Notas del Transcriptor
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.
Los errores obvios de puntuación y de imprenta han sido corregidos.
Las páginas en blanco presentes en el original han sido eliminadas en la versión electrónica.
RUBÉN DARÍO
VOLUMEN XIX
DE LAS OBRAS COMPLETAS
ADMINISTRACIÓN
EDITORIAL «MUNDO LATINO»
MADRID
Páginas. | |
En el mar | 1 |
En Barcelona | 8 |
Madrid | 19 |
La Legación argentina.—En casa de Castelar | 29 |
Notas teatrales | 38 |
Cyrano en casa de Lope | 45 |
La Coronación de Campoamor | 54 |
Carnaval | 62 |
Una casa museo | 68 |
La Joven literatura | 74 |
La España negra | 85 |
Semana santa | 94 |
Toros | 103 |
La Pardo-Bazán en París.—Un artículo de Unamuno | 112 |
El Rey | 119 |
Una Exposición | 130 |
La Fiesta de Velázquez | 139 |
La cuestión de la revista.—La Caricatura | 148 |
Alrededor del teatro | 158 |
Libreros y editores | 169 |
Novelas y novelistas | 180 |
Los Inmortales | 194 |
Los Poetas | 204 |
Un meeting político | 213 |
Un paseo con Núñez de Arce | 220 |
Tenorio y Hamlet | 226[x] |
Una Embajada | 231 |
Una novela de Galdós | 233 |
La Enseñanza | 241 |
Fiesta campesina | 248 |
Homenaje a Menéndez Pelayo | 255 |
El modernismo | 269 |
Una reina de Bohemia | 275 |
El Cartel en España | 281 |
La Novela americana en España | 287 |
La Crítica | 295 |
La joven aristocracia | 302 |
Congreso social y económico ibero-americano | 311 |
La mujer española | 321 |
Certámenes y Exposiciones | 329 |
3 de diciembre de 1898.
El agua glauca del río se va quedando atrás y el barco entra al agua azul. Me encuentro trayendo a mi memoria reminiscencias de Childe Harold. Siento que estoy en casa propia; voy a España en una nave latina; a mi lado el sí suena. Sopla un aire grato que trae todavía el aliento de la Pampa, algo que sobre las olas conduce aún efluvios de esa grande y amada tierra argentina. Y mientras esta vida de a bordo que ha de prolongarse por largos días comienza, siento que vuelan sobre la arboladura del piróscafo enjambres de buenos augurios. De nuevo en marcha, y hacia el país maternal que el alma americana—americanoespañola—ha de saludar siempre con respeto, ha de querer con cariño hondo. Porque si ya no es la antigua poderosa, la dominadora imperial, amarla el doble; y si está herida, tender a ella mucho más. Los hombres cambian; hay estaciones para los pueblos, el espíritu vital de la raza puede enfriarse en nivoso; pero ¿floreal y fructidor no anuncian que la vida primaveral y copiosa ha de llegar, aun cuando en el campo se miren hoy las ramas sin hojas y la tierra cubierta del sudario? Así pienso en tanto se inicia a bordo una existencia de monotonía que conocéis bien los que habéis cruzado el Océano. No os haré la clasificación de Sterne; pero, para un hombre de arte, en todo viaje hay algo de «sentimental».[2] Las instantáneas se toman también al paso de los minutos, ya que hay un pequeño mundo humano en movimiento, en todo lugar en donde se reunen dos personas. La máquina social en miniatura; un lindo laboratorio de psicología; ejemplares balzacianos si gustáis, al mover vuestros ojos de un punto a otro del círculo en que hacéis el obligatorio comercio de la conversación. Una reducción de la gran capital del Plata podría observarse, un Buenos Aires para escaparate: banqueros, comerciantes, artistas, periodistas, médicos, abogados, cómicos y bailarinas; y en todos la misma representación que en la vida ciudadana; los círculos, las «afinidades electivas», las simpatías; y una poliglocia que os obliga a entraros por todas las lenguas vivas, así corráis el riesgo de matarlas. Impera, naturalmente, la música del italiano. Después del crepúsculo, he ahí que estamos alrededor de una mesa, un argentino, un italiano, un suizo, un venezolano, un belga, un francés, un centroamericano, un oriental, un español...; no hay duda de que venimos de Buenos Aires. Y se habla del centro inmenso que ya queda allá lejos y no puedo dejar de recordar el apóstrofe admirable: «¡Nave del porvenir, cara nave argentina!...» Y como vamos sobre el mar, que nos ase el espíritu, surge en creación súbita ante mis ojos mentales la visión del soberbio navío continental, encendidos sus mil fuegos, al cielo su bosque de árboles, en cuyo más alto mástil flamea el pabellón del Sol; pujante la máquina ciclópea; en lo hondo la carga de riquezas, con rumbo hacia un imperio de paz y de bienandanza, a la hora de la aurora, para la gloria de la Humanidad.
14 de diciembre.
Mientras el banquero belga conversa de finanzas con el explorador italiano, que es también un escritor, el médico suizo ha entablado una partida de piquet con el[3] comerciante venezolano, y la profesora alemana ataca a Chopín. Le ataca correctamente, demasiado correctamente, pero Chopín acaba por triunfar de esa ejecución tudesca de institutriz. Chopín sobre las olas y en una suave hora nocturna; hace falta la luna; pero no importa, el canto mágico crea el clair de lune en la misma sustancia musical y el hombre propicio al ensueño puede fácilmente ejercer la amable función. Y no sé como, vengo a pensar en ese individuo. ¿Cuál? Voy a deciros. Hay allá entre los pasajeros de tercera clase, en ese montón de hombres que se aglomera como en un horrible panal, en la proa del barco, un prisionero. Es un criminal italiano que camina, por obra de la extradición, a cumplir con la condena de veintiún años de presidio que ha caído sobre él a causa de un asesinato. Logró escapar a las Autoridades de Italia y vivió en Buenos Aires cinco años de honrada vida, a lo que parece. Alguien le descubrió en su incógnito, y la legación italiana pidió le fuera entregado el reo; el tratado tuvo cumplimiento y el asesino va hoy a que le pongan la cadena en su patria. Le he visto hosco, zahareño; su cara, una ilustración de un libro de Lombroso. Esquiva el trato, rehuye la mirada, y en la muchedumbre de sus compañeros de viaje, va libre y suelto. Estamos en alta mar; un incendio, un choque, un naufragio, podrían ocurrir, y ese presidiario tiene igual derecho que cualquiera de nosotros para salvar su existencia. Es la lógica del marino, y es hermosa. Hoy penetré en el ambiente infecto de ese rebaño humano que exigiría la fumigación. Era la hora de la siesta. Quienes dormían en los pasadizos o a pleno sol, quienes en círculos y grupos jugaban a las cartas, o a la lotería. Aislado por su voluntad, el condenado, cerca de la borda, miraba al mar. Procurando una especial diplomacia logré entrar en conversación con él; y a los pocos momentos ese rostro rudo se aviva, se excita. No, él no es culpable; ha matado en defensa propia; él no procurará[4] evadirse; va a Italia contento, porque ya se volverá a abrir la causa y entonces se verá cómo va a brillar su inocencia. Los ojos convencidos, la palabra sale fácil, el gesto atornilla la palabra. Italiano y asesino, pienso yo: el amor de seguro anda por medio. Pero no; se trata de un vil asunto de intereses, de una miserable cuestión de quattrini. Y entonces siento en verdad que ese hombre es culpable, tristemente culpable. No ha sido la bella vendetta del que mata porque le roban la querida o le burlan con la esposa, o le manchan la hija o la hermana; es el asco del crimen que triplica su infamia. Pero ese desventurado, sin embargo, ha estado llevando, en un país lejano, una vida de labor y de honradez. En parte ha lavado su delito. Ha creído estar ya libre, y de pronto he aquí que la justicia le ase y le arrastra al presidio por el término de una existencia de hombre. Aquí va en libertad, pero la evasión sería la muerte. ¿Qué pasa por ese cerebro tosco? ¿Habrá llegado lo autosugestivo hasta hacer que esté convencido ese infeliz de que es inocente? Y luego vendrá el grillete, el número, el vivir de muerte de los penados; y si el tiempo le permite acabar su condena, saldrá el viejo de cabellos blancos, si no a la morte civile de su paisano Giacometti, a caminar dos duros pasos más en la libertad y caer en la tumba... La profesora alemana ha dejado a Chopín dormir sobre el atril.
19 de diciembre.
Grado 0. Paso de la línea ecuatorial. Un mar estañado, cuya superficie invitaría a patinar en un giro infinito. El cielo pesa en la atmósfera caliente sobre el ondulado desierto. En soledad oceánica semejante, recuerdo el raro encuentro de un digno ejemplar yanqui. Era en 1892 y a bordo de un vapor de la Transatlántica Española, en viaje de la Habana a Santander. Casi al paso de la Línea, una mañana muy temprano, despertó a los[5] pasajeros la noticia de que había náufragos a la vista. Nos vestimos apresuradamente y en un instante la cubierta estaba llena de ojos curiosos. Se sentía cierta emoción. ¿Quién no ha leído a Julio Verne? Yo, por mi parte, pensaba ya en una viva reproducción de Gericault: un Radeau de la Méduse animado y aterrorizador. Probablemente escenas de canibalismo; aspectos de espanto y de muerte: Tartarin-Pim, ¡Dios mío! El vapor aminoraba la marcha y ponía su proa al objeto de nuestras miradas: un barquichuelo que a alguna distancia se advertía, y en el cual, con ayuda del anteojo, podía notarse un hombre en pie. Pronto llegamos a acercarnos, y al detenerse el steamer, se oyó una voz que venía del barquichuelo y que decía en un inglés ladrante del Norte: «¿A qué grados estamos?» El capitán, conciso, contestó a la pregunta. Preguntó luego: «¿Náufragos?» El hombre desconocido escribió en un papel, colocó el escrito en una caja de sardinas y lanzó su proyectil: «Soy el capitán Andrews y voy solo, en este bote, por la misma ruta de Colón, al puerto de Palos, enviado por la casa del jabón Sapolio, de Nueva York. Ruego avisar por cable al llegar al continente, el punto en que se me ha encontrado». «¿Necesita usted algo?» Por toda respuesta el hijo del tío Samuel nos bombardeó con dos tarros de penmican y otros dos de arvejas, y, poniendo su vela al viento, nos dejó, no sin el indispensable all right. Efectivamente, aquel curioso commis voyageur de la jabonería yanqui, era el Colón de los Estados Unidos que iba a descubrir España...
20 de diciembre.
El hormiguero de la proa se aglomera; ha advertido que tiene delante el ojo fotográfico. Un distinguido caballero, miembro de la Sociedad fotográfica de Aficionados, de Buenos Aires, y el excelente comandante Buccelli, se ofrecen galantemente como operadores.[6] Desde el momento en que se ha visto la máquina en el puente, cada cual «posa» a su manera; quien se encarama a los lugares dominantes, quien se acomoda la gorra, quien toma aires arrogantes, o falsos, o esquivos, o graciosos. Esa gente comprende que es objeto de curiosidad, y procura ser mejor en ese instante. La vieja piamontesa sienta y arregla en la falda al bambino; una muchacha pálida, de un bello tipo napolitano, se alisa con dos pases de peineta el cabello oscuro y copioso; un abyecto bausán hace un gesto obsceno, otro una mueca; éstos abajo, aquéllos en el centro, aquéllos arriba, forman su torre de carne humana iluminada de ojos de Italia. El fondo es el cielo lleno de luz difusa, sobre el cual se recortan las figuras agrupadas. Entre esas gentes van marineros, obreros, trabajadores que han estado en el Plata por algún tiempo, unos con su pequeña hucha llena, otros en situación idéntica a la que trajeron de inmigrantes; no han podido resistir al deseo de volver a mirar su musical y dulce tierra. Hay que observar cómo en ese cafarnaum en que van confundidos como las cabezas en un barco conductor de ganado en pie, no les abandona su alegre numen latino. De noche, oís que a la claridad estelar brota de pronto un coro jubiloso, una barcarola, armoniosamente acordadas las voces; o una voz sola, impregnada de las ardientes gracias de Nápoles, de la amorosa melodía de Venecia, o que da al aire marino una de esas canciones de Sicilia que tienen tan buen perfume de antiguo vino griego. En el día, las mujeres que lavan sus trapos, los viejos aporreados por la vida, los mocetones de potentes puños, las testas diversas cubiertas de boinas, gorros o chambergos, los niños de grandes ojos y magníficas cabelleras, tienen siempre en la faz un rayo de sol que denuncia la floración inextinguible de la raza, la multiplicada marca del goce de la existencia que lleva todo el que nace en los países solares de otoños de oro e incomparables primaveras en triunfo.
Se procede a retratar al criminal. Desde que nos mira llegar, no cabe en sí de humor gris, y por los ojos se le sale el disgusto. Quiere ir a ocultarse, pero el comandante le prohibe que se retire, y con modos amables le indica que no se pretende nada que sea en su contra; que, al contrario, se le va a hacer el regalo de su fotografía. El sujeto hace un mal signo, las miradas nos echan brasas, y los labios torcidos no dejan pasar de seguro, sordamente, bendiciones para los que vamos a perturbarle. Se sienta de pésima gana en una silla, ve a un lado y otro, saetando con las pupilas, ya a derecha, ya a izquierda; parece que luchase porque no se le coja el pensamiento con la mirada; y dirigiéndose al comandante: «¿Para qué me están retratando ahora? Allá en Buenos Aires hicieron lo mismo. ¡De seguro para vender el retrato y sacar dinero!» Un momento se ha quedado en tranquilidad, fijo en una pasajera elegante que curiosea, y entonces la placa hace la figura, el gesto suspenso bajo el gorro de lana. Él se va a un punto aislado, saca su pipa, la llena, la enciende y echa una bocanada de humo sobre las olas.
21 de diciembre.
Estamos a la vista de Las Palmas. Tierra española.
1.º de enero de 1899.
Al amanecer de un día huraño y frío, luchando el alba y la bruma, el vapor anclaba en Barcelona. A la izquierda se alzaba recortada la altura de Montjuich; en frente, en un fondo de oro matinal, el Tibidabo; y cerca, sobre su columna, Colón, la diestra hacia el mar. Como todavía no llegase el visitador y médico oficiales, se iban aglomerando alrededor del steamer las embarcaciones de fruteros y agentes de hotel, y entre nuestros pasajeros de tercera y la gente hormigueante de los botes, se iniciaron diálogos vivos. De ellos así uno que gran cosa significa. Lástima es que no pueda darlo en catalán como lo oí, pues ganaría en hierro. De todos modos, la cosa es dura.
—¿Cómo te va, noy?
—Bien, como que vengo de América. ¿Qué de nuevo?
—¿Qué de nuevo? Lo mismo de siempre: miseria. Ayer llegaron repatriados. Los soldados parecen muertos. Castelar se está muriendo.
—¡Mira qué hermosa la estatua de Colón, al amanecer!
—¡... en Deu! Más valiera le hubiesen sacado los ojos a ese tal.
La palabra fué peor.
Ya en la claridad del día, las conversaciones se animan. Se mira una roja barretina; se pescan compras[9] desde a bordo; al extremo de una vara van las naranjas y las manzanas; y en el día completo, con el pie derecho, piso el continente y la tierra de España.
Una hora después estoy en el hervor de la Rambla. Es esta ancha calle, como sabréis, de un pintoresco curioso y digno de nota, baraja social, revelador termómetro de una especial existencia ciudadana. En la larga vía van y vienen, rozándose, el sombrero de copa y la gorra obrera, el smoking y la blusa, la señorita y la menegilda. Entre el cauce de árboles donde chilla y charla un millón de gorriones, va el río humano, en un incontenido movimiento. A los lados están los puestos de flores variadas, de uvas, de naranjas, de dátiles frescos de África, de pájaros. Y florecida de caras frescas y lindas, la muchedumbre olea. Si vuestro espíritu se aguza, he ahí que se transparenta el alma urbana. Allí, al pasar, notáis algo nuevo, extraño, que se impone. Es un fermento que se denuncia inmediato y dominante. Fuera de la energía del alma catalana, fuera de ese tradicional orgullo duro de este país de conquistadores y menestrales, fuera de lo permanente, de lo histórico, triunfa un viento moderno que trae algo del porvenir; es la Social que está en el ambiente; es la imposición del fenómeno futuro que se deja ver; es el secreto a voces de la blusa y de la gorra, que todos saben, que todos sienten, que todos comprenden, y que en ninguna parte como aquí resalta de manera tan palpable en magnífico alto relieve. Que la ciudad condal, que estos hombres fuertes de antiguo, que tuvieron poetas en el Roussillón y duques de Atenas, que anduvieron en cosas de conquistas y guerras por las sendas del globo, y extendieron siempre su soberbia como una bandera; que esta tierra de trabajadores, de honradez artesana y de vanidad heroica, esté siempre de pie manifestando su musculatura y su empuje, no es extraño; y que el desnivel causante de la sorda amenaza que hoy va por el corazón de la tierra formando el terremoto de mañana, haya[10] aquí provocado más que en parte alguna la actitud de las clases laboriosas que comprenden la aproximación de un universal cambio, no es sino hecho que se impone por su ley lógica; pero la ilustración del asunto vale por un libro de comentarios, y esa ilustración os la haré contándoos algo que vi al llegar en el café Colón. Es éste un lujoso y extenso establecimiento, a la manera de nuestra confitería del Águila, pero triplicado en extensión; la sala inmensa está cuajada de mesitas en donde se sirven diluvios de café; es un punto de reunión diaria y constante; pues en España, aun estando en Cataluña, la vida de café es notoria y llamativa; y en cada café andáis como entre un ópalo, pues estas gentes fuman como usinas, y el extranjero siente al entrar en los recintos la irritación de los ojos entre tanta humana fábrica de nicotina. ¿Quién sabe la influencia que los alcaloides del café y del tabaco han tenido en estas razas nerviosas, que por otra parte calientan luminosas y enérgicas llamas y brasas de sol y de vino?
Pues bien, estaba en el café Colón, y cerca de mí, en una de las mesitas, dos caballeros, probablemente hombres de negocios o industriales, elegantemente vestidos, conversaban con gran interés y atención, cuando llegó un trabajador con su traje típico y ese aire de grandeza que marca en los obreros de aquí un sello inconfundible; miró a un lado y otro, y como no hubiese mesas desocupadas cerca de allí, tomó una silla, se sentó a la misma mesa en que conversaban los caballeros y pidió como lo hubiera hecho el mismo Wifredo el Velloso, su taza. Le fué servida, tomóla; pagó y fuése como había entrado, sin que los dos señores suspendiesen su conversación, ni se asombrasen de lo que en cualquiera otra parte sería acción osada e impertinente. Por la Rambla va ese mismo obrero, y su paso y su gesto implican una posesión inaudita del más estupendo de los orgullos; el orgullo de una democracia llevada hasta el olvido de toda superioridad, a punto de que se diría[11] que todos estos hombres de las fábricas tienen una corona de conde en el cerebro.
Como voy de paso apenas tengo tiempo de ir tomando mis apuntes. Observo que en todos aquí da la nota imperante, además de esa señaladísima demostración de independencia social, la de un regionalismo que no discute, una elevación y engrandecimiento del espíritu catalán sobre la nación entera, un deseo de que se consideren esas fuerzas y esas luces, aisladas del acervo común, solas en el grupo del reino, única y exclusivamente en Cataluña, de Cataluña y para Cataluña. No se queda tan solamente el ímpetu en la propaganda regional, se va más allá de un deseo contemporizador de autonomía, se llega hasta el más claro y convencido separatismo. Allí sospechamos algo de esto; pero aquí ello se toca, y nos hiere los ojos con su evidencia. Dan gran copia de razones y argumentos, desde que uno toca el tema, y no andan del todo alejados de la razón y de la justicia. He comparado, durante el corto tiempo que me ha tocado permanecer en Barcelona, juicios distintos y diversas maneras de pensar que van todos a un mismo fin en sus diferentes modos de exposición. He recibido la visita de un catedrático de la Universidad, persona eminente y de sabiduría y consejo; he hablado con ricos industriales, con artistas y con obreros. Pues os digo que en todos está el mismo convencimiento, que tratan de sí mismos como en casa y hogar aparte, que en el cuerpo de España constituyen una individualidad que pugna por desasirse del organismo a que pertenecen, por creerse sangre y elemento distinto en ese organismo, y quien con palabras doctas, quien con el idioma convincente de los números, quien violento y con una argumentación de dinamita, se encuentran en el punto en que se va a la proclamación de la unidad, independencia y soberanía de Cataluña, no ya en España sino fuera de España. Y como yo quisiese oponer uno que otro pensamiento al alud, en la conversación con uno[12] de ellos, habló sencillo, en parábola y en verdad, con una elocuencia práctica irresistible: «Vea usted, somos como una familia. España es la gran familia compuesta de muchos miembros; éstos consumen, éstos son bocas que comen y estómagos que digieren. Y esta gran familia está sostenida por dos hermanos que trabajan. Estos dos hermanos son el catalán y el vasco. Por esto es que protestamos solamente nosotros; porque estamos cansados de ser los mantenedores de la vasta familia. Dos ciudades hay que tienen los brazos en movimiento para que coman los otros hermanos: Barcelona y Bilbao. Por eso en Barcelona y en Bilbao es donde usted notará mayor excitación por el ideal separatista; y catalanistas y bizkaitarras tienen razón. Debería comprender esto, debería haber comprendido hace mucho tiempo la agitación justa de nuestras blusas, la capa holgazana de Madrid».
Y riente, alegre, bulliciosa, moderna, quizá un tanto afrancesada y por lo tanto graciosa, llena de elegancia, Barcelona sostiene lo que dice, y dice que habría hecho mucho más de lo que hoy nos asombra y nos encanta, si se lo hubiese permitido la tutela gubernativa, pues no puede abrir una plaza si no va la licencia de la Corte, y de la Corte van los ingenieros y los arquitectos y los empleados a agriar más la levadura; y así, a pasos, a pasos cortos, han adelantado, se han puesto los catalanes a la cabeza. ¿Qué habría hecho Cataluña autónoma, esta gran Cataluña a cuya faz maravillosa he creído contemplar bajo el azul, ya a la orilla de su bravo mar, ya en momentos crepusculares y apacibles, sobre los juegos de agua de su paseo favorito, en donde un simulacro divino rige armoniosamente una cuadriga de oro? Sano y robusto es este pueblo desde los siglos antiguos. Sus hijos son naturales y simples, llenos de la vivaz sangre que les da su tierra fecunda; sus mujeres, de firmes pechos opulentos, de ojos magníficos, de ricas cabelleras, de flancos potentes; el paisaje campestre, la costa, la luz, todo es de una excelencia homérica. Hay[13] niños, hay hembras, hay campesinos, que se dirían destinados a uno de esos cuadros de Puvis de Chavannes en que florecen la vida y la gracia primitiva del mundo. Los talleres se pueblan, bullen; abejean en ellos las generaciones. Por las calles van la salud y la gallardía; y la fama de grandes pies que tienen las catalanas, no tengo tiempo de certificarla, pues la euritmia del edificio me aleja del examen de su base. La ciudad se agita. Por todos lugares la palpitación de un pulso, el signo de una animación. Las fábricas a las horas del reposo, vacían sus obreros y obreras. El obrero sabe leer, discute; habla de la R. S., o sea, si gustáis, Revolución Social; otro mira más rojo, y parte derecho a la anarquía. No muestran temor ni empacho en cantar canciones anárquicas en sus reuniones, y sus oradores no tienen que envidiar nada a sus congéneres de París o de Italia. Ya recordaréis que se ha llegado aquí a la acción, y memorias sonoras y sangrientas hay de terribles atentados. Y eso que, en la fortaleza de Montjuich, parece que la inquisición renovó en los interrogatorios, no hace mucho tiempo, los procedimientos torquemadescos de los viejos procesos religiosos. Así al menos lo demostró en la Revue Blanche y luego en un libro que tuvo un momento de resonancia, el escritor Tarrida del Mármol. La propaganda continúa, subterránea o a la luz del día, con todo y tener ojos avizores la justicia. Hace poco, en una fiesta industrial, en momentos en que llegaban amargas noticias de la guerra, ciertos trabajadores arrancaron de su asta una bandera de España y la sustituyeron por una bandera roja. Mientras esto pasa en la capa inferior, arriba y en la zona media, cada cual por su lado, se mueven los autonomistas, los francesistas y los separatistas. Los unos quieren que Cataluña recobre sus antiguos derechos y fueros, que no le fueron quitados sino al comenzar este siglo; los otros pretenden la anexión a Francia, yo no sé por qué, pues la centralización absoluta de allá les pondría,[14] a lo mejor, en el mismo caso que el Poitou o la Provenza, y las reales relaciones y simpatías con el vecino francés no pasan de vagas y platónicas manifestaciones de felibres; una cigarra canta de este lado, otra contesta del otro: no creo que entre Mistral y Mossen Jacinto Verdaguer vayan a lograr mejor cosa. Los otros sueñan con una separación completa, con la constitución del Estado de Cataluña libre y solo. Claro es que, además de estas divisiones, existen los catalanes nacionales, o partidarios del régimen actual, de Cataluña en España; pero éstos son, naturalmente, los pocos, los favorecidos por el Gobierno, o los que con la organización de hoy logran ventajas o ganancias que de otra manera no existirían.
Entretanto, trabajan. Ellos han erizado su tierra de chimeneas, han puesto por todas partes los corazones de las fábricas. Tienen buena mente y lengua, poetas y artistas de primer orden; pero están ricamente provistos de ingenieros e industriales.
No bien acabaron de pelear, al principio de la centuria, se pusieron a la obra productiva. En la labor estaban, y el clarín de don Carlos les perturbó de nuevo. Desde el año 1842 volvieron a la tarea, no sin bregar con la prohibición de Inglaterra que a la sazón impedía se exportasen sus máquinas; se logró que se revocase dicha prohibición y el dinero catalán cuajó sus fábricas de máquinas inglesas. He de volver a Cataluña, donde no he estado sino rápidamente, y he de estudiar esa existencia fabril que se desarrolla prodigiosa en focos como Reus, Mataró, Villanueva, y entre otros tantos, Sitges, donde tiene su morada el singular y grande artista que se llama Santiago Rusiñol.
El nombre de Rusiñol me conduce de modo necesario a hablaros del movimiento intelectual que ha seguido, paralelamente, al movimiento político y social. Esa evolución que se ha manifestado en el mundo en estos últimos años y que constituye lo que se dice propiamente[15] el pensamiento «moderno» o nuevo, ha tenido aquí su aparición y su triunfo, más que en ningún otro punto de la Península, más que en Madrid mismo; y aunque se tache a los promotores de ese movimiento de industrialistas, catalanistas, o egoístas, es el caso que ellos, permaneciendo catalanes, son universales. La influencia de ese grupo se nota en Barcelona no solamente en los espíritus escogidos, sino también en las aplicaciones industriales, que van al pueblo, que enseñan objetivamente a la muchedumbre; las calles se ven en una primavera de carteles o affiches que alegran los ojos en su fiesta de líneas y colores; las revistas ilustradas pululan, hechas a maravilla: las impresiones igualan a las mejores de Alemania, Francia, Inglaterra o Estados Unidos, tanto en el libro común y barato como en la tipografía de arte y costo.
Cuando vuelva a Barcelona he de ver a Rusiñol en su retiro de Sitges, una especie de santuario de arte en donde vive ese gentilhombre intelectual digno de ser notado en el mundo. Entretanto, sabed que Rusiñol es un altísimo espíritu, pintor, escritor, escultor, cuya vida ideológica es de lo más interesante y hermoso, y cuya existencia personal es en extremo simpática y digna de estudio. Su leonardismo rodea de una aureola gratamente visible, su nombre y su obra. Es rico, fervoroso de arte, humano, profundamente humano. Es un traductor admirable de la naturaleza, cuyos mudos discursos interpreta y comenta en una prosa exquisita o potente, en cuentos o poemas de gracia y fuerza en que florece un singular diamante de individualidad. En este movimiento, como sucede en todas partes, los que se han quedado atrás, o callan, o apenas son oídos. Balaguer es ya del pasado, con su pesado fárrago: el padre Verdaguer apenas logra llamar la atención con su último libro de Jesús: vive al reflejo de la Atlántida, al rumor de Canigó. Guimerá, que trabaja al sol de hoy, va a Madrid a hacer diplomacia literaria, y los madrileños, que son[16] «malignos», le dicen que conocen su juego, y que hay en el autor de Tierra Baja un regionalista de más de la marca. Bellamente, noblemente, a la cabeza de la juventud, Rusiñol, que no escribe sino en catalán, pone en Cataluña una corriente de arte puro, de generosos ideales, de virtud y excelencia trascendentes. Por él se acaba de levantar al Greco una estatua en Sitges; por él los nuevos aprenden en ejemplo vivo, que el ser artista no está en mimar una Bohemia de cabellos largos y ropas descuidadas y consumir bocks de cerveza y litros de ajenjo en los cafés y cabarets, sino en practicar la religión de la Belleza y de la Verdad, creer, cristalizar la aspiración en la obra, dominar al mundo profano, demostrar con la producción propia la fe en un ideal; huir de los apoyos de la crítica oficial, tanto como de las camaraderías inconscientes, y juntar, en fin, la chispa divina a la nobleza humana del carácter.
Me dijeron que podía encontrar a Rusiñol en el café de los Quatre Gats. Allá fuí. En una estrecha calle se advierte la curiosa arquitectura de la entrada de ese rincón artístico. Pasé una verja de bien trabajado hierro y me encontré en el famoso recinto con el no menos famoso Per Romeu. Es éste el dueño o empresario principal del cabaret; alto, delgado, de larga melena, tipo del Barrio Latino parisiense, y cuya negra indumentaria se enflora con una prepotente corbata que trompetea sus agudos colores, no sé hasta qué punto pour épater le bourgeois. Pregunté por Rusiñol y se me dijo que estaba en su mansión de Sitges; por Pompeyo Gener, que acababa de llegar de París, y se me dijo que a ése no le buscase, pues solamente la casualidad podría hacer que le encontrara. Y como era día de marionetas, se me invitó a ver el espectáculo. Los Cuatro Gatos son algo así como un remedo del Chat Noir de París, con Per Romeu por Salis, un Salis silencioso, un gentilhombre cabaretier que creo que es pintor de cierto fuste, pero que no se señala por su sonoridad. Amable, él fué[17] quien me condujo a la salita de representación. En ella no cabrán más de cien personas; decóranla carteles, dibujos a la pluma, sepias, impresiones, apuntes y cuadros también completos, de los jóvenes y nuevos pintores barceloneses, sobresaliendo entre ellos los que llevan la firma del maestro Rusiñol. Los títeres son algo así como los que en un tiempo atrajeron la curiosidad de París con misterios de Bouchor, piececitas de Richepin y de otros. Para semejantes actores de madera compuso Maeterlinck sus más hermosos dramas de profundidad y de ensueño. Allí en los Cuatro Gatos no están mal manejados. Llegué cuando la representación estaba comenzada. En el local, casi lleno, resaltaba la nota graciosa de varias señoritas, intelectuales según se me dijo, pero que no eran ni Botticelli ni Aubrey Beardsley, ni el peinado ni el traje enarbolaban lo snob.
Abundaban los tipos de artistas del Boul'Miche; jóvenes melenudos, corbatas mil ochocientos treinta, y otras corbatas. Los bocks circulaban, al chillar la vocecilla de los títeres. Naturalmente, los títeres de los Quatre Gats hablan en catalán, y apenas me pude dar cuenta de lo que se trataba en la escena. Era una pieza de argumento local, que debe de haber sido muy graciosa, cuando la gente reía tanto. Yo no pude entender sino que a uno de los personajes le llovían palos, como en Molière; y que la milicia no estaba muy bien tratada. Las decoraciones son verdaderos cuadritos; y se ve que quienes han organizado el teatro diminuto lo han hecho con amor y cuidado. En el local suele haber además exposiciones, audiciones musicales y literarias y sombras chinescas. Ya veis que el alma de Rodolphe Salis se regocijaría en este reflejo. Al salir volví a ver a Per Romeu, quien puso en mis manos un cartelito en que se anuncia su coin de artista, en gótica tipografía de antifonario o de misal antiguo, y en la cual se dice que «Aital estada es hostal pels desganats, es escople de calin pels[18] que sentin l'anyorança de la llar, es museu pels que busquin lleminadures per l'ánima; es taverna y emparrat, pels que aimen l'ombra deis pampols, y de l'essencia espremuda del rahim; es gótica cerveceria, pels enamorats del Nort, y pati d'Andalucía, pels aimadors del Mig-die; es casa de curació, pels malalts del nostre segle, y cau d'amistat y harmonia pels que entrin a roplugar-se sota ls portics de la casa. No tindrán penediment d'haver vingut y si recança si no venen». Ese cabaret es una de las muestras del estado intelectual de la capital catalana, y el observador tiene mucho en donde echar la sonda. Desde luego sé ya que en Madrid me encontraré en otra atmósfera, que si aquí existe un afrancesamiento que detona, ello ha entrado por una ventana abierta a la luz universal, lo cual, sin duda alguna, vale más que encerrarse entre cuatro muros y vivir del olor de cosas viejas. Un Rusiñol es floración que significa el triunfo de la vida moderna y la promesa del futuro en un país en donde sociológica y mentalmente se ejerce y cultiva ese don que da siempre la victoria: la fuerza.
Ocasión habrá de hablaros de la obra de Rusiñol y los artistas que le siguen, cuando torne a Barcelona a sentir mejor y más largamente las palpitaciones de ese pueblo robusto.
He llegado a Madrid y próximamente tendréis mis impresiones de la Corte.
4 de enero.
Con el año entré en Madrid; después de algunos de ausencia vuelvo a ver el «castillo famoso». Poco es el cambio, al primer vistazo; y lo único que no ha dejado de sorprenderme al pasar por la típica Puerta del Sol, es ver cortar el río de capas, el oleaje de características figuras, en el ombligo de la villa y corte, un tranvía eléctrico. Al llegar advertí el mismo ambiente ciudadano de siempre; Madrid es invariable en su espíritu, hoy como ayer, y aquellas caricaturas verbales con que don Francisco de Quevedo significaba a las gentes madrileñas, serían, con corta diferencia, aplicables en esta sazón. Desde luego el buen humor tradicional de nuestros abuelos se denuncia inamovible por todas partes. El país da la bienvenida. Estamos en lo pleno del invierno y el sol halaga benévolo en un azul de lujo. En la Corte anda esparcida una de los milagros; los mendigos, desde que salto del tren me asaltan bajo cien aspectos; resuena de nuevo en mis oídos la palabra «señorito»; don César de Bazán me mide de una ojeada desde la esquina cercana; el cochero me dice: «¡pues, hombre!...» dos pesetas, y mi baúl pasa sin registro: con el pañuelo que le cubre la cabeza, atadas las puntas bajo la barba, ceñido el mantón de lana, a garboso paso, va la mujer popular, la sucesora de Paca la Salada, de Geroma la Castañera, de María la Ribeteadora,[20] de Pepa la Naranjera, de todas aquellas desaparecidas manolas que alcanzaron a ser dibujadas a través de los finos espejuelos del Curioso Parlante; una carreta tirada por bueyes como en tiempo de Wamba, va entre los carruajes elegantes por una calle céntrica; los carteles anuncian, con letras vistosas La Chavala y El Baile de Luis Alonso; los cafés llenos de humo rebosan de desocupados, entre hermosos tipos de hombres y mujeres, las getas de Cilla, los monigotes de Xaudaró se presentan a cada instante; Sagasta Olímpico está enfermo, Castelar está enfermo; España ya sabéis en qué estado de salud se encuentra; y todo el mundo, con el mundo al hombro o en el bolsillo, se divierte: ¡Viva mi España!
Acaba de suceder el más espantoso de los desastres; pocos días han pasado desde que en París se firmó el tratado humillante en que la mandíbula del yanqui quedó por el momento satisfecha después del bocado estupendo: pues aquí podría decirse que la caída no tuviera resonancia. Usada como una vieja «perra chica» está la frase de Shakespeare sobre el olor de Dinamarca, si no, que sería el momento de gastarla. Hay en la atmósfera una exhalación de organismo descompuesto. He buscado en el horizonte español las cimas que dejara no hace mucho tiempo, en todas las manifestaciones del alma nacional: Cánovas muerto; Ruiz Zorrilla muerto; Castelar desilusionado y enfermo; Valera ciego; Campoamor mudo; Menéndez Pelayo... No está por cierto España para literaturas, amputada, doliente, vencida; pero los políticos del día parece que para nada se diesen cuenta del menoscabo sufrido, y agotan sus energías en chicanas interiores, en batallas de grupos aislados, en asuntos parciales de partidos, sin preocuparse de la suerte común, sin buscar el remedio al daño general, a las heridas en carne de la nación. No se sabe lo que puede venir. La hermana Ana no divisa nada desde la torre. Mas en medio de estos nublados se oye un rumor[21] extraño y vago que algo anuncia. Ni se cree que florezcan las boinas de don Carlos, y los republicanos que fueran esperanza de muchos, en escisiones dentro de su organización misma, casi no alientan. Entretanto van llegando a los puertos de la Patria los infelices soldados de Cuba y Filipinas. Quienes a morir como uno que—parece caso escrito en la Biblia—fué a su pueblo natal ya moribundo, y como era de noche sus padres no le abrieron su casa por no reconocerle la voz, y al día siguiente le encontraron junto al quicio, muerto; otros no alcanzan la tierra y son echados al mar, y los que llegan, andan a semejanza de sombras; parecen, por cara y cuerpo, cadáveres. Y el madroño está florido y a su sombra se ríe y se bebe y se canta, y el oso danza sus pasos cerca de la casa de Trimalción. A Petronio no le veo. He pensado a veces en un senado macabro de las antiguas testas coronadas, como en el poema de Núñez de Arce, bajo la techumbre del monasterio
¿Cómo hablarían ante el espectáculo de las amarguras actuales los grandes reyes de antaño, cómo el soberbio Emperador, cómo los Felipes, cómo los Carlos y los Alfonsos? Así cual ellos el imperio hecho polvo, las fuerzas agotadas, el esplendor opaco; la corona que sostuvieron tantas macizas cabezas, así fuesen las sacudidas por terribles neurosis, quizá próxima a caer de la frente de un niño débil, de infancia entristecida y apocada; y la buena austriaca, la pobre madre real en su hermoso oficio de sustentar al reyecito contra los amagos de la suerte, contra la enfermedad, contra las oscuridades de lo porvenir; y que está pálida, delgada, y en su majestad gentilicia el orgullo porfirogénito tiene como una vaga y melancólica aureola de resignación.
El mal vino de arriba. No dejaron semillas los árboles robustos del gran cardenal, del fuerte duque, de los viejos caballeros férreos que hicieron mantenerse firme en las sienes de España la diadema de ciudades. Los estadistas de hoy, los directores de la vida del reino, pierden las conquistas pasadas, dejan arrebatarse los territorios por miles de kilómetros y los súbditos por millones. Ellos son los que han encanijado al León simbólico de antes; ellos los que han influído en el estado de indigencia moral en que el espíritu público se encuentra; los que han preparado, por desidia o malicia, el terreno falso de los negocios coloniales, por lo cual no podía venir en el momento de la rapiña anglo-sajona, sino la más inequívoca y formidable débâcle. Unos a otros se echan la culpa, mas ella es de todos. Ahora es el tiempo de buscar soluciones, de ver cómo se pone al país siquiera en una progresiva convalecencia; pero todo hasta hoy no pasa de la palabrería sonora propia de la raza, y cada cual profetiza, discurre y arregla el país a su manera. En palacio, ya que no Cisneros o Richelieu, falta siquiera el Dubois que prepare para Alfonso XIII lo que el francés para Luis XV, niño y débil: la política interior en caso de vida, la política exterior en caso de muerte. Cánovas no fué purpurado, en la Monarquía de S. M. Católica, pero quizás era el único, a pesar de sus defectos, que tuviese buena vista en sus ojos miopes, buena palabra de salvación o de guía en su lengua andaluza; mas de los horrores inquisitoriales de Montjuich salió el rayo rojo para él.
Entre las cabezas dirigentes hay quienes reconocen y proclaman en alta voz que la causa principal de tanta decadencia y de tanta ruina estriba en el atraso general del pueblo español; reconocen que no se ha hecho nada por salir de la secular muralla que ha deformado el cuerpo nacional como el cántaro chino el de un enano; y si se ha dejado enmohecer la literatura, si ha habido estancamiento y retroceso en el profesorado, a punto de[23] que de las célebres Universidades lo que brilla como una joya antigua es el nombre; fuera de pocas excepciones para el juicio público, el oráculo de la ciencia se encierra en urnas como el comodín periodístico del señor Echegaray, el teatro que llaman chico atrae a las gentes con la representación de la vida chulesca y desastrada de los barrios bajos, mientras en el clásico Español, en las noches en que he asistido, María Guerrero representaba ante concurrencia escasísima, y eso que el paseo por Europa y sobre todo el beso de París, le han puesto un brillo nuevo en sus laureles de oro; la nobleza... La otra noche, en un café-concert que se ha abierto recientemente y con un éxito que no se sospechaba, me han señalado en un palco a gastados y encanecidos grandes de España que se entretenían con la Rosario Guerrero, esa bailarina linda que ha regocijado a París después de la bella Otero; soy frecuentador de nuestro Casino de Buenos Aires y no me precio de pacato; pero el espectáculo de esos alegres marqueses de Windsor, aficionados tan vistosamente a suripantas y señoritas locas de su cuerpo, me pareció propio para evocar un parlamento de Ruy Gómez de Silva, delante de los retratos, en bravos alejandrinos de Hugo, o una incisión gráfica de Forain con sus incomparables pimientas de filosofía. En lo intelectual, he dicho ya que las figuras que antes se imponían están decaídas, o a punto de desaparecer; y en la generación que se levanta, fuera de un soplo que se siente venir de fuera y que entra por la ventana que se han atrevido a abrir en el castillo feudal unos pocos valerosos, no hay sino la literatura de mesa de café, la mordida al compañero, el anhelo de la peseta del teatro por horas, o de la colaboración en tales o cuales hojas que pagan regularmente; una producción enclenque y falsa, desconocimiento del progreso mental del mundo, iconoclasticismo infundado o ingenuidad increíble, subsistente fe en viejos y deshechos fetiches. Gracias a que escritores señaladísimos hacen lo que[24] pueden para transfundir una sangre nueva, exponiéndose al fracaso, gracias a eso puede tenerse alguna esperanza en un próximo cambio favorable. Mal o bien, por obra de nuestro cosmopolitismo, y, digámoslo, por la audacia de los que hemos perseverado, se ha logrado en el pensamiento de América una transformación que ha producido, entre mucha broza, verdaderos oros finos, y la senda está abierta; aquí hasta ahora se empieza, y se empieza bien: no faltan almas sinceras, bocas osadas que digan la verdad, que demuestren lo pálida que está en las venas patrióticas la sangre en que se juntaran, como diría Barbey, la azul del godo con la negra del moro; quienes llevan al teatro de las gastadas declamaciones el cuadro real demostrativo de la decadencia; quienes quieren abrir los ojos al pueblo para enseñarle que la Tizona de Rodrigo de Vivar no corta ya más que el vacío y que dentro de las viejas armaduras no cabe hoy más que el aire.
Ahora uno que otro habla de regenerar el país por la agricultura, de mejorar las industrias, de buscar mercados a los vinos con motivo del tratado último franco-italiano, y hay quienes se acuerdan de que existimos unos cuantos millones de hombres de lengua castellana y de raza española en ese continente. Por cierto, la industria pecuaria, dicen, debe ser protegida. ¿Y la agricultura? Ya en la Instrucción de 30 de noviembre de 1883 se señalaban causas locales del atraso agrícola de España, como la intervención de la Autoridad municipal en señalar la época de las vendimias, o la de la recolección de los frutos o esquilmos: la libertad de que en los rastrojos de uno pazcan los ganados de todos: los privilegios que no admiten al consumo de una ciudad más que los vinos que produce su término; los que no permiten entrar una carga de comestibles en un pueblo sin que se extraiga otra de los productos de su agricultura o de su industria, y otras mil anomalías; poco se ha adelantado desde entonces, y lo que os dará una idea[25] del estado de estas campañas en lo relativo a agronomía, es que sepáis que las máquinas modernas son casi por completo desconocidas; que la siega se hace primitivamente con hoces, y la trilla por las patas del ganado; ¿qué pensarán de eso en la Argentina, donde nos damos el lujo de tener a lo yanqui un Rey del trigo? Se trata ahora de la creación de un ministerio de Agricultura; de instruir al campesino, que como sabéis, ha permanecido hasta ahora impermeable a toda noción; pero ya se ha hablado, a propósito de la enseñanza agrícola, de aumentar, Dios mío, el número de los doctores: ¡hacer doctores en agricultura!
Hay felizmente quien en oportunidad ha combatido el plan de los dómines agrícolas y señalado un proyecto en que quedarían bien organizadas las escuelas para capataces, peritos agrícolas e ingenieros agrónomos, estudios prácticos, de utilidad y aplicación inmediata, sin borla ni capelo salamanquino. Las campañas están despobladas, y podrían, si hubiese hombres de empresa y de buen cálculo, repoblarlas; para hacerlo la misma República Argentina estaría llamada a ser la proveedora de cabezas; las praderas andaluzas son excelentes para el engorde, y nuevas fuentes de negocios estarían abiertas para las actividades que a ello se dedicasen en la Península. Así habría que entrar en arreglos especiales por las restricciones que existen en las leyes. Mucho podría ser el comercio hispanoargentino, y al objeto, según tengo entendido, no ha cesado de trabajar el señor ministro Quesada. Aquí podrían venir las carnes argentinas, ya que no en la común forma del tasajo, conservadas por los muchos procedimientos hoy en uso; y la mayoría de este pueblo que tiene casi como base principal de alimentación el bacalao, que importa de Suecia y Noruega, comería carne sana y nutritiva. Luego sería cuestión de ver si se adaptaba para el consumo del ejército y marina. Por lo pronto, la Sociedad Rural de Buenos Aires podría hacer el ensayo, enviando[26] en limitadas cantidades la carne conservada, y por los resultados que se obtuvieran, se procedería en lo de adelante. España enviaría sus lienzos, sus sederías, sus demás productos que allí tendrían colocación; no habría en ningún viaje el inconveniente del falso flete. Estas apuntaciones pueden ser estudiadas detalladamente por aquellos a quienes corresponde la tarea. Tales formas de relación entre España y América serán seguramente más provechosas, duraderas y fundamentales que las mutuas zalemas pasadas de un ibero-americanismo de miembros correspondientes de la Academia, de ministros que taquinan la musa, de poetas que «piden» la lira.
Nótase ahora una tendencia a conocer, siquiera lo americano nuestro—¡lo del Norte!, ¡ay!, ¡lo tienen ya bien conocido!—, y no hace muchos días, con motivo de un banquete a escritores y artistas ofrecido por el representante de Bolivia señor Ascarrunz, hubo declaraciones de parte de ciertos intelectuales, que son de tenerse muy en cuenta. «En cualquier otro momento—decía un escritor de los más diamantinos y pensadores, he nombrado a Julio Burell—, en cualquier otro momento la galantería del señor Ascarrunz habría sido digna de hidalga gratitud, pero en fin, numerosas han sido las fiestas hispanoamericanas a cuyo término apenas si ha quedado otra cosa que un poco de dulzor en la boca y otro poco de retórica en el aire; después, americanos y españoles han permanecido en sus desconfiadas soledades, colocados en actitud y con mirada recelosa, cada cual a un lado del gran abismo de la historia...» Y más adelante: «No, la guerra no levantará ya entre España y América española sus fieras voces de muerte; lo que estaba escrito, escrito queda. Rebuscadores de la Historia, curiosos y eruditos, podrán volver la mirada hacia los negros días de lucha; pero las almas que tienen alas, las almas que tienen luz, los hombres confesados a un ideal de paz y de amor, no descenderán al antro sombrío;[27] volarán más alto y bañarán su espíritu en la claridad de una nueva aurora...» Todo esto se pudo decir hace mucho tiempo; se pudo hace mucho tiempo combatir el alejamiento de la madre patria del coro de las dieciséis repúblicas hermanas; pero no se hizo, ni se paró mientes en ello.
Antes al contrario, apartando a un grupo escasísimo de hombres como Valera y Castelar, se nos procuró ignorar lo más posible, y como lo he demostrado en La Nación, de Buenos Aires, y en la Revue Blanche, de París, la culpa no fué del tiempo esta vez, sino de España. Gloríanse los ingleses de los triunfos conseguidos por la República norteamericana, hechura y flor colosal de su raza: España no se ha tomado hasta hoy el trabajo de tomar en cuenta nuestros adelantos, nuestras conquistas, que a otras naciones extranjeras han atraído atención cuidadosa y de ellas han sacado provecho. En las mismas relaciones intelectuales ha habido siempre un desconocimiento desastroso. Los escritores que entre nosotros valen se han cuidado poco del juicio de España, y con raras excepciones no han enviado jamás sus libros a los críticos y hombres de letras peninsulares; en cambio, nuestras docenas de mediocres, nuestros vates de amojamados pegasos, nuestros prosistas imposibles, han sido pródigos de sus partos; de aquí que, en parte, se justifiquen los Clarines y Valbuenas de tiempos recién pasados. Más; en las mismas redacciones de los diarios en que se dedica una columna a la tentativa inocente de cualquier imberbe Garcilaso, no se escribe una noticia por criterio competente de obras americanas que en París o en Londres o Roma son juzgadas por autoridades universales. Concretando un caso, diré que la Legación Argentina se ha cansado de enviar las mejores y más serias producciones de nuestra vida mental, de las cuales no se ha hecho jamás el menor juicio. Cierto es que, fuera de lo que se produce en España—con las excepciones, es natural, de siempre, pues existen un[28] Altamira, un Menéndez y Pelayo, un Clarín, este amable cosmopolita de Benavente—, fuera de lo que se produce en España, todo es desconocido.
Antes de concluir estas líneas debo declarar que no creo sea yo sospechoso de falto de afectos a España. He probado mis simpatías, de manera que no admite el caso discusión. Pero por lo mismo no he de engañar a los españoles de América y a todos los que me lean. La Nación me ha enviado a Madrid a que diga la verdad, y no he de decir sino lo que en realidad observe y sienta. Por eso me informo por todas partes; por eso voy a todos lugares y paso una noche del «saloncillo» del Español a las reuniones semibarriolatinescas de Fornos; en un mismo día he visto a un académico, a un militar llegado de Filipinas, a un actor, a Luis Taboada y a un torero. Y anoche, a última hora, he ido del Real al Music-hall, y mis interlocutores han sido: el joven conde de O'Reily, Icaza, el diplomático escritor, Pepe Sabater, Pinedo y un joven reporter... Ya veis que estoy en mi Madrid.
¡Buenos Aires! Hay que mirarlo de lejos para apreciarlo mejor. Aquí está la obra de los siglos y el encanto de un país de sol, amor y vino; París es París; las grandes capitales europeas nos atraen y nos encantan: pero
10 de enero.
La legación argentina está situada en un elegante hotel de la calle Alcalá Galiano, núm. 6. Es en el barrio aristocrático de la Corte, el faubourg Saint-Germain de Madrid. Allí concurrí anoche, por amable invitación del ministro Quesada, que había quedado de presentarme a algunos «representativos» de la vida social e intelectual madrileña: en el arte, Moreno Carbonero; en el periodismo, el marqués de Valdeiglesias; estos dos me interesaban en gran manera. Fueron puntuales. Es el primero un tipo nervioso, delgado, de mirada inteligente, no revela al artista desde luego, pero cuando habéis hablado con él las iniciales palabras, la chispa ha saltado, iluminando, bajo un bigote fino y negro, una sonrisa bon enfant. El segundo, de pequeña estatura, rubio, calvo, comunicativo, meridional; de seguida se manifiesta el clubman, el mundano, el infaltable a las fiestas y reuniones de la aristocracia, el título reporter, que hace en su diario, La Época, lo que el príncipe de Sagán hacía en un tiempo en Le Figaro. La Nación estaba representada dos veces, pues a mi derecha, en la mesa de la casa argentina, tenía yo al estimado compañero Ladevese. Pocos momentos después, y ya la conversación versaba sobre nuestra Prensa y la española. Reconocía el marqués la[30] inferioridad informativa, por ejemplo, de los diarios peninsulares, y explicaba cómo en España interesaba poco a la generalidad lo que sucede fuera de los términos de la tierra propia. No se sigue, como entre nosotros, el movimiento de los sucesos del mundo; del asunto Dreyfus, de lo que hay ahora de más sonoro en el periodismo universal, se publican unas pocas líneas telegráficas. Naturalmente, el interés público, en tiempo de la guerra, hizo aumentar la vida de los diarios, y la información tuvo su preferencia; telegrama recibió El Imparcial, o El Liberal que costó diez mil francos. Mi bonaerensismo se manifiesta; hago un rápido croquis del desarrollo y fuerza de La Nación; comento al Diario, etc. Y a propósito de corresponsales, se protesta por una carta que publica La Época del suyo de Buenos Aires, en que se dice, entre otras cosas, que todos andamos con el revólver en el bolsillo, y que no vayan más españoles a la República Argentina, pues son repetidos con frecuencia los casos en que hay que levantar suscripciones en la colonia para poder repatriar a los numerosos compatriotas que allá se mueren de hambre. De esos náufragos hay en todas partes; y, no hay duda de que aquel periodista exagera.
El actual marqués de Valdeiglesias ha recibido La Época de manos de su padre, cuyo tacto y largas vistas en asuntos periodísticos demuéstranse no solamente en la propia hoja sustentada por él, sino en la antigua Correspondencia de Santa Ana. La Correspondencia de hoy ha perdido su antiguo carácter; gorro de dormir, pertenece al pasado. La Época es en Madrid una especie de Temps, el periódico serio, asentado, autorizado; con su poco de Fígaro por el mundanismo y el cuidado de la forma, con la particularidad, digna de elogio, de que demuestra cierta preferencia por lo intelectual. Es un diario gran-señor; no se vende por las calles, y si los demás cuestan cinco céntimos, número suelto, y una peseta la suscripción por mes, La Época vale cuatro pesetas[31] suscripción mensual y quince céntimos número suelto. Claro es que el tiraje es relativamente reducido. No hay que buscar, por otros puntos, comparación con nuestros grandes matinales.
Valdeiglesias es un hombre encantador; su distinción no excluye la abierta gentileza; habla de todo, y sobre todo de arte y vida social, con una volubilidad y amenidad que hacen de él un conversador deseable. Desde luego, se me ofrece como cicerone en mis «viajes alrededor y al centro de Madrid». En un momento me interesa en las colecciones artísticas y de alto mérito histórico que posee el conde de Valencia de Don Juan; me habla de los autores de la nobleza, bibliófilos, conocedores de arte y sportmen, casi por completo desconocidos en el público, escritores de libros que circulan en ediciones cortísimas y para especialistas; y a propósito de la obra reciente de Monte-Cristo sobre los salones de Madrid, diserta de entusiástica manera sobre el movimiento social de esta corte, que es indiscutiblemente una de las que tienen para sus mantenedores del gran mundo y para sus huéspedes, singulares atractivos y goces de lo que se puede llamar la estética de la existencia, en un país en donde, aun en el duelo, parece que siempre se escuchara como un canto a lo grato del mundo. El Marqués cuando habla parece que dictase uno de sus artículos amenos y discretos, de una verba correcta; y ya pasemos a hablar de lo mucho que él ha trabajado y piensa trabajar para favorecer, después de un ensayo de aplicación que él costearía, la introducción de las carnes argentinas en España o trate de una reciente publicación sobre esgrima antigua hecha por un título de Castilla o detalle las reuniones femeninas, famosas, por vida mía, en Madrid, de nuestra legación, en donde, hermosa y ricamente, el doctor Quesada sabe recibir a la flor de la Corte, con bríos y humor que mantiene su vejez fresca y firme, una vejez a lo Juan Valera—y a lo doctor Quintana—; Valdeiglesias siempre encarna[32] el periodista, es el polílogo vario y chispeante.
Luego Moreno Carbonero. Estaban conversando con el novelista y diplomático Ocantos, secretario de la legación como sabéis; y a propósito de un decir del ministro sobre una cabeza que un inglés encontrara en España y se atribuye hoy a Miguel Ángel o a Donatello...—desde luego dos maneras tan distintas, dos espíritus de arte tan diversos—oigo, pues, a Moreno Carbonero que dice: «Yo por mi parte, prefiero, entre Miguel Ángel y Donatello, a Donatello». Parecióme muy simpáticamente desenvainada aquella opinión por un maestro que, a pesar de su gran talento, es lo que se llama un «normal»; pero luego caí de mi ascensión, pues a propósito de la pintura «moderna» y por traer nosotros el recuerdo del insigne catalán Rusiñol, manifestó que ese arte—y decía esto después de inclinarse delante del talento del catalán—, que ese arte—el del mejor Rusiñol, el Rusiñol libre y poeta—era solamente bueno para el industrialismo del cartel; algo así como la brocha gorda de los telones teatrales, para ser visto de lejos... Y yo pensaba, aun deteniéndome únicamente en el affiche, que en uno de Chéret, de Mucha, del admirable Grasset, del mismo Rusiñol, hay más arte de artista que en muchas telas de canónicos medallados. Es, por cierto, uno de los mayores pintores de la España de hoy Moreno Carbonero, y me explico perfectísimamente la razón de su manera de mirar el contemporáneo arte «intelectual». Él respira su ambiente; ha vivido en París y ha pasado los años indispensables de Italia; pero queda en él el meridional absoluto, o mejor, el español inconmovible. Y esto por otra parte puede ser o será una gran virtud. Ya sabéis, con todo, que es un idealista al ser nacional; su amor por el Quijote es conocido, y el último cuadro suyo que he visto representa la aventura del caballero de la Mancha con los carneros. Picarescamente, esa noche, un respetable amigo suyo calificó ese cuadro como un símbolo... De lo cual resultaría, por esta vez[33] Moreno Carbonero simbolista malgré lui. Ahora prepara otro cuadro cuyo tema está extraído de la enorme usina quijotesca; y nos decía que andaba en busca de un tipo campesino que tuviese la figura del Sancho que él se imagina; y que creía haberla encontrado en un bauzán manchego que había visto, como para ser reconocido por Teresa, Sanchica y el rucio.
Recorremos la casa. Desde luego llama el ojo la buena cantidad y calidad de viejos tapices en los salones principales, y de los salones, el amarillo, para el que se ha escogido con sabio gusto esa antigua y rica tela española que impone su aristocracia arcaica a las imitaciones chillonas y estofas advenedizas. Por cierto punto la Legación es un pequeño y valioso museo, pues fuera de tapicería y chirimbolos está lo preferido y mejor entre todo las tallas, esas obras admirables de la famosa talla española que hoy se podría llamar un arte olvidado; pues la que ahora se hace no admite ni un lejano término de comparación con la labor perfecta, aun en la misma tosquedad de lo primitivo, que antaño se acostumbraba. Aquellos maestros perdidos en el tiempo no han vuelto a encarnarse, y los escultores de hoy—con rarísimas excepciones, como ese incomparable Bistolfi, de Italia, y algunos pocos franceses—desdeñan en todas partes, no sé por qué, la madera, que para ciertas cosas supera infinitamente a la piedra o el bronce. Y ante un trabajo de algún desconocido Berruguete... «Vea usted, ¿se puede realizar esto en mármol?...» Moreno Carbonero se ocupa actualmente en hacer el catálogo de las colecciones artísticas del ministro argentino, y una vez concluída la obra, debe resultar por muchos motivos interesante.
¿Y el arte? Y el arte, ¿cómo va en España?
Pues si algo ha quedado sosteniendo la tradición diamantina del arte español es la pintura. Allí Artal ha dado a conocer reflejos de la hoguera subsistente. Hay pintores, hay grandes pintores. En el Museo de Arte[34] Moderno, del que ya os hablaré, he tenido nobles impresiones, como las que tuve en la iglesia de San Francisco el Grande. La escuela española contemporánea, de la cual Buenos Aires posee algunas valiosas muestras—y ya que hablamos de Moreno Carbonero, un cuadro de este pintor que, según me dijo él mismo, es de los que más quieren entre los suyos y fué adquirido por el doctor del Valle—, la escuela española contemporánea tiene justa fama, representada por sus firmas principales, en toda Europa; y algunos pintores españoles hay, de fuerza y valía, que cabalmente en Europa son más conocidos que en España, como me lo decía un artista. Por ejemplo, Baldomero Galofre que, fuera de su ya larga labor, logrará un bello triunfo si realiza conforme con el plan que conozco su vasto poema pictórico España. Roma detiene a varios maestros de luz españoles, de los cuales conocéis más de un cuadro cuajado de sol; París lo propio, desde en tiempos de los Fortuny y los Madrazos. No he averiguado aún los detalles de la salida de la producción, de los encargos, de la parte comercial del asunto. Pero desde luego, os aseguro que en este inmenso imperio del color, no se agotará jamás la llama artística; y desde Plasencia o Moreno Carbonero hasta el último pintaplatos que os fastidiará en el café sirviéndoos la marina o el bodegón como un par de salchichas, todos tienen en la pupila un don solar que se proclama a cada instante.
—«¿Y el arte en Buenos Aires?» Digo lo que puedo, alabo los esfuerzos del director del Museo, cito tres o cuatro nombres y me salvo.
Luego he estado en casa de Castelar. Ya convalece de su enfermedad última, en la que llegó momento en que se creyera lo llevase a la muerte. Fuimos tres los que en el momento de la entrevista estuvimos presentes. Uno, su amigo el banquero Calzado, que hace tanto tiempo reside en París, y cuya intimidad con el orador data de larga fecha. Otro el ministro de Bolivia. Desde[35] mi llegada cumplí con informarme en nombre de la La Nación y propio del estado del antiguo e ilustre colaborador. Sus primeras palabras, al verme, fueron: «¡Oh, qué diferencia, del 92, cuando usted me vió por última vez!» En efecto. Recordarán mis lectores en este diario aquella carta color de rosa que escribí hace siete años con motivo de un almuerzo que Castelar me ofreciera en su misma casa de hoy, en la calle de Serrano. Aquel Castelar brillaba aún en la madurez lozana de una vida que apenas demostraba cansancio, aun cuando en la cúpula había nevado ya bastante. El orador todavía se afirmaba sobre los estribos de su pegaso. Los ojos chispeaban vivos en la cara sonrosada; el gesto adornaba la frase elocuente; la potencia tribunicia se denunciaba a relámpagos. El apetito se revelaba en aquellas perdices regalo de la duquesa de Medinaceli, aquellas perdices episcopales regadas con exquisitos vinos de abad. Y Abarzuza, que todavía no había sido ministro, estaba a su lado. Y sobre la gran calva popular se encendía en su apogeo un círculo de gloria. Hoy... Me dió ciertamente tristeza el cuerpo delgado por la dolencia, los ojos un tanto apagados, la voz algo cansada, el rostro de fatiga, todo el célebre hombre en decadencia. Todo no; porque en cuanto empezó a hablar, como le tocara el punto delicado de la política primero y de los asuntos internacionales después, irguió la antigua cresta, cantó. De lo primero, como quien mira las cosas desde su voluntario aislamiento; pero expresando su disgusto por las añagazas y trampas al uso; y su desconsuelo airado por el estado a que han reducido al país los malos dirigentes. De los segundos, lapidando a frases violentas a los Estados Unidos. Hay que recordar como ha sido el entusiasmo de Castelar por la república norteamericana antes de la iniquidad. Y lo mucho que a Castelar han admirado los yanquis—sin duda alguna por lo que ha tenido de greatest in the world, a título de Niágara oratorio—. Y el Crisóstomo peninsular hablaba[36] con el despecho razonado de quien ha sido víctima de un engaño, de un engaño digno del país colosal de los dentistas. «¡Cosas de este fin de siglo!» nos decía. «Mientras la autocrática Rusia pide a los pueblos el desarme y aboga por la paz, los Estados Unidos, tierra de la democracia, son los que proclaman la fuerza por ley y se tornan guerreros. ¡Oh, es esto para mí como si los castores se hubieran de pronto vuelto tigres! Tengo en mi casa un retrato de Wáshington, regalo de un ilustre amigo mío norteamericano; y otro amigo y compatriota me hacía cargos porque tenía yo al gran anglo-sajón en lugar preferido de mi alcoba». Le contesté que el pobre no tenía la culpa de lo que hacían sus descendientes, y que el primero en la paz, el primero en la guerra y el primero en el corazón de sus conciudadanos, sería el primero en avergonzarse de ellos en esta sazón en que se han convertido en heraldos y ministros de la violencia y de la injusticia.
Calzado nos decía que durante la enfermedad no ha cesado un momento Castelar en su labor de siempre. Que su humor no se ha entibiado, ni sus ejercicios mentales de costumbre han sufrido el menor cambio ni menoscabo. Es el trabajador de antaño. Entonces él nos dijo de qué manera había perdido personalmente en su presupuesto constante una renta que no bajaba de dos mil quinientos a tres mil francos mensuales, pues por voluntad invencible ha resuelto, desde la última guerra, no escribir una sola línea para el público de Norte-América. Y en verdad, Castelar ha sido pagado por los yanquis como muy pocos escritores. Diarios y magazines ha habido que desembolsasen por un solo artículo quinientos dollars, mil dollars. Era un Klondike en la imperial Nueva York, o en la estudiosa Boston, o en la regia Porcópolis. Ese Klondike se lo ha cerrado la lírica sangre gaditana que corre en sus venas. Un yanqui en su caso escribiría el doble y pediría el triple por un artículo. Pero ¿qué dirían el Cid y Don Pelayo?
Me despedí de él no sin antes contestar a sus preguntas sobre América, sobre la salud del general Mitre, sobre nuestros progresos. Me cita para una larga entrevista próxima, y me encarga envíe sus mejores recuerdos a sus antiguos compañeros de La Nación. Yo cumplo con ese grato deber, y ruego a mis colegas de la casa que no se imaginen al Castelar enfermo y débil de ahora al recibir ese saludo, sino al que tenemos allí retratado en la sala de redacción: la cabeza fuerte y noble como para contener un vasto mundo de ideas, los ojos que anuncian la victoria de la palabra, y bajo el gran bigote, la boca expresiva de donde ha brotado tanta sonora tempestad verbal, tanta música, tanta encantadora mentira y tanta voluntad de Dios. Pues nadie puede decir en este siglo lo que escuché de él, ciertamente conmovido, momentos antes de estrechar su mano al despedirme: «Yo he libertado a doscientos mil negros con un discurso».
20 de enero.
Varios estrenos: La Walkiria en el Real; Los Reyes en el destierro, en la Comedia; Los caballos, en Lara. La impresión dominadora que me ha producido la estupenda obra de Wagner, es de aquellas fascinaciones de arte que eternamente nos duran. El día está un tanto escandinavo: a través de los vidrios del balcón veo caer tenaz y triste la nieve. Es, pues, a propósito el momento para hablaros del estreno de la ópera del Wottan de la música. Mirad primero del palco escénico al público: es noche de gran pompa; el deslumbramiento es semejante al de la sala de nuestra Ópera una noche de 9 de julio o de 25 de mayo. Los hermosos tipos españoles son de beldad famosa, y tan vario caudal de gracia y de maravilla plástica se aumenta y se ilumina con las constelaciones de la pedrería y la elegancia de los trajes. La española tiene su estilo de vestir, como la vienesa, como la bonaerense, como la neoyorkina; pero lo que en la una hace que porte un Paquin o un Worth con cierta suntuosidad un tanto abullonada, como inflada de valses, y en la argentina produce la confusión prodigiosa de la manera con la parisiense y en la otra pone una especie de matematecidad gimnástica, en estas damas hace que la elegancia francesa se mezcle en limitada parte con el aire nativo, y para mejor daros una idea de ciertos ejemplares soberanos, pongo por caso[39] la andaluza marquesa de Alquibla—os digo que os imaginéis a una maja de Goya vestida por Chaplin.
Desde luego, las observaciones de Graindorge no han caducado, y probablemente mientras en el mundo haya le monde, tendrán su inmediata confrontación en toda sociedad de la tierra. Mas aquí, donde la cultura no es de aluvión, sino que está filtrada a través de rocas multiseculares, fuera de aquello frívolo y pasajero que la moda traiga con su imposición, el sentido social está bien cimentado; y pongo esto a cuento porque lo primero que noté en la sala regia, con pocas excepciones, es que la alta sociedad madrileña va al Español para ver y para oir, y al Real para oir y para ver. Hay en el público de palcos y plateas conocedores insignes en cuestión musical, y en cuanto al paraíso, como en Buenos Aires, es allí donde se encuentran los que, según se dice, imponen o rechazan una obra. Mas no oiréis la conversación molesta del advenedizo enriquecido que llega a su palco a hacerse notar por su desdén a lo que en la escena pasa; y los fanáticos de Wagner no han tenido que protestar a causa de ninguna incoherencia en la ocasión presente. Conforme con los preceptos wagnerianos, nadie llegó retrasado a la función.
Pues, os digo que aun impera en mí el prodigio de la armonía y de la melodía, «elementos de la música más espiritual que el simple ritmo», de Hanslick, y jamás he visto alzarse sobre un trono más glorioso el alma suprema del gran Germano. Toda alma de artista, en esa noche, sintió allí clavada la espada divina del genio cual la que está en el fresno hundida hasta la empuñadura. Yo recordaba que uno de mis mayores disgustos había sido con un amigo cordial, de más corcheas que yo, pero a quien no podía demostrar mi sinceridad por Wagner delante de su obstinada sospecha de ver en mi amor profundo por ese orbe de poesía absoluta un mal pertrechado entusiasmo de snob... ¡Oh, no! Allí habéis sentido y pensado a Wagner los que sabéis y podéis[40] sentirle y pensarle; y muchos de vosotros habéis ido a oir la Misa del Arte a la iglesia de Bayreuth. Pues aquí es mayor, incomparablemente mayor el número de los adoradores, de los verdaderos adoradores del santo culto que renueva a Pitágoras... y mi modesta afición, sin pretensión alguna, sin herir ninguna cuerda, ni soplar madera ni cobre, ha sido bien acogida. Se me ha dejado rezar, y eso basta. Madrid es capital que por su gusto musical se distingue, el Real es de los teatros señalados artísticamente, y entre otras cosas, existe una Sociedad de conciertos que puede enorgullecer a cualquier gran centro lírico. No es sino de entusiasmo la impresión que han llevado últimamente Saint-Saëns y Lamoureux. Pero ¿y La Walkiria?
