, detrás del cual se descubre la condición española.

Ninguno de los hombres de letras de esta Península, que he conocido yo, con más espíritu cosmopolita, y que más largo tiempo han residido en Francia, y que han hablado mejor el francés y otras lenguas extranjeras, me ha parecido nunca tan compenetrado del espíritu de Francia como Ud. me parece: ni Galiano, ni don Eugenio de Ochoa, ni Miguel de los Santos Alvarez. En Galiano había como una mezcla de anglicismo y de filosofismo francés del siglo pasado; pero todo sobrepuesto y no combinado con el ser de su espíritu, que era castizo. Ochoa era y siguió siendo siempre archi y ultraespañol, á pesar de sus entusiasmos por las cosas de Francia. Y en Alvarez, en cuya mente bullen las ideas de nuestro siglo, y que ha vivido años en París, está arraigado el ser del hombre de Castilla, y en su prosa recuerda el lector á Cervantes y á Quevedo, y en sus versos á Garcilaso y á León, aunque, así en versos como en prosa, emita él siempre ideas más propias de nuestro siglo que de los que pasaron. Su chiste no es el esprit francés, sino el humor español de las novelas picarescas y de los autores cómicos de nuestra peculiar literatura.

Veo, pues, que no hay autor en castellano más francés que Ud. Y lo digo para afirmar un hecho, sin elogio y sin censura. En todo caso, más bien lo digo como elogio. Yo no quiero que los autores no tengan carácter nacional; pero yo no puedo exigir de Ud. que sea nicaragüense, porque ni{218} hay ni puede haber aún historia literaria, escuela y tradiciones literarias en Nicaragua. Ni puedo exigir de Ud. que sea literariamente español, pues ya no lo es políticamente, y está además separado de la madre patria por el Atlántico, y más lejos, en la república donde ha nacido, de la influencia española, que en otras repúblicas hispano-americanas. Estando así disculpado el galicismo de la mente, es fuerza dar á Ud. alabanzas á manos llenas por lo perfecto y profundo de ese galicismo; porque el lenguaje persiste español, legítimo y de buena ley, y porque si no tiene Ud. carácter nacional, posee carácter individual.

En mi sentir, hay en Ud. una poderosa individualidad de escritor, ya bien marcada, y que, si Dios da á Ud. la salud que yo le deseo y larga vida, ha de desenvolverse y señalarse más con el tiempo en obras que sean gloria de las letras hispano-americanas.

Leídas las 132 páginas de Azul....., lo primero que se nota es que está Ud. saturado de toda la más flamante literatura francesa. Hugo, Lamartine, Musset, Baudelaire, Leconte de Lisle, Gauthier, Bourget, Sully Proudhomme, Daudet, Zola, Barbey d’Aurevilly, Catulo Méndes, Rollinat, Goncourt, Flaubert y todos los demás poetas y novelistas han sido por Ud. bien estudiados y mejor comprendidos. Y Ud. no imita á ninguno: ni es Ud. romántico, ni naturalista, ni neurótico, ni decadente, ni simbólico, ni parnasiano. Usted lo ha revuelto todo: lo ha puesto á cocer en el alambique de su cerebro, y ha sacado de ello una rara quinta esencia.{219}

Resulta de aquí un autor nicaragüense, que jamás salió de Nicaragua sino para ir á Chile, y que es autor tan á la moda de París y con tanto chic y distinción, que se adelanta á la moda y pudiera modificarla é imponerla.

En el libro hay Cuentos en prosa y seis composiciones en verso. En los cuentos y en las poesías, todo está cincelado, burilado, hecho para que dure, con primor y esmero, como pudiera haberlo hecho Flaubert ó el parnasiano más atildado. Y, sin embargo, no se nota el esfuerzo, ni el trabajo de la lima, ni la fatiga del rebuscar: todo parece espontáneo y fácil y escrito al correr de la pluma, sin mengua de la concisión, de la precisión y de la extremada elegancia. Hasta las rarezas extravagantes y las salidas de tono, que á mí me chocan, pero que acaso agraden en general, están hechas adrede. Todo en el librito está meditado y criticado por el autor, sin que esta su crítica previa ó simultánea de la creación perjudique al brío apasionado y á la inspiración del que crea.

Si se me preguntase qué enseña su libro de usted y de qué trata, respondería yo sin vacilar: no enseña nada, y trata de nada y de todo. Es obra de artista, obra de pasatiempo, de mera imaginación. ¿Qué enseña ó de qué trata un dije, un camafeo, un esmalte, una pintura ó una linda copa esculpida?

Hay, sin embargo, notable diferencia entre toda escultura, pintura, dije y hasta música, y cualquier objeto de arte cuyo material es la palabra. El mármol, el bronce y el sonido no diré yo que sutilizando mucho no puedan significar{220} algo de por sí; pero la palabra, no sólo puede significar, sino que forzosamente significa ideas, sentimientos, creencias, doctrinas y todo el pensamiento humano. Nada más factible, á mi ver (acaso porque yo soy poco agudo), que una bella estatua, un lindo dije, un cuadro primoroso, sin transcendencia ó sin símbolo; pero ¿cómo escribir un cuento ó unas coplas sin que deje ver el autor lo que niega, lo que afirma, lo que piensa y lo que siente? El pensamiento en todas las artes pasa con la forma desde la mente del artista á la sustancia ó materia del arte; pero en el arte de la palabra, además del pensamiento que pone el artista en la forma, la sustancia ó materia del arte es pensamiento también, y pensamiento del artista. La única materia extraña al artista es el Diccionario con las reglas gramaticales que siguen las voces en su combinación; pero como ni palabras ni combinaciones de palabras pueden darse ni deben darse sin sentido, de aquí que materia y forma sean en poesía y en prosa creación del escritor ó del poeta: sólo quedan fuera de él, digámoslo así, los signos hueros, ó sea abstrayendo lo significado.

De esta suerte se explica cómo, con ser su libro de Ud. de pasatiempo, y sin propósito de enseñar nada, en él se ven patentes las tendencias y los pensamientos del autor sobre las cuestiones más transcendentales. Y justo es que confesemos que los dichos pensamientos no son ni muy edificantes ni muy consoladores.

La ciencia de experiencia y de observación ha clasificado cuanto hay, y ha hecho de ello hábil{221} inventario. La crítica histórica, la lingüística y el estudio de las capas que forman la corteza del globo han descubierto bastante de los pasados hechos humanos que antes se ignoraban; de los astros que brillan en la extensión del éter se sabe muchísimo; el mundo de lo imperceptiblemente pequeño se nos ha revelado merced al microscopio: hemos averiguado cuántos ojos tiene tal insecto y cuántas patitas tiene tal otro: sabemos ya de qué elementos se componen los tejidos orgánicos, la sangre de los animales y el jugo de las plantas: nos hemos aprovechado de agentes que antes se sustraían al poder humano, como la electricidad; y gracias á la estadística, llevamos minuciosa cuenta de cuanto se engendra y de cuanto se devora; y si ya no se sabe, es de esperar que pronto se sepa, la cifra exacta de los panecillos, del vino y de la carne que se come y se bebe la humanidad de diario.

No es menester acudir á sabios profundos: cualquiera sabio adocenado y medianejo de nuestra edad conoce hoy, clasifica y ordena los fenómenos que hieren los sentidos corporales, auxiliados estos sentidos por instrumentos poderosos que aumentan su capacidad de percepción. Además se han descubierto, á fuerza de paciencia y de agudeza, y por virtud de la dialéctica y de las matemáticas, gran número de leyes que dichos fenómenos siguen.

Natural es que el linaje humano se haya ensoberbecido con tamaños descubrimientos é invenciones; pero, no sólo en torno y fuera de la esfera de lo conocido y circunscribiéndola, sino tam{222}bién llenándola, en lo esencial y sustancial, queda un infinito inexplorado, una densa é impenetrable oscuridad, que parece más tenebrosa por la misma contraposición de la luz con que ha bañado la ciencia la pequeña suma de cosas que conoce. Antes, ya las religiones con sus dogmas, que aceptaba la fe, ya la especulación metafísica con la gigante máquina de sus brillantes sistemas, encubrían esa inmensidad incognoscible, ó la explicaban y la daban á conocer á su modo. Hoy priva el empeño de que no haya ni metafísica ni religión. El abismo de lo incognoscible queda así descubierto y abierto, y nos atrae y nos da vértigo, y nos comunica el impulso, á veces irresistible, de arrojarnos en él.

La situación, no obstante, no es incómoda para la gente sensata de cierta ilustración y fuste. Prescinden de lo transcendente y de lo sobrenatural para no calentarse la cabeza ni perder el tiempo en balde. Esta eliminación les quita no pocas aprensiones y cierto miedo, aunque á veces les infunde otro miedo y sobresalto fastidiosos. ¿Cómo contener á la plebe, á los menesterosos, hambrientos é ignorantes, sin ese freno que ellos han desechado con tanto placer? Fuera de este miedo que experimentan algunos sensatos, en todo lo demás no ven sino motivo de satisfacción y parabienes.

Los insensatos, en cambio, no se aquietan con el goce del mundo, hermoseado por la industria é inventiva humanas, ni con lo que se sabe, ni con lo que se fabrica, y anhelan averiguar y gozar más.{223}

El conjunto de los seres, el universo todo, cuanto alcanzan á percibir la vista y el oído, ha sido, como idea, coordinado metódicamente en una anaquelería ó casillero para que se comprenda mejor; pero ni este orden científico, ni el orden natural, tal como los insensatos le ven, los satisface. La molicie y el regalo de la vida moderna los han hecho muy descontentadizos. Y así, ni del mundo tal como es, ni del mundo tal como le concebimos, se forma idea muy aventajada. Se ven en todo faltas, y no se dice lo que dicen que dijo Dios: que todo era bueno. La gente se lanza con más frecuencia que nunca á decir que todo es malo; y en vez de atribuir la obra á un artífice inteligentísimo y supremo, la supone obra de un prurito inconsciente de fabricar cosas que hay ab aeterno en los átomos, los cuales tampoco se sabe á punto fijo lo que sean.

Los dos resultados principales de todo ello en la literatura de última moda son:

1.º Que se suprima á Dios ó que no se le miente sino para insolentarse con él, ya con reniegos y maldiciones, ya con burlas y sarcasmos.

Y 2.º Que en ese infinito tenebroso é incognoscible perciba la imaginación, así como en el éter, nebulosas ó semilleros de astros, fragmentos y escombros de religiones muertas, con los cuales procura formar algo como ensayo de nuevas creencias y de renovadas mitologías.

Estos dos rasgos van impresos en su librito de usted.—El pesimismo, como remate de toda descripción de lo que conocemos, y la poderosa y lozana producción de seres fantásticos, evocados ó{224} sacados de las tinieblas de lo incognoscible, donde vagan las ruinas de las destrozadas creencias y supersticiones vetustas.

