The Project Gutenberg EBook of Recuerdos Del Tiempo Viejo, by José Zorrilla This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you'll have to check the laws of the country where you are located before using this ebook. Title: Recuerdos Del Tiempo Viejo Author: José Zorrilla Release Date: October 16, 2016 [EBook #53294] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO *** Produced by Carlos Colón, University of Toronto and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive)
Nota del Transcriptor:
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.
Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
Páginas en blanco han sido eliminadas.
La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.
POR
D. JOSÉ ZORRILLA.
BARCELONA.
IMPRENTA DE LOS SUCESORES DE RAMIREZ Y C.A
Pasaje de Escudillers, número 4.
1880.
Este libro no necesitaba prólogo: la carta del señor Velarde, con la cual va honrado, y la primera mia, contestacion á ella, justifican la publicacion en El Imparcial de los artículos cuya coleccion forma el texto de este volúmen; y el motivo de coleccionarlos en él, es la demanda que de su coleccion me han hecho los amigos que me leen y los libreros que me venden.
Y que no se me ofenda ningun librero, ni se me engalle ningun Académico por esta frase: porque se dice que se lee y que se vende á Quevedo ó á Valera cuando se leen y se venden sus obras: lo mismo me sucede á mí; unos me leen y otros me venden; y si los que me venden no me vendieran, no me leerian los que me leen, y yo publico este libro por agradecimiento á los unos y á los otros.
La razon y la escusa de lo que en él de mí mismo digo, van tambien alegadas en su relato; pero de las circunstancias en que le he escrito y del motivo de imprimirle dividido en dos partes y no en Madrid sinó en Barcelona, me conviene, aunque necesario no sea, decir cuatro palabras; siquiera no encuentren cuatro lec[ii]tores á quienes leérmelas interese, ni media docena que en leérmelas se complazcan.
Un 27 de Junio, á las siete de la mañana, entró la muerte calladamente en mi casa, y dispersó con su guadaña una familia, para cuya reunion habia yo trabajado mucho tiempo y agotado mis ahorros. En el inmenso y legítimo duelo en que aquella muerte dejaba sumida mi casa, en cuyo escondido hogar me habia ya sumido modestamente á vivir en el olvido y á morir en paz con Dios, quedábame por solo recurso y por última esperanza el resto de las dos veces mermada pension, que en 1871 me habia concedido el Gobierno, cuyo ministro de Estado era el Excmo. Sr. D. Cristino Martos; pero llegado el ocho de Julio, y transcurrido el nueve, y pasado el diez, y visto que la libranza en que de Roma debia venir mi mensualidad vencida no venia, telegrafié á mi apoderado en la capital del Orbe Cristiano, preguntándole por ella. ¡Ay de mí! con mi telegrama se cruzó la carta suya, en que me participaba que por causa de economías inexcusables en la Administracion de los Lugares Píos españoles en Italia, mi comision habia sido suprimida: en consecuencia y ajustadas por él mis cuentas con aquella piadosa Administracion, me remitia los últimos sesenta y cinco duros que me restaban que cobrar hasta la fecha de la supresion de mi sueldo.
Quedéme yo con la libranza delante de los ojos, el verano delante de mí y detrás de mí los siete individuos de mi familia; y el ministro de Estado en los ba[iii]ños, y el de Fomento en sus haciendas, y el Sr. Cánovas mi amparador en Cotterets, y en Francia mi paño de lágrimas el Capitan General Jovellar; quien en tales casos molesta por mí á todos los ministros, y no pierde ocasion ni perdona empeño por sacarme del mio. La moda, que deja á Madrid desierto durante el verano, me dejaba á mí en Madrid como en medio del Sahara: la tierra bajo mis piés, el cielo sobre mi cabeza, mi esperanza en Dios, y Dios tras el velo azul del aire; que es impenetrable cortinaje del pabellon que le guarda de las miradas de los hombres. ¿Cómo pasé yo aquellos tres meses?
No puedo hacer al tiempo volver atrás: no puedo quitarme de encima ni uno solo de mis sesenta y cuatro años: no puedo hacer volver á mis manos el capital pagado por las deudas de mi herencia paterna, ni lo por mí gastado en vivir bien ó mal: no puedo rescindir los contratos de venta de mi Don Juan ni de mi Zapatero y el Rey, escritos cuando la ley de propiedad no existia: esta ley no tiene efecto retroactivo ni protege mi propiedad por lesion enorme: y no puedo pedir limosna en España, sinó poniéndome al pecho un cartel que diga: «este es el autor de Don Juan Tenorio, que mantiene en la primera quincena de Noviembre todos los teatros de verso de España y América;»—pero para esto seria preciso que yo esplicase cómo el autor de tal obra podia pedir limosna; cosa muy fácil de esplicar, pero muy difícil de comprender.
Antes de pedirla escribí á mis editores de Barcelona,[iv] los Sres. Montaner y Simon, dándoles cuenta de la suspension de mi sueldo y pidiéndoles trabajo en su casa. Los Sres. Montaner y Simon me contestaron que «los editores no tenian en su casa trabajo digno de mí: pero que los amigos me enviaban adjunta una letra contra su corresponsal.» El Arzobispo de Valencia, de cuya ciudad soy hijo adoptivo, partió conmigo la limosna de sus pobres; el empresario del Teatro Español me ofreció una cantidad que jamás pude cobrar en contaduría; y al volver á Madrid el Sr. Conde de Toreno, ministro de Fomento, me presenté en su antecámara, en la cual no me detuvo ni un minuto. Expúsele en dos palabras mi posicion: asombróse de ella, confesándome que estaba muy léjos de imaginársela tal; y prometiéndome exponerla en consejo de ministros, en la primera ocasion, me dió cita para el dia siguiente en el gabinete del señor Cárdenas, Subsecretario, con quien iba inmediatamente á consultar un medio de venir en mi auxilio. Al dia siguiente el Sr. Cárdenas, con una delicadeza y un tacto que no podré jamás olvidar, me dijo: «que el señor Conde de Toreno, sabiendo que para continuar ciertos trabajos legendarios en que me ocupaba, necesitaria hacer algun viaje á alguna biblioteca ó archivo de provincia, me daba por su mano una pequeñez para ayuda de gastos,» y puso en la mia un bono de dos mil pesetas contra el Tesoro.
Pero miéntras todas estas cosas pasaban, habia pasado otra, principal engendradora, orígen y causa más inmediatos de la confeccion de lo en este libro compaginado. [v] El Sr. D. Federico Balart, á quien suelo pedir opinion y consejos sobre mis obras ántes de publicarlas, y á quien voy ahora muchas veces á distraer de una mortal pesadumbre con mi escéntrica conversacion y mis ideas estrafalarias, habia ido á hablar en mi favor al propietario de El Imparcial. El Excmo. Sr. D. Eduardo Gasset y Artime me abrió su casa, sus brazos y las columnas del Lúnes de su periódico, pagándome mis artículos en más de lo que valen; el Sr. Ortega Munilla, Director de los Lúnes, me hizo la distincion de colocármelos inmediatamente despues de su semanal revista, y en la redaccion de El Imparcial encontré una nueva familia, que aceptó mi compañía con cariño tan afectuoso y tan respetuosa cordialidad, que me hicieron subir á los ojos dos lágrimas de gratitud, que no pudieron ya sostener las ralas hebras que me restan de mis ántes espesas pestañas.
Miéntras, gracias al Sr. Gasset y Artime, volvia á contar con el pan cotidiano, pasó al ministerio de Estado el señor Conde de Toreno, volvió del extranjero el Sr. Presidente del Consejo de ministros, y falleció el del Congreso, Adelardo Lopez de Ayala.—Pocos dias despues del entierro de éste, el Sr. Cánovas del Castillo, cuya casa he tenido siempre abierta y cuya amistad nunca se ha desmentido, me envió una carta para el ministro de Estado; á cuya presentacion el Sr. Conde de Toreno me dijo: «por el correo de hoy va á Roma la órden de continuar pagando á V. su sueldo; pero tengo el sentimiento de haber tenido que mermar de él doce mil reales, por [vi]que las economías ya hechas en la Administracion de los Lugares Píos, no me han permitido devolverle los treinta y seis mil reales que ántes cobraba.»—Recibí con gratitud lo que se me daba, y me volví á mi casa, no ya como ántes resuelto
como mi edad y la conveniencia de retirarme ya de la arena literaria me lo exigian, sinó decidido por necesidad á luchar otra vez con la vida y á morir sobre el trabajo; á lo que parece que me condenan mis viejos pecados y las nuevas economías de los Lugares Píos. Ya varias veces en algunos periódicos, que no sé por qué me son hostiles, se me ha echado en cara el no saber retirarme á tiempo; pero no me han dicho á dónde; puesto que saben que no puedo retirarme á un monasterio. Ya me habia yo retirado á mi casa, y hacia ya año y medio que rehusaba presentarme hasta en el ateneo, donde tántas consideraciones se me han tenido y tántos aplausos se me han prodigado: pero al retirarme el gobierno el sueldo con que únicamente podia retirarme como se me aconsejaba, tuve yo por mejor consejo volver al trabajo y vivir honradamente de él miéntras con él sustentarme pueda, que dejarme morir de inanicion y de pesadumbre por dar gusto á los ya no le tienen de que viva yo entre la gente, porque conceptúan que sesenta y cuatro años son demasiada larga vida para un hombre á quien aun hay algunos que estiman y aplauden.
[vii] Pero juguemos limpio y hablemos claro por última vez. Yo no he pedido amparo al gobierno para mi vejez alegando mérito alguno en mis obras, ni yo he dicho á la nacion ni al gobierno que tuviesen obligacion de ampararme: no: pero he propuesto esta cuestion.—«Mis obras, que son tan malas como afortunadas, han enriquecido á muchos, y mi Don Juan mantiene en el mes de Octubre todos los teatros de España y las Américas Españolas, ¿es justo que el que mantiene á tantos muera en el hospital ó en el manicomio, por haber producido su Don Juan en tiempo en que aun no existia la ley de propiedad literaria?»
Y el gobierno ante quien espuse esta cuestion me subvencionó sobre los fondos de los Lugares Píos españoles en Roma, y mi subvencion tiene el carácter piadoso y de limosna con el que yo la pedí, sin que por ello me crea ni deshonrado ni humillado: y miéntras con ella he vivido, en lugar de echarme á dormir sobre mis doradas pajas, he entregado concluido en 1873 á los editores Montaner y Simon mi leyenda del Cid que consta de diez y nueve mil versos, y mi leyenda de los Tenorios que tiene ocho mil; y hoy cuando lo que de mi subvencion me resta no me basta por la posicion en que mi reputacion me coloca, recojo los últimos destellos de mi decadente ingenio, los últimos alientos de mis cansados pulmones, y los últimos átomos de honra y de brío que en el corazon me restan, y me arrojo otra vez en los brazos del trabajo, en vez de arrojarme por el balcon, ó en el fango de la holgazanería á quejarme de la [viii] nacion y de sus gobiernos, á quienes no alcanza ni obligacion ni responsabilidad alguna en la posicion en que me han colocado mis circunstancias personales y mis negocios de familia.
Díme, pues, al trabajo, y entré en el del periodismo; que es el más rudo por ser el más perentorio y asíduo, el más expuesto á la crítica y el más coartado y riesgoso por la estrechez de la ley de imprenta, que suele tener que regir en nuestro inquieto país; y siguiendo á medias por no poderlo seguir por entero el consejo de los que retirarme me aconsejaban, me retiré al segundo recinto del alcázar de las Bellas Letras, descendí de sus salones de su piso principal á su piso bajo con puerta y vistas al patio; es decir, que me retiré del gremio de los poetas y renunciando á la poesía, me despedí del público de Madrid en un romance cuyos versos son los últimos que he escrito, no volví á presentarme como versificador ni como lector en acto alguno público y anuncié que iba á escribir en prosa; comenzando á devanarme los sesos en discurrir cómo servir con mi prosa los intereses del Sr. Gasset y Artime, y algun manjar no indigesto á los suscritores de El Imparcial.
La primera carta del bravo Velarde me dió pié para contar lo pasado en el cementerio al borde de la tumba de Larra: y por este recuerdo, como quien tira de un hilo de una madeja enredada, fuí yo tirando de mis pobres recuerdos del tiempo viejo, hasta formar con ellos el mal devanado ovillo de lo contenido en este libro.—Viejo é ignorante, no supe escribir más que mis [ix] personales memorias: los lectores de El Imparcial, tal vez sorprendidos de leerme en prosa, tal vez pagados de la anticuada construccion de la mia, y acaso más que de lo que yo en ella decia, de la ingenuidad algo infantil con que yo lo iba diciendo, encontraron entretenidos mis artículos del TIEMPO VIEJO: unos porque refrescaban los suyos, y otros porque no habiendo alcanzado la época de que en ellos hablo, ó lo que en ellos traigo á cuento ignoraban, ó lo habian oido contar de muy diferente modo.
Como quiera que fuere, miéntras los publicaba en el periódico, recibí varias cartas, unas anónimas y otras firmadas, en las cuales algunos me aconsejaban que coleccionase mis artículos; y el Sr. Gasset y Artime, renunciando generosamente en mi favor sus derechos á la propiedad de mi por él tan bien pagado trabajo, me otorgó omnímoda y perpétua facultad para hacer de él lo que más me conviniera.—El Sr. Ortega Munilla se ofreció espontáneamente á ayudarme en tal publicacion y se ocupaba ya de sus preliminares pormenores, cuando ocurrieron á la par su desastrada caida del caballo y mi impensado viaje á Barcelona: cuyos dos imprevistos acontecimientos me obligan á publicar este libro en la capital del Principado y no en la coronada villa.
Pero ¿por qué? ¿A qué vine yo á Barcelona por siete dias y por qué me quedo en ella por siete meses?
En uno y medio que en ella llevo no he tenido tiempo hasta hoy de hacerme tal pregunta, y voy á ver si averiguo alguna razon que me sirva de respuesta.
[x] A pesar de mi necesidad de descanso, de la tenacidad con que há cerca de dos años que rehuso toda invitacion á presentarme en público, y á pesar, en fin, de mi deseo de complacer á los que me dicen «retírese V.», es decir, «quítese V. de en medio», aun hay algunos que recordando mis mejores años y olvidando los transcurridos, me buscan y me solicitan con la vana ilusion de que aun puedo, como en otro tiempo, cooperar en beneficio de sus empresas; y el país en donde por mí se conservan mas ilusiones y simpatías es en Cataluña y sobre todo en Barcelona. Así que el 27 de Octubre próximo pasado el empresario y el director de la compañía de verso del teatro Principal de esta ciudad me ofrecieron una indemnizacion por gastos de viaje, si emprendia uno para enderezar y poner derecho sobre la escena á mi buen Don Juan Tenorio; quien no sé por qué no queria tenerse este año muy en equilibrio. Tenia yo que abocarme con mis editores Montaner y Simon, para tratar de poner tambien en pié de imprenta á mi valiente Burgalés Rodrigo Diaz, que agarrado al pupitre de mis editores, parece que tampoco quiere dejarse meter en prensa; y con la esperanza de matar dos pájaros de una pedrada, acepté la proposicion del viaje á Barcelona; pero miéntras la libranza del empresario llegaba á Madrid, y ciertos asuntos de mi jóven amigo el pintor Padró, que debia de acompañarme, se allanaban, se perdieron cuarenta y ocho horas y llegué yo tarde para enderezar á mi rebelde y voluntarioso Don Juan, y aún no he tenido tiempo para [xi] tener cinco minutos de conversacion con mis editores del Cid; porque el pueblo Barcelonés, que no me habia olvidado en los once años que he pasado ausente de Cataluña, que se acordaba de que en Barcelona habia yo tenido casa, y me habia recasado en su parroquia de Santa Ana, y le habia leido muchos versos y me habia dado muchas fiestas, en las cuales habia yo procurado derramar toda la espansiva alegría de mi corazon de muchacho y toda la poesía de mi desordenada imaginacion de loco, creyendo que para mí el tiempo no habia pasado y que no habian pasado por él ni por mí los once años transcurridos, se empeñó en pedirme, como quien pide peras al olmo, que hiciera y le dijera lo que para él habia hecho y dicho cuando, con once años ménos, aún tenia once partes de aliento más. Echó á un lado á mi pobre Don Juan, y poniéndome en lugar suyo sobre la escena, oyó mi palabra ronca con la cariñosa atencion de una madre que escucha la respiracion de su hijo que duerme; me colmó de aplausos, me coronó de flores, no me dejó ni dormir ni trabajar á fuerza de obsequios y convites; sus periódicos publicaron mi retrato, las sociedades literarias se apoderaron de mí y enfloraron el teatro catalan para escucharme; el Ateneo me dió una velada y una primorosa medalla, y los Sucesores de Ramirez pusieron á mi disposicion su magnífico establecimiento tipográfico; y esta vuelta mia á Cataluña fué la vuelta del hijo pródigo al paterno hogar, y el pueblo Barcelonés me dijo: «Sorrilla, parla, enrahona: ets á casa teva;» y cayó en gracia cuanto [xii] hice y dije, y se me abrieron todas las puertas y me recibieron como á hermano en todas las familias: y hé aquí cómo y por qué se imprimen en Barcelona estos mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO.
En ellos repito y amplifico lo que en este prólogo apunto: ni se hasta dónde con ellos iré á parar, ni me detendrá en mi marcha el temor de encontrarme al fin de ella cara á cara con mis contemporáneos, despues de haberme juzgado á mí mismo y á los que conmigo abrieron las puertas á la revolucion política y literaria del primer tercio de nuestra centuria. La ingenuidad infantil y la sincera buena fé con que hasta aquí los he escrito, creo que garantizan mi leal veracidad para el porvenir: pero una vez que Dios prolonga mi vida hasta los actuales y corrientes dias, á ellos pertenezco aún y en ellos voy á vivir y de ellos voy á hablar y en ellos voy á meter mi baza y voy por ellos á trabajar como trabajé por los pasados; y espero en Dios que este trabajo no me deshonrará, porque fio en la justicia de mi pueblo español que me rodeará del respeto á que siempre ha considerado acreedor á quien envejece y muere sobre el trabajo, por no sucumbir á la miseria y deshonrarse en la haraganería vergonzosa de los ingenios vergonzantes por holgazanes.
Para no hacer de estos recuerdos un libro demasiado voluminoso, y en tan pequeños caractéres impreso que resulte tan difícil como enojoso de leer y de tener en las manos, lo he dividido en dos tomos pequeños. No teniendo además la vanidad de creer que este miserable [xiii] y prosáico engendro mio, sea para mí la gallina de los huevos de oro, y deseando saber el número de ejemplares que necesito para mis lectores, y por el pedido del primero regular la tirada del segundo, suplico á mis suscriptores que hagan la suscripcion al segundo al recibir ó comprar el primero, en el recibo que le acompaña.
El tomo II llevará un apéndice nuevo en verso y prosa; y toda la obra corregida y ampliada como permite el libro y no admite el periódico, va dedicada al mas moderno y al mejor y mas bravo de mis amigos.
Al Egregio Poeta
DON JOSÉ VELARDE
en prenda de amistad y agradecimiento.
José Zorrilla.
Barcelona 1.º de Enero de 1881.
Era la tarde del 15 de Febrero de 1837. En el cementerio de la puerta de Fuencarral, un numeroso concurso se apiñaba en derredor de un jóven desconocido, delgado, pálido, de larga cabellera y expresivos ojos, que, acongojado y convulso, leia, ante un féretro adornado con una corona de laurel, una sentida poesía.
El concurso lo formaba todo el Madrid artístico; el féretro encerraba el cadáver de Larra; el poeta era Zorrilla.
Aquella tarde fria y nebulosa fué solemne; vió la conjuncion de dos crepúsculos. Un sol se alzaba en el oriente de la literatura al hundirse otro sol en el ocaso.
A los desgarradores acentos de «La noche buena del poeta», de Fígaro, último canto del cisne moribundo, cuyos ecos aún extremecian el aire, se unieron los acordes del arpa de Zorrilla, primeros cantos de la alondra al alba.
[6] España, al perder al más grande de sus críticos, encontró al más popular de sus poetas.
Desde aquel dia, la Fama fatigada va dando á todos los vientos el nombre del vate inmortal. Desde aquel dia, sus estrofas sublimes palpitan en todos los labios, y, como la voz divina, despiertan la inspiracion en el alma de la juventud y la lanzan á la vida del arte.
Poeta formado de las entrañas de su pueblo, sus ideas, sus sentimientos, aunque universales por lo que tienen de humanos, son ante todo españoles; tánto que al vibrar su lira nos parece escuchar el acento de la patria.
Vário y múltiple en sus concepciones y en la manera de expresarlas, ora arrebatado, elocuente y profundo, ora tierno, sencillo y vulgar, siempre ameno, siempre inesperado, siempre poeta, pulsa todas las cuerdas y se reviste como Protéo de todas las formas para llegar á todos los corazones.
Tiene su poesía algo de la ola que se hace espuma, de la luz que se quiebra en colores, de la flor que se disuelve en aroma, algo, en fin, de lo bello, inmaterializándose para confundirse en lo infinito; y es, que así como la larva ha de trocarse en mariposa para volar, la poesía ha de espiritualizarse para subir al cielo, que es su patria verdadera.
Hay una poesía que jamás envejece, que no puede morir, que halla eco en todas las almas y hace latir al unísono todos los corazones; lenguaje universal que entienden el niño y el viejo, el ignorante y el sabio, y es la poesía de la naturaleza.
Y la naturaleza es la musa de Zorrilla, le da sus colores, le presta sus armonías y encarna en sus versos que nos repiten los gemidos del lago, las endechas del [7] ruiseñor, los extremecimientos del trueno, y nos pintan la nube que se tornasola, la espuma que bulle y el árbol que florece.
Zorrilla ha sido anatematizado por los retóricos que jamás han previsto á los poetas ni los han comprendido, preciándose de las medianías que siguen sus reglas y odiando al génio que las deshace. Siguió cantando el poeta y cayeron en el olvido las odas ampulosas, frias y limadas, y surgió la poesía del sentimiento y se ensancharon los horizontes del arte.
¡Siempre la misma lucha entre el sabio y el poeta, y siempre el poeta vencedor!
Las murallas que guardan lo desconocido son de cristal para el génio que penetra en el fondo de lo insondable. La obra del sabio es perfectible, la del génio perfecta; aquel aprecia los pormenores, éste abarca el conjunto; el uno halla, el otro crea; el sabio, para meditar, se inclina hácia la tierra; el poeta, cuando canta, mira al cielo; y es que el uno no va más allá de lo humano, y el otro se remonta á lo divino.
Zorrilla venció. Hoy todos le respetan. Ni la envidia le muerde, pues ni arrastrándose puede escalar la montaña de laureles que le sirve de pedestal.
¿Y cómo no respetarle, si las doradas ilusiones, los dulces recuerdos y los sueños juveniles de nuestras dos últimas generaciones están iluminados por el fuego de la inspiracion del gran poeta? Sí; sus versos fueron lo primero que balbucearon despues de las plegarias maternales; y aquellas impresiones, como el troquel en el metal, han dejado un sello imborrable en las almas.
Poeta de la tradicion, á su mágico acento, los héroes castellanos se alzan de sus sepulcros de piedra apercibidos al combate; desfila la comunidad por el cláustro[8] sombrío de la gótica abadía, salmodiando sus preces al rayo misterioso de la luna; aparece el castillo feudal entre los riscos y breñas de la montaña; se coronan de arqueros las almenas, suspira la hermosa castellana al escuchar la enamorada trova; baja rechinando el puente levadizo para dar hospitalidad al peregrino, y el terrible señor de horca y cuchillo apresta su mesnada ó se lanza venablo en mano, azuzando la jauría por el bosque enmarañado persiguiendo al colmilludo jabalí. Ahora surgen la tapada, el rodrigon ceñudo, la dueña mediadora y el doncel galanteador; ahora se acuchillan en la tortuosa callejuela dos rondadores de una misma dama, á la luz mortecina de un retablo, ó bien se puebla de cármenes y harenes la vega granadina, y resuenan en el Generalife los ecos de la zambra, y el sarraceno corre la pólvora, y, como sol entre nubes, asoma al calado ajimez la hermosísima sultana exclareciendo el dia con la luz de sus ojos.
¡Qué poder el del génio! En vano curiosos eruditos é historiadores concienzudos se afanan en dar á conocer el verdadero carácter de D. Pedro de Castilla, en probar la muerte del rey D. Sebastian en el inhospitalario suelo de Africa, y en negar la vida borrascosa de Mañara, ó sea de D. Juan Tenorio.
¿Quiénes les han de creer? Para el pueblo, para todo el mundo, no hay más D. Pedro de Castilla que el del Zapatero y el Rey, ni otro D. Sebastian que el de Traidor, inconfeso y mártir, y D. Juan Tenorio fué sevillano y mató al Comendador, y amó á D.ª Inés, y cenó con los muertos y se fué á la gloria; porque no ha habido, ni hay, ni habrá jamás verdades más creidas, más amadas y más libres del olvido que las creaciones del génio.
[9] Las obras de Zorrilla vivirán siempre. El fuego de la inspiracion, que algunos creen fuego fátuo, es como la lava que se endurece y adquiere la consistencia del bronce para resistir al tiempo. A más, que la mano del «Cristo de la Vega», al desclavarse para jurar, decretó la inmortalidad de nuestro poeta.
¿Cómo premia la patria los merecimientos de su exclarecido hijo?
Hoy que la edad le agobia y el trabajo le fatiga, le ha retirado la modesta asignacion con que vivia y lo ha abandonado á la miseria, sin duda para que ciña á un tiempo á sus sienes la corona de laurel de la poesía y la de espinas del martirio.
José VELARDE.
Llegó á mis manos con retraso, porque vivo en el retiro de mi hogar, por donde acaba de pasar la muerte, el artículo que me dedicó V. en el número de El Imparcial, del lunes 29 de Setiembre; y he andado dos dias perplejo y caviloso, sin poder hallar cómo darme por entendido de lo que de mí dice V. en él. Corriendo empero, el tiempo, temiendo por una parte que mi silencio le parezca descortesía, y no queriendo por otra dar motivo á que el público crea que, hinchado de vanidad, acepto, como buena y corriente moneda, todas las extremadas excelencias que á mis versos atribuye, me resuelvo á dar á V. simplemente las gracias en cuatro palabras; que cuanto más le parezcan vulgares, más han de parecerle sinceras.
Yo soy, Sr. Velarde, lo único que he podido ser: lo único que Dios ha querido que sea: un poeta español,[11] hijo ignorante y desatalentado de la naturaleza, que ha cantado á su patria, como ha podido; como los pájaros cantan en la selva, como susurran las abejas al elaborar sus panales; yo no me he jactado nunca de haber hecho mas, y á mi presentacion en el Ateneo el año pasado, lo dije en esta quintilla de mi Canto del Fénix:
Esta mi poesía del Canto del Fénix es una respuesta anticipada que yo dí á los primores con que V. en su artículo tan cariñosamente me obsequia; y como sé que V. la sabe de memoria, no necesito añadir una palabra más; V. que va hoy á la cabeza de aquella á quien yo llamé
creyéndome ya en el caso en que yo me ponia en la penúltima estrofa de mi Canto del Fénix, que dice:
saltó V. el primero á la arena á romper la primera lanza en pró del viejo, en quien V. ve un gigante á través del prisma del entusiasmo con que le mira. Gracias, mil gracias, Sr. Velarde: ya sabia yo que la ju[12]ventud literaria de la generacion que á la mia sigue, no habia de abandonar nunca al poeta que no ha inculcado más que amor á la patria, y respeto á las creencias y á las tradiciones de sus padres.
No puedo, sin embargo, permitir á su entusiasmo juvenil, que atribuya á la patria el abandono en que deja mi vejez la supresion de un sueldo, que á cargo de los Lugares Píos Españoles de Roma se me concedió, para llevar á cabo mi legendario del Cid y de otras obras que me ha oido V. leer en el salon del Ateneo. No, Sr. Velarde, no: la patria no tiene nada que ver en esto; y nadie ménos que yo tendria razon para quejarse de su patria, porque las economías necesarias en el presupuesto del Ministerio de Estado hayan alcanzado hasta mi ya mermada pension; la cual, si sola no podria sacar de ningun apuro á la administracion de los Lugares Píos Españoles de Roma, tal vez unida á las demás economías hechas en Julio último pueda contribuir á alguna obra perentoriamente necesaria para el decoro nacional. Suum cuique, y dejemos á la patria en el buen lugar que en este caso la corresponde.
¿Qué es la patria? La tierra; la nacion, el lugar en que se nace. Y como la nacion la forman los habitantes de la tierra, la patria vive y se expresa por la vida y las acciones de los ciudadanos de cada nacion. ¿Y cómo ha tratado su patria al poeta Zorrilla? Como no ha tratado nunca á ningun poeta, incluso al fénix de los ingenios Lope de Vega; quien tal vez debió parte de la gloria y los obsequios que su época le tributó á su favor en la corte y al carácter que le imprimia su dignidad sacerdotal. Yo no pertenezco á ninguna clase de la sociedad, porque los poetas no estamos clasificados en ninguna categoría social; no he pertenecido jamás á[13] ningun partido político, á ninguna Academia, ni á ningun Instituto que haya podido alcanzarme favor con poder alguno, y por consiguiente, nadie ha tenido interés en aplaudirme ni en adularme.
Yo me ausenté de mi patria en 1847 por razones que á nadie importan: me fuí el 55 á América por pesares y desventuras, que nadie sabrá hasta despues de mi muerte, con la esperanza de que la fiebre amarilla, la viruela negra ó cualquiera otra enfermedad de cualquier color acabaran oscuramente conmigo en aquellas remotas regiones. No quiso Dios que allá muriera. Su proteccion visible me salvó de los naufragios, de las pestes y de las guerras civiles; y cuando volví en 1866 á mi patria, ¿cómo me recibió España? Como su padre amoroso al hijo pródigo, como su santa familia á Lázaro el resucitado, como Roma á los triunfadores, á quienes coronaba en el Capitolio. Barcelona y Tarragona me obsequiaron con regatas y fiestas de noche y dia; la Universidad de Zaragoza renovó por mí una solemnidad que sólo habia dedicado á los reyes de Aragon; Búrgos y Valladolid me alfombraron de flores mi camino, y un altar de la parroquia en que fuí bautizado está desde entónces cubierto con cien coronas, para las cuales no concebí mejor depósito. Valencia, despues de haberse vuelto loca por mí, como una muchacha atolondrada que se enamora de un viejo, me hizo su hijo adoptivo, y yo la escribiré un libro con el cual espero probarla mi gratitud. Granada se desbordó en entusiasmo en honor mio en 1832 á la sola promesa de escribirla mi aún no concluido poema; y aún se recuerda allí una representacion de Don Juan Tenorio, al fin de la cual el beneficiado Pepe Calvo, padre de Rafael, la empresa y yo, convidando al público á la mesa á que habia venido la[14] estátua del Comendador, hicimos al capitan general, al gobernador de la Alhambra y á las hermosas granadinas comer todos los dulces y beber todo el Champagne que habia en la ciudad. Amanecia ya, y ni autoridades ni pueblo se daban cuenta de que nadie estaba en su juicio ni en su lugar.
Madrid, declarado en estado de sitio, y prohibida en él la reunion pública de más de cinco personas, reunió cuatro mil, para acompañarme á mi casa desde la estacion, una mañana de Octubre de 1866. No pasa un mes de Noviembre en que no haga en mi favor alguna ruidosa demostracion en alguna representacion de mi Don Juan: y el Ateneo, en fin, tomándome bajo su amparo, ha abierto conmigo á la poesía sus salones, en los cuales no habian penetrado aún más que las ciencias. En resúmen, mi patria, representada por la sociedad, no ha podido hacer más en España por un poeta, á quien indudablemente estima en más de lo que vale, sólo porque su poesía es la expresion del carácter nacional y de las pátrias tradiciones.
Cuando en 1859 la muerte le privó en la Habana de un compañero, y destruyendo su fortuna con la de Cipriano de las Cagigas, el Capitan general de la Isla, D. José de la Concha, le colmó de atenciones y de consuelos, y el banquero D. Manuel Calvo le alojó espléndidamente en su tranquilo y salubre cafetal; procurándole en él la soledad necesaria para el trabajo, y salvándole la vida y el honor con los cuidados de su amistad.
El poeta Zorrilla, que es el que más debe á su patria, representada por la sociedad de su época, es el que ménos puede quejarse de ella, si la considera representada por su Gobierno.
Cuando en 1871 le pidió su proteccion para emprender su Leyenda del Cid, obra de largo aliento, con la cual queria corresponder á la excesiva reputacion que por sus poco importantes trabajos se le habia acordado, el Sr. D. Cristino Martos, Ministro de Estado entónces, le dió una comision de archivos y bibliotecas en Italia; pretexto tan visible como honroso para acordarle una pension, que no podia tener nombre y carácter absoluto de tal, por no haber antecedentes de que se hubiera pensionado en España á ningun poeta; y acompañada de una gentilísima carta autógrafa, le envió la credencial de la Gran Cruz de Cárlos III, que constituia su persona en una alta dignidad, y de cuya Excelencia nadie se ha acordado nunca; porque á nadie se le ocurre en España que el poeta Zorrilla sea más ni ménos que el poeta Zorrilla, cuya larga intimidad con el público autoriza ya á todo el mundo para tutearle y llamarle Pepe.
Hoy, que las perentorias economías de los Lugares Píos de Roma me obligaron á pedir amparo al señor Ministro de Fomento, escudándose con una carta del Capitan general Jovellar, que honra á Zorrilla con su amistad desde que se conocieron, ¿cómo ha recibido á Zorrilla el Sr. Conde de Toreno? Hijo de aquel ilustrado repúblico, que fué gloria del Parlamento y honra de las letras, dió al poeta cuanto tenia facultades de dar, miéntras discurria medio mejor de asegurar su porvenir; y el Sr. Cárdenas allanó ante sus pasos todos los difíciles que hay que dar en las oficinas del Ministerio de Hacienda para el cobro de su interina subvencion.
Los editores de Barcelona, Montaner y Simon, se apresuraron á ofrecer los servicios de su amistad; un ilustre prelado partió con él la limosna de los pobres[16] de su diócesis, y V. mismo, Sr. Velarde, á la cabeza de la juventud literaria de Madrid, inició algo que le agradece en el alma y que no olvidará jamás el viejo poeta desheredado.
Empieza V. su artículo por un recuerdo de la tarde del 15 de Febrero de 1837: un lunes le diré á V. de aquel dia lo que nadie sabe: y entre tanto, conste que cree que seria un loco y un ingrato si se quejara ni exigiera más de su patria; pero que no teme que España deje morir sin pan al viejo matador del rey D. Pedro, al loco salvador de D. Juan Tenorio, su agradecido autor el poeta,
José ZORRILLA.
Sr. D. José Velarde:
Ofrecí á V., mi cariñoso amigo y generoso encomiador, decirle algo del 15 de Febrero de 1837, y no se me cuece el pan por cumplirle á V. mi oferta; no sólo para que V. sepa á qué atenerse sobre lo acontecido en aquel dia y especialmente en aquella tarde, al viejo y asendereado poeta, á quien V. hoy tánto encomia, sino para disipar la neblina de cuentos y de pormenores absurdos en que los narradores vulgares, los chistosos de oficio y los amigos indiscretos ó pretenciosos han rodeado despues la verdad de lo que en aquel dia sucedió. La gente meridional, y sobre todo los españoles, tenemos la pretension de ser todos buenos narradores; y cuando algo se nos cuenta, no lo repetimos jamás sin añadir cada cual algo de su cosecha: con cuya manía resulta que el hecho más sencillo, al pasar por unas cuantas bocas, queda tan desfigurado, que pueden contárselo como nuevo al primero que lo relató, sin que éste reconozca ya lo relatado por él, en la décima relacion del hecho, que en vez del suyo, corre de boca en boca.
Y hay otra circunstancia peor en este modo de narrar, inherente tambien á nuestro país; y es, que la mayor parte de los que, añadiendo pormenores á la narracion de los hechos, convierten al fin las más sencillas verdades en absurdas y fantásticas mentiras, llegan á creerse estas de buena fé; y pueden jurar que han sido de ellas parte ó testigos, alucinados por su fantasía meridional, que les hace preferir á la deseada verdad la fábula más fantástica é inverosímil.
Hé aquí por qué, mi buen amigo Sr. Velarde, quisiera yo contar á V. algunas cosas de aquel buen tiempo viejo, que no está aún tan léjos de nosotros que de él no vivan presenciales testigos, pero á quiénes el afan de ponderar, ó de darse personal importancia, ha hecho desfigurar de tal manera las cosas que en él pasaron, que hay quien hoy me cuenta á mí de mí mismo lo que jamás pasó, ni pudo pasar por mí; y yo callo y escucho, convencido de lo inútil que seria intentar convencerle de que yo, y no él, soy quien debe saber la verdad; pero vamos al 15 de Febrero de 1837.
Permítame V. que le recuerde á vuela pluma los ensayos por que pasé, ántes de representar mi papel en la escena del cementerio.
Metióme mi padre á los nueve años en el Real Seminario de Nobles, establecido por los jesuitas en el edificio que es hoy, en la calle del Duque de Alba, cuartel de la Guardia civil, y trasladado en 1828 al que hoy es hospital militar, en la calle de la Princesa. Tengo para mí que la idea de los buenos padres de la Compañía de Jesús, al establecer un colegio tan lujoso y tan privilegiado, para entrar en el cual era preciso hacer pruebas de nobleza, fué la de tener más tarde por discípulos á los hijos de todas las familias nobles, im[19]portantes ó influyentes de España; como quiera que fuese, halléme yo allí condiscípulo de los primeros títulos de Castilla, y recibí una educacion muy superior á la que hasta entónces solian recibir los jóvenes de la clase media; mi padre era el primero de mi familia que, saliendo de nuestro modesto solar de Torquemada, habia por sus estudios llegado á un honroso puesto en la alta magistratura.