La sala se dejó subyugar por la potencia sublime, desde los compases directores de la introducción, corta y llena de magnificencia, y las primeras frases de Siegmund—desgraciada y necesariamente traducido en Segismundo—hasta el momento final en que al golpe de la lanza brota el misterioso fuego, todo fué como el paso de un vasto huracán de mágicos números, de cadencias únicas, de revelaciones armoniosas; ya Siglinda surja, encarnación de portento, o Hunding truene o Siegmund en un solo ideal se lamente; o el dúo del amoroso y deleitoso y único amor de los dos hermanos se cristalice soberbiamente en la expresión del divino incesto: «Esposa y hermana eres para mí. ¡Surja, pues, de nosotros la sangre de los Welsas!» o Brunilda arrebate a Siglinda o pase la prestigiosa y sonora cabalgata, o por fin, Wottan, dando el sueño con un beso a la Walkiria, ordene el incendio al dios del fuego maravilloso. El conjunto se destaca como una selva mágica en la que casi sensible físicamente, el influjo del deus precipita nuestras emociones también en cabalgata magnífica e incontenible. Cada mente se siente abrasada, cada espíritu contiene a Gerilda, Waltranta, Schwerleita, Ortlinda, Helmwigia, Sigruna, Rosweisa, Grimguerda... Y el público[41] de Madrid, en general, supo apreciar el don olímpico. Aunque hay quien afirme que del ciclópeo drama musical lo único que ha admirado son las bellezas de la cabalgata y del fuego encantado...
En la Comedia, el estreno de Los reyes en el destierro, como comprenderéis, extraída de la novela de Daudet. Autor de la pieza y gozador del triunfo y del provecho, Alejandro Sawa. De Sawa también os he hablado desde París—pues en verdad he sido yo el judío errante de La Nación—hace algunos años. Él fué quien me presentó a Jean Carrère, cuando la émeute de los estudiantes y los escándalos del café D'Arcourt, en el 93. Allá en París hacía Sawa esa vida hoy ya imposible, que se disfrazó en un tiempo con el bonito nombre de Bohemia. Es más parisiense que español y sus aficiones, sus preferencias y sus gustos tienen el sello del Quartier Latin. Lo cual no obsta para que sea casado, hombre de labor de cuando en cuando—y querido de todos en Madrid—. A su vuelta, después de muchos años, de Francia, ha sido recibido fraternalmente, y la suerte buena no le ha sido esquiva, pues con el arreglo que ha hecho ahora para el teatro, ha obtenido una victoria intelectual y positiva. Para Buenos Aires sé que no tengo que entrar a detallar o recordar los tipos especiales que se barajan en la producción del pobre Petit-Chose. Sólo diré que Sawa ha logrado hilvanar bien su scenario y tejer su juego con habilidad y con el talento que todo el mundo le reconoce.
Sawa—debo decirlo—continúa, a pesar de su triunfo, de su encantadora hijita y de su barba que anuncia ya la vejez entrante, tan formal como hace siete años. Me había prometido una escena de su obra para este correo, primicia muy agradable. En efecto, no le he vuelto a ver.
A Sellés sí le he visto, un día después del estreno de[42] Los caballos. Es personal y literariamente muy simpático, y pongo el vulgar adjetivo porque así se comprenderá mayormente. Este académico de la Española es, sin duda alguna, el más juvenil de los inmortales; no el más joven, porque el conde la Viñaza y el poeta Ferrari son los benjamines. El más anciano ya se sabe que es Menéndez y Pelayo. Y he aquí que en un teatro de arte chico, de chulerías y cosas de esa guisa, se presenta Sellés con esta obra, parte de una trilogía que, según él deja decir, es simbolista. Altamente estimo al autor del Nudo gordiano, y sobre todo, su tendencia a hacer un teatro de ideas, aquí en la tierra del parlar y del inflar.
Pero crea el señor Sellés que es infantil, que es de una ingenuidad conmovedora el nombrar a Ibsen, o a Hauptmann, o a Sudermann, como alguien lo hiciera delante de mí, a propósito de sus obras. Llamar teatro simbolista al del señor Sellés, es como poner bajo las tentativas del dibujante Chiorino: «dibujo prerrafaelita». En el teatro de Antoine, en el de l'Œuvre, su obra difícilmente habría sido admitida; porque el reconocer su castiza y propia lengua no significa en este caso nada; cuando se quiere hacer obra de ideas no se hace obra de palabras. Esta pieza, como dejo apuntado, pertenece a una trilogía, cuya primera parte ha sido puesta en escena por Novelli. Hay una tendencia social que se ruboriza de su mismo impulso a la libertad futura. Parece que no ha estudiado el señor Sellés como debía el más arduo de los problemas contemporáneos, y el anarquismo «para familias» que ha procurado presentar en su pieza, no provocará en los intelectuales sino una sonrisa. El río es más vasto y más profundo; y, para citar un tipo, venir a encarnar en el maestro de escuela, en España, la tendencia salvadora de la obra social—¡aquí donde el pobre maestro de escuela es sinónimo de atorrante!—, es simplemente inefable. La tela paradojal está bien bordada de oro fino castellano; la forma regocija el amor patrio gramatical, y el poeta es el poeta de siempre.[43] Aquí se da del cher maître; y yo le digo por eso: Querido maestro, sus caballos se han desbocado, pero... à rebours.
Y el miércoles próximo en el Español, estreno de Cyrano de Bergerac. Nada diré hasta después de la representación; pero os mando los versos que me encargara la revista Vida Literaria con tal motivo.
CYRANO EN ESPAÑA
2 de febrero de 1899.
En efecto, como os lo había anunciado, «Cyrano está en su casa». Ha llegado a España con muy buen pie y mediante los ocho o diez mil francos que, según tengo entendido, recibió de antemano el excelente poeta Rostand. El triunfo ha sido sonoro: y nariz por nariz, la de Díaz de Mendoza, en Madrid, ha valido lo que la de Coquelin en París. En la de Bergerac, ha dicho con su oportuno chiste de siempre Mariano de Cávia, que quedarían muy bien plantados los quevedos en España. Me place haber coincidido en lo del noble caballero de la torre de San Juan Abad, en unos de mis versos anteriores, con el vibrante y agudo periodista. El Cyrano español no es otro que Quevedo; en ambos puso la Luna «madre nutriz, con su leche, quilo del mundo», que dice la sabia doña Oliva de Sabuco, el rayo que hace los locos de poesía; y ambos fueron hombres de amor y de generosas empresas de espada.
La comedia heroica de Rostand, por otra parte, no es otra cosa que una obra de capa y espada de la más buena cepa española, como me lo hiciese notar al llegar el libro del Cyrano a Buenos Aires, un culto y sagaz compañero. Es una comedia de capa y espada que ha podido escucharse en el modernizado Corral de la Pacheca, como si fuese obra legítima de cualquier resucitado, porque los actuales, con las excepciones que sabéis, no[46] encuentran mejor ni más provechosa fuente que las hazañas, hechos y gestos del chulo, ese «compadrito» madrileño. El éxito, pues, ha sido absoluto. La noche del estreno estaba en el Español el todo Madrid de las letras, y la belleza social tenía soberbia representación. No os supongáis que se trate de algo semejante a una «primera» de la Comédie Française; aquí no existe aristocracia literaria; todo va revuelto y el veterano de la gloria castellana se codea con el tipo interlope que han bautizado con el extraño nombre de Currinche. Un diario como El Nacional, con motivo de haber invitado Fernando Mendoza a los ensayos, y sobre todo al ensayo general, a personas extrañas al teatro, decía con loable franqueza: «Allá en París se invita en tales casos a la Prensa, a los autores dramáticos, novelistas, críticos, académicos, actrices vacantes, personalidades del gran mundo... En una ciudad de dos millones de habitantes, donde nadie tiene por qué combatir una obra, se puede invitar a mil espectadores que van sin prevenciones, ni envidias, ni espíritu de concurrencia, a presenciar un ensayo general; y a la crítica para que pueda con tiempo estudiar la obra y dar cuenta de ella dos días después, cuando ya el público de pago la haya visto; y un ensayo general es una especie de consagración del drama o comedia que el público irá a ver confiado en la nota, siempre benévola para el autor reputado, que la Prensa seguramente dará. ¿Pero aquí? Aquí, en esta cabeza de partido de Europa que se llama Madrid, y en la que todos nos conocemos, nos abrazamos y nos odiamos... aquí, donde hay un estado constante de celos y de envidias y de pequeñeces inevitable en el estrecho medio ambiente en que vivimos; aquí, donde toda la vida literaria está circunscrita a la Carrera de San Jerónimo y la calle del Príncipe... aquí, en fin, donde las Empresas viven de diez docenas de familias ricas y de doscientos espectadores pobres, de los cuales la mitad son autores rencorosos o Empresas rivales... permitir que asistan a[47] un ensayo general los amigos y los enemigos, los autores españoles que han de ver gastos enormes y cultos rendidos a autores franceses, los empresarios del frente y los de al lado... ¡Qué equivocación tan lamentable y qué desconocimiento del país en que se vive!» Quien esas líneas escribió parece que tuviese bien conocido su ambiente; pues, en realidad, nada menos que por intermedio de Eusebio Blasco se ha manifestado en público lo que antes escuchara yo en privado: la miserable cuestión de las «perras» chicas y grandes... Ved como, al día siguiente del estreno, ese escritor cuyo arte singular es harto y de antiguo famoso, se expresa, agrediendo de paso a la América que ignora: «Podremos creer que en la casa de Lope de Vega no deben hacerse traducciones; podremos creer también que, de estrenar una obra extranjera cuyo éxito ha sido esencialmente literario en París, debieron haberla adaptado en verso castellano poetas de nombre. Aquí donde tenemos desde Núñez de Arce hasta Manuel Paso, desde Dicenta a José Juan Cadenas; desde Manuel del Palacio hasta Rodolfo Gil, desde Sellés hasta Gil (Ricardo), tantos y tantos poetas notabilísimos, los catalanes, regionalistas furibundos teniendo en Barcelona unos teatros tan hermosos, en cuanto hacen un drama o una traducción se vienen a Madrid y se imponen en el primer teatro de la nación, y se pone a su disposición todo el dinero de las Empresas. Todo esto vemos y de ello protestamos, sin ánimo de ofender a nadie y en defensa de los autores de Madrid, que son, hoy por hoy, en los tres teatros de verso que hoy funcionan, pospuestos a los autores franceses. El Cyrano de Bergerac le gustó mucho al público anoche. Es obra de dinero, como se dice en la jerga teatral. Melodrama para la exportación a Buenos Aires, Chile, Bolivia, y allí alborotará. ¿Cómo no? Lo encontrarán lindo y el estilo parecerá de perlas».
El que habla es Eusebio Blasco, instruído sobre el estado de las aduanas literarias sudamericanas por los[48] poetas de Sucre o de Cochabamba, a quienes ha prologado, o quizá, casi estamos seguros, por persona a quien él conoce bastante, poeta de peso—el hombre de Huanchaca, el boliviano expresidente Arce, que compró la cama de la emperatriz Josefina. Y fijáos primero en la generosidad del artista de Los curas en camisa e introductor de Pañuelos blancos y de toda clase de lencería francesa: la casa de Lope cerrada a toda idea que no huela al aceite de las propias olivas, cuando la casa de Molière y la casa de Shakespeare no se cierran; proteccionismo de las vejeces más o menos gloriosas, a cuyo regimiento pertenece, o de amistades y simpatías personales, con daño de tres jóvenes modestos que han hecho un plausible esfuerzo; repudio de lo catalán, sin duda por las lecciones de arte y trabajo que Barcelona da; expulsión de lo bello francés a causa seguramente de que lo propio anda escaso; y, punto de mira principal, el dinero, el ansiado dinero—, cuya lindeza no nos atrevemos a contradecirle. ¿Cómo no? ¡Oh, no, buen señor!
Primero ha sido el talento de Rostand y después han llegado los miles de francos; y en cuanto a Cyrano de Bergerac, si como en el diálogo de Cávia se encontrase en la villa y corte a estas horas buscaría en vano la hidalguía de Quevedo y se volvería a su París, con Dreyfus y todo.
Pero, hablemos del estreno.
Un escritor de la nueva generación y de un talento del más hermoso brillo—he nombrado a Manuel Bueno—ha escrito que «el nombre de Cyrano de Bergerac parece un reto». «Hay—dice—en las seis sílabas que lo componen, un no sé qué de ostentoso atrevimiento que desafía». Ello es un hecho, que al oído se comprueba sin necesidad de haber leído el Cratilo de Platón. Entre las letras que componen ese nombre suenan la espada y las[49] espuelas, y se ve el sombrero del gran penacho. ¿Y admitirás que el nombre es una representación de la cosa?—pregunta Sócrates en el diálogo del divino filósofo—Cratilo asiente. Cyrano tiene un nombre suyo como Rodrigo Díaz de Vivar, como Napoleón, como Catulle Mendés. Los nombres dicen ya lo que representan. Pues ese poeta farfantón y nobilísimo, de sonoro apelativo, debía ser bien recibido en un país en donde por mucho que se decaiga, siempre habrá en cada pecho un algo del espíritu de Don Quijote, algo de «romanticismo». ¡Romanticismo! «Sí—clama Julio Burell—romanticismo. Pero hoy el romanticismo que muere en Europa revive en América y en Oceanía. Cyrano de Bergerac—una fe, un ideal, una bandera, un deprecio de la vida—se llama Menelik en Abysinia, Samory en el Senegal, Maceo en Cuba y en Filipinas Aguinaldo...»
Verter el prestigioso alejandrino de Rostand al castellano era ya empresa dificultosa. Ni pensar siquiera en conservar el mismo verso, pues hay aquí crítica que aseguraría estar escrita en «aleluyas» la Leyenda de los siglos. Todo lo que no sea en metros usuales, silva, seguidilla, romance, sería mal visto, y renovadores de métrica como Banville, Eugenio de Castro o D'Annunzio, correrían la suerte del buen Salvador Rueda... Los tres catalanes—Martí, Vía y Tintorer—que tradujeron la obra, se fueron directamente a la silva y al romance; y ni siquiera intentaron poner en versos de nueve sílabas la balada o la canción llena de gracia heroica y alegre:
y tan desairadamente se convirtió en:
Luego hicieron cortes lamentables, como en el parlamento de Cyrano, sobre la nariz, y cambios más lamentables[50] aún, como trocar la frase final, la frase básica de ¡Mon panache! por: La insignia de mi grandeza... ¡Qué queréis! por una palabra castiza se dan aquí diez ideas; y es muy posible que si Cyrano dice claramente: Mi penacho, nadie hubiera comprendido, o ese galicismo arruina la obra. De todos modos, los catalanes han llenado bien su tarea, hasta donde es posible en el medio en que tenían que presentarse.
La evocación teatral, el scenario, fué de una deliciosa impresión desde el primer momento, desde que apareció el local del Palacio de Borgoña, lugar de las representaciones dramáticas en el París de 1640. Creo demás, para el público de Buenos Aires, hablar del argumento del Cyrano de Rostand; todo se ha publicado cuando el estreno en París, y los que se interesan en estos asuntos han leído la comedia en el original. La nota principal del comienzo de la obra la señaló la aparición de María Guerrero, una Roxana que, eso sí, no han tenido los parisienses, encantadoramente caracterizada, una «preciosa», preciosísima. Los detalles perfectamente estudiados, artistas bellas y cómicos discretos; cuando el gordinflón Montfleuri aparece y Cyrano surge y Roxana sonríe, ya la concurrencia está dominada. Fernando Mendoza, que ha progresado mucho con sus viajes, se conquista los aplausos desde luego; las simpatías, que tanto hacen con el público, están ganadas de antemano.
Las gasconadas se suceden, y al llegar la escena del desafío con Valvert, el triunfo se deja divisar: y al final, cuando Cyrano se va a acompañar a su amigo Lignière para defenderlo contra cien—¡Con quince luché en Zamora!—la ovación primera estalla, al sonar en silva castellana los últimos alejandrinos:
En el acto segundo, en su hostería aparece el poeta y pastelero Ragueneau, encarnado por aquel tan buen[51] cómico que conocéis, Díaz, un gracioso que en la Renaissance supo hacer admirar la tradición de su clásico carácter. La llegada de Cyrano, los poetas, famélicos; la carta escrita a Roxana, la entrevista con ésta, la confidencia de ella y el desengaño de él; la llegada de los cadetes; la provocación de Christian—hecha con gran propiedad por el joven artista que también conocéis, Allens Perkins—la conversación entre Cyrano y Christian; el final del acto en versos en que los traductores se han llenado indudablemente del espíritu del original—¡Non, merci!—; todo esto hace que el telón caiga en una tempestad triunfante de entusiasmo.
El acto tercero entra en plena victoria. La escena del balcón agrada, por la justeza con que la silva ha podido interpretar el verso de Francia. Matrimonio de Christian y Roxana, y venganza de De Guiches, que manda a los cadetes de Gascuña a levantar el sitio de Arras, contra los españoles. El entusiasmo se duplica.
El cuarto es el del campamento, admirablemente puesto; los cadetes hambrientos; Castel Jaloux—muy bien esculpido por Cirera—y Cyrano, figuras sobresalientes; y la escena hermosa del pífano conmueve al auditorio... Ah, los alejandrinos de Rostand; pero la silva sigue haciendo lo que puede, y el espíritu triunfa. Y he ahí a Roxana; aparece en la carroza que sabéis, con el buen Ragueneau, de cochero, que enarbola su látigo de salchicha; el lunch inesperado; la llegada de De Guiches, el diálogo de Roxana y Christian, la nobleza de ese cordial sin talento; triunfo del alma de Cyrano; la lucha; la muerte de Christian; y, con el pañuelo de Roxana por bandera, el combate con los españoles; el triunfo de éstos; y la pregunta; «¿Quiénes son esos locos que así saben morir?», con la respuesta de Cyrano.
Ciertamente os digo, que todo eso fué merecedor de la tormenta de aplausos y exclamaciones que coronó el[52] acto. Para llegar al último, suave, otoñal, crepuscular, vespertino, a la caída de las hojas. De esos adjetivos tomad el que gustéis para la figura de María Guerrero, de religiosa, con su toca como una gran mariposa negra sobre la frente—Cyrano llega a morir, después de tantos años de silenciosa pasión, delante de la que ama; y en una escena de delirio glorioso y melancólico, al amor de la luna triste. La lune s'attristait... Y yo no he visto a Coquelin, ni a Richard Mansfield, los dos mejores Cyranos, como que el uno es el acreedor y ha encarnado su «alma» según dice Rostand en la dedicatoria; pero Díaz de Mendoza ha creado bravamente, muy bravamente su papel; y, como le dice en una carta cierto linajudo marqués, al artista grande de España: «Si hasta ahora fuiste el cómico de los señores, desde ayer eres el señor de los cómicos». He ido a saludarle al «saloncillo» en un entreacto, a ese saloncillo de descanso en donde los infaltables Echegaray, Llana, Ladevese y otros más, hacen su tertulia todas las noches, rodeados de retratos de autores y presididos por la gracia de María Guerrero. Y he encontrado al hidalgo entusiasta del arte, y que, signo de su tiempo, lo es altivamente y gallardamente, sobre preocupaciones de linaje, siguiendo una vocación imperiosa y pudiendo agregar a sus armas de conde de Bazalote las dos máscaras.
El aparecimiento de Cyrano de Bergerac, en estos momentos podría ser y debía ser saludable y reconfortante. A propósito de estos actores, recuerdo que Paul Costard hizo una muy atinada observación. La de que Cervantes se hubiese arrepentido de su victoria contra la bella locura de la caballería. Don Quijote, después de todo, no es más que la caricatura del ideal: y sin ideales, pueblos e individuos no valen gran cosa. Ni Cyrano habría cedido a las añagazas de los políticos de la débâcle «¡Non merci!» ni quien se quedó manco en Lepanto habría quedado sin perecer glorioso en Cavite o en Santiago de Cuba. El espíritu sanchesco sirve de lastre[53] a las almas nacionales o individuales, impide toda ascensión; el romántico espíritu de la caballería es capaz de convertir a un seco y aritmético yanqui en un héroe, a un cow-boy en un Bayardo. Y por el contrario, todo pueblo, como todo hombre que desdeña el ideal, esto es el honor, el sacrificio, la gloria, la poesía de la historia y la poesía de la vida, es castigado por su propio olvido. A través de las lanzas prusianas se ve pasar el cisne de Lohengrin, y mientras España fué caballeresca y romántica, siempre tuvo la visión del celeste caballero Santiago. Esta triste flacidez, esta postración y esta indiferencia por la suerte de la patria, marcan una época en que el españolismo tradicional se ha desconocido o se ha arrinconado como una armadura vieja. Los politiciens y los fariseos de todo pelaje e hígado prostituyeron la grande alma española. Y aun la religión, que ha perdido hasta su vieja fiereza inquisitorial en la tierra fogosa de los autos de fe, se convirtió en una de las ventosas cartaginesas que han ido poco a poco trayendo la anemia al corazón de la Patria; y si por el sable sin ideales se perdieron las Antillas, por el hisopo sin ideales y sin fe se perdieron las Filipinas. Y el honor, ¿por qué se perdió? Creo que el fuerte vasco Unamuno, a raíz de la catástrofe, gritó en un periódico de Madrid de modo que fué bien escuchado su grito: ¡Muera don Quijote! Es un concepto a mi entender injusto. Don Quijote no debe ni puede morir; en sus avatares cambia de aspecto, pero es el que trae la sal de la gloria, el oro del ideal, el alma del mundo. Un tiempo se llamó el Cid, y aun muerto ganó batallas. Otro, Cristóbal Colón, y su Dulcinea fué la América. Cuando esto se purifique—¿será por el hierro y el fuego?—quizá reaparezca, en un futuro renacimiento, con nuevas armas, con ideales nuevos, y entonces los hombres volverán a oir, Dios lo quiera, entre las columnas de Hércules, rugir al mar, con sangre renovada y pura, el viejo y simbólico león de los iberos.
19 de febrero.
Salgo de casa de Campoamor con una impresión de tristeza. Se trata de su coronación... Romero Robledo, al cerrarse la exposición de las obras de Casimiro Sáinz—ese pobre artista que como André Gill fué a parar a un manicomio—, el célebre político ha iniciado ahora la pintoresca apoteosis que han obtenido en este siglo en España, Quintana, Zorrilla y Núñez de Arce. No es la primera vez que de ello se trata. Parece que anteriormente por dos ocasiones se ha intentado esa espléndida humorada en acción, pero el poeta ha protestado por tan vistosos honores y se ha encerrado en su casa a pasar sus últimos años en la burguesa existencia de un rentista que padece de reumatismos. ¡Así fué el gran gesto de nuestro Guido, negándose a la apoteosis con que se le hubiera querido obsequiar! Pero ¡qué gran diferencia de poeta a poeta! La bella cabeza del lírico argentino, la máscara del viejo Pan, las barbas fluviales, la conversación juvenil, el alma fresca, la confianza en la vida de su patria vigorosa y nueva; ir a visitar a Guido es un placer intelectual, alegre y reconfortante; y a veces toca, como sabéis, helénica y admirablemente, la flauta, mientras le hacen de bajos sus vecinos, los leones de Palermo. Y Campoamor, caduco, amargado de tiempo a su pesar, reducido a la inacción después de haber sido un hombre[55] activo y jovial, casi imposibilitado de pies y manos, la facies penosa, el ojo sin elocuencia, la palabra poca y difícil... y cuando le dais la mano y os reconoce, se echa a llorar, y os habla escasamente de su tierra dolorida, de la vida que se va, de su impotencia, de su espera en la antesala de la muerte... os digo que es para salir de su presencia con el espíritu apretado de melancolía.
La figura de Campoamor resalta en la poesía española de este siglo con singular magnitud. Si aquí hubiese un Luxemburgo en que habitasen, reconocidos por los pájaros, las rosas y los niños, los poetas de mármol y de bronce, los simulacros de los artistas cristalizados para el tiempo en la obra del arte, las tres estatuas que se destacarían representando esta centuria lírica, serían la de Zorrilla en primer término, la de Núñez de Arce y la de Campoamor. No lejos, por fondo un macizo de flores apacibles, tendría su busto Becquer, que por tener algo de septentrional ha sido excomulgado alguna vez por ciertos inquisidores de la Academia de la Lengua y de la tradición formalista.
Zorrilla encarna toda la vasta leyenda nacional, y es su espíritu el espíritu más español, más autóctono de todos, desde el mundo múltiple en que se desbordó su fantasía, una de las más pletóricas y musicales que haya habido en todas las literaturas, hasta la impecabilidad clásica y castiza de su forma, en medio de las gallardías de expresión y de los caprichos de ritmo que le venían en antojo. Núñez de Arce, con vistas a Francia, y muy particularmente hacia el castillo secular y formidable de Leconte de Lisle, representa un momento del pensamiento universal en el pensamiento de su generación en España, una tentativa de independencia de la tradición, la duda filosófica de mediados de siglo; su fray Martín habla como el abad Hieronimus de los Poemas Bárbaros, y los alejandrinos del impasible francés hallan resonancia paralela en los endecasílabos del nervioso[56] y vibrante castellano. Campoamor ha realizado en cierto modo una dualidad que se creería imposible, al ser al mismo tiempo aristocrático y popular: aristocrático por su elegante y amable filosofía, por su especialísima gracia verbal y métrica; popular, porque siempre va por llanos caminos, y su expresión es semejante a un arroyo donde cualquier caminante puede beber el agua a su gusto con sólo darse el trabajo de inclinarse a cogerla. De los tres, el poeta más poeta fué, sin duda alguna, Zorrilla, «el que mató a don Pedro y el que salvó a don Juan», poeta en su vida, poeta hasta su muerte en todo y por todo, a término de hacer oir un discurso en verso a los académicos de la Española; poeta delante del cadáver de Larra, poeta triunfante con su Tenorio, poeta cortesano del emperador de la barba de oro en Méjico; poeta ya viejo y necesitado, cuando Castelar sostuvo en las Cortes la urgencia de proteger con una pensión a esa viva reliquia gloriosa, a ese millonario de sueños y de rimas, propietario del cielo azul «en donde no hay nada que comer». Núñez de Arce ha sido ministro, hombre político, y hoy mismo gobernador del Banco Hipotecario; la juventud intelectual, por lo que he observado, tiene pocas simpatías por él. Campoamor es un buen burgués de provincia que ha sido también senador y consejero de Estado, y que continúa gozando de la renta que le dan sus tierras. Los jóvenes le tienen gran estima y afecto. A Zorrilla se le coronó, allá en Granada, en fiesta en que él puso a danzar todos sus gnomos y silfos; a Núñez de Arce se le coronó hace poco tiempo; ahora, como os he dicho, se piensa en coronar a Campoamor.
Yo no sé cómo aquí realizarán esta fiesta, indudablemente plausible en cuanto se trata de honrar la divina virtud, la suma gracia del arte, pero fácil a la sonrisa, inevitable en el humor de nuestro tiempo en que francmasonería, filatelia, volapuk, librepensamiento y versos, en el sentido melenudo de la palabra, pasan bajo la[57] mirada irresistible de la diosa Eironeia. Mirad que resucitar a estas horas ceremonias contemporáneas de Corina, colocarle a nuestro eminente vecino don Fulano de Tal el gajo verde que circunda la cabeza de Tasso o de Dante, ante un concurso, por obra de su época, iconoclasta, que ha oído desde hace largos años decir a don Gaspar: «Ya venciste, Voltaire, ¡maldito seas!», que apenas compra los libros de rimas y que acaba de introducir de París el café-concert, el modernismo en el arte y los automóviles, es asunto que en Buenos Aires se prestaría maravillosamente para glosas de un picor en que son especiales los jengibres criollo-cosmopolitas.
He dicho que al ilustre anciano se le había antes querido coronar dos veces, y que en ambas había declinado la manifestación.
Para saber su temperamento en el caso actual, le hice una visita en unión de uno de los más notables talentos del Madrid de ahora, el médico y escritor José Verdes Montenegro, que, entre paréntesis, acaba de publicar una interesante introducción a la versión que de una novela reciente del hijo de Tolstoi—El preludio de Chopín—ha hecho un autor de esta Corte. Ciertamente no fué de agrado el gesto que vi cincelarse en la enferma faz de Campoamor cuando le pregunté el estado de su ánimo sobre la coronación, y de sus labios, que apenas permiten pasar las palabras, entre una tentativa de protesta dejó escapar una interjección absolutamente española, pero quizá de origen griego, pues el hermano de Safo tuvo el mal gusto de tenerla por nombre. Mientras un criado le llevaba el alimento a la boca—«¡santo Dios, y éste es aquél!»—aquella ruina venerable movía la cabeza, y con la mirada decía muchas doloras crepusculares llenas de cosas tristísimas. ¡Coronación a estas alturas de vejez en que la nieve se ha amontonado tanto sobre la vida que ya uno apenas puede darse cuenta de que existe! Podría él preguntarse: «¿es que vivo aún?»[58] Se le decía que todo se haría bien hecho, que dada la persona que encabeza la iniciativa, no podía la fiesta ser sino un regio triunfo social e intelectual. ¿Oía? ¿entendía?
El seguía haciendo sus dolorosos movimientos de cabeza; hasta que, cuando nombramos a Romero Robledo, dejó caer estas palabras: «¡A ese no le hacen justicia!»
De todos modos, la fiesta, según tengo entendido, va a realizarse, y esta misma noche he de asistir en casa de doña Emilia Pardo-Bazán a una reunión de hombres de letras y de política, reunión convocada por la célebre escritora para tratar de ese tópico.
Ya era hora de despedirnos. Campoamor, en el estado en que está, en cuanto se levanta de la mesa tiene que ir al lecho. Todavía nos mira fija, fijamente: nos da la mano, que apenas puede apretar la nuestra; y de pronto se le enrojecen los ojos, va a llorar... Mi compañero me dice: «Vámonos». Salimos con rapidez.
11 de febrero.
Reunión, anoche, en casa de doña Emilia Pardo-Bazán. Sorpresa mía, al oir anunciar a doña Emilia, a sus invitados, que la fiesta es dedicada mitad al asunto Campoamor y mitad a quien estas líneas escribe. Fijáos: ese anciano hidalgo que llega ceremonioso a saludar a la condesa douairière de Pardo-Bazán, es el duque de Tetuán; y el hidalgo joven que cojea un poco apoyado en un bastón, al lado de don José Echegaray, es el conde de las Navas. Cerca de Eugenio Sellés, académico, está el próximo «inmortal» Emilio Ferrari. Carlos M. Ocantos conversa con el periodista francés René Halphen. El doctor Tolosa Latour está entre los dos celebérrimos cronistas de salón, Kasabal y Monte-Cristo. Más allá, dos o tres marqueses, cuyos títulos no se me quedan en la memoria; y las señoritas de Quiroga, hijas de doña Emilia.[59] Le doy la mano a un tuerto, de la dinastía bretoniana; es Luis Taboada. Un ciego se adelanta—siempre ducal, siempre suscitando rumores afectuosos a su paso, siempre con una elegancia que es proverbial desde su juventud, a punto de que en los salones de Wáshington se le apellidaba Bouquet; se diría que su ceguera realza ahora su distinción: es el autor de Pepita Jiménez—es don Juan Valera. En un grupo oigo decir entre otras palabras: «Buenos Aires... La Nación... Mitre... Centenario de Colón...» A un caballero, a quien reconozco en seguida, recuerdo que le he sido presentado por Cánovas en otro tiempo: es el señor Romero Robledo. Se forman corrillos. Heme aquí de pronto colocado por doña Emilia entre dos altas damas que representan lo más intelectual de la nobleza femenina de España: la marquesa de la Laguna y la condesa de Pinohermoso. Desde luego es ya mucho que estas dos linajudas señoras se interesen por cosas de la literatura. De antiguo la nobleza, con las excepciones sabidas, fué ignorante y poco amiga de asuntos que hicieran pensar. Hoy, con excepciones más sabidas aún, las cortes europeas son como las aristocracias plutocráticas de países sin armoriales; hay la cultura precisa para no hacer resaltar una ignorancia que sería desdorosa, pero lo principal se va al sport y demás conocimientos mundanos.
La poca conversación con estas damas me da a entender que hay justicia en tenerlas en la estima mental que se las tiene, quedando resaltantes, a mi juicio, la duquesa de la Laguna por el esprit, la condesa de Pinohermoso por las opiniones discretas.
¿Y el asunto Campoamor a todo esto? Nadie habla de ello por el momento. Apenas un señor que ha visto al viejo poeta esta misma tarde, cuenta que le ha preguntado: «¿Y usted se dejará por fin coronar?», y que él le ha contestado: «Yo no me dejo, pero me van a coronar». Observo que todo el mundo mira a Romero Robledo como a un sér más o menos olímpico. Él habla de[60] que la coronación se realice en el Retiro. Se levantaría una tribuna especial; se decoraría todo con el arte y el fausto de que se puede disponer; y luego, el recinto guarda memorias ilustres de los tiempos en que Felipe IV sabía ser un monarca intelectual. Y doña Emilia habla de lo que ha dicho Castelar en el banquete de hace dos días: que a él no le parece bien la coronación de un poeta lírico, porque éste expresa opiniones y sentimientos individuales; a un poeta épico, se explica, porque representa el alma de una colectividad, de un pueblo... Y doña Emilia, a defender a Campoamor, y a decir que cabalmente los poetas llamados épicos—¿han todos expresado epopeyas en el alto sentido?—son momentáneos y manifiestan pensamientos y sentimientos que pasan; en tanto que los poetas líricos o individuales han puesto en la expresión de su yo la expresión del alma eterna de los hombres; y así, lo que han cantado y rimado hace muchos siglos, subsiste hoy como emergido de almas y corazones contemporáneos nuestros. Homero nos interesa en la despedida de Andrómaca, porque eso es humano y particular a cada sér que tenga sensibilidad cordial; pero cuando es absolutamente épico, no interesa hoy, sino a la erudición o a la pedantería. Cuando doña Emilia demostraba esto a Valera, yo decía en mi interior lo que Víctor Hugo en otra ocasión dijese a la misma doña Emilia: ¡Voilà bien l´Espagnole!
Como entre los humos del té pidiese yo al señor Romero Robledo detalles sobre la próxima coronación, me dice que todavía no hay nada definido; que se ha iniciado nada más el asunto, pero que marcha con tan buen aire, que todo augura un éxito colosal. Y aquí dos cosas curiosas, una del señor Romero Robledo y otra de la señora Pardo-Bazán. El uno dice: «¡Vamos a hacer algo que dejará eclipsado lo que París hizo por Víctor Hugo!...» Y la otra cuenta esta anécdota que el periodista francés la dejaría pasar, pero yo no: «Cuando se publicaron las Doloras de Campoamor, Víctor Hugo, celoso[61] de esa gloria, dijo: «Voy a hacer un volumen de Doloras, como las de Campoamor», y escribió ¡Chansons des rues et des bois!»
¡Oh, doña Emilia! Es el caso que en esta ocasión no podría decir la frase huguesca de su autobiografía de los Pasos de Ulloa: «¡Voilà bien l´Espagnole!»... Y si ella arguyera, casi me pondría yo de parte de la señora de Lockroy...
Nos quedamos en petit comité; se despide la mayor parte de los invitados, y nos instalamos cerca de una roja y buena chimenea. Valera encanta y divierte, castellano y florentino, con su conversación especial; doña Emilia hace recitar a Ferrari, y dice ella versos alemanes e italianos. Y está más brillante que nunca, más brava que nunca, después de una de esas gallardas anécdotas de Valera, cuando a alguien se le antoja hablar de las inmediatas desventuras de España, y a este propósito un conde ignorante expele dos o tres inepcias estadísticas, y con un desconocimiento completamente ibero-americano, lanza esta frase: «La Habana era, al perderla España, la ciudad más grande, culta y rica de la América española».
El secretario argentino se pone nervioso, me hace señas y me voy a mi casa pensando en la «azul y blanca» de Obligado, a escribir, contento de mi continente, y de la capital de mi continente, para mi diario.
17 de febrero.
Le carnaval s'amuse... y Madrid se disfraza y danza y toca las castañuelas. Se ha divertido el pueblo con igual humor al que hubiese tenido sin Cavite y sin Santiago de Cuba. Hay filósofos de periódico que protestan de tan jovial e inconmovible ánimo; hay humoristas que defienden la risa y la alegría nacionales y que creen que «bien merecen la fiesta los pueblos que saben divertirse». ¡En hora buena! Yo me siento inclinado a estar de parte de los últimos y reconozco la herencia latina. Tácito y Suetonio (Anal. III, 6, Cal. 6) nos han dejado constancia de que los duelos públicos se suspendían en Roma los días de juegos públicos, o mientras se celebraban ciertos sagrados ritos. El luto español no se advierte al paso del cortejo de la Locura, y aquí, más que en ninguna parte, los duelos con pan—y ¡toros!—son menos.
Se ha enterrado la Sardina en su día, en el día de la simbólica ceniza; y en medio de la pompa carnavalesca, un periódico ha hecho desfilar una carroza macabra con el entierro de Meco, ese típico personaje que representa a la España de hoy. La mascarada en cuestión era de un pintoresco bufo-trágico indiscutible: la caricatura de los políticos del desastre, las ollas del presupuesto por incensarios; Meco camino del cementerio y tras la fúnebre mojiganga, una murga trompeteando a todo[63] pulmón la marcha de Cádiz. Decid si no es un modo de divertirse con lívidos reflejos a lo Poe, y si en este carnaval no ha habido, si no la mascarada de la muerte roja, la mascarada de la muerte negra. Y como un diario hablase de una broma política dada a Sagasta en su casa, la grave Época ha publicado con terrible intención, que «no informado del todo el apreciable colega, ha omitido dar cuenta de otra broma, o, mejor, bromazo que después dió al jefe del Gobierno una numerosa comparsa vestida con más propiedad que la ya célebre compañía de los cadetes de la Gascuña. Fué el caso que al filo de la media noche, cuando más plácidamente reclinado estaba en cómoda butaca el señor Sagasta contemplando cómo se reducían a cenizas los troncos de su chimenea, ni más ni menos que nuestras posiciones ultramarinas, y evocando mentalmente los hechos todos de su larga y aprovechada vida, sonó en la antesala ruido de extraña música, así como el rascar de huesos con que suelen acompañar sus tangos los negros de Cuba. Se abrió la puerta y entró la mascarada. Precedíale un estandarte enlodado que en otro tiempo fué rojo y amarillo, adornado ahora de oro y azul. A pesar de los desgarrones y manchas del carnavalesco estandarte, podían leerse estos nombres: Cavite, Santiago, San Juan de Puerto Rico. Seguían luego con carátulas que representaban rostros demacrados y cadavéricos, unos cuantos jóvenes que parecían viejos, cojos unos, mancos otros, con el traje de rayadillo hecho jirones por las malezas de la manigua... Éstos ofrecieron al señor Sagasta una caja de guyaba fina. Tan grotesca era la catadura de las susodichas máscaras y tan oportuno le pareció el susodicho regalo al presidente, que el buen señor prorrumpió en ruidosas carcajadas. También le hicieron desternillar de risa los prisioneros de Filipinas. Iban disfrazados, con propiedad casi deshonesta, de desnudos y traían en azafate de abacá, ramos de sampaguitas. Mezclado con los anteriores entraron en el gabinete[64] del señor Sagasta marinos de Cavite y de Santiago con cabezas tan artísticas y muecas tan significativas, que no parecía sino que sus poseedores habían estado meses enteros debajo del agua...» Ese acero fino es del marqués de Valdeiglesias. Y esa pintura que hace resaltar que estamos en un país en que aun flota el espíritu de Goya, es un comentario mejor que cualquier otro, del estado moral que aquí se impone en estos momentos. Ese capricho dice la verdad de una manera risueñamente sombría. Pues bien, me temo que pocos ojos se hayan fijado en la corrosión del agua fuerte, mientras se apagaba en los aires el son de las dulzainas de Valencia.
Las dulzainas las trajeron los estudiantes valencianos que han venido a la Corte, con naranjas y claveles, con muchachas hermosísimas, a cantar y a bailar y a pedir para un sanatorio que pronto ha de llenarse de repatriados. Ha sido esa estudiantina una nota vibradora y sana, por más que puedan visarla los cronistas a ultranza, en el cuadro de la fiesta general. Aun queda en esta juventud escolar un resto de las clásicas costumbres de sus semejantes medioevales, un rayo de la alegría que sorbían con el vino los estudiantes de antaño, un buen ánimo goliardo, la frescura de una juventud que no empaña el aliento de las grandes capitales modernas. Y entre lo bueno que han hecho al llegar a ésta, ha sido la visita al palacio, pues han ido a llevarle ciertamente un poco de sol a ese pobre reyecito enjaulado que ha tenido una ocasión de sonreir.
Lucen los estandartes de las distintas facultades; con extrañas vestimentas, los dulzaineros que han tenido por principal kapellmeister a un ruiseñor, como el pifanista de Daudet; la comparsa de la boda, florida de pañuelos y de ramos frescos y de mejillas finas como de seda de flor, y en los ojos de esas mujeres la salvaje y agresiva luz levantina; y los cuerpos eurítmicos y ricos de gracia sensual, cuellos de magnífica pureza,[65] senos y piernas armoniosas; son el vivo encanto entre las notas detonantes y decorativas de las mantas y de los cestos de frutas. Y en la sala del palacio en que se les recibe, los que fingen labradores se ponen a departir echados en el suelo, los de las bandurrias y guitarras se ordenan, y al aparecer la reina y su familia, un trueno de cuerdas inicia la marcha real. Los que representan la boda animan su risueño grupo de trajes vistosos. Luego es la danza regional del U y el Dos; y las canciones y las coplas que dos estudiantes improvisan, a dos versos cada uno, y los donsainers que tocan en sus instrumentos de legado arábigo sones originales que danzan las parejas, músicas perfumadas de rosas de la Huerta, cadencias y ritmos de una melodía que en vano procuraría esquivar su origen muslímico; y el canto y la danza bordan, cincelan paisajes que en una lejanía histórica puede evocar el soñador. La austriaca triste se ve como iluminada de música, el reyecito anémico debe sentir correr por sus venas un rojo estremecimiento; las princesas y los cortesanos sienten en medio de los muros antiguos y de los solitarios y maravillosos habitáculos, una invasión de aire libre, una irrupción de la vigorosa naturaleza, una momentánea aparición del alma sonora de la España popular; es un sorbo de licor latino apurado en horas de decaimiento en una copa labrada por el moro. La reina admira un rico pañuelo de randas que una valenciana luce en la cabeza, y la valenciana se quita de la cabeza el pañuelo y se lo da a la reina. Un estudiante ofrece a una princesita un cesto de limones con el mismo gesto que si fuesen de oro. El señor rector anda por allí con su frac y su discurso, negro entre la fiesta de colores. En los ojos del rey niño juega una inusitada llama, y la buena Borbón de la infanta Isabel está en su elemento. Ya el rector leyó su pliego, ya vuelven a sonar las dulzainas morunas y las valencianas a tejer estrofas con caderas, piernas y brazos. Ya se va la comparsa, ya quedan los[66] príncipes solos con su grandeza; ya va a su retiro el pequeño monarca, acompañado de una aya invisible... pero que el ojo del poeta alcanza a distinguir y a reconocer, pálida, muy pálida.
Entretanto Madrid ha bailado como nunca. No hay recuerdo de una época en que las gentes se hayan entregado a tal ejercicio con mayor entusiasmo. En el Real, en todos los teatros, bailes de sociedades y gremios; en los salones mundanos bailes de cabezas y de trajes; en las calles mismas, mascaradas con una guitarra y unas castañuelas por toda música, se han descaderado a jotas. Los disfraces han abundado; y mientras uno materialmente no puede dar un paseo por las calles sin que le impidan el paso los mendigos, mientras la prostitución, comprendida la de la infancia y causada por el hambre en este buen pueblo, se instala a nuestros ojos a cada instante; mientras los atracos o robos en plena calle hacen protestar a la Prensa todos los días, se han gastado en los tres de carnaval trescientas mil pesetas en confetti y serpentinas. Parece que pasase con los pueblos lo que con los individuos, que estas embriagueces fuesen semejantes a la de aquellos que buscan alivio u olvido de sus dolores refugiándose en los peligrosos paraísos artificiales. O que la cigarra española después de haber pasado cantando tanto tiempo, a la hora de los cierzos y en el frío del invierno siguiese el consejo de la hormiga: «¡Bailad ahora!» De todas maneras os aseguro que esta alegría es un buen síntoma: enfermo que baila no muere. Y la belleza de estas mujeres españolas, la abundancia de belleza sobre todo, y de frescura y de vida sana, dan idea de la más fecunda mina de almas y de cuerpos robustos, de donde pueden salir los elementos del mañana. Y yo no sé si me equivoque, pero noto que a pesar del teatro bajo y de la influencia torera—en su mala significación, es decir, chulería y vagancia—, un nuevo espíritu, así sea homeopáticamente, está infiltrándose en las generaciones flamantes.[67] Mientras más voy conociendo el mundo que aquí piensa y escribe, veo que entre el montón trashumante hay almas de excepción que miran las cosas con exactitud y buscan un nuevo rumbo en la noche general.
He de ocuparme especialmente en estas manifestaciones de una reacción saludable y que auguraría, con tal de que esos luchadores se uniesen todos en un núcleo que trabajase por la salud de España, un movimiento digno de la patria antigua. Por lo demás, las fiestas no hacen daño, y con fiestas y toros hubo un Gran Capitán y un duque de Alba. El Aranjuez de la princesa de Éboli corresponde en cierto modo al Retiro de Felipe IV. Las máscaras suelen ser del agrado de los héroes, y cuando el Cid se casa y va el rey sacando los granos de trigo de entre los senos de Jimena, divierte a las gentes un hombre de buen humor que va vestido de diablo.
Lo que hay es que los que quieran proclamar la reconstrucción con toda verdad y claridad han de armarse de todas armas en esta tierra de las murallas que sabéis. Hay que luchar con la oleada colosal de las preocupaciones; hay que hacer verdaderas razzias sociológicas, hay que quitar de sus hornacinas ciertos viejos ídolos perjudiciales, hay que abrir todas las ventanas para que los vientos del mundo barran polvos y telarañas y queden limpias las gloriosas armaduras y los oros de los estandartes; hay que ir por el trabajo y la iniciación en las artes y empresas de la vida moderna, «hacia otra España», como dice en un reciente libro un vasco bravísimo y fuerte—el señor Maeztu—; y donde se encuentran diamantes intelectuales como los de Ganivet—¡el pobre suicida!—, Unamuno, Rusiñol y otros pocos, es señal de que ahondando más, el yacimiento dará de sí.
24 de febrero.
Ni del borrascoso conde de las Almenas que al abrirse las cortes ha vuelto a ser la voz que clama después del desastre, el hombre que dice a los generales verdades corrosivas y heridoras; ni del banquete que se le ha dado a Luis París, empresario de la Ópera, por su triunfo de la reciente temporada del Real bajo cuyas techumbres aun resuena el paso de la cabalgata de las Walkirias; ni de la próxima venida, en la primavera, de la compañía de Bayreuth, con sus directores y orquesta, lo cual implica una excepcional victoria de Wagner en este país del Sol; ni del maestro Zumpe, que ha traído con su batuta alemana un aliento de vida nueva al movimiento musical de esta Corte que es por cierto digno de larga atención; ni de las reuniones de Zaragoza en donde se ha tratado de la regeneración de España en sonoras y pintorescas arengas; ni de otros tópicos de ocasión os hablaré, por transmitiros las sensaciones de arte que acabo de experimentar en una casa que es al mismo tiempo un museo, y que, indiscutiblemente es la mejor puesta a este respecto, de todo Madrid, con ser famosa y admirable la del conde de Valencia de Don Juan; me refiero a la garçonnière que en la cuesta de Santo Domingo habita el director de La España Moderna, José Lázaro y Galdeano.
Es José Lázaro acreedor al elogio por su amor a las[69] letras y artes; ha sostenido y sostiene la revista de más fuerza que hoy tiene España entre los grandes periódicos: ha publicado más de quinientos libros de autores extranjeros, haciéndolos traducir para su propagación en ediciones baratas y elegantes; su correspondencia, en ese punto, ha sido con escritores que se llaman Tolstoi, Gladstone, Ibsen, Richepin; ha llenado su casa de preciosidades antiguas, de armas, libros, joyas, encajes, cuadros, bronces, autógrafos; ha viajado por toda Europa y se prepara este año para ir a Spitzberg; es el amigo de todo sabio, de todo escritor, de todo artista que visita este país; es joven, soltero, muy rico; sus aficiones intelectuales no le impiden hacer una vida mundana; y cuando vuelve, por ejemplo, de una excursión del interior de España, ocupa la tribuna del Ateneo y obtiene el aplauso y la aprobación de todos; creo que su camisa está muy cerca de ser la camisa del hombre feliz. Yo le fuí presentado hace siete años, al mismo tiempo que dos escritores extranjeros, el novelista griego Bikelas—de quien os he hablado ya ha tiempo en La Nación—Maurice Barrès. A este propósito recuerdo una curiosa anécdota referente al célebre jardinero de su «yo». Sucedió que Barrès tenía gran interés en presenciar una corrida de toros; era el momento en que se movía en su cerebro más de un capítulo «de la sangre, de la voluptuosidad y de la muerte». Quería ya que no documentarse, impresionarse, y manifestó a Lázaro el deseo que tenía de ir a la plaza, en compañía de una moza que se trajera de París, graciosa de su persona, fina y pimpante, flor de bulevar. Lázaro le consiguió un palco; pero el amigo y prologuista del general Mansilla díjole que prefería impregnarse de color local, de ambiente, y que para ello deseaba ver la función desde el tendido, mezclado a la gente popular. Se le hicieron algunas observaciones, mas no se pudo vencer el capricho de los parisienses, y se enviaron a Barrès dos asientos de tendido, a la sombra. Cuéntase por acá que el[70] viejo Dumas se presentó en la plaza de toros de Sevilla, en una tarde de oro y alegría, con chaqueta de torero, pantalón ajustado, faja y... sombrero de copa. Os podéis imaginar la «ovación» de que sería objeto entre los habitantes del barrio de Triana el hombre del Monte-Cristo. Algo semejante ocurrió cuando en el tendido de Madrid se vió aparecer una pareja originalísima: él trajeado como para el Grand Prix, y ella con una de esas toilettes primaverales que encantan la Cascada o Armenonville. Pero la cosa fué en aumento cuando al comenzar los banderilleros sus suertes, el francés y su compañera aplaudían desusadamente; y cuando, al llegar los picadores, comenzó el desventrar de los caballos por los toros, Barrès se puso de pie, y sus protestas a gritos desolados llamaron la atención, y las aceitunas de sus vecinos, que comían rebanadas de salchichón y bebían vino en bota. Las interjecciones llovieron y hubo que ir a sacar de su puesto a la dama desmayada y al cultivador del «yo». He recordado esta historia divertida, tiempos después, al leer esas páginas supremas de pensamiento y de hondura psicológica, con ese estilo personalísimo del renaniano y stendhaliano—¡poderosa suma!—que ha dado tan bello libro sobre la sangre, la voluptuosidad y la muerte.
La casa de Lázaro está cerca de la de don Juan Valera y el general Martínez Campos; y enfrente de la del duque de Frías, el gran señor de romántica vida que arrebatara en época hoy legendaria la mejor joya de la embajada inglesa... De los balcones se ve la casa de la novela—que costó la inmensa fortuna del duque—y, al dulce oro de una tarde que hubiera podido ser de primavera, hablábamos de esos sueños vividos.
Luego fuí a visitar las telas viejas, los cuadros auténticos y admirables—¡oh, mi buen amigo Schiaffino, y cómo le he recordado!—Lo de Tiépolo, cabezas dibujadas con la conocida magistral manera. Un hermosísimo cuadro de la época rafaelita, de tonalidad única, a modo[71] de creerse imposible que se haya podido lograr la conservación de tanta riqueza de color. Un Ribera que desearían muchos Museos; riquísimos trípticos bizantinos; retratos de valor histórico y de un abolengo artístico que desde luego se impone; y más y más preciadas cosas en que resalta con aristocracia absoluta, como soberano, santa «panagia» de esa casa del Arte, un Leonardo de Vinci.
Esta presea de la pintura es un cuadrito pequeño, un retrato, el de un tipo seguramente contemporáneo de la Gioconda; maravilloso andrógino, de una fisonomía sensual y dolorosa a un tiempo, en la cual todo el poema de la visión del artista incomparable está cristalizada, como en un suave y prodigioso diamante. Es una «ficción que significa cosas grandes», como decía el maestro en palabras que han florecido en el alma d'annunziana. Me gusta más todavía este retrato enigmático que el mismo sublime retrato de Monna Lissa. La mirada está impregnada de luz interior; el cabello es de un efecto que sobrepasa los efectos esencialmente pictóricos; el ropaje—que es hermano de la Gioconda—muestra la mano original; y el fino y delicado plasticismo de las armoniosas facciones, denuncia, clama la potencia del porfirogénito poeta-sapiente de la Anatomía, del príncipe de los maestros de la pintura de todos los siglos. Del Museo de Berlín vinieron a intentar llevarse tan magnífica obra, pero el dueño no quiso la buena suma del oro alemán. Al Louvre fué en persona a mostrar su tesoro, y también recibió propuestas. El cuadrito sigue imperante en tierra española.
Entre tanta rica colección de cosas de arte, me llaman la atención dos mantillas que pertenecieron a una altísima dama de la nobleza madrileña, que pasó sus últimos años en apuros y pobrezas y tuvo un entierro modesto, humilde, después de haber recibido, en tiempos de pompa, a los monarcas en sus salones. De ella era también un anillo de solitaria belleza, una perla cuyo oriente[72] se destaca singular entre finas chispas, todo de un gusto de exquisitez hoy no usada, y que seguramente adornó en no muy lejanos tiempos dedos principales que muestran su gracia nobiliaria en los retratos de Pantoja. De ella asimismo una peineta que ostenta en su semicírculo tantas amatistas como para las manos de diez arzobispos.
De las joyas en mi rápida visita paso a los libros: primero los incunables alemanes e italianos; eucologios de Amsterdam; hermosas ediciones de España, las espléndidas de Montfort, de Sancha, de la Imprenta Real; varios infolios pertenecientes a la biblioteca del infante Don Sebastián; una crónica de Pero Niño, de severa elegancia tipográfica; rollos hebreos, pergaminos gemados de mayúsculas que revelan la fina y paciente labor de la mano monacal; sellos de Don Alfonso el Sabio; prodigiosas caligrafías arábigas, autógrafos de un valor inestimable. Buena parte de todo lo que adorna esta mansión fué expuesta en la Exposición Histórica europea y americana que se celebró en esta capital, con motivo del Centenario de Colón, y en el actual palacio de la Biblioteca y Museo de Arte Moderno.
Al ir revistando tan estupenda colección de riqueza bella, pensaba yo en cómo muchas de las cosas que atraían mis miradas eran parte del desmoronamiento de esas antiquísimas Casas nobles que, como la de los Osunas, han tenido que vender al mejor postor objetos en que la historia de un gran reino ha puesto su pátina, oros y marfiles rozados por treinta manos ducales en la sucesión de los siglos, hierros de los caballeros de antaño; muebles, trajes y preseas que algo conservan en sí de las pasadas razas fundadoras de poderíos y grandezas... Y recordaba la amarga comedia de Jacinto Benavente: La comida de las fieras...
Y antes de partir fuí otra vez a dar mi saludo de despedida a la creación del divino Leonardo. Y parecíame que la majestad del arte diese razón a la caída de todo[73] edificio que no tenga por base la potencia mental. Esa faz reproducida o imaginada por el maestro luminoso vive y comunica su inmortal misterio, su hechizo supremo, a toda alma que se acerque a su mágica influencia, cual si desprendiese de la obra del pincel la maravilla avasalladora de una virtud secreta. Y a través de la fugaz onda temporal, esa dominación arcana se perpetúa, y la imperecedera diadema se hace más radiosa al tocar sus perlas invisibles el vuelo de las horas.
3 marzo de 1899.
Acaba de representarse en Granada un drama póstumo de Ángel Ganivet: coyuntura inapreciable para hablar del pensamiento nuevo de España. Pues Ganivet, especial personaje, era quizás la más adamantina concreción de ese pensamiento.
El propio se ha encarnado en su Pío Cid, simbólico tipo, en el cual el antiguo caballero de la Mancha realiza, a mi entender, un avatar. Ganivet era uno de esos espíritus de excepción que significan una época, y su alma, podría decirse, el alma de la España finisecular. No conozco la obra que se ha dado recientemente a la escena, El escultor de su alma; pero desde luego, creo poder afirmar que se trata meramente de una autoexposición psíquica; es el mismo Pío Cid, de la Conquista del Reino de Maya, el último conquistador español Pío Cid. Antójaseme que en Ganivet subsistía también mucho de la imaginativa morisca, y que la triste flor de su vida no en vano se abrió en el búcaro africano de Granada. Su vida: una leyenda ya, de hondo interés.
Desde luego, un joven, que sube a la torre nacional a divisar el mundo, luego se encamina a la ideación de una nueva patria en la patria antigua: en Pío Cid hay simiente para una España futura. Después, cosa que[75] sorprenderá a quien tenga conocimiento de las costumbres literarias de todas partes y sobre todo de este país: Ganivet no tenía enemigos, y por lo general, si conversáis con cualquiera de los intelectuales españoles, os dirá: «Era el más brillante y el más sólido de todos los de su generación». En la Corte tuvo sus bregas, sus comienzos de gloria. Hubo una pasión, toda borrasca, que según se dice fué la causa de su muerte. Entró a la carrera consular, tan propicia a la literatura, aunque no lo parezca por los roces de lo mercantil; y continuó en su labor ideológica y artística. Sabía ruso, danés, casi todos los idiomas y dialectos de los países boreales, sabía lenguas antiguas, escribió un libro curiosísimo sobre las literaturas del Norte; publicó otro de sol y de música, al par que una obra de cerebral, sobre su Granada la bella, en el país de Hamlet; produjo más libros, y un emponzoñado día, un mal demonio le habló por dentro, en lo loco del cerebro, y él se tiró al Volga. Así acabó Pío Cid su vida humana. Su vida gloriosa y pensante ha de ir creciendo a medida que su obra sea mejor y más comprendida. Entonces se verá que en ese sér extraño había un fondo de serena y pura nobleza bajo la tempestad de su temperamento; que vivió de amor, de abrasamiento genial y murió también por amor, en la forma de un cuento. En la Conquista del reino de Maya exprime todos sus zumos de amargas meditaciones, y su forma busca la escritura artística, que en Los Trabajos no se advierte. Aun vemos desarrollarse el período cervantesco; pero las encadenadas y ondulantes oraciones, van por lo general repletas de médula. La obra queda sin concluir; o mejor dicho, tuvo la conclusión más lógica al propio tiempo que más extraña, en la unión de una fábula escrita y una vida. Pío Cid debía concluir con quitarse la existencia. No es él quien habla en el diálogo, pero Olivares, un personaje de Los Trabajos, dice en cierta página del libro: «Se exagera mucho, y además, alguna vez tiene uno que morirse,[76] porque no somos eternos. Entre morirse de viejo apestando al prójimo o suprimirse de un pistoletazo, después de sacarle a la vida todo el jugo posible, ¿qué le parece a usted?... Yo, por mí, les aseguro que no llegaré a oler a rancio.—Cada cual entiende la vida a su modo—dijo Pío Cid—y nadie la entiende bien.—Ahora ha dicho usted una verdad como un templo—dijo Olivares—. Lo mejor es dejar que cada uno viva como quiera y que se mate, si ese es su gusto, cuando le venga la contraria». ¡El pobre Ganivet! Llegó el trágico minuto, abrió la puerta misteriosa y pasó. De las Cartas finlandesas escribe Vincent en el Mercure, que «no es una obra dogmática, antes bien familiar; en el punto de vista no es español, es humano: el autor, en efecto, que conoce perfectamente toda la Europa, gusta de hacer recorrer a sus conceptos distintas latitudes; agregad a eso un sentido muy real de nuestra época, una información que va de Ibsen a Maeterlinck, de Tolstoi a Galdós: ninguna pedantería; una dulce sensibilidad que afecta disimularse tras un velo de ironía. En fin, un libro de actualidad perfecta en que la Finlandia es vista por un espíritu desembarazado de prejuicios y por un latino». El crítico francés, demasiado benévolo por lo general en sus revistas de letras españolas, no ha pasado por esta ocasión de lo justo. Ganivet, escritor de ideas, más que de bizarrías verbales, merece el estudio serio, el ensayo macizo de la crítica de autoridad. Nicolás María López, otro granadino, amigo y compañero suyo, habla, además, del drama que acaba de representarse, de otras obras póstumas que están en su poder: Pedro Mártir, en tres actos, y Fe, Amor y Muerte, drama, dice «profundamente psicológico, con ideas alucinadoras y extrahumanas, con una fuerza trágica tan extraña y sutil, que parece romper los moldes de la vida y entrar en los senos de la muerte». Rara y bella figura, en este triste período de la vida española, y que parece haber absorbido en sí todos los generosos y altos ímpetus de la[77] raza. Y recuerdo el sintético acróstico latino de Pío Cid, en Los Trabajos, Arimi:
Jacinto Benavente es aquel que sonríe. Dicen que es mefistofélico, y bien pudieran ocultarse entre sus finas botas de mundano, dos patas de chivo. Es el que sonríe: ¡temible! Se teme su crítica florentina más que los pesados mandobles de los magulladores diplomados; fino y cruel, ha llegado a ser en poco tiempo príncipe de su península artística, indudablemente exótica en la literatura del garbanzo. Se ha dedicado especialmente al teatro, y ha impuesto su lección objetiva de belleza a la generalidad desconcertada. Algunas de sus obras, al ser representadas han dejado suponer la existencia de una clave; y tales o cuales personajes se han creído reconocer en tales o cuales tipos de la Corte. Como ello no es un misterio para nadie, diré que en El marido de la Téllez, por ejemplo, el público quiso descubrir la vida interior y artística de cierta eminente actriz casada con un grande de España y actor muy notable; y en La comida de las fieras, entre otras figuras se destacó la de una centroamericana, millonaria, casada con un noble sin fortuna y hoy marquesa por obra de Cánovas del Castillo. Benavente niega que haya tomado sus tipos del natural; pero el parecido es tan perfecto que toda protesta se deshace en una sonrisa. La comida de las fieras fué basada, seguramente, en el caso penoso de la venta en subasta de las riquezas seculares que contenía la Casa de los Osunas. Los personajes son de una humanidad palpitante; y he de citar estas frases de Hipólito, al finalizar la comedia: «Porque en lucha he vivido siempre; porque viví desde muy joven en otras tierras donde la[78] lucha es ruda y franca. ¿Por qué vinimos a Europa? En América el hombre significa algo; es una fuerza, una garantía... se lucha, sí, pero con primitiva fiereza, cae uno y puede volver a levantarse; pero en esta sociedad vieja, la posición es todo y el hombre nada... vencido una vez, es inútil volver a luchar. Aquí la riqueza es un fin, no un medio para realizar grandes empresas. La riqueza es el ocio; allí es la actividad. Por eso allí el dinero da triunfos y aquí desastres... Pueblos de historia, de tradición; tierras viejas, donde sólo cabe, como en las ciudades sepultadas de la antigüedad, la excavación, no las plantaciones de nueva vegetación y savia vigorosa».
En Figulinas y Cartas de mujeres no puede dejarse de entrever la influencia de ciertos franceses: un poco aquí Gyp, otro poco allí Lavedan y Prevost; la parisina aplicada al alto mundo madrileño que Benavente ha bien estudiado. Benavente es caballero de fortuna, y mientras leo un sutil arranque suyo en Vida literaria y se ensaya en la Comedia un arreglo suyo del Twelfth night, tropiezo con lo siguiente en la cuarta plana de un diario:
«Se venden los pastos de rastrojera y barbechera, del término de Jetafe, divididos en lotes o cuarteles, cuya venta tendrá lugar en pública subasta, ante la Comisión del gremio de labradores, en la Casa Consistorial, donde está de manifiesto el pliego de condiciones, el día 19 del actual, a las diez de su mañana.—Jetafe 9 de marzo de 1899.—Por la Comisión, Jacinto Benavente.»
De mí diré que con toda voluntad juntaría a mis sueños de arte una estancia entre las montañas de González, junto a las riberas del Paraná de Obligado, o en la Australia Argentina de Payró. Día llegará en que la literatura tenga por precisa compañera la tranquilidad del espíritu en la lucha por la vida y el trabajo industrial o rural como contrapeso al ya terrible surmenage. Los ingleses y los norteamericanos han comenzado a[79] aleccionarnos, y un gentleman-farmer artista no es un ave rara. Dejo como última nota el Teatro fantástico de Benavente, una joya de libro que revela fuerza de ese talento en que tan solamente se ha reconocido la gracia. Fuerza por cierto; la fuerza del acero del florete, del resorte; finura sólida de ágata, superficie de diamante. Es un pequeño «teatro en libertad», pero lejos de lo telescópico de lo Hugo y de lo suntuoso que conocéis de Castro. Son delicadas y espirituales fabulaciones unidas por un hilo de seda en que encontráis a veces, sin mengua en la comparación, como la filigrana mental del diálogo shakespeareano, del Shakespeare del Sueño de una noche de verano o de La tempestad. El alma perspicaz y cristalinamente femenina del poeta crea deliciosas fiestas galantes, perfumadas escenas, figurillas de abanico y tabaquera que en un ambiente Watteau salen de las pinturas y sirven de receptáculo a complicaciones psicológicas y problemas de la vida.
Este modernista es castizo en su escribir y es lo castizo en su discurso como la antigüedad en el mérito de ciertas joyas o encajes, en puños de Velázquez o preseas de Pantoja. Y al conocerle, en el café Lion d'Or, que es su café preferido, he visto en su figura la de un hidalgo perteneciente a esa familia de retratos del Greco, nobles decadentes, caballeros que pudieran ser monjes, tan fáciles para abades consagrados a Dios como para hacer pacto con el diablo. En las pálidas ceras de los rostros se transparentan las tristezas y locuras del siglo. Así Jacinto Benavente. En toda esta débâcle con que el décimonoveno siglo se despide de España, su cabeza, en un marco invisible, sonríe. Es aquel que sonríe. Mefistofélico, filósofo, filoso, se defiende en su aislamiento como un arma; y así converse o escriba, tiene siempre a su lado, buen príncipe, un bufón y un puñal. Tiene lo que vale para todo hombre más que un reino: la independencia. Con esto se es el dueño de la verdad y el patrón de la mentira. Su cultura cosmopolita,[80] su cerebración extraña en lo nacional, es curiosa en la tierra de la tradición indominable; pero no sorprende a quien puede advertir cómo este suelo de prodigiosa vida guarda, para primaveras futuras, las semillas de un Raimundo Lulio. Ahora trabaja Benavente por realizar en Madrid la labor de Antoine en París o la que defiende George Moore en Londres: la fundación de un teatro libre. Dudo mucho del éxito, aunque él me halagaría habiéndoseme hecho la honra de encargarme una pieza para ese teatro. Pero el público madrileño, Madrid, cuenta con muy reducido número de gentes que miren el arte como un fin, o que comprendan la obra artística fuera de las usuales convenciones. Cuando no existe ni el libro de arte, el teatro de arte es un sueño, o un probable fracaso. No hay una élite. No se puede contar ni con el elemento elegantemente carneril de los snobs que ha creado Gómez Carrillo con sus graciosas y sinuosas ocurrencias. Conque, ¿para quiénes el teatro?
Junto a Benavente me presentan a Antonio Palomero, o sea Gil Parrado. Este pseudónimo, nombre de un gracioso tipo clásico, no está mal en quien, con sales autóctonas nos revela un Raul Ponchón madrileño, un rimador seguro, un cancionero bravísimo, en cuanto puede permitirlo el género político: Aristófanes en couplets o yambos con castañuelas. El libro de flechas de humor maligno y risueño que forman los «Versos políticos» de Palomero, Gacetas rimadas, tiene un prólogo, en verso, de Luis Taboada. Creo que fué Gutiérrez Nájera quien escribió un día que en medio de la noche del arte español contemporáneo, Luis Taboada era tal vez el único «artista». Era una broma del «duque Job» mejicano, excusable por su falta de conocimiento del grupo español, digamos así, secreto, que hace una vida ciertamente intelectual.
Y además, en su tiempo—hace de esto ocho o diez años—las cosas andaban de Barrantes a Valbuena. Pues[81] Gil Parrado no pudo tener mejor protagonista que el desopilante Homero fragmentario de la vida cursi de Madrid, puesto que él quiso ser el Píndaro de las cursilerías épicas de la política. Conociendo la labor y la propaganda estética de quien escribe estas líneas, ellas no pueden sino ser vistas como la mayor prueba de sinceridad. Mas Palomero no es solamente Gil Parrado. Además de los alfileres de su conversación, de las más interesantes que un extranjero hombre de letras puede encontrar en la Corte, su crítica teatral se estima justamente, y en el cuento y el artículo de periódico, sobresale y comunica la intensidad de su vibración, el contagio de su energía indiscutible. Mariano de Cávia dice de él hablando de sus Trabajos forzados, que es «un literato culto, agudo y sincero»; gratifícale además con «popular y brillante». Cávia sabe lo que se dice, él, maestro de única escritura en su país que ha logrado unir, en la faena asperísima del periodismo, la flexible gracia autóctona a las elegancias extranjeras. ¡Quevedo en el bulevar, Dios mío! Y cuando Cávia alaba a Palomero es justo, y yo que conozco la transparencia de este talento, me complazco en deciros que aquí, entre lo poco bueno y nuevo, esto es de lo que en la piedra de toque deja una suave y firme estela de oro fino.
Así Manuel Bueno, el redactor que en El Globo escribe todos los días esa paginita que lleva la firma de Lorena, con el título general de «Volanderas». Verdes Montenegro ha hecho para el libro primigenio de Bueno un prólogo de sustancia y espíritu al propio tiempo que de justicia y cariño. De Verdes Montenegro os hablaré en otra ocasión más detenidamente. De su ahijado literario os diré que ha recibido en su alma mucho sol de nuestra pampa y a su oído ha cantado la onda caprichosa de nuestro gran río. Es un vasco. Vasco, así como ese especialísimo y robusto Grandmontagne, que ha injertado una rama de ombú en el árbol sagrado de Guernica, para que más tarde nazcan—¡Dios lo quiera,[82] y ya se ven los brotes!—flores de un perfume singular, rosas fraternales del color del tiempo, iluminadas de porvenir, en tierra de Mitre y Sarmiento, en la capital del continente latino, al amparo del satisfecho sol. El joven Bueno anduvo por Buenos Aires, padeció tormento de inmigración y penurias de mozo de intelecto que va a hacer fortuna por el Azul y Bahía Blanca... Y vuelto a su tierra, no es de los que vienen con arranques despechados de fracasadas bohemias, de existencias adoloridas de nuestra necesaria ley de trabajo, de ese Buenos Aires cuya fuente social es para los labios del mundo, y que en el progreso corresponde, con su pirámide de mayo, índice indicador, a los obeliscos de París y Nueva York.
Bueno es aquí, en su labor diaria, nota extemporánea, y tan parisiense que hay quienes le denuncien de afectación. Pero no es poco servicio intelectual el servir a un pueblo ese plato escogido, todos los días, esa ala de faisán, después de la sopa de política española y antes del asado político también. Bueno, como Lorena, da un eco que aquí, aunque tiene semejantes en la Prensa, permanece en su individualidad. No seré yo quien oculte su ligereza de juicio habitual, su insinceridad quizás, también habitual; ¡pero es tan bello el gesto!
