The Project Gutenberg EBook of Ranchos, by Javier De Viana This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you'll have to check the laws of the country where you are located before using this ebook. Title: Ranchos Costumbres del Campo Author: Javier De Viana Release Date: December 24, 2016 [EBook #53798] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK RANCHOS *** Produced by Carlos Colón, Instituto Ibero-Americano de Berlin, Alemania and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive)
Nota del Transcriptor:
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.
Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
Páginas en blanco han sido eliminadas.
La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.
JAVIER DE VIANA
EDITOR
CLAUDIO GARCIA
SARANDÍ, 441
1920
GAUCHA (novela) | $ | 0.50 |
YUYOS (cuentos camperos) | " | 0.50 |
MACACHINES (cuentos breves) | " | 0.50 |
CARDOS (cuentos del campo) | " | 0.50 |
ABROJOS (escenas del campo) | " | 0.50 |
SOBRE EL RECADO (cuentos del campo) | " | 0.50 |
CON DIVISA BLANCA | " | 0.50 |
RANCHOS (costumbres del campo) | " | 0.50 |
LEÑA SECA (4.ª edición) | " | 0.50 |
Nuevas obras a editarse por esta casa | ||
DEL CAMPO A LA CIUDAD | ||
POTROS, TOROS Y APERIASES | ||
PAISANAS | ||
GURI y otras novelas (3.ª edición) | ||
TARDES DEL FOGON | ||
CAMPO (3.ª edición) | ||
LA BIBLIA GAUCHA |
Por la única puerta de la cocina,—una puerta de tablas bastas, sin machimbres, llena de hendijas, anchas de una pulgada, el viento en ráfagas, violentas y caprichosas, se colaba a ratos, silbaba al pasar entre los labios del maderamen, y soplando con furia el hogar dormitante en medio de la pieza, aventaba en grísea nube las cenizas, y hacía emerger del recio trashoguero, ancha, larga y roja llama que enargentaba, fugitivamente, los rostros broncíneos de los contertulios del fogón y el brillador azabache de los muros esmaltados de ollin.
Y de cuando en cuando, la habitación aparecía como súbitamente incendiada por los rayos y las centellas que el borrascoso cielo desparramaba a puñados sobre el campo.
El lívido resplandor cuajaba la voz en las gargantas y los gestos en los rostros, sin que enviara para nada la lógica reflexión de don Matías,—expresada después de pasado el susto.
—Con los rayos acontece lo mesmo que con las balas; la que oímos silbar es porque pasa de largo sin tocarnos; y con el rejucilo igual: el que nos ha'e partir no nos da tiempo pa santiguarnos...
Y no hay para qué decir que en todas las ocasiones, era el primero en santiguarse; aún cuando[6] rescatara de inmediato la momentánea debilidad, con uno de sus habituales gracejos de que poseía tan inagotable caudal como de agua fresca y pura, la cachimba del bajo,—pupila azul entre los grisáceos párpados de piedra, que tenían un perfumado festón de hierbas por pestañas.
El tallaba con el mate y con la palabra, afanándose en ahuyentar el sueño que mordía a sus jóvenes compañeros, a fuerza de cimarrón y a fuerza de historias, pintorescas narraciones y extraordinarias aventuras, gruesas mentiras idealizadas por su imaginación poética.
—Mi acuerdo una vez,—empezó el viejo, mientras llevaba el mate, la cabeza inclinada hacia abajo y hacia un lado, cerrado un ojo y buscando con el otro la lucecita roja de un tizón «para no desparramar»...—mi acuerdo una vez...
En ese propio instante pasó dentro de la cocina algo así como el brillo de un mandoble de una daga formidable—Dios ensayando Juan Moreira,—y la pieza se llenó de olor de azufre y de seguido explotó un trueno tan formidable como si hubiese reventado la panza del cielo.
—¡Jesús María!—exclamó el viejo dejando caer la pava y el mate sobre el rescoldo...
Y de inmediato, recogiendo de entre las brasas sus prestigio, exclamó:
—Asina jué que dijo Lino Rojas, en una noche igualita qu'ésta, que Dios nos libre y guarde, en que machazas nubes picazas iban corcobiando por el cielo, jineteadas por rayos y centellas... Hablan del delubio... ¡qu'el delubio!... Nosotros habiamo desensillao en un altito'e mala muerte... supóngase como... como la chiquisuela' e una pata'e[7] ñandú!... Pa'este lao de acá, el arroyo 'e los Cordales fufaba echando espumas; pa'este otro lao, la Cañada Brava rezongaba como sargento qu'el comesario ausente ha dejao a cargo'el distrito. Pu'aquí y pu'allí, las ovejas pasaban boyando, con las patas p'arriba y los ojos duros... esos ojos asina como ponen las ovejas y los cristianos cuando se áugan... Los truenos roncaban furiosos y los relámpagos y los rayos, se cruzaban, se misturaban, formando como rollos de víboras blancas y jediondas...
—¿Y jué entonces que Lino Rojas dijo?...—interrumpió uno de la tertulia...
—¡Jesús María!—continuó el narrador... Pero el agua y el viento y las centellas le metían cada vez más juerte. Pa sujetar los caballos qu'enloquecidos, bufaban amenazando arrancar las estacas y dejarnos a pie en aquel infierno, tuvimo que levantarnos y asujetarlos del maniador. Los recaos se hicieron sopa y como los ponchos, en vez de servirnos, nos embolsaban, levantaos pu'el ventarrón, tuvimos que sacarlos y tirarlos.
Entonces Lino Rojas, qu'era muy rabioso y muy boca sucia, encomenzó a tirarle a Dios con las palabras más fieras. Y dispués siguió con los santos y luego con la Virgen, poniéndolas como basurero...
—Sosegate, le aconsejé yo: pero él no m'hizo caso; y en una de esa, con un rejucilo grande, el mancarrón pegó una sentada y lo voltió en un charco. Rabioso de un todo y viendo que ni Dios, ni los santos, ni la Virgen le hacían caso, gritó, abriendo la boca:
—¡Me ca... igo en la perra madre que m'echó al mundo!...
El no dijo «perra», dijo otra palabra más fiera... Y en el mesmo instante, ¡hermanitos! un rayo grueso como una víbora 'e la cruz, ¡le dentro por la boca y le dejó seco!...
—Al día siguiente, cuando yo lo revisé...
—¿Estaba muerto?
—¡Dejuro!... Pero sanito; parecía dormido... Como tenía la boca abierta, miré y vide...
—¿Y vido?...
—Vide, ¡hermanitos!... ¡qué no tenía lengua!... ¡No tenía en la boca más que un montón de ceniza negra!... ¡Pa mi aquel rayo era el alma del dijunto su padre!...
Julio Linarez era uno de esos hombres en los cuales el observador más experto no habría podido notar la rotunda contradicción existente entre su físico y su moral.
Frisaba los treinta; era de mediana estatura, bien formado, robusto; su rostro redondo, de un trigueño sonrosado, su boca de labios ni gruesos ni finos, su nariz regular, sus ojos grandes, negros, límpidos, si algo indicaban, era salud y bondad, alegría y franqueza.
Sin embargo, Julio Linarez tenía un alma que parecía hecha con el fango del estero, adobado con la mezcla de las ponzoñas de todos los reptiles que moran en la infecta obscuridad de los pajonales.
Su mirada era suave, su voz cálida, y armoniosa, su frase mesurada, sin atildamientos, sin humillaciones y sin soberbias.
Pero ya no engañaba a nadie en el pago, donde su artera perversidad era asaz conocida, bien que no se atreviesen a proclamarlo en público, por la doble razón de que se le temía y de que su habilidad supo ponerlo siempre a salvo de la pena. Sus fechorías dejaron rastro suficiente para el convencimiento, pero no para la prueba.
Era prudente, frío, calculador.
En la comarca, grandes y chicos, todos conocían la famosa escena con Ana María, la hija del rico hacendado Sandalio Pintos, en la noche de un gran baile dado en la estancia festejando el santo del patrón.
Ana María sentía por Julio aversión y miedo, lo cual no obstaba a que él la persiguiera con fría tenacidad. En la noche de la referencia, ni una sola vez la invitó a bailar, aparentando no preocuparse absolutamente de ella.
Sin embargo, ya cerca de la madrugada, en un momento en que Ana María, saliendo de la sala atravesaba el gran patio de la estancia, yendo hacia la cocina a dar órdenes para que sirvieran el chocolate, Julio le salió al paso y la detuvo.
—¿Qué quiere?... ¡Déjemé!... ¡Ya sabe qu'es inútil que me persiga!... ¡Lleve por otro lao su cariño!...—exclamó con violencia.
Y él, tranquilo, sereno:
—Una palabra, sólo una palabra tengo que decirle.
—Bueno, hable de una vez.
—¿Sigue decidida a no quererme?
—¡Sí!
—Y yo sigo decidido a quererla; y debo decirle, y disculpe la comparancia, que bagual que codiseo, más tarde o más temprano lo agarro. Por más que arisquée, por más que juya, yo sigo campiándolo, y a bola, a lazo o a bala lo hago mío!...
—Eso será con baguales orejanos; yo tengo dueño.
—Que no ha marcao entuavía.
—Marcará.
—¡No, Ana María! Y esto es lo que deseaba de[11]cirle: ni este novio que tiene, ni cien que tenga, se casarán con usted. Ya está advertida, puede seguir no más.
Al día siguiente, Darío Luna, el novio de Ana María, apareció ahogado en un arroyito de morondanga, que corría a pocas cuadras de la estancia.
En el intervalo de cinco años, Ana María tuvo tres novios más, y los tres sucumbieron en forma trágica y misteriosa.
En la conciencia pública, Julio Linárez era el autor de las muertes. Pero Julio Linárez, correcto, impecable, altanero, no se dió nunca por aludido y prosiguió sereno y razonablemente su propósito.
Ana María se rindió al fin, y la noche de la boda todos los demás se rindieron también ante el triunfador acallando odios y ocultando envidias.
Todos menos Jacinta López, la hija del principal almacenero del pago, a quien Julio sedujo y abandonó después. Los padres la expulsaron ignominiosamente de la casa y ella se vió obligada a conchabarse de peona en la estancia de Pintos, para ganar su sustento y el de su güachito.
Ella no olvidaba, ella no perdonaba, ella no claudicaba. En el momento culminante de la fiesta Jacinta, desgreñada con el delantal manchado de grasa, con las manos sucias de carbón, penetró en la sala y con el orgullo de quien se sabe superior, exclamó dirigiéndose a la novia:
—Por cobardía te vas a casar con este canalla... ¡Matate antes, que más vale ser difunto bajo tierra que difunto sobre la tierra! ¡Y eso es lo que te espera a tí!...
Julio, a pesar de su sangre fría, empalideció y respondió violentamente:
—¿Quién es usté pa meterse en este asunto?
Y ella rabiosa, rojos los ojos:
—¿Y quién eres tú, miserable? ¿Quién eres tú, dañina ave de presa?...
Linárez, serenándose y sonriendo sarcásticamente respondió:
—Vale más ser ave de presa que ave de gallinero.
—¡Sí! ¡Cuando el ave de presa es águila o cóndor, cuando lucha y mata o es muerto!... ¡Pero tú eres cuervo, carancho, chimango, que te cebas en las carnizas de los animales que otros han muerto!... ¡Vos matás como los estancieros matan los zorros y los caranchos, envenenando con estricnina trozos de carne, pero no matás a tiros y a puñaladas frente a frente, cuerpo a cuerpo, cara a cara!...
Y al decir esto, sacó de debajo del delantal una gran cuchilla y se avalanzó sobre Julio, pero la concurrencia, solícita, la detuvo, la amarró, le arrancó el arma. La condujeron a una pieza donde la encerraron para entregarla al día siguiente al comisario.
—Está loca.
Y todos se apresuraron a rodear a Linárez, futuro dueño de la opulenta estancia de Pintos, prodigándole frases de aprecio y simpatía.
Aún no había aclarado del todo, cuando Albino estaba en la enramada ensillando con sus pilchas miserables, su mancarrón tubiano, flaco, abatido, tan miserable y ruinoso como el apero.
Don Tiburcio, el capataz, extrañado de aquel insólito madrugón de Albino, le preguntó:
—¿P‘ande estás de viaje?
—Pa los Campos del Diablo—respondió el mozo con voz compungida.
—¿Y por qué te vas, muchacho?...
—¡Yo no me voy, m'echan!...
—¿Quién te echa?
—Mi tío Pancho... Anoche me dijo: «Mañana mesmo me ensillás tu sotreta y te mandás mudar. Si cuando yo me levante t'encuentro tuavía aquí, te vi a untar los costillares con ungüento e tala».
—¡Y el patrón es muy capaz de hacerlo!—asintió riendo el viejo.
—¡Ya lo creo qu'es capaz!... Es un bruto, mi tío Pancho!...—respondió Albino, al mismo tiempo de apretarle tan rudamente la cincha al tubiano escuálido, que este encorvó el cuello y le tiró un tarascón, como diciéndole: «¡No seas bruto, vos también!».
—Y a todo eso—gimió el muchacho—porque tengo una enfermedad, la e ser un poco chupista.
—Y bastante haragán; son dos enfermedades.
—No, es una mesma. Cuando me chupo un poco no tengo juerza pa trabajar, y entonces me da rabia y chupo más... ¡y claro! tengo menos juerza...
—Y más ganas de chupar.
—Dejuro. Adiós don Tiburcio.
Y se marchó, rumbo a los «Campos del Diablo», vale decir a lo ignoto, al azar de la existencia bagabunda.
Transcurrió más de un año sin que se tuvieran noticias suyas. En una cruel mañana de invierno cayó a la estancia. ¡Pero en qué estado!... A los estragos producidos por el vicio se unían los causados por las penurias, los de hambre, las noches de intemperie o de forzada vigilia. Apenas había, cumplido veinte años y su rostro enflaquecido, arrugado, de color terroso, sus labios plácidos, sus ojos parpajudos acusaban completa decrepitud.
Don Pancho lo miró con pena y con rabia, preguntándole con acritud.
—¿Qué venís a hacer aquí?
—Vea, mi tío—respondió con voz enronquecida por el alcohol;—estoy decidido a abandonar este vicio maldito, culpa de toda mi desgracia...
—Me parece bien—-contestóle el viejo en tono de duda.
—Sí, mi tío... Vea mi tío, allá, en la costa el Batoví, hay un negro entendido, que se compromete a curarme con el cocimiento de unos yuyos qu'el sólo conoce...
—¿Y qué hacés que no enderezás pa la costa'el Batoví?
—Vea mi tío... es qu'el negro me cobra veinte pesos pu'el remedio... y como yo ando medio cortao...
—¿Venís a pedírmelos?... No contés con ellos; pero en cambio te vi'a dar un consejo que vale más de veinte pesos... Mirá... ahí atrás de las casas está atado a soga mi parejero alazán, que aunque ya p'al camino no sirve, pa trotiar no tiene fin... Te lo doy. Ensillalo y andá buscar la vergüenza... Campiala bien. No te preocupés del tiempo que pase, ni del precio que cueste, porque me comprometo a pagarla, cueste lo que cueste...
—Está bien, mi tío—respondió el mozo, y de seguida se fué en busca del viejo parejero, lo ensilló, se despidió y partió de nuevo para los «Campos del Diablo».
Al verlo alejarse, Don Tiburcio—exclamó melancólicamente:
—¡Pobre alazán!... ¡Ande lo irá a convertir en caña ese desalmao!...
—Quien sabe—sentenció don Pedro—nunca perdió una carrera; pueda ser que gane esta también...
Al cabo de un par de meses regresó Albino a la estancia. Iba más miserable, más despreciable que nunca. Con dificultad se apeó de la yegua ética y con paso inseguro avanzó hasta la enramada desde donde el tío Pancho lo observaba con el más profundo disgusto. Rechazando la mano que el mozo le tendía, increpólo violentamente:
—¿A qué has venido, si no trais la vergüenza?...
Y él humilde como un perro castigado, murmuró sollozando:
—Vea mi tío... yo la busqué... Cansé el parejero alazán buscándola... y no la pude encontrar... ¡Pa mi, que ya no queda ni semilla de esa planta!...
Con un cielo luminoso, brillante como plata bruñida, llovía, llovía copiosa, incesantemente. Las cañadas desbordaban, empujando las guías hacia afuera, hacia el campo, convertido en superficie de laguna.
Ni un relámpago, ni un trueno. No hacía frío. Era la delicia del otoño, sereno, tibio, plácido, pródigo de luz.
En la cocina, donde ardía un fogón enorme, el patrón, en rueda con los peones, aprovechaba el obligado descanso, en alegre tertulia. Era un continuo cambiarle de cebaduras al mate y, para la china Dominga, un inacabable tragín de amasar y freir tortas mientras se contaban cuentos, simples como las almas de los gauchos,—interrumpidos a cada instante por comentarios más o menos ocurrentes.
El patrón no desdeñaba entrar en liza, pero tampoco escapaba, por ser patrón, de las interrupciones y de las críticas. Su relato sobre las aventuras de Jesucristo, no tuvo éxito, debido, más quizá que a falta de interés en la narración, a las observaciones hostiles del viejo Romualdo, el famoso contador de cuentos, que esa tarde se[18] había negado obstinadamente a complacer al auditorio.
Don Omualdo restaba furioso porque el patrón no había querido regalarle el único potrillo «rabicano» de la marcación del año.
—Elegí otro,—había dicho don Juan.
—Ya aligió ese yo.
—Ese es pa la chiquilina. Agarrá otro cualquiera.
—Rabicano no más.
—Rabicano no. Dispués, cualquiera.
—Dispués, denguno.
Y no eligió.
Quedó tan rabioso que casi no hablaba; él, que cuando no tenía con quien hablar, hablaba con los perros, con los gatos, con las gallinas o, en último extremo, consigo mismo.
—«Jesucristo estaba con su partida en el monte de los Olivos...—contaba el patrón, y don Rumualdo le interrumpió:
—¿Ande está el monte 'e los Olivos?... Yo no conozco ningún monte d'ese apelativo, y pa que yo no conozca . . .
—Es allá por las Uropas, pasando Bolivia.
—¡Ah!... Di áhi no soy baquiano... Nunca juí más p'allá del Pilcomayo...
—Güeno,—siguió el patrón;—Jesucristo estaba allí echándole una proclama a su gente, cuando de golpe se presentó la polecía de Poncio Pilatos.
—¿Pilatos?... ¿Es pariente de Manuel Pilatos, aquel indio de la Cruz que supo ser puestero de ño Tiburcio Rodríguez?...
—¡Qué ha de ser!... ¡Si d'esto que cuento hace añares!
—¿Y di áhi?... También hace añares qu'es[19]tán pariendo las vacas y las ovejas y entuavía hay yaguaneses que dejuro tienen el apelativo de los padres del tiempo de antes.
—Será asina, pero ¿me dejás enhebrar l'auja?
—Cuando llegó la policía, Jesucristo, en lugar de juir, s'entregó no más.
—¿Sin peliar?
—Dejuro.
—¿Y sin tratar de juir?
—¿P'ande?
—P'al monte. ¿Nu estaba en el monte?
—Sí, pero no era baquiano.
—¡Claro, era gringo ese don Jesucristo!... En medio 'el monte se deja sorprender por la polecía y rodiao de tuita su gente, no atina a juir ni a peliar... ¡Gringo maula!... ¿Y qué l'hicieron?...
—Lo yebaron p'al pueblo y lo pusieron a desposeción del juez, donde un procurador dijo qu'era un hombre malo porque quería que tuitos los hombres juesen güenos...
—¡Macana!
—...que cuando a uno le dieran una cachetada de un lao...
—¿Le sumiese la daga en el mondongo al atrevido?
—...le pusiera el otro lao de la cara...
—¡Macana!...
—Y porque decía que debía dársele a cada uno lo suyo.
—Eso está bien: pa mí el potrillo rabicano.
—...y porque afirmó qu'él curaba con palabras…
—Eso es verdá: denme un picao de víbora y si yo no lo curo venciéndolo, que me corten[20]...
—¿Qué le van a cortar a usté?—interrumpió un peón.
—Lo que tengo... de sobra—respondió el viejo.
—¡Y tan de sobra!—masculló otro.
El patrón, un tanto amostazado, continuó:
—Además, le dijeron que quería ser rey de la república.
—¡Y si el potrillo daba pa botas!... Pa mandar cualquiera sirve; lo difícil es encontrar quien haga...
—Y él dijo que no quería ser rey. Que su estancia estaba en el cielo...
—¿En el cielo?... ¡Lindo campo pa invernar chingolos!... Bien se ve qu'era gringo don Jesucristo!... ¿Y qué le hicieron?... ¿Lo afusilaron?...
—No, lo rusificaron.
—¿Lo qué?...
—Hicieron una cruz de palo y lo estaquiaron como cuero fresco.
—¡Qué bárbaros!...
—Era la costumbre oriental.
—¡Pucha que son bárbaros los orientales! ¡Degollar, tuavía, pero estaquiar un cristiano vivo!... Vea patrón: si quiere que hagamos las paces, deme las lonjas del potrillo rabicano... Usté dice qu'es pa la chiquilina, yo digo qu'es pa mí; le sumo el cuchillo en el tragadero y se acabó.
El patrón, harto de las interrupciones del viejo, exclamó:
—¡Agarrate el rabicano, vivo o muerto!...
—Vivo,—respondió—vivo y le pongo mi marca,—una cruz patas abajo... Ese don Jesucristo dejó algo bueno: a cada cual lo suyo, y a mí el rabicano.
Don Cupertino Denis y don Braulio Salaverry no eran personas estimadas en el pago.
Y sin embargo eran dos viejos vecinos—pisaban los setenta—estancieros ricos, jefes de numerosa y respetable familia.
Muy trabajadores, muy económicos, quizá demasiado económicos, eran además excelentes cristianos: jamás dejaban pasar un domingo, aunque tronase, aunque lloviera, aunque amenazara desplomarse el cielo, sin levantarse al alba y trotar las doce leguas que mediaban entre sus estancias y el pueblo, para concurrir a la iglesia para escuchar una o dos misas.
Es verdad que en la casa de don Cupertino, como en la de don Braulio, las perradas daban lástima, de lo flacas que estaban.
Pero, vamos a ver. ¿Para qué son los perros?
Para defensa de la casa.
Para que esa defensa sea efectiva es necesario que los perros sean malos.
Ahora bien: el psicólogo menos perspicaz sabe que los perros, lo mismo que los hombres, no son nunca malos cuando tienen la barriga llena. Es decir, pueden seguir siendo malos pero tienen pereza de hacer daño.
Tanto don Cupertino como don Braulio habían tenido oportunidad de constatar que todos los curas son mansos.
También se acusa al primero—y al segundo—de estos honrados estancieros, de dar a los peones comida escasa y mala. Era cierto; pero no lo hacían por tacañería, sino porque la experiencia les había demostrado que lo que se gana en alimentación se pierde en tiempo, y como es axioma que el trabajo dignifica al hombre, el corolario es que será más digno el que trabaje más. Y era a impulsos de ese piadoso concepto que don Cupertino y su colega mezquinaban la comida a sus peones y les hacían echar los bofes trabajando... ¿Qué importan las penas corporales cuando con ellas se hacen méritos ante el Señor?
Se le hacían, además, otros cargos a don Cupertino. Se le reprochaba, por ejemplo, que con frecuencia no eran de su marca las vacas, ni de su señal las ovejas que se carneaban en su casa.
Tal vez fuese calumnia, o quizá fuese cierto. Pero en el último caso, la causa estaría en que don Cupertino tenía ya poca vista y no era extraño que se confundiese. Además la culpa era de los linderos que no cuidaban sus haciendas y mantenían en mal estado los alambrados medianeros. El lo había dicho varias veces, sobre todo cuando las majadas linderas tenían sarna o cuando su campo estaba mejor empastado que los vecinos:
—¿Por qué no componen los alambrados? ¡Vamos a ver! ¿Por qué no componen?
Es claro ¿por qué no componían?
El, don Cupertino, llevaba la bondad hasta[23] hacerlo componer por su propia cuenta... cuando había sarna en las majadas linderas, cuando su campo estaba en mejor estado que los vecinos.
Se decía también que don Cupertino en sus frecuentes rondas nocturnas, robaba corderos orejanos a los vecinos y los señalaba sobre el pucho.
Pero deberían ser calumnias, envidias, porque ninguno era capaz del sacrificio que él se imponía para vigilar su bien.