En aquel colegio comencé yo á tomar la mala costumbre de descuidar lo principal por cuidarme de lo accesorio: y negligente en los estudios sérios de la filosofía y las ciencias exactas, me apliqué al dibujo, á la esgrima y á las bellas letras, leyendo á escondidas á Walter Scott, á Fenimore Cooper y á Chateaubriand, y cometiendo en fin á los doce años mi primer delito de escribir versos. Celebráronmelos los jesuitas y fomentaron mi inclinacion; díme yo á recitarlos, imitando á los actores á quienes veia en el teatro, cuando alguna vez iba al del Príncipe, que presidian entónces los alcaldes de casa y corte, cuya toga vestia mi padre; híceme célebre en los exámenes y actos públicos del Seminario, y llegué á ser galan en el teatro en que se celebraban estos, y se ejecutaban unas comedias del teatro antiguo, refundidas por los jesuitas; en las cuales, atendiendo á la moral, los amantes se transformaban en hermanos, y con cuyo sistema resultaba un galimatías de moralidad que hacia sonreir al malicioso Fernando VII y fruncir el entrecejo á su hermano el infante D. Cárlos, que asistian alguna vez á nuestras funciones de Navidad. Don Cárlos enviaba á sus hijos á nuestras aulas y á cumplir con la iglesia en nuestra capilla; á la cual habia enviado Su Santidad Gregorio XVI su bendicion y los cuerpos de cera de dos santos jóvenes mártires, degollados[20] en Roma en tiempos de no recuerdo qué mónstruo imperial, cuyas figuras degolladas me daban á mí tal miedo, que no pasé jamás de noche por delante de la capilla en cuyos altares laterales yacian.
Salió mi padre desterrado de Madrid y Sitios Reales el 1832, y yo del Seminario el 33. Murió á poco el Rey Don Fernando VII. Sopló la revolucion; encendióse la guerra civil, envióme mi padre desde su destierro de Lerma á estudiar leyes á la Universidad de Toledo, donde siguiendo mi mismo sistema del Seminario, en vez de asistir asíduamente á la Universidad, me dí á dibujar los peñascos de la Vírgen del Valle, el castillo de San Servando y los puentes del Tajo; y vagando dia y noche como encantado por aquellas calles moriscas, aquellas sinagogas y aquellas mezquitas convertidas en templos, en vez de llenarme la cabeza de definiciones de Heinecio y de Vinnio, incrusté en mi imaginacion los góticos rosetones y las preciosas cresterías de la Catedral y de San Juan de los Reyes, entre las leyendas de la torre de D. Rodrigo, de los palacios de Galiana y del Cristo de la Vega, á quien debo hoy mi reputacion de poeta legendario.
Mi tio, el prebendado á cuya casa me habia enviado mi padre, que habia creido recibir en ella á un pajecillo que le ayudara á misa y le acompañara al coro llevándole el paraguas y el breviario, se escandalizó de que yo leyera á Víctor Hugo; á quien él confundia, sin que lograra yo sacárselo de la cabeza, con Hugo de San Víctor, expositor de Sagrada teología, de quien él suponia que los franceses habrian encontrado algunos versos inéditos; tomó muy á mal mi amistad con algunos estudiantes de la alta sociedad de Madrid, que como Pedro Madrazo eran condiscípulos mios de colegio, y conclu[21]yó por escribir á mi padre que yo no era más que un botarate, que más iba para pinta-monas que para abogado, segun los papelotes que llenaba de piedras, de torres y de inscripciones ya en posesion de los buhos y cubiertas de telarañas.
No pluguieron mucho á mi padre los informes del prebendado toledano; y al año siguiente me envió á continuar mis estudios á Valladolid, bajo la inspeccion de un procurador de aquella Chancillería, y la proteccion del Rector de la Universidad, el ilustrado D. Manuel Tarancon, Obispo despues de Córdoba y muerto Arzobispo de Sevilla. Hícelo yo allí mucho peor que en Toledo; y evocando mis recuerdos de niño en la ciudad donde habia nacido, y encontrándome otra vez á Pedro Madrazo en aquella Universidad, continué dándome á estudiar piedras, ruinas y tradiciones, ayudado por los periódicos y publicaciones literarias que recibia de Madrid Pedro Madrazo; cuya casa era entónces emporio del arte, donde brillaban ya los cuadros de su hermano Federico, y donde Ochoa tenia la redaccion de El Artista, el primer periódico literario é ilustrado de España.
Atraquéme, pues, de Casimire de la Vigne, de Víctor Hugo, de Espronceda y de Alejandro Dumas, de Chateaubriand y de Juan de Mena, y del Romancero y de Jorge Manrique, y no pude digerir cuatro páginas del Heinecio, ni de las Pandectas: en vista de lo cual, el procurador á quien por él estaba encargado, escribió á mi padre punto más de lo escrito por el prebendado: esto es, que yo no era más que un holgazan vagabundo, que me andaba por los cementerios á media noche como un vampiro, que me dejaba crecer el pelo como un cosaco, y que era, en fin, amigo de los hijos de los[22] que no lo habian sido nunca de mi padre, como Miguel de los Santos Alvarez. Parece que su padre y el mio, ambos abogados relatores en otro tiempo de la Chancillería, realista mi padre y liberal el de Alvarez, no se habian mirado nunca de buen ojo. Los hijos, inconscientes y ajenos de las divisiones de los padres, nos amamos de mozos, y aún somos amigos en la vejez: cuestion de los tiempos y de los caractéres.
Enojóse mi padre, y con razon, con las noticias del bilioso procurador; gané yo curso por favor del Sr. Tarancon, y díjome mi padre, al enviarme por tercera vez á la Universidad de Valladolid: «tú tienes traza de ser un tonto toda tu vida, y si no te gradúas este año de bachiller á cláustro pleno, te pongo unas polainas y te envio á cavar tus viñas de Torquemada.» Era mi padre muy hombre para hacer tal con su hijo; pero ya era yo hombre perdido para los estudios sérios: odiaba á Justiniano y se me daba una higa de todos los doctores in utroque de todas las Universidades de España: adoraba en sueños á García Gutierrez, á Hartzenbusch y á Espronceda; y ver una obra mia impresa, y apretar la mano de amigo á estos ilustres poetas, me parecia destino de más prez que el de llegar á ser un Floridablanca; el demonio de la poesía estaba ya posesionado de todo mi sér; y con disgusto de Tarancon y estupefaccion del procurador, anuncié redondamente que así me graduaria yo á cláustro pleno aquel año, como que volaran bueyes. Metiéronme, pues, en una galera, que iba para Lerma, á cargo del mayoral: pensé yo en el camino que mi vida en mi casa no iba á serme muy agradable; y sin pensar ¡insensato! en la amargura y desesperacion en que iba á sumir á mi desterrada familia, en un descuido del conductor, eché á lomos de una yegua, que no era mia[23] y que por aquellos campos pastaba, y me volví á Valladolid por el valle de Esgueba, que era otro camino del que la galera habia traido.
Sirvióme mucho la equitacion que en el colegio me enseñaron, porque la yegua era reacia y antojadiza; mas no me convenia en modo alguno dejarla volverse á la querencia de su establo, y entré sobre ella en Valladolid al anochecer, donde la vendí: y acomodándome en otra galera que para Madrid al amanecer salia, me desembanasté á los tres dias en la calle de Alcalá, y me perdí á la ventura por las de esta coronada villa, huyendo de mis santos deberes y en pos de mis locas esperanzas, ahogando la voz de mi conciencia, y escuchando y siguiendo la de mi desatinada locura.
Mi familia, no creyéndome capaz de la resolucion de abandonar para siempre mi casa paterna, me buscó por las de mis parientes de las provincias de Búrgos y de Palencia, donde suponia que me habria guarecido; y habiendo yo hecho mi fuga dándome por hijo de un artista italiano, gracias á mis principios de dibujo y á la lengua italiana que me era familiar, tardó mucho en dar con mi rastro. Presentéme yo á mis amigos y condiscípulos de Madrid; pero pronto tuve que esquivarme de los duques de Villahermosa y de los Madrazo, que recibieron cartas de mi padre, y que en vista de mi tenaz resistencia á volver á mi hogar, no creyeron prudente insistir con quien tan obstinadamente rechazaba sus amistosas amonestaciones.
Entónces.... ¡ay de mí! busqué y contraje otras amistades; unas de las que no quiero volver á acordarme, otras de las que jamás me olvidaré; como la de Manuel Assas, con quien gané algunos pocos reales enviando mis dibujos de la torre de Fuensaldaña y otros, con ar[24]tículos arqueológicos escritos por Assas en francés, al Museo de las familias de París, y la de Jacinto Salas y Quiroga: poeta ya casi olvidado, que contó con mi pluma en donde quiera que llegó á meter los puntos de la suya. Entónces prediqué en las mesas del café Nuevo una política de locos, que hizo reir sin hacer afortunadamente prosélitos; y entónces escribí en un periódico que solo duró dos meses, al cabo de los cuales dió la policía tras de sus redactores, con el objeto de encargarles de hacer un viaje á Filipinas por cuenta del ministerio de la Gobernacion. Ví yo la justicia, por el balcon, entrar por la puerta principal que bajo él estaba; y montando en la baranda de otro que se abria sobre un patio de una vecina casa, por la parte posterior de la de la redaccion, caí diestra y silenciosamente á cuatro piés sobre sus enyerbadas losas; emboqué un callejon oscuro que ante mí se abria, y justificando mi apellido, me escurrí por él hasta la calle opuesta de la manzana; enfilé tranquilamente la de Peregrinos, subí la de Postas, mirando atentamente las tiendas como si tuviera letras que cobrar en alguna de ellas; y de recodo en recodo, y de callejon en pasadizo, dí conmigo en la de la Esgrima, y en ella de manos á boca con un gitano á quien habia salvado de ser fusilado dos años hacia en la tierra de Aranda. Víle y conocióme; preguntóme y respondíle; comprendióme á media palabra, y llevándome á un cuarto del núm. 30 y... tantos, trenzóme la melena, coloróme el semblante, y endosándome unas calzoneras y una chaqueta de pana, con un sombrero con más falda que una dolorosa de procesion, y una faja más ancha que la del Zodíaco, me sacó entre los de su cuadrilla por la puerta y puente de Toledo; sirviéndome de infalible seña gitanesca mi trenzada melena, que, riza y suelta,[25] servia de seña personal á los que me buscaban, de parte de mi familia, para volverme á mi casa, y de órden del gobernador de las tres ppp, D. Pio Pita Pizarro, á los que pretendian enviarme á saber lo que en Filipinas ocurria. Pasó una revolucion á los pocos dias con la desastrosa muerte del general Quesada en Hortaleza; pasó... lo que pasa en las revoluciones, un juicio final en cuarenta y ocho horas; y al cabo de diez dias torné yo á pasar destrenzado y desteñido por la Puerta de Toledo, y volví á vivir á salto de mata, y á dormir en casa de un cestero, que de portero habíamos tenido en la redaccion de marras... y así me cogió en Madrid el dia 12 de febrero de 1837, anterior con tres al del entierro de Larra, cuyos pormenores quedarán para una siguiente carta, á la cual sirve de preliminar esta de su afectísimo y agradecido amigo.
Comienzo á apercibirme, mi buen amigo Sr. Velarde, de que es más difícil de lo que creí la tarea que me he impuesto ahora, y de que hemos andado poco acertados en dar publicidad á estas mis cartas. Agloméranse en mi memoria, segun las voy escribiendo, tántos pormenores, imposibles de suprimir si he de hacerme comprender; pasábanme tántas y táles cosas, y pasaba yo por tales y tan estrechos pasos y pasadizos en los dias de la muerte y del entierro de Larra, que me temo que ni la benevolencia del director y de la redaccion de El Imparcial para conmigo, ni la paciencia de sus lectores quieran pasarme el importuno relato de tan íntimos y personales recuerdos. Mas como quiera que ya es tarde para volverme atrás, voy á pasar á la carrera por sobre todos estos tan resbaladizos pasos; é imponiéndome esta tarea como una penitencia pública, seré claro y sincero en mi narracion, para que mi claridad y sinceridad prueben á lo ménos lealtad y modestia: probando que en la altura á que me ha elevado el favor público, no he perdido nunca de vista ni la nada en que yo nací, ni el polvo de que aquel me levantó.
Sigo, pues, adelante con mis recuerdos.
Habíase venido á Madrid, siguiendo mi mal ejemplo, mi grande amigo Miguel de los Santos Alvarez, en cuya casa pasé la noche que en Valladolid me detuve en mi fuga de la mia paterna, y único confidente de los secretos de mi corazon. Llevaba yo en éste dos afanes y dos esperanzas, que en un solo afan y en una esperanza sola se confundian: mi primer amor á una mujer, y la esperanza de conseguirla, y el amor á mi padre y la esperanza de sepultar su enojo bajo una montaña de laureles. Soñaba yo con una fama y una gloria táles, que obligaran á aquella mujer y á mi padre á tenderme sus brazos á un tiempo, asombrados y deslumbrados por el resplandor de mi nombradía. ¿Quién no delira á los diez y nueve años?
Alvarez estaba en Madrid con consentimiento de su familia hacia muy pocos dias, y yo pasaba las noches en la bohardilla de mi pobre cestero, las mañanas en el hospedaje de Alvarez, el centro de los dias en la Biblioteca Nacional, y las tardes y primeras horas de la noche vagando con Alvarez por las calles de la corte, como golondrinas nuevas que buscan por vez primera sitio en que colgar su nido en una tierra desconocida.
Y aconteció que entre las personas con quienes un dia tropezamos en la Biblioteca, acertó á ser una la de un italiano al servicio del infante D. Sebastian, llamado Joaquin Massard, quien con un su hermano Federico andaba bien admitido por las tertulias y reuniones, que con su canto y alegre carácter amenizaban: el Joaquin y el Federico poseian dos deliciosas voces, de tenor el uno y de barítono el otro. Abordónos Joaquin Massard, que por Pedro Madrazo nos conocia, y nos dió de repente la noticia de que Larra se habia suicidado al ano[28]checer del dia anterior. Dejónos estupefactos semejante noticia, y asombróle á él que ignorásemos lo que todo Madrid sabia, é invitónos á ir con él á ver el cadáver de Larra depositado en la bóveda de Santiago. Aceptamos y fuimos. Massard conocia á todo el mundo y tenia entrada en todas partes. Bajamos á la bóveda, contemplamos al muerto, á quien yo veia por primera vez, á todo nuestro despacio, admirándonos la casi imperceptible huella que habia dejado junto á su oreja derecha la bala que le dió muerte; cortóle Alvarez un mechon de cabellos y volvímonos á la Biblioteca, bajo la impresion indefinible que dejaban en nosotros la vista de tal cadáver y el relato de tal suceso.
Aquí tengo que advertir á V., mi querido Velarde, que no volvíamos á la Biblioteca por nuestro afan de estudiar, sinó porque siendo el hospedaje de Alvarez y la bohardilla de mi cestero estancias muy poco agradables para pasar el dia, y estando la Biblioteca muy bien esterada y caldeada, pasábamos en ella todas las horas que estaba abierta, como hidalgos poco acomodados, en el abrigado alcázar de un opulento amigo que generosamente á los suyos lo franqueara.
A nuestra vuelta halléme allí con un condiscípulo del colegio, quien enterado de mi posicion, me dió una carta para su hermano D. Antonio María Segovia, propietario y director de El Mundo; uno de los periódicos mejor escritos que en Madrid se han publicado, rebosando de ingenio y de oportunísima vis cómica. En aquella carta pedia para mí á su hermano, mi condiscípulo, la plaza de un empleado que acababa de despedirse, diciéndole quién yo era, la educacion que habia recibido, y lo útil que yo podia ser, atendida la módica retribucion del empleo que para mí solicitaba. Mi ambicion era llegar á[29] ser periodista, llegar á firmar el folletin de un periódico que llegase á manos de mi padre: tomé, pues, la carta de mi condiscípulo, y metiéndola en la cartera del capitan Antonio Madera (otro condiscípulo nuestro), la cual no sé ya por qué llevaba yo en el bolsillo, creí meter en ella mi fortuna.
Joaquin Massard, que en todo pensaba y de todo sacaba partido, me dijo al salir:
—Sé por Pedro Madrazo que V. hace versos.
—Sí, señor, le respondí.
—¿Querria V. hacer unos á Larra? repuso entablando su cuestion sin rodeos; y viéndome vacilar, añadió: «yo los haria insertar en un periódico, y tal vez pudieran valer algo.» Ocurrióme á mí lo poco que me valdrian con mi padre, desterrado y realista, unos versos hechos á un hombre tan de progreso y de tal manera muerto; y dije á Massard que yo haria los versos, pero que él los firmaria. Avínose él, y convíneme yo; prometíselos para la mañana siguiente á las doce en la Biblioteca; y despidiéndonos á sus puertas, echó Massard hácia la plazuela del Cordon donde moraba, y Alvarez y yo por la cuesta de Santo Domingo á vagar como de costumbre. Pensé yo al anochecer en los prometidos versos y fuíme temprano al zaquizamí, donde mi cestero me albergaba con su mujer y dos chicos, que eran tres harpías de tres distintas edades. No me acuerdo si cenamos: pero despues de acostados, metíme yo en mi mechinal, con una vela que á propósito habia comprado.
En aquella casa no se sabia lo que era papel, pluma ni tinta; pero habia mimbres puestos en tinte azul, y tenia yo en mi bolsillo la cartera del capitan con su libro de memorias. Hice un kalam de un mimbre como lo ha[30]cen los árabes de un carrizo y tomando por tinta el tinte azul en que los mimbres se teñian.....
Hé aquí, Sr. Velarde, cómo se hicieron aquellos versos, cuya copia trasladé á un papel en casa de Miguel Alvarez á la mañana siguiente, y partí á entregar mi carta al director de El Mundo.
Salió á recibirme á una antecámara: presentéle la carta, y miéntras la leia, penetraron mis ojos indiscretos en el aposento inmediato, cuya puerta habia dejado él abierta. Parecióme á mí la de un paraiso: una mujer pequeña y fina, esbelta y ondulosa como una garza, con una cabellera como los arcángeles de Guido Reni y con dos ojos límpidos y serenos como los de las gacelas, esperaba reclinada en un mueble á que su marido concluyera con el importuno que habia venido á separarle de ella. Cuando aquel me dijo, con los más atentos modales, que sentia no necesitarme porque acababa de dar á otro la plaza que su hermano le pedia, me marché cabizbajo y cariacontecido, pero convencido perfectamente de que un hombre que tenia aquella mujer no debia necesitar de mí ni de nadie, y dí conmigo en la Biblioteca. No estaba ya en ella Joaquin Massard, pero me habia dejado una tarjeta, en la que me decia: «¿Puede V. traerme los versos á casa, á las tres? Comerá V. con nosotros.»
A los tres cuartos para las tres eché hácia la plaza del Cordon; los Massard habian comido á las dos: la hora del entierro, que era la de las cinco, se habia adelantado á la de las cuatro. Los Massard me dieron café; Joaquin recogió mis versos y salimos para Santiago. La iglesia estaba llena de gente; hallábanse en ella todos los escritores de Madrid, ménos Espronceda que estaba enfermo. Massard me presentó á García Gutierrez, que me[31] dió la mano y me recibió como se recibe en tales casos á los desconocidos. Yo me quedé con su mano entre las mias, embelesado ante el autor de El Trovador, y creo que iba á arrodillarme para adorarle, miéntras él miraba con asombro mi larga melena y el más largo leviton, en que llevaba yo enfundada mi pálida y exígua personalidad.
El repentino y general movimiento de la gente nos separó, avanzó el féretro hácia la puerta; ordenóse la comitiva; ingirióme Joaquin Massard en la fila derecha, y en dos larguísimas de innumerables enlutados nos dirigimos por la calle Mayor y la de la Montera al cementerio de la Puerta de Fuencarral.
Mohino y desalentado caminaba yo, poniendo entre los dias nefastos aquel aciago en que me habian negado una plaza en El Mundo, habia llegado tarde á la mesa, y en que iba, por fin, ayuno, á enterrar á un hombre, cuyo talento reconocia, pero que no entraba en la trinidad que yo adoraba, y que componian Espronceda, García Gutierrez y Hartzembusch. Parecíame que con aquel muerto iba á enterrarse mi esperanza, y que nunca iba yo á tener un papel en que enviar impresos mis delirios á la mujer á quien habia pedido un año de plazo para pasar de crisálida á mariposa, ni mis versos laureados al padre á quien con ellos habia esperado glorificar. Así, el más triste de los que íbamos en aquel entierro, marchaba yo en él, envuelto en un sur tout de Jacinto Salas, llevando bajo él un pantalon de Fernando de la Vera, un chaleco de abrigo de su primo Pepe Mateos, una gran corbata de un fachendoso primo mio, y un sombrero y unas botas de no recuerdo quiénes; llevando únicamente propios conmigo mis negros pensamientos, mis negras pesadumbres y mi negra y larguísima cabellera.
Llevaba yo, y venianme, sin embargo, todas aquellas ajenas prendas como si para mí hubieran sido hechas; y traidas, pero no maltratadas, no revelaban que su portador salia con ellas bien cepilladas del alto zaquizamí de mi hospitalario cestero.
Llegamos al cementerio: pusieron en tierra el féretro y á la vista el cadáver; y como se trataba del primer suicida, á quien la revolucion abria las puertas del campo santo, tratábase de dar á la ceremonia fúnebre la mayor pompa mundana que fuera capaz de prestarla el elemento láico, como primera protesta contra las viejas preocupaciones que venia á desenrocar la revolucion. D. Mariano Roca de Togores, que aún no era el marqués de Molins, y que ya figuraba entre la juventud ilustrada, levantó el primero la voz en pró del narrador ameno del Doncel de D. Enrique, del dramático creador del enamorado Macías, del hablista correcto, del inexorable crítico y del desventurado amador. El concurso inmenso que llenaba el cementerio quedó profundamente conmovido con las palabras del Sr. Roca de Togores, y dejó aquel funeral escenario ante un público preparado para la escena imprevista que iba en él á representarse. Tengo una idea confusa de que hablaron, leyeron y dijeron versos algunos otros: confundo en este recuerdo al conde de las Navas, á Pepe Diaz..... no sé..... pero era cuestion de prolongar y dar importancia al acto, que no fué breve. Ibase ya, por fin, á cerrar la caja, para dar tierra al cadáver, cuando Joaquin Massard, que siempre estaba en todo y no era hombre de perder jamás una ocasion, no atreviéndose, sin embargo, á leer mis escritos con su acento italiano, metióse entre los que presidian la ceremonia, advirtióles de que aún habia otros versos que leer, y como me habia llevado[33] por delante, hízome audazmente llegar hasta la primera fila, púsome entre las manos la desde entónces famosa cartera del capitan, y halléme yo repentina á inconscientemente á la vera del muerto, y cara á cara con los vivos.
El silencio era absoluto: el público, el más á propósito y el mejor preparado; la escena solemne y la ocasion sin par. Tenia yo entónces una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca oida de recitar, y rompí á leer..... pero segun iba leyendo aquellos mis tan mal hilvanados versos, iba leyendo en los semblantes de los que absortos me rodeaban, el asombro que mi aparicion y mi voz les causaba. Imaginéme que Dios me deparaba aquel extraño escenario, aquel auditorio tan unísono con mi palabra, y aquella ocasion tan propicia y excepcional, para que ántes del año realizase yo mis dos irrealizables delirios: creí ya imposible que mi padre y mi amada no oyesen la voz de mi fama, cuyas alas veia yo levantarse desde aquel cementerio, y ví el porvenir luminoso y el cielo abierto..... y se me embargó la voz y se arrasaron mis ojos en lágrimas..... y Roca de Togores, junto á quien me hallaba, concluyó de leer mis versos; y miéntras él leia..... ¡ay de mí! perdónenme el muerto y los vivos que de aquel auditorio queden, yo ya no los veia; miéntras mi pañuelo cubria mis ojos, mi espíritu habia ido á llamar á las puertas de una casa de Lerma, donde ya no estaban mis perseguidos padres, y á los cristales de la ventana de una blanca alquería escondida entre verdes olmos, en donde ya no estaba tampoco la que ya me habia vendido.
¡Feliz aquel cuyo primer amor se malogra! ¡Desventurado aquel cuyo primer delito es una rebelion[34] contra la autoridad paterna! Al primero le abre Dios el paraiso terrenal: del segundo no deja que repose la conciencia.
Cuando volviendo de aquel éxtasis, aparté el pañuelo de mis ojos, el polvo de Larra habia ya entrado en el seno de la madre tierra: y la multitud de amigos y conocidos que me abrazaban no tuvieron gran dificultad en explicar quién era el hijo de un magistrado tan conocido en Madrid como mi padre.
Pero, ¿sabe V., mi buen Velarde, quién era entónces, lo que valia y cómo y por quién llegó á ser famoso su agradecido amigo?
La importuna pregunta con que concluí mi artículo-carta del lunes 20 de Octubre, me obliga á dirigirle á usted esta, mi estimado Sr. Velarde.
Tal vez enoja á V. ya, mi querido poeta, el verse tomado en pluma, que no puede aquí, á mi ver, decirse en boca, por un viejo impertinente que se empeña en contarle sus necedades de muchacho; pero disimule usted tal impertinencia, porque tiene sólo por móvil mi gratitud á V. por su artículo del lunes 29 de Setiembre, con el cual motivó V. la publicacion de estas mis cartas. Usted pertenece al porvenir, y mira naturalmente hácia adelante; al mirar yo hácia atrás, porque pertenezco al tiempo viejo, al relatar á V. lo que en él fuí, tenga V. presente que no pretendo servirle á V. de ejemplo, sino de escarmiento; puesto que viviendo yo hoy persuadido de que el porvenir le guarda á V. un muy elevado lugar en la república de las letras, quisiera yo por la mucha estima en que le tengo, que las suyas le dieran tanta fama como á mí las mias, pero que le fueran de más utilidad y provecho. Por eso no más voy á decir á V. lo más sucintamente posible quién[36] era, lo que valia y cómo y por quién llegué yo á ser tan famoso en aquel viejo tiempo, cuyos recuerdos me complazco ahora en evocar, no quiera Dios que con hastío ó impaciencia de V. y de los suscritores de El Imparcial.
No teman estos, y sea esto advertido de paso, que llene yo sus columnas con los insignificantes y poco trascendentales sucesos de mi vida. A mí, que no he ocupado jamás ningun cargo público, que no he sido ni embajador, ni ministro, ni siquiera individuo de corporacion ni academia alguna, jamás me ha sucedido nada que sea digno de ser sabido, ni ménos contado: ni me acosa tampoco vanidad tal ni tal comezon de bombo, que intente no dejar pasar un lunes sin hablar de mí mismo, para que no me olviden mis contemporáneos, ni se den los venideros de calabazadas por mis estupendas fechorías. Para que mis contemporáneos no me olviden, basta ese bravucon inocente y desvergonzado perdonavidas llamado D. Juan Tenorio, que está encargado contra mi voluntad y por la del pueblo español, de no dejarme olvidar en España; y con decir de este drama mio y del Zapatero y el Rey cómo y por qué fueron escritos y cómo y por quién fueron y son hoy representados, pienso dar fin á estos mis recuerdos del tiempo viejo; y siquiera sea con pesadumbre de algunos, y desengaño de muchos, será tambien con honrado cumplimiento del deber mio y descargo de mi conciencia.
Continúo, pues, mi relato, tomándolo en el mismo cementerio de Fuencarral, donde lo dejé.
Rompiendo por entre los amigos que me abrazaban, los entusiastas que me felicitaban y los curiosos que absortos me contemplaban, enfundado en mi gran surtout[37] de Jacinto Salas y circundado por mi flotante melena, un mancebo pálido y aguileño, de resueltos modales y de atrevida y casi insolente mirada, me asió cariñosamente de las manos, diciéndome: «Tenga V. la bondad de venirse conmigo, para presentarle á dos personas que desean conocerle.» Seguíle, y sacándome de aquella confusion, me hizo subir á una cómoda y elegante carretela, cuyos dos asientos, uno del fondo y otro de adelante, estaban ocupados por dos individuos del sexo feo, cuya fisonomía no podia yo ver ya bien, porque ya era casi de noche. Saludáronme y correspondiles; colocáronme en el asiento de honor; colocóse mi presentador en frente de mí; cerró el lacayo la portezuela, y á la voz del de mi izquierda, que dijo: «Calle de la Reina,» salieron á un resueltísimo trote las dos poderosas yeguas que nos arrastraban: y, como dicen los mejicanos, «de las vidas arrastradas, la mejor es la del coche,» y aquella carretela inglesa estaba maestramente montada sobre sus muelles. Hablábanme dos, de los tres con quienes en ella iba, y contestábales yo, sin recordar ya de lo que hablamos, y sin saber entónces con quiénes, en la semi-oscuridad crepuscular.
La direccion dada á la calle de la Reina era á la fonda de Genyes, que era entónces lo que hoy Fornos y Lhardy; de donde yo deduje que mis nuevos amigos moraban ó comian en ella habitualmente, puesto que el nombre de la calle habia bastado al cochero para sentar en firme sus yeguas á la puerta de la fonda. En un gabinete estaba preparada una mesa con tres cubiertos; añadieron el cuarto para mí; desembarazáronse ellos de sus abrigos exteriores, quedándome yo con el mio por razones que no son del caso; sentámonos á la mesa y presentóme mi presentador á mis comensales. El de mi[38] derecha era Buchental, llegado á Madrid hacia pocos meses; nuestro anfitrion era un rubio como de cuarenta años, de amenísima conversacion, con la cual demostraba que habia viajado mucho, de cuyo nombre no me he podido volver á acordar, á quien no he vuelto á ver más, y por quien no tuve despues ocasion de preguntar á mi resuelto y aguileño presentador: que era ni más ni ménos que Luis Gonzalez Brabo, ántes de ser diputado, embajador y ministro. Desde aquella tarde fué para mí Luis, como yo para él fuí Pepe; la suya fué la primera mano en que me apoyé para poner mi pié derecho en el primer escalon del efímero alcázar de mi fama: y desde entónces no he tenido un más bravo amigo que Gonzalez Brabo. No era por entónces más que tijera en no recuerdo qué periódico; pero segun fué ascendiendo por la escala de la fortuna, se volvió á mí desde cada peldaño que subia, á tenderme aquella misma mano con que me sacó del cementerio; pero mi objetivo, como hoy se dice, no era la política, y con tanta pena suya como desden mio, le dejé subir solo. Ignoro lo que fué Luis Brabo social ó políticamente considerado, porque he vivido veinte años fuera de España y once en América, sin correspondencia con Europa; cuando volví á Madrid en 1866 era presidente del Consejo de ministros y decian que tenia la nacion en sus manos; pero para mí fué el mismo Luis Brabo, que me la tendió como en 1837; el primer amigo del poeta Zorrilla.
Aquí dirá V., mi querido poeta Velarde: ¿cómo el primero? ¿Pues y los Villa-Hermosa y los Madrazo, y Assas y Miguel Alvarez y Fernando de la Vera, sus condiscípulos de Universidad y del Seminario? ¿Y Joaquin Massard y Roca de Togores cuyas manos tomaron de las de V. los versos que le abrieron las puertas de la[39] sociedad y le dieron la nombradía?—Los Villa-Hermosa, los Madrazo, Alvarez y de la Vera, eran los amigos de mi niñez: los del estudiante y del condiscípulo; los amigos cariñosos, casi los hermanos, del mancebo que iba á ser hombre; la casualidad llevó á Massard á la biblioteca y me puso al lado de Roca de Togores en el cementerio: pero Luis Brabo buscó el primero al poeta y no abandonó jamás al amigo. La primera obligacion del narrador es ser verídico: la del hombre bien nacido la de ser justo: la del hombre noble ser agradecido. Desde la fonda me llevó Luis Brabo, orgulloso de llevarme, al café del Príncipe, donde hallé á Breton, á Ventura, á Gil y Zárate, á García Gutierrez, que me reconoció y con quien trabé pronto amistad; al buen Hartzenbusch, á quien quise desde aquella noche como á un hermano mayor, y que fué parte y testigo de sucesos íntimos y posteriores de mi vida, y en fin, á la mayor parte de los que por entónces figuraban en las letras y en las artes.
No sé quién me llevó á las diez á casa de Donoso Cortés, que aún no era el marqués de Valdegamas: allí encontré á Nicomedes Pastor Diaz y á D. Joaquin Francisco Pacheco, quienes con el conocido jurisconsulto Perez Hernandez, estaban tratando de publicar su periódico El Porvenir.—Preguntáronme mil cosas: examináronme, sin que de ello me apercibiera, de lo que habia aprendido en el colegio; indagaron lo que habia leido, lo que me habia propuesto. Yo era un chico, no cumplí veinte años hasta cuatro dias despues del de la muerte de Larra: estaba animado por el éxito de aquella tarde y por los plácemes y aplausos que acababa de recibir en el café del Príncipe; recitéles mi destartalada composicion «A Venecia», el romancillo de unos Gomeles que corrian por la vega de Granada, y unas redon[40]dillas á una dueña de negra toca y mongil morado, que sea dicho de paso y con perdon de mis admiradores, pero en Dios y en mi ánima creo que no sabia yo entónces lo que era mongil, segun el color morado episcopal de que le teñí. Donoso y sus amigos debieron apercibirse de mi poco saber; pero se fascinaron con las circunstancias fantásticas de mi aparicion, y con la excentricidad de mi nuevo género de poesía y de mi nueva manera de leer, y me ofrecieron el folletin de El Porvenir con 600 reales mensuales; único sueldo que en este periódico se debia de pagar, porque iban á escribirle sin interés de lucro, en pró de su política comunion.—Diéronme á traducir para el periódico uno de los infantiles cuentos de Hoffmann, y á las doce me llevó Pastor Diaz consigo á su casa.—Pastor Diaz, cuya alma de niño simpatizó con la ignara candidez de la mia, me entretuvo hasta muy avanzada hora, desde la cual hasta la de su muerte, me tuvo el más fraternal cariño.
No era ya aquella la de volver á recogerme á la bohardilla del cestero, y... á pesar del frio, vagué por las calles hasta el nuevo dia, abrigado interiormente con el champagne y el café de mi generoso y desconocido anfitrion, y exteriormente sostenido con la esperanza y las ilusiones de mis aún no cumplidos veinte años.
No recuerdo ya donde me amaneció; pero á las ocho estaba ya á la cabecera de la cama de Alvarez, contándole mis venturas del dia anterior; de las cuales nada sabia, no habiéndole yo podido buscar desde que hacia veinte horas me habia separado de él, para ir á llevar mi carta á El Mundo y mis versos á Massard.—Asombróle primero lo sucedido; alegróle despues; lloramos, reimos, ayudéle á vestir, y saltamos y cantamos al rededor del chocolate como los indios de Fenimore Cooper [41] al rededor del postre de la guerra; la patrona creyó que nos habia caido la lotería.
Como si tal nos hubiera acontecido, nos echamos á la calle y comenzamos á dar fin á los pocos duros que le quedaban á Alvarez; declarámonos los dos modernos Pílades y Orestes; presentéle yo á cuantos me presentaron; presentóme él á la que despues fué mi mujer, y cuando llegaron á nuestras manos mis primeros treinta duros de «El Porvenir», de Donoso, nos creimos dueños del Universo.
Como el relato de las muchachadas de ambos no entra por nada en la explicacion de mis preguntas finales en el artículo del lunes último, voy adelante con mis desatinos personales. Escribí muchos en El Porvenir: á Cervantes y á Calderon, cuantos pudieron ocurrírseme, y á la luna de enero, donde dije que el cielo era ojo de la eternidad y la luna su pupila; escribí, en fin, los suficientes para impacientar á cuantos tenian sentido comun y estudios, y gusto en las bellas letras; pero Nicomedes y Donoso seguian sosteniéndome y animándome, y yo seguí asombrando al público con la multitud de mis poéticos engendros.
Una noche me encontré al volver á mi casa de pupilaje, una carta de D. José García Villalta que decia: «Muy señor mio: he tomado la direccion de El Español, periódico cuyas columnas surtía Larra con sus artículos: pues la muerte se llevó al crítico dejándonos al poeta, entiendo que éste debe de suceder á aquel en la redaccion de El Español. Sírvase V., pues, pasar por esta su casa, calle de la Reina, esquina á la de las Torres, para acordar las bases de un contrato. Suyo, afectísimo, J. G. de Villalta.»
Era este el autor de El golpe en vago, la novela mejor escrita de las de la coleccion primera del editor Delgado. Teníale yo en mucho desde que la habia leido, y las relaciones entabladas con el hombre acrecentaron mi respeto y mi estimacion hácia el escritor. Villalta era un hombre de mucho mundo y de un profundo conocimiento del corazon humano: de una constitucion vigorosa, con una cabeza perfectamente colocada sobre sus hombros; de una fisonomía atractiva y simpática, con una boca fresca, cuya sonrisa dejaba ver la dentadura más igual y limpia del mundo. Su cabellera escasa era rubia y rizada, y no he podido nunca esplicarme el por qué su busto abultado de contornos me recordaba el olímpico busto de Neron, pero del Neron poeta y gladiador en su viaje á Grecia: el Neron que ponia fuego á dos viejos barrios de Roma para obligar al municipio republicano á construir otro nuevo, tan suntuoso como la mansion palatina que él junto á lo incendiado habitaba. Yo tengo á Neron por un emperador muy calumniado; y desde que he vivido en Roma, estoy convencido de que hizo bien en quemar lo que quemó, para que se construyera lo que se construyó; y á este Neron que yo me figuro, es el Neron á quien me figuraba yo que se parecia Villalta.
El hecho es que Villalta era todo un hombre: sóbrio y diligente, pero gracioso y amabilísimo; como andaluz de la buena raza, su trato era fascinador; y en cinco minutos hizo de mí lo que le convino en nuestra primera entrevista; el cuarto en que esta pasó influyó sin duda en mi aceptacion. Era una sala grande cuadrada, en cuyas blancas paredes no tenia Villalta más adornos que dos espadas de combate, dos sables de academia de armas y un magnífico par de pistolas. Una grandísima mesa[44] de despacho cargada de papeles estaba entre él y yo, y por una puerta entreabierta se veia en el inmediato aposento el baño del que acababa de salir.
