Project Gutenberg's Revista de Filosofía, Año V - Nº 3 - May/1919, by Various This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you'll have to check the laws of the country where you are located before using this ebook. Title: Revista de Filosofía, Año V - Nº 3 - May/1919 Cultura--Ciencias--Educación Author: Various Editor: José Ingenieros Release Date: December 12, 2016 [EBook #53718] Language: Spanish Character set encoding: UTF-8 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK REVISTA DE FILOSOFIA, MAY, 1919 *** Produced by Adrian Mastronardi and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net
Año V—N.ᵒ 3
Mayo de 1919
Cultura—Ciencias—Educación
PUBLICACIÓN BIMESTRAL DIRIGIDA POR
JOSÉ INGENIEROS
321—Rodolfo Rivarola | Discurso de apertura de la Universidad. |
332—David Peña | Alberdi, Sarmiento y Mitre. Alrededor de 1852. |
358—J. Alfredo Ferreyra | Acotaciones a Montaigne. |
367—Rodolfo Senet | Los sentimientos morales, estéticos y religiosos. |
386—J. Laub | ¿Qué son espacio y tiempo? |
406—Leopoldo Maupas | Lógica inductiva. |
437—Nicolás Besio Moreno | Ulises en el Infierno dantesco. |
442—César Reyes | Democracia individualista. |
457—Octavio Méndez Pereyra | La crítica y el arte. |
462—José Ingenieros | Las ideas filosóficas de Ameghino. |
Índice del volumen IX |
Redacción: calle Viamonte 743
Administración: Casa Vaccaro—Avenida de Mayo 638
BUENOS AIRES
Carlos O. Bunge | Ensayo sobre Sarmiento (póstumo) |
Ernesto Quesada | Desenvolvimiento social hispano americano. |
Juan Agustín García | Notas sobre la evolución colonial. |
José Nicolás Matienzo | Problemas universitarios. |
Roberto J. Giusti | Ensayo sobre Amiel. |
Pedro N. Arata | La ciencia en la época del Renacimiento. |
Franciso de Veyga | La psicología hindú. |
Rodolfo Rivarola | Cuestiones de filosofía política. |
Joaquín V. González | Problemas culturales y universitarios. |
Leopoldo Maupas | Ensayos de lógica. |
Carlos F. Melo | Fundamentos y función social del Derecho. |
Enrique Mouchet | Sobre psicología del lenguaje. |
Víctor Mercante | Principios básicos de la educación. |
Rodolfo Senet | Los sentimientos morales y religiosos. |
Juan Chiabra | La metafísica dogmática contra la ciencia. |
J. Alfredo Ferreyra | Estudios de ética. |
Alcira Villegas | Ética social. |
Félix Icasate Larios | Las categorías en Aristóteles y Kant. |
R. Sarmiento Laspiur | La obra científica de Julio Méndez. |
Cristóbal M. Hicken | La obra científica de Eduardo L. Holmberg. |
Eusebio Gómez | Psicología de las pasiones antisociales. |
Narciso Laclau | El problema de la vida. |
Acaban de reeditarse:
LA SIMULACIÓN EN LA LUCHA POR LA VIDA (11.ª edición corregida)
Un volumen de 220 páginas: $ 1 m/n.
SIMULACION DE LA LOCURA (8.ª edición, revisada por el autor)
Un volumen de 400 páginas: $ 2 m/n.
SOCIOLOGÍA ARGENTINA (7.ª edición, muy aumentada)
Un volumen de 450 páginas: $ 2 m/n.
PRINCIPIOS DE PSICOLOGIA (6.ª edición, corregida)
Un volumen de 400 páginas: $ 2 m/n.
CRIMINOLOGIA (7.ª edición, corregida)
Un volumen de 314 páginas: $ 2 m/n.
EL HOMBRE MEDIOCRE (5.ª edición, muy corregida)
Un volumen de 250 páginas: $ 1 m/n.
HACIA UNA MORAL SIN DOGMAS
Un volumen de 212 páginas: $ 1 m/n.
PROPOSICIONES, relativas al porvenir de la filosofía
Un volumen de 160 páginas: $ 1 m/n.
Pedidos a la Casa Vaccaro, Avenida de Mayo 638, Buenos Aires
Año V—N.° 3
Mayo de 1919
Por el Dr. RODOLFO RIVAROLA
Presidente de la Universidad de La Plata
La situación actual del mundo, en lo político, económico, social y moral presenta problemas para un porvenir inmediato de tal magnitud que ni siquiera me animo a nombrar, y mucho menos a abrir discusión sobre ellos en este acto. Están fuera de nuestro país, y asimismo, gravemente al parecer, dentro de nuestras fronteras. Diríamos que se respiran en el ambiente y producen en nuestro espíritu una sensación de peligro próximo. Con todo, no es de ello que debo hablar en este acto, sino de lo concreto de nuestros problemas más inmediatos, los que correspondan a la común aspiración de la mejor enseñanza, y a la mayor consideración y estimación recíproca de profesores y alumnos.
En mi razonamiento, lo que digo significa, para mí, que hay un compromiso de conciencia que nos afecta por igual a profesores y alumnos. Tenemos los primeros que saber claramente para qué enseñamos y los segundos saber también claramente para qué asisten a nuestras enseñanzas.
En el análisis de la primera proposición para qué enseñamos, confesemos dos motivos egoístas: la satisfacción de una tarea honrosa y la percepción del honorario. No podemos moralmente contentarnos con los motivos egoístas. Uno y otro implican el cumplimiento de un deber, sin el cual, en vez de satisfacción, sentiríamos vergüenza y pena, si tenemos conciencia regularmente normal y moral. Nuestro honorario se compone de dos partes: una que paga la Sociedad por su órgano, el Estado; otra que pagan los alumnos a título de derechos que la Universidad percibe. Nuestro servicio será para la Sociedad, en cuanto la Universidad deberá proveerla de aptitudes individuales útiles para su bienestar, su mejor gobierno, sus mejores servicios administrativos, su mayor producción económica, su mejor justicia, su mejor moralidad, salud o[322] higiene. Deberá ser para cada alumno, en cuanto le habilitará para que sirviendo bien a la sociedad, se sirva a sí mismo mediante la remuneración honrada de su trabajo.
Si hemos tomado a nuestro cargo la responsabilidad de enseñar, es porque confiamos en nuestras aptitudes; pero tal vez no meditamos suficientemente en el fin de nuestras enseñanzas. De aquí se sigue que nuestros planes de estudios, nuestros programas o nuestros métodos puedan carecer de precisión para orientarnos hacia la utilidad social e individual.
Es urgente distinguir entre la elaboración de la ciencia y su aplicación, o sea entre investigar y hacer. ¿Por qué haríamos un investigador de física cuando sólo necesitamos un electricista? ¿Por qué haríamos un botánico, cuando necesitamos un agricultor? Un electricista deberá convertir su habilidad en dinero: un agricultor lo mismo. Su servicio será para un industrial, particular, sociedad o colectividad, en vista de una retribución correspondiente. ¿Qué haría con el investigador de física o de botánica, el industrial a quien sólo interesara el rendimiento económico más provechoso, si el sabio ocupara su tiempo en adelantar la ciencia en vez de adelantar las entradas en dinero de la industria? Ante el peligro de que la investigación científica arruinase la industria ¿despediría el sabio o, por lo menos, le relegaría a un laboratorio y tomaría un técnico? Lo que digo del físico y del botánico, lo digo también del químico, del médico, del veterinario, del abogado y de cuanto saber debe transformarse en hacer, de cuanta ciencia debe ser arte: arte de curar, se decía de la medicina.
El método de educar para la ciencia y el método de preparar para la profesión, son necesariamente diversos como correspondientes a fines distintos. El primero aspira a la explicación más completa de las cosas; el segundo a la ejecución más perfecta de las obras. La ejecución es más perfecta cuando responde con mayor exactitud al fin deseado, aunque en cualquier caso particular el ejecutor ignore la explicación. Continuando todavía con uno de los ejemplos que he propuesto, la agricultura es fuente de riqueza nacional; la proposición sería de una trivialidad afligente si intentara decir alguna novedad. En ella va contenida la afirmación de ser la agricultura arte de economía; arte de producir riqueza transformada en su signo representativo, la moneda. Cuando diplomamos a un perito agrónomo, no tenemos que certificar sus conocimientos científicos o teóricos en las diversas ciencias[323] que adelantan la agricultura. Se nos pide únicamente que certifiquemos su habilidad para transformar semilla en dinero. Deberá nuestro perito tener esta habilidad; con el menor gasto posible producir la mayor utilidad. No solamente deberá saber cuál es la semilla que produce mejores plantas, sino que es indispensable que sepa cuánto cuesta y dónde se vende, y deberá saber qué precio se obtendrá por los productos. La perfección de este arte no estará, pues, en presentar los frutos más hermosos, según el criterio estético, sino en obtener los de mayor utilidad económica, porque este es el fin del servicio. Una escuela de agronomía es, pues, una escuela económica, destinada a preparar comerciantes de la agricultura, y ella misma debe ser una casa de comercio agrícola, para que sus alumnos puedan ser buenos comerciantes (no demos a la palabra la acepción jurídica) de la industria rural.
Sé que expreso estos pensamientos contrarios a otros que oigo y leo sobre enseñanza agrícola. Tengo desde muchos años en los oídos esta frase de los especialistas más respetables y distinguidos: las escuelas de agricultura son establecimientos de enseñanza y no de producción; a lo cual contesto que deben ser de producción para que se aprenda a producir. Pero declaro que mi interés de este momento no es abrir polémica sobre esta cuestión, sino presentar un ejemplo de demostración lógica, aplicable a cualquier arte, considerada en el único aspecto que indicará el método de enseñarla: su finalidad. Quien acude a un abogado porque tiene un pleito, le interesará que su letrado obtenga el reconocimiento de lo que cree su derecho, le importará poco lo que sepa sobre problemas de reformas legislativas, que correspondan al grado de estudio cuyo objeto es la mejor organización de la sociedad. Lo mismo, quien acude a un médico es para que le cure la enfermedad; le importará poco cuáles sean sus profundos conocimientos en determinada investigación de laboratorio, si no ha visto muchos enfermos y aprendido su arte al lado de quien los asistía y los curaba de modo que él mismo sepa curar... por lo menos las enfermedades curables, las únicas que se curan, como decía el doctor Wilde.
El tema que aquí trato es el mismo que sometí a la Asamblea General de Profesores, en agosto del año pasado; y lo consideraremos de nuevo en la próxima Asamblea General. Me sirve ahora para traerlo hasta algunas de las cuestiones universitarias que parecen haber tomado mayor importancia.
Las ideas corrientes de organización universitaria argentina, sus planes de estudio y métodos, aspiran a hacer principalmente profesionales, o sea técnicos, mediante métodos de investigación[324] científica. No hay distinción positiva, bien clara, entre la preparación para la ciencia y la preparación para la profesión. No tenemos escuelas técnicas, porque la enseñanza técnica está dentro de las mismas universidades, y cuando se encuentra afuera imita los métodos y planes científicos, aspira a igualar con la enseñanza que debería ser puramente científica y no profesional. No es para mí inconveniente que se encuentre dentro de la Universidad lo científico puro y lo profesional, lo elemental y lo superior; pero a condición de que distingamos lo que corresponde a una y otra finalidad de la enseñanza.
Cuando se cita el ejemplo de universidades extranjeras, especialmente alemanas, y se encomia su admirable libertad de enseñar lo que el profesor quiera, y de aprender el alumno lo que quiera, de asistir o de no asistir a clase, de elegir unas materias y no otras, de no dar exámenes, etc., se advierte al mismo tiempo que en aquellas universidades la enseñanza es puramente científica, y que la técnica se da en institutos especiales. He mostrado en otro momento y lo repito ahora, que hay gravísimo error en aplicar aquellas ideas a las universidades argentinas, que no son puramente científicas, sino que proponen a la vez los dos fines de preparación para la ciencia y para la profesión.
Cuando los estudios científicos con educación especial en métodos adecuados y rigurosos, corran por separado de los métodos para la preparación profesional, diremos claramente que no hay exigencia de asistir a clase, ni reglamento de práctica, ni obligación de alumno: quien quisiere aprender asistirá a la enseñanza que pueda darle quien tenga ciencia para enseñar.
Esta separación es simplemente una tesis que sostengo; no es una realidad existente en nuestras universidades. Muchos, tal vez la mayoría, no creen en ella, como yo no creía antes de haberme rectificado. Toda la enseñanza universitaria está organizada bajo el supuesto de una base científica sin distinción de finalidad científica o profesional. De esto resulta que, en definitiva, no sea ni preparatoria de aptitudes científicas ni preparatoria de habilidad profesional.
La medida en que la enseñanza científica deberá servir a la preparación profesional, es en casos particulares de positiva dificultad. Lo reconozco y lo declaro. Por eso mismo, y mientras la tesis no se haya convertido en realidad, corresponde que cada alumno se proponga a sí mismo la cuestión de su propia vocación y destino que desea dar a sus estudios. En la enseñanza de cada materia, encontrará una parte o un aspecto, un modo o un método que se ajustará mejor a sus[325] deseos o conveniencias. Es en este sentido que la presencia en la clase será para él un beneficio que a su tiempo lamentará haber descuidado, aun cuando a su juicio, en cuya infalibilidad de hoy no debe creer, le parezca que la enseñanza no responda a su interés futuro.
Por otra parte, quien aspire solamente a ejercer una profesión, por ser ésta de carácter que requiere derivarse de conocimientos científicos, ninguna medida de tiempo que emplee en adquirirlo le será perjudicial para su profesión. De la misma manera, quien aspire a consagrar su empeño en la adquisición de la ciencia, en ninguna manera le será perjudicial cualquier contacto con el arte o aplicación profesional de la ciencia.
Demasiado sabemos por experiencia propia que no alcanzamos a ser hombres de ciencia, desde que discutimos o inventamos muy poca cosa en la vía de la producción científica, y si adquirimos alguna habilidad profesional es con frecuencia mediante rectificación de errores que reconocemos después de haberlos cometido.
Mediante la misma rectificación de errores bajo el látigo de la experiencia diaria, hemos llegado a profesar en la cátedra y a tener en verdad cierta experiencia que utilizamos y debemos utilizar para aprovechamiento de los jóvenes que en calidad de alumnos nos reclaman el fruto de lo que la vida haya sembrado en nuestro espíritu. Agregaré, porque es verdad y porque hablo sin disimulo, que así como no todas las tierras son apropiadas para que la semilla germine y salga a la luz la planta, no en todos los espíritus la experiencia da frutos iguales. Resulta así natural desigualdad en aptitudes para enseñar. Tal desigualdad se hará mayormente manifiesta, cuanto mayor sea lo que puede llamarse individualismo profesional, quiero decir, completa libertad del profesor para hacer o no hacer, enseñar o no enseñar, guardar analogía con la media normal del método de enseñar, o no guardarla, sea por mayor aproximación a cualquier extravagancia de genio o de talento, o por retardo, hijo de la pereza, o de cualquier otra madre.
Entretanto, cumplidas las exigencias de planes de estudio y programas, el decano o director de instituto firma un diploma que certifica con valor de instrumento público inatacable que el poseedor del pergamino o cartulina sirve profesionalmente para lo que el documento declara. Suscripto por el decano o director, el documento pasa a la firma del presidente de la Universidad y es así, bajo esta doble fe de verdad, que el público la recibe.
Parece elemental que por respeto a la firma propia, que[326] es el propio honor, nada sea suscripto por ella que no sea verdad. De esto nace el deber de verificar si es cierto lo que bajo la propia firma se declara y el derecho de hacer lo necesario para cumplir con el deber. El decano o director tiene deber y derecho de verificar la enseñanza que se da bajo su dirección inmediata y el rector o presidente tienen deber y derecho de exigir que la vigilancia sea cumplida. Estas son funciones del cargo respectivo, declaradas por la ley y bajo la responsabilidad de los funcionarios a quienes las confía.
Supone esta organización universitaria, que cada cual cumple con su deber y facilita en perfecta armonía y cordialidad el cumplimiento del deber de los demás. Todo profesor debe tener agrado en que su enseñanza sea directamente vigilada por el propio decano o director, que para esto cuenta con el voto de la mayoría, que no es más que un signo de voluntad de la total corporación docente. Debe tener agrado y ver en la función de vigilancia un descargo de la propia responsabilidad y una seguridad contra el error de los alumnos.
Son francas mis expresiones y deseo que nadie las encuentre ásperas como papel de lija. Me son sugeridas por la observación de lo que en parte explica alguna agitación universitaria fuera de nuestra casa, por muy tranquilos que nos sintiéramos de que en la nuestra no habrá motivo de análogos sinsabores. Un aspecto de cualquiera reforma universitaria que hayamos observado, deja advertir de alguna falta de idoneidad del personal docente. Los alumnos descubren algunas veces este defecto y ejercen ellos, en formas propias de la edad, el legítimo derecho de descontento, que la dirección de la enseñanza debió prever y evitar. Es natural que cuando falta gobierno regular desde arriba, comience el gobierno irregular desde abajo, que puede ser, por lo irregular, desgobierno. La reacción se hace revolucionaria y corren a veces igual suerte los buenos y los malos, si acaso los primeros no son los que se retiran de la lucha amargados y entristecidos. Cuanto desde este punto de mi discurso podría decir, me llevaría demasiado lejos. La limitación de tiempo me conduce a esta única declaración de mi pensamiento: el mal de que estoy hablando no se cura con reformas electorales en la provisión de los cargos universitarios. Con ellas o sin ellas puede crecer si no se despierta la conciencia del deber que a cada cual impone la función que le está confiada.
Y como deseo concluir, adelanto que no pongo en mis palabras ninguna reserva sobre los diversos recursos alegados para corregir males de este género.
Por el momento me ocuparé de dos de ellos que sirven[327] de tema a conversaciones de alumnos y profesores, a saber: la asistencia de alumnos en los consejos directivos y la libre asistencia o inasistencia a las clases teóricas.
En cuanto a lo primero, declaro mi disconformidad con el voto electoral de los alumnos para elegir autoridades universitarias. De todas maneras tal voto está excluído por nuestra ley universitaria. En cambio, consecuente con pensamientos ya antiguos en mi experiencia de estas cosas, he suscripto con el vicepresidente de la Universidad, señor Besio Moreno, el proyecto para que los alumnos tengan delegados con voz en los consejos, que ha sido sancionado anteayer.
En cuanto a la asistencia obligatoria, me he declarado autor de la iniciativa que es el texto de la ordenanza de fecha 3 de marzo de 1906 que dice: “en la Universidad Nacional de la Plata no habrá alumnos libres”.
Su objeto fué crear el estudiante universitario para la Universidad que entonces se fundó. El efecto de esta resolución está a la vista. La nueva Universidad pudo ser un simple establecimiento de mesas examinadoras para alumnos de todas las regiones de la República. La ciudad de la Plata es hoy universitaria porque los estudiantes han tenido que ser alumnos regulares. De esta ordenanza han derivado otras, particulares de las facultades o generales de la Universidad, que han declarado obligatoria la asistencia a un número de clases. Yo deseo que la ordenanza que excluye los alumnos libres sea mantenida y no tengo inconveniente en que se derogue la asistencia obligatoria. Todo estará en encontrar la definición del alumno libre excluído, o la definición del alumno propio o regular por algún signo diverso de la asistencia obligada a un número proporcional de clases de todos los cursos y en todos los años. No es esto imposible, ni siquiera difícil, y muchos alumnos conocen ya el pensamiento que es objeto de mis reflexiones para hallar solución a este problema.
La no asistencia a clase tiene dos aspectos; uno el de los alumnos perezosos que no van a clase o huyen del profesor que les interroga; otra el de los alumnos diligentes que aspiran a prepararse seriamente y quieren significar por su inasistencia a algunas clases su disconformidad con los profesores que creen malos. De este último aspecto sólo puedo reconocerles que ejercitarán ellos una función realmente abandonada, cuando tal ocurriese, por los respectivos decanos y consejos.
La no asistencia a las clases puede ser realmente un signo de disconformidad de los alumnos con un mal profesor; pero sé por experiencia que data de algunos años antes de que nacieran los jóvenes que ahora son alumnos, que también es motivo de deserción de la clase el temor de ser interrogados[328] para observaciones de clasificación. Seamos todos absolutamente sinceros; séanlo, pues, como yo, los jóvenes que me escuchan o que lean después estas declaraciones; el alumno que estudia mal, que se distrae en cosas que no son las correspondientes a su preparación para la clase o que no tiene educación mental anterior, está siempre dispuesto a faltar el día en que sospecha que puede ser interrogado. Profesores más empeñosos, los que asisten con interés y disposición docente, los que dan muestra de su labor en la producción científica y hacen lo que es posible hacer para adelantar los conocimientos, podrán ver sus clases desiertas el día en que se propongan interrogar. Esto es de mi experiencia personal, si se me permite contarme entre los que hayan seguido con alguna vocación la carrera docente y pensado y escrito sobre diversas materias de ciencia y enseñanza desde hace treinta años. He tenido la fortuna de que mis alumnos me consideraran siempre con respetuosa amistad y no me dieran sino satisfacciones en mi vida de profesor. Es, pues, el cuento que hace próximamente veinte años tenía yo a mi cargo una clase de Derecho Civil en la Universidad de Buenos Aires, con más de doscientos alumnos en lista. Comencé mi año con el afán de profesor todavía joven y con ilusiones mejores que la realidad. Preparé mis lecciones metódicamente, con sumarios de exposición que no he vuelto a hacer desde entonces, y dí con este método un curso de conferencias. A cierta altura de mi exposición del programa, quise informarme de la utilidad que para los alumnos tuviera mi enseñanza de la materia; el aula estaba completa como de ordinario; comencé a nombrar uno por uno a los que estaban en la lista, y como continuaba yo leyendo sin que nadie se dijera presente, me dirigí a la clase con esta pregunta: “Pero, señores, ¿quiénes son ustedes?” Como tampoco respondieran, hablé particularmente a uno de la primera fila: “¿Cómo se llama usted?” Me dijo su nombre; yo lo había leído. Le pregunté: ¿Por qué no ha contestado usted cuando le llamé? Porque no estaba preparado, señor. Pasé a otro con la misma pregunta y la misma respuesta. Les dije entonces: “No es posible que la imprevisión de ustedes sea tanta que ni siquiera se encuentren preparados para saber cómo se llaman; para esto no necesitan preparación”. Seguí informándome y resultó que toda la clase estaba presente para escuchar y ausente para hablar. Si yo hubiera dicho en la anterior que interrogaría, no hubiera tenido a quien llamar porque el aula habría estado desierta.
Es este caso de inasistencia voluntaria con asistencia corporal, que no he olvidado cada vez que se ha hecho el argumento de que la inasistencia de los alumnos sea un signo[329] positivo de la incapacidad del profesor. Pero es también verdad, señores, que lo mismo que ocurre a tantos otros en todo género de funciones, no me he decidido a reconocer mi propia incapacidad, que si la reconociera tendría que abandonar necesariamente la función de mi cargo.
Para no perder a mis alumnos de entonces ni enfriar mi entusiasmo de profesor privándome de numerosa asistencia, declaré que no volvería a interrogar, con aviso ni sin aviso previo, y todo lo contrario, quedaba a disposición de mis alumnos, para ser interrogado por ellos sin previo aviso.
Y sucedió así; después de repetir mi declaración al terminar algunas clases que siguieron, alguien me interrogó, y luego otros y otros más. Pude entonces descubrir que una pregunta es indicio más seguro de estudio o talento en quien la hace que una respuesta a una interrogación. Efectivamente, en toda pregunta va contenido un elemento para la respuesta; algo como presentación de términos afirmativos o negativos; y la posibilidad de error se reduce a contestar no, en lugar de sí, o viceversa. Entretanto, para formular la pregunta ocurre la necesidad de optar entre una multitud de términos, y formular previamente múltiples juicios de opción para que la pregunta tenga sentido. Descubrí así, que tal vez la verdad en estos casos está, como en muchos otros, al revés de lo que vemos. En realidad, un hombre de estudio y de ingenio preguntará siempre cosas interesantes; un tonto no preguntará sino tonterías.
Se me disculpará la pesada narración de mi anécdota, que no he sabido contar más brevemente, pero estimo que algún valor tenga para quienes hacen todavía experiencia de profesores y de alumnos; puede asímismo concluirse de ella que tales cuestiones como las que hoy se agitan no son nuevas.
Sirvan los pensamientos de este discurso para que profesores y alumnos pongan su mejor voluntad en comenzar y continuar las labores del año con el mejor empeño en el estudio y la mejor cordialidad en el trato.
Me complace declarar que esta cordialidad ha sido como un signo o carácter particular de esta Universidad. La generalidad de los profesores pusieron siempre noble y generoso empeño en servir sus cátedras del mejor modo posible. El ejercicio continuado de la docencia ha formado en ellas ese caudal de experiencia que no se improvisa ni se adquiere fuera del ejercicio de la cátedra. Alguna que otra excepción que habría que hacer con sentimiento en días recientes, sirven para confirmar que las direcciones de la enseñanza universitaria[330] no son indiferentes al deber de vigilancia o al ejercicio de su autoridad cuando el caso ocurra.
Las aptitudes que se adquieren en la experiencia no pueden ser suplidas por ningún otro origen, aunque tenga por medida la vocación o disposición natural para enseñar. Se debe tolerar en cierta medida de equidad cualquiera falla de menor cuantía, cuando se sabe lo difícil que es llenar la vacante de una cátedra.
No sé por qué destino personal he tenido desde hace más de veinte años, por razón de mis cargos universitarios, la grave responsabilidad de elegir candidatos para el profesorado superior. Las vacilaciones, diría mejor las tribulaciones de mi espíritu, las han tenido cuantos han pasado por semejante situación. No se puede ser profesor porque sí, porque se reciba un nombramiento o porque se tenga un título profesional. De esto puede resultar un profesor, pero no hay relación entre el título o nombramiento y la aptitud para enseñar.
Sirvan estas palabras para dar un consejo amistoso a los jóvenes que tan repetidamente me dan pruebas de confianza consultándome sobre intereses generales de la enseñanza o sobre sus casos particulares. Piensen y admitan la posibilidad de ser llamados algún día a la cátedra; de ser llamados aunque no aspiren a ella, o de ser aspirantes aunque hoy no tengan estímulos ni sientan vocación que podrá despertarse en lo sucesivo. Al asistir a cada clase aprendan dos cosas, a saber: la concerniente a la materia particular de la enseñanza y la que corresponde al modo o método de enseñar. Aprendan lo correspondiente a la rama de las matemáticas, de las ciencias sociales o de las ciencias naturales, de que tratan sus profesores, y aprendan a la vez, por el ejemplo que tienen a la vista, de qué manera se enseña. Tienen ellos una medida o patrón de crítica que les servirá para evitar, cuando a ellos les toque enseñar, los defectos que crean advertir como alumnos. Piensen en hacerlo mejor cuando les llegue el turno de profesor.
Advierto que mis palabras en lo que estoy diciendo son superfluas. Tengo repetidos testimonios de ser los alumnos de esta Universidad disciplinados en el estudio, amantes de la institución y dispuestos a honrarla dentro y fuera de la casa. A propósito, y antes que el año que ha pasado se aleje en la corriente del tiempo, que se lleva todos los recuerdos, detenga en este lugar el de la grata impresión que produjo en mi espíritu la opinión que dejaron de sí mismos y de la Universidad los jóvenes delegados al Congreso Universitario de Córdoba, el año anterior. Recogí, entonces, de fuente sincera y de testigos inmediatos, la seguridad de que los delegados[331] de la Universidad de la Plata se habían conducido con tal seriedad y circunspección, que se hizo notable en la opinión de aquella ciudad y se esparció luego fuera de ella. Al regreso de la delegación, tuve el placer de escuchar el relato de los asuntos tratados por ellos y confirmar personalmente la buena opinión que habían conquistado. Pensé entonces que por mucho que tal circunspección fuese inspirada por condiciones de temperamento personal, algún influjo tenía en ellas la colectividad de estudiantes y alguna en esta última la dirección docente de facultades e institutos y la obra perseverante de mi antecesor en fundar el porvenir de la Universidad sobre la base de los buenos sentimientos recíprocos entre profesores y alumnos. Puede comprenderse cuánta será mi propia felicidad si llego a comprobar que no se ha destruído ni disipado en mis manos el tesoro de simpatías acumuladas en la Universidad que tengo tanto honor en presidir. Espero que en ellas mismas se encuentre la mayor felicidad para cuantos comiencen hoy un año más en el trabajo de enseñar y de aprender.
Y así esperaremos con serenidad y de frente los peligros que amenazan al mundo y los que más de cerca nos aflijan.
Quedan abiertos los cursos de 1919.
17 Marzo 1919.
ALREDEDOR DE 1852
Por DAVID PEÑA
Profesor en las Universidades de Buenos Aires y La Plata
Por el asedio y otras causas, la rueda de argentinos residentes en Montevideo se achicó de pronto hacia 1851, aumentando, en cambio, las que existían en Santiago, Valparaíso y Copiapó. Otros pasaron al Perú, otros a Bolivia y otros al Brasil. Esta incorporación ahondó la divergencia que ya existía en Chile entre los primeros acerca de las cuestiones internas de la República Argentina y sus problemas exteriores. Algunos de los recién llegados se inclinaron al grupo que tenía su sede en Valparaíso y otros al Club que comenzaba a funcionar en Santiago.
Sarmiento y Alberdi eran los representantes de éstas como tendencias antagónicas que estaban latentes en todos los espíritus, manifestadas en los vagos anhelos, en las observaciones críticas, en las conversaciones de las ruedas familiares de las tardes y las noches. Los sucesos y los hombres de la patria se apreciaban de diverso modo, como también se discrepaba al considerar los planes referentes al futuro.
Cuando Sarmiento y Mitre abandonaron el hospitalario Chile, ya quedaban divididos los ánimos, mucho antes de Caseros.
Sarmiento y Mitre, acompañados de Aquino y de Paunero, embarcáronse en Valparaíso, con rumbo a Montevideo, a donde llegaron el 2 de Noviembre de 1851. De allí escribe Sarmiento a don Manuel Montt esta fatua confidencia: “Todos presienten que hay un rol que me está reservado, y mi llegada parece que llena una necesidad”.
Tal ufanía sería explicable tratándose del escritor, pero no del político, y menos del organizador. Bien conocidos eran los méritos de la pluma de Sarmiento como incansable denostador de la tiranía y anheloso propagandista del régimen[333] de libertad, para que no se le estimulase con el augurio de que el general Urquiza sabría apreciar debidamente sus talentos y utilizar su pluma; pero no suplían sus tentativas en el papel para acreditarle capacidad de mando, en una campaña que llevaba consumidas existencias valiosas y el patrimonio de dos generaciones. A él le bastaba, sin embargo, que el hermano de Lavalle le hubiera regalado las espuelas que usara el general, o que el ministro Batlle se desprendiera de su espada, en su obsequio, para sentirse animado de aquel superior aliento que transportaba heroísmo a la adarga de Don Quijote. Puso en agitación a medio Chile con su proyecto de penetrar a su país por la región andina al frente de una expedición, y, al salir con Paunero, Aquino y Mitre... sólo obtuvo el acompañamiento de tres peones que andaban sin trabajo. Mas ¿qué importa? Habían sido soldados del Ejército de los Andes, desde luego sargentos, y nada más fácil que del Regimiento de Granaderos a caballo. A poco, uno de ellos, su asistente, se deja seducir por un bombero de Pacheco y, entre libación y libación, le entrega el paquete de papeles y el “Diario de Campaña” de su jefe el escritor.
Sarmiento trasladóse a Gualeguaychú, acompañado de Aquino, donde el general Urquiza preparaba su ejército desde su cuartel general. La entrevista debió ser interesante. Sarmiento vestía un flamante traje de teniente coronel, grado que él se concediera ante sí y por sí. Urquiza lo reconoció y mantuvo en ese grado, con su poco de apego por el extraño personaje que pusiera su pluma poderosa al servicio de la campaña contra Rosas y también de su persona. Conocía todos los artículos laudatorios del eminente escritor de “La Crónica”, “La Tribuna” y “Sud América”, como de años atrás las páginas de “Facundo”; pero también sabía que Sarmiento constituía una fuerza incierta, un punto de apoyo de insegura resistencia, un aliado intermitente. Debióle bastar un simple golpe de ojo al Favio criollo para averiguar la psiquis de aquel raro compatriota que hablaba a destajo de las eminencias europeas y barajaba los ejemplos de la América del Norte, entre el ludir de las caballadas y el hervor del campamento, semejante a colmena. De aquella conversación en la carpa no resultó Sarmiento jefe del Estado Mayor sino encargado de redactar el “Boletín” del ejército. Munido de fondos, regresó a Montevideo a organizar su imprenta ambulatoria.
Paunero y Mitre lo esperaban allí. Con ellos se embarcó en uno de los buques de la escuadra brasileña que debían proteger el pasaje del ejército, soportando en el Paso del Tonelero el fuego de las baterías enemigas al mando de Mansilla, amigo[334] después de ellos. Al siguiente día llegaron al Diamante, donde ya había empezado el ejército de Urquiza el pasaje histórico. Mientras Mitre y Paunero ocupan los puestos que se les tenía ofrecidos, Sarmiento prepara los enseres de la imprenta militar. Una vez la columna en marcha, Sarmiento se adelantó hacia el Rosario sin la correspondiente autorización del general en jefe, a recibir las anticipadas ovaciones de aquella modesta villa que se acababa de declarar por la revolución[1].
Fué allí mismo y a los breves días, que aconteció el suceso desgraciado y alarmante de la sublevación del regimiento de Aquino y el asesinato de este jefe por sus propios soldados. Mitre atravesaba esa noche el campo para ir a visitarlo en su carpa, y distraído en la conversación con quien lo acompañaba, se separó del camino. Si llega antes, asiste a la tragedia. En homenaje a la amistad y a su empeñosa solicitud, Urquiza recomendó de todos modos la aprehensión de los soldados[336] fugitivos, prometiéndole que sería inexorable con los asesinos del valeroso jefe.
Caseros se produce. Sarmiento no tiene ningún papel militar, pero asiste a la batalla. Mitre comanda unas piezas de artillería frente a frente de su ínclito ex jefe el coronel Martiniano Chilavert, el antiguo unitario pasado recientemente a las fuerzas de Rosas después de sus lucidos servicios a la causa opuesta.
La batalla de Monte Caseros ha sido juzgada con distinto criterio como hecho de armas, pero del punto de vista de su acción política y moral, es una batalla grande, de las más grandes después de las de la Independencia, como que allí fué, por fin, aventada la omnímoda tiranía que desde 1829 resistiera todos los embates y cruzadas.
En los preliminares de esta acción, preocupaba a Urquiza la averiguación del jefe a quien Rosas entregaría la dirección del combate, como que de su elección dependería, en mucho, el éxito, dando siempre sus ojos, al repasar la lista, con el nombre del general Pacheco. Díaz, Chilavert, Lagos,[337] no detenían su atención. Era Pacheco. Era Pacheco. Entonces urdió una supuesta correspondencia con él, de anterior data, y escribióle cartas como si fueran la continuación de aquélla, cartas que confiaba a chasques con instrucción respecto del camino que debían de tomar, el mismo por donde estaban apostados los centinelas de Rosas. Apresados los citados mensajeros, eran llevados ante el Restaurador con el cuerpo del delito.
Contábale yo este episodio al general don Benjamín Victorica hace muy pocos años y, al oirme, él completó la narración de esta manera: “Como se acercara el momento de la batalla y el gobernador (Rosas) no le hubiera designado al general Pacheco su papel en ella, y en cambio Manuelita había tenido ya actos de preferencia y de obsequiosidad para con Lagos, el general Pacheco resolvió entrevistarse con el general Rosas, buscándolo donde se hallara. Rosas consintió en recibirlo en las proximidades de Caseros, en un edificio que antes sirviera de panadería. Yo me quedé a la espera del general Pacheco, de quien era ayudante. Cuando salió, vi su fisonomía descompuesta.—“Ciertamente el gobernador debe de estar loco”, fué lo único que me dijo. Nos alejamos en nuestros caballos hasta una casa semi abandonada, seguidos de los soldados que formaban su guardia. Penetramos a una de las piezas, y como era ya de noche, preparamos nuestros recados como camas y, acostados uno cerca del otro, encendimos nuestros cigarros mientras nos venía el sueño.
De pronto vi una sombra pegada a la ventana cerca de la cual yo estaba, y oí mi nombre pronunciado apenas. Me levanté al instante y acudí al llamado. Un hombre embozado hasta los ojos díjome que un amigo, que no puedo nombrar a usted, me prevenía no dormir esa noche cerca del general Pacheco. El misterioso mensajero desapareció en seguida.
Yo dí aviso al general del peligro que lo amenazaba, y él dispuso entonces volver a ensillar los caballos y separarse de aquel sitio. Lentamente proseguimos en dirección a sus campos. El general Pacheco, terminaba el doctor Victorica, no asistió en efecto a la batalla. Al otro día tuvimos noticias del resultado de ella, muy distantes del lugar en que se había realizado”.[2]
Vencedor Urquiza, estableció su residencia en Palermo. Los primeros días, sofocados los asaltos de la canalla y los robos de delincuentes y soldados, debieron ser de regocijo indescriptible para los que volvían a ver las calles de Buenos Aires después de una proscripción forzosa o voluntaria de más de cuatro lustros.
¡Buenos Aires! Los de menor alejamiento eran los que[339] salieron jóvenes a la época que iniciara Alberdi la égida en 1838. Mitre no conocía propiamente la ciudad soñada, pues trasladado a Patagones el mismo año de su nacimiento, de allí pasó a la estancia del hermano de Rosas, y de esa estancia a Montevideo. Así se explica que en los días inmediatos a Caseros aquellos hombres jóvenes se pasaran recorriendo los lugares históricos con un fervor intenso y un tanto melancólico, porque se sentían como extraños en el hogar común[3].
Vencedor Urquiza, decía, estableció su residencia en Palermo. Allí le presentaron parte de los desertores asesinos de Aquino, los que fueron en seguida fusilados. También lo fué Chilavert, a causa (a estar al ayudante Elías) de su arrogante manifestación hecha con el objeto de que lo supiera Urquiza, que para él Rosas representaba la causa de la nacionalidad; y que, lejos de arrepentirse de su reciente renegación, la volvería a cometer una y cien veces. Saldías, pariente de Chilavert, ha rodeado de comentarios dramáticos este final del talentoso artillero para hacerlo caer como un héroe de leyenda; y otros historiógrafos han difundido el dato de que Mitre le vituperó con energía la acción al mismo vencedor. Si a renglón seguido se recuerda que el rasgo fisonómico de Urquiza que nos han grabado a fuego los mismos narradores, transformaban a aquel hombre en tigre, con sus ojos verdes, brillantes por la cólera, y sus pómulos movidos por el temblor del odio, no sabemos cuando tienen razón: si cuando trazan la figura de Urquiza en actitud de oir, sumiso, la reprimenda del comandante Mitre, o cuando lo muestran poseído de la crueldad de las fieras.
Urquiza no se entrega a las delicias de Capua. Urgido por el cumplimiento de sus promesas hechas a la faz de América y del mundo, va derecho a la solución de los problemas que preocuparan a los hombres de Mayo y que quedaron interrumpidos en el último ensayo del año 26, brillando un día en la mentalidad de Facundo:—la organización nacional.
Echa el vistazo en derredor y percibe de inmediato el espíritu unitario en conciliábulo extraño, resto de aquel rezongo de los que detuvieron el paso de Dante en el Infierno.
Urquiza protege la ciudad; Urquiza declara y demuestra no querer intervenir en un solo acto relativo al manejo interior de Buenos Aires; Urquiza comparte su victoria y su gloria con todos los generales del ejército aliado acordándose del propio jubiloso modo de los orientales como de los correntinos, de los brasileños como de los entrerrianos. Impide que se inmiscuya el ejército en los preliminares del acto electoral que después de veinte años va a llevarse a cabo, a fin de que haya una legislatura libre. Todo lo espera del patriotismo como el suyo. No hay vencedores ni vencidos, vuelve a decir, como en Montevideo. Olvídese el pasado. No hay otro enemigo que el que yace derrocado, camino de la proscripción. ¿A qué perseguir ese enemigo? No se pesquisará a nadie, pues, porque todos los argentinos hacen falta al fin inmediato y perentorio de reconstruir el edificio desde sus propios cimientos. Mientras llega el momento de ensayar el ejercicio de las nuevas instituciones y de dar al país su ley fundamental, por medio de un congreso general, ocupe el gobierno de la provincia de Buenos Aires el varón más anciano y también el más ilustre, el que desempeñara accidentalmente el cargo de presidente al renunciar Rivadavia, el autor de la Canción Nacional de 1813.
Todo esto por el lado inmediato y con relación a Buenos Aires. Del Arroyo del Medio para allá, ¿qué hacer con las provincias? ¿Qué hacer con las gobernaciones? Si se las desatiende o desconoce y con más razón si se les humilla o ataca, volveráse a la guerra civil del año 20 como pensaba Sarmiento el año 92. Se plantearán las luchas de Buenos Aires contra López, Ramírez y Bustos. No. No se ha destruído una tiranía de 20 años para empujar al país reconquistado, hacia una anarquía innecesaria. Esos gobiernos de provincia representan “intereses creados”. Hay que acordarles intervención en la obra común de la organización política, porque son partes del todo, ramas de un mismo árbol, miembros de la familia que vuelve a estar reunida. A fin de inspirarles confianza, comenzando por las clases obscuras, en cuyo seno está el hogar gaucho y en él la materia de que se ha de hacer el pueblo, ofrézcase un hecho material visible que sirva de promesa y de vínculo ideal, tardío y complicado si ha de traducirse en palabras; simple y claro si el signo entra por los ojos. Y Urquiza propone, como en el ejército, el uso de una cinta colorada como prenda de conformidad en la iniciación del nuevo credo republicano argentino.
Lo grave de la decisión estuvo en el color elegido, y acaso únicamente en el color, pues el uso de cintas como distintivos políticos se pierde en los siglos. Como primer antecedente argentino figuran las escarapelas repartidas por Beruti y French a los patriotas de 1810. Pero Urquiza necesitaba apoyarse en los mismos servidores de Rosas, y en el color residía el secreto. Claro es que si la cinta colorada le aportaba el concurso de los federales, despertaba la desconfianza o engendraba la “fobia” en los unitarios. ¿Adónde habría ido a parar la inspiración de Sarmiento, provocada por el color colorado, si Urquiza elige el azul? Pero todo el mundo sabe que en la época de Rosas no existía este color en Buenos Aires.
La cinta colorada o cintillo—después de ser aceptado—fué el pretexto para el repudio y el encono, atribuyendo al vencedor el propósito oculto de substituir la tiranía de Rosas por la propia. Pero se escondió en los revueltos pechos la causa verdadera que era el afán de reemplazarlo en la tarea de la organización de la República. ¿Y quiénes hubieran realizado esa organización? ¿Los unitarios que dirigieron sin acierto la campaña militar que dió el triunfo completo al general Oribe? ¿Los unitarios civiles que, dispersos de Montevideo a Chile y del Brasil a Bolivia no habían podido juntar los medios eficaces de derrocar a Rosas desde 1835 a 1852, cayendo en el error de creer que si la pluma bastó para engendrar el desprestigio de un déspota, pudo también unir pueblos desarticulados por el odio y trabajados por la desconfianza? ¿Cuál era el hombre capaz de ocupar la posición de Urquiza, por valimientos propios, considerando valimientos para las funciones de gobierno desde el factor de la riqueza material, que afianza la independencia de la conducta y facilita la ayuda a los demás, hasta el claro conocimiento de las necesidades de todo el territorio a gobernar, y desde el talento de clasificar y medir hombres e intenciones, hasta las galas del valor físico, necesario a demostrar en todo la superioridad señalada por el medio?
Urquiza celebra conferencias con los hombres distinguidos que concurren a Palermo, jóvenes o viejos, provincianos o porteños, militares o civiles.
Tenía del gaucho de la tierra el astuto disimulo y una sin igual penetración para distinguir el valer positivo del mérito ocasional. Mezcla y lucha de claridad interior y de vacilación externa, concebía el problema sin poseer los medios mentales para resolverlo, como que su instrucción sólo le permitía la resultante pero no los términos. Era clara su visión y podía, con mano firme, realizar el trazo; pero, faltábale la línea y el color.
Muy conocedor de hombres, prefería siempre oírlos. Su silencio era en él una facultad equivalente a la función de asimilación de cuanto convenía a su espíritu. Escaso de dulzura para atraerlos por los recursos ondulantes, hoy tan esparcidos en política, elegía el camino más corto para que lo entendieran.
Entre las variantes de los caudillos argentinos, carecía de la generosidad de Facundo, del donaire de Ramírez, de la mansedumbre de Benavídez, de la implacable y fría exterioridad de Rosas, de la hipocresía de López. Su gran pasión fué poseer tierras. No hubo señor feudal más rico en campos. La más enorme de sus satisfacciones era dominar el horizonte de una altura y descubrir con sus ojos los límites infinitos de sus posesiones para no hallarles término.
Sarmiento no mereció de parte del general Urquiza la distinción del intercambio de ideas políticas, por lo que resolvió de pronto pedir licencia para trasladarse a Río Janeiro y de allí volver a Chile. ¿Qué había acontecido? Hasta tanto lleguemos a la explicación cierta de tan repentino alejamiento, digamos que su amor propio comenzó a sufrir desde la travesía del ejército donde sólo se le distinguía con el mote de “El Boletinero”.
¿No supo mantener, o en aquel ambiente complejo no le quisieron acordar, la autoridad moral a que era acreedor por sus antecedentes intelectuales, y antes de un rompimiento, prefirió la deserción voluntaria? Más adelante se verá el fundamento de esta duda.
Sarmiento se detiene en Río, con efecto, y allí es recibido con afabilidad por el joven emperador del Brasil don Pedro de Alcántara, muy capacitado para el conocimiento de los hombres y sucesos del Plata por su inclinación a la información oral y a la lectura.
“El emperador, dice Sarmiento en carta a Mitre,—joven de veintiséis años (Sarmiento tiene 41) estudioso, y dotado de cualidades de espíritu y de corazón que lo harían un hombre distinguido en cualquier posición de la vida, se ha entregado con pasión al estudio de nuestros poetas, publicistas, escritores sobre costumbres y caracteres nacionales. Echeverría, Mármol, Alberdi, Gutiérrez, Alsina, etc., etc. son nombres familiares a su oído, y por lo que a mí respecta, habíame introducido favorablemente “Civilización y Barbarie”, hace tiempo, con la primera edición, habiéndose procurado después “Sud América” “Argirópolis”, “Educación Popular”, etc.[4].