Como antes dijimos, don Cupertino y don Braulio no perdían jamás la misa del domingo. Y ni uno ni otro dejaban de llevar a los tientos el corderito destinado a don Tadeo, un cura napolitano, cabeza de melón, mofletes de nodriza gallega, cuello de toro y vientre de perra en fin de embarazo. El buen cura adoraba los corderitos asados, casi tanto como las libras esterlinas,—de las cuales era entusiasta coleccionista—y por lo tanto adoraba a aquellos dos santos varones; pero más a don Cupertino, quien con frecuencia unía al cordero infaltable, una gallina gorda, un canasto de huevos frescos, una maletada de duraznos, y, en ocasiones, una lechiguana gorda, que era una de las debilidades del virtuoso párroco.
—¡Ah, la lichidiguana!... ¡Come mi gusta la lichidiguana!...
Don Cupertino, hombre sobrio, esclavo del deber, era siempre el primero en llegar a la sacristía. Sin embargo, ocurrió una vez en que,[24] llegando a la hora habitual, se encontró con que su vecino le había precedido.
—Lu dun Brulio l'ha che ganatu il terone ista volta,—díjole el cura.
Sorprendido, presintiendo una trastada, don Cupertino preguntó:
—¿Y ande está?
—¿Ande quiere qu'estase?... ¡A l‘iglesia, rodillao devanti San Jenaro, gulpiá qui gulpiá lo picho!...
Don Cupertino tuvo una idea:
—Si usted quiere, padre, yo mesmo vi a desollar el cordero, porqu'es muy gordo y lo va echar a perder su cocinera maturranga.
—Cume ta parezca, don Cupertini... Venise pe lu patio.
Fueron ambos. El estanciero colgó y desolló concienzudamente el borrego.
—¡Madona!... ¡Cume e gordo!...
—Rigularcito—respondió con modestia don Cupertino; y mientras arreglaba el cuero, preguntó observando uno recién estirado.
—¿Y este, padre?
—Es el de don Brulio.
—¡Canalla!—exclamó en el colmo de la indignación.
—¿Cume canalla?...
—¡Pero sí, padre!... ¿No ve las orejas?...
—¡Sicuro!... Tiene orecas come tudos los corderos…
—¿Pero no ve la señal?... ¡Punta e' lanza en la izquierda, sarcillo de arriba en la derecha!... !Mi señal!...
El fraile quedó asombrado.
—¡Ma si cuesto e vero, e propio un canalla!...
El cura continuó manifestando su indignación, mientras don Cupertino observaba uno por uno los cueros apilados. Había cincuenta y ocho: tres de su señal, veintiseis de distintas señales de linderos y veintinueve señal de don Braulio. Porque él, don Cupertino, sólo le robaba a don Braulio. Quedó satisfecho, y cuando el cura le dijo:
—Que hay qui denunciarle a la justicia a cuesto porcaccione—él contestó humildemente:
—No padre. ¡Por tan poca cosa! Cristo manda perdonar, ¡yo perdono!...
Don Tadeo miró el cordero gordo, se le hizo agua la boca y exclamó emocionado:
—¡Qui santo varone!...
Estaba obscureciendo cuando don Fidel regresó de su gira por el campo. Los peones que mateaban en el galpón y lo vieron acercarse al lento tranco de su tordillo viejo,—ya casi blanco de puro viejo,—observaron primero el balanceo de las gruesas piernas, luego la inclinación de la cabeza sobre el pecho, y, conociéndolo a fondo, presagiaron borrasca.
—Pa mí que v'a llover—anunció uno.
—Pa mí que v'a tronar,—contestó otro; y Sandalio, el capataz, muy serio, con aire preocupado, agregó:
—Y no será difícil que caigan rayos.
Casi todos ellos, nacidos y criados en el establecimiento, casi todos ellos hijos y nietos de servidores de los Moyano, conocían perfectamente a don Fidel.
Grandote, panzudo, barbudo, tenía el aspecto de un animal potente, inofensivo para quien no le agrediera, temible para quien se permitiese fastidiarlo.
Fué siempre liso como badana y límpido cual agua de manantial. Habitualmente, recias carcajadas hacían estremecer el intrincado bosque de sus barbas, como se estremecen alegres los pa[28]jonales, cuando en el bochorno estival, la fresca brisa vespertina, mojada en agua del río, hace cimbrar con su risa las lanzas enhiestas, enclavadas en el cieno del bañado.
Empero, al llegar a la cincuentena, cuando murió su mujer de una manera trágica y algo misteriosa, el carácter de don Fidel cambió en forma sensible.
Normalmente era el mismo de antes, bondadoso y justo, severo, pero ecuánime; mas, de tiempo en tiempo y sin causa aparente, tornábase irascible, violento y atrabiliario, lanzando reproches infundados y sosteniendo ideas absurdas, al solo objeto de que los inculpados se defendiesen, o los interpelados le contradijeran, para exacerbarse, montar en cólera y desatarse en denuestos y amenazas.
Pasada la crisis, volvía a ser el hombre bueno, más suave que maneador bien sobado y bien engrasado con sebo de riñonada.
Las gentes de la estación lo conocían bien; y dado que, aparte de quererlo y respetarlo y temerlo, encontraban mucha ventaja en su servicio, sabían «hacer el perro»—callar y agacharse,—cuando tronaba en lo alto.
Don Fidel descendió del caballo dentro de la enramada, y al volverse se encontró con Felisa, su sobrina y ahijada, quien, juntando las manos, imploró humildemente:
—¿La bendición, padrino?...
El la miró; trató de corregir la aspereza de su semblante y dijo:
—Dios l'haga una santa.
Entre estas dos frases rápidas, un peón había[29] acudido y tomado la rienda del caballo, mientras otro, no menos solícito, desprendía la sobrecincha y se apresuraba a desensillar.
Don Fidel rabió con aquella solicitud que le impedía estallar en reproches; pero se contuvo, y entregando a Felisa la escopeta que llevaba en la mano, le dijo:
—Llevá p'al cuarto; y tené cuidao qu'está cargada con bala.
Ella tomó el arma, dió vuelta, anduvo un paso y volviéndose interrogó con voz de inocencia:
—¿Los dos caños están cargaos con bala?
—¡Los dos!—respondió con aspereza el viejo; y luego, por natural sentimiento de bondad, agregó dulcificando el acento:
—Tené cuidao...
Ella se fué hacia las habitaciones de la estancia, y don Fidel penetró en el galpón. Un peón le ofertó de inmediato un «amargo» que el estanciero, con el gañote seco, aceptó. Tomando un banquito, se sentó, en la rueda, cerca del fogón. Y mientras chupaba el mate, dijo:
—Anduve recorriendo... En el bañao de las cruces encontré una vaca bragada, muerta y medio podrida, sin sacarle el cuero...
—Yo la vide, patrón,—respondió el capataz;—murió de grano malo y por eso no mandé cueriarla...
El estanciero, sin dignarse mirar ni responder al descargo de su subalterno, continuó:
—En la majada del Bajo Chico vide sinnúmero de ovejas señal horqueta del vasco Ismendi.
Pacíficamente, el capataz explicó:
---Jué un entrevero causao por la lluvia el do[30]mingo, que voltió un lienzo 'e alambrao y pa fin de apartar yo le he dao rodeo a Ismendi mañana a las cinco 'e la mañana...
Don Fidel hizo como si no hubiera oído el descargo de su administrador, por quien experimentaba una hostilidad que en vano intentaba disimular. Y dijo con sequedad:
—¡Debía haber empezao por componer el alambrao!
Generalmente, el viejo mayordomo dejaba sin réplica las acusaciones del patrón; pero aquella tarde parecía tener empeño en avivar su mal humor contradiciéndole.
—No compuse, patrón, porque el bajo, como habrá visto, está lleno de agua; y no se puede estirar alambre con postes plantaos en el agua...
Humillado con la lógica del capataz, don Fidel cogió la limeta y apuró un grueso sorbo de «caña».
El viejo Sandalio sonrió irónicamente, dejando ver a través de las hebras escasas y ásperas de sus bigotes griseos, las negras encías, desprovistas de dientes. Pocas veces bebía el patrón, pero cuando había pegado un trago, era insaciable. Satisfecho, el capataz aprovechó la coyuntura de que don Fidel la emprendiera violentamente con uno de los peones, para escurrirse en silencio.
Sigilosamente cruzó el patio, rodeó «las casas» y se fué hasta la barra de eucaliptus que defendían de los vientos bravos del este y del sud, la cabecera de la huerta de frutales.
Allí, vuelto detrás del membrillar que crecían entre los eucaliptos, se encontró a Virginio Moyano, su sobrino.
Ahorrando frases inútiles, el viejo preguntó[31] secamente:
—¿Estás pronto?
—Sí,—respondió el mozo—; tengo ensillao, pa mí, el tordillo negro qu'es capaz de galopiar treinta leguas de un tirón, y pa ella el bayo batea, que no se cansa nunca y de un andar qu'es como hamacarse en un sillón.
—Güeno. Estén alpiste y cuando sintás un tiro, monten a caballo y claven la uña... ¡Adiós!...
—¡Adiós, tío!
Se abrazaron y el viejo empezó a andar hacia el galpón. Iba contento. Chita, la hija de don Fidel, y Virginio, su sobrino, se amaban. Pero el patrón, a quien se le había puesto entre ceja y ceja que Chita no era hija suya sino de Sandalio, no sólo había «espantado» a Virginio, sino que se había dispuesto a cazarlo; y para eso salía todas las tardes con la escopeta cargada a bala, sabiendo que el mozo rondaba por las inmediaciones.
Don Fidel odiaba a Sandalio, su viejo amigo, y compañero, su eficaz cooperador en la construcción de su fortuna; y lo odiaba tanto más, cuanto que, convencido de su infidelidad, carecía en absoluto de pruebas materiales de su traición y evitaba la querella por miedo al ridículo.
Enterado de todo, el capataz, resolvió salvar a los jóvenes proporcionándoles la fuga. ¡Después... lo que Dios quisiera!... Su acción era justa, bien que la empañase una pequeña nube: Virginio había seducido a Felisa, la sobrina del patrón, abandonándola con un hijito en los brazos, la deshonra en el rostro y la desesperación en el alma... Pero... la vida es así. Las yerbas que mueren dan alimento a las yerbas que nacen.[32] Cuando un cariño se seca, nadie puede obligar a la tierra que permanezca estéril, que no germine otra semilla, que no críe otra planta, que no expanda otra flor...
Y cuando el capataz entró en el galpón y se acercó al fogón, pudo observar con contento, que la botella de caña estaba casi vacía y que los ojos de don Fidel brillaban excesivamente.
Incorporado a la rueda, le alcanzaron un mate; pero apenas había chupado un sorbo, cuando lo arrojó, y levantándose bruscamente, exclamó:
—¡Jué pucha!... ¡La comadreja ladrona e gallinas!...
Desenfundó el revólver que llevaba al cinto e inclinado el cuerpo avanzó con precauciones hacia el fondo obscuro del galpón, donde estaban amontonados cajones vacíos, útiles de labranza, cachivaches de toda clase.
—Ahí está—gritó el viejo haciendo fuego sobre un sujeto imaginario.
Los tertulianos, con el patrón a la cabeza, se acercaron.
—¿Pegó?
—¡Seguro que pegué!... Puay no más debe estar...
—¡Ni plumas de comadreja!... ¡Sandalio ya no tiene ni vista ni puntería!—expresó irónicamente don Fidel.
Y Sandalio, con ironía:
—¡Pasencia!... Cuando se tiran dos tiros al mesmo tiempo, no se pueden acertar los dos...
En ese mismo momento llegó hasta el galpón el estampido de un tiro que parecía venir de la valla de eucaliptus. Todos corrieron hacia allá[33] y se encontraron con un cuadro tan inesperado como desconcertante.
Virginio, hincada en tierra una rodilla, sostenía entre sus brazos el cuerpo inanimado de Chita, todo bañado en sangre. A unos pasos de allí, recostada a un eucaliptu, Felisa, cuyo rostro expresaba contento feroz, tenía en su mano la escopeta, humeante aún.
Don Fidel y Sandalio se abalanzaron al mismo tiempo sobre la joven moribunda. Pero el capataz llegó primero y la arrancó de los brazos de Virginio, y besándola frenéticamente, exclamó:
—¡Hija mía!... ¡Adorada hija mía!...
El estanciero detuvo el movimiento de sus brazos. Se replegó sobre sí mismo y con una voz tan amarga cual si le hubiesen reventado en la garganta una vejiga de hiel, díjole:
—¡Ah! ¡Tu hija!... ¿Te denunciás al final, traidor de amigos, ladrón de honras?...
Y con un gesto rápido, sacó el revólver, lo aplicó a la frente de Sandalio y le hizo saltar los sesos.
Ana y el viejo cuzco «Cachila» hallábanse de tal modo habituados a insultos y aporreos, que cuando éstos escaseaban sentíanse inquietos temiendo alguna crueldad extraordinaria.
Ana, hija de una de esas almas de fango del suburbio aldeano, había sido recogida por la familia del estanciero don Andrés Aldama y fué a aumentar el número de los numerosos «güachos» criados en el establecimiento.
Como los durazneros, producto de carozos que germinan en los basureros donde fueron arrojados junto con los demás desperdicios de cosas que causaron placer, como esos hijos del desprecio engendrados al azar, Ana hubiera crecido en medio de la indiferencia de todos.
Y así fué durante ocho o diez años. Baja, flacucha, de cara menuda y siempre pálida, crecía igual que las plantas aludidas, sufriendo la ausencia de todo cultivo, nutriéndose con los escasos jugos que les deja la voracidad de los yuyos.
Esa carencia de encantos, unida a la constante adustez de su fisonomía, su parquedad de palabra, su actitud siempre huraña y recelosa, justificaban el menosprecio general de la población de la estancia.
—A más de flaca y fiera, en tuavía es más arisca que aguará,—decían de ella los peones; y en injusto castigo por defectos de que no era culpable, la acosaban con sátiras mordaces y con bromas de una grosería brutal casi siempre.
Pero ocurrió que con la llegada de una precoz pubertad se operó en su físico una repentina y radical transformación.
Las piernas de tero y los brazos de alfeñique y el pecho plano adquirieron en pocos tiempos redondeces impresentidas. Y el rostro, aun cuando se conservó flacucho y menudo, se embelleció extraordinariamente, sin perder, al contrario, acentuándose, la expresión, huraña y agresiva.
—Con la pelechada de primavera, la guacha se ha puesto cuasi linda,—expresó un peón.
—Pero sigue siendo dura de boca,—dijo otro.
Con la transformación, en vez de mejorar empeoró la suerte de la muchacha. Los mozos, altamente desdeñados en sus galanteos, redoblaron las groserías de sus injurias; las compañeras que antes la martirizaban por fea y por débil, unieron la envidia al haz de la malquerencia.
Para colmo de las adversidades, doña Sabina, la patrona, se puso a la cabeza de la conjura. Dicha señora, orgullosa, irascible, gobernaba despóticamente en la estancia y todas las voluntades se rendían ante la suya, porque todas sabían que aquella alma egoísta y cruel, era inaccesible, no sólo a la piedad, sino también a las reclamaciones de estricta justicia.
Ana mereció que la patrona la distinguiera con mayor dosis de acritud; y cuando el patrón interponía, tímidamente, su escasa influencia en[37] favor suyo, la señora se contentaba con aumentar la violencia del pellizco o del tirón de las mechas.
Empero, al convertirse en moza apetecible la insignificante chiquilla, la iracunda señora no admitió ya la bondadosa intervención de su débil esposo. Diez años mayor que éste, doña Sabina lo tenía brutalmente esclavizado con sus celos, hasta el punto que el pobre hombre no se atrevía a levantar la vista delante de ninguna mujer, joven o vieja, linda o fea. Y aún así no escapaba al diario diluvio de violentas recriminaciones y de improperios con que lo azotara su consorte.
Desde entonces la más leve falta cometida por Ana era castigada con inaudita severidad y en medio de los más rudos apóstrofes.
—¡Sin vergüenza, arrastrada, flor de basurero!... ¡Andá pedirle ayuda a tu protector, el puerco de mi marido!...
El marido no solamente no volvió a interceder en favor de Ana, sino que esquivaba su presencia y rarísima vez le dirigía la palabra. Precauciones que, por otra parte, en nada hicieron disminuir la furia celosa de su mujer.
El cambio no impresionó,—en apariencia, al menos,—a la huérfana. Su resignación y su humildad se mantuvieron iguales que antes. En apariencia, porque un observador sagaz hubiera advertido en sus ojos ciertos fugitivos destellos de rencor concentrado y de voluntad disimulada.
Una mañana, a raíz de formidable rabieta, doña Sabina cayó fulminada. Su muerte produjo en todos los seres del establecimiento una impresión de alivio, de liberación. La alegría,[38] prescripta durante la tiránica dominación de la harpía, reapareció en la estancia. Hubieron de nuevo cantos y risas y expansiones. Hasta don Andrés sintióse rejuvenecido de diez años. Tras veinte años de esclavitud, experimentaba imperiosa necesidad de amor, de afectos, de caricias. Sus consideraciones y simpatías por Ana se extremaban día a día, hasta el punto de que una vez el viejo capataz don Sandalio le observó respetuosamente:
—¡Tenga cuidao, patrón!... Las piedras de arroyo son refalosas...
El no pudo impedir el rubor y respondió intentando justificarse:
—Lo que yo hago por esa muchacha es de lástima y también porque me remuerde la consensia no haber tenido coraje pa defenderla de las injusticias de la finada.
—¡Tenga cuidao, patrón!—volvió a advertir el viejo.—Las flores de basuras tuitas son venenosas.
Pocas semanas después, el capataz decía en rueda de fogón:
—Maliseo que no v'a pasar un año sin que tengamos nueva patrona; y esta v'a ser pa nosotros diez veces pior que la dijunta, a quien Dios haiga perdonao...
Y así fué. La despreciada y aporreada güachita se instaló en la casa como «patrona». Sin violencias, sin gritos, sonriendo siempre, impuso tales vejámenes y tal abrumador recargo de trabajo a todo el personal de la casa, que uno tras otro tuvieron que marcharse. El patrón, enceguecido por un amor casi senil, justificaba aquella[39] dictadura mansa y suave, para él infinitamente más soportable que la dictadura brutal del sargentón fallecido. Todo lo disculpaba y perdonaba, hasta las continuas infidelidades de su esposa, realizadas sin recato alguno. Con ruegos, con súplicas humillantes, había conseguido salvar a Sandalio, su viejo y honesto servidor. Pero llegó el momento en que la dominadora ordenó su sacrificio. Don Andrés tuvo que ir a comunicarle la sentencia, diciéndole, con los ojos llenos de lágrimas:
—Mi pobre viejo...
—No diga más patrón,—interrumpió don Sandalio;—hace tiempo tengo prontas las maletas y si antes no me juí, jué por no dejarlo a usté de un modo abandonao...
—¡Quién había'e decirme,—gimió don Andrés,—que tuitas mis bondades habían de tener ese pago!...
—Yo se lo dije, patrón y usté no quiso oirme: los duraznos nacidos en el basurero tienen flor linda, pero el fruto siempre es agrio...
—Me vi' a dir.
—¿P' ande?
Pa cualisquier pago que tenga arroyos ande uno pueda arrojarse...
—¿Tenés ganas de augarte?
—...o campos fieros, con serranías o cangrejales que permitan quebrarse el pescuezo de una rodada!...
—¡La pucha!... Sabe aparcero qu' está más fúnebre que cajón de difunto?... ¿Qué le acontece?.. ¿Carnió a lo gringo y cortó la vegiga de la yel?...
—¡Cuasi asina!... ¡De la res qu'he carniao, tuitas las tripas me resultan tripas amargas!...
—¿Y d' ahí?... El remedio está acollarao con la enfermedá: deje las achuras pa los perros y meriende los costillares y la pulpa...
—¡Si la res que carnié no tiene más que achuras!...
Esta última frase la pronunció Trifón con tal acento de amargura y de descorazonamiento, que su amigo Silverio, condolido, cambió de tono y exclamó afectuosamente:
—Estás desagerando, muchacho... Por ruin que sea la lonja, ningún lazo se rompe de la pri[42]mera enlazada... ¿Qué te pasa para ponerte blandito asina?...
—¡Que m' ha de pasar!... Usté lo sabe bien.
—Carculo no más... Yo no he dentrao al rancho 'e tu alma pa saber si la cama está renga.
—No carece dentrar al agua pa saber qu' el arroyo está de nado.
—Sí; cuando se tiene seña. En el paso chico del Auspon, pu' ejemplo, yo sé que cuando l' agua llega al primer ñudo del sauce viejo de la derecha, moja las verijas del mancarrón, y cuando sube hasta la horqueta, baña el lomo... Eso sé, porque lo vide sinfinidad de ocasiones... Pero en tu caso...
—Mi caso es más claro entuavía,—respondió violentamente Trifón. Y echándose sobre los ojos el chambergo, se fué de la enramada.
Silverio, gaucho maduro ya, lo miró partir con lástima, sacudió la cabeza, sacó la tabaquera y mientras armaba un cigarrillo, exclamó:
—¡La gran mucha!... ¡Parece mentira que unas náguas maneen más que unas boleadoras!... ¡Es bicho zonzo el hombre!... Güeno... a sigún. Lo qu' es a mí, cualquier día mi hacen dentrar en corral de ovejas mariandomé con jarabe 'e pico... ¡Mucho tiene que llover pa que gotée el techo de mi rancho!...
Tras el soliloquio, tomó el mate, le dió vuelta a la cebadura, quitó los palos, «encieló» un poco y se puso a cimarronear solo. Siempre había estado solo, él. ¿Por qué?... No lo buscaba, pero siempre ocurría así. A la hora de la comida, o llegaba antes que los otros o llegaba después que los otros, y tenía que comer solo. A la hora del mate[43] pasaba lo mismo. En los trabajos de campo, en las recorridas o en las recogidas, siempre ocurría lo mismo: a él le tocaba quedar solo.
Pero como era muy bueno y muy simple, jamás se preocupó por ello, ni encontró motivo de amarguras. Por lo único que hubiera podido disgustarse era por su afición a «pensiar»; pero por eso mismo lo subsanaba hablando solo continuamente en voz alta lo que le había valido el apodo de «el loco Silverio».
Y a Silverio no le importaba un fósforo todo eso. En realidad, nada le importaba. Para él, lo mismo era una picana de vaquillona que un cogote de novillo, igual un flete escarceador que un matungo tropezador, de esos que van «arrancando macachines» y que a lo mejor se vuelcan «como carreta en ladera». Bebía lo mismo el agua cristalina de la laguna, que el agua pestilencial del estero. Lo único que le repugnaba un poco, eran las mujeres. Pero hay que advertir que él nunca se acercó a ninguna mujer, y menos aún ninguna mujer a él.
Esa tarde, mientras mateaba y venía cayendo la noche, decía:
¡Que pavada 'e muchacho!... Andar de esa laya, tuito descangallao, porque la piona Liberia le dijo que lo quería y aura le dice que no lo quiere!... ¡Me había 'e pasar a mí! Güeno, es verdá que a mí las mujeres m' empalagan mesmo que miel de camoatí...
En ese mismo momento se acercó sigilosamente Liberia, una chinita cuyo cuerpo y cuyo rostro eran la suprema expresión de la lujuria. Con voz dulce dijo:
—¿Siempre solito, Silverio?
—Siempre, m'hijita.
Ella hizo un mohín.
—¡No me llame m'hijita!... Usté no es un viejo.
Ante aquella frase, dicha cariñosamente, Silverio experimentó una sensación extraña.
—Viejo, no;—dijo—pero ya medio tordillo.
—¡Salga de áhi!... Si usted supiera...
Y la chica suspiró, bajó los ojos y se acercó más al gaucho.
Este se puso de pie, extrañado, cohibido.
—¿Si yo supiera, qué?
—Qué... ¿pero me quiere hacer decir lo que no debo decir?... ¿No ve que... que desde hace tiempo lo quiero?...
Y al decir esto, muy despacito, como si la frase hubiese salido contra su voluntad, dejó caer la cabeza sobre el hombro de Silverio en adorable abandono amoroso...
—¡Caramba!—dijo él, estrechándole la cintura.—¿Y Trifón?
—¿Qué me importa de Trifón?... Si vos me querés...
—Y... yo dentraría... a la verdá... soy chambón pa este juego, pero...
Con acento sonriente y quemándole la mejilla con los labios, ella exclamó:
—¡Quereme!
Incapaz de reflexión, súbitamente despertado el instinto, Silverio la abrazó con fuerza, exclamando:
—¡Sí, ya t'estuy queriendo!...
En ese mismo momento apareció Trifón. Al[45] ver el cuadro se detuvo indeciso. Luego escupió en el suelo.
—¡Cochina!—dijo y dió media vuelta.
Cuando el otro hubo desaparecido, Liberia se desasió de los brazos del gaucho y rió con estrépito.
El, tartamudeante, rogó:
—¿Nos veremos luego?...