Vió Villalta que no era yo hombre de abandonar á Donoso y á Pastor Diaz, sin una grave razon, y me dió una carta para ellos, en la que les decia las proposiciones que me habia hecho y las razones que yo le daba. El Porvenir tenia apenas suscricion, y El Español la tenia numerosa. Si me querian bien, debian dejarle dar á mis versos la más lata publicidad, etc.
Ofrecíame un sueldo con que no habia yo contado nunca, y que entónces creo que no sabia contar en moneda efectiva: pagarme aparte las poesías del número de los domingos, que era una revista de mayor tamaño; la colaboracion en el folletin con Espronceda convaleciente ya de una larga enfermedad, y mi presentacion inmediata en su casa por él en persona. Espronceda era el ídolo de mis creencias literarias. Donoso y Pastor Diaz me autorizaron abrazándome para abandonarles, y me pasé al campo de Villalta sin traicion ni villanía.
Continué en él publicando centenares de versos, entre los cuales habia algunos chispazos de ingenio que hacian, por efecto de la moda, no parar mientes en mis infinitos y excéntricos disparates. Es verdad que contribuian á darlos boga las lecturas que de ellos hacia en los salones del Liceo, en el palacio de los duques de Villahermosa, quienes, ausentes de Madrid á la sazon, se los habian cedido á aquella sociedad literaria y artística. Era el Liceo... Pero ya ha dicho lo que era en La Ilustracion el ameno Curioso parlante D. Ramon de Mesonero Romanos; y ante él arría bandera quien en su juventud supo aprovecharse de su picante y donosa crítica, y hoy se complace en hallar una ocasion de dar[45]le una prueba pública de consideracion y respeto. Allí, en el Liceo, reñí yo y gané grandes batallas, y cobré fama de gran lector; allí ayudé á subir á la tribuna y entrar en la palestra literaria á Rodriguez Rubí, con su precioso romance de la venta del jaco; allí coroné una noche á Carolina Conrado y presenté una mañana á Gertrudis Avellaneda; allí... pero lo que sucedió allí lo sabe todo el mundo, y lo que no sepa se lo dirá mejor que yo el Curioso Parlante.
Ya se lo ha dicho en La Ilustracion del 22 de Octubre: «de allí salieron los que allí figuraron despues como ministros, embajadores, consejeros, senadores, diputados y publicistas, alternando en diversos bandos y épocas, segun la marcha de los sucesos: y sólo Zorrilla y el que esto escribe se obstinaron en conservar su independencia y su nombre exclusivamente literario, sin aspirar á su engrandecimiento por otros caminos; con la circunstancia en pró de Zorrilla de que á mí sólo me faltaba la ambicion, y á Zorrilla le faltaban la ambicion y la fortuna.» Esto dice D. Ramon de Mesonero Romanos, y Dios le bendiga como yo le agradezco que lo haya dicho.
Lo que no dice y le voy á decir yo á V., mi querido Velarde, es cómo éste á quien llama ilustre, corriendo quijotescamente trás de ideales fantásticos, no era en la vida social ni en la literaria más que un tonto y un ingrato.
Lenta y perezosa carrera lleva mi correspondencia epistolar con V., mi querido poeta, interrumpida dos veces por versos que no pudieron ménos de ser en su lugar publicados: atañendo ambas á asuntos tan perentorios y tan de actualidad como es el de las inundaciones y el de mi escaso beneficio[1]. Concluyo, pues, con las noticias que de mí me propuse dar á V. y Dios haga que la gente de hoy vea bajo su verdadero punto de vista, y tome en su sentido verdadero, lo que de mí me resta que decirle.
Una tarde me dijo Villalta: «esta noche iremos á casa de Espronceda, que ya desea ver á V.» Figúrese usted que un creyente hubiera enviado por escrito su confesion al Papa, y que S. S. le hubiera contestado: «venga V. esta noche por la absolucion ó la penitencia» esta fué mi situacion desde las cuatro de la tarde, hora en que Villalta me anunció tal visita, hasta las nueve de la noche, hora en que se verificó. Yo creia, yo idolatraba en Espronceda. Si aquel oráculo divino á quien yo iba á consultar desaprobaba mis versos, si aquel ídolo á[47] cuyos piés iba yo á postrarme desdeñaba mi homenaje, no tenia más remedio que irme á buscar á mi padre á la corte de Oñate, y suplicarle contrito que me matriculase en la Universidad de Vergara.
Villalta leyó sonriendo en mi fisonomía lo que pasaba en mi interior, y me condujo en silencio á la calle de San Miguel, núm. 4. Espronceda estaba ya convaleciente, pero aún tenia que acostarse al anochecer. Introdújome Villalta en su alcoba, y diciendo sencillamente «aquí tiene V. á Zorrilla», me empujó paternalmente hácia el lecho en que estaba incorporado Espronceda. Yo, no encontrando una palabra que decir, sentí brotar las lágrimas de mis ojos, los brazos de Espronceda en mi cuello, sus labios en mi frente, y su voz que decia á Villalta, «es un niño».
Hubo un minuto de silencio, del cual no he sabido nunca hacer un poema: Villalta se despidió y nos dejó solos; de la conversacion que siguió... no me acuerdo ya: al cabo de media hora nos tuteábamos Espronceda y yo, como si hiciera veinte años que nos conociéramos; pero la luz que estaba en el gabinete no iluminaba la alcoba, en cuya penumbra no habia yo todavía visto á Espronceda; «no te veo», le dije; «pues trae la luz», me respondió; y trayendo yo la bujía, le contemplé por primera vez, como á la primera querida que me hubiera dado un beso á oscuras.
La cabeza de Espronceda rebosaba carácter y originalidad. Su cara, pálida por la enfermedad, estaba coronada por una cabellera negra, riza y sedosa, dividida por una raya casi en el medio de la cabeza y ahuecada por ambos lados sobre dos orejas pequeñas y finas, cuyos lóbulos inferiores asomaban entre los rizos. Sus cejas negras, finas y rectas, doselaban sus ojos límpidos é[48] inquietos, resguardados como los del leon por riquísimas pestañas: el perfil de su nariz no era muy correcto, y su boca desdeñosa, cuyo labio inferior era algo aborbonado, estaba medio oculta en un fino bigote y una perilla unida á la barba, que se rizaba por ambos lados de la mandíbula inferior. Su frente era espaciosa y sin más rayas que la que de arriba abajo marcaba el fruncimiento de las cejas; su mirada era franca, y su risa pronta y frecuente, no rompia jamás en descompuesta carcajada. Su cuello era vigoroso y sus manos finas, nerviosas y bien cuidadas. A mí me pareció una encarnacion de Píndaro en Atinoo: de tal modo me fascinó su belleza varonil, su conversacion animada y la alta inspiracion de su poesía. Espronceda sabia más que la mayor parte de los que despues de él hemos alcanzado reputacion: discípulo de Lista como Ventura de la Vega y Escosura, era buen latino y erudito humanista; pero empapado en la poesía inglesa de Shakespeare, Milton y Pope, era la personificacion del clasicismo apóstata del Olimpo, y lanzado, Luzbel-poeta, en el infierno insondable y nuevamente abierto del romanticismo.
Espronceda era leal, generoso y bueno: la política y los amigos le dieron un carácter y una reputacion ficticia, que jamás le pertenecieron; y las medianías vulgares le han calumniado despues de su muerte, hasta atribuirle versos y libros infames, que jamás pensó en producir.
A la tercera visita que le hice de dia, me cansé de la sociedad de sus amigos: no porque su conversacion me espantara, sinó por que no la comprendia; vivia yo dado á mi trabajo, y no conocia á nadie de los ni de las de quiénes allí se hablaba. Una noche entré en su alcoba despues de las doce: dolores articulares y escasez nece[49]saria de nutricion teníanle á él desvelado, y á mí con pocas ganas de recogerme temprano la estrechez de mi pupilaje.
—Vengo á esta hora—le dije—porque es en la que no tienes amigos en tu casa.
—¿No te gustan mis amigos?
—No.
—Pues hablemos de otra cosa; y me alegro de que tengas libres estas horas, que son para mí las más insoportables; ¡tardo tánto en conciliar el sueño!..
Hacia poco que le habia abandonado Teresa: yo ni la conocia, ni aun tenia por entónces conocimiento de que existiese: yo no conocia de la vida de Espronceda más que sus escritos; yo adoraba al poeta, y aun no conocia del hombre ni siquiera la persona, puesto que no le veia más que en el lecho donde le retenia su enfermedad.
Seguí pues yendo á visitarle despues de media noche.
Y de aquellas conversaciones á solas con Espronceda sí que podria yo hacer un libro; pero hay libros que no deben ser leidos hasta cuarenta años despues de escritos.
Espronceda y yo nos quisimos y nos estimamos siempre; pero nuestras diversas costumbres, áunque no las entibiaron, hicieron ménos frecuentes nuestras relaciones. Yo deserté el primero del cafetin del teatro del Príncipe, en donde nos juntábamos, y me pasé al de Sólito, con los Gil y Zárate, G. Gutierrez y otros, á quienes comenzó á importunar el elemento militar y político que se incrustó allí en el literario; y con motivo de mi primer matrimonio, del cual Espronceda no se atrevió á hablarme más que una vez, comprendió que el niño era ya hombre; y habiendo ya escrito El Cristo de la Vega y[50] Margarita la Tornera, estimó al hombre como un hermano y al poeta como ingenio privilegiado que él era, y que no tenia nada que envidiar al mozo atrevido que osaba trepar á tientas al Parnaso.
Encerréme yo en mi casa y seguí produciendo libros: García Gutierrez me dió la mano para presentarme en la escena, ó más bien me sacó á ella en brazos, en un drama que escribimos juntos, y comencé la vida aislada y poco social que he llevado siempre. La gimnasia, que necesitaba mi sietemesina naturaleza, el tiro de pistola, que en tiempos tan revueltos no era inútil estudio, y los paseos á caballo por fuera de puertas, eran mis perennes entretenimientos; en medio de los cuales escribí once tomos de versos, de los cuales no he sabido jamás cuatro de memoria.
El Liceo concluyó entre tanto, saliendo sus sócios más notables para las embajadas, los ministerios y los destinos más importantes de la nacion: Mesonero Romanos se fué á su casa, cargado de memorias, y yo á la mia de coronas de papel recogidas en una funcion de obsequio que se me dió, y con un álbum en cuya primera hoja escribió S. M. la Reina D.ª Isabel. Tal fué el fin y el fruto que yo saqué del Liceo.
Salustiano Olózaga, á quien habia hecho emigrar mi padre cuando era superintendente general de policía, y que fué uno de mis mejores amigos, me ofreció la entrega de mis bienes paternos, que habian sido secuestrados; pero yo rehusé incautarme de ellos, creyendo que «pues habia abandonado mi casa, habia renunciado á mis derechos de hijo...» Olózaga vió que yo era un tonto: mi padre me lo dijo cuando volvió de su emigracion, y yo lo creo ahora que lo escribo. Mi quijotesco modo de ver las cosas y mi caballeresco desprendimien[51]to no fué apreciado por nadie: mi padre me dijo que habia hecho mal en no aprovechar mi favor en el partido liberal, sacrificio que yo creia muy agradable á su intransigencia realista; mi extrañamiento de la sociedad y mi vida oscura de diario trabajo, no me procuró más amigos que el público; y como todos no son nadie, no tuve más amigo que mi trabajo; y como corriendo los tiempos cambian las aficiones y las predilecciones sociales, yo gané mucha fama con dos ó tres afortunadas obras, y llegué á la vejez como la cigarra de la fábula. Pero en mis famosas obras se revela la insensatez del muchacho falto de mundo y de ciencia, exento de todo sentido práctico, y jamás apoyado en principio alguno fijo.
Yo debia mi fama á mis inspiraciones románticas de Toledo.
Aquella gótica catedral, cuyas esculturas se habian levantado de sus sepulcros para venir á cruzar por mis romances y mis quintillas; aquel órgano y aquellas campanas que en ellos habian sonado; aquellos rosetones, capiteles y doseletes; aquellos cláustros católicos, aquellas mezquitas moriscas, aquellas sinagogas judías, aquel rio y aquellos puentes y aquellos alcázares que habian dado á mis repiqueteados y desiguales versos la vistosa apariencia de sus festonadas labores de imaginería y de crestería, no me habian merecido más que el desprecio de su antigüedad y la mofa de su perdida grandeza; y aquel pueblo, á cuyas costumbres, á cuyas tradiciones y á cuyas consejas debia yo todo el valor de mi poesía lírica y legendaria, no me mereció más que el epíteto de imbécil, en aquella estrofa, padron de mi infamia:
¿Concibe V. poeta más necio y más ingrato, mi querido Velarde? ¿Por qué llamé yo imbécil al pueblo de Toledo? ¿Por que era religioso y legendario, y pretendia yo echármelas de incrédulo y de volteriano? Pues entónces, ¿por qué seguia buscando fama y favor con mi poema de María y con el carácter religioso y creyente de todas mis obras? Porque el imbécil era yo: y gracias á Dios que me ha dado tiempo, juicio y valor civil para reconocer y confesar públicamente en mi vejez mi juvenil imbecilidad.
En cuanto á mi ingratitud... por más que me avergüence y me humille tal confesion, no quiero morir sin hacerla. La muerte de Larra fué el orígen de mis versos leidos en el cementerio. Su cadáver llevó allí aquel público, dispuesto á ver en mí un génio salido del otro mundo á éste por el hoyo de su sepultura; sin las extrañas circunstancias de su muerte y de su entierro, hubiera yo quedado probablemente en la oscuridad, y tal vez muerto en la más abyecta miseria; y apenas me ví famoso, me descolgué diciendo un dia:
Hé aquí un insensato que insulta á un muerto, á quien debe la vida; que intenta deshonrar la memoria del muerto á quien debe el vivir honrado y aplaudido. ¿Con[53]cibe V., Sr. Velarde, un ente más ingrato ni más imbécil? Pues ese era yo en 1840; mezcla de incredulidad y supersticion, ejemplar inconcebible de progresista retrógrado, que ignoraba, por lo visto, hasta la acepcion de las palabras que escribia.
Han transcurrido treinta y nueve años: nadie ha venido jamás á pedirme cuenta de mis palabras, y aprovecho la primera, aunque tardía, ocasion que á la pluma se me viene, para dar á quien corresponde una satisfaccion espontánea y jamás por nadie exigida; quiero decir: á los toledanos de hoy y á los hijos de Larra.
Y en estas últimas líneas, con las que con V. corto mi correspondencia, fundo yo más vanidad, mi querido Velarde, y espero que halle V. más motivo de estimacion que en los cuarenta tomos de versos que lleva escritos el autor de D. Juan Tenorio.
Abreviemos este relato, sobre el cual deseo pasar como sobre áscuas. Mis memorias son demasiado personales para inspirar interés, y demasiado íntimas para ser reveladas en vida: temo además que parezcan comezon de hablar de mí mismo, cuando siento un profundísimo anhelo y tengo perentoria necesidad de desaparecer de la escena literaria
Corramos, pues, cuatro años en cuatro líneas. Habíame hecho conocer como poeta lírico y como lector en el Liceo: el editor Delgado me compraba mis versos coleccionados en tomos, despues de haber sido publicados en El Español y en otros periódicos; pero terminada la guerra carlista con el convenio de Vergara, emigró mi padre á Francia y era forzoso procurarle recursos. Acudí á mi editor D. Manuel Delgado, quien á vueltas de larguísimas é inútiles conversaciones no me dejaba salir de su casa sin darme lo que le pedia; es decir, ja[55]más me lo dió en su casa, sinó que me lo envió siempre á la mia á la mañana siguiente del dia en que se lo pedí: parecia que necesitaba algunas horas para despedirse del dinero, ó que no queria dejarme ver que lo tenia en su casa, ó que no era dueño de emplearle sin consulta ó permiso prévio de incógnitos asociados. Como quiera que fuere, comenzó á pasarme una mensualidad, de la cual enviaba parte á mi padre; pero era preciso trabajar mucho; y tan falto de ciencia como de tiempo, continué produciendo tántas líneas diarias cuantos reales necesitaba, sin tiempo de pensar ni de corregir las vanalidades que en ellas decia. Comprendiendo al fin que no era posible repicar y andar en la procesion, suprimí las amistades del café y las visitas de cumplimiento; y encerrándome en mi casa cerré su puerta á los ociosos y á los gorristas; quedándome reducido á la cariñosa amistad de Pastor Diaz, á la proteccion incondicional de Donoso Cortés, y á la sociedad de G. Gutierrez, á quien quise y quiero como á un hermano mayor, y á la de Fernando de la Vera, el corazon más leal y más constante de cuantos me han acordado su afecto y pasado cariñosamente por las desigualdades de mi carácter.
Años hemos pasado juntos y años sin vernos ni escribirnos; al volvernos á encontrar, Gutierrez desplega la misma sonrisa semi-séria con que nos despedimos hace treinta años, y Fernando de la Vera, de prodigiosa memoria, toma la conversacion donde la dejamos hace veinte. Yo admiro y saboreo aún los versos de G. Gutierrez, aunque ya él no me los lee, y Fernando de la Vera se admira de haber escrito los suyos, sin haber tenido jamás necesidad de escribirlos. Los Villa-Hermosa habian desaparecido de Madrid; y cuando yo leia mis[56] versos en las sesiones del Liceo, en los salones de su palacio, esperaba siempre ver aparecer por detrás de algun tapiz la severa figura del viejo duque, que me perdonaba las muchachadas que le enojaron, ó la pálida hermosura de la duquesa, que tengo aún en las pupilas como la imágen de la duquesa de quien habla Cervantes, ó la faz, en fin, semi-burlona del actual duque, que venia á decirme: «Mira cómo te regocijas en mi casa, como si estuvieras en la tuya.» Los Madrazos se habian dividido en muchas familias, y Espronceda entre sus ruidosos amigos me llamaba el viejo de veinticuatro años.
Pero era preciso vivir, y para vivir era forzoso trabajar. La casualidad, que es la providencia de los españoles, y la debilidad de García Gutierrez para conmigo, me abrieron campo más ancho, franqueándome la escena, cuando más necesitaba variar y acrecentar mis medios de accion y de subsistencia.
No recuerdo por qué ni cómo, porque aún no conocia el teatro por dentro, habia quedado Madrid aquel verano sin compañía dramática alguna, ni por qué ni cómo andaban por las provincias Matilde, los Romeas y los empresarios habituales de sus coliseos: el hecho era que desde fines de Mayo actuaba en el del Príncipe una sociedad improvisada, bajo un programa tan modesto que no anunciaba más pretensiones que la de no dejar al público de Madrid sin ningun espectáculo. Componíanla García Luna, Juan Lombía, Pedro Lopez, Alverá, Bárbara y Teodora Lamadrid, la Llorente, la Puerta como graciosa, Azcona, Monreal y media docena de bailarinas. Luna y la Bárbara eran ya actores de reputacion; Azcona y la Llorente eran resto de las buenas compañías de Grimaldi: Breton no habia aún escrito[57] para Lombía El pelo de la dehesa, y no habia tenido aún tiempo Teodora de abordar los grandes papeles. Una mañana de Junio, miércoles ántes de un Corpus Christi, pasaba yo por la calle Mayor, de vuelta de casa de Delgado, á quien no habia podido ver; acordéme de que hacia más de un mes que no veia á G. Gutierrez, que habitaba en un piso principal de los soportales, y me ocurrió verle y ver si él me procuraba el dinero que de Delgado no habia obtenido. Colocaban los operarios del municipio el toldo para la procesion del dia siguiente; y como yo anduviese por entónces muy dado á la gimnasia, para fortalecer el brazo izquierdo que me habia roto de muchacho, y como dos cuerdas del toldo colgasen hasta la calle, aseguradas en el balcon de G. Gutierrez, trepé á su aposento por tan inusitado camino, encontrándole todavía acostado, á pesar de ser cerca de medio dia. Nuestra conversacion no fué muy larga.
—¿Qué tienes? ¿Por qué estás aún en la cama?
—Porque me aburro: y tú, ¿qué traes?
—Mohina por no haber encontrado á Delgado en casa.
—¿Necesitas dinero?
—¿Cuándo no?
—Pues dos dias hace que estoy yo aquí discurriendo de dónde sacar dos mil reales.
—¡Pero, hombre, tú, con ofrecer una obra al teatro!..
—No tengo más que medio acto de un drama.
—Pues yo te ayudaré; y haciendo en tres dias tres actos cortos, yo me encargo de sacarle á Delgado el precio del derecho de impresion, y tú puedes tomar los de representacion de la compañía del Príncipe, que verá el cielo abierto de tener en Junio un drama del autor del Trovador.
Hice á Gutierrez oferta tal, sin pesar más que mi buen deseo, y aceptóla él sin pensar en mi inexperiencia del arte dramático, ni la distancia que entre él y yo mediaba. Convinimos en que él me escribiria el plan de su obra y vendria á las cuatro á comer con mi familia, para repartirnos el trabajo. Hízolo así Gutierrez; leyóme las dos primeras escenas que tenia escritas: tocóme á mí escribir el acto segundo, y nos despedimos al anochecer para juntarnos el jueves á las cuatro, á examinar el trabajo por ambos hecho en la noche. El jueves me trajo dos escenas más, y leíle yo todo el acto segundo. Asombróle mi trabajo y esclamó:—¡Demonio! ¿Cómo has hecho eso?—Pues poniéndome á trabajar ayer en cuanto te fuiste, y no habiéndolo dejado ni para dormir, ni para almorzar.
Fuése picado, y concluyó su primer acto en aquella noche: el viernes concluimos cada cual la mitad del tercero que le tocó: el sábado lo copié yo, el domingo lo presentó él al teatro y cobró tres mil reales, y el lunes cobré yo otros tres mil de Delgado... y no siguió aburriéndose García Gutierrez, y envié yo á mi padre dos mensualidades, y ganosos los actores de complacer al público, y éste de recompensarles su buena voluntad, se representó y se aplaudió el drama Juan Dándolo; en cuyo apellido esdrújulo veneciano cargamos nosotros el acento en su segunda sílaba, por razones que no hay necesidad de aducir: y cátenme ya autor dramático por gracia de García Gutierrez, que me aceptó en él por su colaborador.
Mi innata é inconsciente audacia me arrastró á escribir inmediatamente mi Cada cual con su razon, en cuya comedia atropellé la historia, clavándole á Felipe IV un hijo como una banderilla; pero la limpia y[59] armoniosa diccion de Bárbara Lamadrid, la intencionada representacion de García Luna, el empeño de Lombía, el esmero de Alverá en ensayar como profesor de esgrima el duelo á cuatro con espada y daga del primer acto, el discreteo galan de algunas escenas, y mi insolente fortuna sobre todo, hicieron parecer un éxito la benevolencia del público con el atrevido mozalvete, autor de aquel afiligranado desatino.
«A mí que las vendo,» me dije: y á los dos meses presenté mis Aventuras de una noche, comedia en la cual levanté un chichon histórico á don Pedro de Peralta y otro al príncipe de Viana. Al infantil enredo de esta mi segunda comedia dieron un alto relieve la Bárbara y la Llorente: y á fin de año dí mi primera parte de El Zapatero y el Rey, en cuyo drama hizo Luna maravillas, y yo una conjuracion de muchachos de colegio, que no hay narices con que admirar; pero en cuyo argumento hay realmente el gérmen de un drama.
Desde aquella noche quedé, como un mal médico con título y facultades para matar, por el dramaturgo más flamante de la romántica escuela, capaz de asesinar y de volver locos en la escena á cuantos reyes cayeran al alcance de mi pluma. Dios me lo perdone: pero así comencé yo el primer año de mi carrera dramática, con asombro de la crítica, atropello del buen gusto y comienzo de la descabellada escuela de los espectros y asesinatos históricos, bautizados con el nombre de dramas románticos.
Si entónces hubiera vuelto mi padre de la emigracion, y él con su jubilacion de consejero de Castilla (que más tarde le concedió S. M. la Reina doña Isabel) y yo con el producto de mis leyendas, hubiéramos cuidado de nuestro solar y de nuestras viñas, habríamos[60] ambos vivido en paz; habria él muerto tranquilo y sin deudas, y hubiérame yo ahorrado tántos tumbos por el mar y tántos tropezones por la tierra, acosado por la envidia y por las calumnias de los que codician una gloria que no es más que ruido y unas coronas de papel, bajo cuyas hojas sin sávia vienen siempre millones de espinas, que bajan atravesando el cerebro á clavarse en el corazon de los que en España llegan á la celebridad literaria.
Pero mi padre, tenaz en sus opiniones, se obstinó en no acogerse á amnistía alguna; mi infeliz madre siguió oculta por las montañas, no queriendo ver ni aprovechar la tolerancia del progreso; y Lombía, al hacerse empresario del teatro de la Cruz, me ofreció un sueldo mensual por no escribir para el del Príncipe, á donde volvieron Matilde y Julian, y ajustó á Cárlos Latorre con la condicion de que estrenara mi segunda parte de El Zapatero y el Rey, de la cual habia yo hablado, como consecuencia del ensayo hecho en la primera.
Lombía, actor de ambicion, empresario activo y espíritu tan malicioso como previsor, habiendo crecido en reputacion con la ayuda de las obras de Breton y de Hartzenbusch, sus amigos casi de infancia, no desaprovechó la doble ocasion, que á la mano se le vino, de interesar pecuniariamente en su empresa á Fagoaga, director entónces del Banco, y de ajustar en su compañía á Cárlos Latorre; á quien Julian Romea, su discípulo, habia desdeñado, dejándole sin ajuste en la suya del Príncipe. Latorre era el único actor trágico heredero de las tradiciones de Maiquez y educado en la buena escuela francesa de Talma. Su padre habia sido alto empleado en Hacienda, intendente de una provincia, en tiempos anteriores; y Cárlos, buen ginete, diestro en las [61] armas y de gallarda y aventajada estatura, habia sido paje del Rey José, y adquirido en Francia una educacion y unos modales que le hacian modelo sobre la escena. Grimaldi, el director más inteligente que han tenido nuestros teatros, habia amoldado sus formas clásicas y su mímica greco-francesa á las exigencias del teatro moderno, haciéndole representar el capitan Buridan de Margarita de Borgoña de una manera tan intachable como asombrosa y desacostumbrada en nuestro viejo teatro. Cárlos Latorre no era ya jóven, pero no era aún de desdeñar, sobre todo si se le procuraba un repertorio nuevo, en cuyos nuevos papeles, obligándole á concluir de perder sus resabios de amaneramiento francés, se le abriese un nuevo campo en que desplegar sus inmensas facultades.
Lombía se apresuró á ajustarle en su compañía del teatro de la Cruz, en la renovacion de cuyo escenario y decoracion de cuya sala gastó cerca de cuarenta mil duros; y agregándose al erudito y estudioso galan Pedro Mate, á la Antera y á la Joaquina Baus, heredera ésta de los papeles del teatro antiguo de la Rita Luna, y hermosísima dama de Lo cierto por lo dudoso, y á las dos Lamadrid, Bárbara, ya acreditada, y Teodora, esperanza justa del porvenir, juntó una numerosa aunque algo heterogénea compañía, de la cual no supo sacar partido por dejarse llevar de su vanidad personal y de las miserables rencillas de bastidores, dividiéndola en dos y sacrificando una mitad en provecho de la otra.
Pero es larga materia, y merece número aparte.
Hacia ya tres meses que habia abierto Lombía el teatro de la Cruz, corregido y aumentado con un espacioso escenario y un nuevo telar que permitian poner en escena las obras que más aparato exigiesen; pero como dueño de su caballo, se habia apeado por las orejas, y no habia puesto más que obras, en las cuales como en El Cardenal y el judío, se habian gastado muchos dineros á cambio de algunos silbidos y del desden y la ausencia del público. Julian y Matilde con su compañía marchaban miéntras viento en popa, llevándose con justicia su favor y sus monedas al teatro del Príncipe. Lombía era un gracioso de buena ley y un característico de primer órden en especiales papeles; era uno de los actores más estudiosos y que más han hecho olvidar sus defectos físicos con el estudio y la observacion. Su figura era un poco informe por su ninguna esbeltez y flexibilidad; su fisonomía inmóvil, de poca expresion; y sus piernas un si es no es zambas; cualidades personales que, en lo gracioso y lo característico, le daban el sello especial del talento, pues se veia que luchando consigo mismo de sí mismo triunfaba; pero le [63] hacian desmerecer en los papeles y con los trajes de galan, cuya categoría tenia afan de asaltar, saliéndose de la suya, en la cual algunas veces era una verdadera notabilidad: como en D. Frutos de El pelo de la dehesa, en el Garabito de La redoma encantada y en el exclaustrado D. Gabriel de Lo de arriba abajo. En tal empeño, y luchando desventajosamente con la competencia del Príncipe, llegó Lombía en el teatro de la Cruz á las fiestas de Navidad, habiendo agotado el bolsillo de Fagoaga y la paciencia del público.
Cárlos Latorre y la parte de la compañía que en su género sério le secundaba, apenas habia trabajado en unos cuantos dramas viejos, de los cuales estaba ya el público hastiado; y si la obra que en Navidad se estrenara no sacaba á flote la nave de la Cruz del bajío en que Lombía la habia hecho encallar, tenia las noventa y nueve contra las ciento de naufragar ántes de Reyes. Todos los autores de alguna reputacion estaban con Romea: excepto yo, que tenia señalados, pero no los cobraba, mil quinientos reales mensuales por no escribir para el Príncipe, y la obligacion de presentar un drama en Setiembre y otro en Enero. El 21 de Setiembre habia presentado la Segunda parte del Zapatero y el Rey: llegó, empero, el 23 de Diciembre, y se puso en escena, con grandes esperanzas, una Degollacion de los inocentes, arreglada del francés, y en la cual hacía Lombía el papel del rey Herodes. Fagoaga habia consentido en suplir gastos y abonar sueldos hasta la primera representacion de Noche-buena; pero los inocentes fueron degollados en silencio en el acto segundo, en medio de cuya degollina se presentó Lombía con el flotante manto y el tradicional timbal de macarrones en la cabeza, con el que solian representar á Herodes los pintores y esculto[64]res de imaginería de la Edad Media; y el drama continuó arrastrándose penosamente hasta su final entre los aplausos de los amigos de la empresa, á quienes nos interesaba su porvenir, y la hilaridad del público de Noche-buena, que tomó en chunga á Herodes y á sus niños descabezados.
Entónces recordó la empresa que yo habia cumplido mi contrato, y que mi rey D. Pedro descansaba en el archivo, y preguntó si habria medio de ponerle en escena con la rapidez que exigian las circunstancias, y como tabla de salvacion del Naufragio de la Medusa, que habia tambien naufragado ántes del degollador Tetrarca Hierosolimita.
El pintor-maquinista Aranda, que era amigo mio, habia armado y pintado en ratos perdidos, y con palitos y tronchitos, como se dice en lenguaje de bastidores, las decoraciones de mi drama: Latorre, Noren, Mate y la Teodora habian estudiado sus papeles, por no tener cosa mejor en que pasar su tiempo; de modo que con un poco de la buena voluntad á que obliga la necesidad con su cara de hereje, el rey D. Pedro podia presentarse al público con tres ensayos y el paso de papeles. Pero habia la dificultad de que el papel del zapatero requeria un primer actor, y Latorre y Mate se habian ya encargado de los del rey D. Pedro y del infante Don Enrique. Yo me fuí derecho á Lombía, por consejo de Cárlos Latorre, y le dije: que el papel de zapatero era el principal del drama, puesto que se titulaba El Zapatero y el Rey, y no El Rey y el Zapatero; que los maldicientes malquerientes de la empresa, y nuestros enemigos naturales (que eran los del teatro del Príncipe), decian que no se atreveria nunca á presentarse en escena con Cárlos Latorre, y que por eso habia dividido en dos[65] la compañía; que yo habia escrito el papel de Blas expresamente para él, y que finalmente, el único modo de salvar el teatro y mi pobre drama, que trás de tantos tumbos y naufragios se iba á hacer á la mar, necesitaba al capitan del buque para cuidar del timon.
Lombía, ó vencido por mis razones, ó viendo que el papel era de aplauso seguro, aunque el drama no gustara, cayó en el lazo, aceptó el papel, se activaron los ensayos y llegó el momento de redactar el cartel. Aquí era ella. ¿Qué nombre iria en él delante? ¿El de Cárlos ó el suyo? Las vanidades del teatro son más incapaces de transaccion que las de D. Alvaro de Luna y del conde-duque de Olivares: Cárlos cedió, en obsequio á mí; pero me costaba la transaccion más tal vez de lo que valia el drama: se me impuso la condicion de que habia de consentir que se anunciase con mi nombre; cosa inusitada hasta entónces, y áun muy rara vez usada hoy en dia. Neguéme yo á semejante innovacion, alegando que era un alarde de vanidad que iba á atraer indudablemente una silba sobre mi obra, y que mi nombre puesto en los anuncios desde la primera representacion, era un cartel de desafío, cuyo guante arrojaba la empresa y cuyo campeon inmolado iba á ser el pobre autor en cuyo nombre lo arrojaba. Sostuvo la empresa su opinion, alegando que, en el estado en que se hallaba el teatro, sólo mi nombre atraeria gente á la primera representacion, y que era una falsa modestia el encubrir mi nombre, porque ¿á quién se podria ocultar que habria escrito la segunda parte el mismo que habia escrito la primera? Yo, entre la espada y la pared, pospuse mi derecho al bien de la empresa; y una mañana apareció el cartel anunciando la primera representacion de la segunda parte de El Zapatero y el Rey, por D. José Zorrilla: y el[66] nombre del poeta más pequeño que habia en España, apareció en las letras más grandes que en cartel de teatros hasta entónces se habian impreso.
Resultó lo que yo habia previsto: todos los poetas, periodistas y escritores de Madrid,—excepto Hartzenbusch y Leopoldo Augusto de Cueto, hoy marqués de Valmar, que me sostuvieron y ampararon siempre, y el Curioso Parlante, que no sé si habia ido más que á la inauguracion del teatro de la Cruz,—se dieron de ojo para preparar la más estrepitosa caida á mi forzada vanidad: las cañas se me volvieron lanzas, y mis mejores amigos tornaron la espalda al orgulloso chicuelo que decia al firmar el cartel—«¡aquí estoy yo!—ficó Blas y punto redondo.»—Apeché yo con la desventaja de la lucha y me resolví á morir en brava lid, como el gladiador á quien decia «digitum porgo» el pueblo de los circos de Roma. La empresa y los actores tomaron despechados á pechos llevar el drama adelante, y la noche del ensayo general estaba el teatro más lleno que lo iba á estar la de la primera representacion. Una multitud de amigos fué á estudiar las situaciones débiles, y las escenas difíciles y atacables de mi obra, para herirla á golpe seguro y en sitio mortal.
Era esta una escena del acto tercero. Pedro Mate, actor cuidadoso, idólatra de su arte y enamorado de mi drama por la amistad que me tenia, se habia encargado del ingrato papel de D. Enrique; y encariñado con él se habia hecho, no solamente un costoso traje, sinó una sombra de fino alambre y bien engomada gasa, moldeada sobre su mismo cuerpo, para que apareciese en el lugar en que mi acotacion la reclamaba. Aquella sombra era una maravilla de trabajo y de parecido: era un Pedro Mate, un infante D. Enrique flotante y [67]transparente como una aparicion de vapor ceniciento: era una sombra del rey bastardo de un efecto maravilloso; pero cuanto más ligera, fantástica y asombrosa era aquella sombra, era tanto más difícil de manejar. Puesto sobre el fondo cárdeno de la piedra de la torre de Montiel al lado de Mate, daba frio y parecia fantasma desprendida del mismo D. Enrique; pero como Mate la habia ideado y confeccionado sobre mi acotacion que dice: «La sombra de D. Enrique... aparece en lo alto del torreon, bajando poco á poco hasta colocarse en frente del rey.» Mate la habia registrado en dos alambres paralelos en plano inclinado; pero por más exactamente paralelos y perfectamente aceitados que estuviesen, la figura de gasa cabeceaba al moverse, y bajaba tambaleándose como borracha, convirtiendo la aparicion temerosa en ridículo maniquí. Añadióle Mate peso en la cabeza y pataleaba como un ahorcado; púsosele á los piés y cabezeaba como los gigantones de Búrgos: cuanto más ensayábamos la presentacion de la sombra, más mala sombra tenia para el drama y para la empresa: y á las tres de la madrugada desocuparon los amigos y los curiosos el teatro diciéndonos: «hasta mañana.»
Cárlos Latorre, despues de arrancar de cólera con las uñas una media caña dorada de la embocadura, se fué á su casa renegando de la empresa, del drama, del autor y de la hora en que se ajustó en aquel desventurado teatro; y en él nos quedamos solos, Lombía paseándose por detrás de los torreones de carton de Montiel, el maquinista Aranda por delante con intenciones de quemarlos, el pintor Esquivel en una butaca de proscenio hilvanando una retahila de interjecciones de Andalucía, y yo respaldado en la embocadura sin poder digerir aquel[68] «hasta mañana» con que los amigos me habian emplazado tan sin merecerlo.
Aranda, que como una zorra cogida en trampa, daba vueltas por el proscenio, sin hallar salida para una idea en la confusion en que sentia entrampado su pensamiento, trabó un pié en un aparato de quinqués, portátil, volcólo rompiendo los tubos y vertiendo el aceite sobre un forillo que por tierra estaba, y al mismo tiempo que soltó alto y redondo uno de los votos que Esquivel ensartaba por lo bajo, se levantó éste exclamando—¡ya está!—y trepando á la escena, empezó á extender el aceite por la tela del forrillo, miéntras acudíamos Lombía y yo á ver el estropicio de Aranda y la untura que Esquivel seguia dando al lienzo sin cesar de repetir: «Ya está, hombres, ya está!» De repente comprendimos el «ya está» de Esquivel por lo que éste hizo; tomóme de la mano Lombía, y sacándome del teatro y dejando en él á los dos pintores, nos despedimos todos «hasta mañana,» y al cruzar la plazuela de Santa Ana para irme con el alba que ya lucia, á mi casa, núm. 5 de la plaza de Matute, lancé al aire con todo el de mis pulmones, aquel «¡hasta mañana!» que no habia podido digerir.