Ricardo Fuente es el director de El País. Quizá envíe a La Nación una información interesantísima sobre este diario de oposición, que ha tenido sobre sí la atención de Madrid y de España, y que, periódico que ha respondido al eco popular, ha sido quizás el que ha tenido mayor número de intelectuales en su redacción. En París, un Intransigeant se explica: en Buenos Aires, el antiguo Nacional, también; en Madrid, El País de hoy es un caso de extremada curiosidad. Los redactores, desde hace mucho tiempo—el diario es republicano absoluto—van a la cárcel periódicamente. Allí se dice la verdad a son de truenos de tambores y trompetas. La censura ha tenido en esa hoja la mejor lonja en que cortar,[83] y las estereotipias, a las cuatro de la mañana, han sido en tiempo de la guerra brutalmente descuartizadas.
El capítulo de la censura, publicado cuando ésta se ha levantado, ha sido de sensación. Un detalle curioso es, que mi artículo «El triunfo de Calibán», publicado en Buenos Aires, fué mutilado en El País y dado intacto en La Época... En ese diario, El País, han escrito Dicenta, Maeztu, etc., y Romero Robledo puso allí su gran sombra... Ricardo Fuente es el director. Cuando uno piensa en ese abominable Villemesant que nos pinta Daudet o que nos acaba de retocar Claretie; cuando recuerdo a ciertos directores europeos y americanos, en quienes el elegante shylokismo se junta a un irrespeto voluntario de todo lo intelectual, pienso en este buen Fuente, que como el pobre parisiense Fernand Xau, sabe juntar—en su tan limitada esfera—la autoridad al tino y la comprensión a la afabilidad. Ser director de un diario ¡qué difícil tarea! Son como las perlas rosadas y negras aquellos a quienes se puede aplicar la frase inglesa: That is a man. Ser un director querido de sus redactores es de lo más difícil del mundo, así se llame uno Magnard o Valdeiglesias, Bennet o Láinez. Fuente lo es. Pero es que él propio es un trabajador de la Prensa que ha subido con mérito a ese puesto; y quizá, y sin quizá, tanta bondad personal hace daño a su posición. Porque no ha de ser quien dirige una tan complicada máquina un compañero de sus redactores en toda la extensión de la palabra, sino en lo que ella tiene de aprecio necesario y benevolencia justa; y ¡ay de aquel director que no se calce sus botas imperiales, y no ponga a su gallo, empezando en casa, a cantar claro y bien, como ese Arthur Meyer del Gaulois, tan combatido sin embargo! Fuente es el tipo ideal del director para sus redactores; pero su gallo no se ha alzado hasta ahora...
Se alza, personal y simpático, en el articulista, en el literato, de quien dice Joaquín Dicenta: «El camino literario de Fuente se halla trazado con líneas vigorosas.[84] Puede seguirle sin retroceder y sin temblar. No hay cuidado de que le tiren al suelo de un empujón; tiene los músculos muy duros». En el volumen De un periodista—del cual en Buenos Aires se ha reproducido bastante—, hay la manifestación de la contextura de un artista; la fuga contenida de un amante del estilo que atan las usanzas de la limitación del diario; las explosiones ideales o sentimentales sujetas por la línea señalada, o la hora de la Prensa, la preferencia al telegrama, la tiranía de la información. ¿Qué periodista no sabe de esto? Y así nos habla de Augusto de Armas, nos pinta rápidas acuarelas húmedas del más rico sentimiento, o apuntes de una fiereza de lápiz cuyo blanco y negro nos seduce por su juego de luz y de sombra.
18 de marzo.
No hace muchos días hice una corta visita a Aranjuez. Si Versalles recuerda a una coja encantadora en la historia, Aranjuez guarda aún el perfume de una tuerta hechicera: bien vale un viaje a ese bello buen retiro de los príncipes castellanos, el ir a rememorar a la princesa de Éboli. Entre los olorosos y evocadores boscajes resucitan las lejanas escenas, y hay en el ambiente de los jardines y alamedas como dormidos ecos galantes que no aguardan sino el enamorado o el poeta que sepa despertarlos. En el Palacio Real y la Casa de Labrador es un espíritu de tristeza el que impera, desde que penetráis en las suntuosas y solitarias mansiones. Al recorrer los innumerables habitáculos, adornados de siglos de oro, de plata, de mármol, de ónix, de ágata, de seda, de marfil, al respirar bajo esas techumbres que han cubierto tanta hora trágica, feliz o misteriosa, en la vida de muchos monarcas de España, sobrecoge el sombrío momento, la sala ha tiempo sin vida, la luna que retrató en su fondo las imágenes pasadas, la hora detenida en un reloj de Manuel de Rivas; el cojín en que se reclinó la cabeza de Felipe II, el fresco, el cuadro, el dije, o la estofa vieja con su atractivo peculiar y triste... Y el conserje que dice su aprendida relación, y se descubre ante un cuadro que representa una capilla de El Escorial en que se[86] está diciendo la misa... Viene a la mente la España negra.
Acababa de leer ese libro reciente de Émile Verhaeren y Darío de Regoyos, La España negra; y la novela española de Barrès Un amateur d'âmes; y el volumen positivo sobre la evolución política y social de España, de Yves Guyot: en todos la observación, la sugestión, la imposición, de la nota oscura, que en este país contrasta con el lujo del sol, con la perpetua fiesta de la luz. Por singular efecto espectral, tanto color, tanto brillo polícromo, dan por suma en el giro de la rueda de la vida, lo negro.
Es la tierra de la alegría, de la más roja de las alegrías: los toros, las zambras, las mujeres sensuales, Don Juan, la voluptuosidad morisca; pero por lo propio es más aguda la crueldad, más desencadenada la lujuria, madre de la melancolía; y Torquemada vive, inmortal. Granada existe, abierta al sol, como el fruto de su nombre, perfumada, dulce, ácidamente grata; pero hay una Toledo, concreción de tiempo, inmóvil y seca como una piedra, y entre cuyos muros sería insólita y fuera de lugar una carcajada. Allí no caben, al calor que abrasa la aridez de Castilla, otros amores que los tristes o fatalmente trágicos, y Maurice Barrès, la pasión que hace amargamente florecer en recinto semejante, es la nefasta y ardorosamente paladeada de un incesto. Verhaeren anota sus impresiones dolorosas, copia, al agua fuerte, paisajes cálidos y calcinados, colecciona sus almas violentas y bárbaras como los productos de una flora tropical, excesiva y rara. Domina atávicamente su sangre belga la fiereza de la España que apretara a sus antepasados entre los hierros del duque de Alba; los espectáculos de la torería le dejan ver la cristalización sangrienta que yace bajo el subsuelo de esta raza, cuya energía natural se complica de la ruda necesidad de las torturas; y el concepto de la muerte y de la gracia, enlutados y caldeados por un catolicismo exacerbante,[87] por una tradición feroz que ha podido encender las más horriblemente hermosas hogueras y aplicar los martirios más purpúreos y exquisitos. El arte revela ese fondo incomparable. La imaginaria religiosa hace de las naves de los templos, lúgubres morgues que me explico hayan conmovido a Verhaeren como a cualquier visitante de pensamiento que traiga sus pasos por estas iglesias sangrientas en que Ribera o Montañés, entre tantos, exponen al espanto humano sus lamentables Cristos.
Un español de gran talento me decía: «En cada uno de nosotros hay un alma de inquisidor». Cierto. Fijáos, y decid si José Nakens no se junta, paralelamente, en lo infinito—así las dos líneas matemáticas—con Tomás de Torquemada. Es la misma fe terrible, la intransigencia que llega hasta la ceguedad, la aplicación del potro, la certeza en la salvación por el sufrimiento, tan magníficamente iluminada en el drama de Hugo. Los conquistadores y los frailes en América no hicieron sino obrar instintivamente, con el impulso de la onda nativa; los indios despedazados por los perros, los engaños y las violencias, las muertes de Guatimozin y Atahualpa, la esclavitud, el quemadero y la obra de la espada y el arcabuz, eran lógicos, y tan solamente un corazón excepcional, un espíritu extranjero entre los suyos, como Las Casas, pudo asombrarse dolorosamente de esa manifestación de la España Negra. «Mi morena», dice Mariano de Cávia.
Las sombrías políticas de antaño se reproducen hoy, claro que sin la perdida magnificencia; pues de Polavieja a Antonio Pérez hay cien atlánticos de distancia y las ducales espuelas de don Fernando Álvarez de Toledo retrocederían sobre sus agudas estrellas ante las botas de don Valeriano Weyler... Pero aun la sombra de Roma cae sobre el palacio de Madrid; los confesores áulicos tienen su papel, las intrigas son las mismas con diferencia de personajes y de alturas mentales. ¡España[88] va a cambiar!, se grita en el instante en que la injusta y fuerte obra del yanqui se consuma. Y lo que cambia es el Ministerio.
La verbosidad nacional se desborda por cien bocas y plumas de regeneradores improvisados. Es un sport nuevo. Y la zambra no se interrumpe. «España—dice un escritor de Francia—ha querido, sin duda, evocar esos grandes Estados del Oriente antiguo que se derrumbaban en la embriaguez pública». No, no ha querido evocar nada. Obra por sí misma: esa alegría es un producto autóctono, entre tanta tragedia; es el clavel: es la flor roja de la España Negra. Así, cuando de nuevo los conservadores han vuelto al Poder, se ha creído en el exterior que la reacción provocaría la revolución. ¡Las inquisitoriales historias de Montjuich están cercanas; los sucesores de la guerra han sido tan rudos en su lección y las agitaciones provinciales del regionalismo se han repetido tanto! Nada. Quietud. Estancamiento. Apenas ruido de regaderas alrededor del tronco fósil del carlismo. Tan sólo, en lo futuro del tiempo, el hervor del fermento social.
Se combate el vaticanismo; Castelar habló; otras cabezas surgieron protestantes, a la salida de Silvela. Y se pronuncia el nombre del padre Montaña; el inevitable confesor, cuyo hábito, en el curso de la Historia, está siempre tras el trono de S. M. Católica. Se dice que la religiosidad española no es sino formal; que el papa no es la potencia hacedora en la vida política y social, sino hasta muy limitado punto. He encontrado sirviendo de señal en un libro viejo, un documento curiosísimo, que os pondrá a la vista el sentir y pensar de muy buena parte del pueblo español. Es una serie de proposiciones que se enviarían en cierta época a las congregaciones de Roma, para ser resueltas. Fírmalas don Ángel García Goñi, a 14 de abril de 1877. Este caballero fué, según me informan, abogado distinguido del foro matritense, y muy mezclado en asuntos de política eclesiástica.
PROPOSICIONES QUE SE CONSULTAN CON LAS CONGREGACIONES DE ROMA
«Si se puede ser partidario de la persona[1] del rey Don Alfonso XII de España, por creerle monarca legítimo, sin ser por esto católico liberal.
»Si aun en la hipótesis inadmisible de que fuera un usurpador y siguiese las corrientes racionalistas o se abrazase a la política doctrinaria, sería lícito al pueblo español por sí, alzarse en armas contra él, para destronarlo, dada la situación política de aquel país, y caso negativo, si a pesar de esto podría intentarlo, siguiendo al llamamiento que le hiciera otra persona que invocase, con más o menos fundamento, sus derechos al trono, o si en la duda de quien sea el verdadero rey, debe respetarse el hecho de la posesión de la autoridad y obedecer lo existente.
»Si de ser lícito el alzamiento a que se refiere la proposición anterior es hoy conveniente o de probable éxito o de tenerse por temerario.
»Si considerando el estado de las conciencias y la escasa resistencia que los tronos oponen en nuestros días a la revolución, puede decirse que deja de ser católico el monarca que sanciona la tolerancia de cultos disidentes. Entiéndase esta proposición no para preguntar si realiza un acto nulo en sí, porque éste parece evidente, sino en el sentido de si por tal hecho revela el monarca odio al catolicismo, o pueden aquellas circunstancias y el deseo de consolidar el orden público, cuando los revoltosos enarbolan la bandera de la tolerancia, o con ella hacen la oposición al rey, mitigar algo la gravedad de este acto.
»Si dado el hecho de haberse sancionado por el monarca la libertad y tolerancia de cultos, o cometídose [90]cualquier atropello a los sagrados derechos de la Iglesia católica, es lícito trabajar dentro de las vías legales para destronar al rey acusándole por su conducta, o si únicamente pueden censurarse sus actos sin el fin ulterior de quitarle la posesión de la autoridad: si para juzgar este hecho hay que distinguir entre el usurpador y el príncipe legítimo, y cuál de estas calificaciones ha de aplicarse al posesor de la autoridad, cuando el pueblo en que impera no tiene opinión unánime sobre este punto. Si la proposición 63 del Sillabus, de 8 de diciembre de 1864, condena la insurrección en este caso y si es aplicable al monarca cuya legitimidad es reconocida por unos y negada por otros súbditos.
»Si los verdaderos católicos pueden estar al servicio doméstico de los monarcas católico-liberales y asistir a sus recepciones oficiales y fiestas, y si pueden defender su derecho dinástico y su autoridad, sirviendo voluntariamente en sus ejércitos.
»Si se puede ser partidario del régimen representativo y constitucional, sin ser por ello católico liberal.
»Qué entiende la Santa Iglesia Romana por sistema parlamentario y si se puede sostener su conveniencia en nuestros días, sin dejar de ser católico ultramontano.
»Si, supuestas unas o ambas afirmaciones, es lícito desear el planteamiento en España de la Constitución de 23 de mayo de 1845, por considerarla apropiada a las necesidades presentes del pueblo español, o si la doctrina de este Código es católico-liberal, y, por lo tanto, inconciliable con los derechos e intereses del catolicismo, determinando en semejante supuesto, cuáles son los artículos que deberían suprimirse o modificarse para que fuese francamente católica.
»Si aun siendo mala esta Constitución pueden ser tenidas por católico-liberales aquellas personas que sostienen la conveniencia de haberla restablecido en España en el año 1875, como base del orden político, sin perjuicio de reformarla en sentido más restrictivo.
»Si es lícito a un católico verdadero prestar juramento a la vigente Constitución española, publicada en 30 de junio de 1876 y con qué salvedades.
»Si es lícito y conveniente trabajar en las elecciones como elector y como elegible, con el fin de defender el catolicismo; y en todo caso, si es enteramente libre opinar en pro o en contra de esta conveniencia.
»Si el sufragio universal considerado, no como fuente de la soberanía del Derecho o del Poder, sino únicamente como forma de elección, es incompatible con el catolicismo y está condenado por la proposición 60 del Sillabus.
»Si puede un verdadero católico servirse de la Prensa periódica para propagar y defender la doctrina de Jesucristo y los derechos de la Santa Iglesia Romana; si puede también concurrir a los Ateneos, Academias y demás Centros donde impera el racionalismo y el liberalismo, para combatir estas absurdas teorías, oponiendo a ellas las conclusiones católicas. Si esto es conveniente y si es enteramente libre opinar en pro o en contra de su oportunidad.
»Si la llamada libertad de la Prensa, entendida, no como un derecho individual, sino como una concesión temporal del poder supremo, y, por lo tanto, revocable, y aun así limitada por las leyes que castigan las transgresiones de la doctrina católica y del orden político y social constituyen un principio católico-liberal; y si la previa censura forma parte integrante del uso de esta libertad para que sea compatible con el catolicismo.
»Qué entiende la Santa Iglesia Romana por liberalismo; si es lo mismo que sistema parlamentario y constitucional...
»Si los católicos, al defender el catolicismo y los derechos de la Santa Iglesia Romana, deben ajustar sus acciones a la legalidad establecida en los diferentes países, utilizando los medios que ella les proporcione, o si es más conveniente que contentándose con la obediencia pasiva a los Poderes constituídos, se separen de aquélla[92] y unidos trabajen para conseguir sus fines. Cuál es, en resumen, la conducta que deben seguir en las actuales circunstancias, y si es completamente libre opinar y obrar en uno u otro sentido.—Ángel García Goñi.—Madrid, abril 14 de 1877.»
Es este un trabajo de casuística política española, que os abre un mirador hacia el panorama moral de la Nación. La Iglesia, unida al Estado cada día más, a pesar de las expropiaciones territoriales, de las reacciones progresistas y de los trabajos del radicalismo. «La libertad y la individualidad—dice Georges Lainé—son sentimientos accidentales que España ha siempre desconocido. La antigüedad y el Oriente no han imaginado otra forma de gobierno que el despotismo fanático y sospechoso, de tiranos, que se inmiscuyen en la intimidad de las conciencias. España no ha podido desprenderse de esa concepción, ni bajo el régimen del librepensador Carlos III, ni bajo la del intolerante Felipe II; el libre pensamiento castellano no fué entonces sino una variedad nueva de la intolerancia y del despotismo; si hubiese osado suprimir la religión del Estado, hubiera sido para reemplazarla por una filosofía del Estado; pero bruscamente, sin preparación, el siglo XIX rompió ese molde social».
Mal podría yo, católico, atacar lo que venero; mas no puedo desconocer que el catolicismo español de hoy dista en su pequeñez largamente aun del terrible y dominante catolicismo de los autos de fe. Esa corrompida dominación religiosa de Filipinas ha sido, como bien lo conoce ya el mundo, la causa principal de la pérdida cuya fatalidad no hubo un juicio certero que la presintiese. Habiendo perdido su poderío antiguo, la clerecía no tomó siquiera el rumbo que podría levantarla a su justo puesto en España católica, en donde, ya que no como cuerpo, particularmente se protegiesen las artes y las ciencias. No es un sueño de poeta el pensar como el escritor que antes he citado, en el papel reservado a[93] la Iglesia en lo porvenir, con tal de que la barca simbólica fuese con buen timonel: la Iglesia, dice, es una admirable institución, porque reposa sobre el amor y es el eterno asilo de todos los Franciscos de Asís, de todas las santas Teresas, de todos los Vicentes de Paúl del futuro. Todos los que aman, todos aquellos para quienes el amor es el único fin de la existencia, se lanzarán un día hacia la Iglesia, sea que—por privilegio de Dios—entren directamente, sea que, paganos, les haya sido preciso, de desilusión en desilusión, seguir el camino indicado por Platón: del amor de los bellos cuerpos ascender al amor de las ideas, de la Venus terrestre a la Venus celeste.
Y en España, en donde el catolicismo forma parte, o está unido tan íntimamente al alma general, a tal extremo que España ha de ser siempre católica o no será; quizá en el tiempo venidero, en el resurgimiento que ha de cumplirse, reverdezca el árbol nuevo, ya que no con las pompas escarlatas de la hoguera y del auto de fe, en la luz de la vida nueva, en la gloria de la intelectualidad, libre de las manchas grises, de las taras vergonzosas que ahora contribuyen al descrédito de la alta doctrina; la «locura de la cruz» no es la insensatez de la cruz.
¡Oh sí! el Máximos de Ibsen podría venir, más no sería sino el mismo soberano Jesucristo, un emperador galileo cuyo fin sería siempre la paz y el triunfo de la verdadera vida. El Anticristo nació en este siglo en Alemania; conquistó muchas almas; se apasionó primero por el Graal santo y renegó luego de su mayor sacerdote; creó el tipo de soberbia humana, o superhumana, aplastando la caridad de Jesús; predicó el odio al doctor de la Dulzura; desató o quiso desatar los instintos, los sexos y las voluntades; consiguió un ejército de inteligencias, y se cumplió por él más de una profecía. Pero el Anticristo alemán está en el manicomio, y el Galileo ha vencido otra vez.
[1] Lo subrayado está en el manuscrito.
31 de marzo.
Sevilla rebosa de forasteros; Toledo lo propio; a Murcia van los trenes llenos de viajantes. No faltan en las estaciones los indispensables ingleses provistos de sus minúsculas «detective». Es en las provincias en donde la santa semana atrae a los turistas. Madrid es religiosamente incoloro, y lo que hace notar que se pasa por estos días de fiestas cristianas, es que desde ayer, por decreto del alcalde—un descendiente del ilustre Jacques de Liniers—, no circulan durante el día vehículos por la capital. Las campanas no suenan, reemplazadas litúrgicamente por las matracas, y jueves y viernes estas mujeres amorosas en la devoción, recorren las calles cubiertas con sus famosas mantillas. En medio de la multitud, algo he advertido de una vaga y dolorosa tristeza. Se escucha que viene a lo lejos una suave música llena de melancolía; despacio, despacio. Luego se va acercando y se oye una canción, seis voces, dos femeninas, dos de hombre, dos infantiles. El coro pasa, se diría que se desliza ante vuestros ojos y a vuestros oídos. Son ciegos que van cantando canciones, pidiendo limosna. Se acompañan con violines, guitarras y bandolinas. Con sus ojos sin día miran hacia el cielo, en busca de lo que preguntaba Baudelaire. Lo que cantan es uno de esos motivos brotados del corazón popular, que dicen, en su corta y sencilla notación, cosas[95] que nos pasan sobre el alma como misteriosas brisas que hemos sentido no sabemos en qué momento de una vida anterior. Se diría que esos ciegos han aprendido su música en monasterios, pues traen sus voces algo como piadosa resonancia claustral. La concurrencia que va al paseo no para mientes. Por los balcones asoman unas cuantas caras curiosas. De lo más alto de una casa, de una pobre buhardilla, cae para los ciegos una moneda de cobre.
En las iglesias se ostentan las pompas sagradas. Los caballeros de las diversas Ordenes asisten a las ceremonias. La indumentaria resucita por instantes épocas enterradas. Mas ayer se cumplió con una antigua usanza en la mansión real que, con toda verdad, más que ninguna otra manifestación, ha podido llevar los espíritus hacia atrás, en lo dilatado del tiempo. Me refiero al acto de lavar los pies a los pobres y reunirles a la mesa, la reina de España. Esta costumbre arranca de siglos; instituyóla Fernando III de Castilla en 1242.
Desde muy temprano el patio de palacio se fué llenando de gente. Visto desde lo alto era una aglomeración oleante de mantillas, sombreros de copa, oros y colores de uniformes. Suena un son de pífanos. Es el desfile pintoresco de las alabardas. Medio día. Compases de un himno por una banda de palacio, y la familia real se presenta en marcha hacia la capilla. Por un momento desaparece el rumor de la vida actual. Esa aparición nos hace pensar en un mundo distinto, en apariencias encantadoras que a las alturas de esta época ruda para la poesía de la existencia, tan solamente surgen a nuestra contemplación en el teatro o en el libro. He aquí que esta buena archiduquesa que sostiene hoy la diadema de Su Majestad Católica, brota de un cuadro, sale de una página de vieja historia, se desprende de un cuento; toda blanca, real, tristemente majestuosa, pues no alcanza a ocultar que su alma no es un lago tranquilo. De sus espaldas se extiende el gran manto; la larga cola[96] pórtala un hidalgo, el mayordomo marqués de Villamayor. El continente impone, el gesto habla por la raza. Por corona lleva María Cristina una constelación de brillantes, y sutil como una onda de espuma, la mantilla blanca le cubre el casco de la cabellera. La princesita de Asturias, que ya viste de largo, va toda ella hecha una rosa, rociada de perlas. Hay en esa joven una distinción graciosa que seduce en medio de la corte, y que no advertís en los retratos expuestos en los escaparates de los fotógrafos y que dan la figura un tanto picante de una modistilla. La infanta Isabel—muy simpática para todos los madrileños, y absolutamente Borbón—va de un amarillo triunfante, y sobre la magnificencia de su manto heliotropo resplandecen las joyas. El altar arde en luces y oros. Los príncipes y los cortesanos parecen orar, con unción y fe. Calvas ebúrneas, barbas blancas sobre estrellas de oro y de piedras preciosas, galones y entorchados, se inclinan al movimiento de los oficios. Serenamente armoniosa, la música de la capilla despierta a Mozart. Como un incienso se esparce por los ámbitos, envuelve todos los espíritus, así entre tantos se erijan los incrédulos, la Primera Sinfonía.
En el Salón de las Columnas el gran crucifijo central está envuelto en un lienzo violeta, en el altar, que se destaca sobre un tapiz de asunto religioso. En las tribunas, con los ministros, entre el Cuerpo diplomático y los Grandes de España, están la infanta Isabel y la duquesa de Calabria y la princesa de Asturias.
En los lados del salón, sentados en bancos negros, hay doce mujeres pobres y trece hombres pobres. No sé que vaga luz brota de esas humildes almas en las miradas.
Suenan las dos palmadas de costumbre; es que se acerca la reina con su séquito. La reina viene a paso augusto, entre el obispo y el nuncio. Precédela un grupo de religiosos y cantores, y una cruz alta. Ante diem festum Paschæ... resuena la voz del subdiácono; la música,[97] el canto vuela sobre el recinto. De pronto, María Cristina está ya ciñéndose una toalla, mientras las duquesas, llenas de diamantes, las condesas fastuosas, descalzan a los convidados miserables. La reina con una esponja y con la toalla enjuga los lamentables pies de esas gentes, que en un halo de inexplicable asombro deben sufrir extraña angustia. El representante del papa vierte el agua de un ánfora. Os aseguro que por todo pecho presente pasa una conmoción. Y en ese mismo instante, dos voces hablaban al oído del observador meditabundo. La una era la del demonio de la calle, el demonio de la murmuración que se cuela por los misterios de las casas y se propaga en la frase afilada por la inevitable malignidad humana. Esa voz hablaba a la oreja izquierda y decía: «Es hermoso, es de un simbolismo grandioso y conmovedor ese acto de humildad que recuerda a las Isabeles de Hungría, que nos aleja del ambiente contemporáneo asfixiante de egoísmo, quemante de odio y de mentira; pero... ¿y la miseria? ¿Y los innumerables mendigos que andan por la Corte y por toda España crujiendo de hambre? ¿Y los martirios de Montjuich? ¿Y el anarquismo, flor de los parias? ¿Y la prostitución infantil instalada a los ojos de la capital de S. M. Católica?» Y continuaba: «Por ahí se dice que la «austriaca» es avara; que manda arreglar el calzado y los vestidos usados de las infantitas; que hace pagar su «pupilaje» en palacio a la infanta Isabel; que su caridad no se demuestra espléndida en demasía; que en Londres está acaparando millones; que la duquesa de Cánovas, a quien ella antes llamara «la reina de la Guindalera», la gratifica justamente con el apodo de «la institutriz»...» Mas la voz que hablaba a la oreja derecha decía: «No, no hay que proclamar la injusticia o la mala visión como una ley de verdad. Esa noble señora está en una altura que hay que apreciar de lejos; y poco harán en su contra las murmuraciones áulicas, los despechos palaciegos. Su misión maternal es admirable, y[98] las tempestades que han pasado por la corona de torres de la Patria la han visto siempre digna y ejemplar, sosteniendo la infancia endeble de su hijo, dolorida por las penas nacionales, triste en su viudez hasta hoy libre de calumnia. Ciertamente, no es una Isabel II, por ninguna clase de generosidad. No derrocha, pero sostiene asilos, da justas y silenciosas limosnas. Es una reina buena».
Y hela allí, en el salón de armas, sirviendo a los mismos pobres a la mesa. Le ayudan varios señores en su tarea. Esos garçons de semejante comedor se llaman el marqués de Ayerbe, el duque de Sotomayor, el duque de Granada de Ega, el conde de Revillagigedo, el marqués de Comillas, el conde de Atarés, el marqués de Santa Cristina, el marqués de Velados. Todos pudieran entrar en un parlamento huguesco; todos se cubren ante el rey, todos tienen a la cintura la llave de oro. Así las damas que descalzaron a los miserables eran una condesa de Sástago, una duquesa de Medina Sidonia, una marquesa de Molíns, una de Sanfelices. Desde lo alto, en el soberbio techo—Giaquinto pinxit—todo un revuelto Olimpo, de un paganismo rococo, se debatía, en vibrantes fugas de colores sobre las magnificencias católicas.
Esta ha sido para mí más que la procesión mediocre, o las celebraciones eclesiásticas en los templos, la verdadera nota principal de la semana santa en la corte española. Pues si hoy la reina, en el ceremonial del viernes santo en la capilla real, ha hecho cambiar por cintas blancas las cintas negras de los procesos, al indultar a los reos de muerte, después de besar el lignum crucis, ayer, ha estado, en un acto antiguo, más cerca de Jesucristo.
¿España es verdaderamente religiosa? Creo que, en el fondo, no. Cuenta Georges Lainé que preguntó a un sacerdote gaditano: «¿Hay una corriente de opinión republicana muy marcada en el bajo pueblo de Cádiz?»[99] El sacerdote le contestó: «Todos los obreros de Cádiz son republicanos, anticatólicos, y, un gran número, anarquistas». Puede también asegurarse que la mayoría de los obreros de toda España es poco religiosa, influída por corrientes liberales primero y luego por la cuestión social. En Barcelona, principalmente, el viento nuevo ha desarraigado mucho árbol viejo. En Andalucía, en Castilla buena parte del clero ha contribuído, con su poco cuidado de los asuntos espirituales, a debilitar las creencias. El alto clero español cuenta con cabezas eminentes, con sabios y con varones virtuosos; pero en las regiones inferiores no es un mirlo blanco el sacerdote de sotana alegre, amigo de juergas, de guitarras y mostos. La navaja no es tampoco, en ciertos ejemplares, desconocida.—El sacerdote sanguinario y cruel no ha sido escaso en las guerras carlistas. En cuanto a moralidad, es éste el país en donde el «ama del cura» y las «sobrinas del cura» son tipos de comedia y cantar. Ello no quiere decir que, como en toda viña humana y en la del Señor, no haya casos de corrección y de virtud evangélicas. El cura de aldea de aquel honesto Pérez Escrich no abunda, pero se puede encontrar en la campaña española. La enseñanza religiosa en la España interior se queda en lo primitivo, en la plática pastoral que precede a la idolatría católica de figuras también primitivas; en las procesiones originalísimas.—En la España negra de Verhaeren y Regoyos podéis observar curiosos croquis. En San Juan de Tolosa, por ejemplo, en Guipúzcoa, donde existen esas esculturas bárbaras que hacen decir al escritor: «El rezar cara a cara con estos Nazarenos y Santos debe hacer reir o alucinar». En efecto, son figuras, bonshommes como labrados a hacha, con asimetrías deformes y aires de idiotismo o de malignidad; Cristos de rostros funestos, o como dibujados por James Ensor, Cristos que dan miedo, bajo sus cabelleras de difuntos, entre los nichos oscuros de los altares. La semana santa en Guipúzcoa; los pasos[100] de Azpeitia con sus siniestras estatuas, son otra cosa que la semana santa de Sevilla, con sus esculturas artísticas, sus palios lujosos, sus pasos con imágenes de arte, sus vírgenes vestidas como emperatrices bizantinas: todo oro, terciopelo, hierro, y más oro; y las saetas, esos cantos que brotan en su aguda tristeza, quejidos del pueblo, dolorosas y sonoras alondras de una raza. O la semana santa de Toledo, entre la antigüedad gris y seca de esa petrificación de tiempo. En las fiestas de San Juan Degollado, en la isla de Gaztelugache, cerca del cabo Machichaco, puede verse aún la Edad Media, con la devoción idólatra y temerosa, los romeros y penitentes que suben una cuesta de rodillas, despedazándose sobre la piedra. Los niños van vestidos de negro y violeta. Y los disciplinantes de Rioja, en San Vicente de la Sonsierra: hombres que se destruyen las espaldas con azotes, a la vista del público, y luego, cuando el lomo está todo amoratado de golpes o hinchado de disciplinazos, se les raya con bolas de cera llenas de vidrios filosos. Regoyos nos cuenta de otros martirios, como el ir tocando una gran campana por las calles, o pasar con los pies descalzos sobre pedruscos y chinas. Allí la sangre humana se vierte en realidad cada jueves santo.
Pero junto a todas esas manifestaciones de religiosidad nefasta y milenaria encontraréis siempre la guitarra, el vino, la hembra. El torero tiene una imagen a la que reza antes de ir a la corrida, a la fiesta de la sangre. Los antiguos peregrinos que iban a Santiago de Compostela con el bordón y la calabaza eran excelentes pillos y bandoleros que hubo que perseguir. En ciertas procesiones andaluzas hay pleitos por si una santa virgen vale más que otra, y al elogiar a la propia imagen se injuria con epítetos de la hampa a la santa imagen contraria. Se forman partidos por este o aquel Cristo, por este o aquel santo milagroso. En Galicia pasa lo propio. Un escritor gallego me cuenta que un tío suyo muy devoto, después de sufrir un gran dolor moral, se[101] encerró en su gabinete, y con una filosa faca se puso a dar de puñaladas a un Crucifijo familiar. No es raro que al ir a dejar a la iglesia en los pueblos, a una imagen, los conductores se detengan un rato en la taberna. En 1820 los madrileños saquearon el palacio de la Inquisición; degüello de frailes ha habido que quedará por siempre famoso. España es el país católico por excelencia; pero Rothschild ha sido el amo por intermedio del judío Bauer; y se ha transigido por razones muy humanas, con la fundación de templos protestantes.
El fanatismo español, según Buckle, se explicaría por las luchas con las invasiones arábigas; pero Ives Guyot hace notar, con justicia, que antes había habido los grandes choques con los visigodos arrianos. La conversión de Recaredo señala un buen punto de partida. De lo más remoto parte la veta religiosa, desde la venida de los primeros cristianos. No hay lugar importante de España que no guarde el recuerdo tradicional o histórico de un santo o de un apóstol cristiano. San Pablo desembarcó en las costas levantinas, y Tarragona pretende que fué el fundador de su iglesia. En Bética fué la conversión del prefecto Filoteo, del magnate Probo y su hija Xantipa. El mismo apóstol estuvo en Andalucía, en Écija y en otros puntos de la Península. Écija tuvo a San Rufo, obispo nombrado por San Pablo Narbonense; Santiago estuvo en Braga, en donde fué primer obispo. El viaje de la cabeza de Santiago, con los Siete Discípulos, en la parva navis, es una hermosa perla de tradición narrada en el latín del Cerratense. La cabeza de Santiago destruyó el último templo de Baco: Liverum novum: ¡pero ya quedaba el vino! San Pedro envió a otros discípulos. Geroncio quedó en Italia. Pamplona recuerda a Saturnino y Honesto; Marmolejo a Máximo; Guadix a Torcuato; Granada a San Cecilio; Ávila a San Segundo; Tarifa a San Esicio; Andújar a San Eufrasio; Cabra a San Texifonte; Almería a San Indalecio. Zaragoza pretende tener la primera iglesia fundada en España: allí[102] triunfan los mártires y la Pilarica. Toledo tuvo a San Eugenio, en tiempo del papa Clemente. Gerona cuenta con San Narciso. Por todas partes retoña, si regáis un poco, la raíz cristiana, por tantos motivos; pero la savia pagana de la tierra no está destruída. La latina se explica. Se gusta en las procesiones de la pompa, de los oros lujosos, de la decoración de las imágenes, y con el pretexto de la devoción se da suelta a los nervios y a la sangre, floreciendo de rojo la España Negra. No se abandonan los asuntos de este mundo por los del otro; y la Inquisición misma, en sus orígenes, tuvo más causas políticas que religiosas. El quemadero después agregó ese halago terrible al divertimiento popular; auto de fe o corrida de toros viene a dar lo mismo. En ciertos templos andaluces el catolicismo deja ver a través de sus adornos y símbolos las líneas y arabescos moriscos: en las almas pasa algo semejante. Cierto es que Mahoma sonríe más que Jesucristo en los ojos sevillanos de bautizadas odaliscas.
País de Carlos V, de Felipe II, de Carlos II el Hechizado; país de la expulsión de los judíos y de los moros: su fe no llega muy a lo profundo. Creedme: la brava España llevó la cruz al mundo nuevo nuestro, a lejanas tierras, la impuso por la fuerza, de manera koránica; pórtala sobre el oro de la corona, sobre la cúpula del palacio real; pero España es como la espada: tiene la cruz unida a la filosa lámina de acero.
6 de abril de 1899.
Los durazneros alegres se animan de rosa; el Retiro está todo verde, y con la primavera llegaron los toros. Se han vuelto a ver en profusión los sombreros cordobeses, los pantalones ajustados en absurda ostentación calipigia, las faces glabras de las gentes de redondel y chuleo. El día de la inauguración de las corridas fué un gran día de fiesta. Pude saludar varias veces por la calle de Alcalá al espíritu de Gautier. Era el mismo ambiente de los tiempos de Juan Pastor y Antonio Rodríguez; las calesas estacionadas a lo largo de la vía, las mulas empomponadas, los carruajes que pasan llenos de aficionados y las mantillas que decoran tantas encantadoras cabezas. Parece que en el aire fuese la oleada de entusiasmo; todo el mundo no piensa sino en el próximo espectáculo, no se habla de otra cosa; las corbatas de colores detonan sobre las pecheras; las chaquetas parece que se multiplicasen, los cascabeles suenan al paso de los vehículos; en los carteles chillones se destaca la figura petulante del Guerra. ¡El Guerra!...
Su nombre es como un toque de clarín, o como una bandera. Su cabeza se eleva sobre las de Castelar, Núñez de Arce o Silvela; es hoy el que triunfa, el amo del fascinado pueblo. ¡El Guerra! Andalusamente, Salvador Rueda, no hallando otra cosa mejor que decirme de su torero, me clava: «¡Es Mallarmé!» Vamos, pues, a los toros.
«Se ha dicho y repetido por todas partes que el gusto[104] por las corridas de toros se iba perdiendo en España, y que la civilización las haría pronto desaparecer; si la civilización hace eso, tanto peor para ella, pues una corrida de toros es uno de los más bellos espectáculos que el hombre puede imaginar». ¿Quién ha escrito eso? El gran Theo, el magnífico Gautier, que vino «tras los montes» a ver las fiestas del sol y de la sangre; Barrès, después, hallaría la sangre, la voluptuosidad y la muerte. Es explicable la impresión que en el hombre que «sabía ver» harían las crueles pompas circenses. No es posible negar que el espectáculo es suntuoso; que tanto color, oros y púrpuras, bajo los oros y púrpuras del cielo, es de un singular atractivo, y que del vasto circo en que operan esos juglares de la muerte, resplandecientes de sedas y metales, se desprenden un aliento romano y una gracia bizantina. Artísticamente, pues, los que habéis leído descripciones de una corrida o habéis presenciado ésta, no podéis negar que se trata de algo cuya belleza se impone. La congregación de un pueblo solar a esas celebraciones en que se halaga su instinto y su visión, se justifica, y de ahí el endiosamiento del torero.
Nodier raconte qu'en Espagne... Fácil es imaginarse el entusiasmo de Gautier por esta España que aparecía en el período romántico como una península de cuento; la España de los châteaux, la España de Hernani y otra España más fantástica si gustáis, y la cual, aun cuando no existiese, era preciso inventar. Esa venía en la fantasía de Gautier, y los toros vistos por él correspondieron a la mágica inventiva. En la calle de Alcalá le arrastró, le envolvió el torbellino pintoresco; los calesines, las mulas adornadas, los bizarros jinetes, las tintas violentas calentadas de sol de la tarde, los característicos tipos nacionales. El arte le ase a cada momento y si un tronco de mulas le trae a la memoria un cuadro de Van der Meulen, un episodio torero le recordará más tarde un grabado de Goya. Aquí encuentra la famosa[105] manola, que ha de hacerle escribir una no menos famosa canción cuyos ¡alza! ¡hola! se repetirán en lo porvenir a la luz de los café-concerts. El detalle le atrae; documenta y hace sonreir la sinceridad con que corrige a sus compatriotas buscadores de «color local»: se debe decir torero, no toreador; se debe decir espada, no matador. Ya enmendará luego la plana a Delavigne diciéndole que la espada del Cid se llama tizona y no tizonade, para resultar con que hay una estocada en la corrida que se llama a vuela pies. ¡Oh! el español de los franceses daría asunto para curiosas citas, desde Rabelais hasta Maurice Barrès, pasando por Víctor Hugo y Verlaine. Los toros atrajeron la atención del poeta de los Esmaltes y Camafeos. Cuando iba a sentarse en su sitio, en la plaza, «experimenté—dice—un deslumbramiento vertiginoso. Torrentes de luz inundaban el circo, pues el sol es una araña superior que tiene la ventaja de no regar aceite, y el gas mismo no lo vencerá largo tiempo. Un inmenso rumor flotaba como una bruma de ruido sobre la arena. Del lado del sol palpitaban y centelleaban miles de abanicos y sombrillas». «Os aseguro que es ya un admirable espectáculo, doce mil espectadores en un teatro tan vasto cuyo plafón sólo Dios puede pintar con el azul espléndido que extrae de la urna de la eternidad». Después serán las peripecias de los juegos, la magnificencia de los trajes y capas; los mismos sangrientos incidentes, caballos desventrados, toros heridos, y el público tempestuoso, un público de excepción cuyo igual no sería posible encontrar sino retrocediendo a los circos de Roma; todo con sol y música y clamor de clarines y banderillas de fuego. Él hace su resumen: «La corrida había sido buena: ocho toros, catorce caballos muertos, un chulo herido ligeramente; no podía desearse nada mejor». Que por razones de imaginación y sensibilidad artística hombres como Gautier se contagien del gusto por los toros que hay en España, pase; pero es el caso que ese contagio invade a los extranjeros[106] de todo cariz intelectual, y no es raro ver en el tendido a un rubio commis-voyageur dando muestras flagrantes del más desbordado contentamiento.
Lo que es en España será imposible que llegue un tiempo en que se desarraigue del pueblo esta violenta afición. Antes y después de Jovellanos ha habido protestantes de la lidia que han roto sus mejores flechas contra el bronce secular de la más inconmovible de las costumbres. En las provincias pasa lo propio que en la capital. Sevilla parece que regase sus matas de claveles con la sangre de esas feroces soavetaurilias; allí las fiestas de toros son inseparables del fuego solar, de las mujeres cálidamente amorosas, de la manzanilla, de la alegría furiosa de la tierra; la corrida es una voluptuosidad más, y la opinión de Bloy sobre la parte sensual del espectáculo encontraría su mejor pilar en el goce verdaderamente sádico de ciertas mujeres que presencian la sangrienta función. La Sevilla de las estocadas de Mañara, de la molicie morisca, de las hembras por que se desleía Gutierre de Cetina, de las sangres de Zurbarán, de las carnes femeninas de Murillo, de las gitanillas, de los bandidos generosos, tiene que ser la Sevilla del clásico toreo. Bajo Fernando III ya los mozos de la nobleza tenían su plaza especial para el ejercicio del sport preferido. Partos reales o la toma de Zamora, se celebraban con toros. El cardenal arzobispo don Rodrigo de Castro prohibió durante un jubileo las corridas. La ciudad luchó con su ilustrísima y venció apoyada por Felipe II. La corrida se da, y en ella
En tiempos de Felipe IV «toreó a caballo don Juan de Cárdenas, un truán del duque, de excelente humor, con tanta destreza y bizarría, que al toro más furioso dió una muy buena lanzada: Mató S. M. tres toros con arcabuz»—dice un revistero de la época. Felipe V quiso sustituir la corrida por «juegos de cabezas», pero lo francés fué derrotado por lo español. ¡Ayer como hoy los toros for ever! No ha habido aquí poeta ni millonario que haya sido tan afortunado en favores femenidos como Pepe Hillo. Cierto es que en París y en nuestro tiempo, Mazzantini y Ángel Pastor no han podido quejarse de las damas. En Zaragoza la afición se pretende que viene desde los romanos. Don Juan de Austria fué obsequiado allí con toros. A Felipe V le hicieron ver los aragoneses una corrida, de noche, en Cariñena. Los navarros, entre un son de violín de Sarasate y un do pectoral de Gayarre, toros, y ello viene de antaño. Soria, con sus fiestas de las Calderas, pues toros. Valencia, florida y armoniosa de colores y cantos, tenía ya toreros en tiempo de Don Alfonso el Sabio. Y entre sus célebres aficionados cuenta a un conde de Peralada y Albatera, don Guillén de Rocafull. Y hasta en la España del Norte, en la España gris, aun cuando la Naturaleza proteste, la afición procura su triunfo, y bajo el cielo empañado, en la tierra donostiarra, toros. Salamanca, toros. Toledo, Valladolid, toros. Solamente entre los catalanes no han vencido sino a medias los cuernos.
No obstante, hay apasionados de la lidia que lamentan la decadencia torera; dicen que hoy no existe «el amor al arte», que los espadas son simples negociantes, y los ganaderos, así sean descendientes de Colón, dan—como dice Pascual Millán, notable taurógrafo—«toros raquíticos, sin sangre, ni bravura, ni trapío». Los días pasados, en Aranjuez, conocí a un hombre atento y afable que, a través de su conversación con coleta, deja ver cierta cultura y buen afecto a América. Me habló del Río de la Plata, y de Chile, y de su amigo don Agustín[108] Edwards. Es el célebre Ángel Pastor. Sufre grandemente. En lo mejor de su carrera, todavía fuerte y joven, ha tenido la desgracia de romperse un brazo. Ya no podrá trabajar; la mala suerte le ha salido al paso peor que un toro bravo, y le ha cogido. Y habla también Pastor de lo malo que hoy anda el toreo, de la decadencia del arte, de lo clásico y de lo moderno, como hablaría un profesor de Literatura o de Pintura. Pero no le falta el brillante gordo en el dedo y la consideración de todo el mundo. El hotel mejor de Aranjuez es el suyo. Y la tradicional gentileza y obsequiosidad, suyas son también.
Decadentes o no decadentes, los toros seguirán en España. No hay rey ni Gobierno que se atreva a suprimirlos. Carlos III tuvo esa mala ocurrencia y luego se vieron sus defectos. Jovellanos, en su carta a Vargas Ponce, no tuvo empacho en sostener que la diversión no es propiamente nacional, porque Galicia, León y Asturias han sido muy poco toreras. ¿Qué gloria nos resulta de ella? exclamaba. ¿Cuál es, pues, la opinión de Europa en este punto? Con razón o sin ella ¿no nos llaman bárbaros porque conservamos y sostenemos las fiestas de toros? Negó el valor a los toreros, y proclamó su general estupidez fuera de las cosas de la lidia. Sostuvo el daño que ésta producía a la agricultura, pues cuesta más la crianza de un buen toro para la plaza que cincuenta reses útiles para el arado; y a la industria, pues los pueblos que ven toros no son por cierto los más laboriosos. En cuanto a las costumbres, el párrafo que dedica a la influencia de los toros en ellas quedaría perfecto al injertarse en un capítulo del Cristophe Colomb devant les taureaux, de León Bloy. Hay una muy bien meditada página del cubano Enrique José Varona sobre la psicología del toreo, en que encuentra la base humana del gusto por esas crueles diversiones, en el sedimento de animalidad persistente a través de la evolución de la cultura social. La teoría no es flamante y antes que sostenida[109] por argumentos científicos, estaba ya incrustada en la sabiduría de las naciones.
Pero si no hay duda de que colectivamente el español es la más clara muestra de regresión a la fiereza primitiva, no hay tampoco duda de que en cada hombre hay algo de español en ese sentido, junto con el de la perversidad, de que nos habla Poe. Y la prueba es el contagio, individual o colectivo; el contagio de un viajero que va a la corrida llevado por la curiosidad en España, o el contagio de un público entero, o de gran parte de ese público, como el de París o Buenos Aires, en donde la diversión se ha importado, corriéndose el riesgo de que, si la curiosidad es atraída primero por el exotismo, venga después la afición con todas sus consecuencias.
En América, no creo que en Buenos Aires, a pesar de lo numeroso de la colonia española y de la sangre española que aun prevalece en parte del elemento nacional, el espectáculo pudiese sustentarse por largo tiempo; pero pasada la cordillera, y en países menos sajonizados que Chile, el caso es distinto. Desde Lima a Guatemala y Méjico queda aún bastante savia peninsular para dar vida a la afición circense.
En cualquier pueblo, dice Varona, sería funesto para la cultura pública espectáculo semejante; entre los españoles y sus descendientes, infinitamente más. Las propensiones todas de su carácter, producto de su raza y de su historia, los inclinan del lado de las pasiones violentas y homicidas. Por lo que a mí toca, diré que el espectáculo me domina y me repugna al propio tiempo—no he podido aún degollar mi cochinillo sentimental.
Puesto que las muchedumbres tienen que divertirse, que manifestar sus alegrías; serían más de mi agrado pueblos congregados en sus días de fiesta, en un doble y noble placer mental y físico, escuchando, a la griega, una declamación, bajo el palio del cielo, desde las gradas[110] de un teatro al aire libre; o la procesión de gentes, hombres y mujeres y niños, que fuesen, en armoniosa libertad, a cantar canciones a las montañas o a las orillas del mar. Pero puesto que no hay eso, y nuestras costumbres tienden cada día a alejarse de la eterna poesía de las cosas y de las almas, que haya siquiera toros, que haya siquiera esas plazas enormes como los circos antiguos, y llenas de mujeres hermosas, de chispas, de reflejos, de voces, de gestos.
Créame el nunca bien ponderado doctor Albarracín, que mis simpatías están de parte de los animales, y que entre el torero y el caballo, mi sensibilidad está de parte del caballo, y entre el toro y el torero mis aplausos son para el toro.
El valor tiene poca parte en ese juego que se estudia y que lo que más requiere es vista y agilidad. No sería yo quien celebrase el establecimiento de una plaza de toros entre nosotros; pero tampoco batiría palmas el día que España abandonase esos hermosos ejercicios que son una manifestación de su carácter nacional.
No olvidaré la impresión que ha hecho en mí una salida de toros; fué en la corrida última.
El oleaje de la muchedumbre se desbordaba por la calle de Alcalá; cerca de la Cibeles pasaba el incesante desfile de los carruajes; la tarde concluía y el globo de oro del Banco de España reflejaba la gloria del Poniente, en donde el sol, como la cola de un pavo real incandescente, o mejor, como el varillaje de un gigantesco abanico español, rojo y amarillo, tendía la simétrica multiplicidad de sus rayos, unidos en un diamante focal. Los ojos radiosos de las mujeres chispeaban tempestuosamente bajo la gracia de las mantillas; vendedoras jóvenes y primaverales pregonaban nardos y rosas; flotaba en el ambiente un polvo dorado, y en cada cuerpo cantaban la sangre y el deseo, el himno de la nueva estación. Los toreros pasaban en sus carruajes, brillando al fugaz fuego vespertino; una música lejana[111] se oía y en el Prado estallaban las risas de los niños.
Y comprendí el alma de la España que no perece, la España reina de vida, emperatriz del amor, de la alegría y de la crueldad; la España que ha de tener siempre conquistadores y poetas, pintores y toreros.
¡Castillos en España! dicen los franceses. Cierto: castillos en la tierra y en el aire, llenos de leyenda, de historia, de música, de perfume, de bizarría, de color, de oro, de sangre, de hierro, para que Hugo venga y encuentre en ellos todo lo que le haga falta para labrar una montaña de poesía; castillos en que vive Carmen y se hospeda Esmeralda, y en donde los Gautier, los Musset y los artistas todos de la tierra pueden abrevarse de los más embriagadores vinos de arte. Y en cuanto a vos, don Alonso Quijano el Bueno, ya sabéis que siempre estaré de vuestro lado.
10 de abril.
Doña Emilia está ahora por París; ha hablado a los franceses de la España de ayer, de la España de hoy y de la España de mañana... Como casi siempre, dos versiones llegan, una del éxito de la conferenciante, otra del fracaso. Creo desde luego en la primera. Los franceses (fuera de la tradicional cortesía y de la no menos tradicional novelería) han oído en su idioma, a una mujer muy inteligente, muy culta, que les ha hablado desembarazadamente de un tópico que todavía no ha perdido su actualidad; el problema español, después de la débâcle. La señora Pardo-Bazán cuenta desde hace tiempo con largas simpatías y amistades del otro lado de los Pirineos, desde sus visitas al desván de los Goncourt, desde La cuestión palpitante. Es colaboradora de más de una revista parisiense, y luego, para su buena recepción, tenía la excelente «guardia de honor» de La Fronde. No deja de haber murmuradores que encuentran raro lo de que España vaya a ser representada intelectualmente, en la Sociedad de Conferencias, por una mujer. «Después de todo—me decía un espiritual colega—es lo que tenemos más presentable fuera de casa».
Y ciertamente, como no fueran Menéndez y Pelayo o[113] Galdós a París, en esta ocasión no sé quién mejor que doña Emilia hubiera podido hablar en nombre de la cultura española. La de doña Emilia es variada y por decir así europea, a pesar de su siempre probado retorno al terruño después de sus excursiones a tales o cuales islas mentales de pensadores extranjeros. En ella lo nacional no alcanza a ser ocultado completamente por propósitos de arte o pasiones intelectuales. Su catolicismo, por ejemplo, ha hendido como una vieja y fuerte proa, las oleadas naturalistas y las filosofías de última hora. Su forma literaria no ha podido asimilarse nunca nada extraño a la tradición castellana; y encuentro de una justicia que no ha menester muchas demostraciones para vencer, sus pasadas tentativas para conseguir, lo que por derecho propio se le debe, un sillón de la Real Academia Española.
Y es un personaje simpático y gallardo, esta brava amazona que en medio del estancamiento, del helado ambiente en que las ideas se han apenas movido en su país en el tiempo en que le ha tocado luchar, ha hecho ruido, ha hecho color, ha hecho música y músicas, poniendo un rayo rojo en la palidez, una voz de vida en el aire, a riesgo de asustar a los pacatos, colocándose masculinamente entre los mejores cerebros de hombre que haya habido en España en todos los tiempos.
Es la señora Pardo-Bazán de cierta edad, todavía guapa y exuberante de vida. Su trato es amenísimo y desde el primer momento, si lo merecéis, tenéis su aprecio intelectual y se abre su amable confianza.
Pocas veces puede encontrarse unida tan llana franqueza con tan inconfundible distinción. Vive en su casa de la calle Ancha de San Bernardo, en compañía de su madre la condesa viuda de Pardo-Bazán, de sus hijas las señoritas de Quiroga y su hijo don Jaime, que, entre paréntesis, le ha resultado un gran partidario de don Carlos. En la casa se celebran con bastante frecuencia reuniones a que concurren personajes políticos y de la[114] nobleza, y principalmente, hombres de letras y artistas. Puede asegurarse que no hay escritor o artista extranjero que no sea invitado a estas recepciones, y como doña Emilia habla la mayor parte de las lenguas europeas, se entiende con cada cual en su idioma. Sus libros han tenido una fama creciente en toda Europa y ha sido traducida la mayor parte de ellos en las principales naciones.
Desde hacía algunos días circulaba la noticia de que la señora Pardo-Bazán iría a París a dar una conferencia sobre España. En el Journal des Débats apareció un artículo de Boris de Tannemberg anunciando a los parisienses la llegada de la escritora, y poco después, ella partía, en efecto, a llenar su compromiso.
Ecos varios, como he dicho al comenzar, llegan de la conferencia, y en los extractos de ella aparecen, como puntos principales, las dos leyendas de España, la «leyenda áurea» y la «leyenda negra».
La leyenda áurea, es decir, una España heroica, noble, generosa, potente, cuna del valor y la hidalguía. La leyenda negra, una España codiciosa, sangrienta, avara, inquisitorial, terriblemente peligrosa al progreso humano. La primera, dice la señora Pardo-Bazán, ha sida la causa de los desastres actuales. Ella se arraigó tanto en el espíritu de la Nación, que formó un pueblo optimista, quijotesco, vanidoso, que con castillos en el aire compensaría su decadencia y su pobreza. Los hombres dirigentes, los guías de la política del reino en los últimos años, se dejaban cegar por los mirajes y perdían el concepto de la realidad.
La leyenda negra tendría por origen la envidia de otras naciones, y sobre todo, las rivalidades religiosas y políticas empezadas desde el siglo XVI con el soplo del protestantismo que veía como su principal enemigo a la poderosa España católica de entonces. Así lo comprende un erudito escritor, el señor Maldonado Macanaz, en un artículo que ha dado a la publicidad en esta[115] ocasión. Pero de los tres puntos en que se basa la leyenda negra, que son la conquista española, la Inquisición, la decadencia que se iniciaba en el siglo XVII y las figuras de Carlos I y de Felipe II, se desprende que no ha habido demasiada injusticia en Europa cuando se ha formado esa leyenda «de color oscuro» con bases tan innegablemente sombrías. No habría manera de paliar las atrocidades de la conquista, pues aun suprimiendo la relación del padre Las Casas, que es obra de varón verecundo y cristiano, no se pueden negar las imposiciones a sangre y fuego de los conquistadores, la deslealtad que más de una vez salta a la vista, así en Méjico como en el Perú, y tantas páginas rojas y negras que aportan su color a la leyenda. La inquisición está en el mismo caso, pues aun concediendo, desde el punto de vista de una crítica especial, defensas de aquella institución como lo hace Menéndez y Pelayo, y aun observando que no solamente España encendió las hogueras religiosas, resulta siempre que es en España en donde el espíritu inquisitorial halló su verdadera encarnación; por ello el inquisidor de los inquisidores será siempre el inquisidor español; ya a través de la Historia, ya en el cuento de Poe, en el drama de Hugo o en el dibujo de Ensor. La leyenda áurea constituye el lado nervioso del alma española, y solamente los desaciertos de los políticos de última hora han podido hacer que se empañase. Es la de una España romántica, una España generosa y grande que alza sus vastos castillos de gloria sobre la selva poética del Romancero; una España de valor y de caballería que ha clavado en el bronce del tiempo, con nombres épicos, toda una serie de nobles victorias, de orgullosas conquistas. Sobre su pintoresco escenario lleno de sol y de música el alma española aun sustenta la grandeza y el brillo del pasado, digan lo que quieran los pesimistas y los que han perdido toda esperanza de regeneración. No hace daño a España, como doña Emilia cree, no le ha hecho daño[116] el recuerdo y mantenimiento de la leyenda de oro de su historia; sino que malaventurados políticos y ministros modernistas a su manera, hayan descuidado el cimentar el presente apoyados en la gloria tradicional. Para la reconstrucción de la España grande que ha de venir, aquella misma áurea leyenda contribuirá con su reflejo alentador, con su brillo imperecedero. España será idealista o no será. Una España práctica, con olvido absoluto del papel que hasta hoy ha representado en el mundo, es una España que no se concibe. Bueno es una Bilbao cuajada de chimeneas y una Cataluña sembrada de fábricas. Trabajo por todas partes; progreso cuanto se quiera y se pueda; pero quede campo libre en donde Rocinante encuentre pasto y el Caballero crea divisar ejércitos de gigantes.
Varias publicaciones de Madrid, desde hace poco, han empezado a ocuparse con alguna atención de literatura hispanoamericana. Comenzó el diario El País, siguió la Revista Nueva, interesante y de carácter moderno, y luego el conocido y afamado periódico Vida Nueva, ha comenzado a publicar una hoja mensual con el título América y que se dedicará, como su título lo indica, al pensamiento americano. Como la dirección me pidiese un artículo de introducción a dicha hoja, hícelo refiriéndome a uno del señor Unamuno, publicado en La Época, y en el cual, con motivo de la Maldonada de Grandmontagne, hablaba de las letras americanas en general y de las argentinas en particular, con un desconocimiento que tenía por consecuencia una injusticia. El señor Unamuno es un eminente humanista, profesor de la antigua Universidad de Salamanca, en donde tiene la cátedra de literatura griega. Se ha ocupado de nuestra literatura gauchesca con singular talento; pero no conoce nuestro pensamiento militante, nuestro actual[117] movimiento y producción intelectual. Comencé con tomar de un número de La Nación datos del yanqui Carpenter y hacer un largo párrafo de estadística. Luego dije lo que otras veces he dicho sobre nuestra escasa producción, y sobre las esperanzas en un futuro proficuo. Y como él se refiriese al demasiado parisienismo que creía ver en la literatura de Buenos Aires, manifesté lo que en este párrafo se verá:
«Hay que esperar. América no es toda argentina; pero Buenos Aires bien puede considerarse como flor colosal de una raza que ha de cimentar la común cultura americana; y desde luego, puede hoy verse como el solo contrapeso, en la balanza continental, de la peligrosa prepotencia anglo-sajona. Nuestras letras y artes tienen que ser de reflexión. No puede haber literatura en un país que ha empezado por cimentar el edificio positivo de mañana; después de la base sociológica, de la muralla de labor material y práctica, la cúpula vendrá labrada de arte. Por lo pronto, nos nutrimos con el alimento que llega de todos los puntos del globo. Hemos tenido necesidad de ser políglotas y cosmopolitas, y mucho tiempo antes de que la Real Academia Española permitiese usar la palabra trole, nos habíamos hecho del aparato. Decadentismos literarios no pueden ser plaga entre nosotros; pero con París, que tanto preocupa al señor Unamuno, tenemos las más frecuentes y mejores relaciones.
»Buena parte de nuestros diarios es escrita por franceses. Las últimas obras de Daudet y de Zola han sido publicadas por La Nación al mismo tiempo que aparecían en París; la mejor clientela de Worth es la de Buenos Aires; en la escalera de nuestro Jockey Club, donde Pini es el profesor de esgrima, la Diana, de Falguière, perpetúa la blanca desnudez de una parisiense. Como somos fáciles para el viaje y podemos viajar, París recibe nuestras frecuentes visitas y nos quita el dinero encantadoramente. Y así, siendo como somos un pueblo[118] industrioso, bien puede haber quien en minúsculo grupo procure en el centro de tal pueblo adorar la belleza a través de los cristales de su capricho. ¡Whim!—diría Emerson. Crea el señor Unamuno que mis Prosas profanas, pongo por caso, no hacen ningún daño a la literatura científica de Ramos Mexía, de Coni o a la producción regional de J. V. González; ni las maravillosas Montañas de Oro de nuestro gran Leopoldo Lugones perturban la interesante labor criolla de Leguicamón y otros aficionados a ese ramo que ya ha entrado en verdad en dependencia folklórica. Que habrá luego una literatura de cimiento criollo, no lo dudo; buena muestra dan el hermoso y vigoroso libro de Roberto Payró, La Australia Argentina y las obras del popularísimo e interesante Fray Mocho».
25 de abril.
Hace algunas tardes, por un punto de la Casa de Campo en que suele turbar el silencio del bosque reverdecido de tropel de jacas, un jinete, el rodar de un cupé, he visto pasar al rey Don Alfonso con su madre y sus hermanitas. Iba el carruaje despacio, y así pude observar bien el aspecto de Su Majestad infantil. No está tan crecido como los retratos nos lo hacen ver; pero muestra lo que se dice une bonne mine. Tiene la cara, ya señaladamente fijos los rasgos salientes, de un Austria; es la de Felipe IV niño. Es vivaz y sus movimientos son los de quien se fortifica por la gimnasia. Los ojos son hermosos y elocuentes, la frente maciza sería un buen cofre para ideas grandes; el cuerpo no es robusto, pero tampoco es canijo. La leyenda de un reyecito enclenque y cabezudo, de un niño raquítico, se ha concluído. El muchacho real ha pasado los peligrosos años de su niñez y entra en la pubertad con buen pie. No es esto decir que las leyes de herencia no puedan, cuando menos se piense, aparecer con sus imposiciones. La misteriosa aya pálida, su dama blanca, puede presentarse cerca de él, en un instante inesperado; pero por hoy, Don Alfonso es príncipe que sonríe, que monta a caballo, que hace sus estudios militares,[120] y si de esta manera continúa, hay Borbón para largo tiempo.
Es cierto que sus años primeros han sido penosos y enfermizos, y que razón hubo en llegar a creer que podría hacerse trizas el frágil vaso al menor choque. Pero los cuidados de doña Cristina han sido excepcionales; a madre como esta reina, es difícil superarla. No se ha dado punto de reposo previéndolo todo, dedicándose antes que a cualquier otro grave asunto a la salud de su hijo, preparando, mullendo el nido para su aguilucho, no teniendo su mayor confianza sino en sí misma, y después de velar por la vida física, trazar un plan de educación, un método de cultura moral. Este ya es otro capítulo y habrá que ver si el acierto ha guiado la obra.
Desde luego, el rey Don Alfonso XIII ha tenido y tiene ayos honorables, de la más pura nobleza, hombres de excelencia incomparable para guiar por buena senda los despiertos instintos de su príncipe; pero en nuestra época se exige algo más que eso; formar el alma, el carácter del rey, enseñarle a dominar sus pasiones, darle lecciones de moralidad y de religión, es ya mucho; pero habría que ayudar a formarse al mismo tiempo al rey y al hombre; hacerle comprender el espíritu de su tiempo, alargar sus vistas en el horizonte moderno; hacerle salvar los muros de la tradición, prepararle para las exigencias de su época. Él aparece en un tiempo en que si los Maquiavelos son imposibles, los Lorenzos de Médices son inencontrables.
El profesor de Oviedo don Adolfo Posada se ha planteado en La España moderna el problema de la educación del rey; la dificultad de la educación de un rey constitucional. Indudable: los monarcas absolutos no tienen delante de sí más que la demostración de su poderío; el príncipe, desde que tiene uso de razón, sabe su superioridad, su grandeza; la actitud de sus súbditos respecto a él, la costumbre del mando, la obediencia de los que le rodean, definen desde un principio el sistema[121] educativo que hay que seguir. De Burrho a Bossuet no hay gran diferencia. Más la educación de un monarca constitucional implica varias anomalías. Los reyes de hoy, los reyes con Cámaras y ministerios responsables, los reyes que reinan y no gobiernan, puede decirse que son simples personajes decorativos. Los antiguos esplendores, la misma parte estética de la representación real, adquiere hoy, en medio de su brillo cierto por el valor histórico, por sus viejos símbolos, un vago prestigio de ópera cómica; y apena el confesar que las funciones más respetables por la vieja resurrección de soberbias costumbres palatinas y las pompas de los magníficos ceremoniales, evocan, a nuestro pesar, la necesidad de una partitura. La imaginación del príncipe niño se impresiona desde el comienzo de su despertamiento a la existencia que le rodea, con las manifestaciones de una vida falsa o equívoca. No será sino con harta dificultad que de la noción de soberanía que ha penetrado primero en su cerebro, pase a la noción de una existencia democrática. «Los niños, esos pequeños salvajes—dice el señor Posada—, no conciben sino reyes completos». En palacio, la manera de ser para con él de las personas que le rodean, afianza por una parte en el príncipe la posesión de su papel de rey completo; no será sino con mucha dificultad que se le inculcará luego el legítimo valor de esas demostraciones, la significación de su rango de simple porta-corona. Don Alfonso, por ejemplo, sabe ya que es el jefe absoluto, pues los viejos generales inclinan ante él sus barbas blancas: sabe que tiene el toisón de oro sobre su uniforme de cadete—pasajero uniforme que será mañana sustituído por el de generalísimo—; sabe que es el rey. Conozco una bonita anécdota. Un día, por alguna pequeña falta no sé si en sus lecciones o en otra cosa, fué castigado con encierro. El niño se debatía entre los ayos que le llevaban a su prisión, pero la orden se cumplió. Entonces, ya encerrado, Don Alfonso daba grandes voces,[122] deliciosamente furioso. Se le decía que no gritase, y él contestaba: «¡He de gritar más fuerte! ¡Que me oigan los españoles! ¡Que sepan que tienen preso a su rey! ¡Que vengan a sacarme los españoles!»
Sabe, pues, que es el jefe de los españoles; y la idea de su soberanía no puede estar mejor arraigada. Pero sé otra anécdota. Otro día, de paseo, se detuvo Don Alfonso delante de un naranjero. Hay que advertir que adora las naranjas, y que a esta edad, entre el globo de Carlos V y una naranja, se queda con ésta. Pues he aquí que se detiene delante del naranjero y le dice: «Dame unas naranjas; pero yo no tengo con qué pagártelas. ¡Imagínate, yo, el rey de España, no tengo en el bolsillo ni una perrilla!» Confesaba el pobre su pobreza con la más encantadora desolación. Ignoro si el naranjero le dió las frutas y si los ayos le permitieron comérselas; pero ello revela que Don Alfonso sabe ya que los reyes de hoy no se comen todas las naranjas que quieren y que suelen andar sin un cuarto.
Se dice que los primeros años del rey han sido de cuidadoso aislamiento, que no se le ha puesto en contacto con otros niños de su edad, contacto tan necesario; que se le ha recluído, sin otra compañía para sus juegos que la de sus hermanas. Podría creerse por ello en una infancia entristecida, bajo la mirada de una madre que ha sido abadesa de un convento. Eso no es cierto. El rey ha tenido sus compañeros, naturalmente, escogidos entre la alta nobleza. El más íntimo ha sido el jovencito hijo del conde la Corzana, por un lado Morny y por otro Sexto... Es claro que la reina vigila sus amistades y compañías. Otro niño íntimo del rey es el hijo del conde de Casa-Valencia. El cual hace algunos años tuvo el siguiente diálogo con su amiguito coronado: «Aquí no hay buenas carreras de caballos. Yo las voy a ver ahora muy buenas; y ustedes no». «¿Cómo es eso?» «Me voy a Londres. Tío Antonio (Cánovas del Castillo) ha nombrado a papá embajador.» «¿Y cómo no lo he[123] sabido yo, el rey?» dijo la minúscula majestad en toda la posesión de su papel.
En general los reyes son educados militarmente. En España no se lleva tan a la alemana el método, pero Don Alfonso conoce bien el manejo de las armas, será buen jinete como su padre; y aunque no haga el caporal a la continua como uno de esos ferrados Hohenzollern, tiene amor a la carrera y se decía en estos días que pronto haría vida de guarnición en la Academia de Toledo. Esto es de dudarse mucho, por la madre. Sé que en lo íntimo de la familia, la educación del rey es lo más burguesamente posible. La reina es en el hogar como cualquier respetable señora que se preocupa de los menores detalles de su home; sencilla y poco ostentosa hasta llegar a murmurar los descontentadizos cortesanos, de su avaricia. «¿Qué quiere usted que hagamos—me decía un caballero—con una señora que le cobra su pupilaje a las infantas en Palacio y que manda poner medias suelas a los zapatos de sus hijas?» Descartando las exageraciones, no creo que el pueblo prefiriese una reina derrochadora delante de la miseria que abruma a las clases bajas, a una reina económica que hace lo que puede por socorrer los infortunios de los menesterosos; que es aclamada a la puerta de los asilos que visita y sostiene. Don Alfonso XIII no podrá quejarse de no haber tenido en la entrada de la vida una ejemplar madre, una buena mamá, que ha sido para él una encarnación de la Providencia.