Ahora será bien que yo cite muestras y pruebe que hay en su libro de Ud., con notable elegancia, todo lo que afirmo; pero esto requiere segunda carta.

*
* *

29 de Octubre de 1888.

II

En la cubierta del libro que me ha enviado usted, veo que ha publicado Ud. ya ó anuncia la publicación de otros varios, cuyos títulos son: Epistolas y poemas, Rimas, Abrojos, Estudios críticos, Albumes y abanicos, Mis conocidos y Dos años en Chile. Anuncia igualmente dicha cubierta que prepara Ud. una novela, cuyo solo título nos da en las narices del alma (pues si hay ojos del alma ó tiene el alma ojos, bien puede tener narices) con un tufillo á pornografía. La novela se titula La carne.

Nada de esto, con todo, me sirve hoy para juzgar á Ud., pues yo nada de esto conozco. Tengo que contraerme al libro Azul.....

En este libro no sé qué debo preferir: si la prosa, ó los versos. Casi me inclino á ver mérito igual en ambos modos de expresión del pensa{225}miento de Ud. En la prosa hay más riqueza de ideas; pero es más afrancesada la forma. En los versos, la forma es más castiza. Los versos de usted se parecen á los versos españoles de otros autores, y no por eso dejan de ser originales: no recuerdan á ningún poeta español, ni antiguo, ni de nuestros días.

El sentimiento de la naturaleza raya en Ud. en adoración panteística. Hay en las cuatro composiciones (á ó más bien en las cuatro estaciones del año) la más gentílica exuberancia de amor sensual, y en este amor, algo de religioso. Cada composición parece un himno sagrado á Eros, himno que, á veces, en la mayor explosión de entusiasmo, el pesimismo viene á turbar con la disonancia, ya de un ay de dolor, ya de una carcajada sarcástica. Aquel sabor amargo, que brota del centro mismo de todo deleite, y que tan bien experimentó y expresó el ateo Lucrecio,

medio de fonte leporum
Surgit amari aliquid, quod in ipsis floribus angat,

acude á menudo á interrumpir lo que Ud. llama

La música triunfante de mis rimas.

Pero, como en Ud. hay de todo, noto en los versos, además del ansia de deleite y además de la amargura de que habla Lucrecio, la sed de lo eterno, esa aspiración profunda é insaciable de las edades cristianas, que el poeta pagano quizá no hubiera comprendido.

Usted pide siempre más al hada, y.....

El hada entonces me llevó hasta el velo
Que nos cubre las ansias infinitas,{226}
La inspiración profunda
Y el alma de las liras.
Y lo rasgó. Y allí todo era aurora.

Pero aun así, no se satisface el poeta, y pide más al hada.

Tiene Ud. otra composición, la que lleva por título la palabra griega Anagke, donde el cántico de amor acaba en un infortunio y en una blasfemia. Suprimiendo la blasfemia final, que es burla contra Dios, voy á poner aquí el cántico casi completo.

Y dijo la paloma:
Yo soy feliz. Bajo el inmenso cielo,
En el árbol en flor, junto á la poma
Llena de miel, junto al retoño suave
Y húmedo por las gotas del rocío,
Tengo mi hogar. Y vuelo,
Con mis anhelos de ave,
Del amado árbol mío
Hasta el bosque lejano,
Cuando al himno jocundo
Del despertar de Oriente,
Sale el alba desnuda, y muestra al mundo
El pudor de la luz sobre su frente.
Mi ala es blanca y sedosa;
La luz la dora y baña
Y céfiro la peina.
Son mis pies como pétalos de rosa.
Yo soy la dulce reina
Que arrulla á su palomo en la montaña.
En el fondo del bosque pintoresco
Está el alerce en que formé mi nido;
Y tengo allí, bajo el follaje fresco,
Un polluelo sin par, recién nacido.
Soy la promesa alada.
El juramento vivo;
Soy quien lleva el recuerdo de la amada
Para el enamorado pensativo.
Yo soy la mensajera{227}
De los tristes y ardientes soñadores,
Que va á revolotear diciendo amores
Junto á una perfumada cabellera.
Soy el lirio del viento.
Bajo el azul del hondo firmamento
Muestro de mi tesoro bello y rico
Las preseas y galas:
El arrullo en el pico.
La caricia en las alas.
Yo despierto á los pájaros parleros
Y entonan sus melódicos cantares:
Me poso en los floridos limoneros
Y derramo una lluvia de azahares.
Yo soy toda inocente, toda pura.
Yo me esponjo en las ansias del deseo,
Y me estremezco en la íntima ternura
De un roce, de un rumor, de un aleteo.
¡Oh inmenso azul! Yo te amo. Porque á Flora
Das la lluvia y el sol siempre encendido:
Porque, siendo el palacio de la Aurora,
También eres el techo de mi nido.
¡Oh inmenso azul! Yo adoro
Tus celajes risueños,
Y esa niebla sutil de polvo de oro
Donde van los perfumes y los sueños.
Amo los velos tenues, vagarosos,
De las flotantes brumas,
Donde tiendo á los aires cariñosos
El sedeño abanico de mis plumas.
¡Soy feliz! Porque es mía la floresta,
Donde el misterio de los nidos se halla;
Porque el alba es mi fiesta
Y el amor mi ejercicio y mi batalla.
Feliz, porque de dulces ansias llena,
Calentar mis polluelos es mi orgullo;
Porque en las selvas vírgenes resuena
La música celeste de mi arrullo;
Porque no hay una rosa que no me ame,
Ni pájaro gentil que no me escuche,
Ni garrido cantor que no me llame!.....
—¿Sí?—dijo entonces un gavilán infame,
Y con furor se la metió en el buche.
{228}

Suprimo, como dije ya, los versos que siguen, y que no pasan de ocho, donde se habla de la risa que le dió á Satanás de resultas del lance y de lo pensativo que se quedó el Señor en su trono.

Entre las cuatro composiciones en las estaciones del año, todas bellas y raras, sobresale la del verano. Es un cuadro simbólico de los dos polos sobre los que rueda el eje de la vida: el amor y la lucha; el prurito de destrucción y el de reproducción. La tigre virgen en celo está magistralmente pintada, y mejor aún acaso el tigre galán y robusto que llega y la enamora.

Al caminar se vía
Su cuerpo ondear con garbo y bizarría.
Se miraban los músculos hinchados
Debajo de la piel. Y se diría
Ser aquella alimaña
Un rudo gladiador de la montaña.
Los pelos erizados
Del labio relamía. Cuando andaba,
Con su peso chafaba
La hierba verde y muelle,
Y el ruido de su aliento semejaba
El resollar de un fuelle.

Síguense la declaración de amor, el sí en lenguaje de tigres y los primeros halagos y caricias. Después..... el amor en su plenitud, sin los poco decentes pormenores en que entran Rollinat y otros en casos semejantes.

Después el misterioso
Tacto, las impulsivas
Fuerzas que arrastran con poder pasmoso,
Y ¡oh gran Pan! el idilio monstruoso
Bajo las vastas selvas primitivas.
{229}

El príncipe de Gales, que andaba de caza por allí con gran séquito de monteros y jauría de perros, viene á poner trágico fin al idilio.

El príncipe mata á la tigre de un escopetazo. El tigre se salva, y luego en su gruta tiene un extraño sueño:

Que enterraba las garras y los dientes
En vientres sonrosados
Y pechos de mujer; y que engullía
Por postres delicados
De comidas y cenas,
Como tigre goloso entre golosos,
Unas cuantas docenas
De niños tiernos, rubios y sabrosos.

No parece sino que, en sentir del poeta, tendría menos culpa el tigre, aunque fuese ser responsable, devorando mujeres y niños, que el príncipe matando tigres. El afecto del poeta se extiende casi por igual sobre tigres y sobre príncipes, á quienes un determinismo fatal mueve á matarse recíprocamente, como el ratón y el gato de la fábula de Alvarez.

Los cuentos en prosa son más singulares aún. Parecen escritos en París, y no en Nicaragua ni en Chile. Todos son brevísimos. Usted hace gala de laconismo. La Ninfa es quizá el que más me gusta. La cena en la quinta de la cortesana está bien descrita. El discurso del sabio prepara el ánimo del lector. Los límites, que tal vez no existan, pero que todos imaginamos, trazamos y ponemos entre lo natural y sobrenatural, se esfuman y desaparecen. San Antonio vió en el yermo un hipocentauro y un sátiro. Alberto Magno{230} habla también de sátiros que hubo en su tiempo. ¿Por qué ha de ser esto falso? ¿Por qué no ha de haber sátiros, faunos y ninfas? La cortesana anhela ver un sátiro vivo: el poeta, una ninfa. La aparición de la ninfa desnuda al poeta, en el parque de la quinta, á la mañana siguiente, en la umbría apartada y silenciosa, entre los blancos cisnes del estanque, está pintada con tal arte que parece verdad.

La ninfa huye y queda burlado el poeta; pero en el almuerzo, dice luego la cortesana:

—«El poeta ha visto ninfas.»

«Todos la contemplaron asombrados, y ella me miraba como una gata y se reía, se reía, como una chicuela á quien se le hiciesen cosquillas.»

El velo de la reina Mab es precioso. Empieza así:

«La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro coleópteros de petos dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló un día por la ventana de una buhardilla, donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos é impertinentes, lamentándose como unos desdichados.»

Eran un pintor, un escultor, un músico y un poeta. Cada cual hace su lastimoso discurso, exponiendo aspiraciones y desengaños. Todos terminan en la desesperación.

«Entonces la reina Mab, del fondo de su carro, hecho de una sola perla, tomó un velo azul, casi impalpable, como formado de suspiros ó de miradas de ángeles rubios y pensativos. Y aquel velo era el velo de los sueños, de los dulces sue{231}ños que hacen ver la vida de color de rosa. Y con él envolvió á los cuatro hombres flacos, barbudos é impertinentes. Los cuales cesaron de estar tristes, porque penetró en su pecho la esperanza, y en su cabeza el sol alegre, con el diablillo de la vanidad, que consuela en sus profundas decepciones á los pobres artistas.»

Hay en el libro otros varios cuentos, delicados y graciosos, donde se notan las mismas calidades. Todos estos cuentos parecen escritos en París.

Voy á terminar hablando de los dos más transcendentales: El rubí y La canción del oro.

El químico Fremy ha descubierto, ó se jacta de haber descubierto, la manera de hacer rubíes. Uno de los gnomos roba uno de estos rubíes artificiales del medallón que pende del cuello de cierta cortesana, y le lleva á la extensa y profunda caverna donde los gnomos se reunen en conciliábulo. Las fuerzas vivas y creadoras de la naturaleza, la infatigable inexhausta fecundidad de la alma tierra están simbolizadas en aquellos activos y poderosos enanillos que se burlan del sabio y demuestran la falsedad de su obra. «La piedra es falsa, dicen todos: obra de hombre ó de sabio, que es peor.»