Hasta el momento actual nada ha podido ocurrir que baste a alterar los vínculos de compañerismo y amistad entre Sarmiento, Alberdi y Mitre. Sarmiento ha tenido, es cierto, dos encuentros periodísticos con Alberdi, explicables por las modalidades de temperamento, antes que por disconformidad de ideas, a propósito de la tesis de Alberdi para graduarse en Chile, la primera vez, y otra “sobre lo que era “honesto y permitido” en un extranjero en América”. Se han escrito con asiduidad y recíprocamente se han auxiliado con nobleza. Es al volver Sarmiento a Chile que procura embarcar a Alberdi en sus prejuicios y enconos contra Urquiza, trayéndole la pasión de sus enojos; pero Alberdi se gobierna a sí mismo y opone su tranquila fe en la obra imperecedera y en las cualidades del obrero.
Esta fe la ha demostrado Alberdi escribiendo casi improvisadamente un libro que constituye la colaboración más trascendental a la obra realizada y a realizar por el general Urquiza, a quien se lo envía con la siguiente carta:
A S. E. el Señor General
Don Justo José de Urquiza
Valparaíso, Mayo 30 de 1852.
Señor General:
Los argentinos de todas partes, aun los más humildes y desconocidos, somos deudores a V. E. del homenaje de nuestra perpetua gratitud por la heroicidad sin ejemplo con que ha sabido restablecer la libertad de la patria, anonadada por tantos años. En cortos meses ha realizado V. E. lo que en muchos años han intentado en vano los primeros poderes de Europa, y un partido poderoso de la República Argentina. Quien tal prodigio ha conseguido ¿por qué no sería capaz de darnos otro resultado, igualmente portentoso, que en vano persigue hace cuarenta años nuestro país? Abrigo la persuasión de que la inmensa gloria—esa gloria que a nadie pertenece hasta aquí—de dar una Constitución duradera a la República, está reservada a la estrella feliz que guía los pasos de V. E. Con este convencimiento he consagrado muchas noches a la redacción del libro sobre “Bases” de organización política para nuestro país, libro que tengo el honor de someter al excelente buen sentido de V. E. En él no hay nada mío sino el trabajo de expresar débilmente lo que pertenece al buen sentido general de esta época y a la experiencia de nuestra patria. Deseo ver unida la gloria de V. E. a la obra de la Constitución del país; mas, para que ambas se apoyen mutuamente, es menester que la Constitución repose sobre bases poderosas. Los grandes edificios de la antigüedad no llegan a nuestros días sino porque están cimentados sobre granito; pero la historia, señor, los precedentes del país, los hechos normales, son la roca granítica en que descansan las constituciones duraderas. Todo mi libro está reducido a la demostración de esto, con la aplicación a la República Argentina. Espero que encuentre en la indulgencia de V. E. la acogida que merecen las buenas intenciones, y que admitirá con igual bondad V. E.[344] la seguridad de mi gratitud, como ciudadano argentino, y del respeto profundo con que tengo el honor de suscribirme de V. E. atento servidor.
Juan B. Alberdi.
El general Urquiza se apresura a contestar esta carta en la siguiente forma:
“Al señor Doctor
D. Juan B. Alberdi
Valparaíso.
Palermo (Buenos Aires), Julio 22 de 1852.
Apreciable compatriota:
La carta que con fecha 30 de Mayo me ha dirigido usted, adjuntándome un ejemplar de su libro “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”, ha confirmado en mí el juicio que sobre su distinguida capacidad, y muy especialmente sobre su patriotismo, había formado de antemano.
Me es muy lisonjero encontrar en la generalidad de los argentinos el deseo y la firme resolución de contribuir a que nuestra querida patria se constituya al fin un sistema de leyes digno de sus antecedentes de gloria y capaz de conducirla al grado de prosperidad que le corresponde.
Conociendo bien esos sentimientos de los argentinos, contando con ellos y con sus decididos esfuerzos, me he puesto al frente de la grande obra de constituir la República. Tengo fe de que esta obra será llevada a cabo.
Su bien pensado libro, es, a mi juicio, un medio de cooperación importantísimo. No puede ser escrito ni publicado en mejor oportunidad.
Por mi parte, lo acepto como un homenaje digno de la patria y de un buen argentino.
La gloria de constituir la República debe ser de todos y para todos. Yo tendré siempre en mucho la de haber comprendido bien el pensamiento de mis conciudadanos y contribuido a su realización.
A su ilustrado criterio no se ocultará que en esta empresa deben encontrarse grandes obstáculos. Algunos, en efecto, se me han presentado ya; pero el interés de la patria se sobrepone a todos. Después de haber vencido una tiranía poderosa, todos los demás me parecen menores.
¡Que la República Argentina sea grande y feliz, y mis más ardientes votos quedarán satisfechos!
Usted hallará siempre en mí un apreciador de sus talentos y de su patriotismo y en tal concepto los sentimientos sinceros de un afectuoso compatriota y amigo.—Justo José de Urquiza.”
La aparición de las “Bases” fué saludada con entusiasmo dentro y fuera del lugar en que su autor residiera. En Chile puede apreciarse esa impresión con sólo saber que el Club Constitucional Argentino que presidía don Gregorio Gómez, resolvió un acuerdo que significó un homenaje cívico en favor de la personalidad de Alberdi.
Sarmiento, por su parte, deja estampado así su juicio acerca de “Las Bases”.
“Yungay, Septiembre 16 de 1852.
Mi querido Alberdi:
Su Constitución es un monumento: es usted el legislador del buen sentido bajo las formas de la ciencia.
Su Constitución es nuestra bandera, nuestro símbolo. Así lo toma hoy la República Argentina. Yo creo que su libro “Bases” va a ejercer un efecto benéfico.
Es posible que su Constitución sea adoptada; es posible que sea alterada, truncada; pero los pueblos, por lo suprimido o alterado, verán el espíritu que dirige las supresiones: su libro, pues, va a ser el Decálogo Argentino: la bandera de todos los hombres de corazón.—Domingo F. Sarmiento.”
Desde ese instante los hombres que rodeaban al general Urquiza tuvieron su brújula segura para orientar el barco que acababan de tripular. Mas las opiniones del grupo unitario persistían en su afán de no despegarse del terreno, entendiendo que era a ellos a quienes les correspondía por derecho propio la tarea de organizar la República.
Para medir entretanto en su tamaño real la obra que acababa de realizar el general Urquiza, conviene echar una mirada retrospectiva hacia el Buenos Aires que Rosas había gobernado y las maneras que usó.
Rosas había comenzado por dividir la sociedad en dos partes: lo físico y lo moral. Lo moral era el elemento ilustrado de la ciudad, que tuvo a Rivadavia por representante y cuyo fracaso estaba fresco. Lo físico era la campaña, el elemento inculto, que él representaba y para el cual reivindicaba el ensayo del gobierno. Para identificarse a él, decía, había llegado al sacrificio: a abandonar las comodidades y las seguridades del poblado y a hacer abandono absoluto de su provecho personal.
Había vivido en contacto íntimo con la masa, en el desierto, con el paisano paria. Ahora probaría el manejo de la cosa pública con esa fuerza incomprendida y se vería que el éxito estaba de su lado; que eran estos hombres repudiados los que tenían de su parte el buen sentido, el patriotismo y la honradez[5].
Después del último ensayo constitucional—27 años atrás—el espíritu público de Buenos Aires había caído en la[346] atonía a que contribuye y arrastra en conspiración la lentitud del tiempo, sometiéndose a la pasibilidad fatalista de todo pueblo inculto, hecho al manejo del héroe, cacique o César. Faltaba en su seno el ejercicio, aún primario, de toda libertad democrática. La reunión pública no existía. No se conocía el debate de la prensa ni de la Sala de Representantes. El ambiente de claustro universitario había desaparecido. La rueda social enrarecida, no daba asidero ni siquiera al comentario, porque el espionaje de la servidumbre se encargaba de transportarlo en delación de los oídos de doña Encarnación Ezcurra, y, después de ella, a los de cualquiera de los directores de la Mazorca. Rosas hacía un gobierno de información plebeya y poseía en sus manos los hilos de todas las familias, como los tenía el virrey y el obispo en la época de la colonia. No había suceso de carácter policial que no pasara su vista para su resolución. La vida de Buenos Aires estaba contenida en los prontuarios o carpetas que a diario se elevaban a su conocimiento, arriba de las cuales, en dos líneas, debajo de su extracto, iba la pena, escrita de su puño. Era el gobierno de la menudencia íntima, pero a cuya virtud él debía el dominio de cada cuestión, de cada hogar, de cada ser, y por tanto, de la sociedad entera.
Los asuntos de mayor volumen, relacionados a los intereses, civiles o comerciales o a las grandes faltas o crímenes, pasaban, con mayor razón, a su conocimiento inmediato y en escrupulosa preferencia. Entonces se entendía con los jueces directamente, sin cortapisas ni escrúpulos, echando mano siempre de un recurso en el que era artista supremo. La anécdota de su entrevista con el doctor don Vicente López es así tan sugerente y de tan provechosa enseñanza psicológica que vale por una demostración.
Otro recurso de que Rosas usaba para su dominación, era el dinero. Las almas angustiadas, apuradas todas las soluciones, iban en última instancia, a él; y hecha la confesión del desastre y la sentida promesa de la gratitud eterna, venía el préstamo en fácil y abundante forma. Rosas era el hidalgo prestamista que sólo pedía la adhesión como interés, y esta franca munificencia, secreto de todo caudillismo, era más abierta y espontánea con aquellos individuos de quienes él se prometía un favor político o militar. Banco de descuentos, de provisión o ayudas, formábase en su torno el halo del hombre providencia, tanto más general y esparcido cuanto mayor era su tacto para manejarse con los favorecidos. Estos tratos eran siempre directos y reservados. Manuelita intervenía para los de otra laya: la súplica ante “tatita” para indultos, conmutaciones, gracias. Este espíritu detallista y[347] administrador regía en sus relaciones con los gobernadores y sus emisarios, aunque éstos fueran chasques. Rosas presidía personalmente desde el suministro de armas o ropas para el ejército, hasta el de una pieza de lienzo para el gaucho portador de cartas.
Dipútanse el desempeño de comisiones ante él desde los confines de la República, los más infelices paisanos, porque la “menta” de su generosidad se había extendido hasta ellos. Quien, había traído un caballo regalado; quien, un poncho, quien, un traje. Los gobernadores que gozaban de la amistad de Rosas tenían franquicias comerciales para sus Estados, soluciones para los intercambios de sus productos, para los problemas de su moneda o para los pasajes de sus haciendas. Y cuando esos gobernadores venían a su sede, eran proverbiales los agasajos de toda la sociedad de Buenos Aires, amén de sus favorables concesiones. A Quiroga le decreta honores que recorren la gama del placer, desde el caballo a la bacanal degastadora y crapulosa. A López, banquetes y vacas; a Ibarra plata y armas.
En los asuntos arduos obtiene el medio de saber, valiéndose de una estratagema. Cuando se presenta una cuestión internacional o simplemente de derecho administrativo o de gobierno, complicada o difícil, manda llamar a su despacho o a su casa al doctor Lorenzo Torres, explica el caso y le pide su juicio. Horas más tarde usa el mismo procedimiento para con el doctor Dalmacio Vélez; y por el mismo repetía la consulta con don Pedro de Angelis o don Tomás de Anchorena. Preparado de este modo, reunía todo el cónclave y a cada uno presenta la cuestión con la argumentación tomada del contrario, resultando que a su modo repite el papel de Napoleón en la discusión del Código.
Tiene la pluma fácil: es de su agrado el escribir. Escribe sobre todo: desde la carta política a Ibarra, glosando el versículo de la Biblia de “quien no está conmigo está en contra de mí” al billetito penetrante y avisor, como el mandado a doña Inés Dorrego. ¡Todo un espécimen! Dos son sus grandes amanuenses de confianza: Reyes, cuya letra llega a confundirse con la de él, y don Pedro de Angelis, que lo interpreta a maravilla.
Un otro factor de verdadera confianza y como complemento de su personalidad: la casa que habita.
Cualquiera podría creer que quien vivía en esa penumbra era un misántropo, un enfermo, un melancólico a lo Francia, Felipe II o Luis XI. No, por cierto. Rosas es una expresión casi permanente de buen humor, entremezclado con una cantidad de inconsciencia manifiesta, que lo acerca al terrible[348] filósofo siempre optimista y cínico hechura de Luzbel. Ordena un fusilamiento o un degüello y en seguida está apto para urdir una broma. Tras de un asesinato, del de Maza, por ejemplo, puede reir si se le ocurre hacer llamar por medio de Corvalán al señor Obligado, que ese día ha tomado purga. Como a Alejandro VI, un espectáculo de muerte puede abrirle el apetito. Ahora, pasemos al Rosas de la proscripción. Es charlador, sociable, cultor de damas, y borrajeador incansable de cuartillas. Fabrica él mismo adobes; anda a caballo todo el día, luego se pone a escribir un libro de medicina. Llama a su criada con cencerro; se hace dar friegas en las piernas; no le agradan las visitas de americanos. Tal su régimen por años. ¿Tuvo una hora de honda meditación en las soledades de Southampton? ¿Sintió una sola vez, una siquiera, el estremecimiento de ese dolor que remuerde por no haber hecho a su patria y a sus compatriotas todo el bien que pudo y que deja escapar por entre las palmas de las manos? Por lo menos en el instante final, en esa última palpitación del cerebro y del corazón, de la memoria y de las fibras, al despedirse del cuadro lleno de luz ante su vista interior, ¿lo sacudió una angustia, un recuerdo hondo, un arrepentimiento de los que acaso bastan a la purificación en el dintel de la Eternidad? Ni uno solo. Su hija nos habla de la agonía y de la muerte serena de su padre, como un historiador nos hablaría de la agonía y muerte de un justo. ¡Conciencia humana! ¿Qué eres?
Pero, volvamos a tomar los hilos de nuestro discurso o sea lo que importa a las tres vidas paralelas, materia de estos capítulos.
Al regresar Sarmiento a Chile con el ánimo enconado contra el general Urquiza por el único delito de que Urquiza no le consultara sobre el plan de Caseros, primero, y luego sobre el mejor modo de organizar el país, dióse a glosar los 26 Boletines de la Campaña del Ejército Libertador de que había estado encargado, intercalando entre ellos comentarios despectivos contra la persona del general vencedor. Al dar a luz este trabajo, determinó dedicárselo a Alberdi.
Según un pasaje de esta dedicatoria parecería que Alberdi hubiera suscitado la polémica en “El Diario” de Valparaíso; pero el aludido rechaza categóricamente la alusión.
La dedicatoria está llena de velados cargos y otros bien directos contra Alberdi, desde la inculpación de su posición semioficial, hasta la de creerlo interesado en lanzar a Sarmiento a la anticipada publicación de su “Campaña”, que él reservaba para muchos años después. Desde su ignorancia de los hechos, que Sarmiento en cambio acaba de ver envueltos[349] en sangre, hasta el recuerdo de su deserción de Montevideo, al acercarse a Oribe.
La censura, pues, a Urquiza comienza con una página adversa a su amigo, a quien llama “Mi querido Alberdi”.
La “Campaña en el Ejército Grande” se inicia con la Introducción, que es otro golpe indirecto a Alberdi, y entra luego, como diario de un viaje, a referir impresiones de los distintos puntos y accidentes por que ha tenido que pasar, desde su salida de Chile hasta la “fuga” de Buenos Aires, después de Caseros.
En forma amena, pero falta de cohesión, va dejando escapar sus sentimientos y reflexiones sobre los hombres y los sucesos que le salen al encuentro, destacando siempre de la interesante narración su figura en primer término.
Sin constituir una crónica de hechos, ni menos un estudio de caracteres, esta producción de Sarmiento, tan rica de matices, puede ser considerada como un auxiliar para la historia de la época o del acontecimiento que comprende, si bien debe cuidarse quien la utilice, del espíritu preconcebido que la mueve. Bajo la pasión demoledora de estas páginas, no obstante, asoma aquí y allá un afecto, un rasgo de admiración, un verdadero aplauso a tal o cual figura determinada, todo ello mezclado con lo anterior, como tintas claras y obscuras, manejadas a un tiempo en un mismo estado de ánimo por un firme pincel. No se ajusta el autor a ningún género dado, como que la soltura sigue siendo su característica; quiero decir que, junto a la descripción de un paisaje, vése un estudio de paralelo; y al lado de una reflexión filosófica, que dá a la oración un corte de discurso moral, interrumpe un diálogo y con éste una narración pintoresca y con ella un apóstrofe y en seguida un retrato y por último una epístola.
De estas páginas, que causan el efecto de hojas diseminadas, Sarmiento lo va diciendo todo muy aprisa, con el único cuidado de no posponer al protagonista ni un instante. Y por ese propio apuro, el protagonista moral y material, nos resulta un extraño ser, un ser inexplicable. De pronto un hombre que tiene miedo a un perro y, al lado, un valeroso crítico del general en jefe, compitiendo con él en volumen político y social, como por ejemplo al adelantarse al Rosario, o al recibir las primeras salutaciones de Palermo. Unas veces el servidor medroso que espera del ayudante una palabra tranquilizadora de parte del superior; otras, el violento discutidor que a voz en cuello censura al padre ante su hijo. De pronto, vestido de pequeño mariscal francés, con plumas en el sombrero, depositando a gritos palabras peligrosas en el oído de las gentes que le salen al paso. Más tarde, sometiéndose a las[350] menores indicaciones del general, con una disciplina rayana en servilismo.
A las impresiones relacionadas con lo que Sarmiento llama su Campaña, están unidos sus juicios referentes a los sucesos que siguieron a la batalla, en la cual, desde luego, no desempeña ningún papel.
“Mi papel de “boletinero” me exoneraba de toda obligación militar con mis jefes, por lo que, así que hubimos de rompernos los cuernos, dejé al general Virasoro con sus edecanes y sus caballos blancos, yo que no andaba muy bien montado, y busqué el batallón oriental que mandaba el coronel Lezica y me coloqué donde no estorbase, con mi ayudante, el capitán Dillon y uno de mis asistentes, pero en lugar bien aparente, precaviéndome contra ciertas bromas que estaba seguro se harían valer contra mí,—el militar con guantes y con levita,—si podían decir que me había perdido.”
En balde será el empeño de hallar en esta producción de Sarmiento las pruebas que justifiquen sus acerbas manifestaciones contra el general Urquiza, a quien llega a examinar hasta en su faz doméstica. Del relato mismo se desprende que éste y todos los jefes que lo acompañan, sólo tuvieron consideración y afecto para con el instable compañero.
“Enrolándome, dice Sarmiento, en el Ejército, tuve ocasión de conocer de cerca el personal de guerra de nuestro país, los jefes más acreditados, los medios de acción y cuanto interesa al publicista, al historiador, al viajero, y al político argentino. Merecí de todos, distinción y aprecio, y reconocí las virtudes, patriotismo, capacidades, y talentos de los hombres que han de figurar más tarde. Déboles a todos los jefes y oficiales el más profundo agradecimiento. Fuí siempre atendido por los coroneles Urdinarrain, Palavecino, Basabilvaso y otros de Entre Ríos; considerado por Virasoro y Galán: y sólo con el coronel Pirán tuve reyertas en que nos decíamos ambos las impertinencias de más grueso calibre.”
En lo que se relaciona con el general Urquiza, Sarmiento nos dice que en cierta ocasión le dió mil explicaciones, lo llamó su amigo y se estrecharon varias veces la mano. Hay pasajes en que su devoción por el general Urquiza pasa por entre sus enconos, como la luz por entre los celajes, y en que llega a aplaudir terribles hechos de sangre, tal como en la escena en que traen a la presencia del general vencedor al jefe rosista Santa Coloma, que Urquiza manda degollar por la nuca en castigo de sus víctimas, inmoladas en la misma forma.
Viaja el monorritmo de la cinta colorada por entre las[351] páginas de la “Campaña” como una obsesión formada e impuesta a los fines de disculpar tanto agravio férvido en la pluma del autor. Pero si hay momentos en que el tema puede ser oído con alarma, descúbrese en seguida que es uno de los “sistemas” a que obedece la modalidad literaria de Sarmiento, y de la que no se aparta a pesar de consejos tan sanos y autorizados como los que ya le había dado don Valentín Alsina.
Tal es la síntesis de la “Campaña en el Ejército Grande”. La imparcialidad del lector crítico no puede atenuar el egotismo y la imprecación hiriente que constituyen su esencia, porque el limo que sus aguas dejan, fecundiza la figura del vencedor de Caseros, dando un resultado contraproducente acerca de la tolerancia de su alma, frente a la ingratitud que lo combate.
Alberdi no considera el ataque de este punto de vista, sino del que le es directo. Mas, lejos de contestarlo en el tono de la réplica, volviéndola también reducida y personal, saca partido doctrinario del asunto y lo eleva a la altura de un estudio, generalizándolo y legándolo como enseñanza.
Retirado en Quillota, dedicó cuatro cartas a su adversario que aparecen fechadas tres en el mes de enero y otra en febrero desde Valparaíso.
Explica en la primera que no hubiera leído, por escasez de tiempo, la “Campaña”, cualquiera sea su mérito, a no verse obligado a ello por la dedicatoria, lo que a su vez lo determina a analizar y contestar todo el trabajo. Advierte que nada tendrá que hacer con la persona del contendor, quien sólo le merecerá una crítica alta, digna y respetuosa, y que su propósito capital es estudiarlo en sus escritos. Y al entrar en materia, comienza por establecer cuán distinta tiene que resultar la prensa, desde la caída de Rosas, si ha de intentar llegar a la eficacia de sus fines políticos. Tras del dibujo del licenciado de la vieja prensa, insubordinado a toda regla o disciplina, agitador de poblaciones y de improvisada preparación, especie de gaucho malo, el lector vé alzarse, como en fotografía superpuesta, la efigie de Sarmiento. Estas primeras cuatro cartas son de una notable importancia por la serenidad, por la lógica, por la fuerza destructora e inmensa y por el estilo diáfano.
Es acaso el primer escritor de América que conoce los insuperables secretos de la difícil síntesis. Escribe, con la menor cantidad de palabras, la mayor porción de ideas. Del ahorro de sonidos, obtiene más substancia y pensamiento. Es la pluma de las “Bases”. Y lo admirable de su construcción, es que lejos de perder la forma de su belleza, la aumenta en flexibilidad[352] y ondulaciones, volviendo tan terso y sutil el velo, que se ve toda la imagen al través. De modo que es el latín clásico traducido al español armonioso.
Estas cartas debieron producir la sensación de las máquinas de guerra de los griegos que se destinaban a aplanar los cuerpos de los muertos, después de la batalla. . .
Pero, Sarmiento no estaba muerto. Contestó la réplica de Alberdi con toda la violencia de su temperamento de demostrado luchador, tirando a fondo sus formidables golpes de clava como para finalizarlo todo.
Su prosa es amplia, su brazo largo, su juego desordenado y abierto, sus golpes a la cabeza del contendor. No le perdona ni la letra. Y de la letra, la estatura, la manera de reir, las intenciones, y, acto por acto de su vida de abogado, de escritor, de periodista.—“Alma y cara de conejo”, le dice. “Sólo sabe agrupar pesetas y palabritas”. Llega al giro despreciativo minúsculo: “pillito”, “ratoncito que roe papeles”. “Estate quietito: tú serás enviado diplomático en Chile”.
Otras veces, del asunto obtiene el vocablo que le viene a la pluma: “ergotista genovés”, recordando que Alberdi estuvo en Génova y que allí escribió uno de sus libros. “Andate enhoramala, botarate”.
La gracia y la novedad del denuesto se traduce en figuras como ésta: “Es una esponja de limpiar muebles que absorbe todas las ideas para volverlas a estrujar y aplicarse a todas las cosas sucias”.
El tono sube:—“Y no ha habido en Valparaíso un hombre de los que pertenecen “a la multitud de frac” que le saque los calzones a ese raquítico, jorobado de la civilización, y le ponga polleras. . .” “Entecado que no sabe montar a caballo”. . . “Abate por sus modales; saltimbanqui por sus pases magnéticos; mujer por la voz; conejo por el miedo; eunuco por sus comparaciones políticas; federal-unitario, ecléctico-panteísta; periodista, abogado, conservador, demagogo”.
Este es Sarmiento de una vez:—“¡Pues, qué! ¿quería mamar a dos tetas?”
Sarmiento vuelve a recuperar el campo como Hércules vencedor. Sus amigos, sus admiradores, los jóvenes, los viejos, sus compatriotas, el resto de emigrados que presenciaban el encuentro desde la sombra del tendido, lanzaron el ¡hurra! del loor ganado. Sarmiento era el representante de la democracia brava frente a la borla doctoral.
¿Y Alberdi? No responde. ¿Dónde está el doctor Alberdi? No es habido en los sitios sociales ni en el foro. ¿Qué le pasa al académico escritor? Su posición es tan ingrata que sus íntimos y correligionarios deciden instarlo a la refriega, pero[353] se hallan con que el metódico trabajador tiene entre manos, en esos mismos instantes, un proyecto de Constitución para su país, que forma el complemento de las “Bases”. Hasta tanto no lo termine, no se enterará de los nuevos ataques de Sarmiento. Vanos fueron los argumentos que se le hicieron para demostrarle la necesidad perentoria de que ensayara la refutación de los cargos y acusaciones de su enemigo implacable. Alberdi . . . Pero estoy cometiendo una falta de probidad y de buen gusto al dar ropaje propio a un relato que ha sido ya hecho por un maestro, por el inolvidable Lucio V. López, que a su vez repite la narración de su ilustre padre, testigo de la época, amigo por igual de Alberdi y de Sarmiento.
Al ocuparse Lucio López de la reimpresión de las “Cartas Quillotanas” en 1873, legó páginas de insuperable mérito, que contienen con la dramaticidad del momento, noticias directas de la psicología de los dos soberbios contendores. Helas aquí:
“Las “Cartas Quillotanas” están destinadas a vivir siempre en la literatura política de nuestro país. Ellas son la más severa lección que se ha dado a la prensa que emplea el dicterio y el insulto para convencer al público y confundir al adversario. Ellas son la protesta más ardiente y victoriosa que puede hacerse contra esa literatura feroz de que la ignorancia vulgar de nuestras sociedades se ha amamantado en las pasadas luchas civiles, creando reputaciones de arcilla e inconsistentes que la justicia severa de los fallos modernos tiene por fuerza que desconocer.
Esas cartas son poco conocidas en Buenos Aires. Hasta hace muy poco, tan sólo las conocíamos por las referencias de sus contemporáneos, y su crónica había llegado hasta nosotros, sin que hubiéramos podido procurarnos las preciosas páginas que las contenían. Es por esto, que no podemos menos de agradecer al editor el verdadero servicio que se ha hecho a las letras argentinas, haciendo de ellas una edición copiosa que, al mismo tiempo que pueda repartirse con profunsión por todos los rincones de la República, sirva para estudiar tranquilamente y sin pasiones mezquinas la índole de ciertos hombres que las injusticias del pasado han tratado de obscurecer.
La historia de las “Cartas Quillotanas” es interesante. Un testigo ocular nos ha narrado su crónica que vamos a tratar de transmitir a nuestros lectores con toda la imparcialidad que nos corresponde.
La refutación del doctor Alberdi a la Campaña del Ejército[354] Grande, que el señor Sarmiento le narra intencionalmente, exasperó el ánimo de éste con justos motivos. El golpe había sido mortal. La contestación había apurado todos los recursos de la sátira y la pluma de Alberdi había rayado en el papel la caricatura del adversario con los gráficos rasgos de un Chatam y con la culta acrimonía de un Timon. La primera parte de las cartas es la gran parodia “de la Campaña”.
Los gritos de la herida fueron tan elocuentes por parte del señor Sarmiento como había sido punzante el dardo sutil que la causaba. Su espíritu se encrespó, tomó formas colosales, midió el cuerpo de su adversario y prorrumpió en un torrente de lava escrita característico en él, si tenemos en cuenta una cualidad remarcable de sus talentos: la labia copiosa con que manifiesta sus pasiones. Alberdi se encontró ahogado por aquella avalancha. Danton y Robespierre, y todas las furias de la revolución francesa, no habrían producido una diatriba más sublime que aquella.
El señor Sarmiento no es clásico sino “criollo puro” y sin embargo, es curioso de notar, cómo en su réplica a las primeras cartas de Alberdi, palpita el más legítimo paganismo haciendo recordar las pasiones del anatema clásico puesta en boca de los dioses, menos el estro de Homero y de Virgilio.
La cultura del lenguaje, la delicadeza del escritor, todos los escrúpulos sociales están desconocidos en la réplica del señor Sarmiento y para que no se dude de nuestra aseveración puede leerse el siguiente párrafo con que ataca al señor Alberdi. “Usted ha tenido la debilidad de eludir la ley penal por el decoro; pues yo tendré la gentileza “de degradar mi rango de escritor y de insultar la ley y la sociedad poniendo escritos inmundos contra usted”.
Si Facundo hubiera sabido escribir, no de otra manera hubiera escrito.
La réplica del señor Sarmiento hizo gran sensación en Chile. Los amigos de Alberdi se enfriaron en su entusiasmo. Los amigos del señor Sarmiento aprovecharon esta frialdad y la convirtieron en éxito para sus afecciones. El señor Sarmiento estaba triunfante y la “vox populi” sancionaba su victoria. Alberdi había enmudecido y todos consideraron que el golpe lo había abrumado. ¿Qué hacía? ¿Dónde estaba? ¿Cuál era la causa de su silencio? Este continuaba. Días, semanas y meses pasaban sin que respirase. Varios amigos suyos resolvieron buscarlo y decirle la crítica posición en que se encontraba. Lo hicieron, y fueron recibidos en su gabinete donde trabajaba con perfecta calma y tranquilidad. Le manifestaron lo que pasaba en Chile con su persona, y una vez enterado, oyeron con asombro de sus labios que no había leído[355] la réplica del señor Sarmiento, que estaba sumamente empeñado en concluir su proyecto de constitución para la República Argentina y que había previsto que la lectura de las cartas de su adversario, podía distraer su atención poniendo en conflicto la terminación de su obra. En vano fué que sus amigos le manifestasen la necesidad en que estaba de salir cuanto antes de su crítica posición. Su determinación fué irresistible. No hizo la lectura y se dispuso a desocuparse del trabajo que se lo impedía. Extrañó, sí, la debilidad de la opinión para condenarlo tan ligeramente y quiso tal vez imponerle con su silencio el castigo de su ligereza. A los pocos días llamó a uno de sus amigos y le manifestó que su proyecto de Constitución estaba concluído y que al día siguiente partía para Quillota a ocuparse de contestar al señor Sarmiento cuya réplica ya había leído. Prometió a sus amigos vindicarse ante la opinión y anonadar a su adversario para siempre. Regresó de Quillota al poco tiempo trayendo un rayo que lanzó de improviso y que cambió el hado próspero de su contendor. Y en efecto, “La complicidad de la prensa en las guerras civiles de la República Argentina”, que era el título de la contrarréplica, fué fatal para el señor Sarmiento. Este había presentado infinidad de hechos que menoscababan la reputación del doctor Alberdi. Estos hechos fueron desmentidos uno por uno, con datos tan fidedignos que toda la opinión reconoció su veracidad. Alberdi en boca de Sarmiento había sido indigno instrumento de los gobiernos, mal abogado, mal escritor, ignorante, mal político y en fin dueño de las cualidades más poco envidiables que se pueden poseer, y el mismo Alberdi, según su expresión, se encargaba de “tomar por la oreja al mentiroso, sentarlo en el banco de la risa y hacerlo desmentirse con sus propios escritos” que dejaban a Alberdi bajo el punto de vista de un hombre digno, independiente, buen abogado, brillante y competentísimo escritor, político hábil y en fin con todas las excelentes dotes que las pasiones febriles del señor Sarmiento le habían desconocido.
Las últimas cartas de Alberdi corrieron de mano en mano con un prestigio extraordinario. Llamó la atención sobre todo la parte final titulada “Enmienda Honorable” que es una colección crecida, compuesta únicamente de elogios de todo orden, debidos a la pluma de su adversario. La crónica cuenta que el señor Sarmiento quedó sumamente mal parado. Ofreció cuarenta cartas más con las que prometía hundir por siempre a su antiguo amigo, pero sólo produjo dos y la mala acogida que recibieron acabó de descorazonarlo para[356] siempre haciéndolo abandonar la escena que le había arrebatado tan felizmente su adversario.
Esta es la sencilla historia de las “Cartas Quillotanas”, cuya reimpresión acaba de hacerse y cuya lectura no podemos menos de recordar a los que no lo hayan hecho. En ellas se verá que la República Argentina tiene en su literatura ingenios de nota, cuyos escritos participan del género de los que inmortalizaron a Fígaro y a Cormenin.
De las “Cartas sobre la prensa” resulta, que hasta el odio a Buenos Aires, otro de los cargos vulgares con que se ha querido combatir a Alberdi, nadie lo ha expresado como el actual presidente de la república en los siguientes párrafos que insertamos:
“En vano le han pedido (a Buenos Aires) las provincias que les dejase pasar un poco de civilización, de industria y de población europea: una política estúpida y colonial se hizo sorda a estos clamores. Pero las provincias se vengaron mandándole en Rosas mucho y demasiado de la barbarie que a ellos le sobraba. Harto caro la han pagado los que decían: “La República Argentina acaba en el Arroyo del Medio”. (Sarmiento: “Facundo“, pág. 23, 1.ª edición).
“Tucumán tiene hoy una grande explotación de azúcares y licores que podría permutar por las mercaderías europeas “en esa ingrata y torpe Buenos Aires” desde donde le viene hoy el “movimiento barbarizador”. (Sarmiento: “Facundo”, pág. 195. 1.ª edición).
“¡Eh! vergüenza de Buenos Aires, os habeis hecho las guaridas de todas las alimañas, que Paz hace huir del interior”. (Sarmiento: “Facundo”, pág. 195, 1.ª edición).
“Diréselo a usted al oído, a fe de provinciano, porque el pueblo de Buenos Aires, con todas sus ventajas es el más “bárbaro” que existe en América”. (Sarmiento: “Sud América”, tom. 2, núm. 2.—Mayo 1.ᵒ de 1851).
Después de estas inserciones, todo comentario nos parece inútil, pues la justicia no puede hacer sino uno que no corresponde repetir.”
Terminado y remitido, pues, con urgencia el Proyecto de Constitución, Alberdi vuelve a la polémica, titulando esta vez sus escritos así: “Complicidad de la prensa en las guerras civiles de la República Argentina” y precediéndolas de una saludable “Advertencia”.
Si eficaces fueron las primeras, estas últimas resultaron decisivas. Y debieron serlo, de verdad, porque redujeron a silencio la pluma de Sarmiento y abrieron doble brecha en su cuerpo y en su ánimo. En cartas íntimas gime su cuita y[357] expresa el dolor de su carne macerada por el látigo de Alberdi[6].
Quedó abierto desde entonces el abismo que había de separar hasta más allá de la tumba el alma de estos dos argentinos. ¡Y qué larga y profunda fué la venganza de Sarmiento contra las “Cartas Quillotanas”!
De modo que por su orden de tiempo debe leerse la “Campaña del Ejército Grande” de Sarmiento, punto inicial de la polémica; en seguida las “Cartas sobre la prensa” más conocidas por “Cartas Quillotanas” de Alberdi; luego “Las Ciento y Una” de Sarmiento, y, por último, “Complicidad de la prensa en las guerras civiles de la República Argentina” punto final, puesto por Alberdi.
No hay otro duelo en los fastos literarios de América de mayor repercusión y de mejor enseñanza. Préstanle su fama el volumen de sus autores, la habilidad en las armas y la gravitación que tuvo en los sucesos públicos de la patria.
El lauro ha sido discernido por la posteridad a Alberdi, quien al domeñar todos sus humanos impulsos, habilitóse a sí mismo para vencer al adversario, colérico y sin freno, impulsivo, ciego y cruel. Alberdi constituye de entonces un modelo en la alta polémica. La cultura universitaria, aun en la pelea, tenía que salir victoriosa de la locura del titán.
(Notas marginales)
Por J. ALFREDO FERREYRA
Profesor en la Universidad de La Plata
Conocía a Montaigne por la monografía que Compayré le dedica en su galería de didactas ilustres. Había meditado también el capítulo que el mismo Montaigne dedica con tan buen sentido a la educación: sus vistas reformadoras y libres, de hombre del Renacimiento. Pero por primera vez leí todos sus Ensayos en las vacaciones de 1905-1906. En enero a febrero de 1913, los repasé, pero no de punta a cabo, sino según el método con que él los escribió. Abría las páginas que más me llamaban la atención, o buscaba aquellas en que creía encontrar la aclaración de una duda mía, o por saber qué opiniones alentaba el autor sobre tal o cual cuestión.
Conozco, además, biografías del hombre, desde luego cortas, pues ha sido un cuerpo de poca acción. Todo su espíritu, movedizo y ondulante, está en su obra. Su biografía es su libro. Europa ha producido algunos hombres de pensamiento y de acción, cuyo prototipo es César. Pero en América no son raros los ejemplos de Mitre, Sarmiento, Roosevelt. El concepto de la educación integral bien practicado, creo que ha de fomentar al hombre que hace y piensa al mismo tiempo, pues la acción social me parece tan excitadora, como el estudio sedentario de un problema científico.
Quiero transmitir mi impresión personal sobre Montaigne, como quien comenta al pasar una lectura en voz alta. Incitar a leer los grandes libros podría ser un servicio didáctico: se cuenta entre los deberes y los derechos del maestro de escuela.
Es un genio que hace de la modestia, de la franca confesión de sus ineptitudes, una fuerza principal. Constituye casi una excepción entre sus congéneres que pecan de[359] vanidosos, según lo creía Sarmiento. Sócrates confesaba que nada sabía, para mejorar su situación mental respecto a los otros hombres. Jesús se endiosó. Y la lista sería larga.
Alguna vez, es verdad, que la humildad de Montaigne se parece al orgullo de Diógenes al través de su capa remendada. Reitera su pereza, por ejemplo. Le gusta leer indolentemente a los clásicos latinos sin propósito determinado, hasta que cierta necesidad de exponer sus reflexiones y sugestiones le hace tomar la pluma. Parecería que con ello muestra que no hay que forzar a los temperamentos, torciendo o pretendiendo torcer las vocaciones grandes o pequeñas con presiones exteriores y artificiales, a que han sido bastante aficionados los padres y las escuelas.
Recalca filosóficamente su falta de memoria, intuyendo con gran sagacidad de su propia introspección, que esa deficiencia, lejos de ser un mal absoluto, puede favorecer la meditación y las concepciones originales. El memorista corre el peligro de ser un incorregible repetidor de cosas ajenas.
Montaigne quiere sobrevivirse; de ahí que defienda la inmortalidad en cualquier forma. En ninguna parte he visto tratada esta cuestión con rasgos de mayor originalidad que en los Ensayos. Presenta el caso de capitanes antiguos o coetáneos que encargaban que su cuerpo o su esqueleto acompañase a sus ejércitos en el curso de la guerra, para asegurar su triunfo. No cita al Cid, cuyo cadáver montado en Babieca, ganó su última batalla contra la morisma en Valencia. Otras veces, para el cadáver no se pedía tregua ni concesiones al enemigo, como si continuara vivo el jefe al que pertenecía.
Este es realmente un modo concreto de concebir la inmortalidad subjetiva, formulada casi tres siglos después por Comte.
Muchos pensadores antiguos—Epicuro, Lucrecio, Séneca, entre otros—no creyeron en la supervivencia del cuerpo ni del alma después de la muerte. Estuvieron muy lejos de comulgar con el valle de Josafat. Debemos convenir que el buen sentido ha tenido sus representantes en todos los tiempos, como el mal sentido los tiene aún en el siglo XX, en que un señor de Unamuno, ahuecando un tanto la voz, llama a la muerte “pavoroso e insoluble problema”.
La ociosidad produjo los Ensayos de Montaigne; esa ociosidad, que dejaba vagar con libertad (“la del caballo que dispara sin freno, albarda, ni jinete”) su mente por diferentes asuntos, sin orden aparente. Nunca la ociosidad ni la comodidad de un hombre que no tuvo necesidad de ganarse la vida produjo tan glorioso resultado.
A Montaigne le faltó, en general, el punto de vista social de que participamos, ahora aún los principiantes en sociología. Una ciencia más o menos sistematizada ayuda mucho las operaciones mentales. Montaigne precedió a Montesquieu en más de un siglo; de modo que la concepción de un organismo social o de organismos sociales regidos por leyes internas y externas, a semejanza de los individuales, era acaso anticipada para él.
En su original capítulo acerca de los medios contradictorios que los hombres han empleado para llegar al mismo resultado o a resultados opuestos, se nota esa ausencia de concepción sociológica.
Un vencido o los vencidos en una guerra, han obtenido clemencia del vencedor unas veces por la súplica y otras por el valor altivo. En otras ocasiones, uno y otro medio han conducido al exterminio, a la mayor cólera del vencedor, aunque éste fuera el magnánimo transigente Alejandro de Macedonia.
Atribuye Montaigne estos hechos exclusivamente a la psicología personal del vencedor; nunca a otras circunstancias, principalmente las sociales que tanto influyen en los acontecimientos, mucho más que los deseos y resoluciones individuales.
Maquiavelo, en sus Aforismos políticos fundados en la Historia de Tito Livio y en la de su tiempo, tiene idénticas observaciones; pero mayor perspicacia sociológica, para inducir que en la función pública se cambia de método con el cambio de circunstancias.
Montaigne no se contenta con lo presente, y con lo que ve, y donde vive. Se extiende hacia lo pasado y mucho hacia lo porvenir. Sale de la tierra. Lo desconocido lo atrae. Se reconoce habitante del Universo. Actuando en un radio limitadísimo, de aislamiento en su castillo, habla de un radio inmenso, desconocido, que la Humanidad va desbrozando poco[361] a poco. El infinito y la eternidad están descubiertos. Imposible sujetar la imaginación a la ciencia experimental, por más que sus resultados constituyan su solo regulador externo. Cuando se pierde este elemento de equilibrio, la imaginación se exalta hasta la locura, como Don Quijote que, a fuerza de palos y de no leer más, notó al fin que los nidos no tenían pájaros. No quiere decir que los creadores, por la imaginación, no sean incomparables intuitores. Comte llama a los grandes poetas profundos observadores de la naturaleza humana.
Este descontento por la realidad develada por sabios y poetas, en cada época de la evolución mental colectiva, produce las hipótesis más sanas y más disparatadas. Lo primero, engendra el progreso comprobable y utilizable; lo segundo, las vaguedades metafísicas que se complacen en meditar horas enteras si los valles se mueven o se están quietos, y otras tonterías. Las luces relativamente verdaderas y las relativamente falsas, marchan paralelas.
Montaigne trata del rezo con su buen sentido positivo. Las peticiones de la oración son muchas veces injustas y generalmente egoístas. “Dios” merecería respeto y debe recibir homenajes y “servicios”, y no pedidos de codiciosos, maleantes de todo género que ruegan salir sin peligro o airosos de una aventura. Margarita de Navarra recuerda de uno que atravesaba compungido el interior de una iglesia, para ir a dormir con su querida, haciendo antes actos de devoción ante el altar mayor.
A Montaigne se le ha escapado, sin embargo, el lado psicológico de la plegaria: su fuerza sugestiva y autosugestiva, cuando es sincera. La oración teológica ha debido producir sus efectos en el período correspondiente de la Humanidad, y del que muchos seres humanos aún no han salido. Ahora, en vez de suprimirse, debería transformarse en creación positiva, en propósitos determinados de acción, como lo aconseja Smiles. En la gran guerra, se inventó la plegaria del centinela y del soldado, como acto de resolución resignada, por ideales humanos, sin invocación sobrenatural.
Llama la atención de Montaigne la vanidad de Cicerón, y la detracta. Visto el gran romano a través de ese juicio, parece un petimetre sin méritos que busca gloriolas, apelando hasta al “réclame”. No es así. Cicerón tenía cualidades sólidas, y, en su género, fué uno de los más perfectos que exhiba la historia. Es claro que mostraba también el reverso del orador y del artista: instabilidad, indecisión. Me habría satisfecho más y habría sido más justo un estudio sobre la personalidad total. Pero Montaigne no supo o no quiso hacerlo por cualquier razón. Ya se sabe que él no escribió un libro, sino una serie de artículos sobre lo que se le antojaba y cuando se le antojaba. No fué un escritor profesional que tuviera que exprimir su inteligencia sobre temas obligados u obligantes.
Para cohonestar su juicio unilateral sobre Cicerón, debe anotarse que la antropología no es de su tiempo, y los psicólogos natos, los Shakespeares y Cervantes, han sido muy contados, aún en esta época de psicologías.
A medida que más se penetra en el estudio del hombre, más se explican sus anomalías, sin odio, tal vez con piedad y aun amor. Si el análisis crítico es cada vez más profundo, la censura va de capa caída, manejada sólo por los meros literatos que abominan de todo lo que no coincide con sus inclinaciones personales instituídas, sin mayores miramientos, en el patrón único para juzgar todo. Debemos aceptar lo irremediable, es decir, los millares de temperamentos diferentes y diferenciados, y su distinta manera de manifestarse. En el fondo, es un bien que la naturaleza humana muestre tantos matices como la naturaleza cósmica.
Montaigne (1533-1592) no creía en el progreso, es decir, en la evolución aprovechada por el hombre. Estaba con el corso e ricorso. Era hombre del siglo XVI. Comte sostiene que la idea de un progreso continuo e indefinido se afirmó en el siglo XVII y XVIII, como lo demuestran las fórmulas orgánicas de Pascal, Leibnitz y Condorcet, que instituyeron una Humanidad, sobre las patrias, que constantemente aprende y constantemente crece.
Yo creo que uno de los hechos que más ha afirmado la creencia de un progreso general, a pesar de los retrocesos regionales o de factores aislados, es la conquista sucesiva de[363] la Humanidad sobre la Naturaleza, es decir, el método experimental que dió sostén sólido a la ciencia. Esta se aplicó a la industria que trasforma constantemente las cosas en el sentido de su mayor utilidad humana. Estas trasformaciones objetivas se han impuesto. El progreso subjetivo de las ideas era menos discernible, ya porque está fuera del contralor de la mayor parte de las gentes, ya porque su mezcla y confusión por los sofistas de todos los tiempos que hacen juegos malabares, aparentan muchas veces estacionamiento o retroceso.