Ella, despreciativa, contestó:
—¿Pa qué?... ¿Si piensa que suy clavel del aire pa vivir pegada a un palo viejo?
—¿Y por qué has hecho esto?,—balbuceó desconcertado Silverio.
—¿Y no se da cuenta?... ¡P' hacerlo rabiar al otro!...
El verano encendía el campo con sus reverberaciones de fuego, brillaban las lomas en el tapiz de doradas flechillas, y en el verde de los bajíos cien flores diversas de cien hierbas distintas, bordaban un manto multicolor y aromatizaban el aire que ascendía hacia el ardiente toldo azul.
En el recodo de un arroyuelo, sobre un pequeño cerro, veíanse unos ranchos de adobe y paja brava, circundados de árboles. El amplio patio no tenía más adornos que un gran ombú en el medio y en las lindes unos tiestos con margaritas, romeros y claveles. El prolijo alambrado que lo cercaba tenía tres aberturas, de donde partían tres senderos: uno que iba al corral de las ovejas, otro que conducía al campo de pastoreo, y el tercero, más ancho y muy trillado, iba a morir a la vera del arroyo, distante allí un centenar de metros.
El arroyo aquel es un portento; no es hondo, ni ruge; sobre su lecho arenoso la linfa se acuesta y corre sin rumores, fresca como los camalotes que bordan sus riberas y pura como el océano azul del firmamento. No hay en las márgenes palmas enhiestas representando el orgullo florestal, ni secas coronillas, símbolo de fuerza, ni ra[48]mosos guayabos, ni virarós corpulentos. En cambio, en muchos trechos vense hundir en el agua con melancólica pereza las largas, finas y flexibles ramas de los sauces, o extenderse como culebras que se bañan, los pardos sarandíes. Tras esta primera línea de vegetación vienen los saúcos, el aragá, el guayacán, la arnera sombría, los ceibos gallardos, y aquí y allí, encaramándose por todos los troncos, multitud de enredaderas que, una vez en la altura, dejan perder sus ramas como desnudos brazos de bacante que duerme en una hamaca.
Los árboles no se oprimen, y, a pesar de sus opulentas frondescencias, caen a sus plantas, en franja de luz, ardientes rayos solares que besan la hierba y arrancan reflejos diamantinos al montón de hojas secas. Hay allí sitio para todos; entre el césped corren alegres las lagartijas; en el boscaje centenares de pájaros inspiran amores en la puerta del nido; las mariposas de sutiles alas policromas vuelan libando flores, y allá, en la cinta de agua que parece un esmalte de nácar sobre el verde del bosque, saltan las mojarras de reluciente escama, cruzan, serpenteando veloces culebrillas rojas parecidas a movibles trozos de coral, y, de cuando en cuando, con rápido vuelo sigiloso un martín pescador proyecta su sombra, rompe el cristal con su largo pico y se eleva conduciendo una presa.
En una cálida mañana de diciembre, una joven, en cuclillas junto al agua, lavaba afanosamente. De tiempo en tiempo cesaba de refregar, sacudía las manos y se las pasaba por la frente a fin de quitar el sudor o volver a su sitio una[49] mecha rebelde. Concluído el trabajo, la joven se puso de pie, hizo un lío con las piezas lavadas y se escurrió por un sendero hasta llegar a un playo, donde extendió las ropas, cantando bajito unas coplas maliciosas.
Luego quedó un rato indecisa, y al fin echó a andar hacia el fondo del patiecito. Cuando llegó a la arboleda arrancó una flor de ceibo, que puso entre sus labios tan rojos como la flor, y recostada en el árbol detúvose pensativa.
Oyóse a poco un crujir de ramas, y de súbito apareció en el playo un mocetón fornido, de tez morena, de simpático rostro. Iba con el sombrero en la mano, sujeto del barboquejo a manera de canasta, pues lo había llenado de frutos de ñangapiré, cubiertos por un gran ramo de margaritas. Ya cerca de la joven, tendió torpemente el brazo, ofreciéndole el ramo.
—Tomá.
Ella lo tomó y respondió contenta:
—¡Qué lindas!... gracias...
Y después, mirando el sombrero:
—¿Qué trais ahí?
Y sin darle tiempo para responder, metió la mano traviesa y tomó un puñado de frutas que llevó golosamente a la boca.
—¡Pitarigas!... ¡Qué lindas! ¿Dónde las ajuntastes?...
El mocetón, con el labio péndulo y la mirada embobada, se quedó mirándola.
—¿No me das esa flor?—dijo de pronto, refiriéndose a la de ceibo que la niña había dejado caer al suelo.
—¡Esa no!—contestó ella con viveza.—¡Es muy ordinaria!... ¡Tomá ésta!—y le ofreció un clavel blanco que llevaba en el pelo. El lo tomó con mano trémula y abrazándola con la mirada suspiró:
—¿De verdá me querés, Clota?
Ella lo miró fijamente, dando una expresión severa a su linda cara morocha y, lanzando una sonora carcajada, dijo:
—¡Qué cara de ternero enfermo que tenés!...
Palideció el gauchito; honda pena anubló su semblante, y entonces ella, acercándose, le echó los brazos al cuello y le dió un beso mordiéndole el labio hasta hacer brotar la sangre...
Hacía calor, sentí sed y me introduje en el primer bar que se ofreció a mi paso.
Era aquello una cueva larga, estrecha, obscura.
En los muros laterales, encerrados en marcos de color terroso parecían dormitar Thiers y Gambetta, Grevy y Carnot, con los rostros maculados por la indecencia de las moscas. Al fondo, remando sobre la anaquelería indigente que se encontraba detrás del mostrador, un espejo oval lucía su luna turbia protegida por un tul amarillo.
Me senté, pedí un chopp, y mientras bebía el inmundo brebaje, observaba el recinto.
En el fondo, cerca del despacho, estaba sentado un parroquiano. Aparentaba más de cuarenta años; la vestimenta, trabajada; la barba, canosa y sin aseo; el rostro, con residuos de inteligencia ocracio y demacrado.
Tenía por delante una copa de licor casi intacta, y entre sus dedos enflaquecidos, azulados, sostenía en alto un periódico. Simulaba leer. La mirada, turbia y vaga, parecía un riacho helado.
Aquel hombre me atrajo, quizá por su visible tristeza, quizá por su evidente penuria moral.[52] No recuerdo con qué pretexto entablamos conversación.
Hablamos, es decir, él habló, contándome su historia. En la incoherencia del relato, en el ilogismo de algunos episodios, en la inverosimilitud de ciertos hechos, advertí que mentía, que mentía a cada instante, con la obstinación de un maniático, con la indisciplina mental de un beodo. Pero, en realidad, no mentía: inventaba para explicar con dolorosa sinceridad, las tribulaciones, las caídas y la bancarrota de su ser moral.
Más o menos suprimidas las digresiones, me dijo lo siguiente:
—Yo era huérfano y disponía de una fortunita. Era débil, necesitaba un apoyo, un sostén. Hallé una mujer que me gustó; ella gustó de mí: nos casamos. Modestos y económicos los dos, vivíamos muy bien con la escasa renta de mis bienes. A seguir siempre así hubiéramos sido felices. Pero los parientes de mi mujer, que eran ricos, comerciantes, se indignaron de que yo, siendo joven y fuerte, dejase transcurrir los meses y los años sin otra ocupación que cuidar mi jardín, vigilar las aves, jugar con los chicos y leer los folletines de los diarios. Al fin llegaron a convencernos—a mi esposa primero, a mí después,—que aquella existencia era indecorosa, que debía trabajar en algo.
«Debo advertir que yo no era haragán, no; no era haragán; pero era un inútil, sin iniciativa, sin energías, sin voluntad. Esa es la palabra, sin voluntad.
»Así se lo expliqué a mi esposa, agregando que me parecía cosa temeraria aventurar nuestro bien[53]estar; pero ella me convenció de lo contrario, diciéndome que sus parientes encontraban deshonesto mi modo de vivir, y que debían tener razón, siendo personas serias.
«Me decidí. Realicé mi capitalito y fuí a pedir consejos a mis avisados parientes. El más competente de entre ellos—el más rico,—se expresó de este modo:
—La ciencia del comercio puede concretarse en cinco preceptos: 1.º No tener ningún vicio ostensible; 2.º No dejarse engañar por el vendedor; 3.º Engañar siempre al comprador; 4.º Pagar derechos de aduana solamente por la tercera parte de las mercaderías importadas; 5.º Explotar a los empleados pagándoles lo mínimum y exigiéndoles el máximum de trabajo posible.
«Más sencillo no podía ser. Pero yo era decididamente muy bruto. Creí en la sinceridad y en la honestidad comercial de los vendedores. No supe engañar al cliente; me repugnó el contrabando, pagué con largueza a mis empleados y... ¡claro!... me fundí.
«¡Me fundí!... Mis parientes le dijeron a mi esposa:
—¡Es natural! No sirve para nada.
«Y efectivamente, yo ya no servía para nada. La miseria invadió mi casa; las deudas me estrangularon. En esa situación, los honorables parientes vinieron a mi auxilio: recogieron a mi mujer y a mis hijos. Fueron buenos, no hay que negarlo. Mi mujer zurce los calcetines del marido, arregla los vestidos de su esposa, cuida de los chicos, vigila la servidumbre. Mis hijos... a mis hijos se les cuida para utilizarlos más tarde, con[54]forme al quinto precepto del éxito comercial.
Dolorido, preguntéle:
—¿Y usted?
—¿Yo?—respondió amargamente.—Yo soy un inútil.
Bebió de un sorbo la copa de licor y mirándome con ojos vidriosos, con una mirada opaca de agonizante, agregó:
—¿Crée usted que si yo fuera algo, si hubiera en mí un resto de voluntad, si no me sintiera una pulpa muerta, habría aceptado la sangrienta caridad de mis verdugos?... ¡Yo soy un deshonesto!...
Al decir esto, sus ojos brillaron con rojos resplandores de fiera cautiva; y luego, agobiado por el esfuerzo, dejó caer la cabeza sobre el pecho...
Viejo conocedor de miseria, aproveché su ensimismamiento para alejarme, que colmadas de tristezas propias hállanse mis alforjas.
—Don Eulalio, cuente un cuento.
—¿Para qué?... Ya tuitos los que yo sé, los he contao. La bolsa está vacida.
—Invente. No es pa ofenderlo, pero siempre me ha parecido que la mitá de sus rilaciones son cosas que nunca jueron, porque por muchos años que lleve en las maletas y muchas cosas que haiga visto y óido, me parece a mí qu'en ninguna cabeza 'e cristiano se pueda apilar tanta historia.
—¿Te parece a vos?
—Me parece que la calavera es un corral chiquito en el que, ni apeñuscadas, caben tantas ovejas.
—¡Potranco mamón!... No te has dao cuenta de que la cabeza de una persona no es un corral, como vos decís, sino un potrero. Allí se crían, engordan y paren las ideas. Unas se van muriendo y se las sepulta: son los recuerdos, como quien dice los dijuntos. En los sesos pasa lo mesmo qu'en la tierra: arriba caben pocos, abajo no s'enllena nunca.
—Y los recuerdos retoñan.
—Como l'albaca...
—Arranque un gajo, viejo, pa perfumarnos[56] esta noche qu'está más desabrida que asao de paleta...
—Ya dije: son cuentas del mesmo rosario.
—No importa: el rosario no aburre cuando tienen habilidá los dedos p'acortar los padrenuestros...
—Contaré entonces... Pueda ser qu'escarbando en la memoria encuentre un grano olvidao.
—¿Quiere un trago 'e giniebra pa facilitar el trabajo?
—Alcance. Siempre s'escarba mejor la tierra ricién mojada... ¡Es juerte esta giniebra!
—Marca Chancho.
—Como chancho se queda, dejuro, el que se zambulla hasta el fondo el porrón...
—Pero usté es nadador...
—¡Como nutria!... En una ocasión m'echaron en un bocoy de caña y quedé boyando tres días...
—¿Y al cuarto día?
—Hice pie; se había secao el bocoy.
—¡Usté es capaz de secar el Río de la Plata!...
—¡Eso no, m'hijito!... Si juese de caña u de giniebra, no digo; pero, el agua me hace mal... Pucha, si por una casualidá llego a tomar un trago de agua, me corcovea en las tripas y p'asujetarlo tengo que hacerlo ginetear por un ginebrón marca...
—¿Chancho?...
—Cualquiera que tenga garrones juertes... Alcanzá el porrón...
—¿Tragó agua?
—No; pero al mentarla nomás se me ladea el recao.
—Bueno y ¿va largar?
—¡Esperate!... ¿Vos no sabés que a parejero viejo hay que calentarlo en partidas pa desentumirle las tabas?... ¡Qué vas a saber!... Los muchachos de áura parece que nacieran casaos, con suegra y todo y son más inorantes que un dotor de la ciudá... Allá en el tiempo de antes, cuando yo encomenzaba a echar los cormillos... ¿Che vos, Atañasio, vos te debés di acordar?
—¡Hum!
—Vos debés ser del año... ¿De qué año sos vos?
—¡Hum!... No... mi... a... cuerdo...
—¡Dejuro! Es negro Atañasio: los negros son igual que los yatays; como nadie los planta no pueden saber cuándo nacieron ni cuántos años tienen.
—¿Nunca contastes los años que tenés?
—Hum... Nunca no conté, no...
—¡Correntino bagual!...
—¿Por qué?... Los años que uno ha vivido y las deudas que ha hecho, nunca se deben contar. ¿Pa qué?... Contándolos, ni los años ni las deudas se borran...
—¿Y usté, don Eulalio nunca cuenta sus años?
—¿Pa qué?... Ni siquiera he contao nunca la plata que siempre se jué de mi bolsillo al cajón del pulpero.
—¿Y las deudas?...
—¡Avisá!... ¿Qué paisano es capaz de contar las estrellas?...
—¿Tiene muchas?
—¡Como mucho!... Si cada una juese un novillo, no caberían en los campos que supieron[58] tener los Anchorenas... ¡Alcanzá el porrón!... ¡Se apagó el candil!...
—¿Y el cuento?
—¿Qué cuento?
—El que iba a contar.
—No lo conté pero lo hice. Tomá el porrón; esta noche v'hacer frío; lo enllenás de agua caliente y se lo ponés a tu mujer en los pieses... ¡Asina puede que te deje dormir tranquilo!...
Era la trastienda de la pulpería una amplia habitación con los muros bordeados hasta el techo por estiba de pipas y cuarterolas, barricas de yerba y sacos de harina, fariña y galleta.
En medio había una larga mesa de pino blanco y, a su contorno, supliendo sillas, cuatro bancos sin respaldos. Una lámpara a kerosene, con el tubo ennegrecido y descabezado, echaba discreta claridad sobre la jerga atrigada, que servía de carpeta. Una botella de caña, seis vasos, un plato sopero y un mazo de naipes sin abrir, esperaban a la habitual concurrencia de la tertulia del almacén.
Esta estaba constituída por el pulpero, Don Benito,—jugador famoso delante del Señor,—y cuatro o cinco hacendados del contorno, que yendo a pretexto de recibir su correspondencias,—porque la Pulpería del Abra era a la vez posta de diligencias y oficina de correos,—quedaban a cenar y luego a «meterle al monte», hasta que el día dijera «basta».
Y la reunión de aquella noche era excepcional, pues a los «piernas» habituales, se habían reunido tres mocitos «cajetillas bien empilchados», que venían de Paraná y habían tenido que ha[60]cer noche en el Abra, a causa de un «peludo difícil de cavar», encontrado en el camino por la diligencia del rengo Demetrio.
Convidados para el «trimifuquen», discretamente, don Bonifacio, viejo cachafaz que decía: «Todo lo que debo lo he ganado en el juego»—y no filosofaba mal;—dos de los forasteros miraron al tercero, el más joven, una personita que parecía no ser nada, pero que parecía ser más que ellos, por tener más dinero. El asintió.
Se sentaron. Don Bonifacio tomó la banca.
—Dos diez pa principio... ¿Es poco?... Primero se enciende el juego con charamusca; dispués s'echan los ñandubayses...
—Poca pulpa, pa tanto hambriento,—objetó uno de los presentes; y el viejo, revolviendo el naipe, respondió:
—No te apurés, muchacho; es el churrasco p'abrir l'apetito; en dispués vendrán los costillares. ¿Qué le parece don?—agregó dirigiéndose al forastero.
—Me parece que el churrasco es ruin.
Y como en ese momento el viejo había dado vuelta un tres y un siete:
—Copo al siete,—dijo.
—Me doy güelta por el siete... y con mucho cuidao, porque le tomo mal olor al apunte... Sota... Un cuatro bagual... ¿De qu'es su siete? ¿De oro?... Aquí viene un martillo... Y pinta raya corrida... ¡Si se rumpe la achura!... ¡Se le rompió aparcero!... ¡El tres de copas!...
—Está bien,—respondió sereno el mozo y puso los siete pesos de la apuesta. Don Bonifacio siguió mezclando las cartas.
—¿Vicio, don?... Si agrandó la nidada. Est'es churrasco 'e bofe: cuanti más se cocina más s'infla.
—Pero al cortarlo se güelve nada.
—¿Y quién lo corta?... Un sais y un rey. ¿A cual le meten?... Meta no más sin miedo, don...
—Copo al rey...
¡Claro! Siendo 'e la ciudá le pagan al ray!... Pero en tiempo 'el durazno, me... rio 'e la pera, y en país de república los reyes no dentran ni placé, siquiera... Vea... Una, dos, tres... abajo este cinco, el sais... ¡Ahí está el sais!... S' hicieron ochenta. Va creciendo el arroyo.
Durante una hora la partida continuó, siendo constantes perdedores los tres forasteros. A las tres de la madrugada se hizo un alto para comer el puchero de gallina que había hecho preparar el dueño de casa.
En el intervalo, don Bonifacio contó la ganancia. Había ochocientos noventa pesos.
—Ochenta y nueve pa las velas,—dijo don Benito; y apartó la suma.
—Y cuatrocientos pa mi,—dijo un señor hosco y barbudo que todo el tiempo se lo había pasado mirando jugar y bebiendo caña.
—Güenas cuentas, güenos amigos,—habló el tallador distribuyendo el dinero.
Y entonces el joven forastero, que no parecía afectado por la pérdida, preguntó:
—¿No tienen miedo de que la autoridad los sorprenda?
El viejo se echó a reir.
—¡Que vamo tener miedo!... L'autoridá es güena... El señor—y designó al hombre de la[62] pera negra,—es el comisario y nos deja divertirnos...
—¡Ah! ¿Usted es el comisario de la sección?
—¡Ya lo creo, qu'es el comisario!—respondió don Bonifacio; y el otro, altivo:
—Soy el comisario, soy... ¿Qué le duele?...
—¿Usted es el comisario?
—¡Claro qu'es el comisario! intervino con violencia el viejo.—¿Y si no juese el comisario, iba a cobrar la coima?... ¿Y usté quién es, pa priguntar como maistro?...
—Soy el nuevo jefe político,—respondió tranquilamente el joven.
Y don Bonifacio, empalideciendo súbitamente se echó al buche un trago de caña y exclamó hipando:
—¡Aura si que la... embarré!... ¡Metete a ensillar ajeno sin averiguar la marca!...
Floro Niz regresaba a su ranchito en la tibiedad adorable de un sereno crepúsculo otoñal.
Su ranchito de paja y totora, semioculto entre un grupo de talas espinosos, a orillas de un plácido arroyuelo, ostentaba al frente un gran ceibo que en las primaveras tendían sobre la puertecita de entrada, regio cortinado escarlata.
Era un nido agreste, digna morada de Floro Niz, el gauchito trovero, calandria humana que iba de pago en pago y de rancho en rancho desgranando las notas sentimentales de sus cantos.
Mientras él afectaba sus giras triunfales de rapsoda ablandando hasta los pechos de pedernal con las lágrimas cálidas de sus canciones, cuidaba el nido Bebé, su linda compañera, de piel de bronce, de cabellera negro-azulada como el plumaje del morajú, de ojos más oscuros que el fondo de una cachimba, de labios que parecían teñidos con la sangre del fruto del ñangapiré, de dientes menudos y blancos como el nácar de las escamas de las mojarras.
Era Bebé una estatuita tallada en cerno de coronilla; y su alma era buena como la torcaz, sensible como la caicobé, y al mismo tiempo al[64]tiva como el cardenal de la selva y el chaja de los esteros.
Era tan buena que hasta los yuyos la querían: alrededor de la casita, el trébol y la gramilla se emulaban en formar una mullida alfombra y se estremecían de gozo cuando al alba, los piececitos desnudos de la morocha, más que hollarlos, les producían la voluptuosa sensación de una caricia...
Era en un encantador atardecer de otoño. Al descender del caballo, Floro fué recibido en los brazos de su amada, quien lo besó frenéticamente en la boca y en los ojos.
—¿Te jué bien, mi pajarito?
—Me jué lindo, mi chingola...
Penetraron en el rancho. El puso sobre la mesa sus maletas y empezó a vaciarlas.
—Mirá, prenda: te truje este corte 'e vestido... ¿Te gusta? ...
—¡Es precioso!... ¿Sabés lo que parece?... Las flores del camalote reflejadas en la laguna... ¡Qué lindo!... ¡Dame un beso, pajarito!
—Tomá.
—¡Dame otro!...
—Tomá...
—¡Dame un montón tuitos juntos!
—¡Estás pedigüeña!
—Dejuro... ¡hace más de un mes que no como almibara!...
—Chupá, que tuito el camuatí es tuyo...
—Contame cómo te jué.
—Lindazo... Mejor que nunca. Fijate que anoche, cuando estaba cantando en la pulpería de Fernández aquel estilo que a vos te gusta tanto:[65] «Será muy linda la Uropa,—será muy sabia su gente»… un paisano viejo, con los ojos llenitos de agua, se abrió cancha entre el genterío pa venir a abrazarme, tuvo la disgracia de darle un pisotón al sargento, y el sargento le acomodó un mangazo por la cabeza y lo largó contra el suelo.
—¡Qué bruto!...
—Eso mismo dije yo y le sumí la daga en la panza del indino.
—¡Ay, Floro, lo que has hecho!...
—Una güena asión.
—¡Pero te van a prender!
—¿Por qué? Yo no tengo delito. ¡Sería güeno que lo metiesen en la cárcel a quien apuñalea un perro que lo agarra a tarascones a un pobre viejo!... ¿Hice mal?...
—¡Hiciste bien!—exclamó ella colgándose del cuello.—¡Dame un beso!...
—¡Tomá tuitos los que quieras, mi Bebé querida!... Pa vos, mi boca es un manantial de besos y no tengás miedo de que se agote…...
En ese momento, y como asociándose al banquete amoroso, un «cimarrón», encerrado en pequeñísima jaula, rompió en un redoble orgulloso.
—¡Mi Chichí!—exclamó conmovido el trovador.—Traemeló, prenda... Tanto te quiero a vos que me olvidé del pajarito a quien quiero tanto!...
La cena iniciada alegremente fué interrumpida por la llegada bulliciosa de la policía…...
Con cuatro años de cárcel tuvo que pagar Floro[66] su noble gesto de justiciero. Al regreso encontró que todo estaba igual: el nido, los claveles del aire que vivían en los talas y los fraganciosos claveles que Bebé cuidaba con esmero en los tiestos, bajo el alero del rancho.
Todo estaba igual, hasta Bebé, idéntica en su cariño, aunque algo ofendida la tersura del rostro y el brillo de los ojos, por tanto sufrir y tanto llorar.
Todo estaba igual; el cimarroncito, dorado como una pepita de oro, rompió a cantar, más armonioso y sentido, cual si en la ausencia del buen amo se hubiese empeñado en perfeccionar su arte.
—¡Mi pobrecito amigo!—exclamó el trovador, sacando de la jaula diminuta a su émulo. Lo besó en la cabecita, en los ojos inteligentes, en el piquito sonoro, y luego, abriendo la mano exclamó:
—¡Andate, queridito, andate!... ¡Yo he probado la cárcel con menos delito que tú, y las amarguras sufridas me hacen comprender las tuyas!... ¡Andate, pajarito querido! ¡Andate, recupera tu libertad!...
Tarde de otoño, cielo gris, ambiente tibio, fina, intermitente garúa.
La peonada, sin trabajo, está reunida en el galpón. Cuatro, rodeando un cajón que tiene por carpeta una jerga, juegan al «solo», por fósforos.
El chico Terutero ceba y acarrea incansablemente el amargo.
En otro grupo, el viejo Serafín, Santurio y dos o tres peones más, iniciando cada uno relatos que morían al nacer porque no interesaban a nadie.
—Con este tiempo malo,—dijo el viejo—m'está doliendo la «estilla» izquierda... Me la quebraron de un balazo cuando la regolución del finao López Jordán y...