Luego cuenta el gnomo más viejo la creación del verdadero primer rubí. Es un hermoso mito, que redunda en alabanza de Amor y de la madre Tierra, «de cuyo vientre moreno brota la savia de los troncos robustos, y el oro y el agua diamantina y la casta flor de lis: lo puro, lo fuerte, lo infalsificable». Y los gnomos tejen una danza{232} frenética y celebran una orgía sagrada, ensalzando á la mujer, de quien suelen enamorarse, porque es espíritu y carne: toda Amor.

La canción del oro sería el mejor de los cuentos de Ud. si fuera cuento, y sería el más elocuente de todos si no se emplease en él demasiado una ficelle, de que se usa y de que se abusa muchísimo en el día.

En la calle de los palacios, donde todo es esplendor y opulencia, donde se ven llegar á sus moradas, de vuelta de festines y bailes, á las hermosas mujeres y á los hombres ricos, hay un mendigo extraño, hambriento, tiritando de frío, mal cubierto de harapos. Este mendigo tira un mordisco á un pequeño mendrugo de pan bazo: se inspira y canta la canción del oro.

Todo el sarcasmo, todo el furor, toda la codicia, todo el amor desdeñado, todos los amargos celos, toda la envidia que el oro engendra en los corazones de los hambrientos, de los menesterosos y de los descamisados y perdidos, están expresados en aquel himno en prosa.

Por esto afirmo que sería admirable la canción del oro si se viese menos la ficelle: el método ó traza de la composición, que tanto siguen ahora los prosistas, los poetas y los oradores.

El método es crear algo por superposición ó aglutinación, y no por organismo.

El símil es la base de este método. Sencillo es no mentar nada sin símil: todo es como algo. Luego se ha visto que salen de esta manera muchísimos comos, y en vez de los comos se han empleado los eses y las esas. Ejemplo: la tierra, esa{233} madre fecunda de todos los vivientes; el aire, ese manto azul que envuelve el seno de la tierra, y cuyos flecos son las nubes; el cielo, ese campo sin límites por donde giran las estrellas, etc. De este modo es fácil llenar mucho papel. A veces los eses y las esas se suprimen, aunque es menos enfático y menos francés, y sólo se dice: el pájaro, flor del aire; la luna, lámpara nocturna, hostia que se eleva en el templo del espacio, etcétera.

Y, por último, para dar al discurso más animación y movimiento, se ha discurrido hacer enumeración de todo aquello que se semeja en algo al objeto de que queremos hablar. Y terminada la enumeración, ó cansado ya el autor de enumerar, pues no hay otra razón para que termine, dice: eso soy yo: eso es la poesía: eso es la crítica: eso es la mujer, etc. Puede también el autor, para prestar mayor variedad y complicación á su obra, decir lo que no es el objeto que describe antes de decir lo que es. Y puede decir lo que no es como quien pregunta. Fórmula: ¿Será esto, será aquello, será lo de más allá? No; no es nada de eso. Luego..... la retahila de cosas que se ocurran. Y por remate. Eso es.

Este género de retórica es natural, y todos le empleamos. No se critica aquí el uso, sino el abuso. En el abuso hay algo parecido al juego infantil de apurar una letra. «Ha venido un barco cargado de.....» Y se va diciendo (si v. gr. la letra es b) de baños, de buzos, de bolos, de berros, de bromas.....

Las composiciones escritas según este método{234} retórico tienen la ventaja de que se pueden acortar y alargar ad libitum, y de que se pueden leer al revés lo mismo que al derecho, sin que apenas varíe el sentido.

En mis peregrinaciones por países extranjeros, y harto lejos de aquí, conocí yo y traté á una señora muy entendida, cuyo marido era poeta; y ella había descubierto en los versos de su marido que todos se leían y hacían sentido empezando por el último verso y acabando por el primero. Querían decir algunos maldicientes que ella había hecho el descubrimiento para burlarse de los versos de la cosecha de casa; pero yo siempre tuve por seguro que ella, cegada por el amor conyugal, ponía en este sentido indestructible, léanse las composiciones como quiera que se lean, un primor raro que realzaba el mérito de ellas.

Me ha corroborado en esta opinión un reciente escrito de D. Adolfo de Castro, quien descubre y aplaude en algunos versos de Santa Teresa, casi como don celeste ó gracia divina, esa prenda de que se lean al revés y al derecho, resultando idéntico sentido.

La verdad del caso, considerado y ponderado todo con imparcial circunspección, es que tal modo retórico es ridículo cuando se toma por muletilla, ó sirve de pauta para escribir; pero si es espontáneo, está muy bien: es el lenguaje propio de la pasión.

Figurémonos á una madre, joven, linda y apasionada, con un niño rubito y gordito y sonrosado de dos años que está en sus brazos. Mientras ella le brinca y él le sonríe, ella le dará natural{235} y sencillamente interminable lista de nombres de objetos, algunos de ellos disparatados. Le llamará angel, diablillo, mono, gatito, chuchumeco, corazón, alma, vida, hechizo, regalo, rey, príncipe, y mil cosas más. Y todo estará bien, y nos parecerá encantador, sea el que sea el orden en que se ponga. Pues lo mismo puede ser toda composición, en prosa ó verso, por el estilo, con tal de que no sea buscado ni frecuente este modo de componer.

El modelo más egregio del género, el ejemplar arquetipo, es la letanía. La Virgen es puerta del cielo, estrella de la mañana, torre de David, Arca de la Alianza, casa de oro, y mil cosas más, en el orden que se nos antoje decirlas.

La canción del oro es así: es una letanía, sólo que es infernal en vez de ser célica. Es por el gusto de la letanía que Baudelaire compuso al demonio; pero, conviniendo ya en que la canción del oro es letanía, y letanía infernal, yo me complazco en sostener que es de las más poéticas, ricas y enérgicas que he leído. Aquello es un diluvio de imágenes, un desfilar tumultuoso de cuanto hay, para que encomie el oro y predique sus excelencias.

Citar algo es destruir el efecto que está en la abundancia de cosas que en desorden se citan y acuden á cantar el oro, «misterioso y callado en las entrañas de la tierra, y bullicioso cuando brota á pleno sol y á toda vida; sonante como coro de tímpanos, feto de astros, residuo de luz, encarnación de éter: hecho sol, se enamora de la noche, y, al darle el último beso, riega su túnica{236} con estrellas como con gran muchedumbre de libras esterlinas. Despreciado por Jerónimo, arrojado por Antonio, vilipendiado por Macario, humillado por Hilarión, es carne de ídolo, dios becerro, tela de que Fidias hace el traje de Minerva. De él son las cuerdas de la lira, las cabelleras de las más tiernas amadas, los granos de la espiga, y el peplo que al levantarse viste la olímpica aurora».

Me había propuesto no citar nada, y he citado algo, aunque poco. La composición es una letanía inorgánica, y, sin embargo, ni la ironía, ni el amor y el odio, ni el deseo y el desprecio simultáneos, que el oro inspira al poeta en la inopia (achaque crónico y epidémico de los poetas), resaltan bien sino de la plenitud de cosas que dice del oro, y que se suprimen aquí por amor á la brevedad.

En resolución, su librito de Ud., titulado Azul...., nos revela en Ud. á un prosista y á un poeta de talento.

Con el galicismo mental de Ud. no he sido sólo indulgente, sino que hasta le he aplaudido por lo perfecto. Con todo, yo aplaudiría muchísimo más, si con esa ilustración francesa que en usted hay se combinase la inglesa, la alemana, la italiana, y ¿por qué no la española también? Al cabo, el árbol de nuestra ciencia no ha envejecido tanto que aun no pueda prestar jugo, ni sus ramas son tan cortas ni están tan secas que no puedan retoñar como mugrones del otro lado del Atlántico. De todos modos, con la superior riqueza y con la mayor variedad de elementos,{237} saldría de su cerebro de Ud. algo menos exclusivo y con más altos, puros y serenos ideales: algo más azul que el azul de su libro de usted: algo que tirase menos á lo verde y á lo negro. Y por cima de todo, se mostrarían más claras y más marcadas la originalidad de Ud. y su individualidad de escritor.{239}{238}

EL TEATRO EN CHILE

5 de Noviembre de 1888.

Á D. Antonio Alcalá Galiano y Miranda

I

Querido primo: Sin terminar han quedado las cartas que empecé á escribirte sobre la vida de D. José Joaquín de Mora, escrita por D. Miguel Luis Amunátegui. Yo no desisto, sin embargo, de terminar y completar lo que deseo decir sobre Mora. Entre tanto me has enviado otro libro, obra también póstuma de Amunátegui, cuyo interés más general me atrae. Voy, pues, dejando para más tarde el continuar hablando de Mora, á hablar hoy sobre el nuevo libro. Su modestísimo título no da idea de su grande importancia. Se titula Las primeras representaciones dramáticas en Chile; pero es, en realidad, una historia completa de la literatura y del arte dramáticos en aquel país, desde los primeros tiempos, después del descubrimiento y la conquista, hasta el día de hoy.

Dice el mismo Amunátegui: «Chile es un fragmento de España transportado al Pacífico por{240} ese aluvión llamado la conquista de América.»

La historia literaria de Chile forma, pues, parte de nuestra historia literaria.

El libro de Amunátegui, además, no es de mera literatura: está lleno de anécdotas, pinta las costumbres, la cultura, las diversiones públicas, la vida de los chilenos, y por todo esto debe interesarnos doblemente.

Si yo no logro que interese, extractando aquí algo de su contenido, culpa será de lo desmañado del extracto, y tal vez asimismo de la profunda humildad que abate en el día el espíritu de los españoles, sobre todo de los españoles más elegantes.

Se les ha metido en la cabeza que en España todo es malo ahora. De donde nace la sospecha de que todo fué malo en las edades pasadas. Nada es bueno sino lo de París. Y entre todas las cosas buenas en París y malas en España, nada es allí mejor y aquí peor que el teatro: actores y autores.

Y si actores y autores son malos en España, no es de presumir que en Chile, prolongación de España en esto de literatura y de arte, sean buenos tampoco.

Aunque sea empezar por lo secundario, voy á empezar hablando de los actores.

Estos españoles elegantes, á que he aludido y que todo lo censuran, rara vez se dignan escribir para el público; pero sus opiniones desdeñosas se propagan en las tertulias, y en un país como el nuestro, donde se lee poquísimo y donde se habla mucho, y se oye más que se lee, las murmuraciones de viva voz tienen acaso más eco que{241} lo que nosotros, los que escribimos para el público, ponemos en letras de molde.

Además, los que escribimos para el público, á fuerza de hipérboles encomiásticas, hemos perdido crédito y autoridad, y se nos hace menos caso que á la lluvia quien oye llover. Y, sin embargo, ya es difícil dejar de ser magníficos en el encomio. Cuando queremos ser razonables, ofendemos á los encomiados. Llamar distinguido á un literato equivale hoy á llamarle adocenado ó de tres al cuarto, y llamar simpática á una señora equivale á llamarla fea y tonta.