El progreso de las cosas derivadas del progreso de las ideas, ha producido a su turno el desenvolvimiento de éstas, que se apoyan así en una comprobación externa. El progreso se realiza por inventos sucesivos, dice Pasteur. Cada nuevo invento demuestra un mayor dominio del hombre sobre el universo cósmico y social, y nos da la perspectiva de que ese dominio será ilimitado. Cada vez que un eminente genio ha afirmado una imposibilidad en el futuro, ha errado, dice Flammarión.
Las ideas invisibles pueden discutirse; pero su encarnación en hechos sucesivos, no. Si todo es ilusión, si no nos es dable percibir al Universo tal cual es por deficiencia de sentidos y estructura cerebral, la utilización de las cosas, de los hechos y de las leyes para el acrecentamiento humano, es una realidad aunque no fuera la realidad.
Montaigne es el tipo del hombre del Renacimiento. Ama la gloria literaria de Grecia y de Roma. Cita constantemente a sus pensadores, a sus poetas, historiadores, oradores. Plutarco y Séneca son sus guías. Pero Horacio, Juvenal y Persio, Cicerón, Terencio, Ovidio, Plinio el viejo y el joven, ratifican sus afirmaciones. Sábese que hablaba el latín. Lo aprendió desde niño, conversando, como un idioma vivo, y leía constantemente a los creadores de tan profunda literatura. No era latinista de catálogo, de los tantos defensores del latín, incapaces de leer de corrido tres sentencias del Cornelio Nepote. Virgilio y Lucrecio están siempre en la punta de su pluma. Resurge, pues, en su mente, libre observadora del presente moderno, la antigüedad clásica. Esa aleación ha producido una síntesis inmortal con los Ensayos.
Montaigne está lejos de ser un dogmático: no quiere y, sobre todo, no puede serlo. Su afirmación es siempre débil; su duda, transparente. Su positivismo es notorio; pero no dispone de elementos necesarios para apoyarlo.
Nada de antropocéntrico, y esa es una de sus glorias. Su pensamiento y sentimiento ondulantes participan de la diversidad de los temperamentos humanos. Parecería que quisiera observar el mundo al través de cada uno de sus semejantes. Hay en él varios espíritus, como los que inspiraban a Goethe. Nada lo apasiona, todo lo reflexiona, es un famoso plurilateral.
Leí con cuidado el capítulo que dedica a Raimundo Sabunde, donde se muestra más su positividad. Cree que los animales tienen más que instinto: inteligencia y sentimientos morales. La diferencia con el hombre es sólo de grados. Hace presentir a Lamarck y a Darwin. Cita un número asombroso de hechos referentes a los animales. Hoy que ha tomado cuerpo la psicología animal, resurge Montaigne.
La verdad es que todos los problemas, resueltos o no, de que está ocupada la Humanidad presente, ya han sido propuestos por los antiguos, y a muchos se les ha dado en remotos tiempos una solución acertada, si bien por excepcionales pensadores que predicaren o no en desierto. El problema de la muerte, de la inmortalidad, de Dios: todo ha sido tratado abundantemente. Lucrecio, siguiendo a Epicuro, cuya doctrina poetizó, sostuvo que el aniquilamiento del cuerpo traía también el del alma, función corporal. Alguien dijo que Dios no era un ser, ni menos extrauniversal, sino una ley. Otros, que la inmortalidad objetiva del alma era apenas un mito poético y consolador para el tiempo respectivo.
Nótase también que muchos problemas metafísicos se han reducido por los progresos de la ciencia que ha muerto hipótesis y divagaciones, creando probablemente otras. Pero la ciencia no sólo ha respondido a muchas interrogaciones seculares, sino que ha mostrado el régimen fecundo de la razón humana, el método que ha descubierto y ha de descubrir gradualmente, con mayor o menor rapidez, enigmas que la inquietud humana formula sin cansarse.
En Montaigne se nota el sentimiento de la verdad relativa. Nadie lo tuvo como él al afirmar o negar. Pregunta más que contesta. De nada está completamente seguro. Define con simpatía el Pirronismo. Pero él es sólo Pirronista intelectual. No llegó a la ética estoica que alcanzó el sublime escéptico griego. Este enseñaba que todas las cosas son igualmente inciertas y discutibles. Es necesario dudar de todo y ser indiferente a todo. De ahí derivaba su moral, doctrina de renunciamiento e indiferencia, que él practicó fielmente con organismo adaptado.
No tener opinión ni sobre el bien, ni sobre el mal, es el medio de evitar todas las causas de turbación. Las más de las veces los hombres mismos se hacen desgraciados: sufren porque son privados de lo que creen ser un bien, o temen perderlo, porque estiman que esto sería un mal. Suprímase toda creencia de este género, y todos los males desaparecerán. Dejar que siga el mundo como es, y que cada uno tome su lote de males inevitables: he ahí el ideal de Pirrón. No le importaba más vivir que morir, porque no estaba convencido que lo uno fuera bien y lo otro mal. En un naufragio, mostró con toda calma a los pasajeros despavoridos la impasibilidad de un cerdo que comía tranquilamente, mientras el barco se sumergía. Así debería ser la impasibilidad consciente del sabio, en presencia de los hechos de la vida y de la muerte. Pudo decir con Lucrecio que la religión no consiste en adorar piedras o ensangrentar altares, sino en contemplar con ánimo sereno la corriente favorable o adversa de los sucesos.
Montaigne no tuvo nunca la concepción, ni menos practicó la ética de Pirrón. Fué un rico que vivió cómodamente en su castillo campestre, bien servido, eligiendo su sociedad, pensando muy mal de las mujeres, perfumando sus pañuelos y guantes, abrigándose mucho en invierno porque era friolento, y temiendo la muerte.
En la voluptuosidad de leer descansadamente a los genios antiguos, meditar espontáneamente, escribir sin trabajar, anotando los pensamientos que su profunda naturaleza le sugería: así se engendró ese libro universal que se llama los Ensayos. Salió espontáneamente como la seda del gusano.
Es un realista sin prejuicios y sin las groserías de Rabelais. Es el padre espiritual de Renán, de Anatole France, de la sonriente ironía francesa también heroica. Es la resurrección, al través de las letras latinas, de la mentalidad griega tan poco respetuosa de los dogmas, tan poco asustadiza de los misterios, tan poco sorprendida de lo nuevo, que aceptó sin mayores preocupaciones el todo o la nada de la vida.
Febrero 1919.
Por RODOLFO SENET
Profesor de la Universidad de Buenos Aires
Tener una religión sin poseer sentimientos religiosos, es no tener nada. Los sentimientos religiosos deben ser siempre previos a su sistematización y sintetización en forma de religión.
La ética que se basa en los principios religiosos, es ultraegoista. El estudio de la gran mayoría de los preceptos morales que surgen de esa fuente, comprueban con toda evidencia el aserto. Tomaré el tan difundido “Haz bien y no mires a quien”, que sólo obedece a que, persiguiendo el sujeto beneficiarse a sí mismo, claro está que sea indiferente el individuo sobre quien recae la acción. El benefactor lo es, ante todo, de sí mismo, puesto que su buena acción no quedará sin su premio correspondiente y se sumará en su haber. Si bien es cierto que el hecho es que resulta un beneficiado, la falta de discernimiento con que se aplica el beneficio, indica que el primer plano lo ocupa el benefactor, siendo absolutamente indiferente el beneficiado. Los que practican la caridad aplicando el precepto sin tener en cuenta para nada su beneficio personal, creen de buena fé realizar un acto moral, y no obstante, es pseudomoral; los que lo realizan desde el punto de vista de la recompensa futura, inconscientemente, realizan actos inmorales. De este modo, cuando un religioso hace una obra piadosa cualquiera, con el ánimo de hacer méritos, quien debe agradecer es él antes que nadie y no el que recibe el beneficio, y debe quedarle grato, además, por prestarse o hacerse cómplice de su egoismo, puesto que el premio que espera obtener supera con mucho al bien realizado.
La moral religiosa es una moral a base de premios y castigos,[368] de carácter eminentemente egoista, prometiendo castigos horrendos o como recompensa un sensualismo que envidiarían los epicuristas. El “rogaré por Vd.”, el “Dios se lo pague”, etc., que contestan los beneficiados, en los casos de limosna, por ejemplo, indica una devolución de ultratumba infinitamente mayor al beneficio realizado. Si esa moral se pudiera hacer efectiva en la vida diaria, la usura ahogaría a la vida misma.
Por lo demás, el eje sobre el que reposa, especialmente la moral religiosa, es la cuestión sexual.
El instinto de conservación específico, satisfecho de acuerdo con los preceptos establecidos, resulta siempre una inmoralidad disimulada, y por tanto, tolerada. En el terreno afectivo-emocional, su base más honda, está en la afectividad negativa y en la emotividad depresiva.
No entraré a analizar la pseudomoralidad que aporta en la ética individual, la religión; caería en el terreno del deporte de los poco cultos que recién descubren la pseudomoralidad de la ética religiosa.
Lo que trataré de ver es si normalmente, si racionalmente, se puede edificar una ética o se pueden formar sentimientos morales, a base de religión.
Los prácticos lo consagran así, y, no obstante los reiterados fracasos, la rutina subsiste. El hogar religioso, trata desde la más tierna edad de formar en el niño sentimientos religiosos. Luego las clases de doctrina dadas por sacerdotes del culto, y en algunos países atrasados la enseñanza de la religión en la escuela, tratan de crear sentimientos religiosos a bases de enseñanza de la religión.
Claro se vé que si es absurdo tratar de formar sentimientos morales, enseñando moral teórica, lo es a fortiori, pretendiendo hacer penetrar a los niños en abstracciones muy alejadas de su mentalidad y en cuestiones de carácter dogmático. Los resultados así lo atestiguan, pues salvo el caso de que al sujeto lo haya rodeado un ambiente muy propicio, o que se trate de sujetos de cierta pobreza mental, los demás, cuando llegan a jóvenes, hablan en tono jocoso de la religión que les inculcaron en la niñez, evaporada hoy; recuerdan lo odioso de esa enseñanza impuesta, o bien las travesuras de las clases de doctrina, o los regalitos para atraerlos, u otros procedimientos como juegos, etc., para inculcarles la fe.
Analizar todas estas tentativas para desarrollar en el niño sentimientos religiosos, desde el punto de vista psicológico, es, sencillamente, tiempo perdido. Basta una palabra, se trata de disparates.
No se pueden desarrollar sentimientos morales a base de sentimientos religiosos, porque los últimos están por sobre los primeros, son superiores en jerarquía y mal pueden ser causa de los sentimientos morales, cuando deben ser efectos de éstos. Los sentimientos morales son previos a los religiosos, de manera que no son los sentimientos religiosos los que conducen a los morales, sino que la evolución superior de los morales conduce a los religiosos. Si los sentimientos religiosos son verdaderos, sinceros, si no se trata de vividores o mistificadores, para llegar a esta etapa de la evolución psíquica, el sujeto debe, necesariamente, haber construído antes todo su andamiaje ético, para construir más tarde su monumento religioso. Antes de llegar a la fé, el individuo ha tenido un período de duda, o por lo menos, de discusión y de grande sintetización, de carácter, no solo sentimental, sino también mental. Los sujetos verdaderamente religiosos son grandes razonadores; sólo los débiles mentales tienen fe sin discernimiento.
En la filogenia el sentimiento religioso es el último en aparecer. Obsérvese que las religiones de los pueblos al través de la Historia, siempre expresan la síntesis de su progreso y civilización; es decir, que a nosotros, como colectividad, nos da la expresión más avanzada de su progreso. La religión ocupa siempre la cúspide, no está en la base. Cuando la religión queda por debajo de los conocimientos, necesariamente se modifica o es reemplazada por otra. De ese modo vemos, al través de los tiempos, modificarse las religiones paralelamente a los adelantos en la cultura y civilización.
En la ontogenia ocurre lo mismo; los sentimientos religiosos son los últimos en aparecer. En la niñez no existen en realidad, todo lo más, encontraremos la emoción del temor, que sólo se liga a cuestiones religiosas si al niño se le orienta en esa dirección mediante sugestiones; de otra manera ese temor en el niño, nada tiene que hacer con lo religioso actual y estará vinculado a formas filogenéticas más o menos remotas; el temor religioso será instintivo. Durante la juventud lo general es que el sujeto sea indiferente, no se preocupe, es decir, está en un período donde aún no ha formado síntesis y es irreligioso como regla general. Los sentimientos religiosos se forman en una época relativamente tardía, la edad madura, como síntesis de los sentimientos morales.
En la vejez y, particularmente, en la edad senil, las tendencias religiosas, el fanatismo de los ancianos, se debe a otras causas.
Siendo mucho más amplios los sentimientos religiosos que el sentimiento de equidad y de justicia, a título de simple comparación, para diferenciarlos, digo: que los sentimientos[370] religiosos, son a los morales, lo que el sentimiento de equidad es al de justicia. El sentimiento religioso, para el que lo posee, es lo superior, comprende una síntesis enorme, donde entra lo ideal, lo intangible, lo sublime, lo perfecto, la evolución o la superstición de las concepciones morales del sujeto; los sentimientos morales no son superhumanos, sino muy humanos, dentro de lo real y de lo tangible. El sentimiento moral es al religioso, lo que lo concreto es a lo abstracto, lo que lo relativo es a lo absoluto.
Fundar los sentimientos morales en los religiosos, es pues, proceder en sentido inverso; es antilógico.
Los procedimientos empleados en la enseñanza de la religión, y particularmente, para desarrollar o dar siquiera nacimiento a sentimientos religiosos en los niños, demuestran hasta la evidencia, que no se pueden desarrollar sentimientos, ni siquiera adquirir ideas religiosas, sino mediante los sentimientos morales.
Lo contrario es absurdo, o, por lo menos, no se vé su posibilidad; equivaldría a pretender educar las aptitudes intelectuales del sujeto, sin instruir. Los resultados están de acuerdo con lo manifestado, los niños tienen tantos sentimientos religiosos antes como después de los cursos de doctrina. Lo común es que el resultado, a la larga, concluya por ser contraproducente.
Es que en realidad de los sentimientos éticos a los religiosos media una respetable distancia en la ontogenia, como ha ocurrido en la filogenia. En la juventud ya se presentan bastante desarrollados los sentimientos morales, mientras que, como regla general, los religiosos ni siquiera comienzan a alborear. Estos, como lo he manifestado, no son más que resultantes de grandes síntesis, las que no pueden realizarse sino al través de los años. Además, para que los sentimientos morales evolucionen hacia la formación de los religiosos, es menester que construyan los intermediarios entre unos y otros, representados por los sentimientos estéticos. Ya volveré sobre este asunto.
Considero á los sentimientos estéticos como íntimamente vinculados con los éticos, siendo los estéticos de jerarquía superior a los éticos, más que nada, por su formación filogenética.
Creo que los sentimientos estéticos del individuo pueden servir de norma para valorar los morales y que puede establecerse como regla general, que a mayor evolución de los sentimientos[371] estéticos corresponde mayor evolución de los éticos. De este modo, se podría enunciar el principio, o con más corrección para no asignarle tanto alcance, la regla, en esta forma: los sentimientos estéticos están en relación directa con los éticos.
Aquí el lector, inmediatamente me objetará en una forma a su juicio contundente, diciéndome que, justamente, los cultores de la estética, los profesionales de ella, en su gran mayoría, no son los que más brillan por su moralidad, sino al contrario, por su inmoralidad.
Dejemos estas objeciones para su debido tiempo, si es que después de precisar el alcance de los términos, se persiste en ellas.
El orden de formación filogenética de los sentimientos es el siguiente: sentimientos éticos, a los que les ha seguido casi inmediatamente los estéticos, y por último los religiosos.
En la ontogenia los sentimientos morales y los estéticos se presentan aparentemente simultáneos, es decir, a sentimientos éticos determinados le corresponden sentimientos estéticos determinados, o a la misma altura de evolución, tal cual ocurre con los sentimientos morales y estéticos, en la niñez, en la adolescencia, etc. Esto indicaría que la sucesividad de sentimientos éticos y estéticos en la filogenia ha sido corta, por su aparente simultaneidad en la ontogenia.
Se infiere que los sentimientos estéticos en la filogenia no pudieron ser originariamente primitivos, sino que derivaron de los éticos que estaban en más estricta vinculación, o mejor, dependían más directamente de la lucha por la vida, del instinto de conservación, siendo los sentimientos estéticos, en cualquiera de sus manifestaciones, los sentimientos del triunfo en la lucha por la existencia; es decir, los sentimientos estéticos dependieron de lo bueno, de lo útil, de lo eficaz, pero para eso debió existir previamente la diferencia entre lo bueno y lo malo, lo útil y lo inútil, lo eficaz e ineficaz, que eran, en definitiva lo moral y lo inmoral.
En la ontogenia resultan ambos sentimientos asociados y todo lo ético es estético y lo estético para ser tal, en los sujetos normales, debe, necesariamente, ser ético. Sólo un falso discernimiento puede disociar lo estético de lo ético, admitiendo que pueda existir lo estético independientemente de lo ético, o en otros términos, que pueda existir algo estético que no sea moral. Por lo demás se vé que lo amoral es inestético, como que lo inestético es amoral y que lo inmoral es antiestético, y que solo como aberraciones se presenten los sujetos que estiman lo inmoral, o en particular, algo inmoral, como estético.
Dije que el sentimiento estético en su origen es el sentimiento del triunfo en la lucha por la vida. No voy a tratar de demostrar esta tesis, sobre la cual he escrito un libro. Sólo recordaré que en los sentimientos estéticos, como en las demás aptitudes, existe una larga gradación desde lo rudimentario hasta los grados más avanzados y que su vinculación con el instinto de conservación, es tanto más evidente cuanto más inferiores son, pues en los grados superiores la causa originaria resulta muy alejada por la cantidad de intermediarios que intervienen entre el instinto, o mejor dicho, la satisfacción del instinto en la lucha por la vida y el sentimiento estético.
En la naturaleza las cosas o los fenómenos no son ni morales, ni inmorales, ni estéticos, ni antiestéticos, sino amorales e inestéticos. El sentimiento de lo moral o de lo bello nace en nosotros por las reacciones que en nuestro sistema nervioso provocan esos agentes. De ahí que lo estético y lo moral dependan del individuo y que sea el criterio de la mayoría el que pretenda dar la pauta de lo estético, antiestético, moral e inmoral.
Naturalmente que no hay razón alguna para limitar la estética a las manifestaciones del arte y creer que los sentimientos estéticos sean sentimientos ligados exclusivamente al arte. El arte no es el único poseedor de la estética, ni cosa semejante. Si se han hecho casi sinónimos es porque el arte, para ser tal, exige el concurso de la estética, o mejor dicho, debe provocar reacciones de carácter estético; pero la estética del arte, o las reacciones estéticas provocadas por las ramas del arte, se diferencian solo de grado con las provenientes de otros géneros de actividades humanas, son términos de una misma serie y las reacciones estéticas que provoca una obra de arte pueden ser muy inferiores a las provocadas por la ciencia o superarlas, según el grado de evolución del sujeto que las percibe.
Recordaré, brevemente, las etapas de la filogenia de los sentimientos estéticos que corresponden exactamente a los que se observan en la ontogenia.
1.ª Estética motriz.—Llamo así a las reacciones estéticas provenientes de las nociones que provee el sentido muscular. La belleza reside en la dirección, o bien en la velocidad, o bien en la agilidad, o bien en la precisión, etc., del movimiento. El movimiento es el agente de la reacción estética y la belleza reside en el movimiento, ya obre el sujeto como actor o como espectador. Es la estética más rudimentaria: la del hombre primitivo, la del salvaje actual y la del niño. Sus sentimientos estéticos están ligados a ejercicios,[373] manejo de las armas, deportes, bailes, etc.; su estética musical está más en el ritmo que en la melodía, es decir, en la noción de movimiento.
Para que el agente provoque sentimientos estéticos es menester que sea llevado a la mayor perfección posible, por ejemplo, que el o los movimientos ejecutados sean de la mayor agilidad y precisión, pues lo imperfecto, pesado, o grosero, resulta antiestético. En la filogenia, lo más perfecto fué lo más útil, porque conducía más directamente al triunfo. La estética resultó de una ética utilitaria. El sujeto que sobresalía, que se distinguía de los demás, era el que mejor realizaba lo estético, si llegaba a lo verdaderamente excepcional, fué el superhombre de esos tiempos, el respetado, el temido, el que servía de término de comparación, de unidad moral o término superior, y también el término superior en lo estético. La dependencia de lo estético de lo moral se presenta muy clara en el hombre primitivo y en el salvaje actual y también en los individuos inferiores de las colectividades cultas que son otros tantos salvajes dentro de un medio evolucionado, y, por último, en el niño. En éste, particularmente en el período belicoso, es notable su admiración por el más fuerte y con especialidad por el diestro en el manejo de los puños. Endiosan al peleador, alabando sus sopapos, sus quites, etc. El niño, como el salvaje, admira y respeta al que prima por más diestro en la fuerza bruta.
La sucesividad: ética, estética y religión, se observa muy bien en el estadio de la estética motriz, en que el hombre no había llegado aún a discernir lo mejor de lo peor, lo bueno y lo malo, etc., sino en el mundo sensorio, y, aun en éste, limitado a las sensaciones musculares que, a los efectos de la realización de la vida, ocupaban el primer puesto, eran los primordiales. El sujeto que sobrepasaba a los demás en fuerza muscular, o bien en el manejo de las armas, por ejemplo, realizaba lo más estético, prevalecía, era luego el jefe, el árbitro de lo ético, el modelo en la realización de lo estético; si llegó a lo extraordinario, las generaciones siguientes lo erigieron en ser mítico, más tarde en dios. Hombre extraordinario, jefe, mito, dios; he ahí un origen estético de muchos dioses primitivos y origen estético-motor surgido del sentido muscular como arma para satisfacer el instinto de conservación en la lucha por la vida. En aquellas épocas alejadas, el arma más eficaz para el triunfo era la fuerza muscular y la maestría para utilizarla mejor, porque aún no habían nacido otros medios de lucha, el hombre admiró y exaltó lo más perfecto, y llegó a crear los dioses que representaban el summum de la fuerza o de la perfección en las nociones que provee el sentido muscular.[374] Pero la fuerza y la maestría si eran armas eficaces para la lucha por la vida, no lo eran para luchar contra agentes naturales como la tempestad, el rayo, la obscuridad; y el sentimiento del temor nacido de la ineficacia de los medios de lucha, dió origen a la creación de dioses misteriosos, monstruosos, brutales. Pero estos dioses eran de origen más remoto; estos dioses productos del terror perduraron y fueron, poco a poco, desplazados por los dioses motores. Los dioses de origen fóbico convivieron cierto tiempo con los dioses motores, hasta que estos últimos los desplazaron del todo.
Y este fenómeno de simultaneidad y desplazamiento gradual de dioses de distinto origen, ha sido de todos los tiempos y es el que, aunque con mucha mayor complejidad, ocurre actualmente.
No fueron los dioses los que engendraron al miedo sino el miedo el que creó a los dioses, como muy bien lo dijo Lucrecio. Como el hombre los creó bajo la influencia depresiva del terror, que es eminentemente antiestético, todos esos dioses son sumamente antiestéticos: son creaciones cuya sola vista debe provocar el mismo sentimiento de terror con que fueron creados, son dioses onomatopéyicos del terror, como ocurre con la diosa Kali indú, o los animales monstruosos de los egipcios que poblaban la tierra de que habla Máspero, o los dioses estrafalariamente horribles de los asirios y caldeos, etc.
Tampoco fueron los dioses los que crearon los sentimientos estéticos motores, sino los sentimientos estéticos motores los que crearon los dioses motores, cuyas figuras representan el summum de la estética motriz de entonces. Tal ocurre con los dioses egipcios que no eran de origen fóbico, como Ammon que era un dios de fuerza, Osiris e Isis, dioses de energía o fuentes de energía, Hércules que cae de un plano superior en Egipto a uno más inferior en Grecia que estaba en un período mucho más avanzado de evolución, y los dioses de fuerza, los dioses motores pasan a la categoría de semidioses o héroes: Teseo, Perseo, Belerofonte, Cadmo, etc.
Se ascendió de lo estético a los dioses y no se descendió de los dioses a lo estético. Los dioses sintetizaron lo estético.
Lo estético se presenta así como un grado de evolución superior a lo ético, como un sentimiento intermediario entre el sentimiento moral y el religioso. Por eso es que en el sentimiento de la inspiración, el inspirado se encuentra en un estado sentimental intermediario entre el sentimiento que provocan las reflexiones morales y el éxtasis místico. El momento de inspiración es un momento de éxtasis estético y el sujeto se halla en lo que respecta al mundo exterior, en un estado[375] de semiconciencia, casi completamente aislado y no completamente aislado, ajeno a todo lo que ocurre fuera de él, como acontece en el éxtasis místico, que, en lo que concierne al sentimiento, es la superevolución del éxtasis estético.
Pero la estética motriz no es exclusiva de los pueblos primitivos y salvajes; en infinidad de hombres se encuentra hoy, si no en la forma rudimentaria del salvaje, en un grado de evolución algo superior. Como es muy reducido el número de sujetos en los cuales los agentes motores ya no provocan reacciones estéticas, resulta que la estética motriz es cultivada, no solo por los motores, sino por todos aquellos en los cuales este factor tiene aun importancia psicológica. Así se explica que perduren aún cantidad de deportes, que solo se diferencian de los del salvaje por la indumentaria de los que los realizan, o por la forma o los medios de realizarlos. Si se estudian los medios de provocar reacciones estéticas motrices, en las colectividades más avanzadas, se verá que son de una enorme variedad, desde el simple culto de la fuerza en los atletas, boxeadores o luchadores, hasta el tango, desde las cinchadas o gatas paridas al partido de football o de tennis, desde las cinchadas y visteadas al sable o al florete y desde el juego del sapo al campeonato de tiro.
En el niño, durante la primera, la segunda infancia y aun invadiendo la niñez, las reacciones estéticas provienen, especialmente, de excitantes motores, ya obre como actor o como simple espectador. Por grados insensibles, durante la niñez, de la estética motriz pasará al predominio de la estética sensoria, que culminará al final de la niñez.
El sujeto puede quedar estacionado, en lo que a sentimientos estéticos se refiere, en cualquier etapa. Si queda en la sensoria, será un adulto cuyos sentimientos estéticos serán sensorios y reaccionará como reacciona un niño, es decir, mediante excitantes sensorios. Si se estaciona en la motriz, sus sentimientos estéticos se manifestarán exclusivamente en lo motor y representará, en ese concepto, a un salvaje viviendo en un medio culto.
2.ᵒ Estética sensoria.—En la filogenia, sobre la base de las reacciones estéticas de carácter motriz, evolucionaron las sensorias. Llamo así, a las reacciones estéticas provenientes de todas las sensaciones, excepto las musculares o las que provoca en el espectador el movimiento, para las cuales se reserva el vocablo motriz, es decir, reacciones estéticas motrices. Los sentimientos estéticos de origen sensorio, provienen, pues, de las sensaciones visuales, auditivas, tactiles y térmicas, gustativas, olfativas y de orientación.
El nacimiento de estas reacciones estéticas en la filogenia,[376] se explica porque complejizándose cada vez más, con la concurrencia vital, la lucha, fué necesario emplear mayor número de medios, y de medios más eficaces. Sucedió, entonces, lo mismo que ocurre ahora. Al hombre primitivo no le bastaron en una etapa dada, para tener éxito, las sensaciones musculares y la fuerza muscular, y tuvo que echar mano de otros medios auxiliares, que no podían provenir más que del empleo de los otros sentidos, perfeccionándolos, o adaptándolos mejor con el uso. Pero lo auxiliar en su origen, se fué convirtiendo, poco a poco, en fundamental, pasando lo fundamental, en muchas actividades, a ser secundario. El hombre primitivo superaba, como supera con mucho el salvaje actual, al hombre culto, en lo que respecta a sentido muscular. Salvo actividades excepcionales, el sentido muscular no es el más importante a los efectos de la lucha diaria y más concurso prestan las otras sensaciones, sin exceptuar, naturalmente, a los obreros.
En el estadio de la estética sensoria, para los que han llegado a penetrar en él, la estética motriz es de carácter secundario, pasando a ocupar el primer puesto la sensoria.
En la Historia el tipo de estética sensoria es el pueblo griego. Téngase en cuenta que aludo a la cultura media del pueblo griego y no a la de sus grandes hombres.
Los dioses primitivos de origen fóbico desempeñan allí un papel muy secundario; los dioses motores como Hércules han caído a la categoría de héroes. No obstante esto, no por eso desaparece la estética motriz, como no ha desaparecido hoy y por inferior que sea perdurará aún, y se manifiesta en los diversos juegos celebrados y cantados por sus poetas. Pero las sensaciones, de lo ético ascendieron a lo estético, y de lo estético se llegó a lo religioso. De ahí la serie de dioses de origen sensorio, de mitos, de genios, todos de carácter estético. Si se exceptúa Júpiter que es un dios de fuerza, Marte que lo es motor y alguno más, los otros en su mayoría son evidentemente sensorios: Venus, Cupido, Baco, Eolo, las nereidas, las sílfides, las ondinas, etc. Quedan Plutón, las arpías, las furias y otros genios de origen fóbico, pero ya no son tan horripilantes como los dioses fóbicos asirios o la diosa Kali.
Los epicureístas y los estoicos no son más que dos tendencias antagónicas en una ética sensoria, que llega a culminar en la estética sensoria. Tanto los epicureístas como los estoicos surgen del mundo sensorio, como propulsor de la voluntad: satisfacer la sensación de afectividad positiva, o no satisfacerla prefiriendo la negativa; he ahí a la sensación obrando en la voluntad, para unos como elemento de impulsión (epicureístas), para los otros como elemento de[377] inhibición (estoicos), o si se quiere plantear en otros términos: el dominio de los sentidos sobre el yo o el dominio del yo sobre los sentidos.
En la actualidad no son muchos los que han ultrapasado el límite de la estética sensoria. La mayoría permanece en ella, perfeccionándola. Su ética será también poco elevada.
En el terreno del arte los estetas sensorios son aquellos que reaccionan ante las sensaciones; en visión el sujeto reaccionará ante el colorido, la perspectiva, la distribución en el paisaje, el conjunto, el claro-oscuro, etc.; en audición, se extasiará con el timbre, con la altura del sonido, con la intensidad, pero no le exige mucho más; en el gusto, será un perfecto goloso, etc.
En las producciones artísticas al visual le bastará la estética motriz o sea la ejecución, la virtuosidad del pintor, y el elemento sensorio, el colorido, la perspectiva, etc.
En literatura preferirá al descriptor colorista, importándosele muy poco del contenido, de la tesis sustentada, del meollo de la obra. Al auditivo le llamará la atención la parte motriz, ritmo, compás, movimiento, virtuosidad; preferirá en la audición lo puramente melódico o armónicamente simple. Las complejidades quedan fuera de su alcance.
Es de advertir que cantidad de productores, a los que se les llama artistas, sólo realizan la estética motriz y sensoria y sus producciones no ultrapasan ese límite. Naturalmente, obtienen un éxito inmediato; son los menos discutidos, porque la estética de sus producciones es perfectamente accesible para la gran masa y para los críticos que, si son tales, es por incapacidad de ser productores, lo que equivale a decir que siempre están en un plano inferior al productor, aunque su producción no ultrapase el límite de lo sensorio. Es por eso, por lo que, en general, los críticos hincan sus garras en la producción superior, que les es inaccesible, y no en la inferior, que pueden catar mejor.
La moralidad de los artistas que no ultrapasan la estética sensoria debe estar de acuerdo con sus sentimientos estéticos y nada tiene de extraordinario pues, que sean sensualistas, libertinos que llevan una vida disipada, como ocurre con una cantidad de literatos y de artistas en general, que en realidad son pseudo artistas, los que llegan hasta creer que la producción superior trae aparejado ese género de vida. Pero analícense sus producciones y se verá que les espera una existencia precaria; que no tendrán más longevidad que la del artículo de diario, o de la columna de revista o cosas semejantes; no pasan jamás a la Historia.
No ocurre lo mismo con cerebros como el de Víctor Hugo, con artistas como él, como Carducci, como Zola, cuya forma[378] tachada de inmoral, es un medio de llegar a la estética del pensar, que surge de una profunda ética.
Claro está que al hablar de artistas excluyo a los llamados artistas líricos, bufos, cómicos, dramáticos, danzantes, prestidigitadores, etc. Del punto de vista de la mentalidad y del sentimiento, estos sujetos tienen muy poco de artistas y mucho de pobres diablos. Sus sentimientos estéticos, salvo las excepciones de sujetos superiores, son inferiores como lo son los éticos.
Cuando se habla pues de artistas inmorales, lo que debe discutirse, en primer término, es si se trata realmente de artistas y no de sujetos con sentimientos estéticos sensorios que no ultrapasen este límite. Por lo demás, no hay por qué circunscribir los sentimientos morales a un fallo, sino tomarlos en toda su amplitud. Me parece que no se debe echar en olvido todas las prendas morales que posea un individuo, porque tenga hábitos alcohólicos que no dañan más que a su persona, por ejemplo. No es vulgar encontrar entre los artistas, estafadores, ladrones o criminales. Si cabe llamar artistas a los sujetos cuyas producciones no van más allá de excitar nuestros sentidos y esos artistas en su mayoría son inmorales, en cualquier caso serían simples excepciones que no destruirían la regla, porque, sin ir más lejos, en nuestro medio, los sujetos de producción que van mucho más allá de lo sensorio, que yo conozco y que constituyen la gran mayoría, son individuos de la más elevada moralidad.
Cierto es que han existido artistas y grandes artistas inmorales, pero son casos aberrantes, excepcionales, y su inmoralidad ha sido siempre unilateral, una falla personal sin sanción penal.
Como lo he manifestado, en la ontogenia, las reacciones estéticas de carácter sensorio se encuentran en su período álgido al fin de la niñez; se instalaron en la época motriz y declinan en la adolescencia y pubertad en los sujetos que evolucionan hacia formas superiores.
En la mujer, este período es de menor duración que en el varón, por ser la mujer más precoz en el período sexual. Las mujeres que se estacionan en la estética sensoria son excepcionales; su enorme mayoría penetra en los sentimientos estéticos sexuales que, más o menos perfeccionados, según los sujetos, son el término de la evolución de sus sentimientos estéticos. Sólo rarísimos casos excepcionales ultrapasaron este límite, para penetrar en la estética intelectual.
3.ᵒ Estética sexual.—No llamo estética sexual a la belleza física, moral o intelectual de la mujer o del hombre. La estética sexual resulta de las reacciones de carácter estético provenientes de la esfera sexual.
La tendencia hacia el acto sexual o su realización, está muy lejos de lo estético y debe considerarse simplemente como la satisfacción de una necesidad de la vida orgánica. Si se le considerara como estética sexual, resultaría toda la humanidad compuesta de estetas sexuales y que los más impulsados, lo serían más. Pero ocurre que éstos, cuando persiguen como fin el acto sexual, teniendo poco en cuenta la persona con quien se realiza, no son ni remotamente estetas sexuales. Entre los varones el número de estetas sexuales es muy reducido, particularmente en la edad viril; en la juventud suele ser mucho más frecuente, pero lo ordinario es que sea un período de transición, que declina en su forma estética en plena edad viril.
La mujer en su enorme mayoría resulta con respecto al varón, esteta sexual, pero la sexualidad femenina difiere de la masculina, no sólo cuantitativamente, sino también cualitativamente.
El instinto de conservación específica se satisface por un doble mecanismo, tanto en el varón como en la mujer. En otros términos, intervienen dos factores muy complejos: el fisiológico y el psíquico.
Orgánicamente el hombre difiere de la mujer en que la zona de excitación sexual es mucho más extendida en ésta que en aquél. Si diferencias hay en el orden físico, mayores y más complicadas son en el orden psíquico.
De los dos factores que intervienen en la sexualidad, el fisiológico es primitivo, el psíquico es adquirido. De la intensidad de su actuación resultan los tipos de amor.
Cuando prima el factor fisiológico porque el psíquico es rudimentario, se está en presencia del amor animal, de la forma más inferior del amor. El candidato para satisfacer ese amor es cualquiera, lo único que se requiere, por ser condición indispensable, es el sexo opuesto, pero los atributos sexuales secundarios entrarán poco en cuenta; si los posee mejor, se le aplicará el dicho de que “lo que sobra no daña”. Este tipo, es el tipo del amor fisiológico, que nada tiene de estético; es puramente instintivo, y, por tanto, impulsivo.
No me ocuparé de los tipos intermediarios, que se encuentran en mi trabajo sobre ese tópico, e iré al término opuesto de la serie: predominio del factor psíquico que llega a hacer aparecer al fisiológico como nulo en un principio, rudimentario después y sigue su curso ascendente mucho más tarde. En estos casos se trata de estetas sexuales.
En mi trabajo sobre sentimientos estéticos he descripto este tipo. Aquí no haré más que dar un boceto:
El amor está lleno de atributos de carácter fuertemente sentimental y débilmente intelectual, porque el factor sentimental[380] casi anula al intelectual. Son los casos donde cuadra bien el dicho de que “el amor es ciego”. El amor es un complejo de ideal, ilusión, pasión, fe, franqueza y alta dosis de timidez, no obstante la fe, celos, y cosas así aparentemente antagónicas, de coexistencia imposible; tiene un fondo marcadamente megalómano, puesto que el amante es el elegido por el ser amado, el único que ha podido conquistarlo entre cantidad de pretendientes, todos llenos de brillantes dotes y ese ser amado es superior a los demás: posee las más altas aptitudes y si no lo parece es porque modestamente las oculta y esa modestia contribuye a exaltar sus atributos estéticos; en una palabra, el ser amado es excepcionalmente superior, de donde resulta que el amante, debe también serlo, pues de otra manera no se explicaría la correspondencia en el amor. En estos sujetos existe un sentimiento marcado de triunfo, y si no existe, inventa dificultades que vencer.
Largo sería anotar todas las características del esteta sexual. En la época sexual o período sexual que corresponde a la pubertad y a la juventud, el tipo de esteta sexual abunda; y está representado por el joven realmente enamorado. En la edad adulta ya ha declinado el período y los casos no son abundantes.
En la mujer es el tipo normal. El amor femenino es de reacciones eminentemente estéticas.
La proyección más vasta de la estética sexual está en el romanticismo; es una estética que sea directa, sea indirectamente, a veces al través de muchos intermediarios, tiene como base el amor sexual. Los románticos son, pues, estetas sexuales y han sido descriptos en sus casos más agudos por novelistas, también románticos, es decir, de la misma pasta, con los nombres de Atala, Romeo, Julieta, Pablo, Virginia, Graciella, Rafael, Werther, etc. La literatura moderna está plagada de descripciones de tipos de esa clase, o bien se basan en argumentos sentimentales o románticos.
La estética sexual evoluciona en todos los casos sobre la base de la estética sensoria y de la estética motriz; su mayor desarrollo haciéndola prevalecer, oscurece a las otras formas y las reacciones estético-sensorias son ya débiles, siéndolo mucho más las estético-motrices. Los individuos estetas sexuales son superiores a los estetas sensorios y a fortiori, a los estetas motores. En los primeros las reacciones estéticas provienen del sentimiento; en los segundos, de las sensaciones, y en los últimos, del movimiento. El orden ascendente es, pues, éste: 1.ᵒ, estética del movimiento; 2.ᵒ, estética de las sensaciones; 3.ᵒ, estética del sentimiento, y la 4.ᵒ, corresponde a la estética del pensamiento.
Entre el amor puramente impulsivo del imbécil, del[381] degenerado mental, o la sexualidad fisiológica del que realiza el acto satisfaciendo una necesidad de la vida vegetativa, por higiene, y el esteta sexual, media una distancia enorme. En los primeros desempeña el papel primordial el instinto y todo se reduce a ese papel, mientras que en el último entran en colaboración sentimientos de distinta naturaleza, la imaginación en una proporción enorme, y otras aptitudes intelectuales.
La estética sexual se asienta en la filogenia sobre la base de la motriz y de la sensoria, y aparece cuando los sentimientos han alcanzado un alto grado de desarrollo. La evolución superior de esta estética a base de sentimientos, dió lugar a las religiones a base sentimental.
El triunfo en la lucha para satisfacer el instinto de conservación individual dió lugar a las reacciones estéticas motrices y sensorias, y en el instinto de conservación de la especie a las sexuales. La estética motriz y sensoria tienen su punto de origen en la satisfacción del instinto de conservación del individuo; la estética sexual, en el instinto de conservación de la especie.
Los dioses más arcaicos fueron de origen fóbico; les siguieron los dioses motores y luego los sensorios. El desarrollo de la estética sexual, trajo como consecuencia un mayor vuelo sentimental, lo que dió origen a los dioses de origen sentimental, que son los dioses actuales. Llámesele El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, Dios, Cristo, la Virgen María, llámesele ángeles, santos o santas, son perfectamente dioses, semidioses, héroes. Pero son dioses creados más que de nada, del sentimiento, poseyendo los atributos de la fuerza. Obsérvese que no hay un sólo santo sabio, los santos capaces de realizar milagros equivalen a los dioses secundarios o los héroes del paganismo, pero aquí se caracterizan por sus atributos sentimentales, por su ética sentimental. Las cuestiones de carácter científico quedan para la discusión de los hombres; en el reino de los cielos no se hace cuestión de conocimientos, sino de sentimientos. El diablo o satanás, y en general los diablos, son dioses fóbicos, seres horribles de un poder extraordinario para la realización del mal. Satanás es un dios atávico que está descalificado, pues sólo reducidísimo número de sujetos en el mundo civilizado cree realmente en su existencia. En cambio se le ha substituído por un concepto abstracto del mal; es una forma nueva, cuyo fondo es atávico, porque es de origen fóbico. La existencia del mal, es la conversión a lo abstracto de los dioses fóbicos concretos de las religiones salvajes primitivas.
Religiones a base sentimental o de origen estético sentimental, son las actuales en los pueblos más cultos, las más[382] difundidas y que afectan al mayor número de individuos dentro de las colectividades cultas. Los pueblos salvajes están en etapas mucho más inferiores; sus dioses son fóbicos o motores, como ocurre en los pueblos del Africa Central, en algunas sectas indúes, en los Onas o los Yagan fueguinos, etcétera, etcétera.
El último estadio, como veré más adelante, corresponde a los dioses que nadie conoce con el nombre de dioses, surgidos de la intelectualidad, es decir, a los dioses intelectuales, que surgen de la estética intelectual que sólo afecta a muy reducido número de individuos de las colectividades más avanzadas.
4.ᵒ Estética intelectual.—La estética intelectual proviene de las reacciones estéticas de origen mental. La belleza de la idea, la belleza del pensamiento. Es la estética del pensar, o el término superior de la serie que comenzando con el movimiento, asciende en el sentir, se perfecciona con el sentimiento en la sexualidad y llega a su punto culminante en la intelectualidad. Las reacciones estéticas de carácter intelectual están en el mundo de las operaciones superiores de la mente, están en las ideas; más complicadas y armónicas, en los juicios; de mayor empuje y amplitud, en el razonamiento, y como pináculo, en la creación.
La estética intelectual no se encuentra en las operaciones de las aptitudes adquisitivas, sino en forma oscura y rudimentaria; es propia de las aptitudes elaborativas, en el sujeto que piensa, que medita, que en cualquier forma crea, rectifica, corrige, amplía o simplemente discute ideas. Su expresión más elevada se encuentra en los pensadores, en los filósofos, en los inventores y en los descubridores.
La belleza reside, como en las otras formas, en el triunfo, en llegar a la deducción o inducción, en intuir, en arribar a la teoría, principio o ley. Como los sujetos sienten la belleza del fin que persiguen, es muy común que se la atribuyan a los medios para llegar a ese fin. Sólo así se explica que los naturalistas hablen de hermosos ejemplares de acaroidios, de ofideos o de arácnidos, que un anátomo patologista aluda a un lindo caso de tumor y que se hable de bellas colecciones de casos teratológicos, de hermosas colas de panochtus o de hoplophurus, y apliquen calificativos como bello, hermosísimo, precioso, etc., a cosas de por sí evidentemente antiestéticas. Es que lo estético no está en la cosa misma, sino en lo que permite construir esa cosa. El vulgo, incapaz de apreciar lo último, ríe o queda estupefacto de la aplicación de los adjetivos. Sólo por las reacciones estéticas intelectuales se explica la existencia de individuos que se pasan días enteros,[383] semanas, meses, años meditando, o persiguiendo la solución de un problema científico cualquiera. Sólo por el placer estético intelectual se explica el afán de llegar a la meta, no sólo en los hombres entregados a las ciencias, sino en todo aquel que ejercita sus aptitudes intelectuales persiguiendo la explicación de un fenómeno de carácter social o la discusión de un asunto de carácter moral, y le sea indiferente o abandone por completo todo lo que para la generalidad es estético. Estos sujetos son excepcionales, y en ellos, los agentes de las reacciones estéticas comunes, no los hacen reaccionar. No encuentran belleza donde la enorme mayoría goza y si la encuentran siempre será débil, pues la estética intensa, para ellos, está en la elaboración superior. De ahí que sienten plaza de raros, porque en realidad lo son, pero son raros como sinónimos de excepcionales, y son raros, en el concepto de salir de la norma general, lo que se interpreta como sujetos inexplicables, ridículos o cuasi ridículos.
En la mujer sólo como rarísima excepción se encontrarán casos que invadan el terreno de la estética intelectual y una de las causas primordiales está en su reducido vuelo de la imaginación creadora, siendo la mujer más perceptiva que imaginativa y más sentimental que imaginativa.
En la filogenia, la estética intelectual es reciente, si se compara con los otros géneros de estética, y el período histórico sólo nos habla de reducidísimo número de sujetos intelectualmente superiores, que son los que reaccionan a la estética intelectual, en cada época. Si la estética motriz o las reacciones estético-motrices son un carácter específico; las sensorias, étnico; las sexuales, de pueblo; las intelectuales, han sido en todo lo que conocemos, un carácter puramente individual.
De ese modo, si en la filogenia las reacciones estético-intelectuales se nos presentan como un carácter individual, no podemos ni siquiera hablar de ellas en la ontogenia, y sólo afectarán al sujeto excepcional de que se trate. La filogenia de la estética intelectual está, pues, en formación; sólo con el andar de las generaciones, cuando se haya convertido siquiera en carácter de pueblo, se podrá hablar en la ontogenia de la mencionada estética, como reproducción de un carácter adquirido en la filogenia.