Uno interrumpió:
—¡Ya lo sabemo!... ¡Puchero recocido, ese!...
Calló el viejo, cohibido, y Paulino intentó meter baza:
—Ayer vide en la pulpería del gallego Rodríguez un poncho atrigao, medio parecido al que lleva el comesario, y m'estoy tentado de comprarlo ¿A que no saben con cuánto se apunta el gallego?... Se deja cáir con[68]...
—¿Y a los otros qué se los importa, si no los vamo a tapar con él?—sofrenó Federico.
Algo alejado del grupo, Juan José tocaba un estilo en la guitarra.
La mujer que a mí me quiera Ha de ser con condición...
—La mujer que a vos te quiera,—interrumpió Santurio,—ha de ser loca de remate.
—Ha de encontrarse cansada de andar con el freno en la mano sin encontrar un mancarrón qu'enfrenar...
—Vieja, flaca y desdentada...
—¡Y negra... noche l'espera!...
Juan José, impasible, continuó su canto:
—Miente... nao... no vino tuavía...—dijo maliciosamente el viejo Serafín.
Juan José, amoscado, apoyó la guitarra en el muslo, y encarándose con los del grupo, interrogó:
—¿Pa qué ráir?... Unos porque entuavía no han emplumao, y otros porque ya de viejos se les cáin las plumas, coligen que yo no he de encontrar árbol ande rascarme... Pues güeno: sepan que me via'casar.
—De los pelos... del chancho no se hacen más que cepillos,—replicó Federico.
Juan José sofrenó un impulso de acometer[69] con frase ruda, y cambiando de ritmo entonó una vidalita:
—Eso está lindo,—dijo don Serafín.
—Siendo verdá es lindo, siendo mentira es gozo,—completó Santurio.
—Lo lindo siempre es mentira—replicó Federico.
—Y como la mentira siempre es fiera,—razonó el viejo,—viene a cáir que lo lindo es fiero... ¡Sos animal!...
Federico sonrió con indulgencia y dirigiéndose a Juan José:
—¿Y con quién te pensás casar, hermano?...
—Con Luisa,—respondió serenamente el mozo.
El otro rió:
—¿Con mi novia?
—La mesma.
Con voz que se esforzaba en aparecer tranquila, Federico replicó:
—Para enebrar esa auja, carecen dos sercus[70]tancias: una, que yo te la dé; otra, qu'ella te quiera, y dispués del poco caso qu't'hizo ayer abrazándome en tu presencia debés estar albertido...
—Sos vos, quien debía estar albertido, si conocieras más mejor las arterías de las mujeres. Que te prefiera para marido, aceto; pero, si entuavía no l'estuviese quemando la boca la marca de mis besos, no habría hecho eso, que no es más que desimulo pa embobarte mejor... Y la prueba es que una hora dispués se me vino refregando como perra mimosa y me ofreció los labios...
Intensamente pálido, fulgurantes los ojos, Federico se irguió, interrogando con voz trémula:
—¿Es verdá, eso, hermano?
Y Juan José, solemne, tendiendo la mano:
—Es verdá—respondió;—yo no miento nunca, vos lo sabés.
Federico empalideció más todavía y dijo amargamente:
—Te creo... ¡Guardatelá!...
Entonces, Juan José le puso la mano en el hombro y exclamó con acento de fraternal ternura:
—¡No, hermano!... Yo la he redomoniao y he visto que no hay medio de sacarla güena. Lo que t'he contao, te lo he contao como hermano, pa evitarte una rodada, y sabiendo que le hablo a un hombre de cuero crudo.
—Gracias, hermano,—respondió simplemente Federico. Y le tendió la mano.
Don Silvestre era un cuarentón fornido, un tanto obeso y de rostro constantemente congestionado. Hijo de una de las más distinguidas y opulentas familias entrerrianas, cursó sus estudios secundarios en Concepción del Uruguay, y adquirió luego su título de ingeniero en la Universidad de Buenos Aires.
Joven, rico, lleno de prestigios, abiertas delante suyo todas las puertas y expeditos todos los caminos, su vida se cristalizó en el alfa del abecedario sentimental. Amó con la diáfana sinceridad de las almas simples y buenas, y fué,—como infaliblemente corresponde a ese caso,—víctima del engaño y del escarnio.
No buscó desquite. Era sabiamente prudente, como todos los hombres gordos. Se fué a la estancia, renunciando a la lucha dentro de su medio—le echó llave y cerrojo al corazón, buscando la felicidad en las satisfacciones del sensualismo animal, sin ninguna intervención cerebral ni sentimental.
Buena cocina, buena bodega, el mayor confort posible; y en aquella vida sedentaria, despreocupada, huérfana de ideales, empezó a engordar. Y como la grasa es el mejor sedativo[72] para los nervios, llegó a ser, a los cuarenta y siete años, un hombre casi completamente feliz.
Ninguna preocupación pecuniaria: su vasto establecimiento ganadero, manejado por sus mayordomos y sus capataces, le producía una renta que dejaba todos los años un superavit en su presupuesto.
Ninguna ambición política, ni social, ni intelectual. Sentíase completamente feliz, porque en la limitación de sus aspiraciones, le era dable satisfacer todos sus caprichos.
Su alma, un tanto femenina, le hizo apasionarse por las plantas, los pájaros, los perros y los gatos.
Su parque de eucaliptus y su bosque de naranjos, se enriquecían todos los años con centenares de ejemplares. Sus jardines eran inmensos. En verano, las rosas y los claveles ardían en ramas rojas por todas partes, quemando con su aliento amoroso a las pálidas camelias, a los tímidos lirios y a los congestionados tulpanes; mientras en amplias pajareras, con sus finos muros de alambre tapizados con madreselvas, jazmines y gladiolas, vibraban en sones doscordantes, cual de una orquesta de locos, los cantos del sabiá y la calandria, el cardenal y mirlo, el chingolo y el jilguero, el suave canario y la melancólica viudita.
Muy rara vez, y sólo por compromiso, y siempre a disgusto, abandonaba su casa, que era cueva y nido a la vez, digna de él, que gustaba clasificarse como ave troglodita.
Y le llegó uno de esos sacrificios. Se casaba Berta, su ahijada, único vástago de su amigo el[73] doctor Castillendo, hacendado vecino, y otro misántropo como él, quien había exigido al novio, un abogadito porteño, que la boda se celebrase en la estancia, con la prodigalidad de un gran señor gaucho, pero sin maneas de etiqueta cortesana.
Silvestre tuvo que ir; y fué resignado a aburrirse durante dos o tres días.
—No será tanto, patrón,—observó el capataz;—en la estancia del doctor siempre hay, pa'esta época, señoras y muchachas de la capital, que le harán pasar lindamente el tiempo.
—Ese es el tropiezo. He perdido el hábito de los salones y tú no te imaginas cómo resulta penoso tener que sonreir y tratar de ser espiritual cuando las mujeres con quienes hablamos nos son del todo indiferentes y cuando estamos echando de menos la buena siesta, sobre el catre pelado, en el silencio de la estancia...
Dos horas después de haber llegado a la casa de su compadre, Silvestre sintióse transformado. Parecía que le hubieran sacado de encima los veinte años de vida semianimal, desierta de emociones y de ideales, transcurridos desde la fecha de su desastre amoroso. En un repentino reverdecimiento de todo su ser, su corazón se expandía en mágica florescencia.
La aurora del milagro fué la pequeña Lisa, sobrinita del doctor Castillendo, que pasaba las vacaciones en la estancia. Desde el primer momento le atrajo con su mirada y su voz acariciadoras.
—¿Por qué está usted siempre triste?—le pre[74]guntó, fijándole los ojos con ternura, mientras paseaba del brazo por el parque.
El sonrió:
—Yo no estoy triste; es que no soy alegre.
—¿Escolástica?...—musitó ella.
—No; franca verdad. Muchas veces, para muchas personas, se presenta un estado de estática anímica... ¡perdón por el pedantismo!...—en el cual no hay razón para estar alegre ni para estar triste; se es...
—¿Indiferente?... ¡Muchas gracias!...
Fingiendo enojo, bajó la cabeza y anduvo un trecho en silencio, marchando lentamente, levantando las piedrecillas del camino con la punta del pie. El, presa de extraña emoción, no atinaba a hablar. Lisa se irguió bruscamente. Sus rubios y desordenados cabellos rozaron el rostro de Silvestre y los labios incitantes de la muchacha se inmovilizaron a un centímetro de sus propios labios...
¡Oh, aquel beso!... Y luego las ininterrumpidas ternuras, las delicadas atenciones, las atrevidas ostentaciones de su encariñamiento, trastornaron por completo al pobre solterón que se vanagloriaba de haber cerrado con doble llave y cerrojo la puerta del amor.
Esa noche fué para él de delicioso insomnio. Sentía el cuerpo y el alma impregnados del perfume de Lisa y en sus labios persistía la quemante sensación del primer beso.
—¿Podría ser?... ¡Y por qué no!...
Y al amparo de esta duda, aureolada de esperanzas, se durmió al fin en un dulce sueño.
A pesar de las pocas horas de sueño, las ansias[75] de volver a ver a Lisa le hicieron despertar relativamente temprano. Mientras se hacía una prolija y coqueta toilette, monologaba:
—Yo tengo cuarenta y siete años; ella tiene veinte... ¡Es mucha la diferencia!... Bueno, pero yo de mis cuarenta y siete, veinte no los he vivido, no los he gastado, de modo... no hay duda que ella me ama, o por lo menos, que simpatiza conmigo.
Se dirigió al jardín, ganó el parque y echó a andar, a andar, tratando de enhebrar ideas que se le enredaban a cada momento. Varias veces sacó un cigarrillo, pero al ir a encenderlo, lo estrujaba y lo arrojaba; daba por seguro volver a besar los divinos labios de Lisa y no quería ofenderlos con el sabor acre del tabaco.
Anduvo mucho tiempo. Al fin, fatigado, regresó y se dejó caer sobre un banco rústico, junto a un bosquecillo de palmas índicas. De inmediato le sorprendió una charla femenina que partía del lado opuesto del boscaje y reconoció las voces de Berta y de Lisa.
—Eres una perversa,—decía Berta.
—¿Por qué?—arguía Lisa.—Apostamos a que yo era capaz de enamorar a tu viejo solterón de padrino, y lo he conseguido.
—¡Demasiado!... Es una maldad tuya, porque de seguro no lo quieres y dentro de un par de días todo habrá concluido.
Lisa rió alegremente.
—¿Dentro de un par de días?... ¡No!... Desde anoche. Hoy tengo que consagrarme a Fernando...
—¡Te repito que eres una perversa!
—¡Que no!... Yo le he proporcionado a don Sil[76]vestre varias horas de una felicidad que nunca soñó... Le he hecho un gran servicio y debe agradecérmelo!...
Don Silvestre no pudo soportar más. Muy pálido, pero sereno, la sonrisa en los labios, se presentó ante las jóvenes, saludó afablemente y dijo:
—Y se lo agradezco, señorita. Me ha hecho usted, en efecto, un enorme servicio, demostrándome que si enamorarse a los veinte años es una tontería, enamorarse cuando se está por cumplir medio siglo, es una imbecilidad. ¡Mil gracias!...
Era en el Paraguay, en la época trágica de las revoluciones y los motines cuarteleros que tuvieron sometido al noble país hermano a continuos sobresaltos y a perpetuas torturas.
Gobernaba a la sazón, con poderes discrecionales, el famoso coronel Fortunato Jara, encaramado al poder por un audaz golpe de mano y convertido en dictador. Dictador de la peor especie, por cuanto no lo guiaba otro móvil que la satisfacción de los apetitos de su desenfrenado libertinaje.
La soldadesca, alentada por el ejemplo de los superiores y segura de la impunidad, cometía todo género de violencias y de atentados contra la propiedad y las personas.
Los milicos vivían más en las tabernas y la ranchería del suburbio que en los cuarteles.
Ebrios la mayor parte del día, recorrían las calles de la ciudad, gritando, cantando, promoviendo escándalos.
No había peligro de reprimendas ni castigos: los oficiales, por su parte, cuando no junto con ellos, cometían idénticos excesos, explicables,—ya que de ningún modo disculpables,—por el estado de completa anarquía y el relajamiento[78] de la disciplina, fomentados en primer término por el jefe supremo con su conducta sin precedentes.
Tan lejos estaba a su ánimo el deseo de tomar medidas moralizadoras de severa represión, que era el primero en reir y festejar las «travesuras» de sus subalternos.
—¡Los muchachos también tienen derecho a divertirse!...—decía riendo.
—Y nada no pueden icir los otros,—conformaba algún adulador.
De fijo que nada podían decir «los otros»; pero no por faltarles derecho para la protesta, sino porque, bajo el régimen del terror, la más elemental prudencia aconsejaba mascar en silencio el amargo del agravio, ahorrando reclamaciones, cuyas consecuencias inevitables serían acentuar la persecución de parte de los forajidos.
Los mayores delitos pasaban inadvertidos por la justicia; y eso que los hubo de la magnitud del que va a leerse.
Melitón Manzanares era un chino correntino, petizo, grueso, fornido y de ancha cara cobriza y barbilampiña.
No hacía mucho que había caído a la Asunción, cuyas continuas revueltas ofrecían campo propicio a los tipos de su calaña, y también, probablemente por andar en malas relaciones con las autoridades de su país.
El solía decir, con una sonrisa que ponía de manifiesto su formidable dentadura de yacaré:
—Las autoridades de Caacatí estaban tan encamotadas conmigo que iá mi tinían empalagao... Siempre andaba detrás mío algún sar[79]gento con recao del comisario pa que juese a yerbiar con él, y de puro fastidiao, alcé el vuelo pa estos pagos...
—Usté es mesmito que ió,—dijo un compinche;—nada no apetesco la amistá de los polecías.
Melitón, que había sentado plaza en las milicias irregulares, conjuntamente con otros forajidos de igual ralea, encontrábase allí como pescado en el agua.
Farras, chupandinas, jugarretas y amplia libertad de acción en la holgazanería cuartelera, constituían el ideal de un sujeto de su clase y de sus hábitos.
Sus camaradas lo tenían en gran estima por su constante buen humor, su parla dicharachera, su audacia y su absoluta carencia de escrúpulos.
Admirando esta cualidad, dijo una vez entusiasmado un compinche:
—Amigo Melitón, estómago igualito a ñandú: ¡hasta vidrios digiere!...
Sin embargo hubo un momento en que empezó a ponerse meditativo y silencioso.
Interrogado por las causas de aquel cambio de carácter, dijo:
—La verdá, estoy triste porque ha venido un antojo.
—Y vaia diciendo.
---Velay: mi han contao que en este país no hay diversión más linda qu'el velorio de un negrito.
—No lo engañaron, no. ¡Si arman unos candombes que duran días y qu'es un viva la patria!
—Lo malo es que va p'al año que moro aquí y entuavía no ha muerto ningún negrito.
—Van quedando pocos.
Melitón meditó unos segundos, y luego propuso:
—¿Por qué no matamo uno?
—¡No sea bárbaro, compañero! Matar un cristiano p'al puro gusto 'e divertirse, es mucha herejía.
—¿Y quien ha dicho que los negros son cristianos?... ¿No saben que tienen el mate muy duro y el agua bendita nunca les dentra a los sesos?...
Melitón siguió preocupado con la idea de aquella farra original y magna.
Una vez, a eso de media noche, regresaba al cuartel, dando bordadas, apoyándose con frecuencia en los muros de las casas para no dar de bruces sobre la acera y recuperar un tanto el equilibrio y la fuerza de sus piernas ablandadas y descoyuntadas por el alcohol.
En uno de esos ziszaes fué a dar contra un portal, a cuyo pié vió un bulto obscuro. Tocólo con la punta del pié y notando blandura de carnes, agachóse, con muchas precauciones y grandes esfuerzos, hasta poder palparlo. Zamarreado con violencia, un quejido lastimoso escapó del bulto obscuro, y el soldado descubrió, envuelto en unos harapos, un negrito de cinco o seis años de edad.
—¿Qué hacés aquí?—preguntó ásperamente.
Y el negrito, asustado, respondió gimoteando:
—Me peldí...
—¿Dónde está tu casa?
—No sé, me peldí...
—¿Quiénes son tus padres?...
—Padres no tengo... Amita me mandó llamar el médico para amito enfermo... y me peldí... ¡ay!... ¡ay!... ¡ay!... ¡ay!
Una idea infernal cruzó por la mente del bandido.
—Io le via ievar,—dijo; y cogiendo al chico de ambos pies, lo revoloteó y le destrozó la cabeza contra un poste de piedra que había junto al portal.
El negrito lanzó un grito horrible, uno solo y enmudeció para siempre...
El criminal ocultó el cuerpo de la víctima bajo el poncho patrio y, dando traspiés, llegó al cuartel. Al penetrar en el cuerpo de guardia, donde los soldados ebrios jugaban al naipe, el oficial, más ebrio aún que sus subalternos, lo interrogó alegremente:
—¿Qué tráis debajo' el poncho?... ¿Chivito o borrego?
Rió Melitón y dijo:
—Borrego... Un borrego negro...
Y tirando en medio de la pieza el ensangrentado cadáver, agregó con feroz impudicia:
—Ya tenemos p'al candombe: yo pongo el difunto; pongan ustedes las velas y la caña...
El reloj de pared sonó las diez con una lenta y cascada voz de viejo.
A esa voz, don Manuel levantóse sobresaltado de la silla en que se había quedado dormido. Su vista vaga, indecisa, paseóse por el salón, desconociéndolo.
La vieja lámpara que pendía del techo, derrababa una luz amarillenta y triste sobre las anaquelerías atascadas de artículos diversos, sobre el hule descascarado que tapizaba el mostrador y sobre las botellas y los vasos alineados sobre el zinc del despacho de bebidas.
En lo alto de los muros blanqueados, proyectaban sombras raras los objetos suspendidos de las vigas del techo: frenos, tazas, cinchas, cazuelas, riendas y maneas, jarros y guitarras, una disparatada población de bric-a-brac.
Don Manuel observaba el lugar con creciente sorpresa. Miró la armazón de enfrente, la mayor, en cuyos estantes se apilaban las piezas de tela, las blancas cajas de cartón conteniendo festones y puntillas, las verdes cajas guardando medias y calcetines, todo parecióle extraño, desconocido.
Y sin embargo, todo allí, todo, en conjunto,[84] y en detalles, le era familiar. Probablemente no existía en la casa un solo objeto que no hubiese pasado por sus manos; un solo artículo cuya colocación, calidad, precio de costo y de venta, ignorase, y eso que los había en cantidad respetable y en mescolanza original, dado que la casa era: «almacén, tienda y ferretería», con el aditamento de librería y farmacia, más el obligado apéndice de acopio de frutos del país: trigo, maíz, lana, cueros, cerda, aspas, etc., y la yapa de «agencia de correos y venta de papel sellado y timbres»; un «Louvre» o un «Bon Marché» en plena Pampa.
Miraba ejecutando prodigiosos esfuerzos para despertar la memoria. Cerca del ventanillo de la «glorieta» estaba el anaquel de las conservas donde dormían las latas de sardinas, de atún, de congrio, de merluza, de calamares y de ostras, entre bocales de ciruelas, frascos de aceitunas y cajas de pasas de higo. El estrecho lienzo de pared que mediaba entre la estantería y la reja, estaba a la altura del hombro totalmente ennegrecido con inscripciones, cifras y diseños de marcas trazadas a lápiz. Don Manuel reconoció su propia escritura entre otras escrituras.
Continuó observando. En la puerta del mostrador, una gran balanza mostraba el abultado vientre de su platillo de bronce y el cuerpo plano y negro, dormitando bajo la custodia de media docena de pesas, pentagonales, trozos de hierro ennegrecido. En el puesto extremo de la larga mesa, junto a la pila de zarazas, ronroñaba un gato barcino; por el centro, al lado de una palmatoria de metal amarillo, veíase un mazo de naipes viejos, sucios, encrespados como plumaje[85] de gallina clueca; inmediato a los naipes un puñadito de garbanzos, dos groseros vasos de vidrio, una botella vacía, ceniza y colillas de cigarrillos.
—¡Curioso, curioso!—decía mentalmente don Manuel, desconcertado ante aquella complicación psíquica, tan ajena a la simplicidad ordinaria de su existencia, por medio de la cual los objetos le eran al mismo tiempo familiares y desconocidos...
Desorientado, tornó a sentarse en la misma silla, junto al mostrador, cerca de la candela. Inconscientemente comenzó a dibujar el trazado de su vida. Tenía doce años al llegar de España. Era entonces un «galleguito» ignorante y vivaracho, dotado de una extraordinaria energía, seguro de llegar a la fortuna más tarde o más temprano. Casi sin transición pasó del barco que le trajo a la casa de comercio de su paisano don José Rodríguez, donde fué ascendiendo, de sirviente a peón, de peón a dependiente, de dependiente a socio y a dueño por fin.
Todo eso allí, en esa misma casa, en aquella «pulpería» de campaña identificada en su persona. Allí penó, allí luchó, allí conquistó la fortuna, que fué la única novia de sus sueños.
Novia inconstante. Los años malos trajeron una situación difícil, viendose obligado a buscar un socio para salvarla. No salvó nada, la suerte le había dado la espalda y fué necesario vender, vender todo, abandonar aquella casa. La víspera había firmado la escritura, al día siguiente debía hacer entrega del negocio y partir...
¡Partir!... El derrumbe de su fortuna no im[86]presionaba mayormente a don Manuel: tenía cerca de cincuenta años, era solo, era sobrio y con lo salvado le alcanzaría para pasar la vida; ¡pero salir de allí, abandonar aquella casa, en cáscara!... Eso era insoportable...
Pensando, pensando, una idea nació en su cerebro. Al principio la encontró absurda; luego le agradó. Le agradó tanto, que disipando instantáneamente sus tristezas, volvió a reconocer el salón y los objetos familiares. Bajo esa impresión fué a su cuarto, se acostó y durmió tranquilo.
Al día siguiente, después de haber hecho formal entrega del establecimiento al nuevo dueño—su socio don Pedro,—éste quedó pasmado al oir lo siguiente:
—¿Quiere tomarme de dependiente?
—¡Pero don Manuel!... ¿Es chacota?...
—Es serio.
—Francamente... no comprendo...
—¿No comprende que yo no podré vivir separado de estos cachivaches, privado de mis hábitos de casi cuarenta años, libertado de la cadena que de niño me soldaron al taquillo?...
Confesaba don Manuel que nunca había sido tan feliz como entonces, diestro y activo dependiente de cabellos grises, en la casa en que había sido patrón a los 30 años y dependiente a los 15.
Las negras agujas del viejo reloj marcaban las nueve de la noche y la campana las contaba con voz lenta y pausada.
Marcelina, que agobiada por las doce horas de incesante trajín se había quedado dormida sobre el banquillo junto al hogar, despertó sobresaltada.
Y en ese mismo momento abrióse la puerta de calle y penetró Servando, con el sombrero echado a la nuca, el busto erguido y taconeando recio. Esa actitud, unida a la brillantez de los ojos y el arrebolado del rostro bastó a Marcelina para convencerse de que su esposo había castigado fuerte en el café.
Bien que apenada, como siempre en casos análogos, por desgracia frecuentes, halló consuelo notando que en vez del habitual gesto adusto y atormentado, la fisonomía de Servando expresaba contento y jovialidad.
—¡Qué tarde!—dijo sin reproche,—la sopa estará fría y el asado seco.
—¡No importa, viejita! respondió él, abrazándola y besándola efusivamente. Me demoré en el bar por complacer a los muchachos, más bien dicho, por satisfacer a Paulino Salvatierra... ¿sabés?... el hijo del ricacho mendocino don Ti[88]burcio Salvatierra... Hacía tiempo que no nos veíamos y...
—Espera un momento, que voy a servir la sopa.
A su regreso, Servando, sin hacer caso de la comida, prosiguió:
—Empezamos a charlar, recordando aventuras de muchachos, y entre cocktail y cocktail, entramos en el terreno de las confidencias. El me contó que había recibido la parte de la madre,—¡un Tupungato de moneda!... y que se iba a pasar cuatro o cinco años en Europa.—«El viejo,—me dijo,—quería que abriese estudio, pero a mí me repugna el papel sellado, y además, hermano, este Buenos Aires se está poniendo más aburridor que La Plata...» Y eso es verdad, ¿sabés?... Hoy no hay en todo Buenos Aires un sitio donde divertirse...
—Tomá la sopa que se enfría,—insinuó Marcelina.
El empujó el plato diciendo:
—¡Dejate de sopa de hospital!... Recién me acuerdo que traigo una caja de «paté de foie gras»... ¡Ah! tomá un cartucho de «marrons glacés» para tí y dos de bombones finos para los chicos. ¿Están durmiendo ya?...
