The Project Gutenberg EBook of Cosas de España; tomo 1, by 
Richard Ford and Enrique de Mesa

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Title: Cosas de España; tomo 1
       (El país de lo imprevisto)

Author: Richard Ford
        Enrique de Mesa

Release Date: September 1, 2018 [EBook #57828]

Language: Spanish

Character set encoding: UTF-8

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COSAS DE ESPAÑA
(EL PAÍS DE LO IMPREVISTO)

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COLECCIÓN   ABEJA

1.—El tulipán negro, de A. Dumas (con un retrato del autor).—6 pesetas.

2.—La maja y el torero, de T. Gautier (con ilustraciones de Romero Calvet).—4,50 pesetas.

3.—Emelina, del Conde de Gobineau. (Viñetas de Alicia Rey Colaço.)—3,50 pesetas.

4.—Aventuras de un mayorazgo escocés, de R. L. Stevenson (con un retrato del autor).—5,50 pesetas.

5.—Cosas de España (El país de lo imprevisto), por Ricardo Ford. Tomo I.—5 pesetas.

6.—Cosas de España. Tomo II.—5 pesetas.

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Colección Abeja

RICARDO FORD

COSAS DE ESPAÑA
(EL PAIS DE LO IMPREVISTO)

Traducción directa del inglés; prólogo de

Enrique de Mesa



Jiménez Fraud, Editor

Diego de León, 5.—Madrid
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ES PROPIEDAD
QUEDA HECHO EL DEPÓSITO
QUE MARCA LA LEY

IMPRENTA DE RAFAEL CARO RAGGIO. MENDIZÁBAL, 34, MADRID

Al Índice

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PRÓLOGO

EL ciudadano inglés Ricardo Ford (1796-1858), en su libro Gatherings from Spain—que hoy, vestido a lo castellano, se da a la estampa con el título de Cosas de España (El país de lo imprevisto)—, ha mirado con limpios ojos y ha observado, perspicua y sagazmente, los paisajes, tipos, caracteres, usos y costumbres españoles.

No es nuestro propósito—clásico en los prologuistas—discernir al autor prologado el galardón único y la palma y láurea supremas entre cuantos escritores nativos y extranjeros han trasladado a las cuartillas sus impresiones de la Península. Para ello necesitaríamos haber hojeado, cuando menos, los ochocientos cincuenta y ocho relatos que el benemérito hispanista Foulché-Delbosc registra en su nutrida y bien documentada Bibliografía de viajes por España y Portugal (Revue Hispanique, {8}tomos III y IV-1-349 y 108-9)[1].

Pero sí queremos notar, sin que el elogio degenere en trasloa, su formidable potencia visiva, el relieve y plasticidad de sus descripciones, la finura de la percepción, la agudeza y gracia de su juicio y aquella noble y honrada sinceridad con que enaltece las virtudes de nuestra raza y declara y fustiga sus defectos.

Claro que una apreciación general sobre el carácter de España, dada la diversidad de sus regiones, tan distintas étnica y climatológicamente, aunque en unión secular por su política y su historia, puede conducir a errores fundamentales.

En este punto es discreto el razonamiento del alemán Víctor Aimé Huber, en sus Skizzen aus Spanien (Gotinga, 1828-30), donde, sin el artificio de una fábula mentirosa, dramatiza por manera originalísima sus recuerdos de la Península. «Según la opinión más generalizada—dice Huber—, los españoles son gente morena, de rostro sombrío, de ojos y cabellos negros; se tocan con sombreros de alas anchas; llevan redecillas y se envuelven con amplias capas pardas; son perezosos, sucios, desharrapados. Este retrato puede, en efecto, convenir a ciertas provincias; pero en otras, por ejemplo, en las provincias vascas, se buscaría inútilmente este tipo. Los vascos españoles son más bien rubios que morenos; no llevan ni sombreros de alas anchas, ni capas, ni redecillas; son, en su mayoría, activos y alegres, y, sin duda alguna, uno de los pueblos más industriosos del mundo».{9}

En justicia, no puede achacarse este vicio a Ford, tan escrupuloso, veraz y concreto en sus aseveraciones. El escritor inglés ni emplea eufemismos hipócritas, ni adulzora con expresiones molitivas la dura acerbidad del juicio. Señala con índice seguro las más enconadas llagas de la entraña española. ¿Y cómo evitar el dolor y la sangre? La sola enumeración de las materias que tratan los capítulos de este libro, basta para percatarse del interés de su relato, donde armónicamente se coordinan y sintetizan detalles y pormenores de la más varia y curiosa erudición sobre costumbres españolas.

No es Ford un viajero poltrón, ni un espíritu vulgar, siervo del prejuicio. Sabe ver, en la más desolada sequedad espiritual española, los verdinales de la poesía soterraña. A lomos de su jaca cordobesa, recorre toda España por los más ásperos y huraños caminos de herradura. Lleva colgada del arzón de la silla la bota de vino, la que luego, en el cuarto de estudio de su patria, le recuerda, con un dejo de su aroma, el rubí de fuego de Toro, el jugo áspero y peceño de la Mancha. ¡Y con qué delicioso humorismo—ironía y añoranza—la coge entre sus manos, y la acaricia, y acerca hasta sus bordes rojos los labios que aun saben de la sed española!

Al cruzar la llana manchega evoca la escuálida figura de nuestro gran loco, neta y sobria, sin paracrónicos arambeles de ópera moderna, y junto al fuego de las ventas, en el corro de arrieros y trajinantes,{10} va atesorando, para sazonar su prosa, los proloquios, adagios y sentencias de cualquier Sancho refranero y malicioso. Digamos de pasada que el paladar británico de Ford no se aviene a los quesos españoles. En este punto, nosotros, conformes en cuanto el viajero dice respecto al clero, la milicia, la política y la realeza, no podemos suscribir sus juicios, pues el sustancioso queso que encellan los pastores de la Mancha, demás de sernos gratos al gusto, evoca en nuestro espíritu aquellos sabrosos companages de nuestra novela inmortal, sin más sazón ni salsa que el hambre castellana de amo y mozo.

Uno de los comentadores ingleses de Ford, Tomás Okey, nos suministra datos muy interesantes respecto a su nacimiento, educación, cultura, y nos relata la laboriosa gestación de su obra literaria.

«Ricardo Ford—dice Okey—, que con el prosaico título de Guía del viajero en España, compuso uno de los mejores itinerarios publicados en lengua inglesa, nació en Chelsea el año 1796. Era el hijo mayor de un hombre conspicuo, sir Ricardo Ford, el amigo de Pitt, y durante algún tiempo subsecretario de Estado del Home Department, pero más conocido aún como el juez de Bow Street, que creó la policía montada de Londres. Ford pasó por todos los grados de instrucción de un inglés distinguido en una de las tradicionales «escuelas públicas» y en la Universidad; hizo en Oxford la licenciatura de Leyes, y en 1824 casó con la bella Harriet Capel, hija del{11} conde de Essex. Seis años más tarde, el estado de salud de su mujer les obligó a trasladarse a un clima templado, y en el otoño de 1830 se embarcó para Gibraltar, acompañado de «tres niños y cuatro mujeres». A los veinte días de viaje desembarcaron felizmente, y poco después se instalaba la familia en Sevilla, con intención de pasar allí el invierno. Desde esta población y desde Granada (donde se alojó entre los ruinosos esplendores de la Alhambra) hizo esos viajes a todo lo largo y lo ancho de la Península, que le dieron asunto para las páginas de su Guía y para las Notas sobre España.

«Ford era un viajero ideal. En su casa vivió siempre en una atmósfera de arte y literatura, pues su madre, Lady Ford, era una mujer de educación muy amplia y refinada; pintaba muy bien y tenía gran afición a los cuadros de todos gustos y escuelas. La colección de la familia contenía magníficos ejemplares de los maestros italianos, ingleses y holandeses, y era el encanto del joven Ricardo, que llegó a dominar el arte pictórico de manera que, de dedicar a él más atención, hubiese seguramente conseguido muchos triunfos. Algunos de los mejores dibujos de los Picturesque Sketches in Spain, de David Robert, fueron tomados del cuaderno de apuntes de Ford; cuatro de los cuadros de Telbin, en el popular «Diorama de las campañas del duque de Wellington», están inspirados en originales de Ford, y en muchos otros, repartidos en los Anales del paisaje, de aquel perío{12}do, y en ediciones del Childe Harold y de las Baladas Españolas, de Lockhart, pueden encontrarse admirables dibujos suyos. Pero, aparte de estos accidentes de su educación, Ford tenía condiciones naturales que le preparaban para ser un modelo de viajeros; poseía un oído maravilloso y gran facilidad para estudiar idiomas y dialectos; un espíritu firme y resuelto, al mismo tiempo que bondadoso y amable; una resistencia física extraordinaria y un temperamento ecuánime. Si bien es cierto que tenía todos los prejuicios religiosos y sociales de un inglés de buena familia, nunca los dejó traslucir en sus relaciones con los españoles, que, siendo especialmente sensibles al orgullo de raza, quedaban encantados con sus amables y elegantes modales y su constante cortesía, que le hacía ser igualmente bien recibido por aldeanos, nobles u oficiales rebeldes.

«La mejor prueba del notable poder de observación y asimilación que poseía Ford está en el hecho de que sólo pasó tres años en España. En diciembre de 1833 estaba de regreso en Inglaterra, y, después de una corta estancia en Exeter, donde empezó a escribir sus observaciones sobre España, se instaló con su familia en el verano de 1834 en Heavitree, una encantadora casa isabelina cerca de la ciudad, donde se dedicó a la jardinería, «entre libros y flores», dando de mano a sus trabajos literarios. La obra comenzada en Exeter no llegó a ver la luz. Hizo leer algunos capítulos a Addington, y la crítica severa de{13} éste le desanimó por completo. «Su carta—le escribía—ha dejado mi pecho sin aliento y sin tinta mi pluma». Y con renovado celo volvió a dedicarse a la jardinería.

«En 1838, un artículo publicado en Quarterly Review sobre las corridas de toros en España llamó la atención del mundo literario, y al año siguiente fué invitado a comer por John Murray, el cual le rogó que le indicara quién podría hacer una Guía de España. Ford se ofreció, por broma, a hacerlo, pero luego desistió. En 1840 volvió a relacionarse con Murray, y en septiembre de este mismo año escribía a Addington: «Voy a hacer una Guía de España para Murray». El libro debía terminarse a los seis meses, pero durante cerca de cinco años fué el goce y la pesadilla de su vida. Mr. Prothero hace un retrato maravilloso del famoso viajero, escribiendo sobre unos manchados tablones de pino, en el invernadero, cubierto de hiedra y de mirto, de la casa de Heavitree, vestido con una negra zamarra de pastor, rodeado de estantes llenos de infolios y libros en 4.^o, de pergamino, y de casilleros abarrotados de notas, que poco a poco se esparcían por encima de las sillas y por el suelo. En noviembre escribe a Addington: «La Guía va despacio; no adelanto nada, y a veces estoy tentado de dejarla». En febrero de 1841 dice: «Estoy decidido a dar un avance a la Guía, y ya tengo en prensa cuarenta páginas». En abril se lamenta de la «mala impresión y del mucho original{14} que lleva cada página». En noviembre aparece más animoso y cree que en mayo o junio siguientes estará terminada. Una quincena después está «hastiado» de la Guía, y para refrescar la imaginación vuelve a repasar la obra de Borrow Los gitanos en España[2], y da algunos consejos a su autor sobre su nuevo libro La Biblia en España. Ford era entusiasta admirador de su compatriota, y advirtió a Murray que Borrow era una mina, y que si quería coger huevos de oro, no tenía mas que poner un poco de sal en la cola de Borrow. Luego volvió nuevamente a su trabajo, y en julio de 1843 pudo escribir a Addington: «La Guía está escrita», y en enero de 1844: «La Guía está en prensa». Pasaron cuatro meses y los trabajos y molestias del autor no se vieron compensados; se queja de que «el mañana español había infectado hasta Albemarle Street». Sin embargo, el retraso no se debía a abandono. El libro pareció demasiado digresivo, y por consejo de Addington hubo que variar todo, y el pobre Ford sufrió una pérdida de quinientas libras esterlinas. En diciembre de 1844 tenía corregidas 64 páginas, y en febrero de 1845 escribe a su amigo y confidente: «Estoy decidido a rehacer por completo la Guía, omitiendo todo lo relativo a discusiones políticas, militares y religiosas y sin hacer mención de nada desagradable, y hacerlo{15} sólo suave y atractivo». Finalmente, en el verano de 1845 apareció una obra en dos volúmenes, 1.064 páginas en total, titulada Guía para los viajeros en España y los lectores de nuestra patria. A pesar de su extensión y de su alto precio, se vendieron 1.389 ejemplares en tres meses, y Borrow, Prescott, Lockhart, y otras eminencias literarias, alabaron la obra con gran entusiasmo. Parte de las cuartillas suprimidas en la Guía, convenientemente aderezadas y unidas a algunos pasajes de ésta, se publicó en 1846, con el título de Notas sobre España, por el autor de la Guía de España, entresacadas en especial de esta obra y aumentadas notablemente. Este libro tuvo también un gran éxito, y Ford pudo escribir a Addington: «He ganado doscientas diez libras con un trabajo hecho en dos meses». Entonces se rehizo por completo la Guía, y en 1847 se publicó nuevamente, reducido a un solo volumen de 645 páginas. Aun se hizo otra tercera edición más compendiada en 1855, tres años antes de la muerte de su autor. En el British Museum existe una copia de la primitiva Guía, con una nota de puño y letra de Ford, que dice: «De esta edición sólo existen veinte ejemplares, y yo sólo he dado cinco, uno de ellos éste. Octubre de 1846».

A los jaleadores de un falaz casticismo que se basa en la perduración de la rutina, la pobreza y la cerrilidad nacionales, les escocerán algunos de los latigazos del viajero inglés, cuya visión, menos alborotada y colorida que la de los franceses, pero, sin duda,{16} más sagaz y verídica, no se detiene en la haz de las cosas, sino que penetra hasta los entresijos de la psicología hispana.

¡Triste sino el de España, esclava acariciadora de su propia laceria por miedo al lancetazo! ¡Aciaga suerte la suya, condenada a sufrir a sus explotadores, que se abroquelan en las palabras representativas de las ideas y sentimientos más caros a sus nativos! La patriotería empercalinada y de bullanga, la contumacia lugareña, prorrumpen en un «¡viva España!» sin sentido, siempre que un bien intencionado observador o pensador, propio o extraño, luego de estudiar nuestras costumbres, nota los errores y lacras.

Con el cegador señuelo del patriotismo, la turba parasitaria y cínica, que realiza sus logros a favor del desbarajuste político y del caos administrativo, deslumbra a la muchedumbre de papanatas, esclavos de su propia ignorancia.

Cuando los españoles de esta laya flamean el punto de la honra, a buen seguro que tratan de celar, encubrir o cohonestar una acción deshonrosa; cuando las Cortes celebran alguna de las mal llamadas sesiones patrióticas, en que conviven y se aúnan los que desgobiernan o aspiran a desgobernar el país, sin duda lo que allí se acuerda contribuye a la ruina material o moral de la patria...

Quien esto escribe, español del siglo XX, ha recorrido, lleno de amor a España, llanos y sierras de su tierra vernácula por polvorientos caminos reales y{17} angostas veredas de cabreros; ha padecido sed, frío y hambre en las ventas de los páramos y en los míseros e inhóspites burgos y aldeorrios de Castilla; ha admirado, como Ford admiraba, la honrada condición, la cortesía hidalga, la caballerosidad de los terrazgueros españoles; ha llorado calladamente ante las piedras rotas y las almas muertas...

Quizá por lo mismo pueda suscribir conscientemente lo que anotara un viajero inglés allá por los años de 1830.

Enrique DE MESA

{18} 

{19} 

A LA

HONORABLE MRS. FORD

dedico estas páginas, que tan amablemente
ha leído y aprobado, con
la esperanza de que sigan su ejemplo
otras bellas lectoras.

Su amantisimo esposo y servidor,

Ricardo Ford.

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{21} 

PREFACIO

Muchas señoras, algunas de las cuales incluso proyectan un viaje por España, se han dignado significar al editor su sentimiento porque la Guía estuviese impresa en una forma que hacía molesta y difícil su lectura. El autor, al tener noticia de esta señalada fineza, se ha apresurado a someter a la indulgencia de sus lectoras algunos extractos y trozos escogidos que puedan poner de manifiesto el carácter y las costumbres de un pueblo por todo extremo interesante, y más en estos momentos, en que de nuevo ve amenazada su existencia por un vecino astuto y agresivo.

Al arreglar estos trozos para enviarlos a la imprenta, ha habido necesidad de añadir algo que supliese lo que se omitía; pero con objeto de no hacer demasiado pesada la narración, el autor ha aligerado el libro de mucho aparato científico, y no ha vacilado en echar por la borda a Estrabón y aun al mismo San{22} Isidoro. El progreso está a la orden del día en España, y su marcha es tanto más rápida cuanto mayor era su atraso con relación a otras naciones. Puede decirse que el país se halla en un período de transición y que el ayer deja su sitio al mañana. La inexorable marcha de la inteligencia europea aplasta muchas flores naturales que, sin otro mérito que su color y su aroma, han de verse arrancadas de raíz antes de que se construyan las fábricas de hilados y se cambien los cultivos. Muchos rasgos típicos de trajes y de costumbres van ya desapareciendo: ¡ya se han ido los frailes y, ¡ay!, las mantillas también se están yendo!

Con los cambios ocurridos últimamente, muchas cosas y muchos sitios que aquí se presentan al público serán pronto objeto de curiosidad histórica y arqueológica. Los trozos reunidos en este libro no se incluirán en la próxima edición de la Guía, a la que estas páginas pueden servir de complemento; su principal objeto ha sido proporcionar un rato de entretenimiento y de instrucción a los que permanecen en su hogar, y si el intento es acogido favorablemente por las bellas lectoras, el autor soportará con resignación verdaderamente española cualquier género de censuras que tengan a bien descargar sobre él los barbudos críticos de aquende o allende el mar.{23}

Capítulo primero.

El reino de España, que aparece tan compacto en el mapa, se compone de varias regiones distintas, cada una de las cuales formó un reino independiente en tiempos pasados; y a pesar de que ahora están unidas por matrimonios, herencias, conquistas y otras circunstancias, las diferencias originales, tanto geográficas como sociales, continúan sin alteración. La lengua, trajes, costumbres y carácter local de los habitantes son tan varios como el clima y las producciones del suelo. Las cadenas de montañas que atraviesan toda la Península y los profundos ríos que separan algunas partes de ella han contribuído durante muchos años, como si fuesen murallas y fosos, a cortar la comunicación y a fomentar la tendencia al aislamiento, tan común en los países montañosos, donde no abundan los buenos caminos y los puentes. Una circunstancia semejante hizo que el pueblo de la antigua Grecia se dividiese en pequeños{24} principados, tribus y familias. Asimismo, en España, el hombre de una comarca, siguiendo el ejemplo de la Naturaleza de que está rodeado, tiene poco de común con el de la comarca vecina; y estas diferencias se han aumentado y perpetuado por los antiguos celos y las inveteradas malquerencias que han persistido tenazmente en regiones pequeñas y contiguas.

El término general «España», conveniente para geógrafos y políticos, parece hecho para despistar al viajero, pues sería muy difícil afirmar una cosa por sencilla que fuese de España o los españoles que pudiera ser aplicable a todas sus heterogéneas partes. Las provincias del noroeste son más lluviosas que Devonshire, mientras que las llanuras del Centro son más secas que los desiertos de Arabia, y los litorales del Sur y Levante semejan totalmente a Argelia. El rudo agricultor gallego, el industrioso artista catalán, el alegre y voluptuoso andaluz, el taimado y vengativo valenciano, son tan esencialmente distintos entre sí como otros tantos personajes de una mascarada. Será más conveniente en todo caso al turista estudiar cada provincia aislada y analizarla en detalle, prosiguiendo las observaciones de sus particularidades, sus características sociales y naturales o la idiosincrasia de cada región, en particular, que la distingue de sus vecinas. Los españoles que han escrito su geografía y estadísticas, los cuales, lógicamente pensando, habrán de conocer perfectamente su país y sus instituciones, han encontrado{25} prudente admitir este sistema, teniendo en cuenta la imposibilidad de tratar a España (donde la unidad no es unión) como un conjunto.

No hay rey de España: entre la infinidad de reinos que aparecen en las listas, el de «España» no figura: consta Rey de las Españas, Rex Hispaniarum, no Rey de España. Felipe II, llamado por sus conterráneos el Prudente, deseando unir a sus heterogéneos súbditos, después de consolidar su dominio con la conquista de Portugal, trató de llamarse rey de España, como en realidad era; pero esta alteración no estuvo al alcance de su despotismo, por oponerse a ella resueltamente Aragón y Navarra, que nunca perdieron la esperanza de sacudir el yugo de Castilla y recobrar su antigua independencia, mientras que las provincias de la vieja y la nueva Castilla rehusaban comprometer en modo alguno su derecho de preeminencia. Estas provincias, antiguamente como ahora, tomaron la primacía en la nomenclatura: castellano es sinónimo de español y de la cepa más genuina. Castellano a las derechas significa ser español hasta la médula; hablar castellano es la expresión más correcta para decir que se habla español. España estuvo mucho tiempo sin la ventaja de una metrópoli fija como Roma, París o Londres, que han sido capitales desde su fundación, y reconocidas y consideradas como tales. En España han sido capital León, Burgos, Toledo, Sevilla, Valladolid y otras. Este cambio constante y la preeminencia poco duradera ha con{26}tribuído a hacer insignificante la superioridad de una provincia sobre otra, y ha sido causa de una debilidad nacional que ha originado rivalidades y disputas por el derecho de prioridad, fuente la más copiosa de discusiones en un pueblo de reconocida suspicacia. De hecho, el Rey es el Estado, y dondequiera que se instale allí está la Corte, palabra sinónimo de Madrid, que pretende ser la única residencia del soberano—Die Residenz, como dirían los alemanes—. Comparada con las ciudades mencionadas anteriormente, es una población moderna que, no teniendo obispo[3] o catedral, como algunas provincias antiguas, que tienen incluso dos, no ha alcanzado el título de ciudad, sino el de villa. En momentos de peligro nacional ejerce poca influencia sobre la Península; al mismo tiempo, por ser la residencia de la Corte y del Gobierno, y por lo tanto el centro del favoritismo y de la moda, atrae a todos aquellos individuos que aspiran a hacer fortuna; pero la capital es presa de las ambiciones más bien que de los afectos de la nación. Los habitantes de las provincias creen de buena fe que Madrid es la Corte mayor y más rica del mundo, pero su corazón permanece fiel a sus respectivas regiones. Mi paisano no quiere decir español, sino andaluz, catalán, etc. Cuando se pregunta a un español: ¿de dónde es usted?, suele contestar: Soy hijo de Murcia, de Granada, etcé{27}tera. Algo semejante a los «hijos de Israel» y al «Beni» de los moros españoles. Hoy también los árabes de El Cairo se llaman hijos de tal ciudad: Ibn el Musr, etc.; asimismo los irlandeses se titulan «hijos de Tipperary», etc., y están dispuestos a pelearse con todos los que no son del mismo origen; y cosa parecida es la unión de los escoceses, que en realidad existe en todas partes, pero no tan extendida como en España, donde el ser de la misma provincia o ciudad crea una especie de masonería que une a sus individuos como compañeros de escuela. En realidad es un hogar (home) movido por las mismas pasiones. Todos sus recuerdos, sus comparaciones, sus elogios se refieren siempre al lugar de su nacimiento; nada para ellos puede rivalizar con su provincia: ésta es su única patria. La Patria, que significa España entera, es un motivo de declamación, de hermosas frases, palabras, a las que, como los orientales, todos gustan de entregarse, y para las que su idioma grandilocuente les presta facilidad; pero su patriotismo es de parroquia, y la propia persona es el centro de gravedad de todo español. Como los alemanes, gustan de cantar y declamar en honor de la Patria. En ambos casos la teoría es espléndida; pero en la práctica, cada español piensa que su provincia o su pueblo es lo mejor de España y él el ciudadano más digno de atención. Desde tiempos muy remotos hasta el presente a todos los observadores les ha sorprendido este localismo, considerándolo como uno de los ras{28}gos característicos de la raza ibera, que nunca quiso uniones, que jamás, como dice Estrabón, puso juntas sus escuelas, ni consintió en sacrificar su interés particular en aras del bien general; por el contrario, en momentos de necesidad siempre ha propendido a separarse en juntas diversas, cada una de las cuales sólo piensa en sus propias miras, totalmente indiferente al daño ocasionado, que debería ser la causa de todos. El peligro y el interés general apenas logran reunirlos, pues la tendencia de todos es más bien huírse que atraerse unos a otros. Alejado el enemigo común, inmediatamente vienen a las manos, sobre todo si hay botín que repartir; apenas alguna vez, como sucede en Oriente, la energía de un hombre puede unir las voluntades sueltas con la fuerza de hierro de una inteligencia privilegiada, como el aro sujeta las duelas de un tonel; pero apenas el aro se afloja, se desunen aquéllas. De este modo se ha neutralizado la virilidad y vitalidad del noble pueblo, que tiene un corazón honrado y miembros fuertes, pero, como en la parábola oriental, necesita «una cabeza» que dirija y gobierne. España es hoy, como siempre ha sido, un conjunto de cuerpos sostenidos por una cuerda de arena, y, como carece de unión, tampoco tiene fuerza y ha sido vencida en grupos sueltos. La frase tan traída y llevada de Españolismo expresa más bien la «antipatía a un dominio extranjero» y el «orgullo» de los españoles—españoles sobre todos—, que un patriótico y verdadero amor a su país, a pesar de que{29} coloca sus excelencias y superioridad muy por encima de las de otro cualquiera. Esta opinión está expresada muy gráficamente por uno de esos expresivos proverbios que, en España más que en parte alguna, son el reflejo del sentir popular: Quien dice España dice todo. Un extranjero encontrará esto, quizá, demasiado exclusivo y general, pero hará bien en no expresar dudas sobre este asunto, si no quiere ser considerado por todos los indígenas como una persona envidiosa, desconfiada o ignorante o, probablemente, las tres cosas juntas.

La debilidad nacional en España, decía el duque de Wéllington, es alardear de su fuerza. Cada partícula infinitesimal de lo que constituye nosotros, como dicen los españoles, hablará de su país como si aún sus ejércitos fuesen conducidos a la victoria por el poderoso Carlos V o los Consejos estuviesen gobernados por Felipe II en lugar de Luis-Felipe. Ventura grande fué, ciertamente, según un predicador español, que los Pirineos ocultasen a España cuando el Malo tentó al Hijo del Hombre con la oferta de todos los reinos del mundo y su gloria. Bien es cierto que esto se practicaba en la ignorante época medieval, pero pocos peninsulares, aun en estos tiempos, dejarían de estar conformes con la consecuencia. No hace muchos días que un extranjero contaba en una tertulia la muy conocida anécdota de la nueva visita de Adán a la tierra. El narrador explicaba cómo nuestro primer padre al aparecer en{30} Italia quedó perplejo y sorprendido; cómo al cruzar los Alpes para ir a Alemania no encontró nada que pudiese comprender; cómo las cosas se le presentaron más obscuras y extrañas en París, hasta que al llegar a Inglaterra se halló completamente perdido, confuso y sin brújula, incapaz de hacer ni comprender nada. España era el sitio que le faltaba: allá se fué, y con gran satisfacción suya se encontró como en su propia casa; tan poco habían cambiado las cosas desde que se ausentó del mundo, mejor dicho, desde que el sol de la creación alumbrara a Toledo. Terminado el cuento, un distinguido español que estaba presente, un poco picado por el tono de guasa del narrador, contestó con anuencia de todos los contertulios: Sí, señor, Adán tenía razón; España es el Paraíso. Y, en realidad, este caballero, digno y entusiasta, no estaba equivocado, a pesar de que, según la afirmación de no pocos compatriotas suyos, hay algunas comarcas cuyos habitantes no están limpios, ni mucho menos, del pecado original; así, por ejemplo, los valencianos suelen decir de su deliciosa huerta: Es un paraíso habitado por demonios. Asimismo, Murcia, país rebosante de leche y miel, donde Flora y Pomona disputan el premio a Ceres y Baco, tiene, según los naturales, el cielo y el suelo buenos; el entresuelo, malo.

Otra anécdota podrá determinar el sentir del país del mismo modo que una paja arrojada al aire señala la dirección del viento. Thiers, el gran historiador,{31} en su reciente viaje por la Península pasó unos días en Madrid. Siendo su inteligencia, como diría un lógico, de forma más subjetiva que objetiva, esto es, más sencilla a la consideración del ego y todo lo relacionado con él que a lo ajeno a su persona, durante su estancia en Madrid no se ocupó nada de la capital, lo mismo que hiciera en Londres en una excursión semejante. «Mirad, dijeron los españoles, a ese gabacho; no se atreve a quedarse ni a levantar los ojos del suelo, en este país cuya gran superioridad hiere su vanidad nacional y personal». La cosa no tiene nada de extraño. Hay en Castilla la Vieja un dicho antiguo que reza: Si Dios no fuese Dios, sería rey de las Españas, y el de Francia, su cocinero. Lope de Vega, sin renegar de estas pretensiones paradisíacas, tiene más consideración para Inglaterra. Su soneto en la romántica excursión a Madrid dice:

«Carlos Stuardo soy.
Que, siendo amor mi guía,
al cielo de España voy,
por ser mi estrella María».

Debe recordarse que la Virgen, cuyo nombre llevaba esta infanta, es considerada por los españoles como la luz más brillante y la única reina del cielo.{32}

Capítulo II.

Siendo España el país más meridional de Europa, es muy natural que los que nunca han estado en él y que en Inglaterra critican a los que han estado, se figuren que su clima es más benigno que el de Italia o Grecia. Muy distinta es la realidad. Algunas costas y llanuras resguardadas de las provincias del Mediodía y Levante son ciertamente templadas en invierno y sufren los rigores de un sol africano en el estío; pero las comarcas del Norte y del Oeste son húmedas y lluviosas la mayor parte del año, mientras que el centro es, o frío y triste, o asoleado y azotado por el viento: ha habido inviernos tan crudos en Madrid que hasta se ha helado algún centinela, y con mucha frecuencia se interrumpe la comunicación entre las dos Castillas a causa de la nieve que se acumula en los puertos. Por esta causa, a todo el que intenta viajar por la Península se le advierte que debe hacer su itinerario previamente y{33} determinar las regiones que ha de visitar en cada una de las estaciones del año, con objeto de evitar los inconvenientes que resultarían de visitarlas en época poco apropiada.

Una ojeada a un mapa de Europa dará más clara idea de la situación de España respecto a los demás países que muchas páginas impresas; y ésta es una ventaja que cualquier niño de la escuela le lleva a los Plinios y Estrabones de la antigüedad; los antiguos se conformaban con comparar la forma de la Península a una piel de vaca, semejanza que en realidad no está mal hallada. No cansaremos a los lectores con detalles de longitud y latitud, pero sí mencionaremos que la superficie total de la Península (incluyendo Portugal) es de unas 19.000 leguas cuadradas, de las cuales algo más de 15.500 corresponden a España; ésta, pues, resulta casi dos veces mayor que las Islas Británicas y solamente una décima parte más pequeña que Francia; la línea de costa está calculada en unas 750 leguas. Este aislado y compacto territorio, habitado por una raza fuerte, hermosa, guerrera, hubiera debido competir con Francia en poder militar, al mismo tiempo que su posición entre los dos grandes mares, dueños del comercio del viejo y el nuevo mundo, su extensa línea de costas, llenas de bahías y puertos, le ofrecía todas las ventajas para poder rivalizar con Inglaterra en empresas marítimas.

La Naturaleza ha proporcionado salidas para las infinitas producciones de un país, que es rico tanto{34} en lo que puede hallar en la superficie como en las entrañas de la tierra, porque las minas y canteras contienen gran cantidad de preciosos metales y mármoles, desde el oro al hierro y desde el ágata al carbón. Su fértil suelo y el clima tan variado permite cultivar los productos de la zona templada a la tropical: así en Granada, la caña de azúcar y el algodonero se muestran lujuriantes de verdura al pie de los montes, cubiertos eternamente de nieve, ofreciendo un ancho campo al botánico, el cual puede ascender por zonas y estudiar sucesivamente toda la variedad de capas vegetales, desde la planta de estufa, que crece al aire libre, hasta el duro liquen. Se necesita, en verdad, una fuerza enorme de apatía y mal gobierno para neutralizar la abundancia de cualidades con que la Providencia ha favorecido pródigamente a este país, el cual, bajo la dominación de los romanos y de los árabes, semejaba un Edén, un jardín exuberante y delicioso, cuando, según las palabras de un autor, no había nada baldío ni estéril—nihil otiosum, nihil sterile in Hispaniá—. Este aspecto ha cambiado notablemente; y ahora la masa de la Península ofrece un aspecto de abandono y desolación moral y física que entristece el ánimo; la naturaleza, así como la inteligencia del hombre, han sido empequeñecidas y reducidas, o se han abandonado, y su fertilidad natural ha desbordado en hierbas inútiles, de las cuales se ven más que en ningún país del mundo, o sus energías han sido mal dirigidas y la capacidad para el{35} bien se ha convertido en la misma fuerza para el mal; pues aquí, como en todas partes, la altivez y la pereza son llaves de pobreza.

La geología de España es muy peculiar y distinta de la de otros países; es casi una montaña o una aglomeración de montañas, como han tenido ocasión de comprobar nuestros compatriotas que han tomado parte en la construcción de ferrocarriles.

Desde la orilla del mar comienza a elevarse hacia el interior, y en la parte central llega a haber mesetas más altas que en ningún otro país de Europa, pues fluctúan entre 2 y 3.000 pies sobre el nivel del mar, y aun desde estas altas llanuras se elevan cadenas de montañas que alcanzan alturas mucho mayores. Madrid, que se halla situado en una de estas mesetas, está a 2.000 pies sobre el nivel de Nápoles, población colocada en la misma latitud. La latitud de Madrid es de 59°, mientras que la de Nápoles es 63° 30´, debiendo atribuírse la diferencia de clima y la que existe en la producción vegetal de las dos capitales a la distinta elevación de ambas. Frutas que se dan en las costas de Provenza y en Génova, situada cuatro grados más al norte que una gran parte de España, rara vez se encuentran en el elevado interior de la Península; en cambio, en las zonas marítimas bajas y asoleadas se da perfectamente toda la vegetación tropical. El aspecto general montañoso de la costa es casi el mismo en el circuito que se extiende desde las Provincias Vascongadas al Cabo de Finisterre, y{36} ofrece notable contraste con las llanuras secas que se extienden de Cádiz a Barcelona, las cuales se suelen asemejar mucho en las producciones: higos, naranjas, granadas, áloe, algarroba y otras que crecen en profusión en todas ellas, excepción hecha de aquellos sitios en donde las montañas bajan rápidamente hasta el mar mismo. También las comarcas centrales, formadas por llanuras y estepas: parameras, tierras de campo, secanos, son muy semejantes entre sí, lo mismo en su aspecto monótono y pelado y la escasez de frutas y bosques, que en la abundancia de cereales.

Los geógrafos españoles han dividido la Península en siete cordilleras diferentes, comenzando por los Pirineos y terminando por la bética o andaluza: estas cordilleras o cadenas de cumbres se elevan desde las llanuras intermedias que fueron antaño las hoyas de los lagos internos, hasta que las aguas acumuladas rebosando los obstáculos que las oprimían se abrieron camino hacia el Océano. La inclinación del país es de este a oeste, y, por lo tanto, los ríos más caudalosos, que forman los desagües y las principales vertientes de la mayor parte de la superficie, desembocan en el Atlántico; su curso está en dirección transversal y casi paralela: el Duero, el Tajo, el Guadiana y el Guadalquivir corren hacia su desembocadura entre sus distintas cordilleras. Las fuentes de estos ríos principales están situadas en la línea longitudinal de montañas que desciende, atravesando toda la Península, inclinándose más bien a la costa este que{37} a la oeste. Por esta causa el curso de estos ríos es muy largo, sobre todo comparándolo con el Ebro, que desemboca en el Mediterráneo.

El geógrafo árabe Alrasi fué el primero que consideró la diferencia de clima como la regla para dividir la Península en distintas comarcas; y algunas autoridades modernas, poniendo en práctica la idea, han trazado una línea imaginaria, nordeste al sudoeste, separando así la Península en parte norte o boreal y templada, y parte sur o tórrida, y subdividiendo éstas en cuatro zonas. No es esta división en modo alguno arbitraria, por cuanto no puede estar sujeto a capricho o equivocación lo que se basa en pruebas derivadas del mundo vegetal: las costumbres pueden hacer al hombre, pero sólo el sol modifica la planta; el hombre llegará por las necesidades sociales a convertirse en una masa dúctil, pero los elementos no podrían nunca civilizarse: la Naturaleza no puede hacerse cosmopolita, lo que el cielo no permita.

La primera de las zonas norte es la cantábrica, o europea, que se extiende a lo largo de la base de los Pirineos y comprende parte de Cataluña y Aragón, Navarra, las Provincias Vascongadas, Asturias y Galicia. Es la región más húmeda, y como el invierno es largo, y la primavera y el otoño lluviosos, sólo debe visitarse en verano. Se compone de colinas y cañadas, atravesadas por multitud de riachuelos y arroyos abundantísimos en pesca, los cuales riegan los prados, ricos en pastos. Los valles constituyen la{38} comarca lechera de España, que ahora se mejora mucho, mientras que los montes encierran los mejores bosques de la Península. En algunos sitios apenas se produce el trigo; en cambio, otros son abundantes en cereales; también se fabrica la sidra y un vino corriente. Es una región habitada por una raza fuerte, independiente y rara vez vencida, ya que la naturaleza del país ofrece medios naturales de defensa: con un ejército pequeño sería inútil intentar la conquista, y uno numeroso no hallaría elementos de subsistencia en las comarcas hambrientas.

La segunda zona es la ibérica o de Levante. En su parte marítima, es más asiática que europea, y sus habitantes de las clases bajas tienen mucho del carácter griego y cartaginés: son falsos, crueles y traidores, al mismo tiempo que vivos, ingeniosos y aficionados a los placeres. Esta zona comienza en Burgos, y la integran el mediodía de Cataluña y Aragón, con algo de Castilla, Valencia y Murcia. La costa debe visitarse en primavera y otoño, épocas en que es verdaderamente deliciosa. En verano es demasiado caliente y está infestada de millones de mosquitos. La parte de cerca de Burgos es de las más frías de España, y en ella el termómetro alcanza temperaturas mucho más bajas que en los sitios más fríos de nuestro país; como al mismo tiempo no tiene gran cosa para llamar la atención del viajero, será bueno abstenerse de visitarla, excepto en los meses de riguroso verano. La población es seria, sobria y castellana. Su ele{39}vación es muy considerable; el valle superior del Miño y algunos lugares de Castilla la Vieja y de León están situados a más de 6.000 pies sobre el nivel del mar y la nieve dura muchas veces en ellos más de tres meses.

La tercera zona es la lusitana u occidental, que es la mayor de todas y comprende algo de España y Portugal. El interior de esta zona, principalmente las provincias de las dos Castillas y la Mancha, en la condición del suelo, así como en la moral de sus habitantes, presenta el punto de vista menos favorable de la Península. Estas estepas interiores están calcinadas por el sol en verano y muy castigadas por las tempestades y el viento en invierno. La total carencia de árboles, setos y cercas expone sus extensas e indefensas llanuras a la inclemencia de los elementos. Miserables casas de barro, desperdigadas aquí y acullá en la desolada planicie, proporcionan un mezquino hogar a una población pobre, orgullosa e ignorante; pero estas comarcas, que tan poco tienen en sí de agradable y de provechoso para el viajero, se avaloran con algunos sitios y ciudades de tan gran interés, que nadie que trate de conocer España puede pasarlas por alto. Las mejores épocas de visitar esta parte de España son mayo y junio, o septiembre y octubre.

Los distritos más occidentales de esta zona lusitana no son tan desagradables. En la parte alta abunda el acebo y el castaño, y en las llanuras se dan mag{40}níficas cosechas de trigo y muy exquisito vino tinto. La meseta central, muy semejante a la de Méjico, constituye cerca de la mitad del área de la Península. La particularidad del clima es la sequedad; no es, sin embargo, malsano, y se ve libre del paludismo, muy frecuente en las llanuras bajas, en los terrenos pantanosos y en los arrozales de Valencia y Murcia.

Las lluvias son tan escasas en esta comarca, que la cantidad anual de agua no pasará de tres pulgadas. Donde menos llueve es en la región montañosa de Guadalupe y en las mesetas altas de Cuenca y Murcia: en ellas se pasan ocho y nueve meses del año sin caer una sola gota. Las tormentas apenas hacen sentar el polvo, pues la humedad se seca más pronto que las lágrimas de una mujer. La superficie de la tierra está tostada, atezada, seca como una verdadera terra cotta; todo semeja muerto y quemado en una pira mortuoria. Parece milagroso que el germen de la vida se conserve en la hierba cuando se ve marchita y muerta, y, sin embargo, apenas empieza a llover, brota la vegetación, cual nuevo ave fénix, de las cenizas, lujuriante de vida. Las simientes caídas en el suelo germinan alfombrando el desierto de verdura, alegrando la vista con flores y embriagando los sentidos con su perfume. La tierra, agrietada y seca, absorbe con fruición la lluvia, y despertando después, como un gigante que refresca con vino, desarrolla todas sus fuerzas. Y de lo que es la vegetación en los sitios en que la humedad se combina con el gran{41} calor, no puede darse idea el que haya vivido siempre en países de sol tibio. Los períodos de lluvias suelen ser en invierno y primavera, y cuando son abundantes se producen toda clase de granos y uvas. Los olivares sólo se encuentran en pocas regiones.

La cuarta zona es la bética, que es la más meridional y africana; costea el Mediterráneo, apoyándose en el pie de las montañas que se elevan a su espalda y forman la masa de la Península. Esta barrera constituye una protección contra los vientos fuertes que barren la región central. Nada más emocionante que descender desde las mesetas altas hasta las fajas marítimas; en pocas horas cambia por completo el aspecto de la Naturaleza, y el viajero pasa de la vegetación y el clima de Europa al de Africa. La característica de esta región es una atmósfera abrasadora y seca durante una gran parte del año. Los inviernos son cortos y benignos, más bien lluviosos que fríos, pues en los valles del Mediodía apenas si se conoce el hielo, como no sea en los helados; la primavera y el otoño son deliciosos, sobre toda ponderación. La mayor parte del cultivo es de regadío, sistema establecido por los árabes de una manera muy perfecta. El agua, con este sol abrasador y vivificante, es en realidad la sangre de la tierra y sinónimo de fertilidad. Las producciones son tropicales: caña de azúcar, algodón, arroz, naranja, limón, dátiles. El algarrobo y la adelfa son considerados como vegetación limítrofe{42} entre esta tierra caliente y las regiones más frías porque está circundada.

Tales son las divisiones geográficas de la naturaleza con la cual tan íntimamente unidas están las producciones vegetales y animales; ahora entramos más de lleno a estudiar el clima de España, del cual están tan orgullosos los españoles como si lo hubieran hecho ellos mismos.

Esta zona bética, Andalucía, de la que forman parte muchas de las más interesantes ciudades y algunos de los lugares más bellos de la Península, debe ser objeto de preferencia para el viajero, y cada una de sus bellezas, considerada particularmente, abarca una gran extensión de variadas perspectivas y objetos, y, por lo tanto, como es accesible fácilmente, puede ser visitada durante la mayor parte del año. El invierno puede pasarse en Cádiz, Sevilla o Málaga; el verano, en las frescas sierras de Ronda, Aracena o Granada, siendo, sin embargo, preferibles siempre los meses de abril, mayo y junio, o septiembre, octubre y noviembre. Los que vayan en primavera deben reservar junio para las montañas; los que hagan el viaje en otoño deberán comenzar por Ronda y Granada, terminando por Sevilla y Cádiz.

España, como ya se ha dicho, es una montaña o, mejor dicho, un conjunto de montañas, porque las líneas principales y las secundarias están todas ellas unidas más o menos y descienden serpenteando a través de la Península con una inclinación marcada{43} hacia el oeste. La Naturaleza, dislocando de este modo el país, parece haber iniciado, mejor aún, impuesto a los habitantes el localismo y el aislamiento, pues encontrándose en sus valles y pueblos completamente incomunicados con sus vecinos, es inútil que se les induzca a sostener relaciones de amistad.

La comunicación interior de la Península, dividida por cordilleras, se lleva a efecto por carreteras bastante buenas, pero pocas y distantes unas de otras. Están constituídas salvando los accidentes demasiado penosos del terreno, procurando que vayan por los sitios en que el declive es menor y las pendientes menos rápidas. Estos pasos entre montañas se llaman puertos (portæ-puertas). Hay sendas y veredas que unen entre sí varios puntos de la cordillera; pero suelen ser difíciles y peligrosos, y como en ellos no hay ventas, ni cruzan por pueblos, resultan más propios para contrabandistas y bandidos que para ciudadanos pacíficos, siendo por lo tanto, el mejor camino y el más corto, la carretera.

Las montañas españolas tienen generalmente un carácter triste y áspero, no exento de grandeza; las alturas están, por lo común, cubiertas de nieve, que brilla con el sol haciendo recortarse sobre el fondo azul del cielo la silueta escarpada y dentellada de las desnudas lomas; rara vez están cubiertas de bosque. Las masas graníticas se elevan sobre los verdes valles o los amarillos sembrados, semejando los castillos de un señor feudal, dueño de todo lo que está a{44} sus pies, pero demasiado orgulloso para descender a tener nada de común con ello. Para ver estas montañas sin perder detalle de su forma, las mejores horas son a la salida y a la puesta del sol, pues durante el día los rayos verticales borran los contornos alejando las sombras.

Desde la costa se eleva el terreno directamente en las provincias del Noroeste y de algunas del Sur y de Levante hasta una faja intermedia seca y prominente; pero al terminar la ascensión no hay bajada propiamente dicha, sino que se encuentra el viajero en una vasta altiplanicie. Los caminos, aparentemente, tienen subidas y bajadas; pero, en realidad, no varía gran cosa la altura media; las llanuras y colinas interiores son ondulaciones de una misma montaña.

El viajero se engaña muchas veces por el bajo nivel aparente de las montañas nevadas, como el Guadarrama; y es que hay que añadirles la gran elevación de sus bases sobre el nivel del mar. El palacio del Escorial, emplazado en una especie de llano al pie mismo del Guadarrama, está situado a 2.725 pies sobre Valencia; y la residencia veraniega de los reyes en La Granja, en la misma cordillera, está 30 pies más alta que la cima del Vesubio. Esto, en verdad, es un castillo en el aire, un château en Espagne, digno del mayor potentado de Alemania, que es la dueña de aquel elemento, como Inglaterra lo es del mar.

La temperatura media de la meseta central de Es{45}paña es de 15° Reaumur, mientras que la de la costa llega a 18 ó 19°, aparte de la protección contra los vientos fríos que le proporciona las montañas que la guardan.