Para remediar tanto mal importa restablecer el primitivo sentido de los vocablos, y que toda alabanza valga lo que debe valer. Importa asimismo no disimular los defectos, y aun reconocer algunos de los fundamentos y razones en que se apoyan los que denigran.

Convengamos en que los actores de París son excelentes; pero convengamos también en que muchas de sus excelencias nacen de que son ellos de París; y como los de Madrid no son de París, es equitativo perdonarles la falta de esas excelencias que en ser de París estriban.

En España, dicen, y acaso con razón, no hay actores para eso que llaman, creo, la alta comedia, en que figuran personajes de la high life; pero, por desgracia, todo es exótico en esta high life. ¿Cómo ha de aprenderlo é imitarlo el actor ó la actriz que no ha salido de España? ¿Dónde están los amartelados lores ingleses, los ricos americanos, los rusos tiernos y muníficos, que adiestren con su trato á nuestras actrices en{242} todos los primores del buen tono, y que les abran el camino de las joyerías y de los talleres de los modistos inspirados y costosos? La actriz española, hablo en general, sólo conoce todo esto de oídas. No lo ha vivido. Tal vez la actriz española, al pasar de su casa á las tablas, pasa del mundo real á un mundo fantástico, mientras la actriz francesa sigue en su elemento.

Otro defecto de que son acusadas nuestras actrices es más verdadero aún y tiene menos excusa: el del continuo lloriqueo ó gimoteo, del sollozo incesante, de lo que, con voz familiar, se llama hipido. Depende esto de gran fuerza de imaginación y de cierta presciencia estética. Figurémonos un drama en cinco actos. Durante los cuatro primeros, la heroína es dichosa en amores, en bienes de fortuna, en todo; pero en el último ocurre la catástrofe, y tiene la heroína que arrojarse por un tajo, ó que morir envenenada, ó que parar en las Recogidas ó en el manicomio.

Como en la realidad la heroína no hubiera presentido ni sabido nada de lo que le iba á suceder, lo natural es que hubiese estado más alegre que unas castañuelas durante los cuatro primeros actos; pero, en la ficción, como la actriz ha leído el drama, y sabe en qué va á parar todo aquello, lo llora sin poderlo remediar, y lo lamenta mucho desde el principio. De esto es menester corregirse, olvidando el actor y la actriz, al salir á la escena, el tremendo fin que les aguarda.

Otro defecto tienen, por lo común, nuestros actores, contra el cual se pone el grito en el cielo: cantan los versos demasiado, y se entusias{243}man tanto cantándolos, que, según aseguran los detractores, parecen energúmenos, y rompen ó descomponen los tímpanos del auditorio.

Además, como no hay garganta, aunque sea de bronce, que resista á tan desaforados aullidos, el ó la que los da se enronquece, y se diría que va á ahogarse, fatigándose con la carraspera é infundiendo en el público el cansancio y el dolor que se apoderan de los órganos respiratorios. Unese á este disgusto el de la monotonía, porque la música ó melopeya con que el actor ó la actriz canta los versos es siempre la misma, y hay quien supone que no se puede aguantar al cabo de un rato.

Muchas de estas observaciones son justas, y no he de negar yo que conviene corregirse de los defectos que delatan.

Con lo que no me conformo es con que los actores franceses no tengan semejantes defectos y aun peores. También ellos gastan tonillo para recitar los versos, tonillo mil veces más inaguantable por lo monótono. ¿Cómo comparar el martilleo de los alejandrinos pareados, en una lengua sin prosodia, con la variedad de acentos y cesuras que hay en el endecasílabo español, por ejemplo? Si no fuera porque todo lo de París nos hechiza, ¿qué oídos españoles habrían de sufrir un drama francés, todo en verso? Por fortuna, se dice, los dramas franceses están hoy casi siempre en prosa; contra lo cual nada he de decir, á fin de no entrar en la cuestión de si debe á no desecharse el verso, porque en francés sea cansado, sobre todo á la larga. Pero añaden al{244}gunos, y yo me pasmo de oírlo, que no importa que haya verso, con tal de que suene como prosa y parezca prosa cuando se recita. La verdad, no entiendo qué propósito ha de tener una dificultad vencida, si no ha de nacer de ella efecto sensible; si al espectador inocente y profano se le podrá decir al salir del teatro: Pues mire Ud., eso que ha oído, y que le ha parecido prosa tan natural y tan llana, es verso todo.

Lo que sí confieso es que los actores franceses no chillan ni se desgañitan como los nuestros: economizan más el resuello y el empuje de los pulmones; pero en cambio tienen el subrayado ó la letra bastardilla, que, lo que es á mí, me encocora mucho más. Un actor ó una actriz de Francia, de pretensiones y de fuste, no se contenta con aprender bien su papel y declamarle con el sentido, y con el accionar, el gesto y la expresión convenientes, realzando así su papel y completándole. No, señor; ha de crear el papel. Y por culpa de la perversa y soberbia aspiración que denota la frase, tan contraria á la piadosa sentencia de Quevedo, de que el crear es un oficio

Que sólo le sabe Dios
Con su poder infinito,

apenas queda palabra del papel que el actor no subraye, procurando poner en ella ideas y sentimientos que no se le ocurrieron al poeta al escribir la obra. Yo había entendido siempre que el verdadero productor ó inventor de los personajes de un drama es el poeta que le escribe; y que el actor lo que hace es interpretar fiel y há{245}bilmente la invención ó producción del poeta, presentándola de bulto, viva y animada. Hacer esto bien es grande arte y muy rara y laudable habilidad; pero en lo de crear el papel, ó hay filfa, ó se da ocasión á la más monstruosa discordancia. Si el actor recita y acciona interpretando bien la mente del poeta, hará algo de sublime, de estupendo, de todo lo que se quiera, pero no creará el papel; y si para crearle va torciendo las palabras que repite de memoria, dándoles distinto valer y significado á fuerza de subrayar, ó también con los adornos mímicos que les pone, tal vez resultará que el personaje así representado sea fenómeno inaudito, caso teratológico, ser doble: uno, según el sencillo valor gramatical de lo que dice; y otro, según las sublíneas del actor y sus ademanes y muecas.

Infiero yo de esta larga digresión, ó mejor diré preámbulo, que todo el mundo es Popayán, que no es oro todo lo que reluce, y que, tanto aquí como en París, el arte es difícil, los aciertos son raros, lo malo abunda y lo bueno escasea.

Sobre los autores, ó sea sobre la literatura dramática de España, diré menos aún. Me parece tan evidente mi propia opinión y tan infundada la contraria, que ésta no merece que se refute.

No son muchas las naciones del mundo que han tenido ó tienen un gran teatro; y entre estas naciones figuran como las primeras, Grecia en lo antiguo, y en las modernas edades España é Inglaterra. Concedamos que Francia tiene también un gran teatro, pero no le sobreponga{246}mos al nuestro. No se ha agotado el filón de la dramática española. Todavía podemos contraponer los dramas de Echegaray á los de Sardou, y los sainetes de Ricardo Vega y de otros á los más chistosos vaudevilles.

Con este concepto elevado de nuestro teatro ya se puede prestar atención y mirar sin desdén al teatro de Chile, que es retoño del nuestro.

Como el Sr. Amunátegui cree también que es retoño del teatro español el teatro chileno, lejos de deprimir, ensalza el árbol de que ha brotado el retoño, y celebra su hermosura, fecundidad, constante florecimiento y lozanía. Para él, Lope y Calderón, «gigantes de inmensa fama, han legado á la posteridad obras maestras, cuya excelencia se ha proclamado por la humanidad entera sin protesta ni discrepancia alguna. Tirso de Molina, Alarcón, Moreto y otros, son capitanes capaces de igualar y aun de superar á sus jefes, en tal cual ocasión». «Esta savia poderosa, añade, no se ha agotado con el transcurso del tiempo.» Y luego celebra á Martínez de la Rosa, á Bretón, al duque de Rivas, á López de Ayala, á Gil y Zárate, á García Gutiérrez, á Hartzenbusch y á Zorrilla. De Tamayo dice que «ha compuesto dramas que han dado la vuelta al mundo, que han sido traducidos en todo idioma y que han sido representados en todo país». Y en elogio de Echegaray, le llama «obrero poderoso del arte, que, en medio de demasiados horrores y de muchas inverosimilitudes, concibe escenas magníficas y pensamientos espléndidos, sin perjuicio de haber dado á luz dos obras muy{247} notables: Locura ó santidad y El gran Galeoto».

Proclamando así el Sr. Amunátegui la fecunda y perenne vida del teatro español, lo que extraña y deplora es que aun sea tan pobre el chileno. «¿Cuál es la razón, exclama, de que nosotros no hayamos sido movidos por igual impulso? ¿De qué depende que andemos rezagados en ese camino, á cuyo término se divisa la gloria?»

En mi sentir, es obvia la razón de este atraso. El teatro llega después de otros géneros poéticos: en la plena madurez de la literatura nacional; y Chile, como nación independiente, cuenta pocos años de vida. No debe inferirse, por lo tanto, que la literatura chilena no será rica en obras dramáticas porque ya no lo ha sido.

El conocimiento de lo que Chile ha hecho hasta ahora, aunque sea poco, es interesante, y voy á dar de ello una idea, recorriendo á largos pasos el extenso campo que el Sr. Amunátegui recorre.

Apenas había pasado un siglo desde el descubrimiento y la conquista, á mediados del XVII, ya en Chile se representaban comedias. No había teatros, y las representaciones se hacían en los cementerios, en las fiestas religiosas y en los conventos de monjas y frailes. Claro está que tales comedias se procuraba que fuesen á lo divino: de vidas de santos y de otros asuntos devotos.

El obispo de Santiago era á la sazón, por los años de 1657, un varón piadosísimo, aunque tolerante y alegre, de aquella santa alegría que se regula por la eutropelia cristiana. D. Fray Gaspar de Villarroel gustaba muchísimo de las co{248}medias, y hacía sabia y elocuentemente su defensa. Para ello se valía de un medio ingenioso. Suponía que los padres y doctores de la Iglesia han anatematizado el teatro, porque en lo antiguo eran los dramas tan lascivos, tan deshonestos y tan indecentemente representados, «que fué menester que los santos armasen contra ellos todas sus plumas». Pero, en los días del señor obispo, los dramas nada tenían ya de pecaminosos, y, por lo tanto, no había para qué prohibirlos.