Llegó, en fin, aquel mañana, que en los teatros es siempre noche. El despacho del de la Cruz estaba cerrado, porque todas sus localidades estaban ya vendidas. El alumbrante habia ya encendido los quinqués de los pasillos; los actores pedian ya luz para sus cuartos, y los comparsas se probaban los arrequives que mejor convenian á sus tan desconocidas como necesarias personalidades. Los comparsas son en el teatro y en la política de España lo más arriesgado y difícil de presentar.
Tenia yo por contrata el derecho de ocupar el palco bajo del proscenio de la izquierda en todas las funciones, excepto en las de beneficio: generosidad que hasta entónces no habia costado nada á la empresa, porque apenas habia tenido diez entradas llenas, fuera de los estrenos: mi familia entraba en el teatro por la plaza del Angel, y al palco por el escenario; con cuya costumbre sólo los actores me veian en el teatro, á donde no iba yo nunca á hacerme ver, sino á estudiar desde el fondo escondido del palco lo que en escena pasaba, y el trabajo de los actores para quienes me habia comprometi[70]do á escribir. Aquella noche ocupó mi familia el palco cuando aún estaba á oscuras la sala, dentro de cuyo escenario por todas partes hacia miedo; yo subí al cuarto de Cárlos Latorre.
Estaba solo con Agustin, el ayuda de cámara que le vestia, á quien hallo aún en la portería de un teatro, y á quien doy la mano como si fuera un antiguo camarada de glorias y fatigas: no há muchas semanas me hizo venir las lágrimas á los ojos recordando á su amo á quien adoraba; y eso que dice el refran que «no hay hombre grande para su ayuda de cámara,» pero este refran es francés, y en España falso por consiguiente. Cárlos se vestia cabizbajo, y la primera palabra que me dijo: fué «tengo miedo.»—«Yo le tengo siempre, le contesté; aunque nunca lo manifiesto.»—«¡Y yo que le esperaba á V. para que me diera valor!» repuso: á lo cual, cerrando la puerta y mandando al ayuda de cámara que no dejara entrar á nadie, le dije: «Hablemos cuatro minutos: y si despues de lo que le diga no se siente V. con más valor que Paredes en Cerignola, no será por culpa mia.»
Cárlos era un hombron de cerca de seis piés de estatura y podia tenerme en sus rodillas como á una criatura de seis años. Habia conocido á mi padre, superintendente general de policía; le habia debido algunas atenciones en los difíciles tiempos en que mandaba en Madrid y presidia los teatros; le habia Cárlos prestado armas y trajes para que yo hiciera comedias en el Seminario de Nobles, y habia yo empezado á declamar tomando á éste por modelo: pero por una de esas revoluciones naturales en el progreso del tiempo, habíame éste colocado en la situacion de tenerle que hacer observaciones y darle consejos; que, en honor de la ver[71]dad, escuchó y siguió con la conviccion de que eran dados con la más sincera franqueza y la más fraternal buena fé. Durante dos semanas nos habíamos encerrado en su estudio, él y yo sólos, y allí me habia hecho leerle y releerle su papel y decirle sobre su desempeño todo cuanto pudo ocurrírseme. Él, el primer trágico de España, sin sucesor todavía, la primera reputacion en la escena, escuchó con atencion mis reflexiones y se convenció por ellas de que su aversion á los versos octosílabos y al género de nuestro teatro antiguo era injusta: de que su declamacion de los endecasílabos del Edipo conservaba aún cierto dejo francés, que sólo le haria perder la recitacion de los versos de arte menor, y de que las redondillas de mi rey D. Pedro, escritas por un lector y teniendo los alientos estudiadamente colocados para que el actor aprovechara sin fatiga los efectos de sus palabras, le debian de presentar ante el público, bajo una nueva faz y como un actor nuevo en el teatro Español, sin las reminiscencias del francés, que era el único defecto que el público alguna vez le encontraba. Todo esto habia yo dicho á mis veinticuatro años á aquel coloso de nuestra escena, que iba á presentarse aquella noche en el papel del rey D. Pedro, transformado en otro actor diferente del hasta entónces conocido por gracia y poder de un muchachuelo atrabiliario, que se habia atrevido á decir la verdad á un hombre de verdadero talento y de verdadera conciencia artística.
Cuando aquel gigante se quedó solo en su cuarto con aquel chico, hé aquí lo que éste le dijo á aquel:
«Dice el vulgo, mi querido Cárlos, que este teatro es un panteon donde Lombía ha reunido una coleccion de mómias, que un chico loco está empeñado en galvani[72]zar. Usted es una de estas supuestas mómias, y yo el loco galvanizador; pero yo, que le quiero á V. con toda mi alma, y que espero que su voz de V. llegue con las palabras de mi rey D. Pedro hasta los oidos de mi padre, emigrado en Burdeos, necesito que resucite usted, aunque me deje en la oscuridad de la fosa de que usted se alce. Jugamos esta noche V. y yo el todo por el todo; pero, aunque se hundan el autor y el drama, es forzoso que el actor se levante; nuestro público tiene aún en sí el gérmen del entusiasmo revolucionario de la época, y el personaje que va V. á representar será siempre popular en España. Vamos á tener además un poderoso auxiliar en Mr. de Salvandy, el embajador francés, que ha pedido ya sus pasaportes y un palco para asistir inconsciente á la representacion; «ya verá usted la que se arma cuando salga Beltran Claquin.»—Cárlos Latorre brincó, oyendo esto, de la silla en que estaba sentado, y yo seguí diciéndole: «con que haga usted cuenta que representa V. á Sanson, y asegúrese bien de las columnas; aunque no le darán á V. tiempo de derribar el templo.»—Mucho me temo que me le den, me dijo no muy confortado por mis palabras.—¡Qué diablos! repuse yo, si se le dan á V. sepúltese con todos los filisteos. Yo me voy á mi palco.—Pero, ¿y la sombra, que ni siquiera he visto? me dijo viéndome tomar la puerta.—Fíese V. en Aranda, que tiene ya luz con que producirla, le respondí, escapándome por el escenario.
Cuando entré en mi proscenio, ya habia empezado la sinfonía y el teatro estaba lleno. Nunca he tenido más miedo, ni más resolucion de provocar á la fortuna. A los tres cuartos para las nueve se alzó el telon; el frio del escenario entró en mi palco, sin que yo le dejara entrar en mi corazon. Se oyó el primer acto en el más[73] sepulcral silencio; cayó el telon sin un aplauso, pero yo conocí que la impresion que dejaba no me era desfavorable.
Cárlos comprendió que necesitaba todo su brío y su talento para atraerse á un público tan mal prevenido, y al levantarse el telon para el acto segundo, encabezó su papel con uno de esos pormenores que sólo saben dar á los suyos los cómicos como Cárlos Latorre. El rey don Pedro se presenta de incógnito en el primer acto de mi obra: al presentarse Cárlos en el segundo, presentó la figura del rey como un modelo de estatuaria; apoyado el brazo izquierdo en el respaldo de su sillon blasonado de castillos y leones, y el derecho en una enorme espada de dos manos. Vestia un jubon grana con dos leones y dos castillos cruzados, bordados en el pecho; un calzon de pié, anteado y ajustado, sin una arruga, borceguíes grana bordados y con acicates de oro, y gola y puños de encaje blancos; tocando su cabeza con un ancho aro de metal, que así podia tomarse por birrete como por corona; de debajo de la cual, asomando sobre la frente el pelo cortado en redondo y cayendo por ambos lados las dos guedejas rubias, encuadraban un rostro copiado del busto del sepulcro del rey D. Pedro en Santo Domingo el Real. Era Cárlos Latorre un hombre de notables proporciones y correccion de formas: sus piernas y sus brazos, clásicamente modelados, daban movimiento á su figura con la regularidad académica de las de los relieves y modelos de la estatuaria griega: siempre sobre sí, en reposo y en movimiento, estaba siempre en escena; y ni el aplauso ni la desaprobacion le hacian jamás salirse del cuadro ni descomponerse en él. Al empezar el acto segundo, su figura semi-colosal, vestida de ante y de grana, se destacaba sobre el fondo pardo de un[74] telon que representaba un muro de vieja fábrica, reposando perfectamente sobre su centro de gravedad, ligeramente escorzada y en actitud tan intachable como natural; y así permaneció inmóvil, hasta que el público aplaudió tan bello recuerdo plástico del rey caballero á quien iba á representar; y no rompió á hablar hasta que el general aplauso espiró en el silencio de la atencion: parecia que allí comenzaba el drama. El gigante habia tenido en cuenta el consejo del muchacho pigmeo, y el actor habia ganado para sí al público que tan hosco se mostraba con el autor.
En la escena endecasílaba con Juan Pascual desplegó Cárlos todas sus poderosas facultades orales y toda la clásica maestría de su dominio de la escena; la cual estaba estudiada con tan minucioso cuidado, que tenian marcado su sitio los piés de los comparsas, los de Juan Pascual y los suyos para la escena penúltima; y al decir al conspirador que si el cielo se desplomara sobre su cabeza le veria caer sin inclinarla, rugió como un leon estremeciendo al auditorio; y al barrer, despues de un gallardísimo molinete de su tremendo mandoble, las once espadas de los conjurados, al tiempo que el antiguo zapatero Blas abria tras él la puerta de salvacion, el público entero se levantó en pró del rey que tan bien se servia de sus armas, y aplaudió entusiasta la promesa de su vuelta para el acto siguiente. El actor habia ganado la primera jugada de una partida de tres. El rey habia derrotado el ala derecha del enemigo: el público no habia visto jamás un combate tan bien ensayado en los teatros de Madrid, y pedia ¡el autor! que no parecia. Alzóse el telon sobre Cárlos Latorre; y cuando éste, dirigiendo la vista á mi palco me dirigia una mirada de indefinible satisfaccion, esperando que yo saltase á la escena para[75] compartir con él un triunfo que era solamente suyo, oyó con asombro á Felipe Reyes, autor de la compañía, decir: «Señores, el nombre del autor está en el cartel y el Sr. Zorrilla en su palco; pero suplica al público que no insista en su presentacion, porque tiene mucho miedo al tercer acto.»
El público de entónces entraba en el teatro á ver la representacion y se embebecia con lo que en ella pasaba; entendió que mi miedo era natural y no insistió en llamar al autor; pero continuó aplaudiendo, ayudado de mis amigos que me tenian aplazado y me esperaban en el acto tercero.
Levantóse el telon para éste. Era la primera vez que se veia la escena sin bastidores: Aranda, malogrado é incomparable escenógrafo, presentó la terraza de la torre de Montiel dos piés mas alta que el nivel del escenario; de modo que parecia que los cuatro torreones que la flanqueaban surgian verdaderamente del foso, y que los personajes se asomaban á las almenas; desde las cuales se veian en magistralmente calculada perspectiva las blancas y diminutas tiendas del lejano campamento del Bastardo, destacándose todo sobre un telon circular de cielo y veladuras cenicientas, representacion admirable de la atmósfera nebulosa de una noche de luna de invierno. El pendon morado de Castilla, clavado en medio de la terraza en un pedestal de piedra, se mecia por dos hilos imperceptibles, como si el aire lo agitára, y el aire entraba verdaderamente en la sala por el escenario, desmontado y abierto hasta la plaza del Angel. La silueta fina de la Teodora, cuya pequeña y graciosa cabeza, tocada con sus ricas trenzas negras, se dibujaba sobre el blanquecino celaje, animaba aquel cuadro sombrío, cuya ilusion era completa. Cárlos y Lumbreras[76] yacian absortos en profunda meditacion en los dos ángulos del fondo, de espaldas al público, que aplaudió largo rato, y el pintor continuaba el triunfo del actor. Teodora dió á sus breves escenas una melancolía tan poética, Lombía al suyo una resignacion tan adustamente resuelta, y prepararon tan maestramente la escena fantástica del fatalismo bajo el cual se iba á presentar el rey D. Pedro, que cuando éste se levantó, el público estaba profundamente identificado con aquella absurda y fantástica situacion. Oyóse en silencio todo el acto; colocóse Lumbreras (Men-Rodriguez de Sanábria) sobre el torreon del fondo de la izquierda, y salió el rey con la lámpara del judío. Cárlos, al colocarla sobre el pedestal, me echó una mirada que queria decir: ¡Y la sombra! Yo permanecí impasible para no turbarle, y empezó su monólogo con el temblor del miedo que tenia á la sombra, y que hizo, por lo mismo que era un miedo real, un efecto maravillosamente pavoroso en los espectadores. ¡Brotó la llama! dijo el rey D. Pedro, y apareció detrás de él, cenicienta, callada é inmoble, la sombra transparente de D. Enrique sobre el oscuro torreon: asombróse Cárlos de verla tan al contrario de como la esperaba; identificóse con su papel, creciéndose hasta la fiebre que se llama inspiracion: y cómo dijo aquel actor aquellas palabras, cómo soltó aquella carcajada histérica y cómo cayó riéndose y extremeciendo al público de miedo y de placer, ni yo puedo decirlo, ni concebirlo nadie que no lo haya visto.
El público y el huracan entraron en el teatro: mis amigos ahullaban de placer de haber sido vencidos; Aranda y Cárlos Latorre habian convertido en éxito colosal el atrevido desatino de un muchacho, y la empresa habia parado con él á la fortuna en el despacho de billetes de su[77] arrinconado teatro. Cuando Lumbreras anunció ¡el farol! y se apercibió éste del tamaño de una nuez sobre la mirmidónica tienda de Duglesquin, ya nadie escuchó la salida del rey. Cárlos, rendido y anheloso, volvió á la escena con Teodora, Noren y Lumbreras á recibir los aplausos del público, á cuyos gritos de «¡el autor!» volvió á presentarse Felipe Reyes y á decir medio espantado: que yo tenia más miedo al cuarto acto que al tercero.
El por entónces teniente coronel Juan Prim, que no me conocia más que por haberme encontrado várias veces en el tiro de pistola, y que se habia apercibido del elemento hostil que yo tenia en la sala, aplaudia de pié en su luneta, dispuesto á sostenerme á todo trance, comprendiendo todo el riesgo de mi negativa.
Cárlos me envió á decir que «no estirase tanto la cuerda que la rompiese.» Yo habia ensayado mi obra á conciencia: sabia cómo iban á hacer la escena de la tienda Cárlos y Mate, y fiaba además en la presencia del embajador francés en la de D. Pedro con Beltran de Claquin. Esperé, pues, el acto cuarto sin moverme del fondo de mi proscenio, y mi cálculo no salió fallido.
La tienda del acto cuarto estaba tan bien preparada por Aranda como la torre de Montiel: Cárlos dijo sus redondillas á los franceses con un brío tan despechado, hizo una transicion tan maestra como inesperada en la que empieza sí, si vosotros, señores, é hicieron por fin la suya él y Mate con tal verdad, que sólo pudo serlo más la realidad de la de Montiel.
Al cerrarse la tienda sobre la lucha de los dos hermanos, el público quedó en el mas profundo silencio; pero la salida de Mate pálido, sin casco, desgreñado y saltadas las hebillas de la armadura, arrancó un aplauso[78] igual al de la presentacion del rey D. Pedro en el acto segundo. Mate, casi tan alto como Cárlos, pero flaco y herido de la tísis de que murió, se presentó trémulo del cansancio y del miedo de la lucha, recordando la siniestra fantasma aparecida en el torreon, y dió á su papel una poesía y unos tamaños que no habia sabido darle el autor. Cuando él concluia su parlamento, cubria yo con mi capa y su manto á Cárlos Latorre; que, tendido en la tienda, esperaba jadeante de cansancio y de emocion á que el infante mostrase á Blas Perez su cadáver. Cuando nos presentamos todos al público, me tenia de la mano como con unas tenazas: y cuando caido el telon por última vez, me cogió en brazos para besarme, creí que me deshacía al decirme las únicas y curiosas palabras con que acertó á expresarme su pensamiento, que fueron: «¡diablo de chiquitin!» y me dejó en tierra.
Así se ensayó y se puso en escena la segunda parte de El Zapatero y el Rey, el año 41 ó 42, no lo recuerdo con exactitud: tal era la fraternidad que entónces reinaba entre autores y actores; tal era el cariño y entusiasmo del público por los de entónces, y tan poco consistentes sus ojerizas y enemistades, que el menor éxito las vencia, y el soplo vital de la lealtad las disipaba.
Un pormenor digno de no ser olvidado. Llevaba ya El Zapatero y el Rey treinta y tantas representaciones que habian producido sobre veinte mil duros, estaban ya pagados hasta los espabiladores, y aun no le habia ocurrido á la empresa que me debia seis meses de sueldo y el precio del drama con que se habia salvado. Siempre en España ha sido considerado el trabajo del ingenio como la hacienda del perdido y la túnica de Cristo, de las cuales todo el mundo tiene derecho á hacer tiras y capirotes.
Hasta que el viejo juez Valdeosera se presentó una noche á intervenir la entrada, no cayeron en la cuenta Salas y Lombía de que no podíamos los poetas vivir del aire, y se apresuraron á darme paga cumplida con intereses y sincera satisfaccion, y era que realmente, con la más cándida impremeditacion, se habian olvidado recogiendo los huevos de oro del que les habia traido la gallina que los ponia.
De cómo se escribieron y representaron algunas de mis obras dramáticas.
SANCHO GARCÍA.—EL CABALLO DEL REY DON SANCHO.
Continuaba la competencia de los teatros del Príncipe y de la Cruz, dirigidos por Romea y Lombía, y continuaba yo comprometido á escribir sólo para el de la Cruz, miéntras en su compañía conservara su empresario á Cárlos Latorre y á Bárbara Lamadrid; yo era, pues, el único poeta que no ponia los piés en el saloncito de Julian Romea, porque yo no he vuelto jamás la cara á lo que una vez he dado la espalda. No era yo, empero, un enemigo de quien se pudieran temer traiciones ni bastardías; es decir, guerra baja ni encubierta de críticas acerbas y de intrigas de bastidores: yo tenia mi entrada en el Príncipe, á cuyas lunetas iba á aplaudir á Julian y á Matilde, pero no escribia para ellos; era su amigo personal y su enemigo artístico; era el aliado leal de Lombía, y le ayudaba á dar sus batallas llevando á mi lado á Bárbara Lamadrid y á Cárlos Latorre, con cuyos dos atletas le dí algunas victorias no muy fácilmente conseguidas, algunos puñados[81] de duros y algunas noches de sueño tranquilo. Pero la lucha era tan ruda como continuada: duró cinco años. En ellos nos dió Hartzenbusch su D. Alfonso el Casto y su Doña Mencía, una porcion de primorosos juguetes en prosa y verso, y las dos mágias La redoma y Los polvos: diónos García Gutierrez el Simon Bocanegra, que vale mucho más de lo en que se le aprecia, y defendió su teatro el mismo Lombía, metiéndose á autor con el arreglo de Lo de arriba abajo, que alcanzó un éxito fabuloso. Teníamos además unos auxiliares asíduos en Doncel y Valladares, que escribian á destajo para la actriz más preciosa y simpática que en muchos años se ha presentado en las tablas: la Juanita Perez, quien con Guzman en No más muchachos y en El pilluelo de París, habia hecho las delicias del público desde muy niña. La Juana Perez era de tan pequeña como proporcionada personalidad; con una cabeza jugosa, rica en cabellos, de contornos purísimos, de facciones menudas y móviles y ojos vivísimos; su voz y su sonrisa eran encantadoras, y se sostenia por un prodigio de equilibrio en dos piés de inconcebible pequeñez, sirviéndose de dos tan flexibles como diminutas manos. Cantaba muy decorosa y señorilmente unas canciones picarescas que rebosaban malicia; y vestida de muchacho hacia reir hasta á los mascarones dorados de la embocadura, y hubiera sido capaz de hacer condenarse á la más austera comunidad de cartujos.
La Juana Perez, cuya gracia infantil prolongó en ella el juvenil atractivo hasta la edad madura, no pasó jamás en las tablas de los diez y siete años; y fué, miéntras las pisó, el encanto y la desesperacion del sexo feo de aquel tiempo, que la vió pasar ante sus ojos como la fée aux miettes del cuento de Charles Nodier. Auxiliáronnos[82] poderosamente el primer año las dos espléndidas figuras de las hermanas Baus, Teresa y Joaquina; madre esta última de nuestro primer dramático moderno Tamayo y Baus, y heredera y continuadora de la buena tradicion del teatro antiguo de Mayquez y Carretero. Pero ni la tenacidad atrevida de Lombía, ni el talisman de la gracia de la Juana Perez, ni nuestra avanzada de buenas mozas como las Baus, y la retaguardia de buenas actrices como la Bárbara, la Teodora y la Sampelayo, nos bastaban para contrarestar la insolente fortuna de Julian Romea, la justa y creciente boga de Matilde, que hechizaba á los espectadores, y la infatigable fecundidad de Ventura de la Vega, que les daba cada quince dias, convertido en juguete valioso ó en ingeniosísima comedia, un miserable engendro francés; en cuyo arreglo desperdiciaba cien veces más talento del que hubiera necesitado para crear diez piezas originales. Julian y Matilde contaban sus quincenas por triunfos, y á los de La rueda de la fortuna, de Rubí, al Muérete y verás y á las trescientas obras de Breton, y á Otra casa con dos puertas, de Ventura, no teníamos nosotros que oponer más que las repeticiones del D. Alfonso el Casto, Simon Bocanegra y D.ª Mencía, y las mágias de Hartzenbusch, con los arreglos de dramas de espectáculo que se elaboraba Lombía, asociado á Tirado y Coll, é impelidos los tres por el fecundísimo Olona.
Mi Rey D. Pedro, mi Sancho García, mi Excomulgado, mi Mejor razon la espada, mi Rey loco y mi Alcalde Ronquillo, contribuyeron á nuestro sostén, gracias al concienzudo estudio, á la inusitada perfeccion de detalles y á la perpétua atencion con que me los representaban Cárlos Latorre y Bárbara Lamadrid; quienes encariñados con el muchacho desatalentado que para ellos[83] los escribia, considerándole como á un hijo mal criado á quien se le mima por sus mismas calaveradas y á quien se adora por las pesadumbres que nos da, me sufrian mis exigencias, se amoldaban á mis caprichos y se doblegaban á mi voluntad, de modo, que en la representacion de mis obras no parecian los mismos que en las de los demás, y los demás se quejaban de ellos, y con razon; pero no habia culpa en nadie. Cárlos Latorre habia conocido á mi padre, á quien debió atenciones extrañas á aquella ominosa década; Cárlos Latorre, de estatura y fuerzas colosales, me sentaba á veces en sus rodillas como á sus propios hijos, y me preguntaba cómo yo habia imaginado tal ó cual escena que para él acababa yo de escribir: él me contradecia con su experiencia y me revelaba los secretos de su personalidad en la escena, y daba forma práctica y plástica á la informe poesía de mis fantásticas concepciones: estudiábamos ambos, él en mí y yo en él los papeles, en los cuales identificábamos los dos distintos talentos, con los cuales nos habia dotado á ambos la naturaleza, y... no necesito decir más para que se comprenda cómo hacia Cárlos mis obras, como un padre las de su hijo; yo era todo para el actor, y el actor era todo para mí.
Con Bárbara Lamadrid, mujer y mujer honestísima é intachable, mi papel era más difícil, mi amistad y mi intimidad necesitaban otras formas; pero, actriz adherida á Cárlos, compañera obligada en la escena de aquella figura colosal, dama imprescindible de aquel galan en mis dramas, necesitaba el mismo estudio, la misma inoculacion de mis ideas innovadoras y revolucionarias en el teatro, y yo la trataba como á una hermana menor, á quien unas veces se la acaricia y otras se la riñe; yo la decia sin reparo cuanto se me ocurria; la hacia re[84]petir diez veces una misma cosa, no la dejaba pasar la más mínima negligencia, la ensayaba sus papeles como á una chiquilla de primer año de Conservatorio; y á veces se enojaba conmigo como si verdaderamente lo fuese, hasta llorar como una chiquilla, y á veces me obedecia resignada como á un loco á quien se obedece por compasion; pero convencida al fin de mi sinceridad, del respeto que su talento me inspiraba, y de la seguridad con que contaba yo siempre con ella para el éxito de mis obras, hacia en ellas lo que en Sancho García, lo que es lamentable que no pueda quedar estereotipado para ser comprendido por los que no lo ven. ¡Desventura inmensa del actor cuyo trabajo se pierde con el ruido de su voz y desaparece trás del telon!
En la escena con Hissem y el judío reveló la fascinacion que la supersticion ejercia en el alma enamorada de la mujer; tradujo tan vigorosamente el poder de una pasion tardía en una mujer adulta, que traspasó al público la fascinacion del personaje, suprema prueba del talento de una actriz. En las escenas sexta y sétima del acto tercero se hizo escuchar con una atencion que sofocaba al espectador, que no queria ni respirar. Bárbara tenia mucho miedo al monólogo: en el segundo entreacto me habia suplicado que se le aligerara, y Cárlos y yo no habíamos querido: Bárbara acometió su monólogo desesperada, conducida por delante por el inteligente apuntador, y acosada por su izquierda por mí que estaba dentro de la embocadura, en el palco bajo del proscenio. Cárlos y yo la habíamos dicho que si no arrancaba tres aplausos nutridos en el monólogo, la declararíamos inútil para nuestras obras; y comenzó con un temblor casi convulsivo, y llegó en el más profundo silencio hasta el verso vigésimo cuarto; pero en los cuatro[85] siguientes, al expresar la lucha del amor de madre con el amor de la mujer, y al decir
hizo una transicion tan magistral, bajando una octava entera despues de un grito desgarrador, que el público estalló en un aplauso que extremeció el coliseo. Crecióse con él la actriz; entró en la fiebre de la inspiracion; hizo lo imposible de relatar; y cuando exclamó concluyendo, con el acento profundo y las cóncavas inflexiones del de la más criminal desesperacion,
quedó Bárbara inmóvil, trémula, inconsciente de lo que habia hecho, ajena y sin corresponder con la más mínima inclinacion de cabeza á los aplausos frenéticos, que tuvo que interrumpir Cárlos Latorre presentándose á continuar la representacion, sacando á Bárbara de su absorcion con el «¡Madre mia!» de su salida.
Así hacian Cárlos y Bárbara Sancho García. Aún vive: pregúntenselo mis lectores á Bárbara, y que diga ella cuántos malos ratos la dí con el ensayo y cuántas noches insomnes la hice pasar con el estudio de mis papeles; cuántas lágrimas la hice derramar y cuántas veces la hice detestar su suerte de actriz; pero que diga tambien si tuvo nunca amigo más leal ni aplausos y ovaciones como las de mi Sancho García. Hoy siento orgullo con tal recuerdo, y me congratulo de poderla dar este testimonio de mi gratitud treinta y ocho años despues de aquella representacion.
Lombía, por su parte, lo inventó y lo intentó todo en aquellos cuatro años para sostener nuestro teatro de la Cruz enfrente del afortunado del Príncipe. A su iniciativa se debió que Basili, Salas, Ojeda y Azcona echaran los fundamentos de la Zarzuela con la escena de La pendencia y El sacristan de San Lorenzo, y otras parodias de Norma, Lucía y Lucrecia, en las cuales despuntó Caltañazor, y concluyó por presentar La lámpara maravillosa, baile maravillosamente decorado por Aranda y Avrial, ejecutado por la familia Bartholomin, cuya primera pareja, Bartholomin-Montplaisir, fué reforzada con un cuerpo de baile de andaluzas y aragonesas; de cuyos cuerpos se han perdido los moldes, y de cuyas modeladuras no quiero acordarme, por no quitar tres meses de sueño á los que no las vieron con aquellos vestidos, que no eran más que un pretesto para salir en cueros.
En el verano del 40 ó del 41, ántes de que estas huríes hicieran un infierno del teatro de la Cruz, reclamó Lombía de mí una comedia de espectáculo, en ausencia de Cárlos Latorre, que veraneaba por las provincias. Los actores sérios y jóvenes se habian ido con Cárlos, y el trabajo cómico de Lombía, no acomodándose con el mio patibulario, no sabia yo cómo salir de aquel compromiso ineludible, segun mi contrato con la empresa. Apurábame Lombía, y devanábame yo los sesos trás del argumento por él pedido, sin que él aflojara un punto en su demanda y sin que yo me atreviera á decirle que no éramos el uno para el otro. Acosábale á él tal vez la secreta comezon de abordar el drama en ausencia de Cárlos, y pesábame á mí tener que escribir para otro que no fuera aquel único modelo del galan clásico del drama romántico; costaba mucho á mi lealtad lo que tal[87] vez podia parecer una traicion á Cárlos Latorre, y ¡Dios me perdone mi mal juicio! pero tengo para mí que Lombía tenia la mala intencion de hacérmela cometer. Impacientábase Lombía y desesperábame yo de no dar con un asunto á propósito, lo que ya le parecia, vista mi anterior fecundidad, no querer escribir para él, cuando una tarde, obligado á trabajar un caballo que yo tenia entablado hacia ya muchos dias, salia yo en él por la calle del Baño para bajar al Prado por la Carrera de San Jerónimo. Era el caballo regalo de un mi pariente, Protasio Zorrilla, y andaluz, de la ganadería de Mazpule, negro, de grande alzada, muy ancho de encuentros, muy engallado y rico de cabos, y llevábale yo con mucho cuidado, miéntras por el empedrado marchaba, por temor de que se me alborotase. Cabeceaba y braceaba el animal contentísimo de respirar el aire libre, cuando, al doblar la esquina, oí exclamar á uno de tres chulos que se pararon á contemplar mi cabalgadura: «Pues miá tú que es idea dejar á un animal tan hermoso andar sin ginete.»
La verdad era que siendo yo tan pequeño, no pasaban mis piés del vientre del caballo; y visto de frente, no se veia mi persona detrás de su engallada cabeza y de sus ondosas y abundantes crines. Por mas que fuera poco halagüeña para mi amor propio la chusca observacion de aquellos manolos, el de montar tan hermosa bestia me hizo dar en la vanidad de lucirla sobre la escena, y ocurrírseme la idea de escribir para ello mi comedia El caballo del rey D. Sancho. Rumié el asunto durante mi paseo, registré la historia del Padre Mariana de vuelta á mi casa, y fuíme á las nueve á proponer á Lombía el argumento de mi comedia, advirtiéndole que debia de concluir en un torneo, en cuyo palenque debia[88] él de presentarse armado de punta en blanco, ginete sobre mi andaluz caparazonado y enfrontalado.
Aceptó la idea de la comedia, plúgole la del torneo final y halagóle la de ser en él ginete y vencedor. Puse manos á mi obra aquella misma noche, y díla completa en veinte y dos dias. El señor duque de Osuna, hermano y antecesor del actual, á quien me presentó y cuya benevolencia me ganó el conde de las Navas, puso á mi disposicion su armería, de la cual tomé cuantos arneses y armas necesité para el torneo de mi drama, cuya última decoracion del palenque trás de la tienda real montó Aranda con un lujo y una novedad inusitadas.
Pasóse de papeles mi drama; ensayóse cuidadosamente y conforme á un guion, que los directores de escena hacen hoy muy mal en no hacer, y llegó el momento de enseñar su papel á mi caballo. Metíle yo mismo una mañana por la puerta de la plaza del Angel, desde la cual subian los carros de decoraciones y trastos por una suave y sólida rampa hasta el escenario: subió tranquilo el animal por aquella, pero al pisar aquél, comenzó á encapotarse y á bufar receloso, y al dar luz á la batería del proscenio, no hubo modo de sujetarle y ménos de encubertarle con el caparazon de acero. Lombía anunció que ni el Sursum-Corda le haria montar jamás tan rebelde bestia, y estábamos á punto de desistir de la representacion, cuando el buen doctor Avilés nos ofreció un caballo isabelino, de tan soberbia estampa como extraordinaria docilidad, que aguantó la armadura de guerra, la batería de luces y en sus lomos á Lombía, que no era, sea dicho en paz, un muy gallardo ginete.
La primera representacion de este drama fué tal vez la más perfecta que tuvo lugar en aquel teatro: Lombía se creció hasta lo increible: é hizo, como director de es[89]cena, el prodigio de presentar trescientos comparsas tan bien ensayados y unidos, que se hicieron aplaudir en un palenque de inesperado efecto; y Bárbara Lamadrid, para quien fueron los honores de la noche, llevó á cabo su papel con una lógica, una dignidad tales, que al perdonar al pueblo desde la hoguera y á su hijo en el final, oyó en la sala los más justos y nutridos aplausos que habian atronado la del teatro de la Cruz.
Pero aquel drama no pudo quedar de repertorio; hubo que devolver las armaduras al señor duque de Osuna y el caballo al doctor Avilés, y... ni mereció los honores de la crítica, ni ningun empresario se ha vuelto á acordar de él, ni yo, que de él me acuerdo en este artículo, recuerdo ya lo que en él pasa. En cambio, al fin de aquel mismo año se escribió otro que todo el mundo conoce, que no hay aficionado que no haya hecho con gusto y aplauso, de cuyo orígen se han propalado las más absurdas suposiciones, que me ha valido tanta fama como al mismo D. Juan Tenorio, y en cuya representacion no han dado jamás pié con bola más que los tres actores que, bajo mi direccion, lo estrenaron: Latorre, Pizarroso y Lumbreras; hablo de El puñal del godo, del cual me voy á ocupar en el siguiente número.
Acababa de estrenarse Sancho García y espiraba el tercero dia de Diciembre de 1842. Trabajaba yo aprovechando la luz que comenzaba á cambiarse en crepúsculo, cuando un avisador del teatro me trajo un billete de Lombía, en el cual me suplicaba que no dejara de ir á la representacion de aquella noche, porque deseaba tener conmigo una entrevista de diez minutos.
Ya Lombía, á imitacion de Romea, tenia una antecámara en la cual se reunian sus autores favoritos y sus amigos íntimos, como los de Julian en el saloncito del teatro del Príncipe. De aquel venian algunos que escribian para ambos teatros, y que como Hartzenbusch y García Gutierrez no formaban pandillaje; porque su talento, formalidad y reputacion, les habian ya colocado muy encima de todo mezquino espíritu de partido. Yo no iba nunca al saloncito del Príncipe é iba poco á la antecámara de Lombía, pero asistia contínuamente á mi[91] palco de proscenio para estudiar mis actores, y bajaba en los entreactos á saludar á Cárlos Latorre y á la Bárbara, las noches que trabajaban. Aquella era de Lombía; en el primer entreacto me aboqué con él en su cuarto y trabamos inmediatamente conversacion, presentes Hartzenbusch, Tomás Rubí, Isidoro Gil y no recuerdo quiénes más. Hé aquí en resúmen nuestro diálogo:
Lombía.—La empresa espera de V. un señalado servicio.
Yo.—Debo servirla segun mi contrato y segun mis fuerzas.
Lombía.—Sabe V. que es costumbre que las funciones de Noche-Buena sean beneficio de la compañía, repartiéndose sus productos á prorrata entre todos sus actores y empleados segun su clase.
Agucé yo el oido sintiendo abrir una trampa en la que se trataba de hacerme caer, y continuó Lombía diciéndome:
Sabe V. que Cárlos Latorre no toma nunca parte en las funciones de Navidad, so pretesto de que en el género cómico de estas alegres representaciones no cabe el suyo trágico; de modo que cobra y se pasea desde Navidad á Reyes. Queremos que comparta este año con nosotros el trabajo de tales dias, y no hay más que un medio con el cual se avenga, y es, que se le escriba una pieza nueva, y la empresa ha pensado en V.
Yo.—Estamos á 13, y por breve que sea el trabajo...
Lombía.—Deberia estar concluido el 17; copiado y repartido, el 18; estudiado, el 19 y el 20; ensayado el 21 y 22, y representado el 24.
Yo.—Imposible: me faltan tres escenas y copiar el tercer acto de la segunda obra, que debo entregar á ustedes ántes de año nuevo; si la interrumpo no la concluyo;[92] no puedo, pues, ocuparme de nada más hasta el 17, y ya no es tiempo.
Lombía.—No quiere V. servir á la empresa por no contrariar á su amigo.—(Lombía partia siempre del principio de que yo era mejor amigo de Cárlos que suyo.)
Yo.—Mi obligacion es primero que mi amistad.
Lombía.—Su excusa de V. nos prueba lo contrario.
Yo.—Voy á hacer á V. una propuesta que le asegure de mi buena fé. Concluiré mi trabajo el 16: en su noche volveré aquí; y si para entónces el Sr. Hartzenbusch se ocupa de encontrarme un argumento para un drama en un acto, yo me comprometo á escribirlo el 17 y presentarlo el 18.
Lombía.—Propuesta evasiva: con decir que el argumento que á V. se le dé no es de su gusto....
Yo.—El Sr. Hartzenbusch sabe el respeto en que le tengo, y todos Vds. saben que sigo sus consejos y acepto sus correcciones como de mi superior y maestro. He buscado al Sr. Hartzenbusch en dos situaciones difíciles de mi vida; sabe todos los secretos de mi casa, es en ella como mi hermano mayor, y lo que él me diga que haga, eso haré yo, como mejor hacerlo sepa.
Lombía.—Se conoce que ha estudiado V. con los jesuitas: sus palabras de V. son tan suaves como escurridizas. Si no quiere V. no hablemos más.
Yo.—Mi última proposicion. Traiga V. aquí el 16 por la noche un ejemplar de la historia del P. Mariana; le abriremos por tres partes, desde la época de los godos hasta la de Felipe IV: leeremos tres hojas de cada corte en sus hojas hecho; y si en las nueve que leamos tropezamos con algo que nos dé luz para un asunto dramático, lo amasaremos entre todos, yo lo escribiré como Dios me dé á entender, y el jesuita Mariana abonará la[93] fé del discípulo de los jesuitas del Seminario de Nobles.
Lombía.—Propuesta aceptada.
Yo.—Pues hasta el 16 á las siete.