No se engaña menos el viajero que con la altura de las montañas interiores, con las campiñas y mesetas llanas. La vista alcanza un vastísimo espacio limitado por el horizonte o por una línea lejana de sierra; este espacio, que parece un desierto plano, está interrumpido por profundos barrancos, en los cuales se agrupan algunos pueblos y corren arroyos completamente inadvertidos. Otro efecto digno de tener en cuenta de esta planicie central es la completa oquedad y el enrarecimiento del aire, que suele ser muy perjudicial para los extranjeros; la puesta del sol, que es muy tentadora en un país cálido, produce fácilmente oftalmías, irritaciones intestinales e inflamaciones y trastornos pulmonares y de otros órganos vitales. Estas causas pueden producir la pulmonía, enfermedad que en pocos días acaba con el individuo y que es la plaga de Madrid. El viento helado del Guadarrama sorprende al incauto en las encrucijadas de las calles que arden bajo un sol abrasador. ¿Es de extrañar, pues, que esta capital sea tan malsana? Una persona que da un paseo higiénico, cruza con los poros abiertos por una cámara frigorífica viniendo de una estufa, se resfría, y el resfriado presenta al médico español, quien, a su vez, no tarda en presentar al funerario.{46}

Como los Pirineos ofrecen un interés europeo en estos momentos en que el Napoleón de la paz pretende anular su existencia, que retó a Luis XIV y a Buonaparte, no estará de más dar algunos detalles acerca de ellos. Esta barrera gigantesca que separa España de Francia tiene semejanza con el espinazo que baja de Tartaria y Asia. Se extienden mucho más allá de la cadena transversal, pues las montañas de las Provincias Vascongadas, de Asturias y Galicia, son continuación suya. Los Pirineos, propiamente dichos, van de este a oeste en una extensión aproximada de 270 millas, alcanzando las mayores proporciones en las partes centrales, donde el ancho tiene hasta 60 millas y la altura excede de 11.000 pies. Las estribaciones de este espinazo atraviesan por ambos lados los valles, saliendo de él como las costillas. El núcleo central se inclina gradualmente del este al gentil Mediterráneo, y por el oeste, al fiero Atlántico, en ondulaciones largas y desiguales.

Esta cordillera era llamada por los romanos Montes y Saltus Pyrenei, y por los griegos, Πνρηνη, probablemente por alguna palabra ibérica que ellos—cogiéndola al oído sin atender al significado—relacionaban con su Πυρ, y para afirmar su errónea derivación forjaron una leyenda que casara con el nombre. En ella, unos atribuían el origen de éste a un fuego, mediante el cual se descubrieron algunos metales preciosos, y otros, a que las cimas por su gran elevación eran perfectamente batidas por los ra{47}yos y dislocadas por los volcanes. Según los iberos, Hércules, en su viaje para robar sus ganados a Gerión, fué recibido con amable hospitalidad por Bebryx, una especie de gobernador secundario de estas montañas; entonces el semidiós se emborrachó y violó a la hija de su huésped, Pyrene, la cual murió de pesadumbre; y Hércules, cuando se despejó, pesaroso de su acción, hizo resonar por toda la cordillera el nombre de ella. Esta leyenda, como otras muchas en España, está por confirmar. Los fenicios llamaban a estas montañas Purani, por sus bosques, pues en hebreo Pura significa madera. Los vascos también tienen su etimología, diciendo unos que la verdadera raíz es Biri, elevación, mientras otros prefieren Bierri enac, «los dos países», los cuales, separados por la sierra, fueron gobernados por Túbal. Pero cuando los españoles comienzan a hablar de Túbal, el mejor partido es cerrar el libro.

La Maladetta es el pico más alto, a pesar de que el Pico del Mediodía y el Canigú se han considerado mucho tiempo como los de mayor elevación, pues como se alzan rápidamente desde una llanura, parecen más altos de lo que son; pero ya han sido destronados estos usurpadores franceses. Vista de lejos la cordillera parece ser una línea de montañas con muchas alturas interrumpidas, que, en realidad, son dos líneas distintas, paralelas y no continuas. La que está delante es la que comienza en el Océano y avanza lo menos 30 millas más hacia el sur que la línea{48} correspondiente, que comienza en el Mediterráneo. El centro es el punto de dislocación, y aquí la red de ramificaciones aparece más intrincada, como que es la clave del sistema, el cual está afianzado por las tres Sorellas: Monte Perdido, Cilindro y Marboré. Las fuentes del Garona se hallan en este punto; la perspectiva del paisaje es magnífica y los valles laterales son los más extensos. En las estribaciones menores también hay valles por los cuales corren algunos ríos: el Ebro, el Garona y el Bidasoa se alimentan en los manantiales de estas montañas. Estos tributarios son generalmente llamados en Francia gaves[4], y en la parte española, gabas. Pero gav significa río, y puede ser hallado en nuestro Avon; Humboldt lo deriva del vasco gav, «caverna o cueva». La corriente{49} de estas aguas al norte o al sur marca la línea divisoria entre Francia y España; sin embargo, parte de Cerdaña pertenece a Francia, mientras que Aran es de España, con lo que resulta que cada país tiene un pie en el territorio vecino. Es raro que esto no se arreglase mediante un cambio cuando se discutió la cuestión de límites entre Carlos IV y la República Francesa.

La mayoría de los pasos de esta barrera alpina son impracticables para carruajes, y continúan en el mismo estado que en tiempos de los árabes, quienes llamaban a la cordillera pirenaica Albort, del latín Portæ, la sierra de los «puertos». Muchos de ellos sólo son conocidos de los naturales del país y de los contrabandistas; gran parte del año están cerrados a causa de la nieve, y aun en verano son peligrosos por las nieblas y los fortísimos huracanes. Las dos líneas de comunicación mejores están en ambos extremos: la del oeste por Irún y la del este por Figueras.

Los Pirineos españoles ofrecen pocos atractivos a los aficionados a las comodidades de la ciudad; pero el paisaje, el aliciente de las excursiones, la geología y la botánica son verdaderamente alpinos y compensarán con creces a los que se atrevan a «pasar trabajos» viajando por ellos. El contraste que presenta la parte española, poco frecuentada, con la opuesta es notable. A pesar de ser ésta más abrupta y más castigada por la nieve, los muchos establecimientos de baños de los Pirineos franceses son muy frecuenta{50}dos y están llenos de caminos, diligencias, hoteles, caseríos donde se puede hacer alto para comer, cicerones, borriquillos de alquiler, etc., etc. Todo esto para los bobos de París que se pasan la vida decantando las excelencias de los verdes campos y de los belles horreurs; pero que no suelen alejarse mucho.

En pocas partes se dará una prueba más evidente de falta de gusto y de amor a lo bello y elevado—dice Mr. Erskine Murray—que en los Pirineos franceses, donde la mayor parte de la gente desconoce en absoluto la belleza de sus montañas, las cuales han sido exploradas principalmente por los ingleses, que aman la Naturaleza con alma y vida y la admiran lo mismo en sus formas más sencillas que en las más salvajes y bravías. Sin embargo, en la parte norte no es difícil encontrar algunas comodidades y facilidades para el turista; es más, los inválidos y las señoras que buscan lo pintoresco pueden ascender a la Brèche de Roland. Apenas se pasa la frontera la cosa cambia de aspecto por completo, en cuanto a facilidades y medios de locomoción. Agrio es el saludo primero del «duro país de Iberia», escaso el alimento, así corporal como espiritual, y difícil el acomodarse, lo mismo las personas que los animales; y todo esto, sencillamente porque no hay costumbre de que nadie viaje; ningún español va a los Pirineos por gusto. De aquí que sea una comarca entregada a los contrabandistas y cabras monteses.

La falta de curiosidad oriental por las cosas, las{51} piedras viejas, los paisajes agrestes, etc., se une aquí a las razones políticas y al miedo. El vecino, desde los celtas hasta nuestros días, ha sido siempre codicioso, saqueador y el terror de España; sus tretas de zorro, fuego y rapiña, son demasiado numerosas para ser disimuladas o borradas y demasiado terribles para que puedan olvidarse: la venganza se convierte en un deber sagrado. Por más que hayan cambiado los gobiernos, la política de Francia es inmutable. La perfidia unida a la violencia ruse doublée de force es el programa desde Luis XIV y Buonaparte[5] hasta Luis Felipe. El principio es el mismo aun cuando el instrumento empleado haya sido unas veces la espada y otras el anillo de boda. La débil España se ha visto unida a su vecina, más fuerte, que la ha hecho víctima de sus engaños y manejos, la ha degradado hasta convertirla en un mero satélite y la ha arrastrado tras el fiero Marte. Francia la ha obligado siempre a sufrir sus desgracias; pero nunca la ha hecho partícipe de sus éxitos; la ha uncido al carro de sus derrotas, pero no la ha permitido montar en el de sus triunfos. Su amistad ha tenido siempre la tendencia de desnacionalizar España, y perpetuando la forzada enemistad de Inglaterra le ha causado la pérdida de sus barcos y de sus colonias del Nuevo Mundo.

«La frontera pirenaica—dice el duque de Wé{52}llington—es la más vulnerable de Francia, quizá la única. En consecuencia, siempre ha procurado desguarnecer las defensas españolas y alentar las insurrecciones y pronunciamientos en Cataluña, porque la enfermedad de España es la ocasión de ellos, y, sin embargo, el resto de Europa suele creer a España fuerte, independiente y capaz de defender su llave de los Pirineos.

En tanto que Francia ha cultivado sus medios de aproximación y de invasión, España, para quien el pasado es una profecía del futuro, ha aumentado los obstáculos y ha dejado su barrera protectora tan quebrada y hambrienta como lo hubiera hecho su divinidad tutelar. Los habitantes de estas montañas no son más asequibles que sus fortalezas de granito. Están pobladas por contrabandistas, cazadores furtivos y toda clase de individuos que viven fuera de la ley; aquí se cría el campesino duro, que, habituado a escalar picachos y a luchar con los lobos, es materia perfectamente dispuesta para formar un guerrillero; y ningún enemigo fué nunca más terrible para Roma y Francia que los adiestrados en estos riscos por Sertorio y Mina. Apenas truena el toque de alarma, de cada roca, de cada matorral, surge un enjambre de hombres armados que, como son lo peor de cada casa, se juegan la vida sin reparo. El odio al francés, que, según el duque, «forma parte de la naturaleza española», parece aumentar en razón directa de la proximidad, pues cuanto más se acercan más roza{53}mientos se ocasionan; es la antipatía que produce lo antitético, la incompatibilidad del triste y torpe con el listo y activo; del orgulloso, sufrido y asceta, con el vano, voluble y sensual; del enemigo de toda innovación y cambio, con el apasionado de las variaciones y novedades. Por mucho que se empeñen los embaucadores que auguran en las doradas galerías de Versalles que Il n’y a plus de Pyrénées, esta pared medianera de los Alpes, esta barrera cubierta de nieve y azotada por los huracanes existe y existirá siempre. Colocada aquí por la Providencia—dijo San Isidoro—ha evitado y evitará en el porvenir las proclamas de una alianza antinatural, como en los días de Silius Italicus:

«Pyrene celsâ nimbosi verticis arce
divisos celtis laté prospectat Hiberos
atque æterna tenet magnis divortia terris».

Si el águila de Buonaparte no consiguió anidar en la sierra aragonesa, la flor de lis de los Borbones no echará raíces seguramente en la llanura de Castilla; Ariosto canta:

«—Che non lice
che’l giglio in quel terreno habbia radice!»

Esta condición inveterada de abierta hostilidad o, mejor dicho, de neutralidad armada, ha hecho que estas regiones fuesen poco agradables para el turista observador. La abrupta y montañosa frontera se compone de poblados solitarios y aislados que cons{54}tituyen todo el mundo para los naturales del país, los cuales sólo van a los valles para pasar contrabando. Esta vocación es el azote del país; les da una especie de confianza en su propia defensa y constituye un hábito de saqueo e insubordinación que parece ser un elemento de estímulo y de combustión tan necesaria a su sér moral, como el carbón y el hidrógeno lo son para su cuerpo físico.

Su desconfianza habitual contra el extranjero fiscalizador, que es instintiva en los orientales y en los iberos, les hace ver siempre en un curioso viajero un espía o un enemigo. Las autoridades españolas, que casi nunca hacen estas cosas sino por obligación, no comprenden que el inglés, amante de la Naturaleza y curioso de aventuras, se dedique a estudiar la botánica y la geología de estas regiones por su propia cuenta y sin ningún estímulo, fuera de su voluntad. Es posible que el impertinente curioso pase inadvertido en una ciudad española y entre la multitud; pero en estas sierras solitarias no hay que pensar en tal cosa; es observado atentísimamente por aquella gente, que, con sus hábitos de caza y de contrabando, están siempre alerta y ojo avizor, con la mirada penetrante del halcón, el gitano y el ave de rapiña. De algún tiempo acá, los que están más próximos a Francia han visto el brillo de las monedas del turista inglés y se han humanizado algo tratando de sacar algún beneficio en la época de las excursiones.

La geología y la botánica están aún por investigar{55} seriamente. En los Pirineos, tan fecundos en metales, abundan las toscas forjas de hierro; pero todo está montado en pequeña escala, de manera poco científica y probablemente siguiendo el primitivo sistema ibérico. El combustible es escaso, y el transporte del mineral sobre mulos, muy caro. El hierro es muy inferior al inglés y mucho más caro; los utensilios y herramientas usados en ambos lados de los Pirineos son mucho más antiguos que los nuestros, y, en cambio, existen tarifas absurdas que, por prevenir la importación de un artículo mejor y más barato, retrasan los adelantos en agricultura y fabricación y perpetúan la pobreza y la ignorancia entre la población atrasada y a medio civilizar. Los bosques también han sufrido enormemente con la negligencia, el despilfarro e imprevisión de los naturales, que arrancan más de lo que necesitan, y nunca repueblan.

La caza en estas comarcas es excelente, por cuanto donde el hombre no penetra la feraz naturaleza se multiplica; el oso, sin embargo, va haciéndose raro, porque se concede un premio por cada uno que se mate. Lo que más se caza es la cabra montés[6] o rupicapra, el steinbock alemán, el bouquetín francés, el rebeco (ibex, becco, bouc, bock, buck). El encanto de su persecución, semejante a la de la gamuza de Suiza, se presta a muchos y muy graves accidentes,{56} pues este arisco animal se encarama a los sitios más inaccesibles y hay que acecharle con una gran destreza. La caza, en la parte norte, es muy inferior, como que los cocineros de grandes hoteles han declarado la guerra al cuchillo, y casi casi al tenedor, hasta contra los petits oiseaux; bien es verdad que el artiste francés persigue igualmente a los pececillos, pues es aficionado a probar toda clase de sports y diversiones, y siempre con miras al estómago. Los españoles, menos materialistas y gastrónomos, dejan en una paz relativa a las tribus aladas y de aletas. En consecuencia, los riachuelos están poblados de truchas, y los que vierten en el Atlántico, de salmón. Los Altos Pirineos no son únicamente alambiques de cristalinos y fríos torrentes, sino que también tienen, como el corazón de Safo, manantiales de agua caliente bajo un lecho de nieve. Los más célebres están en la parte norte, o por lo menos son los más conocidos y frecuentados, pues los españoles son poco aficionados a baños ni a aguas medicinales. En la parte española apenas hay medio de acomodarse en los baños que existen, y los de Francia son mezquinos, comparados con los Spas de Alemania, y sucios e indecentes, si se ponen en parangón con los ingleses. El paisaje es completamente alpino: una mezcla de montañas, precipicios, ventisqueros y bosques, animados por los torrentes y los huracanes. Los naturales, cuando no son contrabandistas o guerrilleros, son rudos, sencillos y bucólicos; pobres y{57} pintorescos, como toda la gente que puebla las montañas. La llanura, donde se produce el pan, será más rica, seguramente; pero ¿qué partido puede sacar de ella un turista o un pintor?

En los parajes agrestes, los montañeses conducen en verano sus rebaños a lo alto de la sierra, y allí viven en sus chozas luchando con la miseria y las fieras, ahuyentando materialmente al lobo de delante de la puerta; tienen mastines magníficos; las ovejas parecen un ejército instruído frente al enemigo; conocen la voz del pastor o, mejor dicho, su silbido y sus gritos especiales; la lana es llevada a Francia de contrabando, y, una vez fabricada toscamente, vuelve a entrar en España de la misma manera.{58}

Capítulo III.

En España hay seis grandes ríos, arterias que corren entre las siete cordilleras, vértebras del sistema geológico. A cada uno de ellos afluyen varios de menor cuantía; de los que son, a su vez, tributarios innúmeros arroyuelos que corren por valles y quiebras.

Las aguas de lluvias y las del deshielo de la nieve son recogidas por todos estos arroyos y riachuelos, que las conducen a uno de los de primer orden, los cuales, todos, excepción hecha del Ebro, vierten en el Atlántico. El Duero y el Tajo, desgraciadamente para España, desembocan en Portugal, con lo que pierde una gran ocasión de comercio, pues son los más importantes en este ramo. Felipe II vió claro el verdadero valor de este rincón rodeado por España y trató de asegurar su posesión para dar fácil salida a los productos del interior por sus ensenadas, muy a propósito para el comercio exterior. La anexión de Portu{59}gal a España daría más fuerza al trono que el dominio de continentes enteros en el Atlántico, y ésta ha sido siempre la secreta ambición de todo Gobierno español. El Miño, que es el más corto de estos ríos, corre por un lecho fertilísimo. El Tajo, cantado por los poetas, por sus arenas auríferas y sus orillas llenas de rosas, sigue la mayor parte de su curso por entre rocas peladas. El Guadiana se desliza por la solitaria Extremadura, infectando las llanuras con miasmas. El Guadalquivir extiende sus profundas márgenes por los asoleados olivares de Andalucía, y el Ebro cruza los llanos de Aragón. En España hay muchos riachuelos salobres, salados, y minas de sal o salinas, resultado de la evaporación del agua del mar; el suelo de la parte central está tan impregnado de «malsano nitro», que sólo en la Mancha podrían sacarse materiales para hacer volar el mundo entero; la superficie de estas regiones, siempre áridas, lo es cada día más por el horror que sus habitantes tienen al árbol; allí no hay nada que contrarreste la rápida evaporación, ni el menor resguardo para proteger o conservar la humedad. La tierra llega a estar tan reseca, que en algunas partes es imposible cultivarla. Otro peligro serio de la carencia de plantaciones es que los declives de los montes están siempre expuestos a total denudación del terreno con las lluvias fuertes. No hay nada que detenga la bajada del agua, y de aquí la desnudez y pedregosa esterilidad de las cimas de muchas de las sierras, que han sido despojadas hasta{60} de la más pequeña partícula capaz de dar vida a algo de vegetación: son esqueletos, donde se ha extinguido la vida. Y no sólo es el suelo el que pierde con esto, sino que los detritus, arrastrados, forman bancos en las bocas de los ríos u obstruyen y elevan sus lechos, de donde resulta que fácilmente se salen de madre y convierten los terrenos de sus orillas en pantanos pestilentes. La reserva de agua proporcionada por las lluvias periódicas, y que debe detenerse en los orígenes de los ríos, es arrastrada de golpe en torrentes violentos, en vez de deslizarse lentamente. Por su carácter montañoso, España tiene muy pocas lagunas, pues las pendientes son demasiado rápidas para consentir que el agua se acumule; las que existen por excepción pueden con gran propiedad ser llamadas lagos, sin que esto quiera decir que vayan a competir en tamaño y belleza con las de Escocia. La profundidad de los principales ríos de España ha disminuído y sigue disminuyendo, tanto, que algunos que eran navegables han dejado de serlo, y los canales que habían de sustituírlos están sin terminar; los progresos de la ruina avanzan, y se hace muy poco para neutralizar o corregir lo que cada año ha de resultar más difícil y más caro, pues los medios de reparación disminuirán al mismo tiempo que irán en aumento la miseria ocasionada por el mal y la pusilanimidad, hija de ella. No obstante, últimamente se han formado algunas grandes compañías hidráulicas encargadas de hacer pozos artesianos, terminar{61} canales, convertir algunos ríos en navegables y emitir acciones liberadas, lo cual, sin duda, se hará si no ocurre nada que lo impida.

Sin embargo, los ríos que pueden hacerse navegables son solamente aquellos que están constantemente nutridos por los afluentes secundarios que bajan de las montañas, cubiertas todo el año de nieve, y éstos, en realidad, son pocos. La mayoría de los ríos españoles son escasos de agua en verano y de muy rápida corriente durante el deshielo, y en estas épocas serían impracticables, aun para las barcas pequeñas. Además suelen estar muy sangrados para los riegos artificiales, y por esta causa su caudal de agua disminuye notablemente; en Madrid y Valencia, por ejemplo, los amplios lechos del Manzanares y del Turia suelen estar tan secos como las playas en la bajamar. Parece que se les llama ríos sólo por cortesía hacia los magníficos puentes que hay edificados sobre ellos; tanto, que una broma de los forasteros es presentar a los vecinos tratando de vender uno para comprar un poco de agua, o comparar sus sedientos arcos con un hombre en el suplicio, pidiendo por amor de Dios una gota de agua; pero si cae una lluvia fuerte en las montañas, pronto se demuestra la necesidad de su solidez y amplitud, de la anchura y altura de sus arcos y de sus estribos firmes, que al principio parecieron más bien antojo de una arquitectura monumental, que obra de utilidad pública. Los que viven en un país relativamente{62} llano no pueden apenas formarse idea de la rápida y tremenda destrucción que las inundaciones causan en estos países montañosos. La lluvia torrencial forma avalanchas que bajan saltando de piedra en piedra como un torrente, arrollando y arrostrando cuanto encuentran a su paso, socavando la tierra, arrancando rocas, descuajando árboles y casas y sembrando por todas partes desolación y ruina. Pero estas furias suelen ser cortas; así, si el viajero quiere ver el Támesis de Madrid puede darse prisa, si no quiere correr el riesgo de que el río haya desaparecido cuando llegue a verlo. Cuando los españoles, mandados por los tontos Blake y Cuesta, perdieron la batalla de Ríoseco, que dió Madrid a Buonaparte, los soldados franceses, al pasar por el cauce del río, completamente seco, exclamaron: «¡Hasta los ríos huyen en España!»

En las comarcas en donde las carreteras y los puentes son un lujo, sirven los cauces para río en invierno y para camino en verano. En este país de anomalías, así como hay ríos sin puentes, hay puentes que no tienen río; el más notable de estos pontes asinorum está en Coria, donde se cruza el Alagón en una mala y a veces peligrosa barcaza, mientras que a dos pasos, en unas praderas cercanas, se eleva un hermoso y seco puente de cinco arcos. Según dicen, esto es consecuencia de que en alguna inundación el río varió de cauce, se salió de madre[7], dicen los es{63}pañoles, los cuales no se preocupan mucho de ello, pues no hacen ningún esfuerzo para que vuelva a cruzar por los arcos de aquél. Invocan a Hércules para que cambie a este Alfeo y, entretanto, se atienen al proverbio que dice: Después de años mil vuelve el río a su cubil. Más adelante diremos algo acerca de la pesca en estos arroyos errantes.

La navegación de los ríos españoles es oriental, clásica e imperfecta: las barcas, barcazas y barqueros datan de la época medieval y son más aprovechables artísticamente que para el comercio. El «gran río», el Guadalquivir, que en tiempo de los romanos era navegable hasta Córdoba, hoy es apenas practicable hasta Sevilla por barcos de vela de mediano calado. Los pasajeros encuentran toda clase de facilidades concedidas para los buques que hacen la travesía entre esta capital y Cádiz. Estas ventajas, ni que decir tiene, son obra de Inglaterra, aun cuando el primer barco de vapor que surcó los mares fuese invención española y se botase al agua en Barcelona en 1543; pero el entonces ministro de Hacienda era un rutinario oficinista y se opuso a proteger la invención y no se volvió a hablar más del asunto. Los buques de vapor que hacen el servicio del Guadalquivir son seguros. En nuestro tiempo siempre se decía en los anuncios de salida de los vapores que se diría una misa antes de zarpar en la herética invención, lo mismo que hoy, cuando se inaugura en Francia un camino de hierro, las locomotoras de Birmin{64}gham son rociadas con agua bendita y bendecidas por un obispo, lo cual puede ser una «indirecta» para míster Hudson y el primado de York.

En Aragón se habla mucho del proyecto de hacer navegable el Ebro: este año se han practicado algunos estudios por dos ingenieros, ingleses por supuesto. Los periódicos locales comparan el asombro de los campesinos al ver a estos individuos con el que ocasionaran Don Quijote y Sancho en los mismos parajes con su aventura de la barca encantada.

Mucho se ha discutido también la comunicación entre Lisboa y Toledo utilizando el Tajo. Este gran río, de que todos hablan porque en su desembocadura se halla emplazada la capital del reino donde se produce el vino de Oporto, es tan poco conocido en España y fuera de ella como el Niger.

Hemos tenido la suerte de poder contemplarle en muchos sitios y observar los distintos aspectos de su poético y pintoresco curso. Nos ha encantado primero verde y rápido entre los amarillos trigales de Castilla la Nueva; poco después, refrescando el encantador Tempe[8] de Aranjuez, cubriendo sus jardines de verdura y vistiendo las enramadas, donde anidan los ruiseñores; más tarde, precipitándose bullicioso por las graníticas hondonadas del montañoso Toledo, como apresurándose por escapar de las frías sombras de su profunda prisión y lanzándose alegre{65} a la luz y la libertad, para seguir su carrera por llanuras solitarias. En Talavera sus aguas fueron teñidas con sangre de valientes y alegremente reflejaron el brillo de las bayonetas triunfantes de Inglaterra; desde aquí se desliza, bajo los ruinosos arcos de Almaraz, hacia la desolada Extremadura en una corriente tan serena como el azul del cielo que le sirve de dosel, pero bastante fuerte aún para forzar los montes de Alcántara. Allí está el puente de Trajano, que merece hacer un viaje de cien leguas para verle. El resiste la corriente impetuosa en este punto y une las peñascosas gargantas; grande, sencillo y sólido, descuella como el esqueleto del dominio romano con toda la sensación de soledad y magnitud y el interés de lo pasado y lo presente. Tales son los hermosos paisajes que hemos contemplado y diseñado; éstas, las dulces aguas en que hemos mitigado nuestra sed y refrescado nuestros miembros.

¡Qué austero, qué solemne, qué emocionante es el Tajo de España! No hay ningún comercio establecido por medio de él; ningún buque inglés ha civilizado sus aguas como las de otros ríos de Francia y Alemania. Sus rocas han presenciado batallas, no escenas pacíficas; han reflejado castillos y prisiones, no almacenes o muelles; pocas ciudades se han edificado en sus orillas, como en las del Támesis y el Rin; es un río verdaderamente propio de España, el país del aislamiento y la soledad. Sus aguas no tienen barcos, sus orillas carecen de vida, nunca el{66} hombre ha puesto la mano en sus ondas ni ha esclavizado sus saltos, libres e independientes.

Es imposible leer la maravillosa descripción del Danubio, de Tom Campbell, antes que su poesía fuera enturbiada por el humo de nuestros ubicuos barcos, sin aplicar sus líneas al salvaje Tajo:

«Yet have I loved thy wild abode,
unknown, unploughed, untrodden shore,
where scarce the woodman finds a road,
and scarce the fisher plies an oar;
for man’s neglect I love thee more,
that art nor avarice intrude
to tame thy torrent’s thunder shock,
or prune the vintage of thy rock,
Magnificently rude!»[9].

Como los ríos en estado natural son algo muy raro en Gran Bretaña se nos disculpará que nos extendamos, demasiado quizá, en la descripción de éste, tanto más cuanto que con ello he de contribuír al conocimiento del carácter español y a la explicación de las cosas de España, que es el objeto principal de estas pobres páginas.

El Tajo nace en aquel extraordinario revoltillo de montañas, lleno de restos fosilizados, ricas en plantas y truchas, que están situadas entre Cuenca y Teruel, y que como son casi completamente desconocidas están clamando por los discípulos de Isaac Walton y{67} del doctor Buckland. Desemboca en el mar por Lisboa, después de un recorrido de 375 millas en España, de la cual, por disposición de la Naturaleza, parece destinado a ser la principal arteria. Los cronistas toledanos derivan su nombre de Tagus, quinto rey de Iberia, pero Bochart lo hace de Dag, Dagón[10], un pez, porque además de considerar al río aurífero, los antiguos lo declararon abundante en pesca, aunque a los actuales españoles tanto se les da de los peces como si fueran cocodrilos. Ciertamente se suelen encontrar granos de oro en el río (aunque apenas los suficientes para mantener a un poeta) por unos pobres medio anfibios, llamados artesilleros, a causa de las cestas que usan y en las cuales recogen la arena, que luego pasan por un cedazo.

El Tajo podría sin dificultad hacerse navegable y, con el Jarama, poner en contacto Madrid y Lisboa y facilitar la importación de los productos coloniales y la exportación de vinos y granos. La realización de tal idea reportaría más beneficios a España que diez mil constituciones garantizadas por la espada de Narváez y por la palabra de Luis Felipe. La forma de llevarla a cabo ha sido estudiada por algunos extranjeros, perezosamente contemplados por los toledanos; en 1581, un napolitano, Antonelli, y Juanelo Turriano, milanés, presentaron el proyecto a Felipe II, dueño entonces de Portugal; pero se necesitaba di{68}nero—la historia de siempre—y sus rentas estaban empleadas en trasladar reliquias y en edificar el inútil Escorial. No se hizo nada más que algunos paseos por el río y odas al «sabio y gran rey», que iba a realizar la gran obra, cantando aquello de las brujas de Macbeth, Lo haré, lo haré, lo haré, pues en esta tierra el futuro es siempre preferido al presente. El proyecto durmió hasta 1641, en que otros dos extranjeros, Julio Martelli y Luis Carduchi, en vano despabilaron de su siesta a Felipe IV. Este perdió poco después Portugal y, en consecuencia, olvidó por completo el Tajo. Transcurrida otra centuria, en 1755, Ricardo Wall, un irlandés, tomó la cosa por su cuenta; pero Carlos III, ocupado en sostener las guerras de los franceses contra Inglaterra, necesitaba el dinero para aquella empresa.

El Tajo, desde entonces, corre rugiendo por su rocoso cauce, como un potro salvaje, riéndose de los toledanos, que pasean soñolientos en las riberas impracticables invocando a Brunel[11], Hércules y Rothschild, en lugar de arrimar el hombro a la turbina. En 1808 se resucitó el proyecto: Fray Xavier de Cabañas, que había aprendido en Inglaterra nuestro sistema de canales, publicó un estudio sobre el río: Memoria sobre la navegación del Tajo, Madrid, 1829; parece el libro azul que descubriera las fuentes del Nilo; tan semejantes al desierto son las incultas co{69}marcas que están situadas entre Toledo y Abrantes. Fernando VII imprimió un decreto encontrando de utilidad el proyecto, y así terminó la cosa, a pesar de que Cabañas había entablado tratos con los señores Wallis y Mason para adquirir maquinaria, etcétera. Recientemente ha vuelto a poner sobre el tapete el mismo asunto una persona muy inteligente, el Sr. Bermúdez de Castro, que, por haber residido mucho tiempo en Inglaterra, está penetrado del sistema y energía de los extranjeros. ¡Veremos!, puede decirse. La esperanza es buen desayuno, pero mala cena, dice Bacon, y, como reza el proverbio, En España, se empieza tarde y nunca se acaba.{70}

Capítulo IV.

Para la división de la Península por las montañas, los ríos y el clima, puede, desde luego, sentarse un principio fijo, pues está basado en las leyes inmutables de la naturaleza. No así para la artificial y política en reinos y provincias, que es obra del capricho, con total ausencia de plan.

Estas divisiones provinciales se formaron por la unión gradual de comarcas pequeñas e independientes en otro tiempo, que forman el conjunto de España, como los inconvenientes condados constituyen el reino de Inglaterra. Para contrarrestar los inconvenientes que resultan de este flujo y reflujo de las diferentes mareas que aquejan a los asuntos de los hombres y de estas fronteras no determinadas por el agrimensor armado de teodolito, el uso ha procurado algún remedio y la costumbre ha hecho a los habitantes determinar divisiones más lógicas que los nuevos arreglos, y que se apoyan en principios geográficos y estadísticos.{71}

Los franceses, durante su gobierno intruso, se horrorizaban ante este «caos administrativo», esta aparente irregularidad, e introdujeron su sistema de departamentos, mediante el cual las regiones fueron encasilladas hábilmente y el país arreglado como si fuese un tablero de ajedrez y los españoles los peones, cosa que no es ciertamente este pueblo de los caballeros por excelencia, como ellos se titulan; ni tampoco en este paraíso de la iglesia militante se pueden calcular con visos de certeza los pasos de cada obispo o caballero, pues rara vez acostumbran a volver mañana por el camino que anduvieron ayer.

En consecuencia, y aparte lo especioso de la teoría, se vió que no era cosa fácil llevar a la práctica la idea de la división en departamentos: la individualidad se rió de la solemne falta de sentido de los pedantes intrusos que querían clasificar a los hombres como los helechos y los mariscos. El fracaso de esta tentativa de reformar antiguas demarcaciones y reunir poblaciones antitéticas, fué total y completo. Por lo tanto, apenas el duque hubo limpiado la Península de doctrinarios e invasores, ya el León de Castilla había sacudido sus papeles de sus melenas, y, al igual que los italianos, en quienes se hizo el mismo ensayo, vuelto a su antigua división, la cual, si bien defectuosa en teoría y fea y molesta en el mapa, es lo considerado más práctico por la costumbre. Recientemente, y a despecho de esta experiencia, una de las muchas innovaciones, reformas y molestias{72} transpirenaicas, la Península se ha dividido nuevamente en cuarenta y nueve provincias, en vez de los antiguos trece reinos, principados y señoríos; pero ha de transcurrir mucho tiempo antes de que pueda borrarse el hábito de esta división, que nació con el desarrollo de la monarquía y está grabado en la memoria del pueblo.

Los aficionados a detalles estadísticos deben consultar las obras de Pérez, Antillon y otros, considerados por los españoles como autoridades en estas dilatadas materias, más propias para ser tratadas en un anuario o un manual que para volúmenes como éste de lectura menos grave; y, seguramente, las páginas de los respetables españoles arriba nombrados son más pesadas que las carreteras de Castilla, donde no se encuentra un arroyuelo, el alegre compañero que refresca el polvoriento camino, ni se ve una flor por casualidad, ni se oye el canto de un pájaro: «secas como las migajas de las galletas después del viaje».

Los trece reinos tienen nombres grandes e históricos; son propios de un país viejo y monárquico, no de una flamante y vulgar democracia sin hechos de renombre. Llenan la boca al nombrarlos y sugieren mil reflexiones sobre los tiempos más gloriosos del poder floreciente de España, cuando eran gigantes en el mundo, no pigmeos con paletot de París, cuya única ambición es imitar al extranjero y rebajarse y desnacionalizarse a sí mismos.{73}

Primeramente y ante todo se presenta Andalucía, coronada con una cuádruple tiara, pues el nombre Los cuatro reinos es sinónimo de ella. Son esos reinos los de Sevilla, Córdoba, Jaén y Granada, nombres que por sí solos tienen un indecible encanto. En segundo lugar viene el reino de Murcia con sus minas de plata, sus palmeras y barrilla. Después aparece el gentil reino de Valencia, todo sonrisas, con sus frutas y su seda. El principado de Cataluña, serio y feroz, mira ceñudo a su encantador vecino. En él se levanta la humosa chimenea de la fábrica; aquí se teje el algodón; el vicio y el descontento tienen su cuna y se traman revoluciones. El orgulloso y testarudo reino de Aragón se extiende al oeste de este Lancashire de España, y al este del reino de Navarra, que se interna en los Pirineos con sus verdes valles. Las tres Provincias Vascongadas, que también limitan con él, son llamadas solamente El Señorío, pues el rey de las Españas es sólo señor de esta libre cuna de los invencibles descendientes de los primeros habitantes de la Península. Aquí se habla mucho de bueyes y de fueros o privilegios, pues las gentes de esta región, cuando no se ocupan en labrar la tierra, por el mero hecho de haber nacido allí, son partidarios de la lucha y de defender sus derechos espada en mano. Castilla adorna con dos coronas las sienes reales, a saber: la de la Vieja, donde nació la monarquía, y la de la Nueva, conquistada después a los moros. La parte novena es la desolada Extremadura,{74} que sólo tiene el título de provincia y está poblada de langosta, ganados trashumantes, cerdos, y aquí y acullá algún bípedo humano. León, reino muy honrado en otro tiempo, se extiende más arriba, con sus llanuras de cereales y sus venerables ciudades, hoy silenciosas como tumbas, pero antaño teatro de la caballería medieval. El reino de Galicia y el principado de Asturias constituyen el litoral del oeste y forman el malecón de España contra el Atlántico.

No es cosa fácil averiguar la población exacta de un país, mucho menos de uno donde no existen registros públicos. En términos generales, las gentes, que encuentran pocos encantos en el estudio de la estadística y economía política, consideran como de mal agüero cualquier tentativa para contarlos. «Contar la gente» era un crimen en Oriente, y en España se encuentran muchas dificultades morales y materiales para hacer un censo. Así, mientras algunos escritores con estadísticas fantásticas esperan halagar a los Poderes públicos exagerando brillantemente la fuerza nacional—«alardear de ella, dice el duque, es la debilidad nacional»—, la mayoría, suspicaz, por otro lado, está dispuesta a ocultar y disfrazar la verdad. Por nuestra parte siempre pondremos en entredicho lo que oigamos acerca de población, comercio o rentas de España en el presente o en el pasado. Las clases elevadas tenderán a presentarlo todo floreciente con objeto de engrandecer a su país, y los pobres,{75} por el contrario, se inclinarán a ver las cosas siempre peor de lo que en realidad son. Nunca proporcionarán un dato, siquiera sea indirectamente, que sirva para hacer empadronamientos o reclutas.

La población y la renta se han exagerado generalmente y de todas las notas se debe descontar algo; al presente se puede calcular la población en unos once o doce millones de almas, con paulatina tendencia al aumento. Es una cifra bien baja para un país tan extenso y que, según datos fidedignos, en tiempo de los romanos estuvo habitado por enorme multitud de habitantes industriosos y trabajadores como hormigas; ciertamente, el período más largo de tranquilidad y gobierno fijo que este desgraciado país ha tenido fué durante las tres centurias en que era incontestable el poderío de Roma. En esta época rara vez se encuentra la Península nombrada por los autores, y esto es una prueba de su felicidad, pues en las sangrientas páginas de la Historia sólo se registran grandes calamidades, plagas, pestes, guerras, batallas o fenómenos de la Naturaleza, ante los cuales los ángeles lloran. Seguramente una de las causas que han contribuído a cambiar este estado de cosas ha sido las numerosas y terribles invasiones a que España ha estado expuesta; su belleza y su clima han causado su desgracia, pues han atraído siempre la codicia del extranjero. Los godos, que tienen en España peor nombre del que en realidad merecieron, fueron arrojados por los árabes, los verdaderos destructores,{76} ciertamente, quienes trajeron al obscuro occidente el lujo, el arte y las ciencias orientales, sin tener nada que aprender del conquistado; para ellos no fué el godo un maestro como para éste lo fuera el romano; ellos despreciaban a sus antecesores, con cuyas necesidades y trabajos no simpatizaban, al tiempo que odiaban su doctrina considerándola como idólatra y politeísta, acabando con todos los altares e imágenes. No hubo ciudad, por bella que fuese, que no destruyeran; exterminaron, dicen los anales, hasta las aves.

Los godo-españoles, en el transcurso del tiempo, se vengaron y combatieron a los invasores con sus mismas armas, aventajándoles en la destrucción, que éstos les enseñaran. Los efectos de estas guerras emprendidas sin organización, sin cuartel y sostenidas por el país y la religión, fueron marcadísimos en aquellas partes de España que tuvieron por teatro. En consecuencia, grandes extensiones de Extremadura, el sur de Toledo y Andalucía, que naturalmente son de lo más fértil y rico del mundo, están hoy convertidas en dehesas y despoblados, patrimonio exclusivo de las abejas; todo el país está lo mismo que si acabasen de ser derrotados los moros. Las antiguas crónicas de españoles y musulmanes abundan en relatos de los saqueos que se infligían unos a otros y a los cuales estaba siempre expuesta cualquier comarca fronteriza. El objeto de estas guerrillas limítrofes era la destrucción: talar, quemar y{77} robar, el «pillaje», las «razzias»[12]. La lucha sanguinaria se sostenía por rivalidades de nación y de creencias. La cosa era verdaderamente oriental y tal como la describe Ezequiel, que también conoció a los fenicios: «Id tras él a través de la ciudad y destruíd; que ni vuestros ojos ni vuestro corazón tengan piedad; matad a todos, jóvenes y viejos, muchachas, y niños y mujeres». El deber religioso de acabar con el infiel excluía la misericordia en ambos campos, porque las católicas cruzadas eran imagen exacta de las musulmanes algara y algihad, en tanto que las razones militares empujaban a convertir todo en un desierto, con objeto de crear una frontera edomita de miseria y desolación, una llanura defensora, a través de la cual ningún ejército invasor pudiera pasar ni vivir, puesto que «sólo se criaban en ella las bestias del campo». La Naturaleza, de tal modo abandonada, reclamó sus derechos y borró toda huella del anterior cultivo, y las comarcas que fueron granero de romanos y árabes ofrecen hoy el más triste contraste con aquella antigua industria y prosperidad.

A estos horrores sucedieron otros ocasionados por{78} la política y el fanatismo: la expulsión de los judíos dejó a España sin banqueros y la de los moriscos, últimos restos de los árabes, la privó de sus más hábiles e industriosos agricultores.

En nuestros tiempos ha sido renovado nuevamente el espectáculo de las fatales contiendas entre moros y cristianos con la lucha por la independencia contra los invasores bonapartistas, los cuales no respetaron edad ni sexo, ni cosas sagradas o profanas; la ruina reina por todo el país: un vandalismo de pocas horas bastó para deshacer la obra de varias edades de piedad, abundancia, instrucción y buen gusto. La retirada de los franceses fué peor que el avance; furiosos por el mal éxito y los desastres sufridos, los Soult y los Masséna desahogaron su despecho sobre los indefensos campesinos y sus caseríos. Dejemos al general Foy relatar sus proezas: «Ainsi que la neige précipitée des sommets des Alpes dans les vallons, nos armées innombrables détruisaient en quelques heures, par leur seul passage, les ressources de toute une contrée; elles bivouaquaient habituellement, et à chaque gîte nos soldats démolissaient les maisons bâties depuis un demi-siècle, pour construire avec le décombres ces longs villages alignés qui souvent ne devaient durer qu’un jour: au défaut du bois des forêts les arbres fruitiers, le végétaux précieux, comme le mûrier, l’olivier, l’oranger, servaient à les réchauffer; les conscrits irrités à la fois par le besoin et par le danger contractaient une{79} ivresse morale dont nous ne cherchions pas à les guérir»[14].

«So France gets drunk with blood to vomit crime,
and fatal ever have her saturnalia been».[15]

¿Quién puede dejar de comparar estas costumbres de las legiones de Buonaparte con la descripción que hace Hosea del «grande y fuerte pueblo» que ejecutó los terribles juicios de Dios? «El fuego devoraba todo a su paso y detrás dejaban ardiendo la llanura; el país antes de llegar ellos es el jardín del Edén, después, un yermo desolado, y más aún; nada debe escapar».

Apenas los intrusos fueron batidos por el duque, la población empezó a rehacerse, como las aplastadas florecillas se levantan después que el talón de hierro de las hordas las ha hollado. Luego surgieron las guerras civiles, que limpiaron el país de varones y de cuya sangría aun no se ha repuesto España. La falta de seguridad de personas y haciendas son siempre{80} una rémora para el matrimonio y el aumento de población.

Una calamidad más profunda y permanente ha obrado sin tregua en España durante las dos últimas centurias; pero los autores españoles no se han atrevido a hacer alusión a ella. Atribúyese la despoblación de Extremadura a la multitud de individuos descendientes de Cortés y de Pizarro que marchan al Nuevo Mundo en busca de fortuna, y creen que la misma necesidad y el deseo de aventuras empujan hacia América a los habitantes de Cádiz y Sevilla. Pero la colonización nunca debilita a un Estado vigoroso y bien acondicionado; ejemplo, el rápido y diario aumento de población en nuestra propia isla, la cual, lo mismo que antiguamente Tiro, constantemente envía fuera millares de hombres y en casi todos los mares mece en las amplias alas de su flota mercante las bendiciones de paz, religión, libertad, orden y civilización, cumpliendo la misión de extenderlas que se ha impuesto la Gran Bretaña.

La causa real y permanente de la decadencia de España, de la falta de cultivo y de la tristeza y miseria, es el MAL GOBIERNO, civil y religioso, que puede observarse por todas partes, en el campo solitario y en las silenciosas ciudades. Pero España será incapaz de entrojar la semilla de este fértil origen de eternos males, si no miente la anécdota tan corriente en el país: Cuando Fernando III tomó Sevilla y murió, como era santo, escapó al purgatorio, y, al llegar al{81} cielo, Santiago le presentó a la Virgen, la cual en el acto le permitió que pidiera algunos favores para su amada España. El monarca deseó que se le concediera aceite, vino y trigo, y le fué concedido; un sol claro y cielo alegre, hombres valientes y mujeres bonitas, y se le otorgó todo; cigarros, reliquias, ajos y toros, y no hubo inconveniente alguno; un buen gobierno.—No, no—dijo la Virgen—; no es posible concederte eso, pues si te lo concediese, ningún ángel querría quedarse veinticuatro horas más en el cielo.

La renta actual puede calcularse en 12 ó 13 millones de libras esterlinas; pero los españoles comparan el dinero con el aceite, que siempre se pega a las manos del que lo maneja; y tanto es lo que se roba y se negocia, tales la malversación oficial y el mal arreglo, que resulta sumamente difícil averiguar nada concreto cuando de dinero se trata. Además, las rentas se cobran mal y con un tanto por ciento ruinoso, y durante el último siglo nunca han bastado para las necesidades nacionales. Se ha recurrido al expuesto ensayo de onerosos empréstitos y confiscaciones al por mayor. En un tiempo no había en el presupuesto gubernamental más partida casi que lo que se saqueaba a la Iglesia. De este modo se podía demostrar con facilidad, de acuerdo con Vatel, que el deber primero de un clérigo rico era socorrer a los necesitados, y tanto más si el pobre era el Estado; los báculos no son compañeros de las bayonetas. El sistema, necesariamente, no puede perdurar. Desde el reina{82}do de Felipe II se han cometido toda clase de infamias. Las obligaciones públicas no se han cumplido; no se han pagado intereses y el capital se ha derrochado. Ningún país del viejo ni del flamante Nuevo Mundo ha alcanzado un descrédito financiero tan grande. Todos deben ser cautos para aventurarse en especulaciones españolas: a pesar de todas las promesas que se hagan en el programa, tarde o temprano vendrá la decepción; y ya sea el negocio en forma de empréstito, en tierras o caminos, nunca habrá seguridades efectivas; son siempre meros castillos en el aire, châteaux en Espagne. «La tierra, como el agua, tiene sus engaños, y éste es uno de ellos».

Para conocimiento de aquellos que han estudiado el comercio ibérico, diremos que en Madrid se fundó una Bolsa de Comercio el año 1831. Se puede asegurar que es el lugar más frío de la ciudad y el más ocioso, puesto que el usual «city article» es escaso, sin operaciones, porque no hay nada que vender o comprar. Pueden compararse a una tumba que tuviera por inscripción: «Aquí yace el crédito de España». Si hay algo que la Pérfida Albión, nación de comerciantes, odie más que un asignado francés, es un insolvente. Un detalle no da lugar a duda: que el pundonor castellano prefiere arreglar sus cuentas con el frío acero y la cálida ofensa más bien que con oro y agradecimiento.