Hubo un tiempo en que el rey estuvo casi invisible. Su salud era apagadiza, su aspecto no ayudaba a alentar a los partidarios de su dinastía. Se decía que era lo más probable su muerte. Mas apareció por fin, en una recepción. Se hallaba sentado en el Trono, junto a su madre y sus hermanas. El cuerpo diplomático estaba delante de él. Se notaba que el niño real había pasado por una crisis; pero sus grandes y brillantes ojos se iluminaban de vida. De pronto se vió una cosa inaudita[124] que pasó, como un relámpago, sobre todos los protocolos. Un deseo vivo se había despertado en aquella cabecita, y no hubo vacilación para llenarlo. Don Alfonso, a la mirada de todos, dió un salto, y antes que nadie pudiese detenerlo, se había montado en uno de los dos leones de bronce que están a los dos lados del Trono. El hecho podría tener su significado si el porvenir fuese propicio tras la disipación de las tempestades. Asegúrase que Zola, que vió en una temporada de verano en San Sebastián al pequeño rey, quiso pintarle más tarde en uno de los capítulos de su Docteur Pascal. Yo he vuelto a leer esta obra para confrontar el retrato, y si en Clotilde podría entrever los pensamientos de la reina que ansía penetrar en el futuro de su hijo, no puede reconocerse en el animado y ágil monarca de España ninguno de esos «delfinitos exangües que no han podido soportar la execrable herencia de su estirpe, y se duermen, consumidos de vejez y de imbecilidad, a los quince años». Moralmente, la formación del rey fuera de la influencia maternal, dependerá de los preceptores. El ideal sería hacer primero a man, para en seguida dejar obrar el desarrollo del propio carácter, lograr el self made king. ¿Qué preceptor a propósito? ¿Un Saavedra Fajardo, un Bossuet o un Ernesto Curtius? Para un monarca esencialmente católico, parecería de ley junto al príncipe, un religioso. Más hoy los inconvenientes de tal sistema no necesitan demostración. Las alharacas que levanta la presencia del padre Montaña, confesor de la reina, dejan sospechar lo que haría un preceptor con hábito de cualquier Orden. La educación esencialmente religiosa está, pues, fuera de la pedagogía. La idea de Posada de la fundación de una escuela especial en que el rey se instruyese, en relación y contacto con otros niños, parece difícil, dadas las tradiciones de la monarquía en España, a pesar de haber habido un seminario de nobles, en donde cuéntase que el niño Fernando VII recibió un pelotazo, jugando con el niño Simón Bolívar.[125] Más bien estaría la adopción de un sistema como el de la familia imperial germánica. El emperador Federico, después de recibir su educación palatina, se matriculó en Bonn y el emperador Guillermo en el Lyceum Fridericianum de Cassel. Ambos se han puesto en contacto con los alemanes de su edad, han hecho vida común con sus súbditos, y en el medio de los estudiantes, se han compenetrado con el alma del país. Por lo demás, no puede ser mejor la síntesis de Posada: «Un rey que en su infancia recibiera el influjo bienhechor del roce con los niños, que tratase a todo el mundo de igual a igual; un rey que pasara luego su juventud en medio de los jóvenes de su edad y de todas las condiciones sociales en un Instituto adecuado, que asistiera luego en una Universidad o en varias a sus cátedras, viendo en ellas cómo las desigualdades humanas no son siempre cosa del nacimiento, sino obra del mérito personal y resultado del trabajo; un rey que estudiase su oficio, que viajara mucho, hasta por los países donde sin reyes viven las gentes honrada y pacíficamente; un rey así podría ser, ante todo, un buen ciudadano que llevara en el alma la íntima convicción de que sus elevadas funciones, aun cuando llegaron a él por obra y milagro de la herencia, son funciones que deben desempeñarse en bien de la sociedad o del Estado, a quien, en definitiva, corresponde disponer de ellas». Mucho de bueno produjo en Don Alfonso XII su infancia de rey en exil, y mucho contribuyeron a la formación del carácter del Pacificador esos primeros pasos por la vida como un simple particular—Alfonso García y Pérez—, como él se solía llamar en los hoteles, en días del destierro.
Hasta hoy ha habido que vencer toda suerte de obstáculos y aquel admirable Cánovas no ha sido la menor fuerza para encaminar hacia el porvenir deseado al hijo de su hechura. Hay que recordar cómo ha sido la vida de este pequeño rey, puede decirse desde el vientre materno. El matrimonio de su padre con la austriaca—de[126] nacionalidad fatalmente desgraciada, tanto en España como en Francia—después de la pasajera luna de miel con Doña María de las Mercedes, que dura el espacio de una aurora, en el Aranjuez tan líricamente florecido en los versos de Don Carlos; los años de un matrimonio no del todo amoroso y semiturbado por ésta y aquella expansión de Don Alfonso XII, cuyo excelente humor estaba casi siempre sobre la razón de Estado; la muerte, el agostamiento de la existencia de aquella majestad demasiado apasionada de Anacreonte; el embarazo de Doña María Cristina, previsto por el ojo perspicaz del gran ministro conservador; el parto, casi a las miradas de los políticos recelosos; el advenimiento del rey nuevo que aseguraba en el Trono la continuación de la dinastía. Se creyó que Alfonso XIII no alcanzaría a llegar a la edad de coronarse, ya fuera por causa de su organismo maleado en su origen, ya porque un inesperado movimiento pudiera impedir el logro de los deseos de sus partidarios; pero de ambas cosas se triunfó, de las amenazas de la enfermedad y de las amenazas de la política. No creáis exageraciones como las del yanqui Bonsal, que juzgaba no hace mucho tiempo, con la imaginación recalentada por la guerra, que «la posición del rey es patética, personal y políticamente considerada; que las revelaciones que para otros sólo llegan con la edad, él ha tenido que sufrirlas en su niñez; que él sabe que nacer rey no da más garantías de felicidad que el nacer campesino; que sabe ya con sobra de razones, que no hay en la Península persona alguna en cuya lealtad y devoción pueda confiar, a excepción de su madre, desamparada mujer y reina impopular en tierra extraña»; y que «los muchachos americanos se afligirían si pensaran en este pequeñuelo nacido para la púrpura y vestido de ceremonia desde la cuna, que no tiene compañeros de infancia para sus juegos, porque nadie es igual al rey». Esto es no darse cuenta exacta de lo que aquí pasa en ese mundo no tan velado a los ojos de los simples mortales,[127] y juzgar a estas horas con criterio pesimista a través de las historias de Saint-Simon o de las memorias de madame Aulnoy. Por momentos terribles ha pasado España en que el Trono hubiera podido ser cercado de tormentas, y la regente y sus hijos habrían tenido que ir a aumentar la lista de los reyes de Daudet; pero prevaleció el concepto de la Patria en los partidos contrarios y ni carlistas ni republicanos intentaron seriamente nada. Desde las soñaciones que hacen evocar la frente de Don Carlos ceñida por la corona hasta los deseos un tanto románticos de una regencia en que la infanta Isabel la Chata estaría a la cabeza, no son sino perfumes de vino español, aroma de claveles que perturba uno que otro cerebro. Por hoy Don Alfonso, según lo que se alcanza a divisar, puede esperar tranquilo la hora de su reinado. Lo que no han podido los errores e ineptitudes de Gobiernos absurdos o culpables, no lo realizará el hombre del palacio de Loredano, ni menos los divididos partidarios de la república. Por ahora Don Alfonso XIII no se calienta el cerebro con tantas historias y filosofías, y prefiere su esgrima y su jaquita. Hace muy bien. Tiempo tendrá mañana de saber de monólogos huguescos y de sentir lo que pesa ese instrumento tan extraño en este fin de siglo, llamado cetro. Su mismo nombre le exige mucho. En el desfile de la Historia irá a ocupar su puesto. Me lo imagino delante de sus antepasados homónimos, como en una escena semejante a la de los retratos en Hernani. Es el comparecimiento de los Alfonsos: el I, férrea flor de Covadonga, todavía con la pura savia goda, fuerte como un roble de sus bosques, lancero formidable de Cristo, terror de la morería, y en el corazón primitivo, un diamante de nobleza; el II, casi iluminado, favorecido con manifestaciones extranaturales, hombre de lecturas y de meditaciones, Alfonso el Casto; el III, el Magno, bizarro y aguerrido desde lo fresco de la juventud, terror del mogrevita, varón de tanta fe como valor; el IV, quien como más tarde el césar Carlos V,[128] buscaría en un monasterio la tranquilidad espiritual, fanático y solitario; el V, el de los buenos fueros, legislador y espíritu de consejo, también luchador feliz con los infieles y sostenedor de la fe; el VI, que aparece soberanamente,—a su lado la figura del Mío Cid—el rey de la conquista de Toledo, y que tuvo la previsión de ver hacia abajo y favorecer al pueblo con leyes bondadosas y fueros justos; el VII, Alfonso el Emperador; el VIII, que perpetuó el nombre suyo en las Navas de Tolosa; siendo después al propio tiempo que caballero de combate, amante de la sabiduría, el IX; el X, formidable figura, cerebro y brazo, el rey de las Partidas, alquimista y poeta, astrónomo y filósofo, cuya palabra aun hoy se escucha y se escuchará en los siglos, ya comience: Ficieron los omes... o inicie los balbuceos encantadores en sus toscas estrofas; el XI que juntó la habilidad política al vigor militar, monarca de largas vistas y uno de los más amantes de sus súbditos; todos esos pasarán por la mente de Don Alfonso XIII como las figuras extrañas y fantásticas de una linterna mágica, iluminadas por las palabras de los cronistas, realzadas por las explicaciones de sus preceptores; están demasiado alejados por las centurias, por bastas cordilleras de tiempo. Son los abuelos de los retablos y de las armaduras, los que duermen por siempre en los sarcófagos y cuyas vidas interesan como los cuentos. A quien verá muy de cerca, animado por la palabra maternal, por el inmediato eco de su vida, será a su padre. Será para él el rey modelo; y honrará la memoria del Pacificador. No dejarán de ir a llamar su atención los venticellos de la famosa juventud de Don Alfonso XII, el rey buen muchacho. Sobrarán cortesanos que le refieran las aventuras picantes de papá, las influencias conocidas de cierto sonoro duque cuyo título pecador no llegará con buen viento nunca a los oídos de la reina regente. Y ya vendrá entonces la hora de saber España cuál senda tomará su nuevo príncipe. Sea ella de felicidad. Y Dios ponga, en los años de las futuras luchas políticas[129] y palaciegas, sobre el espíritu de Don Alfonso XIII, algo de la áurea miel que hacía grata su infancia, cuando todas sus ambiciones se reducían a salir a la calle «con capa», y llamaba a sus hermanitas, a la una Pitusa y a la otra Gorriona.
12 de mayo de 1899.
Se recorre todo el paseo de Recoletos; se deja atrás la columna de Cristóbal Colón, se llega hasta el monumento de Isabel la Católica, osadamente llamada por los burlones «la huída a Egipto»; sobre una eminencia del terreno se destaca el palacio de la Exposición, la cúpula gris en el azul fondo del cielo. Al palacio fué la reina a inaugurar la fiesta artística, y su vestido primaveral, tenue, pintado de flores delicadas, lucía como emergido de una luz de acuarela. Hubo pompa social y música e himno alusivo, mucho alto mundo y rica suma de belleza. El vernissage se había verificado hacía pocos días, y fué poco menos que un desastre. Cuatro gatos y los pintores. Se diría un vernissage en nuestro Salón del Ateneo. No podemos negar que somos de una misma familia. ¡Cuán lejos de la cita que se dan en París, en igual caso, la elegancia florecida de la estación, la moda inteligente, la distinción mundana! Estos señores duques y estos señores condes, si por acaso se hallan en la gran ciudad, no faltan al rendez-vous. Aquí, no. Entre una exposición y una corrida, la corrida. Los pintores no hallan qué hacer, y desde luego, con singulares casos en contrario, arte no hacen. Los ricos no protegen como antaño a los artistas; y el Gobierno hace poquísima cosa. ¡Y decir que lo único que les queda a los españoles es esta mina de luz, el[131] decoro orgulloso de su pintura, la noble tradición de su escuela, su tesoro de color! A un paso está París. Se imitan los usos elegantes, las comedias, las novelas, hasta el café-concert, pero no las nobles costumbres que enaltecen y honran al talento y al arte. Escasos, muy escasos, son aquí los artistas que tengan de qué vivir; los ricos son señalados. Por lo tanto, la lucha por la peseta está ante todo. Es inútil pretender encontrar el enamorado de un ideal de belleza, el consagrado a su pasión intelectual. Se pinta como se escribe, como se esculpe, con la puntería puesta al cocido patrio, buscando la manera de réussir, de caer en gracia al público que paga. Se asombran de que en la actual exposición abunden los cuadros tristes, enfermedades, hambres, harapos, mendigos. Los pintores de antaño, aun pintores de príncipes, señalan ya la marcada afición por los lisiados, zarrapastrosos, piojosos, feos pobres; únase a esto el modelo constante, el hormigueo de limosneros que anda por las calles, el tipo del eterno cesante siempre en ayunas, que aparece en el teatro, en la caricatura y en los corrillos de vagos de la Puerta del Sol, y el resultado son estas exhibiciones de miseria, esta representación de escenas de la vida baja y famélica. Fuera de contadas telas de este Salón, en que profesores favorecidos instalan el estiramiento y el énfasis del retrato nobiliario, el aire y el uniforme de algunos excelentísimos señores, el interior elegante, lo que abunda es la anécdota de la existencia penosa de la gente inferior, el hogar apurado de la clase media, o la chulapería andante, o el medio obrero. Los pintores, aquí, en su mayor parte, como los escritores, no pueden emprender sin error asuntos de la vida aristocrática, porque no la frecuentan; y los ricos, los nobles, no querrán adornar sus palacios con cuadros sin nobleza ni distinción; repetirán siempre el ôtez-moi ces magots! del rey francés. El gusto de la generalidad, por otra parte, no se demuestra, y un escritor nacional llega a afirmar que este público[132] es «el más indocto en Europa en materia de Bellas Artes», no sin falta de fundamento.
Difícil sería contemplar algo del espíritu de España a través de las obras de este certamen. ¿En dónde está la España católica? Tal o cual rincón de iglesia, una que otra imagen de encargo, manera jesuíta; el único que evoca el espíritu de los antiguos místicos es Rusiñol, con uno de sus cuadros. ¿Y la España patriótica? En Grecia, después de los triunfos, surgen aladas o ápteras de la piedra, las maravillosas victorias, y tras el desastre se alza la Nike funeraria, que simboliza el sentimiento popular. De igual manera se fundía el bronce romano. Tras las guerras de Flandes se desborda la alegría en las telas risueñas de los geniales pintores de kermeses; y cuando acaba de pasar la débâcle francesa, los cuadros se encienden en odio al prusiano: se reconstruyen escenas heroicas, se rememoran actos sublimes, se pinta el sueño de la victoria, o el soldado que quema «el último cartucho». Entre todos los cuadros de esta exposición, fuera de una escena de hospital militar y ciertas sentimentales consecuencias de la campaña no parece que se supiese la historia reciente de la humillación y del descuartizamiento de la Patria. Esto tiene más clara explicación. La guerra fué obra del Gobierno. El pueblo no quería la guerra, pues no consideraba las colonias sino como tierras de engorde para los protegidos del presupuesto. La pérdida de ellas no tuvo honda repercusión en el sentimiento nacional. Y en el campo, en el pueblo, entre las familias de labradores y obreros, aun podía considerarse tal pérdida como una dicha: ¡así se acabarían las quintas para Cuba, así se suprimiría el tributo de carne peninsular que había que pagar forzosamente al vómito negro! El cuadro de historia casi no está representado; el retrato no abunda; en cambio, el paisaje y la marina se multiplican por todos lados. No es esto malo, pues se advierte que al ir hacia la naturaleza, hacia la luz, se mantiene la tradición. En conjunto,[133] la exposición es mala. El viajero que al llegar a Madrid y sin haber visitado el Museo de Arte Moderno, quisiese darse cuenta de la pintura española contemporánea por lo que ahora se exhibe, saldría con una triste idea de la actual España artística. Recorríamos, con Carlos Zuberbühler, las salas llenas de cuadros, y no podíamos dejar de notar cómo en la más que modesta tentativa del Salón de Buenos Aires no se admitirían los estupendos asesinatos de dibujo, las obscenidades de color, los ostentosos mamarrachos que aquí un Jurado complaciente deja pasar y aun coloca en la cimaise. La cantidad es larga, lo poco de buena calidad se pierde entre el profuso amontonamiento de lo mediocre y de lo pésimo. Las firmas principales no han concurrido todas, y las que han venido al concurso lo han hecho con producciones ya expuestas y juzgadas, o con medianos esfuerzos. De seguro la razón de la esquivez está en el 1900 de París. Después de todo, quizá tengan razón; porque el estímulo de la tierra propia, como veis, es nulo; y el halago de París, atrayente, mágica flor de gloria segura.
No, no es éste el arte pictórico de la España de hoy. Con sus deficiencias y todo, el Museo de Arte Moderno puede considerarse como el Luxemburgo madrileño. Sé las quejas: que Raimundo Madrazo no tiene un solo cuadro en el Museo, ni Barbudo, ni Jiménez Aranda, y que lo que hay de Fortuny y de Domingo no es de lo mejor de estos artistas y que de Villegas no hay más que dos acuarelas; mientras que las medianías eminentes firman docenas de cuadros. Pero hay lo suficiente de Pradilla, de Casado, de Rosales, de Gisbert, de Moreno Carbonero, de Plasencia, de Muñoz Degrain, del admirable Haes, de Sorolla, para que el visitante se sienta bañado del maravilloso esplendor que brota de tanta riqueza solar, y reconozca que este don divino de la comprensión del día, fué dado a los pintores de España con singular generosidad. Casi no hay exposición europea en donde los medallados extranjeros no sean españoles. Los[134] aficionados yanquis, las pinacotecas de Munich, de Londres, de Berlín, de Viena, adquieren a altos precios las pinturas españolas. Buena parte de los maestros emigran, abren sus estudios en centros donde cosechan más. Preguntaba yo a uno de los jurados de esta exposición, un colorista de gran mérito, Manuel Ruiz Guerrero, por qué no había concurrido a la fiesta de la cultura nacional con uno de esos cuadros suyos tan animados de cálidos tonos, tan prestigiosos, tan llenos de vida luminosa; y él, con aire de desencanto,—y con los baules listos para ir a dar un paseo por Buenos Aires—, me decía: «Y para qué?» À quoi bon? dicen los franceses. Y como Ruiz Guerrero, otros maestros, ante la indiferencia de sus compatriotas, buscan en extranjeros países lo que no hallan en la casa propia, o se retraen y dejan invadir las salas de las exposiciones por los kilómetros de tela que manchan las señoritas aficionadas y los facinerosos del caballete.
Después de recorrer estos salones, diríase que para los pintores españoles no existe el mundo interior. El mismo paisaje no es sino la reproducción inanimada de tierra, de árboles, de aguas, solitarios o con acompañamiento de figuras anecdóticas; sin que la secreta vida de la Naturaleza se presente una sola vez, y mucho menos el alma del artista, que contagiara con su íntima sensación al espectador atraído. «La realidad», se dice; y se nombra a Velázquez. Cierto, Velázquez pintaba la realidad; pero sus colores animaban no solamente rostros, sino caracteres; y con un bufón y un perro deja entrever todo un espectáculo histórico. Goya es realista; pero ese potente dominador de la luz y de la sombra ponía en sus creaciones, o en sus copias de lo natural, quíntuple cantidad de espíritu. Sus incursiones al bosque misterioso de las almas humanas le daban su singular dominio. Los escultores actuales son alabados por sus tangibles condiciones de realismo: «¡Cuánta anatomía saben!» Hacen huesos, nervios, gestos, contracciones que[135] dejen campo a estudios de esqueleto o de musculatura; pero no hacen carne, no hacen vida, no hacen pensar, como las figuras de Trentacoste o Bistolfi, para no citar franceses, en la circulación de una sangre maravillosa bajo la epidermis de mármol o de bronce.
Entre lo expuesto hay regular cantidad de grandes machines, y en casi todas un lujo de tubos se desborda, una agrupación de todas las charangas de los ocres y de los rojos, un desborde de azules, el estrépito de las chirimías y gaitas de la paleta, con sacrificios de dibujo, incomprensión de valores y relaciones, y tristeza de composición. Mas aquí y allá, busca buscando, se encuentra lo de mérito, y algo diré de ello, en cuanto me ayuden mis notas asidas al paso en mis visitas.
Uno de los clous de la exposición es un cuadro de Raurich, que desde luego atrae por su originalidad y su vigor. Es un gran mazizo de tierra asoleada en primer término, una pequeña altura en cuya falda medran unos cuantos chaparros cuya sombra mancha de violeta oscura el terreno reseco. En el fondo se divisa un azulado monte; y a la derecha, en choque violento, con el amarilloso tono de la tierra, el mar al sol, de un azul ofensivo, se deja ver, espumante en las olas que llegan a la costa. La gran masa está plantada con hermosa osadía, y se calca en el cielo soberbiamente; los detalles se avaloran con el atrevimiento de la pincelada, que en veces diría espatulazo, toques espesos de un relieve insolente, pero Raurich, a quienes le censuren por esto puede decir lo que Rembrandt a los que notaban el espesor de su pincelada al marcar los puntos luminosos: «Yo soy pintor y no tintorero». Y agregaba, a los que hacían tales observaciones de cerca, a los que no sabían mirar, apreciar esos toques de lejos: «Un cuadro no se hace para ser olido; el olor del aceite es dañoso». Y encuentro esta tela admirable, y tan solamente observaría que el mar no tiene perspectiva y aparece como falto de nivel.
Sorolla presenta una tela meritoria, Componiendo la[136] vela, en la cual habría que señalar al par que las condiciones de color, que acreditan a este pintor, y su estudio del movimiento, la nimiedad en la rebusca de un efecto como el atigrado de luz y sombra que produce el sol al pasar entre las hojas. Por otra parte, sus figuras, muy bien hechas, tienen ojos que no miran, gestos que no dicen nada, es un mundo de verdad epidérmica, de realidad por encima. Esto mismo digo de los personajes de su escena de mar, El Almuerzo a bordo: en el ancho bote, bajo las velas, unos cuantos marineros toman su alimento en la fuente común. Maneja Sorolla con habilidad el claroscuro; los tipos están bien agrupados, la inevitable «realidad» está conseguida.
Moreno Carbonero ofrece una nueva escena del Quijote, la aventura con el vizcaíno. Cervantes ha tenido un sinnúmero de intérpretes, desde antiguos tiempos. Cuando en el castillo de Fontainebleau, Dubois pintaba las aventuras de Teágenes y Cariclea y Le Primatice interpretaba a Homero, en el de Cheverni Jean Mosnier se dedicaba a la historia de Astrea y a las aventuras del ingenioso Hidalgo manchego. Más tarde, Charles Coypel se apasiona por este mismo asunto, al cual Pater y Natoire se aplicarán también y consagrarán dibujos Tremolières y Boucher. Esto solamente en Francia. Otros artistas de Europa, especialmente los ingleses, se han complacido desde antaño en tales asuntos, hasta el fuerte y noble Frank Brangwyn con sus recientes ilustraciones del Quijote de Gubbin. Pocos, sin embargo, han logrado ser visitados por el verdadero espíritu de Cervantes. En España un maestro como Moreno Carbonero ha intentado la evocación, pero creo que sus propósitos de excesiva verdad le han alejado de la intención cervantesca. No hay que olvidar que Don Quijote es la caricatura del ideal; pero siempre en un ambiente de ideal. Desde luego, y con todo y haber dejado un dibujo verbal perfecto de su héroe Cervantes, no puede uno reconocer a Don Alonso Quijano el Bueno, al Caballero de[137] la Triste Figura, en la mayor parte de las encarnaciones de los pintores y escultores. A propósito, hay en esta misma exposición una serie de ilustraciones de Jiménez Aranda, muy notables como dibujo, pero que no tienen nada de personajes cervantescos; esos Quijotes y esos Sanchos son un Juan y un Pedro de cualquier parte, vestidos para representar un papel. Moreno Carbonero me manifestaba una vez que para Sancho había encontrado un modelo en la campaña manchega. El de Don Quijote sería un precioso hallazgo. Pero luego habría que agregar al modelo el alma del andante caballero, animarle con una chispa que no se encuentra a voluntad cuando no es el genio el que impera.
La intelectualidad de Moreno Carbonero no es para discutirla; y en este cuadro impone su sabiduría de colorido, su impecabilidad de factura; pero Don Quijote tampoco es Don Quijote, aunque Sancho sea Sancho. Los otros personajes quedan tan alejados en su término, que casi no dicen nada, y el episodio pierde con esto su mayor interés. Cuando Pierre de Hondt alababa los Quijotes de Coypel no dejaba de hacer notar el valor del acompañamiento, de los personajes secundarios que siempre ayudan a la animación del suceso. No he de olvidar dejar anotado que la sensación de la árida Mancha está dada por el artista de modo magistral. Es éste el terreno reseco que recorrieron Rocinante y el rucio con sus dos inmortales jinetes. La conciencia de la indumentaria y la resurrección de la época son completas; pero repito mi pensar: tanta realidad hace daño a la idealidad del tipo, a lo, por decir así, grotesco angélico que hay en el héroe que Cervantes creara con tanto amor y amargura.
Salus infirmorum de Menéndez Pidal sale de la pura realidad, para ofrecernos una dulce impresión de fe, una escena de suave religiosidad. Un pobre padre lleva ante el altar de la Virgen un niño enfermo. A su lado ora la madre enlutada. El sacerdote, de sobrepelliz y estola,[138] acompañado del pequeño monago reza también por el enfermito. Esto es verdad, es realidad, pero hay asimismo una entrevisión de más allá, sopla un aire suave de misterio, y se siente que esas almas humildes recibirán su bien de Dios. ¡Cuán otra La Herencia del Héroe del Sr. Suárez Inclán, de un sentimentalismo ocasional, de forzada factura; escena de comedia para la Tubau, dolor sin verdad! Verdad e intención, sí, se advierten en la tela de Santamaría, El Precio de una madre: la familia rica que va a llevarse a la joven nodriza, de la campaña a la ciudad; y el marido que se queda con el chico propio y la primera paga no muy satisfecho, mientras su mujer, buena moza de ricas ubres rurales, se le va con el muchacho ajeno. Este cuadro y un alto relieve de Mateo Inurria, La Mina de carbón, son de las muy raras notas que hagan pensar en un arte socialista en la exposición presente.
15 de junio de 1899.
Floja, muy flojamente se han celebrado las fiestas del «pintor de los reyes y rey de los pintores». Cuando el centenario de Calderón, hubo inusitadas pompas y agitaciones académicas que hicieron murmurar a Verlaine en un soneto. Es verdad que la España de entonces no estaba en la situación actual; pero, con todo, a España no le ha faltado nunca ganas y dinero para divertirse; y don Diego de Silva Velázquez bien valía una verbena. Por Rembrandt acaba de hacer relucir todas sus alegrías Holanda, presididas las fiestas por la «naranjita» real à croquer, Guillermina. Aquí el Gobierno ha hecho poca cosa, y el entusiasmo de los artistas no ha podido suplir todo. Inauguración de la Sala Velázquez en el Museo del Prado; recepción en Palacio, inauguración de la estatua obra de Marinas; y se acabó. Tiempo hubo de sobra para realizar algo digno de la ilustre memoria, y con un poco de buena voluntad se hubiese rendido el tributo justo a quien con Cervantes lleva el nombre de España a lo más alto de la gloria universal. Inglaterra envió a sir Edward J. Poynter, Francia a Carolus Durán y a Jean Paul Laurens—todos caballeros cubiertos delante de Velázquez—. Todos tres, el día en que se descubrió la estatua, saludaron al maestro antiguo y al arte que une los espíritus de todos los climas y razas en la misma luz y adoración[140] imperiosa. En la Sala de Velázquez se ha reunido todo lo suyo existente en el Museo; y al cuadro de «Las Meninas», se le ha colocado de manera que triplica la ilusión.
¡Famoso empeño, descubrir a estas horas al gran pintor! No es mi intención haceros un largo capítulo en que no hallaríais nada nuevo; antes bien y a mucho andar, algún extracto de lo que con mayor prolijidad y competencia podéis aprovechar en Justi o en Stirling, en Madrazo o en Lefort, en Curtis o en Michel o en la reciente obra monumental que ha dado al público Beruete con prólogo de Bonnat. Pero mi buena suerte ha hecho llegar a mis manos un libro casi desconocido, que se ha puesto a la venta, a pesar de estar impreso desde 1885; me refiero a los Anales de la vida y obras de Diego de Silva Velázquez, escrito con ayuda de nuevos documentos por G. Cruzada Villaamil. Madrid, librería de Miguel Guijarro. Y de este libro, sí, os diré algo, aprovechando la ocasión. El año de 1869, el autor, por cargo oficial que a la sazón desempeñaba, tuvo oportunidad de registrar el archivo del Palacio Real de Madrid, y entre papeles e inventarios del tiempo de Felipe IV y su hijo, encontró gran número de documentos de alto interés, referentes a Velázquez. No dejó de observar que otra mano había andado por ahí antes que la suya, la cual mano extrajo buena cantidad de papeles valiosísimos. En posesión de esos documentos, y los que luego consiguió en Simancas y en el archivo histórico nacional, nutrido de buena, aunque escasa bibliografía velazquina, y armado de su experiencia de crítico de arte, el señor Cruzada Villaamil dió comienzo y fin a su obra, que dedicó al rey Don Alfonso XII, por haber este monarca apoyado su empresa. Muertos ya Don Alfonso y el autor, se dió fin a la impresión del libro, y, creo que por causas de testamentaría, u otro motivo judicial, es el caso que los pliegos, todavía sin encuadernar, yacen en su depósito. De esos pliegos sueltos es el ejemplar que está en mi poder, el cual debo a la amabilidad de un distinguido caballero de la Corte.
En estos Anales se nos presenta a Velázquez en su vida y en sus obras, sencilla y claramente, al paso de los días. Es un arsenal precioso para el Taine o el Ruskin de más tarde. El señor Cruzada Villaamil escribía sin dificultad y sin estilo, o más bien, su prosa es de esa prosa académica que por tan largo tiempo ha subsistido entre estos escritores, a largas circunvoluciones de períodos, cansadora, monótona, pesada. Pero la carta, la anécdota, el documento, interesan y atraen. Comienza la obra con una exposición del estado de la pintura en el reinado de los Felipe II y III, y resaltan las figuras del «divino» Morales, el mudo Navarrete, Sánchez Coello el portugués, Carvajal Barroso y Pantoja, mientras en Italia se alza la soberana persona del viejo Ticiano, quien no dejó de ser aprovechado por el Segundo Felipe y pintó para el Escorial «El Martirio de San Lorenzo» y la «Santa Cena». Felipe III no impulsa tanto el arte, aunque artistas italianos que residían en España prosiguiesen en su labor continua. Este período tiene, no obstante, de notable la llegada de Rubens, enviado por el duque de Mantua a Valladolid. Curiosa es la nomenclatura de los regalos que traía el flamenco: «para Su Majestad una hermosa carroza tallada—que el señor Villaamil cree sea la que hoy se conoce en las reales caballerizas como el coche de doña Juana la loca,—con sus caballos; doce arcabuces, de ellos seis de ballena y seis rayados; y un vaso de cristal de roca lleno de perfumes. Para la condesa de Lemus, una cruz y dos candelabros de cristal de roca. Para el secretario Pedro Franqueza, dos vasos de cristal de roca y un juego entero de colgaduras de damasco con frontales de tisú de oro. Veinticuatro retratos de emperatrices para don Rodrigo Calderón, y para el duque de Lerma un vaso de plata de grandes dimensiones, con colores, dos vasos de oro y gran número de pinturas, que consistían en copias, mandadas sacar en Roma al pintor Pedro Facchetti, de los cuadros más preciados de aquel tiempo». La opinión que Rubens tuviera de los[142] pintores españoles en tal momento es digna de notarse. Él escribía al secretario del duque de Mantua, Iberti, que el duque de Lerma «quiere que en un momento pintemos muchos cuadros, con ayuda de pintores españoles. Secundaré sus deseos, pero no los apruebo, considerando el poco tiempo de que podemos disponer, unido a la miserable insuficiencia y negligencia de estos pintores, y de su manera—a la que Dios me libre de parecerme en nada—absolutamente distinta de la mía». Y en otra parte: «El duque de Lerma no es del todo ignorante de las cosas buenas; por cuya razón se deleita en la costumbre que tiene de ver todos los días cuadros admirables en Palacio y en El Escorial, ya de Ticiano, ya de Rafael, ya de otros. Estoy sorprendido de la calidad y de la cantidad de estos cuadros, pero modernos no hay ninguno que valga». Rubens partió, y acaeció el incendio de El Pardo, en donde se perdieron tesoros pictóricos. Así el reino de Felipe III concluye para la vida artística.
Felipe IV fué el rey artista: escritor, pintor, actor, algo tenía entre las paredes del cerebro de lo que hoy anima las aficiones y bizarría de Guillermo de Alemania. Los pintores, tanto como los poetas, fueron protegidos, y entre todos, el fuerte Velázquez no cesa en su labor. Los retratos se multiplican, y son sus modelos desde las princesas hasta los bufones y los perros. No dejó la malquerencia de visarle, la envidia de morderle. El monarca, no obstante, le sostuvo en su favor. Lo cual regocijaba al buen Francisco Pacheco que viera los comienzos de su amado don Diego, allá en su obrador de Sevilla. Es de interés la descripción de la casa de Pacheco en donde se reunían escritores, poetas, artistas de toda especie, a charlar y discurrir; no faltó a tales reuniones cierto manco que creara cierta novela inmortal.
Tanto quiso Pacheco a don Diego, que le dió su hija por mujer. «Después de cinco años de educación y enseñanza, le casé con mi hija, movido de su virtud, limpieza[143] y buenos portes, y de las esperanzas de su natural y grande ingenio». «Y porque es mayor la honra de maestro que la de suegro, ha sido justo estorbar el atrevimiento de alguno que se quería atribuir esta gloria quitándome la corona de mis postreros años». Página misteriosa es la de los amores de Velázquez. Quizá su matrimonio fué hechura exclusiva de su maestro, sin que la pasión tuviera la menor parte. Influído por Tristán y por lo tanto por el Greco, afianzóse el artista en su vigor de colorido, al brillo de la gloriosa luz veneciana. Es en 1622. Velázquez va a visitar El Escorial, y para ello parte para la Corte con buenas recomendaciones y con el encargo de hacer el retrato de Góngora. Con buen viento llega, y le reciben sus paisanos los andaluces, entre los cuales estaba la alta influencia del conde-duque de Olivares. De allí a poco, hace el retrato del rey. En este orden siguen los años que duró la vida del pintor, con gran copia de documentos, con cartas curiosas; con papeles en los cuales se ve que no era muy envidiable el puesto de Velázquez en Palacio, a pesar de todo lo que entonces era considerado como una honra. Al artista se le concedió la comida palaciega en esta forma: «Diego Velázquez, mi pintor de Cámara, he hecho merced de que se le dé por la despensa de mi casa una ración cada día en especie como la que tienen los barberos de mi cámara, en consideración de que se le debe hasta hoy de las obras de su oficio que ha hecho para mi servicio; y de todas las que adelante mandare que haga, haréis que se note así en los libros de la casa. (Hay una rúbrica del rey). En Madrid, a 18 de septiembre de 1628.—Al conde los Arcos, en Bureo».
Como ésa hay otras tantas llamativas notas en el grueso volumen del señor Villaamil; y en cuanto a la parte de la obra artística, análisis de los cuadros, legitimidad de algunos dudosos, y otros puntos de esta especie, dicho libro es de aquellos que no deben faltar en la biblioteca de un Museo, o de un artista estudioso; y es una lástima[144] que no se ponga a la venta, por las razones que dejo expuestas anteriormente.
Quise hablar con sir Edward J. Poynter pero no me fué posible encontrarle. En cambio, puedo transmitir mis impresiones de una entrevista con Jean Paul Laurens y Carolus Durán. Son dos tipos completamente opuestos. Laurens es el hombre de labor, el artista austero y consagrado a su ideal de una manera tiránica. Durán es el elegante pintor de los salones, el retratista de las princesas de la aristocracia y de las princesas plutocráticas de los Estados Unidos... No hay que negar su habilidad suma, sus dotes de ejecución, su colorido, su dibujo, las condiciones todas que le han llevado a la presidencia de la Sociedad de Artistas Franceses, y a la fama universal y a la fortuna. Han pasado escuelas modernísimas y tentativas varias delante de su inconmovible invariabilidad. Carolus Durán ha sonreído de todo, y, comprendiendo su tiempo, sigue la corriente.
Su cabeza es la hermosísima cabeza de un Lohengrin adonjuanado; el cuerpo, elegante, a pesar de la imposición del vientre en lucha con la gimnasia y con la esgrima. La melena y la soberbia barba, nevadas de días y noches de buena vida; el ojo perspicaz y voluptuoso, como la boca; el gesto principesco. Carolus Durán, munido de su indispensable y parisiensísima pose, es un hombre encantador. Me habló de Velázquez, de la pintura española, todo esto en español, pues lo habla correctamente, aunque de cuando en cuando le falta el vocablo. Le hablé de Buenos Aires. «Buenos Aires...» Conoce poco. Lo que él conoce es Nueva York. ¡Ya lo creo!... No obstante, sabía que en Buenos Aires está la «Diana» de Falguière y que la ciudad tiene cerca de un millón de habitantes. Nuestros ricos sudamericanos, decididamente, debían acordarse algo más de que es preciso tener un retrato de Carolus Durán.
Jean Paul Laurens parece al pronto un hombre seco y hasta adusto. Y debe tener muy temerosa idea de los[145] periodistas, pues antes de serle presentado por Ruiz Guerrero, apenas me contestaba una que otra palabra. Luego—fué en el Círculo de Bellas Artes—, se abrió, en la más grata franqueza, sonriendo amablemente su dura cabeza de apóstol. Me habló también del arte español y de Velázquez, y me hizo un curioso croquis verbal de su compañero y amigo Carolus Durán, con quien había estado en oposición, «pero siempre en la nobleza y altitud del arte». «Buenos Aires. Sí. ¿Conoce usted a Sívori? He ahí uno que tiene algo dentro de la cabeza. Pero, pauvre garçon! ¿qué hace por allá? Là-bas es imposible todavía hacer arte. ¿Es usted amigo suyo? Dígale que no haga pintura para cocineras. Hay que hacer arte por dentro, para uno mismo, en la independencia del provecho y de la moda. En América no se entiende de ese modo, ¿no es así? Mucho industrialismo artístico; y así se pierden los talentos y las disposiciones que da la Naturaleza. Dígale usted a Sívori que dice su maestro Laurens que haga arte por dentro, y que no se cuide de cuadros para la cocina».
Traduzco al pie de la letra, hasta donde puede permitirlo el vuelo de la conversación.
Volví a verle.
El Círculo de Bellas Artes dió una fiesta íntima, por decir así, a los artistas extranjeros.
Almorzamos bajo un toldo, al amor de altos árboles, en el jardín del Círculo, casi desecho hacía pocos días por el más formidable de los pedriscos de que hay memoria en Madrid. Los vinos españoles animaron la fiesta, y se comió al aire libre, al son de una orquesta de guitarras. Jean Paul Laurens sonreía en su gravedad bajo sus espejuelos; Carolus Durán llevaba el compás de los tangos y de las seguidillas y sevillanas. Cuando el poeta Manuel del Palacio ofreció la fiesta, ya se oía por allí el ruido de las castañuelas de las bailaoras. Habló Durán, en español; brindó Laurens, que estrechó la mano al joven Marinas, el de la estatua. «¡Yo me complazco[146] en descubrirle!» dijo. En un instante, tras el champaña, ya estaba la tarima puesta para la pareja del baile. Eran dos muchachas; la vestida de hombre, con el ceñido incitante calipigio, morena; la otra blanca, con admirables ojos y cabellos obscuros. Bailaron, pero antes de que comenzasen ellas al grito de las guitarras, Carolus Durán se puso a esbozar unas sevillanas, con levantamiento de pierna y meneo de caderas que no había más que pedir. Primero todos nos quedamos abasurdidos, como diría Roberto Payró; pero después, no pudimos menos de decir: ¡ole! Jean Paul Laurens sonreía. Sir Poynter no estaba en la fiesta. Si llega a estar, nadie le quita de sus británicos labios un irremediable shocking!
Bailó, pues, la pareja de danzantes de oficio; mas había una nota de color que ya había llamado la atención de los extranjeros: una familia de gitanos. El viejo, bien preparado, con disfraz de guardarropía, modelo de Doré, para no dejar perder la influencia del «color local», obstentaba desde el calañés hasta la faja imposible y la chaquetilla fabulosa, y el bastón de enorme contera. La vieja gitana, de ojos de cuencas negras; y las gitanillas, tan cervantinas como antaño, una de doce, una de quince, otra de veinte años. Cuando la pareja de baile cesó, llegaron los gitanos. Bailaron todas las hembras, pero las dos menores se llevaron la palma. Sobre todo la más chica, que bailaba, según el decir de Carolus Durán, «como una princesita rusa». Bailaba en efecto maravillosamente. Era el son uno de esos fandangos en que se va deslizando el cuerpo con garbo natural y fiereza de ademán que nada igualan, en una sucesión de cortos saltos y repique de pies, en tanto que la cara dice por la luz de los ojos salvajes, mil cosas extrañas, y las manos hacen misteriosas señas, como de amenaza, como de conjuro, como de llamamiento, como en una labor aérea y mágica. Todo en un torbellino de sensualidad cálida y vibrante que contagia y entusiasma,[147] hasta concluir en un punto final que deja al cuerpo en posición estatuaria y fija, mientras las cuerdas cortan su último clamor en un espasmo violento. Después fué otra danza en que la zingarita triunfó de nuevo. Ágil, viva, una paloma que fuera una ardilla, moviendo busto y caderas, entornando los párpados no sin dejar pasar la salvaje luz negra de sus ojos en que brillaba una primitiva chispa atávica, se dejaba mecer y sacudir por el ritmo de la música, y dibujaba, esculpía en el aire armonioso un poema ardiente y cantaridado al par que traía a la imaginación un reino de pasada y luminosa poesía. Entonces se daba uno cuenta del valor de sus trajes abigarrados, sus rojos, sus ocres, sus garfios de cabello por las sienes, sus caras de bronce, sus pupilas de negros brillantes. Sonreían como si embrujasen; sus dedos sonaban como castañuelas.
Carolus Durán puso dentro del corpiño de la gitanilla un luis de oro.
En España, como entre nosotros—¡es un triste consuelo!—, no se ha llegado todavía a resolver el problema de la revista. Es singular el caso que aquí, en donde se ha contado con elementos a propósito desde hace largo tiempo, acaezca a este respecto lo propio que en nuestros países de progreso reciente. España no cuenta en la actualidad con una sola revista que pueda ponerse en el grupo de los «grandes periódicos» del mundo; no existe lo que llamaremos la revista institución—Revue des Deux Mondes, Nuova Antologia, Blackwood's o North American Revue. La España Moderna, que podría ocupar el puesto principal, se sostiene gracias al cuidado y entusiasmo de su propietario el señor Lázaro. No faltan los escritores de revistas, y la prueba es que las revistas extranjeras tienen colaboradores españoles de primer orden—; he encontrado principalmente a Ramón y Cajal, el eminente sabio que acaba de partir a los Estados Unidos a dar conferencias, llamado por una de las mejores universidades; a Salillas, el antropólogo; y a un escritor cuyo nombre en Europa, en el mundo del estudio, es bien conocido: Rafael Altamira, profesor de la Universidad de Oviedo.
¿Cuál es la causa de que en España no prospere la revista? Primeramente, la general falta de cultura. En Inglaterra, o en Francia, no hay casa decente en donde no se encuentre una de esas publicaciones condensadoras del pensamiento nacional y reflectoras de las ideas universales. Para el parisiense de cierta posición, de atmósfera, llamémosla así, «senatorial», burgués de cualquier profesión elevada, propietario que se receta sus lecturas, o buen varón de la nobleza, la Revue des Deux Mondes es una costumbre, o una necesidad. No hablaré, además, de tales o cuales revistas pertenecientes a estas o aquellas agrupaciones, políticas o religiosas; son legión. Albareda, que realizó aquí los esfuerzos que en Buenos Aires los señores Quesada, tuvo que ver la lamentable desaparición de su obra, y, si no ha acontecido lo mismo al señor Lázaro, es porque lucha bravamente contra todo peligro. Las tentativas han sido muchas desde hace largos años, en este siglo, que entre tantas peregrinas cosas, es el siglo de la revista. El Teatro Crítico del padre Feijóo, puede muy bien considerarse en el siglo XVIII como una gran revista española, en cierto sentido; en la centuria actual la crítica de revista se cristaliza en Fígaro, aunque sean muy anteriores a los escritos de Larra algunas otras publicaciones que se asemejan al tipo de la revista. Si no tan antiguo como el francés, hubo en la corte española un viejo Mercurio. Asimismo, otras publicaciones periódicas y en forma de folleto que, a la manera del Teatro Crítico del padre Feijóo, eran redactadas por un solo escritor. Entre las muchas revistas o semirevistas de aquel tiempo, he de citar, aunque sin orden cronológico, además del Mercurio, El Censor, El Pensador matritense, El Correo de los Ciegos, El Pobrecito Hablador, de Larra, el Semanario Pintoresco, el Museo pintoresco, la Revista Española, la Revista Mensajero, El Laberinto, de Antonio Flores y Ferrer del Río, La lectura para todos, el Periódico para todos, El Museo Universal, La Ilustración de Madrid, la Revista Española de Ambos Mundos, la Revista[150] Ibérica, la Revista Hispanoamericana, La Abeja, de Barcelona, La Revista de Ciencias, Literatura y Arte, de Sevilla, la Minerva, o el Revisor General, El Criticón, de Bartolomé Gallardo, la Crónica Científica y Literaria, el Almacén de Frutos literarios, la Miscelánea, las Cartas Españolas, la Lectura para todos, la Revista de Madrid y El Europeo de Aribau. Entre las que he citado, muchas han sido ilustraciones, magazines, del tipo de revista para familias, variadas e ilustradas a la manera del antiguo Magasin pittoresque, de París. Las hubo que tenían un carácter puramente literario y científico; algunas, como La Abeja, se limitaron a ofrecer traducciones de varios autores extranjeros, especialmente alemanes, y no pocas intentaron producir un movimiento intelectual elevando el nivel de cultura, sin conseguirlo por desgracia.
Las últimas revistas, puramente tales, en forma de cuadernos, tipo Revue des Deux Mondes, que lucharon con todo heroísmo, fueron la Revista de España, fundada por don José Luis Albareda, y la Revista Contemporánea. La de Albareda contaba con colaboradores de primera línea, con las autoridades de la época, como don Manuel de la Revilla y don Juan Valera en lo referente a la crítica; pero poco a poco fué perdiendo su interés, disminuyó la colaboración, y el público, que no necesita mucho para proteger su pereza cerebral, abandonó las suscripciones. La Revista Contemporánea fué creada por don José del Perojo. Era una publicación más científica y filosófica que de literatura y arte. Al lado de importantes trabajos españoles, se insertaban traducciones de autores en boga. Allí se publicó la primera novela rusa que haya aparecido en España, una de las mejores de Turgenev: Humo. También la Revista Contemporánea fué paso a paso enflaqueciendo, por falta del apoyo público. Dirigióla por algún tiempo don José de Cárdenas. Es seguro que el motivo del decaimiento estribó en lo que por lo general causa la muerte de las revistas. Los que las dirigen, por pobres tacaños, quieren henchir[151] el cuaderno con trabajos que no les cuestan dinero, y recurren a la falange de los grafómanos que hacen fluir gratis los productos de sus inagotables sacos; reunen suscriptores entre sus amigos y conocidos, que por fin se cansan de la continua bazofia, y rompen, a veces con la amistad, el recibo de la suscripción. Nada más grotesco que el director de una publicación que cuenta para ella «con sus amigos». La Revista Contemporánea está dirigida hoy por don Rafael Álvarez Sereix, y está bastante mejor que en tiempo de Cárdenas; pero según tengo entendido, se produce también por colaboración espontánea, sin redactores ni colaboradores fijos, interesados en su mantenimiento y progreso.
La Revista Hispanoamericana se fundó con muy buenos propósitos, pagaba con esplendidez los trabajos; pero no supo el director conducirla, faltó buena administración en el sentido de la propaganda; no encontró eco, por lo tanto, y murió no sin costarle a su editor varios miles de duros. La Revista Mensual tuvo corta vida y estaba hecha à l'instar de la Revue générale de Bruselas. El Ateneo, con excelentes elementos, se fundó para publicar las conferencias, discursos, etc., dados en el Ateneo de Madrid. No interesó, a pesar de su material de importancia. La América, de Eduardo Asquerino, con colaboración americana, en un inaudito cafarnaum, pletórica, concluyó igualmente. La España Moderna comenzó con bríos y colaboración española escogidísima. Luego se aumentó con la Revista Internacional que dió a conocer a muchos autores extranjeros; pero la Revista Internacional concluyó muy pronto, y la España Moderna, como lo he manifestado ya, con una suscripción relativamente escasa, se sigue publicando gracias al loable desinterés de su director y dueño don José Lázaro. La Revista crítica de Historia y Literatura españolas, portuguesas e hispanoamericanas, tuvo un brillante aparecimiento, con colaboración de primer orden, nacional y extranjera, en que resaltaban especialistas tan eminentes[152] como Menéndez y Pelayo y Farinelli. Esta revista continúa, dirigida por don Rafael Altamira; pero paréceme que lleva una vida lánguida y que no aparece con la regularidad que sería de desear.
Ha habido algunas revistas interesantes, de ramos especiales, y entre las de derecho y administración se distinguió una publicada por don Emilio Reus, la Revista de Legislación y Jurisprudencia. Todas las corporaciones científicas, de ingenieros, arquitectos, militares, etcétera, publican órganos especiales que, por lo general, dan pobre idea de la cultura del elemento oficial. Casi siempre, no se encuentran sino indigentes reflejos del saber fundamental de otras naciones. Exclusivamente de arte, ya sea a la manera de la Gazette des Beaux Arts, o a la manera del Studio, o sus similares alemanes, no existe ninguna.
Las revistas independientes, producidas por el movimiento moderno, por las últimas ideas de arte y filosofía, y de las que no hay país civilizado que no cuente hoy con una, o con varias, tuvo aquí su iniciación con Germinal, de filiación socialista, apoyada por lo mejor del pensamiento joven. Murió de extremada vitalidad quizás... Demás decir que en Cataluña, sí, hay revistas plausibles, que, más o menos, dan muestra de la fuerza regional, como L'Avenç, Catalunya, Revista Literaria y La Renaixensa. Vida Nueva, con formato de diario, es una especie de revista semanal, y es de lo mejor que se publica en Madrid. Revistas puramente intelectuales e independientes, al modo de Mercure de France, Revue Blanche o La Vogue, de París, del Yelow Book; o el Savoy, de Londres, la Rasegna, de Milán, Chap Book o Bibelot, de los Estados Unidos, Revista Moderna, de México, o Mercurio de América y El Sol, de Buenos Aires, no hay más que una, a la manera de La Vogue o de la antigua Revue Indépendante, de París, la Revista Nueva. Es ciertamente extraño que, existiendo un grupo de escritores y artistas que sienten y conocen, así sea incipiente y escasamente[153] el arte moderno, no hayan tenido un órgano propio. Creo que la causa de esto se basa en el carácter de la juventud literaria, en lo general poco amiga del estudio y sin entusiasmo. La Revista Nueva se propone reunir todos esos elementos dispersos, y desde luego cuenta con varias firmas de las más cotizables en literatura castellana actual. Ha tenido la dirección el buen talento de no hacerla sectaria ni aislada en un credo o bajo un solo criterio. Pueden caber en ella y caben los versos de los que intentan una renovación en la poesía castellana y los versos demasiado sólidos del vigoroso pensador señor Unamuno; los sutiles bordados psicológicos de Benavente y las paradojas estallantes de Maeztu; los castizos chispazos de Cávia y las prosas macizas de Unamuno, que valen más que sus versos, aunque él no lo crea. Además, la Revista Nueva está en relación con Europa y América, y su colaboración aumenta cada día. Quiera Dios que no vaya, también, una buena mañana, a amanecer atacada de la enfermedad mortal de las revistas.
Las ilustraciones no son pocas en España, y entre ellas van a la cabeza la antigua Ilustración Española y Americana, fundada por don Abelardo de Carlos, y la Ilustración Artística, de Barcelona. La Ilustración Española y Americana está asentada sobre inconmovibles bases, entre las primeras del mundo. Sus redactores son de por vida, como el invariable Fernández Bremón, o el que fué don Peregrín García Cadena. Su forma, sus grabados, la colocan en el grupo de L'Illustration, de París, Illustrated London News, Graphic y sus semejantes de Berlín, Roma, Munich o Nueva York. Con los progresos del fotograbado, ha disminuído un tanto la aristocracia de sus viejos grabados en madera, que alternan hoy con el inevitable clisé de actualidad. Aunque su plana mayor se compone de escritores veteranos, tiene campo abierto para las manifestaciones del pensamiento nuevo, como se sepan guardar «las conveniencias», pues hay que recordar que si La Ilustración Española y Americana[154] es popularísima, no deja por eso de ser el periódico preferido de las clases altas, y eso tanto en España como en la América española.
La Ilustración Artística, de Barcelona, viene en seguida, y se distingue por su preferencia de los asuntos artísticos, fiel a su nombre. Uno de sus colaboradores fijos es doña Emilia Pardo-Bazán.
Los Estados Unidos han enseñado al mundo la manera como se hace un magazin conforme con el paso violento del finisecular progreso. Los adelantos de la fotografía y el ansia de información que ha estimulado la Prensa diaria, han hecho precisos esos curiosos cuadernos que periódicamente ponen a los ojos del público junto al texto que les instruye, la visión de lo sucedido. El Blanco y Negro va aquí a la cabeza; luego vienen la Revista Moderna, El Nuevo Mundo y algunas otras como el Álbum de Madrid, que publica retratos de escritores y artistas, artículos literarios y poesías. El Blanco y Negro es muy parecido a nuestro Buenos Aires o a Caras y Caretas, con la insignificante diferencia de que posee un palacio precioso, tira muchos miles de ejemplares y da una envidiable renta a su propietario el señor Luca de Tena. En Barcelona hay varias revistas como Barcelona Cómica más o menos literarias y artísticas; y La Saeta, periódico picante por sus fotograbados, por lo común desnudos, poses de malla o camisa, género Caramán Chimay y aun más pimentados.
La caricatura tiene por campo una o dos páginas de cada «almacén» o revista ilustrada. Casi siempre, la política y la actualidad es lo que forma el argumento. Pero no existe hoy un caricaturista como el famoso Ortego, por ejemplo. Como todo, la caricatura ha degenerado también. Ortego, me decía muy justamente el señor Ruiz Contreras, director de la Revista Nueva, ha sido el rey de la caricatura en España; ninguno de los otros puede compararse con él; él creó la semblanza de todos los políticos y monarcas, de todos los personajes de la[155] revolución; él hizo a Montpensier imposible, con una caricatura. Si analizáramos la influencia que ha tenido Ortego en el porvenir de la Nación, nos horrorizaríamos. En este pueblo impresionable, una nota se agiganta y se hace un libro, un chisme se transforma en historia y una calumnia en débâcle inmensa. Más daño que todos sus enemigos le hicieron a Montpensier las caricaturas de Ortego, ¿fundadas en qué? Pues en que Montpensier tenía una huerta de naranjas. «El rey naranjero». Esto bastó para desacreditarle. Como bastó, para hundir a don Carlos, pintarle un día rodeado de bailarinas y sacripantas. Ortego, además de su intención profunda, tuvo una ventaja sobre todos, y es que dibujaba maravillosamente. Solía también encontrar en el personaje un rasgo fisonómico para su caricatura, y acertaba tanto en la elección, que no era posible ninguna variante. Su Narváez, su Prim, su Sagasta, su Isabel II, son inolvidables. Asimismo se dedicó mucho a la caricatura de costumbres, en la que hizo prodigios. En esto era un inmediato descendiente de Gavarni. El pueblo de Madrid, con sus toreros, con sus curas, con sus manolas, sus majos, sus cursis, sus hambrientos, sus oficinas, sus teatros y sus verbenas, aparece y resucita en los dibujos de Ortego, que son para el historiador un documento de grandísima importancia. Hace algunos años se reunieron los dibujos de Ortego en álbumes especiales, pero la publicación, con ser de tanto interés para todos, no se hizo popular. El público estaba distraído con otra cosa.
Luque, Padró, Perea y Alaminos han hecho casi solamente, la caricatura política. Menos hábiles en el dibujo, buscaban la intención en las ideas; sus caricaturas tienen más bilis que lápiz; demuestran sus odios políticos más que su arte. Iban sólo a hacer daño; más que revolucionarios de su tiempo, eran anarquistas. Destruían con el ridículo, aumentándolo, inventándolo a veces. Perea se dedicó luego a la especialidad de toros y[156] sus dibujos de La Lidia han circulado por todo el mundo. Sojo ha sido también un político de lápiz; dibuja poco: todo el interés de su obra se basa en el pensamiento. Cilla y Mecachis explotan por algún tiempo la crítica de costumbres. Cilla inventa los personajes, mucho más que los toma de la realidad; ha creado varios tipos que repite constantemente. Así ha hecho Mars en París. Cilla es en el dibujo en España algo como López Silva en sus versos. Nada más alejado de la verdad, nada más falso que los chulos de López Silva, a quien llaman el heredero de don Ramón de la Cruz; y sin embargo, se ha convenido en que los chulos de López Silva son los verdaderos, y por tales se les mira y admira; y queriendo hablar en chulo, la gente joven habla en López Silva. Lo mismo sucede con los dibujos de Cilla. Nadie es exactamente como lo que Cilla dibuja, pero, a fuerza de verla, parece más real su mentira que la realidad. Más humano es Mecachis: y como más humano es también menos monótono; como observa y copia, varía más. Después de Ortego, Mecachis. Todos los demás, excelentes periodistas. Ángel Pons, que hoy está en México, empezó bien; pero también tiene más ideas que dibujo; tampoco es un observador. Y muy observador de la caricatura extranjera, como Rojas su discípulo. Puede decirse que casi todos los actuales dibujantes se proveen de inventiva y de rasgos felices en las revistas de otras naciones. Apeles Mestres y Pellicer saben dibujar y dibujan de firme. Mestres ha hecho caricaturas admirables en los periódicos satíricos catalanes. Es un moralista, como casi todos los verdaderos caricaturistas. Es de recordar una caricatura publicada en La Esquella, de Barcelona. Un coche fúnebre, con ocho caballos empenachados y otro con un jaco de mala muerte; y la leyenda: Com mes richs mes besties: Como más ricos, más animales. Pellicer conoce su arte y estudia las costumbres. Sus dibujos son documentos y sus ilustraciones de obras admirables estudios. Para las obras completas de Larra[157] ha dibujado tipos como Fígaro pudo concebirlos; a Larra le ha hecho como era.
Ese retrato ha quedado definitivo para el futuro, con un valor de época, inimitable. Pellicer ha superado en esto al mismo Madrazo. Moya y Sileno, Rojas y Sancha trabajan profusamente y tienen bastante demanda; Sileno ilustra principalmente el Gedeón, y sobresale en la sátira política. Sancha se ha hecho un puesto especial, apoyado en el Fligene Blatter, y deformando, hace cosas que se imponen. Sus deformaciones recuerdan las imágenes de los espejos cóncavos y convexos; es un dibujo de abotagamientos o elefantiasis; monicacos macrocéfalos e hidrópicas marionetas. Marín estudia mucho, y apoyado en Forain, hace excursiones al bello país de Inglaterra. Es un erudito de lo moderno, un simpático artista, cuyo modelo principal debe de ser una elegantísima y singular mujer, apasionada de D'Annunzio y fascinada por París. Leal da Cámara, portugués, joven, de indiscutible talento, dibuja en Madrid, un tanto desganado, con el pensamiento puesto en Jossot, a quien conoce, y animado por el espíritu de Cruikshank, a quien seguramente ignora.
4 de julio de 1899.
Áspero empieza el verano en Madrid. Desde que los calores se inician, el desbande a la villégiature comienza. Se abren los nocturnos refugios, entre ellos el Buen Retiro, con su teatro y sus conciertos en los jardines; se instalan las horchaterías con sus incomparables aguas dulces que entusiasmaron a Gautier, servidas por frescas y sabrosas muchachas, la mayor parte denunciadoras de su gracia levantina; los sombreros de paja hacen su entrada y uno que otro panamá de «repatriado» da su blanca nota tropical. ¿A dónde ir después de comer? Se ha inaugurado en el Madrid Moderno, allá lejos, un teatrito al aire libre, en el Parque de Rusia. En compañía de un autor dramático, buen observador y excelente copain, allá me voy, animado por las estrellas que pican de oro el fino azul de la noche. Al pasar por el Prado, me siento detener por un grupo de niños que, a la claridad del cielo, asidos de las manos, cantan acompasadamente. ¿Qué cantan? Son unas de esas antiguas canciones que han venido de siglo en siglo y de labio en labio, repetidas en las rondas infantiles, al crepúsculo de las tardes de mayo y en las abrasantes noches de estío. Apuro la oreja, y me llega:
Luego, en otro tono:
Y luego, en otro ritmo:
La música tiene el perfume de un vino viejo y sano. Su sencillez y su gracia vieillotte hablan de otros tiempos, y el espíritu observador y meditativo coge al paso en esa flor armoniosa una gota de poesía. Pasa una manuela, es decir, una victoria, y en ella nos encaminamos al Parque de Rusia. Dejando atrás la Puerta de Alcalá, después de recorrer muchas calles llenas de polvo, llegamos. Un gran jardín, con laguneta, columpios, glorietas y kioscos rústicos, mal cuidado y mal presentado. Un restaurant y un teatro. Cuando se alzó el telón habría unas ochenta personas en todo el recinto, y ellas no se aumentaron mucho hasta el momento de partir. El espectáculo... El Casino de la Boca, a la par, es suntuoso, el Cosmopolita de la calle Veinticinco de Mayo, cualquiera de nuestros café-concert de segundo orden es una Alhambra londinense o un Jardín de París, en comparación con estas abominables iniciaciones en el finisecular divertimiento. En el extinto Variétés, a fuerza de pesetas, se logró presentar algo escasamente semejante a nuestro teatrito de la calle Maipú; había siquiera dos o tres números que pudiesen despertar el gusto por el exótico espectáculo. Henry Lyonnet, en su libro sobre el teatro en España, observa lo poco preparado que está el terreno para la importación parisiense; pero es el caso que a estas horas, en la calle de Alcalá hay dos teatritos en que alternan tarde y noche cantaoras y bailaoras flamencas con divettes traídas de Barcelona, de Marsella, o de París, y en uno de ellos he visto a una famosa pensionista de Nollet, la Nella Martini, cantando siempre sus desairados y pornográficos couplets de la Pulga.
En el Parque de Rusia se dió principio a la función con una cuadrilla de osados vejestorios, una parodia del Moulin Rouge. Las bailarinas, seguramente improvisadas para el caso, aun cuando pretendían encender a la escasa concurrencia, resultaban de un efecto moralizador indiscutible: ¡ni que hubiesen sido del Ejército de Salvación! Luego salió a decir su canción en argot una[161] flaca veterana, retirada seguramente del oficio, a quien nadie entendió una sola palabra; y otra le siguió, grivoise, igualmente detestable. Si no aparece en seguida Pilar Monterde, una española de cuerpo encantador, que baila las danzas nacionales con mucha gracia aunque un poco para París, la parte primera del espectáculo hubiera petrificado de fastidio a la asistencia. La segunda la desempeñó un discípulo de Frégoli, llamado Minuto—italiano, de Rosario de Santa Fe, ¡qué pensáis!—y la gente le aplaudió largamente, y con mucha justicia. Entre él y la Monterde se salvaron la noche. Ahora, a la ciudad. Y he ahí que no se encuentra a la salida ni coche ni tranvía. Los que salen primero logran atrapar uno que otro, y los demás... a seguir el camino por las calles empolvadas, con calor y fatiga. No me quejo sino vagamente, del percance, con mi amigo el autor; pero aprovecho la caminata para hablar sobre teatro. María Guerrero debe de estar a la sazón, al partir de Buenos Aires, con rumbo a su buena villa de Madrid; Antonio Vico, en sus postreros años de arte, va a América a hacer lo que debió hace mucho tiempo, corriendo el riesgo de una desilusión.
Durante el invierno funcionan regularmente en Madrid dos compañías dramáticas, la del Español, dirigida por la Guerrero y su marido, y la de la Comedia, cuyo director fué por más de veinte años Emilio Mario y ahora es Emilio Thuillier. Mario es otra venerable ruina. Los bizarros papeles de antaño, los «galanes» muy a la francesa, que tanto brillaron, han quedado en la memoria de los que presenciaron sus pasados triunfos; hoy Mario hace maravillosamente el característico, y creo no pretenderá emular los esfuerzos fatigados de Vico. En la primavera también suele trabajar la compañía de la Tubau—otra abuela—y en otros teatros aparecen y desaparecen como por obra de encantamiento, varias compañías que no hallan donde plantar sus escuetas raíces. Entretanto que el apodado «género chico»[162] prolonga en los teatros de la Zarzuela y Apolo indefinidamente sus temporadas, el «género grande» limita las suyas al invierno y desaparece de la Corte con la llegada de las primeras rosas. La compañía del teatro Lara, que no pertenece al género chico ni al grande, cultiva la declamación sin música, en obritas de uno o dos actos (algunas representa de tres), pero no estrena ninguna, limitándose en días de gala, beneficios o noches excepcionales, a reprises de las piezas ya juzgadas y aplaudidas por el público y que juzga pertinentes; su temporada se mantiene durante toda la primavera.
En invierno recorren los escenarios de provincia algunas compañías, encabezadas por Vico, Miguel Cepillo, Sánchez de León, Luisa Calderón, Julia Cirera, Antonio Perrín, García Ortega, dando a conocer aquellas piezas que Madrid ha aprobado; pues la centralización en este caso es absoluta, no teniendo cabida en la Corte la única excepción, el teatro regional catalán. Cuando las compañías del Español, la Comedia y La Princesa terminan su labor de Madrid, pasan a provincias y recorren los teatros de Barcelona, Sevilla, Zaragoza, Bilbao, Valencia, y otros más de menor calidad. Varias de las compañías dramáticas de provincia, en verano descansan. Ya por Pascua, suele venir a la Corte alguna compañía extranjera que da sus representaciones en la Comedia, en el Moderno, o en la Princesa. Generalmente las compañías son italianas, aunque Sarah Bernhardt me parece ha estado unas dos veces y se anuncia la llegada de Réjane, en una tournée por Europa.
Novelli ha conquistado desde hace tiempo a los madrileños, y últimamente la Mariani, desde luego superior a todas estas actrices, con excepción de la Guerrero, ha sido excelentemente acogida. El género chico, en verano como en invierno, continúa con varios teatros abiertos, ofreciendo estrenos todos los días, y sosteniendo las obras de sus favoritos hasta quinientas noches. Es la chulapería triunfante, el dúo del mantón y el pantalón[163] obsceno, el barrio bajo que se impone, con defensores que cuando alguien protesta de tanta vulgar exploración, sacan a cuento a Goya y al bastante asendereado don Ramón de la Cruz. Este, como sabéis, se llama hoy López Silva.
No obstante, en estos últimos años ha habido loables tentativas de renovar el ambiente teatral, de sacar la atención del mundo de las chulapas y de los chulos. Se ha traducido algo moderno. Se ha hecho algo de Ibsen, El Enemigo del Pueblo; de Sudermann, Magda; de Lavedan, El Príncipe d´Aureac, con el título de El Gran Mundo, entre las conocidas obras de Dumas, Sardou, Pailleron; y han osado en una plausible campaña, los autores de algunos trabajos originales, Guimerá con su María Rosa, Dicenta con su Juan José, Benavente con Gente conocida, Ruiz Contreras con El Pedestal. La Dolores de Codina y Juan José, con fuerza y bríos hoy no usados aquí; María Rosa iniciando una tentativa de teatro socialista, con el mismo Juan José, Gente conocida trayendo las escenas libremente extraídas, sinceras, de la vida, con un análisis hondo, e ironía que parece a flor de piel, pero que penetra, señalan un buen trecho conquistado para un arte escénico futuro. Murió Feliú y Codina, que había pretendido la realización de un teatro regional, de todas las regiones españolas, una especie de geografía escénica de la Península. Así después de La Dolores, aragonesa, vino María del Carmen, murciana, y luego La Real Moza, andaluza. Feliú era un firme trabajador, de gran talento, y un delicioso músico del verso, de este verso español sonoro y sin matices. Joaquín Dicenta, que acertó tan bravamente con Juan José, no avanzó con El Señor feudal, y, desanimado, o mejor, poseído ya del deseo de la fija ganancia, se fué hacia la zarzuela. Así escribió en unión de su amigo Paso el libreto de Curro Vargas, extraído de una novela de Pedro Antonio de Alarcón. Guimerá persistió, con su tesón catalán. Consiguió en Tierra baja dos actos notabilísimos—el[164] tercero desmerece tanto que puede suprimirse—. De todos modos, esa obra, en Madrid, como en París, como en Buenos Aires, ha revelado un gran manejador de ideas y un potente poeta. El Padre Juanico buscó el éxito a la manera de Feliú y Codina. Parecería que hubiese acaparado la herencia del autor de La Dolores; pero Guimerá es una fuerza, y después de tantear sus conveniencias, ha de volver sin vacilar a su rumbo verdadero: el drama socialista, el drama actual e intenso, del hombre y de la tierra. Difícil es el público para resistir ciertos intentos. Un Curel o un Mirbeau no tendrían, por lo pronto, oyentes; la autoridad tendería su mano al instante. De Los Tejedores de Hauptmann se arregló El Pan del Pobre con cien atenuaciones. Praga y Rovetta, al ser servidos, van ya aguados.
Benavente, después de Gente conocida, ofreció con copa de excelente vino español preparado a la francesa: El Marido de la Téllez. Luego dió La Farándula, una equivocación... de los cómicos, que no la comprendieron, y la hicieron de una manera dolorosa; después alcanza su más resonante victoria con La Comida de las Fieras. Es difícil que, en lo sucesivo, sobrepase las exquisiteces de intención, la variedad escénica, el equilibrio, la gracia, el vuelo psicológico, la ironía trascendental y el interés de su última obra. Y aquí empieza el desencanto, porque, si el público se deja conducir y agradece el regalo de la forma nueva, el actor, hasta viéndola muy aplaudida, se resiste a aceptarla. Ello no es raro. En todas partes, todo cabot, grande o chico, y son pocos los casos de excepción, es impenetrable a la concepción artística y yerra, por lo común, al estimar la opinión del público. Un sir Irving, es caso raro. Si no hubiera habido un Antoine y un Hugue Poe en París, aun andarían de teatro en teatro, durmiendo en las gavetas directoriales, verdaderas obras maestras, y sería desconocido más de un triunfador de hoy. Aquí, mucho costó a Benavente conseguir que su Gente conocida fuese representada[165] con esmero. Habíanla dejado para último día de temporada, convencidos los cómicos de que la obra no pasaría del segundo acto. Por fortuna, semejante atentado no llegó a cristalizarse en crimen, y Gente conocida, al quedarse en cartera, fué al año siguiente el mayor succès de la temporada. No bastó tal enseñanza para reducir a la gente de bastidores, y al ensayar La Comida de las Fieras, hacíanlo llenos de desconfianza, sin comprender una sola línea de lo que tenían entre manos, aunque, según parece, poniendo una regular suma de buena voluntad.