En tal dia y en tal hora, concluido mi trabajo, volví á presentarme en el teatro de la Cruz, donde Hartzenbusch, Rubí y algunos otros de quienes no me acuerdo, me esperaban con Lombía, que tenia sobre la mesa una Historia de España. Metimos tres tarjetas por tres páginas distintas, y en el primer corte tropezamos, en el capítulo XXIII del libro sétimo, estas palabras sobre el fin de la batalla de Guadalete y muerte del rey D. Rodrigo: «Verdad es que, como doscientos años adelante, en cierto templo de Portugal, en la ciudad de Viseo, se halló una piedra con un letrero en latin, que vuelto en romance dice:
AQUI REPOSA RODRIGO, ULTIMO REY DE LOS GODOS.
Por donde se entiende que, salido de la batalla, huyó á las partes de Portugal.»
Al llegar aquí, dije yo: «Basta: un embrion de drama se presenta á mi imaginacion. ¿Con qué actores y con qué actrices cuento? Necesito á Cárlos, á Bárbara y á lo ménos dos actores más.» Y miéntras esto decia, me rodaban por el cerebro las imágenes de Pelayo, don Rodrigo, Florinda y el conde D. Julian.—Lombía dijo: «Imposible disponer de Bárbara.»—«Pues Teodora, repuse yo.»—«Tampoco; la cuesta mucho estudiar, replicó Lombía.»—«Pues Juanita Perez, ni la Boldun, no me sirven para mi idea, repuse.»—«Pues compóngase usted como pueda, exclamó por fin Lombía: tiene V. á Cárlos, á Pizarroso y á Lumbreras: los tres de V. Van á levantar el telon y no quiero faltar á mi salida. ¿En qué quedamos? ¿Es V. hombre de sostener su palabra?»
Picóme el amor propio el tonillo provocativo de[94] Lombía, y sin reflexionar, tomé mi sombrero y dije saliendo tras él de su cuarto: «Mañana á estas horas quedan Vds. citados para leer aquí un drama en un acto.—Buenas noches.
—¿Apostado? me gritó Lombía dirigiéndose á los bastidores.
—Apostado: me darán Vds. de cenar en casa de Próspero; respondí yo echándome fuera de ellos por la puerta de la plaza del Angel.
Poco trecho mediaba de allí á mi casa, núm. 5 de la de Matute: poco tiempo tuve para amasar mi plan, pero tampoco tenia minuto que perder. Me encerré en mi despacho: pedí una taza de café bien fuerte, dí órden de no interrumpirme hasta que yo llamara, y empecé á escribir en un cuadernillo de papel la acotacion de mi drama. «Cabaña, noche, relámpagos y truenos lejanos.—Escena primera.» Yo no sabia á quién iba á presentar ni lo que iba á pasar en ella: pero puesto que iba á desarrollarse en una cabaña, debia por álguien estar habitada: ocurrióme un eremita, á quien bauticé con el nombre de Romano por no perder tiempo en buscarle otro; y como lo más natural era que un ermitaño se encomendase á Dios en aquella tormenta que habia yo desencadenado en torno suyo, mi monje Romano se puso á encomendarse á Dios, miéntras yo me encomendaba á todas las nueve musas para que me inspiraran el modo de dar un paso adelante. Pensé que si el monje y yo no nos encomendábamos bien á nuestros dioses respectivos, corria el riesgo de meterme, empezando mal, en un pantano de banalidades del que no pudieran sacarme ni todos los godos que huyeron de Guadalete, ni todos los moros que á sus márgenes les derrotaron.
Llevaba ya el monje rezando treinta y seis versos, y[95] era preciso que dijera algo que preparara la aparicion de otro personaje; que era claro que si andaba por el monte á aquellas horas y con aquel temporal, debia de poner en cuidado al que abria la escena en la cabaña. Decidíme por fin á atajar la palabra á mi monje romano y escribí: Escena segunda. Sale Theudia: y salió Theudia; mas como no sabia yo aún quién era aquel Theudia, le saqué embozado, y me pregunté á mí mismo: ¿Quién será este Sr. Theudia, á quien tampoco podia tener embozado mucho tiempo en una capa, que no me dí cuenta de si usaban ó no los godos? era preciso empero desembozarle, y él se encargó de decirme quién era: un caballero; por lo cual, y por su nombre, y por su traje, tenia necesariamente que ser un godo; quien trabándose de palabras con aquel monje que en la choza estaba, me fué dando con los pormenores que en ellas daba, la forma del plan que me bullia informe en el cerebro; de modo que andando entre Theudia, el ermitaño y yo á ciegas y á tientas con unos cuantos recuerdos históricos y unas cuantas ficciones legendarias de mi fantasía, cuando al fin de aquella larga escena segunda escribí yo: Escena tercera. El ermitaño, Theudia, Don Rodrigo, ya comenzaba á ver un poco más claro en la trama embrollada de mi improvisado trabajo, y el cielo se me abrió en cuanto me ví con Cárlos Latorre en las tablas; porque miéntras él estuviera en ellas, era lo mismo que si en sus cien brazos me tuviera á mí el gigante Briareo; porque estaba ya acostumbrado á ver á Cárlos sacarme con bien de los atolladeros en que hasta allí me habia metido, y á él conmigo le habia arrastrado mi juvenil é inconsiderada osadía.
En cuanto me hallé, pues, con Cárlos, fiado en él,[96] me desembaracé del monje como mejor me ocurrió, y me engolfé en los endecasílabos: cuando yo los escribia para Cárlos Latorre en mis dramas, ya no veia yo en mi escena al personaje que para él creaba, sinó á él que lo habia de representar, con aquella figura tan gallarda y correctamente delineada, con aquella accion y aquellos movimientos, y aquella gesticulacion tan teatrales, tan artísticos, tan plásticos, nunca distraido, jamás descuidado; dominando la escena, dando movimiento, vida y accion á los demás actores que le secundaban: así que al entrar yo en los endecasílabos de la escena cuarta, me despaché á mi gusto haciendo decir á D. Rodrigo cuanto se me ocurrió, sin curarme del cansancio que iba á procurar á un actor, que por fuerte que fuese era ya un hombre de más de sesenta años con un papel que sostenia solo todo mi drama; mas la inspiracion habia ya desplegado todas sus alas, y no vacilé en añadirle el fatigosísimo monólogo de la escena V para preparar la salida del conde D. Julian. Aquí me amaneció: tomé chocolate y leí lo escrito; parecióme largo y asombréme de tal longitud, pero no habia tiempo de corregir; presentia que me iba á cansar, y temiendo no concluir para las siete, acometí la escena del conde con D. Rodrigo, que me costó más que todo lo llevado á cabo, y me faltó la luz del dia cuando escribia:
No me habia acostado, no habia comido, no podia más y se acercaba la hora de la lectura. Me lavé, tomé otra taza de café con leche, enrollé mi manuscrito y me personé con él en el teatro de la Cruz. Leyóse; asom[97]bréme yo y asombráronse los que me escucharon; abrazóme Hartzenbusch, y frotábase ya Lombía las manos pensando en que la funcion de Navidad trabajaria Cárlos, cuando éste dijo con la mayor tranquilidad: «Señores, yo no tengo conciencia para poner esto en escena en cuatro dias; esta obra es de la más difícil representacion, y yo me comprometo á hacer de ella un éxito para la empresa, si se me da tiempo para ponerla con el esmero que requiere; miéntras que si la hacemos el 24 vamos de seguro á tirar por la ventana el dinero de la empresa y la obra es la reputacion del Sr. Zorrilla.
Convinieron todos en la exactitud de lo alegado por Latorre; mascó Lombía de través el puro que en la boca tenia y... se dejó El puñal del godo para despues de las fiestas; y tampoco aquel año trabajó en ellas Cárlos Latorre.
Así se escribió El puñal del godo. ¿Cómo lo puso en escena aquel irreemplazable trágico?
La representacion para el próximo lunes.
Durante las fiestas de Navidad ocupóse Cárlos Latorre del estudio de aquel repentino aborto de mi irreflexivo ingenio, que habia yo escrito y leido en veinticuatro horas y bautizado con el título de El puñal del godo: y durante aquellos quince dias, habia yo tenido tiempo para reflexionar sobre lo que habia hecho.
Debo yo á Dios una cualidad por la cual le estoy profundamente agradecido; pero por la cual es probable que no sea nunca respetado en mi patria: la de no dejarme alucinar por los aplausos, y no creer por ellos que mis obras son el non plus ultra de la perfeccion: como yo sé mejor que nadie cómo y por qué las he escrito, no tengo vanidad en ellas; y no solamente veo sus grandes defectos, sinó que tampoco me ofende su crítica, por más que muchas veces me las haya acerba, personal y agresivamente flagelado.
Desde que el 17 por la noche leí en el teatro de la[99] Cruz lo que en aquel dia y la noche anterior habia escrito, habia yo comprendido que aquel Puñal del godo, forjado en el breve tiempo y del modo que llevo dicho, escribiéndolo ántes de pensarlo, creándolo y dándole forma segun escribiéndolo iba, y fiándome al escribirlo en que era Cárlos quien lo debia de representar en cuatro dias, adolecia de gravísimos defectos, que hacian dificilísima su representacion. Yo habia escrito sin juicio, sin correccion y sin poder pararme á leer lo que escribia, por miedo de perder los minutos que para concluir á tiempo mi trabajo podian faltarme; por consiguiente, mis personajes no decian en las cuatro primeras escenas lo que debian para hacer comprender la accion á los espectadores, sinó lo que yo me iba diciendo á mí mismo para comprender mi pensamiento, que no se trababa y desarrollaba en mi imaginacion, sino ya en el papel por los puntos de mi pluma; la cual no podia volverse á borrar una redondilla, sin perder sus cuatro versos y los cuatro minutos empleados en escribirlos, no en pensarlos, porque para pensar no tenia ni se me habia concedido tiempo. Así en la escena IV endecasílaba, parece que Theudia y D. Rodrigo se quieren desquitar de lo que no han hablado desde la desastrosa jornada del Guadalete. Fiado yo en Cárlos Latorre, que contaba de una manera cuyos pormenores concienzudamente estudiados en voz, posiciones, accion y fisonomía avasallaban la atencion del auditorio constante y crecientemente, puse en boca de D. Rodrigo aquella fantástica historia del monje; figurándome conforme la iba escribiendo cómo me la iba á poner en accion aquel amigo gigante, que en sus brazos me levantó y á quien debo la poca reputacion que como autor dramático he obtenido.
Y en verdad que, con sinceridad revelándoselo hoy al público despues de treinta y ocho años, hasta que hice decir á la vision del bosque en la narracion de D. Rodrigo, que
maldito si sabia yo aún en lo que habia de parar todo aquello, que no era todavía más que la exposicion. Hasta que brotó del diálogo aquel bienaventurado puñal, mi mal perjeñado trabajo no tenia ni accion, ni final, ni título: desde allí el drama lo es, y caminé desde allí resueltamente á la escena VI, que es lo único que en él tiene un valor real y un interés verdadero.
Cuando nos reunimos por primera vez en el gabinete octógono de su casa de la plaza de Santa Ana Cárlos y yo, para tratar del reparto y ensayo de mi drameja, me dijo Cárlos: «La espontaneidad con que ha escrito usted esto, la exuberancia de versificacion en sus escenas acumulada, hacen difícil su representacion. Yo no quiero que corrija V. ni suprima una sola palabra; quitaria V. á su obra su originalidad; quiero hacerla tal como está; pero quiero que mis actores, conmigo, aseguren el éxito de su estreno con el mismo lujo de pormenores de que V. la ha colmado, y con tanto exceso de estudio para representarla cuanto á V. le ha faltado para escribirla. Escúcheme V., y vamos á ver si yo he comprendido bien su pensamiento.»
Latorre y yo teníamos siempre esta conferencia preliminar, en la cual exponíamos mútuamente nuestra manera de ver la accion de la obra que íbamos á poner[101] en escena: yo le decia cómo la habia yo concebido, y él me decia cómo pensaba desarrollarla. Siguió, pues, Cárlos diciéndome: «D. Rodrigo es en El puñal del godo un rey acosado por dos grandes pasiones: la supersticion del godo de su edad tosca, y la profunda melancolía que en su corazon ha engendrado el vencimiento. La concentracion en sí mismo y la distraccion perpétua en que sus pensamientos le tienen absorbido son las señales externas del carácter de esta figura. ¿No es eso?
—Exactamente.
—El conde D. Julian es un mal hombre: por más que la ofensa que ha recibido le da derechos para mucho, él va tras de una venganza insaciable, en la cual no ha dudado envolver á toda la nacion de su ofensor. La aspereza violenta, la ira traidora de la hiena, y la marcha oblícua del lobo, son los caractéres exteriores de esta figura, que se mueve en el cuadro inquieta, torva y siniestra, como amenaza viviente. ¿No es así?
—Exactamente.
—Theudia es... su Sancho Montero y su Blas de usted en Sancho García y El Zapatero y el Rey: á Lumbreras le viene como pintado el papel de Theudia, y daremos el del conde á Pizarroso.
Y se envió á estos actores su respectivo papel.
Lumbreras era entónces un mozo de buena estatura, de franca fisonomía, de varoniles maneras, bien proporcionado de piernas y brazos, y de fresca y bien timbrada voz; pero era algo tartamudo, aunque no se apercibia en escena este defecto, que vencia el estudio y el cuidado. Lumbreras tenia el gérmen de un buen actor sério; habia estrenado con justo aplauso el papel del moro Hissem en Sancho García; y en la escuela y compañía de Latorre le secundaba dignamente bajo su direccion.
Pizarroso era un actor de angulosas formas, de voz áspera y garrasposa, pero de buena estatura y fisonomía, de fácil comprension, de buena voluntad para el estudio, muy cuidadoso en el vestir, y secuaz ciego y adorador idólatra de Cárlos Latorre, entre cuyas manos era materia dúctil como actor útil y aceptable.
Con estos elementos y diez dias de estudio, ensayamos otros diez El puñal del godo y levantamos el telon sobre el interior sombrío de una fantástica cabaña, pintada por Aranda para mi drama en miniatura, en una noche en que la política traia un poco inquietos los ánimos, y la atmósfera tan cerrada en nubes como aquella en incertidumbres; una noche, en suma, muy mala para dar nada nuevo á un público que no sabia lo que queria ni lo que recelaba, dispuesto á descargar su inquietud sobre el primero que se la excitara, anheloso por distraerse, pero inseguro de hallar quien le distrajera.
Ante este público se levantó el telon del teatro de la Cruz sobre la cabaña de mi monje Romano, quien empezó aquella larga plegaria, de la cual no habia querido Cárlos que suprimiera un verso. Nunca he tenido yo más miedo: tenia cariño á mi tan mal forjado Puñal, y temia que mi triunfo de veinticuatro horas se convirtiera en veinticuatro minutos en vergonzosa derrota. Presentóse Lumbreras, y se presentó bien: franco, sencillo y respetuoso con el monje, pidióle de cenar con mucha naturalidad, comió como sóbrio que dijo ser, observó al ermitaño como hombre que está sobre sí, pero con la tranquila serenidad de un valiente, y llevó en fin á cabo la escena, dándola la flexibilidad, el movimiento y el lujo de pormenores de que Cárlos habia previsto la necesidad. El público la oyó en el más desanimador silencio.
Salió al fin Cárlos, cabizbajo, distraido, sombrío y brusco, llenando la escena del misterio del carácter del personaje que representaba, y á los primeros versos se captó la atencion de los espectadores, y al sentarse empujando á Theudia y diciéndole: «Haceos, buen hombre, atrás...» yo respiré en mi palco, porque ví que todo el mundo queria ya ver lo que iba á pasar.
Cárlos no tenia par para estas escenas: no dejó enfriar la atencion un solo instante; y cuando, sólo ya con Theudia, entró en los endecasílabos, se le escuchaba con religioso silencio, y sofocábanse por no toser los á quienes traia resfriados aquella húmeda frialdad del Enero de 43.
Cárlos reveló tánto miedo, tánta esperanza, tánta supersticion, tal lucha interior de pasiones oyendo las noticias de Theudia, que entró en la narracion de su cuento tan vaga y tan fantásticamente, que al concluirle diciendo
estalló un general aplauso: era que el público expresaba así el placer de que Cárlos le hubiera dejado respirar: Lumbreras picó y despertó el amor propio, y el valor del rey vencido con una intencion tan bien marcada; Cárlos olfateó y oyó el aura militar del campamento y el clarin que extremecia á los corceles con una accion tan dramática y levantada, y con una amplitud de aliento tan vigorosa, que la sala estalló en aquel ¡bravo, Latorre! que era sólo para él y que él sólo sabia arrancar. La partida estaba ganada: y preparada de este modo la salida del conde D. Julian, rápido, perfectamente á[104] tiempo y entre el fulgor de un relámpago, se presentó por el fondo Pizarroso, torvo, sombrío, hosco é insolente, envuelto en una parda y corta anguarina, con una larga y estrecha caperuza amarilla, que le cortaba la espalda de arriba á abajo. Fuése directamente á la lumbre, que estaba á la derecha, y picando con intachable precision el diálogo de entrada, Cárlos con supersticiosa desconfianza y Pizarroso con agresivo mal humor, llegó éste al rústico banquillo que junto á la lumbre estaba, y diciendo
D. Julian. | ¿Tiene algo que cenar? | ||
D. Rodrigo. | Nada. | ||
D. Julian. | Pues basta; | ||
la cuestion por mi parte ha dado fondo, |
engánchase la borla de su capucha en un clavo del banquillo, vuélcase éste y da fondo Pizarroso, sentándose á plomo sobre el tablado.
Aquí hubiera acabado hoy el drama; pero hé aquí el público y los actores de aquel tiempo viejo: el público ahogó en un ¡chist! general la natural hilaridad que iba á romper; Cárlos, en lugar de decir: «desatento venís donde os alojan,» dijo en voz muy clara y con un altanero desenfado: «desatentado entrais donde os alojan,» y aprovechando Pizarroso aquel dudoso instante, incorporóse enderezando el banquillo, asentóle sobre sus piés con un furioso golpe, y sentóse tranquilamente, como si lo sucedido estuviera acotado en su papel. Cárlos, en una posicion de supremo desden y de suprema dignidad, se quedó contemplándole de través y en silencio, hasta que el público rompió en un aplauso universal; y continuó la escena en una suprema lucha de los actores por la honra del autor. La conclusion fué tan rápida y pre[105]cisamente ejecutada por el hachazo de Lumbreras, y aconterada por Cárlos con la octava final con tal sentimiento y brío, que el aplauso final se prolongó muchos minutos. El puñal del godo obtuvo el éxito que se obligó á darle Cárlos Latorre, si se nos concedia tiempo para ponerle en escena como él habia concebido que debia ponerse.
Así se hacian y así se escuchaban las obras dramáticas desde 1832 á 1843.
Mi querido amigo: Siento mucho no poder enviar á V. original de mis Recuerdos del tiempo viejo para el número de mañana: pero la primavera que Dios prematuramente nos ha enviado esta semana á los que en Madrid vivimos, ha hecho fermentar en mi viejo corazon el espíritu vagabundo y holgazan de todo buen español en la estacion primaveral. Confieso á V., y sin que tal confesion me pese ó me ruborice, que no he hecho más en toda la transcurrida semana que pasear al sol mi pellejo, que con el frio comenzaba ya á apergaminarse, conversar con dos amigos tan viejos como yo, del tiempo que no volverá, y vagar por las calles de Madrid como un gorrion nuevo recien escapado del nido, que no piensa en volver á él miéntras luzca el sol sobre el horizonte.
En esta ociosa vagancia me ha cogido el sábado, mi querido Munilla, sin haber escrito ni acordarme de escribir una palabra del artículo de mañana: así que, mi Puñal[107] del godo pendiente se está como quedó en nuestro número del 1.º de Marzo, y no lo volveré á coger hasta el del lunes 15: y para bien sea; porque un puñal en manos de un viejo loco, puede acarrear á cualquiera un susto, si no un disgusto. Yo quisiera sincerar mi falta dando á V. alguna razon que de ella con V. me disculpara: pero, la verdad es que no la tengo: si le escribiera á V. en verso, ya inventaria yo alguna mentira, por excusa; pero escribiendo en prosa, debo decir la verdad como hombre honrado.
El lunes, satisfecho de haber publicado y cobrado mi artículo, me salí al sol á expaciar el ánimo y á descansar del trabajo hecho. Los martes son malos dias para empezar negocio ni labor alguna: el miércoles me volví á salir al sol para prepararme á oir por la noche en el Ateneo al Sr. Moreno Nieto; á quien voy yo siempre á escuchar con tanto asombro como respeto, porque sabe tantas cosas que yo no sé, y las dice de una manera tan de mi gusto, que le escucho arrobado, y me pesa siempre de que concluya de exponer aquellos sus tan bien hilados discursos, tan lógicamente hilvanados en tan primorosas frases. El jueves continué paseándome al sol, para rumiar lo oido al Sr. Moreno Nieto; y á las siete y media (costumbre mia de los jueves) me senté á la mesa de la condesa de Guaquí, quien siendo hija de mi condiscípulo el duque de Villahermosa, es al mismo tiempo hermana del ángel rubio encargado por Dios de abrir las puertas de la aurora y de derramar la luz y la alegría sobre la tierra. Recibe conmigo á su mesa los jueves esta gentilísima señora al prodigio de memoria, de erudicion y de precocidad, el jóven Menendez Pelayo, al infatigable Grilo, que nos recita sus versos, los mios y los de todos los poetas que conoce; á Pepe Esperanza,[108] quien me hace concebir la de escuchar el celeste concierto del Paraiso, cuando él pone las manos en el piano, y otros renombrados ingenios y conocidísimos personajes, de quienes no cito á V. los nombres, porque no le parezca que trato de darme más importancia de la escasa que mis versos me han adquirido, más por el ajeno favor que por su mérito propio. Puede V. comprender que no tendria perdon de Dios, si empleara los viernes en otra cosa que en saborear los recuerdos en prosa y verso del salon de aquella condesa Cármen, con la cual no tienen flor comparable ninguno de los Cármenes escalonados en el valle de los Avellanos de la morisca Granada.
Del viernes ya pensé emplear la noche en escribir mi artículo; pero fatalmente para V., los viernes ha dado en reunir en su casa la señora de Malpica á algunos amigos suyos, entre los cuales me cuenta; y ¡ay, señor Director de Los Lunes de El Imparcial! recibe esta señora con tal cariño y con tan buen gusto en una tan elegante morada, y van á casa de esta señora dos niñas morenas, que cantan como dos ángeles, dos rubias que tocan como dos serafines, y otras dos de tez apiñonada y cabello castaño que tocan y cantan como dos Santas Cecilias... en fin, de aquella casa se sale con pesar á las cuatro de la mañana; y el sábado hay que pasarlo en soñar con aquellas tres parejas de muchachas, que le dejan á uno en los oidos para veinticuatro horas el eco de todas las harpas de Sion, y de los gorjeos de todos los ruiseñores de los bosques de la Alhambra.
La tarde del sábado, cuando ya iba disipándose la especie de embriaguez en que envuelven el espíritu de los poetas, aunque seamos viejos, el recuerdo de tánta poesía, tánta música y tántos serafines con forma hu[109]mana... ella bajando y yo subiendo, tropecé en la calle de la Montera con la marquesa de D. H., que es la más mona de todas las marquesas de los reinos unidos y desunidos de Europa; una malagueña que tiene una mata de rayos de sol por cabellos, un puñado de azucenas por cara, dos pedazos de cielo por ojos y dos ramilletes de jazmines por manos; y que me dió justísimas quejas, y que la dí merecidísimas satisfacciones, y que me ofreció el perdon suyo y el de su esposo, y que la prometí enmienda, y que me fuí á mi casa entre la niebla del crepúsculo, mareado y andando á tientas con el recuerdo de sus palabras y la imágen de su hermosura.
Envié á mi familia al teatro de Apolo, y dejando el estreno de la comedia Angel por oir á Blasco, me dirigí al Ateneo.
Pero Blasco es más vagabundo que yo, y á las diez nos dijo el secretario que Blasco no daba su lectura aquella noche. Un poco despechado de aquel chasco que con su ausencia me pegaba Blasco, eché hácia el teatro de Apolo, desesperanzado de acabar la semana tan poética y armoniosamente como la habia pasado, puesto que daban una comedia en prosa para mí desconocida: Lo positivo.
A más de la mitad iba ya la representacion del acto segundo, cuando ocupé yo mi butaca de primera fila; ignoraba el argumento y dábame apenas cuenta de lo que en la escena sucedia, cuando la Hijosa, que en ella estaba sola, dejó un periódico en que habia leido y tomó una carta que tenia delante por leer. Desplegó poco á poco el papel de aquella carta y comenzó su lectura con una indiferencia que cambió en atencion, y que fué pasando de ésta al interés, y de éste al sentimiento, y luego á la ternura, y ví con mis gemelos que[110] las lágrimas brotaban de los ojos de la actriz, y sentí las mias anublarme los cristales á cuyo través la contemplaba, y oí por fin estallar un aplauso universal, y solté mis anteojos para aplaudir su final de acto, cuya ejecucion hacia mucho tiempo que no habia yo visto par.
En el tercero desplegó Pepita Hijosa un lujo de pormenores, un estudio de detalles tan minucioso, un cuadro tan acabado de cómica coquetería, manifestó tal seguridad y franqueza, tal posesion de la escena, que envidié la fortuna del Sr. Tamayo ó Estévanez, ó como quiera llamarse el académico autor de aquella comedia, en la cual se me revelaban á un mismo tiempo el más práctico de nuestros autores, y una actriz incomparable para el estudio de sus papeles.
Puede un gran poeta desarrollar en ricos versos ó en castiza prosa, un gran pensamiento, y dar cima á una gran creacion; pero el mejor poeta no puede hacer más que escribir sus palabras; y si el actor no da á cada una de las de su papel una intencion, una inflexion, un movimiento y una vitalidad competentes, de la palabra no resulta más que un sonido sin vibracion, que excita seca, pálida y fria la idea en ella expresada. En lo que yo ví de Lo Positivo, el poeta ha confeccionado sus palabras y sus escenas como maestro, pero la Hijosa da á su palabra el movimiento, el relieve y la vida del sentimiento del arte.
Yo no conocia, amigo Munilla, á esta actriz que ha hecho su reputacion durante mis treinta años de ausencia de España, y como todavía su acento me resuena dentro del tímpano, su figura y su juego escénico me bailan aún en las pupilas, y el recuerdo de la actriz me turba la memoria, no tengo ni tiempo ni ánimo para escribir el artículo de mañana.
Compóngase Vd., pues, como pueda; que yo voy á probar si durmiendo doce horas seguidas, puedo desembarazarme de la deliciosa pesadilla que me producen en vigilia las encantadoras imágenes de las nueve bienhechoras hadas, con quienes he tenido la fortuna de tropezar en la semana que acabó ayer. Si Dios me da otras cuatro como ésta, el premio grande de la lotería en la quinta, y la gloria despues de la muerte... reclame usted, señor Munilla, reclame usted ante todos tribunales humanos y en el divino, porque no habrá justicia ni en la tierra ni en el cielo.
Suyo afectísimo...
Los redactores de El Imparcial no quisieron dejar pasar el número de aquel lunes sin artículo mio, y sustituyéndole con mi anterior epístola, le completaron con la siguiente nota y los subsiguientes versos: todo lo cual dejo yo en este lugar interrumpiendo mis recuerdos como ellos lo intercalaron en los Lunes de su periódico.
Mal satisfechos con esta carta del Sr. Zorrilla, corrimos á su casa, pero no le hallamos en ella. Registramos osados su pupitre, y encontrando en él el borrador de las siguientes octavas, las publicamos á continuacion de su carta, en lugar del artículo que hoy no contaba darnos.
Ganóme esta obrita más favor con el vulgo é hízose pronto más popular y famosa que cuantas escritas llevaba, por la circunstancia de que, no necesitándose dama para su representacion, la pusieron en escena todos los aficionados en liceos, casinos y demás sociedades más ó ménos literarias que por entónces comenzaron á surgir; y permítame el lector que con vanidad le recuerde que sé de cierto que miles de personas, que han sido y son hoy conocidos personajes, han hecho el papel de alguno de los cuatro de mi Puñal del godo: y no há muchas noches dieron una dedada de miel á mi amor propio mi paisano Nuñez de Arce, Sellés y otros que valen y son hoy más de lo que yo antaño valia y era, revelándome alegremente que habian de estudiantes representado á Theudia y á D. Rodrigo, y el primero añadió que aún sabia de memoria toda mi rápidamente abortada composicion; lo cual, sea dicho en paz y en gracia de Dios, me congratula[116] con aquel pequeño aborto de mi ingenio y casi me enorgullece de haberlo escrito.
Y la ocasion me viene como de molde, para exponer aquí mi opinion sobre las representaciones de los aficionados, en los más ó ménos caseros teatros de sociedades más ó ménos públicas ó privadas. Cuando invitado un conocido autor á la representacion de una de sus obras en uno de estos teatros, le dicen durante ó despues de ella: ¡Cuánto habrá V. sufrido viéndose así ejecutado! ni los que tal le dicen son justos, ni él lo fuera pensando tal. Yo por mi parte no sólo asisto sin pena á estas ejecuciones, sinó que es la sola ocasion en que escucho mis versos sin hastío. Los aficionados suelen ser muchachos de quienes aún no se sabe el porvenir, que estudian sus papeles con afan, los representan con entusiasmo, y se encariñan con el autor; de quien se acuerdan contínuamente y con quien contraen esa amistad leal, noble y desinteresada, que se basa en la fruicion espiritual de la lectura y del estudio de una obra que nos procura aplausos y favor, siquiera sea de amigos. Tal vez un muchacho á quien el porvenir guarda una faja de general ó un sillon presidencial de un Parlamento ó en una Academia, representa delante de la niña que ha de ser su mujer, ó de la mujer que ha de ser su gloria ó su condenacion. Tal vez alguno, con la representacion del papel de Theudia ó del conde D. Julian, ha conseguido el amor de su Florinda, y uno y otro han bendecido y conservado por ello toda su vida una amistad por él ignorada al viejo autor del Puñal del godo. En estos teatros y en estos actores de aficion todo es disculpable, en atencion á la buena fé con que todo se hace: en ellos suelen presentarse individuos que fácilmente llegarian á buenos actores, si en serlo pusiesen[117] empeño ó de serlo se vieran en la necesidad. Yo soy tal vez el viejo que tiene más amigos jóvenes: soy el poeta que goza de más popularidad entre la juventud escolar de España: y no por mi ciencia, de la cual dan mis escritos bien pobre y escasa muestra, sinó por las octavas de D. Rodrigo y el diálogo de éste con D. Julian, de los cuales hay apenas estudiante que no tenga en su memoria algunos de sus versos ó algunas hojas parásitas de los mios entre las de sus libros de asignatura.
Los actores de provincia son tambien dignos de la indulgencia de los autores; porque la variedad diaria que en sus representaciones exige un público escaso que nunca varía, no les da tiempo de estudiar ni de ensayar convenientemente las obras; pero basta de esto, que es tratado aparte de mis recuerdos viejos: ya volveré sobre ello cuando llegue el turno á mis impresiones del tiempo actual; y tornemos y demos fin á las de El puñal del godo con una anécdota poco conocida.
Habia en Méjico cuando vivia yo en aquel paraiso, que debió ser para mí y no quiso Dios que fuera limbo del olvido un Casino español, pródigamente sostenido, en cuyos salones se daban algunas espléndidas fiestas; una de ellas, la imprescindible, se verificaba el dia onomástico de la Reina Isabel, á quien, como á la persona que entónces representaba la patria, enviábamos un saludo los expatriados de España. Era yo el encargado de hacer una lectura en aquellas noches, que concluia siempre con el viva á España, al cual contestaban los mejicanos y españoles en aquellos salones reunidos.
Un año, queriendo el Casino hacerme un obsequio por lo que parecia trabajo y era en un español obligacion de buen ciudadano, dispuso que en una de estas[118] fiestas se representase mi Puñal del godo y se me ofreciese una corona.
Colocáronme, para honrarme, en un grande y magnífico sillon, en el cual resaltaba más mi exígua personalidad, á la derecha de la orquesta y de cara al público: ejecutóse mi pobre drama lo mejor que se pudo y mejor de lo que se esperaba; diéronme mi corona, aplaudiéronme mucho, y despues de una exquisita cena aconterada con muchos bríndis, metiéronme, tras de muchos abrazos y plácemes, en mi coche y... buenas noches.
Al dia siguiente un periódico mejicano, no muy afecto á los españoles pero redactado por gente ingeniosísima, daba cuenta de la fiesta, la representacion, mi coronacion y la cena final en los términos más halagüeños para la riqueza, la esplendidez y el patriotismo de los sócios del Casino; pero concluia con este cuentecillo: «Sin que salgamos garantes de la verdad del hecho, se cuenta que entre el poeta Zorrilla y un amigo nuestro y suyo, que no habia asistido á la funcion del Casino y que se acercó á saludarle al bajar aquel del coche á la puerta de su casa, se cruzó el siguiente diálogo, que resultó improvisada redondilla:
«El amigo. | ¿Qué tal lo hicieron los godos? |
El poeta. | ¡Hombre!... lo han hecho tan mal, que buscaba yo el puñal para matarlos á todos.» |
En cuyo cuentecillo quedábamos mal todos los españoles de Méjico: los del Casino por haber hecho mal mi drama, y yo por hacerlo peor con ellos en semejante epígrama.
Ni es mio, ni en aquella ocasion pudiera habérseme ocurrido; pero me le ha recordado la última representacion que he visto en Madrid de mi pobre Puñal del godo.
Suum cuique.
Este drama está ya olvidado del público de Madrid, y apenas si se representa alguna vez en provincias, afortunadamente para mi honra.
De él se ocupó la crítica muy somera aunque muy ágriamente, y tuvo razon: es la más miserable rapsodia representada en el teatro moderno; y si andando el tiempo algun curioso bibliómano ó algun crítico investigador tropezaran con ella en algun juicio retrospectivo, seguramente exclamarian con asombro: «¡Cómo diablos fué posible que aquel poeta escribiera esto!»
Y no puedo negar que lo escribí, y es lo peor que al afirmarlo no me avergüenzo de haberlo escrito; materialmente escrito, porque el argumento, la forma y las escenas en prosa, no son mios: están rastreramente cogidos y literalmente copiadas de una mala novelucha de un autor italiano engerto en francés, á quien todo París literario y artístico ha conocido, pero cuya reputa[121]cion no ha llegado á España: la novelucha se titulaba El virey de Nápoles, y su autor se llamaba Pietro Angelo Fiorentino.
¿Cómo llegó á mis manos esta novela? ¿Quién me puso en mientes transformarla en drama, copiando en él servilmente los amanerados diálogos de su falso relato y sin curarme de corregir sus errores históricos, ni de dar á mis personajes otro carácter más acusado y dramático, más verdadero y más español?
Es una historia que debia de quedar para contada despues de mi muerte; pero que se me antoja contar en vida, porque nada hay en ella que no abone mi lealtad de amigo y mi buena fé de hombre honrado; porque no quiero que piense ninguno de los que en mi tiempo viven que temo abordar en mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO ninguna cuestion personal sobre el pasado que no vieron, y porque no quiero cargar para el porvenir con culpas que no fueron mias. En cuanto á mi reputacion literaria, confieso que no me trae con mucho cuidado; porque sólo la posteridad depura y acrisola lo que vale la fama adquirida en vida por un autor de loca fortuna ó de gran favor entre los profesores de bombo; y tengo yo para mí, aunque pese á los pocos amigos que me quedan, que más me va á honrar despues de mi muerte, la sinceridad con que reconozco la escasa valia y los defectos de mis obras, que el haberlas escrito; y digo sinceridad, por no atreverme á decir modestia; virtud que creo que no existe ya en España y que es un capital que... quien lo pone lo pierde: sabiendo lo cual, aunque lo tuviera no lo pondria yo.
No quiero, sin embargo, que mis amigos renieguen de mí, tomando mi sinceridad por hipocresía; y voy á decirles de paso, y áun á peligro de que en vez de hi[122]pócrita me crean vanaglorioso, que tengo cierta conciencia de mí mismo, teniendo por bien hecho y por valioso algo de lo por mí hecho: mi Cristo de la Vega, mi Capitan Montoya y mi Margarita la tornera, son tres leyendas muy imitadas, pero no corregidas áun por otro poeta mejor narrador, ó más legendario y tradicional; y Dios y el tiempo nuevo me perdonen mi pretension de creer que me dan derecho á tenerme por legendario buen narrador. Por poeta dramático no me tuve jamás, y sólo puedo presentar sin vergüenza los dos primeros actos de Traidor, inconfeso y mártir y la segunda mitad del tercero y primera del cuarto de El Zapatero y el Rey; lo cual no es tánto que sirva para bravear, ni tan poco que me humille y me cierre las puertas del teatro; y en cuanto á mis poesías líricas... ¡ay de mí! no son más que hojarasca; y en ellas hay muchas hojillas verdes y algunas florecillas frescas, pero cuando el tiempo seque tal hojarasca, poca sombra dará á mi fama el follaje que deje su soplo en las pobres ramas del laurel de mi gloria.
Volvamos á la historia de mis Dos vireyes.
Habia en 1838 y 39 una tienda de gorras en la Puerta del Sol, cuya dueña, honradísima mujer, tenia un hermano menor que de ella dependia y que era taquígrafo de las Córtes. Alto, desgarbado, de pesados movimientos, modales vulgares y saltones ojos, era en su exterior el tipo de la honradez, y en sus características manifestaciones la expresion de la buena fé.
No recuerdo cómo, ni por quién, tropezó y comenzó á juntarse conmigo; pero ello es que paró en ser mi inseparable sombra, y que no pasaba dia que no pasara conmigo y en mi casa las horas que su ocupacion de taquígrafo le dejaba libres. Alababa todo lo que yo ha[123]cia, celebraba todas mis escentricidades de poeta y mis niñerías de muchacho; y como si en mi cronista se hubiese constituido, propalaba y encomiaba por donde quiera mis hechos y mis dichos, clasificándolos todos entre los más chistosos y originales del mundo; lo cual contribuia más que á mi buena fama á procurarle á él la de mi único amigo, confidente único de los secretos del muchacho que iba haciéndose popular.