Claro se ve que la estética del pensar, no puede aparecer sino con la capacidad de pensar de acuerdo con la edad. Pero en esto, como se trata de un carácter individual, no se puede invocar la ley de herencia homocrona y las variaciones en los sujetos son muchas; mientras Pascal, por ejemplo, fué muy precoz, Darwin no lo fué tanto. Algunos grandes hombres manifestáronse tales desde temprana edad, otros en la edad madura.
Derivando los sentimientos estéticos de los éticos, la estética intelectual proviene de la ética intelectual. Pero la estética intelectual (así como la estética sexual, eminentemente sentimental, conducía a la religión sentimental) conduce a la religión intelectual o a los sentimientos religiosos de origen intelectual.
El esteta intelectual con su gran aptitud de razonar, buscando el origen de las cosas, las causas de todos los fenómenos, en su afán de síntesis, no pudiendo poner límites o vallas a su aptitud, vuela hacia esas síntesis o esa síntesis que la encuentra como la causa primera más razonable y cree, por convencimiento en la Naturaleza, o en la Fuerza, o en la Materia, o en la Verdad, etc., etc., que son otros tantos dioses de origen intelectual. Así los hay partidarios o religiosos de las leyes de la Naturaleza (politeístas) de la Energía, de la Materia, del Absoluto (monoteístas), etc. No tienen religión determinada, pero han construído su edificio personal, en el que creen con toda buena fe, con toda sinceridad, sin sospechar siquiera que están abiertamente en el campo religioso. Claro es que sus dioses o su dios carecen de forma, de dimensión, etc., no tienen los atributos de los dioses primitivos, pero son siempre la causa. No existe culto externo, ni prácticas religiosas, pero sí el convencimiento. Decir que no existe Dios y que todo se explica por la Evolución, es decir que la evolución es Dios: sostener que la energía es la causa o el origen de todo, es cambiar la palabra Dios, por energía. No hay en verdad grande originalidad en el asunto, porque el Dios único, causa u origen de lo estático y de lo dinámico, de la materia, de la fuerza, de todo el mundo fenomenal conocido y desconocido, ha tiempo fué concebido. La única verdad que hay en todas estas intentonas, es el hecho de querer penetrar en explicaciones que aparentemente aproximan al hombre a esa causa única. Los sujetos que invocan como causa a la Naturaleza y sus leyes, a la Materia, a la Energía, etcétera, y que se dicen ateos e irreligiosos, no han hecho más que no tener prácticas externas y substituir el nombre de Dios por la causa invocada. El irreligioso no se preocupa nunca en buscar la causa primera, busca, si es tipo de labor mental, la causa inmediata, si la encuentra trata de inquirir la causa de esta causa, sin lanzarse en hipótesis, si no la encuentra, es decir, su espíritu no está ávido del conocimiento que no pueda adquirir experiencial o experimentalmente. El antirreligioso, en general lo es, para imponer su insospechada religión; él cree de buena fe no tenerla y en realidad no la tiene por la falta de coherencia, de cuerpo, de doctrina, pero todas sus creencias que se arraigan con profunda fe, lo hacen en general un fanático. Esto ocurre con suma frecuencia:[385] son los que más combaten el fanatismo y a título de libres pensadores tratan de coartar la libertad de pensar.
Los verdaderamente religiosos psicológicamente se aproximan muchísimo siempre que sean sujetos superiores; lo que aleja en religión a los sujetos, son las prácticas religiosas, la mediocridad que interpreta o la inferioridad.
La decadencia de las religiones, estriba más que en nada, en la pertinacia de querer explicar por las causas primeras lo que debe explicarse, porque puede explicarse sin recurrir a ellas, por apegarse a sus prácticas, por hacerse rutinarios y no evolucionar paralelamente a las ciencias. El sentimiento religioso requiere cada vez más la base intelectual. El afán de lo ignoto conduce al sentimiento religioso, pero no comenzará el sentimiento religioso sino en el límite superior de lo racionalmente explicable.
El hombre de ciencia es, en general, irreligioso mientras no invada el terreno de lo metafísico y pueden considerarse como raras excepciones los que no lo intentan siquiera. Lo común es que hombres de ciencia que se han declarado enemigos acérrimos de la metafísica, se debatan en plena metafísica y sostengan que su metafísica no es tal por tomar como punto de partida bases eminentemente positivas. La verdad es que la mente humana en su afán de volar no reconoce vallas y que por caminos muy diversos se vuela a lo ignoto. Los que sostienen que ha pasado la época de la metafísica y que no volverá más, están en un grave error; es la metafísica antigua la que ha pasado y dió su cosecha; los adelantos en materia científica no hacen más que desplazar más adelante a la metafísica; cada arremetida, la empuja más allá, pero ella conserva los más vastos dominios donde tanto suelen recrearse los que más impugnan a la vieja metafísica. Ella existirá mientras existan los problemas de lo desconocido; cuando mucho de lo desconocido actualmente sea conocido, ese lote de la metafísica habrá ingresado al dominio de lo positivo y desde allí se tendrá en frente el campo de la metafísica futura tentando constantemente a la inteligencia a hacer incursiones por sus vastos dominios.
Por J. LAUB[7]
A Alberto Einstein, en el XL aniversario de su natalicio.
“Consuetudine oculorum assuescunt animi, neque admirantur, neque requirunt rationes earum rerum, quas semper vident”. Cicero: De Natura Deorum.
1. Si me hubiera atrevido hace veinte años a hablar del espacio y tiempo, habría tenido primero que justificar mi invasión en el sagrado templo de la metafísica. Pero en la última década la situación ha cambiado totalmente, y al tratar hoy como físico la cuestión del espacio y tiempo, estoy como en mi casa. En efecto, las investigaciones de Einstein y Minkowski, basadas en la física experimental, han dado al mencionado problema una solución general que conservará en todo caso siempre su valor para la crítica del conocimiento y para la metafísica.
2. Estudiando la evolución de las ciencias exactas, llama la atención que el físico “ex officio” se haya ocupado relativamente poco en el siglo XIX de la cuestión que nos interesa, aunque espacio y tiempo constituyen el edificio en que todos los fenómenos físicos tienen lugar. Mientras que el número de las publicaciones metafísicas sobre el problema del tiempo y del espacio es casi inmenso, la mayor parte de los físicos apenas han dedicado algunas investigaciones a estos conceptos tan fundamentales.
Cierto es que encontramos ya discusiones sobre tiempo y espacio en el tratado de Newton: “Philosophiae naturalis[387] principia mathematica”, aquella obra maravillosa que todavía hoy es una joya del pensamiento humano; cierto es que Ernesto Mach y Henri Poincaré se ocuparon muy extensamente del espacio y tiempo; sin embargo ninguna investigación ha provocado en las esferas filosóficas y en las ciencias exactas un cambio tan radical como la teoría de la relatividad introducida por A. Einstein en el año 1905.[8]
3. El fundamento de este cambio hay que buscarlo, según mi juicio, en el hecho de que con la teoría de la relatividad se produce una verdadera revolución en nuestros conceptos y nuestras opiniones anteriores, una revolución que podemos, según el ilustre físico Planck, comparar únicamente con la que provocó en la astronomía el sistema de Copérnico.
Pero esta no es la única causa. Sabido es que los físicos son muy críticos y no se dejan engañar con especulaciones interesantes e ingeniosas. También algunas obras metafísicas contienen disertaciones muy finas que pretenden derrumbar todo lo pasado, sin embargo, el investigador de las ciencias exactas, orgulloso y frío, deja de lado esos trabajos, sin tomarlos en cuenta. Lo nuevo y lo maravilloso en la teoría de la relatividad consiste en lo siguiente: A. Einstein partiendo del experimento, demuestra que los hechos reales nos obligan a transformar nuestras ideas del espacio y tiempo. Pero no es sólo eso. Las nociones modificadas por la nueva teoría nos permiten explicar una serie de hechos que han originado para las otras teorías físicas dificultades invencibles. Además, apoyándose sobre un nuevo concepto del espacio y tiempo, se puede prever, sirviéndose de métodos puramente analíticos, algunos fenómenos accesibles al experimento, teniendo de esta manera la posibilidad de dilucidar la verdad de nuestra teoría. La gran diferencia entre las teorías filosóficas del espacio y tiempo y entre la teoría de la relatividad, consiste entonces en que la última se funda en el experimento, permitiendo una comprobación cuantitativa.
4. La mayor parte de los metafísicos se apoyan en sus consideraciones en el razonamiento, muy raras veces en la observación y experiencia, casi nunca en el experimento. Esta es la causa de que los resultados obtenidos por los metafísicos apenas se aplican a la realidad cuando ya chocan con contradicciones. No es raro el caso de que la metafísica, teniendo exagerada fe en la omnipotencia del pensamiento, llega ad absurdum. Por eso se entiende que ella ha perdido su autoridad entre los representantes de las ciencias exactas, hasta el[388] punto de ser considerada como completamente superflua e inútil.
Pero con mucha frecuencia también los naturalistas cayeron en errores muy extremos, considerando sus métodos y resultados como infalibles, en la creencia de que se encontraban en el seguro terreno del experimento. Tuvieron la convicción de haber expulsado de su imperio todo lo trascendental y que en sus conclusiones jamás traspasaron los límites de lo que es dado por la experiencia.
Constituye el gran mérito de Ernesto Mach el haber llamado la atención acerca de que entre los conceptos fundamentales de física hay muchos restos de origen metafísico, que deben ser forzosamente eliminados. Sin embargo, ningún sabio se animó a sacudir con tanta sagacidad y con tanta audacia los pilares de las ciencias físicas como Einstein, quien empezó sus investigaciones con la siguiente sencilla pregunta: ¿cómo se miden en física el tiempo y el espacio?
5. Tocando ya en esta ocasión la célebre pregunta de si hay un espacio absoluto, si existe un tiempo absoluto, tenemos primero que aclarar algo que nosotros comprenderemos con la palabra “existe”. “Existe”, por ejemplo: “existe un átomo”, equivale a haber introducido este concepto en las ciencias, basándonos en el experimento: sabemos algo de las propiedades del átomo, conocemos su reacción bajo las influencias físicas y químicas; no podemos por el momento desistir de él y no nos conduce a la contradicción con la experiencia.
¿Y qué dice la palabra “absoluto”? Hablando del espacio absoluto ¿queremos quizás expresar que él existe en sí y por sí, independiente de nosotros, independiente de nuestras observaciones y medidas? Pero en este caso el problema del espacio absoluto y tiempo absoluto coincidiría con el problema del objeto “en sí”, que difícilmente provocará mucho entusiasmo entre los físicos.
6. Con estas palabras indico el objeto de mis conferencias y revelo mi modo de pensar respecto de este asunto. Desde luego podría entrar ya en el campo de las ciencias físicas y empezar con el ensayo de un tratamiento sistemático[9] de los conceptos fundamentales de tiempo y espacio, tema principal de estas conversaciones. No tomo, sin embargo, este camino y me traslado primero a los dominios de las especulaciones metafísicas, haciéndolo intencionalmente por las siguientes razones:
El problema de tiempo y espacio interesa no solamente al naturalista sino también al filósofo. Es una cuestión en[389] la cual se ocupa el cerebro humano desde los tiempos más remotos hasta hoy día, librando verdaderas batallas, a las cuales se podría aplicar con una cierta ironía las palabras de Mefistófeles:
En la lejana antigüedad, en la Edad Media, en la época la más moderna, se afirma, se comprueba, se niega que haya un tiempo absoluto, que haya un espacio absoluto. Los métodos de investigación cambian, se llega a distintos resultados; sin embargo, creemos no equivocarnos comparando la evolución de nuestro problema de disputa con el movimiento sobre una espiral, pues en el fondo llegamos siembre al mismo punto, pero situado un poco más alto.
Una historia análoga recorren las otras nociones fundamentales de las ciencias físicas, lo que trataremos en otra oportunidad.
Un ejemplo ilustrará lo dicho. Es sabido que ya Leukippos y Demócritos han introducido el concepto átomo en las ciencias. Según ellos el universo consiste en pequeñas partículas indivisibles (átomos), que son de la misma cualidad y se distinguen únicamente por su forma, tamaño y posición, (diferencias geométricas). Hoy día la hipótesis atómica es el fundamento de las ciencias naturales, pero el átomo moderno de J. J. Thomson o de Bohr, aquel aparato complicado, en cuyo mecanismo penetramos cada día más, es muy distinto del átomo de Demócritos y tiene una existencia asegurada en una enorme cantidad de hechos experimentales.
Tenemos, pues, que considerar de suma importancia, ocupándonos de cuestiones tan primordiales como las de tiempo y espacio, el conocimiento y la crítica de las opiniones de otros sabios; debemos consultar la historia, aquella grande maestra de investigación, pues de esta manera podremos también apreciar mejor las grandes ventajas y el enorme progreso de las teorías modernas.
Pero esto implica ya tácitamente que bajo ninguna condición podemos dejar de lado a la filosofía, porque en lo que[390] hemos heredado de los griegos no se puede separar las ciencias exactas de la filosofía y hasta en los tiempos modernos sería muy difícil trazar un límite entre los investigadores de ciencias exactas y filosóficas, cuando nos encontramos en los campos limítrofes de las nociones fundamentales.
7. Tiempo y espacio ocupan desde los primeros principios del pensamiento al espíritu humano, pues ya en las fábulas míticas encontramos estos conceptos. Y así leemos en el primer libro de Moisés, “y la tierra era desierta y vacía”.
Pherekydes de Syros, introduce al Zeus, tierra y tiempo, como elementos fundamentales para la evolución del universo.
Cuando el hombre llegó del fantástico mito a la ciencia, preguntó, no solamente cuál es el fundamento temporal del mundo, sino también cual es su esencia. De esta manera surgieron la cosmología, la física, la ontología, con los problemas del tiempo, espacio, materia, etc.
En general, en las primeras filosofías se identificaba el espacio geométrico con el físico, especialmente cuando se llegó a la convicción de que también el aire, anteriormente considerado como vacío, tiene peso.
8. Estudiando la filosofía jónica, vemos que Anajimandros atribuye a su sustancia universal lo infinito en el tiempo y espacio; la arché es lo ápeiron, distinta de todos los elementos conocidos en aquella época, y sin embargo, con propiedades corporales.
Pytágoras y sus discípulos consideran los números como formas legales de todos los fenómenos, pero el espacio, el símbolo de la geometría, es para ellos el mediador entre el número y la naturaleza. Parece que la escuela pytagórica ha introducido en la ciencia griega el concepto del vacío, aplicándole a los intervalos entre los sonidos.
8. Los Eleatas.—Discusiones muy detalladas y bastante profundas sobre la naturaleza del espacio y tiempo, encontramos por la primera vez en la filosofía de los Eleatas.
Es sabido que el punto culminante de este pensamiento forma el concepto del ser y el de la unidad de todo lo que sucede. Lo característico de todos los representantes de esta escuela es la negación del espacio[10].
Parmenides, el más importante pensador eleata, en su poema “Sobre la naturaleza”, afirma lo siguiente: Los sentidos no conducen a la verdad, pues ellos nos engañan, indicándonos la multiplicidad y el eterno cambio de las cosas; a lo verdadero nos lleva la razón y el pensamiento, que reconoce “el ser de lo existente como indispensable; el ser del no-ser como imposible”. La verdad está fundada en el principio de que únicamente el ser es y que el no-ser no es. Podemos solamente pensar en un ser, y no hay pensamiento sin el ser al cual se refiere. Según Parmenides, pensar y ser es lo mismo. Mas el espacio es un vacío, es un no ser, por esta causa él no puede existir (ni en el pensamiento).
El ser, según este filósofo, no tiene ni origen ni fin, es eterno, inmóvil, invariable. Parece que él duda de la existencia del tiempo. Y en efecto, ¿para qué servirá el concepto tiempo en un mundo, donde nada sucede en el tiempo, donde se niega la realidad a todos los fenómenos temporales? Para Parmenides, efectivamente, no puede existir tiempo ni tampoco espacio, pues admitiendo su realidad, sería lo mismo como afirmar que es los que no es.
Parecería, entonces, que el universo de Parmenides debería ser ilimitado e infinito. Sin embargo lo real es, según él, algo extenso y que tiene la forma de una esfera. Es difícil concebir esta rara deducción de Parmenides; quizás la simetría y el hecho de que también la esfera no tiene ni fin ni origen, le indujeron a aceptar esta forma.
9. Melissos, otro Eleata también, atribuye al ser la extensión, pero le saca todo lo corporal; además, le dota, no solamente de lo infinito en el tiempo, sino también en el espacio. “Lo que es, era en la eternidad, y será en eternidad. El ser debe ser también infinito en su tamaño.” Este pensador hace, sencillamente el salto del infinito en el tiempo al infinito en el espacio, introduciendo, en vez del origen y fin temporal, los respectivos conceptos para el espacio.
En vista de que niega la posibilidad del movimiento, no admite tampoco la existencia del espacio. “El vacío es nada y una nada no puede ser”.
A pesar de esto, según Melissos, existe en el universo una sustancia que no tiene nada de corporal. “Pues siendo “una” no debe tener cuerpo. Porque si tuviera espesor tendría también partes y ya no sería una unidad”.
No podemos imaginarnos en qué consiste la materia mundial de este filósofo, ni cuál es la diferencia entre aquella sustancia universal y el espacio (vacío).
10. Zeno, el discípulo de Parmenides, según Platón, el fundador del método dialéctico, trata de demostrar la imposibilidad[392] del espacio, tiempo (y también del movimiento), por medio de sus célebres perplejidades, “aporias”.
La noción espacio la somete, además, a la siguiente crítica. Si todo lo real (ser) está en el espacio, entonces también el mismo espacio,—si no carece de realidad—debe encontrarse en espacio, es decir, en un segundo espacio. Mas por la misma razón el segundo espacio debe estar en un tercero, y así ad infinitum. No tenemos, según Zeno, otra alternativa que aceptar estas consecuencias o negar la realidad del espacio.
Las deducciones de Zeno, como de los otros filósofos de esta escuela, son sofismas, son juguetes con palabras, son, en la mayor parte, también equivocaciones lingüísticas, pues aplican los sustantivos para designar todas las abstracciones posibles, identificándolas con hechos y objetos concretos. Nosotros podríamos, por ejemplo, de la misma manera, afirmar: todo lo real tiene lugar en el tiempo. Si el tiempo es real, entonces, él también debe tener lugar en un tiempo, es decir, en un segundo tiempo, etc. Mas podemos también decir: Todo lo real o existente tiene existencia, si ésta no es una quimera, ella también debe tener una existencia, es decir, una segunda existencia, etc.
11. Volviendo a las perplejidades, podemos decir lo siguiente: Zeno llega en sus aporias (Achilles y la tortuga, la flecha volante, etc.) a la conclusión de que tiempo y espacio son ideas imposibles, sino queremos admitir contradicciones con la experiencia. Pero lo que él de hecho demuestra, es la imposibilidad de dividir el espacio y el tiempo continuo en partes discretas.
Por el momento nos interesa, especialmente, la aporia, en la cual trata de evidenciar la relatividad (de la medida) del movimiento y se podría agregar la relatividad (de la medida) del tiempo.
Tomo esta aporia de la obra clásica de Gomperz: “Pensadores griegos”, modificándola para nuestros fines.
12. Sean tres coches (A, B, C,) de la misma estructura y de la misma longitud, por ejemplo, 10 m. El primer coche A, sea dotado de un movimiento uniforme, rectilíneo, siendo su velocidad de 100 metros por minuto; el segundo B se encuentre en el estado de reposo; el tercero C tenga el mismo movimiento con la misma velocidad como A, pero dirigida en el sentido contrario. El tiempo que el punto inicial I de A emplea para llegar al punto final de B será, evidentemente, el doble de lo que necesita para alcanzar el punto final del coche C de la misma longitud. Preguntando ahora con qué velocidad se mueve A, tenemos que dar una contestación contradictoria,[393] según sea que refiramos la velocidad al coche móvil C o al coche B (en reposo).
Se podría ahora agregar de nuestra parte que si un observador tomase la velocidad del coche A como fundamento para ajustar su reloj, encontraría también distintos tiempos.
Este resultado lo consideró Zeno como tan anormal y ridículo, que lo ha tomado como la mejor comprobación de la no existencia del tiempo, espacio y movimiento.
Vemos, pues, qué consecuencias fatales puede tener el verbalismo excesivo. Los Eleatas se han enredado en sus propias palabras, de suerte que han perdido el buen sentido para la realidad. Al frente de su pensamiento ponen la noción de la unidad absoluta, lo que, naturalmente, es incompatible con el concepto de la extensión, con los conceptos espacio y tiempo.
13.—Demócritos.—Una reacción muy saludable contra los eleatas encontramos en la filosofía de los atomistas. Demócritos de Abdera, el mayor naturalista de la antigüedad, introduce el espacio (vacío), pues lo precisa para el movimiento de los átomos. Según Demócrito el espacio (vacío), el no ser, tiene una verdadera existencia, una existencia tan real como los mismos átomos.
Y de este modo asistimos al interesante fenómeno de que los fundadores del materialismo elevan los invisibles átomos, el invisible espacio, a la categoría de un verdadero ser; mientras que los semiracionalistas eleatas niegan el espacio, pues ellos conciben, únicamente, lo que es corporal, es decir, conciben únicamente lo presente.
14. La filosofía ática.—De nuestro problema fundamental han tenido, naturalmente, que ocuparse los grandes filósofos áticos. Y, en efecto, en las obras de Platón y Aristóteles encontramos consideraciones importantísimas sobre el tiempo y especialmente sobre el espacio.
Platón, el primer filósofo que con la mayor precisión plantea el problema de cómo y si puede existir una ciencia, quiere fijar lo que queda conservado siempre en la corriente de los fenómenos, para llegar al conocimiento de la verdad absoluta. Por esta razón hace los mayores esfuerzos para fundar una ciencia general de la verdadera esencia de las cosas. Según Platón el mundo de nuestros sentidos, aquel mundo que sufre continuos cambios y transformaciones, no puede conducir jamás a la verdad. El camino a la realidad está en el pensamiento, en la razón pura. Pues siendo, según Platón, fuera de toda duda, que el razonamiento nos lleva a un conocimiento superior a la observación, resulta que forzosamente también los objetos de nuestro pensar tienen un mayor grado[394] de realidad que los del mundo sensible. Por esta causa Platón crea el concepto “idea”, que forma el contenido objetivo del pensamiento. En las ideas está la realidad absoluta, en las ideas concebimos el verdadero ser, la esencia del universo, independiente de todas influencias externas[11]. Los objetos de la naturaleza forman un mundo de una verdad relativa; mientras que las ideas representan el mundo de verdad absoluta. Hay, entonces, según Platón, dos mundos distintos: la naturaleza y las ideas.
Las ideas ocupan en la filosofía platónica una posición tan privilegiada, que solamente el saber de ellas forma la ciencia (epístéme), la que es el privilegio de Dios y de un pequeño número de mortales; el saber de la naturaleza es solo una especie de opinión o persuasión (doksa), con mayor o menor probabilidad.
15. Ahora bien: según Platón se llega a la idea, como ya lo indica su nombre, por intermedio de una especie de mirar las cosas, de interesarse por intuición. Las ideas se forman por la mirada de los objetos que actúan sobre nuestros sentidos, pues observando las cosas corporales la razón pura reproduce la idea, cuando el alma recuerda la idea vista ya antes del nacimiento (a priori!)
Se podría, entonces, esperar que el gran filósofo idealista considerará al tiempo y espacio como ideas. Pero esto no sucede porque, según él, justamente lo que caracteriza el mundo de nuestras percepciones es su cambio en el espacio y con el tiempo. Por eso el tiempo y espacio no pueden tener sitio en el imperio de las ideas. La idea, el verdadero ser, (usía) se la imagina Platón en su intuición filosófico poética, reinando eternamente en un lugar superceleste, allá arriba en los campos de la verdad. La idea está fuera del espacio y tiempo y de otra parte: tiempo y espacio están fuera de las ideas. Y así leemos en el Timeo[12], según mi juicio la mayor obra de Platón: “Es preciso distinguir entre lo que es y existe siempre, sin haber nacido jamás, y lo que nace o pasa siempre, sin existir lo mismo. Lo que es y subsiste lo mismo, es comprendido por el puro pensamiento; lo que deviene siempre, objeto mudable de los sentidos, no puede ser conocido sino de una manera conjetural. Las ideas han existido siempre,[395] no habiendo tenido principio. El mundo ha tenido principio, entonces, no ha existido siempre. Lo que ha comenzado a ser, es necesariamente, corporal, visible y tangible”.
16. Platón conocía perfectamente la capital importancia del espacio y tiempo para nuestro conocimiento, pero para explicar su esencia chocó con dificultades sin poder resolverlas. El se dió cuenta de que estas nociones son de una estructura especial y de que no pueden ser consideradas ni como ideas ni como objetos de la sensación. Para salir del dilema Platón asigna al espacio y tiempo una posición intermedia entre las ideas y las cosas de la experiencia.
Según Platón también el mundo empírico tiene su importancia—aunque no la misma que las ideas—para el saber humano, pues él es una copia del eterno modelo de ideas. Los seres de la naturaleza son copias de los seres eternos, formados a su semejanza; además, justamente estas copias dan el motivo para la creación de ideas. Por otra parte, las cosas de la naturaleza las observamos siempre en el espacio y en el tiempo, siendo de esta manera estos últimos mediadores entre el mundo de ideas y él de nuestra percepción.
17. Refiriéndome a las propiedades del espacio, debo decir que, según Platón, el espacio no tiene ninguna forma, es la pura negación del ser, pero es capaz de tomar todas las figuras posibles, gracias a las determinaciones geométricas. (Por eso Platón considera la geometría como un saber indispensable para los filósofos; en la entrada de la Academia platónica estaban fijadas las palabras: “Sin geometría no hay entrada”). El espacio infinito e informe (ápeiron) y la forma geométrica (péras) suministran juntos los objetos de nuestros sentidos. Al espacio solo no podemos concebirlo ni con el pensamiento ni con los sentidos, ni es un concepto ni un objeto de percepción, ni idea. El es el “no” ser, sin el cual no podemos ver las ideas copiadas y representadas en los objetos sensibles. “El espacio no muda jamás su naturaleza, recibe continuamente todas las cosas en su seno, sin tomar absolutamente ninguna de sus formas particulares. Es el fondo de todo lo que existe”.
Al espacio Platón le atribuye tanto valor que lo cuenta entre los principios fundamentales para la formación del universo. En el Timeo leemos las palabras: “He aquí el resultado de mis reflexiones, y en resumen mi opinión: el ser, el lugar y la generación, son los tres principios fundamentales”.
Tiene para nosotros un interés especial el hecho de que a pesar de todo Platón introduce en el Timeo la existencia de un espacio eterno, una especie de semiidea que parece ser,[396] quizás el modelo de nuestro espacio común, en que observamos los fenómenos.[13]
Para darnos todavía mejor cuenta de la opinión platónica sobre el espacio, conviene citar todavía las siguientes palabras de Platón: “Es preciso reconocer una tercera especie, la del lugar eterno, que no puede ser destruído, que sirve de teatro para todo lo que nace, no está sometido a los sentidos, es solo perceptible a una especie de razonamiento bastardo, que vislumbramos como un sueño al decir que es de absoluta necesidad que todo lo que existe esté en algún lugar y ocupe algún espacio”. Gracias a una especie de pseudo razonamiento nosotros creemos, entonces, que el espacio es algo real, que todo lo que existe debe estar en el espacio. Pero de hecho el espacio nuestro no tiene una existencia real, y nosotros nos encontramos como en un sueño.
18. Opiniones muy originales tiene Platón sobre el tiempo. El tiempo, como lo observamos nosotros, es según él una copia de la eternidad. Mientras que el tiempo del mundo sensible corre continuamente adelante en forma de días, meses y años, su modelo (la eternidad) descansa siempre en sí. No puedo ilustrar mejor la opinión platónica del tiempo, que citando las siguientes bellas palabras del Timeo:
“Cuando el padre y autor del mundo vió moverse y animarse esta imagen de los dioses eternos (es decir, de las ideas), que él había producido, se gozó en su obra, y lleno de satisfacción, quiso hacerla más semejante aún a su modelo. Y como este modelo era un ser eterno, se esforzó para dar al universo, en cuanto fuera posible, este mismo género de perfección. Pero esta naturaleza eterna del ser inteligible no había medio de adaptarla a lo que es engendrado. Así es que Dios resolvió crear una imagen móvil de la eternidad, y por la disposición que puso en todas las partes del universo, hizo a semejanza de la eternidad, que descansa en la unidad, esta imagen eterna, pero divisible, que llamamos el tiempo. Los días y las noches, los meses y los años, no existían antes, y Dios los hizo aparecer, introduciendo el orden en el cielo. Estas son partes del tiempo, y como el tiempo huye, el futuro y el pasado son formas que en nuestra ignorancia aplicamos muy indebidamente al Ser eterno. Nosotros decimos de él: ha sido, es, será; cuando sólo puede decirse, en verdad: él es. Las expresiones ha sido, será, solo convienen a la generación, que pasa y se sucede en el tiempo. Tales expresiones representan[397] movimientos, y el Ser eterno inmutable, inmóvil, no puede ser más viejo ni más joven; no existe, ni ha existido, ni existirá en el tiempo. En una palabra, no está sujeto a ninguno de los accidentes que la generación pone en las cosas que se mueven y están sometidas a los sentidos; éstas son formas del tiempo que imita la eternidad, realizando sus revoluciones, medidas por el número. “El tiempo fué, pues, producido con el cielo, a fin de que, nacidos juntos, perezcan juntos, si es que deben algún día perecer; y fué hecho, según el modelo de la naturaleza eterna, para que se pareciese a ésta todo lo posible. Porque el modelo está siendo de toda eternidad, y el tiempo es, desde el principio hasta el fin, habiendo sido, siendo y debiendo ser. Con este designio y con este pensamiento, Dios, para producir el tiempo, hizo nacer el Sol, la Luna y los otros cinco astros, que llamamos planetas y que están destinados a marcar y mantener la medida del tiempo.”
Existe, entonces, según Platón, una especie de reloj mundial y eterno, cuya imagen es el tiempo nuestro, observado y medido por movimiento de planetas.
Parece que Platón hasta identifica el tiempo del mundo experimental con el movimiento, pues en el Timeo habla de los planetas como (órgana chrónu); otra vez dice: Chrónos hé tu uranú kínesis: Tiempo el movimiento del cielo.
19. Las palabras pronunciadas despiertan en mi memoria las célebres afirmaciones del gran físico inglés Isaac Newton sobre el “tiempo verdadero y absoluto” en oposición con el tiempo “relativo y vulgar”.
En la definición 8 de la mecánica (“Philosophiae naturalis principia mathematica”), Newton exclama:
“Tempus absolutum, verum et mathematicum in se et natura sua absque relatione ad externum quodvis aequabiliter fluit alioque nomine dicitur duratio. Relativum, apparens et vulgare est sensibilis et externa quaevis durationis per motum mensura (seu accurata seu inaequabilis), qua vulgus vice veri temporis utitur ut hora, dies, mensis, annus.
Tempus absolutum a relativo distinguitur in astronomia per aequationem temporis vulgi. Inaequales enim sunt dies naturales, qui vulgo tamquam aequales pro mensura temporis habentur. Hanc inaequalitatem corrigunt astronomi, ut ex veriore tempore mensurent motus celestes. Possibile est, ut nullus sit motus aequabilis, quo tempus accurate mensuretur. Accelerari et retardari possunt motus omines, sed fluxus temporis absoluti mutari nequit. Eadem es duratio seu perseverantia rerum, sive motus sint celeres, sive tardi, sive nulli.”
¿No hay una sorprendente analogía entre las afirmaciones de Platón y de Newton?
20. Haciendo ahora un brevísimo resumen en palabras modernas, podemos decir lo siguiente: Según Platón tiempo y espacio son el fundamento del mundo sensible, pues todos los fenómenos tienen lugar en algún espacio y en un cierto tiempo. El espacio es algo informe, ilimitado, incorporal e invisible, pero puede tomar todas las formas geométricas posibles por intermedio de los cuerpos.
Aunque Platón en su cosmogonía hace nacer los elementos del espacio, sin embargo, no cabe duda de que el espacio platónico no coincide con el concepto moderno de la materia que está caracterizado por la inercia. Lo “ápeiron” de Platón es el receptor de los fenómenos físicos, pero distinto del concepto “hyle” (materia) de Aristóteles.
21. Estudiando las obras platónicas, se ve con qué enormes dificultades ha tenido que luchar el gran filósofo para resolver nuestro problema. Esta es la razón porque usa tan distintas y raras expresiones, cuando analiza las nociones espacio y tiempo. La causa principal de las dificultades está en esto, que Platón—como los otros filósofos griegos—no ha podido concebir la noción del vacío.
22. En la teleología platónica el espacio y tiempo ocupan un lugar muy singular. Dios ha creado un mundo absolutamente perfecto, es decir, el mundo de las ideas, el mundo de las verdades absolutas; pero el género humano observa en la naturaleza únicamente imágenes, copias muy pálidas de aquel mundo divino, porque justamente el espacio y tiempo tienen la culpa de que nosotros veamos todo de una manera imperfecta y percibimos sólo verdades aparentes. Nuestro horizonte es limitado, pues estamos obligados a mirar las cosas en vez de “sub especie eternitatis” en un espacio y tiempo limitado. Espacio y tiempo, pues, no sólo son los mediadores entre el mundo sensual e ideal, sino, además, no nos permiten ver el universo (las ideas) en su verdad desnuda.
23. Como nos convenceremos más tarde, las investigaciones de Platón forman el punto de partida para toda la concepción idealista (relativa) del espacio.[14] No cabe duda de que Platón sintió, en su intuición filosófico-poética, que el espacio es la condición indispensable para poder percibir y comprender los fenómenos de la naturaleza, lo que él expresa diciendo: la condición “para la presentación de las ideas en el mundo de sensibilidad”. Aplicando la terminología de[399] Kant será, quizás, permitido afirmar que para Platón el espacio era casi la condición “de una posible experiencia”.
Pero, a pesar de todo, Platón no llegó a considerar el espacio y menos todavía el tiempo como formas de nuestra intuición; pues en el fondo no ha tenido nociones completamente claras sobre el asunto. Él mismo lo confiesa con la franqueza propia de los grandes pensadores, cuando dice: “El espacio es una especie de ser, que participa de lo inteligible de una manera obscura e inexplicable”.
No vacilamos en afirmar que Platón estaba ya muy cerca de considerar el espacio como una forma de nuestra intuición, es decir, que tenía la solución casi en la mano, pero se le escapó. Han debido pasar siglos, han tenido que aparecer los sistemas de Berkeley y Hume antes de conseguir este sencillo resultado: tiempo y espacio son formas de intuición.
El gran genio griego en su intuición concibió el problema, pero la solución clara y precisa la dió Kant en su criticismo.
También en las ciencias modernas encontraremos algo análogo. Un pensador meridional—me refiero a Poincaré—ha echado las bases para la reforma del concepto tiempo, sometiendo la noción “simultaneidad” a una crítica muy interesante; mas la solución exacta, el nuevo concepto tiempo, lo dió un físico del Norte de Europa.
Aristóteles.—24. Aristóteles, el más eminente discípulo de Platón, no sigue el camino del maestro; pues funda más bien un sistema propio que está, en cierto sentido, opuesto a la doctrina idealista.
Aristóteles era más universal que Platón y le superó, especialmente, en sus conocimientos de las ciencias naturales. Un cerebro sumamente vasto, era el verdadero polisabio, la encarnación del saber de su época, de suerte que con razón se le indica hasta hoy día con el epíteto “el filósofo”, por antonomasia. Como buen observador, atribuyó mucha importancia a las ciencias naturales; en sus investigaciones trató en lo posible de definir todo, es decir, fijar en cada fenómeno aislado lo esencial “usía” y al mismo tiempo expresar su relación con el concepto general.
25. Platón proclamó como la única realidad los objetos de los conceptos generales (ideas), que tienen existencia completamente independiente de las cosas sensuales; los objetos aislados eran, según Platón, solo imágenes de lo verdadero.
Aristóteles rechaza este pensamiento, pues, según él, el error principal del sistema platónico consiste justamente en aquella separación completa de las ideas y de los objetos.
Los conceptos generales expresan, según Aristóteles, únicamente propiedades comunes a muchos objetos aislados; mas los conceptos generales por sí mismos no tienen existencia independiente. Pero si lo general no subsiste por sí mismo, no puede ser sustancia (“usia”), la que por su parte forma el fundamento real de todo.
Como sabemos Platón ya a priori atribuye a las ideas una existencia original, independiente del mundo de nuestros sentidos, creando, de este modo, dos mundos completamente distintos. Aristóteles considera imposible que la doctrina idealista pueda explicar la esencia del mundo empírico; según sus juicios, hay más bien que suprimir aquella contradicción entre el mundo de ideas y el mundo de objetos, pues las ideas no deben ser concebidas como algo distinto de las cosas sensuales. Para conseguir la verdad, para conocer la esencia del mundo, hay que examinar con mucha precisión y mucho cuidado los fenómenos de la naturaleza. Y haciendo esto se llega al resultado de que la verdadera realidad está en lo individual. Mientras, entonces, para Platón, la verdad está en el concepto general, según Aristóteles, al revés lo individual (“tóde tí”) es el tipo de la completa realidad.
Mas no hay que creer que Aristóteles entienda con su “tóde tí” los objetos materiales; pues también, según él, todo lo sensible es pasajero y mudable, mientras que el saber, la ciencia, debe ocuparse de cosas invariables y eternas. El objeto del verdadero conocimiento es, pues, lo individual, pero no lo material, lo sensible, sino lo individual concepcionalmente pensado. La realidad metafísica está, entonces, fundada en lo individual determinado por el concepto.
Llegamos al conocimiento del mundo saliendo de los hechos aislados é investigando la relación entre lo especial y lo general. En esta ocasión nos convencemos de que cada objeto de la naturaleza consiste en materia y forma, estando estas dos ligadas de tal manera que jamás puede subsistir materia sin forma o forma sin materia.[15]
La “usia” se compone de forma y materia; y la generación estriba en esto; que la esencia de las cosas (“usia”) pasa de la mera posibilidad “dinamis” a la realidad “energeia”. La materia (“hyle”) representa la posibilidad, de que la materia, plasmada por la forma, se convierte en realidad.
La materia es pura pasividad, es el objeto en el cual los fines, o mejor dicho, los designios de la naturaleza, hallan su realización. Pero no hay contraste entre materia y forma (como entre la “idea” y el “objeto sensible” de Platón),[401] no subsisten dos cosas distintas y opuestas: materia y forma, sino que el mismo objeto, considerado en su materia, es la posibilidad de la realidad, representada por su forma.[16]
Será, quizás, permitido decir: Materia y forma son los dos lados de la misma medalla.
26. El paso de la posibilidad a la realidad se efectúa por intermedio del movimiento. Aristóteles distingue tres especies de movimiento: 1) cuantitativo o cambio del tamaño; 2) cualitativo o cambio de las propiedades del cuerpo; 3) cambio del lugar en el espacio. Pero todas estas especies quedan reducidas al movimiento de la última clase. La materia, tiene una inclinación natural, “desea” la forma; pero en vista de que es sólo posibilidad, puede tomar distintas formas; ella tiene inercia y por esto impide la completa realización de la naturaleza, siendo de este modo la causa del azar en el universo.
27. En la filosofía de Platón hemos encontrado tres fundamentos principales del mundo:
1) Ideas.
2) Sensibilidad.
3) Espacio (ápeiron), mediador entre 1 y 2, donde sólo 1) tiene una existencia original e independiente. Aristóteles acepta cuatro causas originales (arché).
1) Materia, Pasividad o Posibilidad.
2) Forma, Actividad.
3) Movimiento, mediador entre 1 y 2.
4) Designio final,
pero al mismo tiempo trata de unir los tres grados platónicos de realidad en un solo concepto real. De esta manera, la transcendencia de Platón queda reemplazada en cierto sentido por la inmanencia.
28. Después de lo explicado podemos esperar, que 1) Aristóteles, seguramente, también se ocupará de los conceptos, espacio y tiempo, pues cada movimiento—una de las “arché”—tiene lugar en el espacio y tiempo.
2) que el espacio no tendrá ya un papel análogo a lo “ápeiron” de Platón.
3) que Aristóteles se apoyará más en la observación y en los hechos aislados (tratando el problema que nos interesa).
4) que el naturalista Aristóteles llegará a una solución distinta de la platónica.
Y, en efecto, ya en su célebre obra “Categorías”[17] Aristóteles se ocupa del espacio y tiempo.
29. Tiempo y espacio aparecen como la 5 y 6 categorías.
Aristóteles distingue en las “categorías” cantidades discretas y continuas. El espacio lo cuenta entre las cantidades continuas, porque “las partes del cuerpo, que mediante su reunión van a pasar a un término común, ocupan siempre un espacio. Por consiguiente, las partes del espacio, que ocupa cada una de las partes del cuerpo, se suman en este mismo término común en que se reúnen las partes del cuerpo mismo: luego el espacio es una cantidad continua, puesto que sus partes van a pasar mediante su reunión a un término común”.
El tiempo también es continuo; porque “de una parte lo presente se relaciona a la vez con lo pasado y con lo porvenir”.
Una diferencia principal entre el espacio y el tiempo la encuentra Aristóteles en el hecho de que “las partes del espacio tienen entre sí una relación de posición, mientras que las partes del tiempo por el contrario tienen entre sí un cierto orden, puesto que en el tiempo esta parte es anterior, y aquella otra posterior”. “Partes del tiempo no pueden tener una posición, porque ninguna de las partes del tiempo es permanente”. “Lo que no es permanente no puede tener posición”.
El tiempo es, según Aristóteles, muy estrechamente ligado con el número; los dos se unen en el concepto común “antes” (“próteron”) y “después” (“hysteron”).
30. El espacio es el lugar que ocupa el cuerpo. Esto se podría deducir de las palabras citadas de las “Categorías”. Sin embargo no hay que pensar en que Aristóteles identifica el espacio con la forma del cuerpo, pues él mismo lo advierte expresamente, que en tal caso los cuerpos se moverían no en el espacio sino con su espacio.
Para evitar equivocaciones Aristóteles dió la siguiente definición del espacio:
“El espacio es el límite inmóvil entre el cuerpo envolvente y el envuelto”.
El espacio exige, entonces, la presencia de la materia o con más exactitud la presencia, por lo menos, de dos cuerpos. La subsistencia del espacio está ligada a la existencia del mundo corporal. Y así el espacio de la mesa en la sala será[403] el límite fijo entre la mesa (envuelta) y el aire que la envuelve.
Se ve en seguida que esta explicación aparente de la “esencia” del espacio se basa en una observación muy grosera.
Ya de la definición resulta que el espacio aristoteliano tiene que ser limitado; además, resulta la imposibilidad del espacio vacío, pues se entiende por sí mismo,—si el espacio es el límite entre el cuerpo envolvente y el envuelto—que donde no hay cuerpos tampoco hay espacios.
Aunque Aristóteles estaba convencido de que el concepto de espacio, “vacío” contradice al sentido común[18], sin embargo, dió en sus obras muchos otros argumentos contra la posibilidad de un espacio vacío e ilimitado.
31. Argumentos contra el espacio vacío:
Si además del espacio (tópos) ocupado por los cuerpos hay un otro vacío, entonces al entrar un cuerpo en éste (vacío), debían atravesarse dos espacios.
Otro argumento es el siguiente: Aristóteles deduce que en un espacio vacío todos los cuerpos debían caer con la misma velocidad; lo que, según su juicio, es una cosa imposible; por consiguiente un vacío no puede subsistir. Esta demostración aparente, y, además, falsa[19], le parece ser una refutación tan decisiva que exclama con ironía: “Y así resulta que la afirmación del vacío en realidad es un vacío”.
32. Argumentos contra lo infinito del espacio. Cada cuerpo tiene que estar en un cierto lugar, porque cada cuerpo tiende a su lugar natural, pero en lo infinito no hay un lugar determinado, no hay diferencia entre abajo y arriba, entre la derecha e izquierda; por consiguiente el espacio es limitado.
Debemos imaginarnos el mundo como algo acabado, completo y perfecto. Mas Aristóteles niega, sobre todo, que las cantidades infinitas pueden existir como algo “acabado”, porque “lo infinito no existe, sino se forma”; entonces, un espacio infinito no puede subsistir en el mundo.
Todo el espacio está limitado, según Aristóteles, por la esfera celeste, porque en su creación la divinidad consumió toda la materia existente. Más allá de la esfera celeste, cuyo centro es nuestra tierra, no hay, entonces, materia, por consiguiente allá no hay espacios y mucho menos espacios vacíos, lo que sería un doble disparate.
33. Cerrando la discusión sobre el espacio quiero, todavía, mencionar que Aristóteles trata de demostrar que nuestro espacio no puede tener más que tres dimensiones. Lo hace refiriéndose a la costumbre de decir “ambos” cuando hay dos, y que cuando hay tres se habla ya del “todo”, porque no hay una palabra especial.
34. Al concepto tiempo lo somete Aristóteles a un tratamiento parecido al del espacio. En la “Física” leemos lo siguiente: “El tiempo es una cantidad continua, él es el número (medida) del movimiento con relación a lo precedente y lo sucesivo”.
Debo llamar la atención de que en esta definición la palabra “movimiento” se refiere no solo a los fenómenos físicos sino también a los psíquicos, pues Aristóteles dice una vez: “Si bien al reinar la obscuridad y calma nosotros no percibimos ninguna impresión del cuerpo, tenemos, sin embargo, en seguida la sensación del tiempo, cuando se produce en nuestra alma algún movimiento” (conmoción). Por esta razón Gomperz pone, en vez de la palabra “movimiento” (kinesis), “suceso”.
El tiempo es pues, la medida (el número) del movimiento. La unidad de este número (medida) constituye el concepto de “ahora”; por el movimiento de dicho concepto “ahora” nace el tiempo.
Aristóteles no identifica el tiempo con el movimiento, como sucede en las obras de Platón; pero el concepto “tiempo” está ligado al número y al movimiento. Donde no hay cuerpos no hay tiempo.
Siendo el movimiento del universo, según Aristóteles, sin principio ni fin, sigue ya forzosamente de la definición que el tiempo es infinito e ilimitado.