La Bolsa de Madrid se estableció, primero, en la calle de San Martín, el santo que partió su capa con{83} un pordiosero. Como las comparaciones son odiosas y el mal ejemplo cunde, ha sido trasladada recientemente a la calle del Desengaño, sitio que no juzgarán mal elegido los que sean víctimas de algún fraude.

Como todos los individuos que están en el Poder utilizan sus conocimientos para obtener ventajas en el mercado, la Bolsa comparte con la Corte y el Ejército la influencia de la situación o crisis del momento: siendo listos, como lo son los ministros de París, resultan verdaderos novicios comparados con los españoles en el arte de manejar el telégrafo, la gaceta, etc., etc., y de este modo llevar plumas a su propio nido.

La Bolsa de Comercio está abierta desde las diez de la mañana hasta las tres de la tarde; allí pueden, los que deseen adquirir fondos españoles, comprarlos tan baratos como la menos codiciada mercancía; porque cuando el 3 por 100 inglés está a 98, no deja de ser tentador el 5 español si está a 22. Los valores son numerosos y convenientes para todos los gustos y bolsillos, bien los emitidos por Aguado, Ardouin, Toreno, Mendizábal, o los de Mon, todos «personas honorables», pero cuyo objetivo financiero es cobrar lo más posible y pagar en razón inversa, tendiendo siempre a embolsarse el interés y el capital. Como ya hemos dicho, el dinero y el aceite se pegan a las manos de quienes los manejan: los ministros y los asentistas de Madrid hicieron fortunas, y actualmen{84}te las hacen los hebreos de Londres, lo mismo que sus antepasados despojaron a los egipcios. Pero desde Felipe II acá no han faltado teólogos que defiendan el peligroso, aun cuando poco agradable, deber de la quiebra, sobre todo si se contrata con herejes usureros.

Cuando un extranjero se asome a la banca de Madrid hará bien en no mostrar curiosidad por ver la oficina de pagos de dividendos, para no herir susceptibilidades. Sea el que quiera el fin que nuestro lector persiga en la Península, debe:

«Neither a borrower nor lender be,
for loan oft loseth both itself and friend[16]».

Hay que guardarse del comercio español, pues a despecho de los documentos oficiales y los laberintos aritméticos que, tan intrincados como un arabesco, son muy bonitos en el papel, pero ininteligibles, a pesar de las ingeniosas conversiones, fondos públicos, cupones—activo, pasivo y otros antipáticos términos y tiempos, excepto el presente—, la inseguridad es siempre la misma y ésta es la piedra de toque, desde el momento en que el crédito nacional depende de la buena fe y del exceso de ingresos; ¿cómo puede un país pagar intereses por una deuda cuyas rentas ni antes ni ahora han sido suficientes{85} para las necesidades del gobierno? No es posible sacar sangre de una piedra; ex nihilo nihil fit.

La memoria de Mr. Macgregor sobre España, una exposición exacta de ignorancia comercial, negligencia en los tratados y contratos, describe sus seguridades públicas, pasadas y presentes. Ciertamente tienen nombres y títulos muy rimbombantes: Juros, Bonos, Vales reales, Títulos, etc., etc., mucho más regios, grandes y poéticos que nuestros prosaicos Consols[17]; pero ningún juramento puede dar valor efectivo a un papel inútil y desprestigiado. Según algunos financieros, la deuda de España antes de 1808 ascendía a 83.763.966 libras esterlinas, que de entonces acá han llegado a la cifra de 279.083.089 en números redondos. Es posible que haya exageración en esto, porque el Gobierno no facilita dato alguno de sus especulaciones y manejos. Según Mr. Henderson, 78.649.675 libras de esta deuda se deben a ingleses exclusivamente, y les deseamos que no encuentren dificultades cuando vayan a Madrid. En tiempos de Jaime I, Mr. Howell fué enviado con un encargo parecido, y cuando volvió, «el montón de quejas sin satisfacción era más alto que él mismo». De todos modos, España está hasta el cuello de deudas y es irremediablemente insolvente. Y, sin embargo, si se tiene en cuenta la fertilidad de su suelo, sus magníficas posesiones en el país y fuera de él, la frugalidad de{86} sus habitantes, pocos países hallarían menos motivos de preocupación; pero el cielo le ha concedido todas las bendiciones, menos un Gobierno bueno y honrado. Suele el Gobierno ser, o fanfarrón o cobarde; satisfacción en veinticuatro horas, a lo Bresson, o una escuadra en línea de batalla frente a Málaga—receta de Cromwell—, son los únicos argumentos que comprenden estos medio moros; las palabras conciliadoras son consideradas como debilidad; en un momento se puede obtener de su miedo lo que nunca se lograría de su sentimiento de justicia.{87}

Capítulo V.

De las muchas falsedades que se han dicho sobre España, ninguna más repetida que la referente a los peligros y dificultades a que se supone expuesto el viajero. Este país, el más romántico, típico y característico de Europa, puede visitarse de parte a parte, por mar y por tierra, con facilidad y seguridad, como lo saben todos los que han estado en él. La falta de sentido de las críticas de ingleses de baja estofa, que nunca le han visto, predisponen con sus relatos a los turistas pusilánimes: los barcos son regulares, los correos y diligencias excelentes, los caminos pasaderos y las mulas muy seguras; además, las posadas han aumentado y los ladrones han disminuído, tanto, que se necesita mucha ingenuidad para ser engañado o robado. Aquellos, sin embargo, que se desviven por cosas extraordinarias, o desean hacer un capítulo o un cuadro, en una palabra, llevarse una aventura para casa, pueden satisfacer su{88} anhelo alardeando de imprudencia y charlatanería y ofreciendo un cebo tentador, aun cuando se ahorrarían tiempo, molestias y dinero ensayando el experimento mucho más cerca de su país.

Como la mayoría de nuestros lectores viven en una isla, empezaremos por el mar y los barcos.

La «Peninsular and Oriental Navigation Company» expide barcos tres veces al mes desde Southampton a Gibraltar. De ordinario emplean setenta horas en llegar a La Coruña, y aquí se toma el correo directo a Madrid, que efectúa el viaje en tres días y medio. Los navíos son excelentes, con tripulación y maquinaria inglesa. La travesía hasta Vigo se hace en menos de tres días, y el viaje a Cádiz, tocando en Lisboa, rara vez excede de seis. El cambio de clima, paisaje, gentes y costumbres que se observa en esta excursión de una semana es realmente notable. En dejando el Canal de la Mancha se entra en el inquieto Golfo de Vizcaya, en donde el petrel anunciador de tormenta está en su casa y donde el gigantesco oleaje del Atlántico es refrenado primeramente por la barrera férrea de la costa de España, el rompeolas de Europa. Aquí puede verse el Océano en toda su magnificencia y soledad: grandioso en la tormenta, grandioso en calma, tranquilo como un espejo y nunca más admirable que por la noche, cuando las estrellas, en un cielo claro y limpio de niebla, titilan como diamantes sobre aquellos «que abajo navegan en barcos por el mar, y alaban las obras del Señor, y{89} admiran sus maravillas». La tierra desaparece y el hombre tiene conciencia de su debilidad y de su fuerza; una línea muy tenue le separa de otro mundo, a pesar de que ha puesto su mano sobre las olas y ha dominado el Océano, haciéndole el camino del comercio y el lazo de unión de las naciones.

Los buques que navegan por la costa de Levante, desde Marsella a Cádiz, son más baratos; pero en modo alguno son tan buenos, ni aprovechan el tiempo—cosa esencial en los negocios—con regularidad inglesa. Están construídos en el extranjero y tripulados por españoles y franceses. Suelen detenerse un día en Barcelona, Valencia y otras capitales importantes, lo que les proporciona ocasión de aprovisionarse de carbón y de pasar contrabando. Un viajero que lleve prisa puede de este modo hacer una ligera visita a las ciudades del litoral, y así es como los autores que creen enterarse de los países extranjeros con una mirada de águila obtienen materiales para varios volúmenes sobre la historia, artes, ciencia, literatura y carácter de los españoles. Pero, como Mons. Feval observa a propósito de algunos de sus inteligentes compatriotas, no tienen éstos mas que rascarse la cabeza, según la expresión de Horacio, y salen a la luz una porción de volúmenes, hasta encuadernados ya en piel, ni más ni menos que Minerva saliera de la cabeza de Júpiter armada de todas armas.

El Mediterráneo es un mar peligroso y falso, en{90}cantador y falaz como Italia: las turbonadas son repentinas y terribles; en ellas las tripulaciones blasfeman o invocan a San Telmo, según sean sus ideas... Nosotros hemos sido sorprendidos navegando en estas pérfidas aguas en embarcación extranjera y hemos pensado con los españoles, que escapar es un milagro. La hilaridad producida en presencia del guirigay, confusión y procedimientos de los lobos de mar, estaba muy lejos de disipar los temores presentes y futuros. Algunos de nuestros infelices marinos, en un caso de guerra, puede que no escapen a la suerte con que les amenaza este lago francés. Ningún turista sensato deberá hacer el viaje por mar si puede hacerlo por tierra, tanto más cuanto que contemplar las costas de España con un anteojo desde la cubierta y pasar algunas horas en un puerto no es una manera muy satisfactoria de conocer el país.

Las carreteras de España, asunto muy importante para el viajero, son algo de lujo moderno, pues sólo se empezaron a construír con regularidad en tiempo de los Borbones. Los árabes y los españoles, que viajan a caballo y no en coches, tienen suficiente con las magníficas calzadas que los romanos construyeron en toda la Península: hay lo menos veintinueve de primer orden, que eran absolutamente indispensables a una nación de conquistadores colonizadores para mantener sus comunicaciones militares y comerciales. La más importante de todas, que, como la Vía Appia, puede llamarse Reina de los caminos, es{91} la que va desde Mérida, capital de Lusitania, hasta Salamanca. Fué trazada como una muralla ciclópea, y los restos que de ella se conservan con su línea gris granítica, serpenteando a través del yermo fragante, semejan las vértebras de un mammut. Hemos seguido unas cuantas leguas su trazado, que se descubre por las columnas miliarias que emergen de los jarales; aquí y acullá algunos árboles frondosos crecen en el pedregoso suelo, y demuestran el tiempo que aquellos lugares están abandonados a la Naturaleza, que recobra sus derechos desplazando y removiendo los enormes bloques. Festonea las ruinas con guirnaldas de flores y enredaderas, y disimula las grietas y las huellas del tiempo inmemorable o de la negligencia humana como una doncella bonita adorna con diamantes a una marchita viuda. Los arrieros españoles caminan a lo largo de ellas, pero bordeándolos por veredas trilladas en la arena o los guijarros, como si se avergonzaran de pasar por el centro o consideraran que no era necesario un camino tan ancho para su modesto tráfico. Muchas de estas calzadas fueron destruídas por los frailes para edificar conventos, por los burgueses para labrar sus casas o por los militares para levantar fortificaciones: de todos modos, no quedan restos de casi ninguna.

Los caminos medievales de España fueron obra del clero, y aquí, como en muchas partes, los barbudos frailes fueron los exploradores de la civilización; ellos hicieron recto, amplio y fácil el camino que{92} conducía a su convento, a su residencia principal, su milagrosa reliquia, o a cualquier punto de peregrinación que se ofrecía a los devotos: el comercio se combinaba con la devoción, y la codicia con el amor de Dios. Esta imitación de la práctica oriental que es costumbre en la Meca, la confirma la palabra española feria, que significa al mismo tiempo fiesta religiosa y día de fiesta. Aun los santos accedieron a ser protectores de caminos y tomar título de alguno de primer orden. Por ejemplo, Santo Domingo de la Calzada se llamó así por haber sido el primero en trazar un camino que atravesaba una parte de Castilla la Vieja en beneficio de los peregrinos hacia Compostela; y también esta ciudad lleva el mismo honroso título.

Este hecho y su leyenda proporcionaron a Southey asunto para un romance festivo. Habiendo el santo terminado su jornada se hospedó en una posada o venta cuya Maritornes enamoróse de un hermoso peregrino, el cual resistió la tentación. Despechada ella deslizó unas cucharas en la alforja del nuevo José, que acusado de robo fué arrestado por el alcalde y ahorcado en el acto. Algún tiempo después, sus padres pasaron por donde estaba el cuerpo y oyeron que les llamaba y les decía que era inocente y que estaba vivo y sano por mediación del santo ingeniero; en consecuencia, inmediatamente se dirigieron a casa del feroz alcalde para proceder contra él. En aquel momento el hombre se disponía a engullir dos aves{93} asadas, y al oír la queja de los que llegaban dijo, señalando a su vianda: Lo mismo podéis decir que este gallo cacarea. En el momento el gallo cacareó y fué llevado a la catedral con su gallina. Desde entonces todos los años cría dos pollos esta respetable pareja, de la cual cualquier viajero ornitólogo aseguraría que era propia para el Jardín Zoológico. El gallo y la gallina fueron conservados cuidadosamente junto al altar mayor y con sus plumas blancas adornaban el sombrero los peregrinos. Los viajeros prevenidos deberán, sin embargo, poner entre sus provisiones un par de pollos comunes, porque se dice que el hambre camina hacia Logroño.

En este país de milagros, anomalías y contradicciones, las carreteras de Compostela son hoy detestables. En otras provincias de España llaman a la Vía Láctea el Camino de Santiago, pero los gallegos, que saben por experiencia que los suyos son los peores del mundo, llaman a la Vía Láctea El Camino de Jerusalén, cosa que seguramente no es. Los poetas antiguos atribuían este fenómeno a algunas gotas de leche derramadas del pecho de Juno.

Los caminos de Galicia, a pesar de la protección de Santiago—substituto del romano Hermes—, al igual que la Vía Láctea en el cielo tienen muy poco que agradecer a los cuidados humanos. El deán de Santiago, en virtud de su cargo y dignidad, es el encargado de su custodia y su protector especial. Pero el capítulo se preocupa más bien ahora de suavizar{94} el paso hacia un mundo mejor, habiendo así degenerado con respecto a sus antepasados, cuyo principal objeto era construír vías para los peregrinos; desde la desaparición de las ofrendas de los Hadjis[18] poco o nada se ha hecho en esta ruta de los portazgos.

Algunos de los más hermosos caminos de España conducen a los reales sitios o residencias particulares del rey o serpean alguna montaña elevada con un monasterio en la cumbre, como Montserrat. Se tenía en cuenta la comodidad del déspota, haciendo caso omiso de la de los súbditos; el sultán era el Estado, España su dominio y los españoles sus siervos, y todos sometidos igualmente, pues, como en Oriente, la perfecta igualdad entre unos y otros era resultado de la inmensa superioridad del señor. Así, mientras él corría rápidamente al trote de un hermoso tronco, por un camino tan firme y llano como una bolera, hacia una residencia de verano, la comunicación entre Madrid y Toledo, la ciudad que alumbrara el sol el mismo día que Dios le creó, es una vereda con una cuarta de barro en invierno y una nube de polvo en verano, y cuyo trazado cambió a gusto de los ganados y arrieros que transitan por ella. Y es que la realeza de los Borbones nunca visita esta capital viuda de los godos. El camino, por lo tanto, está lo mismo que se construyó, si no antes de Adán, por lo{95} menos antes de Mac-Adam[19]. Ahora se trata de hacer una carretera que ya está empezada; cuándo se terminará es cosa difícil de averiguar.

La Iglesia, que comparte con el Estado el Poder, siguió el ejemplo real de mirar sólo a la propia comodidad en lo tocante a vías de comunicación. Ni se podía esperar que en un país cálido, los religiosos-hombres cuyo abdomen solía ser prominente y colgante, trepasen como cabras por veredas pedregosas y areniscas, ni ascendiesen a los montes, que parece tocan al cielo, con la misma ligereza que sus plegarias. En España siempre se ha tenido más en cuenta el alma que el cuerpo de los hombres o las patas de los animales. Considerando los sufrimientos de estos cuadrúpedos, máquinas de sangre, como los llaman, y aún más la indiferencia y el derroche de la vida de los bípedos, parece como que un hombre no tiene ningún valor hasta después de la muerte; pero entonces, ¡qué admirables artificios para un rápido viaje de su alado espíritu, primero al purgatorio, para salir de allí de nuevo, y luego, de etapa en etapa, conducirle al final de la jornada y a un descanso bienaventurado! Más dinero se ha empleado así en misas que hubiese costado llenar España de ferrocarriles, aun hechos con la magnificiencia y derroche de los ingleses.{96}

Volviendo a los caminos peninsulares, diremos que las líneas principales están muy bien trazadas. Estas arterias geográficas, que forman la red de comunicaciones del país, arrancan por lo común de Madrid, que es el centro del sistema. El espíritu ingeniero de Luis XIV fué heredado por sus descendientes españoles, y durante los reinados de Carlos III y de Carlos IV se establecieron muchas comunicaciones entre la capital y las principales ciudades. Estos arrecifes y caminos reales fueron planteados casi con excesivo lujo en cuanto a anchura, sostenes y, en general, en toda la ejecución. La carretera de La Coruña, especialmente después de León, puede compararse con cualquiera de Europa. Cuando los españoles hacen una cosa la hacen en grande, y, en este caso, el gasto resultó tan enorme que el rey preguntó si se había empedrado de plata, aludiendo a la corrupción española del viejo romance vía lata en camino de plata. Esta y algunas otras se construyeron hace cincuenta o setenta años, y muchas, siguiendo el sistema de Mac-Adam, el cual ha conseguido que los caminos de Inglaterra sean completamente otra cosa de lo que habían sido antes de adoptarse tal sistema. La guerra de la Península tendió a estropear las carreteras españolas, pues se destruyeron puentes y otras obras de fábrica por conveniencias militares. El estado lastimoso de la Hacienda y las revueltas constantes han demorado las reparaciones costosas; sin embargo, las de primer orden{97} están tan bien construídas como al principio, y a despecho de las injurias de la guerra, las rodadas y el abandono, pueden considerarse tan buenas como muchas del continente y son mucho más agradables para el viajero por no tener empedrado. Las carreteras en Inglaterra han mejorado tanto últimamente y son tan a propósito para compararlas con las de cualquier otra nación, que olvidamos que España hace cincuenta años estaba mucho más adelantada en esto y en muchas otras cosas. España ha permanecido firme en lo que en otros países se ha pasado; se ha parado en su antiguo sistema, se ha aferrado al áncora del prejuicio, mientras nosotros hemos progresado y, naturalmente, hoy aparece a la zaga en muchas cosas que ella misma puso a la moda en Inglaterra.

Las carreteras reales comienzan en Madrid y van hasta las ciudades fronterizas y los puertos. La capital puede compararse con una gran araña, pues es el centro de la red de la Península. Estas líneas divergentes en forma de abanico bastan para los que sólo tratan de ir a un punto determinado; pero la comunicación interior entre unos sitios y otros no existe en modo alguno. Esta escasez y especial condición de las carreteras españolas explica los pocos lugares del país que son usualmente visitados por los extranjeros, los cuales—en particular los franceses—toman un camino trillado, la carretera, y la siguen unos detrás de otros, como los gamos silvestres; vi{98}sitan Burgos, Madrid y Sevilla; después hacen una excursión en barco a Cádiz, Valencia y Barcelona, y ya creen que han dado la vuelta a España. Luego llenan el mundo con volúmenes, que repiten una y otra vez lo que ya sabemos, mientras lo realmente rico y raro, lo desconocido y permanente, los sitios hispanoárabes verdaderamente son pasados en silencio por todos, excepción hecha de algún aficionado a aventuras pintorescas que, cual nuevo Don Quijote, se arriesga por ellos.

Los demás caminos en España son malos, pero no mucho más que en otras partes del continente, y pueden utilizarse de modo tolerable con tiempo seco. De ellos, unos son practicables para carruajes y otros son únicamente caminos de herradura, por los cuales no hay que pensar ni pasar sino a caballo o a pie; cuando estas veredas son demasiado malas se las compara a las sendas de perdices. Los atajos son rara vez tolerables; lo mejor es procurar ir siempre por la carretera, pues, como solemos decir en Inglaterra, el camino más largo es el que mejor nos conduce a casa, y según reza el refrán español: No hay atajo sin trabajo.

Todo esto parece de poca importancia; pero aquellos que adopten las costumbres del país no hallarán inconveniente alguno en alcanzar el fin de su jornada, porque donde las leguas y las horas son términos sinónimos—la hora española es la pesada stunde alemana—la distancia se regula por la luz del día.{99} Los caminos de herradura y los viajes a caballo, los antiguos sistemas de Europa, son muy españoles y orientales, y para la gente que camina a lomos de caballos o mulas, el camino es lo de menos. En las provincias arrinconadas de España los habitantes son pobres agricultores a quienes nadie visita; tampoco ellos salen nunca mucho más allá del humo de sus chimeneas. Cada familia provee a sus modestas necesidades: con poco dinero para procurarse lujo alguno, se alimentan y visten, como los beduínos, con los productos de sus campos y de sus rebaños. Apenas hay comunicación con personas de fuera; la feria vecina es el comercio donde adquieren lo que les falta, y algún que otro capricho, o bien los buhoneros, que caminan con sus mulas de pueblo en pueblo, y mejor los contrabandistas, que son el tipo y los dueños del verdadero comercio en las tres cuartas partes de la Península. Es admirable lo pronto que un viajero bien montado se acostumbra a ir a caballo, y lo fácilmente que se reconcilia con una clase de caminos que asustan al principio a los avezados a las carreteras, pero que llegan a considerar como muy propios para los fines del sitio en que se hallan enclavados y de la gente que los utiliza.

Diremos algo acerca de los ferrocarriles españoles, pues la manía de Inglaterra ha traspuesto el Pirineo, aun cuando sea más de palabra que de hecho. Es cierto que se dice que no hay ferrocarril en ninguna de las ciudades del nuevo y el viejo mundo en{100} las que se habla español, y probablemente por inconvenientes que no serán los filológicos. En otros países, las carreteras, los canales y el comercio, preceden a la vía férrea, y en España parece que ésta ha de ser la precursora. De este modo, por la tendencia nacional a la desconfianza y a retrasar las cosas todo lo posible, España se ahorrará los gastos y molestias de estos sistemas intermedios y pasará de un salto del estado medieval a las comodidades y satisfacciones de Gran Bretaña, el país de los viajeros incansables. En este momento se habla mucho de ferrocarriles, y se han publicado una porción de documentos oficiales y particulares, según los cuales, «todo el país será atravesado en el papel por una red de rápidas y comodísimas comunicaciones» que contribuirán a crear una «perfecta homogeneidad en los españoles». Y si grande ha sido el hercúleo trabajo de la máquina de vapor, esta amalgama de la ibérica cuerda de arena remataría dignamente, sin duda, todos los esfuerzos.

Ocuparía demasiado espacio la descripción de las líneas en proyecto, y ya se hablará de ellas cuando estén construídas. Baste decir que casi todas ellas se harán con hierro y oro ingleses. Este extranjerismo puede ofender al orgulloso español, al españolismo, y el poder de resistencia y el horror al cambio, empujados por el vapor inglés, pueden estallar con la fuerza de la Revolución Francesa. Nuestros especuladores quizá puedan demostrar que España es un país que{101} no ha sido hasta ahora capaz de construír o sufragar los gastos de caminos y canales suficientes por su pobre y pasivo comercio y su escasa circulación. Las distancias son demasiado grandes y el tráfico demasiado pequeño para hacer fácil el ferrocarril; y, de otra parte, la formación geológica del país ofrece dificultades que, de haber tropezado con ellas en el nuestro, se hubiese puesto a prueba la ciencia y habilidad de muchos ingenieros. España es un país montañoso, y por todas partes se elevan barreras enormes que separan unas provincias de otras. Estas poderosas sierras, coronadas de nubes, son sólidas masas de durísima piedra, y si alguna vez se intenta perforarlas constituirá un trabajo digno de topos. No sería más difícil cubrir el Tirol y Suiza con una red de líneas llanas; y los que han sido cogidos en la red de que antes hablábamos, pronto lo descubrirán a costa suya. El desembolso de ella estaría en razón inversa de su remuneración, pues el uno sería enorme y la obra mezquina. Puede que el parto de estas montañas sea de un muy ratonil interés y aun éste «aplazado».

España, además, es un país de dehesas y despoblados: en estas llanuras salvajes, los viajeros, el comercio y el dinero son escasos, y aun Madrid, la capital, carece casi en absoluto de industrias y recursos, y es más pobre que muchas de nuestras provincias. El español, criatura rutinaria y enemiga de innovaciones, no es aficionado a viajar; apegado a su terruño por{102} naturaleza, odia el movimiento tanto como un turco, y tiene particular horror a ser apremiado; por consiguiente, una mula al paso ha sido suficiente para todas las necesidades de traslación de hombres y bienes. ¿Quién, pues, hará la obra, aun cuando Inglaterra sufrague los gastos? Los naturales unen, a la antipatía ingénita que sienten por el trabajo, el odio a ver afanarse al extranjero, aun cuando sea en servicio suyo, con el empleo de su dinero y su energía en una empresa ingrata. Los aldeanos, como siempre han hecho, se alzarán contra el extranjero hereje que viene a «chupar» la riqueza de España. Suponiendo, no obstante, que con la ayuda de Santiago y de Brunel la obra fuese posible y se llegase a realizar, ¿qué podría hacerse para protegerla contra la fiera acción del sol y contra la violencia de la ignorancia popular? El primer cólera que visite España será señalado como pasajero del ferrocarril por los destituídos arrieros, que asumen ahora las funciones del vapor y de la vía. Ellos constituyen una de las clases más numerosas y típicas de España, y su sistema es una muestra legítima de la caravana semioriental. Nunca consentirán que la locomotora luterana les quite el pan: privados de medios de ganar la vida, ellos, como los contrabandistas, tomarán otro camino y se convertirán en ladrones o en patriotas. Muchas y muy largas y solitarias son las leguas que separan una ciudad de otra en estos inmensos desiertos de la despoblada España, y no sería suficiente una protección militar para{103} amparar la vía contra la guerra de guerrillas que habría de emprenderse. Un puñado de enemigos en cualquier llanura cubierta de monte bajo podría, en un momento, interceptar la vía férrea, detener el tren, inutilizar al fogonero y quemar la máquina con su mismo fuego, particularmente si se tratara de un tren de mercancías. ¿Cuál ha sido, por otra parte, la recompensa que ha obtenido el extranjero en España, sino la informalidad y la ingratitud? Se le utilizará hasta que, como en Oriente, los naturales crean que dominan su arte, después se abusará de él, se le expulsará y se le pisoteará; ¿y quién se encargará entonces de sostener y llevar adelante la costosa empresa? Seguramente no será el español, en cuyo pericráneo están sin desarrollar las protuberancias de la mecánica y la ingeniería.

Las líneas más aseguradas contra el fracaso serán las más cortas y las que atraviesan una comarca llana de producciones naturales, tales como el aceite, el vino y el carbón. Ciertamente, si la vía férrea en España llega a ser tendida mediante el dinero y la ciencia de Inglaterra, la merced será digna de la reina del Océano y del conductor de la civilización en el mundo. ¡Y qué cambio se operará en el espíritu de la Península! ¡Cuántas siestas enervantes se interrumpirán por el chirrido y el jadear del monstruo! ¡Cómo se abrirán los sellos del hermético país! El enclaustrado obscuro que sólo sueña con los tesoros del cielo se iluminará con el centelleo del fuego diabó{104}lico del vigilante adorador del dinero. Los buhos huirán asustados; los murciélagos saldrán de sus escondrijos; las abejas, las mulas y los asnos serán espantados, atropellados e inutilizados. Todos los que quieran a España y, como el autor, rueguen diariamente por su prosperidad, deben esperar que sea un hecho esta «red de vías férreas»; pero deben tener especial cuidado, al mismo tiempo, de no invertir ni un céntimo en la importante especulación.

Los recientes resultados han demostrado durante este año lo que se profetizó el año anterior en el Manual: nuestros agentes e ingenieros fueron recibidos por los españoles con honores casi divinos: tan obsequiados fueron con adulaciones y cigarros. Las acciones fueron instantáneamente suscritas, y se nombraron directores, con nombres y títulos más largos que las líneas proyectadas, y se aceptaron con agradecimiento las menores dádivas:

«L’argent dans une bourse entre agréablement;
mais le terme venu, quand il faut le rendre,
c’est alors que les douleurs commencent à nous prendre.»

Cuando llegó el momento de hacer efectivos los primeros plazos, los accionistas españoles dejaron un tanto que desear: se negaron en redondo, cosa no rara en la Península, donde siempre ha sido más fácil prometer que cumplir. En la única línea que al pre{105}sente parece ir adelante, la de Madrid a Aranjuez[20], el primer paso fué prescindir de todos los ingenieros y braceros ingleses, so pretexto de proteger el talento y la industria de los del país mejor que los de los extranjeros. Muchos de los procedimientos ingleses rayarían allí en el ridículo o servirían de mofa a algunos avisados especuladores. Los capitalistas de la City nos inspiran lástima; pero si su plétora de riquezas necesita de sangrías, en ninguna parte encontrarán mejor medio de hacerlas que en España. ¡Qué diferencia entre algunas liquidaciones y memorias finales, y los grandilocuentes y magníficos programas publicados como un cebo para John Bull, que esperaba, o verse rechazado de un golpe, o elevado desde su tienda a un trono, y a quien se le ofrecía «un medio para hacerse más rico de lo que puede soñar un avaro!» Para presentar algún ejemplo que apoye nuestros asertos, diremos que los directores en Londres de la Royal Valencia Company, hicieron saber, por medio de anuncios, en julio último, que sólo necesitaban 240 millones de reales para poner en comunicación el puerto de Valencia (que no tiene puerto) con la capital, Madrid, que tiene 800.000 habitantes (que no llegan a 200.000). Sólo un párrafo parecía obscuro en el brillante cuadro de los beneficios venideros: «La línea aun no ha sido recorrida{106} minuciosamente». Esto quizá hubiese puesto al noble marqués cuyo atractivo nombre encabeza la lista del Comité provisional, en el aprieto de aquel viajero de Sterne, a quien, habiendo hecho la observación de cuántas mejores cosas se hacían en el continente que en Inglaterra, le preguntaron: «Caballero, ¿ha estado usted allí alguna vez?»

Otro proyecto aún más difícil se hizo público para unir Avilés, situado sobre el Atlántico, con Madrid, a pesar de los Alpes asturianos y de las montañas del Guadarrama. El autor de este ingenioso plan debía recibir 40.000 libras por su cesión de un plano a la Compañía, y sólo ha recibido 25.000, que teniendo en cuenta las dificultades naturales y las imprevistas, puede considerarse una cantidad poco remuneradora. Aun cuando en el programa original constaba que la línea había sido recorrida y no presentaba ninguna dificultad de construcción, se creyó prudente obtener alguna noción exacta de las localidades en que se había de trabajar, y fué enviado sir Joshua Walmsley con personal competente a atisbar el país, aunque la vieja costumbre judía era más bien hacer eso antes que después de contraer ningún compromiso serio. El espíritu soñador de Londres sufrió una gran decepción al descubrir que el país que ellos creían llano como el mapa de Arrowsmith, en el prospecto presentaba obstáculos tan insignificantes para la vía férrea, como varias leguas de cordilleras cuyas cumbres alcanzaban de{107} 6.000 a 9.000 pies de altura y estaban cubiertas de nieve durante unos cuantos meses del año. Esto fué un desengaño completo. El artículo relatando lo ocurrido en la reunión extraordinaria (Morning Chronicle, 18 de diciembre de 1845) debió imprimirse en letras de oro, pues él dió la voz de alerta a nuestros confiados compatriotas. Entonces el presidente observó con idéntica naïveté que sentimiento, que «si hubiera sabido antes lo que sabía ahora, habría sido el último en emprender la obra de un ferrocarril en España». Esta experiencia le costó, según dijo, 5.000 libras, que es demasiado pagar por un pito de ferrocarril español. Por cinco libras podía haber comprado las obras de Townshend y del capitán Cook, y nuestra modestia nos priva de citar otro libro rojo[21], en el cual estos lugares, estos espléndidos Alpes, están descritos por personas que los han paseado, o más bien escalado. En otra reunión de otra Compañía de ferrocarriles españoles, celebrada en Londres el 20 de octubre de 1846, otro director declaraba haberse enterado de «un hecho del que no se le había advertido nada antes: que era imposible cruzar los Pirineos».

Entretanto el Gobierno de Madrid había exigido 30.000 libras como fianza. Y es que la cautela no es condición de nuestros capitalistas, en el momento en que el dinero que les sobra se les sube a la cabe{108}za, y la consecuencia natural es la pérdida de éste y del sentido común. Pero el sino de las cosas de España es ser juzgadas siempre por personas que nunca han estado allí, y que además no sienten pudor alguno al poner de manifiesto la indecente desnudez de su ignorancia geográfica. Cuando el loco guía al ciego, guarda zanja y guarda cerro.{109}

Capítulo VI.

En España se introdujo un sistema de posta para el despacho de las cartas y la distribución de correos en tiempo de Juana y Felipe, o sea, casi al final del reinado de nuestro Enrique VII, siendo así que en Inglaterra apenas se había establecido servicio semejante hasta el gobierno de Cromwell. España, que en esto, como en muchas otras cosas, estuvo un tiempo a la cabeza, ahora se ve obligada a copiar las novedades de aquellas mismas naciones a las que instruyera antes, como ocurre con los viajes en coches públicos o particulares.

El correo está organizado como en la mayoría de los países del continente; la distribución suele ser regular, pero no diaria: sólo dos o tres veces por semana. Las autoridades tienen pocos escrúpulos en abrir cartas privadas cuando las consideran sospechosas. Será conveniente que el viajero, por lo tanto, se abstenga de manifestar por escrito sus opiniones{110} acerca de los Poderes públicos. Los españoles han sufrido muchas perturbaciones; las guerras civiles les han hecho desconfiados y muy cautos en su correspondencia por aquello de que cartas cantan.

Se sufren las molestias usuales en el continente para obtener caballos de posta, por ser su monopolio del Gobierno. Hay que llevar un pasaporte, una orden oficial o un salvoconducto, etc., y además someterse a una porción de reglas según el número de pasajeros, caballos, equipaje, clase de carruaje, etcétera, etc. Estas y otras mil trabas y dificultades parecen ser obra de la burocracia, que trata por todos los medios de que se viaje lo menos posible.

Los caballos de posta y las mulas se pagan a razón de siete reales por jornada. Los postillones españoles, especialmente si se les paga bien, conducen a paso muy vivo, muchas veces al galope, y no se detienen fácilmente, ni aun cuando lo desee el viajero; parece que no alientan otro afán que llegar pronto a su destino, para gozar de la delicia de no hacer nada, y, para conseguirlo, atropellan por todo. Cuando, por fin, el ganado arranca, el pasajero se siente lo mismo que una lata atada a la cola de un perro rabioso o a una cometa. Los animales feroces no se ocupan de él más que si fuese Mazeppa; así es que el dinero hace andar a la yegua y a su conductor, y éste es un medio tan seguro en España como en cualquier otro país.

Otro modo de viajar es a caballo acompañado por{111} un postillón, también montado, que se cambie con el tiro en cada relevo. Es una forma más expeditiva, pero más fatigosa, y que, como el correo tártaro en Oriente, ha prevalecido mucho tiempo en España.

De esta suerte fué nuestro Carlos I a Madrid bajo el nombre de John Smith, con el que no era fácil que le identificaran. La delicia de Felipe II, que se jactaba de gobernar el mundo desde El Escorial, era recibir noticias frecuentes y frescas, y este deseo de oír algo nuevo es aún característico en el Gobierno español. Los correos de gabinete tienen la preferencia para tomar caballos en los relevos. Las distancias que deben recorrer están reguladas y un número de leguas determinado deben hacerlo en cierto tiempo; para estimularles, se les paga cierta cantidad más de lo convenido por cada hora que ganen en el tiempo que de antemano se les prefine, de aquí la expresión vulgar ganando horas que equivale a nuestro «post haste—haste for your life».

Los ricos suelen viajar usualmente en las diligencias, que están de moda desde que se introdujeron en tiempo de Fernando VII. Antes de ser permitidas definitivamente, hubo grandes discusiones y se hicieron objeciones semejantes a las opuestas por el difunto papa cuando la introducción del ferrocarril en los estados de Su Santidad; se decía que con estas facilidades vendrían los extranjeros, y con ellos la filosofía, la herejía y otras innovaciones contrarias a la sabiduría de los antiguos españoles. Estos escrúpu{112}los se disiparon interesando ampliamente al monarca en los beneficios. Ahora que ha desaparecido el monopolio real, se han formado varias Compañías en competencia. Este modo de viajar es el más barato, el más seguro y no parece indigno de la «gente bien», pues la realeza misma viaja en estos coches. El infante D. Francisco de Paula constantemente alquila toda la diligencia para trasladarse él y su familia desde Madrid a un puerto de mar; y una de las razones que con toda seriedad dió D. Enrique de no haber venido a casarse con la reina, fué que Su Alteza Real no pudo encontrar sitio en la diligencia por estar completamente llena. Los coches públicos de España son tan buenos como los de Francia, y la gente que viaja en ellos, generalmente más respetable y mejor educada. Esto se debe en parte al gasto, pues aun cuando los precios no son demasiado altos, siempre resultan algo caros para la mayoría de los españoles, de lo que resulta que los que viajan en diligencia son las clases que en otros países lo hacen en posta. De todos modos hay que convenir en que cualquier viaje en los carruajes públicos del continente resulta muy incómodo para los que están habituados a coche propio; y por muchas precauciones que se tomen, las jornadas corrientes en España, de trescientas a quinientas millas de una tirada, pocas señoras inglesas podrían resistirlas y aun los hombres las soportarían por necesidad, pero no las emprenderían por gusto. El correo está organizado como las malle-poste{113} francesas y ofrece un medio seguro y rápido de viajar a los que pueden soportar las sacudidas, los choques y el traqueteo de un recorrido largo sin detención alguna. Las diligencias son también imitación de los armatostes franceses, sin que se encuentre en ellos la pulcritud, la comodidad, el buen movimiento, la exactitud y las infinitas facilidades del modelo inglés. Estas cosas cuando pasan el Estrecho se modifican con el desprecio del continente por las cosas de estilo; la baratura, que es gran principio, hace que prefieran los arreos de cuerda a los de cuero, y un carretero a un cochero bueno. También existen una porción de trabas, y estos absurdos burocráticos y la pesadez de los coches se hacen insoportables para los libres ingleses. Los «guardas» existen realmente: son unos hombretones recios, pintorescos en el indumento y en las armas y muy semejantes a los salteadores de caminos. A decir verdad, no hay gran error en la comparación, pues algunos de ellos antes de ser indultados y puestos a sueldo, se han apoderado de más de una bolsa en el camino real; pero la primera impresión es de individuos espléndidos que bien valen por unos cuantos alguaciles. Van provistos de un completo arsenal de espadas y trabucos, tanto que estas máquinas que ruedan por las inmensas llanuras, parecen un buque de guerra y se suelen comparar con una ciudadela en marcha. Además, en ciertas comarcas sospechosas, una escolta montada de individuos igualmente sospechosos, galopan{114} alrededor de los coches, y tampoco está completamente olvidada la primitiva práctica de untar la mano, y de todas estas admirables precauciones resulta que rara vez o nunca son robadas las diligencias, aunque, sin embargo, la cosa es posible.

Toda esta guarnecida arca de Noé está colocada bajo el mando del mayoral o conductor, que, como todo español investido de autoridad, es un déspota, y, sin embargo, como ellos, asequible a la influencia conciliadora del soborno.

Él regula las horas de trabajo y descanso. Las dedicadas al último (¡bendito quien lo inventó!, decía Sancho) son poco seguras; dependen del adelanto o retraso de la diligencia en sus etapas y del estado del camino, pues todo el tiempo que se pierde por unas u otras causas se gana hurtándolo al descanso. Una de las muchas ventajas del viaje en diligencia es la seguridad de detenerse en las mejores posadas; y es muy general entre la gente que viaja por otros medios preguntar en todas las ciudades cuál es la posada donde se detiene la diligencia. De Madrid suelen enviarse gentes para preparar las casas, los cuartos, las cocinas y proveer a todo lo necesario para el servicio de mesa, y también hay cocineros que se dedican a enseñar a los hosteleros a preparar y presentar bien una comida. De este modo en pueblos en los cuales hace poco desconocían en absoluto el uso del tenedor, hoy se encuentra una mesa limpia, abundante y bien servida. El ejemplo{115} dado por las posadas de diligencia ha producido buenos efectos, pues ha venido la competencia y con ella la implantación de ciertas comodidades desconocidas hasta ahora de los españoles, cuya carencia de toda clase de comodidades dentro de casa, y admirable estoicismo para las privaciones de todas clases en viaje, son verdaderamente orientales.

En algunas de las nuevas Compañías está incluído todo en el precio del billete: a saber, viaje, postillones, posadas, etc., etc., cosa muy conveniente para el forastero y que le hace ganar dinero y energía. Un capítulo en la diligencia es tan típico en todos los relatos de un viaje por la Península como una corrida de toros o una aventura de bandidos, cosas de gran salida en nuestro mercado. Indudablemente, en las largas distancias que se recorren en España, durante las cuales van encajonados hombres y mujeres tres o cuatro días mortales (con sus noches correspondientes), el asunto se desarrolla y hay oportunidad de apreciar costumbres y carácter; la comedia o la tragedia puede tener tantos actos como días el viaje. En general el orden que se observa en el transcurso del día es el siguiente: el desayuno, que se toma muy de mañana, consiste en una jícara de chocolate espeso, que siendo la bebida preferida por la Iglesia y permitida incluso los días de ayuno, es tan nutritivo como delicioso. Suele acompañarse con unas rebanadas de pan tostado o frito, y detrás se toma un vaso de agua fría, costumbre que no aban{116}donará jamás nadie que esté bien con su hígado. Después de rodar un número determinado de leguas, cuando los pasajeros están bien magullados y hambrientos, se sirve un buen almuerzo de tenedor, semejante en un todo a la comida que ha de hacerse por la noche; la mesa es abundante y excelente para los aficionados al ajo y al aceite. Los que no gusten de ellos tendrán que atenerse al pan y los huevos, que son muy buenos; el vino es por lo regular color de púrpura y algunas veces sirve como vinagre para la ensalada, del mismo modo que el aceite se emplea en los guisos y en la lámpara; una mala comida, sobre todo si la cuenta es alta y el vino agrio, no es cosa para endulzar los caracteres de los pasajeros; se aficionan a pendencias, y si tienen la suerte de alguna escaramuza con ladrones, ello servirá para dar rienda suelta al malhumor.

A boca de noche, después de cenar, se pueden tener unas horas de descanso, según lo que el mayoral y ciertos armoniosos y alados voltigeurs permitan. Las camas son sencillas y limpias; algunas veces los colchones parecen sacos de nueces, pero no hay mejor almohada que el cansancio; por lo general hay dos, tres o cuatro camas en las habitaciones, según el tamaño de éstas. El viajero debe apalabrar la suya en el momento de llegar, y si es mediana conformarse con ella, pues de lo contrario es fácil que duerma en otra peor. Comúnmente no es difícil procurarse una habitación sola o, cuando menos, escoger los{117} compañeros. Además, los españoles de todas clases son muy corteses con las señoras y con los extranjeros, y con una gratificacioncita dada de antemano a la doncella o al camarero casi siempre se allanan las dificultades. En ésta, como en muchas otras ocasiones, en España la mayor parte de las cosas se consigue con buenas maneras, una sonrisa, un chiste, un refrán, un cigarro o un pequeño soborno, que aun cuando nombrado en último término, no es en modo alguno el menor recurso, puesto que tiene la condición de ablandar el corazón más duro y de disipar todas las dificultades, en el punto en que ya las palabras no sirven para nada, pues como rezan los proverbios castellanos: Dádivas quebrantan peñas y entran sin barrena, y más ablanda dinero que palabras de caballero. La manera de guiar en España es tan distinta de nuestro modo de manejar las riendas, que merece explicarse.

Para los que no pueden llegar hasta la diligencia hay otros medios de comunicación más genuinamente españoles e incómodos. Pueden compararse con las comodidades de que gozan los vagones para hombres y animales, señalados como pasajeros de tercera por los reyes del monopolio de nuestros ferrocarriles, los cuales han usurpado el camino de su majestad y saquean a sus súbditos en virtud de un acta del Parlamento.

Primeramente citaremos la galera, que hace honor a su nombre, y hasta los que no dan importancia{118} ninguna a su tiempo ni a sus huesos, después de unas cuantas horas de aquel traqueteo y suplicio no tienen más remedio que exclamar: que diable allais-je faire dans cette galère? Estas máquinas de tortura van periódicamente de ciudad en ciudad y constituyen la principal comunicación y el único medio de transporte entre poblaciones de segundo orden; no son muy diferentes del carro clásico, rheda, en que, según podemos leer en Juvenal, viajaba Fabricio con toda su familia. En España estos primeros medios de locomoción se han estancado, a pesar del progreso y los adelantos de su época, y nos hacen volver la vista a nuestro Jacobo I y a los relatos de Fynes Moryson sobre «los carros cubiertos que sirven para llevar a la gente de pueblo en pueblo, pero este modo de viajar resulta muy molesto, pues hay que tomar el carro temprano y se llega tarde a las posadas. Nadie más que las mujeres y la gente de inferior condición viaja de esta suerte». Esto es lo que ocurre hoy en España.

La galera es un carro grande sin muelles; los lados van forrados de estera, y debajo lleva una red abierta como en los calesines de Nápoles, en la cual duerme y gruñe un terrible perro, que hace guardia de cerbero sobre los pucheros de hierro, cedazos y otros utensilios propios del gitano, y con el que nunca pueden hacerse migas. Hay galeras de todos tamaños, pero cuando es más grande de lo común se llama tartana, una especie de carro cubierto con{119} toldo, que es muy común en Valencia y que, sin duda, se denomina así por una embarcación pequeña del Mediterráneo que lleva el mismo nombre. La carga y partida de la galera cuando la alquila una familia que va de traslado, son únicas de España. El equipaje pesado se coloca el primero, y encima de todo, las camas y los colchones, sobre los cuales la familia entera descansa en admirable confusión. La galera es muy usada por los «pobres estudiantes» españoles, únicos en su clase, llenos de andrajos y de desvergüenza; sus aventuras tienen forma de ser muchas y pintorescas y recuerdan algunos de los «incidentes de carruaje» de las novelas de Roderick Random y de Smollet.

La civilización, en lo que se refiere a transportes, está en España aún a muy bajo nivel, a pesar de las infinitas revoluciones políticas. Excepto en algunas grandes ciudades, los risibles vehículos nos recuerdan aquellas caricaturas que tanto nos divirtieron en París en 1814. En Madrid, incluso después de la muerte de Fernando VII, el Prado, su paseo, estaba lleno de coches antediluvianos, cocheros grotescos y lacayos parejos, que nosotros hubiéramos llevado al Museo Británico como curiosidad. Desgraciadamente para pintores y autores, hoy han desaparecido y se han reemplazado por malas imitaciones francesas de los buenos originales ingleses.