—Seguramente... ¿Pero para qué has gastado en esas golosinas cuando nos están haciendo falta tantas cosas?... Hoy vino furioso el almacenero...
—¡Que se vaya al infierno el almacenero!... Ya se le pagará... que espere; y si no quiere esperar, se busca otro: no faltan almacenes en Buenos Aires!...
Ella, humilde, guardó silencio, y él prosiguió:
—Pues, como te decía, Paulino, después de contarme su situación y sus proyectos, me preguntó:—¿Y vos, siempre en las mismas taperas, siempre amojosándote en el periodismo!...
—Siempre,—le respondí.—¿Qué quieres que haga?
—Buscar otra cosa, moverte salir de la ciudad en busca de un porvenir, utilizar tu inteligencia en provecho propio en vez de hacerlo en provecho de los demás,—me aconsejó.
—Lo comprendo, respondí; pero ¿cómo? ¿en qué?
—Mira,—me dijo;—la fortuna está en la campaña. Si tanto bruto analfabeto amontona millones en pocos años, ¿cómo no podrá enriquecerse un hombre inteligente e ilustrado como vos, decime?...
—Sí, pero...
Se interrumpió Servando para servirse vino y al encontrar vacía la botella, exclamó con desagrado:
—¿No hay más vino?
—No; compré medio litro y te lo has bebido...
—¡Siempre la manía de comprar por medio litro!... dentro de poco compraremos por bordalesas... ¿Lo dudas?... Escucha: Cuando yo dije eso, Salvatierra me interrumpió para exclamar:
—¡Ya sé lo que has de decirme!... ¡Que se necesita capital, relaciones, crédito, etc., etc!... Bueno; vos sabés, hermano, que el amigo y el caballo son pa las ocasiones, y aquí estoy yo para darte una manito. Mirá, entre los bienes que me correspondieron por herencia de la finada mamá, hay una estanzuela, un soberbio valle en Uspa[90]llata... Yo no lo conozco, ni sé bien dónde está, pero me han dicho que es de lo mejor y puede producir un platal... ¡Te lo doy en sociedad y te adelantaré unos cuatro o cinco mil pesos para los gastos!... ¿Te conviene?...
—¡Cómo no me va a convenir, hermano!—exclamé.
—Bueno. Mañana a la una te espero aquí; tomaremos los aperitivos, almorzaremos juntos y arreglaremos todo... Por lo pronto, tomá un «canario», para festejar el acontecimiento...
—¿Qué te parece, viejita?... ¡Ese es un amigo!... Fijate a ver si está la chiquilina de al lado, que vaya a traer un litro de vino.
El amigo cumplió la promesa y poco después la familia partió para Mendoza. Iba Servando rebosando de entusiasmo, mas no así su compañera, quien estaba habituada a tales entusiasmos, siempre fugitivos.
En la estanzuela—un vallecito enclavado en la montaña—no había nada más que una casucha de adobones y media docena de chivas semisalvajes. Pero el flamante cultivador, muy orgulloso de su traje, su gorra y sus botas de alpinista, no se amilanó por eso: el abundante surtido de conservas que había llevado consigo aseguraba por varios meses exquisito comestible.
Púsose a la obra inmediatamente. Lo primero fué planear un jardincito; mientras el peón preparaba la tierra, él se engolfaba en la lectura del más reciente tratado de floricultura venido de París. Luego siguió la formación de una pequeña huerta de hortalizas y un plantel de frutales; todo lo cual daba pretexto a frecuentes viajes[91] a la ciudad en procura de semillas, plantas y útiles. Al principio demoraba el regreso un par de días, pero después las estadas prolongábanse por una semana y aun más, ocasionando considerables dispendios.
Y mientras el ex periodista derrochaba el tiempo y el dinero en viajes, en diversiones y en fantásticos planes de explotación agropecuaria, llegó el invierno con sus nieves y turbonadas y fríos atroces. El jardín y la huerta—absurdamente y descuidadamente cultivados—se agostaron bien pronto; y los árboles que no derribaron los vientos, perecieron por inadaptación al clima.
Terminadas las conservas, fué necesario surtirse de víveres, a gran costo, en la capital de la provincia. Todos los chivatos y casi todas las chivas fueron muertos a tiros por Servando, que no encontró otro medio de utilizar su copioso material cinegético. Frecuentemente bloqueado por el mal tiempo, y abandonado el propósito de consagrar los ocios al cultivo de la alta literatura, el joven se consolaba abusando más que nunca de los alcoholes.
Por otra parte, los cinco mil pesos estaban a punto de agotarse; y un buen día, el pioneer, desilusionado y aburrido, empezó a maldecir la tierra ingrata, la campaña que «envejece, empobrece y embrutece», según dice el adagio.
Y no tardó en decirse:
—La campaña—dijo—está hecha para los animales. ¡Volvamos a Buenos Aires!...
Marcelina, sumisa, dócil, sin voluntad, aceptó con indiferencia y sin un reproche el nuevo fracaso, preparándose para el venidero.
En invierno, un día opaco, un cielo brumoso, de sombra, de quietud, de silencio, uno de esos atardeceres capaces de entristecer a los chingolos.
A las seis era casi noche y hubo que suspender la jugada de truco en la trastienda de la pulpería.
El patrón ofreció encender una vela; pero los tertulianos no aceptaron: jugaban «por divertirse» y todos se aburrían.
Pidieron otro litro de vino, encendieron los cigarrillos y hubo un silencio largo, que fué roto por el viejo Pantaleón, quien mirando fijamente a Secundino, habló así:
—¡Qué muerte triste la de mi sobrino Estanislao!... ¡El, qu'era más nadador que una tararira, augarse en una cañada que se vandea de un resuello!...
—¡Qué quiere viejo!—intervino Julio—si está de Dios es capaz de augarse uno lavándose la cara en una palangana.
—Será, pero pa mi gusto el finao mi sobrino se hundió a causa de las libras de chumbos con que le habían cargao el alma... ¿Qué pensás vos, Secundino?...
Apostrofado indirectamente, el mozo alzó la[94] cabeza con altanería y dijo con voz firme y serena:
—Ya me tienen cansao esas alusiones que se arrastran entre los yuyos buscando morder los talones del que lo'encuentra descuidao...
—Sé que hay más de uno que me acumula esa muerte, pero tuitos lo dicen a escondidas, o lo dan a entender sin decirlo...
—Será porque te tienen miedo—observó don Pantaleón.
—Sí: ¡porque tienen miedo de arrostrarle a un hombre un crimen sin más fundamento que chismes de mujeres o comentarios de pulpería!... ¡Yo había resuelto aguantar y callarme, pero ya me fastidea demasiado el mangangá y no me resino a seguir mascando el freno por más tiempo!...
Van a saber ustedes cómo pasaron las cosas, la verdá desnuda como un recién nacido. Dispués, vayan y desparramenlá por tuito el pago...
—¡Hablá!—exclamaron varios a un tiempo; y Secundino comenzó de este modo.
—Tuitos ustedes saben que Marculina, la mujer de Estanislao, era...
—Sí, ya sabemos lo qu'era: seguí no más—interrumpió don Pantaleón.
—Sigo. El finao difunto estaba tan quemao de los celos que desconfiaba hasta 'e su propia sombra, y como no permitía que ningún hombre pusiera los pieses en sus ranchos, había rompido con tuitos sus amigos. Esto lo supe yo a mi güelta 'el Brasil, ande, como a ustedes les costa, desollé una punta de años.
Los encontramos en esta mesma pulpería y nos relinchamos contentasos... ¡Dejuro!... ¡si[95] nos habíamos criao como chanchos, como quien dice, comiendo juntos en la mesma batea!
—¿Ande pensás hacer noche?—me preguntó dispués de mucho prosiar.
—Acá nomás—respondí.
El quedó cavilando y yo vide que le había cambiao la cara, quedándose como empacao y con el entrecejo fruncido. Dispués arrancó de un golpe:
—¡No puede ser: vení a quedarte en casa!
—Si no es incomodo...—dije yo, por decir no más, porque, ¿a qué santo me ib'hacer rogar, no hayan?...
Güeno, el caso fué que la mujer del finao me recibió tuita fruncida y si yo no le hablaba, ella no me hablaba y era pa contestar con «sis» y «nos», más secos que alón de ñandú.
Al otro día era pior. En varias ocasiones la ói a Marculina rezongando con el finao al propósito mío. Una güelta ói que dijo con mucha rabia:
—¿Te pensás qu'esto es fonda y que yo vi'astar cocinando pa los entrusos que vos tráis a los tientos pa entretenerte dispués de cena, chupando caña y mintiendo y gastando velas?...
Yo no dije nada, pero esa mesma tarde le dije a Estanislao que me marchaba. Pero él s'encaprichó en que no.
—¿Pande vas a dir?... tuavía no tenés colocación; quedate conmigo, me tenés compaña y me ayudás a estirar la línea de alambrao de la costa.
Entonces dije:
—Yo por vos me quedaría, pero veo que tu patrona no es gustosa.
—¡Ráite 'e la patrona!—dijo él;—¡vos sos mi mejor amigo, sos mi hermano, puede decirse, y no vas a dormir a campo mientras tu hermano tenga rancho!
Aflojé, ¿qué iba hacer?...
—Y te aquerenciastes—intercaló don Pantaleón.
—A la juerza. Estanislao estaba loco 'e contento, y cuando la mujer me decía alguna cosa grosera, él se raiba de contento. Y la indina me trataba mal, mesmo. En la mesa me servía los pedazos que debían quedar pa los perros; si le pedía una cebadura 'e yerba me la daba como pa tomar en una cáscara de nuez; si le traiban alguna golosina de regalo, la escondía delante mis ojos, como pa mostrarme poco caso.
Y cuanti más abrojo era ella pa conmigo, más alegre se ponía él, de lo cual me comenzó a dentrar desconfianza y me puse a escarbar despacito pa fin de llegar a la olla de aquel hormiguero.
Prontito supe que dende ricién casao mi amigo estaba encendido por los celos como un gran trafoguero de coronilla, que arde hasta que se consume. Marculina no podía ver un hombre, juese viejo, juese una criatura, juese lindo o fiero sin encomenzar a tirarle piales con la mirada y la sonrisa. Que hubiera faltao, naides daba testimonio, pero con aquello no más le sobraba al marido pa llevar una vida de perro sarnoso. Descuidaba su trabajo, porque si había cáido algún mozo de visita, no se atrevía a dir al campo dejándolo solo con ella: y cuando salía se le ocurría pensar que quién sabe si fulano o mengano no estarían en el rancho aprovechando su ausencia;[97] y en seguida montaba a caballo y volvía a las casas, dejando el trabajo a medio hacer.
Nunca pudo sorprenderla; pero eso en vez de sacarle la manía le recalentaba más los sesos.
Cuando yo juí a su casa y vido la mala gana con que me recibió su mujer, tuvo un alegrón, porque, dejuro habería sido lo pior de lo pior verse obligao a celarla con quier era cuasi como hermano.
Dispués que pasó una semana y vido que Marculina me mostraba cada vez más entepatía, le dentró lástima por mí y varias güeltas l'atropelló pidiendolé no juese tan corsaria conmigo, pero no consiguió nada; con lo cual el pobre finao no sabía si llorar o bailar, pero la cosa es que el hombre andaba alegre dende la mañana a la noche, como si hubiese escapao a una enfermedá muy mala...
Sin embargo, yo le había descubierto el juego a aquella china artera. En más de una ocasión, a ráiz de decirme una grosería, me tiraba, a espaldas del marido, el anzuelo de una mirada querendona. Yo me hacía el desentendido, pero sucedió una vez d'esta laya: díbamos a salir decampo; Estanislao marchaba adelante, dispué yo y detrás mío, cuasi pegada, Marculina; tan pegada que me había echao un brazo sobre la paleta y llevaba la cara juntita con la mía. Yo no tuve coraje pa hacer un ademán, de piedad por mi amigo, que si la albertía no iba a creer en mi inocencia. Esperaba qu'ella tuviera un respiro 'e juicio y me soltara... ¡y en eso se vino el rancho abajo!... Pantaleón dió güelta la[98] cabeza de golpe y vido tuito... Se puso blanco como cuajada, se le redondearon los ojos mesmo que si juesen de ñandú, dió tres o cuatro güeltas redondas, como perro que intenta morderse el rabo, y luego juyó p'al arroyo...
Yo no quise seguirlo; monté a caballo y enderezé ni sé p'adonde, juyendolé al recuerdo de aquel ocurrido en que me tocó aparecer como traidor canalla al amigo que más he querido...
Eso jué. Lo demás ustedes lo saben. Por denuncias de la arrastrada Marculina, me prendieron. Seis meses estuve en la cárcel hasta que tuvieron que soltarme porque de ningún lao me aprobaron delito.
—¿Y Marculina?—interrogó don Pantaleón.
—En tuavía no la vide, pero como pa eso no más he dao la güelta al pago, la he'encontrar unos d'estos días pa retribuirle su abrazo...
Alto, flaco, cargado de espaldas, la cara ancha, larga, color ocre, el labio inferior perezosamente caído, los grandes ojos pardos llenos de inteligencia, solitario y silencioso de costumbre, sin duda porque sus frases eran ideas, y desdeñaba echarlas—margaritas a los puerco—a la multitud ignara a que hallábase mezclado, constituía uno de los tantos exóticos, pieza sin objeto, elemento inútil, en aquella efervescencia pasional colectiva, donde ni su corazón ni su cerebro conseguían armonizar.
En un atardecer hermoso llegóse a mi carpa y mesándose los largos cabellos lacios con sus dedos afilados, en un gesto habitual, me preguntó con su voz extraña, que tenía un timbre varonil aterciopelado por un yo no sé qué de femenino:
—Hermano, ¿no te han traído pulpa?
—No, respondí; sé que carnearon y he visto varios fogones donde los asados se chamuscan, pero para nosotros...
—¡Nosotros somos los maporras!—interrumpió con una sonrisa amarga;—tenemos derecho a comer lo que sobra, como los perros!...
Y sentándose en el suelo, sobre el pasto, agregó:
—Alcanzame un amargo: para regenerar el[100] país hay que alimentarse de alguna manera, aun cuando más no sea con agua sucia...
Tosió. Volvió a sacudir con sus finos dedos de tuberculoso la negra melena y dijo con agria ironía:
—De esta vez lo regeneramos. La indiada se pone panzona y puede quedarse quieta un año; después del año, si hay vacas gordas...
En ese momento se presentó el doctor X., médico ilustre, patriota insigne, descollante, personalidad del partido.
—¿Tiene carne?—preguntó.
—No, ¿y ustedes?
—Tampoco. Parece que nosotros no tenemos derecho a comer.
—¡Para lo que servimos!—replicó con su amarga sonrisa el hombre alto, flaco, cargado de espaldas.
—Ni siquiera nos desviamos cargando uno de esos aparatos que parecen fusiles y que no sirve ni para hacer fuego.
—El chiste es malo—contestó un exquisito poeta que llegaba, hambriento, como todos nosotros,—pero te lo perdono en mérito a las circunstancias: tres días de tranquear largo, dos noches sin dormir y más de cuarenta y ocho horas sin comer, no pueden considerarse excitantes para la función cerebral...
—¡Para lo que tienen que hacer aquí los cerebros!...—respondió el hombre alto, extendiéndose largo a largo sobre el pasto.—A nosotros nos dan los matungos que no caminan, los fusiles descompuestos... y la carne que sobra... ¡Vean[101] qué rico olor de asado viene hasta aquí!...—hacen bien: somos los inservibles.
—Verdad—confirmó el poeta;—en ciertos momentos y en ciertos medios, las flores valen poco.
—Y en todos los momentos y en todos los medios, los zonzos no valen nada—concluyó sentenciosamente el muchacho flaco y largo.
Concluída la guerra de mala manera, los revolucionarios salieron, sin embargo, con pulpa entre los dientes. Los ases revolucionarios, se entiende.
Acto contínuo se resolvió no desperdiciar los puestos legislativos que la ley dejaba a disposición de la minoría vencida militarmente. Hubo quien propuso una diputación para el hombre alto, flaco, etc..., pero la masa declarólo inservible para el cargo, dado que sólo tenía talento...
Unos años después, hallábanse reunidos en Buenos Aires varios de aquellos inservibles. En una noche memorable una sala repleta y selecta aplaudía frenéticamente una obra en que el autor primerizo se revelaba, no sólo un literato superior, sino un psicólogo profundo, un admirable analista de almas, cuya clarovidencia lo indicaba como faro, guía y conductor de muchedumbres, sanas pero ciegas...
Triunfó, triunfó estruendosamente el muchacho alto, flaco, cargado de espaldas, y desde entonces, lleno de laureles, comía cada dos días uno, y siguió siendo un inservible, tan inservible que su gloria pasó inadvertida para sus compañeros de lucha cívica, aun hoy convencidos de que era injusto darle un caballo que caminase y un pe[102]dazo de pulpa para saciarle el hambre, mejor empleados en servicio de un gaucho vago, haragán, asesino y bruto...
Un grupo reducido de inservibles orientales, consternóse al recibir la breve noticia telegráfica: «Ha fallecido en Italia Florencio Sánchez.»
Punteaba el día cuando el teniente Hormigón montó a caballo y abandonó el festín, en cumplimiento de la orden recibida.
Iban, a la cabeza, él y Caracú, el sargento Caracú, correntino veterano, indio fiero, agalludo, más temido que la lepra, el «lagarto», la raya y la palometa juntos—haciendo caso omiso de los tigres, de los chanchos y de los mosquitos,—que son los bichos más temibles del Chaco.
Además, Caracú era un baqueano insuperable. Conocía la selva casi tan bien como los tobas y los chiriguanos, porque la había recorrido en casi todos sus recovecos unas veces persiguiendo a los indios, en su carácter de policía, y otras veces persiguiendo a las policías en su papel accidental de «rerubichá» toba o chiriguano.
Después de todo, buen gaucho. Caracú; guapo y alegre, ligero para el cuchillo, para el trago y para «la uña» y ni aun lo de «la uña» era ofensivo, en el medio.
Durante la primera media hora de tramo mulero, el teniente Hormigón se mantuvo dignamente silencioso, guardando la orgullosa altivez que corresponde a un oficial de «caballería». Pero pasada aquella, la juventud triunfó y no pudo[104] resistir al deseo de entablar conversación con su subalterno. Al penetrar un rizado amplio que formaba una estanzuela bastante bien poblada, preguntó:
—¿De quién es este campo?
—De quién es aura no sé, señor,—respondió maliciosamente el sargento:—Un tiempo fué del guaicurú Añabe, que se lo robó al gallego Rodríguez; y dispués jué del comisario Pintos, que se lo robó al indio Añabe; y cuando Pintos dejó de ser comisario, se lo robaron los alemanes del obraje grande... Aura no sé quién lo habrá robao, aura...
El teniente guardó silencio y siguieron andando. El sol, invisible, se iba trepando por los quebrachos, y cuando se subió a la punta de los más altos, escupió fuego. El teniente Hormigón, sintiendo sed, se tanteó el flanco, buscando la cantimplora con «cognac de la habana», e hizo un gesto de disgusto al notar que la había olvidado. Caracú, sin perder un detalle, había observado, y sonrió.
El teniente Hormigón, un mozo alto, flacucho, de ojos vivos, de nariz fina, de labios insolentes, era, en forma innata, «muy de caballería», pero le faltaba la práctica del oficio y debía, como todos, pagar la chapetonada.
Caracú, después de sonreir, destapó su «chifle» y ofreciólo diciendo:
—Mi teniente, si usted está queriendo pegarle un trago...
Bebió el teniente y bebió el sargento. Y después el sargento preguntó:
—¿Se puede saber p'ande vamos, teniente?
—Para la misión.
—¿Cuála?
—Me parece que del fortín para dentro, en la costa del Pilcomayo no hay más que una: la de los franciscanos.
—Disculpe, mi teniente; aquí en el Chaco hay muchas misiones... prendalé otro buche... Tuitos tenemos nuestra misión. La policía tiene la misión de guardar el orden, prendiendo a los indios que s'escapan por no trabajar pa los alemanes, que pagan la policía. Los jueces de paz tienen la misión de hacer justicia a quien los pague mejor... Y claro que nunca es el hijo el páis el que paga mejor... Los franciscanos tienen la misión de cevilizar a los indios, deslomándolos a trabajo.
—Y civilizan,—arguyó el teniente.
—¡Dejuro, mi jefe!... Asigún los comentos, la Obrajera del Chaco tiene más de siete millones de pesos ingleses de capital y los franciscanos, arrimadito. ¡Calcule lo que se puede cevilizar con tuita esa moneda!... Güeno; ¿pero sabe una cosa, mi teniente?
—¿Qué cosa?
—Que pa mi gusto, cuando se haiga lograo la completa civilización de los indios...
—¿Qué?
—No v'haber ya ningún indio. Nos los habremos comido tuitos, salvajes, a medio cevilizar o cevilizaos, como quien dice: ¡crudos, chamuscaos o asaos a punto!... Velay, teniente... ¡Es la misión!...
Instruyéndose en el camino, y después de andar cincuenta leguas por las boscosas pampas chaqueñas, el teniente y sus hombres llegaron a la[106] misión franciscana, cerca del Pilcomayo.
Allí le suministraron los datos necesarios para el cumplimiento de su comisión, que consistía en adquirir veinte bueyes para el destacamento.
No fué tarea fácil, y el teniente debió emplear en ella cinco días de fatigosas marchas; pero consiguió veinte bueyes, grandes, gordos, mansos.
Y esa noche durmió tranquilo y satisfecho.
Y al día siguiente, cuando despertó, el desayuno que le sirvió su asistente fué la noticia de que le habían robado los siete bueyes.
—No deben andar lejos,—dijo, y se puso al campearlos. Tarea inútil: en el Chaco no se vuelve a encontrar nada de lo que se pierde. Al fin, desesperado, envió al jefe una carta narrando lo ocurrido y rogando la remisión del dinero necesario para adquirir otros veinte bueyes, dinero que él se comprometía a pagar.
Pocos días después regresaba al chasque con la respuesta. El mayor, sabiendo que Hormigón pertenecía a una familia muy rica no tuvo inconveniente en mandarle el dinero, aunque, advirtiéndole que no lo creía necesario. «En un país de tantos recursos como aquél, sólo un maturrango o un recluta no sabía acomodarse.»
Meditó el teniente, leyó veinte veces la carta y como al fin, aunque novicio, tenía una alma «muy de caballería», comprendió. Poco después mandaba al jefe otro chasque con esta lacónica misiva:
«Señor jefe:
«De los veinte bueyes que nos robaron, ya hemos conseguido veintiocho; los demás los andamos campeando.»
Era el Dr. Atilio Manzzi un «original»; pero no en el sentido que el vulgo acostumbra dar al vocablo, es decir, extravagante y atrabiliario, un ser mediocre que a falta de méritos positivos que lo eleven sobre el común de sus coterráneos, se singularizan por los excesos capilares, el arcaísmo de su indumentaria y su decir paradojal.
No era de esos el Dr. Atilio.
Si con frecuencia llevaba largo el cabello y descuidada la barba y el traje siempre en disonancia con la moda, nada de ello era en él estudiado descuido.
Hombre joven aún,—pues apenas trasmontaba la cuarentena,—vivía por completo consagrado al ejercicio de su profesión de médico y al estudio. Las tertulias del café,—el billar y el naipe,—casi exclusivo entretenimiento de los pueblitos,—no le ofrecían ningún aliciente; y las pueriles vanalidades de la vida social, menos aún.
Su pasión era los libros; y al final de cada lectura gustábale abstraerse, para extraer, a través del filtro del análisis crítico, la esencia de lo leído. Era, en fin, un temperamento de sabio.
Entusiasmábanle las ciencias sociales. Las mi[108]serias, físicas y morales observadas a diario en su consultorio, entristecían su alma generosa, impulsándole a poner en contribución su voluntad y su cerebro al ideal nobilísimo de plasmar una humanidad más buena y más justa.
¡Cuántos de aquellos infelices que imploraban el auxilio de su ciencia curativa, llevaban sus organismos corroídos por las deficiencias de alimentación, de higiene y de educación, al par que por un trabajo excesivo y ejecutado en pésimas condiciones!...
¡Cuántas veces había comprobado la ineficacia de su humanitarismo!... El no se ahorraba, en efecto, ninguna molestia, ninguna fatiga, para asistir gratuita y solícitamente a los menesterosos; pero ¿de qué servían sus desvelos y sus prescripciones, si las más de las veces el paciente carecía de medios para adquirir las drogas prescriptas, de ropas para abrigarse y de lo necesario para seguir el régimen alimenticio ordenado,—en la mayor parte de los casos base fundamental de la curación?...