En una ocasión se pregunta Aristóteles, si el tiempo podría substituir aunque no existiera el alma. Su contestación es: el tiempo no puede subsistir sin el alma, como el número no puede existir sin la persona que cuenta.
Debíamos, entonces, admitir que Aristóteles niega la existencia de un tiempo absoluto. Y sin embargo, introduce al lado del tiempo infinito, en el cual se mueve lo mudable, el concepto “eternidad” (“aión”), que es la esencia sin tiempo de lo invariable, y así Dios no está en el tiempo, sino en la eternidad. Todos los fenómenos tienen lugar en el espacio y tiempo, únicamente Dios no está ni en el tiempo ni en el espacio.
35. En las “categorías” Aristóteles analiza también los conceptos prioridad y simultaneidad. Por razones especiales citaré lo que afirma de la simultaneidad: “Se dice, en general y en el sentido más especial de la palabra, que dos cosas son[405] simultáneas, cuando su existencia tiene lugar al mismo tiempo. Ni la una es anterior, ni la otra posterior; se dice también que existen a la vez en el tiempo”.
“En general se llaman simultáneas las cosas cuya existencia se produce a la vez en el tiempo”.
Volveremos sobre este punto al tratar en el último capítulo el concepto simultaneidad en la teoría de la relatividad.
36. Tampoco Aristóteles considera tiempo y espacio como formas de la intuición; en su filosofía, tiempo y espacio aparecen un “accidens” de los cuerpos. Según mi juicio el concepto aristotélico del espacio significa un paso atrás en comparación con Platón.
Por LEOPOLDO MAUPAS
Profesor en la Universidad de Buenos Aires
1.—El problema de la lógica inductiva.—2. Fundamento de la inducción.—3. La causa como principio crítico.—4. El principio de causalidad como postulado de la inferencia causal.—5. La constatación de la coincidencia solitaria, como base experimental de esa inferencia.—6. Leyes empíricas.—7. Fundamento y determinación de las leyes empíricas.—8. Aplicaciones de las leyes empíricas.—9. Conclusión.
El conocimiento crítico empieza, en la evolución del espíritu humano, cuando la verdad se refiere no a la creencia sino a los fundamentos de la creencia.
La experiencia que sirve de fundamento a la ciencia siempre es indirecta, y se realiza por medio del razonamiento crítico. La experiencia directa no es fundamento científico. La comprobación de la dirección rectilínea de la propagación de la luz, no sería posible referirla a la experiencia directa. Se prueba indirectamente en la forma de la sombra de un cuerpo opaco. La forma de la sombra verifica que la dirección de la luz es rectilínea, porque comprueba indirectamente la conclusión del razonamiento geométrico que determina cuál sería la forma de la sombra si los rayos luminosos se propagaran en dirección rectilínea. La realización de la previsión en la experiencia, prueba así indirectamente, la dirección de la luz.
La experiencia que funda al conocimiento científico es así indirecta, y el razonamiento crítico es el instrumento que la hace posible.
El valor de la crítica científica, supone, pues, una experiencia[407] justa y un razonamiento legítimo. La conclusión será falsa, aunque el razonamiento sea legítimo, si la experiencia no es justa. Si veo mal la sombra que produce el cuerpo opaco y no concuerda con la que debería producir de acuerdo con el razonamiento geométrico, la conclusión que podría sacar con la dirección rectilínea de la luz sería falsa en razón de la deficiencia de la experiencia. En cambio sería falsa en razón de la ilegitimidad del razonamiento, si la sombra de la experiencia no concuerda con la que debería producirse según el razonamiento geométrico, por error de cálculo (aunque la observación de la sombra sea justa).
Veamos en qué puede consistir la ilegitimidad del razonamiento.
Sabemos que el razonamiento crítico es una serie de sustituciones de afirmaciones idénticas. Decimos que “la Democracia es la mejor forma de gobierno”, porque entendemos que decir “mejor forma de gobierno” es igual a decir “gobierno que responde al interés de la mayoría de los ciudadanos” y que decir “gobierno que responde al interés de la mayoría de los ciudadanos” es lo mismo que decir “gobierno que se someta al contralor de la voluntad de la mayoría”; pero esto es lo mismo que decir “Democracia”; por lo tanto, suprimiendo las identidades intermedias concluímos que “la Democracia es la mejor forma de gobierno”.
El razonamiento crítico es así una serie de sustituciones de afirmaciones. Ahora bien; cada sustitución es evidente o no lo es. Si no lo es, necesita demostración. En ese caso un nuevo razonamiento tendrá que fundar las sustituciones, y así sucesivamente como lo dijimos al hablar de los problemas de la crítica científica[20], hasta llegar a la afirmación de sustituciones evidentes por sí mismas.
Pero, llegados a esos términos básicos del razonamiento, ¿cómo se funda la legitimidad de la sustitución? También lo hemos dicho al ocuparnos del mecanismo de la crítica. La sustitución se legitima en la evidencia de la identidad de la sustitución. Sustituyo la forma de la sombra que me daba el razonamiento geométrico por la sombra que mis ojos ven en la experiencia realizada, porque hay identidad entre las dos formas. Esa evidencia de la identidad de los términos sustituídos es así el criterio único y último en que se funda la legitimidad de la sustitución.
De manera, pues, que en definitiva, el fundamento de la sustitución o exclusión de los términos en los razonamientos es la evidencia de su identidad o de su contradicción. Ahora bien; la identidad o la contradicción, constatada en la evidencia,[408] no es susceptible de verificación. La evidencia es el criterio último y único de la verdad. No es rectificable. Si la evidencia se equivoca, no hay manera de reparar la equivocación. Solamente la experiencia contradictoria o mayores conocimientos pueden modificar nuestras primitivas evidencias. Mientras esto no sucede, la conciencia sigue tranquila y exenta de curiosidad, por la imposibilidad en que se encuentra de sospechar su error. Pero, si llega a suceder, al comprobar la falsedad de muchas sustituciones que parecieron evidentes, puede reconstruir el proceso del error y determinar sus causas, y en consecuencia precaverse de ellas. De la experiencia del error nació así la lógica.
El propósito de explicar las falsas sustituciones de términos en los razonamientos, justifica pragmáticamente los estudios lógicos, y les da sentido en la teoría de la ciencia.
Ahora bien; en sus reflexiones acerca de las causas del error en los razonamientos, el espíritu humano ha encontrado que la falsa sustitución de los términos puede provenir o bien de deficiencias de lenguaje, o de mala interpretación de la experiencia en las generalizaciones, o de deficiencias en las observaciones, y también de prejuicios individuales o colectivos. Ejemplos de lo primero son todos los casos en que se violan las reglas de la lógica formal. Si de la consideración de que el rey de Sajonia era Francisco Augusto III y de que los ingleses son sajones deduzco que Federico Augusto III era rey de Inglaterra, el error tiene por causa una inadvertencia de lenguaje, por dar a la palabra sajón, cuando hablo de Federico Augusto como rey de los sajones, una extensión que no tiene cuando califico a los ingleses como sajones. La lógica formal nos previene contra esa causa de error indicándonos que en los silogismos el término medio se debe tomar por lo menos una vez en toda su extensión. Ahora bien; en los ejemplos propuestos, la palabra sajón en ninguno de los dos casos se refiere a todos los sajones.
Ejemplos de falsa sustitución por deficiencia en la interpretación de la experiencia, son todos aquellos casos en que se violan las reglas de la lógica inductiva. Si he comprobado que el vapor de agua en Buenos Aires disuelve una sustancia, que se podría encontrar en abundancia en una montaña de 3.000 metros, y resuelvo establecer una industria para su explotación; si esa sustancia para disolverse necesita vapor de agua a la temperatura que tiene en Buenos Aires, mi determinación se fundará en un falso razonamiento, por falsa generalización respecto a la temperatura a que el agua hierve. La temperatura del vapor de agua no llegaría a disolver la sustancia,[409] porque a esa altura el agua hierve antes de alcanzar la temperatura requerida.
Ejemplos de deficiencias en la observación o de prejuicios individuales o colectivos, serían todos aquellos que nos hacen ver en las cosas caracteres que no tienen y las falsas nociones que nos hacen establecer entre esas cosas y otras, relaciones de identidad que no existen. El que se asusta de los gestos que hace el que se despereza ha observado mal el acto. Los exorcismos con que en la edad media se pretendía curar a los endemoniados no eran sino consecuencias de los prejuicios de la época. Estas causas de error son inevitables. Bacon indica las precauciones que conviene tomar para evitar las malas observaciones. Estas indicaciones son de carácter puramente psicológico; pero es interesante conocerlas, y hemos de ocuparnos de ellas al hablar de los principios de la investigación. Por lo que se refiere a los prejuicios individuales y colectivos, representan el estado de la ciencia individual y colectiva. Contra ellos nada se puede. Sólo más ciencia puede evitarlos.
En el último artículo que he publicado en esta revista he indicado como procede la lógica formal para evitar los malos razonamientos que tienen su origen en la indebida extensión de los términos en el lenguaje. Y he indicado también cómo ese problema desaparece, y en consecuencia la necesidad de la lógica formal, si se da a los términos valor pragmático. Procediendo en términos definidos pragmáticamente, el peligro de razonar mal por deficiencia de lenguaje desaparece.
Con esto queda claramente delimitada la función de la lógica inductiva en la solución de los problemas que plantea la crítica del conocimiento. Su función es verificar el valor de las generalizaciones. Un razonamiento puede ser justo desde el punto de vista formal; puede no tener defectos de observación; los prejuicios podrían no tener importancia para la conclusión, y sin embargo ser ésta falsa en razón de una mala generalización. Y para esclarecer estas afirmaciones, voy a recurrir a un ejemplo que he empleado a menudo: la inferencia que se saca de la muerte de una cobaya respecto al efecto que produciría en el hombre la inyección de la sustancia que le produjo la muerte. La inferencia se funda en la identidad de constitución que se establece entre el hombre y el cochinillo de la India, que afirmamos en razón de la identidad de los caracteres de su constitución. La determinación de la identidad de los caracteres podría ser justa, y con todo la inferencia podría ser ilegítima en razón de la falsa generalización. Puede ser cierto que el conejillo murió a consecuencia de la inyección de la sustancia venenosa. Puede ser también que sea legítima la identidad de constitución que se[410] ha observado entre el hombre y el conejo. Pero, la generalización podría ser ilegítima si, por ejemplo, el conejo no murió en razón de los caracteres de su organización, en lo que son idénticos con los del hombre, y que de haber sido por esa causa legitimarían la generalización. Si por el contrario la inyección hubiese muerto al conejo porque momentos antes había comido una yerba determinada, el hecho no solamente no prueba que los hombres morirían con igual inyección, sino que tampoco probaría que los demás conejos hubiesen de morir a consecuencia de ella. La única generalización que se podría hacer sería que los conejos que han comido tal sustancia morirán si se les inyecta el veneno en cuestión. Pero, ¿en qué consiste la falsa generalización? ¿Cuáles son las condiciones que tiene que reunir una generalización justa?
Y esa pregunta nos acerca a la delimitación de la función propia de la lógica inductiva. Y digo nos acerca, porque la lógica inductiva no tiene por función determinar las condiciones de toda generalización, sino de aquellas generalizaciones que se fundan en la inducción.
Efectivamente, hay dos clases de generalizaciones: las que se fundan en la simple enumeración de los caracteres constatados en los casos particulares, como cuando se ve que cada una de las fichas que se encuentran encerradas en una caja son de color rojo, y generalizando se afirma que las fichas de esa caja son rojas. La otra clase de generalización es la que se funda sólo en la observación de uno o más casos particulares, como cuando afirmo que los hombres mueren si un balazo les atraviesa el corazón, fundado en que Juan murió por esa causa.
Las generalizaciones que no son más que la expresión de una totalidad, se fundan en la enumeración de todos los casos. Esta clase de generalización, salvo deficiencias en la observación, no puede tener más causas de error que la enumeración incompleta. Si he observado bien y he contado todos los casos, la generalización no puede ser falsa[21].
Así es cómo la teoría de la inducción tiene por función resolver uno de los problemas que plantea la crítica de los conocimientos, y que consiste en determinar las condiciones que debe reunir una generalización fundada en la inducción.
La importancia de la lógica inductiva es así enorme. Constituye la teoría fundamental de casi toda la ciencia de lo real. Pero grandes dominios de la ciencia se construyen fuera de su fundamento, y para acabar de determinar los límites[411] de sus funciones, veamos especialmente cuáles son los que no se fundan en ella.
La lógica inductiva sólo se refiere a la verificación de las ideas reales generales que se fundan en la inducción. Ni las ideas irreales, ni las ideas concretas, ni las ideas generales que se fundan en la simple enumeración, son susceptibles de verificación por el razonamiento inductivo. Tampoco se fundan en la inducción las leyes derivadas de otras más generales.
Efectivamente, las ideas matemáticas, o son principios racionales, axiomas, definiciones y postulados, es decir, verdades intuitivas inverificables y presupuestos que se afirman sin demostración, o son ideas construídas sobre esos elementos. Ahora bien; los elementos de esas construcciones, los principios racionales, son inverificables, y el valor de las ideas derivadas se determina en la coexistencia armónica del sistema. El origen psicológico de las ideas matemáticas podrá ser experimental; pero su crítica científica nada tiene que ver con ese origen experimental. Por eso es que la teoría de la inducción, que trata de determinar las condiciones que debe reunir la experiencia para permitir la generalización, nada tiene que ver con la verificación de las ideas irreales.
Tampoco tiene función que llenar la lógica inductiva en las ciencias aplicadas. Estas operan con ideas concretas y su verificación no es objeto de la lógica inductiva. Como lo dijimos en su lugar, las ideas concretas se verifican en el conocimiento de su ley, es decir, de la idea general de la que son un caso particular. Se verifican deductivamente. La simple constatación de un hecho particular no nos saca del conocimiento vulgar: conocer científicamente un hecho concreto es explicarlo, y explicarlo para la ciencia en la actualidad, lo mismo que para Aristóteles, es determinar su ley. Cuando se le puede deducir de ésta, el hecho queda explicado.
Tampoco son de aplicación las reglas de la lógica inductiva a la verificación de las ideas generales que se fundan por simple enumeración, con lo que vienen a quedar excluídas de su consideración las leyes que S. Mill llama leyes de coexistencia no dependientes de causalidad, es decir, la determinación de los caracteres primitivos de los géneros.
Y, por fin, tampoco son de aplicación las reglas de la lógica inductiva a las ideas generales, cuando éstas se deducen de otras ideas más generales.
La lógica inductiva no es, pues, la teoría de toda la ciencia. Ni siquiera de toda la ciencia de lo real. Gran parte de ésta escapa a su fundamento; pero su dominio es tan grande y tan importante, que casi se podría decir que es la teoría de la ciencia experimental.
Y con esto dejamos determinada la función de la lógica inductiva: es la teoría de la verificación de las ideas generales que se fundan en la inducción.
Pasemos a considerar cómo la lógica inductiva trata de resolver el problema que se le propone.
La inducción consiste en verificar la afirmación general en uno o en varios casos particulares. Sabemos, por habernos ocupado de ello al estudiar la crítica del conocimiento, qué es lo general. Lo general es lo común a varios. Y por lo tanto la fuente para la verificación de las ideas generales tiene que ser los casos individuales que comprende. El problema que plantea la verificación de las ideas generales es saber cómo se puede verificar en lo particular la verdad que se afirma en general.
Ahora bien; si lo general es lo común a varios, sumando en los casos particulares los caracteres comunes se podrá verificar la verdad de la afirmación general: Si individualmente se puede constatar que cada uno de los doce apóstoles usaba barba, la afirmación general de que los apóstoles eran barbudos queda verificada.
Pero no siempre es posible hacer el recuento de los casos particulares que constituyen un género. Por el contrario, en la mayoría de los casos no es posible la enumeración. No es posible contar todos los ejemplares del género hombre para verificar la afirmación de que el hombre es mortal. Y aunque se pudieran contar los que existen actualmente, no podríamos comprender en la enumeración a los hombres que fueron y a los que serán. Y sin embargo generalizamos también para ellos. Fundándonos en la afirmación de unos cuantos casos, afirmamos que lo que en ellos hemos constatado es la expresión de una ley general.
La generalización por inducción se distingue de la generalización por simple enumeración, en que ésta es el resultado del recuento de todos los casos particulares comprendidos en la afirmación general; mientras que la inducción se funda sólo en algunos casos y a veces en uno solo.
Pero, ¿cómo es posible que lo constatado en uno o en varios casos se pueda afirmar de todos los individuos comprendidos en el género? Y sobre todo ¿cómo distinguir los casos particulares que expresan lo general de aquellos que no lo hacen? Porque no siempre lo particular es prueba de lo general.
Si un balazo atraviesa el corazón de Juan y muere, este hecho particular es una prueba de la afirmación general de que los hombres mueren si una bala les atraviesa el corazón. Pero, si bañándose Juan muere ahogado en el río, este hecho particular no probaría la afirmación general de que los hombres que se bañan en el río mueren ahogados. ¿Por qué en un caso el hecho particular verifica la verdad de la idea general y en el otro no? ¿Cuál es el fundamento de la inducción?
La respuesta es fácil. En el primer caso afirmamos que la muerte de Juan prueba que en el mismo caso los demás hombres morirían porque la herida que sufrió en el corazón es la causa de la muerte. En cambio, en el segundo caso, no podemos decir que los hombres que se bañan en el río han de morir ahogados, porque la causa de la muerte de Juan no es el hecho de que se haya bañado en el río sino la de que no sabía nadar y no hubo nadie que pudiera auxiliarlo. En cambio el conocimiento de esta causa nos permitiría generalizar y afirmar que los que no saben nadar y no tienen quiénes los auxilien, en las mismas circunstancias, morirán ahogados.
Así es como el conocimiento de la causa del hecho particular es lo que nos permite generalizar. Y debemos decir, por lo tanto, que el fundamento de la generalización es la determinación de la causa de un hecho.
Pero con esto sólo hacemos una constatación, y es la de que la inducción la fundamos en el conocimiento de la causa de los hechos particulares. Pero una cosa es lo que hacemos y otra cosa es la legitimidad de lo que hacemos. Inducimos fundándonos en el conocimiento de la causa de los hechos; pero, ¿con qué derecho lo hacemos?
He ahí el problema de la legitimidad de la inducción.
Este problema es insoluble para el dogmatismo. A pesar de las pruebas de ingenio que se han dado en este sentido, de nada han valido las proezas realizadas para fundar la legitimidad de la inducción. Y sin embargo nada más fácil de legitimar cuando se tiene en cuenta el sentido pragmático de los términos en el razonamiento. Se legitima por la identidad de los términos sustituídos cuando se sustituye a lo particular lo general. Veamos cómo puede ser esto.
Cuando afirmo en general lo que he constatado como causa del hecho particular, no digo nada nuevo, digo lo mismo de lo mismo. En la comprobación de la muerte de Juan a causa de la herida sufrida en el corazón, hago más y hago menos que comprobar la causa de la muerte de Juan. Hago menos en este sentido, de que no constato la causa de la muerte de Juan en toda la complejidad del concepto dogmático de[414] Juan. La muerte del Juan cuya causa constato, no es la del Juan padre de familia, o del Juan persona honesta, o del Juan versado en conocimientos astronómicos, sino simplemente del Juan cuyo sistema circulatorio depende de la integridad de su corazón. El Juan de cuya muerte constato la causa es el Juan organismo vital con un sistema circulatorio determinado. Y en la constatación de la muerte de Juan hago más que constatar la causa de su muerte, porque afirmo la causa de la destrucción de los organismos construídos sobre el tipo del que él presenta. No es la causa de la destrucción del organismo de Juan en cuanto es de Juan, sino la destrucción de un organismo de un tipo determinado. Ahora bien; cuando generalizamos procedemos de la misma manera al referirnos a los demás hombres. Al decir que los demás hombres morirán si se les hiere en el corazón, no pensamos ni en la extensión del concepto hombre, ni en todas sus diversas características que determinan su comprensión. No es al hombre en cuanto racional que se generaliza, no es al hombre en cuanto animal que prepara su comida, que pensamos, sino al hombre organismo de tal tipo. Ahora bien; como en la comprobación de la muerte de Juan sólo hemos visto al organismo de tal tipo, al afirmar en general no hacemos sino decir lo que hemos constatado en particular, es decir, que el organismo de tal tipo muere si se le hiere en el corazón.
Así es como el principio de identidad es el fundamento que legitima la inducción, de la misma manera que legitima las otras formas del razonamiento. Por eso hemos dicho, al ocuparnos del razonamiento crítico, que éste es único en sus tres formas: matemática, inductiva y deductiva. Razonar es sustituir términos idénticos. En el razonamiento matemático la identidad se manifiesta en la igualdad de los términos; en el razonamiento deductivo aparece oculta en la subordinación de la especie al género; en el razonamiento inductivo hay que desentrañarla en la determinación de la causa.
La determinación de la causa justifica, pues, la inducción en cuanto permite fundarla en el principio de identidad.
La determinación de la causa es así fundamental para legitimar la inducción. Y la legitimidad de la inducción supone en consecuencia la posibilidad de determinar la causa. Si no se pudiesen determinar las causas de las cosas, la inducción no sería posible, y no podríamos aceptar las generalizaciones fundadas en ella, es decir, casi todas las leyes de la naturaleza.
De ahí la importancia que tiene para la ciencia la discusión acerca de la existencia de las causas y de la posibilidad de determinarla.
Causa, en lenguaje corriente, es una cosa o un hecho cuya presencia o ausencia impone la presencia o ausencia de otra cosa o hecho que se llama efecto. La idea de causa implica la de acción o eficiencia de la causa sobre el efecto. Pero la noción de causa no es sensible. Vemos sucesiones; mas no la acción del antecedente sobre el consecuente. La noción de causa tampoco es inteligible. Tiene contradicciones intrínsecas que no es posible resolver. La causa es un concepto relativo. No se concibe la causa sin efecto. Pero si es relativa le está en cierta manera subordinada, y en este caso ¿cómo hablar de dependencia del efecto a la causa? Por otra parte la causa no se puede concebir ni como anterior ni como coetánea del efecto. Si desapareciera antes de producirse el efecto, no existiría la acción de la causa sobre el efecto; pero, si fueran coetáneos, ¿cómo determinar la causa?; ¿quién sería el que acciona a quién?
La afirmación del concepto de causa, como concepto real, ofrece obstáculos al parecer insuperables, y las ciencias, a fin de no cargar con concepto tan difícil de justificar, tienden a eliminar su uso y a sustituirlo por otros que, desempeñando las mismas funciones, no presenten tan graves dificultades. Y así es como renunciando a la investigación de las causas primeras de las cosas, ven un sustitutivo en los conceptos de función y energía.[22]
La noción de causa como concepto real, es difícil de defender, y si la lógica inductiva tuviese que esperar que terminaran las disputas a que ha dado lugar su aceptación, para poder constituirse, deberíamos decir con S. Mill que sería de desesperar el poder adoptar una buena teoría de la inducción. Salvo que dijéramos, también con Mill, que afortunadamente la ciencia de la investigación de la Verdad por la vía de la Prueba, es independiente de las controversias que perturban la ciencia del espíritu humano, y que no es necesario proseguir el análisis de los fenómenos intelectuales hasta ese último límite que sólo puede contentar a un metafísico.
Pero no creo que sea necesario cortar la dificultad como lo hace Mill a la manera de Alejandro el nudo gordiano. La noción de causa como concepto real ofrece evidentemente dificultades insuperables. Pero creo que procediendo pragmáticamente se puede orillar la dificultad en la teoría de la inducción. Y para esto tenemos que hacer una distinción análoga a[416] la que hicimos al considerar los principios generales de todo razonamiento, los de identidad y de contradicción. En éstos distinguimos el principio crítico del concepto real. Y en la causa tenemos que hacer igual distinción. Una cosa es el concepto metafísico de la causa realizada en los objetos y otra cosa es el principio crítico fundamento de la inducción.
La causa como principio crítico es la necesidad subjetiva de afirmar la relación de causalidad entre dos fenómenos, necesidad que se funda en el postulado del determinismo universal por una parte y en la imposibilidad por la otra de referir la producción del fenómeno a otro antecedente que no sea el que calificamos de causa. Como principio crítico sólo tiene valor subjetivo, a diferencia del concepto real que afirma la existencia de la correlación. Como principio crítico tiene sólo un valor instrumental. Y este valor dependerá de su eficacia. La afirmación de la causa tiene el mismo valor instrumental que la afirmación de la identidad y de la contradicción en los razonamientos. Estos, como conceptos reales, ofrecen los mismos inconvenientes. Lo sensible no ofrece ejemplos ni de identidades ni de contradicciones, e inteligiblemente son también inconcebibles; pero tienen valor instrumental, y en este sentido son eficaces, y por eso los afirmamos. Esto que para nosotros los escépticos no presenta dificultades, naturalmente no puede ser admitido por un dogmático.
La noción de causa, como la de identidad y de contradicción, vale como principio crítico; pero a diferencia de aquellos principios que se afirman intuitivamente, la noción de causa supone una inferencia. La necesidad en que se encuentra el espíritu humano de afirmar la relación causal entre dos fenómenos, proviene de la imposibilidad de explicar en otra forma la sucesión o la coexistencia entre ellos. La relación causal no está dada en la observación, a diferencia de la identidad y de la contradicción. La contradicción de que un negro sea blanco es intuitiva, como lo es la identidad del color de las diversas partes de una pared blanca. Pero la constatación de una relación causal nunca puede resultar de la intuición sensible. La relación causal no es perceptible. Es imposible ver la acción de una cosa sobre la otra: “por ejemplo, la acción de una billa sobre la otra; la acción de la luna sobre el mar. Hume lo ha demostrado, y nadie lo ha contradicho. Así, pues, la observación no puede constatar la causa; aunque tuviéramos los ojos de Argos o microscopios que aumentaran un millón de veces, no se vería a este respecto más de lo que vemos” (Rabier).
La afirmación causal es el producto de una inferencia. Si dos hechos se suceden de modo que la aparición de uno[417] determina la del otro y no viceversa, y si entre ellos no se interponen otros hechos u otras cosas, sentimos la necesidad de afirmar la relación causal, la que se funda así: 1.ᵒ en la existencia de un presupuesto: el de que los hechos no se producen sin causa; y 2.ᵒ en una constatación: la de que no existen otros antecedentes que el que se afirma como causa.
La noción de causa como principio crítico sólo afirma un estado subjetivo, lo mismo que el principio de identidad y de contradicción. Pero, a diferencia, de éstos, que se fundan intuitivamente, la noción de causa supone una inferencia que la afirme, fundada en un postulado invariable que es el principio de causalidad o determinismo universal, y en una constatación de hecho, la de la ausencia de otros antecedentes, es decir la coincidencia solitaria de la causa con el efecto. El valor de la afirmación de una causa depende, por lo tanto, del valor del postulado y de la legitimidad de la constatación. Veamos, pues, el valor del principio de la casualidad primero, y luego determinemos la manera de proceder para establecer la coincidencia solitaria entre los dos fenómenos.
El determinismo universal es un postulado crítico, un principio del razonamiento real, como el principio de identidad y el de contradicción lo son de todo razonamiento, tanto real como ideal. La ciencia de lo real no sería posible si se negara el principio de causalidad, porque este es el fundamento de la afirmación de la causa, y la determinación de la causa es el fundamento de la inducción. Renunciar a él sería renunciar a la crítica científica en materia de conocimientos reales y afirmar el derecho a la arbitrariedad.
Esa es su función lógica. Tiene, además, una función psicológica: es uno de los fundamentos y el que da direcciones principales a la curiosidad humana. La creencia de que todas las cosas tienen una causa es lo que impulsa el pensamiento del hombre. A ella obedece inconscientemente el salvaje, cuando supone un genio en cada objeto para explicar sus cambios y movimientos. El conocimiento de ciertas fuerzas naturales y la reducción consiguiente de los fenómenos, limita la intervención de los espíritus y nace el politeísmo. La concepción de la posibilidad de un principio universal de la naturaleza, evita la necesidad de la diversidad de dioses para su explicación y la noción de Dios se conserva como la de un primer motor, en la argumentación de los teístas contra los sabios materialistas que aun no han podido determinar la causa primera[418] que podría suplirlo. Y lo mismo que en esta dirección general de la ciencia, en las cuestiones particulares siempre es el sentimiento del determinismo, de la creencia en la existencia de una causa, lo que impulsa las investigaciones.
La función de este principio es así enorme en las ciencias. Para nosotros los escépticos es un postulado, como lo son los principios de identidad y de contradicción. Y la legitimidad de su afirmación resulta de su valor instrumental. La ciencia lo exige, y la utilidad de la ciencia para el hombre es lo que en definitiva le da razón de ser. La utilidad de la ciencia justifica así el principio en que ella se funda y determina a su vez los límites de su legitimidad. La ciencia ha demostrado su utilidad en la explicación de nuestra experiencia, y dentro de este límite, en consecuencia, el principio de causalidad se justifica; pero, si pretendiera franquearlo, nuestro escepticismo tendría que detenerlo. Su legitimación en el campo de la metafísica requeriría la previa determinación de la utilidad de las soluciones que hubiese permitido alcanzar.
La aceptación del carácter axiomático o de presupuesto con que podemos afirmarlo los escépticos, no es compatible con el punto de vista dogmático, porque ese principio no tiene los caracteres de las verdades axiomáticas, ni siquiera la evidencia requerida para poder afirmarlo como postulado. De no probarse la verdad del principio, habría que afirmar su carácter hipotético; pero esto sería dar razón al escepticismo, ya que ese carácter hipotético se extendería a toda la ciencia de lo real, que no podría tener más valor que el que tiene su fundamento. Por eso es que los dogmáticos se han esforzado en fundar la legitimidad del principio de causalidad universal; pero sólo han conseguido dar explicaciones psicológicas. Los empiristas pretenden que el fundamento del principio está en la experiencia. Pero es fácil demostrar que la experiencia nunca nos ha puesto en presencia de la necesidad que implica el principio de causalidad. Hume lo ha probado. La experiencia sólo nos presenta sucesiones; pero no da cuenta de la necesidad de la sucesión. Empíricamente, sólo se puede explicar el sentimiento de espera del efecto, por la costumbre de ver unidos los dos fenómenos. Pero esa costumbre, como lo ha demostrado Kant, no puede justificar la seguridad de la espera. De que siempre un fenómeno haya seguido a otro, no se puede concluir que siempre lo tenga que seguir. Por eso Kant pretende justificar el principio en otra forma. También buscan los empiristas un fundamento genético; pero no en la materia de la experiencia sino en la constitución del espíritu humano. El principio de causalidad es un principio a priori del entendimiento. Forma parte de la constitución[419] mental, y en consecuencia no se puede hacer de menos que ver las cosas a través de esta categoría fundamental. Pero la explicación de Kant no sólo no justifica el valor objetivo del principio sino que para no postular el principio de causalidad tiene que postular la constitución del espíritu humano. Es querer desalojar una hipótesis con otra hipótesis, y sustituir a una dificultad otra mayor. Como lo dice Rabier, en la exposición clara e interesante que hace de esta cuestión, sólo el idealismo absoluto podría dar certeza dogmática a este principio; pero ¿en dónde estarían las pruebas del idealismo absoluto?
Las dificultades con que tropieza el dogmatismo para querer fundar el principio de causalidad, no lo son para el escéptico. Este se atiene a sus propias fuerzas y no pretende sobrepasarse. Sabe que la certeza está fuera de nuestro alcance y modestamente se satisface con aquello a que nuestras fuerzas llegan. La verdad dogmática nos está vedada, y se resigna a conseguir conocimientos útiles para la dirección de nuestra conducta. El principio de causalidad ha hecho sus armas y la utilidad de su aplicación en la investigación científica es fundamento suficiente para que le reconozcamos en su carácter de principio director de la ciencia. Tiene toda la verdad que nuestro escepticismo reconoce: su utilidad repetidamente constatada y jamás desmentida en la dirección de la crítica y de la investigación científica.
Pragmáticamente el principio de causalidad se legitima por su valor instrumental, y se justifica en definitiva por el valor de la ciencia para la dirección de la conducta. Tal es el fundamento de la base invariable en que se funda la determinación de la causa. Pasemos a considerar la manera como se determina la segunda base de la inferencia de la causa: la determinación de la coincidencia solitaria entre el antecedente y el consecuente.
La segunda condición para poder inferir una relación de causalidad en la sucesión o coincidencia de dos fenómenos es la imposibilidad de que el efecto tenga otro antecedente. Pero, ¿cómo se puede fundar la coincidencia solitaria entre los dos fenómenos?
Si los fenómenos, dice Rabier, se presentaran en una sucesión lineal, siguiendo cada secuente a un solo antecedente, la relación de causalidad resultaría de esa coincidencia solitaria. Pero es el caso de que en la experiencia la sucesión[420] de los fenómenos nunca se nos aparece así. Suelen aparecer antecedentes y consecuentes confundidos en masas conjuntas, sin que podamos decir en qué relación individual se encuentran unos con otros.
A pesar de esto, dice también Rabier, sería con todo posible realizar experimentalmente la coincidencia solitaria, si siendo todopoderosos como el Creador, nos fuese posible realizar en algún rincón del universo una especie de vacío absoluto impenetrable a toda influencia de las partes adjuntas a los fenómenos: podríamos excluir todos los antecedentes a los que no siguiera la aparición del fenómeno; pues, en ese caso habríamos realizado la coincidencia solitaria.
Pero esto tampoco es posible realizarlo. La realización experimental de la coincidencia solitaria es imposible. No es posible aislar todos los antecedentes y todos los consecuentes. Hay antecedentes variables que es posible excluir; pero, hay antecedentes invariables que no es posible modificar, ni excluir. Y entre estos antecedentes invariables algunos son causas permanentes, otros son simplemente efectos de la coligación de causas, otros son efectos de la misma causa que produjo al consecuente, y por último entre esos antecedentes suele haber causas concurrentes del consecuente.
No es mi propósito hacer una exposición de la lógica inductiva que no tendría razón de ser, ya que nada tengo que agregar y muy poco que rectificar a lo que S. Mill ha expuesto en su tratado de Lógica. No tengo más propósito que hacer resaltar su sentido, que no siempre aparece suficientemente definido, y sobre todo indicar la posición que ocupa en la teoría de la ciencia que he expuesto en artículos anteriores de esta Revista. Dado mi propósito es hasta conveniente que no me detenga en los detalles y de que pase superficialmente una mirada de conjunto sobre el asunto que voy considerando. Por eso en este lugar me refiero al interesante capítulo de S. Mill sobre la determinación de las causas. Aquí me reduzco a afirmar la imposibilidad de realizar experimentalmente la coincidencia solitaria.
No es posible realizar experimentalmente la coincidencia solitaria. ¿Quiere esto decir que la determinación de las causas de las cosas no sea posible? Esa sería la solución a que deberíamos llegar si el espíritu humano no hubiera encontrado el medio de salvar esa imposibilidad. Ha sido gloria de Bacon encontrarlo: “Cierto es que no es posible ni separar ni unir por el fuego de la naturaleza; pero, sí lo es con la mente que es como fuego divino”. No es posible excluir los antecedentes experimentalmente; pero, la fuerza de la lógica lo puede realizar. La coincidencia solitaria se determina idealmente.
¿Pero, como se ha podido alcanzar ese resultado? ¿Cómo es posible realizar idealmente lo que no se puede hacer experimentalmente? Ese resultado se alcanza por medio de los llamados métodos experimentales para determinar la causa, que concebidos por Bacon, han sido definitivamente determinados por S. Mill.
Estos métodos son cinco: el de concordancia, el de diferencia, el método combinado de concordancia y diferencia, el de resíduo y el de variaciones concomitantes.
La aplicación de estos métodos supone la previa determinación de los antecedentes y de los secuentes. Se basa en las tablas de presencia y de ausencia. Cuando se trata de determinar la causa de un fenómeno, hay que empezar por observar las condiciones de su producción y anotar cuidadosamente todos los antecedentes. Y de la misma manera respecto de los diversos antecedentes, observar y anotar los consecuentes. Esas observaciones permiten determinar los casos de presencia y de ausencia de los diversos antecedentes y de los diversos consecuentes.
Hechas esas tablas es posible ver en ellas por la aplicación de los métodos experimentales la coincidencia solitaria. Lo que no se podía realizar experimentalmente, es decir, la separación de los antecedentes y secuentes, se puede conseguir idealmente, eliminando los antecedentes que en las tablas de presencia, muestran que pueden estar ausentes o no variar, cuando el fenómeno secuente existe o varía, o bien, que pueden haber estado presentes o variado cuando el fenómeno no se ha producido o no ha variado. En cualquiera de esos casos se vé evidentemente la falta de coincidencia entre los fenómenos, y en consecuencia, quedan eliminados.
Ahora bien; si en ese proceso eliminatorio resulta un antecedente que no se puede eliminar, que siempre ha estado presente cuando el fenómeno se ha producido y que ha estado ausente en los casos en que el secuente no ha existido, se dice que la concordancia de ausencia y de presencia demuestra que ese es el único antecedente que puede ser causa del fenómeno secuente. Taine trae el siguiente ejemplo: Se trata de determinar la causa del sonido. Se observa los casos en que un oído normal percibe sonidos. El sonido puede producirse con una campana, con una cuerda que se hace vibrar, con un tambor que se golpea, con un clarín en el que se sopla, con la boca y los pulmones en la voz humana. En esas diversas observaciones lo único que permanece constante es la vibración de un cuerpo sonoro que se propaga a través de un medio hasta llegar al aparato auditivo. Esta vibración transmitida es el antecedente buscado.
Por el método de diferencia se llega al mismo resultado procediendo no, como en el método anterior, por eliminación sucesiva de los antecedentes no causales, sino por eliminación conjunta de todos los antecedentes no causales, de la siguiente manera: Se observa que todos los antecedentes que existían antes de producirse el fenómeno siguen subsistiendo en el momento de su producción, excepción hecha de uno que se ha agregado o que se ha quitado. Si los antecedentes presentes en el momento de la aparición del fenómeno existieron con anterioridad sin producirlo, demuestra esto, que no son la causa del fenómeno, y eliminados solo queda como antecedente solitario el fenómeno agregado o suprimido. Por ejemplo el que camina tranquilamente por la calle y cae muerto por un balazo, la coincidencia solitaria entre la muerte y el balazo resulta de la consideración de que todos los antecedentes que acompañaron al balazo, existían el segundo anterior en que se produjese el hecho, y que en consecuencia no pueden haber sido la causa de la muerte, puesto que en ese segundo anterior no la habían producido.
Los otros métodos, el combinado de concordancia y diferencia, el de variaciones concomitantes, y el de residuos, son simples aplicaciones de los principios de estos dos métodos. El método combinado es la realización del principio del de diferencia por la doble aplicación del método de concordancia a los casos positivos y negativos. Si en todos las reuniones en que interviene Juan siempre hay discusiones violentas, variando la composición de las personas, por una primera concordancia Juan aparece como el antecedente invariable. Una segunda concordancia de la que resultara que todas esas personas han intervenido en otras reuniones sin que haya habido discusiones violentas, en las que Juan no ha estado, permitiría concluir, realizando el principio del método de diferencia, que la única diferencia entre todos esos casos está en la presencia o la ausencia de Juan. El método de variaciones concomitantes, no es más que una modalidad de los métodos de concordancia y de diferencia. La modalidad consiste en que la concordancia y la diferencia se determinan, no en la presencia y ausencia de los fenómenos, sino en la concomitancia de sus variaciones. Todo cuerpo tiene calor. La dilatación de los cuerpos por el calor no se podría determinar si hubiese de compararse la dilatación en cuerpos que tienen y en cuerpos que no tienen calor. Pero, se puede observar la influencia del aumento y de la disminución de la temperatura en la dilatación de los cuerpos. El método de residuos no es más que la aplicación del principio del de diferencia. Es la eliminación de los antecedentes cuyos efectos se conocen, y la atribución[423] de un efecto dado, al único antecedente que queda y cuyos efectos no se conocen. Si hay objetos construídos por cuatro obreros y puedo individualizar los objetos construídos por tres de ellos, los demás son los que ha construído el cuarto obrero.
Estos diversos métodos suponen, si son la aplicación del principio de concordancia, que se han podido determinar todos los antecedentes. Porque si no se hubiesen determinado todos los antecedentes, podría ser que el antecedente no considerado fuera la causa del fenómeno, y que la relación invariable que se ha constatado entre los fenómenos fuera debida simplemente a que son efectos de una misma causa o bien el resultado de la coligación primitiva de sus causas. El día y la noche son efectos de una misma causa: el movimiento de la tierra. El ignorante que prescinde de este antecedente podría ver en la sucesión del día a la noche una relación de causalidad. La coligación de causas primitivas podría ser la razón de que los negros sean motudos. La convicción íntima de que no conocemos todos los antecedentes que pueden influir en la producción de esos caracteres somáticos, a pesar de la invariabilidad de la relación, nos impide afirmar de que entre ellos pueda haber relación de causalidad.
Y si son la aplicación del principio del método de diferencia los diversos métodos suponen la imposibilidad de que con la introducción o la exclusión del antecedente considerado, no se haya introducido o excluído otro antecedente. Para poder afirmar que la causa de la muerte del transeunte ha sido el balazo que lo ha herido, sería necesario poder afirmar con toda seguridad de que en el momento en que la bala iba a entrar en el corazón no sufrió un ataque de apoplejía. La ignorancia del peso del aire, dice Rabier, había hecho explicar la ascensión del agua en las bombas por el horror al vacío.
Ahora bien; no es posible tener la seguridad que los principios de esos métodos exige. No es posible tener la seguridad en el caso del método de concordancia, de haber tenido en cuenta todos los antecedentes del fenómeno. Y en el caso del método de diferencia no es posible tener la seguridad absoluta de que con el antecedente considerado no se haya agregado o suprimido inconscientemente, algún otro antecedente, como en el caso de la explicación de la ascensión del agua en las bombas.
Y he ahí una nueva razón de dudar del valor dogmático de las generalizaciones mejor fundadas. Suponiendo resueltas las objeciones que se refieren al fundamento de la inducción tropezaríamos en esta consideración con una objeción insalvable, y de proceder dogmáticamente tendríamos que negar[424] valor a la ciencia de lo real, a la única ciencia que puede tener valor propio.
Pero siendo escépticos podemos aceptar los fundamentos psicológicos que se dan para salvar la dificultad. La repetición de la experiencia un número suficiente de veces llega a eliminar la probabilidad de que pueda existir otro antecedente, además de los considerados, por lo que se refiere al método de concordancia, y la improbabilidad de que hayan intervenido otros antecedentes con el considerado en el método de diferencia cuando se toman ciertas precauciones en las experiencias. Por ejemplo en la muerte por asfixia de un pájaro colocado en una campana de vidrio, la rapidez de la introducción del gas venenoso en la experiencia, aleja la sospecha de que pueda haber intervenido otro antecedente en la muerte del animal.
La determinación de la coincidencia solitaria que ha de permitir la inferencia de la causa, no tiene, pues, más fundamento que la probabilidad, concepto puramente subjetivo que a un espíritu dogmático consecuente tendría que llevarlo a la negación de la ciencia.
Pero no es esta la única dificultad para la determinación de las causas de los fenómenos. Hasta ahora hemos supuesto el caso de fenómenos cuya causa es única; pero esto no es lo común. Lo corriente es el caso de pluralidad de causas. Y cuando esto sucede no siempre es posible la aplicación de los métodos anteriormente mencionados, y cuando es posible su aplicación requiere precauciones especiales.
Cuando un fenómeno es producido por diversas causas, para saber si los métodos empíricos son aplicables hay que distinguir el caso de causas que producen separadamente sus efectos de aquellos en que se combinan para producirlos. Un ejemplo de lo primero sería la determinación de las causas de la producción del agua.
La determinación de las causas cuando obran separadamente es relativamente sencilla. Se aplican los métodos anteriormente indicados. Se hace la comprobación para cada una de las causas como si fueran causas únicas en grupos de fenómenos en que no intervengan las otras causas. O bien se hace en el curso de observaciones en que desfilen todas las causas. Resultará en este segundo caso que nunca se encontrará en las observaciones el antecedente invariable, porque todas las causas pueden faltar sucesivamente, siempre que alguna de ellas esté presente. Pero, con todo, después de cierto número de observaciones, se encontrará que si bien todos los antecedentes pueden variar, sólo pueden variar dentro de ciertos límites: el fenómeno no se produce si faltan todos los de cierto[425] grupo de antecedentes. Si alguno de ellos existe se produce el fenómeno, aunque falten los demás; pero, si todos faltan, el fenómeno no se produce.
Mas complicado es determinar las causas cuando éstas se combinan para producir el efecto. Se pueden presentar dos casos. O las causas se combinan en forma tal que el efecto es algo nuevo, completamente distinto de sus causas: un nuevo fenómeno con leyes propias, como sucede en la combinación del oxígeno y del hidrógeno para producir el agua; o bien es algo en que la individualidad de las causas no desaparece, y en el producto en consecuencia sigue subsistiendo la ley de sus causas, por ejemplo el movimiento combinado de dos fuerzas.
No es mi propósito hacer la exposición de la lógica inductiva, como ya lo he dicho, sino determinar su sentido y exponer sus líneas más generales para facilitar la lectura de los tratados. Por eso me reduciré en este punto a llamar la atención sobre las indicaciones que en esas lecturas se encontrarán respecto a la manera como se determina las causas.
Cuando se trata de determinar las causas que producen efectos que son fenómenos distintos a sus causas, hay que distinguir si el fenómeno es reversible a sus causas o no lo es. El agua es reversible a sus elementos. La vejez no es reversible a las causas que la han producido. Si las causas son reversibles, la determinación de las causas se reduce a la determinación de los efectos. Los efectos de oxidación del hierro por el agua permiten la separación de los elementos constitutivos del agua. Pero, si no son reversibles, la determinación de sus causas es más difícil. Para hacerlo hay que proceder como en el caso de la combinación de causas en el que éstas no pierden su individualidad: Las causas de la vejez se determinan por el mismo procedimiento que las causas de un movimiento combinado.
Ahora bien; en estos últimos casos se procede de la siguiente manera. Si se sospecha que las causas de un fenómeno pueden ser tales o cuales, se formula la hipótesis de sus causas, y luego se procede: 1.ᵒ, a determinar los efectos de cada una de esas causas; 2.ᵒ, a calcular el efecto posible de la combinación; 3.ᵒ, a la verificación experimental del cálculo. Son los tres momentos de lo que se llama el método deductivo experimental, y que es el más corriente en las ciencias, y el único aplicable en ciertos ramos del conocimiento humano. Es el método obligado en las ciencias biológicas, psíquicas y sociales.