Como los coches típicamente españoles se construyeron en tiempos remotos y antes de la invención{120} de los estribos plegables, la subida y bajada a ellos se facilitaba mediante un escaño de tres patas, que se suspendía junto a la portezuela mediante tres correas, como se representa en los jeroglíficos egipcios de hace cuatro mil años; un par de orejudas mulas, esquiladas de modo pintoresco, era conducido por un postillón jubilado, con grandes botas de montar y un formidable sombrero de hule. En coches de esta guisa hemos visto muchas veces a los más linajudos nobles españoles tomando el aire y el polvo con su acostumbrada seriedad. Estos lentos carruajes de la vieja España fueron descritos irónicamente por la joven América; tales son las alzas y bajas de naciones y vehículos. España ha descubierto América, y en cambio es ahora el blanco de sus burlas porque no puede ir a la cabeza de ella. Del mismo modo las cenizas del gran Alejandro pueden servir para tapar un boquete, y nosotros también nos unimos a coro de burlas olvidando que nuestros antepasados (véase la Maid of the Inn, de Beaumont y Fletcher) hablaban de «apresurarse en colchones de pluma que se trasladaban de un lado a otro en carrozas españolas de cuatro ruedas».

Los carros y demás medios de locomoción rural y de labranza no han progresado mucho más en España: cuando no orientales, son romanos, primitivos en forma y materiales: siempre chocantes, pintorescos e incómodos. El labrador, por regla general, labra la tierra con un arado que no varía nada del inventado{121} por Triptolemo, trilla en la misma forma que describe Homero, y transporta su cosecha siguiendo fielmente las reglas de las Geórgicas. La obra de hierro es cosa desconocida casi, y a ambos lados de los Pirineos van unos cuantos siglos detrás de Inglaterra; absurdas tarifas prohiben la importación de nuestros instrumentos, buenos y baratos, para proteger sus efectos, malos y caros, y así la pobreza y la ignorancia se perpetúan.

Los carros en las provincias del noroeste son la plaustra, de sólidas ruedas, el romano tympana, que consiste en simples círculos de madera, sin radios, muy semejantes a piedras de molino o a queso parmesano: exactamente iguales a los usados por los egipcios, como vemos en los jeroglíficos, y sin duda alguna parecidos a los que enviara José a buscar a su padre, las cuales se usan por los habitantes de Afganistán y otros atrasados constructores de vehículos. Toda la rueda se mueve de una vez con un triste chirrido; los carreteros, cuyos oídos están tan embotados como sus dientes, son muy aficionados a este agudísimo chirrio (del árabe charrar, hacer ruido), al cual llaman música, y les agrada porque es barato y encuentran un placer en oírle. Escuchándola pueden figurarse que aúllan lobos, braman osos o es el mismo diablo, como dice Don Quijote, pues la rueda de Ixión, a pesar de estar condenada al infierno, nunca se quejó más lastimera. El lúgubre sonido sirve, como las campanas de nuestros carreteros, para avisar a los{122} otros, los cuales, en desfiladeros y en gargantas donde no pueden pasar dos carros, se guían por él para esperar hasta que el paso esté libre.

Hemos reservado algunos detalles del modo de guiar para el coche de colleras, que es el verdadero coche de España, en el cual hemos realizado más de una divertida excursión. También está llamado a desaparecer, pues los españoles van descendiendo desde estos coches de seis mulas a una carroza de un tronco y, gradualmente, perdiendo cada vez más en belleza, al calesín.

Correos y diligencias, como ya hemos dicho, están sólo establecidos en las principales carreteras que afluyen a Madrid. Coches que corran de una ciudad a otra hay pocos: sólo donde los exige la necesidad de una intercomunicación segura y frecuente.

En las capitales de provincia que aun no disfrutan de estas comodidades modernas, las familias que tienen niños, mujeres o enfermos que no pueden montar a caballo, han de acudir necesariamente a la manera primitiva de viajar: al carro o festina lente. Por su persistencia en España y en Italia, a pesar de todos los adelantos y variaciones introducidas en otros países, parece como si tuviese algo propio y peculiar de los hábitos y necesidades de aquellas dos naciones afines del Mediodía, que alientan un horror godo-oriental a que se les dé prisa: no corre prisa, es una frase muy usual. Sie haben zeit genug. (Hay bastante tiempo.){123}

Los vetturinos españoles o caleseros, suelen estar, como en Italia, en sitios conocidos con su vehículo para alquilar. Tienen su instinto especial para averiguar, en cuanto ven a una persona, si se trata de un extranjero o viajero. En esto se parecen a los italianos, y también en la manera importuna de ofrecerse ellos, su ganado y su carruaje para cualquier parte de España. El hombre y su traje son esencialmente españoles: el coche y su tronco han sufrido pocas variaciones en las dos últimas centurias y son el modelo de los antiguamente usados en Europa; se asemejan a aquellos vehículos que se emplearon en Inglaterra y que aun vemos hoy en los antiguos grabados de Kip que suele haber en las casas de campo, y en Francia, en los que representan los viajes de Luis XIV, dibujados por Vandermeulen. Son restos del un tiempo universal coche de seis caballos («coach and six»), en el que, según Pope (a quien, desde luego, no juzgamos infalible), alcanzó Inglaterra la mayor altura. El coche de colleras es un enorme y pesado armatoste construído al estilo de un coche pequeño de lord mayor, o de algunos de los trenes de los antiguos cardenales de Roma. Va adornado con toscas tallas doradas y pintadas de colores vivos; pero el chaquetón moderno y el sombrero redondo desdicen de la pintura, que requiere pasajeros vestidos de brocado y con pelucas armadas; las ruedas delanteras son muy bajas, o las traseras muy altas, y las cuatro llantas muy estrechas; y cuando se{124} hunden en el lodo y el conductor invoca a Santiago, para hacer retroceder el vehículo y sacarle del atolladero, cuanto más le empuja hacia fuera más se sonrueda y hunde en el cieno. Las varas salen lo mismo que el bauprés de un barco, y tienen más madera y hierro que la que se necesita para cargar un vagón pequeño. El interior va forrado con seda clara y felpa chillona, adornados con pasamanería y bordados; tiene puertas que se abren con dificultad y ventanas que no cierran bien. Últimamente, la pobreza y vulgaridad de la civilización transpirenaica ha suprimido muchos de estos adornos típicos de los coches y cocheros; las carreteras buenas y los vehículos más ligeros necesitan menos caballos de los que eran indispensables para transportar una pesada máquina por un camino más pesado aún.

El equipaje se amontona encima, en la parte de atrás, o en una especie de voladizo delante. Para guiar este vehículo se emplean dos personas. El jefe, llamado mayoral, y su ayudante, el mozo, y mejor aún el zagal, del árabe, «un muchacho fuerte y activo». Su traje es muy típico y está basado en el andaluz, que es el que pone la moda en la Península en todo lo que se refiere a toros, caballos, bandoleros, contrabandistas, etc., etc. Lleva en la cabeza un pañuelo de seda de colores vivos, anudado de modo que las puntas cuelgan por detrás; sobre esta reminiscencia del turbante árabe se coloca un sombrero de ala ancha, alto y puntiagudo como un pilón de{125} azúcar; la airosa chaqueta es de piel negra, incrustada de herretes de plata y botones de filigrana, o de paño pardo, con la espalda, las mangas y, en particular, los codos ribeteados y adornados con flores y jarrones de paño de otro color recortado y muchos bordados. Cuando la chaqueta está nueva, la llevan colgada del hombro izquierdo, como los húsares. El chaleco es de rica seda de fantasía; el calzón, de pana azul o gris, adornado con franjas y botones de filigrana y sujeto a la rodilla con cordones de seda y borlas. No va abrochado, y el cuello de la camisa es vuelto y lleva una corbata vistosa, unas veces pasada por un anillo y otras anudada. La cintura va ceñida con una faja encarnada o amarillo vivo. Esta faja[22], sine qua non, es la antigua zona romana; sirve también como bolsa, «ciñe las caderas» y abriga el vientre, lo cual es muy beneficioso en los climas cálidos y evita la predisposición a las irritaciones intestinales; en la faja se guarda la navaja, que forma parte integrante del español, y el zagal suele colocar también en ella, por detrás, el látigo. Las adornadas polainas van abiertas por arriba, en la parte exterior de la pierna, para que se vea la media, que, por lo regular, es también lujosa; los zapatos son amarillos, se{126}mejantes a los de nuestros vilorteros, y, generalmente, de piel de ternera sin curtir, que como es del color del polvo, no necesita limpieza. Los caleseros de la costa de Levante usan la media valenciana sin pie, que, como está abierta al extremo, se parece a los bolsillos de los españoles. En vez de botas llevan las antiguas sandalias romanas de esparto, con suela de cáñamo, que se llaman alpargatas, del árabe alpalgah.

El zagal procura imitar el traje del mayoral hasta donde sus medios se lo permiten. Este es el que está siempre dispuesto para hacer toda clase de servicios. Viendo el incesante movimiento de estos individuos no sería justo tacharles de indolentes, condición que se ha atribuído indistintamente a todas las clases humildes españolas; va corriendo al lado del coche, coge piedras para tirarlas a las mulas, ata y desata nudos y derrocha un caudal de resuello y de juramentos desde que emprende el trabajo hasta que lo deja. Alguna vez se le permite que se suba al pescante y se siente junto al mayoral, para lo cual se coge siempre a la cola de la mula trasera para ayudarse a subir a su asiento. El aparejar los seis animales es una operación difícil; primeramente se colocan todos los arreos en el suelo, y luego va llevándose cada mula o caballo a su sitio y poniéndole los arneses correspondientes. La salida es una cosa muy importante, y, como ocurre con nuestros correos, atrae a todos los desocupados de los alrededores.{127} Cuando el tiro está enganchado, el mayoral toma todo el manejo de riendas en sus manos, el zagal se llena de piedras la faja, y los mozos de la venta enarbolan sus estacas; a una señal convenida cae sobre el tiro una lluvia de palos, silbidos y juramentos que le hacen arrancar, y, una vez en movimiento, sigue adelante balanceando el coche sobre rodadas tan profundas como los prejuicios de la rutina, con su lanza, que sube y baja como un barco en el mar revuelto, y continúa con un paso vivo, haciendo unas veinticinco o treinta millas diarias. Las horas de salida son siempre temprano, con objeto de evitar el calor del mediodía. En esto, las costumbres españolas son poco más o menos las mismas de los italianos, y siempre se puede dejar en libertad al calesero para que arregle y disponga las horas de partida y todos los detalles pequeños, que varían según las circunstancias.

Cuando hay un mal paso se le advierte a los animales del tiro llamándoles por sus nombres y gritándoles ¡arre, arre! alternando con ¡firme, firme! Los nombres de las mulas o caballos son siempre sonoros y de varias sílabas, acentuando la última, que siempre se alarga y se pronuncia con un énfasis particular. Capitanaaa, Bandoleraaa, Generalaaa, Valerosaaa, todos estos nombres los gritan a voz en cuello y, seguramente, debe ser un magnífico ejercicio para los pulmones, al mismo tiempo que útil para ahuyentar a los cuervos del campo. El tiro lleva mu{128}chas veces más de seis animales y nunca menos, predominando las hembras; generalmente suele ir un macho que hace el número siete y que se llama el macho por antonomasia, como el Gran Turco, o un substantivo en un discurso de Cortes, que rara vez va seguido de menos de media docena de epítetos; invariablemente se le coloca en el sitio de más trabajo y de peor trato, lo cual merece, pues el macho es infinitamente más torpe y más vicioso que la mula. Alguna vez hay un caballo de la casta de Rocinante, al cual se le llama también sólo el caballo, y éste es, por lo común, el mejor tratado del tiro. Ser un caballero significa en español ser un hombre correcto y bien nacido, y es el modo de dirigirse unos a otros, y se usa constantemente por las clases bajas, que nunca han montado en más cuadrúpedos que mulas o borricos.

El guiar un coche de colleras es una ciencia especial, y en las diligencias se siguen sus reglas. Es la diversión favorita del majo, que encuentra en ello un placer mucho mayor que sus similares de Inglaterra; el arte no está precisamente en manejar las riendas, sino en la apropiada modulación de la voz, pues el ganado se maneja llamando a cada animal por su nombre, pronunciando siempre muy de prisa las primeras sílabas: el «macho», que es el más castigado, es el único que no tiene nombre propio; repiten la palabra varias veces seguidas, con objeto de hacerla más larga: macho, macho, machooo, comenzando{129} por una semicorchea para ir en crescendo hasta llegar a una breve y componer al fin entre todas una palabra polisílaba. El «caballo» también es llamado así sencillamente, sin otro nombre especial, como tienen todas las mulas, y al que atienden perfectamente; los dueños de ellas suelen decir que entienden sus nombres y todas las palabras pintorescas y gráficas que les dirigen lo mismo que «cristianas»; pero, a decir verdad, algunas veces parece que se escandalizan y se molestan más que los bípedos de sus mismas creencias. Si el animal aludido no atiende levantando las orejas o aligerando el paso, entonces entra en juego la «vara», el gran argumento de los cocheros, políticos y maestros de escuela, los cuales suelen decir que no hay razón como la del bastón, pues consideran que obra más directamente que la simple elocuencia. Los moros también tienen una idea muy elevada del palo, tanto que la consideran como un don de Alá al justo. Se usa a priori y a posteriori con las mulas y con los chicos; al hijo y al mulo para el culo. Si el macho cae en falta y se le castiga para animar a los otros, suele añadir a los silbidos alguna frase como qué perrooo, o una alusión poco decorosa a su madre; todo ello acompañado de pedradas a los delanteros, pues no les alcanzan con el látigo desde el pescante. Después que se han dirigido a una mula por su nombre, si su pareja ha de ser corregida, rara vez la nombran, sino que dicen la otraaa, aquella otraaa, atendiendo siempre el animal,{130} pues la costumbre le hace saber que es a ella a quien se dirigen. El tiro obedece a la voz de una manera maravillosa y pocas cosas son más divertidas que guiar, sobre todo por malas carreteras; pero hace falta conocer muy bien el idioma y los juramentos españoles.

Entre las muchas órdenes contravenidas en España, la de «no jurar» no es la menor. «Nuestro ejército juraba fuerte en Flandes»—dice Uncle Toby. Pocas naciones, sin embargo, llegarán a los españoles en lo del maldecir; este hábito no tiene más límites que sus conocimientos anatómicos, geográficos, astronómicos y religiosos. Se emplea tanto con los animales—un muletier à ce jeu vaut trois rois—, que dijérase ser las blasfemias e imprecaciones la única manera de dirigirse a ellos; y como casi siempre la acción va unida a la palabra, la combinación surte efectos maravillosos. Como una gran parte del tiempo tiene que pasarlo el viajero entre mulas, cocheros y arrieros, que no son muy diferentes entre sí, no estará de más que tenga alguna noción de los dichos y acciones más corrientes; poder hablar con ellos en su lenguaje, mostrar interés en sus cosas y en las de los animales siempre da buen resultado. Por vida del demonio, más sabe usía que nosotros, es un cumplido muy común. Una vez establecida la igualdad, la inteligencia superior pronto se hace la dueña. El gran juramento español, que no debe decirse ni escribirse, es en la práctica la base del lenguaje de la clase baja; es{131} una antigua reminiscencia de la abjuración fálica del mal de ojo, la tremenda fascinación que aun perturba la mente de los orientales y que no ha podido ser desterrada de España y de Nápoles[23]. La palabra termina en ajo, es dura, y la j se pronuncia con una aspiración gutural completamente árabe. La palabra ajo es también un condimento que está tan frecuentemente como la palabreja en bocas españolas, y es exactamente lo que gustaba a Hotspur, un «juramento que llena toda la boca», enérgico y miguel-angelesco. El retruécano se aplica por extensión a la cebolla, y así, diciendo «ajos y cebollas», se significa palabrotas. El intríngulis del juramento está en el «ajo», pues las mujeres y los hombres sensatos que no gustan de hablar mal, sino que en algunas ocasiones quieren dar más fuerza a la frase, vigorizarla un poquito, darla un saborcillo a ajo o subrayar discretamente su discurso, quitan el final ofensivo y dicen car, caray{132} caramba. La palabreja se usa como verbo, como substantivo, como adjetivo o a gusto de la gramática o del furor del que la emplea. También equivale a un sitio donde puede vivirse. Vaya usted al c... ajo es la forma más dura de la cólera, que, un poco más suave en vaya usted al demonio o a los infiernos, es una mezcla caprichosa de cortesía y de furor.

Estas imprecaciones vegetales tienen en España su antiguo sabor egipcio y encanto místico, pues en el Nilo, según Plinio, los ajos y las cebollas eran considerados como divinidades. Los españoles también han añadido muchos de los juramentos góticos del Norte, imprecatorios a la oriental y groseramente sensuales. Y basta de esto. El viajero que en España tenga que entendérselas con mulas y asnos de dos o cuatro patas, no necesitará ningún manual que le enseñe los setenta y cinco o más serments espagnols, sobre los que Mons. de Brantôme escribió un tratado. Más correcto será que el inglés no jure, aun cuando puede permitírsele algún caramba; por otra parte, la costumbre es más aceptada por aquello de contravenir una orden que por uso, y como es sabido: En la casa del que jura no falta desaventura.

Antes de alquilar uno de estos coches de colleras, que es, ciertamente, una diversión cara, es conveniente tomar toda clase de precauciones y puntualizar los detalles de lo que ha de hacerse y el precio, pues los caleseros españoles rivalizan con sus colegas italianos en falsedad, bellaquería y falta de hon{133}radez, que parecen ser patrimonio de los que andan entre caballos y distintivo de la gente que maneja la fusta, chalanea y guía coches. Lo que ha de darse al cochero no debe incluírse nunca en el ajuste, pues siendo este ítem voluntario y dependiente de la conducta del que lo ha de recibir, es un freno seguro para los excesos de la gente de camino. En justicia, sin embargo, hay que decir que esta clase de españoles son, por lo general, amables, atentos y resistentes para el trabajo, y como no están acostumbrados a las cicaterías o a las esplendideces de los ingleses en Italia, suelen ser tan justos en sus transacciones cuanto puede serlo un ser humano que está constantemente entre ruedas y cuadrúpedos. Ofrecen al artista infinitos asuntos pintorescos. Todo lo que tiene relación con ellos está lleno de color y originalidad. No hacen nada, ya coman, duerman, guíen o se sienten, que no se preste a un cuadro, y lo mismo puede decirse de sus animales y arneses. Todo el que sepa dibujar nunca encontrará bastante largo el descanso del mediodía para aprovechar la infinita variedad de motivos que le ofrece el paisaje, en el cual tan bien encajan el coche y sus ocupantes; asimismo nuestros poetastros contemporáneos los considerarán tan dignos de ser cantados en versos inmortales como el trajinante de Cambridge Hobson, elegido por Milton.{134}

Capítulo VII.

Hablemos ahora de cuadrúpedos españoles, ya que hemos colocado a los coches delante de los caballos. De éstos, el andaluz es el que ocupa la primera línea, es el que alcanza más precio, y los españoles, en general, le prefieren a cualquiera otra casta. Consideran su configuración y sus cualidades como lo más perfecto, y en muchos respectos llevan razón, pues no hay caballo más elegante ni más ligero de movimientos; ningún otro le iguala en tranquilidad y docilidad; ninguno más inteligente para aprender monadas o hacer maravillas de agilidad. Tiene poco de común con el caballo inglés de raza; su crin es suave y sedosa y muchas veces va trenzada con cintas de vivos colores; la cola es larga y se le deja todas las proporciones que le da la naturaleza, sin cortarla ni desmocharla, costumbre que tan mal le parecía a Voltaire:{135}

«Fiers et bizarres anglais, qui des mêmes ciseaux,
coupez la tête aux rois, et la queue aux chevaux.»[25]

A algunos les arrastra hasta el mismo suelo, y ellos la manejan perfectamente, moviéndola a uno y otro lado, como un elegante juguetea con su bastoncillo; así es que cuando se va de viaje, es costumbre doblarla y atarla arriba, a la moda de las antiguas coletas de nuestros marineros. El caballo andaluz es de cuartos redondos, aun cuando más bien pequeño de grupa y ancho de pecho; lleva siempre la cabeza alta, sobre todo cuando va al trote; tiene patas largas, y eso favorece su alzada, que algunas veces llega a diez y seis palmos. Sin embargo, no tiene el modo de andar largo y gracioso del pura sangre inglés, pierde fácilmente el aire y vacila, y es muy frecuente que se alcance. Su paso es, no obstante, sumamente agradable. Por estar mucho tiempo trabados sus movimientos, son interrumpidos, como si los provocasen los muelles de un coche. Su típico paso castellano, muy sosegado, es algo más que el paso corriente, y no llega al trote; es realmente sosegado, parecido al movimiento de una silla de manos, y cuadra muy bien con un grave Don dado como un turco al tabaco y a la vida contemplativa. Los caballos andaluces que muy jóvenes caen en manos de los oficiales en Gibraltar, adquieren maneras completamente distintas, se entregan mejor a su trabajo y ganan mucho{136} en velocidad domados por el sistema inglés. Pero, de todos modos, adiestrados o sin adiestrar, su paso es muy propio de caballeros, y como se lee en los versos de Beaumont y Fletcher:

«Think it noble, as Spaniard do in riding,
in managing a great horse, which is princely».[26]

Según se ha dicho en muchas ocasiones, la manera más digna de representar a un rey de España, verdadero Φιλιπποι, es a caballo, encantando al mundo con su noble apostura.

Otras varias provincias tienen razas que son más útiles, aun cuando menos vistosas que la andaluza. El caballo de Castilla es un animal fuerte y resistente, el más a propósito de España para la caballería pesada. Los caballitos de Galicia, aunque feos y bastos, son insustituíbles para aquella comarca montañosa y su laboriosa población; necesitan poco cuidado y se satisfacen con cualquier clase de forraje y maíz. Los caballos de Navarra, tan celebrados un tiempo, son aún muy apreciados por su gran fuerza; pero han degenerado por abandono en jacos, que, sin embargo, aun son bellos de formas, resistentes, muy seguros y excelentes trotadores. En la mayor parte de las ciudades grandes de España hay una especie de mercado en el que se venden caballos; pero la feria de Ronda, en mayo, es el gran Howden y Horncastle de{137} las cuatro provincias de Sevilla, Córdoba, Jaén y Granada y el punto de reunión de todos los pintorescos pilletes del Mediodía. Los lectores de Don Quijote pueden estar ciertos de que la raza de Ginés de Pasamonte no se ha extinguido; los chalanes españoles o tratantes en caballos tienen muchos conocimientos; pero el más listo es un niño comparado con la perfección de bellaquería a que llega un profesional inglés en materia de transformar, arreglar y pintar un caballo.

La cría de caballos en España fué muy cuidada por los gobiernos antes de la invasión francesa, en cuya época se destruyeron y robaron los sementales y las yeguadas y se incendiaron los establos.

Las sillas que se usan, por lo común son árabes, de borrén muy alto delante y detrás; los estribos de hierro son una especie de caja triangular. El pienso es asimismo oriental y consiste en «cebada y paja», como se dice en la Biblia. Aun recordamos el horror de nuestro criado andaluz, la primera vez que llegamos a Galicia, cuando se precipitó en nuestra busca exclamando que los animales se morirían, pues no había que darles de comer más que avena y heno. Con mucha dificultad pudimos convencerle de que probase a ver si lo comían; lo cual hicieron con gran asombro suyo. Tal es, sin embargo, la costumbre, que pronto empezaron a desmejorarse y no se repusieron hasta que las brumosas montañas se cambiaron por las áridas llanuras de Castilla.{138}

Los españoles, en general, prefieren las mulas y los asnos al caballo, que es más delicado y necesita más atención y es de pie menos seguro en terrenos quebrados y escarpados. La mula representa en España el mismo papel que el camello en Oriente y tiene en su moral (junto a su acomodamiento al país) algo de común con el carácter de sus dueños: es voluntariosa y terca como ellos, tiene la misma resignación para la carga y sufre con la misma estoicidad el trabajo, la fatiga y las privaciones. La mula se ha usado siempre mucho en España y la demanda de ellas es grande; sin embargo, por un extraño error de la economía política (cosa muy española), se ha querido prohibir hace mucho tiempo la cría de mulas para favorecer la del caballo. Una de las razones que se alegaban era que la mula es un animal que no se reproduce, argumento que se podía o se debía aplicar igualmente al fraile, que es una casta en la que España podía aspirar al primer premio, en cantidad y en corpulencia, en concurrencia con todas las naciones de la cristiandad. Esta tentativa de forzar la producción de un animal menos a propósito para las necesidades y costumbres del pueblo, resultó estéril, como podía suponerse. Las dificultades sólo consiguieron elevar el precio de las mulas, que siempre han sido y son caras; una buena cuesta de 25 a 50 libras, mientras que un caballo regular puede comprarse por 20 a 40 libras. Las mulas fueron siempre muy caras; ya Marcial, sintiéndose un verdadero an{139}daluz, habla de una que «cuesta más que una casa». Las más estimadas son las nacidas de yegua y asno garañón[27], algunos de los cuales son de extraordinario tamaño: uno que don Carlos tenía en su yeguada de Aranjuez, en 1832, era de una alzada de más de quince palmos. Este colosal asno era digno de un infante de España.

En este país las mulas, lo mismo que en Oriente, llevan el pelo cuidadosamente rapado o esquilado, a rayas unas veces, como las cebras, y otras, formando caprichosos dibujos, al estilo de los tatuajes de un jefe de Nueva Zelanda. La costumbre de esquilar es con objeto de que los animales estén más frescos y preservarlos de algunas afecciones cutáneas. En las provincias del Sur suelen hacer la operación los gitanos, que son chalanes, caldereros y vagabundos en España como en todas partes. Su manera de esquilar recuerda el «mulo curto» en que Horacio llegó hasta Brundusium. Estos operadores rivalizan en talento con aquellos dignos franceses que esquilan a los perros de lanas en Pont-Neuf, en el corazón y el cerebro de la civilización europea. Sus colegas españoles pueden ser reconocidos por las tijeras, enormes y de forma clásica como las de Láquesis[28] y sus{140} hermanas, que llevan en la faja. Su especialidad está en esquilar las patas, que según ellos deben estar tan limpias de superfluos pelos como la palma de la mano de una mujer.

Los asnos españoles han sido inmortalizados por Cervantes; se han granjeado nuestra simpatía por el cariño de Sancho y su talento de imitación: el escudero del hidalgo rebuznó tan bien, como recordaréis, que todo el coro de orejudos se unió a un ejecutante a quien, según propia confesión, sólo le faltaba el rabo para ser un perfecto burro. Los alcaldes españoles, según Don Quijote, tienen aptitudes especiales para rebuznar, pero, excepción hecha del oeste de Inglaterra, en todas partes se puede decir lo mismo.

El humilde asno, burro, borrico, es la guía, el as in præsenti y el ornato de todo paisaje español: constituye un elemento esencial y apropiado de todas las calles y carreteras. Donde quiera que dos o tres españoles se reunan, en el mercado, en una «junta» o concurso, es seguro que entre ellos habrá, por lo menos, un burro; es el sufrido compañero de las clases humildes para quienes el trabajo es la mayor desgracia: la resignación es la virtud común de ambas castas. Unos y otros quizá protesten cuando el señor Mon les eche encima una nueva carga o un nuevo impuesto, pero pronto, en cuanto se convencen de que la cosa no tiene remedio, la llevan con paciencia y la soportan: por esta comunidad de sentimientos, amo y animal se quieren entrañablemente, aun cuando por los jura{141}mentos y maldiciones que le aplica, un observador superficial puede suponer que el primero tiene cierta vergüenza de confesar en público su predilección. Es indudable que aun quede oculto algo de los antiguos prejuicios de la caballería; pero Cervantes, que conocía tan a fondo la naturaleza humana en general y la española en particular, insistió mucho en el cariño que Sancho Panza sentía por su rucio y marcó la reciprocidad del animal, tan cariñoso como inteligente. En la Sagra, cerca de Toledo, se le llama el vecino, y nadie puede mirar a un borrico español sin que note una expresión especial en él que demuestra que el muy tonto se considera como uno de la familia. La Mancha es el paraíso para las mulas y los burros; seguramente en este momento más de un Sancho estará acariciando y abrazando a su rocín, su chato, chatito, romo, o cualquier otra variación sin nariz con que cuando no le maltrata se complace en nombrar a su compañero. En España, como dice Safo, el amor es γλυχυπιχρον una mezcla agridulce: no hay ninguna Sociedad protectora de animales; todo individuo tiene derecho a maltratar a su capricho a los animales de su propiedad, lo mismo que cualquier filantrópico yanqui puede azotar a su negro; nadie se atrevería a ponerse por medio en tales momentos, así como tampoco lo harían en una disputa de un hombre con su mujer, y cuenta que no nos referimos a ofensas de palabra. Se dice in piam memoriam de algunos asnos españoles católicos romanos que trataron de hacer{142} apearse por las orejas a cierto Tomás Trebiño y otros herejes cuando los conducían a la hoguera, pues estaban indignados de que los montasen tales monstruos. Todo campesino español tiene una verdadera pesadumbre si se causa cualquier daño a un burro, porque suele constituír el único modo de ganarse la vida; y si le pierde no es ya fácil que al ir a buscarle se encuentre con un reino, como otra vez ocurrió, ni aun con un gobierno, como Sancho. Sterne hubiera hecho mejor colocando la escena de sus sentimientos por la muerte de un asno en España, no en Francia, donde esta especie de cuadrúpedos es mucho más rara. En España, donde los carros pequeños y carretillas son casi desconocidos y el conducirlos es considerado indigno de un hombre, lo que los sustituye, un jumento, es utilizado constantemente. Unas veces va cargado con sacos de trigo, otras con pellejos de vino, con cántaros de agua, con estiércol o con cadáveres de bandidos, echados como sacos sobre el lomo, con las piernas y los brazos atados bajo la barriga del animal. La leche de burra es muy recomendada en primavera. Las mujeres morenas la toman para clarificar el cutis y refrescar la sangre; los clérigos y los empleados, para quienes es como leche maternal, la toman para tonificar los jugos gástricos. Montar en burro era considerado como una ofensa y degradación para el hidalgo godo, y los españoles del siglo XVI montaban en ellos a los cornudos pacientes. Hoy, a despecho de todos estos prejui{143}cios, los grandes y sus señoras e inclusive algunos graves embajadores extranjeros, durante la jornada real en Aranjuez, se complacen en montar en estos animales de mal agüero y las borricadas, o sea excursiones en pollino, son la última moda.

Los muleros de España gozan de justo renombre; el término genérico es arriero, de su ¡arre arre! completamente árabe, como lo son casi todos los vocablos relacionados con su arte, pues los moriscos fueron durante mucho tiempo los trajinantes en España. Viajar con un arriero, cuando el viaje es corto o va una persona sola, es seguro y barato; además, muchos de los rincones más pintorescos del país, Ronda y Granada, por ejemplo, difícilmente pueden visitarse sino a pie o a caballo. Estos hombres, que están siempre por las carreteras, arriba y abajo, son las personas que pueden proporcionar más lujo de detalles; sus animales pueden alquilarse todos, pero una reata entera no es cosa cómoda para viajar, pues siempre van uno detrás de otro. El primero lleva una campanilla de cobre, con badajo de madera, para ir anunciando su marcha. Este cencerro semeja a un molde de hacer helados, y a veces tiene dos pies de largo, cuelga del cuello como si de propósito se quisiera que tropezase con las patas del animal y así pudiera emitir la mayor cantidad de melancólicos sonidos, que, según el piadoso origen de todas las campanas, parece hecho para alejar al diablo. El portador de este sonoro instrumento es elegido por su docilidad y su des{144}treza en escoger el camino. Los demás le siguen si le ven, y si no, por el ruido de su cencerro. Van muy cargados, pero científicamente, si así puede decirse. La carga de cada uno se divide en tres partes: una colgando a cada lado del lomo y otra en medio. Si no está bien equilibrado el peso, el arriero lo descarga o lo arregla, añadiendo una piedra a la parte más ligera, compensándose el aumento de peso que esto supone con la comodidad que representa el llevar una carga igual. Estas acémilas van vistosamente adornadas con arreos llenos de colorines y flecos. La cabezada es de estambre, de varios colores, y en ella van sujetos muchos cascabeles y campanillas: de aquí la frase mujer de muchas campanillas, que se aplica a las que son aficionadas a lucir mucho, a hacer ruido y tienen pretensiones. El arriero va a pie junto a sus burros o montado en uno encima de la carga, con las piernas colgando junto al cuello, postura que no es tan incómoda como a primera vista puede creerse. Una escopeta vieja, «pero que aun sirve» y se carga con postas, va colgada junto a él, y con ella, muchas veces, una guitarra. Estos emblemas de vida y muerte pintan la eterna indiferencia de Iberia, donde los extremos se tocan siempre y donde un hombre se va al otro mundo como un cisne, cantando. Así ataviados, como dice Byron, «con todo lo que significa promesa de placer o de muerte», la proximidad de la caravana se advierte desde lejos por la voz gutural del arriero. «¡Qué alegre canta ahora el arriero!»{145} Pues el tiempo que no está ocupado en fumar o en blasfemar, lo pasa constantemente canturreando una canción monótona, cuya tonada no suele estar en armonía con el sentido de las palabras o su buen humor: son por lo común muy melancólicas y poco musicales, como es el verdadero tipo de la melodía oriental. La misma ausencia de ideas que se muestra en Inglaterra silbando se despliega en España cantando. Quien canta sus males espanta, es un consuelo filosófico para viaje, tan antiguo y clásico como Virgilio: «Cantantes licet usque, minus via taedet, eamus», que traducido al inglés dice:

If we join in dolefull chorus,
the dull highway will much less bore us[29].

El arriero español es un hombre agradable, inteligente, activo y sufrido; resiste hambre y sed, calor y frío, humedad y polvo; trabaja tanto como su ganado y nunca roba ni le roban. Mientras los que se tienen por mejores en este país dejan todo para mañana, excepto la quiebra, él es puntual y honrado, de temple y nervios de acero, típico en el traje. Hemos andado muchas leguas y muy largas con estas caravanas; hemos escuchado sus interminables cuentos de salteadores, a los que no prestábamos gran atención, y no podemos negar que estas cabalgatas son verdaderamente nacionales y pintorescas. Mezclados re{146}cuas de mulas y hombres a caballo, van siguiendo las líneas en zig-zag del camino que pasan, por desfiladeros de montañas, unas veces atravesando por aromáticos matorrales, otras ocultándose entre rocas y olivares, más tarde emergiendo alegres y brillantes al sol, dando vida y movimiento a la Naturaleza solitaria y rompiendo el silencio con el tintineo de las campanillas y el canturreo de los arrieros, que, aun cuando sea monótono en sí y poco armonioso, está en relación con el paisaje y con los agrestes caminos españoles; exactamente lo mismo que el agrio chirrido de la hoz al afilarse está en armonía con la dulce primavera y las praderas recién segadas.

Hay una clase de arrieros muy poco conocida de los viajeros europeos: los maragatos, cuyo centro está situado en San Román, cerca de Astorga; ellos, al igual de los judíos y los gitanos, viven exclusivamente entre los suyos, conservan sus trajes primitivos y nunca se casan fuera de su región. Son tan nómadas y errantes como los beduinos, sin más diferencia que llevan mulas en vez de camellos; su honradez y su laboriosidad son proverbiales. Son gente formal, seria, poco expresiva, positivista y muy comerciante. Cobran caro, pero su honradez compensa este defecto, pues puede confiárseles oro molido. Son los que hacen todo el tráfico entre Galicia y las dos Castillas, y por rara excepción llegan a las provincias del Mediodía o Levante. Van vestidos con una especie de justillo de cuero muy entallado, como una{147} coraza, que les deja los brazos libres. La ropa interior es ordinaria, pero muy blanca, especialmente el cuello de la camisa. Llevan a la cintura un ancho cinto de cuero con un bolsillo. Los calzones, iguales a los de los valencianos, se llaman zaragüelles, palabra árabe, con la que se denomina el tonelete o los calzoncillos anchos, y no se encontrará ningún burgomaestre de Rembrandt que esté más ampliamente cimentado. Sus piernas van embutidas en polainas de paño con ligas encarnadas; llevan el pelo cortado al rape, por lo general, aun cuando a veces se dejan unos tufos extraños. Un gran sombrero de alas anchas y caídas completa el traje, impropio para viajar y digno de un holandés; pero estas modas son tan inmutables como las leyes de los medos y persas, y ningún maragato consentiría en modificar su traje mientras no lo hiciera su modelo de madera pintada que da las horas en la plaza de Astorga, Pedro Mato, otra estatua vestida que adorna una veleta de la catedral, que es el arquetipo de la indumentaria. Y, en el fondo, este traje especial es, como el de los cuáqueros, una garantía para su tribu y su respetabilidad: Cordero, el rico diputado maragato, se presentó en las Cortes con su traje regional.

El de la maragata es también típico y peculiar; si son casadas llevan un tocado especial, el caramiello, en forma de media luna, con la parte redonda sobre la frente, cosa completamente morisca y que recuerda las mujeres de los bajo-relieves de Granada.{148} Llevan el pelo suelto, colgando sobre los hombros; la saya va abierta delante y detrás y se sujeta de un modo muy curioso a la espalda por medio de un cinturón, y el corpiño es escotado por delante en cuadro. En las grandes fiestas se adornan con largas cadenas de metal y corales, con cruces, reliquias y medallas de plata. Los pendientes que usan son muy pesados y cuelgan de hilos de plata, como los llevan las judías de Berbería. Las bodas son sus fiestas mayores: en ellas se reúne mucha gente y se elige un presidente, el cual pone en una bandeja la cantidad de dinero que le parece, y todos los invitados tienen que dejar otro tanto. La novia se envuelve en un manto, que no se quita en todo el día, y no se vuelve a poner hasta el día en que muere su marido. Ella no baila en el baile de bodas. A la mañana siguiente, tempranito, se llevan a la alcoba de los novios dos pollos asados. Por la noche abren el baile la novia y su marido al son de la gaita. Las danzas son graves y serias, como corresponde a su carácter.

Los maragatos, con su continente sencillo y su tez curtida, van con sus recuas por la carretera de La Coruña andando casi siempre y cantando como los demás arrieros españoles y, al mismo tiempo, ocupados constantemente en tirar piedras a las caballerías y en dirigirles improperios.

Toda la tribu se reúne dos veces al año en Astorga, en las fiestas del Corpus y la Ascensión; entonces bailan el canizo, que comienzan a las dos de la{149} tarde y terminan precisamente a las tres. Si alguno que no sea maragato se une a ellos, lo echan inmediatamente. Las mujeres no salen casi nunca de sus casas y, en cambio, los hombres están poquísimo en ellas. Llevan la misma vida de trabajo que las antiguas mujeres ibéricas, y ahora, como entonces, se las puede ver labrando el campo, desde antes de salir el sol hasta mucho después de puesto, y resulta muy triste contemplarlas sufriendo las penalidades de ocupaciones tan poco femeninas.

El origen de los maragatos no está claro. Unos los consideran como una reminiscencia de los celtíberos o visigodos; la mayoría, sin embargo, los tienen más bien por descendientes de una caravana de beduinos. Es inútil preguntarles a ellos por su historia y su origen, pues, como los gitanos, carecen de tradiciones y no saben nada de nada. Arrieros lo son, desde luego, y esta palabra, como tantas otras relativas al caballo y al oficio de trajinante, es árabe y demuestra el origen de donde el sistema y la ciencia se derivaron por los españoles.

Los maragatos son célebres por sus hermosas bestias de carga; las mulas de León gozan de justo renombre, y los burros son espléndidos y numerosos, especialmente mientras más se acerca uno a la sabia Universidad de Salamanca. Los maragatos ocupan un lugar preferente en los caminos: son los dueños de la carretera por ser el alma del comercio en un país donde las mulas y los burros constituyen los{150} trenes de mercancías. Saben su importancia, y que ellos son la regla general, y la excepción, los viajeros por placer. Los arrieros españoles no son mucho más corteses que sus caballerías, y aunque resulta pintoresco, no es muy divertido encontrarse con una recua de éstas en un camino estrecho, especialmente si tiene un precipicio a un lado: cosa de España. Los maragatos no ceden el camino; sus caballerías no se mueven de su sitio, y como la carga sobresale a uno y otro lado, igual que los remos de un barco, ocupan toda la vereda. Pero todos los detalles de caminos en el interior genuino de España están calculados para el fardo, como ocurría en Inglaterra un siglo atrás, y no se dedica el menor pensamiento al forastero, que no es deseado, mas aún, resulta molesto. Las posadas, las carreteras, todo es propio para los naturales del país y sus caballerías, y no se apartarán un punto de su línea para satisfacer las exigencias o caprichos de un extranjero. La típica Península es demasiado poco recorrida por sus habitantes para que se implanten las comodidades interesadas de Suiza, este país de fondistas y traficantes de coches.{151}

Capítulo VIII.

Un individuo que viaja en un coche público deja de tener personalidad propia para convertirse en un número del pasaje conforme al sitio que ocupe; se le asienta en un libro como un paquete que debe ser entregado por el conductor. En cambio, ¡cuán libre y dueño de sí se siente ese mismo viajero si cabalga en su fogoso corcel, que con su piafar y sus relinchos parece como que demuestra su impaciencia por salir! ¡Qué fresco y qué delicioso resulta el libre aire del cielo después de respirar la enrarecida atmósfera de un interior lleno de gente extraña que, a causa de los efectos narcóticos del tabaco, olvidan la existencia del jabón, el agua y la ropa limpia! Viajar a caballo, placer tan poco frecuente para los ingleses, ha sido la forma primitiva y en un tiempo general en Europa, y aun lo es en Oriente; la humanidad, sin embargo, se ha acostumbrado pronto a otros medios de locomoción y olvida lo muy reciente de su introducción. Fynes Moryson dió hace{152} dos siglos a los que viajaban por Inglaterra el consejo que hoy puede darse a los que visiten España: que abandonen las carreteras frecuentadas por los coches y se internen por caminos de herradura y veredas, con lo que explorarán rincones poco frecuentados, ciertamente, pero no por eso los menos interesantes de la Península. Hemos tenido la suerte de formar parte de varias de estas expediciones a caballo, unas veces solos y otras en compañía. En una ocasión fuimos desde Sevilla a Santiago atravesando Extremadura y Galicia y volviendo por Asturias, Vizcaya, León y las dos Castillas, en el mismo caballo, cerca de dos mil millas, acompañados solamente por un criado andaluz que era la primera vez que salía de su provincia. Dos amigos con dos criados hicieron poco después la misma excursión; y ni ellos ni nosotros tuvimos que vencer obstáculos ni dificultades que pudieran tener el carácter de aventura o que nos pusieran en el menor peligro. En otra ocasión recorrimos, acompañados de una señora inglesa, Granada, Murcia, Valencia, Cataluña y Aragón, para no hablar de repetidas excursiones a todos los rincones y escondrijos de Andalucía. El resultado de todas estas experiencias, unido al testimonio de varios amigos que han paseado a caballo la Península entera, nos permite recomendar este sistema a la gente joven, sana y aventurera, como el más agradable y, en realidad, según ya hemos dicho, el único utilizable en las dos terceras partes del país.{153}

Los caminos reales que ponen en comunicación la capital con los principales puertos son realmente buenos, pero están trazados generalmente en línea recta, por lo cual, muchas de las ciudades más antiguas quedan a un lado; e igualmente lugares históricos, sitios donde se han librado batallas, ruinas antiguas y paisajes verdaderamente bellos, sólo son asequibles a caballo. En España hay infinidad de comarcas completamente desconocidas de la Sociedad Geográfica. Aquí, ciertamente, encontrará terreno abonado todo el que quiera en estos tiempos de tan escasas novedades publicar algo nuevo: hay paisajes para llenar una docena de portfolios y asunto para una veintena de volúmenes en cuarto. ¡Cuántas flores se marchitan sin figurar en ningún tratado de botánica! ¡Cuántas rocas se deshacen sin que se las mencione en la geología! ¡Y cuántos paisajes dignos de ser dibujados, cuántos osos y ciervos que cazar, cuántas truchas que pescar y comerse, cuántos valles tienden su pecho deseosos de abrazar a sus visitantes ocultos, cuántas bellezas vírgenes desconocidas hasta ahora esperan al feliz miembro del Travellers’ club (club de los viajeros), que en diez días puede cambiar el aburrimiento del eterno Pall Mall por estos sitios solitarios! ¡Y qué gloria para él en descubrir una tierra incógnita y rivalizar con Mr. Mungo Park![30]. Y ni siquiera falta una guía desde que nuestro buen{154} amigo John Murray, el rey de las Guías, proclama desde Albemarle Street, Il n’y a plus de Pyrénées.

Como quiera que en las grandes extensiones de terreno que se hallan situadas entre las carreteras hay gran escasez de medios de comunicación, poco tráfico y nadie exige comodidades de ningún género, se hace difícil incluso encontrar mulas o caballos; por esta razón, nosotros hemos preferido siempre llevar a estas largas excursiones nuestras propias caballerías. Las ventajas y seguridades que proporciona esta previsión las hemos apreciado cumplidamente comparando con frecuencia las molestias sufridas por otras personas que confiaron en hallar facilidades y medios de locomoción en regiones apartadas y miserables. El viajero, por regla general, debe llevar consigo todo aquello de que no puede prescindir por costumbre y necesidad. Lo esencial es reunir, en el menor espacio posible, la mayor cantidad de comodidad portátil, teniendo cuidado de no cargar más que con lo indispensable, pues no hay nada tan molesto como dificultar los viajes con cosas inútiles. Esta manera de viajar no ha sido estudiada muy al detalle por la mayoría de los autores, que, por su parte, no se han separado mucho del camino trillado ni han emprendido largas caminatas a caballo, y, por lo tanto, se inclinan más bien a exagerar los peligros y dificultades de un sistema que ellos no han utilizado. Al mismo tiempo, bueno será advertir que no es{155} este plan recomendable para señoras elegantes o caballeros delicados, ni para los que padecen un poquito de reúma o tiemblan ante las obscuras imágenes que la gota incipiente suscita.

Los que tienen resistencia y curiosidad para afrontar una excursión por Sicilia pueden, desde luego, salir para España; los ferrocarriles y los caballos de posta van seguramente más de prisa; pero el placer y el provecho de un viaje suelen estar en razón inversa de la facilidad y rapidez de las jornadas. Además del conocimiento exacto del país que se adquiere por este medio (pues no hay mapa que sustituya a una inspección ocular), y de ponerse en relación con mucha gente, y no de la peor, para un paisano, una expedición a caballo equivale a un servicio de campaña. Obliga a emprender una nueva vida que, al principio, se acepta por necesidad; pero que pronto se hace completamente natural, por estar en perfecta armonía con todo lo que con ello se relaciona, por muy extraña y distinta que sea a todas las costumbres y nociones anteriores; le sacan toda presunción del cuerpo para el resto de su vida y le hacen sufrido y contenido. Es una perfecta escuela de disciplina moral, como los mares más duros forman a los mejores marineros. Y se pueden aprender áureas reglas de paciencia, perseverancia, buena educación y compañerismo, contribuyendo a que sobresalga la individualidad para bien o para mal. En estas ocasiones en que la riqueza y la jerarquía son despojadas de{156} los auxiliares de superioridad convencional, el hombre se verá obligado a utilizar sus propios recursos morales y físicos con más frecuencia que una carta de crédito, y su ingenio se aguzará por la necesidad de arbitrar medios.