Aducía el señor obispo como prueba que Lope escribió comedias á pesar de haber vivido tan reformado en sus postreros años, ordenádose de sacerdote y dado á Dios lo asentado y sesudo de su edad. El señor obispo no podía haber leído el curioso libro del Sr. Asenjo Barbieri sobre los últimos amores del gran poeta; pues si no, ya hubiera visto con dolor adónde fueron á parar el asiento y el seso de que habla. Pero de todos modos, el razonamiento de D. Fray Gaspar de Villarroel era irrefutable: Lope hizo comedias á vista del arzobispo de Toledo, del nuncio de Su Santidad y del Consejo Supremo de Castilla, y no es de suponer que personas tan santas lo hubieran sufrido si las comedias fuesen pecado. Otro argumento más poderoso aún añade el señor obispo: «Nuestros católicos reyes—dice—tienen en su salón comedias cada martes.» Ergo ni el componer, ni el representar, ni el oir comedias es pecado. «Unos amores, honestamente referidos, concluye su señoría ilustrísima, no inducen á pecar juicios cuerdos.»{249}

Sin embargo, el señor obispo, con cierta apariencia de contradicción, gustando mucho de las comedias, aborrecía á los farsantes, y los llamaba canalla y gente perdida. No podía elogiarlos, aunque quisiese, y él mismo cuenta que, en sus mocedades, hallándose en Madrid, predicó en la iglesia de San Sebastián un sermón, en una función que los farsantes costeaban, y que los trató tan mal, que los curas de la parroquia le dieron por baldado para su púlpito y los de la cofradía estuvieron á punto de apedrearle.

Esta ojeriza contra los comediantes inclinaba además al señor obispo á amonestar á los padres y á los maridos para que no llevasen al teatro á sus hijas y mujeres: por donde el espectáculo debía ser para hombres solos. Las mujeres se exponían mucho oyendo comedias. En apoyo de esto, contaba el señor obispo un caso ocurrido, á lo que parece, en Lima, y en que él había intervenido: «Una miserable tragedia de cierta doncella principalísima. Crióse sin madre, y colgó su padre en ella grandes esperanzas. Tenía cien mil ducados que darle en dote. Fué á una comedia y aficionóse á un farsante. Desatóse el listón de una jervilla, y enviósele con su criada. Y díjole de parte de su señora que en la primera comedia que representara se le pusiera en la gorra. Estimó el favor de la dama, pero temió por su vida. Perseguíale ella. Pidióme consejo: di el que debía; pero vencieron la codicia y la hermosura.»

Hazte cargo de lo que sucedería siendo joven y guapo el farsante, y la doncella tan determinada{250} y fogosa que le envió de buenas á primeras la cinta de sus zapatos ó botines.

De todos modos, yo hallo cruel que el obispo Villarroel condenase á las mujeres á no oir comedias porque oyéndolas había pecado una; pero aun así, Villarroel fué el menos severo de los obispos. Otro hubo, D. Manuel de Aldai, cuya rigidez impidió que se fundase en Chile teatro permanente, en el año de 1778. El Sr. Aldai afirmaba que, según la mayoría de los teólogos, era pecado mortal el asistir á las comedias.

Con tan firme oposición, y en una colonia sumisa y obediente á la tutela de la autoridad eclesiástica, no era posible que el teatro floreciese.

Aun así, hubo varias representaciones, con ocasión de grandes fiestas y solemnidades, señalándose entre todas las que tuvieron lugar en 1693 para celebrar el casamiento del nuevo presidente D. Tomás Marín de Poveda con la señorita peruana D.ª Juana Urdánegui, hija del marqués de Villa Fuerte. En esta ocasión se dió en Chile el primer drama escrito allí, titulado El Hércules chileno.

Con todo, la oposición, según hemos dicho, de la autoridad eclesiástica, que hasta por motivos económicos prohibía las representaciones, á fin de evitar gastos de trajes y galas, en un país entonces pobre, no permitió que la afición al teatro creciera y diera fruto. Las representaciones dramáticas siguieron haciéndose muy de tarde en tarde y con lamentable pobreza y falta de medios: sin decoraciones, sin vestuario y con actores improvisados.{251}

En 1777 hubo un empresario que formó compañía de actores para representar autos. Y dice un autor, describiendo estas representaciones, que «algunos mulatos notables por su desplante estaban vestidos de casacas, como los oficiales de la guardia del gobierno, para representar á los reyes magos, á Herodes y á Pilatos; y dos ó tres mujeres, más recomendables por su locuacidad que por la cultura de sus maneras, se habían cubierto de vistosas sayas para desempeñar los papeles de Santa Ana, de Santa Isabel y de la Virgen María.» Ni es muy de extrañar esta falta de exactitud histórica en la indumentaria. De principios de este siglo he oído yo contar á testigos oculares haber asistido en ciudades de esta Península á la representación de El maestro de Alejandro, y haber visto á Aristóteles de abate, con traje negro, chupa y calzón corto, zapato de hebilla de plata, capita y tricornio.

Todavía se infiere de lo citado un no pequeño progreso en el arte escénico de Chile en 1777. Ya entonces representaron mujeres, cuando era lo común que para los papeles de mujeres sirviesen muchachos.

En suma, durante casi todo el tiempo del régimen colonial, ni floreció ni pudo florecer el teatro en Chile. Para divertir al público y proporcionarle espectáculos había otras tres ó cuatro cosas más fáciles de hacer, y que se hacían más á menudo á despecho casi siempre de los obispos, en extremo celosos de la moral de sus ovejas.

Estos otros espectáculos, que agradaban en{252} Chile y á los que la gente acudía con entusiasmo, eran las corridas de toros, que después de la independencia prohibió perpetuamente el Congreso por ley de 1823: las chinganas y los retablos de nacimientos, contra los cuales, á pesar de ser tan religioso el asunto, se estrelló también el obispo Aldai y los prohibió bajo pena de excomunión mayor, porque aseguraba y lamentaba que, merced al agolpamiento y apreturas de los muchos sujetos de ambos sexos que acudían á ver los nacimientos, sobrevenían mil desmanes. Las mismas corridas de toros habían dado motivo á quejas semejantes, porque terminada la función y ya de noche, hombres y mujeres, ellos embozados y tapadas ellas, se acogían debajo de los tablados provisorios con el pretexto de tomar dulces, refrescos ó licores, de lo que resultaban escenas poco edificantes.

Las corridas de toros tenían además otro grave peligro, no habiendo circo á propósito. Era frecuente que los toros bravos se escaparan, causando no pocos males, pues no siempre hacía Dios un milagro para salvar á la gente, como el milagro que se cuenta en la Vida del venerable siervo de Dios fray Pedro Bardesi. Este fray Pedro detuvo un toro que corría furioso por las calles de Santiago: se arrancó una manga del hábito y se la puso al toro en el hocico, y el toro se hincó de rodillas para venerarla y besarla, y entonces acudieron los de la plaza y le ataron y se le llevaron sin resistencia como si fuese cordero.

La otra gran diversión, que suplía el teatro, y que más tarde compitió con él y pugnó por ven{253}cerle, fué la diversión de las chinganas. Eran reuniones donde se bailaban los preciosos bailes del país, y singularmente la zamacueca; pero el tratar de esto requiere detención, y lo dejo para la carta siguiente.

*
* *

3 de Diciembre de 1888.

II

Querido primo: Siguiendo hoy en el ligero extracto del curioso y extenso libro de Amunátegui, veo que las chinganas fueron el obstáculo más persistente contra el florecimiento del teatro; florecimiento que, más que nadie, promovieron después de la independencia de Chile los dos famosos literatos D. Andrés Bello y D. José Joaquín de Mora.

La afición á las chinganas persistió y aun se recrudeció pasado ya el primer tercio del siglo presente. Por esta afición, los teatros quedaban desiertos.

Contribuía poderosamente á tal resultado la malevolencia contra el teatro del clero y del partido clerical, malevolencia no infundada, ya que el teatro, de que gustaban y que concebían los doctos de entonces, era una escuela de moral, que reemplazaba al púlpito con ventaja, y donde habían de enseñarse además virtudes cívicas y pa{254}trióticas, y odio y desconfianza á la religión y á los sacerdotes.

Resultaba asimismo de este prurito de doctrinar desde la escena que no se podía dar en el teatro nada divertido, sino tragedias pesadas y filosóficas, traducidas ó imitadas del francés, y donde todo se volvía sermonear y despotricarse contra los tiranos sacros y profanos de todas las edades. Era tal la tiramira de desvergüenzas con que los varones libres y virtuosos atarazaban á los tiranos, que casi parecían ellos los tiranos, y los tiranos las víctimas, hasta que á lo último perdían los tiranos la paciencia y mandaban degollar á los otros. En suma: había razones, hasta cierto punto plausibles, para justificar ó disculpar la preferencia que se daba en general á las chinganas.

Yo creo que éstas habían de ser, ó son, si subsisten aún, algo parecido á nuestros cafés, en donde se canta y se baila á lo flamenco, por más que las chinganas, si hemos de no ver exageración en lo que dice D. Andrés Bello, eran más frecuentadas por toda clase de gentes, y daban mayor pábulo á la deshonestidad y á la licencia. Yo presumo que Bello, cegado y exaltado por el espíritu de partido, exagera mucho cuando califica á las chinganas de burdeles autorizados, «donde la confusión de todo género de personas afloja los vínculos de la moral y abre la puerta á la corrupción, donde los movimientos voluptuosos, las canciones lascivas y los dicharachos insolentes hieren con vehemencia los sentidos de la tierna joven, á quien los escrúpulos de sus padres ó las{255} amonestaciones del confesor han prohibido el teatro».

Bello y Mora siguieron declamando contra las chinganas y en favor del teatro con poco fruto por lo pronto. Ellos mismos hubieron de entrever que en gran parte tenían la culpa las tragedias pseudoclásicas, tan cívicas y filosóficas, y las comedias docentes á la francesa; y ya proponían que se representasen obrillas más alegres y de menos doctrina y comedias del antiguo teatro español.

Mora, calculando que no podía vencer á la Terpsícore chilena, trató de adularla, de educarla y de hacer de ella una poderosa aliada. Para esto, así como había redactado el Código fundamental ó Constitución de Chile, quiso reglamentar el baile y convertir á los chilenos en un pueblo de bailarines honestos y morigerados. Propuso que se organizasen por todo Chile comparsas de danzantes de doce ó más parejas, de un solo sexo ó de los dos, destinadas á bailar en los grandes días festivos, acordándose, sin duda, de David y de los seises. Cada parroquia había de tener su número completo de bailarines que bailasen con trajes airosos y decentes al son del tamboril y de una gaita delante de la iglesia al concluirse los oficios divinos, y luego, por la tarde. Asimismo se les había de permitir ir á bailar en los días de cumpleaños y en los casamientos de las personas más condecoradas del barrio, para de este modo mantener trajes y músicos. Y, por último, en las grandes festividades nacionales debían ir á la Plaza Mayor á tejer con arcos,{256} guirnaldas y espadas, varias danzas que entretuviesen á la muchedumbre.

Mora se prometía de todo esto mil beneficios que elocuentemente expone. Casi da lástima de que su proyecto no cuajase. Pero dejemos lo coreográfico y volvamos á lo dramático.