Naturalmente, la determinación de las causas por estos diversos métodos de uso obligado cuando se trata de pluralidad[426] de causas, está lejos de presentar la seguridad que ofrecen los métodos experimentales que determinan las causas únicas. Por eso para juzgar del valor de las generalizaciones fundadas en la aplicación de los métodos inductivos tenemos que referirlo al de sus métodos más precisos.
Ahora bien; de todo lo dicho, podemos concluir que si fuera posible la aplicación lógica de los principios a que responden los diversos métodos experimentales, la determinación de la coincidencia solitaria sería perfecta; pero, como de hecho nunca se puede tener la seguridad, en los casos en que se aplica el método de concordancia, de haber considerado todos los antecedentes, la fe que se puede tener en los resultados de su aplicación queda quebrantada. Y por lo que se refiere a la aplicación del método de diferencia, no se puede eliminar la imposibilidad de la introducción o extracción de otros elementos conjuntamente con la causa considerada.
Nuestro escepticismo vuelve, pues, a encontrar nuevos motivos de duda, y un dogmático no podría dejar de reconocer que la fe concedida al resultado de los métodos experimentales se funda más en motivos psicológicos que en fundamentos lógicos.
Y con esto podríamos dar por terminada la exposición de la lógica inductiva, refiriéndonos para el conocimiento de sus detalles a la obra fundamental de S. Mill; pero habríamos dejado de considerar uno de sus aspectos más interesantes: el de las generalizaciones inductivas que suponen la ignorancia de las causas de los hechos particulares que las fundan; me refiero a la teoría de las leyes empíricas no causales, las leyes empíricas propiamente dichas.
Las leyes empíricas son, como las leyes causales, generalizaciones inductivas; pero se distinguen de éstas en que no se fundan en el conocimiento de la causa de los hechos, sino en su suposición.
A las leyes empíricas se las suele definir diciendo que son aquéllas leyes que no se dejan reducir a otras; pero, que se suponen reductibles.
Esa definición de las leyes empíricas tiene en vista no la verificación, sino la explicación de esas leyes. Sabemos que no es lo mismo verificar que explicar. Para un hecho concreto, explicarlo es reducirlo a su ley. Lo que explica la temperatura de 100° que tiene el vapor de agua que sale de la cacerola, es la ley de la ebullición del agua a la presión de la altura del mar. De la misma manera explicar una ley es reducir[427] esa ley a una ley más general. La ley de la gravedad terrestre no es más que un caso de la ley de la atracción universal. Esta explica a la primera.
Las leyes primitivas, las que explican a las otras, no pueden ser explicadas por otras; pero, como no son reductibles, no se les llama empíricas. Se llaman empíricas las que no son reductibles; pero que se supone que han de llegar a serlo.
Ahora bien; entre esas leyes empíricas hay algunas que son causales, por ejemplo la fórmula de la composición del agua. Es empírica, porque suponemos que debe existir una causa que, sirviendo como de eslabón en la explicación, exprese el por qué de la combinación del oxígeno y del hidrógeno. Pero, con ser empírica esta ley, se afirma universalmente, para cualquier tiempo y cualquier lugar, porque hemos determinado la relación causal del agua con la combinación de sus elementos. Pero existen otras leyes empíricas que no se afirman en el conocimiento de las causas, sino simplemente en la observación constantemente repetida. Sabemos que las razas animales y vegetales mejoran por cruzamiento; pero es una afirmación empírica cuya causa desconocemos. No conociendo la causa de los hechos, cuya repetición hemos podido constatar, como no nos es posible distinguir, entre los diversos antecedentes que suelen acompañar la producción de los fenómenos, cuáles pueden ser excluídos y cuáles no, sólo nos permitimos afirmar como ley la observación constantemente repetida dentro de las condiciones generales que suelen rodear a la experiencia.
Desde el punto de vista de la crítica del conocimiento, no interesa la consideración de las leyes empíricas causales, pues reúnen todos los requisitos a que debe responder una inducción legítima. Pero no sucede lo mismo con las leyes empíricas propiamente dichas, con las que no son causales. Cierto es que la generalización la afirmamos dentro de los límites de las condiciones en que se han realizado las experiencias; pero, aunque sólo se afirmen dentro de esos límites, ¿qué es lo que puede legitimar la generalización, si la generalización inductiva sólo la hemos podido fundar en el conocimiento de las causas de los fenómenos particulares?
El fundamento de la inducción en las leyes empíricas es el mismo que el de las leyes causales: Siempre es la afirmación de la causa lo que legitima la generalización; pero, mientras que en las leyes causales la causa se designa, en las leyes empíricas la causa se supone. No se puede determinar cuál[428] sea la causa; pero se puede afirmar que la causa existe. La aplicación de estas leyes es más reducida porque la causa no se puede determinar, y por eso se limita la generalización a las condiciones de tiempo y de lugar en que las experiencias se han realizado; pero, dentro de estos límites, la ley se justifica. Veamos cómo.
El fundamento de las leyes empíricas es un fundamento invertido. En las leyes causales la afirmación de la regularidad se funda en el conocimiento de la causa. En las leyes empíricas, al revés, lo que funda la suposición de la causa es la regularidad. El conocimiento de la causa permite afirmar la regularidad, porque la relación causal implica necesidad. Pero, a su vez, la regularidad tiene que suponer una causa que la explique, salvo que se admitiese la intervención del azar en la repetición de los hechos. Y por lo tanto, si eliminamos la posibilidad del azar en la coincidencia de dos fenómenos, ésta sólo se puede explicar por la intervención de una causa. La regularidad quedaría fundada, y la generalización, en consecuencia, legitimada. Y así es como por la suposición de la causa, constatada en la regularidad de la coincidencia, se justifica la inducción de las leyes empíricas. La eliminación del azar en la coincidencia de dos fenómenos es lo que legitima la generalización de la ley empírica.
Pero, ¿cómo eliminar la posibilidad del azar en la consideración de la coincidencia de dos fenómenos? Tal es el problema que plantea el fundamento de las leyes empíricas.
Así como la idea de causa implica las de determinación y necesidad, la de azar implica la indeterminación y la contingencia. El azar sería la indeterminación y la contingencia. El azar sería la indeterminación de los fenómenos, la posibilidad de que acaezcan o no. Las cosas sucederían al azar si no existiesen más motivos para que sucedieren en una forma o en otra.
¿Pero, la idea de azar así comprendida es admisible? La afirmación del azar, como concepto real, ha dado lugar a las mismas, sino a mayores dificultades, que la afirmación en el mismo sentido de la causa. Así como se ha podido negar la existencia de la causa, se puede negar la existencia del azar.
Por lo pronto la idea de azar implica la negación del principio de causalidad. Pero a su vez la noción de causa exige la de azar sin la que no tendría sentido. Si no todas las coincidencias son causales, es porque hay algunas que no lo son, es decir, que son producto del azar. La afirmación del azar como concepto real ofrece dificultades insalvables, y como la noción de causa, y las de identidad y de contradicción, consideradas[429] desde este punto de vista, son argumentos fundamentales para el escepticismo.[23]
Considerado como principio crítico, el azar es la indeterminación en que se encuentra nuestro espíritu para afirmar, debido a la falta de motivos. Como la noción de causa es un concepto subjetivo, y es la negación de la causa. Expresa la ausencia de motivos para creer en la regularidad de la relación que hemos observado entre dos fenómenos. Y el fundamento de su afirmación, pragmáticamente, es el mismo que el de su concepto correlativo, el de causalidad: su valor instrumental. Sin insistir sobre este punto, y determinado el valor exclusivamente crítico que atribuímos a este término, veamos cuáles son los fundamentos que pueden eliminar o que justifican la eliminación del azar, es decir, la indeterminación de nuestro espíritu en presencia de una coincidencia constante.
Excluída la determinación de la causa ¿cuál sería el fundamento que permitiría afirmar la regularidad? En la experiencia vulgar la repetición constante de una relación cuando es repetida y variada, se presenta como una prueba de la regularidad; pero estas condiciones no son garantías suficientes para un espíritu científico. Si un fenómeno existe siempre y otro se produce accidentalmente, es forzoso que coincidan constantemente en todas nuestras experiencias. Supongamos el ejemplo que da Mill. Las estrellas fijas siempre han coexistido con todos los hechos que han realizado los hombres. No hay coincidencia más constante, repetida y variada. Sin embargo, es imposible que haya entre los hechos y las estrellas relación de causalidad, porque la coincidencia se mantiene con hechos contradictorios. Por otra parte, si para nosotros una coincidencia es fortuita, no habría más razón, para que la coincidencia no se volviera a repetir, como para que se repitiera indefinidamente. La coincidencia por constante y repetida que sea, por sí sola no justifica la afirmación de una regularidad.
Pero, si no es la repetición de la coincidencia constante lo que justifica la afirmación de la regularidad, ¿en qué puede fundarse ésta?
La ciencia no acepta la simple repetición como fundamento de la generalización. La coincidencia entre dos fenómenos debe ser tal, que la suposición de la causa sea obligada. No basta que la repetición sea frecuente, es condición que esa frecuencia sea mayor que la que debería esperarse entre ellas. Una repetición constante—lo hemos visto en el ejemplo de las[430] estrellas—no es fundamento para afirmar una regularidad. En cambio una repetición no constante, pero que sea más frecuente de lo que normalmente debería esperarse, puede serlo. En Inglaterra llueve con todos los vientos, dice Mill; en este sentido no se podría decir que haya relación de necesidad entre la lluvia y un viento dado; pero la lluvia puede tener, con todo, alguna relación causal con uno de los vientos. Pero, ¿cómo se puede determinarlo? Evidentemente, hay que observar si llueve más con un viento que con otro; pero, esta simple constatación de la frecuencia no basta. Si llueve dos veces más con el viento O. que con los otros vientos, esto no querrá decir que hay relación de causalidad entre viento y la lluvia, porque como en Inglaterra sopla dos veces más el viento O. que los otros vientos, lo normal sería que lloviera dos veces más con él que con los otros. Estaría esa relación en los términos de la normalidad y en consecuencia no se podría hablar de relación causal entre los dos fenómenos. Pero, si en vez de llover dos veces más la frecuencia fuera mayor, deberíamos reconocer que hay alguna causa común que tiende a producir conjuntamente la lluvia y el viento del O., o bien, que sea el viento mismo del O. que tienda a producir la lluvia.
Como vemos, el fundamento de la ley empírica supone la determinación de la normalidad de la frecuencia de los fenómenos. La frecuencia normal de dos fenómenos no elimina la posibilidad del azar; pero, la frecuencia normal nos obliga a suponer la existencia de una causa.
Ahora bien; la normalidad de la coincidencia se refiere a la relación de frecuencia entre los fenómenos referida a una unidad de medida. En el ejemplo propuesto esa unidad de medida ha sido el año. Se observa cuántos días llueve en el año con cada uno de los vientos, y se establece la proporción numérica. Luego se hace lo mismo con la frecuencia de los diversos vientos. La comparación de esas proporciones permite establecer la normalidad.
Pero, ¿por qué es que la anormalidad funda la afirmación de la regularidad, y la normalidad es signo de que la repetición no es causal? Y con esto llegamos al punto esencial de nuestra exposición, a la determinación del fundamento íntimo de las leyes empíricas.
Hemos dicho que el azar supone la indeterminación. Y la indeterminación nos impide atribuir más razón de ser a la repetición de un fenómeno que a su no repetición. La coincidencia constante es compatible con la idea de azar, pues no hay más razón para que una cosa que se produce por azar no se vuelva a reproducir, como para que se reproduzca indefinidamente. Pero, si esto es así, ¿cómo se puede afirmar que la[431] anormalidad de los fenómenos es fundamento de la existencia de una causa, y que la anormalidad sea signo del azar? ¿No es contradictorio hablar de normalidad a propósito de los hechos que se producen al azar? ¿Esto no es asignarle leyes al azar? ¿Cómo es posible que el azar se manifieste en una forma regular, si el azar supone la negación de toda regularidad?
Si hubiéramos de habernos atenido a la concepción dogmática del azar, y buscar analíticamente su eliminación, ésta no hubiese sido posible, porque habría una contradicción insanable entre el concepto del azar y las condiciones que requiere su eliminación. Pero, la experiencia, siempre maestra, ha puesto al espíritu humano en presencia de casos reales sencillos que se acercan a la realización práctica de la noción de azar, y le ha demostrado la regularidad de su funcionamiento, permitiéndole descubrir experimentalmente las leyes del azar.
Estos casos reales sencillos son los que presentan los diversos juegos de azar. En ellos se ha constatado empíricamente la regularidad de los hechos que no tienen más razón de ser en un sentido que en otro. Y por la observación se ha llegado a descubrir que la regularidad del azar está determinada por su posibilidad. Es por lo tanto la experiencia la que ha permitido constatar que lo que no tiene más razón de ser en un sentido que en otro, tiende a realizar todas sus posibilidades. La posibilidad de que salgan los diversos números en el juego de los dados es igual para todos. En consecuencia todos tenderán a salir el mismo número de veces. En una ruleta bien construída todos los números saldrán el mismo número de veces.
Así, pues, en esos casos sencillos, la experiencia ha demostrado que la indeterminación de las causas tiende a realizar todas las posibilidades. Pero, en cambio ha enseñado que la presencia de un invariante, es decir, una causa, tiende a reproducir una sola de las posibilidades. Si el dado ha sido cargado o la ruleta adulterada, uno de los números tenderá a salir con más frecuencia que los otros.
Así es, como, fundados en la constatación experimental de casos sencillos que parecen realizar todas las condiciones teóricas del azar, se ha llegado a afirmar que la tendencia a reproducir todas las posibilidades es una prueba de la fortuidad de las diversas combinaciones, mientras que la tendencia a reproducir una sola de las posibilidades es una prueba de la presencia de una causa invariante.
Tal es el fundamento de la ley empírica en la eliminación del azar.
Veamos ahora como se procede para la determinación de[432] las posibilidades, ya que esto es fundamental para determinar la normalidad que califica al azar.
En ciertos casos es relativamente fácil determinar las posibilidades. Cuando sólo hay dos bolas en una caja, la posibilidad se reduce a la de extraer una de las dos bolas. Sólo son posibles dos casos. La posibilidad de pronunciar una letra del alfabeto es de 25. La posibilidad de que llueva durante un año es de 0 a 365 días. Si, por lo tanto, se nota cierta limitación y regularidad en las observaciones hechas durante varios años, es que debe haber alguna causa que la determina. De la misma manera la posibilidad de la mortalidad de personas de 20 años en un país es de 0 al total de individuos de esa edad. Por lo tanto, si el número no varía o se nota una correlación entre su aumento y el de la mortalidad, se puede decir que hay causas invariables que determinan el porcentaje de la mortalidad. Pero, la posibilidad de posiciones con relación a una recta son infinitas. En este caso cualquier repetición sería anormal. De manera que cuanto más nos acerquemos a lo infinito de las posibilidades, la repetición será tanto más indicativa de una relación causal. Cuanto mayor sea el número de las posibilidades, la repetición de las coincidencias será más indicativa de la presencia de una invariante. Y por lo tanto, cuanto mayor sea el número de las posibilidades, mayor será la seguridad que resulta de la constatación de la regularidad. El que procede con grandes números aumenta las posibilidades, y cada repetición tiene más valor que cuando las posibilidades son pocas. Que salga tres veces seguidas el as, no es prueba de que esté falseado el dado; pero, si las observaciones de tres años seguidos en un país de 100 millones de habitantes dan la misma cifra de mortalidad, es una prueba de causas invariantes.
Hasta aquí nos hemos referido a la determinación de la normalidad de un fenómeno por sí mismo; pero la regularidad puede aparecer entre dos fenómenos. Por ejemplo la coincidencia entre el viento y la lluvia de que antes hemos hablado. La normalidad de las coincidencias se refiere siempre a sus posibilidades, y la posibilidad de sus coincidencias la determina la multiplicación de sus propias posibilidades. Si llueve una vez cada tres días durante el año, y venta del oeste cada dos, la posibilidad de su coincidencia la determina la multiplicación de ½ por ⅓, esto es, ⅙. Por lo tanto si cada seis días coinciden la lluvia y el viento del oeste, la coincidencia es normal; pero, si fuera mayor tendríamos que concluir en la existencia de una relación causal entre el viento del oeste y la lluvia.
Tal es el procedimiento para determinar la normalidad que permite fundar las inducciones de las leyes empíricas.
Pero ese procedimiento no sólo tiene ese valor crítico. Al estudiarlo S. Mill se refiere a casos en que es un verdadero instrumento de investigación. Por él se llega a descubrir la regularidad de causas ocultas cuando concurren numerosas causas en la producción de ciertos fenómenos. Por ejemplo la influencia constante del sol en la elevación de la temperatura estival. Permite también descubrir fenómenos que escapan a la observación. Por ejemplo la constatación de la regularidad en la diversidad de temperatura durante el día, que sólo se ha podido descubrir por medio de las estadísticas.
Hasta aquí he hablado del fundamento de las leyes empíricas no causales. Pasemos a considerar las previsiones que permiten.
Esta distinción entre el fundamento y la aplicación de las leyes empíricas no está bien establecida en la obra de S. Mill, y es una de las causas que dificultan su lectura en esta parte.
Las leyes causales permiten previsiones absolutas. El conocimiento de la causa permite la previsión absoluta del efecto. Pero, en las leyes empíricas se ignora la causa. Sólo se sabe que hay una causa, pero sin poder determinarla. Se sabe que hay causas que hacen que durante el año llueva 90 días; pero, ¿lloverá mañana? La ley se refiere al año, no a los días del año.
Si la ley fuera causal, podríamos saberlo porque conociendo la causa, la respuesta dependería solamente de la determinación de su presencia o de su ausencia. Pero, ¿en qué medida podríamos aprovechar la ley empírica para el pronóstico? La ley empírica sólo permite en este sentido afirmar probabilidades, y sus aplicaciones se hacen por el cálculo de probabilidades.
El cálculo de probabilidades se refiere así, no al fundamento de la ley empírica, sino a sus aplicaciones particulares. El cálculo de probabilidades sólo puede tener lugar si se conoce la ley. Es necesario saber que la ley existe, que el fenómeno se producirá. El cálculo de probabilidades puede servir para determinar nuestra indecisión ante la falta de precisión de la ley; pero no para fundar la ley, como parece querer decirlo S. Mill. La ley empírica de la mortalidad no se funda en el cálculo de las probabilidades. El asegurador que necesita seguridades y no probabilidades, no basa sus cálculos[434] en éstas, sino en la ley empírica que dan las tablas de la mortandad. El dueño de la ruleta tampoco va a probabilidades, va a seguro.
El cálculo de probabilidades tiene por función suplir la falta de precisión de la ley. Tiene su razón de ser cuando se quieren sacar conclusiones de una ley que no están expresadas en ella. Las tablas de la mortalidad, respecto a la previsión de la mortalidad, no expresan probabilidades. Dentro de ciertos límites, entiende expresar una previsión absoluta. Sólo da probabilidades, si se quiere sacar conclusiones que ella no expresa, respecto de personas singulares comprendidas en las edades a que se refieren las tablas de mortalidad. De la misma manera de cálculo de probabilidades no tendría por qué ser empleado por el propietario de la ruleta. Sólo podría interesar al jugador que, no teniendo más razón de pensar que ha de salir un número que otro, necesita decidirse, y a falta de mejores motivos cuenta las probabilidades de uno y otro. Para el jugador que, sabiendo que tiene que salir tantas veces el as, cuenta las veces que ha salido, jugará casi seguro contra él, si ha salido acercándose al límite de lo que debe salir. Pero, esto no quiere decir que tenga que ganar.
La aplicación del cálculo de probabilidades exige así el conocimiento de la ley, y la ignorancia de su frecuencia. Es decir que debe ser una ley que o no exprese relaciones constantes, o que las aplicaciones que se quieren hacer de ella estén fuera del límite de su constancia. Por eso sería un absurdo la aplicación del cálculo a la veracidad de los testigos. Para que le fuera aplicable sería necesario una ley que estableciera la regularidad del porcentaje de la veracidad de los testigos. Si existiese esa ley, la aplicación del cálculo de probabilidades a la determinación de la veracidad de un testigo singular sería tan legítima como en el caso de la determinación del jugador a favor de un número determinado. Pero si en aquel caso el empleo del cálculo de la probabilidad puede ser una manera de salir de la indecisión, y que tiene su razón de ser porque en los grandes números acaba por ganar el que se dirige por ella, aunque aplicado a la apreciación testimonial se pudiese llegar a los mismos resultados, es decir, que en el total de condenas en los juicios criminales prevalecerían las condenas justas basadas en la apreciación testimonial por el cálculo de probabilidades, siempre sería una infamia a la que nuestra conciencia moral se resistiría pasar por la condena de inocentes, en razón de que en sus totalidades habría un porcentaje considerable en que la justicia saldría triunfante.
Y con esto creo que puedo dar por terminada la exposición de la teoría de la generalización inductiva, pues si bien Mill comprende en ella a las generalizaciones fundadas en la analogía, a las generalizaciones no dependientes de causalidad, y a las generalizaciones aproximativas, creo que lo hace erróneamente.
Efectivamente, las generalizaciones analógicas son falsas generalizaciones. La analogía puede ser un instrumento de investigación, de descubrimiento; pero, no sólo no puede dar un fundamento lógico a la generalización, sino que basta poder determinar que una generalización es analógica para declararla infundada. Para la práctica y para la investigación, la analogía puede tener mucha importancia: pero no la tiene de ninguna manera para la crítica de los conocimientos.
Por lo que se refiere a las leyes de coexistencia no dependientes de causalidad, a mi modo de ver S. Mill erróneamente las considera en la lógica de la inducción. Las relaciones entre las propiedades elementales de los cuerpos, cuya solidaridad se generaliza, no tiene más fundamento que la simple enumeración. Esas generalizaciones no hacen más que expresar lo que se ha observado hasta el momento. No son una inducción. No son el producto de la generalización de lo que se ha observado en uno o en varios casos, sino la afirmación de una coincidencia a la que no se le conocen excepciones.
Por lo que se refiere a las generalizaciones aproximativas, es decir, generalizaciones parciales, como cuando se dice la mayor parte de los vascos son honestos, S. Mill distingue perfectamente el caso de las cuasi generalizaciones, que no tiene valor científico, de la verdadera generalización hecha en forma de aproximación. Las primeras pueden tener un interés muy grande para la vida y se justifica el interés con que S. Mill las estudia; pero, para la crítica científica no tienen valor alguno. Se deben usar con grandes precauciones. En cambio, las generalizaciones aproximativas, que son verdaderas generalizaciones, en su limitación, son absolutas, es decir, que limitadas al porcentaje o a la tendencia que expresan en su aplicación, permiten previsiones absolutas. Es el caso de las generalizaciones sobre los grandes números. Las tablas de la mortalidad, son generalizaciones de esta naturaleza. En sus aplicaciones, como grandes números, son tan absolutas como las otras inducciones. Lo prueba la ganancia de las compañías de seguros. En las especulaciones de carácter social, en las que sólo se tienen en vista masas humanas,[436] en que la consideración de los individuos desaparece, las generalizaciones aproximativas tienen un valor absoluto, porque las excepciones individuales no llegan a modificar los resultados totales que son los únicos que interesan. Otro caso en el que las generalizaciones aproximativas tienen un valor absoluto es cuando se conoce la causa de la generalidad de un fenómeno o de las excepciones individuales, y la generalización se expresa con la limitación que impone su causa o las causas de las excepciones individuales.
Ahora bien; las generalizaciones aproximativas, cuando tienen esas condiciones de una verdadera generalización, son o leyes causales o leyes empíricas no causales. De modo que, salvo la forma de la expresión, que no afecta su valor científico, no hay por qué hacer de las generalizaciones aproximativas una categoría especial de generalización entre las inductivas.
Así, pues, podemos concluir que la teoría crítica de la generalización abarca la justificación de las generalizaciones por simple enumeración, y las generalizaciones inductivas. El fundamento de las primeras es evidente, no así el de las generalizaciones inductivas. Hemos fundado la inducción en el principio de identidad por la determinación de la causa. Luego hemos indicado y discutido el valor de los métodos para determinar las causas. Y al llegar a este punto hemos observado que no siempre es posible la determinación de la causa; pero, no por eso la ciencia se arredra, y fundada en la simple regularidad, formula leyes que se llaman empíricas no causales. Y nos hemos preguntado por su fundamento. Hemos visto que siempre lo es la afirmación de la causa; pero, que no pudiendo determinarse, se la supone. Pero, esa suposición no es arbitraria. Requiere la constatación de la regularidad, que hemos visto que se funda en la eliminación del azar. La realización de su condición teórica da a las leyes empíricas el mismo valor que tienen las causales, en los límites dentro de los que se afirman.
De la excursión que hemos hecho por la teoría de la generalización inductiva, que es el fundamento de casi toda la ciencia de lo real, lejos de amenguar nuestro sentimiento escéptico, éste ha tenido que fortificarse; pero, no por eso nuestro escepticismo nos ha hecho negar la ciencia, al contrario, sólo él la puede salvar. Fríamente analizada con criterio dogmático hubiéramos tenido que negarla cien veces.
Por NICOLAS BESIO MORENO
Profesor en la Universidad de La Plata
Punta del Este, marzo 5 de 1919.
Querido amigo:
He leído con vivo placer su interesante estudio sobre el fraude, y sobre la moral de Ulises, aparecido en su Revista de Filosofía de este mes de Marzo. Toda la enseñanza que de él brota, sería de alta utilidad para los gobernantes y políticos de nuestro tiempo.
Pero, quiero referirme a las citas dantescas, que usted hace en el trabajo, justificadas por cierto, ya que el primer poeta de todos los tiempos, ha destinado a los falsarios y traidores, como usted lo dice, numerosos cantos de su Infierno. Fraude, hijo de la soberbia, primero y más grave de los pecados de la fe de Dante. A él también se refiere en los cantos X, XI y XII del purgatorio.
“En vano—dice usted—releyendo esa parte del poema dantesco, buscamos entre los fraudulentos al divino Ulises, arquetipo clásico de todos los simuladores. Y sorprende la ausencia pues el viaje...”
El párrafo me resulta inexplicable, conocidas sus aficiones dantescas y por las mismas citas, justísimas, que lo preceden.
El prudente rey de Itaca aparece entre los fraudulentos peores, pues el canto XXVI del Infierno, está dedicado a los grandes compañeros Ulises y Diomedes, allí reducidos no sólo por sus fraudes, sino por haberlos hecho cometer a otros; en el mismo canto se narra el último viaje y la muerte de Ulises.
Hacia poco más de la mitad del canto XVI del Infierno, el altísimo sabio y su duque comienzan a acercarse al reino espantoso de los fraudulentos de toda especie, al que los transporta el monstruoso vigilante de la entrada. El bello episodio de la cuerda que ceñía el talle del poeta, inicia el descenso al pavoroso círculo octavo, de los verdaderos fraudulentos, pero ya, poco antes, en los últimos fosos del círculo séptimo, se aperciben los usureros, perseguidos por la implacable lluvia de fuego.
El canto XVIII, describe las dos primeras fosas del círculo octavo, donde los seductores de mujeres, por cuenta ajena (rufianes) y por cuenta propia, marchan en sentidos contrarios, perseguidos por multitud de diablos, y donde los aduladores—también mísera especie de indignos—están sumergidos en repugnante estiércol, como fuera repugnante el vicio que en vida padecieron. Allí se ven el maldito hermano de Ghisolabella, el seductor de Isífile y Medea, la desdichada Taide.
En la tercer fosa del círculo octavo (canto XIX) pone Dante a los numerosos simoníacos de sus tiempos, que están cabeza abajo, con los pies ardiendo y aun las piernas; allí están el pérfido papa Nicolás III, Clemente V y todos los demás desdeñados por el poeta.
En la cuarta fosa (canto XX), los adivinos tienen la cabeza dada vuelta y caminan retrocediendo. Allí aparecen el gigante Anfiarco, prudentísimo varón, a quien Esquilo en sus “siete sobre Tebas” pone frente a la puerta Homoloidea, donde adivina su propia desdicha; Tiresias, el adivino de la misma ciudad de Cadmo; Aronta, que vaticinó[439] el triunfo de César; la hija de Tiresias, que asentó donde debía fundarse la ciudad patria de Virgilio; Euripilo y muchos más.
La quinta fosa, de cola hirviente, encierra a los intrigantes (canto XXI y XXII) y la sexta a los hipócritas (canto XXIII), donde Caifás, que aconsejara la crucifixión, marcha oprimido por una dorada capa de plomo.
Y siguen los tipos de falsarios. A los ladrones se llega en la fosa séptima (canto XXIV) donde están mordidos por serpientes y quedan reducidos a cenizas, de las que renacen a su forma primitiva pasando por la de serpientes. Entre las multitudes se divisa al que hubo de apoderarse del trono de San Jacobo; en el canto XXV Caco y cinco ladrones florentinos sufren el castigo de su bajo delito en la tierra.
Y así llegamos al famoso canto XXVI, donde hemos de encontrar a Ulises y Diómedes entre los consejeros fraudulentos de que se ocupa también el canto XXVII.
Usted vé cómo, hasta ahora, son todos fraudulentos.
Usan unos del fraude para seducir mujeres y entregarlas a otros o gozarlas ellos mismos; otros usan todo género de fraudes para poder aplaudir y adular a los poderosos; luego los fraudulentos en simonía, que venden las ventajas de su encumbrada posición; los adivinos también, hijos del fraude, porque la adivinación, siendo imposible para los mortales, tenía que llevarlos a la mentira frecuente; nadie usa más del fraude que los intrigantes, pues de él se valen para vaciar su envidia o su ambición, que es soberbia; de los hipócritas no hay que explicar si son fraudulentos, pues ocultan invariablemente sus propósitos para parecer lo que no son; usan del fraude los ladrones, después; y los consejeros fraudulentos, más delictuosos que todos, pues se empeñan en hacer cometer su delito a los demás, aparecen representados por los dos grandes héroes troyanos Ulises Laertíada y Diómedes Tideida, unidos en la expiación como fueran unidos en el delito.
Es en este asombroso canto XXVI, donde Dante tiene la maravillosa intuición de la llama parlante, que la física habría de realizar muchos años después. Los condenados están enteramente envueltos en una llama que termina en punta, siendo mayor la de Ulises, el ingenioso, de linaje divino,[440] que la de Diómedes, por ser aquél el director de las intrigas comunes y el autor único de muchas intrigas propias, y por ser, como usted dice, el que instigara a otros honestos a cometer delito de fraude; Diómedes, más heroico, más grande en la guerra, invicto siempre, vencedor de los propios dioses en los combates troyanos, merecía más consideración que el que arrancara a Aquiles de los brazos de Deidamia, para llevarlo ante los muros de Ilión.
No; Dante no podía olvidarse de ningún héroe ni personaje considerable de la guerra de Troya, porque la fundación de Roma—que era para el sumo poeta la máxima grandeza de la tierra—fué debida a linaje troyano y a la caída de la ciudad de Príamo.
Así Electra, madre del fundador de Troya, está en el Limbo, con Héctor y Eneas, padre de Silvio; entre los lujuriosos, Elena y Aquiles y Paris; Diómedes y Ulises ya citados; ni deja de recordarse de Príamo y Hécuba, Agamenon (I. XXX, 15; I. XXX. 16; Par. v. 69), Orestes su hijo (Purg. XIII, 32) y otros atridas más.
Pero Dante tenía un interés fundamental en ocuparse del esposo de la honesta Penélope, pues debía apartarse de la tradición homérica que no daba al fin del Laertíada un carácter tan trabajado y difícil, como el que él debía asignarle. Ulises estaba destinado, antes de morir, a salvar los límites del Mediterráneo y fundar Lisboa en la costa atlántica, para caer después sepultado en el anchuroso mar.
A la invocación gentilísima del mantuano, la más alta de las llamas que formaban el grupo de los héroes comienza ya a agitarse murmurando—como la que el viento al mover fatiga—así la punta aquí y allá llevando—cual si fuera una lengua la que hablase—lanzó sus voces fuera y dijo: “Cuando—... y habla de tal modo el ingenioso Ulises durante 52 versos del mayor poema.
Pero aquí no terminan los fraudulentos y, como aquéllos, está aquí Bonifacio VIII; después vienen los cismáticos: Mahoma, Rev. de Medicina y otros; falsarios de toda calidad, como los falsificadores de metales; de personas, como la incestuosa Mirra y la triste Hécuba; de monedas; de palabra, como la mujer de Putifar y Simón de Troya, que logró abrir la brecha de sus muros.
En el círculo noveno (canto XXXI) se castigan otras formas de soberbia; entre ellas la de los gigantes que quisieron escalar el cielo. Finalmente viene la mayor forma del[441] fraude: la traición, para la que se destina el mayor castigo ideado por Dante. Los traidores de sus parientes, primero; luego los traidores a la patria; después los traidores de sus comensales; los traidores de sus benefactores; y, finalmente, los traidores a la divinidad y a la majestad: Judas y Bruto el asesino de César, y Lucifer mismo.
Discúlpeme, mi amigo, que ésta haya salido tan larga y cuente con su amigo affmo.
N. Besio Moreno.
Señor doctor José Ingenieros.
Por el Dr. CESAR REYES
Ex magistrado en La Rioja
Escribía hacia los años de la Revolución de Mayo Bartolomé Hidalgo, primer poeta nativo del Río de la Plata, en sus poesías gauchescas, haciendo hablar al paisano Chano, “capataz de una estancia en las islas del Tordillo”, en sus diálogos con el gaucho Contreras, “de la guardia del Monte”:
Y en eso estamos, desde hace ya más de un siglo, en que nuestro humanista cuanto patriota, que fué militar de la Independencia, escribía:—manteniendo la esperanza de ver la reformación. ¿Hasta cuándo? Desde los albores de la independencia, desde antes, desde la dominación española, ya se decía en el papel que “todos éramos iguales ante la ley”. Este equívoco se ha prolongado hasta el presente en nuestras instituciones. Las leyes dicen una cosa; los hombres que las aplican y ejecutan, hacen otra cosa bien distinta.
Los magistrados y los funcionarios, hasta el presente, mienten cuando dicen que hacen la justicia igual para todos. Consciente e inconscientemente, la hacen en beneficio de la clase social a que pertenecen. Y como las aristocracias y burguesías, hasta el momento actual, en estos países, y en general en el mundo, dominan a la clase obrera, a la clase pobre, a los que ha dado en llamarse despectivamente, en ciertas regiones de América, chinos, negros, mulatos; y no obstante ser éstos los más, las clases dominantes disponen de magistrados y funcionarios que les pertenecen, y éstos, naturalmente, tienen que abogar por su propio gremio.
La reacción democrática—si ella ha de ser una verdad en la práctica, y no sólo una farsa en el papel—tiene que venir del mismo pueblo, y no del Estado, porque sin contadas excepciones los aristócratas o burgueses—de los cuales, como digo, están constituídos hoy los gobiernos—no pueden renunciar a su privilegio de casta para levantar a los que sufren, al pueblo obrero. Se necesita de hombres que por temperamento[444] tengan un exquisito sentimiento humanista, que sean altruistas o filósofos, un conde León Tolstoy, un Roberto Owen, por ejemplo, de los cuales en este mundo de egoísmo y superficialidad apenas se contaría una docena. Cuando el pueblo se instruya y adquiera cierta independencia económica por sí mismo principalmente,—y también en segundo orden, por los que tímidamente, mezquinamente, le dé el Estado—, podrá reivindicar sus derechos, llevando a los puestos públicos por el voto en los comicios genuinos representantes de sus filas, con instrucción sí, y cultura moral, pero que no renieguen de su origen una vez que se encuentren encumbrados, aunque esto es difícil en ellos, puesto que obra el recuerdo de la infancia y la tradición de sus manes en cuanto han sufrido. Así se han de inclinar más a favorecer a los que sufren, al pueblo obrero, y no a las clases gobernantes, extrañas a sus dioses lares. Mientras el pueblo no tenga netos representantes de su estirpe, mientras obedezca a mandatarios de clases antagónicas a las suyas, va perdido; son mandatarios infieles que no han hecho más que traficar con el nombre de la democracia, pero cuyos intereses y sentimientos tienen tanto de demócratas como los españoles que vinieron a civilizar y enseñar el evangelio a los indios, exterminándolos por avaricia. Fuera de esa condición, sine qua non para que triunfe evolutivamente la democracia, se necesita esta otra: que el Estado constituído por los privilegiados, nobles, capitalistas, y sus secuaces sacerdotes y militares, no obstaculice por la fuerza la participación en el gobierno de la clase pleveya, porque entonces todo esfuerzo del pueblo sería ineficaz, y su reacción no podría venir sino por la revolución, oponiendo la fuerza a la fuerza. En nuestra república tenemos conseguido ya el libre voto—por lo menos en el papel, que en la práctica dista mucho aún de ser una realidad—; es posible, pues, el triunfo de la democracia, siempre que las clases trabajadoras, que son la mayoría votante, tengan en el gobierno genuinos representantes obreros, o hijos de obreros levantados con sus propios esfuerzos y que no desconozcan a su estirpe. Es verdad que, en ciertas provincias, al pueblo argentino le falta instrucción e independencia económica para poder comprender y buscar en la práctica legal su prosperidad individual y social; ahí, pues, debe tender la prédica: a que se instruya, a que trabaje en condiciones más ventajosas, solidarizándose, por ejemplo, en las huelgas para hacerse oir del capitalista; por otra parte, hoy la ciencia no es patrimonio de los ricos, pues pueden adquirirse libros de celebridades mundiales por exiguo precio, al alcance del obrero. La cuestión económica y la instrucción[445] se complementan; por más que haya capacidad intelectual, no puede haber libertad de obrar sin base económica; el estómago manda; a la inversa, con algunos ahorros que tenga el hombre, si no tiene instrucción, va expuesto a dejarse explotar por otros más instruídos, o a perder su dinero en malos negocios. Buscar la independencia económica no es buscar la usura. Los capitales al alcance de todas las necesidades sociales, y no reconcentrados en pocos millonarios; deben, además, ponerse en circulación para favorecer intereses sociales, especialmente de las clases que más los necesitan, y no guardarse en las cajas de fierro o en Bancos, de donde sólo se los puede extraer con intereses crecidos y con garantía hipotecaria o firmas fuertes. En Norte América, donde la organización social se acerca algo a la democracia de verdad, no ha surgido el capital de las explotaciones de los gobiernos sino por la obra propia de trabajadores esforzados, quienes después donan grandes cantidades a sociedades de beneficencia, hospitales, institutos científicos y de trabajos prácticos, pero no las dan a las manos muertas de las iglesias y conventos, como entre nosotros, único caso en que aquí ocurren donaciones. En este país se han adquirido las fortunas, casi en tu totalidad, por las mercedes que los reyes españoles primero, y los gobiernos patrios después, hicieron de extensos territorios a los pocos españoles y argentinos de la burocracia, desheredando a los demás del pueblo, que, como los pobres indígenas, vinieron a quedar parias en el propio suelo que los vió nacer. No hay más que ver los títulos de esas mercedes, que aun circulan en los expedientes judiciales, para convencerse; así, por ejemplo, he visto títulos de tierras de la familia Arias que a su antepasado, Juan Manuel, le entregaron los gobiernos patrios casi la tercera parte de los Llanos. Después la tierra se ha valorizado por obra de la inmigración—compuesta casi en su totalidad de elemento obrero—que crea pueblos y cultivos, y por los ferrocarriles, resultando que de la noche a la mañana esos propietarios de extensas zonas de campo, antes sin mayor valor relativo, por mercedes o compras, han visto centuplicados el precio de sus tierras y han resultado algunos archimillonarios. ¿No es justo, pues, que estos señores contribuyan al bienestar social, poniendo a disposición de los que no tienen, lo que han recibido directa o indirectamente de la sociedad y del trabajador? Y si el enriquecido por el trabajo de todos se niega a retribuir al obrero, a compensar a la sociedad por lo que ha obtenido de ella, el Estado, haciendo justicia, una vez que esté constituído por representantes netos de la clase popular, lo ha de conseguir con una política socializadora, sin necesidad[446] de expoliaciones, las cuales sólo se justifican cuando el monopolio raya al extremo, como sucedía con las manos muertas de curas y nobles en Francia, cuando la revolución, que vivían en el derroche, al paso que, como dice La Bruyére (“Los Caracteres”) andaban gentes pasteando por los campos de Francia a duras penas de poderse distinguir si eran hombres; como actualmente en Rusia, que millares o millones de pueblo pagaban con la miseria, en los calabozos de Siberia, y en las guerras externas interminables, el derroche, el libertinaje y las locuras de dominio de sus zares, nobles y militares.
Política de justicia se necesita, tendiente a elevar el pueblo trabajador, haciéndolo participar de derechos económicos, científicos, sociales y morales, que al presente le están restringidos, lo cual se conseguirá con darle independencia económica, con instruirlo, con educarlo. Se comenzará a darles base económica, legislando la materia de los contratos obreros, para que no sean explotados por patrones, fijándoles el mínimum del salario y el máximum del jornal, los accidentes en las fábricas a costa del capitalista, el derecho a la huelga; dándoles en enfiteusis tierras fiscales, en este país, donde, como ha dicho Sarmiento, “el mal que tenemos es la extensión”, para que las pueblen y no sufran hambre también ellos; para que poblado el desierto haya prosperidad social, por el aumento de producción, porque, como dice bien Alberdi, la riqueza no la da la tierra pelada sino el trabajo del hombre aplicado al suelo (“Estudios Económicos”).
Mejor todavía que en enfiteusis, la tierra se debe dar al que la trabaja, para que se radique en ella definitivamente y la ame formando su hogar, pero darla solamente a los que la necesitan y son capaces de hacerla producir, prohibiendo su negociación privada para que no se rehagan los latifundios de los señores feudales.
La Revolución de Mayo no resolvió el problema social argentino; ella, como la Revolución de Julio en Francia, ha sido el triunfo de la burguesía y no del pueblo, si bien el pueblo fué el que las hizo triunfar; pero no estando preparado ni económica, ni intelectualmente, resultó suplantado, dominado; con esas campañas, de que nos enorgullecemos tanto, se desalojó dos plagas sociales, la nobleza y el clero (en nuestro caso forasteras todavía), pero se levantó una tercera, los burgueses semiinstruídos y capitalistas, o sea la clase media. Es decir, en el caso de la Argentina, los criollos que se[447] dedicaron al comercio y la ganadería—pues los españoles desdeñaban como oficio propio de negros y villanos—y se instruyeron en los escasos colegios y universidades de Córdoba y Chuquisaca, fueron los que constituyeron la burguesía. Porque en la colonia del Río de la Plata, y en toda Sud América, a excepción del Perú, nobles no había ni para remedio, salvo los mandatarios de orden superior que nos enviaban y regresaban a Europa sin dejar familia, como que les estaba prohibido el radicarse; según enseña la historia, la inmigración española a América era la ley de la población peninsular. Mas, andando el tiempo, estos españoles, plebe allí, comenzaron a considerarse nobles aquí, en relación con el indio; y tenían razón, a su modo, porque físicamente e intelectualmente esa raza estaba más adelantada. Expulsados los españoles, los hijos de éstos continuaron esa aristocracia ad hoc, nacida aquí en el medio, y también los mestizos que económica e intelectualmente—por ambas fuerzas y por la de las armas en las guerras de la independencia—se levantaron dominando, avasallando, al gaucho del campo y al cholo de las ciudades[26].
No es otro el origen de toda aristocracia, burocracia y gobierno en general: el dominio por la fuerza, la subyugación de una clase social, para explotarla. Con la evolución de las sociedades la lucha de raza a raza, de tribu a tribu, de clase a clase, de grupo a grupo, externa e interna, se atempera, por la adquisición de sentimientos sociales, del principio de justicia, pero no desaparecen del todo. Siempre hubo vencedores y vencidos; y la teoría de que no haya ni vencedores ni vencidos, pasará a ser una realidad en un porvenir aun bastante lejano, según lo hace ver el resultado de la actual guerra europea, que, no obstante el humanismo y la democracia decantados por Wilson, y en gran parte ciertos, los aliados se están achureando—como diría un criollo—el ex imperio alemán, hoy nación democrática, bajo el pretexto de que fué una teocracia.
Con la historia en la mano se puede constatar que el proceso de los Estados en el mundo fué ese, la clase “dominante” vencedora resultó gobierno, la clase “dominada”, vencida, quedó pueblo explotado. Los que lo niegan son precisamente los interesados en que ello no aparezca y en poder seguir así explotando al pueblo sin que se aperciba, bajo[448] la carátula de protectores del mismo, vestidos con la piel del cordero.
Nos bastaría citar la opinión de eximios sociólogos, y filósofos, que han estudiado la cuestión política, libres de las banderas de los partidos y del espíritu de clase.
Mientras, pues, las luchas de clases no estén eliminadas o poderosamente atemperadas, lo cual pensamos se conseguirá en un porvenir no remoto, la clase democrática, los explotados, los obreros, deben estar prevenidos para llevar al gobierno sus representantes netos, que miren por propios intereses, para elevar su condición social, y no los “domestiquen”, mirando por desemejantes intereses.
Estando ya las clases trabajadoras en el poder, ¿de qué modo reivindicarán sus derechos acaparados por los burócratas y los parásitos? ¿Por la democracia individualista, sistema norteamericano? ¿Por el minimalismo, o programa mínimo del socialismo, como el del partido socialista argentino y los similares europeos? ¿O, finalmente, por el maximalismo, como el actual gobierno ruso, o programa máximo socialista?
Desde luego, débese eliminar el minimalismo, como tercera cuestión, porque está comprendido en el maximalismo, que es el verdadero socialismo, o comunismo de Estado, tal como lo pensaron y crearon Saint Simon, Owen, Fourier, Marx, Engels, la Internacional, etc., puesto que el programa mínimo—o sea la mejora obrera en el trabajo, con disminución de horas y aumento de jornal, prohibición del trabajo de los niños y mujeres en las fábricas y garantía de los accidentes—sólo ha sido ideado, como lo confiesan los socialistas, transitoriamente, para hacer posible la lucha obrera con el capital en las condiciones actuales sociales, y hasta que por su libertad económica y su instrucción el obrero esté en capacidad de obtener que el Estado socialice la propiedad privada. Los socialistas minimalistas nunca pierden de vista el verdadero programa, aunque más remoto del partido, o sea la socialización de los medios de producción. A este verdadero socialismo, que ha triunfado hoy en Rusia—pues como bien lo hace ver Kantor, la constitución que se ha dado dicho gobierno ruso no es más que la aplicación de los principios proclamados por la Internacional Socialista—ha dado en llamarse maximalismo, nombre que viene de programa[449] máximo, y se tiene a Carlos Marx como su verdadero fundador.