Entonces se sacudirá la torpe pereza, y la acción, la demosténica acción, será el santo y seña. El viajero borrará de su diccionario la fatal palabra española luego, calle que lleva a la casa de nunca, pues ya hay un dicho que reza: por la calle de después se va a la casa de nunca. Obligado a ingeniárselas por sí mismo, comprenderá el mal de los gastos inútiles y la locura de la imprevisión y la falta de orden. Llegará a hacer caso omiso de la excusa constante de la pereza, el español no se puede. Tropezando con dificultades pronto se convencerá de lo fácil que es vencerlas, como con un frote duro se convierte en suave y sedeña la ortiga, que pincharía con solo tocarla ligeramente, y al mismo tiempo verá que el medio más firme de conseguir el objeto que uno se propone es el conocimiento moral de que se puede y se quiere hacerlo. Nunca deberá detenerse por obstáculos ligeros como el aire, que donde una puerta se cierra otra se abre, y el que empuja llega. Y después de todo no está mal que sepan algunas fatigas los acostumbrados al sibaritismo, aun cuando no sea más que por la novedad y porque el harto suele comer con más gusto cuando se ve privado de alguna cosa, pues, como dice Cervantes, el hambre es la mejor salsa, y como{157} ésta nunca falta al pobre, de ahí la razón de que para ellos el comer sea su mayor fiesta.

Además, esta clase de expediciones independientes son también beneficiosas para la salud; después de pasado el cansancio de los primeros días el cuerpo se hace de bronce y el jinete se convierte en un verdadero centauro. La vida al aire libre, la excitación continuada de lo nuevo, el ejercicio y la ocupación constante, son dulcificadas por la buena voluntad, que hace hasta del trabajo un placer, inoculando nueva savia y vigor en los huesos y en los músculos; acostarse temprano y levantarse temprano[31], si no hace a todos los cerebros sabios y sanos, al menos vigorizan los jugos gástricos y hace al hombre olvidar que tiene hígado—el almacén de la miseria física—, bilis, píldoras e hipocondría. Esta salud es uno de los secretos de los encantos inherentes a este sistema de viajar, a pesar de todas las molestias aparentes de que va acompañado a primera vista. ¡Oh! ¡Qué delicia esta vida bohemia, nómada, de beduino, sazonada con una libertad sin límites! Armamos la tienda donde uno quiere y allí se tiene la casa, lejos de las cartas urgentes que contestar y distante de comidas, visitas, criadas, sombrereras, mayordomos, majaderos y lacayos.

Recién salidos del barrio aristocrático de Londres{158} nos encontramos transportados a un mundo nuevo; el panorama varía a diario, y se alegra el corazón y se pone uno de buen humor contemplando las llanuras, rebosantes de leche y miel, o rientes, cubiertas de aceite y vino, o bien los naranjos y limoneros iluminados por la gloria del sol, la palmera sin el desierto, la caña de azúcar sin el esclavo. A poco, nos hallamos perdidos entre silenciosos ventisqueros coronados por las nubes, en parajes donde las rocas de granito se agrupan como fragmentos de un mundo deshecho por la magnificencia de la Naturaleza, que, poco cuidadosa de la admiración de los mortales, prodiga con soberana indiferencia sus mayores encantos a los lugares ocultos y sus más grandiosas formas a lo menos accesibles. Todos los días y en todas partes encontramos infinidad de tesoros y placeres, que almacenados en nuestra imaginación—así la miel de las abejas—endulzarán y alegrarán nuestra vida en la gustosa remembranza cuando los dejemos tranquilizarse en nosotros mismos como los posos del vino en un tonel. Y aun habiendo sido verdaderamente deliciosos en la realidad pasada, su encanto aumenta a medida que avanzamos en edad y sentimos que no podremos volver a emprender estas hazañas de nuestra juventud, tan dulces como la juventud misma. De una cosa puede estar seguro el lector, y es de que siempre será grato para él, como lo es hoy para nosotros, el recuerdo de aquellas caballadas agrestes y fatigosas a través de la tostada{159} España, en las que el cansancio desaparecía antes de sentirse; aquellas colinas airosas, aquellos riscos y torrentes, aquellos frescos valles, que comunican su frescura al corazón; aquel gusto con que saboreábamos los manjares más vulgares sazonados por la salsa del hambre, que no inventó Ude; aquellos tranquilos sueños en duras camas, ganados por la fatiga, que es la almohada más blanda; los nervios dominados, el espíritu alegre, elástico y animoso; aquella carencia de preocupaciones; aquella salud de cuerpo y alma, que es siempre el premio de la íntima comunión con la Naturaleza, y el verse libre de las enojosas y ficticias exigencias del círculo estrecho de la artificial ciudad.

Sea el que quiera el número de individuos que formen la partida y cualquiera que fuere el medio de comunicación empleado, a caballo o en coche, y aun contando con que un amigo agradable es mejor que cualquier vehículo, nadie debe soñar con una excursión a pie por España, pues rara vez se encontraría compensación al llegar al término de la jornada, cansado y hambriento, precisamente en el punto mismo en que se debe estar más fresco y dispuesto a saborear los placeres intelectuales. El deipnosofista Ateneo descubrió hace mucho tiempo que en un estómago vacío no cabe el amor a lo sublime y a lo bello; la estética tiene entonces que rendirse ante la gastronomía, y no hay programa más sugestivo en el mundo como una comida y después una siesta. El peatón{160} en España, donde las comodidades corporales son raras, comprenderá pronto la causa de que en los diarios de nuestros soldados peninsulares se dé tan poca importancia a los objetos que llaman más la atención del viajero satisfecho. En caso de fatiga corporal excesiva las facultades mentales se empequeñecen para atender a las necesidades meramente físicas, en lugar de engrandecerse para buscar un placer contemplativo o intelectual; el despeado y rendido por el cansancio necesita conforme a

The unexempt condition
by which all mortal frailty must subsist,
refreshment after toil, ease after pain[32].

Andando es como viajan los animales, que para eso tienen cuatro pies; los bípedos que siguen el ejemplo de los brutos, pronto se convencerán de que se rebajan a su nivel en más de un respecto. Además, como ningún español anda por gusto y nadie emprende una jornada a pie, sino los mendigos y vagabundos, no se comprende que se haga más que por absoluta necesidad. Por esta razón los peatones son mal recibidos u objeto de toda clase de sospechas, pues las autoridades españolas, juzgando a todos por sí mismas, siempre piensan lo peor de los extranjeros, considerándoles culpables mientras no se demuestre lo contrario.{161}

Antes de mencionar los encantos de un viaje a caballo por España, hemos de hacer algunas observaciones respecto a la elección de compañeros.

Los que viajan en vehículos públicos o con arrieros, rara vez corren el riesgo de quedarse solos. El jinete que se interna por comarcas poco frecuentadas es el que siente la necesidad de este importante ítem: un compañero de viaje, en cuya elección, como en la de mujer, es bastante fácil dar consejo. El individuo tiene, pues, que valerse por sí mismo, y la selección dependerá, desde luego, del gusto e idiosincrasia de cada uno; las desgraciadas personas que están acostumbradas a hacerlo todo a su gusto, o aquellas otras afortunadas que nunca están más acompañados que cuando están solos, diestros en el arte de hallar recursos en todas partes, encontrarán este plan el mejor, pues, en final de cuentas, más vale ir solo que mal acompañado. Un viajero aislado es el menos sujeto a nada. No tengo padre ni madre, ni perrito que me ladre: el que está en las condiciones que dice este proverbio puede leer el libro de España como si estuviese en su propio gabinete, deteniéndose donde le plazca y pasando por alto lo que no le interese, como si hojease una guía de Murray.

Cada medalla tiene, sin embargo, su reverso y toda rosa sus espinas. No obstante las citadas y otras ventajas, y la seguridad de que la ocupación, y aun la fatiga, alejan los peligros imaginarios, esta libertad puede pagarse con momentos de depresión, y{162} un sentimiento de tristeza y abandono puede irse apoderando insensiblemente de la imaginación más alegre. No es bueno para el hombre el estar solo; y esta necesidad de sociedad rara vez se siente con más fuerza para un corazón sólido que en un largo y solitario viaje a caballo por las comarcas solitarias de la Península. El sentimiento está en perfecta armonía con la impresión producida por la condición desdichada de la España actual, caída de su antigua altura y casi borrada del mapa de Europa. Silenciosa, triste y solitaria es su superficie, a la que el viajero ha de mirar con demasiada frecuencia: campos de trigo sin un árbol, sin un matorral, limitados solamente por el horizonte; llanuras despobladas e incultas, abandonadas a las flores silvestres y a las abejas, y que resultan aún más melancólicas por los castillos ruinosos, o los pueblos, que parecen blanqueados esqueletos de vidas anteriores. La tristeza de esta abominable desolación se aumenta por la singular ausencia de pájaros cantores y la presencia de buitres, águilas y otras aves de rapiña. El viajero, lejos de su casa y de sus amigos, se siente doblemente extranjero en esta extraña tierra, donde no hay sonrisas para un llegado, ni lágrimas para un despedido; donde su memoria se borra como la de un huésped que se detiene un solo día; donde no se ve nada que delate la vida, si no es la tosca cruz de madera o el montón de piedras que indican el sitio donde algún viajero ha sido acechado, asesinado y enviado a{163} arreglar sus cuentas sin tiempo de purgar sus pecados.

Aun cuando confiadamente hayamos contado con nuestras pasadas experiencias, para creer que no era ese nuestro sino, sin embargo, esta especie de piedras miliarias, erigidas como memento mori, son muestras evidentes de que la cosa no es completamente imposible. Ello hace que una persona sola cuya vida no esté asegurada, no solamente confíe en Santiago, sino que tenga la pólvora seca y procure siempre que esté dispuesto el pistón. En estas ocasiones, el tropezar con uno de estos naturales, medio beduinos, medio nómadas, es una verdadera ganga; su sociedad es completamente distinta de la de un compañero permanente con el que para bien o para mal estamos ya atados para siempre, pues como es casual tiene la ventaja de que se le puede tomar o dejar, según convenga. Las costumbres de los españoles en camino son completamente de rebaño. El temor común sirve de unión; cuantos más sean, más contentos van.

«¡Hola! ¡Cuánto me alegro de encontrarle, compañero!»; y la alegría del encuentro es una excelente presentación. La escena, cuando se encuentran varios viajeros, parece como si fuera en un barco en el Atlántico: ¡Hola, camará! Esta predisposición es la que hace a todos los viajeros escribir tanto y tan bueno sobre las clases bajas españolas, y no ciertamente más de lo que merecen, pues son una raza{164} hermosa y noble. Indudablemente, algo de esto proviene de que en estas ocasiones todo el mundo se encuentra en un pie de igualdad, y este efecto nivelador, que quizá pasa inadvertido, induce a muchos extranjeros, orgullosos y reservados en su casa, a ser afables sin afectación. Tratan a estos conocidos de momento de un modo completamente distinto de cómo tratan a la clase baja de su propio país, que, probablemente, si se viera obsequiada con la misma condescendencia, aparecería en un aspecto muy diferente, aun cuando desde luego es inferior a la española en sus orientales buenos modales, en su exquisito tacto y en colocarse y colocar a los demás en el sitio que les corresponde, sin rebajarse ni asumir vulgarmente una igualdad social o una superioridad física.

No recomendaremos, en modo alguno, una larga caminata a caballo sin compañía; no sería agradable para los amigos o familiares, que se quedan siempre con inquietud, ni es prudente exponerse sin ayuda, a los accidentes a que están siempre sujetos caballo y jinete. Los que tengan un amigo con quien puedan ir, harán bien en hacerlo así. Es una dura prueba, y su éxito es tanto más expuesto cuanto mayores sean las molestias y más escasas las comodidades, causas que agrian la leche de la amabilidad humana y ponen a prueba a los egoístas que sólo miran a su estómago y su bienestar. Con ocasión de una larga jornada y la estancia en una pequeña venta, es como{165} se demuestra lo que vale un amigo. En los más serios trances de la vida, peligros, enfermedades y necesidades, lo único que se desea es un amigo con quien compartir el último bocado y la última copa. La sal del compañerismo, si no obra milagros en cuanto a cantidad, cuando menos convierte un panecillo en un manjar exquisito por el gusto y satisfacción con que se saborea.

Por otra parte, nada cimienta una amistad mejor que una de estas correrías, con tal que no terminen en una reyerta. El mero hecho de haber recorrido España tiene una particularidad que no se concede a los países más vulgarizados de Europa. Cuando se nos presenta una persona que ha visitado estos sitios encantadores, nos parece como si ya la conociéramos. Hay una especie de masonería en haber hecho algo igual, que no es lo común en el mundo. Los que están a punto de incluírse en esta clase última, harán bien en procurar que la compañía no exceda de cinco, tres señores y dos criados, teniendo en cuenta, sin embargo, que para mayor facilidad en acomodarse, mejor será que vayan dos y dos. Con todo, una tercera persona no resultará mal en jornadas fatigosas, como arbiter elegantiarum et rixarum, pues aun en las parejas que se entienden mejor suele haber, a veces, discrepancias por parte de alguno que, si tiene en contra mayoría, volverá más fácilmente de su error. Además, siempre ven más cuatro ojos que dos.{166}

Un viaje de varios meses de duración y de algunos miles de millas de recorrido debe hacerse, según la regla más elemental, en un mismo caballo, el cual, al fin de la jornada, se hallará tan fresco como el jinete, y, si está bien cuidado, dispuesto a emprender de nuevo la marcha. La época que conviene escoger es aquella en que los días son largos y la Naturaleza se ha despojado de sus galas de invierno. El buen tiempo es la alegría del viajero, y no hay nada tan mudable como el aspecto de los pueblos españoles, según el tiempo sea bueno o malo; lo mismo que ocurre en Oriente, donde las lluvias de invierno convierten el país en un fangal inmundo y, en cambio, en cuanto luce el sol, todo es alegría y luz. Es exactamente igual que la sonrisa que ilumina la expresión generalmente triste de las españolas. El bendito rayo de luz alegra la misma pobreza, y su acción, estimulante y vigorizadora, hace al hombre capaz de luchar contra los males morales, a los cuales las comarcas más favorecidas por el clima—sin duda, por compensación—están más expuestas que aquellas en que el cielo es triste y los vientos fuertes y helados.

Como en nuestros regimientos de caballería, donde el ganado ha de prestar un verdadero servicio, se debe escoger un animal perfecto: una yegua mejor que un capón; pero como en España es muy general el uso de caballos enteros, también puede elegirse uno de éstos. La jornada diaria oscilará, según las circunstancias, entre veinticinco y cuarenta millas.{167} Se debe emprender el camino antes de amanecer, cuidando de que el caballo haya comido, por lo menos, una hora antes, en cuyo espacio los españoles, si pueden, van a la iglesia, porque profesan la teoría de que nunca se pierde el tiempo que se emplea en oír misa, o en comer, o dar de comer a los caballos; lo confirman en un proverbio que dice: misa y cebada no estorban jornada.

La hora de partir, desde luego, depende de la distancia y la comarca que se piense recorrer, teniendo en cuenta que cuanto antes mejor, porque el que al diablo quiere engañar, muy temprano levantarse ha. Es una gran cosa para el viajero llegar adonde haya de pernoctar lo más pronto posible, pues siempre los que llegan primero son los mejor servidos; más vale, pues, tomar una hora de la mañana que dejarla para la noche, porque si se pierde esta hora al salir, no se podrá ganar en todo el día. Además, en verano es agradable y conveniente estar en marcha y con camino recorrido antes de que el sol pique demasiado, pues el calor se hace insoportable y el extranjero está expuesto a coger un tabardillo, enfermedad que, aunque en menor grado, ocasiona en España más enfermedades de lo que parece, y especialmente entre los ingleses que se aventuran al sol sin precauciones por ignorancia o temeridad. Se debe llevar la cabeza cubierta con un pañuelo de seda, anudado en forma de turbante, como lo llevan los naturales del país; además de lo cual, nosotros, siem{168}pre forrábamos el sombrero con papel de estraza doblado. En Andalucía, durante el verano, los arrieros viajan de noche y descansan las horas de calor fuerte, pero este sistema no tiene nada de agradable, como no sea para los que no tienen interés en ver nada. Nosotros nunca le adoptamos. Las mañanitas, y los anocheceres, y las tardes frescas, son siempre preferibles, mientras que para el artista las espléndidas horas de la salida y la puesta del sol, las siluetas de las montañas que se destacan marcando las formas con las enormes sombras, son artísticas y bellas sobre toda ponderación. En estas regiones, casi tropicales, cuando el sol está alto se pierde el efecto de la sombra y todo parece plano y sin ningún relieve.

La jornada debe dividirse en dos partes, haciendo la primera la más larga: el paso debe calcularse en unas cinco millas por hora, para no tener al caballo en pie inútilmente; se le puede llevar al trote algunos ratos, incluso al subir pendientes suaves, pero siempre se le llevará al paso cuesta abajo, y si se le lleva de la mano, tanto mejor, con lo cual saldrán ganando jinete y cabalgadura. Es sorprendente el terreno que se gana con un paso sostenido: chi va piano, va sano e lontano, dicen los italianos; paso a paso se va lejos, se repite en Castilla. El final de la jornada diaria se debe determinar antes de salir por la mañana, y de este modo se tendrá la seguridad de llegar al anochecer. Los españoles no son aficionados a llegar apre{169}suradamente a sitios donde nadie les espera; ni tampoco se consigue nada tratando de dar prisa a hombres o a animales en España: tanto valdría apremiar a una cancillería de Corte. Los caballos deben descansar, si es posible, cada cuatro días, y no se deben utilizar durante la estancia en poblaciones, a menos que ésta exceda de tres días.

Lo primero que debe hacerse al llegar a los sitios de etapa, es mirarles los remos, limpiárselos perfectamente y examinar cuidadosamente los cascos y las herraduras, para ver si están como es debido: esta inspección ha de constituír un hábito. No hay que lavar las patas demasiado pronto, pues el frío repentino puede producirles fiebre; conviene dejarlos refrescarse y luego limpiarlos y engrasar bien los cascos; después se les puede lavar cuanto se quiera. Lo mejor, sin embargo, será dar de comer al caballo, desde luego, antes de proceder a su toilette, pues la marcha le habrá abierto el apetito, y la fatiga necesita inmediata reparación. Si a un caballo se le abruma con limpieza, es fácil que se aburra y no haga caso del pienso: después que ha comido se le puede limpiar, prepararle la cama como para por la noche, cerrar la cuadra y dejarle completamente tranquilo, cuanto más tiempo mejor: darle otro pienso una hora antes de salir a la jornada de la tarde, y a la llegada, por la noche, hacer con él exactamente lo mismo que por la mañana. La comida debe regularse con arreglo al trabajo: cuando éste es mucho, puede dár{170}sele cebada a manos llenas y no abusar de la hierba, pues lo que se necesita es acumular resistencia, no por cantidad, sino por calidad. Los españoles dicen que un bocado de carne vale por diez de patatas. Si vuestro caballo es inglés, bueno será recordar que ocho libras de cebada equivalen a diez de avena, porque contienen menos pellejo y más fécula, cosa que saben muy bien nuestros tratantes en ganado cuando necesitan rehacer a un caballo; dar de comer con exceso a un animal en el clima de España, lo mismo que hacerlo con el jinete, es predisponerlos a fiebres y congestiones, enfermedades más comunes en Gibraltar que en ninguna otra parte de España, porque nuestros compatriotas hacen la misma vida que si estuvieran en su país.

De todos modos, se debe alimentar bien al caballo, ya sea con una cosa, ya con otra; si no, vuestro escudero español, al estilo de Sancho Panza, os atormentará con proverbios como: tripas llevan pies; de paja o heno, el vientre lleno, etc., etc. Los españoles permiten que sus caballos, cuando van de camino, beban en todos los ríos y arroyos, diciendo que no hay nada que siente mejor que el agua batida, y ellos dan el ejemplo, pues en todos los regatos se echan de bruces y, como dice el refrán, beben agua como un buey, y cuando se tercia vino, lo mismo que un rey. Si se lleva, pues, un caballo español que esté acostumbrado a este continuo beborrotear, será bueno dejarle, pues si no, hasta puede tener fiebre. Si el{171} animal es cuidado a la inglesa, esto es, bebiendo solamente después de cada pienso, el sistema español le perjudicaría en extremo, pues podría hacerle romper en sudores que le debilitarían mucho. Si llega muy cansado, le sentará muy bien unas gachas templadas hechas con harina de avena, y si no la hubiere, de harina cocida. Por la noche es conveniente que esté sobre estopa húmeda o estiércol de caballo, pues el de vaca es muy difícil de encontrar en España, donde las cabras producen la leche, y los holandeses, manteca.

Los remos deben estar siempre muy cuidados, pues como un caballo tiene doble que una persona, necesita también doble atención; y ¿de qué sirve un cuadrúpedo que no puede sostenerse sobre una pata? Esto es una cosa muy sabida y tenida en cuenta por los comerciantes, que son los únicos que hoy viajan a caballo en Inglaterra. Las herraduras hacen o estropean a los caballos, y ninguna persona sensata en España o fuera de España, que tenga un cuadrúpedo o siete pesetas, dejará de poseer la admirable obra Miles on the Horse’s Foot. «Todo caballero andante—dice don Quijote—debe saber herrar a su Rocinante». (Rocín es la palabra árabe para caballejo). Por lo menos debe saber cómo se hace este calzamiento. Como norma general debe seguirse la costumbre de llevar el caballo al herrador, el cual hará las herraduras para sus cascos, pues de ningún modo se le deben poner herraduras hechas de antemano.{172} Si se tiene en algo la comodidad y el bienestar del animal, se le sujetarán las herraduras delanteras con cinco clavos, a lo sumo, en la parte de afuera, y con dos sólo en la interior, y éstos, cerca de la pezuña. De ninguna manera se le pondrán clavos a todo alrededor que formen un inflexible cerco de hierro muerto a un casco vivo que tiende a desarrollarse; convendrá acordarse siempre de llevar a prevención alguna herradura con clavos y un martillo, porque por falta de un clavo puede perderse una herradura, y la falta de una herradura puede producir al jinete una descalabradura. En algunas partes de España donde no existen caminos modernos, se puede ir con la cabalgadura casi desherrada, como lo hacían los antiguos y se hace en algunas partes de Méjico; pero un casco no protegido no puede soportar el continuo desgaste y la limadura de una carretera moderna.

El caballo estará probablemente en tales condiciones al poco tiempo del viaje que no necesitará más medicinas que su propio amo; sin embargo, un terrón de sal gema y un trozo de cal puesto por la noche en el pesebre, le harán un efecto tan beneficioso como al jinete un vaso de agua de Epsoms y soda. Se debe lavar muy bien la larga cola y las crines, que son el orgullo de los caballos españoles, tanto casi como un hermoso pelo en una mujer, con agua y soda, pues el álcali, combinado con la grasa del animal, forma un astringente muy beneficioso. Un gran remedio para los accidentes a que un caballo está{173} expuesto durante el viaje, tales como coces, cortaduras, distensiones, etc., son los fomentos de agua caliente, que se deben aplicar bajo la vigilancia del jinete mismo, para que no lo hagan mal o dejen de hacerlo, pues el agua caliente, según la familia lacayuna, se ha hecho para recibir algo más fuerte. La baticola y el pretal son indispensables cuando se ha de andar subiendo y bajando por montañas. El mosquero da mucha comodidad al caballo, pues como está en constante movimiento y lo lleva colgado delante de los ojos, le espanta las moscas; el cabezal de cuadra no debe quitársele nunca, sino que se arrollará durante el día sujetándole a un lado de la cara. La cola también se les suele atar cuando los caminos están llenos de lodo, y se les ata en la forma en que nuestros marineros y guardas montados usaban llevarla.{174}

Capítulo IX.

El traje y demás avíos del jinete son muy dignos de tener en cuenta. Lo que se debe procurar es pasar inadvertido entre la multitud o ser tomado por uno de nosotros, uno de la familia; para ello lo mejor será adoptar el traje que usan comúnmente los naturales del país cuando viajan a caballo, o valiéndose de cualquier otro medio de comunicación, entre los cuales no se cuentan los mails y diligencias anglo-francesas. Los españoles de todas clases sociales, al trasponer las puertas de la ciudad, se visten como la gente del campo. Huyen deliberadamente de los trajes y costumbres de población, que sólo sirven para llamar la atención y exponerlos al ridículo o a las groserías de los campesinos, arrieros y demás gente que son dueños de los caminos, odian las novedades y se atienen a las maneras y modas de sus abuelos. El sombrero más propio es el calañés, que se parece{175} mucho al que usan en Astley los bandidos: es de forma cónica y va ribeteado de terciopelo negro y adornado con borlas de seda, y resulta tan bien puesto en un cockney[33] como en un hacendado de Devonshire. La chaqueta puede ser la universal zamarra, hecha de piel negra de oveja o de cabritilla, cuando pueda costearse; no se olvidará la faja, que es más útil de lo que puede suponerse, pues abriga los riñones y el vientre y preserva de los cólicos, tan generales en España, manteniendo un calor igual en el abdomen; así que ir bien envuelto, al modo de Homero, es tener ya ganada la mitad de la batalla para el que viaja por la Península.

La capa o la manta y las alforjas son absolutamente indispensables y se deben poner sujetas a la perilla de la silla; de este modo dan menos calor al caballo que si van colgando a los lados, y, además, estarán así más a mano para usarlas de repente, pues en este país de valles y montañas el jinete está constantemente expuesto a rápidas variaciones de tiempo, cuando Eolo y Febo se disputan su capa, como en las fábulas de Esopo, y las cataratas del cielo se desatan sobre él en cuanto al dios del fuego le parece que está suficientemente horneado.

Nada más conveniente, oriental y clásico que las alforjas; constituyen el verdadero bagsman y han dado su nombre a nuestros viajeros a caballo. Son el{176} Sarcinae de Catón el Censor, el Bulgae de Lucilio, que les compuso un epigrama:

«Cum bulga coenat, dormit, lavat, omnis in unâ.
Spes hominis bulga hâc devincta est caetera vita»[34],

lo cual, en inglés, puede decirse, aludiendo a lo muy necesarias que son para el español moderno:

«A good roomy bag delighteth a Roman,
he is never without this appendage a minute;
in bed, at the bath, at his meals, in short no man
should fail to stow life, hope, and self away in it.»

Los paisanos de Sancho Panza, cuando van de camino, hacen el mismo uso de sus alforjas (exceptuando el lavarse) que los romanos; constantemente las llevan encima, encerrando en ellas su corazón, al mismo tiempo que el pan y el queso.

Estas alforjas españolas son, por el nombre y el aspecto, el árabe al horeh (la f y la h, como la b y la v, y la x y la j, son casi equivalentes y se usan indistintamente en la cacografía española). Generalmente son de algodón y estambre y tienen bordados en colorines caprichosos dibujos; lo más elegante es que lleven en una de sus orillas el nombre del propietario, el cual debe estar bordado por la delicada{177} mano de su adorada dama. Las fabricadas en Granada son muy buenas; las morunas, especialmente las procedentes de Marruecos, van adornadas con una porción de borlitas. Cuando los campesinos bajan de sus cabalgaduras al entrar en los pueblos, y los monjes mendicantes cuando van pidiendo limosna para sus conventos, se echan las alforjas al hombro.

Una de las cosas que para todo el mundo es conveniente llevar en la alforja del lado derecho, para alcanzarla con más facilidad, es un par de anteojos azules o antiparras, pues la oftalmía es muy común en España, y especialmente en las llanuras calcinadas del centro; no hay nada de verdura que amortigüe el resplandor constante; el aire es seco y las nubes de polvo son irritantes en extremo, pues van cargadas de nitro. Un remedio muy eficaz contra esta afección es lavarse frecuentemente los ojos con agua caliente y no tocárselos en absoluto cuando se tenga la menor inflamación, como no sea con el codo: los ojos, con los codos. Los españoles nunca bromean con sus ojos o con su religión; en muchos casos parecen más aficionados a los primeros, no ya cuando brillan bajo las cejas arqueadas de una morena, sino sencillamente cuando están colocados en su propia cabeza. «Te quiero más que a mis ojos» es una expresión vulgar de afecto; y aun en los casos en que le tiene más rabia al más odiado enemigo, jamás le desea nada malo para sus órganos visuales.

Todo el arte de las alforjas consiste en colocar en{178} ellas lo que se necesita con más frecuencia y en el sitio más propio y asequible. Se debe llevar, pues, en ellas dinero suelto para el lisiado y el ciego y los mil casos de miseria y dolor humanos que el viajero ha de contemplar necesariamente en un país donde, suprimida la sopa conventual, aun están sin nombrar los empleados que deben aplicar la nueva ley contra la mendicidad; esta caridad de la bolsa de Dios nunca empobrece la bolsa del hombre, y el hombre caritativo, aun cuando esté muy en oposición con los economistas modernos, es siempre alabado en ese libro pasado de moda que se llama la Biblia. El lado izquierdo de las alforjas debe reservarse para los estuches de escribir y de aseo, que, cuanto más pequeños sean, tanto mejor.

No hay que descuidar el pasto espiritual. La biblioteca del viajero, al igual que los compañeros de viaje, debe ser escogida y buena: libros y amigos, pocos y buenos. Las ediciones en dozavo son las mejores, pues un libro pesado mata al caballo, al jinete y al lector. Los libros son cuestión de gusto: unos prefieren a Bacon, otros, a Pickwick; a todo evento debe incluírse una edición de bolsillo de la Biblia, de Shakespeare y del Quijote; y de creer que debe seguirse el consejo del bueno del doctor Johnson, uno de aquellos libros que pueden ser llevados en la mano y leerse al lado del fuego. Marcial, una gran autoridad en materia de Manuales españoles, recomendaba «libros de este tamaño como compañeros de un largo viaje».{179} Los en cuarto y los infolio, decía, se deben dejar en casa en los estantes:

«Scrinia da magnis, me manus una capit»[35].

También se guardará en ellas el pasaporte, esta molestia y azote de los viajes continentales, a la que un libre británico no puede nunca acostumbrarse; sin embargo, prescindir de él, a lo que un inglés siempre está propicio, entrégase a la peor y más impertinente gentuza de la tierra. Los pasaportes en España, en cierto modo, substituyen ahora a la Inquisición y están, además, empeorados por formas vejatorias copiadas de la burocrática Francia.

Aparejado todo de esta manera, en el arzón de la silla debe siempre añadirse una bota y la pistola de bolsillo de Hudibrás. Y digamos una palabra de esta bota, que es tan necesaria para el jinete como la silla para el caballo. Este utensilio tan asiático y tan español sirve de botella y de vaso al mismo tiempo a los peninsulares que van de camino, y no se parece en nada a los cacharros de vidrio o de peltre que se usan en Inglaterra. Tan fácilmente iría una española a la iglesia sin su abanico, como un español a la feria sin su navaja, como se pondría en camino un viajero sin su bota. La nuestra, la fiel confortadora de muchos caminos secos, compañera de largas jornadas, hoy reliquia de un pasado feliz, está colgada, como{180} un ex voto al Baco ibero, al modo como los marineros de Horacio colgaban sus vestiduras húmedas en ofrenda a la deidad que les librara de los peligros del mar. Su piel, arrugada ahora por la edad y añorando infructuosamente el vino, conserva aún la fragancia del líquido rubí, sea el generoso Valdepeñas o el rico vino de Toro, y refresca nuestro olfato si por casualidad nos acercamos a su boca, teñida de rojo. El rancio perfume del vino perdura en ella, haciéndonos la boca agua y quizá trayéndola también a los ojos. ¡Qué ensueño de aromas españoles, buenos, malos e indiferentes, despierta en nosotros nuestra amiga la borracha! ¡Qué recuerdos se amontonan, despidiendo el balsámico aroma del Mediodía: de las olorosas llanuras y los montes cubiertos de tomillo, en donde Flora llama a sus pequeñas amigas las abejas; de las iglesias nubladas de incienso; de las cabras y los frailes, barbudos y odoríferos; de las ciudades, cuyo vaho de ajo, ollas, aceite y tabaco se eleva al cielo, mezclado con las mil fragancias que percibe el olfato de un hombre, ya desembarque en Calais o en Cádiz! Ahí está colgada nuestra aromática bota, ahora un grato recuerdo. Cumplió su tiempo, y ya nunca se verá henchida, en la ardiente y sedienta España, para vaciarla de nuevo, que es aún mejor.

Esta bota, de donde se derivan los términos butt de Jerez, bouteille y botella, es la vasija oriental de cuero más antigua a que se hace alusión en el libro de Job, cap. XXXII, V. 19: «Mi vientre está a punto{181} de estallar, como las vasijas nuevas»; y en la parábola de San Mateo, cap. IX, v. 17: «Ni echan vino nuevo en odres viejos. De otra manera se rompen los odres, y se vierte el vino y se pierden los odres. Mas echan vino nuevo en odres nuevos, y así se conserva lo uno y lo otro». Esta parábola pierde gran parte de su sentido con nuestra palabra bottle (botella), que, siendo de vidrio, no se estropea con el tiempo como una vasija de cuero. Una «botella de agua» de esta clase fué una de las pocas cosas que Abrahán dió a Agar cuando echó a la madre de los árabes, cuyos descendientes introdujeron su uso en España. Tiene forma de una gran pera o de bolsa de perdigones, y su cabida varía entre media arroba y cinco cuartillos. La parte del cuello va provista de una especie de taza de madera, por donde se bebe. La manera de usarla es la siguiente: Se coge el cuello con la mano izquierda y se coloca la taza junto a los labios; después se va subiendo con la mano diestra, poco a poco, el extremo más ancho de la bolsa, hasta que el líquido, obedeciendo a leyes hidrostáticas, sube de nivel y llena la taza, en la que se bebe sin molestia alguna. La gravedad con que esto se hace, la larga, pausada, sostenida y sanchopancesca devoción de los valientes españoles cuando se les ofrece un trago de una bota ajena, son verdaderamente edificantes y tan profundos como el suspiro de satisfacción con que, después de haber trasegado vino hasta no poder más, se devuelven el precioso pellejo.{182} No vierten ni una gota del divino líquido, como no sea algún chapucero o novato que, levantándola antes de tiempo, se moje toda la cara. El agujero de la taza se estrecha con una espita de madera, perforada a su vez, y que se tapa con una pequeña estaquilla. Los que no quieren tomar un trago muy grande no quitan la espita, sino solamente el tapón pequeño, y entonces sale el vino en un chorrito delgado. Los catalanes y aragoneses casi siempre beben de este modo; nunca tocan el vaso con los labios, sino que lo mantienen a cierta distancia y dirigen el chorro a la boca o más bien a la mandíbula de abajo. Para los que no tienen práctica es mucho más fácil verterse directamente a la garganta que a la boca. Ellos lo hacen a la perfección, pues las botellas para beber están hechas también con un pitorro largo y se llaman porrones.

La bota no debe confundirse con la borracha o cuero, el pellejo de vino, que es entero y hace las veces de barril. La bota es el recipiente al por menor; el pellejo es el de al por mayor. Es la típica piel de cerdo, cuya adoración en la Península sólo es comparable a la que se siente por el cigarro, por el duro y, a veces, hasta con el culto a la Virgen. En la mayor parte de las ciudades de España hay tiendas de boteros, en las cuales se pueden ver las sopladas pieles del sucio animal alineadas como los carneros en nuestras carnicerías. Al curtirlas y trabajarlas se les conserva la forma del cerdo, con patas y todo, excep{183}to una: la piel va vuelta del revés para que la parte del pelo quede por dentro, y, además, esta parte es embreada cuidadosamente, como el casco de un barco, con objeto de que no se rezume; de aquí cierto sabor peculiar a cuero y resina, que se llama la borracha, muy característico de los vinos españoles, excepción hecha del jerez, que, como se hace generalmente por extranjeros, se conserva en toneles, según demostraremos al ocuparnos de los vinos. A un hombre ebrio, cosa mucho más rara en España que en Inglaterra, se le llama borracho, término muy poco lisonjero. Estos cueros, llenos, se cuelgan en las ventas y demás sitios de su culto, y se economizan la bodega, los toneles y el embotellado: tales fueron los panzudos monstruos a que Don Quijote atacara.

La bota está siempre cerca de la boca del español que puede procurársela; todas las clases sociales se hallan siempre dispuestas, al igual de Sancho, a dar «mil besos», no sólo a la propia, sino a la del vecino, que suele ser más codiciada que la mujer; por lo tanto, ningún viajero precavido viajará un paso por España sin llevar la suya, y cuando la tenga no la guardará vacía, sobre todo si tropieza con un buen vino. Cualquier individuo que os acompañe en España sabrá instintivamente dónde puede encontrarse buen vino, pues éste no necesita ramo, heraldo ni pregonero. En esto nuestra experiencia concuerda con el proverbio: más vale vino maldito que no agua bendita. En la escala de las comparaciones podemos{184} decir que allí se hallará buen vino, mejor vino y el mejor vino, pero nunca vino malo. Los españoles son tan buenos catadores de vino como de agua; pero rara vez los mezclan, pues dicen que es hacer una cosa mala de dos buenas. Vino moro no quiere decir que va sucio, ni que tenga cualquier otra imperfección herética de las que implica la palabra, sino, sencillamente, que está limpio de todo bautizo con agua; por lo que de los pequeños tenderos asturianos, que tan mala fama tienen, se dice que por su arraigado hábito de adulterarlo todo, hasta aguan el agua.

Es una equivocación suponer que los españoles sienten una repugnancia oriental hacia el vino por el hecho de vérseles borrachos muy rara vez, y de que cuando van de viaje beban tanta agua como sus caballerías; su regla es: Agua como buey y vino como Rey. La gran cantidad de vino que beben, siempre que se les obsequia con él, hace pensar que su sobriedad habitual está más en relación con su pobreza que con su voluntad. A muchos de estos honrados ciudadanos se les puede conquistar por la panza en este clásico país, en donde el dios tutelar de los taberneros aun tiene guardadas las llaves de las bodegas y de los corazones—Aperit præcordia Bacchus—. Y este culto oriental no deja de estar motivado por los sabrosos manjares administrados previamente. Independientemente de las obvias razones que el buen vino ofrece para ser bebido, la naturaleza excitante de la cocina española induce a ello en{185} gran manera. El uso continuo de condimentos fuertes y de pimienta, que es muy ardiente, provoca la sed, lo mismo que el bacalao, el jamón y los embutidos; ya lo dicen los proverbios: La pimienta escalienta y A torrezno de tocino, buen golpe de vino.

Esta digresión acerca de la bota nos será perdonada por todos los que hayan viajado por España y sepan, en consecuencia, lo indispensable de su uso. El viajero recordará, desde luego, el consejo que el bellaco del Ventero da a Don Quijote, de que siempre debe llevar camisas y dinero. «Pon dinero en tu bolsa», dice también el honrado Yago, pues una vacía es un miserable compañero en la Península y en todas partes. No se debe nadie poner en peregrinación hacia Roma o Santiago sin llevar dinero abundante y una buena cabalgadura: Camino de Roma, ni mula coja ni bolsa floja.

Puede decirse que, prácticamente, en España no hay papel moneda. En las grandes ciudades se encuentran, naturalmente, billetes, pero en provincias la promesa de pagar al portador de un papel no tiene para los ladinos indígenas el mismo valor que el pago en dinero. Ellos dan con gusto los billetes a los extranjeros, pero prefieren para su propio uso esos anticuados símbolos de la riqueza, el oro y la plata, y sienten por las más ínfimas fracciones de ellos la más profunda veneración. Se cuenta generalmente por reales de vellón, y éstos están subdivididos en maravedises, la vieja moneda de la Península. Hay{186} fracciones menores aún de cuartos, que consisten en pedazos infinitesimales de cualquier metal, de campanas fundidas, cañones viejos, etc., etc., con nombres y valores desconocidos en absoluto en nuestro país, donde, felizmente, poco puede comprarse por un ardite. En España, donde la baratura de los productos de la tierra sólo da para vivir pobremente, todo, incluso un botón viejo, sirve para hacer un maravedí. Al cambiar un duro en calderilla, por vía de experimentos, nos dieron en el mercado de Sevilla una porción de monedas españolas de todas épocas, y hasta algunas romanas y árabes, que circulan sin dificultad.

El duro de España es muy conocido en todo el mundo por haber sido la forma en que se ha exportado generalmente la plata de las colonias españolas del sur de América. Es el italiano colonato, llamado así por que las armas de España descansan sobre las dos columnas de Hércules. La acuñación es descuidada: se atiende más al peso del metal que a la forma, pues los españoles, como los turcos, no son tan buenos obreros o mecánicos como devotos adoradores del oro. Fernando VII continuó algún tiempo acuñando monedas con la efigie de su padre, sin variar más que la inscripción; del mismo modo los Trajano del primer tiempo tienen la imagen de Nerón. Cuando las Cortes entraron en Madrid, después de la victoria del duque en Salamanca, prohibieron patrióticamente la circulación de toda clase de{187} moneda con el busto del intruso rey José. Sin embargo, los duros de esta época, como estaban hechos con la plata robada en las iglesias, dorada y sin dorar, valían más intrínsecamente que los legítimos; y esto fué una durísima prueba para aquellos cuyo único rey y dios es el dinero. Tal decreto era digno de los senadores que andaban más ocupados en borrar del Diccionario los tropos franceses que en echar a las tropas francesas de su territorio. Los chinos, más avisados, toman igualmente las monedas de Fernando que las de José, llamando a las dos dinero de la «cabeza del diablo». Estos prejuicios injustificados contra las buenas monedas han desaparecido ante el progreso intelectual; y es más, las piezas de cinco francos con la inteligente efigie de Luis Felipe amenazan quitar el puesto a los columnarios. La plata de las minas de Murcia es exportada a Francia, donde se acuña y vuelve de esta forma. Por tal manera, Francia gana un bonito tanto por ciento, y acostumbra a la gente a la imagen de su poderío, que llega a ellos del modo más agradable: en moneda acuñada.

En España el dinero, el delicioso dinero, gobierna la Corte, el campo, el bosque; de aquí el crédito extraordinario de tres millones exigido recientemente para los gastos secretos de las Tullerías, y el entusiasmo oficial y la unanimidad asegurada en el negocio de Montpensier. El decálogo en Madrid puede encerrarse en un mandamiento: amar a Dios, repre{188}sentado en la tierra, no por su vicario el Papa, sino por su lugarteniente Don Ducado.

«El primero es amar Don Dinero.
Dios es omnipotente; Don Dinero es su lugarteniente».

En consecuencia, los grandes y los empleados en España (tanto los gubernamentales como los que están en el papel) han preferido en estos días las piezas de cinco francos a las insignias de la Legión de Honor; y teniendo en cuenta los petardistas en cuyos pechos ha sido prostituída esta condecoración de Austerlitz, no andaban muy errados los cálculos de estos dignos castellanos, si es que hay alguna verdad en el catecismo de Falstaff.

El cuño de oro es magnífico y digno del país y del período de los que se proveyó en Europa de este precioso metal. La moneda mayor, la onza, vale diez y seis duros: unas tres libras y seis chelines; y al mismo tiempo que avergüenza al diminuto Napoleón de Francia y al soberano de Inglaterra, habla muy alto de la riqueza española de otros tiempos, y hace resaltar el contraste con la pobreza presente y la escasez de metálico. Pero estas grandes monedas están tan trabajadas, no por el sol, sino por los judíos, propios y extraños, y más esquiladas que las mulas españolas o los perros de agua franceses, de tal modo, que rara es la que tiene el peso debido. Por esta causa son miradas con desconfianza en todas partes. Los comerciantes de una gran ciudad sacan,{189} como Shylock, los platillos de la balanza, mientras que en los pueblos, un encogimiento de hombros, unos ajos y expresiones negativas son el cambio que se ofrece. Muchas veces, aun cuando estén convencidos de que tienen el peso debido, no se avienen a dar por ella los diez y seis duros, ni tampoco quieren los que tienen tanto dinero a mano que la cosa se sepa. Los españoles, como los orientales, tienen miedo de que se crea que guardan dinero en casa; se exponen con ello a ser robados por ladrones de todas clases, profesionales o legales: por el alcalde, la mayor autoridad del pueblo, y el escribano, por no decir nada del recaudador del señor Mon, pues las contribuciones, muchas de las cuales se reparten entre los habitantes de cada distrito, cargan más sobre los que tienen o se supone que tienen más dinero.

Las clases humildes en España, como las orientales, son, por lo general, avaras. Ven que la riqueza procura seguridad y fuerza allí donde todo es venal; la falta de seguridad les hace ansiosos de invertir lo que tienen en una masa pequeña y de fácil ocultación, en lo que no habla. Por consiguiente, y en defensa propia, son muy aficionados a ahorrar. La idea de hallar tesoros ocultos, que está tan extendida en España como en Oriente, no deja de tener algún fundamento, pues en todos los países que han sido invadidos por extranjeros y en que ha habido guerras civiles y revoluciones interiores, y donde no existían medios seguros de inversión, en los momentos de{190} peligro para la propiedad todo se convertía en dinero y alhajas, y se escondía de modo ingenioso. La desconfianza que los españoles sienten unos de otros se extiende a menudo en cuestiones de dinero a los parientes más próximos, incluso a la mujer y a los hijos. Una superstición muy antigua en España es la de que los que han nacido en Viernes Santo, el día del dolor, tienen el don de poder ver el fondo de la tierra y descubrir los tesoros escondidos. Uno de los escondrijos más usados en todo tiempo ha sido las sepulturas, pretendiendo sin duda confiar a los muertos lo que no podían defender los vivos; esto explica la universal profanación de tumbas y cementerios durante la invasión napoleónica. Los galos escarbaban en los cementerios como perros, despojaban los cuerpos, ya hechos ceniza, de todas las prendas con que les adornara el afecto, o, como decía Burke al hablar de sus disensiones domésticas: desplumaban a los muertos para emplumar a los vivos. Estas hordas, en su huída ante el avance del duque, escondieron también mucha parte de su botín, que hoy se busca con afán. ¿Quién puede haber olvidado la gráfica pintura que hace Borrow[36] de Mol, el buscador de tesoros? Precisamente en este momento las autoridades de San Sebastián vigilan estrechamente las excavaciones que una anciana francesa está haciendo, porque, en su país, un ladrón moribundo le{191} ha revelado el secreto de una olla enterrada, llena de onzas de oro.

Habiéndose abastecido de columnarios, esos nervios metálicos de la guerra, que también hacen que pueda andar el mundo en paz, un prudente amo, si pretende ser considerado como tal, debe tener en sus manos la bolsa, y, además, ojo avizor sobre ella, pues el tintineo de las monedas hace despertar, incluso de una siesta española, y causa desvelos a todo el que lo escucha, desde el mendigo a la Reina Madre.{192}

Capítulo X.

El primer pensamiento de Don Quijote cuando decidió salir a recorrer España, fué procurarse un caballo; el segundo, buscar un escudero; y así como la narración de sus jornadas es una buena guía para el viajero moderno, tampoco debe desdeñarse su ejemplo. Un buen Sancho Panza será, en fin de cuentas, para un caballero andante, de más utilidad que la misma Dulcinea. El conseguir un buen sirviente es de un interés capital para todo el que haga excursiones internándose por la Península, pues, como suele ocurrir en Oriente, ha de servir no sólo de cocinero, sino de intérprete y compañero de su amo; por lo tanto, es de suma importancia procurarse un hombre con que se pueda intimar en estos agrestes parajes. Conseguido esto, llega a formarse una relación tan estrecha que por parte del servidor es en muchos casos fidelidad canina, tanto, que no es raro ver que un español abandone su hogar, caba{193}llo, asno y mujer por seguir a su amo, lo mismo que un perro, hasta el fin del mundo. De diez veces, nueve tiene la culpa el amo de que el criado sea malo. Tel maître, tel valet: Al amo imprudente, el mozo negligente.