Mas, pasado el triunfo, ¿suponéis que se dieron por vencidos y convencidos? Según ellos, la comedia fué aplaudida, no por lo que tiene de arte moderno, sino por lo que tiene de salsa «cómica»; no por lo exacto de la delicada pintura social, ni por el procedimiento, sino por lo que sazona el chiste, por lo que hay para sus paladares únicamente saboreable. No es esto de causar extrañeza si se tiene en cuenta que La Dolores, obra puramente nacional, popular, clara, sin medias tintas, del tipo más corriente en la escena española, pasó por todos los teatros madrileños sin ser recibida en ninguno, dándose el caso duro de que su autor, para no resignarse a la condena y dando en esto señal de buen tino, fuese a estrenarla en Barcelona, donde se dió treinta y tantas veces. A fin de temporada, Mario se resolvió a estrenarla en Madrid, y María Guerrero se negó a hacerse cargo del papel que más tarde había de ser uno de los más brillantes de su repertorio, y causa de mucha gloria y provecho. Es conocido el pleito que sostuvo el autor con la actriz por esa negativa. El camino que ofrecieron a Guimerá los teatros de la Corte no fué tampoco exento de tropiezos. Enrique Gaspar, conocido autor cómico, tradujo, para que Calvo lo estrenara en Barcelona, Mar y Cielo. Guimerá era visto como un «genio regional», pero no podía penetrar las murallas chinas de Madrid. Por fin, Ricardo Calvo se decidió a[166] poner en escena en el Español Mar y Cielo, versión de Gaspar, y el éxito ruidoso hizo que después apareciese una María Rosa, echegarayizada por don José. No es, pues, Echegaray, como lo ha asegurado la señora Pardo-Bazán en su conferencia de París, quien presentó a Guimerá en Madrid, sino el cónsul autor don Enrique Gaspar.
Galdós, con toda y su colosal réclame de novelista, no inspiró tampoco mucha confianza. Su Realidad no encontró simpatías en la Princesa, donde reinan la Tubau y su marido Ceferino Palencia. Fué recibida la pieza en la Comedia, por obra de la cortesía que siempre tuvo Mario con los grandes, y que hay que agradecerle. Y Realidad venció. Nadie podía esperar que aquella dolorosa y extraña fantasía pudiese tener un buen resultado en las tablas. Y lo tuvo. El drama de Galdós debió haber convencido a los practicones que, si eso no era romper moldes, como se dice, era cortar ligaduras y trabas. No sucedió así. Aun se anuncian los éxitos de dramas cosidos a los viejos cánones, a ridículas usanzas persistentes. Después de Realidad obtuvo gloria legítima Galdós llevando a la escena La Loca de la casa y La de San Quintín, y si en sus obras posteriores no ha sido tan afortunado, no hay que echar la culpa al público, sino a la precipitación industrial que se ha impuesto en su labor el dichoso escritor de los Episodios Nacionales. Los Condenados, Voluntad y La Fiera hasta cierto punto superan a sus obras anteriores, pero hay en su construcción y arquitectura descuidos que las perjudican. Esta sí que fué y será siempre una condición de la obra escénica. En la novela puede impunemente ir lastreando el riblo un capítulo pesado, con tal que lo demás, alado y vigoroso, o sutil y aéreo, mantenga en su vuelo al espíritu. Mas en la pieza teatral no puede aflojarse ni decaer una sola escena, porque la atención a la inmediata marca el descenso.
No es suficiente que se afiance una justa intención y[167] que la idea total y básica se asiente con solidez; hay que sostener la intensidad; la obra del teatro tiene muy señalada extensión, cuenta con una cantidad determinada de tiempo, y por lo tanto, se ha de ser sintético, no cabe analizar.
Ya hecho autor, Dicenta encontró resistencia para su Juan José. He visto el original de la obra y leído en el reparto el nombre de «María» tachado, y, en su lugar puesto: «señorita Martínez». Lo cual quiere decir que la primera actriz, que en esta ocasión era la señora Tubau, no quiso encargarse del papel. Tampoco lo tuvo en la obra Emilio Mario, y Juan José, desechado por el primer actor y la primera actriz, hizo con actores jóvenes una carrera triunfal, excepcional, pocas veces vista.
Ahora se preparan las formaciones para el próximo octubre. ¿Vendrá María Guerrero a su Español? Le será muy difícil encontrar otro Cyrano de Bergerac. Como ya apenas cuenta con Echegaray, cuyos repetidos fracasos prueban, no su falta de talento sino su falta de tino en no retirarse a tiempo, para hacer buena compañía a Guimerá necesita del elemento nuevo. Dos jóvenes tiene ya en casa: López Ballesteros, y Ansorena. No es bastante. La troupe que se empieza a formar para la Comedia consta de muchos nombres, pero de pocos elementos para obras de cierto fuste. Lara seguirá como siempre. En general, los autores encontrarán las mismas dificultades y sus trabajos los mismos jueces de criterio imposible. No habiendo comités de lectura, como en todo teatro culto de la tierra, no buscando los señores actores obras sino papeles, y sin una crítica ilustrada que sirva de guía, todo el teatro en España está sometido a la voluntad o al capricho de los actores dirigentes. En Madrid hay que encomendarse, para lo alto, a María Guerrero y a Emilio Thuillier.
La Real Academia Española, que no hace sino el Diccionario, pudo en este caso hacer algo. Dispone de premios de alguna importancia—de 5.000 y 2.500 pesetas—legados[168] por buenos señores, amantes del teatro, para que se concediesen, periódicamente, a la mejor obra dramática. Pudo perfectamente la Real Academia admitir obras no representadas; aun fué objeto de discusión si debía hacerlo así, y, por mi parte, creo que debía hacerlo de esa manera; pero para mayor comodidad y menor compromiso y far niente, resolvió limitarse a «las que mayor éxito logren», con lo cual sometió de modo implícito su fallo al fallo previo de los directores de empresa. La Academia da, pues, las pesetas a quienes amparan María Guerrero y Emilio Thuillier. En esta situación se encuentra el teatro en el momento en que escribo, y así se abrirá la temporada de 1900. Muerto Feliú y Codina, Echegaray gastado, Galdós desanimado, Guimerá buscando el éxito productivo, Benavente piensa en una obra ligera, puramente cómica destinada a una actriz como la Pino, buena y azucaradita solamente para esas fiestas; Dicenta va a Andalucía a escribir libretos de zarzuelas grandes; Sellés—de la Real Academia Española—, se prepara a seguir la misma labor; Leopoldo Cano, sin producir nada desde hace tiempo; Gaspar de cónsul, Blasco de socialista cristiano, y la crítica ilustrada, con perdón del señor Canals y del crítico de La Ilustración, sin nacer aún. Los jóvenes encuentran mejor traducir, y se pertrechan. Y así están las máscaras del teatro que fué en un tiempo el primero del mundo.
—¿Si tomáramos un vaso de horchata? digo a mi amigo el autor.
14 de julio.
Hasta hace poco tiempo—y aun hoy mismo, en la mayor parte de las repúblicas, hacia el Norte—el sueño rosado de un escritor hispanoamericano era tener un editor en España. Por esos países los Gobiernos suelen costear las ediciones de los poetas y escritores, con la condición de que los agraciados les sean gratos en política. No hay otro recurso de hacerse leer como no surja un inesperado Mecenas. En Buenos Aires poco tiene que ver el Gobierno con las musas, y los editores, ya sabemos que, en realidad, no existen... He querido explorar ese punto en España, y en verdad os digo que he salido del antro vestido de desilusión. Editores y libreros desconsuelan.
Un hombre de letras que quiera vivir aquí de su trabajo, querrá lo imposible. La revista apenas alienta, el libro escasamente se sostiene; todo producto mental está en krach continuo. Lo único que produce dinero es el teatro, cierto teatro. El que logra hacer una Verbena de la paloma, o una Gran Vía, y puede continuar en sucesivos partos de ese género, ya tiene la gruesa renta asegurada. El señor Jackson Veyán, a quien achacan mediocridad literaria e incurable ripiorrea, puede reirse de sus enemigos al embolsar sus miles de duros anualmente. Los editores de teatro, o más bien, los que[170] compran la propiedad de las obras teatrales, tienen mejor fama que los de libros. Son más abiertos, más generosos, y hasta autores principiantes hallan en ellos su providencia.
En esta nuestra curiosa madre patria, en épocas pasadas, y aun en la actualidad, los centros intelectuales de la Península fueron y son las farmacias y las librerías. Decíame un amigo madrileño: «En las farmacias hácense más versos que ungüentos, y en las librerías se derrochan más palabras que pesetas». En la Corte, como en provincias, las librerías son punto de reunión donde acude un número dado de clientes y aficionados, a conversar, a hojear las nuevas publicaciones y a perder el tiempo. En Madrid todavía existe lo que se podría llamar tertulia de librería, aunque no como en tiempos pasados. En casa de Fe, al caer la tarde, podéis encontrar a Manuel del Palacio, a Núñez de Arce, con su inseparable amigo Vicente Colorado, al señor Estelrich, italianista de nota, a otras figuras, grandes, medianas y chicas del pensamiento español. En casa de Murillo no dejaréis de ver cotidianamente las barbas rojas del académico Mariano Catalina. Hace bastantes años era Durán quien reunía en su establecimiento famosos contertulios. Era este Durán hombre de cultura y metido en letras; bibliógrafo de mérito, muchos varones ilustres salieron de su casa muy satisfechos después de una consulta. Conocía todos los libros, todas las ediciones, todas las noticias. Era una especie de Bibliophile Jacob de Madrid, buen parlante y provechoso amigo intelectual. Hoy no existe un solo librero como aquél; y la erudición la suplen los que hay con el aguzado instinto de un comercio genuinamente israelita. Paul Groussac, en sus viajes por el continente americano, hallaba a cada paso comprobada la superioridad de nuestras incipientes librerías bonaerenses, en comparación con las del resto de la América española. Pues bien, las librerías de Madrid son de una indigencia tal, sobre todo en[171] lo referente al movimiento extranjero, que a este respecto Fe, que es el principal, o Murillo, o cualquier otro, están bajo el más modesto de nuestros libreros. En Madrid no existe ninguna casa comparable a las de Peuser o Jacobsen, o Lajouane. París está a un paso y me ha sucedido leer en La Nación el juicio de un libro francés antes de que ese libro hubiese llegado a Madrid. El que no encarga especialmente sus libros a Francia, Inglaterra, etc., no puede estar al tanto de la vida mental europea. Es un mirlo blanco un libro portugués. De libros americanos, no hablemos. La casa de Fe es estrechísima, y Fe no se atreve a mudar de local, quizá poseído del temor de que otra más elegante y espaciosa no se advirtiese tan concurrida. Además de dos pequeños mostradores en que se exponen obras castellanas, uno que otro libro de América, a la izquierda, libros extranjeros, a la derecha, hay, junto al escritorio del jefe de la casa—, rincón estrechísimo—una mesita en que se presentan las últimas novedades españolas. A esa mesita se acercan y tocan los asiduos del establecimiento; unos cortan las páginas y leen las obras de corta extensión, de pie; concluyen, y dejan el ejemplar. En toda España hay poca afición a comprar libros; quizá sea por esto que las librerías son de una pobreza desoladora. Hay que dar vuelta al problema de Fígaro: «¿No se lee porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?» decía él. Digamos: «¿No se compran libros porque no se saben vender, o no se saben vender porque no se compran?» Lo cierto es que los libros se venden poco y mal, y, como en Buenos Aires, los culpables son los libreros. Todo comerciante hace lo posible por despachar su mercancía, y procura colocar y recomendar; el librero limita su negocio a dar lo que le piden y no hace ofertas ni recomendaciones. Desde algún tiempo a esta parte se han establecido las ventas a plazos, pero eso es para facilitar la adquisición de las grandes publicaciones ilustradas. El anuncio sólo se emplea en casos[172] muy especiales, y los catálogos que publican algunos libreros no tienen resonancia ninguna.
Hubo un tiempo—y ya va lejos—en que las librerías de lance—libros usados y antiguos—tenían mucho movimiento e importancia y publicaban periódicamente catálogos numerosos. De aquellas librerías apenas queda rastro; unas han desaparecido, y otras redujeron su negocio hasta un simple «cambalache» de bouquiniste. Rico sigue publicando catálogos, y un joven de muchos alientos, Vindel, tiene un negocio de esta clase, de bastante importancia. Vindel es hoy algo como lo que fué Durán, guardada la diferencia de educación, clase y tiempo. Este joven sabe mucho de libros viejos y hace su comercio de «novedades» en frecuente relación con los anticuarios de París y Londres; publica libros raros y curiosos, como los Bibliófilos Sevillanos, y en su oficio es una especialidad. Me han contado la historia de Vindel: interesante y extraña novela, que él debía hacer escribir e imprimir a un ejemplar único. Sería el más raro de sus libros. Los jóvenes le han conocido en el Rastro de Madrid, con la cuerda al hombro, haciendo recados y comprando y vendiendo pobres mercancías. Nadie se explica cuándo, cómo ni dónde aprendió lo que sabe. Su fortuna se la debe a la buena suerte. Le cayó una lotería de quince mil duros, y así comenzó a realizar compras importantes. Ha ido a París y a Londres, en ocasiones en que se han anunciado ventas de libros y subastas de bibliotecas particulares y se ha dado vida de gran señor. Vindel se mueve en su negocio como si operase en un gran país; tiene sus desencantos y sus apuros, pero es obstinado y fuerte. Y es el que más entiende su oficio, el que tiene más elementos bibliográficos y el más abierto.
De los libreros de actualidades, el que más negocio hace es Fernando Fe; a su casa acude en busca de libros la mayoría de las gentes que los compran, y es acaso el que más comercio tiene con las provincias. Las librerías[173] de José Ruiz—Guttemberg—, San Martín, Manuel Hernández y algunas otras, son, en mayor o menor escala, establecimientos análogos al de Fe. Victoriano Suárez se dedica principalmente a los libros de texto y envíos a América. Hay librerías que tienen especialmente obras profesionales, unas de medicina, otras de jurisprudencia, como la de Leopoldo Martínez, otras como la de Hernando, de primera enseñanza y otros libros de propaganda católica. No sé que haya en la actualidad ninguna librería protestante o que lleve francamente el nombre de tal. Trabaja mucho en España la Sociedad Bíblica, pero no consigue que se lean mucho sus volúmenes y folletos. Aquí cualquiera se permite ser un mal católico, pero pocos renuncian a llamarse católicos. Se precisa la independencia y el buen humor de José Zahonero para llegar a ser obispo protestante.
He hablado de los libreros antes que de los editores; con tener aquéllos tan poca importancia, éstos la tienen menos. Debo advertir que me refiero solamente a los editores de obras literarias; los de obras científicas no abundan, y por lo que noto, se limitan a la explotación de la enseñanza. Un Alcán, ni para muestra.
En los buenos tiempos románticos florecieron en Madrid muy famosos editores como Roig y Mellado. No enriquecerían a los poetas llenos de apetito de entonces, pero por lo menos les quitaban el hambre. En medio siglo ha perdido Madrid mucho de su ambiente literario. Zorrilla, como poeta lírico, no sacaría hoy a su editor un puñado de onzas para sus caprichos, como el año 1840. Apenas un puñado de garbanzos, y gracias. Hay de aquellos tiempos volúmenes de poesías de autores desconocidos, hechos en casas editoriales que, por lo menos, pagaron la edición. Hoy quien no esté abonado por el nombre, no encontrará sino el desdén de no importa cuál editor. De entonces acá es cierto que se ha apagado el entusiasmo. Los periódicos publicaban folletines de versos que la gente leía sin duda; la novela[174] estaba un tanto canija; pero, a pesar de su flacura y anemia, había editores para ella. Es verdad que la prensa ayudaba mucho a los libros; los periódicos, en general, cuidaban de su parte literaria, y aunque no hubiese grandes críticos, porque la crítica nunca tuvo en España muchos ni muy competentes devotos, teníanse en cuenta la bibliografía y se hablaba y se discutía alrededor de una obra nueva. Hoy la Prensa no se ocupa de un libro nuevo a conciencia. No hay críticos fijos en las redacciones. El libro se anuncia, a lo más en una gacetilla—la misma para todos los periódicos—que por lo general manda hecha el editor interesado; y los artículos firmados por nombres de autoridad obedecen a móviles amistosos o de camaradería, antes que a cualquier preocupación artística, o literaria. Hasta hace algún tiempo, el envío de dos ejemplares de un libro a una redacción hacía que se hablase de la obra con más o menos laconismo; hoy ni las obras de los más sonantes autores—Galdós, Pereda, Palacio Valdés, Pardo-Bazán, Valera, etc.—encuentran eco en la Prensa. Galdós, con empresa especial para sus libros y con el sentido comercial que le distingue, anuncia sus nuevos Episodios Nacionales en la cuarta plana de los diarios, junto al aviso en que el novelista santanderino Pereda recomienda su fábrica de jabón; Valera se da por satisfecho con las atenciones de su público y las traducciones que le hacen en el extranjero, y Palacio Valdés, que tiene un desdén profundo por la crítica de su país, ni siquiera envía sus libros a las redacciones, escribe para ser vertido al inglés y leído en Nueva York y en Londres.
Hasta los libreros y editores van dejando la costumbre de enviar los dos ejemplares de prensa, al ver la inutilidad del procedimiento.
Las ediciones de los románticos—algunas muy bien hechas y muy parecidas a las de los franceses—debieron ser numerosas. Demuestran más que el valor de los poetas, el entusiasmo del público. Desde Salas de Quiroga[175] hasta Romero Larrañaga—ayer, hoy y mañana ilustres desconocidos—un ejército de cabelludos desbocados exuberó en prosas y versos que tuvieron la vida de una col. Sus ediciones—de las que se suelen encontrar ejemplares muy hermosos en los puestos de librería de viejo—no se cotizan, como en otros países, por motivos esencialmente tipográficos y de curiosidad literaria. La primera edición de los Romances del duque de Rivas no vale más que dos pesetas, y he visto vender en quince una primera edición de los trece primeros volúmenes de Poesías de Zorrilla. Del Trovador de García Gutiérrez y Los Amantes de Teruel de Hartzenbusch, si aparecen las ediciones primitivas, se confunden en los montones de comedias que se venden por lotes, con las más recientes, y se cotizan a veces a menor precio que las que acaban de aparecer, porque «son viejas». Las primeras obras de Campoamor corren igual suerte. En la época romántica se fundaron las «Galerías dramáticas», y creo que el editor Delgado fué el primero que intentó el negocio. Hasta entonces, y sobre todo en los siglos XVII y XVIII había habido impresores que coleccionaban preferentemente comedias y las imprimían a dos columnas. Aun aparecieron impresas así las de Moratín y las tragedias de Jovellanos y Quintana. Luego se adoptó para comedia el 16º; así aparecieron las primeras de Bretón de los Herreros, y al fin se agrandó la forma, estableciendo la primera galería el tamaño corriente y el formato que hoy se usa para las obras teatrales. Así como ahora lo que sobra en las galerías son títulos, al principio faltaban, y para presentar un catálogo copioso de obras nuevas y nombres nuevos, Delgado ofrecía buenas pesetas por todas las obras que le llevaban los principiantes. Imprimía los originales sin leerlos siquiera. Sólo así se concibe que hayan llegado a publicarse muchas obras entre las cuales me ha llamado la atención, y no por sus bellezas, una de Campoamor, que debió escribir el poeta cuando tenía quince[176] años. Se vivía en aquel mundo literario en una inocencia arcádica. La Prensa aplaudía las fogosas redondillas y los ingenuos sonetos. El bisoño Orfeo, recién llegado de provincia, encontraba un colega cortesano que le presentase a un editor; las tentativas se estimulaban; de una tertulia salía con frecuencia un nombre nuevo: el público se dejaba seducir por aquellas fascinaciones. Un epigrama daba la vuelta a la ciudad, y una poesía solía conquistar la buena voluntad de un ministro. Renduel no existía, ni Lemerre tampoco; pero algo semejante animaba en España a los excelentes hijos de Apolo. Es de lamentar que un Valera no deje escrita la historia íntima de la literatura española de este siglo. Sería muy interesante ver cómo se producen y se agitan las corrientes por un momento dominadoras de todo y que desaparecen en este país nervioso, impresionable y de mil faces.
Don Wenceslao Ayguals de Izco quizá fué el primer editor literario de empresa. Don Wenceslao acometía la novela, se lanzaba por la poesía, autor fecundo y atrevido; dirigió un periódico, la Risa, en que escribieron todos los famosos de la época, y supo fundar un negocio de publicidad en grande escala; falsificó en castellano Los Misterios de París y el espíritu de Sué, con su Hija de un jornalero y su Marquesa de Bella Flor.
Gaspar y Roig y Ángel Fernández de los Ríos hicieron bibliotecas ilustradas del tamaño y forma de los magazines, y a ellos se debe en gran parte el sostenimiento de la cultura literaria, pues hicieron traducir y publicaron muchas obras francesas e inglesas con buenas ilustraciones intercaladas en el texto y a precios hasta entonces desusados. Asimismo alternaban con los extranjeros Espronceda y el duque de Rivas, Carolina Coronado y Fernández y González. En competencia con los cuadernos cultos de la Biblioteca Universal y de la Biblioteca Gaspar, aparecieron las entregas de novelas de un género especial. Era el desborde de la fantasía endiablada[177] de Fernández y González, el torrente sentimental de Pérez Escrich, la honesta narración «a la papá» que humedeció los pañuelos de varias generaciones en España y América, y a cuyo recuerdo aun suspiran las porteras agradecidas. Ambos novelistas ganaban muchas onzas de oro y enriquecieron a sus editores. Pero la novela por entregas también pasó, al vuelo del tiempo, y el honrado Escrich murió en la pobreza después de cazar mucho y escribir otro tanto, pues su vida en la Corte se deslizó como canta una quintilla suya:
Como en Valencia durante muchos años la Biblioteca de Cabreziro hacía buena obra publicando libros de mérito, más tarde en Barcelona La Maravilla dió al público novelas e historia a precios reducidos, y alcanzó popularidad. Por allí salieron a mezclarse con el pueblo español Walter Scott y Dumas el viejo. No hay duda de que del año de 1840 al 1860 se publicaba y leía más en la Península que lo que ahora se publica y se lee. Los editores de Barcelona que hoy trabajan mucho, lo hacen de modo principal para la exportación y con escaso cuidado. En Madrid apenas hay editores literarios. Las bibliotecas económicas de vulgarización a dos reales aumentan y producen continuamente. La primera fué la de Pi, la Biblioteca Universal, hecha por el patrón de la francesa del mismo título, aunque a precio duplicado (la Bibliothèque Universelle sólo cuesta veinticinco céntimos); siguióla en Valencia la Biblioteca Selecta y en Barcelona la Biblioteca Diamante. Antonio Zozaya intentó cuerdamente su Biblioteca Filosófica—también a dos reales—y dió a conocer al gran público, cierto[178] que como en un botiquín, a los filósofos antiguos y modernos, desde Aristóteles hasta Schopenhauer.
No dejaré de recordar el impulso que dió a las obras ilustradas, con sus libros bien presentados y económicos, el editor Cortezo, barcelonés, en su Biblioteca de Artes y Letras, con encuadernaciones a la inglesa, y sus buenos grabados; a tres pesetas volumen, dió mucho bueno. La Biblioteca franco-española y el Cosmo editorial inundaron el país de traducciones, por lo común mediocres y malas; una importó al divino Montepín, a la otra se le debe agradecer la presentación de Zola. Lázaro y Galdeano, director de la España Moderna, y de quien ya os he hablado, hombre de buen gusto y de fino tacto, ha invertido una fortuna en traducciones. Al comenzar en París la Collection Artistique Guillaume, Sanz de Jubera quiso aquí imitarla. Error. El fracaso vino luego. Editores de novela como Charpentier, o de poesía como Lemerre no hay en España ninguno. El editor Cortezo intentó fundar en Barcelona una biblioteca de novelas contemporáneas, pero tuvo que abandonar la empresa. El problema es sencillo. Los editores quieren firmas reputadas, nombres hechos, quieren la seguridad de la venta, la salida del producto. Los jóvenes, y entre ellos muchos que acudirían a formar esa biblioteca, no son recibidos, y, cuando publican uno que otro trabajo, lo hacen por cuenta propia. Ello no es nuevo. Pérez Galdós, Pardo-Bazán, Palacio Valdés, que antes de ser conocidos tuvieron que publicar ellos sus obras, se han acostumbrado a eso, y ahora, ya célebres, no se resignan a sufrir la tutela de Shylock de un editor. ¿Qué ventaja le reportaría al señor Pereda, por ejemplo, un editor que le diera de sus obras menos de lo que ahora le paga Suárez, que se las administra por un 35 por 100? Si cuando empezaban esos escritores hubiese habido un editor de comprensión y talento que les acogiese y ayudase, como Charpentier a Zola, a Daudet, a Goncourt, estarían todos unidos ahora a la[179] sombra de un buen árbol editorial, que a su vez se habría nutrido de rica savia y sería amparo siempre de los nuevos. Aquí el editor no quiere hacer obras, sino ser contratista de obras hechas.
La guerra, el desastre, han traído ahora un movimiento que algo hace esperar para mañana, o para pasado mañana. No hay que olvidar que los ingleses llaman a esto the land of «mañana». Se ha producido algo más en estos tiempos que antes de la Débâcle, en novela, estudios sociales, crítica, anuarios, etc. Han aparecido nombres nuevos, y los mismos nombres viejos han aparecido como con un barniz nuevo. No hablo de la producción catalana, que cuenta con el libro de arte en fondo y forma; L'Avenç, por ejemplo, no tiene nada que envidiar a Empresas como el Mercure de France, o la de Deman, de Bruselas. Tal es la actual España editorial.
Allí entre nosotros solemos quejarnos. Yo ya no me quejo. Aguardemos nuestro otoño. ¡Oh! argentinos, creed y esperad en ese gran Buenos Aires.
24 de julio.
Acaba de publicar don Juan Valera una novela nueva, Morsamor. Hace ya días que el libro ha aparecido, y la crítica «oficial»[2] no ha dicho una sola palabra, si se exceptúa el saludo de Cávia al aristocrático y veterano autor de Pepita Jiménez. Don Juan Valera se encuentra, a pesar de su ceguera y de los ataques del tiempo, en una ancianidad que se puede llamar florida.
Hablando de un argentino, en cuyos largos años ha nevado ya mucho, pero que se conserva maravillosamente, decía José Martí: «Es un lirio de vejez». El aspecto de don Juan Valera dice la salud y la paz mental. Hace algunos meses presidió, con sus ojos sin luz, una sesión pública de la Real Academia; Menéndez Pelayo le leía el discurso, y parecía que, con suave sonrisa y leves movimientos de cabeza, Valera se aprobase a sí mismo, al correr los períodos cristianamente fluviales de su prosa académica. Tiene muy feliz memoria, y su conversación es de aquellas que encantan. Sus sábados han sido famosos entre las gentes de letras. La muerte ha raleado algo el grupo de sus contertulios. En siete años, encuentro de menos al duque de Almenara, a don[181] Miguel de los Santos Álvarez, a varios más que tuve la honra de conocer en la casa de la Cuesta de Santo Domingo.
El joven don Luis, hijo de don Juan, se ha casado con una hija del duque de Rivas, nieta del autor del Don Álvaro y de los Romances, la cual solía asistir a las reuniones literarias de los Sábados. La casa de Valera es la de un hidalgo noble de estirpe y de pensamiento. Que los bríos del escritor se sostienen, lo dicen la constancia en la labor y el mantenimiento de la bella virtud del entusiasmo. El nombre de Valera es conocido en toda Europa; se le ha traducido mucho. Antes que las heroínas de las novelas de Armando Palacio Valdés fuesen luciendo su garbo español por el extranjero, ya la «señorita» Pepita Jiménez «andaba en lenguas» por el mundo. Tiene conquistadas el ilustre maestro generales simpatías y el respeto de todos. Si algo ha podido hacerle daño, ha sido su extremada benevolencia en ciertos casos, aunque se defiende casi siempre con una delicada ironía. Ha hecho mucho por hacer conocer aquí las letras americanas. Sus célebres Cartas son de ello buena prueba.
A pesar del cansancio natural que produce este estilo común a todos los escritores peninsulares—hoy en vías de adquirir, por los nuevos, flexibilidad y variedad—, la prosa de Valera se lee con el agrado que se deriva de su inconfundible distinción. Su lengua trasparente deja ver a cada paso la arena de oro del castizo fondo, y en su manera, de una elegancia arcaica, de una gracia antigua, se observa siempre el gesto ducal, el aire nobiliario. Como Buffón, él también posee sus manchettes, con la diferencia de que no se las tiene que poner para escribir, porque no se las ha quitado nunca. Se le ha observado su apego por asuntos de cierto picor erótico; y ha habido quienes se hayan escandalizado de sus llamadas libertades. En realidad no es el hecho para tanto.
No son las suyas sino figuras de pecado que pueden[182] circular sin temor entre el concurso de las «honestas damas» de nuestro tiempo, de las cuales habría él sido, si le hubiese venido en deseo, el incomparable cronista, el Brantome enguantado de piel de Suecia. Buena cantidad de pimienta y demás aromas y picantes especias hay en el tesoro clásico de novelas ejemplares y picarescas, para que no puedan aparecer hoy, mostrando sus naturales gracias, mujeres españolas de cepa autóctona y de indiscutibles atractivos, como Pepita Jiménez, Juanita la Larga, Rafaela la Generosa. Don Juan es autor de formas y de fórmulas.
No varían mucho de las de fray Luis de Granada. Esto es una curiosidad y hasta cierto punto un mérito. Se cree aquí que los americanos estamos imbuídos exclusivamente en la literatura francesa, sin saber que nos hacen su visita provechosa todas las literaturas extranjeras. Se entiende que hablo de Buenos Aires. Sin salir de nuestro periodismo—guardando las distancias—no se sospecha que hay un Ebelot, francés, un Ceppi, italiano, y en sus puestos consiguientes, un Loweinstain, inglés, un Clímaco Dos Reis, portugués, que escriben castellano en nuestros periódicos sin que se les note el acento.
Y, consagrando el purismo, se habla con respecto al castellano de América y en especial del de la República Argentina, con espanto castizo, con horror académico, para venirnos, por opinión de su más conspicuo crítico, con que don Juan Valera, a quien estimamos y admiramos en su legítimo valer, es superior en algún punto a Flaubert o a Anatole France.
Esto no es una excepción. Ya os he dicho que un espíritu tan informado y sutil como doña Emilia Pardo-Bazán no ha vacilado en hacer de Víctor Hugo un émulo de Campoamor. Por lo general, aquí se compara lo propio con lo extranjero, cuando no con aire de superioridad, con un convencido gesto de igualdad. No se dan cuenta de su estado actual.
No se dan cuenta de que quitando a Cajal y a algunos dos o tres más en ciencias, y a Castelar en su rareza oratoria, no les conoce el mundo más que por sus toreros y sus bailaoras. Pongo naturalmente a un lado a los pintores. Y esto no es sino lo que oigo decir y reconocer por hombres de pensamiento imparcial y sin preocupaciones, que desean para su hermoso país una renovación, un cambio, una vuelta a la pasada grandeza. Decía, pues, que uno de los incondicionales méritos del eminente Valera estriba en su anticuada gracia estilística, en su impecabilidad clásica, en ese purismo que hoy combaten humanistas como Unamuno. Ciertamente, leído a pocos, saboreado a sorbos, ese estilo agrada, pero después de varias páginas, el cansancio es seguro. Esto llega hasta lo insoportable en el santanderino Pereda, el hombre del «sabor de la tierruca» que para decir los restos de la comida dice «los relieves del yantar». Le censura a Valera cierta crítica quisquillosa, su tendencia a la rica mina amatoria, su hasta cierto punto complacencia erótica. El amor le subyuga, es claro, como a todo artista. Las gafas del censor en este caso deberían hacer leer bajo el simulacro del Dios los conocidos versos del señor de Voltaire:
Valera se deleita, es verdad, en asuntos de esta clase, pero lo hace con tanta discreción y, sobre todo, con tanto talento, que sus historias desnudas o semiveladas se escuchan como la relación perfumada y sugestiva brotada del anecdotario de un abate galante. Más atrevida es doña Emilia Pardo-Bazán, y sus novelas adquieren en sus pasajes escabrosos doble sabor por venir de fuente femenina.
Doña Emilia, mujer de vasta cultura, muy conocedora[184] de literaturas extranjeras y escritora fecunda, es también bastante famosa fuera de España. Naturalista, desde los buenos tiempos del naturalismo, ha permanecido en su terreno realizando el curioso maridaje de un catolicismo ferviente y una briosa libertad mental. Ha escrito la novela gallega y la novela de la corte, ambas con el conocimiento directo del asunto a que su vida de alta dama de Madrid y terrateniente de La Coruña le ha ofrecido campo. Sus últimas novelas han tenido menos resonancia que las primeras, sin motivo especial, pues sus cualidades de vigor y brillantez son las mismas. Cuenta con gran habilidad, y es uno de los primeros cuentistas españoles actuales.
Armando Palacio Valdés puede asegurarse que escribe para el extranjero, para ser traducido. Su clientela está en Londres, en Nueva York, en Boston, no en Madrid. Se me asegura que cuando publica un libro no manda ejemplares a la Prensa madrileña, sino con raras excepciones. No se señala ciertamente por calidades de estilo, y se conoce que no tiene grandes preocupaciones de arte; pero narra con verdad y color y sobre todo es un gran técnico, un constructor de primer orden. Por otra parte, el autor de El Origen del Pensamiento no está por descubrir como un fuerte talento, como una de las más hermosas figuras de la España intelectual.
El famoso don Benito Pérez Galdós ha vuelto a cavar en la antigua mina de Episodios Nacionales; convertido en el Charpentier de sí mismo, se ha industrializado y fabrica de un modo prodigioso. Casi no hay mes sin episodio, y el público observa que la ley de antaño era otra. A pura novela se ha construído un elegante hotel en Santander y es hombre de fortuna.
Era tiempo de dedicarse a la labor para sí mismo, como me decía Jean Paul Laurens de la pintura, a la obra de arte y de idea en que el alma ponga toda su esencia, en la libertad del soñado y perseguido ideal.
Don José María de Pereda, propietario de una fábrica[185] de jabón, descansa en sus conquistas. Regionalista rabioso, su mundo se concentra en el Sardinero o en Polanco; su estética huele a viejo, su cuello se mantiene apretado en la anticuada almidonada golilla. Es un espíritu fósil, pero poco simpático a quien no tenga por ideal lo rancio y lo limitado. Hay que leer esa Sotileza que han traducido al francés, hay que leerla en el idioma extranjero para ver lo que queda en el esqueleto, despojada de sus afectaciones de dicción: un colosal y revuelto inventario.
El valenciano Blasco Ibáñez es fuerte, enérgico, sencillo como un buen árbol; lleva como la esencia de su tierra y en su rostro el reflejo de un atávico rayo morisco. La Barraca le ha colocado recientemente entre los primeros novelistas españoles. Es joven, y los vientos de la política le han envuelto. Como diputado a Cortes ha hecho bien sonoras campañas, con mayor felicidad que el francés Barrès y el italiano D'Annunzio. Cierto es que lo que menos hay en él es un esteta, en el buen sentido de la palabra, porque aquí tiene uno muy malo. Sí, Blasco Ibáñez es el hombre natural, de su país de flores y fierezas, de cantos y bizarrías, y su alma sincera y sana va por la vida con una libertad aquilina. Y tiene ese potente varón de lucha el pecho de un sensitivo. Como a todos los pensadores contemporáneos, preocúpale el áspero problema del hombre y de la tierra y está naturalmente con los de abajo, con los oprimidos. En sus palabras del Parlamento como en sus escritos, se manifiesta su continua ansia de combate. En La Barraca se exterioriza en las musculaturas del estilo uno de esos espíritus de gladiador, o de robusto constructor, a la Zola. La onda mental corre sin tropiezos con un ímpetu de fecundación que denuncia la original riqueza. Libros como ese no se hacen por puro culto de arte, sino que llevan consigo hondos anhelos humanos; son[186] páginas bellas, pero son también generosas acciones y empresas apostólicas. Pinta con colores de vida escenas de su tierra que para el lector extranjero son de un pintoresco interesantísimo. Es la «huerta», trozo paradisíaco, rincón de amor y de vigor, saturado de energías primitivas, y en donde la Naturaleza pone por igual en el hombre dulzuras y rudezas. En esa tierra es en donde cantan las dulzainas sus sones de reminiscencias africanas y las muchachas danzan llenas de sol. Alrededor de la barraca surgen, en la obra de mi eminente amigo, tipos bañados de sombra y luz, en aguas fuertes de una hermosa intensidad. Es el desgraciado tío Barret, el asesino de don Salvador el terrateniente; es esa alma salvaje de Pimentó, y su mujer, la Pepeta, que en la narración, en medio de su revuelo de pájaro zahareño, se enternece de maternidad; es la figura graciosa y buena de Roseta; y sobre todo, la vigorosa persona de Batiste, fiero y alto ante el peligro, pero vencido al fin por una funesta fatalidad; todo en una sucesión de cuadros, que encantan o se imponen en su valor de verdad a punto de contagiar de angustia o de sufrimiento; tal la muerte del hijo de Batiste, la de Pimentó, y el incendio de la Barraca, en el cual, sin pecado, creo sentir un potente aliento homérico.
Blasco Ibáñez es de contextura maciza, cabelludo y de bravas barbas, ojo fino que va a lo hondo, amable o terrible: su conversación es, sin penachos meridionales, franca y vivaz; es un bon garçon ese soldado de tormentas. Por lo de Montjuich ha luchado con entusiasmo, en unión de otros dos escritores, Dionisio Pérez, redactor de Vida Nueva, novelista cuyo Jesús ha tenido cierta resonancia tanto en España como en América, también hombre de combate y de talento tesonero, y Rodrigo Soriano, cuyo nombre La Nación ha hecho conocer en Buenos Aires; carácter de irresistible simpatía, autor de libros varios sobre asuntos distintos, pues si hace cuentos encantadores, sus críticas artísticas son de interés[187] y amenidad notorios, como sus artículos de periodista; y en todo una fácil manera, un estilo de escritor mundano, al tanto de todo lo que pasa en el extranjero, cosa rara aquí; un diletantismo discreto y un innegable tono personal. Su amistad con Emilio Zola es sabida; y el ilustre maestro le ofreció asistir al meeting proyectado en San Sebastián, en favor de la revisión del proceso de Montjuich. Otros novelistas buscan también vías nuevas.
Un distinguido amigo escritor me manifiesta que la novela española no existe hoy, como la francesa, la inglesa, la rusa. ¿Por qué? «Porque las costumbres españolas comenzaron a perderse a fines del siglo XVII, y la novela fundada en las costumbres no tiene carácter nacional si aquéllas no son propias, nacionales. Habría que remontarse a los clásicos para encontrar «costumbres», y, por consiguiente forma especial del género novelesco. Acaso el triunfo de Alarcón, y, sobre todo, el de Pereda, estriban sólo en esa cualidad: sus obras tienen mucho de la tierra en que se formaron. Lo mismo podría decirse de Fernán Caballero». No creo lo propio. En la literatura universal los españoles tienen ese aislado tesoro que se llama la novela picaresca, hoy ciertamente olvidado. Pero si es verdad que los novelistas de España, del siglo XVIII a esta parte, han sido influídos por corrientes exteriores, academicismo, romanticismo, bon sens, socialismo, realismo, naturalismo, psicologismo, etc., a través de la imitación ha permanecido visible el carácter nacional. Larra mismo fué tentado por Walter Scott, y ¿quién más español que él, a pesar de su conocimiento de literaturas extranjeras? Justamente ha escrito don Juan Valera a quien estas líneas traza:
«Todos tenemos un fondo de españolismo que nadie nos arranca ni a veinticinco tirones. En el famoso abate Marchena, con haber residido tanto tiempo en Francia, se ve el español: en Cienfuegos es postizo el sentimentalismo[188] empalagoso a lo Rousseau, y el español está por bajo. Burgos y Reinoso son afrancesados y no franceses. La cultura de Francia, buena y mala, no pasa nunca de la superficie. No es nada más que un barniz transparente, detrás del cual se descubre la condición española». Fernán Caballero realizó la novela andaluza, junto a los admirables cuadros de Estébanez y Mesonero Romanos. Hoy mismo, las novelas de Salvador Rueda y Reyes son puramente andaluzas. La novela gallega nos la ha dado, aun vestida con modas extranjeras, la egregia doña Emilia; la novela vasca tendría su sola representación con esa admirable y fuerte Paz en la Guerra, de Miguel de Unamuno. Existe, pues, no solamente la novela española, de Galdós, Palacio Valdés, Valera o Alas, sino la novela regional.
Hubo un tiempo en que reinó el folletín. Eugenio Sué tuvo su doble, en Madrid, en don Wenceslao Aicuals de Izco. Los Misterios de París se multiplicaron en María o la Hija de un Jornalero y en la Marquesa de Bella Flor. El socialismo romántico de entonces encontró excelente campo de este lado de los Pirineos. Luego vino la época de aquel buen Pérez Escrich, que causó muchos llantos a nuestras madres y abuelas, pues la inundación de entregas sentimentales no fué tan sólo en la Península, sino que recorrió la América entera. Lo propio daba el Cura de la Aldea, que el Mártir del Gólgota, o la Mujer Adúltera. Tras él vino Antonio de Padua, caro a las modistas y señoritas ansiosas de ensueños burgueses. Y otros de la misma harina que encontraron fácil la explotación de esos antiliterarios filones. Puesto muy distinto es el de don Manuel Fernández y González, una especie de Dumas el viejo, fecundo y brillante de imaginación, productor incansable, tonel de cuartillas, al que la pobreza soltaba la espita, intrigador colosal y cuyo espíritu galopante no deja de encenderse de tanto en tanto con bellas chispas de arte.
El diluvio de entregas pasó. Algunos libros aparecieron[189] de corta extensión, como los de las bibliotecas francesas. Eran El Escándalo, de Alarcón, y la Pepita Jiménez, de Valera. La literatura recobraba su puesto, así fuese en aislados esfuerzos. Alarcón, escritor de hábil inventiva, sutil y emotivo, causó gran impresión con su novela de espíritu hondamente conservador, o neo, como aquí se dice, a la cual novela habría de oponerse, en un combate de doctrina moral más que de ideología, la Doña Perfecta, de Galdós. Valera asimismo se impuso desde luego por la delicada elegancia de su manera, por la resurrección de antiguos prestigios nacionales, por el abolengo impoluto de su estilo. Valera tenía la gracia, Galdós conquistó con la fuerza. Pereda, que publicara sus Escenas montañesas desde 1894, no tuvo verdadera resonancia sino muchos años después. Pedro Sánchez y El Sabor de la Tierruca señalan el principio de su renombre. Después llegaron la Pardo-Bazán, Leopoldo Alas, Armando Palacio Valdés. Se creaba ya la novela de ideas. Al surgir victoriosos esos nombres, un grupo en que bien podía haber un talento igual, mas no certera orientación, se presentaba, en el deseo de hacer algo nuevo, de encauzar en España la onda que venía de Francia. Era la época del naturalismo. Nadie se atrevería a negar el valer mental de López Bago, de Zahonero, de Alejandro Sawa; pero la importación era demasiado clara, el calco subsistía. López Bago, en cuya buena intención quiero creer, tuvo un pasajero éxito de escándalo y de curiosidad. Sus obras eran abominadas por los pulcros tradicionalistas y por los mediocres que le envidiaban su buen suceso. Se trataba de verbosos análisis, de pinturas de vicio, escenas burdelescas, figuras al desnudo y frases sin hoja de parra. Zahonero siguió un naturalismo menos osado. Sawa, muy enamorado de París, y más artista, se apegó a los patrones parisienses, y produjo dos o tres novelas, que aun se recuerdan. Alejandro Sawa es un escritor de arte, insisto, y el naturalismo[190] no fué propicio a los artistas: era una literatura áptera.
He de hablar de Silverio Lanza, un cuentista muy original, cuyo nombre es escasamente conocido. Sin perder el sabor castizo que suele aparecer con frecuencia en sus narraciones, este escritor tiene todo el aire de un extranjero en su propio país. Es un humorista al propio tiempo que un sembrador de ideas. Pero en su humor no encontraréis mucho el chiste nacional, sino el humor de otras literaturas. Su ideología se agria de cierta aspereza al rozar problemas que se relacionan con defectos y tachas de su misma patria. «Y si habla mal de España, es español», dice Bartrina en uno de sus versos. Pero no es este el caso. Es que se trata de un hombre de pensamiento que se subleva ante las desventajas de su patria en comparación con otras naciones, a las cuales desearía sobrepasase en el camino del progreso humano, ante los vicios característicos que habría que combatir, y los inconvenientes de educación que habría que subsanar. Silverio Lanza es un hombre de guerra. Se ha repetido el caso de Stechetti y Olindo Guerrini. Olindo Guerrini en esta vez se llama en España Juan Bautista Amorós. Entre sus libros, sobresalen Cuentecillos sin importancia, Ni en la vida ni en la muerte y los Cuentos políticos. Recientemente Ruiz Contreras ha tenido la acertada idea de llamarle a la Revista Nueva, en donde sus cuentos ofrecen como antes,—extrañamente vertebrados, llenos de oscuridad que seduce, enseñadores de atormentadas gimnasias de estilo, al decir mucho en cortas oraciones, incoherentes con premeditación, y teniendo siempre a su servicio la mitad del Genio,—compañera del Ensueño, la Ironía. El director de esa revista me decía que a su sentir era Lanza «acaso el más fuerte y el más arrojado. Silverio Lanza no ha sufrido la menor decepción. Desde que publicó la primera obra, El Año triste, no ha cambiado una sola vez de senda. Es un carácter, un hombre, una inteligencia superior,[191] y triunfará, logrando ser en la literatura española un personaje aislado sin antecesores y acaso también sin descendientes». Lo creo. La libertad por él proclamada con el ejemplo, que ha hecho resaltar en esta literatura de estilo uniforme—hablo en general—o uniformado, para decirlo mejor, su inconfundible individualidad, dará aquí buenos frutos, cuando el aire circule, cuando el aliento universal pase bajo estos cielos; el individualismo traerá consigo—y ya empieza a iniciarse, después del desastre—una floración flamante y saturada de perfumes nuevos.
Al paso observo un pequeño huerto bien cultivado, lejos del parque inglés de Palacio Valdés, de las granjas montañesas de Pereda y Galdós y de la rica quinta gallega de doña Emilia. El huerto es de José M. Matheu, cuyas excelentes cualidades de novelador son reales. Este es un modesto; se ruboriza de la audacia. Suave y metódicamente ha creado unos cuantos caracteres que ha alojado en sus libros, en donde si esas buenas notas resaltan, falta en cambio la divina virtud de la ironía, el culto del arte de la frase, las cambiantes estaciones del estilo.
Ortega Munilla, creo que, demasiado entregado a la política, ha permanecido sin producir un solo libro desde hace algún tiempo. De cuando en cuando florece su ingenio en algún cuento, que recuerda al vibrante narrador de otros días, el novelista de conciencia y el prosista aquilatado. ¿Taboada? A Taboada también hay que contarle ya entre los novelistas. El paso de la narración corta a la novela lo ha hecho, como sus semejantes, Mark Twain y Alphonse Allais. Este gracioso de España como el clownesco yankee y el incoherente francés, ha obtenido un enorme éxito con su obra después del continuado éxito periodístico de cuentos y crónicas desopilantes. Su mérito no puede ponerse en duda. Es una originalidad. Es el cronista incomparable de la vida cursi. Su Viuda de Chaparro se ha casi agotado en[192] pocos días. Hace reir, con un si es no es de amargor, que, en verdad, merece su latín. Aquel de Ovidio, si gustáis:
La novela de Unamuno, Paz en la Guerra, es de esas obras que hay que penetrar despacio; no en vano el autor es un maestro de meditación, un pensativo minero del silencio. Es la novela un panorama de costumbres vascas, de vistas vascas, pero es de una concentrada humanidad que se cristaliza en bellos diamantes de universal filosofía. El profesor de Salamanca es al mismo tiempo el euskalduna familiar con la tierra y el aire, con el cielo y el campo. Su pupila mental ve transparentemente el espectáculo de la vida interior en luchas de caracteres y pasiones, en el olear de la existencia ciudadana o campesina. Sus figuras las extrae como de bloques de carne viva; y es un poderoso manejador de intenciones, de hechos y de consecuencias. Y en su manera no hay ímpetus, no hay relámpagos.
Tranquila lleva la pluma, como quien ara. Para leerle, al principio se siente cierta dificultad: pero eso pasa presto para dar lugar a un placer de comprensión que nada iguala. Este es uno de los cerebros de España, y una de las voluntades. Lo que su paisano de Loyola, San Ignacio, enseñó con sus Ejercicios a Maurice Barrès, él lo ha aprendido en los ejercicios de su alma, en la contemplación de la vida, en su tierra honorable y ruda con la rudeza de lo natural y de lo primitivo incontaminado y sano. Antes he amado, por innata simpatía, a esos hombres fuertes de Vasconia, que adoran su cielo y su tierra feraz y su libertad, en la conservación de una vida de grandeza antigua, que cantan tan sonoras canciones de meditación y amor y danzan tan bizarras danzas; marineros, herreros, campesinos, nobles todos, veneran un árbol y han tenido un bardo como Iparraguirre;[193] pero jamás he comprendido el alma vasca como cuando me he impregnado de las páginas de Unamuno. El amor allí tiene el hervor de la prístina savia; los elementos conspiran para la fraternidad con el hombre, la tierra besa a la carne, la savia se une a la sangre; el abrazo, la cópula, debía ser como un sacramento, o como ley sagrada. Son razas poseedoras de la serena energía, de la fuerza donada por los viejos dioses, esa ilustre fuerza que saluda Gladstone junto al árbol de Guernica, que pinta Puvis de Chavannes, y a la cual invoca el canto cuando, en su Provenza, Mistral empuña ante el concurso conmovido la simbólica copa.
[2] La crítica «oficial» ha hablado por boca de don Leopoldo Alas: «Valera no es como los pedantes Flaubert y France...»
22 de septiembre de 1899.
Pronto aparecerá la nueva edición del Diccionario de la Real Academia Española. La casa editorial de Hernando da la última mano al grande y lujoso mamotreto. El señor Echegaray ha explicado ya en la Prensa muchos de los nuevos términos científicos que la Corporación ha decidido adoptar. Dentro de poco el volt se llamará voltio y el culomb culombio. En cuanto a la palabra trolley, queda sencillamente convertida en trole, como hace muchos días tuvo la amabilidad de comunicármelo mi eminente amigo Eugenio Sellés. Ignoro si el presupuestar de Ricardo Palma tendrá cabida esta vez en el léxico. Mas lo cierto es que hay novedades, y es posible que el chistoso pedante de Valbuena prepare otra «fe de erratas». Veremos lo que se limpia, lo que se fija y lo que se da de esplendor, para recordar nuestro Horacio y su jus et norma loquendi.
Estos inmortales cumplen con su deber conservador sobre todo; de las tres partes del lema prefieren el fijar. Sus sesiones parecen de una amenidad muy discutible. Ha pasado ya de moda el murmurar de sus hechos y gestos. En Francia todavía las palmas verdes y el espadín provocan una que otra ocurrencia. Aquí es poco decorativa la representación, y un libro no se vende más porque el autor pueda poner debajo de su nombre:[195] De la Real Academia Española. La labor de los excelentísimos e ilustrísimos, fuera de las papeletas del Diccionario, es poco activa: la publicación de algunas obras, como las que dirige Menéndez Pelayo, y la adjudicación de varios premios.
La Real Academia se fundó en 1713, y trece años después apareció el primer tomo del Diccionario; otros trece años pasaron para que pudiesen publicarse los otros cinco de aquella primera edición. El rey ordenó que se diesen a la Academia mil doblones al año. Aprobada por Felipe V, logró especiales concesiones. Los académicos quedaban en cierto modo y para ciertas ventajas iguales a la servidumbre de la Real Casa. En 1793 se les favoreció con la renta anual de 60.000 reales. Desde 1793 tuvo su local, en la célebre casa de la calle Valverde, hasta que hace poco tiempo se ha instalado en edificio especial que hizo construir con propios fondos.
Los inmortales de Francia son cuarenta; los de España sólo llegan a treinta y seis, sin que yo sepa el motivo. Lo que no cabe duda es que el sillón 41.º de Houssaye, que aquí corresponde al 37.º, existe en la academia del marqués de Villena como en la academia de Richelieu... No deja de haber aquí también su partido «de los duques». La política no anda asimismo muy alejada de las influencias que privan en el reino de la gramática. Ved un simple desfile de figuras. El director actual es el conde de Cheste. Muy viejo, antiguo militar, muy querido en la Corte; hace algún tiempo que no asiste a las sesiones académicas. El conde de Cheste dejará una obra extensa principalmente de traducciones. Hasta hace poco, obsequiaba a sus colegas con buenas comidas y candorosos versos. Secretario perpetuo es hoy don Miguel Mir, desde la muerte de Tamayo y Baus; censor, Núñez de Arce; bibliotecario, Catalina; tesorero, el marqués de Valmar; vocal administrativo, Sellés, e inspector de publicaciones Menéndez Pelayo.
El marqués de Valmar es un verdadero aristócrata. Este viejo hidalgo, muy erudito, en sus primeros años literarios escribió para el teatro. Su obra más considerable es un estudio acerca de la poesía castellana en el siglo XVIII. Se le debe la publicación de las Cantigas del Rey Sabio. Su vejez se desliza entre libros y comodidades; es un caballero que ha sabido proteger, cuando ha podido, a los jóvenes de verdadero valer que le pedían su apoyo literario y social. Mucho le debe a este respecto el señor Menéndez Pelayo. Demás decir que el marqués de Valmar, noble y literato, ha pertenecido al cuerpo diplomático.
Campoamor llevó su humor a la Academia. No sé que haya contribuído mucho a la cocina del Diccionario; pero si encontráis en la nueva edición algunas humoradas, creed que son suyas, a menos que no sean de don Juan Valera. Es de pensarse que en el secreto del ministerio, en lo más intrincado de la tarea filológica, sabrá poner una gota de su espíritu ático este marqués del estilo que habría sido amigo de Barbey. Más que los ratones de los estantes empolvados, le conocen las alegres liebres que, según Hugo, telegrafían al buen Dios en las mañanas de primavera: ¡content! Por lo demás, Pepita Jiménez conversa muy amigablemente con fray Luis de Granada.
Don Enrique de Saavedra, duque de Rivas, emparentado con don Juan Valera, es, sobre todo, el hijo de su padre. Su mayor título académico es ser obra de don Ángel, hermano por lo tanto de Don Álvaro o la fuerza del sino. La herencia espiritual no fué en este caso completa, y don Enrique es a don Ángel lo que Francisco o Carlos Hugo al César de los poetas franceses.
Don Cayetano Fernández es un señor presbítero adobado de humanidades. Su candidatura a la Academia salió de Palacio. Ha sido el áulico profesor de las infantas viejas. Creo que ha escrito un volumen de Fábulas morales. Moral: Timeo hominem unius libri.
Don Gaspar Núñez de Arce ilustra con su poesía el árido senado. Es el Sully-Prudhon de los españoles, o el José María de Heredia.
Don Eduardo de Saavedra es ingeniero de caminos. Se le abrieron las puertas de la Academia por su ciencia, como a Lesseps. Dicen que tiene gran talento. Alcalá Galiano es otro hijo de su padre. Ha traducido a Byron, en verso. Ignoro si el sacrificio fué antes o después de entrar en la Academia.
Don Mariano Catalina se distingue entre otras cosas por sus barbas rojas, y por sus ideas, que son completamente opuestas al color de sus barbas. Sus dramas valen mucho más de lo que se ha dicho de ellos. En ese reaccionario hay un varón de fibra. Le silbaron, injustamente, y se dedicó a otras cosas. Su manera es parecida y anterior a la de Echegaray, menos descoyuntada y más española; sus versos aceptables, es decir, malos. Es editor de la colección de escritores castellanos, que publica, entre otros libros importantes, la Historia de las Ideas Estéticas y demás obras de Menéndez Pelayo.
Don Marcelino entró muy joven en la Academia, como se recordará. Hiciéronle triunfar por una parte su saber enciclopédico y vasto, por otra su conocida filiación conservadora. No hay duda de que sus conocimientos son asombrosos: don Marcelino sabe más que todos los académicos juntos, y sus trabajos han sido y son los de un gran crítico, los de un verdadero sabio. La edición monumental de Lope y la Antología lo demuestran.
Pidal y Mon escribe correctamente.
El señor Mir escribe con muchas intenciones académicas, y, como la mayor parte de los escritores de su país, se toma muy escaso trabajo para pensar. Siempre esa onda lisa del período tradicional cuya superficie no arruga la menor sensación de arte, el menor impulso psíquico personal. Ha publicado un libro en que se descubre sinceridad e independencia, libro antijesuítico y de largo nombre: Los Jesuítas de puertas adentro y un[198] Barrido hacia afuera de la Compañía de Jesús. Escribe la historia de Cristo y memorias o monografías académicas; en lo académico suspiraréis por un poco de literatura o de sentimiento artístico, y en lo religioso es en vano buscar el espíritu de los antiguos místicos—única cosa que el académico español podía perseguir.
Balaguer acaba de publicar uno de los innumerables volúmenes de que constan sus obras. No parece que le preocupen gran cosa los asuntos de instituto. Maestro en gay saber, vive mucho para las musas.
Commelerán entró en la Academia en ocasión famosa. Se sabe que luchó con Galdós y que la candidatura del novelista fué pospuesta. Se escribió mucho con este motivo, y hubo enérgicas protestas. No veo tanto la razón. El señor Commelerán sabe más latín y más lingüística que el señor Galdós; es más útil en las tareas de la Academia. Además, el novelista debía entrar tarde o temprano. No estaba en el mismo caso de Zola... Commelerán es un incansable trabajador en sus estudios oficiales. Tuvo en un tiempo aficiones literarias y, apasionado de Calderón, hizo algo para el teatro, que no llevó a la escena. Publica ahora un gran Diccionario latino y libros de texto que son bien juzgados.
Fabié es de una eminencia especial; para unos es un sabio; para otros, lo contrario de un sabio. No es digno, a mi entender, de lo uno ni de lo otro. En sus escritos se ve, además de la irremediable corrección, mucha cultura clásica y legítima solidez.
Ha preferido en sus disciplinas, a lecturas insustanciales y nuevas, generalmente obras de segunda mano, el desempolvar pergaminos viejos en los rincones de archivos y bibliotecas; de ahí que la crítica histórica tenga en el señor Fabié uno de sus más serios representantes en España.
Del señor Silvela diré que, hijo de un padre ilustre y hermano de otra notable inteligencia española, vale muchísimo más que lo que él se figura. Tiene atracción[199] y un inmenso número de amigos que le siguen. Con todo, su política es mejor que su literatura, literatura de aficionado. Lo cual no quita que encontréis en sus discursos páginas admirables.
Colmeiro es un sabio. Nada más que un sabio.
El señor Fernández y González es un arabista insigne, según aseguran los que dicen que entienden el árabe. Se me ha hablado mucho de su talento de crítico, y conozco estudios suyos nutridos de doctrina; pero no he podido encontrar su libro La Crítica en España, del cual se cuentan maravillas.
El conde de Buenos Aires, don Santiago Alejandro de Liniers, hoy alcalde de Madrid, tiene ante todo su alta posición social y pecuniaria. Ha publicado un libro, Líneas y Manchas, y ha sido periodista. Exprimiendo toda la producción de esta excelente medianía, no se sacaría la cantidad de pensamiento y de arte que hay en una sola página de su sobrino Ángel Estrada.
De don Luis Pidal y sus obras confieso mi absoluta ignorancia.
Manuel del Palacio, tan conocido en el Río de la Plata, es otro poeta de la Academia. Vive ahora un tanto retirado, después de que el duque de Almodóvar tuvo la peregrina ocurrencia de quitarle su empleo en la Administración; por lo cual la indignación de su verso envió unas cuantas abejas de su jardín a picar al caballero, como él dice «un poquito duque y un poquito tuerto». Arquíloco es mal enemigo.
La ciencia por un lado y el teatro por otro, apadrinaron a don José Echegaray para entrar a ocupar su sillón. Castelar le hizo el dudoso favor de compararle con Goethe al contestarle su discurso de recepción. El señor Echegaray es un hombre eminente, «de lo mejorcito que aquí tenemos», me dice don Leopoldo Alas; pero su enciclopedismo de nociones en este tiempo de las especialidades le coloca en una situación que fuera de su país sería poco grata para su orgullo.
Sellés, conquistador del teatro, desde su sonoro Nudo Gordiano, continúa escribiendo piezas en un acto, y aun se dice que abordará el libreto de zarzuela, sin que se perturbe el decorum de su noble compañía.
Al conde de Viñaza le he conocido en casa del secretario de la legación argentina. Es uno de los académicos más jóvenes. Estudioso y erudito, tiene entre otras obras suyas un libro muy interesante sobre Goya; y prepara un estudio, que será de indudable valor, acerca de la historia del grabado en Europa, y especialmente en España, para lo cual cuenta con copiosos datos inéditos y planchas antiguas de colecciones hasta hoy desconocidas.
El señor Moret está en la Academia oficialmente. Hubo una ocasión que para celebrar un acontecimiento resolvieron los académicos ofrecer un sillón al ministro del ramo. Le tocó al señor Moret, que casualmente ocupaba entonces el Ministerio. El señor Moret, por otra parte, es orador agradabilísimo y su palabra debe animar y flexibilizar las secas discusiones.
Pérez Galdós, para el reglamento, vive en el paseo de Areneros, núm. 46; pero en realidad reside en Santander, en la villa que se ha levantado a fuerza de novela. Ya he dicho que presentó su candidatura la primera vez y fué vencido por el latinista Commelerán. En poco tiempo se cumplió su voluntad. Pereda, el montañés, según la guía, vive también en la Corte, en la calle de Lista, núm. 3; pero en realidad vive en Santander, en Polanco, y como las novelas no se le pactolizan como a Galdós, a pesar de que es rico, sigue fabricando jabón. El señor Pereda debería no separarse de la Real Academia, no faltar a sus sesiones. Es él quien escribe los relieves del yantar; por limpiar, fijar y dar esplendor a las sobras de la comida.
El señor Balard, académico electo, es el poeta meloso y falso que ya conocéis, y crítico de una limitación asombrosa, que beneficia no obstante en España la más injusta de las autoridades.
Don Daniel de Cortázar es ingeniero de minas, hijo del[201] autor de un muy conocido tratado de matemáticas elementales. Su ciencia le ha ganado la honra. Los académicos aquí, como en Francia, quieren tener de todo en su casa.
El último académico electo es el poeta Ferrari. Su candidatura ha brotado de los salones influyentes que frecuenta y en donde sus recitaciones son proverbiales... Conste que una vez yo le he visto defenderse con bravura—y al fin sucumbir—en casa de doña Emilia Pardo-Bazán.
La Academia cuenta con innumerables miembros correspondientes, en Europa y América española, y con dos miembros honorarios, ambos de la América Central: uno de Honduras, otro del Salvador. Esto os causará alguna sorpresa, pero he aquí la explicación. El presidente de Honduras, Marco Aurelio Soto, hace mucho tiempo ordenó por decreto gubernativo que en la República se usase, al menos en todos los documentos y publicaciones oficiales, la ortografía de la Real Academia Española. Supongo que acompañaría el decreto con alguna demostración de afecto académico más práctica. El presidente del Salvador, Rafael Zaldívar, hombre muy inteligente, viajó un día por España, con gran séquito y con la pompa de un príncipe exótico. Tengo entendido que dió a la Academia asimismo valiosas pruebas de amistad. Se le correspondió con una sesión especial en su honor. Todas las personas de su comitiva tuvieron nombramiento de miembro correspondiente. De aquí que los dos únicos miembros honorarios sean esos expresidentes centroamericanos.
La labor de la Real Academia, dígase bien claro, es en nuestro tiempo inocua, como la de los inmortales franceses. Hacen el diccionario, reparten premios más o menos Montyon y coronan obras mediocres y correctas.
Aquí se defiende el purismo, la virginidad de esta vieja lengua que ha dado y dará tantas vueltas. Y esos defensores tienen eco en ciertas naciones de América; pues[202] como reza un decir magistral—cito de memoria—«cuando el purismo desaparezca de Salamanca se encontrará en algún cholo de Lima o en el morro de un negro mejicano». En ese continente, en las aldeas más primitivas no falta el barrigudo licenciado abarrotado o abarretado que persiga el le y el lo, y el caso y la concordancia, y entre tortilla de maíz y tortilla de mais no haga su discursito en caribe en defensa de los fueros del idioma.
No puedo menos que concluir citando las palabras de un ilustre profesor de la más célebre de las Universidades españolas: «Hay que levantar voz y bandera contra el purismo casticista, que apareciendo en el simple empeño de conservar la castidad de la lengua castellana, es en realidad solapado instrumento de todo género de estancamiento espiritual, y lo que es aún peor, de reacción entera y verdadera. Eso del purismo envuelve una lucha de ideas. Se tira a ahogar las de cierto rumbo, haciendo que se las desfigure para vestirlas a la antigua castellana. Se encierra en odres viejos el vino nuevo para que se agrie». Y luego: «Hay que hacer el español internacional con el castellano, y si éste ofreciese resistencia, sobre él, sin él, o contra él. El pueblo español, cuyo núcleo de concentración y unidad dió al castellano, se ha extendido por dilatados países, y no tendrá personalidad propia mientras no posea un lenguaje en que sin abdicar en lo más mínimo de su modo peculiar de ser, cada una de las actuales regiones y naciones que lo hablan hallen perfecta y adecuada expresión a sus sentimientos e ideas. Hacen muy bien los hispanoamericanos que reivindican los fueros de sus hablas y sostienen sus neologismos, y hacen bien los que en la Argentina hablan de lengua nacional. Mientras no internacionalicemos el viejo castellano, haciéndolo español, no podemos vituperarles los hispanoespañoles, y menos aún podrían hacerlo los hispanocastellanos, y hacen muy bien en ir a educarse a París, porque de allí sacarán, por poco que saquen, mucho más[203] que de este erial, ya que lo que aquí mejor puede dárseles, la materia prima de esa lengua, consigo la llevan y con libros pueden perfeccionarla».
El autor de esas líneas se llama Miguel de Unamuno. Aquí y entre nosotros protestarán especialmente de ellas los que no se llaman ni son nada, pas même académiciens.
Madrid, 24 de agosto de 1899.
El modesto Manzanares no es muy propicio a los cisnes. Antes lo eran el Darro, que como se sabe tiene arenas de oro, y el Genil que las tiene de plata. Los cisnes viejos de la madre patria callan hoy, esperando el momento de cantar por última vez. Ya os he hablado de Campoamor, cuando se pensó en su coronación, ceremonia de que no se ha vuelto a ocupar nadie, a pesar de las buenas intenciones del Círculo de Bellas Artes, cuyo presidente, el señor Romero Robledo, manifestara tanta excelente voluntad. El anciano poeta sigue cada día más enfermo. Últimamente no ha podido contestar a una enquête iniciada por una revista de París, La Vogue, sobre el asunto Dreyfus. Casi imposibilitado de moverse, sufre en su retiro horas dolorosas, y visitarle es ir a pasar momentos de pena. Sus últimos versos son una que otra dolora dolorida que ha publicado la España Moderna, una que otra humorada en que se depositan las últimas gotas que quedan del humor antiguo en el vaso de ese espíritu que fuera tan bellamente lozano, tan frescamente juvenil. Ahora es cuando hay que volver los ojos al viejo tesoro prodigado, aquella poesía tan elegante en sus sutiles arquitecturas y tan impregnada del amargor que el labio del artista siente al primer sorbo de vida.
Recordad aquellas perlas brillantes de ironía, de las[205] doloras; y aquellos pequeños poemas que conducen por una corriente de sonoras transparencias verbales a la finalidad de una inevitable melancolía, la melancolía que por ley fatal florece en los jardines de la humana existencia. ¡Amable filósofo! Daba la lección de verdad adornada de la gracia de su música, su música personal, inconfundible en toda la vasta orquesta poética de las musas castellanas.
Núñez de Arce, también silencioso. Dirige las oficinas del Banco Hipotecario, y Luzbel, anunciado hace largos años, no se concluye. Dicen que padece el poeta de enfermedad gástrica, y así debe ser por el continuo gesto de displicencia que presenta su faz. No es ya el tiempo de los Gritos del Combate y de la Visión de fray Martín. El vate de antes se encuentra ya transpuesto en época que desconoce sus pasados versos, el alma de sus pasados versos, alojada hoy en una casilla de retórica. No es esto desconocer el inmenso mérito de ese noble cultivador del ritmo, que ha dominado a más de una generación con su métrica de bronce. Hoy España no cuenta con poeta mejor. Más aún, no existe reemplazante. Cuando deje de aparecer en el nacional Parnaso esa dura figura de combatiente que ha magnificado con su severa armonía la lengua castellana, no habrá quien pueda mover su armadura y sus armas. Porque Núñez de Arce, dígase lo que venga en antojo a los que no es simpático intelectual o personalmente, ha sido un admirable profesor de energía. En verso, pero de energía. Ha mezclado más de una vez la prosaica política en sus imprecaciones, y ha sido ministro de Ultramar cuando había ministros de Ultramar. Ha sido con su manera sonante y oratoria un parlador de multitudes, un dirigente del espíritu público de su época. Y si de algo se resiente el conjunto de su obra, es de haber sacrificado más de una paloma anacreóntica o cordero de égloga a la diosa de pechos de hierro que no tiene corazón, a la Patria, en su más triste ídolo: el ideal de un momento. Porque el[206] mayor pecado de este poeta es no haber empleado sus alas para subir en el viento del universo, sino que se ha circunscrito a su terruño, al aire escaso de su terruño aun en los poemas de tema humano en que debiera haber prescindido de tales o cuales ideales de grupo. Krausistas y neos han tenido en esta tierras liras en sus batallones. La obra de Núñez de Arce aun persiste. Su puesto, como he dicho, se mantiene el primero. Que su Visión de fray Martín tenga por origen el abad Hieronimus de Leconte de l'Isle, que La Pesca tenga la fisonomía familiar de la copiosa producción coppeista, eso no obsta a la marca individual de este forjador de endecasílabos; endecasílabos de Toledo que vibran y riegan su resonante son: spargens sonus. Mas eso no basta al deseo de la juventud que observa la deslumbradora transfiguración del arte moderno. No dice nada a las almas nuevas el conocido alternar del endecasílabo en la estrofa núñezdearcina, que por otra parte, es estrofa dantesca, del Dante de las poesías amatorias. Y Núñez de Arce queda solo ante su ara, o ante su Banco Hipotecario, como el finalizado Campoamor entre el recuerdo y la tumba.