Llevaba yo por entónces, como he llevado siempre, una vida aislada, que me ha obligado á llevar el trabajo necesario á mi subsistencia y mi poca simpatía por las banalidades que forman base de la vida social de Madrid. Las visitas inútiles, las relaciones superficiales y los convites sin cariño, han sido cosas que no he aceptado jamás en mis costumbres: y he preferido siempre para mis alegrías y expansiones el interior modesto de mi pobre hogar, al suntuoso salon y la opípara mesa del opulento y millonario anfitrion. Mi idea fija era hacer famoso el nombre de mi padre, para que éste, volviéndome á abrir sus brazos, me volviera á recibir para morir juntos en nuestra casa solariega de Castilla; única ambicion mia y único bien que Dios no ha querido concederme. Bajo esta idea huí siempre de la sociedad política y rechacé el favor y la proteccion de los gobiernos, á quienes no pudo ligarme nunca compromiso alguno personal; mi padre era realista, tuvo que irse con el infante D. Cárlos María Isidro á las Provincias Vascongadas y que emigrar á Francia un mes ántes del convenio de Vergara; y puse mi empeño en probarle, que la fama que yo habia dado á su apellido, la debia sólo al trabajo y al favor del pueblo, no á haber vendido mi pluma á un partido contrario á sus opiniones; y sin cuya revolucion no hubiera yo, sin em[124]bargo, tenido una prensa en que publicar los versos que me hicieron popular.
Pasábame, pues, la vida en mi casa dado á mi asíduo trabajo, del cual descansaba y me distraia en el tiro de pistola y en el circo de la plaza del Rey; mis dos únicos vicios, porque en vicio les constituia mi diaria presencia en el tiro y en el circo, donde constantemente me acompañaba X el taquígrafo, tosco eslabon humano que con la humana sociedad me encadenaba. X no tiraba; juzgaba de los tiros, convenia las apuestas, aplaudia los triunfos, y tomaba parte muy principal en los almuerzos en que las ganancias se invertian. Mr. Arnaud, el propietario del tiro, tenia para su establecimiento el reclamo de nuestra fama, y en el actor Monreal, en D. Juan Valleras y en mí, tres seguros mantenedores de las apuestas que él con extranjeros generalmente entablaba, y que el bueno de X con él organizaba y llevaba á cabo; almorzando siempre, como árbitro y adlátere mio, con los vencidos y los vencedores.
No puedo resistir al deseo de consagrar aquí cuatro renglones al recuerdo de aquellos viejos compañeros de mis juveniles aficiones.
Monreal era un actor inimitable en lo que entónces se llamaba papeles de traidor: era un segundo sin primero y un tirador de pistola de primera fuerza; pero habia que fiarle en las apuestas los primeros tiros; porque era tan orgulloso, que el primero perdido le hacia perder la serenidad á impulsos del amor propio que le devoraba. Juanito Valleras era un gaditano de 24 años, fino y esbelto como un galgo inglés, caballeroso y leal hasta el recorte de las uñas, andaluz hasta la médula de los huesos, y tan incapaz de hacer una villanía como de soltar una gracia agresiva ni de mal tono. Era el primer[125] tirador de entónces; tiraba por vanidad, y daba siempre la mitad del valor de cada tiro al francés Arnaud, porque no se convalachara con ningun tirador paisano suyo para desigualar la carga ó las ventajas de las apuestas. Con Valleras y conmigo llevaba Arnaud el 50 por 100 de cuanto en ellas se atravesaba; y el tiro de apuesta de Valleras eran nueve balas colgadas á nueve distintas alturas, que debian casarse con las de nueve tiros sin interrupcion; y rara vez le faltaba una por casar. De su hidalguía es prueba irrechazable el hecho siguiente:
El francés Arnaud andaba siempre á caza de ingleses con quienes empeñarnos en apuestas de tiro, y dió una vez con unos que nos invitaron al del encargado de negocios de Dinamarca, que le tenia precioso en su jardin de la casa de la calle del Barquillo, residencia de su embajada. Los ingleses lo eran de pura raza, y nos recibieron como gentes de la mejor sociedad, prévia la más irrecusable presentacion. Tiraban con unas magníficas pistolas belgas, tres pulgadas más largas que las nuestras: fiáronse á la suerte todas las condiciones, y tocó á cada cual el derecho de usar de sus propias armas. Durante los preliminares, Monreal y X fijaron su atencion en un inglés viejo, que sentado á la cabeza del tiro tenia un groom de pié á su espalda y un gran saco á sus piés: era sin duda un maniaco apostador.—«¡Ojo al saco!» dijo por lo bajo X;—y una mirada furtiva de Mr. Arnaud nos probó á Valleras y á mí que el francés habia tramado aquella conjuracion contra el saco del inglés. Tocó á los de Albion tirar los primeros; pusieron por primer blanco un huevo á treinta pasos: tiró el primer inglés, é hizo blanco: tiró el segundo con igual acierto; y hecho lo mismo por el tercero, nos tocó nues[126]tro turno á los españoles. Valleras permaneció impasible, apoyada la mano derecha en el pilar de la barandilla, para tener la muñeca libre de sangre y el pulso tranquilo; pero invitado por uno de los ingleses á hacer su tiro, dijo tranquilamente: «Mis compañeros y yo no hacemos ese tiro.»
Mr. Arnaud se mordió los labios, yo sentí palidecer mis mejillas, y los ingleses echaron sobre nosotros una mirada de compasion acompañada de una sonrisa, en la cual su esmerada educacion no llegó á marcar el desprecio. Valleras, sacando un puñado de monedas de á ochenta reales isabelinas y recientemente acuñadas, mandó al criado poner una en el blanco apoyada en el tapon de corcho tendido. Tomó su pistola, y pasándosela á Monreal para el primer tiro, dijo á los ingleses: «Nuestro tiro no pasa nunca de este tamaño.» El blanco se veia mal, porque no era blanco sinó amarillo, y á treinta pasos sólo lo veia un ojo de tirador; tiró Monreal y quitó la moneda; puso el criado otra, y Valleras me pasó la pistola con que él tiraba; puse yo mi alma en mi dedo índice, é hice blanco; Valleras dijo: «Yo no tiro eso: cuelgue V. mis nueve balas.» Valleras hizo su tiro; los ingleses saludaron respetuosamente, y el del saco se le entregó al groom, que desapareció con él. La apuesta paró en un refresco y en un puñado de monedas que Valleras y los ingleses dieron á Mr. Arnaud; y cuando á la mañana siguiente, al volvernos á reunir en el tiro de éste, argüia á Valleras por no haberse dejado ganar los primeros tiros para engrosar las puestas, Valleras contestó con su desenfado andaluz: «Mr. Arnaud, si V. habia pensado que nuestro blanco fuese el saco del inglés, hizo V. mal en pensar en nosotros para sostener tal apuesta.»
Valleras murió dos años despues, de una afeccion pulmonar; Monreal se metió una noche la bala de su último tiro en el cerebro... y yo abandoné el tiro, cuando mis compañeros abandonaron el mundo.
Al montar Ignacio Boix su librería en la calle de Carretas, dando á este ramo de comercio una forma y un impulso hasta entónces inusitado en España, X se ingirió en su casa como administrador, ya con ciertas pretensiones literarias, como amigo y conjunto inseparable mio: Boix aceptó la literatura de X bajo su palabra: dióse éste á escribir algunos artículos en El Pensamiento, semanario que Boix fundó: ganóse X la confianza de éste como habia ganado la mia, y Boix le comisionó para ir á establecer en Cuba y Méjico dos sucursales de su casa de Madrid.
Hé aquí el talento y la historia de las medianías que saben no desperdiciar la sombra de la más pequeña hoja que puede dársela: X empezó por adherirse á la pequeñísima sombra que mi pequeñísima persona comenzaba á proyectar: cobijóse despues á la sombra de mi casa: recogió como reliquias todos los borradores de mis manuscritos y todos los más íntimos pormenores de mi vida; y, al cabo de dos años, salió para Cuba, agente de la primera casa de librería, con mejor porvenir que yo, y con el manuscrito inédito de mi leyenda de El capitan Montoya, de la cual hizo cuatro ediciones en la Habana y Méjico, acompañándola de una biografía del autor su grande amigo, cuyo nombre iba con el suyo en la primera página, viva representacion de mi personalidad: segundo yo en aquellos países, que no pensaba yo entónces visitar despues de él, ni X pensaba que yo en ellos habia de hallar más tarde la huella de sus pasos. Volvió á Madrid en 1842, trájome grandes noticias de[128] mi gran fama por aquellos países y del éxito fabuloso de mi Capitan Montoya; pero ni á él le ocurrió darme, ni á mí pedírsela, cuenta de lo que sus cuatro ediciones habian producido. Entre amigos...
Entre tanto habia yo tenido un poco de fortuna en el teatro con mi Cada cual con su razon y las dos partes de El Zapatero y el Rey, y X me habia dado á leer aquella novelilla de Pietro Angelo Fiorentino, que habia traducido y publicado allá en compañía de mi Capitan Montoya y bajo las mismas bases de lucro para Pietro Angelo que para mí. Celebróme mi bienandanza teatral: y anudando naturalmente su antigua intimidad conmigo, siguió acompañándome á los ensayos en el escenario y á mi mujer en mi palco en las representaciones... y un dia me preguntó que qué me parecia su novela de El virey de Nápoles... y otro dia que si se podria hacer de ella un drama... y una noche que si yo querria transformar en drama su novela, y por fin que si, escribiéndola en verso y prosa, querria yo aprovechar los diálogos de la novela, y poniéndolos á nombre suyo, ponerle á él al par del mio como autor dramático: cosa que á él le daria una grande importancia con su principal Boix, etc., etc.
¿Por qué no habia yo de ayudar á hacerse hombre á un tan buen amigo? Me habia acompañado dos ó tres años cinco ó seis horas diarias, y dia y noche en las épocas de enfermedades y pesadumbres: habia empezado su carrera de escritor poniendo en las nubes mis versos y en boca de todos la prosa de mi vida... emprendí la transformacion de la novela El Virey de Nápoles en el drama Los dos vireyes; pero por más empeño que puse en semejante trabajo, le concluí convencido de que habia salido como no podia ménos de salir una obra[129] malamente confeccionada, muy desigualmente escrita y de éxito dudosísimo.
Llamé á X y le dije que en mi cualidad de buen amigo y de hombre leal, mi conciencia me obligaba á advertirle que Los dos vireyes era un tiro que iba á salir para él por la culata; y que al silbarme el público por primera vez, no faltaria á quien le ocurriera que escribiendo solo me habia hecho aplaudir, y que la asociacion con X me habia atraido la primera silba; y en fin, que aquel seguro mal éxito, en vez de procurarle reputacion y de abrirle la escena, le iba á desacreditar y á cerrársela para siempre.
Pareció X convencido de mis razones: y como la temporada cómica iba ya muy avanzada, la obra estaba prometida y yo obligado á dar la tercera del año, segun mi contrato, determinamos presentarla bajo mi solo nombre, y que corriera yo solo el riesgo de un desaire casi seguro del público y de una justa rechifla de la crítica por semejante rapsodia.
Entregué mi obra á Lombía: recomendésela á Cárlos, poniéndole en los pormenores de su historia: prometióme Cárlos, con el paternal cariño que me tenia, ponerla en escena con tánto más esmero cuanto ménos probabilidades de éxito presentaba: y pretestando yo no poder esquivar por más tiempo el compromiso de ir á pasar la Semana Santa con el duque de Rivas, partí á Sevilla, huyendo de la primera representacion de aquellos Dos vireyes, con cuyo azaroso porvenir dejé cargados á Mate y Cárlos Latorre, diciéndome al meterme en la diligencia: «ojos que no ven, corazon que no siente.»
¡Y qué recuerdo tan fresco, tan juvenil, tan poético, es el de aquel viaje y el de la estancia en la casa y con la familia de aquel tan gran poeta y tan grande amigo[130] como fué mio, aquel á quien yo llamaba mi ángel, á quien la posteridad llama duque de Rivas, y cuya memoria vive aún por la amistad en mi corazon, y en España por el Don Alvaro, que está todavía en pié sobre la escena en que hace cuarenta años que apareció!
Desde que Juanito Donoso y Nicomedes Pastor Diaz primero y Villalta despues, me habian dado trabajo en sus periódicos, no habia yo dejado pasar una semana sin publicar una ó dos composiciones por lo ménos: en tres años habia de ellas coleccionado ocho tomos mi primer editor Delgado. Desde que García Gutierrez me habia abierto la escena, asociándome á él en el Juan Dándolo, habia yo presentado seis dramas, benévolamente acogidos por el público, que tuvo sin duda en cuenta al aplaudírmelos mi poca edad y mi constante trabajo: tenia yo mucha priesa de meter ruido que llegara á los oidos de mi padre, emigrado en Francia, y no me remuerde la conciencia de haber desperdiciado aquel tiempo viejo. Era la primera vez que cogia yo un mes y un puñado de onzas para mi solaz. Mi miedo al éxito de mis Dos vireyes, pedia á Dios alas para huir de Madrid: y el editor D. Manuel Delgado, que era el único que sabia lo que yo valia en dinero, que me gruñó siempre, pero no me negó jamás el que le pedí, me dió el susodicho puñado de onzas, para sustituir con un asiento en la diligencia las alas que Dios no ha concedido á ningun poeta al lado de los homóplatos. Dióme Lombía una docena más de aquellas graves y amarillas monedas que por atrasos de mi sueldo me era en deber, y otra docena Boix por adelanto y seguridad de mi primer tomo de leyendas: dejé las dos docenas á mi familia; y con el primer puñado en el bolsillo, me acomodé en la berlina, que despues hemos llamado coupé,[131] de la diligencia que á las tres de una mañana de marzo arrancaba para Sevilla, de la calle de Alcalá.
Llevaba por compañeros á D. Juan Jústiz, noble mozo habanero, de tan mala salud como buena educacion, y tan sobrado de rentas como falto de humor para gastarlas; á quien acompañaba Lorenzo Allo, otro habanero de tan buen humor y tan buena salud como poco amigo de guardar su dinero, con quien habia trabado yo amistad en el tiro de Mr. Arnaud y en el gimnasio del conde de Villalobos.
Era este Lorenzo Allo el mejor amigo y el más agradable compañero del mundo: tan enjuto como récio, era nervioso hasta tener trémulas las manos, á pesar de lo cual tomaba café cuatro veces al dia; y usando en anteojos de oro unos cristales de muy bajo número, alternaba con los primeros tiradores; sin que me haya podido yo dar cuenta de cómo veia el blanco, ni de cómo sujetaba é inmovilizaba sus nervios para hacer finísimos tiros. Teníame una sincera amistad y sabia de memoria muchos versos mios: dábame tan buenos consejos como malos ejemplos; y tan diestro boxeador como mediano humanista, estaba siempre dispuesto á saltar un ojo de un puñetazo á quien no le concediera sin discusion que era yo el primer poeta de ambos mundos. Cuidaba de mí en el gimnasio como si fuera yo de cristal, y de mi honra como si fuera la suya, é hijo yo de su mismo padre.
Jústiz y yo le hicimos administrador de ambos durante el viaje y le entregamos nuestros dineros: aquel para no tener el trabajo de pensar en ellos, y yo para ahorrarme el de contarlos: negocio que era por entónces no poco peliagudo en España, con los ocho cuartos y medio de sus reales, los ciento setenta de sus duros,[132] los trescientos veinte reales de sus onzas, las tres onzas y dos duros de sus mil reales, etc.; de modo que la más mínima cuenta tenia siempre más picos que una custodia.
La noche estaba fria, lejano el amanecer, y los tres viajeros de la berlina que habíamos acudido con tiempo por no habernos acostado, estábamos en nuestros puestos desde que empezaron los mozos á cargar el carruaje, durmiendo tranquilamente bien embozados en nuestras capas. La empresa era nueva, y en competencia con la antigua: el conductor ocupó el pescante y al dar las tres en el Buen Suceso, dió una voz y tendió su fusta á los caballos, que nos arrebataron entre el ruido de sus herrados cascos y de sus agujereados cascabeles.
La nueva empresa habia montado á la francesa sus tiros, sustituyendo al antiguo rosario de mulas, enfrenadas sólo las dos del tronco y las seis restantes encomendadas á un muchacho ginete en el mingo delantero, un tiro de seis buenos caballos todos embridados; dos en la lanza y cuatro en balancin. Aquellas nuevas diligencias, carruajes de sólo berlina y rotonda, eran unas especies de sillas de posta; y eran á las antiguas galeras y diligencias lo que hoy son á aquellas sillas de posta las locomotoras y trenes de los ferro-carriles; pero aquel ruido de los cascabeles, aquel perpétuo vocerío con que á sus caballos animaban los mayorales, aquellos zagales dicharacheros que enganchaban y recogian los tiros en las remudas, aquellos venteros y maestros de postas, aquellas hosterías en donde se hacian los altos y las comidas, conservaban el carácter jaranero y alegre de nuestra patria y la tierra por donde viajábamos los españoles; y se veia el país, y se bromeaba con las paisanas; y sea dicho en paz, no tenia[133] tantas ventajas para los intereses materiales, pero tenia más poesía que el actual nuestro modo de viajar del tiempo viejo. Los caballos daban cierto decoro de caballeros á los viajantes; y no todo el mundo podia permitirse el lujo de viajar en berlina de una silla-correo, que corria por el centro de la calzada, pasando al vulgo de los viandantes; la máquina lo arrastra todo, y los caballos arrastraban la flor de lo arrastrado, y bien lo decia el refran: «de las vidas arrastradas... la del coche.»
El en cuyo coupé íbamos Allo, Jústiz y yo paró en Ocaña para almorzar. Sin que Allo y yo hubiéramos bajado los cristiles, ni hablado con los viajeros del segundo compartimento en las postas pasadas, por respeto al descanso de Jústiz, que iba convaleciente de larga enfermedad, con fuentes abiertas en los brazos y encomendado á nuestra amistad por su cariñosa familia. Pero al apearme en Ocaña, unos brazos poderosos me arrebataron del estribo, y al depositarme en tierra me decia la voz vigorosa del individuo á quien aquellos fornidos brazos correspondian:—«¿Aquí tú, Pepe?»—Era Paco Elipe, diputado bullicioso, poeta un poco excéntrico, pero no despreciable, hacendado manchego y amigo leal, de quien ya apenas hace nadie memoria; pero de la de quien voy á traer algunos recuerdos á estos mios de aquel viejo tiempo.—¿Quién es tan descortés ni tan ingrato que no se pare á dar un apreton de manos al viejo amigo, á quien encuentra por acaso en el viaje de la vida? ¿Y qué son estos recuerdos más que un viaje de vuelta por el casi borrado rastro del florido camino de mi juventud?
Paco Elipe fué sócio del Liceo y escribió de todo, en verso y en prosa; y empezando por un drama en compañía de Romero Larrañaga, titulado La Vieja del[134] Candilejo, cuyo plan está no más preparado y versificado limpia y galanamente: escribió otros más, y tuvo sus éxitos y sus aplausos y su reputacion no inmerecidos y fué uno de los que, con quienes empezábamos á hombrear, arrimó el hombro para empujar el carro del progreso de aquella época. Recto y tenaz, y de vigorosísimo carácter, hacia y decia las cosas de muy original y personalísima manera. Un dia cerraba con lacre una carta, y echándose por descuido una gota de él encendida en un dedo, en lugar de sacudírsela dijo, conservando el dedo inmóvil: «¡Bruto Paco; para que no seas torpe otra vez!» Y dejó apagarse el lacre en la carne. Una noche sorteamos en el Liceo varios argumentos para una improvisacion, entre varios poetas, y tocóle á Elipe el de la Noche-Buena.
El tiempo dado para el trabajo de la improvisacion era el de una hora, al fin de la cual comenzaba la lectura de las composiciones en la tribuna; llegó su turno á Elipe, y en medio de muchas redondillas facilísimas, en que describia todo el tumulto que traen consigo los panderos, zambombas y el jaleo de aquella noche de la Misa de Gallo, soltó con la mayor formalidad la semiblasfemia de esta cuarteta:
Y continuó su descripcion de la Noche-Buena con tanta imperturbabilidad suya como estupefaccion del auditorio.
Fué el amigo más consecuente de José Fernandez[135] de la Vega, el fundador del Liceo, mal recompensado por todos los á quienes hizo hombres con el establecimiento de tan única y brillante sociedad. El Gobierno no supo dar á Vega más que el Gobierno de una provincia de tercer órden; y Paco Elipe fué el más fiel amigo de aquel á quien tantos faltaron.
Pero de Paco Elipe haré más larga y justa mencion más adelante, porque espero en Dios que me dará tiempo de hacerle una visita en su palacio solariego de Manzanares: y ocasion de hallar en él materia para más curioso relato.
Con este mi tercer compañero de viaje almorcé en Ocaña, en un parador nuevo, en una mesa muy limpia y enflorada, servida por dos buenas mozas de diez y ocho y veinte años, de trigueña tez, boca sensual y risueña, grandes, negros y retozones ojos, moño de picaporte con zorongo de largos cabos, y robustez muy mal disimulada en sus ceñidos corpiños, y sus estrechos y cortos guarda-pieses.
El conductor nos presentó á los postres un libro en blanco, en cuyas hojas rogaba la empresa á los viajeros que anotasen las faltas de servicio para corregirlas. Elipe y yo acusamos en ellas, y en unas quintillas, al posadero de hacer servir su mesa por aquellas dos muchachas, que embelesaban á los viandantes para que no comiesen más que ojeadas y sonrisas, productoras para ellas de dobles propinas y de vanas esperanzas para los comensales; y pedíamos á la empresa que, ó suprimiese aquellas dos muchachas, ó que cambiando las horas de salida de sus carruajes, dispusiera que los viajeros no almorzaran, sinó que cenaran y pernoctaran en aquel parador de Ocaña.
[136] El 1.º de Abril á las siete de la mañana nos apeamos de la diligencia en Sevilla, café del Turco, calle de la Sierpe. Salia yo á ver la tierra por primera vez; y como el pájaro que deja por primera vez el nido apenas emplumado, y goza de la luz, la vida y la libertad, desempolvando sus plumas entre el fresco césped y las primeras margaritas, y se baña en el brillante ajófar y las líquidas perlas de las gotas de agua que desparrama el Guadalquivir en sus siempre verdes orillas, me salí por la Puerta del Arenal á ver el puente, y el rio, y la Torre del Oro, y á respirar aquel ambiente perfumado de azahar, y á bañarme en aquella luz, reflejo dorado de la del Paraiso; á pasar, en fin, una mañana de muchacho que hace novillos.
Y fué aquel uno de los pocos dias que en mi vida cuento como felices, y cuya dicha tuvo fin y colmo en mi nocturna presentacion en casa del egregio poeta, del cariñoso amigo, del entretenidísimo conversador, y del nunca olvidado autor del Moro expósito y del Don Alvaro.
El recuerdo de la amistad, de la casa y de la familia del duque de Rivas es una isla de arribada en el revuelto mar de mi existencia, un oasis frondoso en el arenal desierto de mis estériles aspiraciones, una tienda de reposo en el pedregal por donde ha hecho peregrinar mi inutilidad viviente, mi improductiva é improvisora poesía. La casa del duque en Sevilla es en mis recuerdos un nido de ruiseñores, donde fué á albergarse una noche de primavera una golondrina desanidada.
Esto digo yo de Sevilla en La leyenda de los Tenorios, y esto hice cuando fuí á aquella ciudad sin más objeto que á ver á Sevilla y á vivir. No existian aún en España las academias y los profesores de bombo, ni La Correspondencia anunciaba la salida de Madrid de don Fulanito y doña Menganita, ni nos habian hecho cardenales, tratándonos de Eminencias, á los que por algo comenzábamos á distinguirnos los que aún no se distinguian por su profesion de bombistas; ni habíanse aún establecido las sociedades y comisiones de aplausos mútuos que anuncien, calificándolo de aconte[138]cimiento, la partida, la llegada ó el resfriado de cualquier medianía ó nulidad, á quien cuatro amigos, si no ella misma, dan importancia miéntras se lee el número en que se da ó se la da bombo: así que pude yo pasearme por Sevilla con Allo y Jústiz sin riesgo de hacerme enemigos todos los liceos, ateneos y teatros caseros, cuyas invitaciones rehusara, y cuya sancion necesita hoy todo hombre notable para pasar por donde pasa, como moneda resellada, en cada provincia. Algunos curiosos iban á ver cómo era el autor de El Zapatero y el Rey cuando entraba ó salia en el café del Turco, donde se hospedaba; y el tal autor salia ó entraba en su alojamiento, y gozaba de aquel sol y aspiraba aquel aroma de azahar que llena los paseos y las alamedas, y visitaba aquellos viejos y moriscos edificios, por y entre los cuales anduvo el rey, tan popular como mal juzgado todavía, de su drama El Zapatero y el Rey. Hacia, en fin, la vida que en Sevilla se hacia: la del pájaro, como dije en mi número anterior; picotear los capullos de las rosas y de los azahares, cantar y esponjarse á la sombra y entre las hojas de los naranjos y las magnolias, y vagar de barrio en barrio, como los pájaros de rama en rama, hasta la hora de acogerse al nido de los ruiseñores, que era la casa del duque de Rivas.
En ella duraban algunas caseras costumbres de nuestras nobles familias de los siglos del Renacimiento. La del duque se reunia en las primeras horas de la noche en torno de una gran mesa; donde, presididas por la duquesa, trabajaban sus hijas en alguna labor, y leian ó dibujaban sus hijos, ó escuchaban todos al duque, que les leia ó recitaba algunos de sus característicos romances, ó algunas de las consejas por él recientemente desenterradas de bajo alguna piedra mal segura del rincon[139] de una callejuela de Sevilla. El duque leia sus versos con un entusiasmo, un tono y una gesticulacion esencialmente suyos y completamente originales; y acompañaban su voz el murmullo del aire en las hojas y del agua en las fuentes del jardin, sobre el cual se abrian los dos balcones de aquella estancia. El cariñoso respeto y la cordial é infantil admiracion de su numerosa familia para con el padre y el poeta, era la cualidad característica, el fondo típico de aquel cuadro de interior, en cuya atmósfera se respiraba la más sincera alegría y la más tranquila felicidad. Aquellas cabezas juveniles de las muchachas, en cuyos ojuelos retozones chispeaba la curiosidad reprimida y en cuyos labios retozaba la maliciosa sonrisa; las inteligentes fisonomías de los muchachos, Enrique reflexivo y Alvaro bullicioso; aquellos álbums, grabados y caballetes abiertos siempre, ó siempre cargados de algun trabajo no concluido; aquellos retratos de los hijos, pintados por el padre; aquel piano siempre abierto, y aquellos tres salones seguidos, en donde siempre habia murmullo de música ó de poesía, y cuyo silencio era el són del agua y los árboles del jardin, daban á aquella casa un carácter especial, único y típico, que me hizo calificarla de nido de ruiseñores, y cuya paz fuí yo á interrumpir con el desordenado turbion de versos de mi leyenda de La cabeza de plata, de la cual iba escribiendo el último capítulo durante aquel viaje. Habia en aquella leyenda (que el fin se publicó bajo el título del Talisman, y de la cual ya nadie probablemente se acuerda), un enamoradísimo Genaro, á quien vuelve loco la cabeza de una hermosa Valentina, cortada por un bárbaro y celoso tutor, cuya historia no sabia yo á punto fijo cómo concluir, pero que entusiasmó á la duquesa, complació al duque por lo que me[140] queria, y encantó á las muchachas por lo romántica y apasionada.
Pasemos pronto por tan gratos como personales recuerdos: la muerte nos quitó de delante aquel ídolo á quien adorábamos, gloria de España, cuyos versos hemos aplaudido no ha muchos meses en el teatro en su Don Alvaro; y no quiero que su recuerdo parezca en estos mios como motivo de alabanza propia, ni como afan de propio engrandecimiento á la sombra suya, ni como halagüeña adulacion á los hijos vivos del amigo muerto; de cuya viva estimacion vivo seguro, por los puros recuerdos de aquellos dichosos dias y de aquellas deliciosas noches.
Obligábame á pasar á Cádiz un asunto de familia; y librándome á fuerza de voluntad del encanto con que en Sevilla me retenia la sociedad del duque, me embarqué con mis compañeros en un vapor que descendia el Guadalquivir. No habia yo visto el mar; y para no verle prosáicamente desde una playa, me eché á lomos de aquella serpiente de plata, que deshace las móviles escamas de sus dulces ondas en las amargas profundidades del que rodea y arrulla aquel canastillo de plata, que se llama Cádiz. Ni de esta ciudad ni de la de Sevilla diré una palabra más; porque ni hay ya nada que de ambas en prosa y verso no se haya dicho, ni estos recuerdos son memorias históricas, ni relacion de impresiones de viaje, que obligan á seguir lógica y consiguientemente una narracion; sinó la consignacion de mis ideas en un papel, segun en mi imaginacion desordenadamente se van presentando. Está ya convenido que el autor del Zapatero y el Rey y de Margarita la Tornera es un poeta... bueno ó malo, grande ó pequeño: pero ¿cómo fué poeta? ¿Cuáles fueron los gérmenes[141] de su inspiracion? ¿Qué influencia han tenido en sus escritos las vicisitudes de su vida? ¿Qué hay en la suya íntima, puesto que no la tiene pública no habiendo sido nunca más que poeta? Esto es lo que él solo puede decir, y esto es lo que exponen estos sus Recuerdos del tiempo viejo, tan desprovistos de interés como de órden, por ser personales y desligados de toda adherencia con la política, el progreso, la vida, y en una palabra, de la generacion en que ha vivido, como una planta parásita sin raices que á su tierra la sujetaran.
Poseia en Cádiz una persona de mi familia una de las pocas huertas, que reverdecen en el escaso terreno de su puerta de tierra.
Ni la dueña de aquella posesion conocia su finca, ni jamás habia estado muy clara la historia de ella; habíasela cedido un pariente suyo en cambio de unos terrenos en Ultramar; y tasada sin duda en más de lo que valia, no redituaba lo que de su capitalizacion podia esperarse. Habia habido en ella en otro tiempo un establecimiento industrial, cuyo abandonado edificio é inútiles utensilios habian ido vendiéndose cuando la ocasion se habia presentado. Teníala entónces en arriendo un signor Doménico Maggiorotti, genovés ó livornés, de una honradez sin tacha, el cual daba cuentas cuando se le pedian, descontando siempre algo por gastos hechos en recomposiciones absolutamente necesarias, como reconstruccion de tapias y renovacion de puertas. De vez en cuando habia hablado de calderas viejas y de útiles ya inútiles de hierro, que allí arrinconados existian, cuya venta le habian propuesto y para cuya enajenacion pedia permiso; diósele siempre la propietaria, y el livornés tuvo siempre á su disposicion el precio de lo vendido. Las cuentas del año anterior[142] estaban con él todavía pendientes, y por el mes de Febrero del que corria habia pedido permiso para vender la piedra de una especie de estanques ó secaderos de cera; que cerería aseguraba que habia sido el arruinado establecimiento industrial de la finca. De la aclaracion de estos hechos y del cobro de la renta del último año iba yo encargado, con legal poder y ámplias facultades de su propietaria.
Fuíme una tarde con Allo á la huerta del Maggiorotti, quien, segun costumbre de su país, se llamaba abreviadamente Ménico, y á quien entre las gentes vulgares con quienes trataba, llamaban unos el señor Ménico y otros el tio Mónico; no alcanzando la abreviatura del nombre italiano. Dimos en la huerta, y topamos en ella con el signor Ménico Maggiorotti; que era efectivamente mayor en años y en estatura que Allo y yo juntos, y uno de los mayores hombres con quienes yo he tropezado en mi vida. Tenia, segun nos dijo, setenta y dos años, y segun vimos cerca de seis piés de alto, con una cabellera y unas patillas como la nieve, unas cejas crecidísimas, bajo las cuales relampagueaban dos ojazos de un azul pardo y de una admirable limpidez; una tez curtida como si hubiese pasado mucho tiempo expuesto á los aires del mar; una boca grande de perpétua sonrisa y guarnecida aún de su completa dentadura, y unos hombros, unos brazos y unas manos fornidos, musculares y encallecidas, como de quien debia de haber pasado largos años en rudo y continuado ejercicio.—Saludéle yo afablemente; díjele quién era, y exhibíle mis credenciales; tendióme él su diestra llevando la zurda al sombrero, y miéntras por poco no me desmonta las catorce coyunturas de mi mano entre las de la suya, me dijo con una voz como de contramaestre hecho á man[143]dar la maniobra entre la tempestad:—«Mañana á las diez le llevaré á usted á su casa ocho mil reales, y los seis mil trescientos restantes, el dia 30, á la misma hora: porque no habiéndome usted avisado de su venida, no le tengo juntos los catorce mil trescientos del total de su cuenta.»
Ocurrióseme decirle que á mí, como el más jóven, correspondia ir á su casa; y contestóme, frunciendo más el entrecejo, y mirándome como quien necesita seis como yo para almorzar:—«Si tiene V. empeño de ir á mi casa, vaya; pero yo no hago ningun trato en mi casa, sinó en los Montañeses que tengo en frente de ella, y ante un jarro de manzanilla, como tal vez no es costumbre entre los señoritos de Madrid, y yo pago siempre.»
Acepté, tomé en mi cartera las señas de la casa y despedímonos hasta las diez de la mañana siguiente. Allo y yo convinimos en que aquel viejo tenia trazas de haber sido tallado sobre el modelo del Laoconte, y de ser un hombre tan formal como poco hecho á sufrir cosquillas.
—Parece que no tiene muchas ganas de recibirte en su casa—me dijo Allo.
—Y no sé por qué las tengo yo de meter en ella las narices,—le dije yo; y nos fuimos á buscar á Jústiz, para ir á la ópera.
Al dia siguiente, exacto como un suizo, me presenté á las diez en casa del signor Ménico, que la tenia en una calleja cerca de la muralla y en frente de una tienda de montañeses; á la cual se entraba por un patinillo cercado de un emparrado, bajo cuyos vástagos se veian cinco ó seis mesillas, con sus correspondientes bancos, éstos y aquellas clavados, que no asentados en el suelo.
La casa del signor Ménico Maggiorotti tenia su parte habitable en el piso principal, que, sostenido sobre dos postes, gravitaba entero sobre ellos y las paredes maestras de un gran portalon, todo lleno en derredor de bien apilados sacos de lana, en la cual comerciaba su propietario. Enclavada en la pared de la izquierda, pendiente, estrecha y de un solo tramo, una escalera de madera con su pasamano remataba en una puerta de maciza encina, único paso al piso superior; y en vez de postigo en ella abierto, se abria en la pared derecha un ventanillo, que dominaba el portalon, y desde cuyo ventanillo, un hombre armado de una escopeta de dos tiros ó de un par de pistolas, podia defender la subida y la entrada de una docena de asaltantes, que caerian infaliblemente uno tras otro ántes de que ninguno lograse forzar la puerta. Mil suposiciones, á cual más absurdas, forjó mi imaginacion de poeta y mi juvenil inesperiencia sobre las riquezas, la avaricia y el misterio de la vida del signor Ménico á la vista de aquellos sacos de lana, que representaban un buen par de sacos de duros, y de aquella colocacion de postigo y escalera, que delataban muy calculadas precauciones.
Y todos estos supuestos me los hice yo como autor acostumbrado á preparar la escena de mis dramas, y como maniático tirador que no veia por donde quiera más que escenarios ó tiros de pistola; miéntras el corpulento signor Ménico venia á presentarme su mano de Titán, abandonando un saco de lana sobre el cual dormitaba ó echaba cuentas á mi llegada. Saludámonos, y atajando tiempo y cumplidos, el viejo italiano, con su vigoroso acento, pero en un tono cariñoso y dulcísimo, aunque imperativo, pronunció, llamándola, el más bello nombre de mujer que habia yo oido nunca.
—¡Stella!—dijo, y á su voz asomó al ventanillo una cabeza rubia, que respondió con una voz de indefinible dulzura: «Eccomi, nonno.»—«Troverai un sacco con un pò di danaro sulla tavola: portalo colla vesta:»—repuso Maggiorotti, y, unos momentos despues abrióse la puerta y descendió, con el saco y la chaqueta por él pedidos, la más deliciosa y poética criatura. Era una muchacha diez y ochena, blanca como una perla, rubia como un querubin y ligera como una corza. Traia el cabello recogido en dos trenzas sobre los hombros, con dos ligeros rizos flotantes sobre las sienes, un corpiño de terciopelo negro abrochado hasta el cuello con botones de plata, y un delantal blanco encima de una falda gris; por bajo cuyos ribetes se la veia bajar sobre dos piececitos inconcebibles, metidos dentro de dos escarpines de charol con hebillitas de plata. Stella la habia llamado su abuelo, y á mí me pareció, en efecto, la estrella de la mañana.
Notó el viejo la impresion que en mí hacia la presencia de aquella criatura, y diciéndola: «son qui alla bottega col signore,» la despidió. Saludónos ella, y, al desaparecer en lo alto de la escalera, me sacó maese Ménico de su portalon, diciéndome: «es mi nieta;» seguíle yo, sospechando si podia ser un ángel á quien aquel viejo demonio debia de haber arrancado las alas, y nos metimos uno tras otro en el patio de la tienda de los montañeses.