Debe acostumbrárseles a empezar desde luego y con exactitud el cumplimiento de su deber; el único modo de obligarles a hacer una cosa es, como decía el duque, atemorizarles y determinarles una línea de conducta firme. Es muy difícil hacerles comprender la importancia de los detalles y de ejecutar las órdenes exactamente como las reciben, pues ellos tratan siempre de evadir todo el trabajo que pueden; es muy conveniente determinar con claridad su obligación al principio, y reprender inmediatamente y con toda seriedad las primeras y más pequeñas faltas, sean de la clase que sean, y así se gana pronto la victoria moral sobre ellos. El ejemplo del amo, cuando es activo y ordenado, es la mejor lección para el criado: mucho sabe el ratón, pero más el gato. Aquiles, Patroclo y los héroes de Homero, guisaban sus comidas, y muchos que no han llegado a héroes, como Lord Blayney, no se han desdeñado el seguir el ejemplo épico en una venta española. De todos modos, un buen criado, que sabe su obligación y quiere trabajar, es una verdadera joya, y en cualquier ocasión merece ser bien tratado; pero teniendo en cuenta que quien se hace miel le comen las moscas, y que con hijo de gato no se burlan los ratones. La{194} cuestión es acostumbrarles a que se levanten temprano y a conocer el valor del tiempo, pues tiempo y hora no se atan con soga, y el que se levanta tarde, ni oye misa ni compra carne. Si, lo que pronto se advierte, el criado no responde, cuanto antes se le cambie, mejor, pues sólo servirá para gastar tiempo y jabón; que el que no vale para nada en su pueblo, no valdrá más en Sevilla o en otra parte, como dice el proverbio.

Los defectos principales de los criados españoles, que son los mismos de las demás clases bajas del país, suelen ser defectos de raza; como la masa general, tienen la tendencia a la calma, al despilfarro, a la imprevisión y a la suciedad. Son poco hábiles y tercos; ceden fácilmente ante las dificultades: su primer impulso es vencerlas, y el segundo eludirlas; en seguida renuncian a la lucha. No piensan ni por un momento en alcanzar nada que requiera mucha molestia, ni tampoco en hacer las cosas como es debido, ni siquiera como las han hecho otras veces; cualquier dificultad y el impulso del momento les hace abandonar lo que quiera que sea. Siendo, como ya hemos dicho, poco hábiles, obstinados y llenos de prejuicios, no tienen conciencia de su propia ignorancia, y son perezosos como los orientales; unas veces por orgullo, otras por presunción y pereza, casi nunca preguntan nada, pues esto implicaría para ellos reconocerse inferiores, y más raro es aún que contesten a una pregunta, a menos que ésta sea de su agra{195}do; se guían siempre por sus necesidades, sus deseos y sus opiniones; sus propias personas son su centro de gravedad y no las de sus amos. Como el sí de un español, cuando se le pide un favor, significa, por lo general, no, no quieren o no pueden comprender si vuestro no es realmente una negativa cuando ellos pretenden holgazanear; pero suelen mejorar notablemente cuando se les saca de la ciudad para alguna excursión. La vida de camino les convierte en activos y serviciales, probablemente porque el harum-scarum de la existencia nómada es lo que conviene a estos descendientes de los árabes, y, en cambio, no soportan la rutina de una cosa ordenada; aborrecen el encierro; por eso es tan difícil conseguir que los españoles estén en fortalezas o sean marinos de guerra, porque en las dos ocupaciones no hay medio de escapar.

Lo que nosotros llamamos una buena servidumbre es imposible de conseguir en el campo o en la ciudad española, y lo mismo da que se tenga gran posición o que no se tenga. En las casas de la clase media acomodada, y en las de la aristocracia, se nota esta falta, particularmente en lo que se refiere a la parte gastronómica, que es la piedra de toque del servicio. Realmente el español, habituado a su manera de comer, desordenada, despreocupada, improvisada y sin refinamiento, se ve un poco embarazado con el orden y el cuidado, la ceremonia y el aparato de una comida bien servida. Unicamente siente respeto hacia{196} las personas, no hacia las cosas. Incluso el aristócrata sólo tiene en su gótico-beduina mesa un ligero barniz europeo; vive y come, rodeado de una pandilla de gente humilde, en su inmensa casona, mal alhajada, que no tiene ninguna de las elegancias, lujos ni siquiera comodidades que piden los sanos principios transpirenaicos; muy pocas son las cocinas dirigidas por un cordon bleu, y menos aún los señores que, realmente, gustan de una entrée ortodoxa, limpia de las herejías del ajo y de la pimienta. Cuando la cocina quiere ser extranjera, como en todas las demás imitaciones, sólo se consigue una copia insulsa. Pocas cosas se hacen en España a conciencia, lo cual implica previsión y gasto; todo se hace a la buena de Dios. El noble señor confía sus asuntos a un mayordomo poco escrupuloso y dormita en este lecho de rosas, soñoliento para todos los asuntos y sólo despierto para la intriga. Sus numerosos, malos y mal pagados servidores no tienen la menor idea de disciplina o subordinación; no puede uno siquiera fiarse de que pongan los manteles, porque prefieren holgazanear en la iglesia o en la plaza a cumplir con su deber, y preferirían perecer de hambre bailando y durmiendo al sereno, pero con independencia, a comer y ganarse la vida trabajando honradamente. Y para el amo no hay remedio, porque si les despide sólo encontrará otro que se les parezca o que sea aún peor.

En la casa que nosotros teníamos en España, pasada la hora de comer y la siesta, el cocinero, con el{197} pinche, el criado y el lacayo, se quitaban el traje de pana (la librea apenas se conoce), se endosaban sus graciosos sombreros de terciopelo bordado, sus chalecos azul celeste y sus fajas encarnadas, y se iban, con una guitarra debajo del brazo, a cantar y a cortejar a las mozas, dejando a su amo en sus glorias, filosofando sobre la inestabilidad de las cosas humanas y la perfidia de los hombres.

Hay que soportar lo que no se puede curar. Para terminar con las condiciones de estos servidores españoles, diremos que son locuaces y muy crédulos, y muy frecuentemente son también embusteros, especialmente los andaluces, que lo son en alto grado; y, en realidad, puede decirse que estas fantasías o romances son los únicos que quedan en España, en lo que se refiere por lo menos a los indígenas. Como abrigan muy buena opinión de sí mismos, son muy susceptibles, impresionables, celosos y quisquillosos, y se molestan con gran facilidad cuando se les reprende sus defectos; son de naturaleza vehemente e irritable; están siempre esperando que ocurra lo que ardientemente desean, sin ningún gran esfuerzo por su parte; y son muy aficionados a estar brazo sobre brazo mientras los demás hincan el hombro. Su viva imaginación es muy a propósito para llevarles a grandes excesos en bien o en mal, y cuando obran instantáneamente como los niños, y después de cumplir su gusto, vuelven de nuevo a su tranquilidad habitual, que es como la de un volcán dormido. En{198} cambio, están llenos de excelentes cualidades, que compensan de sus defectos: no son caprichosos; son duros, pacientes, joviales, de buen carácter, vivos e inteligentes, honrados, fieles y de absoluta confianza; no son borrachos, ni aficionados a los vicios degradantes; son sufridos en extremo, y bien guiados llegan donde se quiera, constituyendo la masa para el mejor soldado del mundo; son leales, religiosos de corazón; tienen mucho tacto, ingenio y buenas maneras naturales. En general, un trato afable, firme, sereno y hasta cierto punto reservado, produce excelente efecto. Cuando deban cumplir una obligación, hacedles comprender que no se está dispuesto a que se burlen de uno. La frialdad de los ademanes de un inglés decidido, cuando va en serio, es lo que pueden resistir pocos extranjeros. Los visajes y la gesticulación, la cólera y los gritos, la fanfarronería, la petulancia y la impertinencia se levantan y agitan en vano contra ella, igual que las rociadas y espumas del «lago francés» contra la impasible e inmutable roca de Gibraltar. Un inglés puede, sin llegar a ser excesivamente familiar, aventurarse a un mayor grado de afabilidad con sus subalternos españoles que podía atreverse a serlo con los de Inglaterra. Es la costumbre del país; están habituados a ello, y no pierden la cabeza, ni nunca olvidan el sitio en que deben estar.

Los españoles tratan a sus criados de un modo muy semejante al que empleaban los antiguos roma{199}nos y al que ahora se estila entre los moros; son más bien sus vernæ, sus esclavos domésticos: es la absoluta autoridad mezclada con el cariño del padre de familia. En España los criados no suelen cambiar de amo: sus relaciones y deberes están tan claramente definidos, que el señor no corre el menor riesgo de comprometer su dignidad al tener ciertas familiaridades con ellos, que puede tener o suprimir cuando le venga en gana; por el contrario, el desdén, el desprecio y la altivez con que ese mismo cortés caballero trataría a un plebeyo que pretendiese ponerse en un pie de intimidad, es superior a toda descripción. En Inglaterra ningún señor se atrevería a tener intimidad con su lacayo; pues aun suponiendo que pudiese caberle en la cabeza semejante absurdo, si bien es verdad que el lacayo es igual que él ante la ley de los hombres, Dios les ha concedido dotes completamente distintas, tanto de rango como de fortuna, figura e inteligencia. Por lo tanto, ha habido necesidad de levantar en defensa propia ciertas barreras convencionales que son más difíciles de trasponer que murallas de bronce y más imposible de anular que todas las leyes juntas. Ningún señor en España, y menos aún un extranjero, debe descender al abuso, la mofa o la violencia. Un golpe no puede lavarse sino con sangre; la venganza española va hasta la tercera o cuarta generación, y si alguna cosa han de aprender los atrasados españoles de los extranjeros, no es, ciertamente, el deber de la venganza ni la for{200}ma de llevarla a cabo. No se debe amenazar en vano, pero siempre que haya necesidad de castigar, debe hacerse sosegadamente y con la severidad precisa, y, una vez corregida la falta, no volver a insistir en ella innecesariamente, pues ya que los españoles perdonan difícilmente, los agravios sin vengar no conviene recordárselos. Un proceder amable y conveniente, una gran consideración hacia ellos, de manera que se vea que es la costumbre y que se espera de ellos lo mismo, será el mejor sistema para que todo esté en su lugar. Paciencia y buen carácter son los grandes requisitos del amo, especialmente cuando no sabe bien el idioma del país en que vive. Nunca debe considerar estúpidos a los españoles porque no le entiendan; además, con molestias y agobios no se gana nada, y no por mucho madrugar amanece más temprano. Dejadles tranquilos; no sed demasiado exigentes; en ocasiones, sed ciego y sordo; cerrad la puerta, y el diablo pasará de largo; miel en boca y guarda la bolsa.

En cualquier excursión española se gasta mucho menos que en la más vulgar de Inglaterra. Además, muchos de los que aguantan que abusen de ellos sus paisanos se enfurecen cuando imaginan que se les tima, especialmente en el extranjero. Esta vergonzosa economía de que algunos padecen es la del chocolate del loro: pagad, pagad, pues, con ambas manos. El viajero debe tener en cuenta que gana en rango y en consideración en España; que se le{201} toma por un gran señor que viaja de incógnito, y algo hay que pagar por este lujo; después de todo, no será muy grande el aumento del gasto total, y, en cambio, va ganando mucho en comodidades y buen humor durante la excursión, que, por otra parte, quizá no la haga mas que una vez en la vida. Nadie que realice un viaje de placer por España debe meterse en esa guerrilla, en esa pequeña lucha por el ochavo. Que el viajero no cambie de modo de ser; que se muerda la lengua y que evite las malas compañías; quien hace su cama con perros, se levanta con pulgas, y al toro y al loco hazle corro. En estas condiciones verá España con agrado, y, como le decía Catulo a Veranio, cuando, algunos siglos ha, hizo este viaje, podrá a su vuelta entretener a sus amigos y a la vieja abuelita:

«Visam te incolumem, audiamque Hiberum
narrantem loca, facta, nationes,
ut mos est tuus»[37].

Dos viajeros deben llevar dos criados, ambos españoles, pues los demás, a menos que hablen perfectamente el idioma, son un estorbo. Un gallego o un asturiano hará un excelente lacayo; un andaluz será un magnífico cocinero y ayuda de cámara. Alguna vez se puede encontrar, por casualidad, una persona que sepa algo de idiomas y que tenga costumbre de acompañar a extranjeros por España como una espe{202}cie de guía; pero este talento es sumamente raro y, además, las condiciones morales del individuo están en razón inversa de sus facultades intelectuales, pues, por lo general, ha aprendido más triquiñuelas que palabras extranjeras, y los puertos no son precisamente la mejor escuela de honradez. De estos bichos raros, el anglo-español, que generalmente ha desertado de Gibraltar, es el mejor, pues son trabajadores, callados y prudentes: un mono será siempre mejor que un charlatán ibero-galo, que ha olvidado sus habilidades nacionales—guisar y peinar—y ha aprendido muy pocas cosas españolas, sobre todo el buen humor y la paciencia.

De los dos criados, el que sea más listo irá a la cabeza de la caravana, y el otro, a la cola. Se les montará en buenas mulas, provistas de amplios serones. El uno debe actuar como cocinero y criado, el otro como palafrenero, y cada profesor llevará, según su especialidad, y en su correspondiente caballería, los utensilios necesarios para su oficio. Cuando no se lleva más que un criado, uno de los serones se dedicará a la administración y el otro a los equipajes; en este caso, el viajero llevará una maleta que se cuidará de enviar a las grandes ciudades por medio de un cosario, con objeto de que al llegar a ellas pueda reponer todo lo que necesite en el equipaje de mano. Los criados deben ir provistos de alforjas y una bota, cosas que desde tiempo de Sancho Panza forman parte intrínseca de un fiel escudero, y, llevadas sobre{203} un asno, le dan cierto aspecto patriarcal. Iba Sancho Panza sobre su jumento, como un patriarca, con sus alforjas y bota.

Cada uno de los criados se cuidará de su cometido; el palafrenero llevará los utensilios de cuadra y algo de grano, a fin de que nunca falte un pienso para el ganado en caso de apuro; siempre procurará enterarse de los recursos del país por donde han de pasar durante el día para tomar sus precauciones. El segundo cuidará de sus amos, como el primero de sus bestias, previniendo y preparando todo lo que pueda contribuír a su comodidad, sin olvidar un mosquitero—ya diremos algo de la plaga de moscas en la Península—, con clavos para colgarle, un martillo y una barrena, cosas todas de lo más vulgar, pero que puede ser difícil encontrar cuando más se necesite. También es conveniente llevar una pequeña cantina, cuanto más ordinaria y más pequeña, mejor, pues una cosa que se salga de lo común llama la atención y excita la codicia de los demás y, por lo tanto, da lugar a asaltos, robos y otros inconvenientes que no existen hoy en nuestros caminos, aun cuando míster Moryson tuviese buen cuidado de advertir a nuestros antepasados que «anduviesen con precaución sobre este punto, pues los ladrones tienen por lo regular espías en todas las posadas para que averigüen la condición de los viajeros». La manufactura española vale tan poco y es tan basta que lo que para nosotros resulta verdaderamente ordinario, es para{204} ellos de lujo, porque no han visto otra cosa mejor. Las clases bajas, que comen con los dedos, creen que es oro todo lo que reluce, y, como después de todo, la dificultad está en lo que reluce, nadie debe llevar tenedores y cuchillos tan bonitos que dé ganas a los sacamantecas de dedicarlos a usos poco convenientes.

De cualquier modo, bueno será evitar el equipaje superfluo, especialmente cosas inútiles, por aquello de que en largo camino una paja pesa; y que la última pluma reviente al caballo. Se exceptuarán los cigarros, que deben llevarse en abundancia, para darlos generosamente; el mejor modo de entablar conversación con un español es tener con él esta pequeña y delicada atención. El rapé es muy agradable a los curas y a los frailes (por más de que ahora no los hay). Agujas, hilo y un par de tijeras ingleses no ocupan mucho espacio y constituyen la llave de las gracias del bello sexo. Un regalo hecho con oportunidad y tacto tiene un encanto especial, lo mismo en casi todos los países europeos que en los orientales, y el español, si no está en condiciones de hacer un regalo equivalente, siempre tratará de pagarlo con atenciones y cortesías.

Cada uno determinará por sí mismo si prefiere que su criado le sirva de ayuda de cámara o de cocinero, pues no es fácil cosa que un hombre sirva bien y al mismo tiempo la comida y a su señor. El cocinero que, a la vez, va detrás de dos liebres, no coge ningu{205}na. Ningún viajero prudente permitirá que nadie haga lo que él pueda hacer por sí mismo; el que se sirve a sí propio, puede asegurar que está bien servido.

Pero si en absoluto necesita de un ayuda de cámara, mejor es que deje al mozo en su sitio adecuado: la cuadra; bastante tendrá con almohazar y cuidar de sus cuatro animales, lo cual no ignora que es bueno para la salud de los bichos, aunque él jamás se raspa la costra que a manera de cemento romano cubre su cuerpo de ilota. Por experiencia sabemos que si el jinete tiene la costumbre de llevar todo lo necesario para su aseo personal en un saco aparte y emplea en su tocado el tiempo que el cocinero tarda en preparar la sopa, quedará maravillado de lo confortablemente que se sentará ante su puchero.

El cocinero llevará consigo una cacerola y un puchero o caldero para cocer agua; no necesita cargarse con mucha batería de cocina, pues no encontraría muchas ocasiones de utilizarla en la imperfecta gastronomía de la Península, donde el hombre come como las bestias, que se mueren de hambre. Todas las baterías son raras en España, ya sea en las cocinas o en las fortalezas; y lo mismo se le ocurriría a un hidalgo tener una batería voltaica en su salón que una de cobre en la cocina. La mayoría de la gente se conforma con las ollas y pucheros de barro, que se pueden encontrar en todas partes, y tienen una simpatía especial por la cocina española, pues un estofado, aun cuando sea de gato, nunca sabe tan bien{206} hecho en un cacharro de metal como en uno de barro; la cuestión es procurarse la materia prima: antes de nada, coger la liebre. Aquel que tiene carne y dinero siempre encuentra quien le preste un puchero.

Una venta es un lugar de donde el rico sale con el estómago vacío y donde el pobre hambriento no mata el hambre. Lo que debe hacer, pues, el cocinero, es pensar en sus compras, sin atormentarse por el apetito de su señor, que no faltará seguramente, y que en algunas ocasiones puede hasta ser un mal; un buen apetito no es una gran cosa per se[38]; el mejor es un estorbo si no hay que comer. Su capucho o cesto de provisiones debe ser la bodega, la despensa y almacén, cuidando de hacer acopio, según la ruta que hayan de seguir y la distancia entre las ciudades que recorran. Procurará siempre que sobren provisiones, pues, no nos cansaremos de repetirlo, el deber de un cocinero, en este país donde el comer constituye la mayor dificultad, es precaver las contingencias; un poco de previsión no produce gran molestia y, en cambio, proporciona mucha comodidad; porque los peligros en mar y en tierra se duplican cuando el estómago está vacío, que por algo le decía Sancho a su asno: los duelos con pan son menos, refiriéndose el sagaz escudero, con su buen sentido de costumbre, tanto a la parte moral como a la del pan, porque éste{207} es admirable. Las mesetas centrales de España son quizá la tierra que produce mejor trigo en el mundo: y aun cuando cultivadas de manera muy imperfecta, pues el labrador apenas hace mas que arañar la tierra y rara vez la abona, el vivificante sol viene en su ayuda. Las cosechas son abundantes y de magnífica calidad, pero los campesinos, miserables en medio de la abundancia, vegetan, más bien que viven, en casuchas de barro o en cuevas abiertas en los montecillos, en la mayor carencia de todo lo necesario.

La falta de carreteras, canales y toda clase de medios de comunicación, dificulta la salida de los productos, que, a causa de su gran cantidad, es difícil transportar en un país donde la mayor parte del grano se traslada a lomos de caballerías, como lo hiciera patriarcalmente Jacob, según la moda oriental, al llenar los graneros de Egipto. Por todo esto, aun cuando no hay cotización, ni leyes para los granos, y las subsistencias son baratas y abundantes, la población disminuye en número y aumenta en miseria; porque ¿qué importa que el precio del trigo sea bajo, si los jornales son más bajos de lo que deben ser y son en ninguna parte?

El mejor pan en España se llama candeal; éste sólo lo comen los altos empleados y gente de posición, y, antes, los clérigos. El peor se llama pan de munición y es el que se da al soldado: es negro como el betún, áspero y más duro que una piedra, muy a propósito para echar sopas en el caldo negro de los guerreros{208} espartanos. La frase de munición es sinónima en la Península de mala calidad, y tiene su origen en lo malo que es todo lo que se relacione con la administración militar española, desde la mochila hasta el cuartel. Este pan y agua, y las dos cosas ganadas con trabajo, constituyen la ración de los pobres reclutas españoles, y ni aún con ello puede contar seguramente cuando están ante el enemigo, a menos de que lo provea la administración de un ejército aliado.

Quizá el mejor pan de España es el que se elabora en Alcalá de Guadaira, cerca de Sevilla, y por esta razón le llaman Alcalá de los panaderos. Allí puede decirse que el pan es el alma de su existencia y por todas partes se pueden ver muestras: las roscas están colgadas en sartas y las hogazas colocadas en mesas a la puerta de las casas; es, en realidad, lo que los españoles llaman Pan de Dios, el «pan de los ángeles de Esdras». Todas las clases sociales ganan el pan haciéndolo y los molinos no están nunca parados. Las mujeres y los chicos se ocupan en quitar del grano partículas de tierra que vienen entre el trigo por la manera de trillar, en el suelo, al aire libre, a la usanza bíblica y homérica.

En las afueras de los pueblos en que se producen cereales, se prepara una extensión de terreno, con suelo duro, donde se hace la operación de trillar y aventar; este sitio se llama la era y no es otra cosa que la romana área. Las gavillas de grano se extienden en ella y cuatro caballos, en{209}ganchados a la manera clásica, tiran de un trillo, que está compuesto de unos tablones con pedernales y pedazos de hierro clavados en la parte inferior: en el trillo se sienta el que guía los animales, que dan vueltas y más vueltas sobre el montón de mies. De este modo, el grano sale de las espigas y se tritura la paja; ésta sirve para alimento de los animales, así como el primero, para alimento de los hombres. Cuando el montón está bastante trillado se recoge y se aventa, de modo que el viento se lleva la paja, y el grano pesado cae a tierra. Todas estas operaciones son muy típicas y en extremo pintorescas, pues se reúnen muchos labradores en el mismo sitio para sus faenas, y también toman parte en ellas las mujeres y los chicos con sus trajes abigarrados. Algunas veces se resguardan del dios del fuego por medio de ramas de árbol, tejadillos o toldos, colocados, como lo podría hacer un pintor, formando cuadros verdaderamente artísticos, cosa que es tan común en el pueblo español y el italiano. Unas veces comen y beben, otras, cantan y bailan, pues nunca falta la guitarra. Entretanto, los caballos maceran las extendidas gavillas y recuerdan el símil de Homero, que les compara a los fieros corceles de Aquiles, pasando por encima de los cuerpos de los troyanos. Esta trilla al aire libre se hace, naturalmente, en tiempo seco y, por lo general, con un calor abrasador. Algunas veces se trabaja por la noche, alumbrándose con antorchas. Durante el día los labrado{210}res, medio desnudos, desafían los ardores del sol y parece que, como las salamandras, se encuentran en su elemento en el calor más espantoso; verdad es que están constantemente con el botijo en la mano y que nunca desdeñan echar un trago de la bota de un pasajero amable. Todo es vida y actividad; manos y pies que se mueven sin cesar, ojos centelleantes, gritos animados; las briznas ligeras de la paja, que con los rayos del sol brilla como polvo de oro, envuelve las figuras en un halo que, por la noche, cuando la luz de las antorchas las oculta en parte y las realza en otra, parecen algo sobrenatural, como fantasmas volando de un lado para otro en la niebla vaporosa. El cuadro es muy a propósito para impresionar y encantar al forastero que viene del pálido Norte y ha visto siempre batir el grano para separarlo de la paja y se sorprende y admira de estas costumbres, las contempla con atención y se siente lleno del ambiente de poesía, movimiento y color local de que están impregnadas. Pero mientras el gélido hijo de los cielos plomizos está lleno de fuego y de entusiasmo, su compañero español, nacido y criado bajo los intensos rayos del sol, está más frío que el hielo, más indiferente que un árabe; pasa junto a todo aquello, no ya sin admirarlo, sino positivamente avergonzado, viendo sólo la barbarie, lo anticuado e imperfecto del sistema, suspirante por alguna máquina hecha en Birminghan para colocarla en un granero construído conforme a los modelos aproba{211}dos por la Real Sociedad de Agricultura de Cavendish Square, anhelando con toda su alma los adelantos de la civilización, con los cuales las harinas resultan mejor elaboradas, siquiera no lo estén con tanta poesía.

Pero volvamos a nuestro pan seco, abandonando esta nueva digresión, y bien saben todos los que han estado en España o han escrito sobre asuntos españoles, cuán difícil es guardar regularmente el camino sin separarse de él a cada momento, ya para elegir una florecilla silvestre, ya para coger una piedrecilla reluciente. El trigo así trillado es cuidadosamente molido, y en la Mancha, en aquellos encantadores molinos de viento colocados en eminencias del terreno para que sean azotados por el aire, y que con sus aspas extendidas parecen ahora gigantes quijotescos, la harina se pasa por varias tolvas para que se afine y afine más y más. La masa está cuidadosamente heñida, trabajada y manipulada, ni más ni menos que lo hacen nuestros fabricantes de galletas, y por ello la miga es tan ligera y esponjosa: según Plinio, los romanos eran aficionados al pan español a causa de su ligereza.

En España no tiene el pan la misteriosa simpatía con la manteca y el queso que en nuestra verde y vieja Inglaterra, probablemente porque en estas tórridas regiones los pastos son escasos, la manteca, mala, y el queso, peor, no obstante ser muy digestivo para el estómago de hierro de Sancho, que no{212} conocía otra cosa mejor. Nadie, sin embargo, que haya probado el Stilton o el parmesano se unirá a él en las alabanzas al queso de Castilla, cuyo poco valor puede calcularse por el aprecio que en la Península se tiene al queso de bola holandés. El viajero, no obstante, debe llevar consigo alguno, pues lo malo es aquí lo mejor en muchas otras cosas, además de ésta; también debe meter en su despensa algunos panecillos buenos, pues, en las regiones montañosas, el pan corriente es de centeno, maíz o de cereales inferiores. El pan es la base alimenticia del viajero español, el cual, si le añade un poco de ajo crudo, ya está listo: con pan y ajo crudo se anda seguro. Con todo, una hogaza no molesta mucho y sirve siempre, como decía Esopo, el prototipo de Sancho. La hogaza no embaraza.

Después de tener seguro el pan, el cocinero, al condimentar la cena, preparará también algo para el almuerzo del día siguiente, a las once, que es como los españoles han traducido meridie, las doce, o mediodía, de donde se deriva la palabra correcta para almuerzo: merienda, merendar. Dice un proverbio que donde buenas ollas quiebran, buenos cascos quedan, y nada más cervantesco que un alto al aire libre, si no hay otro sitio mejor. Cuando el sol calienta con toda su fuerza, y hombres y animales están cansados y hambrientos, dondequiera que se encuentre un agradable lugar umbroso, con agua corriente, la caravana se aparta del camino, como hacían Don Quijote{213} y Sancho, se elige un rincón apacible, se descargan las caballerías, se vacían los serones, que engrasan el magro suelo; se extienden los manteles sobre la hierba, las botas se ponen dentro del agua para que se refresque su contenido, y se sacan las provisiones, que pueden ser perdiz o pavo fiambre o lonchas de jamón y de chorizo; manjares sencillos, pero que se comen con un apetito y un gusto por los que un regidor pagaría cuanto le pidieran. Si no hay un racimo de uvas, se puede terminar con un sabroso cigarro y un sueño dulce sobre la fresca y mullida hierba. En tales banquetes campestres España es muy superior a los bulevares. ¡Qué lástima que tales horas sean tan bellas y fugaces como los rayos del sol! Tal es la vida de viaje en la Península. La olla, para restaurar las fuerzas, sólo puede estudiarse en las grandes ciudades, y la comida, de la cual es ella el principal elemento en España, es gran recurso para el viajero. Y la cocina española es tan oriental, tan clásica y tan singular, sin decir nada de su vital importancia, que el asunto bien merece un capítulo aparte.{214}

Capítulo XI.

Se necesitaría demasiado espacio para exponer y digerir propiamente los méritos de la cocina española. Sin embargo, hemos de tratar, siquiera sea sucintamente, de este asunto, que no deja de ser sabroso y suculento. Enumeraremos brevemente los manjares y las bebidas que se consumen a diario y los platos que hemos ayudado a hacer muchas veces, y más aún a comer en las ventas más desmanteladas de la Península y en las regiones más miserables; platos que todo viajero previsor puede mandar guisar y comer con no peor apetito que lo hiciéramos nosotros.

Para ser un buen cocinero, cosa rara en España, es preciso, no sólo conocer el gusto del señor, sino ser capaz de sacar partido de cualquier cosa, como un inteligente artista francés convierte un zapato viejo en un epigrama de cordero o un modisto parisino hace de un palo una elegante madame, sin otro defec{215}to que parecer un poco gruesa. Los platos genuinamente españoles son buenos en su clase y hechos a su modo, pues no hay nada tan ridículo en un cocinero, lo mismo que en otra cualquier persona, que querer aparentar lo que no es.

Lo au naturel puede resultar demasiado sencillo en ocasiones, pero rara vez le hace a uno daño, y de todas suertes hay que pensar que es tan difícil hacer comprender a un cocinero español la cocina francesa, como que un diputado se haga cargo de la constitución del parlamento inglés. La ruina de los cocineros españoles es el afán que tienen de imitar a los extranjeros, de la misma manera que sus necios aristócratas destrozan su gloriosa lengua, sustituyéndola con lo que ellos suponen excelente parisién, que suelen hablar comme des vaches espagnoles. Dis moi ce que tu manges et je te diriai ce que tu es, es un mot profond del gran Brillat Savarin, que también descubrió que Les destinées des nations dépendent de la manière dont elles se nourrissent (los destinos de las naciones dependen de su modo de alimentarse); razón por la cual el general Foy atribuye todas las casuales victorias de los ingleses al ron y a la carne. Esto no hace mas que aumentar nuestro gran respeto por el ponche y por el rosbif de la vieja Inglaterra, cosa que, dicha sea de paso, es muy difícil de conseguir en la Península, donde los toros se crían para la plaza y los bueyes para uncirlos, no para el asador.

La cocina nacional española es en su mayor parte{216} oriental. Casi siempre tiene por base el guisado, pues por escasez de combustible, el asar es casi desconocido, y lo hacen poniendo la carne dentro de una sartén, encima del rescoldo, y luego, sobre la tapadera, algunas ascuas. La olla es casi sinónimo de comida en España, así como se considera vulgarmente que toda la alimentación de otras dos poderosas naciones son el beefsteak o las ranas. Donde quiera que la carne es mala y escasa, la salsa es muy importante: en España se hacen a base de ajos, aceite, azafrán y pimentón. En los países cálidos, donde las bestias son flacas, el aceite sustituye a la grasa y el ajo sirve de condimento y al mismo tiempo estimula el apetito de un estómago inapetente. Se dice de nosotros, herejes, que solemos tener una sola salsa—manteca derretida—y cien religiones; en cambio, en la ortodoxa España no se conoce más que una, lo mismo salsa que religión, y el variarlas es considerado como una herejía. Por lo común tienen estas salsas un color tostado, muy parecido al siena que imitaba Murillo, cosa que no tiene nada de particular, pues, según se dice, el pintor español hacía ese color típico con pedazos de pucheros machacados, lo mismo que hoy día hacen los pintores que se dan el lujo de comer carne. Este negro de hueso es la pátina característica de España, donde todo es pardo, desde la Sierra Morena hasta los habitantes. De este matiz es la capa, la casa de tierra, la mujer, la vaca, el burro y todo lo que tiene relación con el español. Las salsas{217} tienen, no solamente el mismo color, sino también el mismo sabor en todas partes, y de aquí la dificultad de saber de qué se compone un plato. Ni la misma Mrs. Glass podría decir, ni aun por el sabor, si el estofado era de liebre o gato, vaca o ternera, buey o burro. Ya la cosa pone a prueba la agudeza de un francés, pues una de las jactancias de la ciudad de Olvera es haber dado carne de burro para las raciones de un destacamento bonapartista. Todo esto tiene un sabor verdaderamente oriental. Isaac no sabía distinguir el cabrito del venado, tan semejante era la salsa con que se servían, y, sin embargo, su olfato y su paladar eran finos y era muy suspicaz en materia de cocina. Como medida práctica para vivir tranquilo no se debe entrar en demasiados detalles en la cocina, a menos que tenga uno que ser su propio cocinero, porque quien las cosas mucho apura, no vive vida segura.

Todo el que viaje por la Península, a caballo o en coche, padecerá sed en las áridas llanuras y hambre en las peladas montañas, donde el que pide pan recibe piedras. La cuestión manducatoria ha preocupado siempre en España a los guerreros, desde Enrique IV a Wéllington: «las subsistencias son la gran dificultad», puede leerse en una tercera parte de los maravillosos comunicados del duque. Esta escasez se incluye en el nombre de España. Σπανια, que quiere decir pobreza y desnudez, lo mismo que el término bisoños, necesitados, ha sido sinónimo mucho tiempo de soldados{218} españoles, que, como dice el duque, siempre están «fuera de combate», «siempre necesitados de todo en el momento crítico». El hambre y la sed han sido y son los mejores defensores de la Península contra el invasor. En la sierra y en las estepas estos escuálidos centinelas tienen montada la guardia y, a manera de espantajo, protegen este paraíso lo mismo que las regiones infernales de Virgilio:

«... et malesuada Fames ac turpis Egestas;
Terribiles visu formae»[39].

Una excursión a caballo por España se ha considerado equivalente a prestar servicio en una campaña, y era una frase del gran Condé: «Si queréis saber lo que es pasar trabajos, haced la guerra en España». Sin embargo, en los miles de leguas que hemos recorrido nosotros, no hemos sufrido esa horrible privación que hemos mantenido a respetable distancia por prestar una viva y constante atención al proverbio: Hombre prevenido nunca fué vencido. Nada hay como la previsión y las provisiones. «Si queréis conocer—escribe el proveedor duque a lord Hill desde Moraleja—haréis bien en traer lo que os parezca, pues yo no tendré nada». La antigua costumbre de la tuna estudiantil es muy conveniente en los caminos de España:{219}

«Regula Bursalis est omni tempore talis,
prandie fer tecum, si vis comedere mecum»[40].

El que va preparado nunca se verá en un apuro; por lo tanto, el hombre prudente debe llevar siempre, en España, víveres para dos o tres días, como hacía el valeroso Dalgetty, y su cocinero, como Sancho Panza, no debe tener otros pensamientos en su cabeza que los de cómo transportar en sus alforjas la mayor cantidad posible de comestibles.

En todas las ciudades que medianamente merezcan ese nombre que encuentren en el camino, se proveerá ampliamente de té, azúcar, café, aguardiente, aceite bueno, vino y sal, para no hablar de los sólidos, y así, llevando algo preparado, tiene suficiente vagar para forrajear y ocuparse de otras cosas. Los que llevan un corps de réserve de que echar mano—tal como un jamón o un pavo fiambre—pueden siempre convertir en un oasis cualquier rincón del desierto. También puede confiarse la unión del alma con el cuerpo al azar de una venta, de las que más adelante hablaremos; pero esa no ofrece sino un miserable trato para una persona de buen juicio. Y aun cuando no fuese necesario para uno mismo, llevar provisiones a prevención siempre servirán para socorrer a los pobres que se encuentran en el camino constantemente en España, para los cuales es casi des{220}conocido el sabor de ciertos manjares y consideran como un festín las migajas que caen de la mesa de los ricos. La satisfacción y el agradecimiento con que devoran los restos son tan agradables al corazón del donante como al estómago del donatario, pues las mejores medicinas del pobre están en las bodegas, cocinas y despensas de los ricos. Los criados cuidarán escrupulosamente de los equipajes y las vituallas, que pueden ser sisados y saqueados, en las ventas, donde no siempre suele reunirse gente de la buena sociedad; todo deberá ir muy bien empaquetado y atado, porque el diablo siempre anda al acecho: ata al saco, ya espiga el diablo.

Antiguamente los viajeros de campanillas llevaban una olla de plata con llave: el guardacena. Esta idea ingeniosa ha dado asunto para muchos chistes en cuentos y comedias. Madame D’Aulnoy nos relata lo que le ocurrió al arzobispo de Burgos y su ortodoxa olla.

No hay nada en la vida como empezar bien una cosa, y así llegarán todos sanos y salvos a la primer parada. Al llegar a una posada, el cocinero no debe declarar que lleva provisiones y tratará de sacar cuanto pueda de los demás, y mucho se consigue de pedirlo y llorarlo, pues hasta un chico español sabe que el que no llora no mama; la cuestión es no echar mano de las reservas sino en caso de absoluta necesidad, y durante el día estar ojo avizor y recoger cuanto halle comestible a mano, donde se pueda y cuando se pueda.{221}

Si el cocinero sabe salir bien a la carga sin perder la serenidad, cogerá la gallina y también los huevos. Todo lo que cae en la red es pescado, y, como decían Buonaparte y sus mariscales, nada debe ser demasiado para su ambición ni demasiado poco para su rapacidad. Pero por supuesto, que debe pagar lo que vaya recogiendo, cosa que no hacían esos señores; así las frutas, las cebollas, las verduras, como de todas maneras hay que comprarlas en alguna parte, más vale hacerlo en cuanto caigan a mano. Los campesinos, con su afición a la caza furtiva, facilitarán esta tarea, pues constantemente ofrecen perdices, conejos, melones, liebres, pues en este país de lo imprevisto, cuando menos se piensa, salta la liebre. A pesar de que Don Quijote creía que era de mal agüero encontrarse una liebre al entrar en un pueblo, que no asuste esto al intrépido viajero, sino que inmediatamente mande guisar el presagio, pues una liebre es considerada por los españoles, como en tiempo de Marcial, como la flor y nata de los cuadrúpedos comestibles y ningún entendido preferirá otro manjar, pues, como se dice: A perro viejo échale liebre y no conejo. Con todo, y a pesar de este proverbio, a falta de la liebre no deben desdeñarse en modo alguno los conejos. En España abundan a tal punto, que los antiguos naturalistas le consideraban un animal indígena y llegaron hasta a derivar el nombre España de Sephan, conejo, que los fenicios encontraron aquí por primera vez. Sea como quiera, los tímidos orejudos se pue{222}den ver en las primitivas monedas ibéricas como se seguirán viendo durante mucho tiempo en sus amplios yermos y mesetas. Dicho sea de paso, bueno será desconfiar de un conejo o una liebre ya guisados que le ofrezcan a uno en una venta, por más que si el consumidor no se entera de que sea un gato lo que come—ojos que no ven, corazón que no siente—más valdrá no meterle en aprensión, pues será una lástima sacarle de su error gastronómico, y no puede decirse que le hayan robado, pues el engaño y no el gato es lo que duele. Pol! me occidistis, amici. El cocinero, por tanto, deberá asegurarse de antemano de la honradez de los ingredientes de cada uno de los platos que presenta a su señor.

Al hablar de la cocina de la Península, hay que dar por todos estilos la preferencia a la olla, término con el que se designa cierto plato y el cacharro de barro en que se prepara, lo mismo que la palabra plato (dish), en inglés, significa el manjar y el utensilio en que se sirve. Puede asegurarse que el genio culinario español está condensado en la olla, como estaba el poderoso Jinn encerrado en un bote, según los cuentos de las Mil y una noches. Los vivarachos y gastronómicos franceses, que son, sin género de duda, los que en materia de cocina van a la cabeza de la civilización europea, se burlan de las bárbaras prácticas gotoibéricas, por considerarlas más tenebrosas que Erebo y más ascéticas que estéticas. Según ellos, el desayuno peninsular consiste en una cucharadita de{223} chocolate; la comida, en una cabeza de ajo empapado en agua; y la cena, en un cigarrillo de papel; y al decir de su parfait cuisinier, la olla se hace con dos cigarros cocidos en tres galones de agua; pero esto es una calumnia inventada por un enemigo.

La olla sólo se hace bien en Andalucía, y solamente en las casas cuidadosas y bien acomodadas. En el resto de España se llama puchero, y es un plato mezquino, compuesto de vaca cocida con garbanzos y algún embutido. Los garbanzos son la legumbre propia del país, la patata, por decirlo así, y su uso demuestra un estado precario de la ciencia hortícola. Fueron introducidos por los cartagineses: es el puls punica (ingrediente especial, como el fides punica de todos los gobiernos y la hacienda españoles) que proporcionó tal regocijo a Plauto, que introdujo en la escena al fultifagonides o fenicio comedor de garbanzos, que hablaba fenicio, de igual manera que Shakespeare introdujo al galés comedor de queso tostado, hablando galés. Los garbanzos necesitan estar en remojo mucho tiempo, pues de lo contrario están más duros que balines: un ingenioso francés, después de lo que él llamaba la apología de una comida, los comparaba en su estómago vacío a un puñado de guisantes secos rodando dentro del tambor de un niño.

La verdadera olla—la antigua y reputada olla podrida o pot pourri (el epíteto no se usa ahora)—es muy difícil de hacer, y, desde luego, es imposible{224} comer una medio regular fuera de España, porque para ello se necesitan una porción de cosas puramente españolas y, sobre todo, mucho cuidado: el cocinero tiene que poner sus cinco sentidos en el puchero o en los pucheros, pues es mejor hacerlo en dos. Tienen que ser de barro, porque, como el pot-au-feu francés, el plato no valdrá nada si se hace en un cacharro de hierro o de cobre; se tomarán, por tanto, dos, y se pondrán al fuego con agua. En el número uno, se echarán garbanzos que hayan estado en remojo toda la noche, un buen pedazo de carne de buey o vaca, un pollo y un gran trozo de tocino, y se hará que cueza un rato de prisa, y después se apartará para que siga hirviendo a fuego lento; necesita cuatro o cinco horas para estar bien hecho. En el número dos, se ponen con agua cuantos vegetales se hallen a mano: lechugas, coles, un pedazo de calabaza, zanahorias, judías, apio, escarola, cebollas, ajos y pimienta larga. Todas estas cosas han de lavarse muy bien, previamente, y picarse como si fueran para ensalada; después se añadirán chorizos y un pedazo grande de cabeza de cerdo salada, que habrá estado en agua toda la noche. Cuando todo está cocido suficientemente, se escurre muy bien el agua y se tira. Hay que cuidar de quitar la espuma de los dos pucheros. Una vez cocido todo, se apareja una gran fuente, y en el fondo se ponen las verduras, y en el centro, la carne, acompañada del tocino, el pollo y la cabeza de cerdo. El chorizo se{225} colocará alrededor, formando corona, y todo se rociará con caldo del puchero número uno, sirviéndolo muy caliente, como Horacio hacía: uncta satis pingui ponentur oluscula lardo?[41]. No hay perfume de violeta que pueda compararse al que al pasar despide una olla; los mirones que presencian su paso, suspiran, con la boca hecha agua, al ver y oler la rica carga que, arrojando humo, se aleja de ellos.

Esta es la olla en grande, tal como, según Don Quijote, sólo la comían los canónigos y rectores de colegio[42], pudiéndosela comparar con la sopa de tortuga, que es tan exquisita y nutritiva que constituye por sí sola una verdadera comida. Un canónigo de Sevilla, antiguo dignatario en la edad dorada anterior a las reformas y desamortizaciones que apagaran el hogar de las cocinas eclesiásticas, y cuyo puchero corriente era de primer orden, nos decía que en los días de fiesta solía poner en la olla pavo en vez de pollos, añadiendo un par de peros de Ronda y tres batatas dulces de Málaga. Su opinión es muy digna de tener en cuenta, pues se trata de un buen canónigo católico, apostólico, romano, que creía{226} todo, absolvía todo, bebía todo, comía todo y digería todo. Como regla general, puede asegurarse que cuanto sea bueno en sí, será a propósito para la olla, con tal de que—según dicen siempre los viejos libros españoles—no contenga cosa que se oponga a nuestra santa madre Iglesia y santa fe católica y buenas costumbres. Tal olla no es fácil encontrarla yendo de camino, pero es muy propia para hacer recuperar las fuerzas perdidas cuando se llega a una ciudad. Naturalmente, la olla se hará con lo que pueda encontrarse. En las casas particulares el caldo del puchero número uno se sirve con pan, en una sopera, y la frugal mesa se cubrirá de los demás componentes de la olla, en fuentes separadas, y si queda algo, frío o recalentado, sirve para la cena.

Las verduras y el tocino son indispensables, pues sin las primeras la olla no es nada: Olla sin verdura, ni tiene gracia ni hartura; y el segundo es tan esencial como cita un texto de San Agustín en un sermón:

No hay olla sin tocino
ni sermón sin Agustino.

El tocino es mucho más apreciado en toda la extensión de la Península que éste u otro cualquier padre de la Iglesia, pues la afición a la carne de cerdo corre parejas con la que se tiene por el líquido que suele luego encerrarse en la piel del mismo ani{227}mal, y no falta razón para ello, pues el cerdo de España ha tenido siempre y tiene un gusto incomparable; el tocino es gordo y sabroso, los embutidos deliciosos y el jamón trascendentalmente superlativo, para usar la expresión de Diodoro-Siculos, hombre de mucho gusto, saber y entendimiento. No hay, pues, que avergonzarse de sentir cierta predilección por los cerdos de España, y se nos perdonará que hablemos algo de ellos.

En muchas provincias de España los cerdos son más numerosos que los burros. Como los de Extremadura, la Jamonópolis de la Península, son los más estimados, los citaremos especialmente. Esta comarca, a pesar de ser la menos visitada por los españoles y los extranjeros, es interesantísima para arqueólogos y naturalistas; muchas han sido las correrías que nosotros hemos hecho por sus intrincados bosques de carrascos y por sus despobladas y aromáticas llanuras.

El Gobierno de Madrid parece haberse olvidado hasta de la existencia de esta región, antiguo granero bajo los romanos y los moros, y abandonada hoy a la feræ naturæ, a los ganados trashumantes, a la langosta y a los puercos. La entomología de Extremadura es infinita y perfectamente desconocida—de minimis non curat Hispanus—, pero el cielo y la tierra son pródigos en los seres diminutos. La naturaleza es más activa y prolífica allí donde el hombre es más perezoso y menos industrioso, y en estas{228} solitarias llanuras, donde no rompe el silencio una voz humana, el aire fragante resuena con el zumbido de multitud de insectos que van de un lado para otro en busca de amor o de comida, sin preocupación de viviendas ni de cocinas, regocijados con el buen tiempo, que es la alegría de sus menudas almitas y de su feliz y efímera existencia. Ovejas, cerdos, langostas y palomas son los únicos seres vivientes con que el viajero tropieza durante horas y horas, y allá, de largo en largo, aparece un hombre como para demostrar lo raro que es allí su especie.