Manuel del Palacio, tan conocido en el Río de la Plata, vive también flotante en las brumas de su Olimpo muerto. Bueno, triste, aun guarda una chispa de entusiasmo que brilla en el fino azul de sus ojos penetrantes. Esa tristeza suya me recuerda cierto pequeño poema de Baudelaire, el de los viejos juglares. Pasó para del Palacio el buen tiempo en que un soneto espiritual daba la vuelta a la Corte entre preciosos comentarios, pasó el tiempo de la diplomacia lírica que ponía en humor jovial a los bonaerenses, gracias a este excelente don Manuel, entonces ministro en el Río de la Plata, y al nunca bien ponderado colombiano señor Samper. Hoy está aún más amargado el ingenioso poeta, porque ha quedado cesante de su empleo de secretario de la orden de Isabel la Católica, por obra del duque de Almodóvar. El cual no[207] ha contado con que la indignación del verso debía venir. Y ha venido. No hace muchas noches nos leía don Manuel a varios amigos las vengadoras ocurrencias de su musa:
Manuel del Palacio, a quien poéticamente el satírico señor Alas tasaba en cincuenta céntimos, es decir, cincuenta céntimos de poeta, da señales de perseverancia de cuando en cuando en las revistas de la Corte, aunque no ya con la frecuencia de antaño. Cuando la guerra, se puso él también en campaña contra el yanqui; sus «chispas» no produjeron desde luego ningún incendio. El señor don Sinesio Delgado, Casimiro Prieto y Manuel del Palacio fueron los tres patriotas del consonante.
Manuel Reina ha logrado recientemente un triunfo con su Jardín de los Poetas. Lírico de penacho, en color un Fortuny. Ha llamado la atención desde ha largo tiempo, por su apartamiento del universal encasillado académico hasta hace poco reinante en estas regiones. Su adjetivación variada, su bizarría de rimador, su imaginativa de hábiles decoraciones, su pompa extraña entre los uniformes tradicionales, le dieron un puesto a parte, alto puesto merecido. Le llaman discípulo e imitador del señor Núñez de Arce. No veo la filiación, como no sea en la manera de blandir el verso. Núñez de Arce es más severo, lleva armadura.—Reina va de jubón y gorguera de encajes, lleno de su bien amada pedrería. No hay versos suyos sin su inevitable gema. En el Jardín de los Poetas se ven sus preferencias mentales, un tanto en choque, por la variedad de las figuras. Su jardín es trabajo de virtuoso. Cada poeta le da su reflejo, y él aprovecha la sugestión felizmente.
¿Grilo? Es una situación literaria especialísima la de Grilo. Es el poeta laureado de España, aunque España no tenga oficialmente poeta laureado. Su barril de malvasís, o pongamos de Jerez, debe tenerlo por obra y gracia de la infanta doña Isabel, y demás gentes de palacio. Grilo ocupa un lugar especialísimo, semejante al de ese pobre míster Austin en Inglaterra. Los intelectuales, y aun la mayoría, sonríen ante la parada de esa áulica musa de ocasión que dice sus rimas con acompañamiento de piano. Grilo es el poeta de la reina Isabel, de la reina regente, del rey, y de las innumerables marquesas y duquesas que gustan de leer el día de su santo un cumplimiento en renglones musicales. ¡Aun hay melenas! La poesía suya es de esa azucarada y húmeda propicia a las señoras sentimentales y devotas. Según se me informa, la protección práctica de sus altas favorecedoras es eficaz, y ese ruiseñor no puede quejarse de los cañamones del mecenato.
Don José Echegaray, a quien Castelar hizo el peregrino[210] obsequio de compararle con Goethe, no ha vuelto a taquiner la musa. Es sabido que de todo entiende, y gratifica periódicamente a sus compatriotas con la información de una ciencia de colegiales. El ingeniero poeta goza de una enorme popularidad, y cada vez que yo manifiesto mi asombro por la ocurrencia castelarina, no falta quien se asombre de mi asombro. Su musa concluyó en los empujes de sus dramas elásticos, en las tiradas de la Guerrero. Ferrari es también un poeta de salón, y he tenido la honra de compartir con él una noche el curioso éxito de una recitación para ladies and gentlemen. No puede negarse su mérito, bajo el árbol frondoso de don Gaspar. Don Juan Valera ha hecho versos correctísimos; hoy ya no los hace. Menéndez Pelayo asimismo ha frecuentado el Helicón. Este erudito humanista, cuando se le presenta una niña con su álbum, sale del paso con escribir unas estrofas de su antigua composición:
Salvador Rueda, que inició su vida artística tan bellamente, padece hoy inexplicable decaimiento. No es que no trabaje; pues ahora mismo acabo de ver el manuscrito de un drama de gitanos—otro modo de ver que el de Richepin—que piensa someter a los cómicos en la temporada próxima; pero los ardores de libertad ecléctica que antes proclamaba un libro tan interesante como El Ritmo, parecen ahora apagados. Cierto es que su obra no ha sido justamente apreciada, y que, fuera de las inquinas de los retardatarios, ha tenido que padecer las mordeduras de muchos de sus colegas jóvenes; dándose el caso de que se cumpliese en él la palabra del celeste y natural Francis Jammes: «Los que más te hayan nutrido con las migajas de tu mesa, los que te atacarán serán aquellos que más te hayan imitado y aun plagiado». Los últimos poemas de Rueda no han correspondido a las[211] esperanzas de los que veían en él un elemento de renovación en la seca poesía castellana contemporánea. Volvió a la manera que antes abominara: quiso tal vez ser más accesible al público y por ello se despeñó en un lamentable campoamorismo de forma y en un indigente alegorismo de fondo. Yo, que soy su amigo y que le he criado poeta, tengo el derecho de hacer esta exposición de mi pensar.
Dicenta ha encontrado su filón en las tablas, y no hace otra cosa que obras para el teatro, como su compañero Paso. Se nombra mucho a Ricardo Gil. He buscado sus obras, las he leído; no tengo que daros ninguna noticia nueva. Es la poesía que conocéis, con un copioso número de aedas, entre los cuales, estos nombres más resaltantes: Catarineu, Ansorena, Morera, Galicia, Melchor de Palau. El espíritu regional cuenta con buenos representantes. Hay ahora un poeta de Murcia que ha conquistado Madrid, Vicente Medina. Se le ha elevado a alturas insospechables, se le ha declarado vencedor. Es verdad que trae con su emoción, con su sencilla facultad de ritmo, su gracia dialectal y su fondo de sensitivo, una nota desconocida hasta hoy; es un hallazgo. Pero lo monocorde de su manera llega a fatigar, con la repetición de la queja, una queja continua, picada de diminutivos que por su copia llegan a causar otra impresión que la buscada por el poeta. De todas maneras Vicente Medina es un excelente poeta campesino.
El señor Vaamonde ha intentado algunos cambios de ritmo, algunas flexibilizaciones de verso, y ha conseguido interesar. Después de la guerra, publicó un libro de inspiración patriótica. Los catalanes tienen buenos poetas, desde su padre Verdaguer, el de la Atlántida, hasta los modernos Maragall, Pajes de Puig, y Maten. Son infinitos los rimadores y mestres en gay saber. Los andaluces forman también su grupo, con Díaz Escobar, especialista en cantares, Arturo Reyes, de la familia de Rueda, como el joven Villaespesa, bello talento en vísperas[212] de un dichoso otoño, y otros escanciadores de sol y manzanilla. Los vascos no sé que tengan un poeta representativo; debe haber varios, que escriban en su idioma y no quieran confundirse con el Parnaso de la Maquetania. Pero con Unamuno basta para tener aún en la lírica representación digna en la Corte.
Los jocosos son legión. Los diarios y revistas publican una cantidad increíble de chistes rimados, y periódicos como el Liberal tienen un redactor especial que trata asuntos de actualidad, en verso. Pues aquí Felipe Pérez y González, como antes Antonio Palomero o José María Granés, tiene por tarea dar diariamente cierta cantidad de estrofas a los lectores, sobre sucesos del momento. Y la gente paga, y pues lo paga, es justo.
4 de octubre de 1899.
He asistido hace pocas noches a un meeting republicano. Sabía que la concurrencia sería numerosa, y procuré llegar a tiempo, para no perder en ese acto ninguno de los hechos y gestos del «pueblo soberano». Nuestro compañero Ladevese, uno de los organizadores, me había conseguido un puesto de prensa. Allí me senté, cerca de un francés y un ruso. Era enorme aquel hervor humano. Todo el circo de Colón lleno, y por las entradas, la aglomerada muchedumbre hacía imposible que penetrase la gente que todavía quedaba en las calles cercanas. No gusto mucho del contacto popular. La muchedumbre me es poco grata con su rudeza y con su higiene.—Me agrada tan solamente de lejos, como un mar; o mejor, en las comparsas teatrales, florecida de trajes pintorescos, así sea coronada del frigio pimiento morrón. Esta gente republicana, debo declarar que estaba con compostura, a la espera de los discursos, y cuando la campanilla presidencial se hizo oir, el silencio fué profundo.
El presidente, hombre de años, y sin duda de respetabilidad, inicia su alocución de apertura, con cierta gravedad, y luego, a la bonne franquette, como habla con cierta dificultad, se explica: «Estos dientes no son los míos, y por eso...» El buen pueblo está contento. Se encarga a un pésimo lector las cartas recibidas de personajes[214] extranjeros. El pobre hombre mutila a Goblet y le convierte en mumsiú René, y no hay medio de que oiga al soplón que al lado le corrige; Clemansó, Clemansó; él sigue impertérrito: Cle-men-ceau, Cle-men-ceau. El público protesta, no por el descuartizamiento de los apellidos franceses, portugueses e italianos, sino porque no se oye nada, y un varón de buena voluntad salta a la tribuna y se ofrece para leer. Al fin acaban las cartas, que Ladevese oye descuartizar con impaciencia visible—pues gracias a sus buenas relaciones han venido—, y él va a pronunciar un discurso.
Se sabe que el conocido corresponsal de La Nación y ex secretario de Ruiz Zorrilla es español, por consiguiente, demás está decir que es orador. Desde sus primeras palabras fué acogido con los más nutridos aplausos. Dijo a los partidarios de la república que es el momento de que el pueblo vuelva a ser lo que fué hace treinta y un años. Ahora que la Patria está más abatida después de las recientes catástrofes, es hora de levantarse. «Yo estoy seguro de que este pueblo volverá a ser grande, fuerte y libre. Algunos al verte por la desdicha y el dolor postrado, se figuran que estás de rodillas... ¡No, no estás de rodillas! Levántate y cubrirás con tu sombra a los que hoy aparecen más altos». En este punto nuestro amigo recibe una sonora y larga ovación. «Pero si estas reuniones han de ser útiles a la idea que las inspiran, es preciso que salga de ellas algo práctico, y nada más práctico que señalar las causas de nuestra impotencia, para remediarlas. Una de las principales causas del estado en que nos vemos es el funesto y antidemocrático sistema de las jefaturas personales»; Ruiz Zorrilla, a quien por cierto se le acusaba de querer ejercer una jefatura personal, quejábase amargamente de ese sistema funestísimo en una democracia, y muchas veces, allá en la emigración, nos decía:
«Si me duele la cabeza, le duele la cabeza a todo el partido; si me duele el brazo, a todo el partido le duele[215] el brazo». «Con motivo de este meeting hemos tocado otra de las lamentables consecuencias de jefaturas personales. Hay republicanos que para venir a tomar parte en este fraternal abrazo, han ido a pedir permiso a un jefe... y luego no han venido. El republicano que para abrazar a sus hermanos necesita el permiso de un jefe, ¡valiente republicano estará...» Se oyó primero una voz de las filas laterales, luego cien voces, luego gritos de todos lados, dicterios, protestas, insultos. Unos contra otros; era una tormenta de interjecciones, de amenazas. Y nuestro buen Ladevese se paseaba al ruido de aquella tempestad, esperando el silencio. Que al fin se hizo. Reconquistó su público el orador y prosiguió: «A las jefaturas personales deben reemplazar las direcciones democráticas. Verdad es que ya se ha hecho algo en ese sentido. Pero al hacerlo se ha incurrido siempre en el error de excluir sistemáticamente de esas direcciones a todos los elementos revolucionarios. Por eso no existe la estrecha armonía que debiera haber entre directores y dirigidos.—Nadie ignora que mientras el pueblo quiere la lucha, hay hombres que quieren la república sin esfuerzo y sin peligro. Sin duda esperan que va a caer llovida de las nubes... y ya ven lo que cae de las nubes: ¡contribuciones, jesuítas y epidemias!» Aquí, mientras el pueblo aplaude rabiosamente, yo no puedo dejar de observar una guapísima muchacha, elegantemente vestida, que en uno de los palcos da muestras del más vivo entusiasmo. La republicana ostenta el par de ojos más librepensadores que os podáis imaginar, y, decididamente, manifiesta el propósito de romper sus guantes.
El orador hace ver la conveniencia de la unión. La república, una vez constituída, velará por la suerte de los que trabajan.—Concluye con estas palabras:
«En todo estamos conformes los republicanos. Y como lo estamos además en que nuestra fraternidad, que hoy vamos a sellar aquí, sea la fraternidad de la lucha, podemos darnos ese abrazo.
»La organización de la república la decidirá la soberanía nacional, representada en Cortes constituyentes cuyo fallo todos acataremos. Y como la república que queremos no ha de ser sólo para los republicanos, sino que ha de ser, como el sol, para todos los españoles, yo tengo la esperanza de que este abrazo ha de extenderse a todos los patriotas de buena voluntad, que aunque no militan en nuestro campo, desean para España mejores días. También a ellos les abro mis brazos y a aquellos que hace treinta y un años estuvieron con nosotros, les digo: ¡Ya ha llegado la hora de pasar el puente! A pasarlo y estaremos en seguida unidos todos los españoles. Y no olvidéis que el río no se pasa sólo por el puente sino también por el vado. Si para pasar el río queréis nuestra mano, la mano del pueblo es fuerte; ¡nosotros os la daremos! ¡Arriba y adelante! Sólo viven los que luchan y sólo de los que luchan es la victoria. ¡Si el que ayer hizo treinta y un años pasó el puente a la cabeza del ejército, el que hoy lo pase lo pasará al frente de un pueblo!» Ladevese es rodeado y aclamado. Luego sube a la tribuna un joven zaragozano, que se descubre como un copiosísimo orador. Y luego varios más. Se habló con libertad completa. El representante de la autoridad parece a veces querer protestar, cuando son ya demasiado violentos los golpes a la monarquía. Bien puede ser la tolerancia convencimiento de que no se trata más que de palabras, palabras y palabras... De pronto un hombre del campo solicita hablar. Él también quiere decir su discurso, y, a vuelta de varias observaciones del presidente, «Evaristo Jiménez habla en nombre del pueblo de Colmenar de Oreja». Y habla bien. Untado de periódicos, aborrecedor de los curas, probable suscriptor de El Motín, sus palabras brotan con una facilidad de fuente. Su retórica pasa de pronto a un color poco diplomático y de indudable irreverencia para con el congreso católico de Burgos. «Allí nos han arrojado el guante; nosotros debemos recogerlo y darles con él[217] por los hocicos...» El pueblo aplaude al temerario paleto. El presidente le llama al orden; mi muchacha de los ojos soberbios continúa en su entusiasmo. El «orador» se retira, no sin protestar. Al pasar por mi lado le oigo decir: «¡Qué van a ser republicanos éstos!» La gente vocifera y la tempestad vuelve a estallar en el circo. Por fin se logra la tranquilidad, y el meeting sigue: se aprueban las conclusiones formuladas por la Comisión iniciadora y se nombra una Comisión ejecutiva encargada de realizar los acuerdos.
Persona informada me da los datos siguientes: El local en que solían celebrarse las grandes reuniones políticas de los partidos era el circo del Príncipe Alfonso, que estaba situado en el paseo de Recoletos, frente al Palacio de la Biblioteca y Museos. Aquel circo, al que se le llamaba Circo de Rivas por el nombre de su propietario, fué demolido hace algunos meses. Allí se celebró una reunión memorable en los últimos meses de 1868, en la cual se fundó el Partido Republicano español. Acababa el Gobierno revolucionario de Serrano y de Prim de lanzar al país un manifiesto en favor de las instituciones monárquicas (redactado por Núñez de Arce, a quien el Gobierno encargó de aquel trabajo) y entonces los republicanos contestaron a aquel manifiesto convocando al Circo de Rivas a todos sus correligionarios de Madrid. Presidió la reunión el decano de la democracia española don José María Orense, y hablaron en ella Castelar, Pi y Margall, Figueroa, Salmerón y otros grandes oradores. Acordóse lanzar al país un manifiesto declarando que quedaba fundado desde aquel día el Partido Republicano. Todos los arriba citados—menos Salmerón—y una multitud de republicanos no tan conocidos, firmaron aquel manifiesto, que fué el principio de la propaganda republicana en España. A la reunión, donde el entusiasmo fué numeroso, acudieron 4.000 personas. Todas las que allí cabían. Desde entonces hubo en dicho circo numerosas reuniones políticas. Una de las últimas[218] que se celebraron, pocos años antes de la demolición, fué cuando los republicanos de Madrid emplazaron a los diputados y a los concejales del partido para que diesen al pueblo explicaciones acerca de la conducta que seguían en el Congreso y en el Ayuntamiento, calificada de apática y tibia. Aquella reunión fué un continuo tumulto; el público insultó y maltrató despiadadamente a los diputados y a los concejales, y hasta volaron algunas sillas lanzadas contra los oradores. Estos abandonaron el local, y se suspendió la reunión entre silbidos. El 11 de febrero de 1897, habiéndose hecho la unión entre las fracciones que acaudillaban Salmerón, Muro, Ezquerdo, y los disidentes del partido de Pi y Margall,—Menéndez Pallarés y Vallés y Ribot—convocaron, todos estos reunidos, a un meeting en el Circo de Colón, local mucho más espacioso que el Circo de Rivas. Tratábase de hacer una gran ostentación de fuerzas populares republicanas con motivo del aniversario de la proclamación de la República del 1873, y como todas las parcialidades republicanas—menos la federal pactista de Pi—estaban unidas, esperábase que el Circo de Colón, en cuya sala caben 6.000 personas, se llenase. La concurrencia de público fué muy grande, pero el Circo de Colón no se llenó. Asistirían unos 5.000 republicanos. Nunca hasta entonces se había visto a tantos republicanos juntos en el local cerrado. La reunión fué en extremo tumultuosa. El público silbó terriblemente a Salmerón y a Ezquerdo. Los discursos fueron sin cesar interrumpidos por las protestas y los gritos hostiles del auditorio. Salmerón se encaró con el público y empezó a insultarle; la lucha entre el público y Salmerón se prolongó más de media hora, y, después de aquella reunión agitadísima, no habían vuelto los republicanos de Madrid a celebrar ninguna reunión pública. Los prohombres republicanos, a pesar de las circunstancias por que España ha pasado desde entonces, esquivaban presentarse ante el pueblo. Al meeting de «fraternidad republicana»[219] del 29 de septiembre último, celebrado en el Circo de Colón, han acudido 8.000 personas. Como ya he dicho, el circo estaba completamente lleno, comprendida la pista, y en la calle se quedaron cerca de 3.000 personas que no consiguieron entrar en el local.
De modo que ésta ha sido la reunión republicana más numerosa que ha habido en Madrid.
13 de octubre.
Comienza en la Carrera de San Jerónimo el ir y venir de las gentes a la hora del paseo de la tarde. La Carrera de San Jerónimo es la calle de Florida de Madrid. Mucha vitrina elegante, mucho carruaje que va y viene; y por la noche mucha luz y alegría de ciudad moderna.
En la librería de Fe, poco antes del crepúsculo, encontré hace algunos días al poeta Núñez de Arce con su amigo Vicente Colorado, también poeta. Hacía algún tiempo que no veía al maestro, y le hallé, aunque quejoso de su salud, bastante mejor que como le viera la reciente vez. Tras hablar unas cuantas cosas del obligado asunto América, se le ocurrió: «¿Si diéramos un paseo?» Acepté con gusto, y salimos los tres hacia el Prado.
Despacio, pues don Gaspar no puede fatigarse. El tiempo estaba fresco, el aire era grato; el cielo lucía afable; pero el poeta desde que comenzó a conversar con nosotros, parecía verlo todo gris. Como yo le preguntase si tenía algún trabajo en obra, si escribía algo.
—No, nada, me contestó, fuera de las cartas que escribo a un diario de Buenos Aires.
Y con un aire de vago desencanto:
—Ah, amigo Darío, mi tiempo ha pasado. Soy ya viejo, y las musas, como hermosas hembras que son, no[221] gustan de los viejos. El campo es ahora de quien se llama...
—Maestro—le interrumpí—, eso quien menos lo puede decir es usted. El amor y el gozo de la vida tienen a Anacreonte y Hugo...
—Lo que de Hugo vale verdaderamente fué escrito en su juventud.
No quise contradecirle.
Pero el hábil Colorado, cuyo ingenio es mucho, apoyado en su antiguo cariño y en su amistad íntima, le increpó con amable irrespeto. «Es que usted se está poniendo insoportable de pesimismo». Y le manifestó que era cosa de los años, que en la juventud todo lo vemos lleno de una luz de rosa. (Lo cual no es cierto en nuestro tiempo; decía yo en mi interior.)
Núñez de Arce prosiguió entonces en un largo parlar todo ornado de bellas frases de decepción. No creo ni en la misma vida. ¿Acaso sabemos algo de lo que hay tras el impenetrable velo de la eterna Isis? ¡La Ciencia! Pues la Ciencia no ha conquistado sino un pequeñísimo reino, el reino de lo experimental. La débâcle a que se ha hecho tanto ruido no hace mucho tiempo, no puede ser más cierta. ¿El arte? Campo para las ilusiones; total, nada, puesto que las ilusiones no son más que humo vago que deshace el menor viento de la vida. El fracaso impera en todo. La sociedad, después de tantos siglos, no ha logrado aún resolver el problema de su misma organización. Véanse las rojas flores que brotan en tal terreno: se llaman socialismo, anarquismo, nihilismo. ¡La nacionalidad española! un sueño. Al primer cañonazo que se oiga en la Península, ya verán cómo se deshace la nacionalidad española. Yo volví a tocar el tema del arte y de la literatura. «Ah, el arte, la literatura: todo está en plena decadencia. Francia es el más patente ejemplo. Los ideales se levantan, se ven como bellos mirajes y luego no se logran nunca. Es el inmenso camino cuyo fin no se encuentra ni se encontrará jamás, a pesar del vuelo continuo[222] de las humanas aspiraciones». Y así seguía, con su voz pectoral, un tanto apagada, y en sus ojos vivaces había una chispa fugitiva y en sus labios se marcaba una sonrisa que podía decir resignación y convencimiento.
Entretanto yo me decía—siempre para mí sobre todo—: Gaspar Núñez de Arce,
Don Gaspar Núñez de Arce, sin duda alguna el primer poeta de la España de hoy, parecería por sus negros mirares y sus desconsoladores decires, un espirite extranjero, un alma septentrional, rara bajo su cielo de alegría, si no se supiese que en el fondo del alma española crece siempre una oscura rosa. Puede tener un rocío de creencia o no tenerlo. Este fuerte poeta es un Carlos V sin fe que se encierra en su Escorial interior y celebra los funerales de su propia poesía, de sus propios ensueños, de su propia gloria. Y no es nuevo en él este modo de pensar y de ver los cuatro puntos cardinales de la existencia. Allá, ya lejos en el siglo, se oyen aún sus Gritos del combate, y ya había resonado en sus oídos el fracaso producido por la risa de Voltaire, a quien en nombre de sus sueños agonizantes o muertos maldecía en el último endecasílabo de un soneto célebre; decía a los poetas que colgaran, en un desconsuelo bíblico, sus harpas, de los llorosos sauces. Gracias a que la férrea contextura de su estro daba animación para la lucha, no se caía en el anonadamiento voluntario. Por esos tiempos, o poco después, miraba con cruel desdén al pobre Becquer, que vivía de pan de amor y vino de sueño. Sonreía el caballero vestido de su pesada armadura, de los que él llamaba «suspirillos germánicos»: le disgustaba el poco de azul que fué a traer en su ramillete de vergissmeinnichts de Alemania, para suavizar el escarlata[223] de sus claveles, el artista triste de las Rimas, que después de todo, era esta cosa formidable: un corazón.
En el Prado reían los niños: la tarde desfallecía risueña; en el poniente se fundía una montaña de oro de sol. Don Gaspar proseguía en sus doctrinas. La muerte es lo único que nos interesa verdaderamente, pues da la clave del enigma, Isis aparece entonces sin velo. El hombre no mata nada: todo se muere. El hombre cree inventar algo: todo está ya inventado; todo ha sido. De pronto, en un yacimiento de tiempo, descúbrese alguna cosa; eso es todo. Pero nada de lo que se cree nuevo es nuevo. La palabra de la Escritura dice una inconmovible verdad cuando dice: Nihil novi sub sole. El hombre vive en la lucha perpetua con la vida y consigo mismo porque, pasada la divina estación de la juventud, quiere ver, quiere saber, quiere conseguir la posesión de un fantasma, descubrir lo imposible, y la realidad le hiere y le desconsuela. El hombre sólo es feliz en el instante de su primavera.
Miré en los ojos a don Gaspar, y canté en mi memoria el recuerdo:
—Yo, ya estoy viejo, repito, y creo ver en lo que dije la verdad; o lo que me parece la verdad, porque, ciertamente, ella no ha mostrado su faz nunca; su desnudez no ha sido profanada por nadie. Crea usted, me dijo, que la juventud es lo único que vale la pena, y esto por su jardín de ilusiones; esto es, por lo que existe.
Yo volví a clamar dentro de mi: «¡Oh poeta, oh querido amigo y maestro! no haces obra de bien predicando el desencanto, tú que sabes la perenne renovación[224] de las cosas, el placer del vivir, con todo y la persecución del dolor; no debes, porque hayas pasado ya mucho más del medio del camino de la vida, quedarte en tu primera etapa, y no mostrar a la juventud sedienta de ideal nada más que el infierno; tú bien debes saber que en la tercera está situada la gloria incomparable del Paraíso, así haya que pasar para penetrar en sus dominios bajo el arco de la Ilusión. La misión del poeta es cultivar la esperanza, ascender a la verdad por el ensueño y defender la nobleza y frescura de la pasajera existencia terrenal, así sea amparándose en el palacio de la divina mentira. Te ha tocado un difícil momento en la historia de tu patria; momento de vacilaciones y de derrumbes, de dudas y de miserias; pero tú no colgaste el harpa del «lloroso sauce». Antes bien, elevaste por tu sonora y acerada poesía las almas, reavivaste el amor a lo bello; de la duda hiciste hermosas esculturas de palabras en que vió la joven generación cómo se esculpía el castellano en potentes estrofas; con el Idilio tomaste a la inagotable viña de amor, cuyo jugo dará sangre a la poesía y al arte por los siglos de los siglos. No, no intentes destruir una sola ilusión. En verdad te digo que retoñará en mil partes. La obligación de la vejez sabia, es decir a los que vienen coronados de flores, en su estación de encantos, en palabras de luz, lo que dice la Boca de Sombra. Hay un caballero cantado en tus poemas, que podía servirte de admirable ejemplo. Es aquel maravilloso Raimundo, amoroso de amor, padre de enigmas, profesor de ilusiones, capitán de ensueños, aquel Raimundo que encontró oculto el símbolo del dolor eterno entre los pechos de la mujer amada e imposible. Pues bien, Raimundo Lulio no se fué por el camino de la desesperanza, sino que, como entró en el templo, montado en su caballo, ascendió a las estrellas, cabalgante en su pegaso, en seguimiento siempre del ideal. Aquel inmenso poeta, aquel príncipe del símbolo, aquel sabio, te señala una buena pauta que seguir.[225] No pasa el tiempo para los poetas que tienen el alma firme y libre; para los que no reconocen fronteras, preocupaciones, limitaciones: las musas son como dices, muchachas fragantes y frescas, pero no tienen inconveniente en ir a dormir con Booz, o acostarse en el lecho del viejo David.»
Y no sé en qué libro antiguo he leído que Abisag, después de sus nupcias con el anciano rey del harpa, quedó en cinta y dió a luz una estrella.
10 de noviembre 1899.
Cada comienzo de noviembre, al empezar a asarse las castañas y a inflarse los buñuelos, es sabido que Don Juan Tenorio hace su visita a Madrid. Este año ha estado también el taciturno príncipe de Dinamarca. Hamlet, encarnado en Sarah, la prodigiosa comedianta que ha logrado cristalizar la más inconmovible juventud. Don Juan se ha visto en casi todos los teatros y han sido largo asunto de discusión las innovaciones de un cómico que ha querido presentar un Tenorio como cortado por molde de comedia francesa a la moderna, un Tenorio a quien se ha amputado el apéndice que Cyrano llevara hasta delante del Eterno Padre, y Don Juan también, un apéndice que constituye en esos caballeros parte vital y precisa: ¡el penacho!
Pues el actor de la Comedia, Thuiller, ha creído oportuna la variación, y dió un Don Juan despenachado. Dijo a la sordina la décima zorrillesca; quiso imponer lo natural en punto en que la naturalidad huelga; el hombre que convida a comer a los difuntos ha hablado como un tipo de Dumas hijo o de Lavedan; Doña Inés del alma mía ha tenido que corresponder en igual tono a las declaraciones de su caballero; esto ha sido un flirt en vez de la tradicional tempestuosa pasión manifestada; la famosa cavatina ha sido una causerie; el público se ha mostrado sorprendido, le han cambiado[227] a su Don Juan; la crítica censuró al actor, pero los empresarios demostraron que los críticos aplaudieron en la temporada pasada lo que hoy han señalado como defectuoso. Lo cierto es que el señor Thuiller ha errado. El Tenorio tipo de leyenda no cabe en la pauta de conservatorio reformista que ha querido imponerle. Don Juan, el idealizado por los poetas y cuyo contacto según Musset engrandece, no tiene nada que ver con el personaje histórico de quien Sevilla posee un retrato—el señor de Mañara—por otra parte, muy feo, y al cual seguramente el actor no querría copiar. El nuestro, el de todo el mundo, es un antiguo amigo, our ancient friend Don Juan, que dice el sublime y donjuanesco lord. Para darle vida, no es preciso que el actor se desgañite y gesticule como un loco, cual lo hemos visto en los infinitos Tenorios que nos ha dado la declamación española, pues desgraciadamente no hay cómico de la legua que no quiera entenderse con su correspondiente convidado de piedra. Mas algunos grandes actores ha habido que en España han penetrado en el carácter de Don Juan, sin menoscabarle ni hipertrofiarle. Calvo fué uno bueno, para no citar anteriores, y Vico, y aun otro actor de poco renombre pero de reconocido talento, Pedro Delgado, que este año ha hecho el Tenorio en... en el pueblo de Écija.
No se puede hablar de Don Juan sin recordar al pobre Zorrilla, que decía con justa amargura, poco antes de morir: «mi Don Juan produce un puñado de miles de duros anuales a sus editores, y mantengo con él en la primera quincena de noviembre, a todas las compañías de verso de España». Él ha contado de admirable manera el génesis de su drama, que por cierto no fué recibido por el público con el triunfo que más tarde consiguiera. Fué en el año de 1844, en febrero. El actor Latorre necesitaba una obra flamante para su rentrée en la villa y corte. Zorrilla era quien debía entregar la obra. Había él refundido en ese tiempo Las Travesuras de Pantoja; y[228] registrando las comedias de Moreto, tuvo la idea de la pieza; y con el Burlador y la refundición de Solís, manifestó a Latorre que se comprometía a entregarle un Don Juan en el término de veinte días.
No conocía Zorrilla, según propia confesión, ni Le Festin de Pierre, de Molière, ni el libreto de Da Ponte, ni lo que había ya hecho en Europa con más o menos igual argumento. «Sin darme, dice, cuenta del arrojo a que me iba a lanzar, ni de la empresa que iba a acometer; sin conocimiento alguno del mundo ni del corazón humano; sin estudios sociales ni literarios para tratar tan vasto como peregrino argumento; fiado sólo en mi intuición de poeta y en mi facultad de versificar, empecé mi Don Juan, en una noche de insomnio, por la escena de los ovillejos del segundo acto, entre Don Juan y la criada de Doña Inés de Pantoja». Los ovillejos los compuso a oscuras, y sin escribirlos; a pura memoria los retuvo. Del plan de la obra apenas si tenía hilos tendidos. Su plan era «conservar la mujer burlada de Moreto y hacer novicia a la hija del comendador, a quien mi Don Juan debía sacar del convento, para que hubiese escalamiento, profanación, sacrilegio y todas las demás puntadas de semejante zurcido». Comenzó a escribir, pues, sin saber por donde iba. La musa le supo guiar. Puso a Don Juan en su piel; y Ciutti, es el nombre de un criado italiano que había tenido Zorrilla, en el café del Turco de Sevilla; el hostelero Butarelli, uno que vivía en la calle del Carmen el año 1342, y de quien fué huésped el poeta. De Ciutti, el de carne y hueso, ved el retrato que traza en cuatro rasgos: «Ciutti era un pillete muy listo, que todo se lo encontraba hecho, a quien nunca se encontraba en su sitio, al primer llamamiento, y a quien otro camarero iba inmediatamente a buscar fuera del café, a una de dos casas de la vecindad, en las cuales se vendía vino más o menos adulterado, y en otra, carne más o menos fresca. Ciutti, a quien hizo célebre mi drama, logró fortuna, según me han dicho, y se volvió a Italia».
He hablado alguna vez de los postreros años de Zorrilla, cuando, en una existencia de enfermedad y pobreza, llevaba en su vejez todavía un rayo de sus antiguos fuegos; y veía ganar dinero, mucho dinero, con sus viejas obras, a editores a quienes en otro tiempo las vendiera en lamentables condiciones. Entonces fué cuando Castelar sostuvo en las Cortes la necesidad de pensionar al lírico, y la pensión fué negada a quien era propietario del cielo azul, «en donde no hay nada que comer».
Hemos visto en Madrid el discutido Hamlet de París. Sarah-Hamlet. Discusión hubo sobre si Hamlet fué rechoncho o delgado, alto o bajo; en lo que no puede haber es sobre lo bello de la soberana creación que realiza la gran francesa. Como lo ha acostumbrado Sarah, la compañía que ha traído ha sido mediocre; de modo que toda la atención se ha concentrado en la «princesa del gesto y reina de la actitud». Sorprende desde luego el poder de la trágica al cambiar casi por completo su conocida voz de oro, por una voz de hierro, o mejor, de acero. En la masculinización de su papel el prodigio se impone. Desde que aparece el príncipe au pourpoint noir, el hechizo está realizado. Apenas si uno tiene tiempo de protestar por los cortes y aun descuartizamientos que se han perpetrado en la obra, como el suprimir, entre otras cosas, la escena de Hamlet ante el rey que ora, o el diálogo de los sepultureros. Pero en las partes básicas de la tragedia, el encanto aportado por Sarah vale por una de las más inmensas sensaciones de arte que puedan experimentarse.
Hay, entre muchas, una escena en el primer acto en que el dominio es absoluto, y en la frase final el auditorio siente un gran sacudimiento:
que Sarah hace vibrar en su francés: «Mais éclate, mon cœur, car il faut rester bouche close!»
La interpretación de Sarah es de esas acciones artísticas que pueden apasionar hasta la violencia. Me explico la estocada de Vanor a Mendés.
Aquí Sarah se ha impuesto, a pesar de que no es muy común el dominio de la lengua francesa en el público. Cierto es que el público de Sarah Bernhardt ha sido de lo más aristocrático de que se compone el «todo Madrid».
Quienes han admirado a sir Irving, quienes conocen el «juego» de Monet-Sully, quienes recuerdan a los potentes trágicos italianos de este siglo, hasta Novelli, con su Hamlet gesticulador, están de acuerdo en que no ha habido palacio de carne humana en que se hospede como en propio habitáculo el espíritu del soñador pensativo de Elseneur, como la carne nerviosa y eléctrica de Sarah Bernhardt; ella es el príncipe delicado, pero fuerte de nervios, que le hacen ser buen esgrimista; lejos de la fuerza musculosa, pues él mismo exclama en una escena, hablando de su tío incestuoso: «But no more than my father,—Than I to Hercules...»
La embajada extraordinaria alemana presidida por el príncipe Albrecht ha sido en estos días nota de actualidad. Él es un buen gigante teutón, digno representante de su tierra militar y férrea. Le ha traído el Águila Negra al adolescente rey Don Alfonso XIII, que en la ceremonia palatina ha dicho un muy bonito discurso en francés. No ha habido revistas militares, por disposición de gran cordura. Pero los príncipes extranjeros han visto mucho de la España grande e indestructible: han visto la sala de Velázquez en el Prado, han tenido otras varias impresiones que les han podido dar a entender que por más que la obra de los malos gobiernos traiga ruina y desastre a la patria española, queda un rico fondo de fecundidad y de vida de donde brote una España dueña de su porvenir.
Han podido admirar también la otra noche, en el Teatro Real, la soberbia mina de hermosura que se encierra en este pueblo lleno de bizarrías y hechizos. La aristocracia mostraba joyas de juventud y de belleza de que pocos países pueden enorgullecerse.
Ya es el tipo de grandes ojos negros y cabelleras de una riqueza incomparable que pesan sobre los cuellos armoniosos como la carga capilar que agobia a una d'annunziana virgen de las rocas; ya el tipo semiarábigo, que denuncia la andaluza procedencia; o la mujer maciza del Norte que en su opulencia guarda el orgullo[232] gentilicio de una raza generosa. Y mientras la Darclée hacía su Manón bravamente, yo veía al coloso alemán recorrer con sus gemelos el jardín de los palcos. Allí tenía la fragante flora humana del país solar que ha vivido en un ambiente de heroísmo caballeresco bajo un cielo de poesía; allí las descendientes de los más preclaros nombres de la nobleza española, mantenedoras de la gracia que pintaron tantos pinceles ilustres y que cantaron tantos luminosos poetas.
Y algo de don Alonso Quijano el Bueno decía a mi alma: «Deja que la bala dum-dum se ensaye en el boer, y que el fin del siglo XIX sea de sangre y matanzas razonadas o sin razón. Alguien ha dicho que Krupp es Hegel y que Chamberlain es Darwin. No hay que desesperar. Estos descorazonamientos científicos pueden ser sucedidos por razonables y necesarios vínculos líricos. Nunca es malo Don Quijote. Y Guillermo II hace versos y pinta cuadros y escribe óperas e himnos. España no debe pensar ahora en guerras y cosas que le han enseñado lo vario de la suerte y lo frágil de la grandeza. Y cuando el César germánico envía un águila negra, se le debería corresponder con una paloma blanca.»
26 de octubre de 1899.
Otro nuevo «episodio nacional» estalla en los escaparates de librería, con sus colores amarillo y rojo en la cubierta, formando bandera española. Y bajo el título, y el 7.000 que se refiere a los ejemplares, la esfinge sentada sobre el globo nos anuncia que aparece un libro más en que se tiene por divisa Arte, Naturaleza y Verdad. Ya os he dicho del ordenado fabricar del maestro novelador. No censuro—sino todo lo contrario—el método y la exactitud en el término de la producción. Eso indica que la voluntad priva sobre el talento, lo cual es razón que honra al carácter humano. Lo que lamento es que se transparente, hasta casi llegar al público, un plan industrial con mengua de propósitos mentales. Quién encuentra una familia como la Rougon Macquart, quién la Historia de España. El Sr. Galdós pudo comenzar en los tiempos de Vamba y concluir en los de Sagasta. Habríase llenado una biblioteca y desbordado el capital de la casa editora. Pero el potente autor de Gloria, de León Roch, de la primera serie de los Episodios, no tiene el derecho de descender en calidad por ascender en cantidad. Yo respeto y saludo ese admirable y sereno talento que ha producido innegables obras maestras; pero ese mismo respeto es el que me hace contristarme ante una fecundidad inquietante, porque la obra precipitada de ahora no resiste[234] comparación con la madura de antaño. Claro está que un libro de Pérez Galdós no podrá nunca ocultar el lustre original; no será un libro malo jamás, ni un libro mediocre, que es peor. Pero se advierte que falta la gestación indispensable en partos de esta índole—gestación casi siempre elefantina—. Sale el libro flojamente vertebrado, un si es no es anémico, con marcada tendencia al raquitismo; aunque se observan—como en los ojos del niño—reflejos y chispazos del alma paternal. Son libros faltos de tiempo. La Estafeta romántica está escrita de julio a agosto de este año, en que van publicándose ya cuatro episodios. Cabalmente acabo de salir de la inmensa floresta de Fécondité, y al dejarla he visto el tiempo que Zola ha empleado en ella. Cerca de un año. Es el lapso más corto para realizar una labor de conciencia, sin llegar a la religiosidad flaubertiana. Zola, con todo y su simétrica tarea de gran obrero, sabe que tiene que elevarse a sus Cuatro Evangelios con la mayor energía y el aliento de su idea, y que no es sino con ímpetu aquilino y ansias de grandeza moral como podrá escudriñar a su manera las que llama San Agustín «montañas del Señor», para bien de su patria la Francia. Bien podría el señor Galdós dar a España un libro cada año, en el cual libro pusiese la esencia saludable de su pensamiento y ayudase a la obra social y al resurgimiento de la nación española. De estos volúmenes se ocupa escasamente y mal la crítica de casa; y la extranjera, por respeto al nombre del autor, suele hacer una que otra compte rendu, aunque sea como la de M. Vicent, del Mercure de France, que ha hojeado seguramente el libro, y ha sacado en claro, traducida una novedad del título de La campaña del maestrazgo. Su precario español le haga confundir campaña con campana, y traduce: La cloche du Maestrazgo.
Es el caso de decir que ha oído campanas y no sabe dónde.
No veo que en la Prensa de Madrid se le haya hecho[235] la menor observación al ilustre novelista, respecto a ese producir absolutamente mecánico. No hay duda que causa el silencio, la consideración a sus altos méritos y a su celebridad. Él propio debía notar que si antes el aparecimiento de un libro suyo era lo que llama el clisé un acontecimiento literario, hoy apenas conmueve la atención y suscita uno o dos artículos de complacencia y las rituales gacetillas. Es natural que nunca su producción será colocada entre la copia innumerable y repetida de los multíparos conejos de las letras.
Veamos la Estafeta romántica.
En estos libros, donde dice Benito Pérez Galdós, no se pone el aditamento: De la Real Academia Española. Debía hacerse, pues pocos escritores contemporáneos contribuyen más a sostener dignamente la amojamada castidad del idioma.
Con ser heterodoxa la médula, lo exterior va siempre en una lengua conservadora y depurada y cuya espontaneidad non infiere el menor agravio a su legítimo y castizo abolengo. Esta novela de que trato está compuesta de una serie de cartas, y de ahí que sea Estafeta. Romántica es por la época en que el argumento se desarrolla. Y el ser la novela en cartas, quizás, no sea ajeno al título, pues el género en dicha época tuvo su boga. Consta la obra de cuarenta cartas en que se desarrolla una intriga amorosa, se trata de la política del tiempo y de literatura. El autor no ha descuidado la documentación; se ve que se ha tomado el trabajo de informarse en las mejores fuentes; y pone ante el lector, viviente y palpitante, esa curiosa vida de comienzos de siglo.
Algo de lo más interesante es el episodio de la muerte de Larra, narrada y comentada en el curso de estas epístolas.
Figura en la estafeta una carta simulada de don Miguel de los Santos Álvarez, el amigo íntimo de Espronceda[236] y de Fígaro. No hay duda de que el señor Galdós trató a Álvarez y de sus labios obtuvo muy interesantes informes. Yo tuve oportunidad de conocer a dicho personaje en casa de don Juan Valera, y no dejé pasar la ocasión de despertar en más de un punto sus recuerdos, especialmente en lo referente a la amistad estrecha que le unía con el poeta del Diablo Mundo. Álvarez, ya muy viejo y bastante sordo, no había perdido sus facultades de delicioso parlante.
El general Mansilla ha publicado en sus interesantes causeries algo sobre la vida de aquel original ingenio en Buenos Aires. Es sabido que, creo que en tiempo de Rozas, fué al Río de la Plata, enviado por el Gobierno español. Él se complacía en rememorar aquella época de su vida y guardaba muy buenas impresiones de sus noches y días americanos. Digo noches, porque don Miguel de los Santos fué incorregible noctámbulo durante toda su larga existencia. A los setenta y tantos inviernos, y hasta muy poco antes de su muerte, era de los últimos en abandonar a la madrugada el tresillo del Casino. «Vea usted, me decía, dicen que el trasnochar es malo. Tengo de hacerlo tantos años y me va perfectamente.»
La carta fingida de Álvarez al tipo principal de la novela, Fernando Calpena, está escrita de manera que bien podía considerarse como no apócrifa. Es alabar demasiado la inteligencia del Pilar creerla capaz de una imitación palpablemente difícil. Y Galdós, en esta carta, como en muchas de las del libro, demuestra que posee una flexibilidad de pensamiento que no siempre es un don de los fuertes. Todavía no se ha escrito la vida íntima de la época en que pasan estos sucesos de la Estafeta, y no se conocen detalladamente, pongo por caso, las causas que condujeron a Larra a suicidarse. El romanticismo tuvo, sin duda alguna, gran parte en el arrebato de aquel brillante espíritu. Era el tiempo en que el romanticismo estaba más en el ambiente que en la literatura,[237] y en que, en París, como cuenta el doctor Verón en sus memorias, un serio y conservador hombre de letras, después de atacar y negar la revolución romántica con la pluma, se fué a echar al Sena, por causa de un amor imposible. Larra, según dicen, se mató también por amor. Su querida, una dama casada, cortó la intimidad obligada por la severidad de su confesor. El poeta no pudo lograr que se reanudasen las relaciones y, enamorado de veras como estaba, se precipitó en la muerte. No puedo dejar de haceros conocer el párrafo de la carta de Álvarez a Calpena, en que trata del desgraciado acontecimiento, y que, como digo, debe estar basado en algunas conversaciones entre Galdós y don Miguel: «Supe yo la muerte de Larra al día siguiente del suceso, o sea el 14 de febrero. Fuí a verle con otros amigos a la bóveda de Santiago, donde habían puesto el cadáver, allí me encontré a Ventura y a Roca de Togores, tan afligidos como yo y Hartzenbusch, que me acompañaba. ¿Y por qué?... decíamos todos, que es lo que se dice en estos casos.—¿Cuál ha sido el móvil?... Quién hablaba de un arrebato de locura; quién atribuía tal muerte al estallido final de un carácter, verdadera bomba cargada de amargura explosiva. Tenía que suceder, tenía que venir a parar en aquella siniestra caída al abismo. ¿Y ella? Si alguien la culpaba en momentos de duelo y emoción, no había razón para ello. No era ya culpable. Por querer huir del pecado, había surgido la espantosa tragedia. En fin, querido Fernando, suspiramos fuerte y salimos después de bien mirado y remirado el rostro frío del gran Fígaro, de color y pasta de cera, no de la más blanca; la boca ligeramente entreabierta, el cabello en desorden; junto a la derecha, el agujero de entrada de la bala mortífera. Era una lástima ver aquel ingenio prodigioso caído para siempre, reposando ya en la actitud de las cosas inertes. ¡Veintiocho años, una gloria inmensa alcanzada en corto tiempo con admirables, no igualados escritos, rebosando hermosa ironía, de picante gracejo, divina burla de[238] las humanas ridiculeces!... No podía vivir, no. Demasiado había vivido; moría de viejo, a los veintiocho años, caduco ya de la voluntad, decrépito, agotado. Eso pensaba yo, y salí, como te digo, suspirando y me fuí a ver a Pepe Espronceda, que estaba en cama con reuma articular que le tenía en un grito. ¡Pobre Pepe! Entré en su alcoba y le hallé casi desvanecido en la butaca, acompañado de Villalta y Enrique Gil, que acababan de darle la noticia. El estado de ánimo del gran poeta no era el más a propósito para emociones muy vivas, pues a más de la dolencia que le postraba, había sufrido el cruel desengaño que acibaró lo restante de su vida. Ignoro si sabes que Teresa le abandonó hace dos meses. Sí, hombre, y... En fin, que esto no hace al caso. Gran fortuna ha sido para las letras patrias que Pepe no haya incurrido en la desesperación y demencia del pobre Larra. Gracias a Dios, Espronceda sanará de su reuma y de su pasión y veremos concluído el Diablo Mundo, que es el primer poema del ídem... Sentéme a su lado y hablamos del pobre muerto. En un arranque de suprema tristeza, vi llorar a Espronceda; luego se rehizo trayando a su memoria, y a la de los tres allí presentes, los donaires amargos del Pobrecito hablador, el romanticismo caballeresco del Doncel, y el conceptismo lúgubre de El Día de Difuntos. También hablaron de ella, y tal y qué sé yo, diciendo cosas que no reproduzco por creerlas impropias de la gravedad de la historia. Villalta y Enrique Gil se fueron, porque tenían que dar infinitos pasos para organizar el entierro de Fígaro con el «mayor lucimiento posible», y me quedé solo con el poeta, el cual, de improviso, dió un fuerte golpe en el brazo del sillón diciendo: «¡Qué demonio! Ha hecho bien». Yo rebatí esta insana idea como pude, y para distraerle, recité versos, de los cuales ningún caso hacía. A media tarde entró de nuevo Villalta con Ferrer del Río y Pepe Díaz. Espronceda sintió frío y se metió en la cama. Yo, caviloso y cejijunto, hacía mis cálculos para ver de dónde sacaría la ropa de luto[239] que necesitaba para el entierro...» Luego narra lo acontecido en el entierro, con la nota saliente del aparecimiento de Zorrilla, «de la estatura de Hartzenbusch, y con menos carnes; todo espíritu y melenas; un chico que se trae un universo de poesía en la cabeza»; el triunfo del poeta en un tiempo en que los banqueros y los ministros se entusiasmaban con los versos, y los festejos de que fué objeto. Zorrilla no duerme esa noche; al día siguiente va a ver a Álvarez, le toma su chocolate y le da la estupenda noticia de que le han colocado en el Porvenir, Pacheco y Pastor Díaz, ¡con treinta duros de sueldo! Toda la carta está escrita ingeniosa y vibrantemente, es un documento de verdad; y crea el mismo Pérez Galdós que ella no es obra de Pilar ni suya, don Miguel de los Santos Álvarez se la ha dictado desde el otro mundo como otros espíritus lo han hecho con Hugo o Claretie... ¡El señor Galdós ha sido espiritista sin saberlo!
La intriga principal de la novela no interesa tanto como esos episodios en que se resucita la vida privada de la España de aquellos días. Lo anecdótico histórico triunfa sobre la inventiva del escritor. Hay cartas que sobresalen, como las firmadas por la joven Gracia, la cual pone en su escritura mucho de su nombre, aunque escasísima ortografía. En este caso podría ella decir, con gran justicia, que la ortografía no es lo primero, y que epitológrafa de tanto vuelo como madame de Sevigné, no era muy católica en tales disciplinas.
Entre otras figuras que aparecen en el desfile de personajes, está la del célebre banquero Salamanca, pero apenas esbozada y falta de detalles, que habrían sido muy del agrado del lector contemporáneo. Apenas si se entrevé algo de la juventud de Zorrilla; no se nos informa de la vida intelectual del semiargentino Ventura de la Vega. De Espronceda habrían sido muy bien recibidos datos sobre sus amores con la famosa Teresa del no menos famoso canto. Pudo el señor Galdós aumentar la parte íntima de sus tipos, para lo cual no le faltarían seguramente[240] buenos informantes. Muchas gentes hay en España que han vivido parte de esa época, no tan remota, y que, testigos de varios hechos, ayudarían eficazmente a la documentación del novelista.
A propósito del suicidio de Larra. La primera vez que fuí a visitar a Mariano de Cávia, este excelente camarada y escritor de tan rico ingenio, me llevó a uno de los balcones de su casa, y señalándome uno de la casa de enfrente, que forma esquina en la calle de Amnistía, me dijo: «Cada vez que me asomo veo allí una página de gran filosofía». Y me explicó de qué manera en aquella casa se había dado muerte uno de los más firmes y finos talentos de la España de este siglo, el pobre Mariano José de Larra. En lo primaveral de la juventud, en un tiempo en que todo favorecía al encumbramiento de su personalidad, al definitivo triunfo, a la gloria segura, aquel hombre, que había recibido de la implacable Eironeia las más temibles armas del estilo, los más sutiles venenos del pensamiento, fué una víctima de ella misma. La aventura pasional se cristalizó en un diamante de sangre, y aquel amargo dueño de la sátira murió por desdenes de amor, muerte de buen romántico.
No querráis nunca ver el reverso de la sonrisa.
8 de septiembre.
Refiérenme que cuando hace poco tiempo estuvo vacante la plaza de verdugo, hubo entre los que la solicitaron abogados y médicos. Un amigo mío terrateniente, me asegura haber empleado como guarda forestal a un abogado. Esto no es una rareza. En los países menos civilizados, como en los más florecientes, ya se conoce lo que es el proletariado intelectual. En el país de mi nacimiento hay quien puede decir más de una vez: «¡licenciado, lústrame las botas!», y en Buenos Aires, cuando fuí secretario del director general de Correos y Telégrafos, recuerdo solicitudes para puestos de escribiente u otros más modestos, en que los recomendados podían responder al vistoso apelativo «doctor». En toda la América latina el titulismo es endémico; pero el origen está aquí, en la tierra clásica en que se asienta Salamanca. El mal está en la raíz.
La ignorancia española es inmensa. El número de analfabetos es colosal, comparado con cualquier estadística. En ninguna parte de Europa está más descuidada la enseñanza.
La vocación pedagógica no existe. Los maestros, o mejor dicho, los que profesan la primera enseñanza, son desgraciados que suelen carecer de medios intelectuales o materiales para seguir otra carrera mejor. El[242] maestro de escuela español es tipo de caricatura o de sainete. Es el eterno mamarracho hambriento y escuálido, víctima del Gobierno; pero persona de valía y al tanto de las cosas de su tierra, me demuestra que realmente no son por lo general dignos de mejor suerte esos maniquíes de cartilla y palmeta. «Los niños, me dice, no aprenden siquiera a leer en la enseñanza primaria. De gramática no hablemos, raro es el que sabe lo más elemental y escribe con ortografía. Y no habiendo aprendido a leer, no es posible aprender a estudiar. El maestro de primaria, por lo general ignorante, carece de todos los conocimientos y de la mansedumbre necesaria para cumplir su misión, pero tiene la bastante soberbia para suponerse dueño y señor de sus párvulos en la escuela. Como todo buen español con su poco de autoridad, quiere que ésta resplandezca constantemente a los ojos de todos, y ¡ay del que no la acate! Lo primero que exige es la humildad, él que no es humilde, y la obediencia, él que con su proceder descubre la alegría del mando. Los niños, hartos de ser traídos y llevados sin más ni más, sueñan en que llegue su hora de mandar. Un hombre por conveniencia se aviene bien a todo; pero el niño entiende antes la justicia que la conveniencia, y el maestro no cuida generalmente de razonar sus actos: es un rey absoluto. En la mala enseñanza primaria está el origen de todos los males. El maestro, cuando pica muy alto—pican hasta los más ruines—, no quiere que le llamen maestro sino profesor. Este título incoloro lo prefieren al de maestro, porque generalmente se llaman profesores los que dan cursos en Institutos y Universidades; bien es verdad que también se llaman profesores los barberos y sacamuelas. El profesor de primeras letras da sus explicaciones (aquí son oradores todos los que hablan), que los niños no entienden, porque en vez de facilitar la comprensión, hace discursos, esperando que sus infelices discípulos le crean un hombre superior. También hace sus libros, y el más imbécil tiene[243] una gramática, una geografía, una historia o unas matemáticas; generalmente les da por los estudios gramaticales. Todos velan por la integridad del purismo. Gramática hay por esas escuelas en que al niño le es absolutamente imposible aprender; el afán de definir de un modo nuevo condúceles a los mayores disparates; y los pobres muchachos aprenden de memoria lo que debiera ser base de su estudio y es origen de su abotagamiento intelectual. Tampoco se cultiva mucho la escritura; unos adoptan la española, otros la inglesa, casi nadie enseña a escribir; total, que a los diez años de edad y cinco de materias, pasan los párvulos de la enseñanza elemental a la segunda enseñanza, sin haber aprendido siquiera a leer y escribir. De cada 100 niños aprobados de ingreso en el Instituto, 90 saben apenas firmar y no hay uno que escriba al dictado correctamente; la lectura también pertenece para ellos a las ciencias ocultas; y sin saber escribir ni leer, les meten en latines. El catedrático de Instituto, y más aún el de colegios particulares, no está preparado para la enseñanza; cuando más, conoce vagamente la asignatura que explica, pero no penetra en la mente de los niños. El profesor, como el maestro, tiene la monomanía del discurso. Todos los días hace su explicación en forma oratoria altisonante; si no tiene un libro de texto propio, no se ajusta en todo a ningún autor y obliga a los alumnos a tomar apuntes; así acaban los cursos, y la mayoría de los estudiantes no se ha enterado aún de lo que sean las asignaturas que cursaron; algunas definiciones, alguna clasificación, algún razonamiento aislado: cuatro lecciones prendidas con alfileres, que se olvidan luego, y el que tiene la suerte de salir aprobado no vuelve a pensar en aquellas cosas. Así el niño que salió de la primera enseñanza, virgen de conocimientos elementales, sale de la segunda sin comprender las ciencias y las letras que debieron determinar su vocación, y no emprende la carrera que le aconseja su instinto, sino la que sus padres[244] le imponen por considerarla más lucrativa. Las Universidades aparecen con mejor organización; hay en ellas algunos profesores sabios y cultos—un Posada o Unamuno figurarían en su especialidad en cualquier Universidad del mundo—; aunque por lo general, vicios de constitución y lo que viene desde el origen, la falta de conocimientos elementales, no permitan a los alumnos aprovecharse de la enseñanza superior; con todo y no ser ésta deplorable como las otras, deja mucho que desear». Unamuno, precisamente, ha dicho en una serie de luminosos artículos mucho y muy interesante acerca de la enseñanza superior en España.
Pero mucho más que las Universidades dejan que desear las Escuelas de ingenieros y las Academias militares. Nombrándose de Real orden los profesores, y siendo aptos para el cargo de profesor todos los individuos del escalafón después de un cierto número de años de servicio, resulta que en ciertas épocas y en ciertos cuerpos que tienen su centro de enseñanza en buena población, todo el mundo quiere ir a desempeñar cátedras, no por sus aficiones a la asignatura, sino por la residencia. Y, en cambio, a otros hay que enviar a la fuerza a quien explique, y claro es que no van los más aptos, sino los más desvalidos. Conceder aptitud para desempeñar una asignatura por el mero hecho de haberlo cursado, es una estupidez colosal; y cuando la asignatura es cálculo diferencial, mecánica, geología, construcción, botánica, química, sube de punto el disparate. Así en las escuelas y academias especiales se repiten todos los errores de que viene siendo víctima el joven desde que tuvo la mala idea de ponerse a estudiar, y esta vez aumentados prodigiosamente. Me dicen cosas monstruosas de tales centros de enseñanza, y si no las refiriese persona muy culta y muy conocedora, serían increíbles. En una clase de topografía, después de trabajar todo el año entre los alumnos y el profesor, al hacer las prácticas de fin de curso no consiguieron cerrar un perímetro. Las clasificaciones[245] botánicas y mineralógicas, los experimentos químicos, no van más allá. Muchos libros, muchas horas de clase, muchas horas de estudio; mucho atiborrarse de teorías, leyes y teoremas; pero la ciencia, la verdadera ciencia no aparece.
De algo semejante se quejan en algunos países europeos, pero la falta de conocimientos elementales no sea tal vez tan grande como en España en nación alguna. Precisamente la cuestión del sumernage preocupa en Francia a muchos espíritus cultos que desean dar al estudio una marcha menos violenta y no tan apartada de la vida práctica.
Es verdaderamente lastimoso ver a los jóvenes sufriendo por ocho años la ingestión de voluminosos tratados, rozando las más graves teorías científicas, para venir al fin, terminada la prueba oficial, a trabajar, los que trabajan, con el auxilio de los anuarios de bolsillo extranjeros. Tanta ecuación, tanta integración, para sujetarse a las fórmulas calculadas ya de resistencia, pendientes, velocidades, etc.; tanta bambolla de experimentación para someterse a las apreciaciones, no siempre exactas, de una cartilla de análisis. La verdad es que si esto no fuera terrible sería bufo.
Luego la influencia clerical en la enseñanza. La alta clase española está convencida de que no se puede recibir una buena instrucción sino en establecimientos religiosos. Hay multitud de colegios regentados por Ordenes religiosas; ahí están las Universidades libres de Deusto, manejadas por los jesuítas; el Escorial, por los padres agustinos, y así otros centros docentes. La experiencia ha demostrado aquí y en otras muchas partes que los internados son funestísimos.
La institución libre de enseñanza que empezó hace tiempo con muchos bríos, fracasó por completo. Para esa forma nueva se unieron a don Francisco Giner muy buenas inteligencias, y no consiguieron nada; lo cual prueba que o ellos no supieron enseñar, o el sistema[246] no es aplicable a esta raza; yo creo ambas cosas.
Para ese género de enseñanza se necesita en el profesor un instinto paternal y humano que no permiten la frivolidad y ligereza españolas: y en el alumno una atención y voluntad que las mismas causas hacen imposibles.
Lo que habría que hacer en España sería formalizar la enseñanza elemental, leer y escribir correctamente, gramática y aritmética. Esta antigualla sería más que suficiente base para que luego cada cual siguiese su rumbo. Probablemente ahora es cuando hay menos cultura general en la Península, a pesar de la revolución y de los esfuerzos de algunos cosmopolitistas. El siglo XVIII fué más culto que este fin de siglo; y si las Universidades llegaron entonces a una situación calamitosa, fué por falta de administración y gobierno, por la preponderancia clerical, que ahora nuevamente amenaza con mayores ímpetus, por falta de base, por incultura elemental, por cubrir con el relumbrón académico la miseria de una ignorancia vasta.
No hacen falta reformas, ni planes nuevos ni estudios novísimos. Lo que necesita con urgencia la juventud española es que le enseñen a leer, ¡que no sabe!, que se mueran de una vez todos los maestros agonizantes, en cuyas manos se deshilacha como una vieja estofa el espíritu nacional, y que se pongan las fabulosas «Cartillas» en manos de hombres de conciencia, hombres que den al abecedario la importancia de un cimiento sobre el cual ha de apoyarse el edificio de la común cultura.
Santiago Alba, ¡buena cabeza!, a propósito del soñado libro de Desmolins se pregunta: ¿El régimen escolar español forma hombres? ¡Y con la universal voz se contesta: no! Hay mucha disposición, mucho reglamento—; ¡estamos en el reino del expediente del cual hemos sido herederos directos!—, y en el fondo, nada. Todo en los papeles. Alba ha hecho una comparación estadística.—El 1 ½ por 100 (0,73 por habitante) del total del Estado[247] consagra éste en España a la pública instrucción, mientras Francia el 6 ½ (5,82 francos por habitante), Italia el 2 ½ (1,75); y hasta Portugal el 2 ¼ (1,11). No hablemos de Inglaterra, donde el espíritu anglo-sajón y la riqueza del país por el mismo espíritu creado permiten dedicar a la enseñanza el 8 ½ por 100 del presupuesto total, esto es, más de siete francos por individuo. Entrando en lo hondo del asunto, la palabra del señor Alba no puede ser más franca ni más justamente dura. «¿Es que nuestros bachilleres, dice, nuestros abogados, nuestros médicos, nuestros ingenieros, nuestros peritos mercantiles y hasta nuestros militares y nuestros marinos, no son víctimas también del inevitable chauffage, de que Demolins abomina escandalizado y dolorido? Bachilleres incapaces de escribir una carta con ortografía, abogados ignorantes al salir de la Universidad de lo más rudimentario de la profesión; médicos que no saben ni tomar el pulso; ingenieros a quienes se hunde la primera obra en que ponen mano; peritos mercantiles que no podrían llevar regularmente ni un libro diario;—en fin, militares a quienes «no caben en la cabeza» cien hombres y marinos de cuyos viajes da precisa y exacta cuenta el número de las averías del barco que dirigen, entonan a coro himno grandioso al admirable sistema que empieza por hacer inútiles a cientos de hombres de uno de los pueblos más reconocidamente despiertos del planeta.»
Lo dice el vulgo con toda claridad: «Aquí el bachiller, el abogado, el médico, el ingeniero, el perito mercantil, el militar, y el marino que llegan de veras a serlo «se hacen» por sí solos cada uno en su casa, en su hospital, en su taller, en su cuartel o en su barco; lo que estudian en el Instituto, en la Universidad, en la escuela, o en la Academia, es sólo por coger el título o la estrella».
En lo relativo especialmente a la enseñanza superior, ha iniciado ahora, como he dicho, el catedrático de griego de la Universidad de Salamanca, señor Unamuno, una campaña nobilísima y valiente.
18 de noviembre.
Un hombre del campo me invitó hace pocos días a ver la fiesta de su aldea, en tierra de Ávila. Se trata de un lugar llamado Navalsauz, a algunas leguas de la vieja ciudad de santa Teresa. Mis deseos de conocer las costumbres campesinas de España encontraban excelente oportunidad. Acepté. Una buena mañana tomé el tren para Ávila, en cuya estación me esperaba mi invitante, en compañía de dos hijos suyos, robustos mocetones que tenían preparadas las caballerías consiguientes. No permanecí en la ciudad ni un solo momento. Fué cosa de llegar, montar y partir. Pero, debo deciros algo de la buena bestia en que hube de pasar por esos campos. Era el inseparable de Sileno, el compañero de Sancho, el interlocutor de Kant, el amigo de Pascarella. Manso, filosófico, doctoral, aunque en tal o cual punto del camino se manifestase más de una vez mal humorado o asustadizo. La carretera se extendía entre campos cultivados. A un lado y otro había labriegos arando con sus arados primitivos. Se cultiva el centeno, trigo, algarrobas, garbanzos, cebada y patatas. El paisaje no deja de ser pintoresco, limitado por alturas lejanas, cerros oscuros, manchados de altos álamos y chatos piornos, bajo cuyas espesuras es fama que se agita el más poblado mundo de liebres y conejos. En el tiempo del viaje, se encuentran a un lado de la carretera mesones o[249] ventas harto pobres, que nada tienen que ver con los caserones que en la árida Castilla se le antojaban castillos a Don Quijote.
En una hubimos de pernoctar.
Mi amigo grita con una gran voz: «¿Hay posada?»
«Sí, señor; pasen ustedes.» Y de la casa maltrecha sale la figura gordinflona del ventero. Mientras los mocetones llevan los burros al pienso, heme allí conducido a la cocina, donde una gran lumbre calienta olorosas sartenes, y conversan en corro otros viajeros, todos de las aldeas próximas, de higiene bastante limitada, pero gentes de buen humor que se charlan y se pasan de cuando en cuando una bota. Entré yo también al corro y de la bota gusté—un vinillo de las villas del Barranco—, así como compartiera más de una vez con los gauchos de las pampas, también al amor de un buen fuego y en la cocina de la estancia, al mate amargo y la ginebra. La cena estuvo suculenta, y luego fué el pensar en dormir. ¿Camas? Ni soñarlo. Cada cual duerme en los aparejos y recados; quién en la cocina, para no perder lo sabroso del calor; quién en la cuadra. Yo prefiero la vecindad de la lumbre y entro en esa escena de campamento. Por otra parte, no me es posible dormir. Esos benditos de Dios roncan con una potencia abrumadora; y así, fabricando castillos «en España», o viajando por el país de mis recuerdos, paso toda la noche, hasta que los gallos anuncian el alba y el ventero me lleva una taza de leche recién ordeñada. A poco estoy otra vez sobre mi asno, que lleva un pasito ligero y no poco molesto, mientras hace no sé qué señas con sus orejas al paso de la fría brisa matutina.
¡Bello día en el fragante y bondadoso campo! Sale un claro sol; comienzan a verse las ovejas, y me gratifican con un concierto; los pastores abrigados con sus zamarras, poco limpios y con aspecto de perfectos brutos, quitan a mi mente toda idea de pastor quijotiz; mis compañeros de viaje se detienen con conocidos que vienen[250] de los villorrios cercanos, lo cual es un pretexto para repetidos saludos a la bota. Y mi burrito sigue impertérrito, en tanto que me llegan de repente soplos de los bosques, olientes a la hoja del pino. Es una cosa asombrosa, dice Bacon, que en los viajes por mar, donde no se ve sino el cielo y el agua, los hombres tienen, sin embargo, la costumbre de hacer diarios; y en los viajes por tierra, donde hay tantas distintas cosas que notar, casi nunca los hacen, como si los casos fortuitos o los hechos inesperados merecieran menos ser notados y apuntados que las observaciones que se hacen por una deliberación premeditada. Ni por mar ni por tierra he acostumbrado tales apuntaciones; pero si hubiese tenido un libro de notas a la mano, en esa mañana deliciosa habría escrito, sin apearme de mi simpático animal: «Hoy he visto, bajo el más puro azul del cielo, pasar algo de la dicha que Dios ha encerrado en el misterio de la Naturaleza». Este mismo sol y la sonrisa de este mismo campo vieron los ojos de la divina Doctora, que se encendiera en la incandescencia de su misticismo, hasta la maravilla del éxtasis y la comunicación con lo extraterrestre y lo supernatural.
El almuerzo fué en el camino, gracias a mi provisión de pâté de foie-gras, queso manchego y pollo frío. Seguimos la caminata todo el día hasta llegar a la posada de Santa Teresa, en donde está el cuartel de la guardia civil; y al declinar la tarde, estamos ya en las cercanías de Navazuelas. El terreno cambia, se suceden las cuestas y honduras; y de pronto me indican lo que debo hacer. «Señorito, ¡a pata!» Obedezco, y continúo el camino llevando el burro del ronzal, hasta llegar a la Navazuelas, en donde vuelvo a enfourcher al benemérito rucio. Y diviso el pueblo: un montoncito de casucas entre peñascos.
Al entrar a la aldea se me señala la iglesia; muy chica, medio caída, con una alameda al lado de la puerta; y situada en medio del camposanto... Mi asombro es grande[251] cuando no veo una sola cruz, así fuese la más tosca y miserable.
Me instalo en casa de «mi amigo». Calcularéis ya que el confort no es propiamente suntuoso.