Va á ser más fácil de comprender para mis lectores que para mí de relatar, la escena de mis cuentas con el signor Ménico Maggiorotti; porque la forma y consecuencias de tal escena son tan comunes y vulgares, como extraño y fantástico su fondo. El hecho en resúmen, por más empacho que confesarlo me cueste, fué que el[146] signor Ménico, bebedor consuetudinario, enterró en el fondo de un jarro de manzanilla la razon de un muchacho, para quien era exceso lo que para aquel costumbre; la manera visible con que se efectuó este entierro, fué la de ingerir una á una en el estómago las aceitunas de un plato, y otra á otra las cañas en que Ménico vaciaba el contenido del jarro; cuya vulgar operacion vieron sin curiosidad ni extrañeza los propietarios del local que detrás del mostrador estaban; pero su fondo, es decir, la intencion del signor Ménico y el pensamiento mio, es lo de todos áun ignorado, y lo que voy en breves palabras á revelar; si acierto con las frases á propósito para escribir tan vulgar como fantástica situacion. Comenzó el corpulento administrador por enterarme, entre las dos primeras aceitunas y las dos primeras y aún inofensivas cañas, de las partidas de cargo y data de su cuenta, y de la que á favor de mi poderdante resultaba; vació en seguida el saquillo que le habia entregado su nieta, y apiló con la destreza y rapidez del más ducho banquero de cabecera, primero las monedas de oro, despues los pesos, y en fin, las pesetas, que componian la suma que me correspondia: cuatro mil reales en onzas y cuatro mil en plata; hizo rollos primero del oro, despues de los duros y de las pesetas; hízome guardar los primeros en los bolsillos del pecho de mi levita y en los del chaleco; metióme los de las pesetas en los del pantalon, y haciendo un lio de los de los duros en mi pañuelo, lo colocó dentro de la comba que mi brazo izquierdo trazaba sobre la mesa, é introduciéndome la cuenta en el bolsillo del relój y guardando él mi recibo en su cartera y ésta en el inmenso bolsillo de su chaqueton de pana, dijo: «ahora emprendámosla con el manzanilla.»
Pero todo esto que él hizo y que yo le dejé hacer, lo hizo él con la calma, el aplomo y la prevision de quien sabia lo que iba á suceder, no queriendo que sucediera nada que fuera en perjuicio de su honradez de buen administrador y de pagador exacto.
Bebíamos y hablábamos del estado de la huerta, de lo que yo hacia en Madrid, y de lo que pensaba hacer en adelante; de lo que él habia hecho en Génova y en algunas otras partes del mundo por tierra y mar. De mi manera de vivir debió comprender él muy poco, por ser para él los versos despreciable capital y mezquino género de comercio; y de lo que él habia hecho no comprendia yo tampoco mucho; porque además de que me lo contaba por terceras partes, en dialecto genovés, en italiano y en español, formulaba su narracion con tales circunloquios y digresiones, que tan pronto llevaba mi atencion por el mar, en un buque que iba y volvia á no recuerdo qué puntos de América; como por entre los fardos, las cuentas y las disputas de una casa de tráfico en un puerto del Mediterráneo; ya me hablaba de los granaderos de Nápoles y de una campaña de Italia, ya de un barco pirata y de encuentros con los contrabandistas de la montaña; ya de una casa tranquila y pintoresca de la campiña de Livorno, cuyo interior tenian hecho un cielo una hija y tres nietas como pintadas por Rafael: ya de una especie de génio siniestro de su familia que habia enterrado vivas á todas aquellas mujeres... y yo le escuchaba mirándole, á través del manzanilla sin duda, ya soldado, ya pirata, contrabandista, comerciante, padre, marido y abuelo de aquellos séres, que, tan hermosos como desventurados, pasaban todos por delante de mí, y saludándome bajo la forma de aquella Stella, que acababa de aparecer y desaparecérseme en[148] el portalon de la extraña casa de maese Ménico Maggiorotti.
Esta era mi idea fija, y la única clara que en el turbio cristal de mi mente se dibujaba; en cuanto el más mínimo intervalo de aspiracion ó reposo del viejo Ménico me lo permitia, intercalaba yo mi eterna pregunta—«¿y Stella?»—á la cual oponia él tenazmente su eterna respuesta—«mi nieta: mi última nieta»—y continuaba bebiendo y hablando, y yo contemplando su enorme boca, ya jurando en genovés, ya dilatándose en homéricas carcajadas; y sentíame fascinado por aquellos dos ojos que brillaban inquietos y chispeantes bajo el toldo blanco de sus nunca recortadas cejas. A veces enjugaba una lágrima con un pañuelo de algodon, que sacaba y metia rápida y facilísimamente de un bolsillo, en el cual cabria con comodidad una pieza entera de doce pañuelos; y á veces dando un formidable puñetazo sobre la desvencijada mesa, hacia saltar en ella el jarro, las cañas y mis rollos de duros envueltos y anudados en mi pañuelo de batista, sobre el cual ponia él su mano como único objeto de que habia que cuidar, diciendo «mi scusi... ma...» y miraba al cielo cerrando el puño. Yo, asegurando tambien por instinto mi dinero, aprovechaba aquel respiro para dirigirle mi eterna pregunta—«¿y Stella?»—y él exclamó al fin levantándose y apabullándose de través su sombrero hasta las orejas:—«¡Dio santo! ¡Stella... Stella!—¡Sventurata! ¡Condamnata á morte comme tutte le altre!»
Habia yo llegado á aquel período en que el mundo baila y gira en torno del mal bebedor, y al levantarse el signor Ménico, quise tambien ponerme derecho; pero al levantarme comprendí que mis piés no podian cómodamente con mi cabeza. Dióme el brazo maese Ménico;[149] metióme el pañuelo de duros en el bolsillo izquierdo de atrás de mi levita; y arrollando este bolsillo en el faldon correspondiente, me lo colocó bajo el brazo izquierdo, y diciéndome en su galimatías:—«Niente, niente: en diez minutos se pasa todo: tenga firme el brazo, ed avanti sempre: questo vino non é che fummo.»
Me sacó á la calle, me acompañó no sé hasta dónde; y yo, sintiendo reirse y danzar al rededor mio la gente, la muralla, los árboles, las fuentes y las casas, llegué á la mia, y dí conmigo y con mi dinero en brazos de Jústiz, que casi lloraba, y de Allo que reia como si él fuera el borracho. Yo, con una lengua que me pesaba seis arrobas, acerté á decir—«ahí traigo ocho mil reales... acuéstenme... y déjenme dormir»—me dejé desnudar, y ni ví cuándo me dejaban solo, ni sentí cómo me cerraban puertas y ventanas; y en la lobreguez de aquel vergonzoso y forzado sueño de mi primera embriaguez, no surgió luminosa, ni siquiera por un instante, la pura y poética imágen de aquella Stella fotografiada en mis pupilas y en mi cerebro, desde que apareció en el último peldaño de la empinada escalera del portalon de maese Ménico.—¡Tánto rebaja y embrutece tan innoble vicio al hombre inspirado por la más espiritual y fantástica poesía!
No recuerdo si desperté ó me despertaron: pero anochecia cuando abrí los ojos, y me hallé entre el melancólico Jústiz y el siempre alegre Allo: interrogábanme ellos y respondíales yo: pero, ni me atrevia, ni podia explicarles lo que todavía no se acusaba bien definido en mi confusa memoria; excepto la de Stella, que, como la de los Magos, fué lo primero que brotó claro del caos espirituoso que aún envolvia mis enmarañados recuerdos.
Allo, hombre de sentido práctico, concluyó por declarar que lo que sacaba en limpio de mi inconexo relato era, que el viejo italiano, fiel á las costumbres del país, habia hecho beber más de lo que podia al que no la tenia de beber en ayunas; pero que no habia motivo alguno de queja, ni acusacion en él de torcido intento, puesto que los ocho mil reales estaban completos y su cuenta exacta y sin tacha. Que aceitunas y manzanilla era una nutricion andaluza insuficiente, aunque excesiva para un castellano viejo; y que lo más acertado y perentorio era sentarnos á la mesa, y que yo echara un buen lastre en mi estómago, deslabazado por un vino chacharero y poco arropado, como la gente ligera de ropa de la caliente Andalucía.
Sentámonos, pues, á la ya preparada mesa, que alegró Allo con su conversacion un poco verde, que escuchó Jústiz con su atildada compostura, y las dos hijas de la casa, sin darse por entendidas de lo hablado, en atencion á una noble botella de Sillery que destaponó y las sirvió Allo en són de próxima despedida; pues segun anunció, debíamos embarcarnos para Málaga á la siguiente noche.
Y no sé por qué á tal anuncio se me oprimió el corazon.
Comí poco, bebieron Allo y las muchachas, y á instancias del impaciente Jústiz, que no queria perder la salida de Salvatori en Los Puritanos, ocupamos nuestras lunetas (hoy butacas) en el teatro. Una de las mayores desventuras con que castiga Dios á un hombre es la de crearle poeta; es peor que si le creara bizco: todo lo ve de través, y en cambio de los imaginarios goces con que embelesa su espíritu, le estravía en el mundo real y le condena á vivir fuera de su época y extraño[151] generalmente á sus contemporáneos. Los Puritanos son para mí la más deliciosa partitura de la escuela italiana; no tienen una nota de desperdicio, y yo he sabido de memoria música y letra, á pesar de que el libreto del conde Peppoli es indigno de aquella sentida inspiracion de Vincenzo Bellini. Pues bien; yo escuché aquella noche Los Puritanos como quien oye llover: no me dí cuenta de nada de lo que en escena pasaba; y desde que el primer coro cantó:
yo no pensé ni me fijé en más que en el recuerdo de la pálida nieta de Ménico Maggiorotti, como si fuera la tiple que por la escena se movia: al llamarla el bajo l'angelica sua Elvira creí que se equivocaba, y al oir al tenor juzgarla tremante ed spirante, los ojos se me arrasaron en lágrimas. ¡Qué desventura la de nacer poeta! ¿Qué tenia yo con la nieta de maese Ménico? ¿Sentia por ella desgraciadamente una de esas pasiones que nacen, crecen, se desarrollan y hacen feliz ó infeliz á un hombre en cinco minutos? Nada ménos que eso: era una impresion poética, un misterioso castillo en el aire, forjado sobre la vulgarísima historia de un tratante en lanas italiano que tenia una nieta que se llamaba Stella; era que acababa yo de compaginar el asunto italiano de mis Dos vireyes, cuyo éxito me tenia inquieto, y aquella inquietud, unida al recuerdo de lo que en aquel drama pasa á la enamorada Anunciata, me hacia esperar de Stella una heroina de un cuento, fin de la historia de la representacion de mi drama; era, en fin,[152] la curiosidad, el sueño, el delirio de un poeta, que no ha visto nunca la vida tal como es, ni las personas vivas sinó como personajes: era una muchacha rubia, vista á través de una copa de manzanilla, vino chacharero y poco arropado, como decia Lorenzo Allo.
Antes de acostarnos, acordaron éste y Jústiz nuestra partida para Málaga: declaréles yo mi resolucion de quedarme: tenia que cobrar el 30 los 6,000 reales de mi crédito con maese Ménico. Allo se echó á reir: Jústiz me miró tristemente. Allo me dijo: el italiano es hombre formal; lo mismo te pagará el 30 que el 10, que estaremos de vuelta.
—No, repuse; quiero concluir mi Cabeza de plata.
—Otra cabeza rubia es la que ha barajado el seso de la tuya.
—Idos: me quedo.
—Pues nos iremos: quédate; pero volveremos por tí, y velis nolis, aunque haya que romper alguna cabeza, tú volverás á Madrid conmigo—dijo Allo—y nos acostamos.
Allo y Jústiz partieron á Málaga á la noche siguiente: en la mañana del otro dia cambié yo de alojamiento: me ofendia la sonrisa perpétua de aquellas dos muchachas morenas y alegres que me habian visto volver de través, abrazado con el pañuelo de duros de Ménico: me disgustaban los ojos negros, los rizos negros y las formas redondas de aquellas dos andaluzas: yo soñaba rubio, veia rubio, adoraba lo blanco, lo esbelto y lo ligero; lo robusto, lo redondo, me parecia materia bruta: lo blanco, flexible y delicado, espíritu y corazon; lo andaluz, carne y prosa; lo italiano arte y poesía.
Me instalé en el hotel del Correo, donde no habia más huésped que un inglés, y cuyo camarero era italia[153]no. Púseme á concluir mi Cabeza de plata, para podérsela leer completa á la duquesa de Rivas, que habia quedado curiosa da saber su conclusion, que ignoraba yo todavía á mi paso por Sevilla.
Pedí al camarero noticias de Maggiorotti una noche.
—E un ogro, me respondió; non riceve nessun italiano in casa sua.
—¿Conocette Stella?—le pregunté.
—¡Chi! ¿Stella? ¿Una vecchia brutta?
—¡Va via, grand' imbecile!—le dije despidiéndole furioso.—¡Una vecchia brutta Stella!... il Sole.
Marchóse el pobre hombre sin comprenderme... y quedéme yo tan asombrado como él de lo dicho.
¿Quién era Stella? ¿Qué tenia para mí? Que Dios me habia hecho nacer poeta y que habia dicho de ella maese Ménico: ¡Sventurata! ¡condamnata á morte comme tutte!
Y todos nacemos condenados á muerte; sinó que los poetas vivimos como sonámbulos, y corriendo siempre tras de fantasmas.
El inglés, único huésped del Hotel del Correo cuando yo tomé en él aposento, era el compañero más á propósito para mí en aquella ocasion. Taciturno gastrónomo, recorria todos los países del mundo para estudiar la cocina nacional de cada uno. Comia, callaba, digeria y dormia: escribia yo, pues, sin ruido, visitas ni estorbos, y descansaba sólo algunas horas de la noche. La luna en creciente tendia sobre la antigua Gades el rico manto de su luz de plata, y vagaba yo por sus limpias calles y sus ya arboladas plazas, á la luz melancólica del astro poético de la noche, como lo que he sido siempre, como una sombra de otro mundo y un habitante de otra region perdido sobre la tierra.
Vagabundo nocturno de profesion, conozco todos los ruidos, las sombras y las luces nocturnas: sé cuántas formas toma la sombra de los árboles y de las casas, segun la luna las traza, las prolonga ó las recoge, desde que sale hasta que se pone. Sé los infinitos ángulos y triángulos que trazan los hierros de los faroles, los brazos de las cruces y las siluetas de las chimeneas; conozco todos los cuadros de luz que estampan sobre el oscuro y húmedo empedrado los balcones alumbrados de las casas en que se vela ó se baila, de las puertas que se abren para despedir á los contertulios á la luz de bujía, farol ó linterna; todos los huecos de sombra de los postigos abiertos y cerrados con precaucion y á oscuras para recibir ó despedir á los amantes; todos los rumores de las pisadas que se acercan ó se alejan con resolucion ó con miedo, de las del adúltero escurridizo ante la hora de la vuelta del marido; del jugador ganancioso y del hijo de familia retrasado; del ratero y de la buscona, del centinela y del médico; mis leyendas están llenas de esas noches, y yo tengo ciertas pretensiones de ser un poeta nocturno, rico de nocturna y pormenorizada observacion; todas mis comedias y dramas comienzan de noche y de noche se han concluido; y en aquellas de Cádiz concluian mis nocturnos paseos en una plazuela sobre la muralla derruida, por encima de cuyas desencajadas piedras metia el mar los hirvientes y desgarrados pedazos de encaje de la espuma de sus encrespadas olas; á través de cuyo rumor temeroso y del salino vapor en que el aire convertia la ola que en los peñascos se estrellaba, adoraba yo á Dios y aspiraba la poesía que ha extendido sobre los mares para el poeta creyente.
El mar es para mí el grande espejo en que se pinta[155] la faz de Dios, y mil veces he deseado tener por tumba su inmenso y móvil panteon de líquido cristal. Dos veces he naufragado, y el mar me ha devuelto vivo á la tierra. ¡Qué mausoleo más magnífico que el mar! A quien naufraga y muere en alta mar, le da Dios la muerte más dulce y sin agonía; una impresion rapidísima de inmersion en un baño, un zumbido de oidos semejante á una lejana música, un resplandor fosfórico que deslumbra las pupilas... y el alma sale del cuerpo y entra en la eternidad. ¡Buenas noches! Aquel cuerpo y aquel alma se ahorran todo lo doloroso y lo ridículo de que la sociedad rodea al que se muere; el pesar verdadero de los que le aman, la hipócrita comedia del dolor de los que le heredan, los falsos consuelos de los que están deseando que espire pronto, ofendidos de su superioridad ó envidiosos de su gloria; el entierro oficial, si es un personaje ó una celebridad; el olvido inmediato tras de las ceremonias, y la profanacion, en fin, de su tumba por la posteridad, encomendada por Dios de castigar al orgulloso que olvida que le dijo al crearle: Pulvis es et in pulverem reverteris.
Yo adoro el mar, y cuando el frio, la soledad, la reflexion y la necesidad de continuar mi trabajo me arrancaban de aquel boquete de murallon roto, por donde yo miraba el de Cádiz en aquellas noches, me volvia á mi hospedaje del Correo, pasando por el callejon en que se alzaba sombría y casi aislada la casa de maese Ménico Maggiorotti. En su esquina del Mediodía veia siempre iluminado por dentro el postigo de una ventana. ¿Quién velaba allí? ¿Hacia allí las prosáicas cuentas de sus sacos de lana ó de cuartos maese Ménico, ó mecian allí á la luz de una lamparilla los sueños de la esperanza, el espíritu virginal de la hermosa nieta del miste[156]rioso italiano? Todas las noches volvia á mi alojamiento sin haberlo averiguado, y volvia á trabajar en mi Cabeza de plata, bailándome perpétuamente delante de los ojos la rubia de Stella; y el recuerdo de su poética imágen bajaba y subia perpétuamente por la escalera del portalon, empotrada en mi cerebro, miéntras con ella distraido avanzaba lentamente en mi trabajo y esperaba impaciente el dia 30.
El veinte y ocho recibí una carta de Cárlos Latorre, en la cual me decia: «Se levantó el telon sobre el primer acto de Los dos vireyes con entrada llena. Mate llevó con aplomo sus escenas en verso, y el público las escuchó con agrado: oyó sin repugnancia las en prosa, gracias al cuidado que pusieron todos los actores, y concluyó Azcona caracterizando con mucha inteligencia su final, que se aplaudió: no me lo esperaba, y comencé á respirar.»
«Al empezar el acto segundo, el viento habia cambiado y el mar hacia oleaje. Durante el entreacto, un criado incógnito habia repartido al público, y no al buen tun, tun, sinó entre la gente de letras de las lunetas (hoy butacas), quince ó veinte ejemplares de la novela El virey de Nápoles, de Pietro Angelo Fiorentino; los cuales tenian una nota con lápiz que decia «los diálogos que Zorrilla ha copiado en su drama van marcados al márgen.» Los posesores de aquellos librillos se los mostraban y pasaban riendo á los curiosos que se los pedian: los palcos, las galerías y el pueblo pedian silencio: los actores no comprendian tal inquietud en las lunetas, pero no se desconcertaron. Concluyeron al fin las nueve escenas en prosa; quedó Mate sólo en escena, y el público respetó su respetable personalidad; é hiriendo sus oidos las octavillas italianas, comenzó á hacer[157] silencio; y Mate le aprovechó para decírselas tan vigorosa é intencionadamente, que al concluirlas arrancó el primer aplauso de la noche. La cancion de Basili hizo un efecto inesperado; y Mate se llevó la sala con la redondilla:
y con un segundo aplauso preparó mi salida. Excuso ponderar á V. lo que hicimos ambos en el resto del acto: cumplimos con los deberes de la amistad.»
«En el entreacto segundo nos enteramos de la villanía de X, que era quien indudablemente habia enviado al teatro los ejemplares de la novela; yo me apresuré á dar la clave del ataque traidor de que era V. objeto; y la empresa y los actores resolvimos defender el final del drama con todo el empeño de que hombres y mujeres fuéramos capaces; pero los amigos de fuera trabajaban en contra con los librejos; la escena en prosa y los endecasílabos pasaron apenas difícilmente; y ya temia yo una catástrofe para el final, cuando nos salvó lo que temíamos que nos perdiera: el virey encerrado en el balconcillo despues de la escena VI, en la cual logré arrancar un aplauso y hacerme escuchar. Mate estuvo impagable en aquella desairada posicion; rebosando orgullo, rencor y sed de venganza, hizo aborrecible el personaje que representaba, y al volvérsele las tornas, las galerías y la ignominia ahogaron á las lunetas, y dimos el nombre del autor, y hoy damos tranquilamente la cuarta representacion. Duerma V. tranquilo, y permítame V. que le prevenga para el porvenir con aquellas palabras de Fabiani en «La familia del boticario: Buenos[158] amigos tienes, Benito;» y cuente V. con este que le querrá siempre.»
No me sentó tan mal como me asombró la incomprensible partida mulata de X, porque me revelaba más estupidez que malas entrañas; puesto que, mero traductor de la novela de que me habia hecho sacar el drama, quien tenia derecho en resúmen á aparear su nombre con el mio no era él, sinó Pietro Angelo Fiorentino—á quien yo habia robado por darle gusto.
Tal es la historia de mi miserable rapsodia Los dos vireyes, y tal la de su primera representacion; de la cual no he hablado jamás á X, ni él ha podido nunca apercibirse de que yo le estimaba en lo que valia: sobre mis hombros no pudo, empero, volver á poner los piés. Así vivimos en estos tiempos y en esta sociedad, en que las medianías se atreven á todo, y á todo tal vez alcanzan, ménos á engañar á la posteridad.
El 30 á las diez trepaba yo, que no subia por la empinada escalera del portalon de maese Ménico; pues no hallándole en él, quise ver si podia forzar el paso al, segun fama, impenetrable sancta sanctorum de su misterioso hogar. Subí rápida y llamé ruidosamente á la puerta en que la insegura escalera finalizaba, y al tiempo que por el ventanillo acechador asomaba una curiosa cabeza de mujer, me franqueaba la entrada el mismo maese Ménico, por la barreada puerta, ante mí abierta de par en par.
El genovés, en chaleco, pantalon y babuchas, me recibió con algo encapotado ceño y melancólica sonrisa; en los cuales mi extraviada preocupacion y mi fantástico espíritu se empeñaban en ver algo misterioso y siniestro: quise yo motivar mi presencia, pero él atajó mis escusas diciendo:
—«Son las diez, y es la hora. ¿Trae V. el recibo?
—Sí, señor.
—Pues los seis mil están contados: y conduciéndome á través de una antesala y un comedor, tan limpia como modestamente amueblados, á una especie de despacho, me mostró sobre la parte alta y plana de su pupitre los trescientos duros en pilas de á veinte y cinco. Mostréle mi recibo firmado y comencé á hacer rollos de á cincuenta, en los ocho pedazos en que corté un periódico que me alargó.
Callaba yo haciendo, no muy diestramente, mis rollos, y callaba él esperando distraido á que yo concluyera de hacerlos; tal vez se reia en su interior de mí por la poca costumbre de manejar dineros que mi poca destreza le revelaba; pero mi indiscrecion de muchacho sin mundo y mi irresistible curiosidad me hicieron al fin prorumpir en la pregunta que hacia diez dias tenia en mis labios:—¿y Stella?
Sentí la mirada de Ménico sobre mi faz, y la busqué con la mia, resuelto á todo: entre las blancas pestañas de sus hundidos ojos percibí dos lágrimas, que no dejó rodar por sus curtidas mejillas, enjugándolas ántes con el reverso de su mano.
—¿Stella?—dijo, como si su voz fuera en su respuesta el eco de mi pregunta.—¿Quiere V. verla?
—Si V. me lo permite...
—¿Por qué no? Acabe V. de recoger su dinero; no he podido procurarle á V. oro, porque...
Interrumpióse sin acabar de darme su razon; concluí yo de liar mi sexto rollo, y miéntras ataba los seis en mi pañuelo, completé néciamente mi pensamiento, formulándole en esta menguada frase:
—Stella es una preciosa criatura, cuya vista regocija los ojos, cuya voz arrulla los oidos.
—¡Desventurada!—exclamó el viejo;—«¡é la più sventurata creatura del mondo! ¡Non può essere sposa, ne madre, ne padrona di sé stessa!»—Y abriendo ante mí una puerta, me mostró en un gabinete cariñosamente lleno de cuanto puede necesitar la coquetería mujeril, y en un lecho, que no exhalaba más que virginales emanaciones, ni excitaba más que castas ideas, la pálida Stella, cuya cabeza, doblada sobre las almohadas, tenia los ojos abiertos y fijos en espantosa inmovilidad.
Sin poderme contener, exclamé:—¡Muerta!—Y Ménico, poniéndome bruscamente la mano en la boca, me dijo al oido:—¡silencio: oye, está en catalepsia!—y cogiéndome por el brazo, sacóme del aposento.
Iba yo estupefacto á pronunciar un vulgar mi scusi; pero el infortunado maese Ménico me le atajó con otro, que en su boca y en su situacion resultó sublime de abnegacion y sentimiento, y siguió diciéndome:
—Es la última de tres hermanas; un infame, castigado por Dios con esa enfermedad, se casó con mi hija: sus dos mayores han muerto á los 21 años; ella de pesadumbre; él... á manos de la venganza; yo les he enterrado á todos; no me queda más que Stella: si me sobrevive... ¡qué vida tan horrible la espera! Si se me muere... ¡qué soledad!... ¡Misero me!
Yo habia escrito ya muchas comedias, pero no tenia aún aplomo en el teatro del mundo. Mudo é inmóvil, no sabia ni consolarle ni despedirme. La vieja que se habia asomado al ventanillo, presentándose en la antesala, dirigió á maese Ménico algunas palabras, que no comprendí: éste me abrió la puerta de la escalera, y yo descendí por ella abrazado con mi dinero, y me salí de[161] aquella casa, más ébrio con la emocion y el desencanto que la primera vez con el manzanilla.
Llegué al Hotel del Correo y hallé una carta que me habia traido de Madrid el del dia anterior; mi mujer se habia roto un brazo al salir á oscuras del teatro del Príncipe; Julian Romea habia cuidado de ella en los primeros instantes, la habia conducido á casa con el doctor Codorniú, y me suplicaban ambos que regresara inmediatamente á Madrid.
Hé aquí la historia de mis Dos vireyes y de la primera salida del Quijote de los poetas, á hacer por el mundo real la vida fantástica de los pájaros y de los locos.
¿Qué logró en ella el hombre? Dos pesadumbres, dos desengaños y la vergüenza de una embriaguez; tres espinas en el corazon; pero quedó en la imaginacion del poeta legendario este tan delicioso como triste recuerdo del tiempo viejo: la imágen de Stella.
Corria la temporada cómica del 43 al 44: Cárlos Latorre habia trabajado en Barcelona, y Lombía solo sostenido el teatro de la Cruz con su compañía, para la cual habia yo escrito aquel año tres obras dramáticas: El Molino de Guadalajara, drama estrambótico y fatalista, en el cual Lombía hizo un tartamudo de mi cosecha: papel erizado de dificultades inútiles, que él superó con una paciencia y un estudio que no sabré yo nunca ponderar ni agradecer, y cuyo tercer acto hicieron él, la Juana Perez, Azcona y Lumbreras de una manera inimitable; que fué lo que hizo el éxito de aquella mi extravagante elucubracion, forjada con tan heterogéneos elementos.
La Juanita, disfrazada de sobrino del molinero, cantando la cancion de Iradier para dormir á Azcona, arrancó aplausos hasta de las bambalinas; pero repito que el éxito de esta obra se debió al esmero con que los actores la representaron, y al gasto con que la empresa la decoró; pagando además las palomas, los versos y[163] las flores que sus amigos, y no el público, me arrojaron la primera noche. Lombía no se descuidaba, y era preciso que las obras que yo para él escribia no tuvieran éxito inferior á las de Latorre.
La mejor razon la espada, refundicion ó rapsodia de Las travesuras de Pantoja, fué otro de mis triunfos de aquel año; pero no hay para qué alabarme por él, puesto que lo que en aquella obra vale algo es de Moreto, y no mio.
En Febrero del 44 volvió Cárlos Latorre á Madrid, y necesitaba una obra nueva: correspondíame de derecho aprontársela, pero yo no tenia nada pensado y urgia el tiempo: el teatro debia cerrarse en Abril. No recuerdo quién me indicó el pensamiento de una refundicion del Burlador de Sevilla, ó si yo mismo, animado por el poco trabajo que me habia costado la de Las travesuras de Pantoja, dí en esta idea registrando la coleccion de las comedias de Moreto; el hecho es que, sin más datos ni más estudio que El burlador de Sevilla, de aquel ingenioso fraile y su mala refundicion de Solís, que era la que hasta entónces se habia representado bajo el título de No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague ó El convidado de piedra, me obligué yo á escribir en veinte dias un Don Juan de mi confeccion. Tan ignorante como atrevido, la emprendí yo con aquel magnífico argumento, sin conocer ni Le festin de Pierre, de Molière, ni el precioso libreto del abate Da Ponte, ni nada, en fin, de lo que en Alemania, Francia é Italia habia escrito sobre la inmensa idea del libertinaje sacrílego personificado en un hombre: Don Juan. Sin darme, pues, cuenta del arrojo á que me iba á lanzar ni de la empresa que iba á acometer; sin conocimiento alguno del mundo ni del corazon humano; sin estudios sociales[164] ni literarios para tratar tan vasto como peregrino argumento; fiado sólo en mi intuicion de poeta y en mi facultad de versificar, empecé mi Don Juan en una noche de insomnio, por la escena de los ovillejos del segundo acto entre D. Juan y la criada de doña Ana de Pantoja. Ya por aquí entraba yo en la senda de amaneramiento y mal gusto de que adolece mucha parte de mi obra; porque el ovillejo, ó séptima real, es la más forzada y falsa metrificacion que conozco: pero afortunadamente para mí, el público, incurriendo despues en mi mismo mal gusto y amaneramiento, se ha pagado de esta escena y de estos ovillejos, como yo cuando los hice á oscuras y de memoria en una hora de insomnio. Escribílos á la mañana siguiente para que no se me olvidaran y engarzarlos donde me cupieran; y preparando el cuaderno que iba á contener mi Don Juan, puse en su primera hoja la acotacion de la primera escena, poco más ó ménos como habia hecho en El puñal del godo, sin saber á punto fijo lo que iba á pasar ni entre quiénes iba á desarrollarse la exposicion. Mi plan en globo, era conservar la mujer burlada de Moreto, y hacer novicia á la hija del Comendador, á quien mi D. Juan debia sacar del convento, para que hubiese escalamiento, profanacion, sacrilegio y todas las demás puntadas de semejante zurcido. Mi primer cuidado fué el más inocente, el más vulgar, el más necesario á un autor novel: el de presentar á mi protagonista, á quien puse enmascarado y escribiendo, en una hostería y en una noche de Carnaval; es decir, en el lugar y el tiempo que creia peores un colegial que todavía no habia visto el mundo más que por un agujero; y para calificar á mi personaje, lo más pronto posible, como temiendo que se me escapara, se me ocurrió aquella hoy famosa redondilla:
La verdad sea dicha en paz y en gracia de Dios; pero al escribir esta cuarteta, más era yo quien la decia que mi personaje D. Juan; porque yo todavía no sabia qué hacer con él, ni lo qué ni á quién escribia: así que comencé á hacer hablar á los otros dos personajes que habia colocado en escena, sólo porque lógicamente lo requeria la situacion: el dueño de la hostería, y el criado del que en ella habia yo metido á escribir.
La prueba más palpable de que hablaba yo en ella y no D. Juan, es que los personajes que en escena esperaban, más á mí que á él, eran Ciutti, el criado italiano que Jústiz, Allo y yo habíamos tenido en el café del Turco de Sevilla, y Girólamo Buttarelli, el hostelero que me habia hospedado el año 42 en la calle del Cármen, cuya casa iban á derribar, y cuya visita habia yo recibido el dia anterior. Ciutti era un pillete, muy listo, que todo se lo encontraba hecho, á quien nunca se encontraba en su sitio al primer llamamiento, y á quien otro camarero iba inmediatamente á buscar fuera del café á una de dos casas de la vecindad, en una de las cuales se vendia vino más ó ménos adulterado, y en otra carne más ó ménos fresca. Ciutti, á quien hizo célebre mi drama, logró fortuna, segun me han dicho, y se volvió á Italia.
Buttarelli era el más honrado hostelero de la villa del Oso: su padre Benedetto vino á España en los últimos años del reinado de Cárlos III, y se estableció en aquella hoy derribada casa de la calle del Cármen, cuya hostería llevaba el nombre de la Vírgen de esta advoca[166]cion, y en donde yo conocí ya viejo á su hijo Girólamo, el hostelero de mi Don Juan. Era célebre por unas chuletas esparrilladas, las más grandes, jugosas y baratas que en Madrid se han comido, y tenia vanidad Buttarelli en la inconcebible prontitud con que las servia. Tenian las tales chuletas no pocos aficionados; y con ellas y con unos tortellini napolitanos se sostenia el establecimiento. Viví yo seis meses alojado en el piso segundo de su hostería, tratado á cuerpo de rey por un duro diario, y allí tuve por comensales á Nicomedes Pastor Diaz y á su hermano Felipe, á García Gutierrez, á Eugenio Moreno Lopez y á otros muchos á quienes gustaban los tortellini y las chuletas de Buttarelli. Este buen viejo, desanidado de su vieja casa, murió tan pobre como honrado y desconocido, y de él no queda más que el recuerdo que yo me complazco en consagrarle en estos mios de aquel tiempo viejo.
Por lo dicho se comprende fácilmente que no podia salir buena una obra tan mal pensada; pero no quiero decir aquí lo que de ella pienso, porque tengo determinado decirlo en un libro que se titula Don Juan Tenorio ante la conciencia de su autor, publicado á fines de un mes de Octubre, para que el público tenga presente mi opinion al asistir en Noviembre á sus obligadas representaciones; en nuestro país nadie se acuerda en el mes de Octubre de lo dicho en el mes de Mayo.
Haré sin embargo brevísimas observaciones sobre mis más pasaderos descuidos, para probar tan sólo la ligereza imprevisora y la falta de reflexion con que mi obra está escrita.
Pero ántes de todo voy á responder á algunas objeciones á que da lugar la severidad de mis juicios. No hablo con la crítica racional, sinó con la malevolen[167]cia, la envidia y la necedad, que no dejarán de decir:
1.º Que insulto al público criticando y dando por mediana una obra que aplaude hace treinta y seis años.—No.
2.º Que soy ingrato y mal español, despreciando la reputacion fabulosa que por mi Don Juan me ha acordado.—Tampoco.
3.º Que de lo que con mi crítica trato, es de perjudicar á mis editores y á las empresas, porque no me dan parte de los productos de mis obras.—Mucho ménos.
A lo primero, respondo que mi Don Juan, tal como está, tiene condiciones para merecer el favor de que goza; pero al cabo de treinta años es natural que un autor reconozca los defectos de una obra, lo cual no implica ni sombra de pensamiento injurioso para el público que la aplaude, reconociendo como él sus defectos: es decir la parte inteligente del público, porque el vulgo no es nunca juez competente ni aceptable ni aceptado en materias literarias.
A lo segundo, que el no ser vanidoso, no es ser ingrato, y el aceptar con modestia lo que me corresponda solamente de gloria por lo bueno de mi obra, no es despreciar mi popularidad, sinó aceptarla con justa medida en lo que vale. Y aquí me ocurre una observacion, y es, que si un vanidoso hubiera en mi lugar escrito mi Don Juan Tenorio y alcanzado el éxito colosal que yo con el mio, hubiera sido probablemente necesario echarle de España ó encerrarle en un manicomio; porque hubiera querido ser ministro de Hacienda, gobernador de Cuba y tener estátuas en vida.
Y á lo tercero, que en lugar de intentar accion alguna retroactiva contra mis editores, poseedores legales de la propiedad de mi Don Juan en época en que aún[168] no existia la ley de propiedad literaria, en vez de dirigirme contra ellos, al ver que Dios alargaba mi vida más de lo que yo esperaba, me dirigí francamente al Gobierno, diciéndole: «Mi Don Juan produce un puñado de miles de duros anuales á sus editores, y mantengo con él en la primera quincena de Noviembre á todas las compañías de verso en España; pero como tu ley no tiene efecto retroactivo, no por el mérito de mi obra, sinó por lo que á los demás produce, no me dejes morir en el hospital ó en el manicomio.»
El Gobierno, teniendo por razonable mi demanda, me dió pan y con él me he contentado.
Pero reclamo el derecho de ver y reconocer los defectos de mi obra; Revilla y otros críticos juiciosos los han indicado ya, con la opinion de que deben corregirse y de que su autor está, no sólo en el derecho, sinó en la obligacion de refundirla. Mi obra tiene una excelencia que la hará durar largo tiempo sobre la escena, un génio tutelar en cuyas alas se elevará sobre los demás Tenorios; la creacion de mi doña Inés cristiana: los demás Don Juanes son obras paganas; sus mujeres son hijas de Vénus y de Baco y hermanas de Priapo; mi doña Inés es la hija de Eva ántes de salir del Paraíso; las paganas van desnudas, coronadas de flores y ébrias de lujuria, y mi doña Inés, flor y emblema del amor casto, viste un hábito y lleva al pecho la cruz de una Orden de caballería. Quien no tiene carácter, quien tiene defectos enormes, quien mancha mi obra es D. Juan; quien la sostiene, quien la aquilata, la ilumina y la da relieve es doña Inés; yo tengo orgullo en ser el creador de doña Inés y pena por no haber sabido crear á D. Juan. El pueblo aplaude á éste y le rie sus gracias, como su familia aplaudiria las de un calavera[169] mal criado; pero aplaude á doña Inés, porque ve tras ella un destello de la doble luz que Dios ha encendido en el alma del poeta: la inteligencia y la fé. D. Juan desatina siempre, doña Inés encauza siempre las escenas que él desborda.