Cuando Chile era colonia aún, cabe la honra á España de haber fundado allí un teatro, aunque provisional, menos efímero que los anteriores. El último capitán general y presidente de la Audiencia, superintendente de Hacienda, etc., que allí tuvo España, se llamaba D. Casimiro Marcó del Pont, y era vehemente aficionado á comedias. A pesar, pues, de la oposición del clero y de la gente devota, hubo teatro en su tiempo. En él se representaban aún comedias españolas castizas, del gusto antiguo.

Pronto vino la independencia, el ejército patriota triunfó en Maipo, y en seguida empezaron á pedir los periódicos que hubiese un buen teatro para la república, donde aprendiesen los ciudadanos á ser libres, á odiar á los tiranos y á combatir por la patria.

El general director D. Bernardo O’Higgins comprendió todo lo útil y transcendental del teatro como escuela de costumbres y de virtudes cívicas, y encargó á uno de sus ayudantes, D. Domingo Arteaga, para que organizase una compañía de cómicos y construyese un buen coliseo permanente.

Se construyó éste y se estrenó en 1820.

En el telón se leía, en letras de oro, el siguiente dístico:{257}

Hé aquí el espejo de virtud y vicio:
Miraos en él y pronunciad el juicio.

Lo grave y serio del público y de los actores no respondía aún á la gravedad y seriedad del dístico citado. En el teatro, que era de madera, y malo, reinaba chistosa franqueza patriarcal. En cierta ocasión, la Lucía, actriz mimada del público, se enojó porque la silbaron, y lanzó á los concurrentes, con ademán desdeñoso, «la palabra más puerca que puede salir de la boca de una irritada verdulera». Otra vez, durante la representación del Otelo, un inglés encendió un puro y se puso á fumar, lo cual estaba prohibido. El soldado, que hacía cerca centinela, le dijo que apagase, y el inglés se echó sobre él para quitarle el fusil. Se armó brava pendencia entre el inglés y el soldado, y público y actores prescindieron de la tragedia para contemplar la realidad.

Entonces el general O’Higgins sacó el cuerpo fuera del palco y gritó: «Muchacho, cuidado con que te quiten el fusil». Animado el militar con esta voz de mando y aliento, logró desasir el arma de las garras británicas, y aplicó un buen culatazo al inglés, tumbándole en el suelo. Se le llevaron, y siguió la representación interrumpida.

Visto que este primer teatro era peor que un corral de títeres é infundía poco respeto, D. Domingo Arteaga siguió afanándose y logró construir otro teatro, ya bueno y respetable, que se abrió al público en 1827.

Por aquella época llegó á Chile el gran protector del teatro.{258}

D. José Joaquín de Mora llegó á Chile, llamado por el jefe del Estado, D. Francisco Antonio Pinto, para que contribuyera «á derramar el bautismo de la ilustración en una sociedad que acababa de nacer á la vida del entendimiento».

Se renovó en Mora aquello que se cuenta de antiguos sabios de la Grecia, que eran llamados por las remotas colonias para darles Constitución y leyes é iluminarlas con su sabiduría.

Uno de los mil medios de que se valió Mora para mostrar su actividad fecunda y cumplir su misión de sabio civilizador, fué componer alocuciones en verso que se recitaban en el teatro. Claro está que estas alocuciones, donde los españoles son pintados como tiranos, no se insertaron en las colecciones que Mora hizo más tarde de sus poesías, en Cádiz en 1836, y en Madrid en 1853. Por lo demás, así estas alocuciones como otros versos chileno-patrióticos ó ultraliberales que hizo Mora en Chile y que nos da á conocer é inserta Amunátegui, salvo el gusto acendrado y la maestría en la lengua y en la metrificación que revelan, no contienen bellezas por donde puedan ponerse muy por cima de lo mediano.

En lo satírico brilla más Mora en estos versos que sólo publicó en Chile. Hay algunas letrillas, como la titulada En tiempo de los Borbones, que le valieron en Chile el título de Beranger español. A Mora, con todo, le ocurría lo que á Arquíloco: la rabia le armaba del jambo; era más poeta cuando se revolvía furioso contra los que personalmente le ofendían; y así, con ser injusto é{259} ingrato cuando insulta á los chilenos, al ver que los del nuevo partido no le protegen ni quieren ya que siga iluminándolos, Mora es entonces mucho más poeta. Admiremos la ironía cruel y el osado denostar de estos tercetos:

Borrón es de la patria torpe y feo
Que á inocularnos venga un perro godo
En exótica charla y devaneo.
Raciocinemos, pues, á nuestro modo,
O más bien rebuznemos, que es lo mismo.
A uno gusta el almizcle y á otro el lodo.
Eso sí: guerra eterna al despotismo;
Sacudimos el yugo, por supuesto.
¡Viva la patria! ¡Viva el patriotismo!
Ya de Castilla el pabellón funesto
No profana esta tierra venturosa.
Vengan de Londres los millones: presto.
¡Qué ridícula farsa! ¡Qué afrentosa!
¡Qué engañifa de bobos! ¡Qué miseria
Por término de lucha tan gloriosa!
De reir y llorar larga materia
Damos al universo: aquí está el llanto
Y suenan carcajadas en Iberia.
De libertad el nombre sacrosanto
En boca de un gaznápiro insolente
Sólo produce destrucción y espanto.
Virgen del mundo, América inocente,
Bien entiende de vírgenes Quintana:
Llámela vieja, estólida ó demente.

No sólo contó en Chile el teatro con un gran promovedor español, como lo fué Mora, sino que los primeros actores de más valía fueron españoles también.

Cuando recibió el encargo de formar compañía D. Domingo Arteaga, era comandante del depósito de prisioneros, y tuvo la feliz ocurren{260}cia de sacar de entre dicha gente actores, comparsas y sirvientes para su teatro.

Al coronel Latorre, prisionero en la batalla de Maipo, le nombró director, y de un sargento sevillano, llamado Francisco Cáceres, que se rindió con la guarnición de Valdivia, cuando lord Cochrane se apoderó de aquella plaza, hizo un primer galán celebérrimo y muy encomiado por su arrogante figura, por su voz argentina y briosa, y por otras brillantes prendas, que le convirtieron desde luego, y á pesar de su completa carencia de instrucción, en el favorito del público.

Como en el depósito no había prisioneras, tampoco pudo haber, por lo pronto, damas españolas en la compañía. La primera dama fué la chilena Lucía Rodriguez, muy querida del público, y que se desahogaba con él, cuando se consideraba ofendida, con el desenfado que hemos dicho.

No tardó, con todo, en aparecer en Santiago una dama española, que venía precedida de brillante reputación, y tenía las calidades que más agradaban entonces. Se llamaba doña Teresa Samaniego, y era admirable para expresar los sentimientos de heroicidad patriótica. En Barcelona, cuando, con motivo de no sé qué guerra, salió á campaña un cuerpo de ejército, se mostró la Samaniego, en las tablas, vestida de amazona, con otras que con iguales trajes la seguían, é hizo á los militares una alocución que terminaba:

Nosotras con las manos delicadas
Ceñiremos al menos las espadas.{261}
Id, hijos, os diremos; id, esposos:
Volved á nuestros brazos amorosos,
Si vencéis en la lid;
Pero, vencidos, no tornéis: morid.

Se concibe que dicho esto con brío y gracia por una mujer guapa y discreta, había de levantar en masa á un pueblo entusiasta y empeñado en una lucha patriótica, y hacerle romper en aplausos frenéticos.

Así es que la Teresa Samaniego fué muy aplaudida en Chile.

Llegó allí con ella un gracioso, llamado don Francisco Villalba, que hacía reir mucho y se ganó la voluntad del público. Tenía este gracioso otras varias habilidades, y entre ellas la de ser pintor de decoraciones, haciéndose aplaudir tanto ó más como pintor que como actor.

Otro forastero, D. Francisco Rivas, catalán, se unió con Villalba, y haciendo de galán compitió con Cáceres, y casi venció á este rival.

Entre tanto, como el teatro seguía siendo escuela de liberalismo, las tragedias que más gustaban eran la Jornada de Maratón, Roma libre, la Muerte de César y Catón en Utica.

Un crítico á la moda entonces, Camilo Henríquez, sostenía y divulgaba que el teatro no era mero pasatiempo, sino institución social para difundir máximas patrióticas y formar costumbres cívicas. «La sublime majestad de Melpómene, decía, debe llenar la escena, inspirar odio á la tiranía y desplegar toda la dignidad republicana.»

Aspiraba Henríquez y otros revolucionarios{262} vehementes á que, lograda la independencia de la América española, no siguiese ésta siendo un remedo de España, estancada ó retrógrada; y para lanzar á los pueblos emancipados por la vía del progreso, encontrábase que era menester vencer el espíritu clerical. Misión fué, pues, del teatro, á más de infundir patriotismo heroico, propagar el odio á la hipocresía, á la Inquisición y á las creencias fanáticas.

Se reprobaba en el teatro todo lo que era fútil, enervante y afeminador. Camilo Henríquez llegó á calificar de bufonada inmoral El sí de las niñas. Cuando así se trataba á Moratin, ya imaginará cualquiera cómo serían tratados nuestros autores dramáticos del siglo XVII: de fanáticos, serviles, inquisitoriales, absurdos, supersticiosos y ultramonárquicos.

Es divertidísimo seguir paso á paso, en el libro de Amunátegui, todas las peripecias de esta lucha entre clericales y anticlericales, ó más bien entre librepensadores y católicos, que se dió en Chile en torno de los teatros.

El librepensamiento se había encastillado en los teatros para combatir al clero desde allí. El clero propalaba que iba á caer fuego del cielo y abrasar los teatros. Desde éstos, en cambio, se arrojaban contra el clero tremendas diatribas.

La más ruidosa fué el Aristodemo, no la tragedia de Monti, sino otra compuesta por un poeta, creo que de Buenos Aires, llamado D. Miguel Cabrera Nevares. El Aristodemo estaba lleno de feroces declamaciones contra el sacerdocio. Para que á nadie le cupiese duda de que se aludía en{263} la tragedia al clero católico, el Boletín del Monitor interpretaba las fuertes razones del filósofo Polignosto, que era quien llevaba la voz docente en la tragedia, la cual, según dicho Boletín, «difundía principios luminosísimos sobre el carácter de esos hombres viciosos, á quienes la ignorancia ha deificado, ofuscada con sus intrigas tenebrosas. El hombre ilustrado ve en el sumo sacerdote Cleofante al obispo de Roma, y en sus secuaces, al clero fanático, enriqueciéndose á costa de la necia credulidad.»

Con el Aristodemo hacía juego, por lo cómico, El abate seductor, donde se pintaba á un clérigo libertino y taimado. Los periodistas liberales excitaban á los padres de familia á llevar á sus muy caras hijas á ver dicha comedia para que estudiasen las malas artes y supiesen defenderse contra ellas, «pues son las mismas que han usado y usan los presentes abates de nuestro suelo».

No bastando estas representaciones, se hacían también peroratas anticlericales en verso, desde la escena. En Santiago, el actor D. Luis Ambrosio Morante, que era también poeta, aunque malo, recitó una, que empezaba:

¿Por qué será que en la era de las luces
Se haya de introducir el fanatismo?