Su despreocupación de las prácticas sociales y su predilección por los humildes, mortificaba a la aristocracia lugareña, y, sobre todo, a las niñas casaderas que desde el arribo del doctor al pueblo rivalizaban en amabilidades por conquistar aquel partido excepcional.
Empero nadie manifestaba abiertamente un juicio severo, por la doble razón de que Manzzi era el único médico con que contaba la localidad, y de que las chicas no desesperaban de encadenar al oso.
Diariamente recibía éste obsequios de «dulces[109] caseros» hechos por Fulanita, pasteles y otras golosinas que le enviaba Zutanita, excusándose de que «no le habían salido muy bien» y grandes ramos de flores que Fulanita, Zutanita y Menganita habían «arrancado ellas mismas, esa mañana en sus respectivos jardines».
Atilio, gran amante de las golosinas y de las flores, saboreaba las unas y adornaba con las otras todas las habitaciones de su casa, sin sospechar siquiera que aquellas atenciones llevaran en sí la intención de discretas y delicadas insinuaciones.
El buen doctor, «gourmand» y «gourmet», saboreaba las golosinas del mismo modo que admiraba los diversos ramos de flores, en conjunto, haciendo caso omiso de las tarjetas que ostentaban los nombres de las obsequiantes.
Su existencia transcurría de ese modo, plácidamente monótona, cuando un incidente vulgar introdujo en ella un elemento perturbador.
Cierta tarde ocurrió a su consultorio una joven de delicada belleza y cuyos modales y expresiones denotaban una cultura muy superior a la que pudiera atribuírsele por su indumentaria, reveladora de muy humilde clase.
Manzzi, advirtiendo ese contraste, le preguntó después de haberla examinado y recetado:
—¿Usted es de acá?... Yo conozco a casi todos los habitantes del pueblo, y no recuerdo haberla visto nunca...
Recién hace tres meses que vine. Yo soy de Pampa Chica.
—¿Su familia vive allá?
—Vivía,—respondió la muchacha con voz aflic[110]tiva;—mi padre murió hace cinco años...
—¿De qué se ocupaba?
—Era maestro de escuela y periodista.
—¡Bravo!... ¡Dos profesiones extremadamente lucrativas!... ¿Apuesto a que al morir no les dejó un palacio, ni auto, ni rentas siquiera?
—¡Qué nos iba a dejar!... El pobrecito abrevió su existencia consumiéndose en el trabajo y apenas obtenía lo indispensable al sostenimiento de nuestro modestísimo hogar. A su fallecimiento, endeudados con los gastos de la enfermedad y entierro, quedamos en la indigencia. Yo tenía apenas nueve años y la pobre mamá, muy delicada de salud, trabajaba día y noche para conseguir el sustento, no pudo resistir y hace seis meses también rindió su alma a Dios...
Había pronunciado estas palabras, ahogándose en llanto, y Atilio necesitó dejar transcurrir unos segundos para dominar su emoción.
—¿Y ahora trabaja aquí?—preguntó luego.
—Sí, señor: en casa de la viuda de don Atanasio Bacigalupe.
—¿Gente muy rica?...
—Así dicen.
—Creo que hay varias muchachas...
—Tres.
—¿Y usted está de institutriz?
Amarga sonrisa contrajo los labios de la joven, que respondió con voz más amarga aún:
—De sirvienta...
Enmudeció el doctor. Con violento esfuerzo hizo que el profesional recuperara la plaza momentáneamente ocupada por el sentimental, y dijo, cambiando de tono:
—Es una bronquitis que desaparecerá en breve. Siga el tratamiento indicado y vuelva el jueves próximo.
El Dr. Manzzi sintióse extrañamente subyugado por el recuerdo de aquella encantadora fregatriz, hija de intelectuales e intelectual ella misma. A cada instante su gallarda silueta, enlutada por prematura tristeza y aureolada por sin igual valentía, distraíalo a sus cavilaciones científicas. Tanta satisfacción experimentaba en verla y en platicar con ella, que prolongó indebidamente la asistencia. Pero llegó el día en que su honradez profesional le obligó a darla de alta.
Pasaron dos semanas sin verla y aquello le producía una desazón que él no se preocupaba de explicársela ni de justificarla.
Y fué así que inconscientemente, sin propósito premeditado, comenzó a ir todas las tardes a estacionarse en un banco de la plaza, frente a los balcones de la viuda de Bacigalupe. Leyendo a ratos, y con frecuencia simulando leer, atisbaba continuamente, esperando ver salir a la sirvientita.
Su persistencia llegó a ser advertida y a motivar el comentario. De pronto era alguno de los viejos «rentistas» y desocupados que abundaban en el pueblo, quien se detenía un momento y decíale, acompañando la frase con una guiñada significativa:
—¡Muy bien, doctor, muy bien!... ¡Ha tenido buen ojo, lo felicito!...
Y antes de que Manzzi hubiera tenido tiempo de formular una demanda explicativa, el otro proseguía su paseo, diciendo con aire de sutileza:
—Me voy; no quiero interrumpirlo: todos hemos pasado por ese trance.
Escenas semejantes se sucedían cada vez con mayor frecuencia, intrigando al médico, convencido de que aquel hábito no encerraba otro propósito que el manifiesto: el solaz de la lectura en la placidez estival, bajo la sombra refrescante de los añosos paraísos de la plaza.
¿Había advertido que su instalación en el banco habitual coincidía con la presencia en el balcón de enfrente, de las tres hijas de la viuda?
Sí; pero sin sorprenderle la coincidencia. ¿Qué cosa más natural que las chicas del pueblo exhibiéndose en los balcones o en las puertas de las casas en los cálidos atardeceres estivales?
Así transcurrieron los días hasta una noche en que, recién comenzada la cena, fué sorprendido por estrepitoso sonar de la campanilla eléctrica.
—Es la sirvienta de Bacigalupe que desea hablarle urgentemente.
Sin perder un segundo, el doctor se encaminó al consultorio.
—¿Qué le pasa, Servanda?—exclamó cogiendo la mano de la joven, a quien la distinción hizo enrojecer y bajar la vista.
—A mí, nada, doctor; la señora me mandó a buscarlo porque a una de las niñas le ha dado un ataque.
Manzzi, que ante el deber profesional posponía todo interés personal, se encasquetó el chambergo y con un breve:
—¡Vamos!—salió dando zancadas.
A su llegada quedó sorprendido ante el aspec[113]to que ofrecía la sala y sus ocupantes: se diría que allí se habría librado una batalla. Se veía que los muebles habían sido arreglados precipitadamente; al pie de un pedestal dorado habían quedado trozos del jarrón que soportara; en un ángulo, una silla tumbada y encima del piano un almohadón floreado, hecho jiba, parecía haber sido utilizado como proyectil. Extendida sobre el sofá, la cabeza reposada en un edredón y la frente cubierta por un pañuelo que hedía a agua Colonia, estaba Elisa, la menor de las Bacigalupe.
La viuda, al igual de sus otras dos hijas, sin duda empolvadas a obscuras y a prisa, ofrecían, con sus expresiones aflictivas, un aspecto clownesco.
—¡Hay, doctor, qué desgracia! ¡A esta chica le ha dado un ataque horrible!—exclamó la viuda haciendo aspavientos; y Manzzi pudo observar que las fisonomías de las otras dos chicas se contraían simultáneamente en un rictus irónico.
Sin responder, observó a la enferma y dijo:
—No es nada. Acuéstela, dele un poco de tilo y pasará enseguida.
Al retirarse, la viuda lo llevó hasta el fondo del zaguán, y en voz baja, con aire misterioso y al mismo tiempo meloso, suplicó:
—Estimado doctor, ¡decídase de una vez!...
—¿Que me decida?... ¿a qué?—interrogó sorprendido el médico.
—¡Vamos, vamos!... Todo el pueblo sabe que usted corteja a una de mis chicas, pero ignora[114]mos a cuál... Cada una de ellas se considera la preferida, y naturalmente, riñen entre ellas... ¡Por favor, doctor, decídase por una u otra!...
Manzzi lanzó una estruendosa carcajada y respondió:
—¡Pero, señora, si yo no tengo interés por ninguna de sus hijas!
La viuda enmudeció de asombro, y luego expresó con agriedad:
—¿Conque a ninguna?... Entonces me quiere explicar, caballerito, ¿cómo ha estado usted durante tres meses, plantado las horas muertas frente a nuestros balcones, comprometiendo así a las niñas?...
—¡Sí!... ¿Por qué?—gritaron a coro las dos muchachas que habían estado escuchando detrás de la puerta.
—¡Eso es una infamia!—exclamó a su vez la enferma, que apareció en el zaguán agitando los brazos en actitud amenazante...
—¡Hacernos tal desaire!...
—¡Semejante papelón!...
El violento ataque desconcertó al doctor, tímido e inexperto en lances de esa naturaleza.
—Pero, señora... vean, señoritas... yo...—balbuceaba intentando justificarse; mas sin éxito, pues el enemigo no le daba alce.
—Vamos a ver: ¿cómo explica su insistencia en festejar públicamente a las niñas?—interroga la viuda.
—¡Sí, sí!... ¡Desde el banco de la plaza!...—agregó la mayor de las niñas.
Al fin la hosca sinceridad del retraído hombre de ciencia, estalló en forma brutal:
—¡Bueno, acabemos con este sainete! Yo no me intereso por ninguna de ustedes.
—¿Y lo del banco y su continuo mirarnos?
—¡No era a ustedes a quien miraba, sino a Servanda!...
—¡A la sirvienta!... ¡Jesús, Dios mío!
—¡Ay, qué asco!
—¡Bien les había dicho yo,—exclamó colérica la mamá,—que esa mosquita muerta, caída al pueblo como una perra gaucha, debía ser alguna lagarta!... ¡Ah, pero no estará en casa ni un minuto más!... ¡Ni un minuto más!... ¡Servanda!
La pobre chica acudió toda llorosa y confundida.
—¡Inmediatamente, pero inmediatamente, agarra usted sus trapos y se manda mudar, grandísima sinvergüenza!...
—¡Sí, sí, en seguida, que se vaya en seguida, esta hipócrita desvergonzada!—corearon las chicas.
—¡Pero, señora!—imploró la muchacha—¿A dónde quiere que vaya ahora, de noche?
—¡A la calle!... ¡Las perras viven bien en la calle!
El doctor se irguió y dijo con imperio:
—A la calle no. Venga usted a mi casa.
Y tras un seco «Buenas noches», tomó del braso a Servanda y salió sin volver la cabeza.
Quince días después la aristocracia lugareña recibió indignada la noticia del casamiento del doctor Atilio Manzzi con la ex sirvienta de las Bacigalupe.
Cuando el temporal se instala es como visita de vieja chismosa que llega a una estancia y no se marcha hasta haber agotado el repertorio de las murmuraciones. Eso puede durar una semana, diez días, quince, quizá un mes, según las actividades y la facultad de inventiva de la cuentera. Cuando la dueña de casa comienza a desinteresarse de sus chismes, ha llegado el momento de marcharse, y se marcha en busca de otro auditorio, como hacen las compañías de cómicos que vagan por los escenarios lugariegos ajustando la duración de cada estada al termómetro de la taquilla.
Los temporales obran de parecida manera. Rugen, castigan, devastan y mientras ven angustiados a los hombres y a las bestias, persisten en su obra perversa. Empero llega el día en que bestias y hombres se habitúan al azote y no hacen ya caso de él; entonces, imitan a la vieja murmuradora y a los cómicos trashumantes: cierra sus grifos, lía sus odres y se marcha.
Mas en tanto que los vientos braman y los aguaceros latiguean los campos e inflan los vientos de los arroyos, quedan paralizadas las faenas camperas.
Picar leña y pisar mazamorra dentro del galpón no constituían entretenimiento verdadero; y componer o confeccionar «garras», era imposible, pues sólo un maturrango ignora que no se pueden cortar tientos ni trabajar en guascas en días de humedad.
Fuerza es holgar, «pegarle al cimarrón» y contar cuentos, haciendo rabiar de despecho al temporal.
Cierto invierno se desencadenó uno de éstos—allá por el litoral uruguayo de Corrientes—tan singularmente obstinado, que la peonada numerosa de la estancia del Urunday, en Monte Caseros, había agotado el repertorio; y ya ahitos de agua verde, maíz asado y tortas fritas, se aburrían, bostezando hasta «descoyuntarse las quijadas», cuando don Ponciano propuso:
—Que cada uno 'e nosotros cuente su propia historia.
—¡Linda idea!—apoyó uno; y Juan José adhirió diciendo:
—¡Me gusta!... y si permiten, punteo yo.
—Dale guasca, no más.
—Güeno—comenzó el narrador;—aunque no tengo más que veinticinco años...
—Sin contar los que mamaste y anduviste a gatas—interrumpió Toribio, motivando una réplica violenta de Juan José:
—¡Si quieren oir, oigan! y si no, que enfrene y largue otro, que ni el mejor parejero corre cuando se l'enrieda un cuzco en las manos...
—Tenés razón: seguí viaje.
—V'a ser corto. Mi han contao que yo nací en una madrugada escura en que los rejucilos[119] s'enredaban como pelota 'e gusanos, y era, pa mejor, un viernes santo, que cayó en 13...
—¡La ocurrencia, también, de la finaíta tu mama!...
—...y dejuramente eso me puso la marca 'e la desgracia, condenandomé a dir trompezando en tuito el camino 'e la vida.
—Flojo 'e tabas...
—No les v'ia contar tuitas las rodadas que he pegao...
—Hacés bien.
—...ni tuitas las disgracias que se ma han ido clavando en el alma hasta dejarmelá de un todo tullida; pero la última jué la que me dió contra el suelo.
—¡Dejuro!... siempre es la última copa la qu'emborracha...
—Pal trabajo...
—Oí contar que habías jurao matarlo al que lo inventó, ande quiera que lo encontrases...
—...nunca tuve suerte, y pal juego menos entuavía. Pa l´único que juí afortunado jué pa las mujeres. En los bailes se me solían amontonar las novias como tropilla, y en más de una ocasión me vide negro pa desenredarme en el entrevero...
—¡Vamos mintiendo!...
—...Pero de tuitas, a la única que quise de verdá jué a Marculina Paz y se murió cinco días antes del señalao pal casorio...
—¡Qui en paz descanse!...
—Y dende ese día...
El narrador continuó enhebrando lástimas, y cuando hubo terminado, otro entró en liza, y luego otro, hasta quedar solamente «Yacaré»,[120] un correntino taciturno,—más que taciturno, impasible,—capaz de pasarse dos días sin desplegar los labios, de los cuales nunca nadie oyó una expresión de alegría ni de pena, de contento ni de desagrado.
Y como no diese indicios de tomar parte en el torneo, don Ponciano lo espoloenó:
—¡A ver, «Yacaré», contá vos también tu historia!...
Tras varios minutos de silencio, el correntino, con la vista baja, siguiendo las líneas de las arabescas que dibujaba en la ceniza el dedo gordo de su pie derecho, respondió:
—Io no tengo historia.
—¿Quiénes fueron tus padres?
—Io no sé.
—¿Dónde nacistes?
—Tampoco sé.
—¿No has tenido novia?
—Nunca novia no tuve, no.
—Pero alguna cosa te ha de haber pasao en la vida!...
—Nada nunca me pasó.
—¿Y qué has hecho durante los años que has vivido?
—¿Y qué hi di hacer?... Lo mismito qui haré hasta qui muera: trabajar, pitar, comer, dormir... Nada más nunca no hice...
Callaron todos; y tras prolongado silencio, sentenció don Ponciano:
—¡Esa si qu'es la mejor historia!
Era alto, fuerte, flaco, y feo. La cabeza chica, la cara grande. La frente tan estrecha que no había sitio para correr una carrera de tres ideas juntas. Los ojos de un aterciopelado color de piel de lodo de río, expresaban bondad, mansedumbre; lo mismo que la nariz sólida, gruesa, aguileña, con dos aberturas amplias que aseguraban una perfecta ventilación pulmonar.
Pero, por debajo, de la nariz se abría, en tajo sombrío, una boca que era una verdadera boca de abismo, unos labios graníticos, fríos, rígidos, que se alivianaban cansados de suspirar e incapaces de vibrar en otras articulaciones sonoras que las expresivas de sátira o injuria.
A las mujeres malas se les secan los senos; a los hombres infelices se les acecinan los labios; razonable correlación psicofisiológica.
Esto daría motivo para una larga disertación filosófica; pero volvamos a Hermann, el hombre grande, fuerte y feo de que íbamos ocupándonos.
Hermann, cuya verdadera nacionalidad—y cuyo verdadero nombre—nadie conocía, podría tener treinta años. Fué peón de chacra, peón de estancia, puestero más tarde, dedicándose a la cría de[122] cerdos y de aves y a las pequeñas industrias derivadas.
Le fué mal.
Creyendo que la adversa suerte provenía de la falta de una mujer,—aparato regulador—se casó con una criolla que le dijo: «Quiero» cuando él decía «Envido».
Y le fué mucho peor, todavía.
En poco tiempo desaparecieron los animalitos, los útiles de labranza. Después desapareció la chacra y casi en seguida la mujer, cuyo cariño,—si alguna vez lo tuvo—se había ido mucho antes.
Desde entonces Hermann se despreocupó del mañana y no pensó más en hacer casa ni en plantar árboles, esas cosas destinadas a sobrevivirnos; sobrevenirnos con y para el hijo que tenemos o esperamos tener.
—Yo no estuvo buenos a piliar felicidad—decía.
Y sentado en la glorieta de la pulpería, solo, la pipa entre los dientes, el vaso de gim al costado, los ojos de Hermann, sus pupilas color caramelo inmovilizaban la visión en lo infinito del horizonte campesino, como en ansias de trasponer los mares de investigar la remota tierra nativa, donde quizá hubiera aún alguna ramita de afecto, capaz de prosperar, de crecer, de hacerse árbol, cuidada y regada.
Pero, de vez en cuando, el solitario salía de su embebecimiento, sacudía la cabeza y murmuraba en su media lengua:
—Yo nunca estuvo bueno domar pingo la suerte.
Y quitando la pipa de los labios—que entonces[123] se cerraban formando una larga y fina línea cárdena, semejando el cuello de un individuo degollado después de muerto—apuraba el vaso de gim sin hacer un gesto.
—Dios te conserve el tragadero, gringo—dijo un gaucho,—qui ha 'e ser como papel de lija.
—Y a vos la lengua que ha estar igual escoba amontonar basura.
—¿No te da vergüenza emborracharte asina, solo sin envitar a naides?
—¡Qué le va dar vergüenza a este guampudo!—agregó otro mofador. Y él, sin quitarse la pipa de los labios y otra vez perdida la mirada en las lejanías del otero:
—Yo nada no tengo vergüenza. Yo no importa palabras que dicen... Yo estoy como río: todo qu' echan dentro lleva fuera...
Cuando estalló en el Uruguay la revolución de 1904 fué uno de los primeros en alistarse en las filas insurrectas.
—¿Vos sos «blanco»?—le preguntaron.
—¿Qué están blancos?... Yo estoy gringo.
—¿Pero sos enemigo del gobierno?
—¿Quién está gobierno?... Yo quiere no más ir guerra, matar hombres, todos hombres pueda matar... Todos biches malos, hombres.
Y fué un formidable guerrillero. No tiraba muchos tiros, pero cada disparo suyo era casi seguro que hacía una víctima, porque apuntaba largamente, amorosamente, a fin de que su bala fuese eficaz.
Concluídas las peleas, volvía a su aislamiento, a fumar su pipa, a beber su gim,—del cual nunca le faltaba provisión, sin importársele un comino[124] de si habían vencido o habían sido vencidos.
Una tarde, después de una lucha singularmente trágica, extraordinariamente sangrienta, Hermann se reposaba, fumando su pipa y bebiendo su ginebra, cuando se le acercó un indiecito, conocido por «Rejucilo» y en cuyo rostro estaban dibujados todos los estigmas de la perversidad. Durante las cuatro horas que había durado la carnicería, Rejucilo estuvo junto a Hermann y había admirado, no su valor, sino su ferocidad, su pasión de matar.
Al acercarse al extranjero, que lo recibió, como a todo el mundo, fosco y prevenido, dijo:
—Lo felicito, hermano.
—Yo no tengo hermano, yo no precisa felicitación—fué la respuesta de Hermann.
Rejucilo, sin desconcertarse.
—No importa. Lu he visto peliar. Se que pelea por puro gusto 'e matar gente, lo mesmo que yo peleo, pa ver si se puede concluir con tuita la gente, y di' ahí mi simpatía... Nu'es pa pedirle nada, es pa ofertarle, es pa convidarlo que haga como yo... vea...
Y sacando de la cartuchera una bala de mauser cuya punta había sido tallada en cruz, repitió:
—Vea.
—¿Y qué?—preguntó el extranjero, después de observar la bala.
—¿Y qué?... Que asina, con cruz en la punta, hace más daño. Al dentrar en el cuerpo y trompezar con un gueso, se abre como rosa y destroza mesmo que rayo. Nu hay cristiano que aguante un chumbo d'esta laya.
Hermann, observó detenidamente la bala,—una dum-dum, al fin;—meditó, y luego tomó la botella[125] de gim y le ofreció un trago a Rejucilo. Era la primera vez que hacía aquello.
En seguida, desenvainó el cuchillo, volcó en el suelo la cartuchera y se puso a tallar en cruz la camisa de niquel de los proyectiles.
—Gracias—dijo el indio, devolviendo el porrón.
—Nada... Vos estás amigo mío. ¡Oijalá peliamos mañana!...
La estancia de los «Horcones», después de extenderse por varias leguas en el oeste de la provincia, se ha ido desparramando en otras varias leguas, por la pampa lindera.
Las primeras se debieron al esfuerzo consecutivo de tres generaciones de Salazar de Villarica. Don Martín el fundador, fué un vasco recio y animoso que se instaló en el entonces semidesierto, con un rebaño de ovejas y cuya energía logró triunfar en la lucha incesante con la indiada, con los malevos, con las policías, con los alcaldes y las calamidades menores de las sequias torturantes y de las inundaciones desvastadoras.
El segundo Salazar de Villarica, don Carlos, heredó de su padre un vasto y próspero establecimiento, que él agrandó y perfeccionó mediante un esfuerzo y una tenacidad dignas del heróico antecesor.
Contribuyó no poco a sus éxitos, Lino Colombo, robusto y activo mocetón genovés, que empezó por sembrar unas cuantas hortalizas y plantar una docena de frutales.
Y dos años después, ya no era una docena, sino una centena de durazneros, perales, manzanos,[128] que formaba alegre festón al antes desnudo y triste caserón de la estancia.
La peonada gaucha miró al principio con adversión al innovador.
—Ahí viene el loco 'e los árboles—decía despreciativamente uno, al verlo regresar, siempre a pie, las herramientas al hombro, en mangas de camisa, la cabeza eternamente descubierta.
—Ahí está el dueño de la hacienda verde—mofaba otro, no pudiendo comprender que el campo pudiese ser ocupado en otra cosa que en la cría de vacas, caballos y ovejas.
Empero, como el gaucho es por naturaleza goloso, cuando llegó la producción, cuando pudieron hartarse de duraznos, de peras, de manzanas, de membrillos, cesaron las hostilidades, aunque no las puyas, hacia el «ganadero de la hacienda verde», a quien, por otra parte, don Carlos dispensaba la mayor confianza, alentándolo en sus plantaciones.
—Dejenló tranquilo a mi gringo. El trabaja lo mismo que nosotros, para nosotros para los que vengan. Cada uno tenemos nuestra misión en la vida, y la cosa es cumplirla bien. Los caballos no sirven para el matadero, ni los bueyes para correr carreras.
Y los gauchos se iban acostumbrando; pero ocurrió que una vez, al regresar el patrón de un viaje a la ciudad, trajo una bolsita de semillas que Gino recibió con manifiesta expresión de júbilo.
Desde la madrugada del día siguiente, se puso a preparar un gran rectángulo de tierra elegida. La preparó animosa, prolija, cariñosamente, y cuando al fin esparció sobre ella la diminuta semilla[129] del saquito traído por el patrón, su rostro bello y enérgico expresaba la alegría de un gran acto triunfal.
—¿Qué yuyo es ese?
—Espera, espera...
—¿Se come?
—No se come, ma da de comer.
Los gauchos se encogieron de hombros, considerando con desprecio aquellos centenares de plantitas de un verde de plata, que crecían rápidamente, estirando sus tallitos endebles...
Quince años más tarde, diez mil eucaliptus, unos colosos ya, otros de mediana altura, formaban un delicioso parque, recreo de la vista, generador de salud, fuente preciada de riqueza en todo sentido...