Grandes extensiones de esta región olvidada están cubiertas de bosques de encinas, hayas y castaños, pero estos paisajes maravillosos no tienen atractivo alguno para los naturales del país, ciegos a lo pintoresco, incapaces de pensar mas que en el número de cerdos que se podrán cebar con los carrascos y las bellotas, que aquí son más dulces y de mayor tamaño que las inglesas. La palabra bellota viene del árabe bollot; belot es el término que en las Escrituras se usa para designar el árbol y el fruto, que, con agua, constituía el alimento de los iberos primitivos, lo mismo que el del cerdo. Cuando las bellotas estaban secas, dicen los autores clásicos, se molían para hacer pan con ellas, y frescas, servían de segundo plato. Hoy mismo, muchas señoras de posición las comen como golosina en la ópera y otros sitios; la mujer de Sancho Panza las mandó como regalo a la duquesa, y son el asunto que tomó Don Quijote para su discurso{229} a los cabreros sobre los goces e inocencia de la edad dorada y la felicidad pastoril, en que ellas eran la base de la cocina.

Durante la mayor parte del año los cerdos se alimentan como buenamente pueden, y recuerdan por su delgadez a aquellos animales, semejantes a galgos, que pasan por puercos en Francia. Cuando las bellotas están maduras y empiezan a caerse de los árboles, los voraces animales son llevados al campo desde los pueblos, que más bien pudieran llamarse reunión de pocilgas. Al anochecer vuelven a casa por su propia iniciativa, sin ser conducidos por nadie. Al llegar a la entrada del lugar emprenden un galope furioso como si estuvieran poseídos del mismo demonio, para llegar pronto a su casa, a la que cada cochino vuelve sin que nunca se equivoquen. Más de una vez hemos tropezado con uno de estos torrentes de cerdos, y hemos estado a punto de ser atropellados como le ocurriera a Don Quijote cuando fué realmente arrastrado por la piara numerosa y gruñidora. En la casa es recibido el galopín como un hijo pródigo o un padre cariñoso. El cerdo es el mimo del campesino; le crían con sus hijos y comparte con ellos, como en Irlanda, las pocas comodidades de sus chozas; lo respetan en todas partes, y con razón, pues es el animal que paga la renta. En realidad, es el verdadero ciudadano, pues, como en Sorrento, en Extremadura el hombre es considerado de origen inferior, sólo creado para cuidar las piaras de cerdos, que eran{230} los que proporcionaban antes la buena vida a los canónigos toledanos, con la ventaja de que valen más después de muertos.

Es admirable cómo se engullen el dulce alimento; en realidad, el único deber de un buen cerdo—animal propter convivia natum—es engordar lo más que pueda en poco tiempo y después morir por el bien de su patria. Hay que observar, de acuerdo con la información de nuestros granjeros, que los cerdos dedicados a San Antón—a quien siempre se representa con una marrana al lado, como a Venus con una paloma—son los que engordan más pronto; por esta razón los puercos en España son rociados con agua bendita el día de este Santo, y se les suele matar hacia el 10 ó el 11 de noviembre, por San Andrés o San Martín, y de aquí el proverbio que dice: A cada puerco le llega su San Martín.

La matanza de un cerdo cebado es un acontecimiento en las familias españolas—que, por lo general, engordan uno—tan festejado como el natalicio de un hijo; además, es imposible que permanezca oculto por el alboroto enorme que se arma. Es una prueba de atención, por parte del dueño de la casa, celebrar el feliz acontecimiento enviando a sus amigos íntimos alguna parte de los despojos. La mayor vanagloria del español es la limpieza de su sangre, es decir, que no haya en ella mezcla alguna de los cerdófobos judíos o moros, cosa que, si los cerdos pudiesen razonar, deplorarían profundamente, pues los{231} españoles han sido buenos consumidores de carne de cerdo, y lo han hecho tanto por razones religiosas como gastronómicas. El comer o no comer carne de un animal considerado inmundo por los impuros infieles, se convirtió en una prueba de ortodoxia y al mismo tiempo de pureza de fe y de buen gusto; y como ya hemos visto, el buen tocino tiene relación con la buena doctrina y con San Agustín. El nombre español tocino se deriva del árabe tachim, que significa gordo.

Los españoles, aun cuando excesivamente aficionados al cerdo y a su piel, conservan el odio oriental al animal inmundo en abstracto. Muy puerco es la expresión corriente para designar lo sucio, repugnante o asqueroso. Muy cochina es una frase que no perdonaría una mujer; es equivalente a la italiana vacca y al epíteto femenino canino usual entre las pescaderas de Billingsgate. El epíteto no implica tampoco fuerza moral, castidad, y en castellano culto no se nombra jamás el animal inmundo sin un rodeo o una excusa, lo cual es un resabio de la influencia árabe en las costumbres españolas. Haluf o cerdo, es aún el término más despreciativo con que los muslimes califican a los cristianos y se aplican hoy entre los ingratos argelinos contra sus bienhechores y panaderos los franceses, incluso contra el illustre Bugeaud[43].

La capital del distrito porcuno extremeña es Mon{232}tánchezmons anguis—y debe de ser, sin duda, el lugar montañoso donde el duque de Arcos cebó y curó ces petits jambons vermeils, que el duque de San Simón comió y admiró tanto: «ces jambons ont un parfum si admirable, un goût si relevé et si vivifiant, qu’on en est surpris: il est impossible de rien manger si exquis». El señor de Arcos acostumbraba encerrar sus cerdos en lugares abundantes en víboras, que ellos se comían, sin que se sepa que ni los cerdos, ni los duques, ni sus parásitos se envenenasen con estas exquisitas víboras. Según Jonas Barrington, los mejores cerdos de Irlanda son los que comen carne de rebelde. Un cerdo papista, el jabalí de Enniscorthy, fué enviado como muestra por haberse comido a un pastor protestante: fué condenado a muerte y deshonrado no haciendo tocino con él.

Los naturalistas han observado que las serpientes de cascabel en América se retiran ante su enemigo el cerdo, que de esta suerte viene a ser el gastador de la civilización en el Nuevo Mundo, como Pizarro, a quien amamantara una cerda, y que guardó puercos en su juventud, fué su conquistador. Sea como quiera, Montánchez es notable por sus cerdos, en todas las formas, lo mismo por los ricos chorizos que por los sabrosos embuchados, que se asemejan un poco a la mortadelle de Bolonia, aun cuando algo menos duros, y se comen, por lo general, cociéndolos previamente, aunque también están buenos crudos. Son los mejores trozos del cerdo, sazonados{233} convenientemente, con los cuales, como en compensación, se llenan las tripas del voraz animal, que hasta muerto satisface su pasión dominante. Recomendamos vivamente a los aficionados al buen jamón, la casa de Juan Valiente, que hace poco era alcalde del pueblo, y los vende de unas 12 libras a razón de siete reales y medio (unos diez y ocho peniques), la libra carnicera, que tiene 32 onzas inglesas; como los derechos de introducción en Inglaterra son insignificantes, nos hemos surtido de todas estas chucherías, gracias a la amabilidad de un amigo del Puerto. La grasa de estos jamones (de donde se deriva nuestra palabra ham y gammon), cuando se cuecen, parece topacio derretido y el sabor no admite descripción, aunque hoy mismo lo he probado para asegurar la corrección y claridad de mi prosa, imitando a Lope de Vega, que, según su biógrafo el doctor Montalván, no podía escribir versos sin inspirarse con algunas magras y solía decir que: «Toda cosa es vil, a donde falta un pernil» (palabra en que reconocemos la perna con que recobrara fuerzas Horacio):

Therefore all writing is a sham,
Where there is wanting Spanish ham.

Los de Galicia y Cataluña son también muy famosos, pero no pueden ni por asomo compararse con los de Montánchez, propios para servidos a la mesa de un emperador. Los que únicamente pueden riva{234}lizar con ellos son los de la Alpujarra, preparados en Trevélez, aldea dedicada a la cría de cerdos, que está situada al pie de las montañas de Sierra Nevada, donde también hemos hecho alguna excursión. Son llamados dulces, porque se emplea muy poca sal para curarlos; se tienen los jamones una semana en un adobo ligero y después se cuelgan al aire en sitio muy frío: este sistema sólo puede emplearse en aquella comarca donde hay seguridad de que la temperatura no varía. Aquellos de nuestros lectores que sean aficionados a los platos españoles, encontrarán buenos garbanzos, chorizos, pimentón, chocolate, chucherías valencianas, etc., etc., en casa de Figul, dignísimo catalán que tiene la tienda en el número 10 de Woburn Buildings, St. Pancras, Londres; el sitio no es mucho más frecuentado que el propio Montánchez, pero el correo interior llega perfectamente allí.

Como hemos llenado tanto espacio con esos excelentes tocinos y jamones, habremos de ser breves con nuestra restante lista de platos. Para hacer un pisto, hacen falta huevos, cosa fácil de hallar en casi todas partes: asegurarse por su transparencia de que están frescos y batirlos mucho. Después se toman cebolletas, y cualquier clase de hierbas finas que se tengan a mano; algunos pedacitos de carne que se guarden en la despensa, tal como pollo frío, jamón, pavo, etc., se mezclan con los huevos y se fríe todo rápidamente. Muchos españoles tienen un modo es{235}pecial de hacer esta tortilla, que resulta un magnífico recurso para los estómagos delicados.

El guisado, como la olla, sólo puede hacerse bien en un puchero español, y de los que aquí importamos, los andaluces son los que le dan mejor gusto. Es un plato que todos los cocineros de las ventas hacen bien, salvo los que emplean aceite malo, y demasiado ajo, azafrán y pimentón. Es conveniente, pues, dirigirlo uno mismo: tómense liebre, perdices, conejo, pollos, o cualquier otra clase de carne que se haya uno podido procurar en el camino (hecho con faisán está también exquisito, cosa que hasta ayer no tuvimos ocasión de probar); córtese en trozos pequeños, apartando la sangre, el hígado y los menudillos; no lavar los pedazos, sino limpiarlos con un paño; fríanse con cebollas con el aceite que cabe en una taza de té, hasta que esté dorado, y pónganse después en un puchero con el aceite, e igual cantidad de vino y agua, teniendo en cuenta que aquél es mejor que ésta; el clarete le va muy bien y el valdepeñas mejor; añádase un poco de tocino, cebolla, ajo, sal, pimientos y un manojo de tomillo; póngase todo a la lumbre, espumándolo cuidadosamente y dejándolo cocer a fuego lento; media hora antes de servirlo se le agregan los menudillos; y cuando esté en su punto, lo cual puede saberse probándolo con un tenedor, sírvase muy caliente. Debe moverse constantemente con una cuchara de madera, y convendrá ir quitando la grasa cuando empiece a sobrenadar, pues es una{236} cosa muy desagradable y que desacredita a un cocinero, el que esté grasiento el guisado. Hecho con cuidado y acompañado de una buena ensalada, constituye una cena digna de un cardenal y aun del mismo Santiago.

Otro plato excelente, pero muy difícil de hacer, es el pollo con arroz. Se come riquísimo en Valencia, y por eso se suele llamar Pollo valenciano. Se parte en pedazos un ave, que sea buena, y se limpia bien, sin lavarla; en una cacerola se pone un vaso pequeño de aceite fino, que se deja tostar, y cuando está se echa un pedacito de pan a freír, que se saca con una cuchara de palo y se deja aparte; se ponen después dos cabezas de ajo, teniendo cuidado de que no se quemen, porque entonces se vuelve amargo, meneándolos hasta que estén fritos; después se echa el pollo, dándole vueltas y añadiéndole un poquito de sal; aun cuando se oiga un chasquido, désele otra vuelta; cuando el pollo está bien dorado, es decir, a los diez minutos o cosa así de haberlo puesto en la cacerola, moviéndolo constantemente, se le echará cebolla picada, dos o tres pimientos verdes o encarnados, también picados, sin dejar de moverlo, pues si se pega a la sartén se echa todo a perder; se añaden tomates partidos en pedazos y perejil; se miden dos o tres tazas de arroz, que se mezclan bien con lo demás, cubriéndolo todo con caldo caliente y haciéndolo cocer una vez, y después se aparta y se deja a fuego lento hasta que el arroz está en su punto. La{237} ciencia de este plato es que el arroz esté suelto y separado, no en una masa, como ocurre cuando se tapa la cazuela y se condensa el vapor.

Se nos puede objetar que estos guisos tan típicos no son fáciles de hacer en la cocina de una venta, pero la práctica hace que salgan a la perfección, y, además, toda el alma del artista está concentrada en un solo objeto y no dispersa en multitud de platos, que es el escollo en que muchos cocineros zozobran y donde muchas comidas se sacrifican a la visualidad y a la ostentación. Un solo plato y una sola cosa al mismo tiempo es la áurea regla de Bacon: muchos han sido los ratos de ansiedad que hemos pasado junto a un puchero, observando con el alma puesta en los ojos a la enjuta momia, cuya inteligencia, cuerpo y cuchara estaban pendientes de un solo plato: «—Bueno, abuela, ¿qué tal?, ¿qué guisado tenemos? Déjeme oler y probar la salsa. ¡Qué bueno va a estar! ¡Vamos, señora!, meta la cuchara una vez más. ¿Cómo se podrían mezclar el aceite, el vino y los jugos nutritivos sin menear continuamente? ¡Hija de mi alma!, dame el tenedor otra vez. Así, así. Per Bacco, ¡qué tierno está! ¡Dios te lo pague!» En realidad, esta blandura de la carne es la que la ha de hacer más digestiva; aquí el fuego y el cuchillo ayudan al estómago, que en esas posadas de Dios es muchas veces sobrecargado y condenado a morder una suela que pretende ser beefsteak.

Los huevos escalfados son en todo momento el{238} recurso de la cocina más humilde. Los llaman huevos estrellados. Cuando se acompañan con tocino magro el plato se llama huevos con magra, sin que aquí lo de magras quiera decir sutileza de condición, sino que alude a la transparencia de las lonjas, aunque bien puede decirse que son gordas comparadas con esas que tan bien saben afeitar, por no decir trinchar, en Vauxhall. Para hacer este plato, con o sin tocino, se toman huevos y se cascan en una sartén llena de aceite frito o manteca de puerco. Hay que recordar, a pesar de que Estrabón dice, como cosa rara, que los iberos usan la manteca en vez de aceite, que ahora ocurre precisamente lo contrario; hace un siglo la manteca sólo la vendían los boticarios y se usaba como medicina para unturas, y solía ser abominable. Los españoles usaban generalmente la manteca salada de Irlanda u Holanda, y tenían ya la costumbre de considerar como cosa insípida la manteca pura, y no les importa que esté un poco rancia, pareciéndose en esto a los regidores, que gustan de la carne de venado algo pasada. En nuestros tiempos progresivos, la Reina Cristina tiene una lechería en Madrid, donde se hacen algunas libras de manteca fresca, parte de las cuales se vende o se vendía a los embajadores extranjeros para su desayuno. Recientemente se ha prestado más atención a la industria lechera en las provincias del noroeste, parecidas a Suiza. Los españoles, como los héroes de la Iliada, rara vez cuecen su alimento (exceptuando los huevos), por lo{239} menos en agua, pues freír, después de todo, es cocer en aceite.

Los viajeros deben prevenirse contra el sugestivo nombre de manteca valenciana, que encontrarán en muchos sitios. Esta manteca se compone (la leche no tiene nada que ver en ella) de ajo y grasa de cerdo en partes iguales, amasado en un mortero y que se extiende sobre el pan, como solemos nosotros hacer con el arsénico para destruír los bichos. Gusta mucho a los campesinos, lo mismo que la sopa de sus vecinos, los catalanes, que se hace con pan y ajos fritos en aceite y agua caliente. Este plato se llama sopa de gato, probablemente porque les hará daño a los gatos, aunque no se lo haga a los catalanes.

Una cosa es verdaderamente deliciosa en España: la ensalada, y para hacerla, según el proverbio, se necesitan cuatro personas: un derrochador para el aceite, un tacaño para el vinagre, un consejero para la sal y un loco para revolver todo ello.—N. B. Póngase la ensalada en una ensaladera muy honda para que esta última operación pueda hacerse cómodamente. La ensalada es la gloria de las comidas en Francia y la desgracia de muchas en Inglaterra, incluso en las buenas casas, y esto por dos razones: primera, por poner en ella huevos, mostaza y otros ingredientes heréticos, y segunda, por hacerla mucho antes del momento de comerla, con lo cual la verdura, que debe estar fresca y tersa, se pone lacia y marchita. Por lo tanto, es conveniente prepa{240}rar la ensalada en platos distintos y no mezclar el caldo hasta el momento de servirla. Tómese lechuga o cualquier otra clase de ensalada fresca, que no debe cortarse con cuchillo de acero, pues pone los bordes negruzcos y le da mal sabor; arránquese las hojas del troncho, que se tirará, pues suelen ser duras y amargas; lávense en varias aguas y séquense en una servilleta; en un tazón aparte se pone igual cantidad de vinagre y agua, una cucharadita de pimienta y sal y cuatro veces más aceite que vinagre y agua, y se mezcla todo bien. En un platito aparte se pican muy menuditas algunas hierbas finas, especialmente estragón y perifollo. Después se rocía la ensalada con el caldo y se le mezclan las hierbas, sirviéndola en seguida. Por hacer una ensalada mucho peor que ésta, hace unos cuantos años, un cocinero inglés cobraba una guinea.

Quedarían incompletas las noticias sobre la ensalada española si no dijéramos algo del gazpacho, esta especie de sopa vegetal que durante el verano constituye el principal alimento de los habitantes de la parte más calurosa de España. Es un plato de origen árabe, como lo indica su nombre; y se compone de cebolla, ajo, pepinos y pimientos, todo muy picado y mezclado con trozos de pan en una sopera llena de aceite, vinagre y agua fresca. Los segadores, y en general los labriegos, no pueden pasar sin este plato refrescante en el verano. Era el οζυχρατος de los griegos, el posca, alimento potable, comida y bebida{241} potus et esca, que formaba parte de la ración del soldado romano, con el que gustaba de refrescar Adriano (un español) y en el que Baaz invitó a Ruth a que mojara su pan. El doctor Buchanan descubrió que algunos cristianos de Siria lo llamaban todavía ail, ail, Hil, Hila, que fué lo que Nuestro Señor pidió desde la Cruz, y los que entendían aquel dialecto se lo dieron de una vasija que estaba preparada para sus guardianes.

En Andalucía, durante el verano, en todas las casas suele haber una fuente de gazpacho por las tardes y se invita a los que llegan. Los extranjeros no lo digieren fácilmente, y no lo necesitan tanto como los naturales del país, cuyas almas están más secas y apergaminadas y transpiran menos. Los componentes del gazpacho: aceite, vinagre y pan, es todo lo que se les da a los trabajadores por los labradores que dicen que los alimentan; llevan suspendidos de sus carretas cuernos, la forma más primitiva de botella y vaso, que encierran estos componentes, con los que pueden hacer sus migas; este plato consiste en pedacitos de pan fritos en aceite con pimentón y ajo, y no se puede dar una idea más clara de la miseria de su comida que la expresión corriente buenas migas hay, empleándola para expresar que se tratan bien. En invierno se suele tomar el gazpacho caliente. ¡Oh dura messorum ilia! ¡Oh, el estómago de hierro de los labradores!{242}

Capítulo XII.

Al sumergirnos en el estudio de los líquidos españoles, no mezclaremos el vino con el agua, sino que los pondremos separados como suelen hacer en el país; la última merece ocupar el primer puesto, si seguimos la opinión de Píndaro, que consideraba el agua como la mejor de todas las cosas, en contra de lo sostenido por Anacreonte, que no era precisamente miembro de ninguna sociedad de templanza. La gran consideración del español por el agua es completamente oriental, pero, al mismo tiempo, como su sangre tiene tanto de gótico como de árabe, sus preferencias también se dividen, y si adora el claro líquido como un musulmán, venera el jugo de la uva lo mismo que un germano.

El agua es la sangre de la tierra y el purificador del cuerpo en las regiones tropicales y en las religiones que, rigiéndose por la latitud, obligan a frecuentes abluciones; grandes son las alabanzas de los escri{243}tores árabes a los arroyos y las fuentes y grande es su culto por las fuentes y manantiales, que, si se ha de dar crédito a lo que cuentan, hacen cosas más maravillosas que las de los hidropáticos de Grafenberg. La idea española de un paraíso en la tierra, de un jardín, es un recinto con mucha agua y bien distribuída; el riego es fertilidad y riqueza, y por esta razón las fuentes, los arroyos y los ríos han sido siempre, como en Oriente, causa de disputas; mejor aún, la palabra rivalidad puede decirse que se deriva de estas cuestiones y pleitos producidas por los ríos, como el nombre dado a la fuente, porque disputaron los hombres de Gerah e Isaac, se llamó esek por el contenido.

El curso del agua no se puede ocultar; la esterilidad más escueta bordea la más lujuriante abundancia, la más triste desolación se ve rodeada de una vegetación espléndida, y desde muy lejos se percibe la línea divisoria entre un desierto y un oasis. Los moros, que vinieron de Oriente, apreciaron mucho el valor de este elemento; recogieron con el mayor cuidado los manantiales mejores y los canalizaron, embalsándolos también en grandes estanques y cisternas, y construyeron magníficos acueductos; en una palabra, ejercieron una mágica influencia sobre este elemento, que guiaron y aprovecharon a su gusto. Su sistema de riegos fué tan perfecto, que no ha sido mejorado ni destruído. En las regiones en que subsiste este sistema, Flora sonríe eternamente{244} y Ceres juguetea con Pomona; donde la devastación de la guerra o la negligencia del hombre han acabado con él, el paraíso ha dejado el sitio al desierto y las llanuras, abundantes un día en trigo, alegría y vida, son hoy campos de tristeza y desolación.

Las fuentes en España, especialmente en las comarcas más calientes y en las regiones árabes, son muy numerosas, y no pueden menos de chocar y agradar al extranjero el verlas en las plazas públicas, en los paseos o en los jardines. El modo de aprovechar el agua es muy sencillo: el río, que baja despeñándose de la montaña, se detiene a cierta distancia de su nacimiento y se canaliza artificialmente y es conducido a un recipiente colocado a más altura que la ciudad que ha de surtirse de agua. Como ésta tiende a buscar su nivel, la fuerza, el cuerpo y altura de algunos de los surtidores es de muy regular altura.

En nuestro frío país, donde, excepción hecha de Charing Cross, los manantiales son conducidos, enterrados e invisibles, este borbotar de agua, este brillar de diamantes al sol que refrescan el aire y alegran la vista y el oído son absolutamente desconocidos, y aquí, en cambio, hay tal derroche de ella que llamaría la atención del director de las obras hidráulicas de Chelsea y le inducirían a activar la cobranza de multas por medio del recaudador de contribuciones. Pero como el deseo de muchos de los españoles de levita es imitar a los extranjeros, se avergüenzan del{245} sistema primitivo de sus antepasados y muchos de ellos prefieren la económica cañería a su extravagante y gratuito chapoteo, y un grifo a la más oriental Rebeca que vaya por agua a la fuente.

Las fuentes en España, como en Oriente, son los sitios de reunión y de visita de las mujeres; a ellas acuden jóvenes y viejas, nietas y abuelas, formando un conjunto que volvería loco a un pintor por lo abigarrado de los colores de los trajes, los grupos que se forman y el alboroto y griterío que se escucha. De cuando en cuando se ve un grupo de mozuelas, verdaderas sacerdotisas de Hebe, de formas regulares y paso de gacela, ligero, pero firme, que, más graciosas que bailarinas de ópera, vienen riendo y parloteando, balanceando en la cabeza cántaros de forma antigua, que no envidiarían nada a un jarro de Sèvres. Cualquiera se figuraría que el coger agua es alguna operación difícil al ver el tiempo que pasan junto al amado borde de la fuente. Pero es que, en realidad, aquel es su paseo, su tertulia; en el momento que están allí descansan las mujeres de su trabajo continuo y atienden sólo al cántaro; aquí, sobre todo, después de misa, las jóvenes discurren sobre amores y vestidos; las de mediana edad y madres, de sus casas y de sus hijos; todas hablan y, por lo general a un tiempo, y la chismografía anima a las hijas de Eva, lo mismo en el elegante gabinete, que en la fresca fuente, cuyas aguas, si se les añade un punto de escándalo, son más dulces que la miel.{246}

Los iberos fueron decididos bebedores de agua, y este rasgo de sus costumbres, que se han modificado mucho, existe aún, lo mismo que el sol que las regula: el griego Ateneo se asombraba de que muchos ricos españoles prefiriesen el agua al vino. Por lo general, beben el vino que les presentan y no prueban el agua, en cambio, sin averiguar su calidad. Nuestro cocinero Francisco, que tenía una de las mejores casas de Sevilla y que, aun cuando un gran artista en su arte, era un consumado bribón (cosas que no son incompatibles), prefirió sacrificar sus intereses a ir a Granada porque había oído decir que el agua de esta capital era mala.

La madre de los árabes sufrió el tormento de la sed y sus hijos hispanomoros lo han heredado; en realidad, cuando el sol aprieta de firme, que es cosa demasiado frecuente, si el barro mortal no se humedeciera con frecuencia, es fácil que llegara a hacerse pedazos como una figura que modela un escultor. Fuego y agua son los elementos de España; o un auto de fe o una pila de agua bendita. Con un cigarro en la boca, un español echa tanto humo como el Vesubio, y es igualmente seco, combustible e inflamable. Y para comprender con exactitud la observación de Salomón de que el agua fresca es tan necesaria al alma sedienta como las buenas nuevas, hay que haber sentido la sed en las peladas llanuras de la calcinada Castilla, donde la insolación es cosa corriente y donde, al ir a caballo, parece como si se le fueran a uno a{247} derretir los sesos, lo mismo que a Don Quijote cuando Sancho le metió el requesón en el yelmo. Empleando las palabras del viejo Howell diremos: «Los rayos que os calientan en Inglaterra, os tuestan aquí; los que allí sólo irradian luz y doran los campos de madreselva, aquí abrasan y resecan el resquebrajado suelo y llenan de arrugas la faz de la madre común».

Cuando los cielos y la tierra arden, cuando el sol ha hecho desaparecer los ríos, tragándoselos de un sorbo; cuando un tono de siena quemada cubre todo el atezado suelo, y la verde hierba se ve arrugada y escondida entre un polvo negruzco, y los escasos olivos aparecen revestidos con la cenicienta librea del desierto; cuando el calor y la sequedad hacen que incluso los arrieros salamandras juren más fuerte, mientras trajinan como demonios entre un polvo ígneo y salitroso, entonces, repetimos, es cuando un inglés puede convencerse de que está hecho de la misma materia, sólo que más seca, y apreciar el valor del agua. Pero una sed fuerte es un mal demasiado serio, demasiado cercano al sufrimiento para poder hacerlo, como el apetito, motivo de satisfacción, pues cuando todos los líquidos se han evaporado y la sangre se cuaja como jalea y los nervios adquieren la tensión de una cuerda de violín, poniéndose a tono con la excesiva irritabilidad del cerebro, ¡cómo el alma abrasada suspira por las apacibles praderas de Escocia y con qué anhelo se descansaría la garganta con{248} las húmedas nieblas de Devon! Con esta sed inextinguible del desierto, cualquier bruja amojamada que aparece a la puerta de una choza con un jarro de agua nauseabunda, se convierte por espejismo en una Hebe que lleva el néctar de los inmortales y se desea llegar a la venta más repugnante, porque en ella, al menos, se tiene la seguridad de encontrar agua y sombra y escapar a los rayos de Febo. Los historiadores españoles pueden presumir perfectamente de que al crearse el sol, lo primero que iluminó fué Toledo, y nunca se puso en los dominios del gran rey, que, según nos asegura el señor Berni, «tuvo el sol por sombrero»; pero los humildes mortales que no pertenecen a la aristocracia de este sistema solar, y para los cuales una insolación no sería cosa de juego, harán bien en procurar preservarse del calor, colocando alguna defensa entre el sol y sus sombreros. Así nos hicimos respetar de Febo, y si vosotras, lindas lectoras, llegáis a correr tales riesgos, tomad por Dios con vosotras, si en algo estimáis vuestro cutis, un quitasol y una alcarraza.

Este chisme de barro—como lo indica su nombre árabe, al karaset—es una vasija porosa y refrigerante, en la cual el agua colocada en una corriente de aire caliente se enfría por evaporación; se la ve colgada de pértigas suspendidas de los árboles, columpiándose en los vagones; forma parte integrante, en suma, de todo paisaje español de verano. En las posadas hay varias en hilera a la entrada, y lo primero{249} que hace todo el que entra, antes de dar siquiera al ventero los buenos días, es echarse un trago; todo el mundo es entendido en la materia, y aun cuando a casi nadie pueda acusársele de ser abstemio, no dejan de prodigar grandes alabanzas al líquido elemento. Generalmente, todo el que bebe un trago suele alabarla exclamando: ¡qué agua más rica! Según el decir popular, el agua para ser buena no ha de tener ni sabor, ni olor ni color, y nunca enferma, ni adeuda, ni enviuda; y además de ser más barata que el vino, la cerveza o el aguardiente, tiene la ventaja de que no embrutece al que la bebe, ni le hace perder la cabeza ni la buena crianza.

Como los españoles siempre están más secos que el desierto o que una esponja, es un negocio vender agua. En todos los prados y alamedas se oyen las chillonas voces de los vendedores de combustibles de boca, que gritan: Candela, candela, agua, ¿quién quiere agua?; y como a estos orientales les gusta exagerar, añaden que es más fresca que la nieve, y se ve a unos rapazuelos, que parecen niños de Murillo, que corren de un lado para otro con unas mechas encendidas, como si fueran artilleros, para comodidad de los fumadores, esto es, para el 99 por 100 de los hombres, mientras que los aguadores, o más bien pedestres acueductos, persiguen la sed como si fueran a apagar un fuego. Estos aguadores suelen llevar, como sus colegas de Oriente, un cántaro poroso a la espalda con un grifo para sacar el agua y una especie{250} de caja de hoja de lata sujeta a la cintura con una correa, donde coloca los vasos y los azucarillos o panales, una mezcla de azúcar y clara de huevo que los españoles echan y disuelven en el agua. En las ciudades, en cierta época del año y en los puestos que se dedican a la venta de bebidas, suele haber debajo de un toldo unas filas de jarros, vasos, naranjas, limones, etcétera, etc., y un banco o dos para que los bebedores descansen. En invierno tienen un anafre, o sea una estufita portátil, para tener agua caliente y poder quitarle la crudeza, pues en España, por una especie de hábito hidrópico, se bebe como peces durante todo el año. Cuentan que Fernando el Católico, una vez que encontró a un campesino ahogado en un río, dijo «que nunca había visto a un español harto de agua».

Hay que observar que los españoles son mucho más pródigos del líquido elemento para el interior que para el exterior de sus cuerpos. Un autor clásico dice que en España no se conoció el uso del agua caliente para el tocador hasta después de la segunda guerra púnica. Los baños y las termas fueron destruídos por los godos, porque suponían que contribuían al afeminamiento, y los de los árabes se prohibieron, en parte, por las mismas razones, pero principalmente por una hidrofobia religiosa. Las abluciones y purificaciones lustrales son artículo de fe entre judíos y musulmanes, para los cuales la «limpieza es piedad». Los frailes mendicantes, siguiendo su cos{251}tumbre de establecer un principio contrario, consideraron la suciedad física como la prueba de la pureza moral y de la verdadera fe, y creían que comiendo y durmiendo desde el principio hasta el fin del año con el mismo sayal de lana, llegaban a la meta de su ambición, según su modo de apreciar el olor de santidad, y por esto, Jiménez, que era un franciscano de los que no usan camisa, indujo a Isabel y Fernando, en la conquista de Granada, a que cerraran y suprimieran los baños árabes. Y prohibieron, no sólo a los cristianos, sino también a los moros, que usasen otra agua que la bendita. Fuego, y no agua, fué el gran elemento de la purificación inquisitorial.

El bello sexo era amonestado por los frailes para que practicara lo que aquéllos predicaban, poniéndoles los ejemplos de Susana de Bathsheba y de La Cava, cuyos fatales baños, al pie del alcázar de Toledo, condujeron a la caída de la monarquía de los godos. Sus acuosos anatemas se extendieron, no solamente a los baños públicos, sino a los meros lavados privados, tanto que Sánchez ordena a los confesores españoles que pregunten sobre el particular a sus bellas penitentes y no las absuelvan si se lavan demasiado. Se podrían citar muchos ejemplos de haber puesto en práctica esta orden: Isabel, la hija predilecta de Felipe II, sus ojos, como él la llamaba, hizo voto solemne de no mudarse la camisa mientras no se tomara la plaza de Ostende. El sitio duró tres años, tres meses y trece días. La ropa de la princesa{252} tomó un color pardo, que los cortesanos llamaron Isabel, en testimonio de admiración a la piadosa princesa. Southey cuenta que Santa Eufrasia entró en un convento donde había 130 monjas que nunca se habían lavado los pies y las cuales consideraban como una abominación sólo nombrar un baño. Estas hijas, tan obedientes a sus confesores capuchinos, son las mismas a quienes Gil de Avila llamaba ameno jardín de flores olorosas por el buen olor y fama de santidad. Para hacer justicia al jabón de Castilla, hemos de decir que, desde la supresión de los frailes, ambos sexos, el bello en particular, se han alejado bastante de la estricta observancia de los deberes religiosos de sus excelentes abuelos. En muchas ciudades de importancia se han instalado casas de baños, pero al mismo tiempo, los cuartos de las fondas y de las casas particulares, tanto por la ausencia absoluta de utensilios de cristal o porcelana, tan indispensables para los ingleses, como por la presencia de jofainas como platos y jarros de juguete, indican que esta sucia manchita no ha desaparecido todavía de la mayor parte de los cuerpos españoles.

Por caluroso que sea el día, polvoriento el camino o largo el viaje, nunca hemos visto a un servidor español que usase una gota de agua para lavarse, o, como dice un pulido escritor, «hacer sus abluciones». El uso constante del baño y los lavatorios generales es, indudablemente, una de las razones por la que los franceses y otros continentales consideran a{253} nuestros compatriotas como chiflados. Entre los hispanogodos, los hemerobaptistas, o sea las gentes que se bañaban una vez al día, eran tenidos por herejes. El duque de Frías, que hace algún tiempo pasó una temporada en casa de una señora inglesa, no usó nunca las jofainas ni los jarros; se frotaba la cara de cuando en cuando con una clara de huevo, que era, según la condesa d’Aulnoy, la única ablución de las mujeres españolas en tiempo de Felipe IV. Pero nos hemos alejado de nuestro objeto, pues estos detalles de tocador no tienen nada que ver con el uso de los líquidos en la cocina y en el salón.

Diremos algo sobre el chocolate, que es para el español lo que el té para el inglés y el café para el francés. Lo hay en casi todas partes, y siempre es excelente. El mejor es el que hacen las monjas, que suelen tener muy buenas manos para toda clase de golosinas: yemas, jaleas, almíbares,

«Et tous ces mets sucrés en pâte, ou bien liquides,
dont estomacs dévots furent toujours avides».

Se ha discutido mucho sobre si el chocolate quebranta o no el ayuno teológicamente, lo mismo que ocurrió con el café entre los rígidos musulmanes. Pero desde que el sabio Escobar decidió que liquidum non rumpit jejunium, es el desayuno universal en España. Se hace lo bastante líquido para tranqui{254}lizar las conciencias, esto es, una cuchara se tiene derecha en la jícara, una taza pequeña, que es lo que se toma generalmente con rebanadas de pan tostado o bizcochos. La palabra jícara es mejicana, y tiene su origen en las nueces de coco de que se hacían; por lo general, no tienen asa, y se usan entre la gente rica (como las tazas de café entre los orientales), metidas en portatazas de filigrana de plata o de oro; algunas son verdaderamente bonitas y tienen la forma de un tulipán o una hoja de loto sobre un platillo de nácar. La flor está hecha de modo que, por medio de un resorte colocado debajo, al coger el portatazas, se abre y deja descubierta la jícara, que se lleva fácilmente a la boca, y en cuanto se deja en el plato, se vuelve a cerrar, protegiéndola contra las moscas. Siempre se debe beber un vaso de agua después del chocolate, para neutralizar los efectos biliosos de este desayuno de los dioses, como Linneo llamó al chocolate. El té y el café han substituído al chocolate en Inglaterra y Francia; en España solamente es donde nos sentimos transportados a los desayunos de Belinda y de las gentes de letras en Button, donde únicamente continúan inconmovibles el abanico, el tresillo, el coche de colleras y otros usos sociales del tiempo de Pope y de El Espectador.

Las bebidas frías en los veranos secos de España no son un lujo, sino una necesidad. Se venden helados y refrescos por las calles a precios tan bajos, que todo el mundo puede tomarlos; los ricos suelen{255} refrescar con agraz. Esto, o sea el árabe hacaraz, es el refresco más delicioso que puede darse a un sediento mortal; es el nuevo placer que Jerjes buscaba en vano y aventaja en mucho al «hock[44] y soda», al hoc era in votis de Byron, y al mismo refresco con vino jerez. Se hace con uvas verdes prensadas, azúcar clarificada y agua; se cuela todo varias veces hasta que toma un color ambarado muy claro y se hiela. En Andalucía lo hacen admirablemente, y merece la pena ir allá en los días de la canícula sólo por beberlo y refrescar con él el alma y el cuerpo. En Madrid suelen vender por las calles una bebida muy agradable que llaman Michi Michi, del valenciano Mitj e Mitj, «mitad y mitad»[45], que se parece a la mixtura de Londres como un carbonero a una hermosa valenciana. Se hace con partes iguales de agua de cebada y horchata de chufas y se pone muy helado. Los españoles, entre otras frutas refrescantes, comen las fresas con azúcar y zumo de naranja, cosa que les va mucho mejor que el vino que emplean los franceses o la nata que suelen usar los ingleses, pues aquél calienta demasiado y esto produce bilis en España. Los helados españoles son, por lo común, demasiado dulces y están hechos con azúcar poco refinada; cuando se les deja en el hielo mucho tiempo{256} para que se endurezcan, metiéndolos en moldes de la forma de una concha o de algunas frutas, se llaman quesitos.

Otra bebida favorita es la cerveza embotellada, muy floja, mezclada con limón helado. Los españoles, sin embargo, no son muy bebedores de cerveza, siquiera sus antepasados la bebieran más que el vino, que en aquella época no era tan abundante ni tan universal como al presente; la cerveza, producto de los países donde no hay vides, fué introducida en España por los egipcios y cartagineses, y resultó muy buena y muy aceptada. Los soldados romanos, tan aficionados al vino, se mofaron de los iberos, bebedores de cerveza, lo mismo que hicieron los franceses con los ingleses antes de la batalla de Agincourt. «¿Pero puede ese caldo de cebada calentar su alma de horchata a un temple tan subido?» Polibio habla con desprecio de la magnificencia de un rey español, porque en su palacio había vasos de oro y plata llenos de cerveza, de vino de cebada. Los verdaderos godos fueron grandes bebedores de cerveza sencilla y fuerte, mixturas ásperas y embrutecedoras, según Aristóteles. Su arzobispo, San Isidoro, distinguía entre el celia ceria y la cerbiria, de donde se deriva la palabra cerveza. Esta bebida, como tantas otras cosas en España, ha degenerado mucho. La cerveza inglesa fuerte es escasa y cara. Entre los muchos ingeniosos absurdos de las leyes de aduanas españolas, existía el de estar prohibida la cerveza in{257}glesa en barriles y también las botellas vacías; pero se admitía la cerveza prohibida en las botellas prohibidas, por el principio, sin duda, de que dos negativas aduaneras constituyen una afirmación para la Hacienda.{258}

Capítulo XIII.

Los vinos de España merecen capítulo aparte. El jerez no es menos popular en Inglaterra que Murillo, a pesar de las innumerables copias del uno, que pasan por originales, y los toneles del otro, que se venden como si hubieran sido importados de España. El español no siente gran curiosidad por el Oporto, ni es muy exigente para el Madera; prefiere la cantidad a la calidad y le importa menos el sabor que la molestia de elegir. Una bodega de una casa particular donde haya vinos raros y exquisitos, es una cosa aún más extraña que una biblioteca con libros también extranjeros: un hidalgo con veinte apellidos envía, sencillamente al almacén más cercano, antes de cada comida, a buscar un cuartillo de vino, ni más ni menos, que un burgués cualquiera envía en la City por una pinta de cerveza. Provinciano en todo, el español toma los bienes tal como los dioses se los envíen, como los tiene a mano; bebe el vino que se produce en la viña más cercana, y, si no lo hay, se{259} regodea con el agua de la fuente que esté menos lejos. Es lo mismo en todas las cosas; añade el menor esfuerzo posible a lo que la Naturaleza le concede buenamente; su objeto es sacar el mayor provecho con la menor cantidad de trabajo; deja que un vivificante sol y un suelo fértil cree para él la primera materia, que exporta, pareciéndole perfectamente que el extranjero se los devuelva transformados por el arte y la industria, como ocurre con la lana, la barrilla, los pellejos y el corcho, que vuelven convertidos en paño, cristal, cuero y tapones.

Los vinos más célebres y selectos de la Península son el oporto y el jerez, que deben su excelencia a la práctica extranjera, no a la de los naturales, pues los principales cosecheros y fabricantes son europeos, su sistema enteramente antiespañol, porque no hay nada más tosco, antiguo y contrario a la ciencia que el modo de hacer el vino en aquellos lugares en que los extranjeros no han puesto la mano. Pero España es un país conservado en una redoma para los arqueólogos, y hay que confesar que el procedimiento nacional es por todo extremo pintoresco y clásico; no hay «Bacanal» del Tiziano más brillante y animada, y no tiene más sabor clásico ningún bajo relieve de los que representan sacrificios,

«To Bacchus, who first from out the purple grape
Crushed the sweet poison of misused wine»[46].
{260}

Muchas veces hemos atravesado pueblos fragantes con el aroma del vino e inundados con el zumo de la uva, hasta que el mismo barro estaba enrojecido; ¡qué bulliciosa escena! Burros cargados con canastos llenos del maduro fruto; muchachas encorvadas bajo el peso de las pesadas banastas; hombres con las piernas y los brazos rojizos, alegres y joviales como sátiros, rellenando apresuradamente la tosca y sucia cuba, en donde se meten las uvas indistintamente, las blancas y las negras, las maduras y las agraces, las sanas y las podridas, sin ningún esmero, sin hacer la menor selección. La suciedad y el abandono con que se hacen todas las demás operaciones corren parejas con esta primera. Se prensa la uva con los pies desnudos o con vigas del sistema más primitivo, y en los dos casos, todas las operaciones de clasificación se dejan a la fermentación natural, porque hay una divinidad que dispone de nuestros destinos y se deja que las cosas salgan como buenamente puedan.

Como están en una latitud en que se puede tener certeza del buen tiempo, los vinos de España pueden competir con los de Francia, y más aún con los del Rin, donde una buena vendimia no es la regla, sino la excepción. Su variedad es infinita, pues pocas regiones hay, excepción hecha de las muy elevadas, que no tengan sus productos locales, cuyos nombres, colores y sabores son igualmente numerosos y variados. El sediento viajero que después de una larga{261} jornada a caballo, bajo un sol abrasador, se sienta a la mesa ante un plato sazonado un poco fuerte, encuentra una gran satisfacción con un fresco trago del delicioso vino del país, que le ofrecen recién sacado del pellejo o de la tinaja; entonces se le ocurre transportar aquel néctar a su país y se maravilla de que «el comercio» no haya parado mientes en aquel delicioso vino. Y, sin embargo, los que se han decidido a emprender el negocio se han llevado un gran desencanto al echarse a la garganta, en Londres, la mercancía tan largamente esperada. Y es que, ya aquí, desaparecida la ilusión, cuán insípida, pasada y desagradable resulta esta soñada bebida a un paladar ahito y difícil y a un dictamen aturdido y disperso por prestar su atención a los mejores vinos. Aquellos de nuestros lectores cuyas bodegas estén surtidas de escogidos burdeos, jerez y champagne, pueden pasarse perfectamente sin los demás vinos españoles. Y si quieren hacer una excepción, que sea solamente en favor del valdepeñas y la manzanilla.

A los vinos regionales se les puede, por tanto, pasar de un trago; estudiémoslos sucintamente. El navarro bebe su peralta, el vasco su chacolí, que es un vinillo ordinario muy inferior a nuestra buena sidra. Los aragoneses se surten de las viñas de Cariñena, de donde se extrae un rico vino dulce con un peculiar aroma; los catalanes, de las de Sitges y Benicarló, cuyo conocido vino negro se exporte en gran cantidad a Burdeos para hacer más fuertes los clare{262}tes, adaptándolos a nuestro paladar más fuerte, y como el vino que de él se saca es muy obscuro y aromático, mucho viene a Inglaterra para mezclarlo con el que los vendedores llaman viejo oporto. El ardiente y acre aguardiente que se saca del Benicarló se envía a Cádiz en una proporción de 1.000 toneles anuales para encabezar el jerez malo.

En las provincias centrales de España se consume poco de esos vinos; León tiene su vino propio, que se produce principalmente cerca de Zamora y Toro, y se bebe mucho en la cercana y docta Universidad de Salamanca, siendo origen de algunos trastornos, porque es fuerte y se sube con facilidad a la cabeza como ocurre con el oporto. Madrid se provee de vinos de Tarancón y Arganda y otros pueblos cercanos, y el de Arganda se substituye con frecuencia por el celebrado valdepeñas, de la Mancha; aquel que fué, por decirlo así, la leche que tomó en su infancia Sancho Panza y que tan bien sabían catar aquellos dos excelentes mojones que tuvo en su linaje por parte de su padre, pues según refiere el buen escudero al del Caballero del Bosque, «diéronles a los dos a probar del vino de una cuba, pidiéndoles su parecer del estado, cualidad, bondad o malicia del vino. El uno lo probó con la punta de la lengua, el otro no hizo mas que llegarlo a las narices. El primero dijo que aquel vino sabía a hierro, el segundo dijo que más sabía a cordobán. Con todo eso los dos famosos mojones se afirmaron en lo que habían dicho. Anduvo el tiempo,{263} vendióse el vino, y al limpiar la cuba hallaron en ella una llave pequeña pendiente de una correa de cordobán: porque vea vuesa merced si quien viene desta ralea podía dar su parecer en semejantes causas»[47].

En este «valle de piedras» es tan abundante el rojo líquido, que no es raro ver tirar grandes cantidades de vino añejo para vaciar los cueros, tinajas y barriles y poner en ellos el nuevo. Por la gran escasez de combustible que hay en esta comarca, el orujo suele valer tanto como la misma uva. En Valdepeñas, a pesar de tener en Madrid su mejor parroquia, el vino se hace de la manera más primitiva y descuidada. Antes de la invasión francesa, un holandés llamado Muller había empezado a mejorar el sistema, y, naturalmente, subió el precio del vino, por lo cual, en 1808, las clases bajas invadieron sus bodegas robándole todo y a poco le matan por hacer vino más caro. Está hecho de una cepa de Borgoña que ha sido trasladada y trasplantada del mísero sol de la voluble Francia a los claros y gloriosos veranos de la Mancha. El vino típico es rico, de mucho cuerpo, y muy obscuro, se conserva perfectamente cuatro o cinco años y más, ganando notablemente. Para saborearle debidamente debe beberse en su misma tierra; los aficionados deben bajar a una cueva o bodega a beber una copa del rúbeo líquido sacándolo directa{264}mente de la tripuda tinaja. Al llevarlo a distancia casi siempre lo adulteran, y en el mismo Madrid no se suele encontrar sin que tenga gran cantidad de palo campeche, materia casi venenosa que produce trastornos nerviosos y musculares.