Estamos en el imperio de lo primitivo. Buen fuego, sí, se me ofrece, y ricos chorizos y patatas, y sabroso vino. Duermo a maravilla. A la mañana siguiente, vivo en plena pastoral. Se me conduce aquí y allá, entre cabras y vacas y ovejas. Estoy en la pastoría. Después, a la iglesia, en donde las mozas están adornando a la Virgen. Las mozas, en verdad, no eran muy guapas, pero las había bastante agraciadas. El traje de la paleta es curioso y llamativo. Más de una vez lo habréis visto en las comedias y zarzuelas. Falda corta y ancha, de gran vuelo que deja ver casi siempre macizas y bien redondas pantorrillas; la media o calceta es blanca y el zapato negro. En corpiños y faldas gritan los más furiosos colores. Al cuello llevan un pañuelo, también de vivas tintas y flores, y otro en la cabeza, atado por las puntas debajo de la barba. Les cuelgan de las orejas hasta los hombros enormes pendientes, y usan gargantillas y collares en gran profusión. El pelo va recogido en un moño de ancha trama y resalta sobre el moño la gran peineta que a veces es de proporciones colosales, como la primera que, según dicen, se usó en Buenos Aires a principios de siglo. Generalmente no llevan sortijas en sus pobres manos oscuras, hechas a sacar patatas y cuidar ganados. No estamos propiamente en Arcadia, y Virgilio no repetiría, por ningún concepto en este caso, las frases que en su décima égloga prorrumpe Galo, hijo de Polión. Al entrar yo en la iglesia, las muchachas cantaban, adornando con gran muchedumbre de flores la imagen de la patrona, la Virgen del Rosario. Después fuéronse a casa de las mayordomas, al obligado convite: castañas, higos y vino. Por la noche, en medio de la cena, en la casa en que se me hospedaba, las mozas tiraron las cucharas de pronto y echaron a correr[252] fuera. Era el tambor que sonaba a la entrada del lugar; venía de un pueblo vecino, y su son con el de la gaita haría danzar esa misma noche, en la plaza, a las alegres gentes. Luego pude observar algo de un fondo ciertamente pagano. Las mozas formaron un ramo de laurel, cubierto de frutas varias y dulces, para ser llevado a la iglesia al día siguiente. Mientras tanto, vi venir del campo a varios mozos con grandes ramas verdes que iban poniendo sobre los techos de ciertas casas. Se me explicó que en donde había una muchacha soltera colocaba ramos su novio o su solicitante. Era extraño en verdad para mí ver al día siguiente coronadas de follaje casi todas las casitas del villorrio. Del pueblo vecino también llegó el señor cura, un cura joven, alegre y de buena pasta, bastante distinto del tipo de Pérez Escrich. Ya tuve con quien conversar: política, más política y un poco de literatura. Al curita le fueron a buscar los varones, con el tambor a la cabeza del concurso, mientras el campanario llamaba a la misa. Las mozas, vestidas de fiesta, esperaban en el camposanto. El alcalde está allí también, con su vara y sus calzones cortos y su ancho sombrero y su capa larga. Las mozas abren la puerta para que pasen el señor cura y la «justicia», y detrás todos los hombres. La puerta vuelve a cerrarse, y ellas quedan fuera. Entonces, en coro, empezaron a cantar:
La puerta sigue cerrada. Y ellas:
Y otra vez:
Al llegar aquí contesta una voz dentro:
Entran las buenas mozas, a pesar de que no hay confitura y, cerca de la pila de agua bendita vuelven a cantar a pleno pulmón:
Al llegar aquí van todas con aquel famoso ramo de laurel ornado de peras, manzanas y guindas, y con la vela, que ha llegado de alguna cerería de Madrid o Ávila, al altar mayor, a hacer la ofrenda a la Virgen. Las estrofas de esa inocente métrica de aldea se suceden entretanto. En todo se admira que, al menos en las mujeres, hay cierta suma de religiosidad y de fe sencilla, junto con el amor al divertimiento, lo cual es mucho en una aldea que no pone cruces a sus muertos. La procesión[254] viene en seguida. Se conduce a la Virgen por la calle, cantando el rosario, y se vuelve a depositar la imagen. Allí hay un interesante remate de la mayordomía del año entrante y otras tantas pequeñas preeminencias.
Por la tarde se reanuda el baile con la gaita y el tambor, en la pradera, donde se merienda gozosamente. Por la noche, baile y más baile. Por largo tiempo resonarán en mis oídos la aguda chirimía y el tan tan del tambor, ese tambor infatigable. Todavía hasta el chocolate cural, se pasa por la rifa del célebre ramo. Aun queda, el día que viene, tiempo para que sigan danzando mozos y mozas, en tanto que los viejos aldeanos vuelven al campo a su tarea de sacar patatas.
Yo volví a tomar mi burrito, camino de Ávila, en donde probé las más ricas aceitunas que os podáis imaginar, con mi amigo el campesino. No dejé de recordar al cuerdo Horacio:
27 de diciembre de 1899.
Ha reanudado Menéndez Pelayo la serie de conferencias que desde hace algún tiempo da en el Ateneo, sobre un tema que no puede ser más apropiado para sus admirables facultades: los grandes polígrafos españoles. No posee el célebre humanista facultades oratorias; pero en la lección su voz resonante y enérgica vence toda dificultad. El auditorio le escucha siempre con interés y provecho, aunque la concurrencia no sea en ocasiones tan numerosa como se debía esperar supuestas la autoridad y la gloria del maestro.
Menéndez Pelayo está reconocido fundadamente como el cerebro más sólido de la España de este siglo; y en la historia de las letras humanas pertenece a esa ilustre familia de sacerdotes del libro de que han sido ornamento los Erasmos y los Lipsios. Aun físicamente, al ver el retrato grabado por Lemus, he creído reconocer la figura del gran rotterdamense profanada por la indumentaria de nuestro tiempo. Y cuando en la conversación amistosa escucho sus conceptos, pienso en un caso de prodigiosa metempsícosis, y juzgo que habla por esos labios contemporáneos el espíritu de uno de aquellos antiguos ascetas del estudio que olvidara por un momento textos griegos y comentarios latinos. Es difícil encontrar persona tan sencilla dueña de tanto valer positivo; viva antítesis del pedante, archivo de[256] amabilidades; pronto para resolver una consulta, para dar un aliento, para ofrecer un estímulo. Posee una biblioteca valiosísima, allá en Santander, lugar de su nacimiento y donde pasa los veranos. Ha poco ha muerto su padre, que llevaba el mismo nombre suyo, y que era un notable profesor de matemáticas. Tiene un hermano, don Enrique, doctor en medicina y aficionado a los versos. En Madrid, como en Santander, es don Marcelino un formidable trabajador. Aquí dirige la Biblioteca Nacional y publica muy eruditos estudios en la Revista de Bibliotecas y Museos; dirige la edición académica monumental de las obras de Lope de Vega; mantiene activa correspondencia con sabios extranjeros; da sus lecciones en la Universidad y sus conferencias en el Ateneo, que luego formarán una de sus obras más importantes; en resumen, es un raro ejemplo de laboriosidad y de potencia mental, y como en los años de su juventud, tiene una memoria incomparable y un entusiasmo que constituye la parte más simpática y hermosa de su talento.
Acaban de ofrecerle un justo homenaje unos cuantos sabios y eruditos humanistas, con motivo de cumplir veinte años de profesorado. El homenaje lo forman dos gruesos volúmenes llenos de muy curiosas investigaciones y estudios; inmejorable regalo para el obsequiado. Los nombres de los que ofrecen tal muestra de admiración al ilustre español, son autoridades entre los estudiosos. De sentir es que entre ellos no aparezca ningún representante de la América española. En cambio, uno de los mejores trabajos ha sido escrito por un profesor de Pensilvania. Haré una ligera reseña de lo que contienen estos respetables tomos.
El prólogo ha sido escrito por D. Juan Valera. Nadie mejor que él podría llenar la tarea. Amigo de Menéndez Pelayo desde los primeros pasos intelectuales de éste, ha sido uno de los que más han contribuído a las victorias logradas por quien ocupó un sillón de la Real Academia[257] a los veintidós años. Traza, pues, un retrato exacto y animado del querido discípulo y compañero, al mismo tiempo que nos presenta un cuadro del decaimiento de la cultura española y lo mucho que ha hecho y hace el autor de las Ideas estéticas y de Los heterodoxos por colocar en su verdadero punto muchos elementos de gloria nacional olvidados por los propios y negados por los extraños. «Fuerza es confesar, por desgracia, dice Valera, que España está en el día profundamente decaída y postrada. Su regeneración requiere, sin duda, un gran poder político, sabio y enérgico, ejercido con voluntad de hierro y con inteligencia poderosa y serena; pero tal vez antes de esto, y para orientarse, y para descubrir amplio horizonte, y para abrir ancho y recto camino, se requiere que formemos de nosotros mismos menos bajo concepto, y no nos vilipendiemos, sino que nos estimemos en algo, siendo la estimación, no infundada y vaga, sino conforme con la verdadera exactitud, y sin recurrir a gastados y pomposos ditirambos y a los recuerdos, que hoy desesperan más que consuelan, de Lepanto, San Quintín, Otumba y Pavía. Aunque me repugna emplear frases pomposas, que hacen el estilo declamatorio y solemne, no atino a explicar mi pensamiento sino diciendo que don Marcelino Menéndez y Pelayo ha venido a tiempo a la vida y ricamente apercibido y dotado de las prendas conducentes para cumplir, hasta donde pueda cumplirla un solo hombre, la misión anteriormente indicada, para invocar sin vaguedad y sin exageraciones nuestra importancia en la historia del pensamiento humano, y para señalar el puesto que nos toca ocupar en el concierto de los pueblos civilizadores, concierto del que formamos parte desde muy antiguo y del que no merecemos que se nos excluya. La misión, pues, de don Marcelino, ya que nos atrevemos a llamarla misión, no es puramente literaria, sino que tiene mayor amplitud y trascendencia».
El tomo primero del homenaje, lo inicia el conocido[258] hispanista francés Alfred Morel-Fatio, publicando unas cuantas cartas, correspondencia interesante entre el famoso bibliotecario de Colbert e historiador Etienne Baluze y el marqués de Mondéjar. El marqués escribe en castellano y Baluze en latín. Baluze se excusa de no corresponder en lengua española: «Hoc ideo dico, Excellentissime Domine, ut accipias excusationem meam, quod ad humanissimas et elegantissimas litteras tuas non respondeo eadem lingua qua scriptae sunt». Y el marqués le contesta: «Me sucede lo mismo a mí con el latino que a usted con el español, entorpeciéndonos igualmente a entrambos la falta del uso». Los conceptos de esta correspondencia se refieren a envíos de datos y libros, a cambio de noticias entre eruditos estudiosos, y si el marqués es dignamente admirativo y afectuoso con su amigo parisiense, Baluze no le escatima las más elegantes frases latinas de cumplimiento y reverencia.
Un inglés, muy conocedor de letras castellanas, James Fitzmaurice-Kelly, trata sobre Un hispanófilo inglés del siglo XVII. Este fué Leonardo Digges, probable amigo de Shakespeare y Ben Jonson y traductor del Poema trágico del español Gerardo y desengaño del amor lascivo. Y M. Leo de Rouanet, que ha traducido al francés algo del teatro español, se ocupa de un auto inédito de Valdivieso, existente en la Biblioteca Nacional de Madrid. El señor Luanco logra demostrar que el libro de la Clavis Sapientiae, tenido por obra de Don Alfonso el Sabio, no es de dicho rey, con todo y estar probada su afición a estudios herméticos. El señor Cotarelo, cuyos trabajos de erudición son tan meritorios—especialmente entre otros, sus páginas sobre don Enrique de Villena—, habla de los traductores castellanos de Molière. Siento que a una labor tan completa hayan faltado en absoluto noticias referentes a traducciones hispanoamericanas, que de algunas piezas las hay buenas, como la del Misántropo por el centroamericano Gavidia.
Ernesto Mérimée, sobrino del autor de Colomba, y[259] profesor creo que en Tolosa de Francia, ha contribuído con un Ramillete de flores poéticas de Alejandro de Luna, que se encuentra en la biblioteca municipal de Montauban. Este de Luna es un autor hasta hoy completamente desconocido, y el descubrimiento de M. Mérimée parece de muy relativa importancia.
El músico Pedrell hace un paralelo entre Palestrina y Victoria, maestro de capilla eminente, contemporáneo del célebre italiano. El P. Blanco García, conocido por su obra sobre literatura española e hispanoamericana, rectifica algunos datos biográficos de fray Luis de León. Un erudito italiano, Benedetto Croce, aporta un valioso contingente a la literatura cervantina, con sus Due Illustrazioni al Viaje del Parnaso, del Cervantes. Y el señor Estelrich, autor de un notable libro sobre la poesía italiana en España, escribe un estudio acerca de los traductores castellanos de las poesías líricas de Schiller. Arturo Farinelli inserta en castellano una notable disquisición respecto al origen del Convidado de Piedra. Es de admirar el caudal de conocimientos de este extranjero en lo referente a letras castellanas. Además, es un verdadero políglota, y escribe con igual corrección en español, italiano y alemán. El señor Apraiz, cervantista afanoso, enriquece con varias curiosidades el estudio y culto del autor nacional. El señor Franquesa y Gómez, se ocupa de una comedia inédita, sobre el tema de Don Juan Tenorio, de don Alonso de Córdoba Maldonado.
Mario Schiff contribuye, en francés, con algo que es de verdadera «sensación» para los eruditos y en especial para los dantistas. El general Mitre de seguro tendrá en el asunto gran interés. Se trata nada menos que del hallazgo en la Biblioteca Nacional de Madrid, de la primera traducción de la Divina Comedia al castellano, la de don Enrique de Villena, cuyo manuscrito habían considerado perdido investigadores como Amador de los Ríos, el mismo Menéndez Pelayo, Cotarelo, y antes de ellos, Pellicer. El señor Schiff, entre los papeles de la[260] colección Osuna, en la Biblioteca encontró dicho manuscrito. Este consta de CCVIII hojas de papel; contiene la Divina Comedia en italiano, escrita en Italia y probablemente en Florencia; el explicit del Paraíso tiene la fecha de 10 de noviembre de 1354.
El Inferno tiene al margen muchos comentarios latinos, pocos el Purgatorio, ninguno el Paradiso. También al margen está la versión española en prosa; según Schiff, la misma mano que escribió los comentarios escribió la traducción. Por lo demás, la letra del marqués de Santillán se reconoce en notas marginales y apostillas. El traductor es de una fidelidad que llega al calco; con los elementos de entonces, el marqués de Santillán tenía la misma «teoría del traductor» del general Mitre. Es una versión la suya al pie de la letra; y a veces la prosa sigue el ritmo del verso y aun el consonante. Como curiosidad, copiaré algo del canto primero.
«Principia el actor Dante:
»1. En el medio del camino de nuestra vida, me fallé por una espesura o silva de árboles oscura en do el derecho camino estaba amatado.
»2. E quanto a dezir qual era es cosa dura, esta selva salvaje áspera e fuerte, que pensando en ella renueva mi miedo.
»3. Tanto era amargo que poco más es la muerte; mas por contar del bien que yo en ella fallé diré de las otras cosas que a mi ende fueron descubiertas».
Y más adelante:
«27. Pues eres tú aquel Virgilyo y aquella fuente que espandyo de fablar tan largo río, respondí yo a él con vergonosa fruente.
»28. O de los otros poetas honor e lumbre. Válame agora el luengo estudio e gran amor que me fiz buscer los tus libros.
»29. Tú eres el mi maestro y el mi actor, tú eres sólo aquel del qual yo tomé el fermoso estilo que ma fecho honor».
Y en el pasaje de Ugolino:
«1. La boca se levantó de la fiera viendo aquel pecador... etc».
Algunas veces, la mala copia del escribiente italiano hace cometer a don Enrique de Villena equivocaciones y traduce una cosa por otra. Pero en todo caso, su traducción es de un inmenso precio, no solamente para los eruditos, sino también para los críticos y poetas. Allí se ve el verdadero valor de ciertas palabras correspondientes a la expresión dantesca, y la necesidad de emplear hoy ciertos arcaísmos eficaces para transparentar la fuerza o la gracia del divino poema.
Pero dejaré para otra carta algunos de los principales trabajos de que consta el Homenaje a Menéndez Pelayo, pues hablar de todos es poco menos que imposible en el espacio de que dispongo y dada la índole de estas informaciones.
Sobresalen en el copioso homenaje a Menéndez Pelayo otros trabajos de importancia. Con una corta introducción en latín, publica el sabio Boehmer cuarenta cartas de Alonso de Valdés, todas inéditas: Alfonsi Valdesii litteras XL ineditas—Marcellino, Immo Marcello—De vicennalibus cathedrae gratulabundus—Trans partium fines offert—E clara valle Getmanie Eduardus Boehmer. Es un verdadero regalo de erudito. Algo inédito, aunque de un valor relativo, ofrece el señor Serrano y Sanz; dos canciones de Cervantes, que no tienen otro mérito que la procedencia, y el haber sido escritas en ocasión famosa, cuando la pérdida de la Armada. Comienza la primera:
Y la segunda:
Persona de mucha erudición es el señor don Ramón Menéndez Pidal, uno de los organizadores del homenaje. Contribuye con nutridas notas para el Romancero del conde Fernán González, y da la agradable noticia de que en breve tratará tan importante materia el insigne don Marcelino.
Un arabista de nota, don Francisco Pons, trata de dos obras importantísimas del polígrafo árabe Aben Hazan. La una lleva por título: Collar de la paloma acerca del amor y los enamorados, y es, nos dice el expositor, una guía completa de estrategia erótica para cuantos aspiran a los lauros del triunfo en las contiendas amorosas. El único ejemplar que hoy se conoce de dicha obra, se halla en la biblioteca de la Universidad de Leyden. La otra es el Libro de las Religiones y de las Sectas.
Es muy alabado entre autoridades competentes el trabajo que aporta don Eduardo Hinojosa: El Derecho en el poema del Cid. Es curiosa labor, y se necesita ciertamente gran paciencia de estudioso y amor a estas disciplinas para realizarla. En ella están expuestos los episodios del Poema que se relacionan con el Derecho, y se estudia la obra toda en lo que tiene que ver con lo jurídico.
Don Cristóbal Pérez Pastor comunica datos desconocidos para la Vida de Lope de Vega. Ellos vienen a aumentar los que el mismo Menéndez Pelayo descubriera no ha mucho, y que, según dicen, le pusieron en conflicto con la Real Academia. Parece que Lope resulta varón demasiado alegre en su vida privada, y el director de la edición monumental de sus obras cree que todo[263] debe publicarse, así el ilustre fraile aparezca un poco galeoto y otro poco libidinoso. El conde de la Viñaza nos habla de dos libros inéditos del maestro Gonzalo Correas, autor de que trata escasamente Nicolás Antonio en su Bibliotheca Hispana Nova. Se trata de un eminente estudioso, tocado de reforma ortográfica, y antecesor, por lo tanto, del distinguido señor Kabezón, de Valparaíso, como se verá por esta cita: «De la arte mía Griega ia se tiene esperienzia en esta universidad; aora va mexorada i en romanze i kon la perfeta ortografía kastellana...»
De otra obra inédita escribe la señora Michaelis de Vasconcellos, escritora portuguesa. Es un manuscrito perteneciente a la biblioteca del señor Fernando Palha: Tragedia de la insigne reyna doña Isabel, por el condestable don Pedro de Portugal. La eminente lusitana prueba su largo saber y su fineza de criterio en sus observaciones y comentarios al valioso códice cuatrocentista. Un buen estudio es el de Toribio del Campillo acerca del Cancionero de Pedro Marcuello; es un homenaje al mismo tiempo al sapiente y laborioso aragonés Latassa, que enalteciera tanto las letras en su región. Cierra el primer volumen don Juan García, tratando de antigüedades montañesas, aborígenes, cuevas, dólmenes y etimologías de la provincia en que se asienta Santander.
La duquesa de Alba es muy amiga de Menéndez Pelayo. Supo ella que se trataba de este homenaje y alentó al señor Paz y Melia, para que ampliase un estudio comenzado sobre la Biblia llamada de la Casa de Alba, o sea la traducción hecha por Rabi Mosé Arragel de Guadalfajara. La versión fué hecha por pedido del maestre de Calatrava don Luis de Guzmán. El señor Paz y Melia narra, apoyado en curiosa documentación, la génesis de la obra, y los afanes del judío traductor, que no se resolvió a llevar a término su empresa sino casi obligado por el señor cuyo vasallo era. Es de inestimable mérito este estudio bibliográfico, y habría sido de gran valor para el[264] bibliógrafo que en una sabia revista francesa acaba de publicar una monografía acerca de Las Biblias españolas.
Llaman «el Menéndez Pelayo de Cataluña» a don Antonio Rubio y Lluch, eminente amigo mío de quien hace algunos años hablé en La Nación, con motivo de sus traducciones de novelas griegas contemporáneas. Hay, en efecto, entre ambos muchos puntos de semejanza. Los dos, compañeros en los primeros estudios, han tenido igual tesón en sus preferidas tareas; los dos han seguido idénticos rumbos; los dos son ortodoxos y conservadores; los dos profesores de Universidad, y los dos poseen dotes cordiales y de carácter que les hacen ser queridos por compañeros, discípulos y amigos. Rubio ha querido esta vez ofrendar a su ilustre colega un estudio sobre la lengua y cultura catalanas en Grecia en el siglo XIV. La preparación de Rubio en tal asunto puede asegurarse que es única. Conoce entre otras cien cosas, admirablemente, el griego antiguo y el griego moderno: ha dedicado largos años de su vida a profundizar sus investigaciones en archivos y bibliotecas nacionales y extranjeros, y su reciente viaje a Grecia es una conmovedora odisea en la historia de su vida tranquila y laboriosa. He oído la narración de sus propios labios, cuando al pasar por Barcelona tuve el gusto de recibir su amable visita. Cuando le vi entrar, no le reconocí. Está casi ciego, y esta es la parte trágica del episodio. Contóme como había realizado un viaje a su amada Hélade, enviado por la Diputación provincial barcelonesa. Iba lleno de ideas y de bellos sueños artísticos, y con la ardiente voluntad de dedicarse a sus duras labores de investigación en los archivos atenienses, cuando, al llegar, repentinamente, sin causa reconocida, siente que todo se le hace sombra, ¡que está ciego! Volvió a su patria y pudo ver escasamente, con un ojo; y, así, cuando más necesitaba de luz, volvió a Grecia, trabajó allá con inaudito valor, a riesgo de quedar definitivamente ciego, recogió los datos que[265] pudo, y retornó a Barcelona, en donde poco a poco lleva a cabo la obra monumental que ha de ser entre las suyas la que más contenga de su inteligencia y de sus probados esfuerzos. Un corto fragmento de esa obra, según tengo entendido, es lo que en el homenaje aparece ofrecido a su fraternal amigo Marcelino.
Si no existen en España sociedades como las dantescas en Italia y las shakespearianas en Inglaterra, individualmente, el cervantismo tiene muchos cultivadores. Hubo un tiempo en que los comentarios y exégesis del Quijote y los temas referentes a Cervantes, llegaron a convertirse en inocente manía.
No pertenece a ese género la contribución del señor Eguilaz y Yanguas, notas etimológicas que aclaran y explican algunas palabras usadas por el autor del Ingenioso Hidalgo. Muchos conocimientos lingüísticos revela el señor Eguilaz; pero no he podido menos que recordar a mi querido amigo el doctor Holmberg, en su célebre arenga sobre la filología del profesor Calandrelli, cuando el erudito español afirma muy seriamente que la palabra ajedrez se deriva de la voz sánscrita chaturanga.
El ilustre Federico Wolff envía desde Suecia un capítulo sobre las Rimas de Juan de la Cueva, primera parte; y ofrece a su «querido colega» una canción inédita del desventurado poeta. J. de Hann, desde el colegio de Bryn Mawr, en Pensilvania, escribe con erudición insuperable y en un castellano castizo sobre un tema que en la misma Península apenas cuenta en lo moderno con las páginas documentadas de Cotarelo y los escritos antropológicos de Salillas. Míster Hann diserta sobre Pícaros y Ganapanes.
Se ocupa en un notable estudio de la filosofía de Raimundo Lulio, don Julián Ribera, relacionando los orígenes de las doctrinas del célebre mallorquín, con los trabajos análogos de un filósofo árabe, Mohidin, sobre el cual discurre dilatadamente, también en este[266] mismo volumen, don Miguel Asin. Extensa es asimismo la monografía del señor Lomba sobre el rey Don Pedro en el teatro, y de un mérito aquilatado entre eruditos lo que ha remitido el insigne Hübner acerca de los más antiguos poetas de la Península. Es de llamar la atención cómo demuestra este sabio que el nacimiento no significa nada para la nacionalización de un hombre ilustre. Séneca, Quintiliano, Pomponio Mela, Columela y Marcial, naturales de España, no son españoles sino romanos. Un autor inglés, dice, nacido casualmente en Bombay o en Calcuta no forma parte de la literatura india. Así en nuestros días José María de Heredia es un poeta francés y no cubano, o hispanoamericano. Hübner se refiere en su trabajo, pues, a los poetas que en lo antiguo escribieron en tierra española y cita dísticos o composiciones más largas latinas, que ha copiado de epitafios y otras inscripciones.
El doctor don Roque Chabas, canónigo de la catedral de Valencia, demuestra, con documentos irrefragables, que la condenación de las obras de Arnoldo de Vilanova fué hecha con injusticia, apasionadamente y con violación de las prescripciones canónicas. No es la primera vez que el doctor Chabas se ocupa en el famoso teólogo, de quien dice Menéndez Pelayo que es «varón de los más señalados en nuestra historia científica y aun en la general de la Edad Media». Ya antes había publicado, en el Boletín de la Real Academia de la Historia, el testamento de Arnoldo, de lo que habló el Journal des Savants. El doctor Chabas es espejo de constancia y laboriosidad en tan difíciles empresas, pero su talento y su buena suerte le hacen lograr verdaderos triunfos, como el hallazgo que acaba de tener. Es algo de tal importancia, que ha de hacer mucho ruido en el mundo de las academias y de los eruditos y trabajadores de la historia. La Nación es el primer periódico que da la noticia, pues en la Península no se ha publicado aún nada a este respecto. El doctor Chabas ha encontrado[267] en un archivo valenciano—creo que en el de la Metropolitana—hasta unas cuarenta cartas de la familia Borgia, o Borja, en tiempo del pontificado de Alejandro VI. El texto de ellas vendría a afirmar de nuevo la exactitud de la singular vida de sensualidad y de escándalo que imperaba en la corte vaticana y en la familia que produjo al duque de Gandía y al raro César, tan maravillosamente retratado en versos de Verlaine. Quedará, pues, por tierra toda la labor de Gregorovius, lo que no es poco. Hay una carta, de un picor especial, en que Lucrecia, donna Lucrecia, comunica que «papá» está enojado, porque el joven César no se preocupa mucho de cumplir con sus obligaciones nupciales... Y otras de un inestimable precio.
Me han dicho que el obispo de Valencia quiso prohibir al doctor Chabas la publicación de tan reveladores documentos. Este se dirigió al cardenal Sancha exponiéndole el caso, e igual cosa hizo con el Padre Santo. Tanto su eminencia como León XIII, le han autorizado, según tengo entendido, para que haga la publicación, estimando que ello no trae consigo ningún menoscabo a la religión y a la verdadera fe y moral cristianas. Ambos han demostrado con esto que estamos ya muy lejos de cuando un fundador de Universidad, el gran cardenal Ximénez de Cisneros, mandaba quemar códices árabes, como Zumárraga códices mejicanos.
Pío Rajna contribuye con algunas observaciones topográficas sobre la Chanson de Roland, escritas en italiano; largamente se ocupa de la jurisdicción apostólica en España y el proceso de don Antonio Covarrubias D. P. de Hinojosa; y Antonio Restori envía desde Italia un curioso y ameno escrito acerca de un cuaderno de poesías españolas, que perteneció a donna Ginevra Bentivoglio. Casi un verdadero libro dedica el señor Rodríguez Villa a don Francisco de Mendoza, almirante de Aragón. El marqués de Jerez envía a su amigo Menéndez Pelayo unas cuantas papeletas bibliográficas. Don Juan Catalina[268] García escribe sobre el segundo matrimonio del primer marqués del Cenete, cuya narración es de tal manera interesante, que parece la fabulación intrincada y sentimental de una novela; con el aditamento de detalles ultranaturalistas que claman por el latín. Otro escritor italiano, Alfonso Miola, diserta sobre Un Cancionero manoscritto brancacciano. Muy importante para arqueólogos y estudiosos de historia es el tratado de Iliberis, o examen de los documentos históricos genuinos iliberitanos, por el señor Berlanca. El señor Rodríguez Marín se refiere a Cervantes y la Universidad de Osuna en un copioso escrito. Don Pedro Roca ha ofrecido una muy erudita monografía sobre el origen de la Academia de Ciencias; y don José María de Pereda cierra pintorescamente esta fuerte labor de sabios con una narración: De cómo se celebran todavía las bodas en cierta comarca montañosa enclavada en un repliegue de lo más enriscado de la cordillera.
Tal ha sido el regalo que se ha hecho, a los veinte años de cátedra, al moderno Erasmo español, a quien bien sienta el caluroso elogio de Justo Lipsio: O magnus decum hispanorum!
28 de noviembre.
Puede verse constantemente en la Prensa de Madrid que se alude al modernismo, que se ataca a los modernistas, que se habla de decadentes, de estetas, de prerrafaelistas con s, y todo. Es cosa que me ha llamado la atención no encontrar desde luego el menor motivo para invectivas o elogios, o alusiones que a tales asuntos se refieran. No existe en Madrid, ni en el resto de España, con excepción de Cataluña, ninguna agrupación, brotherhood, en que el arte puro—o impuro, señores preceptistas—se cultive siguiendo el movimiento que en estos últimos tiempos ha sido tratado con tanta dureza por unos, con tanto entusiasmo por otros. El formalismo tradicional por una parte, la concepción de una moral y de una estética especiales por otra, han arraigado el españolismo que, según don Juan Valera, no puede arrancarse «ni a veinticinco tirones». Esto impide la influencia de todo soplo cosmopolita, como asimismo la expansión individual, la libertad, digámoslo con la palabra consagrada, el anarquismo en el arte, base de lo que constituye la evolución moderna o modernista.
Ahora, en la juventud misma que tiende a todo lo nuevo, falta la virtud del deseo, o mejor, del entusiasmo, una pasión en arte, y sobre todo, el don de la voluntad. Además, la poca difusión de los idiomas extranjeros,[270] la ninguna atención que por lo general dedica la Prensa a las manifestaciones de vida mental de otras naciones, como no sean aquellas que atañen al gran público; y después de todo, el imperio de la pereza y de la burla, hacen que apenas existan señaladas individualidades que tomen el arte en todo su integral valor. En una visita que he hecho recientemente al nuevo académico Jacinto Octavio Picón, me decía este meritísimo escritor: «Créame usted, en España nos sobran talentos; lo que nos falta son voluntades y caracteres».
El señor Llanas Aguilaniedo, y uno de los escasos espíritus que en la nueva generación española toman el estudio y la meditación con la seriedad debida, decía no hace mucho tiempo: «Existen, además, en este país cretinizado por el abandono y la pereza, muy pocos espíritus activos; acostumbrados—la generalidad—a las comodidades de una vida fácil que no exige grandes esfuerzos intelectuales ni físicos, ni comprenden, en su mayoría, cómo puede haber individuos que encuentren en el trabajo de cualquier orden un reposo, y al propio tiempo un medio de tonificarse y de dar expansión al espíritu; los trabajadores, con ideas y con verdadera afición a la labor, están, puede decirse, confinados en la zona Norte de la Península; el resto de la nación, aunque en estas cuestiones no puede generalizarse absolutamente, trabaja cuando se ve obligado a ello, pero sin ilusión ni entusiasmo». En lo que no estoy de acuerdo con el señor Llanas, es en que aquí se conozca todo, se analice y se estudie la producción extranjera y luego no se la siga. «Sin duda, dice, no nos consideramos elevados a una altura superior, y desde ella nos damos por satisfechos con observar lo que en el mundo ocurre, sin que nos pase por la imaginación secundar el movimiento».
Yo anoto. Difícil es encontrar en ninguna librería obras de cierto género, como no las encargue uno mismo. El Ateneo recibe unas cuantas revistas del carácter[271] independiente, y poquísimos escritores y aficionados a las letras están al tanto de la producción extranjera. He observado, por ejemplo, en la redacción de la Revista Nueva, donde se reciben muchas buenas revistas italianas, francesas, inglesas, y libros de cierta aristocracia intelectual aquí desconocida, que aun compañeros míos de mucho talento, miran con indiferencia, con desdén, y, sin siquiera curiosidad. Demás decir que en todo círculo de jóvenes que escriben, todo se disuelve en chiste, ocurrencia de más o menos pimienta, o frase caricatural que evita todo pensamiento grave. Los reflexivos o religiosos de arte, no hay duda, que padecen en tal promiscuidad.
Los que son tachados de simbolistas no tienen una sola obra simbolista. A Valle Inclán le llaman decadente porque escribe en una prosa trabajada y pulida, de admirable mérito formal. Y a Jacinto Benavente, modernista y esteta, porque si piensa, lo hace bajo el sol de Shakespeare, y si sonríe y satiriza lo hace como ciertos parisienses que nada tienen de estetas ni de modernistas. Luego, todo se toma a guasa. Se habló por primera vez de estetismo en Madrid y, dice el citado señor Llanas Aguilaniedo: «funcionó en calidad de oráculo la Cacharrería del Ateneo, donde se recordó a Oscar Wilde... Salieron los periódicos y revistas de la Corte jugando del vocablo y midiendo a todos los idólatras de la belleza, por el patrón del fundador de la escuela, abusándose del tema, en tales términos, que ya, hasta los barberos de López Silva consideraban ofensiva la denominación, y se resentían del epíteto. Por este camino no se va a ninguna parte».
En pintura el modernismo tampoco tiene representantes, fuera de algunos catalanes, como no sean los dibujantes que creen haberlo hecho todo con emplomar sus siluetas como en los vitraux, imitar los cabellos avirutados de las mujeres de Mucha, o calcar las decoraciones de revistas alemanas, inglesas o francesas. Los catalanes,[272] sí, han hecho lo posible, con exceso quizá, por dar su nota en el progreso artístico moderno. Desde su literatura que cuenta entre otros con Rusiñol, Maragall, Utrillo, hasta su pintura y artes decorativas, que cuentan con el mismo Rusiñol, Casas, de un ingenio digno de todo encomio y atención, Pichot y otros que como Nouell-Monturiol se hacen notar no solamente en Barcelona sino en París y otras ciudades de arte y de ideas.
En América hemos tenido ese movimiento antes que en la España castellana, por razones clarísimas: desde luego, por nuestro inmediato comercio material y espiritual con las distintas naciones del mundo, y principalmente porque existe en la nueva generación americana un inmenso deseo de progreso y un vivo entusiasmo, que constituye su potencialidad mayor, con lo cual poco a poco va triunfando de obstáculos tradicionales, murallas de indiferencia y océanos de mediocracia. Gran orgullo tengo aquí de poder mostrar libros como los de Lugones o Jaimes Freire, entre los poetas, entre los prositas poemas, como esa vasta, rara y complicada trilogía de Sicardi. Y digo: esto no será modernismo, pero es verdad, es realidad de una vida nueva, certificación de la viva fuerza de un continente. Y, otras demostraciones de nuestra actividad mental—no la profusa y rapsódica, la de cantidad, sino la de calidad, limitada, muy limitada, pero que bien se presenta y triunfa ante el criterio de Europa: estudios de ciencias políticas, sociales. Siento igual orgullo. Y recuerdo palabras de don Juan Valera, a propósito de Olegario Andrade, en las cuales palabras hay una buena y probable visión de porvenir. Decía don Juan, refiriéndose a la literatura brasileña, sudamericana, española y norteamericana, que «las literaturas de estos pueblos seguirán siendo también inglesa, portuguesa y española, lo cual no impide que con el tiempo o tal vez mañana, o ya, salgan autores yanquis que valgan más que cuanto ha habido hasta ahora en Inglaterra, ni impide tampoco que nazcan en Río de[273] Janeiro, en Pernambuco o en Bahía escritores que valgan más que cuanto Portugal ha producido; o que en Buenos Aires, en Lima, en Méjico, en Bogotá o en Valparaíso lleguen a florecer las ciencias, las letras y las artes con más lozanía y hermosura que en Madrid, en Sevilla y en Barcelona».
Nuestro modernismo, si es que así puede llamarse, nos va dando un puesto aparte, independiente de la literatura castellana, como lo dice muy bien Remy de Gourmont en carta al director del Mercurio de América. ¿Qué importa que haya gran número de ingenios, de grotescos si gustáis, de diletanti, de nadameimportistas? Los verdaderos consagrados saben que no se trata ya de asuntos de escuelas, de fórmulas, de clave.
Los que en Francia, en Inglaterra, en Italia, en Rusia, en Bélgica han triunfado, han sido escritores, y poetas, y artistas de energía, de carácter artístico, y de una cultura enorme. Los flojos se han hundido, se han esfumado. Si hay y ha habido en los cenáculos y capillas de París algunos ridículos, han sido por cierto «preciosos». A muchos les perdonaría si les conociese nuestro caro profesor Calandrelli, pour l'amour du grec. Hoy no se hace modernismo—ni se ha hecho nunca—con simples juegos de palabras y de ritmos. Hoy los ritmos nuevos implican nuevas melodías que cantan en lo íntimo de cada poeta la palabra del mágico Leonardo: Cosa bella mortal passa, e non d'arte. Por más que digan los juguetones ligeros o los niños envejecidos y amargados, fracasa solamente el que no entra con pie firme en la jaula de ese divino león, el Arte—que como aquel que al gran rey Francisco fabricara el mismo Vinci, tiene el pecho lleno de lirios.
No hay aquí, pues, tal modernismo, sino en lo que de reflexión puede traer la vecindad de una moda que no se comprende. Ni el carácter, ni la manera de vivir, ni el ambiente, ayudan a la consagración de un ideal artístico. Se ha hablado de un teatro, que yo creí factible[274] recién llegado, y hoy juzgo en absoluto imposible.
La única brotherhood que advierto es la de los caricaturistas; y si de músicas poéticas se trata, los únicos innovadores son—ciertamente—los risueños rimadores de los periódicos de caricaturas.
Caso muy distinto sucede en la capital del principado catalán. Desde L'Avenç hasta el Pèl & Ploma que hoy sostienen Utrillo y Casas, se ha visto que existen elementos para publicaciones exclusivamente «modernas», de una élite artística y literaria. Pèl & Ploma es una hoja semejante al Gil Blas illustré, de carácter popular, mas sin perder lo aristo; y siempre en su primera plana hay un dibujo de Casas, que aplauden lápices de Munich, Londres o París. El mismo Per Romeu, de quien os he hablado a propósito de su famoso cabaret de los Quatre Gats, ha estado publicando una hoja semejante, con ayuda de Casas, y de un valor artístico notable.
En esta capital no hay sino las tentativas graciosas y elegantes del dibujante Marín—que logró elogios del gran Puvis—, y las de algún otro. En literatura, repito, nada que justifique ataque, ni siquiera alusiones. La procesión fastuosa del combatido arte moderno ha tenido apenas algunas vagas parodias... ¿Recordáis en Apuleyo la pintura de la que precedía la entrada de la primavera, en las fiestas de Isis? (Mét. XI, 8) Pues confrontad.
23 de diciembre 1889.
En estos días ha venido a despedirse de Madrid la célebre Mme. Rattazzi, que con el nombre de Barón Slock, dirige en París la Nouvelle Revue Internationale, antiguas Matinées espagnoles. Sin ser archimillonaria, esta señora, verdadera reina del país de Bohemia, ha mantenido casa puesta durante mucho tiempo, en tres o cuatro puntos de Europa. Conocida es en gran parte su curiosa vida. Poetisa, novelista, periodista, mujer de mundo sobre todo, caprichosa y rara cuando se le sube el Bonaparte a la cabeza, se ha casado tres veces y ha consagrado un perpetuo culto al amor y al arte. Fué su primer marido el conde de Solms; el segundo, el famoso hombre público italiano Rattazzi; el tercero, el español señor de Rute.
Ya la princesa está muy vieja; con mucho trabajo habrá debido resignarse a la tiranía del tiempo. Hoy viene a cerrar su casa madrileña y a decir adiós a España, a la que tanto quiere. Anteanoche ha dicho conmovida ese adiós, en verso, ante un concurso de amigos. Todavía tiene energías para trabajar y vuelve a París a proseguir en su labor; pero ya no verá más el cielo de España, ni volverá a escuchar las líricas salutaciones que antaño le dirigiera Castelar. Su memoria está poblada[276] de recuerdos singularísimos; su existencia toda ha pasado entre grandezas dichosas y terribles tragedias.
Nieta de Luciano, y por lo tanto, sobrina del emperador, ha recorrido en triunfo todas las cortes europeas, en tiempos en que su belleza era cantada por los más gloriosos poetas. Si esta señora publicase sus memorias, que es probable tenga escritas, serían de lo más interesante. Posee autógrafos, artículos, versos, cartas amorosas de las primeras personalidades de este siglo; y no sé hasta qué punto esté de acuerdo con George Sand, que en una ocasión, a propósito de la publicación de las cartas de Lamennais, la decía: «Yo pienso como Eugenio Sué, que los muertos continúan amándonos, pero nosotros les debemos aún más de lo que nos deben, sobre todo, a señalados muertos, tan ultrajados y calumniados en vida, por haber amado y procurado el bien. El excelente Sué se inquietaba por las negligencias de estilo de sus propias cartas y nos pedía las revisáramos. Si Lamennais hubiese visto de nuevo las suyas, habría corregido también. En fin, yo contradigo aún a nuestro pobre Sué, en esto: que debemos atenernos todos a no escribir una línea que no pueda ser mostrada y publicada. No quiero pensar en lo que llegarán a ser mis cartas. Quiero persuadirme de que cuando son íntimas no saldrán de la intimidad benevolente». ¡La pobre Sand, que ha sido tan traída y llevada cuando la publicación de su correspondencia, y no hace mucho, cuando la resurrección del famoso Pagello! Eugenio Sué había escrito antes a María Letizia: «Creedme, mi querida María, un hombre honrado no se ruboriza jamás de ver expuestas sus opiniones, sus acciones, o sus pensamientos... Cuando escribe un hombre de nuestra posición, un escritor, sabe bien que sus cartas son desgraciadamente autógrafos y que, dentro de veinte o cuarenta años, serán entregadas necesariamente a la curiosidad o a la simpatía, por la persona a quien han sido dirigidas, o por sus herederos. Ya lo habéis visto[277] por Balzac. A cada carta íntima que escribía a vuestra madre, le ponía a la cabeza: Brûler, y vos obedecíais como ella a esta indicación, mientras que las demás no tenían nada indicado, como si él adivinara el papel posible que debían representar en tiempo más o menos lejano. Hay, sin embargo, un caso, en que el silencio más escrupuloso se exige, por las simples leyes del pudor, y es cuando las cartas han sido dirigidas a la mujer y no al escritor. La mujer de letras es excusable siempre, loable a menudo, cuando busca hacer conocer por su correspondencia a un amigo literario o político que haya pertenecido a su salón; es censurable y poco delicado cuando turba el silencio del cementerio por revelaciones amorosas».
La señora Rattazzi haría muy mal en no formar el más interesante de los libros con tanto valioso documento como posee. Siendo muy joven, tuvo el placer de que Alfredo de Musset la hiciera versos. Sainte-Beuve fué uno de sus galanteadores y el viejo Dumas llegó, en días de mayor gloria, a ser su amanuense, copiándole, ¡todo un drama! Con Ponsard, el flirt es innegable como lo demuestra este soneto:
En otros versos, Ponsard ronsardiza:
Que fué muy bella lo dicen los retratos de sus mejores épocas, los de su primera juventud y los de su plena lozanía. No ha sido su hermosura majestuosa belleza de matrona clásica, sino belleza delicada y fina, lo que expresa el delicioso vocablo francés mignonne. Víctor Hugo estuvo enamorado de ella, y no hay duda de que los suyos son los más valiosos autógrafos que conserva la anciana princesa. El poeta admiraba toda su beldad, pero sentía singular predilección por el pie, que debe indudablemente haber conocido al natural. Creo que me agradeceréis que os dé a conocer aquí algunas de esas curiosas cartas que dejan ver un lado poco conocido del gran lírico. Él llamaba a la princesa Rodope, y a sí mismo se bautizaba, con modesta naturalidad, Esquilo.
«Hauteville-House, 13 de noviembre. ¿Seríais, señora, bastante buena para decirme si La leyenda de los siglos, que habéis recibido, es la que os he enviado, pues el honrado correo imperial juzga a propósito interceptar la mayor parte de mis envíos? Algunos diarios que por ello se han quejado, en el extranjero, tal vez han llegado a vos. En todo caso, quizá os lleve el libro yo mismo, si Italia de aquí a entonces está ya libre, como lo espero. Permitidme que, esperando el gran artículo prometido por vos al público, os agradezca las veinte líneas encantadoras que habéis escrito sobre La leyenda de los siglos. Y concededme, señora, la gracia de besar vuestra mano, toda radiante de poesía. Pongo a vuestros pies todos los homenajes de mi alma y de mi espíritu.»
«Querida y sublime Rodope, un pensamiento al despertarme,[279] un pensamiento de recogimiento y de adoración, al leer esas páginas tan tristes, tan melancólicas y tan dulces; dejadme en este ensueño depositar un beso sobre vuestro pie desnudo, pues, como dice Hesíodo, el pie desnudo es celeste. Si mi audacia os enoja, castigad mi carta quemándola.»
«17 de julio. No me pidáis ni verso ni prosa; pedidme, señora, que me conmueva hasta el fondo del alma por una carta como la que recibo; pedidme que os admire, que os aplauda, que os contemple—de muy lejos, ¡ay!—. Pedidme que comprenda que una mujer como vos es una obra maestra de Dios. Los poetas no hacen sino Ilíadas; sólo Dios hace mujeres como vos; es así cómo se demuestra. Todo lo que me decís me conmueve. No puedo pensar sin un pesar melancólico, y casi amargo, en el lugar casi radiante en que me habéis colocado en vuestra imaginación. Es la gloria, señora, semejante lugar; ¡y ello hubiera podido ser mejor que la gloria!... Dejadme que me incline ante vuestra soberanía de gracia, de belleza y de espíritu, y permitid que a la distancia, y sin intentar franquear toda esta mar y toda esa tierra que nos separan, y quedando en mi sombra, y replegándome en ella aún más profundamente y más resueltamente, me ponga, en pensamiento al menos, a vuestros pies, señora.»
«Hauteville-House, 1.º de julio. Vuestro encantador envío me llega, señora en medio de una nube de cartas políticas (algunas muy sombrías), como una estrella en un torbellino. No sabría deciros con qué emoción he visto ese deslumbrador retrato, que se parece a vuestro espíritu al mismo tiempo que a vuestro rostro, y la graciosa firma que lo subraya; buscad otra palabra que dé las gracias: je vous remercie no es suficiente.»
«2 de enero de 1883. El sombrío Esquilo da las gracias a la deslumbradora y divina Rodope. Las tinieblas están más que nunca enamoradas de la estrella. Vuestros pensamientos y vuestras cartas son perlas, de esas perlas[280] ardientes de que habla el Korán. Sería preciso tener todo lo que vos tenéis, la dignidad mezclada a la pasión, la gracia exquisita y el deslumbrante espíritu; sería preciso ser vos misma, para que un hombre en el mundo pudiera creerse digno de vos. Me parece que si estuviese cerca de vos, en vez de estar tan lejos, os tomaría algo de vuestra alma, os robaría como Prometeo a los dioses, esa llamada celeste que está en vos. Pero estás en Roma ¡ay! Dejadme en este ensueño hablaros y evocaros... ¡Oh, señora! Quien dice grandeza dice franqueza, y vos sois franca porque sois grande. Desde hace doce días espero el coup d'Etat; espiaba y aguardaba... Hay que partir, ahora. Heme aquí de nuevo en el torbellino, en el vaivén, en el movimiento continuo. Escribidme, escribidme. Esquilo envía a Rodope toda su alma, todos sus ensueños.—Víctor Hugo.»
Ahora, en sus postreros años, todas esas cosas viven en la memoria de la antigua beldad, como pétalos de una seca flor entre las hojas de un viejo libro. La princesa, como he dicho, todavía va a Portugal, a Turquía, a Austria, en jiras artísticas o periodísticas. Es la sombra errante de su pasado. Además, ha sufrido durísimos golpes. Uno de ellos la muerte de una hija, a quien amaba mucho. Estando en Aix-les-Bains, un ómnibus decapitó a la niña que jugaba, cerca de la villa de la madre. Su hija Isabel, hija de Rattazzi, se casó en España, y su marido está en un manicomio. Y como éste muchos sufrimientos, muchas penas. Con esto paga a la suerte el ser de sangre napoleónica y tener talento. Y admiro a esta gran bohemia, de familia imperial, que ha sido bella y ha sabido defenderse de la vida, al amor de los versos y de los besos.
Al escribir mis primeras impresiones de España, a mi llegada a Barcelona, hice notar que una de las particularidades de la ciudad condal era la luminosa alegría de sus calles, enfloradas en una primavera de affiches. Así como en Buenos Aires se está aún con el biberón a este respecto, en España no se ha salido de la infancia. León Deschamps afirma que ello es en el arte en general y más especialmente en el arte decorativo. El francés exagera. Le bastaría haber puesto los ojos en un estudio recientemente publicado en la Revue Encyclopédique por Mélida, para convencerse de lo contrario. Si algo hay que en este general marasmo sostenga el espíritu antiguo de la gloriosa nación, es el arte. Las exposiciones—aunque la última haya dejado que desear—se suceden copiosas, sustentadas por el Círculo de Bellas Artes en Madrid y por el Concejo municipal en Barcelona. Las pequeñas revistas ilustradas hacen lo que pueden por desarrollar el gusto público. La arquitectura busca, en modelos nuevos, amplitud y gracia. El arte decorativo alcanza notable vuelo en Cataluña. La decoración teatral, cuyos Rubé y Chaperón han sido Busato y Amalio Fernández, progresa a ojos vistas. El arte antiguo español tiene un núcleo de apasionados en la Sociedad de Excursionistas; y en el Ateneo las cátedras de arqueología y de historia del arte están muy bien mantenidas. Lo que hay es, como ya lo he manifestado en vez anterior, que la protección de las clases ricas es nula, y que el Gobierno[282] tampoco se ocupa, como en tiempos de ilustres memorias, de favorecer la expansión de los talentos españoles. En la última exposición fué de gran resonancia la compra de un cuadro de Sorolla hecha por una dama de la aristocracia. No se dijo después de esto, que ninguna alta personalidad de la Real Casa, o título rico, hubiese hecho adquisiciones entre lo poco de mérito que había en el certamen que inició la primavera y cerró la granizada colosal del pasado mayo, antes de término.
Pero, hablemos del cartel o affiche...
Desde hace largos años, los carteles vistosos se han usado en España para anunciar las famosas ferias de Sevilla, de Valencia, la fiesta de la Virgen del Pilar de Zaragoza, y corridas de toros en días de gala.
Tales carteles no son desde luego del género de los carteles comerciales de hoy. En ellos se procura ante todo llamar la atención del transeunte con la reproducción criarde de los pintorescos tipos de las provincias, o majas de ojos grandes y rojas sonrisas, toros y toreros.
Como fondo puede verse ya la iglesia de la ciudad, o el coso. Ultimamente se han visto carteles anunciadores de las exposiciones de pinturas, de las fiestas del carnaval y para algunas representaciones teatrales. Estos aún en número muy reducido, pero se va estableciendo la costumbre.
En los carteles de torería ha predominado, como en los de las fiestas provinciales, y, puede decirse, como en la mayor parte de las nuevas tentativas, el grito hiriente de los colores, el llamamiento feroz del color, con su tiranía engañosa; esta terrible potencia del color, que, como dice Barbey D'Aurevilly, hace creer en la verdad de la mentira.
Con razón sorprende a Deschamps esta acentuación del crudo colorido, y de los oros verdaderamente pronunciados. La falta de originalidad es notoria, pero en esto no sólo en España, sino también en el resto de Europa[283] se nota actualmente. Son cuatro, son seis, pongamos diez, affichistas originales; los demás combinan varios procedimientos, o imitan francamente tales o cuales maneras. En el arte «moderno», en literatura como en todo, un aire de familia, una marca de parentesco se advierte en la producción de distintas naciones, bajo climas diferentes. El primitivismo, el prerrafaelismo inglés, ha contagiado al mundo entero. El arte decorativo de William Morris y demás compañeros se refleja en el arte decorativo universal desde hace algunos años. Y en lo que al cartel se refiere, Aubrey Beardsley perdura en una falange de artistas ingleses, norteamericanos y de otras partes. El mismo yanqui Bradley, que tiene personalidad propia, no negaría la influencia del malogrado y misterioso maestro. Dudley Hardy también ha extendido su sugestión a muchos de sus contemporáneos. Y en Francia, basta con nombrar a Chéret para reconocer a cada paso, en obras de otras firmas, la imitación o el calco de sus figuras, la atracción de sus llameantes locuras de color. ¿En nuestros ensayos de Buenos Aires no se ve la persecución de Mucha? Por lo tanto, no es de extrañar que aquí sea el arte del cartel un arte de reflexión.
Hace algún tiempo una casa industrial muy conocida, la que fabrica el más conocido aún anís del Mono, abrió un concurso para anunciar su licor. Entonces se notó por primera vez que había en España una cantidad de cartelistas bastante notables que antes no se sospechaba. Aparecieron «trescientos monos haciendo trescientas mil monerías», como en los clásicos versos. Pero el mono mejor, el que se llevó el primer premio, fué el del catalán Casas, quien presentó dos carteles, con sus monos correspondientes acompañados de dos españolas monísimas. En el uno el animalito sobre un trípode, vierte a la chula, envuelta en un mantón lujoso de alegres tonos, una copa de anís; en el otro la chula—¡precioso modelo, por vida mía!—tiene en la diestra la copa[284] y con la izquierda lleva asido a su mono. Casas es uno de los mejores artistas actuales en España; con Rusiñol sostiene sabia y cuerdamente un modernismo bien entendido, en la capital de su Cataluña. Se le señalan maneras imitadas de autores extranjeros, y Deschamps escribe a propósito de una de sus últimas producciones, Pèl & Ploma, los nombres de Ibels y de Lautrec. Lo que hay es que tanto Casas como Rusiñol y los «nuevos» de la joven escuela catalana, como los escritores, están al tanto de lo que en el mundo entero se produce de las evoluciones del arte universal contemporáneo, y siguen lo que se debe seguir del pensamiento extranjero; los métodos, como tan sabiamente lo ha dicho en ocasión reciente y a propósito de otras disciplinas en Buenos Aires el doctor Juan Agustín García hijo. Después se desarrolla la concepción individual en el ambiente propio, en el medio propio. No otra cosa encuentro yo en las obras artísticas y literarias del admirable artista de Sitges.
Rusiñol ha hecho carteles dignos de nota, y que el escritor francés de que he hablado juzga sin observación, con criterio más que ligero, precipitado. Que Rusiñol sea un chercheur, perfectamente de acuerdo. «Todos sus affiches son de aspecto diferente». Nego. Le teatro artístico interior (sic) est un effet de nuit très remarquable. ¿M. Deschamps no ha podido siquiera darse cuenta de lo que se trata? Teatro artístico es el nombre del teatro libre que quería Benavente fundar en Madrid; Interior, es el título de un drama, cuyo autor es harto conocido en La Plume, de que es director M. Deschamps, y cuyo nombre, en letras bien grandes, está al pie del cartel: M. Maeterlinck. El «efecto de noche» es una delicada y profunda rêverie en negro y violeta, si mal no recuerdo, interpretación de la obra vaga y dolorosa del poeta belga. En todos los carteles de Rusiñol su espíritu se transparenta, como en todas sus pinturas, como en todo lo suyo, y aun siendo de manera distinta, por ejemplo, el[285] cartel de L'allegría que passa, puesto que cada tema debe tener una interpretación diversa, se advierte que también «pasa» por allí el mismo aliento de enfermiza poesía que en la visión del ensueño del affiche de Oracions hecho en colaboración con Utrillo, o en esa otra página de melancolía que anuncia el bello libro de Fulls de la vida.
Riquer es un entusiasta. Ha fundado revistas artísticas à l'instar de similares extranjeras y de la que entre nosotros realizaría el sueño de Schiaffino, si existiera; Luz ha sido una de ellas, y tuvo poca vida. Riquer conoce a maravilla el arte moderno. Sus ilustraciones, sus dibujos le han dado aquí justa originalidad. En sus carteles hay el mismo talento buscador y feliz. Es un hábil sinfonista del color, así le haga detonar demasiado en sus graciosas combinaciones. Sus Crisantemas son deliciosas en su claro origen sajón; Bradley mismo no tiene muchos carteles superiores a éste; su figurita para las galletas y bizcochos de Grau y Compañía es de un encanto innegable sobre su armoniosa decoración. A Utrillo se le compara con Steinlen. No hay duda de que el hombre de Ferros d'Art y la figura del Anuario Riera, pongo por caso, parecen de la mano del artista parisiense; pero ¿la exquisita noya del cartel de las aguas de Cardo? Utrillo es fuerte, es vigoroso; mas cuando un soplo suave le llega, la gracia está con él.
Marcelino Unceta es especialista, como Pérez, en corridas de toros. Sus picadores, sus potentes y cornudas bestias, sus espadas, todas las gentes del circo nacional que hace vivir su talento pictórico, son de primer orden. Pero sus carteles no corresponden bien visto a lo que se entiende por pintura de affiche. Son figuras que pueden entrar en un cuadro de género, tipos de estudio para verdaderas telas de composición.
A Xaudaró, el caricaturista, no le considero en la misma línea de los cartelistas catalanes, aun de los nuevos como Gual, que revela un brío y un talento que no se[286] discuten. Xaudaró lleva al cartel sus mismas caricaturas; el eterno enano macrocéfalo, la exageración del gesto, la deformación, no por cierto a causa de un exceso de comprensión del dibujo. Sus bonshommes fatigan ya en su incesante repetición. En la expectación del cartel resultan fuera de su centro; se ve que se han salido de los álbumes de su autor o de las páginas humorísticas de las revistas semanales. Navarrete sí merece mención, por su franqueza de dibujo y su colorido—siempre con la nacional exageración naturalmente—. Tanto él como casi todos los dibujantes de España han usado y abusado de la línea gruesa que recorta la figura como el emplomado de los vitraux. Desde la aparición de carteles que han dado a Alfonso Mucha su celebridad, esa afición ha aumentado, como la de imitar al affichista de Sarah Bernhardt la manera de desenvolver las cabelleras de sus figuras, como en cintas y volutas.
Yo no he tenido la suerte de encontrar esos carteles de que habla M. Deschamps—que desde luego no ha estado en España según creo—en que pintores españoles han ensayado crear aquí un arte de cartel nacional. Lo que he visto, sí, son muchos reflejos, muchas imitaciones, muchos calcos. Buena voluntad no falta y talento sobra. No será una rareza que esa creación buscada se realice. Desde luego se ve que en el cartel español se salen de la rebusca del atractivo por la desnudez. No sé que motivo haya, como no sea el eterno de la atracción del desnudo, para anunciar una máquina de coser, unas píldoras o unas lámparas, con señoritas en cueros, como hace la mayor parte de los cartelistas franceses. Pero aquí hay muchas bellezas que reproducir halagando la mirada del público, en este país de hermosos rostros femeninos y verdadero imperio de flores; Sattler tenía a su disposición el ensueño en su país del Norte, para hacer florecer de una flor rara su affiche del periódico Pan. ¿Qué cosas, al claro día, no puede decir la paleta española, con la ayuda de la verdad de su sol?
Ha escrito el novelista don José María de Pereda una carta a un editor madrileño que se propone publicar una serie de novelas de autores americanos, en la cual carta, después de aplaudir la empresa, hace declaraciones que conviene notar. Desde luego, el desconocimiento que existe en la Península de todo el movimiento literario de las repúblicas hispanoamericanas. Después la afirmación de que la novela americana existe; o más bien, de que hay novelistas americanos a quienes él pone sobre su cabeza. El desconocimiento de que habla el célebre escritor montañés es centuplicadamente mayor que lo que él supone, no sólo en lo que tiene que ver con la literatura, sino con la vida política y social y aun con la más elemental geografía. Y no me refiero al vulgo, o gentes de cultura rudimentaria, sino a personas de valía mundana y hombres de ciencia, artes y letras. Toda América es tierra caliente; lo que si para París es excusable, no lo puede ser por motivo alguno para el país que nos ha enviado con sus conquistadores, su habla, su religión, sus buenas cualidades y sus defectos. He conocido parisiense de París, literato y orientalista, para quien no tenía secretos el más modesto personaje del Ramayana, pero que de San Martín y de Bolívar no[288] sabía sino que el uno era un santo y el otro un sombrerero. La ignorancia española a este respecto es más o menos como la de un parisiense. Nuestros nombres más ilustres son completamente extraños. Por lo general, en política, la erudición llega a Rosas. Diario importante ha habido que al publicar una noticia de la reciente guerra boliviana la ha encabezado con toda tranquilidad: La guerra de Chile. En la conversación, podéis oir que se confunden el Brasil, el Uruguay, o el Paraguay con Buenos Aires. Y en literatura, todo lo nuestro es irremediablemente tropical o cubano. Nuestros poetas les evocan un pájaro y una fruta: el sinsonte y la guayaba. Y todos hacemos guajiras y tenemos algo de Maceo. Tal es el conocimiento. No exagero.
«Introdúzcanse, popularícense aquí las obras literarias de nuestros consaguíneos de allá, dice amablemente el señor Pereda, y las corrientes intelectuales de simpatía y de afecto serán dobles y recíprocas, y, por tanto, más poderosas. Yo me honro con la amistad de muchos escritores hispanoamericanos, vivo con ellos en frecuente trato epistolar, y por eso sé lo que en España pensamos de sus respectivas naciones cuantos aquí las conocemos por sus libros, espejos fieles de su cultura y de sus tendencias. Hablando sólo de novelistas, porque solamente de ellos se trata ahora, afirmo sin vacilaciones, que cuentan las mencionadas Repúblicas con algunos tan buenos como los mejores de Europa, etc». La buena voluntad es manifiesta en el hidalgo. Él ha querido quizás decir «como los mejores de España»; pero aun así, la lisonja no pierde su aumento. Desde los tiempos de la conquista a esta parte, son raros los americanos que han podido ocupar en España un alto puesto intelectual. Además, los que han figurado han sido más españoles que americanos, puesto que no han debido su americanismo más que al azar del nacimiento. Colocar a don Ventura de la Vega entre los poetas argentinos, vale tanto como incluir entre los poetas cubanos a José María de Heredia,[289] de la Academia Francesa. Baralt residió casi toda su vida en España, si mal no recuerdo. El cardenal Moreno nació en Guatemala; pero el primado no era por cierto guatemalteco. El general Riva Palacio se mezcló con los españoles; pero por más que lo intentara, prevalecía el perfume del pulque nativo ante el olor del jerez adquirido. Su españolismo era de diplomacia. Los glóbulos de sangre que llevamos, la lengua, los vínculos que nos unen a los españoles no pueden realizar la fusión. Somos otros. Aun en lo intelectual, aun en la especialidad de la literatura, el sablazo de San Martín desencuadernó un poco el diccionario, rompió un poco la gramática. Esto no quita que tendamos a la unidad en el espíritu de la raza.
Pero, volviendo a la afirmación del señor de Pereda, y haciendo todos los esfuerzos posibles para mostrarme optimista, no diviso yo, desde Méjico hasta el Río de la Plata, no digo nuestro Balzac, nuestro Zola, nuestro Flaubert, nuestro Maupassant, (¡oh, perdonad!) sino que no encuentro nuestro Galdós, nuestra Pardo-Bazán, nuestro Pereda, nuestro Valera. A menos que saludemos a Pereda en el señor Picón Febres, de Venezuela, y a doña Emilia en la señora Carbonero, del Perú. En todo el continente se ha publicado, de novela, en lo que va de siglo, y ya va casi todo, una considerable cantidad de buenas intenciones. Del copioso montón desearía yo poder entresacar cuatro o cinco obras presentables a los ojos del criterio europeo. La novela americana no ha pasado de una que otra feliz tentativa. La María del colombiano Jorge Isaacs es una rara excepción. Es una flor del Cauca cultivada según los procedimientos de la jardinería sentimental del inefable Bernardino. Es el Pablo y Virginia de nuestro mundo. No sé si Büchner o Molleschott, envió a Isaacs una felicitación entusiasta: y el sabio Dozy se manifestó conmovido. Dos generaciones americanas se han sentido llenas de Efraimes y de Marías. Lo cierto es que en esa ingenua y generosa fabulación[290] hay un indecible encanto humano, de frescura juvenil y de verdad, que si al llegar al medio del camino de la vida nos hace sonreir, cuando no nos hace suspirar, en los años primaverales es un delicioso breviario de amor. Pero fuera de la María de Isaacs, que el señor Pereda califica con mucha intención de novela del «género eterno», fuera de ese idilio solitario ¿qué nos queda? En la República Argentina se ha cultivado la novela. Se ha cultivado, sí. ¿Y el producto? Saludo con respeto la novela del doctor López; pero, con muchísimo respeto la coloco a un lado. No me parece que pueda pretender la representación de la novela americana. Mi pobre y brillante amigo Julián Martel realizó el plausible esfuerzo de La Bolsa, obra llena de talento, de promesas, de vida, pero pastiche. El autor de los Silbidos de un vago forma con sus novelas un grupo aparte. Es de lo más valioso en las letras argentinas esa producción a la diabla, vibrante, valiente, chispeante; pero a la cual falta la gloria del arte, virtud de inmortalidad. Apoyado por Zola, Antonio Argerich escribe una novela; otra tentativa. Carlos María Ocantos escribe novelas absolutamente españolas cuyo argumento se desarrolla en Buenos Aires. Nos queda una obra de resonancia: Amalia de Mármol. Quitadle su valor histórico, su alcance político, su base de «episodio nacional». Encontraréis que el furioso y admirable yámbico resulta un mediocre novelador. Las novelas de Groussac son novelas europeas por todo sentido, y la primera razón es que el autor es un europeo. Grandmontagne con su trilogía realiza, o anuncia, lo que puede ser mañana la novela argentina. Para mí el primer novelista americano o el único hasta hoy ha sido el primer novelista argentino: Eduardo Gutiérrez. Ese bárbaro folletín espeluznante, esa confusión de la leyenda y de la historia nacional en escritura desenfadada y a la criolla, forman, en lo copioso de la obra, la señal de una época en nuestras letras. Esa literatura gaucha es lo único que hasta hoy puede atraer la curiosidad[291] de Europa: ella es un producto natural, autóctono, en su salvaje fiereza y poeta va el alma de la tierra. El poeta de ese momento embrionario es Martín Fierro, y en esto estoy absolutamente de acuerdo con el señor de Unamuno.
Chile ha tenido también cultivadores, pero ninguno de los que han pretendido hacer novela chilena ha vencido al viejo Blest Gana. Sin embargo, Blest Gana, escritor sin estilo, fabulador de poco interesantes intrigas, está ya casi olvidado. Su novela no es la novela americana. Surge ahora en Chile un talento joven que es firme esperanza; ha demostrado la contextura de un novelista de base nacional, sostenido por la precisa cultura, la necesaria cultura, sin la cual nada será posible; me refiero al hijo de Vicuña Mackenna, a Benjamín Vicuña Mackenna Subercasseaux, de nombre un poco largo para nombre de autor. Del Perú no conozco novelista nombrable, aunque hay buenos cuentistas entre los jóvenes literatos, lo que no es poco. Ricardo Palma ha podido realizar una obra que habría completado su fama de tradicionista: la novela de la colonia. Lo propio el boliviano Julio L. Jaimes, cuyas reconstrucciones del buen tiempo viejo de Potosí demuestran su maestría en esos asuntos. Venezuela ha tenido novelistas locales, cuya obra total se esfuma ante un solo cuento de Díaz Rodríguez. Este escritor podría darnos la novela venezolana, americana; pero se queda en su jardín de cuentos, de innegable filiación europea. En Colombia los que han escrito novelas forman legión. Colombia es el país de la fecundidad, en talento, en mediocridad, en todo. Por algún lado allá todo el mundo es Tequendama. Pues entre toda la balumba de novelas colombianas tan solamente florece para el mundo, orquídea única de esos tupidos bosques, la caucana María. Ultimamente un escritor de combate, artista leonino, malgré lui, ha escrito una novela-poema, con la inevitable mira política. Hablo de Vargas Vila. En Centro[292] América sólo hay dignos de cita José Milla, autor de varias curiosas novelas de argumento colonial, escritor de ingenio muy castizo, persona grata seguramente al señor de Pereda; Salazar y Enrique Gómez Carrillo, todos guatemaltecos de nacionalidad, pero el primero, fruto legítimo de España, el segundo saturado de Alemania, el tercero parisiense de adopción y vecino del Boul' Mich. En Méjico, como en Colombia muchos novelistas han surgido, desde Altamirano hasta Gamboa; pero la novela mejicana se espera aún.
Ya ve el señor de Pereda que su bondad es un tanto abultadora. Nuestro organismo mental no está constituído todavía, y si en lírica podemos presentar dos o tres nombres al mundo, toda la novela americana producida desde la independencia de España hasta nuestros días no vale este solo nombre, por otra parte poco simpático para mí: Benito Pérez Galdós.
Una novela americana acaba de publicarse en Madrid, de la cual quiero hablar a los lectores de La Nación. Todo un pueblo. Su autor es Miguel Eduardo Pardo, venezolano, residente en París, y que ha vivido por algún tiempo en esta Corte. El libro es una obra de bien y de valor. Alguien ha dicho que en vez de llamarse Todo un pueblo, debería ser todo un continente. En efecto, con la excepción de los dos pueblos cuerdos que van a la cabeza de la América española, el resto puede reclamar como retrato propio el libro de Pardo. Se trata del famoso South America, un South America que se extiende hasta la frontera de los Estados Unidos. Yo no sé si su autor ha querido ponernos a la vista su Venezuela; pero por más de un retrato hecho a lo vivo, se sacaría por consecuencia que sí. Mas lo que pasa en las doscientas y tantas páginas del libro puede tener por escenario más de un país americano que conozco. Es la lucha del espíritu[293] de civilización con un estado moral casi primitivo que permite el entronizamiento del caudillaje en política, del fanatismo en religión, y en lo social de una vida, o retardada en la que confina con la choza de antes, o advenediza hasta producir ese fruto de exportación único y de legítima procedencia hispanoamericana: el rastaquouere. En este libro de literato hay el pensamiento de un sociólogo. La tragedia que anima la narración tiene por escenario un pedazo de esas Américas cálidas, con sus ciudades semicivilizadas y sus campañas pletóricas de vida, sembradas de bosques en que impera la más bravía naturaleza y en donde se refugia el alma del indio, el alma libre del indio de antaño, afligida de la opresión y decaimiento de los restos de tribus del indio de ahora. Y es la preponderancia de los descendientes de los conquistadores, de los mestizos enriquecidos; el producto de la raza de los aventureros y hombres de presa que llegaron de España y la raza indígena, que dió por resultado «una sociedad sin génesis bien esclarecido», que tuvo como las sociedades europeas su aristocracia, su clase media y su plebe. La primera, más anémica y por ende menos copiosa que la abundante clase media, engendró seres degenerados y enclenques los cuales seres, creyendo a pie juntillas en su alcurniada descendencia, se proclamaron de la noche a la mañana raíces, ramas, flores y capullos de aquellos árboles egregios que fueron orgullo genealógico del pueblo que por casualidad hizo nido en las montañas de la egregia Villabrava. Villabrava, como he dicho, puede estar en la república americana que el lector guste. En política es esa interminable serie de revueltas, motines, asesinatos, pandillajes, asonadas, pronunciamientos; los feroces coronelotes zambos y los crueles generalotes indios; el aventurero que logra en países semejantes altos puestos públicos, a fuerza de habilidad y audacia; los oradores de oratoria rural, los diputados fantoches y guapetones, ¡y La Patria! ¡La Libertad! ¡El 93! ¡Los derechos[294] del hombre! la Prensa grotesca, adulona o de presa; los distinguidos personajes que rodean a su excelencia; la policía de verdugos; los vicios desbragados al son de las bandas palaciegas... ¡oh!, es eso de un pintoresco de opereta que mezcla lo terrible con lo bufo. Pues bien, de eso hay mucho en el decorado de la obra de Pardo; y en el fondo el problema de la regeneración, o mejor, de la verdadera civilización de esas comarcas. Claro es que en la fábula debía haber su llama de amor, y la hay; es la lámpara que arde en su pureza entre las agitaciones del cómico y sangriento carnaval. Pardo es escritor de prosa violenta, algo desenfadada, pero se ve que ama el arte por los lujos verbales que ostenta el caballo en que un duque puede entrar en la iglesia, lleva herraduras de plata. Sobre las rocas de su tierra deja un reguero de bellas chispas.