El maximalismo no entraña, pues, como cree el vulgo, fatalmente la revuelta y el desorden; se puede conseguir con la evolución mediante la conquista del poder por el voto libre de la mayoría socialista de una nación, o mediante la revolución armada en casos extremos. En Rusia se hizo por la revolución, pues allí los hechos la justifican plenamente—no tenía garantía del voto el obrero, era sacrificado en las guerras y en las cárceles siberianas, moría de hambre en el rico territorio que él cultivaba para otros; con la evolución jamás se hubiere levantado ese pueblo, era insoportable su situación, peor, muy peor, a la que pasaba el pueblo francés en 1789, cuando se sublevó contra los nobles y el clero en la revolución de que tanto se vanagloria la humanidad. Con el triunfo del maximalismo en Rusia, se evitaron las horribles matanzas de millones de obreros rusos en la guerra externa con Alemania, donde a los paisanos reclutados se los llevaba sin armas, mal alimentados y casi descalzos, a pelear en esas fronteras rocallosas y heladas, contra soldados bien pertrechados, a servir de carne de cañón; y así durante esa guerra entre Alemania y Francia, hecha “de arriba” por el pueblo ruso, perdió éste más de 3 millones de obreros. Se evitaron también los estragos no menos inhumanos que los zares y nobles cometían sobre la plebe, en el orden interno, con la emancipación de esta clase domesticada. Es verdad que hubo excesos; los hay en toda revolución, y ellos se justifican plenamente ante la necesidad del triunfo de la causa salvadora. Rodaron unas cuantas cabezas de nobles y jefes de ejército, explotadores sistemáticos del pueblo, pero se economizó derramar mucha sangre popular en holocausto a los dioses zarinos, en la guerra europea y en los calabozos de la Siberia. No fueron tantos los desórdenes como pinta la prensa interesada en desprestigiar la causa por el único cablegrama parcial que nos viene, el aliado, y hay que dudar de la verdad de esas comunicaciones. Aun así mismo, de ser ciertas las noticias, los desmanes cometidos por la célebre revolución francesa, que tanto ponderamos, fueron inmensamente superiores a los ocurridos hoy en Rusia, cuando no había día en que no se hiciera rodar del cadalso la cabeza de algún dirigente. Y la tal libertad, igualdad y fraternidad que proclamó quedó letra muerta; fué libertad para los burgueses, igualdad y fraternidad entre los miembros de esa sola clase social. Siquiera la revolución social rusa, crea una libertad, igualdad y fraternidad mucho más extensa, una libertad, fraternidad e igualdad para la gran masa obrera, y no sólo de[450] Rusia sino del mundo entero, puesto que dicha constitución maximalista tiene una cláusula por la cual se tiende a organizar la humanidad bajo una confederación de estados, formados todos de modo semejante al gobierno actual ruso.
Es claro, pues, que los países en que la situación del obrero no sea extrema, como fué en Rusia, pueden llegar al maximalismo por la evolución política, y allí no habrá ni los pocos excesos que en Rusia fueron inevitables.
Por lo demás, el socialismo máximo no es, como se dice por algunos, una simple utopía, un sueño de filósofos. Fuera de que ya lleva más de un año de práctica en lo que fué imperio absoluto de los zares, existió, como sabemos, en varios pueblos. Así, por ejemplo, en el gran imperio del Perú al arribo de los españoles se vivía en un régimen algo comunista, en ciertas cosas más acentuado que el establecido por los maximalistas rusos, y sin embargo, el imperio floreció y las gentes vivían cómodas; no había ricos (fuera de la clase sacerdotal y de la aristocracia imperial—que ellas siempre han sido pudientes en todas partes—mas eran clases reducidas en comparación con la gran masa popular) pero tampoco había miseria; la propiedad del suelo pertenecía al Estado, y él era quien asignaba al individuo que llegaba a la adolescencia un lote para que lo trabajara, y todos estaban obligados a hacerlo, pues eran fiscalizados directamente por empleados del Estado. Ni el producido del trabajo pertenecía al operario, sino que iba a almacenes y graneros públicos, de donde se repartía a la población en cada aldea o pueblo, por cabeza, y había justicia relativa allí, puesto que todos trabajaban fiscalizados y no existían haraganes que “vivieran de arriba”. Estudiándolos dice el Dr. Luis Jorge Fontana: “Cada ciudadano nacía libre para la ley que fijaba los deberes y derechos de cada individuo ante la patria, la religión, la familia y para con sus semejantes... La agricultura, hoy embrionaria y empírica en América, como que recién empezábamos a fundar escuelas, constituía la principal fuente de recursos nacional en otra época. Cada hombre al llegar a la edad de la pubertad recibía del Estado un terreno ubicado y delineado oficialmente para que lo cultivase y formase hogar y familia. Desde el emperador hasta el último de sus súbditos cultivaban la tierra, él removía el suelo en cierto período del año con un azadón de oro y los ciudadanos con herramientas de un metal compuesto, una aleación de bronce tan duro como el acero. Regaban los campos por medio de acueductos sacados de ríos y de lagos y por canales menores, acequias, el agua era llevada a largas distancias y levantábanla hasta la cumbre de las montañas. Su distribución y servicio tenían[451] reglamentación admirablemente estudiada; construían puentes y calzadas de dimensiones colosales, y el ejército en tiempo de paz era ocupado en la construcción de las obras públicas” (“Ab Ovo”, págs. 36 y 47). El Dr. Ernesto Quesada escribe: “Pero lo que es admirable—y es esto cabalmente lo que más nos interesa en el presente curso—es su organización social. Era una sociedad basada en un comunismo perfecto y en una burocracia técnica, que gobernaba un monarca autocrático, pero inspirado siempre en el bien de la comunidad. Durante siglos funcionó tal organización con el éxito más completo y realizando lo que las actuales doctrinas socialistas no han soñado siquiera en imaginar; el individuo era un sencillo rodaje de la comunidad y sus actividades se ejercían como simples funciones sociales, reglamentadas y vigiladas por el órgano de dicha comunidad, constituída por la burocracia imperial. Nunca ha registrado la historia en parte alguna del mundo una organización tan perfecta, dentro de esa orientación, y con un resultado más completo en cuanto a la prosperidad nacional y al funcionamiento del sistema; las misiones jesuíticas lo imitaron con análogo éxito durante el período de la Colonia. La comunidad por el órgano del gobierno, interviene en todos los actos de la vida, reglamentándolo todo y cuidando de que todo marche armoniosamente. Y eso que se trataba de un extenso imperio, englobando poblaciones de origen étnico distinto y de diverso grado de cultura” (“El Desenvolvimiento social hispanoamericano”, Revista de Filosofía, Noviembre de 1917, pág. 461). Foustel de Coulanges, en su obra célebre “La ciudad antigua”, trae: “Se sabe de algunas razas que jamás han llegado a establecer la propiedad privada, y de otras que sólo la han establecido tarde y penosamente. No es, en efecto, problema fácil el saber si en el origen de las sociedades puede el individuo apropiarse el suelo y establecer tan recio lazo entre su ser y una parte de la tierra, que puede decir: “Esta tierra es mía; ésta es como una parte de mí”. Los tártaros conciben el derecho de propiedad cuando se trata de los rebaños, y no lo comprenden cuando se trata del suelo. Entre los antiguos germanos, según ciertos autores, la tierra no pertenecía a nadie; la tribu asignaba todos los años a cada uno de sus miembros un lote para cultivar y cambiaba el lote al siguiente año. El germano era propietario de la cosecha, pero no de la tierra. Todavía ocurre lo mismo en una parte de la raza semítica y entre algunos pueblos eslavos” (pág. 70, edic. Madrid). Sigue el autor haciendo notar que en Grecia y Roma y en la India, es decir, en la raza aria, de donde nosotros tomamos esa civilización, la propiedad del suelo fué[452] desde un comienzo privada, y como consecuencia del culto a los muertos y al hogar, familiares, que estaban adscriptos al suelo y no podían dejar abandonado su culto y sus muertos. De modo, pues, que sólo por una razón de orden religioso e histórico es que los actuales pueblos de raza aria son individualistas en la propiedad del suelo, según esto. Es de advertir que a propósito he citado autores que nada tienen de socialistas; y si cabe duda todavía al respecto léase el capítulo “La Reglamentación Comunal”, de la obra del individualista Spencer, “Instituciones industriales”, donde trae innumerables ejemplos de pueblos que han sido comunistas; en algunos el origen, la razón de nacer del comunismo fué el matriarcado, o parentesco por la línea femenina.
Los que nos hayan seguido hasta aquí creerán, acaso, que estoy convertido en un maximalista declarado. Sin embargo, como lo explicaré en seguida, es lo contrario; sólo he querido demostrar hasta aquí que el maximalismo no es un sistema utópico, ni siempre revolucionario, y aunque revolucionario en algunos casos no anárquico, como se lo pinta por los que no lo conocen y por los que tienen interés en desfigurarlo. Pero es el caso que con ese sistema social el individuo puede quedar aniquilado, se debe enteramente a la sociedad; todos son iguales, malgrado las diferencias naturales; se puede crear así una igualdad artificial en vez de la igualdad natural, la cual consiste, como se ha dicho bien, en respetar las desigualdades naturales. Con este sistema de coacción pública, donde todo está reglamentado por la sociedad de antemano, que se ha erigido en Estado—confundiendo así dos hechos sociológicos que son bien distintos—se mata toda iniciativa individual, se destruye toda diferencia innata o adquirida, se hace imposible, en una palabra, la selección, y con ella el mejoramiento individual y social rápidos, desde que se pone trabas a la lucha por el triunfo de los más fuertes, de los más capaces, de los más laboriosos.
Además, este comunismo de Estado destruye la libertad, y el ideal de las civilizaciones modernas es aumentar la libertad individual, no siendo más el Estado y la sociedad sino un medio para adquirirla, para que el hombre viva bien, pudiendo satisfacer libremente sus necesidades naturales, siempre que respete iguales necesidades por parte de los demás.
Como han hecho notar bien los escritores de derecho político,[453] con el comunismo la sociedad se vuelve más gregaria, el hombre es menos libre que el soldado, y se retrograda así al régimen del estatuto, del mando, de la coacción, propio de las sociedades primitivas en donde por razón de las continuas e ininterrumpidas guerras externas e internas, se hacía necesaria mucha subordinación en el pueblo y un régimen fuerte de mando por el gobierno. Pero con la civilización se ha impuesto el régimen contrario, o sea el del contrato, el de la voluntad, que regla todos los actos de los hombres libres y civilizados. En el siglo pasado, Inglaterra y Norte América—naciones respetuosas de la libertad individual—fueron las más avanzadas en el progreso del mundo; los árabes, donde la ley de Mahoma les regla todo, son los más atrasados hoy. Una sociedad en tales condiciones progresa hasta un limitado estado, y de ahí no puede pasar, vive por siglos estacionaria; no habiendo iniciativa individual, hombres que se hagan a sí mismos, y no resulten hechos por el estado, no puede haber innovación, cambio, progreso; habrá orden cuando más y por el tiempo que se quiera, pero faltará el otro elemento del desarrollo social, desde que éste se forma, como bien lo explica Comte, del orden y del progreso sociales. Por esto, estamos en contra del socialismo maximalista o comunista; y del llamado minimalista también, porque, como queda dicho, no es más que la introducción del socialismo, desde que sus adeptos jamás pierden de vista al ir consiguiendo esas ventajas mínimas, las máximas, a las cuales se les apuntan ya francamente, cuando les llega la ocasión de dar el golpe, ya sea en los comicios o por la revolución. Ahora, es claro que el programa mínimo del socialismo, puede ser sostenido y practicado en su generalidad, y aun avanzando, por cualquiera que tenga ideas liberales, que desee la mejora obrera, que sea demócrata verdadero. La democracia individualista norteamericana, con el presidente Wilson a la cabeza, desarrolla ese programa, y no solamente para Estados Unidos sino para el mundo entero, propiciando el sistema de organizar las naciones formando una liga de ellas, para unir las gentes y evitar las guerras. Filósofos individualistas como Spencer y pensadores como Alberdi, lo sostuvieron también en obras célebres anteriormente. ¡Hay que leer ese “crimen de la guerra” del pensador argentino, la obra más sesuda que se ha escrito contra la guerra, para convencerse de la elevación de miras del gran humanista argentino—que no tiene una estatua en su tierra y vivió y murió como paria, pues no supieron comprenderlo,—adelantándose más de un siglo a su tiempo! En su obra “Instituciones Industriales”, escrita por el año 1890, Spencer desarrolla la idea, cómo, sólo[454] con el obrar individual y democrático, es decir, con que el individuo ejercite sus libertades naturales a condición de respetar iguales derechos por parte de los otros, tanto en el interior como en el exterior de los países, y que los Estados se concreten a hacer respetar y nada más esas igualdades en las libertades en vez de desatender la función de justicia que es su fin primordial y de ocuparse de otros asuntos que son del rol individual, como ocurre hasta ahora, y es lo que obstaculiza el progreso; creándose además, con la disminución de las guerras, por el comercio, por las industrias, por el tráfico, por la inmigración, por las ciencias, una confederación de Estados mundial, Estados que no serán imperialistas sino más reducidos y más iguales en lo futuro—así opinaba Spencer que debía crearse la democracia universal siguiendo el desarrollo de los pueblos. Y a mi juicio dió en el clavo de la cuestión, como lo cree también el sociólogo Vaccaro, y lo está practicando con éxito indiscutible Norte América y su presidente demócrata individualista Wilson.
Pero es el caso que muchos años antes, Alberdi propuso lo mismo, en la obra que cito, allá por el año 70, con motivo de los preludios de la guerra francoprusiana.
Haciendo honor al pensador argentino, vamos a transcribir los siguientes párrafos; dice hablando de la libertad interna: “En mi opinión la ruina de la supremacía militar de la Francia no es hija de los contrastes y reveses de su reciente guerra con Prusia, sino que esos reveses son resultado de la ruina que ya existía, sin manifestarse, de esa supremacía. Ha muerto a mano de otros progresos de la Francia en el camino de la civilización. Un gobierno sin libertad, un país sin industria aventajada, son más capaces de preponderancia militar que un país libre y rico por la preponderancia noble de su industria. En este sentido la Prusia y Rusia son más capaces de preponderancia militar que la Inglaterra. El ejército perfeccionado es la expresión de un gobierno en que la subordinación prima a la libertad”. Y en otra parte, hablando de la cuestión externa, dice: “El mayor obstáculo para llegar a la organización del mundo en una vasta sociedad de naciones es la existencia de lo que hoy se llama grandes poderes o grandes aglomeraciones nacionales; pues lo primero que exige en nombre de su grandeza uno de esos poderes, cuando se trata de decidir la contienda que le divide con otro, es que nadie intervenga ni se mezcle en esa decisión. Ese nadie es la sociedad general, el mundo neutral, es decir el juez natural de los pleitos internacionales. Remover ese obstáculo es propender sistemáticamente a la subdivisión de las grandes naciones, es[455] decir, a la disminución de su poder para que ninguna de ellas sirva de resistencia invencible a la formación de la Nación suprema y definitiva, compuesta de todas las naciones del mundo, hoy dispersas, errantes y anarquizadas entre sí. Los grandes Estados son lo que eran los grandes señores como obstáculos y resistencias al establecimiento de la sociedad política y de la autoridad nacional de cada país. De modo que en lo internacional, como en lo interior de cada nación, se llega a la unidad general por la división de las unidades parciales que aspiran a realizarla... “Unidad que no depende de la multitud, es tiranía: multitud que no se reduce a la unidad es confusión”, ha dicho Blas Pascal”. (Páginas 321 v 284, Obras Post.).
Así, pues, en resumen, pensamos: Que con una democracia individualista en lo interno y externo de las actuales naciones, es decir, con el obrar amplio por el individuo, haciendo uso de su libertad, pero respetando iguales libertades por parte de los demás, o sea la igualdad de las libertades naturales, y con la garantía real, verdadera, por parte de los gobiernos de esas libertades en el obrar para el individuo, sin mayores restricciones que las que imponen el ejercicio de las mismas por parte de los demás, es como la sociedad humana tiende a evolucionar en lo futuro para ser feliz el hombre y progresar él y la sociedad. La humanidad necesita así, para constituirse definitivamente, de la Confederación de naciones en donde todas entren como iguales, para que haya la fuerza pública necesaria a castigar las violaciones a la justicia de los Estados, cometidas por alguna o algunas naciones que pretendieran hacer uso de sus libertades abusivamente, es decir, desconociendo iguales derechos de vida por parte de las otras. Con sólo, pues, el principio de justicia, individualista: la libertad, igual para todos, o sea la igualdad natural en el obrar, se ha de organizar la humanidad democrática del porvenir. Por el respeto de ese principio, en virtud del convencimiento que la ciencia aporte a las gentes a medida que el pueblo se vaya instruyendo, y se vaya haciendo hábito dicho principio de justicia a fuerza de vivirlo cada vez más ampliamente por el tráfico en aumento siempre entre los pueblos, y sobre todo, sabiendo, como deben saber, que detrás de su violación está el poder de la comunidad para castigar al individuo abusivo que se toma las libertades ajenas, creyéndose privilegiado en el mundo, se creará la libertad, la igualdad y la fraternidad. No es con palabras, mentidas[456] en los comicios, ni con letras de molde en las leyes, ni tampoco con oraciones en los conventos donde el amor al prójimo a nombre del Dios es predicado por explotadores de los “fieles”; a esta altura del discurso, si obligado estuviera a pronunciarme entre Norte América, democrática individualista, y Rusia actual, socialista maximalista, entre Wilson y Lenine mi predilección no se haría esperar; optaría por los Estados Unidos y Wilson, sin que por esto pensare que todo lo realizado por ellos sea perfecto, y sí solo sostengo el sistema, la tendencia, que allí mismo se ha de perfeccionar, pues dista mucho de alcanzar el ideal democrático individualista.
Jóvenes amigos; señores. Mientras las luchas de clases, de tribus, de naciones, no se atemperen por el respeto recíproco de las gentes al principio de justicia que dejo explicado, desconfiad siempre de esos protectores de clases desemejantes que os quieren ayudar desde el poder—“proteccionismos” que día a día se ven fracasar en los individuos y en las naciones.—Mas, tal desconfianza, tal precaución, no debe ser nunca un obstáculo puesto al advenimiento de una confraternidad de miras democráticas, igualitarias naturales, porque esto implicaría formar clases cerradas y naciones guerreras que han sido fatales para el progreso de los pueblos y la humanidad. Los aristócratas o burgueses que adoran tanto al pueblo y quieren pasar por demócratas, traten de conseguirlo, pero haciendo primero los sacrificios de sus privilegios injustos, antes de que el pueblo, desengañado, cambie el tono de sus reclamaciones. A tiempo están de abdicar tantos privilegios económicos, sociales y políticos de que gozan. ¡Que se hagan ver!
Por OCTAVIO MENDEZ PEREYRA
De Panamá
Si el arte es uno de los objetos más elevados de la actividad humana y la forma de trabajo más difícil, es, por lo tanto, de lo que merece despertar en nosotros más interés y más simpatía. He aquí porqué la crítica de arte ha podido alcanzar en nuestros tiempos un gran desarrollo y llegado a ser una de las ciencias más complejas, una ciencia que es sociología, historia, psicología, estética, lógica, óptica, acústica, geometría y cien ciencias más a la vez. No ejercen, pues, el verdadero apostolado de la crítica los que aun se empeñan en la pueril tarea de constituirse en árbitros para juzgar, por sí y ante sí, sin la preparación y la disposición requeridas, lo que es producto de elementos heterogéneos que es preciso conocer y estudiar, si se quiere emitir un juicio exacto, justo e interesante.
Taine ha llegado a establecer, en una reacción unilateral exagerada, que “para comprender una obra de arte, un artista, un grupo de artistas, es preciso representarse con exactitud el estado general del espíritu y de las costumbres, del tiempo a que pertenecen”[27]. Aunque fuera posible aplicar tan rigurosamente esta regla del maestro de la Filosofía del Arte, siempre quedarían por considerar el temperamento personal del autor y, sobre todo, la obra misma, en cuanto a la cantidad de vida independiente que pueda contener, porque el verdadero objeto del arte es la expresión de la vida.
Y como la vida no es sino una gran complejidad, resulta verdad que la crítica de arte tiene por fuerza que ser una de las labores más complejas del espíritu humano y, por esto mismo, una ciencia muy amplia y liberal, que acepte con simpatía e interés todas las manifestaciones de la inteligencia, todas las creaciones de la fantasía y todos los temperamentos[458] y particulares predilecciones. Mientras más numerosos y contrarios sean éstos, tanto mejor para la solidez de los estudios y la seguridad de los principios, tal como, en el campo de las ciencias naturales, acontece al botánico o al zoólogo con las infinitas manifestaciones de la vida vegetal o animal. El único deber del crítico es “exponer hechos y mostrar cómo se han producido esos hechos”; dejarse emocionar, y comunicar después sus emociones y las ideas que encierra la producción. No es confesar preferencias, pedir genio, exigir profundidad, señalar errores, imponer preceptos, absolver, condenar, amonestar...
Por otra parte, conviene tener presente que la verdadera obra de arte no puede ser analizada en detalle, con la sequedad del químico, porque entonces deja de ser obra de vida y se convierte en un cuerpo frío e inexpresivo, en una especie de mecanismo sin influencia emocional y educativa. La obra de arte sólo es fecunda y eficaz en los momentos en que actúa como una fuerza viva sobre nosotros, en que influye con entusiasmo sobre el individuo y desarrolla en su alma armonías sensibles, emociones hondas, calor y simpatía. Y es que la emoción estética no es la consecuencia de un análisis, de una disección detallada; es algo que se apodera de nosotros en bloque como si entre el alma del artista y la nuestra un fuego divino hubiese producido misteriosa fusión. Antes de juzgar la razón, juzga nuestro sentimiento, y muchas veces aquélla es incapaz, como observa Gauckler, de fallar por otra cosa que por la impresión sentida. “Si durante los últimos siglos—dice—se ha tratado de proscribir del arte la imaginación y de buscar lo bello en las propiedades exteriores de las obras exclusivamente, ha sido porque entonces la filosofía, eminentemente racionalista, ha sido la expresión de una reacción contra el gran movimiento sentimental que caracterizó a la época del Renacimiento”[28]. Una cosa es, pues, la emoción de arte y otra es la habilidad técnica, muy apreciable, sin duda, pero menos significativa y menos importante en los dominios complejos de la estética. Lo primero que debemos buscar en la obra de arte es su expresión, su significado, su razón de ser, la que no puede menos de estar relacionada con una manifestación de vida, sea ésta un pensamiento, una pasión, un sentimiento o una necesidad. Sólo después de haber descubierto el sentido oculto bajo las formas, la sangre que las vivifica, estamos capacitados para juzgar hasta qué punto el artista ha logrado traducir fielmente su idea, o expresar correctamente su sentimiento.[459] La forma da, sin duda, valor y carácter al fondo, pero no es, en definitiva, sino una envoltura, un mero estuche que vale mucho más por lo que contiene, cuando contiene algo.
En todo caso, hay que tener en cuenta que para gozar enteramente de una obra de arte es preciso ser apto para comprender la pasión, el sentimiento que la informa y la idea que la encarna y le da vida. Es preciso también, muchas veces, encontrar en la obra una manifestación de lo mejor de nosotros mismos, darle algo de nuestra propia alma, o ser capaces de animarla con nuestros propios sentimientos y una emoción espontánea y honda.
“Para comprender bien una obra de arte—dice Guyau—es preciso penetrarse tan profundamente de la idea que en ella domina, que se vaya hasta el alma de la obra o que se le dé una, de tal modo que adquiera a nuestros ojos verdadera individualidad y constituya algo como otra vida en pie al lado de la nuestra”[29]. Es decir, hay que revestir de cierta unidad y de cierta vida la obra para armonizarse con ella, como si por un acto de la inteligencia y el corazón la hubiésemos antropomorfizado, le hubiésemos dado calor de humanidad. Sólo entonces habremos dejado de ser fríos y pasivos ante la obra artística y estaremos en aptitud de fraternizar con ella y perdonarle los pequeños defectos, para admirar mejor lo que tenga de bello y de bueno.
Porque la admiración necesita de constantes perdones y el estudio de constante simpatía para ser fecundos, de la misma manera que el hombre necesita ser amado, o, por lo menos, ser simpático, para ser perdonado y ser comprendido. En arte—ha dicho el mismo Guyau[30] “basta con demasiada frecuencia el no querer ser conmovido para no serlo, pues uno es siempre más o menos libre de negarse a sí mismo, de encerrarse en su yo hostil y hasta de perderse en él”. Y “lo triste es—agrega—que el que quiere hallar lo feo lo encontrará casi siempre y perderá por el placer de la crítica el de ser conmovido que, según La Bruyère, vale aún más”. Otro autor, Emilio Henniquin[31], ha llegado a escribir, por este mismo camino, que “una obra sólo tendrá efecto estético sobre las personas que poseen una organización mental análoga e inferior a la que ha servido para crear la obra, y de la que puede ser deducida”. Y ello parece efectivo porque es evidente que existen, por otro lado, egoísmos intelectuales,[460] prejuicios razonados, segundas intenciones, temperamentos hoscos e insociables a los cuales una obra, por meritoria que sea, produce siempre una antipatía que ciega el corazón a las bellezas y el cerebro a todo entendimiento. Sólo por esto se comprende a Lope cuando insulta a Cervantes, a Víctor Hugo cuando niega a Goethe, a Voltaire cuando rebaja a Shakespeare, ese mismo Voltaire que convenía en reconocer un placer en no tener placer alguno, acaso obedeciendo a la convicción íntima de que “rebajar a otro es elevarse a sí mismo”. A pesar de esto, siempre será más humana, más elevada y más educativa la crítica serena e imparcial de las bellezas y los defectos, que la crítica sistemática de los defectos. “Puede ser útil descubrir un defecto en un diamante; es mejor encontrar un diamante en la arena”.
La obra de arte, cuando es sincera, es la más elevada pretensión del hombre y merece nuestro respeto cariñoso por imperfecta que ella sea. “Grano de arena arrojado en este mundo en trabajo, tiene la ambición de detener su evolución perpetua, de dar duración a lo que pasa, de retener lo que huye, de inmortalizar lo que muere... Y así es como el sentimiento estético, que no es el arte, conduce a él”[32].
Amarlo todo, admirarlo todo, comprenderlo todo, he ahí la verdadera filosofía del hombre sano y fuerte. Una indulgencia inagotable para todas las debilidades humanas, un vasto perdón para todas las vanidades y utopías y esa amable y piadosa filosofía de la buena sonrisa para todos los defectos y errores, he ahí la mejor coraza del crítico y el más genuino temperamento del hombre culto. No impidamos, pues, con críticas estrechas, que cada cual haga su ensayo de volar como las mariposas, como las avecillas o como las águilas; cada vuelo llena su misión en la naturaleza, tiene su explicación, encierra su dosis de belleza y constituye una necesidad de la armonía universal. ¿Qué sería del cóndor si al intentar sus primeros ascensos le cortásemos las alas rudimentarias? ¡Cuántas veces el ave que escaló las nubes y embriagó sus pupilas de sol no cayó antes, en sus primeros revuelos, de la copa del arbusto o de la cima de la roca escarpada!
Seamos generosos, seamos sensatos, y dejemos también nosotros que las energías de nuestro ser contribuyan a las puras construcciones del arte; que el esfuerzo noble e idealista triunfe sobre las barreras del materialismo y las pasiones bastardas; que nuestra alma, en fin, trate de elevarse a la suprema belleza humana y ensaye comulgar con las infinitas[461] armonías de la naturaleza. Esa belleza y esta comunión, lejos de aminoramos, nos harán, con sus misteriosos secretos, más fuertes, más grandes y más virtuosos.
Por la obra de arte renovamos y sostenemos nuestros goces más delicados y, “si es verdad que la Ciencia no tocará jamás con el dedo el gran Desconocido que persigue, el Arte nos consolará de su impotencia haciéndonos entrever en las armonías pasajeras, cuyo secreto nos entrega, la imagen de esa armonía superior, causa y fin de toda materia, de todo movimiento, de toda vida”[33].
No cerremos, pues, el corazón y el cerebro a los grandes misterios y palpitaciones de la vida. Que cada palabra bella, que cada esfuerzo sincero, que cada pensamiento noble, que cada gesto original, que cada paso recto, produzca en nuestro espíritu una vibración afectuosa y caiga en su seno como abono de luz para nuevas germinaciones... Que nuestra alma, abierta al cielo cómo una flor inmensa, recoja en su seno todos los perfumes, todas las armonías, todos los colores, todas las caricias, para transformarlos en néctar precioso de belleza, de bondad y de vida. Y así habremos llenado la más alta misión en la tierra.
Por JOSE INGENIEROS
Profesor en la Universidad de Buenos Aires
I. Su orientación filosófica inicial.—II. El transformismo y la paleontología filosófica.—III. “Mi Credo”; los cuatro Infinitos; la vida y la muerte.—IV. Noción de Dios y noción de Espacio.—V. Filogenia del lenguaje.—VI. El origen de la Vida.—VII. Otros aspectos.
La índole misma de sus estudios científicos impuso a Ameghino el examen de ciertos problemas filosóficos. Dotado de un temperamento imaginativo y revolucionario, se inclinó, desde muy joven, a generalizar los resultados de la experiencia y a trascender sus dominios técnicos mediante hipótesis de cierto vuelo.
En la Memoria presentada en 1876 a la Sociedad Científica Argentina, sobre la geología de la formación pampeana, adviértese que está impregnado de Lyell y Darwin. Es transformista. Con vigorosa pujanza juvenil defiende su posición filosófica y embiste a los que en nombre de la teología y de la rutina se oponen a la investigación de la Verdad. En esa época pasaba por aguda crisis el llamado “conflicto entre la Religión y la Ciencia”; son, sin duda, un reflejo de ella los párrafos preliminares de su Memoria, bastante significativos acerca de su pensamiento inicial, pues el autor tenía veinte y dos años de edad.
Su tesis es profundamente subversiva. Considera que los teólogos, o sabios de antaño, habían subyugado a las gentes sencillas enseñándoles mentiras que ellos mismos no creían; para apuntalar el despotismo necesitaban mantener al pueblo en la ignorancia, inculcándole ideas retrógradas y supersticiosas; una de ellas era la leyenda bíblica de la catástrofe diluviana con que un Dios vengativo había castigado a la humanidad. Los tales sabios de antaño pretendían ahora explicar[463] los hallazgos de fósiles, suponiendo que la legendaria catástrofe los había enterrado inesperadamente; pero la hora había llegado de que terminaran esas patrañas, pues los restos fósiles no son antediluvianos y pertenecen a especies que vivieron y evolucionaron durante el vasto período de tiempo en que fueron sedimentándose los terrenos llamados diluvianos, cuya progresiva estratificación no acredita la hipótesis tradicional.
“¿De dónde han venido (los restos fósiles, en general)? ¿Qué mano, qué fuerza, qué poder inmenso es el que ha llevado sus despojos a las cumbres de las montañas a miles de pies de elevación, ha rellenado con ellos su interior, los ha transportado al centro de los continentes a grandísimo número de leguas de los mares actuales, y los ha enterrado en las entrañas de la tierra a centenares y aun a millares de metros de su superficie? ¿Qué mano misteriosa es la que ha dejado en la superficie de la tierra un monumento imperecedero tan elocuentísimo de su inmenso poder?
“Estas preguntas hacía el pueblo a los sabios de antaño. Estos, después de haber estudiado la cuestión y encontrado una explicación satisfactoria y conveniente para ellos,—puesto que mediante ella trataron de afianzar y aun consolidar el inmenso castillo bamboleante y sin cimientos que habían fabricado sus antecesores sobre la ignorancia del pueblo, al cual tenían subyugado a su capricho (ignorancia que trataron siempre de mantener y aun fomentar, inculcando en el pueblo ideas retrógradas y supersticiosas, para de este modo asegurar mejor su despotismo),—se apresuraron inmediatamente a contestar diciendo que todos esos restos de seres organizados que se encuentran dispersos y enterrados en todas partes del globo, son los restos de los desgraciados seres que vivían cuando ocurrió el diluvio universal, que habían sido víctimas de dicha catástrofe. Y que sus restos, habiendo sido acumulados, enterrados y dispersados en todas direcciones del modo más confuso, venían a ser, por consiguiente, la prueba más evidente y convincente de la gran catástrofe, por medio de la cual la irritación del Todopoderoso hacia la concupiscente raza humana de entonces, hizo devastar al mundo entero destruyendo a hombres y animales. ¡Como si estos últimos también hubiesen sido culpables!
“Esta fué la respuesta de los sabios o, más bien dicho, de los teólogos de antaño, puesto que casi todas las ciencias eran antes enseñadas por el clero; y aunque hubiese habido alguna persona que hubiera dudado de la posibilidad de dicha catástrofe, se habría guardado muy bien de revelar su opinión, pues ahí estaba pronto el despotismo de la teocracia para ponerle[464] un freno a la lengua cada vez que hubiera tratado de poner en discusión cualquiera de las falsas hipótesis de la ciencia teocrática. Pero al dar esa respuesta, creían que nadie les había de probar lo contrario, y muy lejos estaban de creer que llegaría un día no muy lejano en que se probaría por medios evidentes y hechos irrecusables, no tan sólo que los numerosos restos organizados que se hallan enterrados en las entrañas de la tierra no son el resultado del diluvio universal, sino que hasta se llegaría a demostrar que es imposible que esta misma catástrofe haya tenido lugar...”
En efecto, el agua que se encuentra en nuestros mares es insuficiente para cubrir toda la superficie de la tierra, hasta los picos más elevados. Para sostener la existencia del diluvio universal se debería suponer que las aguas provienen de algún punto exterior al planeta, o que Dios las creó de la nada y después de haber conseguido su objeto las volvió a la nada. Tal hipótesis le parece imposible, geológicamente hablando, pues de todos los fenómenos que se han verificado en nuestro globo, desde sus orígenes, no se conoce ninguno debido a causas sobrenaturales; “por consiguiente, el diluvio universal, explicado por causas agenas a las leyes naturales y que no caen bajo nuestros sentidos, es un absurdo, es un imposible geológico. Casi todas las montañas, aun las más altas del globo, presentan en su superficie bancos de coral, conchas marinas de diferentes especies, etc., que los partidarios del diluvio universal atribuyen a dicho cataclismo, suponiendo que las aguas los llevaron y depositaron en las cimas de las montañas; pero ¿cómo explicar el hecho de que muchas de esas montañas, desde su base hasta su cima, están en su interior completamente llenas de dichos despojos puestos por capas sucesivas; que cada una contiene sus fósiles característicos de los cuales no se encuentran vestigios en las otras capas; y que cada una denota pertenecer a períodos de millares de años durante los cuales se fueron modificando lenta pero progresivamente los seres animales que durante ellos vivían? ¿Cómo explicar el hecho de que algunas de esas capas están compuestas de animales marinos y otras de fluviales? Nunca consiguieron los teólogos explicarlo satisfactoriamente.
“Sólo a los ateos, según los llaman ellos, les estaba reservado poder explicarlo satisfactoriamente, como han probado de un modo evidente los geólogos que dichas montañas no son otra cosa que terrenos formados lentamente en el fondo de los mares y los lagos, que más tarde fueron sublevados por efecto del calor del horno central de la tierra, que careciendo, comparativamente a la gran intensidad de su calor, de suficientes válvulas de seguridad (volcanes), los formaba en los puntos menos resistentes de la corteza terrestre sublevando inmensas[465] capas de terreno, cuya mayor parte yacían en el fondo de los mares de aquella época, y que son los que constituyen nuestras montañas actuales”.
Los partidarios de las viejas tradiciones creyeron defenderlas reconociendo esos acontecimientos geológicos, pero agregando que habían ocurrido antes del diluvio legendario; los efectos de éste debían buscarse en los terrenos móviles o poco coherentes (sedimentarios) que descansan sobre los anteriores y a los que se dió el nombre de diluvium o terrenos diluvianos. “Por consiguiente, la cuestión no se reduce más que a saber si realmente los terrenos, a cuyo conjunto se ha dado el nombre de diluvium, son el producto de una gran catástrofe. Casi todos los geólogos modernos, fundándose en hechos, pruebas y razones convincentes, se han declarado por la negativa.”
Lo que Ameghino se propone, en suma, no es simplemente describir observaciones estratigráficas ni colecciones de fósiles; desea intervenir en uno de los grandes conflictos trabados entre la Ciencia y la Religión, poniendo al servicio de la primera sus observaciones personales. En efecto, “los terrenos que ocupan la superficie de las pampas argentinas hasta una profundidad de veinte metros y más, a cuyo conjunto se ha dado el nombre de formación pampeana o terrenos pampeanos, corresponden por su situación geológica a los que en Europa se han llamado diluvianos. En estos terrenos se han encontrado, lo mismo que en sus análogos europeos, los huesos de un gran número de mamíferos conocidos generalmente con el nombre de antediluvianos. En estos terrenos se han encontrado huesos humanos y objetos de su industria, a los cuales, por estar como están, mezclados con huesos de mamíferos extintos llamados antediluvianos, habría también que aplicarles dicho calificativo. Ahora bien: el término antediluviano ha sido introducido en la ciencia para designar cualquier cosa que fuera anterior al supuesto diluvio universal, cuya existencia era antes casi generalmente admitida. Si conservásemos dicho término para designar los animales que se encuentran en el terreno pampeano y los huesos humanos que se han encontrado junto con ellos, sería lo mismo que si dijéramos que los animales a que pertenecieron dichos huesos fueron anteriores a la supuesta catástrofe diluviana, es decir, a una supuesta fecha o punto de partida, puesto que el diluvio, como nos lo quieren hacer entender los defensores de las erróneas tradiciones bíblicas, no ha sido más que una gran inundación simultánea sobre toda la superficie de la tierra.
“Por eso es que para nuestros fines nos resulta de suma necesidad saber si los terrenos pampeanos han sido formados[466] momentáneamente por efecto de una gran inundación, o son, por el contrario, el producto de la reunión de un gran número de causas, que estuvieron en actividad durante un largo número de años.
“Si lo primero es exacto, los animales cuyos restos encontramos en ellos deben haber vivido con anterioridad a la catástrofe que los formó y de la que fueron víctimas; y en ese caso el calificativo de antediluviano les sería bien aplicado.
“Si fuese lo segundo, el término diluvio o diluviano ya no indicaría una data o fecha, sino una época o un gran período de tiempo, durante el cual habrían tenido vida los numerosos seres organizados cuyos restos se encuentran en los terrenos que durante él se formaron; y, en consecuencia, el término antediluviano sería mal aplicado, porque equivaldría a decir que tuvieron vida anteriormente a una catástrofe que jamás ha tenido lugar y podría substituirse por el de diluviano, que equivaldría a decir que tuvieron vida durante la época o período así llamado.
“Vamos a tratar de resolver la cuestión no con simples hipótesis o argumentaciones sin fundamento, sino con razones, pruebas y hechos, cuya exactitud podrá comprobar cualquiera”.
Su propósito no es, como se vé, simplemente descriptivo; si observa terrenos y colecciona fósiles, persigue fines ideológicos más elevados. Tiene, ciertamente, a los veinte y dos años preocupaciones que merecen el nombre de filosóficas. Reaparecen ellas en La Antigüedad del Hombre en el Plata (1880), verdadero resumen de todos sus escritos precedentes, y persisten en La Edad de la piedra y en el Homenaje a la memoria de Darwin, verdaderos eslabones que articulan su pensamiento juvenil con las ideas científicas de su vida entera.
El ciclo de su obra viril se inicia con Filogenia (1884), obra que por su método y orientaciones pertenece al género de la llamada paleontología filosófica.
Después de Goethe, Oken y Buffon,—los precursores,—el transformismo fué enunciado, con firmeza creciente, por Lamarck, Saint-Hilaire y Darwin. Las obras de este último, concordantes con las expuestas por Lyell en otros dominios, revolucionaron la zoología; a poco, mientras Haeckel y Huxley le aportaban comprobaciones valiosas, cundió entre los paleontólogos el transformismo y primaron en el estudio de los fósiles los trabajos de reconstrucción filogenética. Neumayr delineó la de los invertebrados, Cope la de los vertebrados; ambos introdujeron en la paleontología el transformismo, más[467] darwinista en el primero y más lamarckiano en el segundo. Al mismo tiempo daba a luz Gaudry sus leidísimos volúmenes sobre “los encadenamientos del mundo animal”, coronados más tarde por su “ensayo de paleontología filosófica”.
Durante la estancia de Ameghino en Europa (1878-1881) esa orientación filosófica de la paleontología estaba en pleno auge; refléjase ella ampliamente en Filogenia (1884), obra que tiene, junto a sus muchos méritos, los apresuramientos propios de esa época, que justificaron la prudente voz de alarma lanzada por Zittel.
El prólogo de Filogenia, en su parte final, es de un optimismo fervoroso. Ameghino se propone restaurar el árbol filogenético para dar la demostración irrefutable del transformismo; confiado en su juventud, sólo pide tiempo para ello. Declara que una empresa de tal magnitud y responsabilidad científica no puede esperarse de hombres que tienen ya una reputación hecha y temen arriesgarse a comprometerla; las obras revolucionarias están reservadas a los jóvenes. “Reconozco la necesidad imperiosa de proceder cuanto antes a bosquejar este ensayo de clasificación genealógica, y voy a acometer la empresa sin disimularme las dificultades que para ello tendré que vencer, los deberes que me impone, los sinsabores que quizá me reserva y la acerba crítica con que sin duda será acogido por todos los que no tienen fe en el porvenir y en las innovaciones, y ven detrás de cada revolución un caos, sin reflexionar que después del fuerte rugir del trueno y de la obscuridad que momentáneamente produce el encapotado cielo, la bóveda celeste se muestra más límpida y azul, y el sol aparece más brillante y más hermoso”.
Filogenia es un simple punto de partida, la fijación del método para llegar al fin; así lo expresa el subtítulo: “principios de clasificación transformista basados sobre leyes naturales y proporciones matemáticas”.
Nunca olvidó Ameghino esa orientación filosófica inicial. Pasó los más de sus años siguientes en clasificar las cuatro grandes faunas paleontológicas de las formaciones pampeana, paranaense, hermosense y patagónica, determinando a la vez sus condiciones geológicas; pero de tiempo en tiempo volvió a lanzar una mirada sinóptica a su obra, conexionándola con sus propios orígenes y proyectándola sobre el porvenir[34]. Ya en plena madurez, acicateado por algunos descubrimientos, renacieron en él con nuevos bríos las inclinaciones antropogenéticas que había revelado en el capítulo final de Filogenia. Ocupó sus últimos años en perfeccionar la serie de los ascendientes[468] del hombre, problema de la mayor trascendencia filosófica. Sostuvo, como Darwin y todos los darwinistas, que los antecesores del hombre no deben buscarse entre los actuales monos antropomorfos, sino entre los monos ya extinguidos que dieron origen a ambas ramas; pero a todos los excedió en el empeño que puso en acabar una demostración tan inútil. No la necesita ya ningún transformista; nunca parecería suficiente a quien desee creer en el origen sobrenatural del hombre y en la invariabilidad de las especies.
En 1899 publicó Ameghino tres artículos sobre Los Infinitos: espacio, materia y movimiento[35]. Sus conceptos fundamentales reaparecieron en la conferencia Mi Credo, pronunciada el 4 de agosto de 1906, en la Sociedad Científica Argentina; en este conocido trabajo renovó su adhesión a los principios del naturalismo filosófico, cuyas hipótesis más corrientes expuso en forma sencilla y con visible originalidad en ciertos detalles.
Concebía el Cosmos como un conjunto de cuatro infinitos: el inmutable infinito espacio, ocupado por el infinito materia, en infinito movimiento en la sucesión del infinito tiempo.
“Materia y espacio tienen la relación de contenido y continente. El espacio existe, es una realidad, puesto que en el Universo es lo único inmóvil, perenne, inmutable, sirviendo de receptáculo a la materia. Concebir algo que sea menos que el espacio o que se encuentre fuera de él, es un imposible.
“La materia es la substancia palpable que llena el Universo, y no podemos figurárnosla sino ocupando espacio; es evidente que la porción del espacio ocupada por un átomo de materia no puede ser a la vez ocupada por otro.
“La materia no tuvo principio, ni tendrá fin. Que es indestructible, es evidente, puesto que no es concebible la posibilidad de sacarla fuera del espacio.
“Como inseparable del espacio tenemos el intangible infinito tiempo, que podemos definir como la sucesión infinita de la nada corriendo paralelamente a las sucesivas fases de la eterna transformación de la materia.
“Como inseparable de la materia tenemos el infinito movimiento, que aunque inmaterial, a diferencia del infinito tiempo, es sensible y tangible.”
Dejando los infinitos intangibles, espacio y tiempo, se detiene Ameghino a examinar los dos infinitos tangibles: materia y movimiento.
Acepta el atomismo para explicar la constitución de la materia. El movimiento no existe independiente de la materia; es sinónimo de fuerza o energía.
La evolución de la materia obedece a dos movimientos opuestos, de igual intensidad: concentrante y radiante, es decir, de atracción y repulsión. La evolución concentrante es progresiva; la radiante es regresiva.
Un principio fundamental rige la universalidad del movimiento: “la intensidad del movimiento está en relación inversa de la densidad de la materia”. Hay mundos en formación y mundos en disolución: ese equilibrio es eterno.
La materia presenta numerosos estados, desde el etéreo que llena los espacios estelares, hasta el pensante que constituye el cerebro en actividad. La estructura de esos estados es variadísima, correspondiendo a cada uno de ellos un agrupamiento molecular distinto. La transición entre esos estados es necesariamente progresiva. “La infinita variedad de aspectos bajo los cuales se presenta la materia, como todos los fenómenos físicos y químicos, se reduce al predominio (localizado en el tiempo y en el espacio) del movimiento concentrante o del movimiento radiante, que modifican la materia variando a lo infinito su grado de elevación jerárquica y la complejidad de los agrupamientos moleculares. Todos los elementos de la materia son múltiplos del átomo único fundamental: el éter.