A la muerte de don Carlos, Pedro, el tercer Salazar de Villarica, se encontró poseedor de una inmensa fortuna. Acababa de regresar de Europa, donde fuera en viaje de recreo y de instrucción, al terminar su carrera de abogado.
Hombre de ciudad, no descuidó, sin embargo, sus intereses, y siguió la tradición, administrando y explotando personalmente sus estancias, contando siempre con la eficaz ayuda del fiel genovés, quien no obstante haberse enriquecido, comprando tierras con sus economías, y a pesar de tener varios hijos y muchos nietos, todos propietarios, continuó prestando su mayor atención y sus últimas energías al cuidado de los bienes de sus patrones.
Y con tanto mayor motivo, cuanto que los cinco hijos del tercer Salazar de Villarica—dos mujeres[130] y tres hombres—se habían despreocupado por completo, consagrados a la ociosidad fastuosa, viviendo la mayor parte del año en Europa, desparramando monedas con esplendidez de nababs.
Y como los derroches eran idénticos en el ciclo de las siete vacas flacas que en el de las siete vacas gordas, la mina empezó a disminuir su cosecha de oro.
Y recién cuando frente al pedido de una fuerte suma de dinero, Gino respondió manifestando la imposibilidad de conseguirlo sin recurrir a operaciones onerosas, Julio, el mayor de la familia, resolvió ir a la estancia.
—¡Dejenmé no más, que yo les voy a arreglar las cuentas a esos gringos ladrones!—manifestó al partir.
Todas las explicaciones de Gino fueron inútiles. Grandes extensiones de tierra estaban desiertas porque las haciendas propias se habían malbaratado para satisfacer el incesante pedido de sumas cuantiosas...
—¿Y los arrendamientos?
—Ya no hay arrendatarios, patrón. La época es mala, el precio caro; quien arriende se muere de hambre.
—¡Lo que hay—exclamó violentamente el mozo,—es que ustedes se aprovechan con la confianza que les damos; lo que hay es que ustedes los gringos nos van tragando poco a poco!...
El viejo servidor no pudo permanecer impasible ante el insulto tan supremamente injusto. De un brusco manotón se arrancó el chambergo que tiró con rabia al suelo, y sacudiendo la larga,[131] espesa melena nevada, gritó, golpeando el pecho con las manos encallecidas en más de cincuenta años de labor sin treguas ni fallecimientos:
—¡Los gringos!... ¡Ma los gringos aquí son ostedes, ostedes que se pasan en la Uropa, gastando la plata en divertirse, sin trabacar, sin hacer nada per so tierra!... ¡E in cambio, ío, gringo, vivo aquí, pegao a la tietro que beso y riego con mi sodor, haciandola cada vez más rica!... ¡Y yo tengo once hicos, que son arquentinos, que trabacan la tierra y la quieren, y tengo trentaun nietos arquentinos y todos tenemo las raíces del alma metidas inta la tierra arquentina como los ucalitos, esos d'allá, todos esos, que yo planté cuando!...
Y luego, presa de un acceso de lágrimas, dijo, sacudiendo la nevada cabeza:
—¡No! ¡no me dica esto, don Culio!... Y sabe, no es por ofensa, pero, en veritá, aquí los únicos gringos sos ostedes, ostedes que tienen vergüenza de so tierra, que ni meno la conocen, e que porque no la conocen no la quieren...
Lucía una soberbia mañana de otoño, de luminosidad enceguecedora, de un ambiente fresco, que alegraba el espíritu y despertaba energías: «un día como pa domingo»,—según la frase de Caraciolo.
La recorrida del campo fué un agradable paseo matinal, sin trabajo alguno: los alambrados se encontraban en perfecto estado: con las pasturas en flor, la hacienda estaba inmejorable y en las majadas aún no había dado comienzo la parición.
Sandalio, Felipe y Caraciolo retornaban a las casas, al tranquito, charlando, aspirando con fruición el aire puro, embalsamado con las yerbas olorosas que alfombraban las colinas.
Estando aún a cinco o seis cuadras del galpón, el negro Sandalio levantó la cabeza, olfateó con fruición y dijo:
—Estoy sintiendo el olor del asao... Vamos apurando un poco, porque ya saben que a ese señor si lo hacen esperar se pone todo fruncido.
Felipe haciendo pantalla con la mano y tras ligera observación exclamó:
—En la enramada hay dos caballos ensillados: y si no me equivoco, uno es el zaino del comisario Morales.
—¡Eh!...—exclamó Caraciolo con expresión de[134] disgusto; pues, por lo general la visita de la policía nunca llevaba a los moradores de los ranchos otra cosa que incomodidades e inquietudes.
Llegaron. Felipe no se había equivocado: en el galpón, al lado del fogón, haciendo rueda al costillar que se doraba en el asador, estaban el comisario y el sargento, haciéndole honor al amargo que cebaba el viejo Leandro.
Al respetuoso saludo de los peones, el comisario respondió con amabilidad inusitada:
—¿Qué tal, juventú, como les va diendo?... ¿Rejuntando solsito pal invierno?... Sientensé no más, por mí, no hagan cumplimientos.
Y luego, dirigiéndose al viejo Pancho, el comisario continuó el relato interrumpido por la llegada de los peones.
—Pues, como les iba diciendo, los diareros de la capital, chiyaron tanto que el menistro no tuvo más remedio que mandarme atracar un sumario.
«El jefe, al notificarme me dijo:—«No te asustés y andá campiar güenos testigos y que los traigan bien sobaos no sea que dispués s'enrieden y te comprometan a vos y me comprometan a mí»...
«Miedo, pa decir verdá, nunca tuve, ya soy veterano en eso'e los sumarios; con un poco de habelidá siempre se sale bien y lo pior que puede suceder es que lo cambeen a uno pa otra sesión o pa otro departamento; pero da rabia que lo incomoden a uno por un savandija»...
—¿Jué Natalio Suárez, no?—preguntó don Pancho.
—Sí... a quien uno se ve obligao en las ocasiones a atracarle unos palos.
—Pero Natalio murió.
—Murió por culpa de el mesmo. Yo le sacudí de plano,—naides me puede tildar de hereje y de lastimar un hombre sin necesidad,—pero en un viaje se me jué de acha, a cualesquiera le puede pasar,—y medio le bajé una oreja... El animal se hizo tráir un puñao de bosta y se lo puso en la herida; le dentró pasmo y estiró la pata. De ahí vino el barullo y cuasi me amuelan. Por fortuna que los testigos y el juez de paz y el médico de polecía se portaron muy decentes, y que de arriba trabajaron juerte, que sino me la iba ver fiero.
—He óido decir,—habló el viejo,—qu'el deputao Menchaca la peliaron lindo.
—¿Y el deputao Mendieta, entonces, que hasta salió a los diarios p'hacer mi defensa?... Y aura, digamé usté, amigazo, ¿cómo no va uno a serles fiel a hombres que lo sirven a uno de ese modo?... Lo qu'es yo, más fácil es que me olvide del nombre 'e mi madre que de un servicio recibido... Ansina, tanto el dotor Mendieta como el dotor Menchaca pueden estar seguros de que en las que vienen yo los güelvo a sacar deputaos...
—¡Llenando las urnas con gatos!—exclamó riendo Sandalio.
—¡Y aunque sean con aperiases, si los gatos no alcanzan!—exclamó Morales, con expresión de la mayor sinceridad.
Y luego, con entonación solemne:
—Sepa amiguito que el hombre que no es honrao es más despreciable que un escuerzo; y que un desagradecido nunca puede llamarse honrao... Pongo por caso ustedes; ni yo ni mi polecía los he[136]mos incomodao nunca... ¿es verdá o no es verdá?
—Es verdá.
—Ustedes van a las reuniones, a las carreras, andan puande quieren y a pesar de que sabemos que son del otro pelo, nunca se les ha dicho nada ni se les ha hecho nada... ¿Es cierto o no es cierto?
—Es cierto... hasta áura gracias a Dios...
—¡Ahí está!... Ustedes reconocen que mi polecía los ha tratado siempre bien y que con otras quien sabe lo que les hubiera podido acontecer... Güeno, áura diganmé ¿no serían ustedes unos mal agradecidos si se negaran a entregarme sus boletas, alegando que son del otro lao?
Callaron los mozos y el comisario concluyó sentenciosamente:
—¡No, a mi no me vengan con desagradecidos!... A esos no les tengo lástima, palabra que no; y más tarde o más temprano, ¡me las tienen que pagar!
—Ya está el asao,—avisó don Pancho; y el comisario Morales, dando a su rostro la expresión alegre y bondadosa de momentos antes, exclamó:
—¡A la carga muchachos, que p'asao gordo no hay hombre malo!...
Don Eufrodio Villamoros poseía una espléndida plantación de naranjos a espaldas de Bella Vista, la coqueta ciudad correntina recatada detrás de las altísimas barrancas que, en aquel paraje guarecen la ribera del Paraná.
A la entrada del naranjal se alzaba la población, sencillo y alegre edificio, sobre cuyos muros muy blancos y sobre cuyos muy rojos cabrillea el sol casi todas las horas de casi todos los días del año. Del lado del sud, tres cambanambís las defienden contra los vientos malos del invierno. Un valladar de duelas, totalmente cubiertas por las exhuberantes vegetaciones de las madreselvas y los rosales silvestres le forman una discreta cintura verde, siempre verde y florida siempre.
Sobre el patio, la casa tiene, como la mayor parte de las casas correntinas, un amplio corredor, fresca terraza desde donde, se divisa, hasta perdida de vista, el inmenso mar, verde e inmóvil de las plantaciones.
Don Eufrodio pasa allí, en unión de su esposa, Misia Micaela, y de su hija Ubaldina, la mayor parte del año; sobre todo, después que esta última hubo terminado sus estudios en la capital de la provincia.
La niña—que a la reinstalación de la familia[138] en la casa solariega, contaba apenas quince años,—amaba apasionadamente aquella existencia, donde parecía reinar inquebrantable silencio, no obstante el contínuo clamoreo de las aves y el cantar sin más tregua que las sombras nocturnas, de los pájaros, que, entre cautivos y libres, sumaban míriadas. Silencio engañador y tan aparente como el aspecto de quietud y de inercia que ofrecía aquella activísima colmena.
Cada vez que, era indispensable—por razones particulares o de obligación social, hacer «un viaje» a la ciudad—veinticinco minutos de trote perezoso del viejo tronco tordillo,—Ubaldina lo hacía contrariada y se esforzaba en apresurar el regreso a la tibiedad perfumada de su nido.
No era, sin embargo, un espíritu esquivo y agreste. Había recibido una educación esmerada, y poseía, como casi todas las niñas correntinas, intensa afición por las artes, desde la música y la literatura hasta los prodigiosos primores de la aguja.
Era sí, un temperamento sensitivo, delicado, casi enfermizo.
Menudo, más que delgado, su rostro de rasgos finos y armoniosos, tenía un color trigueño extremadamente, palidez que hacía resaltar la negrura de sus grandes ojos en perfecta forma de almendra.
Su alegría silenciosa no había sido nunca alterada por ningún capricho, por ningún deseo extravagante. El amor no había aún hablado a su corazón juvenil, y como estaba de un todo desprovista de coquetería, los piropos y las frases galantes le pasaban inadvertidos.
Sin embargo, el despertar estaba próximo.[139] Un verano fué a pasar las vacaciones en la finca; su primo Rómulo, gallardo mancebo que estaba terminando sus estudios de ingeniería en Buenos Aires.
El mozo logró intimar muy pronto con ella. Su conversación frívola y voluble la entretenía como el incesante, y bullicioso revolotear de los gorriones. Sus dislates y sus bromas infantiles la hacían reir.
El también reía, burlándose de la seriedad de «Mamita», como la había apodado. Después de la cena, en las espléndidas noches de triunfo lunar, charlaban largamente bajo la glorieta embalsamada con el perfume capitoso de los azahares. Muchas veces, mientras él hablaba, picoteando todos los temas, Ubaldina solía quemar silenciosa, inmóvil, el bello rostro de virgen morocha, fija la mirada de sus ojos profundos en la fronda espesa y obscura del naranjal. Una vez él le dijo:
—¿Le ha puesto candado a la boca, «Mamita»?
—Sí; y he perdido la llave—respondió ella sonriendo.
—Yo sé dónde está—replicó el mozo.
—¿Dónde?
—Dentro de su corazón; y si usted me lo permite yo entraría a sacarla.
Ruborizóse Ubaldina y respondió con visible emoción:
—No sé cómo iba a entrar...
—De la única manera como se entra en un corazón de mujer: con la ganzúa del amor...
Rómulo también habíase sentido emocionado extrañamente, cual si advirtiera recién que la[140] frívola camaradería se hubiese transformado en un sentimiento más hondo...
Después de un año de ausencia en el obligado, viaje a Europa, el joven matrimonio regresó al terruño, con gran contentamiento de Ubaldina, en cuyo espíritu las maravillas del viejo mundo no lograron entibiar el cariño a la casita rústica, a los camanambíes, que parecían tres formidables esclavos etiópicos, al cerco florido y al océano verde del plantío, a las aves y los pájaros familiares, y, sobre todo ello, a los viejos genitores.
Rómulo, en cambio, experimentó bien pronto la nostalgia de las bulliciosas capitales; y al mes de permanencia en la chacra, pretextó urgentes asuntos y se marchó a la capital.
Era a la entrada del verano. Poco después la ciudad paranense se sintió flagelada por terrible epidemia de viruela, y Ubaldina fué de las primeras en trasladarse con su madre al foco epidémico y en prodigar sus cuidados y sus auxilios a los infelices indigentes, carne preferida del implacable mal.
Ubaldo escribió condenando la «tremenda imprudencia» de su esposa y ordenando que regresara a la finca.
La orden ¡ay! llegó demasiado tarde. El flagelo, como si quisiera vengarse de aquella abnegada criatura, merced a cuya intrépida solicitud se le habían escapado de las uñas ponzoñosas decenas de víctimas, hizo presa en ella, mordiéndola con atroz ferocidad.
Rómulo, venciendo su egoísmo miedoso, no tuvo más remedio que acudir al llamado de la familia, pero se negó rotundamente a penetrar en la habitación de la paciente.
—¡No puedo!, ¡no puedo!—alegaba;—¡me partiría el corazón verla en ese estado!...
Y ella, la madrecita santamente buena, enterada de su presencia, aprobó su conducta, diciendo:
—Sí; sí; hace bien; yo no quiero que pueda contagiarse... Con saber que está acá me siento feliz...
La mayor parte del día y una buena parte de la noche, pasábalas Rómulo paseando por el naranjal y tomando todo género de precauciones para esquivar la contaminación.
—¡Qué macana!, ¡pero qué macana!—monologaba—¿Qué necesidad tenía esta mujer de ir a agarrar esa asquerosa enfermedad por servir a desconocidos, gentes miserables, a quienes la muerte les hace un servicio?... ¡Qué los hubiera auxiliado con dinero, santo y bueno; pero exponerse así, no tiene nombre!...
Debió pensar en mí; pero, ¡todas las mujeres son iguales, del último que se acuerdan es del marido!... Por un capricho bobo, por un sentimiento estúpido, le arruinan a uno lo mejor de la existencia... ¡Yo que estaba preparando para este invierno un macanudo viaje por Italia!... Viaje de placer; pero, sobre todo, de estudio, que es necesario, que sin salir de aquí, uno no es nunca más que Juan de los Palotes, por más talento que tenga... Ahora, aunque se salve, ¿cómo me voy yo a presentar a mis relaciones con una mujer[142] desfigurada, fea, ridículamente picada por la viruela... ¡Qué macana!... ¡qué macana!...
Hacía rato que había caído la noche cuando regresó a la casa. Al penetrar en la glorieta notó algo insólito que le hizo presumir la catástrofe: voces apagadas, murmullos, sollozos, las luces sin encender...
Detúvose conturbado. Esperó.
Misia Micaela, advertida de su esposo, fué hacia él, y anegada en lágrimas, balbuceó:
—¡La pobrecita!...
—¡Sí!... ¡acaba de morir!... ¡Sus últimas palabras fueron para usted, pidiéndole que la perdone!...
Y como la pobre madre, anonadada por la pena, hiciera ademán de tenderle los brazos, él retrocedió bruscamente, experimentando un escalofrío de miedo, y sin poder refrenar su brutal egoísmo, exclamó con rabia:
—¡Qué macana!... ¡qué macana!
Y luego guardó silencio, pensando, sin duda, en su proyecto de viaje a Italia, malogrado por la «absurda imprudencia» de su esposa...
—Cortando campo se acorta el camino—exclamó con violencia Sebastián.
Y Carlos, calmoso, respondió:
—No siempre; pa cortar campo hay que cortar alambraos...
—¡Bah!... ¡Son alambrao de ricos; poco les cuesta recomponerlos!
---Eso no es razón; el mesmo respeto merece la propiedá del pobre y del rico... Pero quería decirte que en ocasiones, por ahorrarse un par de leguas de trote, se espone uno a un viaje al pueblo y a varios meses de cárcel.
—¿Y di'ai?... ¡La cárcel se ha hecho pa los hombres!...
---Cuase siempre pa los hombres que no tienen o que han perdido la vergüenza.
—¿Es provocación?...
—No, es consejo.
—Los consejos son como las esponjas: mucho bulto, y al apretarlas no hay nada. Dispués que uno se ha deslomao de una rodada, los amigos, p'aliviarle el dolor, sin duda, encomienzan a zumbarle en los oídos: «¡No te lo había dicho: no se debe galopiar ande hay aujeros!»... «La culpa'e la disgracia la tenés vos mesmo, por imprudente»...[144] Y d'esa laya y sin cambiar de tono, fastidiando los mosquitos...
—Hacé tu gusto en vida—contestó Carlos;—pero dispués no salgás escupiendo maldiciones a Dios y al diablo.
Hace un frío terrible y el cielo está más negro que hollín de cocina vieja.
De rato en rato, viborea en el horizonte, casi al ras de la tierra; un finísimo relámpago, y llega hasta las casas el eco sordo, apagado, de un trueno que reventó en lo remoto del cielo.
Las moles de los eucaliptus centenarios tienen, de tiempo en tiempo, como estremecimientos nerviosos, previendo la inminencia de una batalla formidable.
Las gallinas, inquietas, se estrujan, forcejeando por refugiarse en el interior del ombú.
Los perros, malhumorados, interrumpen frecuentemente su sueño, olfatean, ambulan y no encuentran sitio donde echarse a gusto...
El portoncito del patio se abre sin ruido, y Carmelita, precedida por la parda Julia, lo trasponen y se encaminan rápidamente hacia el higueral del fondo. Sus pies, calzados con alpargatas, no producen ruido alguno al avanzar sobre la hierba húmeda.
Sin embargo, «Vigilante», el gran mastín azabache, las sintió e inició un ladrido que Carmelita logró apagar acariciándole la gruesa testa. Gruñó, disgustado, sin duda, ante aquella intempestiva incursión nocturna, pero en su respeto a la «patroncita» tornó a echarse, dejando libre el paso.
Las fugitivas, luego de pasar, por entre los hilos, el alambrado de la huerta, encontráronse en pleno campo. Carmelita detúvose aterrorizada.
—¡Tengo miedo!—exclamó.
—¿Miedo a qué?...—respondió la parda con un dejo despreciativo.
—¡Miedo a todo! ¡Mucho miedo!...
—¡Me hace ráir, niña!... ¡Tener miedo cuando Sebastián la espera en sus brazos!... ¿Qué daga es capaz de sacarle chispas a la daga de Sebastián?...
—¡Tengo miedo a Dios!...
—¡Salga di'ai, niña!... Primero, que Dios está muy ocupao pa meterse en esas cosas; y segundo, que si Dios es justo, no le ha de acumular delito. Sebastián la quiere a usté; usté lo quiere a Sebastián, ¿y no han de hacer su gusto porque su tata s'emperre en casarla con ese dotorcito pelao, con vidrios en los ojos y más fiero que pichón de venteveo... ¡Salga d'iai!
—No sé... será... ¡tengo miedo!...
Después de la conversación tenida con Sebastián, Carlos se abismó en cavilaciones. Sabedor del propósito de su amigo, de raptar a Carmelita, su conciencia de hombre honrado encontránbase en doloroso conflicto. Sebastián era su mejor amigo, su «hermano»; pero el padre de la muchacha, don Sandalio, era su padrino y su protector. ¿Qué hacer?... ¿Poner a éste en conocimiento de resolución tomada por los novios ante su obs[146]tinada negativa? No; hubiese sido indigno de su nobleza oficiar de delator; obraría por su propia cuenta, por más que reconocía temeraria tal determinación.
Al obscurecer ensilló; churrasqueó a prisa y con desgano y se encaminó a la portada del «alto grande», donde su amigo, según se lo había comunicado, debía esperar a Carmelita, conducida por la parda Julia.
A pesar de la profunda obscuridad de la noche, Carlos advirtió, junto al alambrado, como a media cuadra de la portera, un jinete desmontado, y no cabiéndole duda de que fuese Sebastián, se encaminó hacia él. Pronto se reconocieron.
—¿Qué andás haciendo, cuidándome?... ¡Soy bastante crecido para poder andar sin ladero!—exclamó agriamente el galán.
—A las veces los hombres se vuelven criaturas y carece acompañarlas pa evitar que se disgraceen en alguna travesura—respondió, tranquilo siempre, el amigo.
—Yo no preciso; gracias, y andate.
—P'uacá, niña... ¡tenga valor, caray!... ya estamos cerquita...
—No, Julia, no; ¡vamos para casa!... Volvamos, ¡no quiero, no quiero!... ¡Pobre tata, se moriría de pena y de vergüenza!...
Sebastián había oído el diálogo; ató a un poste del alambrado a su caballo, y, pasando por entre los hilos, fué al encuentro de su prenda.
Carlos lo siguió, e interponiéndose entre él y Carmelita, exclamó con expresión autoritaria, dirigiéndose a ésta:
—¡Vuélvase en seguida pa las casas!...
—¡Es lo que le estoy pidiendo a Julia!—gimió la moza.
—¿Y a usted, quién le da vela en este entierro?—profirió con insolencia la parda.
—¡Lo que yo sé es quién te v'aplastar las motas a talerazos!...
Con voz ronca, amenazante, Sebastián dijo:
—Soy yo el que pregunta... ¿qué venís a hacer aquí?
—A salvar al viejo, a Carmelita y a vos...
—¡No necesito ni quiero salvadores!... Dame lao, o me via olvidar de que somos amigos...
—No—respondió Carlos con imperturbable serenidad.
Sebastián, furioso, desenvainó la daga; pero su amigo, con un rápido y recio golpe de rebenque en la muñeca, le hizo volar el arma.
Enceguecido con la humillación, Sebastián sacó la pistola, apuntó e hizo fuego.
A la detonación siguió un grito angustioso de Carmelita, que herida en medio del pecho, se desplomó sobre la hierba blanda y húmeda del campo.
Tras una pausa impresionante, Carlos avanzó, puso la diestra sobre el hombro de su amigo aterrado y dijo con expresión de inmensa pena:
—¿No te albertí que cuasi siempre cortar campo es alargar el camino?...
Al sentir la detonación del escopetazo y ver caer del caballo al padre Jacinto con la cabeza deshecha, Alfonso, horrorizado, taloneó al matungo, le aflojó la rienda, cruzó a galope el vado y siguió a escape por el camino real, sin dirección y sin propósito.
Iba huyendo, simplemente. Iba huyendo de la espantosa escena presenciada. En los tres años que llevaba al servicio del padre Jacinto, había tenido oportunidad de ver muchos muertos, y de ver morir; pero nunca había visto matar a nadie.
Al pasar, disparando por frente a la comisaría rural, un milico que lo vió y supuso iba con el caballo desbocado, montó, salió a su encuentro y lo detuvo.
El chico sintió crecer su espanto, porque para la mentalidad objetivadora de las sencillas almas campesinas, un crimen es un triángulo con tres vértices igualmente aguzados y peligrosos: el delincuente, la policía y el juez.
La turbación del muchacho, infundió sospechas. Se le sometió a un interrogatorio y él respondió contando lo que sabía y lo que había visto. Su declaración decía textualmente así:
[150] «El jueves cinco salimos de la villa San Pedro, el padre Jacinto y yo para hacer una gira por la campaña. El padre Jacinto era un cura jovencito, recientemente nombrado teniente en la parroquia. Parecía muy pobre, y el párroco, que era viejo y achacoso, le cedió la oportunidad de ganarse muchos pesos, casando y cristianando en excursión campera.