Las mejores viñas y bodegas son las que pertenecieron a Don Carlos y las del marqués de Santa Cruz. A propósito de éste, no estará de más recordar una anécdota que pone de relieve el abandono tradicional de los españoles y la manera que tienen de hacer las cosas. Este verdadero prócer, uno de los más distinguidos entre los aristócratas por su jerarquía y su talento, cenaba una noche con un embajador extranjero en Madrid. Este señor era gran aficionado y entusiasta del valdepeñas (como todas las personas juiciosas deben serlo), y se tomaba mucho trabajo para conseguirlo puro, enviando a buscarlo personas de confianza y barriles en condiciones. En cuanto el marqués se llevó a los labios la primera copa, exclamó: «¡Magnífico vino! ¿Cómo se las arregla usted para comprarlo en Madrid?» «Me lo envía—replicó el embajador—su administrador de usted en Valdepeñas y tendré mucho gusto en procurarle a usted un poco».

El vino cuesta unas cinco libras el tonel en el sitio de producción, pero el porte es muy caro y, además, no es raro que cuando va en cueros, en el camino los arrieros lo pinchen para sacarlo y añadir agua; además toma un sabor muy desagradable a la pez del pellejo.{265} El único modo de obtenerlo puro y sin adulterar es transportarlo en toneles dobles de Jerez. El vino se echa en uno, y éste va protegido por otro exterior, que evita las barrenas, las pajas y otros ingeniosos medios de extraer el sabroso líquido y substituírlo por agua clara. Después tiene que ir en mulos o en carretas hasta Cádiz o Santander. También será conveniente enviar por dos toneles, pues en este país de lo imprevisto los accidentes siempre están a la orden del día cuando hay por medio vino o mujeres. El importador recibirá, eso sí, toda clase de certificados, firmados, sellados y precintados, en los que el alcalde, el arriero, el guardia y todos los que hayan participado del botín, describirán y probarán el accidente, ya sea un vuelco, una rotura de los barriles, o lo que sea. Puede afirmarse, sin temor a equivocación, que, a pesar de todas las seguridades que se atreven a dar los vendedores, a Inglaterra llega muy poco valdepeñas puro. Como el jerez es un asunto de interés más general, nos ocuparemos de él con más detención.{266}

Capítulo XIV

El jerez, vino que necesita más explicación de lo que creen muchos de sus consumidores, se produce en un limitado espacio de la Península, en el rincón suroeste de la risueña Andalucía, que ocupa un trozo de la región del que Jerez es la capital y el centro. El distrito productor de vino se extiende en un espacio que puede incluírse (consúltese un mapa) en una línea trazada desde el Puerto de Santa María por Rota, Sanlúcar, Tribujena, Lebrija, Arcos, a volver otra vez al Puerto. Los mejores viñedos son los que están en la inmediata vecindad de Jerez, de donde toma su nombre todo el vino que se produce en la comarca, siendo, sin embargo, menos bueno el que se da más lejos de este punto central.

A pesar de que algunos autores—que para demostrar su ciencia, van a la caza de etimologías griegas para todas las palabras—derivan Jerez del griego Ξηρος, seco, no hay más razón para ello que{267} para atribuírsela al persa Schiraz. Sherris sack, término usado por Falstaff, autoridad no despreciable en la materia, es el mismo jerez seco que se emplea en el país, que, como el seck de los autores antiguos ingleses y el sec francés, se usa en contradicción de dulce, que se aplica a las malvasías y moscateles que se hacen con la misma uva. Este vino, como ya se ha dicho, fué primeramente introducido en Inglaterra en tiempo de Enrique VII, cuya estrecha alianza con Fernando e Isabel se cimentó en el casamiento de su hijo con la hija de éstos. Se hizo más popular entre nosotros durante el reinado de Isabel, cuando los que navegaban al mando de Essex saquearon Cádiz, en 1596, y trajeron la moda de que el «jerez bueno da valor», como decía sir John. La visita que Carlos I hizo a España contribuyó no poco a extender en Inglaterra el gusto por los vinos de la Península, y así vemos que Howel escribe desde York, en 1645, a un amigo suyo, diciéndole: «comeremos un barril o dos de ostras, con una copa de buen jerez, al cual es también muy aficionada esta ciudad». Durante las guerras de sucesión y aquellas fatales contiendas con Inglaterra, ocasionadas por la alianza con Francia y el pacto de familia de Carlos III, nuestro consumo de jerez disminuyó grandemente y se abandonó y empeoró mucho el cultivo de las viñas y el modo de elaborar el vino. Al final de la última centuria los mejoró notablemente la familia Gordon, cuyas casas en Jerez y el Puerto ocupan, con justicia, uno de los{268} primeros puestos en el país. El haber mejorado la calidad del vino debía ser la mejor recomendación, pero como la moda influye en todo, el jerez no adquirió toda su boga hasta que lord Holland, a su vuelta de España, empezó a servir un jerez estupendo en su acreditada mesa.

La calidad del vino depende de la uva y de la tierra en que se produce, que ha sido examinada y analizada por químicos competentes. Sin detenernos en detalles poco interesantes, diremos que la mejor es la albariza; esta tierra blancuzca se compone de arcilla mezclada con carbonato de calcio y sílice. La segunda clase es la llamada barras, que consta de arena de cuarzo mezclada con calcio y óxido de hierro. La tercera es la de arenas, y, como su nombre indica, apenas contiene mas que arena y es la más extendida, sobre todo por Sanlúcar, Rota y por detrás de Arcos. Produce más que ninguna, aun cuando el vino, por lo general, es basto, de poco cuerpo y de mal sabor y no suele mejorar hasta el tercer año; él constituye la solera de todo este jerez inferior de exportación, tan extendido para descrédito del bueno. La cuarta clase de terreno, muy limitado, es el bugeo o gredoso obscuro, que suele estar en las orillas de los arroyos o de las lomas. El vino que se produce en él es pobre y flojo; sin embargo, todos los productos inferiores de estos diferentes distritos se venden como verdadero jerez, con gran detrimento de los que verdaderamente se producen cerca del{269} mismo Jerez, que no llega ni a una quinta parte del que se exporta.

La variedad de uva es mucho mayor que la del terreno en que se crían. Entre más de cien clases diferentes, las llamadas Listan y Palomina blanca son las mejores. La creciente demanda de jerez, allí donde la producción es limitada, ha llevado a suprimir el cultivo de viñas de calidad inferior, substituyéndolas por otras más productivas y de mejor clase. La Pedro Ximénez, uva dulce deliciosa, que es tan celebrada, vino primeramente de Madera y se plantó en el Rin, desde donde la trajo a Málaga hará unos dos siglos un tal Pedro Simón, habiéndose extendido desde entonces considerablemente por todo el sur de España. De esta uva se hace el exquisito y meloso vino dulce llamado pajarate, nombre que muchos derivan equivocadamente de pájaros, porque éstos acostumbran picar las uvas más maduras; pero, en realidad, tiene su origen en haberse hecho antiguamente sólo en Pajarete, pequeño lugar cerca de Jerez: hoy se hace en todas partes, poniendo primero las uvas a secar al sol, hasta que casi se convierten en pasas, y pisándolas luego, hasta obtener una especie de almíbar espeso, al que se le agrega vino añejo y algo de aguardiente. Este vino es extremadamente costoso y se utiliza mucho para curar y madurar los vinos nuevos.

Hay una obra muy interesante de Rojas Clemente en la que figuran todos los vinos andaluces. Este{270} perfecto naturalista se desprestigió por convertirse en un adulador del miserable favorito Godoy y por haberse hecho afrancesado, incurriendo en delito de traición a su patria. Por esto, y para satisfacer a sus amos, hace resaltar «el contraste entre la franca generosidad y la viveza y cordialidad de los jerezanos, con la sombría estupidez y el feroz egoísmo del pueblo insolente que vive a orillas del Támesis», por el cual justamente había sido recibido con exquisita hospitalidad no hacía mucho tiempo. Este digno caballero, sin embargo, escribió a la vista de Trafalgar y en el momento en que algún acontecimiento enojoso hacía germinar la ira en su pecho y en el de su estimable señor.

Las viñas se cultivan con mucho cuidado y exigen constante atención desde el momento en que se plantan hasta que se mueren o hay que arrancarlas. Dan fruto, por lo general, al quinto año, y continúan dando más y de mejor calidad hasta los treinta y cinco y aun más años; entonces su producto empieza a disminuír en cantidad y calidad. Los mejores vinos son los extraídos de la uva que tarda más en madurar; esta clase de viña es muy delicada, tiene una verdadera hidrofobia báquica o antipatía al agua, y fácilmente se estropea con malos olores y hierbajos. Los viñadores tienen que trabajar mucho; primero deben cavar y limpiar la tierra; más tarde, podar las viñas y sujetarlas a las estacas; además hay que destruír los insectos, y, por último, coger el fruto y{271} pisarlo. Es, pues, una vida la suya de constante cuidado, trabajo y gasto.

El mejor aroma del vino depende de la uva y el terreno, y como los sitios favorecidos son limitados y la competencia para conseguirlos grande, los precios son muy caros, hasta el punto de llegar a ser inverosímiles en algún caso; los propietarios de viñas son numerosísimos y la tierra, dividida en infinitas parcelas. El mismo Pago de Macharnudo, el mejor de todos, el Clos le Vougeot, el Johannisberg de Jerez, está muy subdividido. Se compone de 1.200 aranzadas, una de las cuales puede tomarse como equivalente de nuestro acre, y que es la cantidad de tierra que puede ararse en un día con un par de bueyes. De ellas, 460 pertenecen a la gran casa de Pedro Domecq, y su producción media puede calcularse en unos 1.895 toneles, de los cuales sólo 350 son de lo mejor. Entre los más renombrados pagos, o sea distritos vinícolas, se pueden citar: Carrascal, Los Tercios, Barbiana, alta y baja, Añina, San Julián, Mochiele, Carraola, Cruz del Husillo, que está muy inmediato al término de Jerez. La producción de estas viñas siempre obtiene precios muy altos en el mercado. Muchos de estos viñedos están cercados con cañas, el arundo donax, o con áloes, cuyas afiladas hojas forman empalizadas que desafiarían a un regimiento de dragones y son llamadas por la gente del país los mondadientes del diablo; además, los capataces del campo llevan un perro enorme y feroz que{272} despedazarían a cualquiera que pretendiera entrar. Cuando está el fruto en punto de madurez es cuando es especialmente vigilado, porque se tiene siempre presente el proverbio que dice: Niñas y viñas, son malas de guardar.

Conforme se acerca la época de la vendimia, los cuidados de los propietarios y el trabajo de los viñadores se aumenta. Los racimos se cogen y se extienden durante algunos días sobre esterillas: los que aun no están bien maduros se apartan y se dejan más tiempo al sol, con lo cual mejoran. Si las uvas están demasiado maduras, entonces sobresale la sacarina y hay menos cantidad de ácido tártaro. Las uvas escogidas se rocían con cal, que absorbe la parte acuosa y las partículas ácidas. Para esta operación (que, dicho sea de paso, es una antigua costumbre africana), se requiere una mano muy experta, con objeto de evitar la imputación de Falstaff: «En este jerez hay cal». La uva se pisa, por lo general, de noche, porque hace más fresco, y, además, así se evitan las picaduras de las avispas, que acuden en verdaderos enjambres. En las grandes viñas hay, por lo común, unos cuantos edificios en donde se encuentra todo lo necesario para hacer el vino, y bodegas en las que el mosto se deposita para que fermente hasta la primavera, en que se le separa de las heces. Cuando se trasiega el vino nuevo, todo lo que produce una misma viña se reúne y forma una partida.{273}

En la vendimia—la labor más intensa y absorbente del año—se suele emplear una quincena y se hace antes en la parte de Rota que en Jerez, donde comienza por el 20 de septiembre; en este breve lapso de tiempo la inteligencia, el cuerpo y el alma del hombre están dedicados exclusivamente a la operación; y hasta a Venus, la reina del vecino Cádiz, que en unión de Baco, es durante los otros trescientos cincuenta y un días del año adorada fervorosamente, se olvida en esta época. Nobles y plebeyos, comerciantes y curas, no hablan más que de vino, que de cuando en cuando monopoliza al hombre y es para Jerez lo que el agua para el Cairo, donde las crecidas del Nilo sirven a un tiempo de placer y beneficio. Cuando se ha terminado la vendimia, los aduaneros toman nota en sus respectivas demarcaciones de lo que ha producido cada viña, a quién se ha vendido y dónde se adquiere, y no se puede revender sin permiso, y aun con éste debe pagarse un cuatro por ciento de derechos. No hay que decir que en un país donde los empleados públicos están mal pagados y donde la honradez oficial y los principios son casi desconocidos, es facilísimo el soborno; se hacen, regularmente, relaciones falsas y se emplean mil medios para que vaya a los bolsillos de los recaudadores la renta que debía ingresar en los tesoros de la Reina, sustrayéndose a las vejaciones y molestias de los impuestos comerciales, el odio a los cuales parece como que forma una segunda naturaleza en todo{274} el mundo. En el primer año los vinos varían mucho; unos se embastecen, otros se agrian, otros se depuran y mejoran; sólo aquellos que resultan aromáticos, de bastante cuerpo y delicados se llaman finos, y la ganancia del cosechero está en los precios elevados que los almacenistas pagan por éstos, pero no suelen ser muy abundantes, pues en una partida de cien pipas es raro que salgan más de diez o quince que se puedan incluír en esta clase. Los vinos que se producen en el mismo término no varían mucho de calidad y suelen valer igual en el mercado, donde son conocidos y justipreciados perfectamente.

Las raras transformaciones del jugo de uvas criadas en la misma viña no dejan nunca de ocurrir, y hasta ahora no se ha dado para ello ninguna razón satisfactoria; el proceso químico de la naturaleza escapa a la investigación humana, y en ninguno más que en la elaboración de ese lusus naturæ vel Bacchi, esa variedad de aroma que se conoce con el nombre de amontillado; nombre que se le da por la semejanza que este vino tiene con el que se hace en Montilla, pueblo cercano a Córdoba; con la particularidad que el de este último punto apenas es conocido en Inglaterra y muy poco en España, pudiendo decirse que sólo se vende en los pueblos de las cercanías. El amontillado, cuando se produce, naturalmente, es muy apreciado, y se utiliza para corregir los vinos nuevos de Jerez que empiezan a volverse dulces; es muy escaso, tanto que de cien pipas de vino fino no se sacarán{275} más de cinco que tengan esta calidad. La mayor parte de la que en Inglaterra se vende como puro amontillado es preparado expresamente para el mercado inglés.

Todo jerez es una mezcla de jugo de uva preparada—el mismo champagne es un vino elaborado—, pero poco importa esto si se consigue una bebida agradable al paladar y sana. En todas las casas principales el vino se hace con la uva que se da en la comarca, y no son ningún misterio los medios artificiales que se emplean para criarlos, prepararlos y terminarlos, lo cual es obra de muchos años, encomendada, casi siempre, al capataz, que muchas veces se convierte en el verdadero dueño. Este importante personaje no es casi nunca andaluz, ni, por lo general, de ninguna de las comarcas vinícolas de España: suele ser asturiano o de la montaña de Santander, que provee a toda la Península de tenderos, a quienes se llama Los montañeses. Estos montañeses son notables por su antigua genealogía y su exquisito paladar. En más de una ocasión nos hemos encontrado en Extremadura y León con una pandilla de individuos de éstos, andrajosos hidalgos que se dirigían al Mediodía, como los escoceses, en busca de fortuna; no solían llevar zapatos ni camisa, pero casi todos llevaban, en un caja, un pergamino en el que se demostraba, tan clara como la luz del sol, su respetable aunque dudosa descendencia de Túbal.

Estos caballeros de tan buena cuna y mejor pala{276}dar, raramente fuman, pues el narcotizador y embrutecedor tabaco quita mucha sensibilidad al paladar. Y como son pocos los dueños de bodegas en España que abandonarían el cigarro, ni aun por ganar millones, pronto se hace el capataz único dueño de los secretos de la bodega, y como casi ningún comerciante tiene bastantes viñedos para proveer a su demanda, la compra de nuevos vinos hay que hacerla por medio de este servidor confidencial, el cual puede perfectamente engañar al vendedor y a su mismo amo, puesto que sólo comprará el vino a los que les den comisión más crecida. Muchos consiguen, por medio de estos largos y fieles servicios, reunir una fortuna considerable, como un Juan Sánchez, capataz del difunto Pedro Domecq, que murió, recientemente, dejando 300.000 libras. Al acercarse su última hora, y con ella la visita de su confesor y de algunos escrúpulos de conciencia, legó su fortuna para obras piadosas; pero la mayor parte fué asegurada inmediatamente por los curiales y los curas, cuya caridad comenzó por su propia casa.

Así como el canciller o ministro de justicia es el guardián de la conciencia de la reina, el capataz es el guardián de la bodega—que es algo originalísimo—y la persona importante de Jerez. Esta rica y populosa ciudad, vista desde lejos, como surgiendo de una loma cubierta de viñedos, es característica por estas grandes edificaciones que se asemejan a los cobertizos de Chatham, bajo los cuales se construyen{277} los buques de guerra. Estos templos de Baco tienen el tamaño y la amplitud de catedrales; sus divisiones, como las capillas españolas, llevan el nombre del santo a quien están dedicadas, y pocos dioses tutelares tendrán más numerosos devotos admiradores, lo cual demuestra que en España en todas las cosas se advierte el sello y las manos de la religión. Todas estas bodegas están construídas a flor de tierra y son la antítesis de nuestras cuevas subterráneas. En ellas los vinos maduran mejor y más rápidamente, pues un año de bodega les es más provechoso que diez de entierro. Como estos vinos son más caprichosos en el desarrollo de sus virtudes que las educandas de un colegio, se pone el mayor cuidado en procurar reunir las mejores y más sanas condiciones para su mejoramiento; se evita la vecindad de humedades y emanaciones, pues ello afectaría a la delicadeza del líquido, aunque no ofendiera las narices de los que estuvieren encargados de él; y cosa rara en este país de las contradicciones, la misma Colonia no es más renombrada por los veintitantos malos olores que le atribuyese Coleridge, que lo es esta tortuosa, sucia y vieja Jerez. Aquí, como en la ciudad del Rin, todo lo que huele bien se embotella para exportarlo, dejando todo lo que apesta para el consumo de casa. Las nuevas bodegas han sido, por tanto, construídas en la parte más moderna de la ciudad, en sitios secos y abiertos; en comunicación con ellas hay oficinas y talleres donde se ejecuta todo lo que tiene relación con el{278} comercio de vino, incluso los barriles, que se fabrican con duelas de roble americano.

El interior de la bodega se conserva fresquísimo; evítase cuidadosamente la luz fuerte de fuera, manteniendo siempre una corriente de aire. Es muy esencial mantener una temperatura uniforme, y un término medio de 60 grados es el mejor de todos. Hay más de mil bodegas registradas en la aduana de Jerez; las mayores pertenecen a las primeras firmas y casi todas son de ingleses o franceses, pues para este negocio se necesita un gran capital y condiciones de perseverancia y de previsión poco comunes en éste ni en otros rincones de España. Lo anteriormente dicho se comprenderá mejor teniendo en cuenta que algunos de estos depósitos encierran de mil a cuatro mil pipas y que ningún jerez fino se exporta hasta que tiene diez o doce años. Suponiendo, pues, que cada pipa sólo valga 25 libras esterlinas, calcúlese el capital que supone y el tiempo que ha de invertirse en hacer una bodega.

El vino jerez, maduro y perfecto, se hace con varias clases del mismo. El «entero» es realmente el jugo de la uva de Jerez, pero de varias edades, vendimias y aromas. El contenido de un barril sirve para rectificar otro hasta que se consigue la marca deseada; y se ha llegado en esto a tal perfección, que hay casas que se comprometen a proporcionar, siempre que se lo pidan sus parroquianos, vinos con el mismo cuerpo, color, aroma, etc. Estos vinos ganan mucho{279} con el tiempo, se hacen más suaves y aromáticos y ganan en cuerpo y aroma, cosas en que los vinos nuevos son deficientes. Y es tan grande el cambio que se efectúa en todos los respectos, que es muy difícil creer que hayan sido el mismo: no se diferencia más el niño del hombre ni la bellota del roble.

El capataz que consiga llegar al colmo de sus aspiraciones será el que haya observado en sus composiciones las reglas poéticas de Horacio, el callida junctura, el omne tulit punctum qui miscuit utile dulci; este feliz y hábil acoplamiento de lo sólido y lo dulce debe reunir plenitud de cuerpo, un sabor y bouquet oleoso y como a nuez, sequedad, falta de acidez, fuerza, duración y espirituosidad. El jerez fino, puro, tiene un hermoso color dorado obscuro, pero, para satisfacer a muchos consumidores ingleses, se hace el «jerez pálido» quitándole químicamente el color a expensas de su delicado aroma. Otra absurda deferencia a los prejuicios británicos es el enviar el jerez a las Indias orientales, porque, según se dice, este viaje mejora los vinos de Madera; lo cual no sólo es muy caro, sino positivamente nocivo para el jerez, que pierde cantidad y aroma, se enturbia y agria, y por la constante fermentación se hace más flojo y más espirituoso. El secreto para tener buen jerez está en comprar el mejor en la mejor casa y conservarlo unos cuantos años, antes de beberlo, en una buena bodega.

Pero volvamos al capataz. Este hombre importante{280} se pasa la vida catando. Visita constantemente las barricas, determinando las cualidades, méritos y deméritos de cada discípulo, que anota con una especie de jeroglíficos. Corrige los defectos anotando el remedio aplicado y la fecha en que se aplica, y de este modo, a la visita siguiente, puede confirmar la mejora o lamentar lo contrario. Los vinos nuevos, después que pasa el período de la fermentación, se suelen enriquecer con arrope, que, según dicen los inteligentes, los mejora mucho. En Sanlúcar y en todos los lugares de suelo arenoso hay fábricas de esta especie de jarabe. El mosto, o jugo de la uva nueva, se cuece antes de que empiece a fermentar, reduciéndolo a la quinta parte de su volumen; tiene que hervir a fuego lento y hay que tener mucho cuidado para espumarlo y para que no se queme. Disolviéndolo se hace el vino de color, el vino madre, con el cual se nutren y alimentan los vinos nuevos. Cuando está rancio, este balsámico ingrediente se hace muy fuerte y perfumado como una esencia y vale tres o cuatrocientas guineas el tonel, aunque en realidad no se vende. En todas las bodegas principales hay algunos grandes toneles de edad respetable, que contienen este precioso licor que inspira a los vinos vulgares generosas y heroicas virtudes, siendo más lógica, pues, que los dedicasen a los Wéllingtons y Nelsons, que no a los santos o santas. De estos depósitos especiales es de los que se permite tomar un sorbito a los visitantes distinguidos. A Fernando VII le hizo uno de{281} estos obsequios Pedro Domecq, y luego inscribió su nombre en el tonel. La cantidad que se saca de uno de estos toneles para ponerlo en los de vinos nuevos se reemplaza por otra igual del barril que le sigue en antigüedad en la bodega.

Después de un año o dos de prueba se puede saber definitivamente su clase, y, si no resultan buenos, se sacan del plantel y se expiden a Hamburgo o a Quebec, donde los consumidores tienen el paladar mas basto, a razón de unas 15 libras esterlinas por tonel. Todos los distintos grados y pasos de la formación se hallan explicados perfectamente en los grandes establecimientos, entre los que figuran, en puesto de honor, los de Domecq y de John David Gordon, y nada puede compararse a la cordial hospitalidad de estos principescos comerciantes. Quien llegue hasta ellos con una carta de recomendación puede tener la seguridad de que es hospedado en sus casas, con equipaje y todo, lo cual no es poco de agradecer, teniendo en cuenta las pésimas condiciones de las posadas jerezanas. Poco a poco el huésped es iniciado en los secretos del comercio y se le entrega al capataz, que le da un verdadero curso de enología, ilustrado, como los de Faraday, con experiencias: catar jerez en Jerez no tiene ninguna semejanza—como dirá el señor Clemente—con lo que se acostumbra hacer en los almacenes de Londres. Aquí el moreno profesor, vestido aproximadamente como el Fígaro del Barbero de Sevilla, va seguido de varios{282} Ganímedes de chaqueta y alpargatas, los cuales ofrecen los vasos. El conferenciante va provisto de un largo bastón, en cuyo extremo va atada una pequeña caña hueca que introduce en los toneles. La materia se trata desde sus comienzos, y cada una de sus evoluciones se explica a los oyentes con la gravedad de un juicioso presidente de jurado; cada ejemplo se pasa y se prueba por todos, que, si son discretos, seguirán el ejemplo del maestro (a quien el vino no le produce más efecto que a un vaso de cristal), no tragando nunca los sorbos sino paladeándolos cuidadosamente para sacar el verdadero sabor. Todos los toneles se catan, desde el joven hasta el mediano, desde el maduro hasta el más añejo, y el que no se maree con los vapores, no podrá por menos de salir perfectamente ilustrado en la materia. El estudiante tiene que sostenerse durante las primeras pruebas, pues el mejor vino se reserva siempre para lo último, teniendo por tanto que ascender, si no se descrima, una vinosa escala de calidades. Quizá fuese mejor invertir el orden y comenzar por los mejores cuando el paladar está fresco y la cabeza despejada. Y por muy sediento de ciencia que se esté, nunca se debe beber demasiado en la bodega, pues hay que pensar en la segunda parte que le espera en la hospitalaria mesa de un huésped, quien tiene a gala y orgullo el presentar muchos vinos y hacer beber en abundancia a los invitados.

¡Cuánto sacrificio se hace entonces al alegre dios{283} de que vive el comerciante, que liberta ahora a la divinidad de su vítrea prisión! ¡Qué chasquear de tapones medio consumidos por el tiempo! ¡Qué de limpiar venerables telarañas de las botellas guardadas cuando Jorge tercero era rey! La satisfacción del digno anfitrión al sacar una botella nueva es aún mayor que la de una prolífica madre cuando obsequia a su marido con un nuevo vástago. ¡Cómo toma en sus manos la amada vasija, mirando con cariño su contenido, que tanto hizo por formar; cómo mira al trasluz del limpio vaso el transparente y brillante líquido que reluce y chispea dentro; cómo pasa lentamente la inteligente nariz sobre la bella superficie, aspirando su fragancia, y cómo llega al colmo del arrobamiento al llevar el divino licor a los ruborosos labios!

El vino, por sí solo produce placer y es objeto de conversación, pues todos los invitados tienen una opinión; pues ¿qué gentleman no puede juzgar de un caballo o de una botella? Si surge alguna diferencia de criterio, como suele ocurrir siempre en cuestión de gustos, y más si las botellas han circulado en abundancia, el dueño de la casa decide,

«Tells all the names, lays down the law,
que ça est bon; ah, goûtez ça»[48].
{284}

Hay para él una combinación de placer y de provecho en estos geniales banquetes, en estos noctes cœnæque Deum, pues por este medio se han entablado algunas relaciones con algún gentleman inglés, que por vez primera gusta de un jerez puro y legítimo. Una buena comida previene al agradecimiento hacia la humanidad en general y en particular hacia el que la ofrece. Una cierta cantidad del divino líquido abre al mismo tiempo el corazón y los cordones de la bolsa, hasta que la lengua que paladea el mágico aroma murmura con agradecimiento: «Envíeme un tonel de amontillado pasado, y otro de seco reañejo, y gíreme el importe a la vista».

Surge entonces una cuestión muy importante: el precio, que es donde está siempre la dificultad. El jerez bueno, de diez o doce años, no cuesta menos de 50 a 80 guineas el tonel, en la bodega, y cargándole flete, seguro, derechos y demás, vendrá a costar de 100 a 130 guineas. Un tonel tiene de 108 a 112 galones y los derechos son 5 chelines seis peniques por galón. Un tonel de esta cabida hará unas 52 docenas de botellas. Ahora comprenderá el lector la ganga de esos vinos de Jerez pálidos o viejos, que se suelen ver anunciados en los periódicos a 36 chelines la docena de botellas. Son maris expers, fabricados con aguardiente francés, Marsala siciliano, vino del Cabo, sidra de Devonshire y agua del Támesis.

La producción de vino es, aproximadamente, de 400.000 a 500.000 arrobas al año. Arroba es un nom{285}bre árabe y una medida para áridos, aun cuando se usa para líquidos. Es la cuarta parte de un quintal; 30 arrobas hacen una bota o tonel, de la que se exportan anualmente de 8.000 a 10.000 de vino fino; pero la cantidad de jerez que se hace sin preparación ninguna, sobre todo en Sanlúcar, es enorme, y va en aumento cada año. Para dar una idea del creciente tráfico, baste decir que en 1842 se exportaron en esta comarca 25.096 toneles; en 1843, 29.313; en 1845, de Jerez solamente salieron 18.135, y 14.037 del Puerto, que hacen la enorme suma de 32.172 toneles. Ahora bien, como las viñas son las mismas, no será aventurado suponer que algunos de estos barriles no sean de jerez legítimo; en realidad, la ruina de esta clase de vino ha comenzado en el momento en que se han abierto una porción de casas de segundo orden, que cuidan más de la cantidad que de la calidad. Muchos miles de barriles de un mal vino de Niebla son arreglados y preparados para venderlos como jerez en los mercados de Inglaterra, haciendo formar una idea convencional del vino en cuestión, en detrimento del legítimo, tanto que incluso algunas casas respetables han tenido que seguir la corriente para dar gusto al paladar depravado de sus consumidores, como se hace con los claretes de Burdeos, que se encabezan con Hermitages y Benicarló. Con esto se ha perdido el aroma típico y se producen dispepsias y jaquecas; pero también con los vinos hay modas, como con los médicos. Anti{286}guamente, el Madera era una especie de panacea, hasta que el aumento de demanda hizo que comerciantes poco escrupulosos lo adulterasen, al punto de desacreditarlo por completo. Después se puso en boga el jerez, considerándolo como más puro y sano; pero luego empezó a declinar el entusiasmo por la misma causa, llegando la decadencia a mayor altura, y no será difícil que vuelva a estar en alza el Madera, pues sus cosecheros han aprendido una buena lección en la severa escuela de la adversidad.

Sea ello como quiera, los españoles, en general, conocen poco el jerez, exceptuando los que viven en la inmediata vecindad de la comarca en que se produce, y puede asegurarse que se consume más en los cuarteles de Gibraltar que en Madrid, Toledo o Salamanca. El jerez es un vino extranjero, hecho y consumido por extranjeros, y los españoles no suelen ser muy aficionados a su aroma fuerte, y menos aún a su alto precio, aun cuando algunos los acepten por la gran boga que tiene en Inglaterra, que quiere decir que la civilización lo ha adoptado. Limítase, además, su consumo a la capital o los puertos ricos, pues en el interior es muy escaso: en Granada, por ejemplo, a menos de 150 millas de Jerez, sería muy difícil encontrarlo, si no fuese porque lo piden nuestros compatriotas, pero solamente se vende en botellas y considerándolo como un licor. En Sevilla, que está casi al lado de Jerez, se suele servir un vaso en las buenas mesas, como se daba un vaso de vino{287} de Grecia en la casa de Lúculo, entre los romanos antiguos, y se hace entre los modernos con el vino de Málaga o de Chipre. Este vaso único se sirve para ayudar a la digestión y se le llama el golpe médico, y equivale, en esta comarca cálida, a la copita de curaçao o coñac que se sirve con el café en países más fríos, como Inglaterra y Francia.

En Andalucía no fue más difícil para los moros predicar el uso del agua como bebida que prohibir el del vino, el cual, cuando es fuerte, como sucede con el jerez, destruye la salud, tomando mucho, y habitualmente perjudica de cierto, cosa de que se ven muchos casos en Gibraltar. De aquí que los mismos jerezanos prefieran mucho más beber manzanilla, un vino muy ligero que se hace cerca de Sanlúcar y que es al tiempo más flojo y más barato que el jerez. La uva de que se extrae se da en un suelo muy pobre y arenoso, y la vendimia se hace muy temprano, pues se coge la uva antes que esté completamente madura. Es un vino de un color pálido de paja y muy sano; da fuerza al estómago, sin irritar ni emborrachar, como el jerez. Todo el mundo es aficionadísimo a él, pues, como no tiene alcohol, les permite beber mucho más que de cualquier otro, y, de añadidura, es muy tónico durante los calores del verano. Puede comparársele con el antiguo de Lesbia, del que tanto bebía Horacio en la fresca sombra y que nunca le hizo daño. Los empleados en las bodegas de Jerez, que pueden beber cuanto quieran, casi nunca{288} lo prueban, y, en cuanto terminan su faena diaria, se van a la tienda más cercana a refrescar con un vaso de «inocente» manzanilla. Hay clubs formados exclusivamente para beberla, y con agua helada y un cigarro transporta al consumidor a las delicias del paraíso de Mahoma. Sabe mejor tomándola directamente del barril que en botellas, y mejora a medida que va quedando menos.

No están muy conformes los gramáticos acerca de las etimología de la palabra; algunos la derivan de Manzana, cosa que podía pasar si se tratase de la sidra; otros lo refieren a Manzanilla, pueblo situado a la orilla opuesta del río, donde ni se hace ni se bebe. La verdadera etimología, sin embargo, puede hallarse en la notable semejanza que su sabor tiene con el amargo de las flores de manzanilla, que se usa como bebida estomacal, y en España, también mucho para lavatorios y fomentos. Este sabor es tan marcado, que algunas veces resulta desagradable para los que no están habituados a él. Si hay que dar crédito a un apologista, el vino tiene aún más cualidades medicinales que el té, pues, según ellos, el que lo bebe nunca padecería cálculos, mal de piedra o gota; desde luego, no tiene acidez ninguna. La mejor manzanilla se vende en Londres, en casa de Messrs. Gorman, Mark Lane, número 16, habiendo subido su consumo en Inglaterra de unos 10 toneles a más de doscientos en poco más de un año, por haberse recomendado en el Manual diciendo: Bebedla, dispépti{289}cos; delicada y práctica atención que el autor (bebedor, por supuesto, de ella) agradece con la más profunda gratitud.

Diremos de pasada, que lo que debe comerse con manzanilla es la alpistera. Hágase ésta en la siguiente forma: A una libra de harina fina (debe cuidarse de que esté seca), añádase media libra de azúcar blanca doble refinada, tamizada y machacada; las yemas y claras de cuatro huevos frescos, bien batidos juntos; trabájese haciendo una pasta con todo ello; allánese muy delgado; divídase en rectángulos de la mitad de esta página aproximadamente; córtese en tiras, de manera que la pasta parezca como una mano con dedos, descoyúntense luego las tiras y báñese en manteca de cerdo derretida y caliente, hasta que tome un delicado color pálido tostado; mientras más rizadas y enroscadas estén las tiras, mejor: la alpistera debe parecer un mazo de cintas; espolvoréese luego con azúcar blanca fina. Quedan entonces tan bonitas como ricas. No es fácil hacerlas bien, pero los dioses no conceden nada bueno a los mortales sin mucho trabajo y paciencia. Por eso Venus, la diosa de la gracia, estaba aliada al gran trabajador Vulcano, que trabajaba y se afanaba en su fuego, como debe hacerlo todo cocinero que tenga un alma ambiciosa.

FIN DEL TOMO PRIMERO

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ÍNDICE

 Páginas.
CAPÍTULO PRIMERO
Ojeada general sobre España.—Rey de las Españas.—Prioridad de Castilla.—Localismo.—Falta de unión.—Españolismo.—Monsieur Thiers en España23
CAPÍTULO II
Geografía de España.—Zonas climatológicas.—Las montañas.—Los Pirineos.—El gabacho y la política francesa32
CAPÍTULO III
Ríos de España.—Puentes.—Navegación.—El Ebro y el Tajo58
CAPÍTULO IV
División en provincias.—Demarcaciones antiguas. Departamentos modernos.—Población.—Renta. {292}Fondos españoles70
CAPÍTULO V
Cómo se viaja por España.—Barcos de vapor.—Calzadas y caminos reales.—Ferrocarriles.—Especulaciones inglesas87
CAPÍTULO VI
El correo en España.—Viaje en caballos de posta. Correos montados.—Diligencias, galeras, coches de colleras.—Conductores y modos de guiar y de jurar109
CAPÍTULO VII
Caballos españoles.—Mulas.—Burros.—Arrieros. Maragatos134
CAPÍTULO VIII
Placeres de un viaje a caballo por España.—Excursiones a pie.—Elección de compañeros.—Reglas para un viaje a caballo.—Estación del año que debe elegirse.—Jornadas.—Trato del caballo: las patas; las herraduras; indicaciones generales151
CAPÍTULO IX
Traje que debe usar el jinete.—Las alforjas.—La bota y modo de usarla.—Pellejos de vino y borracha.—Dinero español.—Las onzas y las monedas {293}pequeñas174
CAPÍTULO X
Los criados españoles: su carácter.—Lacayo, cocinero y criado para viajar192
CAPÍTULO XI
Un cocinero español.—Filosofía de la cocina española.—Salsas.—Dificultades para proveerse de víveres.—Liebres y conejos españoles.—La olla. Los garbanzos.—El cerdo.—Tocino y jamón. Tortilla.—Ensalada y gazpacho214
CAPÍTULO XII
Bebidas españolas.—Agua.—Riego.—Fuentes.—Sed española.—La Alcarraza.—Los aguadores.—Las abluciones.—El chocolate español.—El agraz.—La limonada242
CAPÍTULO XIII
Vinos españoles.—Indiferencia española.—Arte de hacer el vino.—Vinos del país.—Benicarló.—Valdepeñas258
CAPÍTULO XIV
Vinos de Jerez.—Región donde se produce.—Origen del nombre.—Variedades del terreno.—Uvas. Pajarete.—Rojas Clemente.—Cultivo de las viñas. Los mejores viñedos.—La vendimia.—Amontillado.—El capataz.—La bodega.—El jerez.—Arrope y vino madre.—Una conferencia sobre el jerez en la bodega.—Falsificaciones del jerez.—Manzanilla.—La alpistera266

NOTAS:

[1] Véase Viajes por España y Portugal, bibliografía, por Arturo Farinelli. Centro de Estudios Históricos; Madrid, 1921.

[2] Esta obra, así como La Biblia en España, del mismo autor, están publicadas en la Colección Granada.

[3] La Diócesis de Madrid se fundó en virtud del Concordato de 1851 y la bula de 1885.—N. del T.

[4] La palabra gabacho es el adjetivo más ofensivo del español para el francés; algunos suponen que significa «el que vive en Gaves». Es el árabe cabach, detestable, zarrapastroso, o qui prava indole est, moribusque. Donde la verdadera significación de la palabra se halla expresada de mejor manera es en el ingenioso cuento de Quevedo El francés y el español. La antipatía al galo es nacional e innata y aparece en todos los momentos de la historia. Este sobrenombre se aplicó ya en el siglo VIII, cuando Carlomagno, el Buonaparte de su tiempo, invadió España con motivo de la abdicación y unión de la corona por Alfonso el Casto, prototipo del cornudo Carlos IV; entonces todos los españoles, moros y cristianos, amigos y enemigos, olvidaron sus odios religiosos para luchar contra el intruso, cuya grandeza recibió un golpe mortal en el memorable paso de Roncesvalles. La verdadera derivación de la palabra gabacho, que ahora se oye desde los Pirineos hasta el Estrecho, se pasa por alto en el Diccionario de la Academia; tal fué la adulación servil de los súbditos para un rey francés, Felipe V. ¡Mueran los gabachos! fué un grito unánime en España después de las inhumanas carnicerías de Murat. Sus ecos aun no se han apagado, y cualquier chispa puede prender en la mina ya dispuesta. ¡No se puede explicar el valor de un grito guerrero que puede ser para un pueblo el santo y seña, como la consigna para hacer causa común! Vox populi, vox Dei.

[5] Ford, en su galofobia, siempre llama a Napoleón, Buonaparte.—N. del T.

[6] Confunde la cabra montés con el rebeco.—N. del T.

[7] Salirse de madre no es variar de cauce, sino sólo desbordarse.—N. del T.

[8] Tempe, un valle de Tesalia, cantado por los poetas clásicos por su incomparable belleza.—N. del T.

[9] ¡Pero yo he amado tu mansión salvaje,—tu desconocida, inculta, solitaria orilla,—donde apenas el leñador halla una senda—y escasamente el pescador maneja un remo.—Por el abandono de los hombres te amo más—que el arte ni la avaricia intrusos,—no quieran amansar el choque rudo de tu torrente—o recoger la vendimia de tus rocas,—magníficamente salvajes!

[10] Dagón, dios nacional de los Filisteos, mitad hombre, mitad pez.—N. del T.

[11] Ingeniero francés que construyó un túnel bajo el Támesis (1769-1849).—N. del T.

[12] Razzia se deriva del árabe Al ghazia, palabra que expresa las correrías de una edad feroz y bárbara. Ha sido introducida en Europa por los Pélissiers[13], que de este modo civilizan Argelia. Hacen un desierto y lo llaman paz.

[13] Pélissier, duque de Malakoff, mariscal de Francia, gobernador de Algeria (1794-1864).—N. del T.

[14] «Lo mismo que la nieve precipitada de las cumbres de los Alpes en los valles, nuestros soldados destruían en pocas horas, y sólo con pasar, los recursos de toda una comarca; habitualmente acampaban, y en todas partes derruían las casas de medio siglo, para construír con sus escombros esos pueblos alineados que a veces sólo duraban un día: a falta de leña a propósito, utilizaban para calentarse los árboles frutales, y los vegetales preciosos como la morera, el olivo, el naranjo; los soldados, irritados por la necesidad y el peligro, adquirían una especie de borrachera moral, de la cual no nos ocupábamos en curarles».

[15] «Así Francia se emborracha con sangre para vomitar crimen,—y siempre ha sido fatal su saturnal».

[16] No debe ser prestador ni prestatario,—pues muchas veces se pierde lo prestado y el amigo.

[17] Títulos de la deuda consolidada.

[18] Hadj (árabe). La peregrinación mahometana a la Meca y a Medina. Hadji, un musulmán que ha hecho la peregrinación a la Meca.—N. del T.

[19] Mac-Adam, ingeniero escocés, inventor del sistema de empedrado de los caminos que lleva su nombre (1756-1836).—N. del T.

[20] El primer ferrocarril, que llegaba hasta Aranjuez, salió de Madrid el día 9 de febrero de 1851.—N. del T.

[21] Se refiere a su Guía, editada por Murray: las Guías rojas de Murray.—N. del T.

[22] Faja: el Hhezum del Cairo. Atrides se apretaba la faja cuando se preparaba a una acción. Iliada, XI, 15. Los soldados romanos guardaban en ella el dinero. Ibit qui zonam perdidit. Hor., II, ep. 2, 40. Los judíos la utilizaban para el mismo objeto. Mateo, X, 9; Marc., VI, 8. Se afloja por la noche. «Nadie dormirá ni dormitará, ni desatará la faja de su cintura».—Isaías, V, 27.

[23] El temor del poder del mal de ojo, del que ni aun Salomón se vió libre (Proverbio, XXIII, 6), prevalece aún en Oriente; no ha podido ser extirpado de España ni de Nápoles, que tanto tiempo fué suyo. Las clases bajas de la Península cuelgan al cuello de sus hijos y de sus ganados un cuerno engarzado en plata, que se puede encontrar en todas las platerías, y se considera como amuleto; la cuerda con que se cuelga debe estar hecha de crines de cola de caballo blanco. Las gitanas españolas, tan bien pintadas por Borrow[24], medran quitando el mal de ojo, querelar nasula, como ellos dicen. El temor del Ain ara subsiste entre los árabes de todas clases. La gente educada en España se burla de esta superstición, y muchas veces, cuando uno nota que una persona lleva algo raro o lo tiene cerca de sí, suele decir: «Es para que no me hagan mal de ojo». En Nápoles es donde se pueden encontrar más amuletos de coral de todas formas, clases y precios. El canónigo Jorio y el marqués de Arditi han recogido toda la literatura y detalles referentes a ellos.

[24] Véase Los gitanos de España de Borrow, publicado por la Colección Granada.

[25] Fieros y extraños ingleses, que con las mismas tijeras—cortáis la cabeza a los reyes y la cola a los caballos.

[26] Piensa con nobleza, como montan los españoles—y manejan su hermoso caballo, digno de un príncipe.

[27] El garañón se llama también burro padre, no padre burro. Padre, prefijo de paternidad, es el título que se da en España a los clérigos y frailes. Padre burro sería en algunos casos aplicable a los últimos, moral y físicamente, si no fuera por el respeto debido a la cogulla y la sotana.

[28] Cloto, Láquesis y Atropos son las tres Parcas hermanas. La primera hilaba, la segunda devanaba y la tercera cortaba el hilo de la vida humana.—N. del T.

[29] Si nos unimos en triste coro—el pesado camino nos aburrirá mucho menos.

[30] Mungo Park, viajero escocés, explorador de Africa. Murió en el Niger (1771-1805).—N. de la T.

[31] Early to bed, early to rise, makes a man healthy, wealthy and wise.—Acostarse temprano, levantarse temprano, hace al hombre rico, virtuoso y sano. (Proverbio inglés.)—N. del T.

[32] La eterna condición—por la cual subsiste toda la humana fragilidad,—un refrigerio después del trabajo, tranquilidad después de la fatiga.

[33] Especie de chulo londinense.

[34] Cena, duerme, se lava, todo en una pieza, con las alforjas. Querría meter en ella la vida toda.—N. del T.

[35] Deja en la biblioteca los infolios; yo quepo entero en una mano.—N. del T.

[36] Véase Borrow: La Biblia en España. Colección Granada. Jiménez Fraud, editor.

[37] Te vea yo volver incólume y te oiga cantar, como de costumbre, las regiones, las hazañas y los pueblos de los Iberos.—N. del T.

[38] Quejándose Jorge IV cierta vez de que había perdido su real apetito, le contestó su compañero Rochester: «¡Qué apuro para un pobre si lo encuentra

[39]... y el hambre, mala consejera, y la vergonzosa indigencia, de horrible aspecto... (Eneida, lib. VI, V. 276-7).—N. del T.

[40] La regla de los sopistas es en todo tiempo ésta: trae la comida contigo, si quieres comer conmigo.—N. del T.

[41] ¿Cuándo me servirán... y las legumbres bien untadas de pingue tocino (Hor.: Sátira VI, lib. II).—N. del T.

[42] Cervantes lo pone en boca del doctor Pedro Recio: «Absit, dijo el médico, vaya lejos de nosotros tan mal pensamiento: no hay cosa en el mundo de peor mantenimiento que una olla podrida: allá las ollas podridas para los canónigos, o para los rectores de colegios, o para las bodas labradorescas, y déjennos libres las mesas de los gobernadores, donde ha de asistir todo primor y toda atildadura...» Don Quijote, capítulo XLVII, parte segunda.—N. del T.

[43] Tomás Roberto Bugeaud de la Piconnerie, duque de Isly, mariscal de Francia, gobernador de Algeria (1784-1849).—N. del T.

[44] Hock es exactamente el vino hecho en Hochheim, Alemania; pero se aplica a todos los vinos blancos del Rin.—N. del T.

[45] En inglés half and half es mezcla de dos cervezas.—N. del T.

[46] Al dios Baco, que el primero, de la purpúrea uva—estrujó el dulce veneno del olvidado vino.—N. del T.

[47] Don Quijote, capítulo XIII, parte segunda.

[48] Dice todos los nombres, impone la ley: ¡qué bueno es éste, probad aquél!







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