Los cambios de estado de la materia se acompañan de absorción o emisión de calor.
Si los átomos son impenetrables, las moléculas son penetrables; los distintos estados de la materia coexisten contenidos los unos en los otros.
Las diversas formas de energía se transforman entre sí en proporciones siempre equivalentes.
Los fenómenos físicos consisten en variaciones de la composición molecular de la materia; los fenómenos químicos son disociaciones y reagrupaciones de los elementos moleculares.
Las leyes naturales, con excepción de las muy pocas que rigen los infinitos, no son eternas ni inmutables; son modos de equilibrio entre el movimiento concentrante y el movimiento radiante: a cada modificación de las condiciones de equilibrio corresponde una variación de las leyes naturales.
“No hay diferencia de substancia entre los cuerpos orgánicos y los cuerpos inorgánicos, entre el cuerpo vivo y el cuerpo muerto”; entrando en la composición de ambos los mismos elementos, su diferenciación es secundaria y no primitiva, datando de una época relativamente recientísima. Los organismos se formaron sobre la tierra cuando su condensación fué suficientemente avanzada y la temperatura suficientemente baja para que no se coagularan los albuminoides: “los organismos son el resultado de la transformación de los inorganismos”. La vida es una modalidad complicada del movimiento: todas sus manifestaciones se reducen a formas de movimiento que ya encontramos en los inorganismos.
La cantidad de materia viviente es invariable en las actuales condiciones de equilibrio de la tierra y no variaría en cuanto ellas persistiesen; está determinada por la cantidad de nitrógeno disponible que existe sobre la tierra, que no puede sufrir aumento o disminución sin producir un desequilibrio en el estado dinámico periférico de nuestro globo.
Los primeros organismos se constituyeron por generación o evolución espontánea, al transformarse la materia inorgánica. Actualmente la generación espontánea no existe. No puede existir porque ya no hay nitrógeno libre, cuya totalidad está acaparada por el mundo orgánico existente, que representa la cantidad máxima de materia susceptible de vivir.
La formación espontánea de la materia viviente se efectuó una sola vez y no volverá a producirse; fué una etapa en la evolución de la corteza terrestre, cuyas condiciones no se repetirán. La vida continuará sin discontinuidad mientras duren las actuales condiciones de equilibrio de la corteza terrestre. La materia de la corteza de los otros planetas ha pasado o pasará por la misma etapa, lo que implica la posibilidad de que sobre ellos aparezcan organismos vivientes.
Si la cantidad de materia viva es invariable, el aumento numérico de algunos organismos debe implicar la disminución de otros; esa es la causa última de la concurrencia vital o lucha por la vida. Siendo limitada la cantidad de materia asimilable, ese es el límite natural de la reproducción en los organismos: unos seres tienen que sucumbir para que los demás puedan vivir.
Colocado en condiciones favorables del medio, el protoplasma, o los seres vivos elementales, serían inmortales; la muerte es un desequilibrio entre el ser vivo y su medio.
Los organismos más complicados son colonias de organismos elementales, entre quienes se dividen las funciones necesarias a la vida del conjunto; su muerte es un desequilibrio en esa división del trabajo.
La diversificación, complicación y perfeccionamiento de los organismos se efectúa por una constante adaptación al medio, el cual también evoluciona constantemente.
En la evolución individual cada organismo atraviesa las etapas recorridas por sus antecesores en la evolución de las especies: la ontogenia repite la filogenia, en sus fases generales.
Los hábitos adquiridos en la evolución de la especie, aparecen en el individuo como instintos; siguiendo ese proceso, que nada puede interrumpir, el hombre de las edades futuras nacerá con todos nuestros conocimientos actuales involucrados potencialmente en su instinto.
Los seres vivos mueren cuando la disimilación es mayor que la asimilación; el organismo se mineraliza progresivamente y sus funciones se entorpecen hasta hacer imposible el equilibrio total.
El hombre podrá algún día retardar su muerte, “poco menos que indefinidamente”. El término de duración de la vida no es fijo; debemos dilatarlo el mayor tiempo posible. “No creo que la muerte deba ser siempre una consecuencia inevitable y fatal de la vida”. Los organismos unicelulares, en determinadas condiciones, son teóricamente inmortales; los policelulares mueren porque sus células se mineralizan y dejan de funcionar, lo que se efectúa en época fija e invariable. Aunque la masa total de materia viviente sea invariable, ella puede estar dividida entre un número variable de individuos. “Puede, pues, concebirse, sin que sea un contrasentido ni esté en contradicción con las leyes naturales en vigencia, la posibilidad de que pudiera existir cierto número de organismos inmortales, que vivieran constantemente a expensas del mundo orgánico”.
Para alcanzar una longevidad indefinida es necesario que el funcionamiento orgánico no sea obstruído por la acumulación de sedimentos inertes. La tendencia evolutiva hacia una mayor longevidad es general y está muy acentuada en los organismos superiores; el hombre podría conocer las condiciones que la determinan y adaptar su propia evolución en ese sentido, “darle dirección y colocarse resueltamente en el camino de la inmortalidad”.
A nuestros lejanos descendientes “dotados de una longevidad de miles de años; con el saber innato de sus antecesores, heredado bajo la forma de instinto; con órganos de los sentidos mucho más perfectos que los del hombre actual; con una materia pensante infinitamente superior, les seria posible resolver los grandes problemas del Universo que se nos presentan[472] todavía en forma de lejanas nebulosas”. La especie humana actual, salida de las precedentes, engendrará a su vez una especie más perfecta, próxima al concepto que el hombre se forma de la divinidad. En nuestros futuros descendientes, podría quedar cumplida la profecía bíblica: ellos serían a imagen y semejanza de los dioses[36].
La concepción del Cosmos como conjunción de cuatro Infinitos, se encuentra explicada con mayor detenimiento en los artículos ya citados, anteriores a Mi Credo. La concepción panteísta está desenvuelta en su breve artículo Noción de Dios y noción de Espacio[37], destinado a contestar la pregunta: “¿Hay algo que en verdad exista, o que cuando menos pueda ser concebido en sana lógica como existente, que esté más arriba que el espacio y la materia?” Y después de reconocer la universalidad de la creencia en “un ser superior que gobierna el Universo y es autor y origen de todas las cosas”, da su respuesta decisiva: “la existencia de un ser superior, creador del Universo, es incompatible con la noción de la existencia y la eternidad del espacio y la materia”. Trata de probar con múltiples razonamientos lógicos la incompatibilidad de las nociones de Dios y de Espacio, terminando con las siguientes conclusiones explícitas:
“La idea de Dios es una idea primitiva, simple, sencilla, infantil, hija del temor que engendra lo desconocido y de la ignorancia, que sólo tiene ojos para ver las apariencias. Idea nacida con el hombre desde el estado salvaje y que ha ido modificándose[473] poco a poco a medida que el hombre se civilizaba y cultivaba su inteligencia, hasta hacer de tal idea una concepción puramente metafísica, dotada de atributos no menos metafísicos, sirviéndome de esta expresión en su acepción más vulgar, que quiere que sea metafísico todo aquello que no se comprende. Y en efecto: nada hay, por consecuencia, tan metafísico como la noción de Dios y de sus atributos, puesto que todo ello es lo más incomprensible.
“La noción de espacio es, por el contrario, una idea compleja, que sólo ha podido presentarse en espíritus elevados y afirmarse como resultado del conocimiento previo del Cosmos.
“Una no deja lugar para la otra; y así como todo pueblo inferior se aniquila, desaparece y se extingue al estar en contacto con uno superior, así también la noción de Dios se disipa ante la concepción mucho más grandiosa, a la par que real y positiva, de la eternidad de la infinita materia, en movimiento infinito, que llena el infinito espacio”.
Nunca osaron pensar Lamarck y Darwin, que la Anatomía Comparada y la Paleontología podrían corroborar el transformismo explicando las variaciones morfológicas que han permitido la evolución del lenguaje. Ameghino lo intentó en su escrito póstumo “Origen poligénico del lenguaje articulado”, en cuyo texto parece alterado el orden natural de los problemas y no están bien distribuídos los materiales[38].
Fácil es separar en esta monografía los elementos relativos al estudio de cuatro cuestiones distintas: 1.ᵒ Filogenia General del Lenguaje; 2.ᵒ Restauración filogenética de los órganos del lenguaje articulado; 3.ᵒ Origen poligénico de las lenguas humanas; 4.ᵒ Seriación de los elementos fonéticos del lenguaje articulado.
La primera cuestión—Filogenia General del Lenguaje—parte de que, en la evolución de las especies animales, el lenguaje va convirtiéndose de mímica emotiva en lenguaje articulado. Para ello pasa por cuatro etapas progresivas:
1.ª Lenguaje animal o emotivo, propio de los animales, constituído por gritos vocales acompañados de expresiones musculares (gestos) para determinar mejor su significado.
2.ª Lenguaje exclusivamente vocal o prehumano, propio de los antecesores del hombre.
3.ª Lenguaje semiarticulado, constituído por vocales y semiconsonantes, sonidos intermedios que participan a la vez de la vocal y de la consonante. Corresponde a los primeros representantes del género humano, cuya mandíbula carecía, todavía, de apófisis geniglosa.
4.ª Lenguaje articulado, en el que los órganos bucales entrecortan el sonido vocal para constituir sílabas distintas. Este ha comenzado con la formación de la apófisis geniglosa, y ha alcanzado independientemente distintos grados de desarrollo.
(La parte mímica, expresiva o emotiva, ha ido disminuyendo a medida que iba en aumento el significado de las voces).
Ameghino analiza cada una de esas cuatro etapas, deteniéndose, especialmente, en la última, o sea el lenguaje articulado.
“No quiero invadir terreno extraño a mis conocimientos. Sin embargo, se me permitirá que exprese mi opinión, según la cual considero el estudio y clasificación de las lenguas del mismo modo que el estudio y clasificación de las especies en historia natural. Las lenguas deben ser tratadas como se tratan las especies. Schleiger ya había entrevisto este paralelo entre la lingüística y la historia natural, reconociendo que el lingüista debía abordar el estudio de las lenguas en la misma forma que el botánico estudia las plantas; pero no llevó el parangón a términos más precisos. Esta es la vía que debe seguirse.
“Las lenguas representan para mí las especies, y los dialectos las variedades de esas especies; las lenguas madres representan las familias y varias familias afines constituyen los órdenes de lenguas.
“Las especies lingüísticas están constituídas por tres sistemas de órganos: 1.ᵒ Los sonidos son los caracteres más fundamentales, los órganos (sonidos) duros de las lenguas, los que forman su armazón o esqueleto, equivalentes a los huesos en los vertebrados; son, como éstos, los que varían y se modifican con mayor lentitud, y, por consiguiente, los que deben servir para la distinción de los grupos principales, como los órdenes y su origen. 2.ᵒ Las voces o palabras, equivalen a los órganos blandos que varían con mucha mayor facilidad y sirven para determinar o definir las especies (lenguas) y variedades (dialectos). 3.ᵒ Las construcciones y formas gramaticales son sistemas de órganos que sirven para determinar las relaciones que hay entre las especies (lenguas) y agruparlas[475] en géneros y familias. Entre esos órganos los hay primitivos, recientes, atávicos, perfectos, etc.”
“En las lenguas, como en las especies en historia natural, hay numerosísimas variedades, especies, géneros y familias extinguidas. Para llegar a resultados definidos hay que estudiar las lenguas desde el punto de vista filogenético, el mecanismo de los sonidos en sí y en sucesión en el niño, es decir, aplicando el método de los paleontólogos para establecer las líneas filogenéticas de los distintos grupos lingüísticos. Hay, pues, que hacer la filogenia de las formas desaparecidas y de cada uno de los órganos (es decir, de los sonidos), determinando la época de aparición relativa o sucesiva, y las modificaciones que esos sonidos han debido experimentar desde su primera aparición hasta nuestros días”.
Nada más lógico que la segunda cuestión—Restauración filogenética de los órganos del lenguaje articulado—para el autor de Filogenia. El lenguaje articulado es una función desempeñada por órganos. Prescindiendo de su aspecto psíquico, vinculado a la anatomía e histología cerebrales, Ameghino se detiene a estudiar los órganos indispensables para que el lenguaje vocal se convierta en semiarticulado y en articulado.
Examina, en primer lugar, la variación progresiva de los huesos y órganos que intervienen en la fonación y en la articulación de los sonidos; bien observada, esta parte del trabajo resulta una nueva (y, en verdad, inesperada) aplicación del procedimiento de la seriación a los órganos del lenguaje, para restaurar su filogenia. “Los representantes actuales de la clase de los mamíferos y lo que la paleontología nos enseña sobre los que los han precedido, nos permiten rehacer el camino de la evolución de estos órganos desde los mamíferos más primitivos hasta el hombre”; los analiza, deteniéndose en los monos y en los antropomorfos, advirtiendo que “en la naturaleza actual no hay formas de transición entre esa conformación propia de los cebinos y los catarrinos, y la del hombre. Pero los primeros hombres que aparecieron sobre la tierra, muestran a este respecto una conformación completamente intermedia, y en algunos casos puede decirse que idéntica a la de los monos”.
Atribuye una importancia especial en la función del lenguaje articulado a la morfología de la apófisis geniglosa, eje principal de los movimientos linguales en el hombre. Carecen de ella todos los mamíferos; en los antropomorfos, que se consideran tan cercanos al hombre, la dificultad de hablar depende, no sólo de la ausencia de la apófisis geniglosa, sino[476] de la disposición de la dentadura y de los labios. En los antecesores inmediatos (especies o razas) del hombre actual, falta esa apófisis; de ese hecho puede inferirse lógicamente que ellos no pudieron poseer un lenguaje netamente articulado. Parécele evidente que esta clase de lenguaje fué primitivamente simple y limitado a muy pocos sonidos; el uso desarrolló los músculos linguales y el crecimiento de la apófisis geniglosa, permitiendo esta última una grandísima amplitud de movimientos en todas direcciones, correlativa a la creciente complicación del lenguaje articulado.
Fácilmente se adivina que las observaciones sobre dicha apófisis han sugerido a Ameghino sus hipótesis generales sobre filogenia del lenguaje.
La tercera cuestión planteada en este bosquejo—origen poligénico de las lenguas humanas—está muy someramente expuesta. ¿La adquisición de la función del lenguaje articulado se ha efectuado en una sola región de la tierra o en varias a la vez, ha tomado origen en una sola raza o en varias por separado? Para dilucidar este problema se resuelve “a examinar las mandíbulas antiguas que del hombre se conocen en las diferentes partes del mundo, para poder determinar si todos se han desenvuelto sobre el mismo plan y seguido un mismo camino, o si obedecen a distintos planes y han seguido distintos caminos. En el primer caso, habría probabilidad de un origen único, siempre que ese camino no hubiera sido emprendido independientemente en las distintas regiones. Pero si el modo de desarrollo obedece a más de un plan y un camino, entonces es evidente, que el origen es independiente y poligénico”. De ese estudio infiere: 1.ᵒ Que el lenguaje articulado tiene diversos orígenes independientes. La apófisis geniglosa es un carácter poligénico y no monogénico. Esta apófisis empezó a delinearse, en el fondo de la fosa geniglosa, independientemente en las grandes regiones de la tierra y también en pueblos de una misma región; empezó por pequeñas rugosidades que representaban, entonces, un carácter profético. El estado en forma de fosa geniglosa sin rugosidades ni apófisis, fué la característica del hombre al concluir la época terciaria. 2.ᵒ Todo induce a creer, además, que la facultad del lenguaje, no solo las razas humanas la han adquirido independientemente, sino también en épocas distintas y algunas en tiempos geológicos relativamente muy recientes”.
La cuarta de las cuestiones—Seriación de los elementos fonéticos del lenguaje articulado—es la que ha alcanzado un desenvolvimiento menos incompleto (Cap. V, titulado “sonidos[477] consonantes”). También es, ciertamente, la parte más constructiva y original, aunque se advierte a cada instante que el autor no conoce los estudios modernos de fonética experimental y comparada; esto le habría facilitado su obra y sus resultados serían más valederos.
Es imposible resumir los análisis que le llevan a reconstruir ciertos “phylae” de evolución de los sonidos lingüísticos fundamentales. El procedimiento de la seriación, establecido en Filogenia para los caracteres de los huesos fósiles, aparece aquí aplicado a seriar los elementos fonéticos (fonemas) del lenguaje articulado. No se sabe qué admirar más, si el ingenio, si la lógica, si algunos resultados cuya evidencia resulta de la imposibilidad de lo contrario. Es un bosquejo, sin duda; el propio Ameghino reconoce y lamenta su ignorancia de las disciplinas filológicas corrientes. Pero lo importante es la indicación de un nuevo método para el estudio comparado de las lenguas, que contribuiría a la formación de una filología genética realmente integral.
Las ideas generales que dominan en este escrito póstumo contienen todo lo útil que podía esperarse de la obra completa: una orientación para otros. Ameghino carecía de nociones rudimentarias de fonética y de filología; había llegado a una edad en que no pueden emprenderse estudios enteramente nuevos[39].
Algunas ideas de Mi Credo están desenvueltas en un escrito póstumo de Ameghino: El Origen de la Vida[40]; son breves notas sobre el origen de los seres, la primera aparición de la vida, la generación espontánea en el origen de la misma, su improbabilidad actual, las condiciones necesarias para el desarrollo de la vida, etc. Carecen de originalidad, desarrollando las ideas más corrientes entre los partidarios de la teoría físico-química.
Fácil es advertir que Ameghino, en el Credo que hemos sintetizado con fidelidad, da por planteados y resueltos los problemas filosóficos de “origen” y de “genealogía”. Sobre el origen del cosmos, de la vida y del pensamiento, adhiere estrictamente al naturalismo filosófico; pertenece a la corriente de pensadores que en el siglo pasado contó con grandes nombres, desde Darwin hasta Ostwald, convergiendo a una concepción del mundo fundada en las ciencias naturales. Justo es advertir, sin embargo, que sus ideas se limitaron a generalizaciones poco definidas, no alcanzando la forma del monismo energético, que ha sido la expresión más sistemática de esa tendencia.
En cuanto al problema “gnoseológico”, piedra de toque para clasificar a un filósofo, Ameghino admite, de hecho, que la experiencia es el fundamento de todo conocimiento, iniciándose como observación empírica, coordinándose como ciencia y proyectándose en lo desconocido como hipótesis fundada en la experiencia. Nunca trató en particular este problema de lógica, ajeno a sus dominios científicos; pero siempre que a él se refirió incidentalmente, su obsecuencia al método científico fué absoluta y se esforzó por practicarlo, en cuanto ello le fué posible.
Su posición moral fué netamente optimista. Se dejó llevar por la imaginación en sus previsiones relativas a la futura longevidad humana, que llamó “inmortalidad” en términos metafóricos, más propios de la poesía que de la ciencia.
Rindió culto a la Verdad con derechez ejemplar y virtud pocas veces igualada. Y, sin salir de la Naturaleza, imaginó un Dios nacido de la Naturaleza misma: el Hombre perfeccionado de la humanidad futura.
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[1] A este preciso momento se refiere Sarmiento en la siguiente carta que me escribió en enero de 1888, año de su muerte, con motivo de la aparición del diario La Epoca que fundé y dirigí en la ciudad de Rosario. La valiosa comunicación del grande hombre fué como el Programa de mi hoja. Escrita toda ella de su puño y letra, el original no presenta ni una simple enmendatura. Esta carta fué reproducida por la Revista de Derecho, Historia y Letras en junio de 1899.
He aquí esa carta, que acaso pueda ser considerada como el último aliento espiritual de Sarmiento:
“Señor don David Peña—Rosario.
“Mi jóven amigo:
“Con el primer mes del año 1888 me anuncia un amigo aparecerá en el Rosario un diario dirigido por usted. Apenas asome las narices a la luz pública, encargo a usted lo salude con el sacramental: Happy New Year y le eche sobre los hombros como blandos pañales o sobre la cabeza, como la imposición de las manos de los ancianos, a guisa de bendición, las palabras que siguen, puesto que quiero que, como retoños de viejo roble, se reconozcan como descendientes felices los diarios del Rosario, de la alocución que dirigí a sus habitantes en 1852 al pasar por sus desiertas y apenas trazadas calles, con la primera página impresa que vió la luz en Rosario, aun antes de existir una imprenta.
“Traíala ambulante el Ejército Grande, y hubo de lanzar desde el Rosario, como que entraba en campaña, su primer boletín.
“No había de montarse la prensa por pesada, ni adiestrádose el personal de cajistas e impresores, para echar a volar mil hojas sueltas en una hora.
“Un jefe de Estado Mayor preside la operación del tiraje. Al principio, la tripulación de aquel barquichuelo se encoge de hombros y se ríe del propósito de hacer milagros con tan exigüos medios: una escobilla para entintar la forma, que está negra y muda sobre un banco, a guisa de yunque donde el Vulcano de nuestro siglo, ha de descargar sus repetidos martillazos, hasta que entrando en calor el metal, tome la forma que el arte, la ciencia y la voluntad humana le imprima. Esta es la prensa.
“¡Atención! manda el sañudo jefe, vamos a imprimir una carta a los vecinos del Rosario prometiéndoles la victoria de Caseros. (Una concurrencia de pueblo, inmensa, toda la platita labrada del Rosario que cabía dentro de una sala en 1852, se había reunido para felicitarnos y desearnos feliz y gloriosa campaña contra el tirano).
“¡Atención! ¡Numerarse por la derecha! 1, 2, 3, 4, 5, 6. Número uno, pone tinta a la forma con el entintador a guisa de tapón; núm. 2, pone la hoja de papel; núm. 3, impone encima la frasquetita de papel; núm. 4, golpea con la escobilla hasta que se impriman las letras del otro lado; núm. 5, levanta la frasqueta; núm. 6, retira la hoja impresa y luego, el núm. 1, entinta la forma; núm. 2, pone el papel; núm. 3, impone la frasqueta, etc. Da capo. El que retira el papel va a leer lo impreso, para ver si está bien. ¡Alto ahí!, grita el jefe que manda la maniobra. Ese movimiento no está en la táctica de imprimir al vuelo, se pierde tiempo, se para la rueda. Al fin y tirados los ejemplares, se van apartando los malos.
“La operación sigue, los artilleros se adiestran a cargar aquel formidable obús, una página impresa que tantas murallas, torreones y barreras ha hecho caer; y que, como el otro día me mostrasen en la estupenda fábrica de cerveza de Mr. Biecker, un obrero que hace catorce años está llenando botellas de cerveza, y sus manos corren de una a otra como se ven las alas del picaflor agitarse hasta desaparecer, yo me decía, sin sorprenderme, patarata ¡si hubieran visto imprimir en el Rosario mil hojas de una carta impresa, al aire libre, rodeados seis obreros inteligentes, de una forma, haciendo volar hojas y más hojas!...
“Este es el origen de la imprenta en el Rosario, y aquella escena su más claro timbre de gloria. ¿Conservará alguien algún ejemplar de aquella carta a los ciudadanos? Sería un buen pergamino que ostentase ese diario de ud. para demostrar que es Fijodalgo, y no un cualquiera, sino de muy noble alcurnia, lanzado a la calle, a la de Dios que es buena.
“Ahora, el Rosario es la primera ciudad de la República Argentina, por el número de sus habitantes y su asombroso movimiento, sus muelles, su red de ferrocarriles, de circunvalación y subterráneos, pues Buenos Aires es la capital, y no entra en las ciudades de provincias. La Plata, ha ya destronado a Córdoba. El Rosario es el Chicago del Río de la Plata, al que los ascensores colosales envían torrentes de trigo y lino que van a desembarcar a Inglaterra, pues los granos se embarcan a sí mismos cayendo dentro de las bodegas de los vapores que los trasportan.”
Pero el Rosario, es además, la boca y los oídos por donde entran los alimentos y los espíritus y los rumores de la civilización. El Rosario es la capital del pueblo argentino transformándose de raza, de instintos, de ideas, y es allí donde debe estar, para el servicio de los pueblos nuevos, aquel banco, a guisa de yunque, para amartillar ideas, que unos pocos vecinos vieron funcionar en 1852:—la imprenta. Sea ese diario de ud. el yunque. La barra de hierro agrio, frío, duro, que tenemos por delante es la nacionalización de residentes, y esos residentes están en el Rosario, en la Esperanza, en cien colonias, felices y afincados, sin haber declarádose propietarios orgullosos de la patria que han conquistado con el sudor de su frente, para legar a sus hijos con la República libre, y no para mandar de regalo a algún príncipe pseudo de allende los mares.
Le he descrito la manera de imprimir boletines en seis tiempos, y dejar atrás las prensas a vapor. Tomo de “Viajes por Europa, Africa y América”, la receta que me enseñó un gran maestro, y he aplicado con grande e infalible éxito a enfermos que los médicos habían declarado incurables; oiga usted:
“En Barcelona encontréme con Juan Tompson, uno de esos pobres emigrados argentinos que en cada punto de la tierra se encuentran en mayor o menor número, como aquellos griegos de Constantinopla cuando los Hunos se apoderaron de ella. El Facundo había caído en manos de Merimée, el académico francés, que estaba allí; la Revista de Ambos Mundos acababa de hacer su complaciente Compte-rendu del librote, y heme aquí, que sabiendo mi llegada a Barcelona, M. Lesseps, el célebre cónsul general que se había ilustrado al resplandor de los bombardeos de aquella ciudad, andaba a caza del bicho raro que tan raro libro había escrito.
Amigos a las dos horas de conocernos, Cobden, que a la sazón estaba en Barcelona, tuvo los honores de un te, durante el cual debía serle yo presentado. ¿Os imagináis a Cobden, un O’Connell vivo, cáustico, entusiasta, ardiente en la polémica, rápido, inspirado en la réplica? ¡Cuánto os engañáis, mi pobre Victorino! (Lastarria). Es un papanatas, fastidiado como un inglés, reposado como un axioma, frío, vulgar, si es posible decirlo, como las grandes verdades.
Hablamos casi los dos solos toda la noche; contóme algunas de sus aventuras, de sus luchas, mostróme sus medios de acción, la estrategia de su palabra, los cuentecillos con que era preciso entretener al pueblo para que no se durmiera, escuchando. Lamentóse de la casi insuperable dificultad que oponían las masas por su incapacidad de comprender, por sus preocupaciones; dióme una tarjeta por si alcanzaba él a estar de regreso en Mánchester a mi paso por aquella ciudad y no nos separamos sino en la puerta de mi hotel, quedando yo abrumado de dicha, abismado de tanta grandeza y tanta simplicidad, contemplando medios tan nobles y resultados tan gigantescos. No dormí esa noche, tenía fiebre: parecíame que la guerra iba a caer en ridículo, cuando generalizándose aquel sistema de agregación de voluntades, de justa posición de masas, fuese puesto en práctica, para destruir abusos, gobiernos, leyes, instituciones. ¡Qué cosa más sencilla!
Hoy somos dos, mañana cuatro, el año siguiente mil, reunidos públicamente en un mismo gobierno. ¿Resiste el gobierno?
Es que aún no somos muchos, es que quedan en favor del abuso mucho más.
Sigue la predicación y los folletos, y los diarios, y la asociación y la Liga. El Gobierno o las Cámaras saben el día y la hora en que están vencidos y ceden; íd. ¡a poner en planta tan bello sistema en América!
Cobden había destruído o atacado, antes de comenzar su obra, todos los grandes principios en que reposaba la ciencia gubernativa. El equilibrio europeo él lo declaró manía de entrometerse en asuntos ajenos por desaburrirse los ministros. Las colonias eran sólo el medio de proporcionar empleo a los hijos menores de los lores. La balanza comercial, el resumen de la ignorancia en economía. La política con todas sus pretensiones de ciencia, el charlatanismo de bobos o de pillos.
La protección a las industrias nacionales, un medio inocente de robar dinero al vuelo, arruinando al consumidor y dejando en la calle al fabricante protegido. En cambio de todas estas verdades fundamentales él sustituía el buen sentido, el sentido común de todos los hombres, más apto para juzgar que la ciencia interesada de lores y ministros.
Ahora parto para Africa. Llevo cartas para el mariscal Bugeaud, y una casi orden al cónsul de Mallorca para que me haga conducir a Argel por el primer vapor de guerra que se presente.”
Ya conoce usted la receta, y la historia ha probado que es infalible; pruébela usted en el Rosario aunando voluntades, pueblos, patriotismo, intereses en uno común: la República Argentina independiente, culta y libre.
Yo siento que me flaquean las fuerzas, que el cuerpo es débil y que debo emprender otro viajecito luego. Pero, estoy preparado precisamente porque se necesita poco equipaje; con lo encapillado sobra; pero llevo el único pasaporte admisible, porque está escrito, en todas las lenguas: “servi a la humanidad”. De pobre que era, en unos países, le mostré caminos y mares que conducían a otros más felices, y un millón me debe en parte haber ahorrado a sus hijos las más duras penas de la vida, que son la destitución y el hambre. Habían vendas espesas de ignorancia y barbarie en el pueblo y traté de arrancarlas; oí el ruido en torno mío, el ruido de cadenas que no estaban aún rotas y me junté a quienes forcejeaban por quebrantarlas. Hoy trato de reunir muchos egoísmos, muchos dialectos en una sola masa homogénea: el pueblo, y pudiera ser que un misil me alcance, y tenga que dejar caer de la mano la espada, que, como lo ha visto, es la pluma que usted empuña. Guárdela del orín del negocio, suprimiendo o avanzando ideas, según sopla el viento. Le aseguro que por todas partes nos es favorable; con Wilson caen los negociantes, en favores; con Cleveland se robustece la moral en la política. Con la nacionalización de residentes habremos engrandecido la Patria. Las colonias de Santa Fe, el Rosario con cien mil almas luego, son apenas bosquejos de bellos cuadros de bienestar y libertad que no hemos de ir a buscar en Europa, dejada a los que en ella moran.
Saluda a usted su affmo. amigo
D. F. Sarmiento.
[2] Ocupándose Sarmiento de la primera parte de este episodio en casa del presidente Avellaneda, se apoyaba en él para elogiar al general Urquiza en forma extraordinaria. Pero antes de referir a mi manera el juicio, prefiero transcribir la página que lo contiene, del Número Único que se publicó en homenaje de Urquiza en la ciudad de Buenos Aires en mayo de 1901 y que dice textualmente así:
URQUIZA JUZGADO POR SARMIENTO
“Habiendo hecho conocer don Marco Avellaneda del doctor David Peña un juicio de Sarmiento sobre Urquiza, consignado en un interesante libro de recuerdos personales, en el que se hallan entremezclados impresiones y juicios de otra época, recogidos por el actual Ministro de Hacienda y por él salvados del olvido en esta forma íntima, empeñóse el doctor Peña con amistosa insistencia, en obtener una copia de esa página, que textualmente reproducimos:
“En tiempo de la presidencia de mi hermano Nicolás, nos encontrábamos reunidos una noche en su casa particular, varias personas, entre las que estaba el general Sarmiento.
Se hablaba del talento militar del general Paz, y dirigiéndose mi hermano a Sarmiento, le dice: ¿Cuál de los militares que usted ha conocido tenía más talento? Urquiza—contestó sin trepidar—y ante la exclamación de sorpresa con que fué recibida su respuesta, agregó—“¡Sí! Urquiza tenía genio militar y también genio político.
“Yo lo he tratado en la campaña contra Rosas, nos dijo. Voy a referirles algunos rasgos suyos en apoyo de mi opinión.
“Desde que atravesamos el Paraná, el general Urquiza principió a preocuparse del militar a quien Rosas confiara el mando del ejército—recorría los nombres de todos los que a éste acompañaban y se detenía siempre en el del general Pacheco. Era el único que le inspiraba recelos, y se propuso anularlo.
He aquí el medio de que se valió: Le escribió cartas en términos amistosos, casi confidenciales. Leí una de ellas en la que le anunciaba que su primer acto, después de vencer a Rosas sería nombrarlo gobernador de Buenos Aires, conteniendo además, frases como éstas: “como usted sabe...” “de conformidad a lo que le comuniqué...” que indicaban que procedía de acuerdo con él. La correspondencia era conducida por chasques a puntos en donde debían ser tomados por agentes de Rosas. Tres o cuatro gauchos fueron degollados, pero logró su objeto. Pacheco fué separado del ejército de Rosas. En el combate entre las vanguardias que tuvo lugar el 31 de enero, las tropas de Urquiza entraron a la pelea vivando a Pacheco.
En seguida Sarmiento refirió los siguientes hechos: “El día de la batalla de Caseros, el general Urquiza, al frente de su ejército, recorría con su anteojo de campaña la línea enemiga hasta que llamó a un joven oficial de su escolta, diciéndole: “—Ayúdeme a buscar las tropas del jefe N. que derrotamos el día 31”. Una vez que fueron encontradas, inició el ataque llevando el ataque contra ellas, que dió por resultado la completa dispersión de esas fuerzas, que, desmoralizadas ya por la derrota anterior, ni siquiera intentaron resistir.
Pocos momentos antes de principiar la batalla, se acerca a gran galope un ayudante del general Virasoro, que le dice: “—El jefe del estado mayor manda prevenir a V. E. que ha olvidado indicarle cuál será el punto de reunión en el caso de una contraste”—“Contéstele usted que no hay mas punto de reunión que el campo de batalla”.
“Estas palabras, continuó Sarmiento, habían sido pronunciadas cuarenta años antes por Napoleón; pero yo estoy seguro de que Urquiza no las conocía, porque no era hombre para plagiar a Napoleón ni a nadie.
“Lo que he referido me basta para pensar que el general Urquiza tenía genio militar, y creo que también tenía genio político.
“Su programa de fusión de olvido del pasado; su llamamiento a los federales de posición social que no se habían manchado con crímenes, como los Anchorena, los Carreras, el doctor Lorenzo Torres, etc., no tenía por objeto, como se ha creído vulgarmente, ofender a los unitarios y satisfacer sus pasiones de partido, sino que, por el contrario, eran el fruto de un hábil y bien meditado plan político, porque creyó con razón, que no era posible fundar un gobierno solamente con nosotros, los unitarios, que éramos llamados advenedizos, porque no teníamos ni fortuna, ni familia, ni relaciones, ni vinculaciones de ningún género con la sociedad de nuestro país. Pero, en lo que demostró más habilidad política fué en convocar a los gobernadores al acuerdo de San Nicolás.
“Derrotado Rosas, no dejaba ninguna institución, ningún poder; nada quedaba en pie, sino esos gobernadores de provincia, semibárbaros todos, y asesinos y ladrones en su mayor parte.
Eso era lo único que podía servirle para formar un Congreso que constituyera el país. Ahora estoy perfectamente convencido de ello.
¿Qué habría sucedido si Urquiza deja que las provincias derrocasen a sus gobernadores, antes de que se reuniese el Congreso Constituyente? Significa decir que se hubiera encendido la guerra civil, porque no hay que olvidar que muchos de ellos tenían elementos para defenderse. Si pensamos en el aislamiento en que vivían los pueblos, en el desierto que los rodeaba, en las dificultades casi insuperables de comunicación, lo probable es que hubiéramos vuelto al año 20, y que habrían transcurrido largos años sin constituirse la Nación”.
Mucho tiempo después de oir esta conversación que me causó sorpresa por las opiniones anteriores de Sarmiento sobre Urquiza, se la referí a Pedro Goyena, quien me manifestó que le habían asegurado que el general Mitre pensaba ahora como Sarmiento respecto al Acuerdo de San Nicolás.
Buenos Aires, julio 31 de 1892.
Marco Avellaneda.
[3] En unos apuntes relativos al doctor don Carlos Tejedor, que me fueron facilitados por su esposa, figura el dato de que en aquellos primeros días de su reincorporación a la ciudad, el doctor Tejedor se pasaba sentado largas horas de la noche solo y reflexivo, junto a la pirámide de Mayo.
[4] Obras completas, t. XIV, pág. 69.
Es sensible que esta carta no figure entre las editadas por el Museo Mitre. La carta que se inserta en el libro editado por don Alejandro Rosa no es igual a la presente.
[5] Conversación íntima de Rosas con don Santiago Vasquez, representante del gobierno de Montevideo, el mismo día que ocupa el mando por primera vez (diciembre de 1829). (Revista del Río de la Plata, tomo V, pág. 599).
Rosas se adelanta y coincide en la clasificación científica de los elementos sociales: La foule et la élite. (La cité moderne, por Jean Izoulet).
[6] Sarmiento-Mitre. Correspondencia 1846-1868. Págs. 33-34 y 35. (Edición de Museo Mitre).
[7] Esta publicación contiene literalmente las conferencias que he dado en la Facultad de Filosofía y Letras. He tratado en lo posible de consultar las obras originales; no he podido, sin embargo, hacerlo siempre.
[8] A. Einstein: Zur Elektrodynamik der bewegten Korper, Annalen der Physik, 1905.
[9] Más tarde pienso tratar de la misma manera los otros conceptos fundamentales de física, como masa, energía, etc.
[10] Espacio lo identifican siempre con el espacio “vacío”.
[11] No cabe duda que en la formación de la noción idea influyen en el espíritu de Platón los conceptos fundamentales de geometría (formas), que no representan los objetos del mundo empírico (objetos de la naturaleza) y tienen únicamente la existencia en nuestro pensamiento, pues, por ejemplo, el punto, la línea, la superficie, no existen de hecho en el mundo físico y son una abstracción de nuestro espíritu. Además el origen psicológico de la idea platónica hay que buscarlo en las leyes lógicas y en las normas de ética.
[12] Esta obra es también una especie de resumen de toda la filosofía platónica.
[13] Muchos representantes de la filosofía idealista ven en este hecho una cierta contradicción de Platón y hasta quieren negar la autenticidad de la parte de Timeo en que se trata del espacio eterno. A nosotros nos parece muy plausible que el fundador de la teoría de dos mundos distintos introduzca también un modelo para el espacio.
[14] Influencia sobre Kant y Schopenhauer. Recuerdo que Schopenhauer empieza una de sus obras con las palabras: “Platón el divino”, etc.
[15] Por forma entiende Aristóteles no sólo la forma corporal, sino también el conjunto de las propiedades que caracterizan a un cuerpo, (color etc.).
[16] “No la esfera, no el metal, sino la esfera metálica se forma”.
[17] “Categorías” es una obra no sólo de carácter lógico gramatical, sino también una especie de introducción a la metafísica aristoteliana. Pues aunque en el primer momento aparecen como una clasificación de palabras—la obra empieza: “Las palabras, cuando están aisladas, sólo pueden expresar una de las cosas siguientes, etc.”—en el fondo las 10 categorías corresponden a los distintos modos de ser, contenidos en las palabras.
[18] Es ya una conclusión de la definición.
[19] Desde Galileo y Newton sabemos que efectivamente todos los cuerpos caen en el vacío con la misma velocidad.
[20] Véase página 398 en el número de noviembre de 1918 de esta Revista.
[21] A esta clase de generalización, que se suele llamar inducción aristotélica, conviniendo todo el mundo en que no es inducción, pertenecen las que Stuart Mill califica de generalizaciones no dependientes de causalidad; pero tal vez sin advertir su naturaleza no inductiva.
[22] Véase en Wundt. Logik en el tomo primero la interesante exposición que hace de la evolución del concepto de Causalidad.
[23] Véase la exposición de esta cuestión en el Traité de Logique Générale et de Logique Formelle, de Revouvier, T. II, Cap. XXXVIII. Letra D. Du principe du calcul des probabilités. Véase también la definición del azar en el libro de Poincaré, Calcul des Probabilités.
Sr. D. Nicolás Besio Moreno.—Mi querido amigo:
Estoy más asombrado que usted, si cabe, del desatino aparecido en mi artículo “La moral de Ulises”. La explicación, sin embargo, es sencilla. Obligado a abreviar el texto para que cupiese en las 24 paginitas de la colección “América” que lo editó, le hice varios cortes, en pruebas de imprenta que no volvieron a mis manos.
Cayó en los cortes un largo párrafo relativo a Ulises en Dante; y para restablecer la continuidad del texto, donde decía “No en vano, releyendo esa parte del poema dantesco, buscamos entre los fraudulentos al divino Ulises, arquetipo clásico de todos los simuladores. Y habría sorprendido la ausencia...”, tuve el poco tino de corregir: “En vano, etc.,... Y sorprende la ausencia”. Esta modificación, sugerida por mi propio corte al texto, resultó disparatada con relación al texto del poema (cuyo Infierno aprendí de memoria en la niñez y del que aun puedo recitar cantos enteros).
Con las mismas pruebas de imprenta, ya corregidas (!) por mí, se compuso el texto publicado en la Revista de Filosofía, que acaso yo no habría vuelto a leer, ni habría rectificado nunca, sin la oportuna advertencia de usted, que muy sentidamente le agradezco.
Como no tengo pequeña vanidad literaria, ni me avergüenzo de esta gaffe—que no es la primera ni será la última en mi obra escrita—le ruego me autorice a publicar su interesante carta en el próximo número de la Revista.
Muy afectuosamente le saluda, su amigo.—José Ingenieros.
[25] Conferencia pronunciada, bajo los auspicios del “Centro Liberal”, en La Rioja, el 20 de febrero de 1919.
[26] Los que descendemos de fundadores de la independencia argentina—como Rodríguez Peña; los que pertenecemos a familias que desde sus más remotos antepasados han gozado del concepto social de lo que se llama aristocracia, tenemos sobrada autoridad para hablar de este modo, y hacemos esta manifestación con el solo propósito de evitar el seguro argumento de los “aristócratas”, empedernidos, que nos tratarán de parciales suponiendo somos “mulatos”.—C. R.
[27] Taine, Filosofía del arte.
[28] Gauckler, Lo bello y su historia.
[29] Guyau, El arte desde el punto de vista sociológico.
[30] Guyau, El arte desde el punto de vista sociológico.
[31] Henniquin, La crítica científica.
[32] E. Marguery, La obra de arte y la evolución.
[33] E. Marguery, La obra de arte y la evolución.
[34] Ver “Una rápida ojeada a la evolución filogenética de los mamíferos”, 1889; “Visión y Realidad”, 1889; “La Argentina al través de las últimas épocas geológicas”, 1897; “Sinopsis”, 1898; “Sinopsis”, 1910.
[35] En la revista “La Pirámide”, editada en La Plata.—Con el título Espacio, Materia y Movimiento, fueron reimpresos en la “Revista de Filosofía”, Buenos Aires, Enero de 1918.
[36] El texto de Mi Credo dice literalmente, en términos deliberadamente equívocos: “y sólo entonces se habrá cumplido lo que dice el profético versículo de la Biblia . . . que el hombre sea la imagen y semejanza de Dios”. Es sabido que la palabra Dios equivale en labios de Ameghino a Naturaleza, como en todos los filósofos panteístas.—Sobre la analogía intrínseca entre el ateísmo y el panteísmo, ver mis escritos Hacia una moral sin dogmas (Capítulo III) y Proposiciones, Cap. II, “La hipocresía de los filósofos”.
[37] Publicada en “Revista de Filosofía”, Buenos Aires, Noviembre de 1917, con la siguiente nota:
“Hace algunos años, una delegación de una biblioteca de Chivilcoy fué a visitar al eminente sabio, que ya era director del Museo de Historia Natural de Buenos Aires, y le invitó a colaborar en un número único que esa institución se proponía editar.
“El sabio accedió, y, para no escribir una página de paleontología, escribió Noción de Dios y noción de espacio, que completa otros tres trabajos breves (“Los infinitos”, “El infinito materia” y “La constitución de la materia y el infinito movimiento”) que había escrito, accediendo a colaborar en una revista intitulada “La Pirámide”, que se editaba en La Plata.
“La biblioteca chivilcoyana debió estremecerse ante el presente griego que le resultaría el trabajito enviado por el sabio, y, sin duda, para no hacerlo público sin ofender al director del Museo, renunció hasta hoy a publicar el número único.
“Así es cómo quedaron inéditas hasta ahora estas pocas páginas que el señor Alfredo J. Torcelli, compilador de las obras de Ameghino, entrega a la publicidad por intermedio de esta Revista”.
[38] Publicado en los “Archivos de Pedagogía y Ciencias Afines”, La Plata, Octubre de 1911, con la siguiente advertencia: “Trabajo póstumo y sin terminar, escrito a fines de 1910 y a principios de 1911”.—Los originales (acaso no enumerados por el autor) no han sido bien ordenados para esa publicación, que aumentaría en interés y claridad con una ordenación distinta.
[39] El editor de las Obras Completas prestaría un servicio a los lectores de Ameghino si al reimprimir este bosquejo variase la disposición de sus párrafos y la distribución del material, buscando una ordenación más lógica.—En la forma actualmente conocida, el trabajo es de difícil intelección.
[40] Publicado en “Revista de Filosofía”, Buenos Aires, Marzo de 1918, con la siguiente nota del editor de sus Obras Completas:
“Origen y persistencia de la Vida” es un trabajo que Ameghino había empezado a redactar antes de su salida del Museo de La Plata.
Parecería que el sabio condensó el propósito de esa obra en este pensamiento, que después fué más claramente expuesto en “Mi Credo”:
“Yo no pretendo haber encontrado la causa del movimiento: el Movimiento en sí mismo es un Infinito comparable al Infinito Tiempo y al Infinito Espacio; es comparable a la Materia en que es como ella transformable, pero no extinguible.—Lo que creo haber encontrado es la ley a que obedece: esto es, que la cantidad de Movimiento está en relación inversa de la masa”.
Entre los papeles del sabio han sido hallados dos planes de la obra: uno, que parece previo y comprende nueve títulos; y otro, más amplio, que comprende quince títulos. El capítulo que hoy se entrega a la publicidad es el undécimo.
La continuación sistemática y metódica de Origen y persistencia de la Vida debió ser dejada de mano por Ameghino, sin duda esperando disponer alguna vez de tiempo y de tranquilidad para conducirla a término. Pero a través de los años ha ido depositando en las tapas de los cuadernos que le servían de carpetas esbozos de ideas y hasta simples títulos de asuntos.
De las apuntaciones de pensamientos que existen en la carpeta denominada “Prólogo”, resulta que era propósito del autor escribir su obra en francés, tratando la evolución en conjunto.
“Quien crea en los dogmas—dice—y profese como artículos de fe la creencia en la existencia del alma, en la inmortalidad futura y en la muerte como fin o término de todo ser, tiene bastante con lo que sabe y no tiene necesidad de aprender más: está en posesión de toda la ciencia que es capaz de asimilarse. No precisa leerme. Que sea feliz con su saber”.—Alfredo J. Torcelli.
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