Y en Valparaíso, la joven actriz española doña Emilia Hernández pronunció, entre salvas de aplausos, otra alocución á los chilenos, que, si bien detestable y pedestre como poesía, hemos de poner aquí por ser curioso documento:{264}

El cielo os conceda ver
La libertad de conciencias.
Y á Chile vendrán las ciencias,
Como lo anunció Voltér.
Entonces ¡oh qué placer!
Las artes renacerán:
Todos á Dios amarán,
Aunque de diversos modos;
Pues siendo un Dios para todos,
Todos de un Dios gozarán.
Mas no quieras, suerte impía,
Que esta tierra fortunada,
Por el fanatismo hollada
Se encuentre como la mía;
En tal caso ¡ay! gemiría
En llanto y desolación,
Presa de la Inquisición,
De ese tribunal horrendo,
El más bárbaro y tremendo
Que inventara la opresión.
Mas yo, no estando en España,
Nada temo á los tiranos;
Y entre ilustres araucanos
Me burlaré de la saña
De ese hombre de fiera entraña,
De ese Fernando cruel,
De ese monstruo atroz é infiel,
Que causa mi mal eterno,
Y ha vomitado el Averno
Por ser aun peor que Luzbel.

Entre el tumulto de estas contiendas civiles, político-religiosas, que Bello y Mora procuraban moderar con más alta crítica, si bien inficionada por las pasiones y el espíritu liberalesco de entonces, nació y empezó á florecer la literatura dramática chilena.

Fuerza es confesar que los primeros frutos y flores no fueron muy sazonados ni hermosos.

D. Juan Egaña, limeño, naturalizado en Chile{265} y competidor con mala suerte de Mora por querer ser el Solón de la nueva república, era, á par de gran liberal, galante y enamorado caballero. La dama de sus pensamientos, á quien llama Marfisa en sus versos, le inspiró hasta los dramas que tradujo ó compuso, figurando entre ellos la Cenobia, de Metastasio, su poeta predilecto.

El notable personaje de la revolución, Camilo Henríquez, de quien ya hemos hablado como crítico, escribió dos dramas, informados ambos por sus ideas filosóficas á la Rousseau. Se titulaban La patriota de Sud América y La inocencia en el asilo de las virtudes, y eran, á lo que parece, menos que medianejos.

D. Bernardo Vera y Pintado es el tercer autor dramático chileno de que habla nuestro libro. Sus composiciones fueron á modo de loas para celebrar victorias contra los españoles, como la de Chacabuco.

Naturalmente, los interlocutores de estas loas son araucanos, que describen como funestísima la conquista de Chile y fantasean la independencia como la reconquista que los araucanos hacen de su tierra contra los españoles.

Otro autor, D. Manuel Magallanes, fué silbado, á pesar de su fervor patriótico y de su ilustre apellido.

Resulta, pues, que hasta 1829 no se representa en Chile ninguna obra de bastante valer literario escrita allí, y que esta obra es de D. José Joaquín de Mora, si bien no toda suya, ya que en parte está tomada de Le mari ambitieux, de Picard, y lleva el mismo título: El marido ambicioso.{266} Aunque peque de prolijo he de continuar haciendo este extracto. Hasta otro día.

*
* *

17 de Diciembre de 1888.

III

Querido primo: Siguiendo en mi tarea de extractar, diré que, hasta el instante en que aparece en Chile el romanticismo, se escribieron y representaron allí estas obras dramáticas.

Además de El marido ambicioso, dió Mora El embrollón.

El poeta colombiano D. José Fernández Madrid dió Atala, tragedia en verso.

D. Ventura Blanco Encalada tradujo en verso la Merope, de Voltaire, y en prosa La marquesa de Seneterre, de Menesville y Duvegrier.

D. Gabriel Alejandro Real de Azúa, argentino, dió al teatro, en Santiago, en 1834, una comedia de índole política y de escaso valer, titulada Los aspirantes.

Mora ejerció sobre esta comedia benignísima crítica.

En el mismo año, el actor argentino Luis Ambrosio Morante, que, según he dicho ya, era también poeta y había compuesto una tragedia, La revolución de Tupac-Amaru, dió á la escena en{267} la noche de su beneficio una comedia titulada Adulación y fingimiento, ó el intrigante.

Morante no puso su nombre en el cartel; pero se tiene por seguro que la comedia era suya. Su mérito, por otra parte, debió de ser corto, cuando nada se dice de ella.

El primer poeta dramático chileno de alguna fecundidad y de cierto mérito fué D. Salvador Sanfuentes. Escribió antes y después del romanticismo, y sus obras marcan la transición de una escuela á otra.

Tradujo la Ifigenia y el Británico, de Racine; imitó Le cocu imaginaire, bajo el título de Los celos infundados, y compuso los siguientes dramas originales: Caupolicán I, Caupolicán II, El mal pagador, El castillo de Mazini, Carolina ó una venganza, Cora ó la Virgen del Sol, Juana de Nápoles y D. Francisco de Meneses.

Á lo que parece, Sanfuentes vino temprano, cuando en Chile había poco público aún. Descorazonado, quemó parte de sus obras: otras quedaron por terminar: otras, inéditas: sólo el drama Juana de Nápoles se representó con éxito creo que menos que mediano.

D. Andrés Bello, que también tradujo dramas y los compuso originales, ejerció durante años el magisterio de la crítica dramática en Chile. Son curiosos y dignos de atención sus juicios sobre algunos de nuestros autores dramáticos contemporáneos. Á Bretón de los Herreros, á quien juzga con ocasión de la Marcela, le pone desde luego por cima de Moratín, á quien califica de lánguido y descolorido. En Moratín halla{268} además falta de «aquel sabor poético que es propio aun de las composiciones escritas en estilo familiar, y que tanto luce en los fragmentos de Menandro y en los buenos pasajes de Terencio»; mientras que en Bretón ve la gracia y el brillo en el estilo, y asimismo una vis cómica que falta algo á Terencio, y «en que tampoco es muy aventajado Moratín».

Ya se entiende que cito para narrar, y no para aprobar ni impugnar.

Yo creo que, al menos, El café tiene más vis cómica y más durable chiste que media docena de las más chistosas comedias de Bretón.

Y esto á pesar de la pedantería grave de don Pedro, que eclipsa un poco el resplandor de la graciosísima pedantería de D. Hermógenes.

En cambio de este grande entusiasmo por Bretón, Bello es severo con Hartzenbusch al juzgar Los amantes de Teruel, cuyos defectos señala y pondera y cuyas bellezas no ve ó no encomia.

La guerra promovida con ocasión del teatro entre timoratos y desenfadados, librepensadores y clericales, devotos é impíos, se enardeció más en Chile con el advenimiento del romanticismo.

Aunque había censura previa de teatros, establecida en 1830, ésta no se ejercía con severidad. Sin embargo, mucha parte del público, cristianamente educada, repugnaba las impiedades y se rebelaba contra ellas.

En 1832 se representó en Santiago el Aristodemo, no ya el de Cabrera Nevares, sino el de Monti, traducido, que es mucho mejor. El pasaje en que Lisandro llama á los dioses{269}

Fútiles sombras del temor humano,

escandalizó á gran número de los espectadores.

Más tarde, en 1835, quiso la compañía dramática representar El fanatismo ó Mahoma, tragedia de Voltaire, traducida al castellano por D. Dionisio Solís; pero aunque esta obra había sido dedicada por su autor al Papa Benedicto XIV, que la aceptó con gusto, el clero de Chile se resistió con tal energía á que se representase, que la compañía desistió de su propósito.

La nueva escuela romántica, con todos sus apasionados atrevimientos de expresión, no apareció triunfante en Chile hasta 1841, con la representación del Macías, de Larra.

Este drama fué aplaudido con entusiasmo; pero los escrupulosos le hallaron gravemente perjudicial á las buenas costumbres; citaban escenas corruptoras que atropellaban el recato, la moral y las leyes; y entre ellas nada pareció peor que aquello que dice Macías á Elvira, ya casada:

Ven á ser dichosa.
¿En qué parte del mundo ha de faltarnos
Un albergue, mi bien? Rompe, aniquila
Esos que contrajiste horribles lazos.
Los amantes son sólo los esposos,
Su lazo es el amor: ¿cuál hay más santo?
Su templo, el universo: donde quiera
El Dios los oye que los ha juntado.
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . Huyamos: ¿qué otro asilo
Pretendes más seguro que mis brazos?
Los tuyos bastáranme; y si en la tierra
Asilo no encontramos, juntos ambos
Moriremos de amor.
{270}

Todavía, un año después de representado el Macías, se quejaban los escritores clericales de su inmoralidad. «¿Qué impresión—decía uno indignado—pueden hacer en el corazón de una joven versos tan indecentes?»

Vino á colmar el enojo la representación, pocos días después de la del Macías, de otro drama, traducido del francés, titulado La nona sangrienta. Se dejó adrede en el título la palabra nona, en vez de monja, para no alarmar y para engañar á los incautos; pero no valió la artimaña, y el arzobispo de Santiago dirigió al gobierno un oficio quejándose de la impiedad é inmoralidad de los dramas.

De este oficio no se hizo caso por lo pronto, y siguieron representándose dramas inmorales é impíos.

En 1841 había en Santiago una actriz limeña, idolatrada del público, y que era una revolución andando. Se llamaba Toribia Miranda. Amunátegui la pone por las nubes, y es tal su entusiasmo, que hace recelar que él, allá en su mocedad, fué uno de los muchos admiradores de la Toribia:

«Tenía, dice, un instinto artístico admirable. Se introducía maravillosamente bajo la piel de la heroina á quien caracterizaba, y procedía como tal. Sentía lo que hablaba y lo que accionaba. La pasión palpitaba en sus labios. El llanto corría por sus mejillas. La belleza de que estaba adornada, contribuía poderosamente á la influencia y fascinación que ejercía en el auditorio. Tenía la tez pálida; los ojos negros, rasgados, incen{271}diarios; el cuerpo contorneado y voluptuoso; los pies pequeños, y ese donaire que es la sal de su suelo nativo. Los mozos se inflamaban con sus miradas. Los viejos perdían el seso con ellas. Los sujetos más graves y doctos le componían sonetos y decían en prosa: «Esta mujer tiene en su cuerpo todo el fuego de su patria.»

Tal era la actriz destinada á trasplantar en Chile el romanticismo vehemente, á pesar de las quejas del arzobispo y del escándalo de los timoratos.

La más tremenda batalla que se riñó en esta guerra fué en la representación de Angelo, tirano de Padua, de Víctor Hugo. El drama fué frenéticamente aplaudido, y no fué menos frenética la protesta que se levantó entre los devotos, censurando duramente que la cortesana brillase con mengua de la legítima esposa; que el amor impuro se albergase en el corazón de todos los personajes, y que la mujer casada muriese para el marido y viviese para el amante. El drama fué calificado de inmoral en grado sumo por muy respetable porción de la sociedad.