«Habían andado ocho días con resultado bastante halagüeno. Realizaron muchos casamientos y la mar de bautizos, lo que importó una buena suma de dinero y con muy escasos gastos, porque el alojamiento siempre era gratuito y aún no se había consumido una tercera parte de la damajuana de agua bendita que Alfonso llenó en la cachimba del fondo de la iglesia.
«El negocio iba muy bien. El padre Jacinto estaba contentísimo. Tanto, que habiendo encontrado en el camino un buhonero árabe, le compró el mejor par de caravanas que llevaba, sin duda para ofrendárselas, a la vuelta, a María Santísima, u otra tan virgen como María.
«Todo marchaba muy bien, cuando en el caer de una tarde, iban acercándose a un arroyito, traspuesto el cual, y andadas un par de leguas, debían llegar a la estancia de un viejo muy viejo, muy pecador y muy miedoso, candidato seguro, por esas tres circunstancias, a recompensar generosamente la acción purificadora del joven y santo varón, que iba por los campos con la sagrada encomienda de desinfectar las almas contaminadas con el pecado ambiente.
«Iban ya llegando al arroyo, cuando un hombre que estaba sentado bajo un tala, con una esco[151]peta en la mano y al parecer abstraído en la contemplación del pajonal inmediato, levantó bruscamente la cabeza, se echó el arma a la cara e hizo fuego.
El comisario y su escribiente se miraron.
¿Sería Basilio?
—Cómo era el hombre de la escopeta,—preguntó el comisario.
—No sé,—respondió el chico.
—¿Huyó después del crimen?
—No sé tampoco.
Mientras Antonio quedaba preventivamente detenido, el comisario mandó al sargento y dos soldados con orden de aprehender a Basilio.
Este no opuso la menor resistencia.
Esa noche durmió tranquilamente en el calabozo y con la misma tranquilidad se presentó al otro día ante el comisario, quien, conociéndolo de largo tiempo atrás, sabiendo que era un mozo bueno, muy trabajador, muy retraído, se asombraba de que hubiese cometido aquel crimen alevoso. Es más, se resistía a creer en su culpabilidad. Por esa razón, empezó a interrogarlo bondadosamente.
—El sargento me dijo que vos te habías confesado autor de la muerte del padre Jacinto, ¿es verdad?
—Es verdad, si señor,—respondió Basilio con la mayor calma del mundo.
—¿Qué te había hecho?
—Nada.
—¿Lo conocías?
—No.
—¿Por qué lo mataste, entonces?
—Porque era fraile.
El comisario López, paisano vivaracho, que había visto mucho en sus cincuenta años de vida, que conocía uno por uno a los hombres del pago, se quedó observando atentamente al criminal. ¿Qué misterio entrañaba aquel crimen inexplicable?
Basilio era un excelente muchacho. A la muerte de su padre, había heredado la pequeña propiedad, un campito, una majadita de ovejas, unos matungos, cuatro yuntas de bueyes y unas pocas lecheras. Vivía solo. Sólo cuidaba su hacienda, solo labraba su chacra. Muy rara vez se le veía en la pulpería; no iba a carreras ni a bailes. No se le conocían vicios, ni amigos. Tenía fama comarcana de trabajador y honesto...
—Amigo Basilio,—insistió afectuosamente el comisario,—hábleme con franqueza. Yo lo estimo y trataré de ayudarlo en lo posible... Usted es un vecino serio, un hombre juicioso y algún motivo debe tener para haber cometido ese delito... ¿Por qué mató al padre Jacinto?
—Ya dije: porque era fraile.
—¿Usté enemigo de la religión?
—¿Yo?... ¡No!... Hay unos que creen, hay otros que no creen: pa mí es lo mesmo.
—¿Pero usted no cré?
—¿Yo?... ¡Yo no sé!... ¡Qué vi'a saber yo, que soy un bruto!...
—Pero les tiene odio a los frailes.
—¡Ah! ¡Eso sí!
—¿Por qué?...
Basilio se rascó la cabeza. Luego dijo:
—Vea, comisario. Yo ya voy diendo pa viejo.[153] Dende muchacho he trabajao y he visto que tuitos los hombres honraos y tuitos los animales buenos, trabajan pa ganar lo que comen... Cuando yo era tuavía un mocoso, mi padre me dió una soba'e lazo sin razón, y yo me juí de casa... Anduve rodando y al fin cái al pueblo y me conchavé con el cura... Eramos dos muchachos y nos tenía dende el amanecer trabajando en la quinta... Nunca nos pagó nada. La comida, y gracias. Y eso, escasa, porque toda la comida era poca para él, y a cada rato nos retaba y nos pegaba.
«El no hacía nada y no le faltaba nada. Los ricos le mandaban postres. Los pobres, si cuadra, se quedaban sin comer pa traile una gallina o una docena de güevos... pero si venían a pedirle que dijese una misa por el alma de un finao, no había caso sin pintar la moneda.
«Don Antonio,—se llamaba don Antonio e fraile,—se murió de una indigestión. Vino otro, don Genaro, y era lo mesmo. A ese lo sacaron porque hizo unas cosas fieras, y dispués, trugeron un viejo gordo que no hacía más que comer, chupar vino y dormir... Yo me cansé y me juí... Anduve rodando, trabajando y cuando murió el finao mi padre y me tocó el campito, me vine a trabajar, a cuidar los animales, a sembrar la chacra...
Basilio se interrumpió, quedó un momento pensativo y luego respondió:
—«Yo les tenía muchísima rabia a las cotorras que me comían el maíz, y a los zorros que me mataban los corderos... Les tenía rabia, no tanto por el mal que me hacían, sinó porque son unos[154] haraganes inservibles que viven del trabajo ajeno... Ayer de mañana me encontré que los zorros me habían muerto cinco corderitos... De tardecita cargué la escopeta y los juí a aguartiar en la orilla del pajonal... A la cuenta me olieron, porque no salía ninguno del escondite... Llevaba dos horas perdidas allí, dos horas que me hacían falta pa desgranar unas fanegas de maíz... ¡Y eso hizo que se m'empreñase la rabia!... No aparecía ningún zorro... ¡En eso pasó un fraile y le prendí juego!...
Basilio escupió, dió vueltas al sombrero entre sus dedos callosos y, mirando al comisario con sus grandes ojos, concluyó:
-Jué asina no más que maté al fraile.
Ivirapitá es una aldea que se parece a los viejos: cada año que trascurre se achica algo más.
Tiene muchas calles y pocas casas, un par de docenas de ranchos, a lo sumo; cuentan que antes hubo más; pero se fueron secando como los paraísos de la plaza.
Y a medida que disminuye la población humana, aumenta la perruna. Hay en el pueblo una enormidad de perros; pero como todos son perros pobres, le temen a la policía y no se meten con las personas. De qué viven, nadie lo sabe, lo mismo que nadie sabe de qué viven las tres cuartas partes de los habitantes del pueblo. Don Macario—a quien interrogamos al respecto—nos ilustró diciendo:
—En verano, de siesta, mate amargo y máiz asao.
—¡Pero si yo no veo aquí ninguna planta de maíz!
—No; pero a media legua, o tres cuartos de legua de aquí, hay estancias que tienen chacras.
—¡Comprendo!... ¿Y en invierno?...
—En invierno, es fácil agenciarse una o dos ovejas por semana.
—¿Cómo?
—Pues... carniando como los zorros, en las noches oscuras.
La siesta era, en efecto, algo así como un vicio en Ivirapitá. Debían dormir durante todo el día, pues aparte de algunos chicos haraposos y de los perros famélicos, rara vez se veía un transeunte por la calle, cuyas pasturas proporcionaban abundante alimento a los matungos de la policía y a las mulas del pulpero, único comerciante del pueblo.
Allí no había iglesia, ni farmacia, ni panadería, ni carnicería, ni mucho menos escuela; y en cuanto a la policía, estaba constituída por un cabo y dos milicos, quienes, día y noche, lo pasaban en la trastienda de la pulpería, chupando ginebra y jugando al truco.
—¡Parece mentira que ni gallinas se vean en este pueblo!—exclamamos.
—Antes habían muchas; pero se acabaron.
—¿Alguna peste?
—No. Como aquí ningún solar tiene muros, las gallinas se iban a la calle y fulano se comía las de zutano, zutano las de mengano, y así hasta que las concluyeron.
—¿Y la policía?...
—La polecía ayudó bastante, hay que decirlo, comiendo de las de todos, sin hacer preferencias ni enjusticias. El cabo Pérez, lo mesmo que los melicos, son muy güenos, no incomodan a naides.
—¡Lindo pueblo!
—Lindazo.
—¿Y nunca vienen forasteros?
—Allá por la muerte un obispo suele cruzar alguno... Aquí hasta las mangas de langosta[157] pasan de largo, porque nos despresean y prefieren galopiar tres leguas pu'el aire pa dir a los naranjales de ño Facundo y a los trigales del rengo Alfonso...
Rió el viejo evocando una escena que se le antojaba en extremo cómica:
—Una vez vinieron unos forasteros: un fraile, un sacristán y tres manates. Diban p'hacer un casorio en una estancia del pago, y como cayeron al escurecer, hicieron noche en la pulpería... Al otro día, cuando diban a seguir viaje, el pulpero tuvo que prestarle sus mulas pa prenderlas al breque...
—¿Se habían ido los caballos?
—Sí; se jueron junto con el poncho'el cochero y las valijas de los manates...
—¿Y no descubrieron a los ladrones?
—Hast'aura, no.
—¿Y cuándo fué eso?
—Va como pa diez años.
—¿Entonces, para qué está la policía; para qué sirve la policía?...
El viejo gaucho nos miró con expresión de asombro y respondió sin asomo de ironía:
—¿Cómo pa qué sirve?... ¿Y las votaciones quién las iba hacer?...
—¡Lindo pueblo!
—Lindazo; aquí tuitos viven y los que tienen habelidá viven bien.
—¿Y usted de qué vive?
—¿Yo?... Yo tengo más habelidá que ninguno... sacando el pulpero, se entiende...
—No comprendo qué negocios puede hacer el[158] pulpero con gentes que no tienen nada ni trabajan en nada.
—Que no tenemos nada, es verdá; pero trabajar, trabajamos, y le vendemos cueros, cerda, plumas de ñandú y de cuando en cuando una puntita'e ganao.
—¿Y de dónde sacan todo eso?
—¡De donde haiga, pues!... ¡Pucha que había sido lerdo!...
Profundamente abatido, Ponciano resistió aún:
—¡No Nerea!... Eso no; ¿pa qué comprometerme al ñudo?... ¿Tenés ganas de comer una ternera gorda?... Yo tengo muchas en mi rodeo y no viá dir a carniar la ternerita blanca del vasco Anselmo, exponiéndome a un disgusto...
—¡Compraselá!
—Ya te dije que no quiere venderla.
—Robaselá, entonces...
Y luego, con esa expresión de insolente fiereza que sólo saben tener las mujeres, exclamó:
—¡No ha de ser el primer zorro que desollés!...
La bofetada hizo empurpurar sus flacas mejillas tostadas por todos los soles estivales y por todas las heladas invernales. Pero la pasión, una pasión casi senil, le maneó la voluntad y el orgullo. Guardó silencio.
Envalentonada, la china impuso:
—Ya sabés: el lunes que viene, de aquí cinco días, es mi santo, y yo quiero festejarlo comiendo la ternerita blanca del vasco Anselmo.
Ponciano se despidió contristado, sin aventurar una respuesta. En el momento de montar a caballo, ella insistió:
—Si el lunes no venís con la ternera, es al ñudo que vengás...
Era él un gaucho alto y flaco, que parecía más alto y más flaco debido a la eterna vestimenta negra. Tenía una cabeza perfectamente árabe; denegridos el pelo, la barba y los ojos; aguileña y afilada la nariz; salientes los pómulos, hundidas las quijadas, obscura la tez, finos los labios, blanquísimos los dientes.
Su flacura le había valido el mote generalizado de «Lanza seca» y pasaba en el pago por un personaje misterioso.
Su oficio era el de acarreador de ganado para invernadas y saladeros, y tenía gran crédito debido a su pericia y a su honradez.
En los veinte años que llevaba trabajando en el pago, nadie había tenido de él la más mínima queja.
Empero existían varias circunstancias de su vida que obligaban al comentario. Lanza seca había caído al norte entrerriano sin más haberes que un buen flete, un apero plateado y algunos patacones en el cinto.
Todos ignoraban quién era y de dónde venía, y las averiguaciones en ese sentido siempre fueron infructuosas.
Ponciano era un hombre callado y que rehuía el trato con todos. Sin embargo, cuando le hablaban, mostrábase siempre humilde.
Quitábase el sombrero, bajaba los ojos y respondía, con una voz suave y finita:
Sí, señor... No, señor.
Pero nada más.
Por otra pare, en determinadas épocas del año, cuando cesaba su trabajo de tropero, desapa[161]recía. Nadie supo nunca dónde iba ni a qué ocupaciones se dedicaba; pero es el caso que «Lanza seca», el infeliz Ponciano, llegó a ser propietario de dos leguas de campo pobladas con hacienda flor, lo cual no le impidió continuar ejerciendo su oficio de tropero y su misma vida modesta y misteriosa.
A pesar de ser un hombre a lo sumo de cuarenta y cinco años, no se le conocía una sola amistad femenina, del mismo modo que no se le conocía ningún vicio. Era un ser sombrío; uno de esos seres que parecen vivir sin objeto.
La realidad era otra.
Por mucho tiempo, la existencia de «Lanza seca» tuvo por fin único enriquecerse. Con su humildad hipócrita, con su insignificancia aparente, con su honradez visible, era en el fondo un taimado, un pillo habilidoso sediento de placeres, pero dotado de una voluntad férrea que le permitía contenerse y disimular siempre sus vicios.
Sin embargo, lo inevitable llegó al fin. Nerea, una chinita de diez y seis años, hija de matreros, cuya choza se ocultaba entre los ñandubaysales de Montiel, logró vencer su egoísmo y convertirlo en su esclavo. Si no se había instalado en la estancia, si no se había hecho legalizar como esposa, es porque aquella alma chúcara y aquel cuerpo libertino, no podían decidirse al abandono del salvajismo montaraz y a los fugitivos y ardientes amores de las fieras que pasan.
Ponciano había rogado vanamente muchas veces:
—Vení; ¡yo soy rico y tuito lo marcado con mi[162] marca será tuyo y vos serás la reina del pago!...
Y ella respondía:
—Cuando sea más luego, y encomiense a desnudarse el día, andá a la orilla el arroyo y cantale ese estilo a la madre 'el agua...
—Yo ti aseguro que serás feliz, siendo sólo mía...
—¡Pu'áhi se quiebra el palo!... Chancho montarás no engorda en chiquero...
Siempre fué inútil el ruego, y Lanza seca sentíase, sin embargo, cada vez más esclavizado por la bella y perversa flor de la áspera tierra de los matreros.
Se sometía a todo, pero aquel capricho era exhorbitante. No es que su conciencia sintiese mayores escrúpulos. Como lo había dicho Nerea, no sería el primer zorro que desollase. Pero sus cochinerías las efectuaba allá, en el Paraguay, en el Uruguay, en el Brasil, donde no se llamaba Ponciano Suárez. ¡Pero allí, en Montiel, donde gozaba de envidiable reputación de honradez!... ¡Y meterse con el vasco Anselmo que de tiempo atrás lo venía sospechando!...
Llegó rabioso a su estancia. Llegó tarde. Desprendió del gancho una paleta de oveja, avivó el fuego, la asó y empezó a comerla vorazmente sin preocuparse de Caín, su perro fiel, que lo miraba con unos ojos que iban entristeciéndose a medida que se iba concluyendo la carne.
Ponciano puso la paletilla pelada sobre una alhacena, y ya con la barriga llena se fué a dormir. Caín quedó solo en la cocina, solo y con hambre de dos días. Reflexionó largo rato, midiendo virtualmente la altura de la alhacena[163] calculando si valdría la pena exponerse a un porrazo por un hueso pelado. El hambre pudo más que la prudencia. Dió un brinco formidable y se encontró encima del mueble.
¡Sorpresa!... Desde allí, su hocico alcanzaba sin dificultad al gancho donde quedaba medio costillar de oveja.
—Suceda lo qu'el patrón quiera—pensó Caín y le meneó diente al costillar.
Y sucedió algo mucho peor de lo que esperaba el perro. Lanza seca, que no había podido dormir en toda la noche, se levantó de madrugada, cuando los peones dormían aún, se fué a la cocina, hizo fuego y se dispuso a desayunarse con el costillar de oveja.
Su rabia fué enorme. Miró en contorno. En un rincón vió los huesos pelados; en otro rincón vió a Caín, echado, la cola entre las piernas, las orejas gachas, la mirada tímida: una manifiesta actitud de delincuente.
La primera idea del tropero fué romperle la cabeza de un tizonazo; pero Ponciano no era un impulsivo. Tranquila, sosegadamente, cogió a Caín, le puso una cadena y lo ató a un palo del zarzo del parral, diciendo, sin ira, con su frialdad de víbora:
—¡Ahí vas a estar hasta que te pudrás de hambre!
El viernes, el sábado y el domingo, Caín permaneció atado sin recibir alimento alguno. Gracias que un peón le arrojó a escondidas un hueso y le puso un tacho con agua, de miedo de que rabiase.
Algunos de los peones sentían lástima. Pero el[164] patrón había ordenado terminantemente que se dejase morir de hambre al perro; y como los peones conocían bien el carácter vindicativo del patrón y como el alma de los hombres es muy semejante al alma de los perros, ahogaron sus sentimientos compasivos.
El domingo de noche, Lanza seca, vencido al fin por la pasión, se fué al rodeo del vasco Anselmo, enlazó la vaquillona blanca, la degolló, la vació, la cargó en ancas de su caballo y al amanecer la echaba a los pies de la china en suprema ofrenda de amor.
Ella le recompensó abrazándole frenéticamente, haciéndole sangre los labios con un beso de vampiro y exclamando:
—¡Ansina me gustan los hombres, capaces de dormir en el bañao con una crucera por almohada y un puma por cobija!...
Práctico, prudente, a pesar de su excitación amorosa, Ponciano desolló él mismo la ternera y puso a buen recaudo el cuero. El cuero que en la madrugada del día siguiente se llevó bien oculto bajo los cojinillos.
Llegado a su casa antes de nacer el sol, buscó una pala, fué al fondo de la casa, cavó un hoyo y sepultó el cuero de la ternera blanca. Regresó a las casas, y como pasara junto a Caín que maulló humildemente, sintió compasión. Lo desató; el perro empezó a acariciarle frenéticamente, con esa bajeza casi humana de todos los perros.
Lanza seca durmió ese día tranquila y largamente. Despertó, es decir, lo despertaron, cuando empezaba a grisear el crepúsculo.
Era intempestiva visita del comisario, el juez[165] de paz y el vasco Anselmo. Este le acusaba de la muerte de la ternera blanca. Las autoridades manifestaron que concurrían «por fórmula», convencidos de lo injusto de la sospecha.
Se hizo el registro de la casa. Es claro, no se encontró nada. Iba a darse por terminada la investigación, cuando el vasco advirtió que en el fondo de la casa, el perro Caín devoraba una gran cosa blanca.
Fueron allí. Al notar la presencia del amo, Caín reculó con el rabo entre las piernas dejando a descubierto el cuero que su hambre había hecho desenterrar.
Pálido, hecho un pulpa ante la evidencia del delito, Ponciano enmudeció.
El comisario, compadecido, díjole:
—Vea, amigo, ¡por un perro!
Y Lanza seca, recapacitando y siendo justo por primera vez en su vida, exclamó:
—¡No!... ¡Por una yegua!...
pág. | |
El alma del padre | 5 |
Aves de presa | 9 |
El consejo del tío | 13 |
Y a mi el rabicano | 17 |
Un santo varón | 21 |
Triple drama | 27 |
Flor de basurero | 35 |
P'hacerlo rabiar al otro | 41 |
En el arroyo | 47 |
Un deshonesto | 51 |
Un cuento | 54 |
Por culpa de la franqueza | 59 |
La libertad del cimarrón | 63 |
De cuero crudo | 67 |
La Recaída | 71 |
El negrito de Melitón | 77 |
La cadena | 83 |
Los débiles | 87 |
El abrazo de Marculina | 93 |
Los inservibles | 99 |
Los misioneros | 103 |
La singular aventura del Dr. Manzzi | 107 |
La mejor historia | 117 |
Con la Cruz en la punta | 119 |
Los Gringos | 127 |
Desagradecidos | 133 |
La absurda imprudencia | 137 |
Por cortar campo | 143 |
Por qué Basilio mató un fraile | 149 |
¡Lindo Pueblo! | 155 |
Lanza Seca | 159 |
La estancia de don Liborio
Añojal
Con tiento de alambre
Lucha a muerte
Mientras llueve
Tapera humana
Falsos héroes
El tirador de Macario
No hay que sestear los domingos
Matapájaros
Un viaje inútil
Sin palo ni piedra
Sin segunda repetida
Nabuco
Vergüenza de la familia
Gloria de la familia
Juan Pedro
La caza del aguará
Por robar sándias
Pelea de perros
Con la ayuda de Dios
Un negocio interrumpido
La hija del Chacarero
[172]El poncho de la conciencia
Crimen del viejo Pedro
La Vampira
La Vidalita
La Aruera y el Ombú
Abrojo
El Triunfo de las Flores
La Lección del Perro
Por el nene
Por un papelito
Empate
Más oveja que la oveja
Del bien y del mal
Partición extraña
Huevo guacho
Inmolación
Cuando la leña es fuerte
Patrón Elías
Obra buena
Captura imposible
Lo que se escribe en pizarras
Por el amor al truco
Isto e una porquera
Un despertar
La salvación de Niceto
Mosca brava
Las dos ramas de una horqueta
Crítica autorizada
La vuelta del cuervo
Cuestión de carnadas
Pa ser hay que ser
Castigo de una injusticia
Entre camaradas
[173]Se seca la glicina
La inocencia de Calendario
La injusticia de un justo
Un sacrificio
Realidades margas
Crímenes gauchos
La Ley del Amor
El violín del grillo
Yo no sé como jué
El puerto de Añang
Igualito a mí
La Novia
«Come cola»
El pial
Leyenda Andina
La Navidad en la cocina
Los muertos que matan
Cachorra de tigre
Primitivo
Pedro Juan
De Taragüí
Agua de cachimba
El baul del pardo Alfredo
«Taba de chancho»
Así obran los amigos
Guerra de zapa
Mal abrigo
Un cuento que no es cuento
Del tiempo maldito
Chingolos
El loco de las vejigas
Sembrando fuera de tiempo
El Comisario de Tucutuco
[174]El cuento de ño Liborio
La Tierra es chica
La Vencedora
Vida estática
América hecha
Como Martín ganó un pleito
El que mató a Faustino Díaz
Palabra de Aragonés
De la Biblia gaucha
La caza del tigre
El tiempo perdido
Como un tiento a otro tiento
Una carrera perdida
Como se puede
Cosas de negro
A los tajos
Ruptura
El zonzo Malaquías
Las tormentas
Por la gloria
Una achura
Jugando al lobo
Resurección
Carancho
Compadres
Triunfo amargo
Clavel del aire
La casa de los guachos
¡Salga San Pedro!
Crimen de amor
Don Bruno el perverso
En la orilla
Por la petiza lobuna
[175]Voltiando palos
La última tropa
Aura
Por no doblarse
Cómo se vive
Mi prima Ulogia
Como en el tiempo de antes
Las gentes del Abra Sucia
La venganza del buey
La vuelta a la aldea
El baile de ña Casiana
La cerrazón
Soledad
La tísica
Como alpargata
La rifa del pardo Abdón
Charla gaucha
Mendocina
Conversando
Oí cuando ella dijo
Puesta de sol
¡Miseria!
No-ha-de
Fin de enojo
La carta de la suicida
Por haraganería
¡Se me jué la mano!
Filosofando
¡Imposible!
¡Patroncito enfermo!
Chaqueña
El viaje del perro
Mamá, aquí'está la ropa
[176]Hormiguita
La baja
Como la gente
Rivales
Pata blanca y Grandeeship
Fiel
Por tierra de Arachanes
Chamamé
Una porquería
¡El lobo!... ¡El lobo!...
De tigre a tigre
Una sola flor
Bichita
Juicio de imprenta
Como hace veinte años
El hombre malo
Fin de ensueño
Como y porque hizo Dios la R. O.
Desempate
Los agregados
El tiempo borra
Palabra dada
Visión de oro
Malos recuerdos
Combate nocturno
Simple historia
End of the Project Gutenberg EBook of Ranchos, by Javier De Viana *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK RANCHOS *** ***** This file should be named 53798-h.htm or 53798-h.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/5/3/7/9/53798/ Produced by Carlos Colón, Instituto Ibero-Americano de Berlin, Alemania and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright law means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. 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