Madrid, 1899.
Hace algún tiempo decía Leopoldo Alas: «En literatura estamos muy mal. Muchos no lo notan siquiera, o porque su grosera naturaleza no da importancia a lo espiritual, no siendo de interés egoísta, o por falta de gusto y de inteligencia; otros sí lo notan... pero quieren ganar amigos, no perderlos, y hacen como si creyeran que todo va perfectamente. Censuras generales, anodinas, que no ponen el dedo en la llaga ni comprometen, eso sí; todo lo que se quiera. Pero censura directa, concreta, personal, con motivo de este autor, de esta obra ¡oh! nadie se atreve. Hablo de la censura bien intencionada, imparcial, desapasionada, por amor al arte. No llamo censura a los gritos del rencor, de la enemistad, de la burla baladí, que todo lo mancha y pisotea por dar que reir a los malvados, a los imbéciles y a los envidiosos. Ruindades y cascabeles de bufón inmoral, casi inconsciente en sus injusticias de Momo, no faltan. Alardes de procaz insulto, de falta de respeto a ideas y legítimas autoridades, abundan; pero eso ¿qué tiene que ver con la crítica honrada, concienzuda, edificante?»
El señor Alas se refiere, como veis, a la crítica que censura; yo encuentro iguales o más lamentables tachas en la crítica que quisiera tender a sociológica; en la crítica[296] que admira. Pero ante todo, ¿existe la crítica española? Un amigo escritor me contestaba:
«Crítica, no hay; hay críticos.» Desde mi llegada he buscado en libros y periódicos alguna manifestación nueva. Los pocos reconocidos como maestros callan, o porque los órganos principales no solicitan sus opiniones o porque el desencanto les ha poseído. Valera prefiere volver a la novela; Balart hacer versos de cuando en cuando; Clarín, el más militante de todos, escribe paliques en vez de ensayos, porque los paliques se los entienden. En las publicaciones de cierta autoridad, revistas e ilustraciones, ejercen unos cuantos veteranos anónimos, cuyas palabras no encuentran el más débil eco; extraen sus pensares de antiguas alacenas, los exponen a propósito de cualquier tópico y los vuelven a guardar. Los hay que tienen cierto nombre como eruditos en materias especiales; pero a uno de éstos he visto juzgar en la revista más seria de España, y en cuatro líneas, como obra mediana y de autor que promete, el magistral Del Plata al Niágara—de Groussac—, y deleitarse en el espacio de dos o tres páginas con cualquier producto nacional, que entre nosotros apenas lograría ser mencionado en la sección bibliográfica de un diario.
Ciertamente, de Larra a estos tiempos, la crítica en España ha tendido a salir de la estrechez formalista y utilitaria. Quedan rezagos de la época hermosillesca y dómines tendenciosos, a quienes mataría una ráfaga de aire libre. Las pocas figuras sobresalientes en la mediocridad común han conseguido hacer entrar alguna luz tras muchos esfuerzos; pero esos rayos quedan aislados. La crítica tiene que encogerse, tiene que rebajarse para ser aceptada. No se demuestra la voluntad de pensar, en ninguna clase de muntales especulaciones. Y Luis Taboada dice una corrosiva verdad—que me permito creer de terrible intención—cuando afirma que en España entre «el señor de Ibsen» y él, él. Así os explicaréis que Clarín siga en una incontenible exuberancia de paliques,[297] y que ese grotesco y distinguido gramático de Valbuena tenga lectores.
Hay que advertiros que en revistas y diarios, apartando los nombres célebres que conocéis, todo escritor, malo o bueno, es crítico. La tendencia que entre nosotros se acentúa, y que en todo país culto es hoy ley del especialismo, es aquí nula. Todo el mundo puede tratar de cualquier cosa con un valor afligente. ¿Hay que dar cuenta de una exposición artística, que juzgar a un poeta o a un músico, o a un novelista?—El director de la publicación confiará la tarea al primero de los reporters que encuentre. Aquí no hay más especialistas que los revisteros de toros; los cuales revisteros también hacen crítica teatral, o lo que gustéis, con la mayor tranquilidad propia del público.
Pero hay autoridades notorias. Ante todo Menéndez Pelayo, cuyas preocupaciones de ortodoxia no han impedido que sea el más amplio al mismo tiempo que el más sólido criterio de la literatura española en este siglo. Es una vasta conciencia, unida a un tesón incomparable. Hace algunos años he tenido ocasión de tratarle íntimamente, cuando vivía en su departamento del hotel de Las Cuatro Naciones. Hacía vida mundana, no faltaba a las reuniones de sociedad; tenía su cátedra; y sin embargo, le sobraba tiempo para escribir en varias revistas, informarse de los libros en cuatro o cinco idiomas, que llegaban del extranjero, y proseguir en su labor propia, en la producción de tanta obra saturada de doctrina, maciza de documentación, imponente de saber y de fuerza. Es el enorme trabajador de los Heterodoxos y de las Ideas estéticas. Creo que abandonó su antiguo proyecto de escribir una Historia de la literatura española. Su labor realizada vale verdaderos tesoros, que son desde luego más estimados en su justo valer en el extranjero que en España; fuera se pesan su ciencia y su conciencia; aquí se admira su fetiche, y se le coloca entre varias beneméritas momias.
Entregado a estudios universales, a labores de dificilísima erudición, la crítica de Menéndez Pelayo no se aplica a la producción actual, como no sea a trabajos que tengan relación con sus señaladas disciplinas. Encerrado en la Biblioteca Nacional, cuyo director es, continúa en sus tareas benedictinas, lejos de las agitaciones cuotidianas y en relación tan sólo con los eruditos y sabios de otros países.
Don Juan Valera, en sus últimos años, ha vuelto a la novela. No se lee más aquella sabrosa crítica suya en que las ideas expresadas no tenían tanto valor como la manera de expresarlas. No es esto decir que el famoso trabajo sobre el Romanticismo en España, o sobre el Quijote, carezca de vigor ideológico; pero su manera, que desenvuelve tan gratamente las más sutilísimas complicaciones, ha sido el principal distintivo de su excepcional talento. Su cultura es mucha, y posee esa cosa hoy muy poco española en el terreno de la crítica: distinción. Lo cual no obsta a que a través de la trama de sus discursos aparezca cierta fina malignidad, un buen humor picaresco, que suele dar a los más calurosos elogios una faz de burla. Y esto es de tal modo, que los enconados o los envidiosos suelen ver aún en los más sinceros aplausos de don Juan, un sentido oculto y desventajoso para los que él cree dignos de su alabanza.
Lo cierto es que tiene singular habilidad para manejar contradicciones y recrearse recreando con paradojas. Teje alrededor de una idea complicadas redes, traza ingeniosos laberintos en donde él camina con toda holgura y sin peligro, mientras sus lectores poco avisados caen en la trampa o juzgan salir del enredo cuando más en él se internan. Y no obstante, yo creo en la lealtad de sus opiniones. A este respecto le encuentro mucho de semejante con Anatole France.
Leopoldo Alas, o sea Clarín, ha sufrido la imposición de un público poco afecto a producciones que exijan la[299] menor elevación intelectual. Clarín ha demostrado ser un literato de alto valer, un pensador y un escritor culto, en libros y ensayos que fuera de su país han encontrado aprecio y justicia; mientras los lectores españoles no han podido sino gustar sus cualidades de satírico, obligándole así a una inacabable serie de charlas más o menos graciosas, en que, para no caer en ridículo, tiene que desperdiciar su talento ocupándose generalmente de autores cursis, de prosistas hueros y poetas «hebenes». Taboada en el Parnaso. Y ese es el autor de páginas magistrales como sus antiguas Lecturas, o su ensayo sobre Baudelaire, o el de Daudet y tantos otros. En América se tiene por esto una idea falsa de Leopoldo Alas. Este es un hombre serio: desde hace mucho tiempo doctor en derecho y profesor de Oviedo, y entregado siempre a lecturas graves y poco risueñas. Mas tiene que reir y hacer reir a tontos y a malignos, so pena de no colocar sus estudios de médula y enseñanza: pues como lo acaba de decir un diario—El Liberal—, el «Madrid Cómico va en camino de ser el primer periódico literario de España». Claro está que el señor Alas escribe esos artículos con una precipitación febril que se ve claramente en cada uno de ellos, y así se explica que algunas dos veces haya confundido en el Madrid Cómico a Richepin con... Montepín, y haya hecho la célebre comparación entre Flaubert, Eberts y Anatole France, con el Valera de Morsamor. Clarín, pues, actualmente, no escribe crítica, como no sea para el extranjero. ¡Aquí, lo que pagan bien son paliques: pues paliques!
El señor Balart también hace mucho tiempo que no critica. Este escritor, cuya fama de poeta ha oscurecido su renombre de crítico, ha sido comparado con Lemaître y France a título de impresionismo. En mi entender, no ha habido en el señor Balart más que una nueva faz del eterno pedagogo autoritario, que se conmueve reglamentariamente y falla en última instancia sobre todas las estéticas; y así como su censura es estrecha, su elogio[300] es desmesurado. Se le ve en ocasiones pasar impasible ante una manifestación artística, ante una idea llena de novedad y de belleza, y cantar los más sonoros himnos a la mediocridad apadrinada, o a lo que por algún lado halaga sus tendencias personales, sus propios modos de ver. Se celebran sus críticas de arte, y jamás ha demostrado en tales asuntos sino la más completa chatura, la «flatitud» de un criterio áptero, impermeable a toda onda de arte puro. Viene de los antípodas de un Ruskin. Yo no me explico la conquista de su autoridad a este respecto sino por la falta de competencias y por la inconmovilidad con que la mayoría se deja imponer toda suerte de pontificados. La misma minoría intelectual no protesta sino en voz baja, y, sin fuerzas tampoco para poder imponerse, deja que la corriente siga.
Como crítico de arte sobresale Jacinto Octavio Picón, el novelista cuyo último libro sobre Velázquez ha tenido muy buena acogida en España y fuera de España. Su crítica teatral ha tenido también una época de boga. A este respecto se distingue entre todos sus colegas, el crítico de El Español, señor Canals. Al menos es quien trata con más certidumbre y más entusiasmo las obras de que le toca dar cuenta en su tarea periodística.
Podría señalar algunos otros nombres como el del señor González Serrano—después de recordar la pérdida que sufrió el pensamiento español con la muerte del catalán Ixart—, pero sería la revista harto larga. En la juventud surge hoy una que otra esperanza, y no es poco lo que ha de dar en un cercano porvenir cerebro tan bien nutrido y generoso como el del autor de Alma Contemporánea, Llanas Aguilaniedo, cuyos comienzos han entusiasmado al mismo descontentadizo Clarín. Llanas es un estudioso y un reflexivo. Comprendo lo grave que encierra el trabajo de pensar y de juzgar. Hay una luz individual que él ha descubierto dentro de su propio espíritu, y siguiendo el consejo de Emerson, la persigue. En lo moral, en lo intelectual, cultiva la buena virtud[301] de la higiene. Llega a una época en que, si sabe dirigir su propia voluntad, hará mucho bien a la nueva generación de su país. No es su libro primigenio, sino la apertura de una larga vía. En esas páginas hay mucho justo y original y no poco reflejo e injusto. Pero el esfuerzo supera a todo lo que sus compañeros han producido. Antes que él está Martínez Ruiz, curioso y aislado en el grupo de la juventud española que piensa. De él he de tratar en otra ocasión, como del vasco nietzschista Ramiro de Maeztu, que está llamando la atención de los que observan, por su fuerza y su singularidad.
Cuando el rey de España recibe a los nuevos grandes que deben cubrirse delante de él, es costumbre que cada cual diga unas cuantas frases en que, después de recordar la gloria de sus antepasados y el timbre de sus blasones, ofrezca al monarca sus servicios y protestas de lealtad. Sorprendió hace algún tiempo el discurso de cierto joven grande de España, que más o menos, dijo a la reina estos conceptos: «Señora, mis abuelos fueron mis abuelos y su gloria es de ellos; yo soy ingeniero y mi título y mi trabajo es lo único que puedo poner a los pies de vuestra majestad». Lo llamativo y simpático de la nota, despertaba en la generalidad este pensar: «¡Hay, pues, nobles que trabajan!» La sorpresa era justa. Es un hecho reconocido que en nuestras sociedades modernas, según la frase reciente de M. de Montmorand, ce qui caractérise le noble, c'est son oisiveté, son inaptitude au travail.
En todas partes, y por su propia culpa, la nobleza ha perdido terreno.
Las necesidades de la vida actual, el desarrollo del comercio, las ambiciones de la gran burguesía, han trastornado un tanto los armoriales: y el día en que un Rothschild ha sido ennoblecido a causa de su dinero, el espíritu de Dozier flotó sobre las salazones de Chicago. Desacreditada y todo, la nobleza impone sus pergaminos.[303] Las señoritas adineradas de los Estados Unidos, y por no quedarnos atrás, algunas de la América del Sur, pagan a buen precio el derecho de poder ostentar una corona marcada en su ropa blanca, o pintada en la portezuela del carruaje. En nuestras democracias, la presencia de un noble siempre es decorativa en la vida social. Huelen esos caballeros, mal educados, ignorantes, obtusos, pero casi siempre ¡visten tan bien! A América suelen llegar gentlemen y escrocs; nobles verdaderos y nobles falsos. Algunos han ido a parar a la penitenciaría de Buenos Aires.
La nobleza francesa, que en estos últimos tiempos ha dado tan poco edificantes espectáculos, diríase que constituye el más claro tipo de decadencia. Su incapacidad es tan solamente igualada por su ligereza; y si en algo puede confiar la estabilidad de la república, es en la ineptitud intelectual y flaqueza moral que se revela en ese plantío de gardenias y claveles. Con gran justicia un escritor de criterio certero, Paul Duplan, dice, en un estudio reciente: «Cuando se estudia la historia de nuestro país de cien años acá, queda uno estupefacto de la increíble incoherencia sociológica y política de los nobles. Hacen constantemente lo contrario de lo que se podría prever; están siempre a caballo cuando se debería estar a pie; parlanchines y ruidosos cuando deberían estar silenciosos y prudentes; pierden en la vida pública el tacto que conservan en sus salones; empujan la república a la izquierda con la intención de atraerla a la derecha; demasiado católicos al fin del siglo XIX después de haber sido volterianos al fin del siglo XVIII, pierden el contacto con la democracia y se obstinan en confiar sus hijos a los religiosos, cuando debían hacerlos educar en nuestros colegios; caen en el snobismo inglés, cuando debían hacer prevalecer la elegancia francesa; chismosos y maldicientes; descontentos y vejados bajo la Restauración, bajo Luis Felipe, bajo Napoleón III, bajo la tercera república; vuelven la espalda[304] a la ciencia contemporánea que no es clerical y quieren que lo sea; se hacen ridículamente zurrar el 16 de mayo; se meten en «la Baulange»; exageran el antisemitismo después de haber adoptado a los grandes judíos, aceptado sus regalos y frecuentado sus castillos, sus yates y sus cacerías. En fin, gentes en su mayor parte surannés y vieux jeu, aun en el dominio de sus placeres. Han quedado como cazadores diligentes, y ¿qué ardor les devora? Por ejemplo, la caza a la carrera como en las épocas prehistóricas: cansar, en nuestras pequeñas florestas, a un desgraciado animal, casi amansado, que a menudo no quiere correr; entregarle a la ferocidad de los perros y gozar con ese terror y con esa muerte. ¿Y el estúpido tiro de pichón? ¡Qué singular élite, la de esta nobleza ociosa e ingenua, que no tiene otra carrera que el matrimonio de dinero!»
La nobleza española no ha llegado a este último estado, hay que confesarlo. (¿Es por falta de cotización?) Pero nada señala que la patria española pueda esperar algo de sus grandes o de su aristocracia. A pesar de que buena parte de las principales familias educan a los hijos en pensiones inglesas, es difícil encontrar aquí el gentleman-farmer blasonado. Los propietarios de tierras de labranza, o los ganaderos, o arriendan o dejan los trabajos al cuidado de administradores, que poco interés han de tomarse, como no sea el propio provecho. El propietario cobra sus rentas, sin que se le ocurra pensar en introducir mejoras, o aplicar la experiencia de otros países, en procedimientos o maquinaria.
Algunos se dedican a la política; raros, rarísimos, como Valdeiglesias, al periodismo. Señalados son los que en las letras tienen nombre, o se consagran a estudios especiales. En cuanto a los grandes nombres científicos, ni Cajal, ni Federico Rubio, ni Builla, ni Posada, ni Pedro Dorado, ni Augusto Linares, pertenecen a la nobleza... En el teatro, durante el tiempo que llevo en Madrid, dos títulos han presentado al público sendos[305] arreglos del francés. En cambio, hay un actor grande de España, y varios emparentados con linajudas casas. Ahora bien, con la última estadística a la vista, he contado 41 duques, 358 marqueses, 203 condes, 30 vizcondes y 49 barones.
De antiguo he sabido la poca afición al trabajo de la nobleza española, a causa sobre todo de las preeminencias de la hidalguía y de los mayorazgos.
Familias llenas de oro y acostumbradas al regalo, mal podían pensar en otra cosa que en los privilegios de su grandeza. En tiempos de Felipe II, el duque del infantado tenía 90.000 ducados de renta; el de Medina de Río Seco, 130.000; el de Osuna, 130.000; dependían de ellos más de 30.000 familias feudatarias. Los duques de Alba, de Nájera, y de Zúñiga poseían tierras que daban 80.000, 60.000 y 70.000 ducados de renta, en Castilla la Vieja; el de Medinaceli, en Toledo, 150.000; en Granada, Extremadura y Jaén, los duques de Medina Sidonia, de Arcos y de Feria, 150.000, 70.000 y 60.000. En Cataluña y Valencia los duques de Gandía y Córdoba, 80.000 ducados de renta cada uno. (Ms. de Denys Geoffroy. V. Weiss).
Algunas de estas familias todavía conservan mucho de sus pasadas riquezas. Otras, como la de los Osuna, han tenido que caer bajo el martillo del rematador.
La juventud aristocrática, como he dicho, se educa generalmente en el extranjero: Inglaterra y Bélgica son los países preferidos.
La educación es esencialmente religiosa. Siempre, en las altas familias está la influencia del sacerdote.
Si el joven sigue una carrera, una vez obtenido el título se dedica a vivir de sus rentas; se case o no se case, en Madrid y en el extranjero, la vida social y el sport le absorberán todo su tiempo. La moda inglesa, el britanismo, se apodera de algunos; otros tienden a la vida chulesca. Son amigos de los toreros, y, los días de corrida, van a la plaza con indumentaria que pregona sus aficiones, en lujosas calesas tiradas por mulas llenas de cascabeles,[306] o en sus espléndidos carruajes. Hoy que medra el café-concert, hay quienes se aficionan a las divettes. Por lo que toca a la vida íntima, a la familia, naturalmente, diré que no la conozco. Se me dice, no obstante, que el padre Coloma exagera un poco sus Pequeñeces.
Las antiguas virtudes esencialmente españolas, parece que también han desaparecido. Dejo la palabra a don Santiago Alba.
«Por de pronto, ya hemos revelado y hemos aprendido que sin una educación positiva no conservan los pueblos algo de que nosotros hubimos de creernos depositarios, a través de los siglos de los siglos, simplemente por el mágico efluvio de nuestras glorias legendarias: el valor y el patriotismo. Mientras que aquí la aristocracia de la sangre y la del dinero—con ligeras y honrosísimas excepciones—seguíase divirtiendo en plena guerra «a fin de evitar perjuicios al comercio y a la industria», allá, en el pueblo de los «mercachifles», todo un batallón de millonarios pedía puesto en la guerra y recibía en la vanguardia el saludo de los fusiles españoles».
El faineantismo da esos peligrosos frutos.
La joven nobleza también ha sabido divertirse de bastante sonoras y extraordinarias maneras. No generalizo: pero un buen ramillete de hechos os hará ver que la «indiada» de Buenos Aires no tendría mucho de que ufanarse ante ciertos ejemplos de por acá. En todos lugares la jeunesse dorée es censurada por causa de su poco juicio y de su humor, y nuestra América no está fuera de la regla. Durante mi permanencia en Chile pude observar la campaña que la Prensa entablara contra la famosa «juventud dorada» de Santiago; y en Buenos Aires he visto cómo se protesta ante las hazañas de los «indios», hoy ya casi desaparecidos, o destituídos por precarios aunque estrepitosos compadritos. Hay que consolarse con que el caso ha sido de todos los tiempos; y Alcibíades al cortar la cola a su perro, y Erostrato incendiando el templo de Diana, eran ya precursores. En[307] la grave Inglaterra podéis recordar las proezas realizadas por los distintos Clubs de que nos habla Hugo en una de sus más bellas novelas. Los hechos sucedían entre jóvenes de la nobility y de la gentry. La broma se convertía a veces en crimen. Se divertían «decentemente», dice Hugo. Había el She romps club, cuyos miembros ponían con los pies para arriba a la primera mujer que pasaba por la calle; si se oponía, se la azotaba. Los del Merry-dances «hacían bailar por negros y blancas las danzas de los picantes y de los tintirimbas del Perú, especialmente la mozamala. Los del Hellfire tenían por especialidad cometer sacrilegios. Los de Las cabezadas las daban a las gentes. Los del Fun rompían espejos y retratos, mataban perros, hacían circular falsas noticias, incendiaban, hacían daño en las casas. Los del Mohock, reían hiriendo y martirizando a pobres transeúntes». Y concluye Hugo: «Esos eran, al principio del siglo XVIII, los pasatiempos de los opulentos ociosos de Londres. Los ociosos de París tenían otros. Monsieur de Charolais soltaba un tiro a un burgués a la puerta de su casa. De tout temps la jeunesse s'est amusée». Ya veis una vez más que nada hay nuevo bajo el sol.
Ahora, veamos algunos hechos graciosos de nuestros parientes los hidalgos.
En un pueblo de la provincia de Segovia, el duque de S. F. tuvo la humorada de dar una cacería, a la que invitó especialmente al cura. De pronto, en lo más intrincado del bosque, aparece un grupo numeroso de «damas alegres» con la indumentaria de Diana y sus ninfas.
El joven conde de F. S. y el primogénito de los marqueses de R., una mañana de invierno, al salir de una juerga, tuvieron a bien bañarse en el estanque helado del Retiro, de donde fueron sacados medio muertos.
El hijo del conde de P. R. y el del conde de F. S., en una noche de verano encuentran en el paseo de Recoletos a una joven aguadora, y con unas tijeras ejercen de[308] peluqueros profanando una de las bellas poesías de Gauthier... Estos mismos jóvenes risueños encerraron en una leñera de una casa en la calle de Isabel la Católica a la portera, e hicieron apalear por el portero a un quidam.
Un sobrino del duque de V. se divierte tanto, que la familia resuelve enviarlo a Filipinas. Allá es sumamente atendido por el Arzobispo, que le ofrece desde luego su coche. El joven acepta y lo aprovecha para ir a ciertas casas. Las gentes que pasaban y veían allí situados el coche y los cocheros de su ilustrísima, se hacían cruces: «¡Qué casas visita el señor Arzobispo!»
Un personaje ya citado penetra en una casa de juego, y revólver en mano se adueña del dinero. Nadie le dice una palabra. Al día siguiente vuelve; pero hay listos dos sujetos «de buena voluntad» que le meten en un coche, le llevan al camino de Chamartín de la Rosa y le pegan tal paliza que queda casi sin vida.
El marquesito de R., temible por lo que llama el sabio Cajal el matonismo, arruinó a un tabernero de la plaza de Santa Cruz, con la célebre frase «apunte usted». El infeliz se dejó arruinar sin proferir una queja.
A veces la farsa es trágica. En una provincia, dos caballeros joviales encuentran a una desgraciada y «porque está melancólica» determinan echarla al río. Lo hacen, y la mujer se ahoga.
En un balcón de cierta casa de la calle de la Palma tuvo toda una noche vestidas de Eva a tres jóvenes del batallón de Citeres, el duquesito de S. F.
Un burgués rico, andaluz y muy chistoso, va con una dama en un carruaje; ordena al cochero que vuelque, y resulta la dama con las piernas rotas. Otra vez se complace en meter a un bufón popular en el vientre de un caballo muerto.
El hijo de un gran general entra en un café sable en mano cierta noche con una compañera de escasa indumentaria. Hace desalojar la sala y la convierte en alcoba[309] de placer. Este mismo va a una funeraria y encarga un servicio para cierto difunto que estaba muy vivo en su casa.
El nieto de un célebre escritor, hijo del conde de C. A., y emparentado con la más alta nobleza, estando en el teatro de cierta ciudad, contestó el saludo de un amigo que estaba en la platea, tirando de su palco silla tras silla. El mismo rompió en Gijón todo el servicio de un café, sin la menor protesta del dueño. Después, en un teatro de otra ciudad, suspendió la función a garrotazos.
A veces las cosas resultan mal. Al hijo natural de un insigne hombre político le asesinaron en la calle de la Flor unos cuantos chulos.
En Almería un joven distinguido va a una casa de diversión. La dueña se opone a que entre, y él la deja muerta de un tiro.
Tres de los ya señalados ataron una noche a un sereno ante la estatua del teniente Ruiz—cara a Julio Ruiz.
Un buen día el marquesito R... necesita dinero, y saca y lleva a una casa de préstamos las más ricas ropas de la señora marquesa.
El conde de P... apuesta con un amigo que irá a París a ganarse la vida pidiendo limosna y tocando la guitarra por las calles. Y lo hace.
Hay otras tantas cosas delicadas de citar, por la altura de los personajes que tomaron parte; pero que, aunque la Prensa no se haya ocupado de ellas, están en la memoria de todo Madrid.
Así, nuestros indios con su fun ya veis que se han quedado un poco atrás. Sus ocurrencias no son causadas por el soplo que viene de la Pampa y que aun trae el eco del malón. La «indiada» de las noches alegres bonaerenses tendría que aprender de los descendientes de ilustres casas, de jóvenes cuyos cuarteles de familia tienen la consagración de muchos reyes. La filosofía del asunto sería que el deseo del mal por el mal es innato, y que el[310] sentido de la perversidad de que habla Poe duerme en su célula, esperando la oportunidad de aparecer. El estudio y el trabajo son los únicos antídotos contra ese veneno natural e íntimo. Con ellos se doma la fierecilla que va con nosotros. Mas en las clases ricas y extrañas a todo lo que no sea capricho y goce de la existencia, entre la ociosidad y el fastidio, el trabajo y el estudio no pueden obrar. Agregar a esto los privilegios sociales, la pobreza fisiológica y la degeneración demostrada de las familias nobiliarias, y decidme si se puede «hacer patria» con tales elementos.
No, no puede aguardar nada España de su aristocracia. La salvación si viene, vendrá del pueblo guiado por su instinto propio, de la parte laboriosa que representa las energías que quedan del espíritu español, libre de políticos logreros y de pastores lobos.
21 de febrero de 1900.
La Sociedad Unión Ibero-Americana trabaja en estos momentos porque se celebre un Congreso, que denomina social y económico, y al cual concurrirían las Repúblicas americanas y España con objeto de estrechar y aumentar las relaciones sociales comerciales. Con Congreso, o sin Congreso, ya era tiempo de ocuparse en este asunto. La situación en que se encuentra la antigua Metrópoli con las que fueron en un tiempo sus colonias no puede ser más precaria. La caída fué colosal. Las causas están en la conciencia de todos. La expansión colonial de otras naciones contrasta, al fin de la centuria, con las absolutas pérdidas de la que fué señora de muchas colonias. Después del desastre, recogida en su propio hogar, piensa con cordura en la manera de volver a recuperar algo de lo perdido, ya que no en imposibles reconquistas territoriales, lo que pueda en el terreno de las simpatías nacionales y de los mercados para su producción. Reconocido está ya, que la culpa de la decadencia española en América no ha sido, como en el verso, obra «del tiempo». Ha sido[312] culpa de España. En cuanto a los males interiores, cierto es que no pocos se los causó el descubrimiento del nuevo mundo. Esos 50 millones de habitantes; 24 millones de kilómetros cuadrados; 48 Españas en extensión, «donde se derramó nuestra sangre, se malgastó nuestra vida, y sólo suenan como un recuerdo los acentos de nuestra lengua», que dice el escritor andaluz señor Ledesma, les fueron perjudiciales al reino conquistador. No porque sin la obra de Colón hubiese completado el gran Cardenal su empresa africana, sino porque aquel Klondike continental sería el cebo de aventureros ambiciosos, y envenenaría de oro fácil las fuentes industriales de la Península. El hidalgo, conquerant de l'or no tendrá sino que procurarse «peluca y espada, desdeñando oficios y comercio», como escribe en uno de sus libros Juan Agustín García, al citar a Gervasoni y una Cédula real: «De las Indias he sido avisado que muchas personas que de acá pasan, puesto que en ésta solían trabajar e vivían e se mantenían con su trabajo, después que allá tienen algo, no quieren trabajar, sino folgar el tiempo que tienen, de manera que hay muchos: de cuya causa yo envío a mandar que el Gobernador apremie a los de esta calidad para que trabajen en sus faciendas». Eso hacía España una vez realizada la conquista del oro, folgar el tiempo que tenía. Primero fué el tiempo del aumento del poderío, la sujeción del sol en sus dominios; más ya con Felipe II empieza la carcoma y el decaimiento. Esto a pesar de la riqueza natural, tan copiosamente señalada por entusiastas como Mariana o Miñano. Wiss se embelesa en repetir la enumeración de tantos elementos de riqueza, en varios climas y en tierras fecundísimas. Al par que los distintos productos ofrecen un copioso acervo para la exportación, ésta está favorecida por la extensión de las costas y la buena condición de los puertos mediterráneos y atlánticos. Todo esto era aprovechado en el siglo XVI. El movimiento fabril y el desarrollo comercial[313] acrecían la riqueza. Los tejidos se fabricaban en numerosos establecimientos.
Solamente en Segovia, cuyos paños se tenían por los más bellos de Europa, trabajaban 34.000 obreros. Según de Jonnes, en 1519 se contaban en Sevilla 6.000 telares de seda, y habría 130.000 obreros en la fabricación de sedería y tejidos de lana. Hay que leer a este respecto el estudio que sobre las industrias antiguas sevillanas ha publicado el erudito señor Gestoso y Pérez—que tiene inédito un «Ensayo de un Diccionario de artistas industriales que florecieron en Sevilla desde el siglo XIII hasta el siglo XVIII, inclusive»—, para darse cuenta del progreso alcanzado en aquella época y en aquella provincia, en lo referente a la producción industrial. Las marinas mercantes de Inglaterra y Francia eran inferiores a la española. El inflado Moncada puede escribir del puerto sevillano: «es la capital de todos los comerciantes del mundo. Poco ha que la Andalucía estaba situada en las extremidades de la tierra, pero con el descubrimiento de las Indias ha llegado a estar en el centro». La riqueza estaba en fruto; diríase que España era la nación de las naciones; solamente el ojo visionario de Campanella advertía peligros en lo oscuro del porvenir; y notaba que como hoy a Inglaterra, tenían ojeriza todos los pueblos del mundo al pueblo fuerte y rico que dominaba. Ciertamente habían de cumplirse los temores del autor de la Monarquía Hispánica y con los sucesores de Felipe II vendría el descenso a nación de segundo orden, la pérdida en los distintos dominios, la decadencia militar y la mengua en el comercio. La escasez de barcos se acentuó tanto, que ya bajo Carlos el Hechizado se hacían servicios oficiales a Cuba y a las Canarias, por medio de buques genoveses. Los productos escaseaban, pues los cultivos fueron dejados, y los campos, un tiempo florecientes, estaban despoblados de trabajadores, a punto de que no solamente en ambas Castillas, sino también en la productiva región andaluza,[314] el abandono era absoluto. Disminuyó a una cantidad mínima la exportación de la lana, en lugares como Cuenca. Los telares y sederías quedaban reducidos a señalado número. El movimiento comercial, con la renta de los productos del país, vino muy a menos; la exportación a las colonias de América fué nula, y España tuvo que empezar a proveerse en otros países manufactureros. De más está decir que otras naciones aprovecharon el caso para colocar sus mercaderías en las tierras americanas.
Con la funesta expulsión de los moros padecieron grandemente la agricultura y la industria. Aquellas gentes laboriosas por religión y por necesidad habían aumentado inmensamente la riqueza de la península no solamente con sus labores fabriles, sino con el cultivo de los campos, como esa maravillosa huerta de Valencia que les fué pingüe y que tanto hermosearon y aprovecharon. Una vez realizada la expulsión, claro es que el movimiento comercial e industrial, sostenido por ellos, mermó y luego concluyó. Ya en el reinado de Felipe III, a la decadencia en los trabajos del campo se juntó una baja de población notabilísima. En Cataluña misma estaban deshabitadas «las tres cuartas partes de los pueblos». En plenas Cortes, y bajo Felipe IV, se clamó contra la amenaza de una ruina segura. «Pues era llana y evidente, dice Céspedes y Meneses, que si este estado se aumentase, al paso mismo que hasta allí, habría de faltar a los lugares habitantes y vecinos, los labradores a los campos y los pilotos a la mar... y desdeñando el casamiento, duraría el mundo un siglo sólo». Weiss demuestra la decadencia de la agricultura, entre otros motivos, por la disminución progresiva de la población española desde el reinado de Felipe II hasta el advenimiento de los Borbones—Miguel calcula, apoyado en Ustariz, en cinco millones setecientas mil almas la población de España bajo Carlos I—; la amortización eclesiástica—«los capitales quitados a la agricultura y a la[315] industria para sepultarse para siempre en los conventos»—; los mayorazgos en las familias nobles y las devastaciones anuales de las campiñas por los ganados trashumantes. Muchos daños se debieron al «honrado Concejo de la mesta».
El oro americano, como antes he apuntado, fué ponzoñoso para el movimiento industrial peninsular. La baja de los metales fué de cuatro quintas partes en un siglo; y el aumento de la mano de obra causó el alza de valor en la producción fabril.
Se desdeñaron los productos naturales de las tierras americanas, dejando que se aprovecharan de ellos mercaderes de Inglaterra y Holanda, y fijos tan sólo en el codiciado producto de las minas. «A poco, dice Weiss, dejaron las fábricas de la Metrópoli de abastecer las necesidades de las colonias, porque eran pocos los obreros y escaseaban las primeras materias». «Las colonias, agrega, suministraban bastante oro para permitir a los fabricantes continuar sus trabajos, aunque lo caro de los jornales les impidiese introducir sus productos en Francia, Italia y otros puntos de Europa. Para esto hubiera sido necesario que procurase España satisfacer las demandas de las colonias e hiciese imposible el comercio de contrabando, pero ¡quién había de creerlo! los españoles tuvieron por una calamidad el trueque de los productos de la industria nacional por el oro del nuevo mundo, y le atribuyeron la repentina alza de todos los artículos de primera necesidad. Hubieran querido que América les remitiese sus metales preciosos sin llevarles en cambio los objetos fabricados en su país». El comercio con América desde aquellos tiempos fué tratado con singular error; en los comienzos hubo libertad de tráfico entre España y sus dependencias. Carlos V puso algunas trabas y Felipe II ordenó un porcentaje de salida, el 5, otro de llegada, el 10, a las mercancías para las Indias. El aumento del llamado almojarifazgo fué un golpe más. En América aumentaba el contrabando de otras[316] naciones, y se dió el caso que cita Humboldt, de que los mineros de América comprasen de tres a cuatro mil quintales de pólvora anualmente, en los almacenes del reino, en tanto que la sola mina Valenciana consumía de diez y nueve mil quinientos a diez y nueve mil seiscientos. En tiempo de Felipe III, hasta 1612, bajaron tanto las rentas, que el quinto de las minas de Potosí, Perú y Nueva España, con otras entradas de América—dos millones doscientos setenta y dos mil ducados, fuera de gastos—, estuvieron empeñadas a los genoveses. Bajo el reinado de Isabel se hizo algo por la agricultura y la industria en las colonias americanas; pero luego los españoles que iban a establecerse no se cuidaban sino de engordar la hucha. Por lo que toca al Río de la Plata, basta leer las obras de J. A. García, hijo, para darse cuenta de la obra de los virreyes, y de los hidalgos inmigrantes. Anualmente iban dos escuadras, a Méjico y al Perú, con objetos de comercio. Esos eran los galeones que volvían cargados de oro. Ulloa narra pintorescamente la manera de comerciar entre los mercaderes americanos y españoles. Los pobres indios eran inicuamente engañados y explotados por la misma codicia de los corregidores. El comercio disminuyó; y a mediados del siglo XVII ya España no podía abastecer sus colonias. Los extranjeros, en cambio, aumentaban su venta; de Portugal salían «doscientos buques de trescientas a cuatrocientas toneladas con ricos cargamentos de telas, sedas, paños, tejidos de lana, de oro y de plata, artículos que compraban los portugueses a los flamencos franceses, ingleses y alemanes. Los embarcaban en Lisboa, Oporto, Mondigo, Viana, y en los puertecillos de Lagos, Villanova, Faro y Tavira, situados en el reino de los Algarbes. Llegados al Brasil, sus navíos subían al Río de la Plata, cuando cesaba de ser navegable, se desembarcaban las mercancías y se las conducía por tierra, atravesando el Paraguay y el reino de Tucumán, a Potosí y a Lima, de donde era fácil enviarlas a las principales[317] ciudades del Perú. Los comerciantes españoles establecidos en aquellos puntos tenían sus corresponsales en el Brasil, lo mismo que en Sevilla y Cádiz, y como los derechos cobrados en Portugal de los géneros destinados al Brasil eran más bajos que los que se percibían en aquellas dos ciudades, los portugueses podían darlos más baratos que los españoles». Puede verse a este respecto la Relación dirigida a Felipe III por Alonso de Cianca. Los empleados de la Corona ya se sabe qué clase de obra realizaban, y qué clase de gente eran en su mayor parte.
El consejo de Indias enviaba no varones de mérito, sino hábiles sacadores de dinero. Fuera de los virreyes de Méjico y el Perú, grandes de España favorecidos, los demás eran duchos expoliadores. Los capitanes generales y demás enviados a Cuba, al engorde proverbial, tenían sus antecesores entre los paniaguados de Indias. Comercio descuidado con la Metrópoli, aumento por lo tanto del contrabando extranjero. Los holandeses, ingleses y franceses introducían largamente sus mercaderías. Hamburgo no se quedaba atrás; y la China misma vendía manufacturas en puertos como Guayaquil y Acapulco. El mal estado comercial entre la Península y sus colonias continuó hasta el advenimiento de los Borbones. Algo hizo por mejorar las relaciones Felipe V. Carlos III transformó en 1764 el sistema comercial que se había empleado desde la conquista. De La Coruña salían fijamente una vez al mes para las Antillas y dos veces al mes para el Río de la Plata barcos que establecieron de modo regular el intercambio. La independencia vino. Y desde la paz hasta la época actual el comercio español en América ha pasado por diversas fluctuaciones, llegando por fin al más lamentable descenso. Las Cámaras de Comercio poco han hecho, y la diplomacia ha sido nula en sus gestiones. También es cierto que la antigua Metrópoli no se ha acordado de que existíamos unos cuantos millones de hombres de lengua castellana[318] en ese continente, hasta que las necesidades traídas por la pérdida de sus últimas posesiones americanas se lo han hecho percatar. El Congreso proyectado hará algo, como no se vaya todo en discursos. En lo social, se podrán crear nuevos y más estrechos vínculos, sobre toda ahora que la producción intelectual americana empieza, primeriza y todo, a imponerse. Pero hacen falta españoles de buena voluntad que digan a su patria la verdad, y que no la vayan a desacreditar en nuestras repúblicas. Una docena de españoles como Carlos Malagarriga, en cada una de las repúblicas americanas, harían más que los guitarristas de la prensa y bailaores de la tribuna que van a América a hacer daño a su propia tierra. Sobran en España talentos y entre nosotros buenas voluntades que pueden realizar una unión proficua y mutuamente ventajosa. La influencia española, perdida ya en lo literario, en lo social, en lo artístico, puede hacer algo en lo comercial, y esto será a mi ver el alma del futuro congreso.
«Es un hecho patente—dice un documento oficial—, traducido además en cifras, que, a la infausta hora en que hubimos de abandonar nuestra soberanía en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, representaba nuestro comercio de exportación a esas posesiones, en los últimos tiempos en que pudo verificarse, de un modo regular, la considerable suma de 241 millones de pesetas, o lo que es igual, el 25 por 100, aproximadamente, de la total exportación de la Península». Y otro: «En el primer quinquenio de 1880 a 1884, exportábamos un total de 62 millones a todos los mercados americanos; en cambio, en 1896 nuestra exportación quedaba reducida a 46 millones... Por ejemplo: En la República Argentina, donde en aquel período nuestra cifra de exportación ascendía a 17 millones, ha bajado a 10. En la República del Uruguay, de 11 millones ha descendido a 6». Es decir, de 62.564.000 pesetas, del año de 1890 al 1898, se ha reducido a unos cuarenta millones y pico. En la Junta del Comercio de Exportación,[319] del ministerio de Estado, demostró la gravedad de tal situación el señor Rodríguez Sampedro, «España, decía, señora al principio del presente siglo de todos aquellos territorios poblados por su raza, con comunidad de idioma, de hábitos y de costumbres, ha perdido casi por entero sus mercados, de tal modo, que hoy se anteponen comúnmente a ella Inglaterra, Alemania, Francia, Austria, Italia y Bélgica, figurando nuestro comercio, al principio del postrer quinquenio, tanto en la importación como en la exportación, el último de todos, y cifrando para la República Argentina el 2,20 por 100 de su comercio, al de exportación; para Méjico el 8 por 100 en la primera y el 11,60 en la segunda; para el Perú, 2,50 por 100 y 0,60, respectivamente; y todavía, con parecer esta situación imposible de empeorar, sigue decreciendo manifiestamente, pues al concluir el quinquenio de 1897, los resultados son 1,40 por 100 para la importación, y 3 por 100 para la exportación respecto a la Argentina, 2 por 100 para la primera y 10,30 para la segunda en Méjico; 0,08 y 0,90, respectivamente, en cuanto al Brasil; y 0,10 y 0,50 en el comercio con el Perú, pudiendo decirse que en muchas partes de los citados países su comercio con España ha desaparecido, mientras el de Inglaterra, promediando los datos de su importación y de su exportación, es más del 33 por 100 del total; de un 20 por 100 el de Alemania; de un 23 el de Francia y así sucesivamente». El Congreso, pues, vendrá si se realiza, a tratar de ver cómo se mejoran las transacciones comerciales entre España y las repúblicas americanas; pero no tendrán poco que modificar en las leyes actuales los legisladores, que quieren que el arreglo se lleve a buen término. ¿Ha sido acaso poco lo que ha trabajado el ministro argentino señor Quesada para la simple cuestión del tasajo y carnes conservadas? El Gobierno español parece que apoyará la labor del Congreso y se harán invitaciones oficiales a los Gobiernos hispanoamericanos. Si los Gobiernos aceptan, es posible que una vez más se cometa[320] el error de elección cuando se trate de los representantes. Al saberse la noticia del Congreso, en cada una de las pequeñas repúblicas de América-Villabravas, que dice Eduardo Pardo, habrá un grupo de compadres intrigantes que quieran venir a ver bailar el fandango, y a conocer a la Reina; y en cuyos labios pugna por salir la gran palabra «Señores»...
Marzo de 1900.
Hace pocos días, el último de Carnaval, hubo en el palacio de una distinguida señora, casada con un millonario y diplomático mejicano, una improvisada y elegantísima reunión de máscaras, que largamente han cantado los habituales cronistas de salón, y entre todos, y sobre todos, mi incansable y ameno amigo el marqués de Valdeiglesias. La particularidad de la fiesta fué que a ella concurrieron aristocráticas y bellas damas de esta corte, con el pintoresco mantón de Manila y otros adornos no menos nacionales. Y el entusiasmo fué inmenso; y hasta hubo quien dijese: ¡ole! con la disculpa de los días de locura. Ese entusiasmo fué natural. ¡Es tan difícil en la aristocracia de España encontrar una belleza puramente española! Como en todas las altas clases de la tierra, el britanismo por un lado y el parisienismo por otro han hecho su invasión. No deja de ser lamentable. Una maja de Goya vestida por Chaplin es algo encantador y desconcertante; pero me habrán de confesar que una maja de Goya vestida por Goya es mucho mejor. No es que yo pretenda que estas duquesas de ahora vuelvan al osado peinetón, a mantilla perpetua y a los paseos por las arboledas de San Antonio de la Florida, sino que está a la vista de los amantes de la viva estatuaria humana la desaparición de uno de los más bellos tipos que hayan[322] halagado al arte: el tipo español, cuya línea propia se ha bastardeado y confundido entre curvas francesas y restas anglo-sajonas. La moda, ¡he ahí el enemigo! En esto estoy apoyado por un talento que sobre ser certeramente estético, es una mujer: la señora Pardo-Bazán. Doña Emilia considera como enemigos de la clásica gracia española los vestidos pesados y de corte masculino del país de las misses; los impermeables y abrigos largos, ciertos calzados, y sobre todo, los formidables sombreros de París. La naturaleza procede y enseña lógicamente; ha ordenado los seres y las cosas de la tierra según las latitudes; y sabe por qué los escandinavos son rubios y los abisinios negros; por qué las inglesas tienen cuellos de cisne y las mujeres flamencas preponderantes asideros. A las españolas las dió diversos modelos, según las distintas regiones peninsulares, pero el tipo verdadero, el tipo generalizado por la poesía y por el arte, es el de la morena de maravillosos y grandes ojos oscuros, un tanto potelée, ondulada, y casqueada de ricos cabellos negros; ni alta ni baja; todo esto animado por un producto marino y venusino, que en este sentido no tiene nombre correspondiente en ninguna otra lengua: sal. Ya en sus tiempos, Gautier afirmaba que para ver la verdadera danza española había que ir a París; hoy en pintura, los que hacen admirar al mundo la gracia femenina de España, son extranjeros, como Sargent y Engelhart, ¿nos conformaremos dentro de poco con buscar en viejas telas y grabados la que fué tan original y graciosa belleza hispánica? La moda ha comenzado a hacer su daño en la educación. Para toda joven de buena familia que se vaya a educar al extranjero, se importa la indispensable institutriz, casi siempre inglesa o tudesca, a veces francesa. La gouvernante empieza su obra de moldeo y la flexibilidad nativa entra en la jaula angular de una disciplina por lo general very english. Los trajes, de corte igualmente angular, contribuyen a la reformación del[323] original encanto curvilíneo. Una vez la niña crecida, sus gustos y sus costumbres tenderán a lo extranjero. Hubo una elegancia española: apenas si se recuerda en algún baile de trajes. Porque la moda lo requiere, los opulentos cabellos negros se tiñen de rubio o de rojo; el airosísimo andar de antaño se transforma, los gestos y maneras se aprenden. Se fué primero chic, después vlan, después pschut, después smarl, después swell. No se leen buenos libros castellanos; ¿pero qué señora no se ruborizaría de no conocer a Ohnet en el original? Se viaja, se veranea, se adora a Worth, a Laferrière, a Doucet. Visten con gran lujo; pero rara vez se llegan a confundir con una parisiense; desdeñando la riqueza propia, no consiguen el tesoro ajeno. Y son encantadoras. Hace algunos años un embajador oriental, al presenciar un desfile de altas damas en Palacio, expresó una frase descontentadiza y poco galante para la nobleza femenina que acompañaba a la Reina. Hoy, en igual caso, proclamaría la hermosura y la gentileza de beldades como doña Sol Stuard, hija de la duquesa de Alba y otras cuyos nombres constelan la crónica social. Hay diversos tipos que se imponen; pues en la Corte se hallan representadas las distintas provincias. Desde luego, la mujer suavemente morena, de un moreno pálido, cara ovalada, cuello columbino, boca sensual y mirada concentradamente ardiente, cuerpo en que se ritman felinas ondulaciones; y la rosada y firme de plasticidades, de cabellos dorados, un tanto gruesa; y la belleza decadente y tradicional, de los retratos en cuyas manos puso Pantoja tan preciadas gemas; rostros con algo de las figuras de los primitivos; de un óvalo marcado, como se ve en la pequeña infanta María Teresa, de Velázquez; y dotadas de un aire que si indica la floración de razas crepusculares, impone su orgullo gentilicio y su antigüedad heráldica. En el pueblo se encuentra conservado mucho del antiguo donaire. La chula ostenta su ritmo natural, sus impagables gestos; y va a los toros y a las fiestas con legítimas[324] prendas que alegran los ojos y marcan el color local tan deseado por los viajeros que buscan arte y novedad. En la Ópera, la sala es igual a todas las salas de capitales modernas; el patrón cosmopolita impuesto por la elegancia francesa vence e iguala. Apenas los rostros, la llama de los ojos, un movimiento atávico, denuncian la sangre maternal, la originalidad patria.
El alemán Hans Parlow recientemente y todos los turistas y observadores que visitan a España, notan que en estos últimos tiempos la sociedad española, el alto mundo madrileño, se divierte poco. No se vaya a creer que las damas vivan en una existencia lúgubre—algo como en las páginas de madame Anloroy—dadas a la soledad y al aislamiento, en contacto tan solamente con frailes y monjas, y en plegarias y rezos, bajo una atmósfera de tiempos de Felipe II. Ciertamente, las grandes familias actuales dan pocas recepciones, raras fiestas; no hay en la Corte un ambiente como el de comienzos de siglo o bajo Isabel II; y la mayor parte de los bailes, banquetes y reuniones, son ofrecidos por el Cuerpo diplomático. Por cierto que se distingue el ministro argentino doctor Quesada en reunir de cuando en cuando en la Legación los más bellos palmitos titulados. Mas la mujer española gusta de divertirse; va a París, va a Londres, o a Italia, y en la temporada del veraneo, convierte en ciudades de alegría y de hechizo San Sebastián y Biarritz. La Corte es un tanto triste porque sobre ella se extiende la sombra de la Reina. Ese viejo palacio, enorme, sombrío y fastuoso que asustó al fino pájaro de Francia que se llama Réjane, es en verdad una vasta basílica de tristeza, que necesita, para no contagiar con su embrujamiento, reinas risueñas como doña Isabel, y reyes barbianes como Alfonso. La Regente, que guarda aún la gravedad conventual de sus funciones religiosas de soltera, cuya vida de casada no fué muy agradable en lo íntimo del hogar, y cuya vida ha sido cercada de tantos cuidados, penalidades y desventuras, no tiene ciertamente motivos[325] para estar vestida de color de rosa. La única que pone una nota jubilosa en la mansión real es la infanta Isabel, la infanta popular, amiga de los artistas, un poco virago, aficionada a cazar, a cabalgar, valiente sportman, generosa, caritativa, melómana, muy madrileña, y cuyo sans gene le atrae por todas partes, y sobre todo en el pueblo, innegables simpatías. La infanta en sus departamentos de Palacio tiene un teatro en que hace trabajar a los actores que son de su preferencia y amistad: y allí mismo representan comedias, aficionados pertenecientes a la aristocracia. A esas representaciones no asisten más que la Familia Real y la servidumbre de Palacio. En algunas casas suelen señoritas y caballeros hacer piececitas francesas, con toda corrección y propiedad. Algo lejanos están los tiempos en que damas de lo más encumbrado representaban en el palacio de la de Montijo La bella Helena de Blasco.
No existen salones literarios, en el sentido francés del vocablo. Doña Emilia Pardo-Bazán suele invitar a algunas tertulias en que priva el elemento intelectual; y don Juan Valera ha tenido sus sábados en que, fuera de las señoras de su familia y las hijas del duque de Rivas, no han asistido más que hombres. La duquesa de Denia de cuando en cuando invita a su mesa a señalado número de artistas y hombres de letras; lo propio hace el barón del Castillo de Chirel. Pero el barómetro de intelectualidad está marcando sus grados reveladores; el poeta preferido de la aristocracia es Grilo. Hay damas inteligentes y cultas que, como he dicho, viajan y se instruyen; pero son perlas negras o rosas azules las que sobresalen. La duquesa de Alba se interesa en trabajos de erudición e historia y pone a la disposición de los estudiosos el inagotable archivo de su casa; la duquesa de mandas es muy entendida en ciencias; las duquesas de Medinaceli y de Benavente son aficionadas a las letras; la condesa de Pino Hermoso y la marquesa de la Laguna imponen su espiritualidad en los salones. La hija de esta última,[326] Gloria, tiene fama de agregar a la herencia de la gracia materna nuevas pimientas y sales.
La clase media, acomodada o no, sigue los rumbos de la clase alta. Basta la más ligera observación para comprender que se ha adelantado mucho en instrucción primaria, desde la época no muy distante en que una señorita apenas sabía leer y escribir. Me refiero, es claro, a lo común, pues antes y después de don Oliva Sabuco de Nantes y de Santa Teresa, ha habido notadas españolas que hayan competido con los varones en disciplinas mentales. Las preciosas no dejaron a su tiempo de aparecer en las cultilatiniparlas. Quevedo aquí hizo su caricatura como en Francia Molière su charge. En este siglo las literatas y poetisas han sido un ejército, a punto de que cierto autor ha publicado un tomo con el catálogo de ellas—¡y no las nombra a todas!—Entre todo el inútil y espeso follaje, los grandes árboles se levantan: la Coronado, la Pardo-Bazán, Concepción Arenal. Estas dos últimas, particularmente, cerebros viriles, honran a su patria. En cuanto a la mayoría innumerable de Corinas cursis y Safos de hojaldre, entran a formar parte de la abominable sisterhood internacional a que tanto ha contribuído la Gran Bretaña con sus miles de authoresses. Para ir hacia el palacio de la mantenida Eva futura, las falta a éstas cambiar el pegaso por la bicicleta.
El señor Sanz y Escartín, catalán, en una notable obra que ha agregado Alcán en París a su biblioteca filosófica, dice que antes que las leyes son los sentimientos y las ideas, los que están llamados a reformar las costumbres actuales españolas, que tantos males han causado; y que lo primero es educar a la mujer. Esto me hace pensar en idéntica idea que la de madame Necker de Saussure, y su comparación de la voz femenina en los coros cantantes. No admite discusión la eficacia del procedimiento, y venimos a parar que en este punto hay algo de aquello «en que consiste la superioridad de los anglo-sajones». No se trata de implantar en España el[327] cultivo del «tercer sexo»; ni el espíritu nativo, ni la tradición lo permitirían; pero sí de abrir a la mujer fuentes de trabajo, que la libertasen de la miseria y de los padecimientos actuales. Puede asegurarse que en raros países del mundo se presenta el espantoso dato estadístico siguiente: en España, 6.700.000 mujeres carecen de toda ocupación, y 51.000 se dedican a la mendicidad. Fuera de las fábricas de tabacos, costuras y modas y el servicio doméstico, en que tan míseros sueldos se ganan, la mujer española no halla otro refugio. El señor Alba, en un notabilísimo estudio que muchas veces he citado, asegura que conoce algunos casos en que grandes industriales y almacenistas de tejidos o de novedades, no han vacilado en dar a sus hijas un puesto en el negociado de correspondencia, en el de contabilidad y en la alta dirección de la sección de confecciones para señoras y niños. Estas empleadas, dice, tienen un sueldo asignado en la casa, con arreglo al cual visten, gastan en diversiones y caprichos y hasta abonan al fondo de familia una cantidad por su manutención. Acostumbradas así a vivir por cuenta propia, no se parecen en nada al resto de nuestras pobres mujeres, siempre dependientes de la tacañería o la prodigalidad ajenas. Sobre todo, en la vida íntima de las familias a que aludo, no existen las preocupaciones que crea el temor al porvenir y, por ello, el afán de un necesario casamiento de las hembras. Es este un buen ejemplo que ojalá se propagase en la burguesía de este país, aunque ello choque un poco con las costumbres arraigadas y sea bastante yanqui. Eso quitaría la obsesión del novio rico en unas y en otras la de «un príncipe italiano por lo menos», de que habla Campoamor. La ociosidad y la miseria, en la clase media y en la baja, son un admirable combustible para la prostitución. En París ya en 1847 había tres mil profesores de música, mujeres, profesoras de idiomas y aun de historia. La Soborna había establecido un curso femenino, con grados y diplomas. Hoy, ¿hasta dónde no se ha llegado?[328] En cuanto a los Estados Unidos, desde 1870 a la fecha, las arquitectas han subido de 1 a 53; las pintoras y escultoras de 412 a 15.340; las escritoras, de 159 a 3.174; las dentistas, de 24 a 417; las ingenieras, de 0 a 201; las periodistas, de 35 a 1.536; las músicas, de 5.753 a 47.300; las empleadas públicas, de 414 a 6.712; las médicas y cirujanas, de 527 a 6.882; las contables, de 0 a 43.071; las copistas—a mano y máquina—y secretarias, de 8.016 a 92.834; las taquígrafas y tipógrafas, de 7 a 58.633. Y esto sin contar las actrices, que de 692 han llegado a 2.862; las clergy-ladies, de 67 a 1.522, y las directoras de teatro, de 100 a 943. Aquí, con la escasez de trabajo y con las preocupaciones existentes, ¿qué hace una joven que no tiene fortuna? Además de los trabajos que he señalado, no la queda otro recurso que los coros del teatro, que ya se sabe para dónde van; los puestos de horchateras y camareras de café, limitados y peligrosos para la galería, pues para ejercerlos hay que ser guapa; y el baile nacional, para el país, o para la exportación. Y las Oteros son escasísimas. De aquí que un francés, en viendo a una española, sólo piense en el petit air de guitare, ollé. ¡Las que quieren ser honradas y trabajar, encuentran costura, por ejemplo, se destrozan los pulmones, y por todo el día de labor sacan una pobre peseta! Hay quienes lo soportan todo y, o se echan un novio también pobre, y se van a vivir una vida de privaciones, o mueren sacrificando vida y belleza. En la galantería tampoco pueden encontrar un paraíso... La vida galante es aquí poco productiva, para las tristes máquinas del amor. La cocotte no se encuentra aquí como en París o Londres. La mayoría de infelices caídas va a parar a horribles establecimientos. Como la gracia y la belleza abundan en el pueblo, es esta una de las capitales en que el amor fácil tiene mayor número de lamentables víctimas. Aun cruzan por las callejas tortuosas las viejas dueñas. Y la mujer española, entre las mil y tres, es la preferida de don Juan.
7 de abril de 1900.
En estos días cuatro exposiciones: la del Salón Amaré, la de carteles de El Liberal, la del concurso del Blanco y Negro y la de fotografías de La Ilustración Española y Americana. Antes de que la Casa Amaré inaugurase su salón, la capital de España no contaba con un local en que se expusiesen, con fines comerciales, las obras de los buenos artistas. En uno que otro punto solía verse, en promiscuidad inaudita, la obra de firmas notables y la amontonada bazofia oleosa que riega en incontenido flujo un ejército de cocineros del caballete. Barcelona tenía su Salón Parés, en donde suele encontrarse bastante bueno. Madrid ofrece ya al comprador un centro aceptable; los señores Amaré han querido hacer algo como Le Barc Bouteville o Durand-Ruel, y por ello deben estarles agradecidos los artistas peninsulares. He visitado la casa.—Antes del salón en que se exhiben los cuadros, he visto la sección de muebles. No he encontrado nada de particular. Inglaterra, Alemania, Francia han tenido en estos últimos años un gran desarrollo en sus artes aplicadas a la industria. Holgaría aquí toda comparación con esos países.—Pero, aún Italia, cuenta con artistas que en la fabricación del mueble sostienen un carácter propio, exteriorizan una inventiva individual dentro de la tradición nacional: quiero nombrar, por ejemplo, a Bugatti y a Eugenio Quarti. En la Casa Amaré no hay una sola nota nueva a este respecto.—Todo es bonito; y es decir esto, que el público queda[330] encantado. Todo bien elaborado; más inútil buscar nada de creación. Vi en los diarios que cierto inglés había comprado en una regular cantidad un juego de dormitorio, para llevarlo a Londres. Me mostraron el célebre juego—más o menos modern style!—Y pensé: el caso es muy inglés: ¡Este sí que importa naranjas al Paraguay!
La sala es pequeña, suficiente para el mercado; tiene muy buena luz y está elegantemente puesta. Háse inaugurado con excelentes firmas. Al entrar, halaga la vista un cuadrito de Cecilio Plá, La araña: una mujer, por cierto encantadora de coquetería, sentada, y en actitud de atraer la mosca masculina; la figura es preciosa y de mucha gracia de factura; podría achacársele el ser muy «efecto de salón», muy «cubierta de Figaro illustré»; ¿pero qué le puede importar eso al señor Plá, cuya principal admiradora es en la Corte la infanta doña Isabel?...
El señor Alcalá Galiano, creo que pariente de don Juan Valera, e ilustrador de una reciente edición de Juanita la larga, expone una pequeña tela, castigo de las pupilas, de una violencia de tintes que no superarían todos los cromos del poeta andaluz Salvador Rueda. Son unos gitanos en viaje, bajo el más fuerte de los soles; quizá sea el cuadro espejo de la realidad; mas suponiendo que los gitanos se vistiesen con el alma de las cochinillas, el jugo de las esmeraldas y el espíritu esencial de los ocres, no llegarían jamás, me parece, a la realización de esta escena bañada de una luz indecorosa y embijada de colores insultantes.
Cuatro Benlliures exponen: don Blas, don José, don Juan Antonio y don Mariano. Me parecen todos de condiciones plausibles, pero me detengo en un cuadro de don Blas. Reproduce un interior de iglesia, el de la Basílica de San Francisco de Asís. El pintor ha logrado, ante todo, imponer la serenidad mística del recinto; ha tratado los planos de admirable manera, y ha obtenido la sensación del ambiente. Se revela al propio tiempo que entendido detallista, hábil imaginador de sus tubos,[331] en su justo y discreto colorido, y esto es ya bastante en un medio artístico en que el virtuosismo impera en toda su potencia. Digno de nota es también el trabajo de don José, Pobres de San Francisco. Este mismo artista se distinguió en la última exposición de Bellas Artes de Venecia, con su cuadro San Francesco al convento di S. Chiara.
Se ve que los Benlliure hallan en el autor de las Fioretti temas e inspiraciones.
¡Que él les favorezca con la constancia y la revelación continua del maravilloso frate Sole!
Don Aureliano de Beruetes el autor del notable libro sobre Velázquez, que se publicó en francés con prólogo de Bonnat, y cuya edición española es probable que no se vea nunca, tiene en esta exposición una tela interesante, una impresión sentida y bien trasladada, en las orillas del Tajo. El señor Berruete es un paisajista de mérito y no es la menor de sus cualidades una sobriedad muy rara entre sus colegas.
Mariano Fortuny... ¿no os despierta este nombre el recuerdo de una fiesta de color, de una página de Gautier? El artista que hoy lleva ese nombre es el hijo del glorioso, del de la Vicaría. La gloria asimismo será para él. Y de mí diré que le consagro toda mi simpatía, pues sé que en él alienta un noble espíritu de arte, a quien Angelo Conti, en armoniosa amistad, dedicara uno de los más puros libros de belleza que se hayan publicado en este siglo, per la ricchezza del tuo ingegno e per la bontá del tuo volere. La educación artística de este autor es casi toda italiana, a punto de que respecto a él diga un crítico del valer de Vittorio Pica: Mariano Fortuny figlio, che io non mi so rassegnare a non considerare como un pitore italiano... En el Salón Amaré hay un estudio suyo, dedicado por cierto a su tío Raimundo de Madrazo. Es una figura de mujer, de factura delicada, cuyas cualidades de dibujo están realzadas por la vida interior, por el alma que se transparenta a través de las líneas y toques de color.
Es la distinción el mejor de los dones de este artista;[332] la distinción, rara virtud, que hizo brillar en un bello retrato expuesto en el certamen veneciano, el cual retrato alababa el crítico que he citado por su técnica sabia, «por su elegancia exquisita y fascinadora, que hace pensar en las estampas inglesas coloreadas, del siglo pasado».
Un saludo respetuoso y admiración a la obra del maestro Carlos de Haes. En la última Exposición de Bellas Artes, o Salón de Madrid, hubo una sala dedicada al pobre y gran pintor belga español, que en sus últimos años fué preso de la locura. Haes, el maestro de una generación de pintores, quien enseñó la ciencia del paisaje y dió la clave del sentimiento de la naturaleza, intérprete de admirables marinas y de vivientes campañas, lejos de las rudas manifestaciones de las paletas apopléticas, de las atronadoras murgas coloristas; Haes, el buen Haes, que debía tener un busto a la entrada del Museo de Arte Moderno. Hay de él aquí una marina, noble y serena, que se destaca en su marco, soberanamente, entre toda la habilidad circunstante.
Noto una buena cabeza de estudio de Bannas y me detengo ante una escena del Quijote, de Jiménez Aranda. He de repetir lo que otra vez he expresado de este autor: sus traslaciones de las escenas cervantinas dan a entender que el dibujante es excelente, pero el comprensivo, el revelador pictórico del gran novelista no se muestra.
Otra cosa es Moreno Carbonero, con todo y no ser un triunfo de alta visión artística su cuadro enviado a la Exposición de París. En esa tela, ¡cuanto métier!
Mas en un cuadrito que aquí encuentro, La primera salida de Don Quijote, el espíritu de Cervantes le ha ayudado. Ese es el amanecer, la blanca aurora en las rosadas puertas del Oriente; y ese es Don Quijote, que parte a sus aventuras. La poesía del cuadro es de comunicación inmediata, y la técnica, con ser mucha, no impide el paso suave de la gracia invisible.
Don Raimundo de Madrazo—¿cuántos son los ilustres?[333] ¡Saluez!—muestra una vendedora de flores, fresca, floral. Quisiera hablaros de otros cuadros, detenerme ante algo de Marinas, de Martínez Cubells, de Masriera; pero Muñoz Degrain me llama con dos telas concienzudas: Laguna de Venecia y Bahía y puerto de Pasajes. En ambas el pincel libre hace admirar su maestría de juego, quizá de un vero demasiado atrevido en la sinfonía veneciana, peligrosa ésta por la suma de obras maestras que han brotado al amor de la divina ciudad; en la otra tela, cálida y sentida en su conjunto, como detallada en bizarrías de colorido francamente magistrales, trae por algo a la memoria la bravura incomparable de Favretto, y el favor del numen en premio de la pasión de la luz.
No he de dejar de citar un Monaguillo de Pinazo, hecho con la mayor franqueza de pincel, y una Cocina de Emilio Sala, de valor técnico, de color sabio, pero en donde la única figura no se sabe a punto fijo qué hace. El señor Saint-Aubin, de quien en otra ocasión he hablado, ha enviado dos trabajos en que, como otras veces, se distingue su talento de compositor; es también un enamorado del sol. Del célebre Sorolla hay también dos telas en que, como siempre, prueba su vasto dominio de la pintura y su indigente comprensión del arte.
Amador del arte es Raurich, que no tiene gran fama, y cuyo cuadro principal en la Exposición del año pasado, si tuvo pocos estimadores fué blanco, en cambio, de muchas saetas. El poema-paisaje de Raurich, en esta sala, se llama Otoño y produce el contemplarlo un deleite misterioso de poesía. ¡Es un estado de alma, un estado de corazón! Es una unión íntima del espíritu de la naturaleza, que tiende a manifestarse, con el espíritu del artista; y en esa soledad de agua y de árboles esa unión se traduce; y en la melancolía de las hojas secas y del ambiente, del paisaje todo, hay un encanto secreto, que en estrofas de suaves colores penetra en nosotros por la senda visual, a despertar en nuestro interior reminiscencias de lejanos ensueños.
Algo, muy poco, se expone de escultura, sin que nada de lo expuesto pueda llamar seriamente la contemplación. Todo, por lo común—como en la mayoría de los pintores—, es de asunto temal. Tiende a su colocación en la vidriera de bric-a-brac; la anécdota cocó o mediocremente sentimental; el busto de misia Todo-el-Mundo, o los inevitables animales. Aquí se hacen ver una madona de Trilles, que sale de lo usual, y un alto relieve de Susillo, del malogrado Susillo, que se encuentra al paso, aunque no está en el catálogo: La Oración en el Huerto. El pobre Susillo, que se suicidó no hace mucho tiempo, produjo algunas obras que dicen lo que pudo llegar a ser, a pesar de la sonora victoria de más de un picapedrero condecorado. Queda suyo poco, pero que conserva su recuerdo entre los artistas: La Primera contienda, en el Museo de Sevilla, el Aquelarre y algo más de indiscutible fuerza.
Al salir del Salón Amaré no he podido menos de consagrar un recuerdo al señor Artal, que tanto hace por el arte español en Buenos Aires; y al propio tiempo, a Carlos Malagarriga, que ha tenido el valiente patriotismo de decir la verdad a los artistas de su patria respecto al arte peninsular en la Argentina. No es superior, ni con mucho, la exposición Amaré, por ahora, a las exposiciones que el señor Artal ha llevado a cabo, a costa de sacrificios, es decir, perdiendo en casa de Witcomb. Es el caso, pues, que no se produce nada nuevo ni sobresaliente, porque el público que compra—que es escaso—no quiere otra cosa que lo que está acostumbrado a pagar. Lo que no se vende aquí va a Buenos Aires, en donde, más o menos, se empieza a gustar el buen arte, y hacen competencia los pintores franceses e italianos. Los pintores españoles que ciertamente valen—con las excepciones consiguientes—venden en Europa mismo, o en los Estados Unidos. Esos son los que buscan sendas no usadas de bello arte, y que, por lo general, no gustan en su país.