El gobierno tuvo al fin que ceder á las quejas del arzobispo y dirigir severa amonestación al censor de teatros, que lo era D. Andrés Bello.

Los dramas románticos siguieron, no obstante, representándose, pero mutilados ó desfigurados por la censura.

El paje, de García Gutiérrez, se representó con no pocas de estas mutilaciones ó cambios.

A veces se cambiaban, no sólo frases, sino los desenlaces, á fin de que no fuesen tan tétricos.{272}

En el drama Los hijos de Eduardo, de Delavigne, traducción de Bretón de los Herreros, aquellos interesantes niños lograban escapar de la Torre de Londres, á despecho de la historia.

Poco á poco fué haciéndose en Chile menos asustadizo el público. La censura acabó por consunción; pero hasta más de mediado el siglo presente se opusieron en Chile á las libertades del teatro un ardiente espíritu religioso y lo que llama Amunátegui la excesiva gazmoñería en materia de amor.

El romanticismo tuvo en Chile un eco prodigioso. Los románticos se diferenciaban de los demás hombres hasta en el vestido. Los cuatro poetas de quienes más se admiraban, procurando imitarlos, eran Víctor Hugo, Dumas, Espronceda y Zorrilla. Venía después D. Nicomedes Pastor Díaz, cuya Mariposa negra se sabía la juventud de memoria.

Los poetas chilenos, con todo, apenas escribían para el teatro más que arreglos y traducciones.

D. Andrés Bello tradujo Teresa y Antony, de Dumas.

D. José Victorino Lastarria arregló El proscrito, de Federico Soulié.

D. Santiago Urzúa tradujo Pablo el marino, de Dumas.

Y D. Juan García del Río, Pizarro, tragedia en cinco actos, de Sheridam.

El primer drama romántico original que se representó en Chile, con éxito muy lisonjero, fué producción de un hijo de D. Andrés Bello, llamado D. Carlos. El drama se titulaba Los amores{273} del poeta, y se representó en 1842. Era de lo más poético, exaltado y lleno de lirismo.

D. Carlos Bello, que sin duda tenía notable talento de poeta, dejó por concluir otro drama titulado Inés de Mantua, cuyo principal héroe era César Borgia. D. Carlos Bello murió muy joven, y este segundo drama se ha perdido.

Poco después del estreno de Los amores del poeta empieza á figurar en la no larga lista de los autores dramáticos de Chile un español que, como Mora, emigró á Chile, mal avenido con el gobierno absoluto de Fernando VII, y contribuyó muchísimo al desenvolvimiento intelectual de aquel país. Tuvo colegio, primero en Buenos Aires y después en Santiago, y por él fueron educados no pocos personajes ilustres de aquellas repúblicas.

Este español, aunque hijo de francés, había nacido en San Felipe de Játiva, y se llamaba D. Rafael Minvielle.

Era gran matemático, á más de ser literato y poeta, y hablaba con igual perfección el francés, idioma de su padre, y el castellano, lengua de su madre y suya.

Minvielle vivió en Chile hasta principios del año pasado de 1887, en que ocurrió su muerte, siendo tan lamentada cuanto encomiado él por haber sido de los que más cooperaron, durante medio siglo, al progreso intelectual de aquella república, como maestro, como empleado en administración y en Hacienda, y como escritor infatigable, ya componiendo obras originales, ya traduciendo.{274}

Su drama Ernesto, representado en 1842, fué aplaudido y encomiado. En su primera representación, la Toribia Miranda «arrancó muchas lágrimas á las señoritas concurrentes».

Aunque Minvielle era medio francés, se consideraba tan español, que durante la última guerra de España con Chile no quiso permanecer en aquella república, y se fué á Buenos Aires, de donde no volvió hasta que se ajustó la tregua, que fué la paz sin el nombre.

Aquí casi puede decirse que termina la historia de la literatura dramática en Chile.

La mojigatería, según el Sr. Amunátegui, ha sido causa de que el teatro chileno, como fecundo ramo del español, no haya florecido todo lo que debiera.

Tres puntos toca el Sr. Amunátegui extensamente al terminar su libro, que son como síntomas de que la mojigatería va á pasar y de que el teatro va á florecer en Chile.

Estos tres puntos no son en realidad tres puntos, sino tres personas hechas y derechas, que han venido sucesivamente á prestar atractivo casi irresistible á las representaciones teatrales chilenas, á vencer la repugnancia de los timoratos, y á dar fuego á la inspiración dramática de los autores.

Fué la primera persona, en el tiempo aún del romanticismo, una gentil bailarina de Chile, llamada Carmen Pinilla, á quien apellidaban la Terpsícore araucana y la Sílfide de los Andes. Dicen que era el genio alado de la zamacueca.

Tenía otra hermana, notable también, aunque{275} no tanto. Cuando se las mentaba juntas, se las designaba con el nombre de las Petorquinas; pero la Carmen era la que se llevaba la palma.

Dos cosas consiguió esta Carmen: la primera suscitar aún una tremenda y postrera lucha entre despreocupados y timoratos, horrorizados aquéllos y entusiasmados éstos por la ágil, gallarda y hermosa bailarina, que enviaba su retrato con el anuncio de su beneficio; «para quien vestirse de gasa transparente era casi desnudarse, y que ostentaba su carne juvenil á la luz de la batería escénica ante la vista de dos mil espectadores».

El segundo triunfo fué la sumisión del baile al teatro, y la consiguiente decadencia de las chinganas, visto que el baile chileno formaba estrecha alianza con el histrionismo.

Después, ya en 1885, hay un momento solemne para el teatro de Chile. Amunátegui se entusiasma y dice: que sus jóvenes compatriotas van á sentir bullir en sus cabezas magníficas escenas; que un choque ligero hará saltar la chispa eléctrica; que una frase va á revelar una vocación ó á poner de manifiesto una aptitud; que el teatro va á florecer en Chile, y que una semilla que el viento trae de tierras remotas va á convertirse en árbol majestuoso ó en flor espléndida.

Todo este alegre y entusiasta vaticinio le produjo la llegada á Chile del actor D. Rafael Calvo con una compañía dramática en que figuraban su hermano D. Ricardo, D. Donato Jiménez y las Sras. Contreras, Revilla, Casa y Tobar.

Fueron extraordinarios los aplausos y la simpatía que ganaron en Chile los cómicos españo{276}les. Amunátegui considera á la compañía como una de las mejores y más completas que por allí habían ido, y á su director D. Rafael Calvo le llama artista eminente.

Por último, la tercera persona cuyo advenimiento á su país celebra Amunátegui, como despertadora también del ingenio dramático de los chilenos, es la célebre actriz francesa Sarah Bernhardt.

Estuvo ésta en Chile en 1886 con una compañía de representantes franceses. Las obras que representó fueron Fedora, La Dama de las camelias, Fedra, Frou-Frou, y no sé si otras.

A estas representaciones acudió muchísima gente, á pesar de ser en un idioma extraño que no es razonable exigir que en Chile conozca un numeroso público, hasta el extremo de comprender todos los primores y matices de las palabras y frases. Debe de haber, no obstante, en Chile muchos sujetos que sepan muy bien el francés, y no pocos tan aficionados á la literatura y arte dramáticos, que para comprender á fondo á la actriz leerían y estudiarían el drama antes de ir á verle representado. Lo cierto es que Sarah Bernhardt fué muy aplaudida, y perfectamente comprendida por el público y por los críticos chilenos.

No se cumplió la profecía del elegante crítico francés Julio Lemaître, quien, al despedir á la actriz, en el Journal des Débats, con la tan acostumbrada outrecuidance parisina, le dice: «Vais á exhibiros allí ante hombres de poco arte y de poca literatura, que os estimarán mal, que os mirarán con los mismos ojos que á un ternero{277} de cinco patas, y que no comprenderán vuestro talento sino porque pagarán caro el veros.»

Sin duda que en Chile pagaron caro, pero comprendieron el talento de Sarah Bernhardt sin apelar á consideraciones crematísticas y sin calentarse demasiado la cabeza, pues al cabo el talento de Sarah Bernhardt no es asunto tan embrollado y sublime que requiera cursar los boulevares de París para penetrar bien en todos sus misteriosos abismos y remontar el espíritu á todas sus sobrehumanas elevaciones.

Otro temor manifestó además Julio Lemaître, que por dicha no se ha realizado: que Sarah Bernhardt se resabiase é inficionase para agradar á los sudamericanos. Sarah Bernhardt ha vuelto á París sana y salva á pesar de la tremenda prueba. Los sudamericanos se la han restituído á Julio Lemaître artísticamente intacta y sin ningún resabio ni vicio paladino.

Julio Lemaître, lleno con esto de gratitud, casi elogia á los sudamericanos, allá á su manera; los llama candorosos, sensuales, bulliciosos y buenos; les ruega que no se enojen si los vaudevillistas parisienses los ponen á veces en caricatura. Y para consolarlos de que en París los pinten grotescos, les dice: «Las pobres niñas que, entre nosotros, viven del amor, tienen predilección hacia vosotros, porque sois generosos, y os buscan cuando venís á París.» ¿Qué más pueden, pues, desear los sudamericanos que ser buscados por estas pobres niñas, que quieren traspasarles el epíteto de pobres y quedarse sin él?

La suave longanimidad con que responde el se{278}ñor Amunátegui á las citadas impertinencias de Julio Lemaître, las pone más de realce y las hace más ridículas.

En resolución, el libro del Sr. Amunátegui, á más de ser muy ameno y de demostrar, como todos los suyos, gran discreción, mucha diligencia para allegar datos, y alta y serena imparcialidad en los juicios, nos da á conocer algo que podemos considerar como parte de nuestra total historia literaria y artística, y nos muestra y describe extensas regiones, de donde pueden venir á esta Península riquezas que acrecienten el tesoro intelectual de nuestra raza y lengua, y adonde pueden ir también nuestros artistas y nuestras obras literarias, y aun nuestros autores, como Mora y Minvielle, á ganar honra y provecho.

El viaje á la América del Sur del actor Rafael Calvo, cuya reciente y temprana muerte deploramos hoy, probó lo que valen para las artes y letras de España aquellas repúblicas. Se cuenta un rasgo de Calvo, que le honra mucho, y que voy á referir para excitar la emulación y para corroborar mis asertos. Al volver de su excursión por América, y sin ninguna obligación legal que cumplir, Calvo entregó á D. José Echegaray una buena cantidad de dinero, como producto de los dramas suyos que en aquel Nuevo Mundo español había representado, fijando para ello el mismo tanto por ciento que cobran en Madrid los autores.{279}

ÍNDICE

 PÁGINAS
Carta-dedicatoriav
Sobre Víctor Hugo1
El perfeccionismo absoluto11
Poesía argentina51
El Parnaso Colombiano121
Azul213
El Teatro en Chile239

*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 62984 ***