Desde la primera escena, ya no sabe D. Juan lo que se dice; sus primeras palabras son:
¡Hombre, no! en el orario en que rezará, cuando usted se lo regale; pero no en el que no reza aún, porque aún no se lo ha dado Vd. Así está mi D. Juan en toda la primera parte de mi drama, y son en ella tan inconcebibles como imperdonables sus equivocaciones hasta en las horas. El primer acto comienza á las ocho; pasa todo: prenden á D. Juan y á D. Luis; cuentan cómo se han arreglado para salir de su prision: preparan don Juan y Ciutti la traicion contra D. Luis, y concluye el acto segundo diciendo D. Juan:
Relój en mano, y habia uno en la embocadura del teatro en que se estrenó, son las nueve y tres cuartos; dando de barato que en el entreacto haya podido pasar lo que pasa. Estas horas de doscientos minutos son exclusivamente propias del relój de mi D. Juan. En el tercer acto se oye el toque de ánimas; yo tengo en mis dramas una debilidad por el toque de ánimas; olvido siempre que en aquellas épocas se contaba el tiempo[170] por las horas canónicas; y cuando necesito marcar la hora en la escena, oigo siempre campanas, pero no sé dónde, y pregunto qué hora es á las ánimas del purgatorio. La unidad de tiempo está maravillosamente observada en los cuatro actos de la primera parte de mi D. Juan, y tiene dos circunstancias especialísimas; la primera es milagrosa, que la accion pasa en mucho ménos tiempo del que absoluta y materialmente necesita; la segunda, que ni mis personajes ni el público saben nunca qué hora es.
En el final, D. Juan trae á los talones toda la sociedad representada en el novio de la mujer por engaño desflorada, en el padre de la hija robada y en la justicia humana, que corren gritando justicia y venganza trás el seductor, el robador y el sacrílego: en aquella situacion está el drama; por el amor de doña Inés, va á matar á su padre y á D. Luis, y tiene preparada su fuga y el rapto en un buque de que habla Ciutti; pues bien, en esta situacion altamente dramática, aquel enamorado que por su pasion ha atropellado y está dispuesto á atropellar cuanto hay respetable y sagrado en el mundo, cuando él sabe muy bien que no van á poder permanecer allí cinco minutos, no se le ocurre hablar á su amada más que de lo bien que se está allí donde se huelen las flores, se oye la cancion del pescador y los gorjeos de los ruiseñores, en aquellas décimas tan famosas como fuera de lugar: doña Inés las encarrila desarrollando á tiempo su amor poético y su bien delineado carácter, en las redondillas mejores que han salido de mi pluma.
De la desatinada ocurrencia mia de colocar en tan dramática situacion tan floridas décimas, resulta que no ha habido ni hay actor que haya acertado ni pueda acer[171]tar á decirlas bien. El público, que se las sabe de memoria, le espera en ellas como el de un circo á un clown que va á dar el doble salto mortal: si el actor, verdadero y concienzudo artista, las quiere dar la suavidad, la ternura, la flexibilidad y el cariño que sus suaves, cariñosas y rebuscadas palabras exigen... ¡ay de mí! como aquellas décimas no fueron por mí escritas acendrándolas en el crisol del sentimiento, sinó exhalándolas en un delirio de mi fantasía, resulta su expresion falsa y descolorida por culpa únicamente mia; que me entretuve en meter á la paloma y á la gacela, y á las estrellas y á los azahares en aquel duo de arrullos de tórtolas, en lugar de probar en unos versos ardientes, vigorosos y apasionados la verdad de aquel amor profundo, único, que celeste ó satánico, salva ó condena; obligando á Dios á hacer aquellas famosas maravillas que constituyen la segunda parte de mi D. Juan.
Si el actor, pasando sobre su conciencia y haciendo caso omiso de la del autor y de su deber de imponerse al vulgo, por dar gusto á éste y arrancar un aplauso, las declama á gritos y sombrerazos como se hace hoy por nuestros más roncos y aplaudidos actores... el aplauso estalla, es verdad; pero ¿á quién pertenece? Al actor, no; porque al exponerse á arrojar por la boca los pulmones arroja con ellos al sentido comun por encima de la batería del proscenio, en cambio del aplauso de los engañados espectadores: al poeta, tampoco; porque aquellas palmadas resultan poco ménos que bofetadas para él, á quien jamás pudo ocurrírsele que tuvieran que ahullarse y berrearse unas décimas tan artificiosas y tan mal traidas, pero forjadas con los más poéticos pensamientos y expresadas con las más suaves, armónicas y cariñosas palabras.
¿Qué quiero yo decir con esto? ¿Que los actores no saben representar mi D. Juan Tenorio? No: quiero decir que en mala situacion no hay actor bueno; que obra mia es aquella situacion mala; y que yo, que no transijo con mi conciencia al juzgar mis obras, no transijo con los actores que transigen con la suya en las mias.
¿Intento yo, como se ha supuesto, al decir la verdad sobre mi D. Juan, y al hablar con tal ingenuidad de mí mismo, desacreditar mi obra y conspirar contra su representacion y éxito anuales, por el inútil y villano placer de perjudicar á mis editores y á los empresarios y actores, porque la propiedad de mi obra no me pertenece?
Estúpida ó malévola suposicion. D. Juan Tenorio, que produce miles de duros y seis dias de diversion anual en toda España y las Américas españolas, no me produce á mí un solo real; pero, me produce más que á ningun actor, empresario, librero ó especulador: porque la aparicion anual de mi D. Juan sobre la escena, constituye á su autor su fénix que renace todos los años. D. Juan no me deja ni envejecer ni morir: D. Juan me centuplica anualmente la popularidad y el cariño que por él me tiene el pueblo español: por él soy el poeta más conocido hasta en los pueblos más pequeños de España y por él solo no puedo ya en ella morir en la miseria ni en el olvido: mi drama D. Juan Tenorio es al mismo tiempo mi título de nobleza y mi patente de pobre de solemnidad: cuando ya no pueda absolutamente trabajar y tenga que pedir limosna, mi D. Juan hará de mí un Belisario de la poesía: y podré sin deshonra decir á la puerta de los teatros: «dad vuestro óbolo al autor de D. Juan Tenorio,» porque no pasará delante de mí un español que no nos conozca ó á mí ó á él.
¿Cómo, pues, he de anhelar yo desprestigiar, ni desterrar del teatro á mi venturoso desvergonzado Don Juan, que es el sér de mi sér y la única esperanza de mi porvenir?
Pero ¿qué intereses ataca, qué amor propio ofende el modesto conocimiento de sí mismo que el autor del tal D. Juan manifiesta al juzgar su obra, cuando ha tenido treinta y tres años para estudiarla? ¿cuando, velis nolis, le han hecho presenciar ochenta veces su representacion, durante la cual, á no haber sido de piedra como su estátua del Comendador, tiene forzosamente que haberla visto y héchose cargo de cómo pasa lo que en ella sucede?
¿Seria posible, aunque para mí inconcebible seria, que se ofendiera la crítica de que yo, á mis sesenta y cuatro años, al ajustar cuentas con mi conciencia, dijera de mi D. Juan lo que ella ó por consideracion al autor ó por no atreverse á ir contra la corriente de la opinion, no ha dicho en los mismos treinta y tres años? Es imposible; la crítica tiene que ser hidalga y leal en España, como lo es su pueblo, y no puede tornarse nunca en injusta, corrigiendo sólo al autor, no concediéndole ni permitiéndole nada, ni áun reconocer y corregir sus defectos, sin corregir el mal gusto, cuando estravía los juicios del público y el arte de los actores, ocasionando los escesos y faltas de las empresas: todo lo cual constituye lo que se llama el teatro: que no es sólo la palabra escrita del poeta.
Dejémoslo aquí. Con todo lo dicho y lo que por decir me queda, no he pretendido más que alegar el derecho y la obligacion que tengo de ser modesto confesando mis defectos y errores, para que ni mis contemporáneos que me aplauden, ni la posteridad si de mí se acuerda, tengan[174] motivo dado por mí en que apoyarse, para creer que yo vivo hinchado y esponjado como el pavon y sueño conmigo mismo cuando duermo, por la vanidad de ser quien soy, y de haber hecho y escrito lo que he escrito y hecho.
Y si hay alguno que me envidia el ser autor del Don Juan, ¡ojalá pudiera yo traspasárselo para que gozara en mi lugar las consecuencias de haberlo escrito!
La veracidad de mi opinion sobre esta obra la expresé muy claramente y de todo corazon en las últimas redondillas de las que leí en un beneficio que con él me dió Ducazcal en el teatro Español el año pasado, que inserto aquí para concluir, y por creer que aquí tienen su legítimo puesto y lugar.
Dejémoslo aquí hasta que veamos á mi D. Juan ante la conciencia de su autor, que tambien veremos á los actores ante mi Don Juan.
Mi campaña teatral habia durado cuatro años: del 40 al 45. Fiel á mi bandera, no me habia yo pasado jamás al enemigo, combatiendo siempre en primera fila; y en aquellos cuatro años, porque en la temporada del 41 al 42 no escribí nada por lo que adelante diré, habia yo dado á la empresa Lombía veinte y dos obras escénicas, desde Cada cual con su razon hasta D. Juan Tenorio[2]. Ninguna de ellas habia sido silbada, ni retirada del cartel sin cinco representaciones; y habian quedado del repertorio de Latorre, con éxito completo, El Zapatero y el Rey, Sancho[182] García, El rey loco, El puñal del godo, El alcalde Ronquillo y el D. Juan: Lombía repetia en el suyo el Cada cual con su razon y La mejor razon la espada. La empresa del teatro del Príncipe no me habia visto jamás en el saloncito de Julian Romea, ni para sus afortunados actores habia yo en los cuatro años escrito un sólo verso; siendo el único escritor que siguió constante la inconstante suerte de la empresa de la Cruz, y escribiendo exclusivamente para Lombía y Latorre.
¿Por qué? Lo diré más adelante al recordar cómo, por qué y para quién escribí el Traidor, inconfeso y mártir; ántes y por hoy tengo necesidad de decir algo de las vicisitudes por que habian pasado los teatros de verso, durante los cinco años de la revolucion literaria, de la cual fuí entónces hijo mimado y hoy todavía viviente recordador.
Porque estos mis desordenados Recuerdos del tiempo viejo son una madeja de quebradizos y rotos hilos, de cuyos cabos voy tirando al azar segun los voy devanando en el desigual ovillo de mis artículos de El Imparcial; y en éste veo que es preciso que dé á mis lectores, si tengo algunos, un cabo conductor y alguna luz que les guie por el laberíntico relato de mis entradas y salidas por las puertas y escenarios de los teatros de la Cruz y del Príncipe. Mis Recuerdos no son, desventuradamente para mí, una obra de cronológica ilacion, de continuidad lógica y progresiva de bien enlazados sucesos, y de uniforme estilo, como las curiosas Memorias de un setenton, del Sr. de Mesonero Romanos; á quien aprovecho esta ocasion para dar gracias por el cariñoso recuerdo que en ellas hace de mí, y para rendirle el homenaje debido al más fácil de nuestros prosistas, al más ameno y castizo de nuestros narrado[183]res, al más cortés de nuestros críticos, y al más exacto pintor de nuestras costumbres. Mis Recuerdos no pueden, ni intentan competir con sus Memorias; y cuando hoy se reducen á libro con una más ordenada forma, aún no pueden parangonarse con aquellas; elegante y última, pero genuina produccion del vigoroso ingenio del Curioso parlante, en cuya curiosa personalidad prolonga Dios la luz de la inteligencia para gloria y contentamiento de la presente generacion.
Hecha esta salvedad y cumplido este deber, vuelvo la vista atrás y retrocedo cuatro años, para entrar por preparado camino en el quinto y último de mis recuerdos teatrales.
La temporada cómica del 38 al 39, por no sé qué circunstancias fortuitas ó premeditadas, iba á pasar sin que hubiese compañía en los teatros de Madrid. Lombía, asociado con Luna, Pedro Lopez, las Lamadrid y otros se presentaron en época avanzada, con las más sinceras protestas de modestia, á llenar como mejor pudiesen aquel vacío. Estimóselo el público, y quedó constituida en compañía aquella sociedad, para la temporada del 39 al 40. La redoma encantada fué para ella la gallina de los huevos de oro, y en aquel año cómico presenté yo mis tres primeras comedias, segun van marcadas en la nota correspondiente á este párrafo. Con la cooperacion del infatigable Breton, de García Gutierrez, Olona, y otros autores, el año fué un negocio, y á la temporada siguiente (la de 40 al 41) vino á tomar parte en él Julian Romea con Matilde y su compañía. Romea, Salas y Lombía tomaron ambos teatros, y habiendo yo comprometido mi palabra con Cárlos Latorre de escribir para él la segunda parte del Rey D. Pedro, cuya primera habia estrenado Luna, pero no habiendo querido[184] Romea escriturar á Latorre, preferí no escribir para el teatro á faltar á la palabra empeñada á éste.
No duró mucho la union de Julian con Lombía; y como por aquel tiempo transformara en teatro su circo Colmenares, que del de la plaza del Rey era propietario, Lombía, que habia tomado el viejo coliseo de la Cruz patrocinado por el banquero Fagoaga, director del Banco, estrenó el del Circo en el verano con Cárlos Latorre, miéntras se hacia de nuevo el de la Cruz. La empresa Colmenares, que era adinerada y emprendedora, hizo competencia á los dos teatros y á las dos compañías del Príncipe y de la Cruz, primero con grandes pantomimas y despues con ópera y baile: del 42 al 43.
Lombía, que disponia de no escasos fondos y que era hombre de no cortos alcances, se volvió á unir con Romea contra el enemigo comun; y conservando independientes sus dos compañías de verso, fueron coempresarios para dos nuevas de baile y de ópera, que alternaron en sus dos teatros. La Lema (que casó despues con Ventura de la Vega), La Tossi (mujer luego de Lorenzo Milans) y la Villó ganaron allí con justicia la reputacion de primeras cantantes; y Salas en Chiara di Rossemberg se hizo el primer caricato español; sosteniendo el baile la pareja Bartholomin, con su padre de director, Aranda de pintor, otra pareja italiana y un par de docenas de coristas aragonesas y valencianas, que se las tuvieron ten con ten á la Petit y á la Guy-Sthefan y á las andaluzas del circo.
Del 43 al 44, Lombía solo, sin Romea, pero con Matilde, Guzman, Latorre, Sobrado, Pizarroso, Azcona,[185] las Lamadrid y la Sampelayo, sostuvo la competencia contra las compañías del Circo con la mejor de verso que tal vez se ha reunido, y una de ópera de primo cartello (hasta el 45) con Moriani, Guasco y otros célebres cantantes. En estos dos años se pusieron en escena en la Cruz La lámpara maravillosa, fantástica y maravillosamente decorada por Aranda, El triunfo de la Cruz y La Encantadora, y en el Príncipe La Sílfide y Hernan-Cortés, varios dramas de Hartzenbusch y García Gutierrez, el Don Alfonso el Casto y la Doña Mencía, el Alfonso Munio y El Príncipe de Viana, de Gertrudis Avellaneda, y muchas comedias de Breton, que dieron prez al arte escénico y dinero á la administracion. El Circo, al fin, amparado por Narvaez, Salamanca y otros personajes de valia, se llevó la atencion con la competencia de la Fuoco y la Guy, á quienes se presentaban gigantescos ramos de flores conducidos en brazos de servidores con librea, en azafates y jarrones de plata y porcelana de china, y hasta en un carro que apenas cabia por la calle del centro de las butacas.
Yo no sé lo que el arte ganó con aquel frenesí y aquellos delirios; pero el público se hartó de gritar por uno ú otro partido, y de divertirse con las excéntricas locuras de ambos; y se vieron en la escena de los tres teatros las más costosas decoraciones, los más lujosos trajes, las más cortas y transparentes enaguas, y las bailarinas más correctamente empernadas y de más ricas formas de los cuatro reinos de Andalucía y de la antigua coronilla de Aragon.
Por fin perdimos nosotros los de la Cruz, que estuvimos á pique de ser crucificados. En Diciembre del 45 Lombía tuvo que prescindir de Cárlos Latorre, que se fué á Granada, y yo á mi casa á contentarme con saber[186] que en Granada se aplaudia á Cárlos; sin el cual abrió Lombía el teatro del Instituto, con Caltañazor, las hermanas Flores, la Pámias, la Carrasco, la Concha Ruiz, Lumbreras, etc. En esta temporada, y ántes de abandonar la Cruz, se hicieron las zarzuelas El Sacristan de San Lorenzo, La Venganza de Alifonso y La pradera del Canal, parodias de la Lucia y la Lucrecia, escritas por Azcona, el más inteligente y entendido de nuestros actores de entónces, excepto Pedro Mate: cuadros de costumbres concienzudamente estudiados y con maravillosa exactitud copiados del natural.
En Junio del 46 fuí yo á Francia, de donde regresé en Enero el 47, por el fallecimiento de mi madre: á mi vuelta hallé instalada en el Instituto la compañía andaluza de Calvo y Dardalla, donde estos dos actores representaban de una manera tan incomparable como encantadora Los celos del tio Macaco y La flor de la canela. Pepe Calvo, padre de Rafael, hacia un tio Macaco tan indescriptible y característico, un gitano tan picaresco y atruhanado, tan anguloso, descaderado y zancudo, que no le produjeron más espirrabao ni Triana en Sevilla, ni el Perchel en Málaga.
Del 48 al 49. El Ayuntamiento se encargó del teatro y se fundó el Español, con una compañía completa compuesta de Romea, Valero, Arjona, Matilde, Bárbara, Teodora y Osorio, etc. Catalina no aceptó su puesto en ella por razones personales, y Carceller con un asociado tomó para Catalina el viejo teatro de Variedades, con la Manuela Ramos, la Juana Samaniego, Juan Catalina, Cortés el buen gracioso, Manuel Gimenez y otros. Al fin de temporada contrataron á Salas, Adela Latorre, al tenor Gonzalez, etc., con quienes pasaron al teatro de los Basilios, miéntras que Harpa, propieta[187]rio de Variedades, remodernaba su sala y escenario, dejándolos como estaban aún el año pasado de 79.
Y aquí acaban mis recuerdos de los teatros que conocí ántes de mi expatriacion, y salvas algunas inexactitudes de fechas, y alguna confusion de ajuste de actores, esta es la historia de los teatros de Madrid desde el 40 al 49: tan ligeramente apuntada como lo permite el ligero espíritu de estos recuerdos á vuela pluma, y tan en confuso cuadro como se conservan amontonados en mi turbia memoria todos aquellos empresarios tan activos y batalladores, todos aquellos actores tan bien vestidos y todas aquellas bailarinas tan bien desnudas.
Pálidas, dispersas y móviles siluetas, recuerdos desperdigados de la memoria del muchacho, que aún bailan en sueños una diabólica danza Macabra por el ya frio, desierto y nebuloso campo de la imaginacion del viejo poeta.
Y aquí abre mi memoria un oasis fresco, umbroso y apacible en el árido y enmarañado desierto de mis recuerdos; en él se levanta y por él corre, y su abrasada atmósfera templa y oréa una brisa vital, salubre y perfumada que envia mi corazon amante á mi descarriada fantasía. ¿Por qué no he de sentarme á reposar un punto á la sombra de este oasis? ¿Por qué no he de aspirar esta brisa á la luz del único rayo de esperanza que ilumina la lóbrega y tempestuosa atmósfera de mis recuerdos, y el turbio y estéril arenal de mi inútil existencia? ¿Qué son estos mis Recuerdos del tiempo viejo más que las aspiraciones íntimas de mi alma, los suspiros de mi corazon y los latidos de mi conciencia? Surja, pues,[188] de las aguas azules del pintoresco lago de la poesía el vapor puro de los suspiros del alma; revélese el hombre en la faz del poeta, y véase el corazon de aquel á través de las cuerdas de la lira de éste.
Por aquel tiempo vino á Madrid mi pobre madre, á quien yo no habia visto y de quien nada habia sabido desde aquella desventurada noche en que abandoné mi paterno hogar.
Dos figuras bellísimas, dos imágenes tan queridas como nunca olvidadas, resaltan en este cuadro de mis recuerdos: la de mi madre y la de Paco Luis de Vallejo, corregidor de Lerma en 1835, á quien dediqué mi D. Juan Tenorio en 1844. Volvamos un instante la vista al mes de Julio de 1835 para posarla despues en el de 1844.
A la llegada á Madrid de la Reina María Cristina, era mi padre superintendente general de policía del reino: el duque de San Cárlos y Arjona, que para traerle hasta tan importante puesto le habian hecho pasar por la Chancillería de Valladolid, la Audiencia de Sevilla y la Sala de Alcaldes de casa y corte, se le habian propuesto á Fernando VII como un partidario fiel de la causa realista, como un íntegro magistrado y un hombre de carácter enérgico, á propósito para limpiar á Madrid de los ladrones y vagos que pululaban en 1827 por las mal empedradas calles y peor alumbrados callejones de la villa y corte de entónces, de la cual dan tan exacta idea las Memorias de Mesonero Romanos. Al instalarse mi padre en la superintendencia, en la casa de la calle del Príncipe que hoy habita el duque de Santoña, tenia ya montada una policía, que acabó en cuarenta dias con todos los ladrones, de la manera que tal vez diré en algun artículo posterior. Bástame, por hoy, in[189]dicar el principio tan bárbaro como exacto de que su justicia partia, y era este: «Los séres humanos, que faltos de educacion moral y religiosa, y viviendo en guerra con la sociedad, creen que el robo es una profesion, y el asesinato necesario para cometer y encubrir el robo, no tienen más que un miedo: el de la muerte.» En consecuencia de cuyo principio, y conociendo el modo lento y embrollado con que la justicia ha solido caminar siempre en España, anunció que «los ladrones quedaban sujetos á una comision militar, asesorada por un alcalde de casa y corte y un escribano del crímen;» instalóse la tal comision; y ladron cogido, ladron ahorcado. Bárbaro era tal vez el principio, pero necesario y eficaz fué el procedimiento; los únicos tres años que Madrid ha estado completamente libre de ladrones de profesion, fueron los de 28, 29 y 30. Otro dia hablaremos de esto: no manchemos hoy con tan repugnantes memorias la purísima de mi madre y la alegre y caballeresca del apuesto garçon corregidor de Lerma, Paco Vallejo.
Mi padre fué el primer dignatario de la situacion realista depuesto por la influencia liberal de la Reina Cristina: cayó como los vencidos que capitulan, y salió con armas y bagajes: las condiciones de su destitucion no fueron más que la de salir de Madrid y sitios reales en el término de ocho dias. Fué, pues, á refugiarse á un pueblecillo de la provincia de Búrgos, en donde un hermano de mi madre era cabeza de una numerosa familia, y á cuyo otro hermano, capellan de aquel pueblo, habia nombrado canónigo de la colegiata de Lerma el duque del Infantado, patrono de aquella iglesia y heredero del duque de Lerma, su fundador. El cólera del 34, que introdujo la muerte y la division en la familia, nos[190] obligó á abandonar aquel pueblecillo tan pequeño, oculto y desconocido, que su nombre no se halla en los mapas; y miéntras yo pasaba las temporadas del curso escolar en las Universidades de Toledo y Valladolid, mis padres vivian en un tranquilo destierro en casa de mi tio el canónigo de Lerma. Allí fué de corregidor mi inolvidable Vallejo.
Su llegada fué un acontecimiento para el partido que iba á gobernar, y un justo motivo de sobresalto para mi padre; quien no habiendo aprobado el levantamiento carlista, en cuyo éxito no creia, habia rechazado las sugestiones de los amigos y de los agentes del levantamiento, resuelto á no mezclarse en él por voluntad propia; pero hombre importante y conocido de la pasada situacion, no podia ménos de ser sospechoso al nuevo gobierno, y se dió tal vez por perdido al ver llegar á Lerma un corregidor modelado en un molde tan distinto del en que él habia concebido que debian vaciarse los corregidores. Paco Vallejo era un mozo de veintisiete años, que vestia con elegancia, que marchaba con soltura, que fumaba ricos habanos que de Madrid le remitian, que bebia Jerez, y, ¡cosa inconcebible para mi padre! que se presentó á tomar posesion de su corregimiento con el uniforme de nacional de caballería de Madrid, con el chacó en la cabeza, el baston en la derecha y el sable á la cintura. Paco Vallejo era uno de los calaveras de buen tono de aquella edad de calaveras, que volvieron del revés á España como un sastre la manga de una levita, á la cual hay que poner forros nuevos: un Don Juan de la clase media, que podia presentarse y bravear en el salon más aristocrático: un abogado jóven lleno de audacia y de talento, tan agudo de ingenio como seductor de modales, á quien[191] era preciso tener un par de años en un corregimiento para hacerle llegar á una toga en la audiencia de la Habana: y á quien mi padre y yo tuvimos la fortuna de que nos enviara á Lerma D. Cláudio Anton de Luzuriaga.
Cuando Vallejo llegó á Lerma, acababa yo de volver, concluido el curso de la Universidad de Valladolid. Dimos uno con otro, él bajando y yo subiendo la calle Mayor; llamé yo su atencion por mi traje y porte más cortesano del de la gente del país: encaróse conmigo, plantémele yo delante cediéndole la derecha, pero sin bajar mis ojos á su investigadora mirada, y preguntóme:—¿Quién es V., caballerito, que no tiene trazas de ser de esta tierra?
Decliné yo mi nombre y el de mi padre, y esperé, sombrero en mano, á que tomara mi filiacion en unos instantes de silencio y bajo el poder de una escrutadora mirada, ante la cual no creí conveniente bajar la mia.
—Está bien—me dijo, concluido su exámen—tendré mucho gusto en conocer al padre de tal hijo. ¿Dónde le ha educado á V. su señor padre?
—En el Real Seminario de nobles de Madrid—respondí.
—¡Hola! ¿es V. discípulo de los jesuitas?
—Sí, señor; pero no les hago mucho honor, porque he sido siempre muy desaplicado.
—No habrá sido en la cátedra de la lengua castellana.
—Ni en la de otras.
—¿Conoce V. muchas lenguas extranjeras?
—Tengo rudimentos de tres y rompo en ellas la conversacion.
—Espero tener ocasion de hablar con V. en alguna; tal vez en las tres.
—Estoy á la disposicion de usía.
—Y mi corregimiento á la de su señor padre: hagáselo V. presente de mi parte.
Siguió su camino el corregidor, y apreté yo el paso hácia mi casa para advertir á mi padre de que creia que acababa de cometer una torpeza, que podia muy bien habernos puesto en mal con el miliciano corregidor.
Frunció mi padre el entrecejo escuchando mi narracion, pero no desplegó sus labios, y ántes de anochecer fué á visitar á Vallejo, dejando á mi madre y á su hermano el canónigo en angustiosa incertidumbre; era para ellos evidente que yo habia traido á mi padre la órden de presentarse inmediatamente ante aquella extraña autoridad.
Al volver mi padre de su visita, respondió á la interrogadora mirada de mi madre con estas palabras:—«Es un hombre atentísimo y no temo doblez en él; pero no puedo comprender sus intenciones.
Yo no puedo visitar á V.; me ha dicho al despedirme; pero envíeme V. á su hijo: no sé comer solo, soy algo hablador y me ha parecido que su hijo de V. no tiene pelos en la lengua.—¡Dios ponga tiento en ella! exclamó mi padre volviéndose á mí. Mañana irás al alojamiento de ese botarate, y sereis dos: si te invita á comer, acepta; pero no bebas. Habla poco, si puedes, y escucha bien lo que te diga, porque probablemente te lo dirá para que me lo repitas.»
Maldita la gracia que me hizo la posicion en que el nuevo corregidor me colocaba entre él y mi padre: pero despues de una noche no muy tranquila para ninguno de los tres que componíamos la familia, á las cuatro en[193] punto de la tarde pasaba yo un poco receloso los umbrales de la casa en que se alojaba D. Francisco Luis de Vallejo, á quien desde aquella tarde consagré un cariño fraternal y un agradecimiento que no se extinguirá sinó con la vida.
Llegué hasta el aposento del corregidor sin tropezar con portero ni alguacil, pues habian ya pasado las horas del despacho; y como, aunque no las llevaba todas conmigo, no queria yo que miedo ni empacho en mí conociera, dí resueltamente dos golpes en la puerta con los nudillos, y al «adelante» con que desde dentro me autorizaban á penetrar en aquel sancta sanctorum de la justicia lermeña, me presenté con tanta resolucion aparente como desconfianza real ante la primera autoridad del partido. Leia Vallejo, tendido en un sillon de cuero, un libro encuadernado en vetusto y amarillento pergamino; los piés tenia con botas y espuelas puestos en dos sillas y el codo izquierdo en la esquina de una mesa de piés salomónicos, que sobre su tablero sustentaban por el momento, y en vez de legajos de papel sellado, un gran plato de nueces frescas, muy pulcramente peladas, y un pichel de aquella agradable bebida compuesta de limonada y vino que se llamaba sangría en aquel tiempo viejo, y con la cual templaba el corregidor el ardiente efecto del oleoso fruto del nogal. Soltó el libro y levantóse para recibirme; é hízolo con tan atractivos modales y con tan afectuosas palabras, que al cabo de media hora, uno en frente de otro, dábamos cuenta de la última nuez y de la gota postrera de sangría, en medio de la más alegre conversacion de estudiantes y de la más franca y espontánea amistad de muchachos.
Esta rápida é inconcebible union de dos tan distintos individuos, la habia operado en pocos minutos el libro[194] que Vallejo leia: las coplas del marqués de Santillana y de Jorge Manrique, manuscritas y encuadernadas en la edicion gótica de Sevilla de las trescientas de Juan de Mena.
Si en lugar de escribir estos recuerdos en las columnas de un periódico los escribiese en las páginas de un libro, llenarian algunas los pormenores de esta escena. Paco Vallejo era originalísimo en sus opiniones, excéntrico en sus ideas, y tan picante como ameno en su conversacion. Venia de la corte impregnado en el espíritu de todos los gérmenes políticos, económicos, artísticos y literarios de la revolucion.
Era un índice vivo de cuantos libros y periódicos iban publicados en aquella primera, modesta y recelosa libertad de imprenta; sabia de memoria las principales escenas del Edipo, de Martinez de la Rosa; del Macías, de Larra; de la Marcela, de Breton, y los chistes, de Ventura, y los Cantos de Espronceda, que acababa Ochoa de publicar en El Artista, y podia decir al dedillo la historia de todas las cantantes, desde la Albini, la Cesari y la Lorenzani, y de todas las bailarinas, desde la Sichero y la Volet; recitóme veinte canciones italianas, para mí desconocidas, y encantóme con la de Zanotti, que lleva por estribillo aquel famoso ¡oh giuramenti predda de' venti! Recítele yo mi Dueña de la negra toca y mi Canto de Elvira, con los versos á una Catalina, la moza más garrida que por entónces vivia en Lerma; pidióme y díle noticias y narréle lo que de las muchachas de la comarca se susurraba; díjome y díjele, contéle y contóme tantos versos tan ingeniosos como subidos de color, y tantas historias tan gratas de recordar como imposibles de repetir; y cuando la dueña de la casa se decidió á avisarnos que la sopa estaba en la[195] mesa, así nos acordábamos, como por los cerros de Ubeda, ni él de que era corregidor, ni yo de que era el hijo de mi padre.
Aquellas tan frescas como excitantes nueces nos habian hecho acabar con el pichel de sangría; y aunque el vinillo ágrio de Lerma, segun decia mi tio el canónigo, no era bueno más que para echar lavativas á galgos, nos habia abierto tanto el apetito como alegrado el corazon y calentado la cabeza—borrando los diez años de diferencia que entre mis diez y siete y los veintisiete del corregidor mediaban. Comimos como dos condiscípulos que á hallarse juntos volvieran tras diez años de separacion, y éramos á los postres tan amigos y tan iguales como si de veras condiscípulos hubiéramos sido desde la escuela de primeras letras. Y así llegamos á las nueve de la noche, y oí yo con asombro, y casi con espanto, las campanas de la Colegiata, que tocaban á las Animas: era la primera vez que tal hora me cogia fuera de la casa de mi padre, era la en que se rezaba el rosario en ella, y era yo el encargado de guiarle.
Conoció Vallejo que algo me angustiaba; preguntóme qué, y reveléselo yo: entónces, tomando una de las dos luces que habian alumbrado nuestro festin, y volviendo á llevarme al aposento en donde le hallé, escribió una carta de media página á mi padre; llamó al alguacil de renda y le mandó que á mi casa me acompañara; dióme por despedida lo escrito cerrado en un sobre, y díjome al oido: «dí á tu padre que queme ese papel en cuanto le lea, y que no deje de enviar á su hijo de cuando en cuando á comer con el corregidor.»
Entré yo en mi casa con los carrillos muy encendidos y los ojos muy alegres: aguardábame ya impaciente mi familia, y recibióme mi padre con el ceño un poco frun[196]cido y en un silencio muy poco á propósito para infundirme ánimo; pero yo, sin decir palabra ni darle tiempo de pronunciar una, púsele en las manos la carta de Vallejo, con lo cual obligándole á fijar su atencion en la misiva, logré que la apartara del portador.
Leyó mi padre y quedóse un punto suspenso, contemplando lo escrito como si no lo comprendiera; y aprovechando la posicion en que, inclinado hácia adelante, tenia la carta y la cabeza cerca de la luz, díjele al oido como Vallejo me lo habia dicho: «Que queme V. ese papel en cuanto le lea.»
Quitó mi padre sus ojos del papel para fijarlos en los mios, y preguntóme: «¿Te lo ha leido él á tí?»
No, contesté con la firmeza de quien decia verdad; y en silencio mi padre quemó el papel, quedando de él no más que el pico, por el cual entre su pulgar y su índice lo tuvo miéntras ardió. Tiró despues del cordon de la campanilla y mandó que sirvieran la cena: «Tú habrás comido muy tarde, me dijo: nosotros hemos rezado ya el rosario, y tendrás ganas de acostarte: toma tu luz, y te dejaremos en tu cuarto;» y miéntras todos bajaban al comedor, que estaba en el entresuelo, me dijo mi padre al dejarme en mi dormitorio, que tenia su puerta en el arranque de la escalera:
«Mañana irás á decir á Vallejo lo que me has visto hacer con su carta y le darás las gracias,» y añadiendo entre dientes y como quien habla consigo mismo: «¡si tuviera la cabeza tan sana como el corazon..!» me cerró la puerta y me acosté tan satisfecho de haber salido tan bien librado como curioso de saber lo que decia aquella carta, que tan bien me habia escudado del justo mal humor de mi padre.
Vallejo tenia suficiente juicio para no fiar al chico lo[197] que corriera riesgo de su insensata locuacidad: el corregidor fué con el padre un caballero de la tabla redonda y un muchacho desatalentado con el hijo futuro autor del Tenorio, y único sér con quien el noble calavera madrileño, á quien debia aquel drama ser dedicado, podia tener afinidad en aquel país.
El corregidor liberal, el apuesto y caballeroso garzon, arriesgó su favor y su empleo por amparar al magistrado en desgracia y fué el primero que auguró al hijo un porvenir tan brillante como inútil para uno y otro.
Ocho años despues, supe por mi madre que la carta de Vallejo, que de su parte llevé yo á mi padre, decia: «Traigo órden de vigilar á V. y de no dejarle respirar, pero puede V. dormir tranquilo miéntras yo sea corregidor de Lerma; y cuando tenga V. que emprender algun viaje, avísemelo V. con tiempo para que pueda usted partir sin despedirse de mí, miéntras esté yo de expedicion por mi ínsula Barataria; pero no deje usted de enviarme al chico; que tendrá siempre tan buen lugar en mi mesa, como creo que le tiene en el porvenir que abre en España á las letras la revolucion que se desarrolla.»
¡Oh, bueno y leal Paco Vallejo! Pocos meses despues tenias que consolar á mi pobre madre y desvanecer las sospechas del receloso y severo juez, que tal vez creyeron por un momento que podias tener parte con tus consejos en el crímen con que el hijo se abrió las puertas del porvenir famoso que tú le habias predicho, y que sólo valió al padre, á la madre y al hijo pesadumbres y desengaños.
Mi madre, harta de vivir escondida en un pueblucho de una sierra, en donde nieva desde Noviembre hasta[198] Febrero, y en el cual, incomunicada y sin noticias del mundo, habia vivido cinco años sin saber lo que en el mundo pasaba, vino por fin á llamar á las puertas de la casa del hijo ingrato, cuyo amor filial creia extinguido por la vanidad de unos triunfos que no la habian producido más que ruido y coronas de papel dorado. Un viejo eclesiástico, que la habia servido de protector, se presentó al hijo con la desconfianza de un católico que tuviera necesidad del amparo de un hereje; que era, y es aún lo que se cree en algunos pueblos de Castilla de los que usamos perilla y bigote; pero no bien el anciano sacerdote comenzó á tantear los sentimientos del hijo, cuando éste se echó en sus brazos deshecho en lágrimas, clamando ansioso por abrazar á su infeliz madre; trajímosla á nuestra casa, y una nueva luz, una nueva vida y una nueva inspiracion entraron en ella. Habia yo vivido poquísimo tiempo con mi madre; á los ocho años me habia metido mi padre en un colegio de Sevilla; á los diez me puso en el de nobles de Madrid, y sólo dos veranos, durante las vacaciones del 34 y 35, habíamos vivido bajo el mismo techo, pero entre el miedo y los pesares del destierro y en la escasez de expansiva confianza de los que se conocen mal y no se aprecian bien; resultado inevitable de la educacion fuera de la familia: se pierde uno para ésta tanto cuanto se gana para la sociedad; yo me gané para el mundo y me perdí para mi familia, no nos tratamos y no nos conocimos. Vino, pues, mi madre á mi casa, y yo no sabia ser su hijo; la trataba como á hija mia. Yo la mimaba, yo la peinaba, yo la dormia; sentia que no fuese una niña de tres años, para poderla tener todo el dia sobre mis rodillas y velarla de noche el sueño, colocada en mis brazos su cabeza. A la luz de sus ojos, al calor de su cariño, al in[199]flujo de su presencia, produje yo en tres meses los tres tomos de mis Cantos del Trovador; y un libro del P. Nierenberg, en que ella leia, me sugirió la idea de mi Margarita la tornera; y en aquel D. Juan que tan mal estudia en la Universidad,
y que vuelve por fin despechado y pobre á aquella casita solitaria, hay algo de mi historia y de la de mi casa; y en aquel altar enflorado, y en aquella despedida de la monjita en el altar arrinconado del cláustro, y en aquella narracion rebosando fé sincera, inspiracion juvenil, frescura de selva vírgen, y aroma de rosas de Mayo y poesía nacional y cristiana, está encerrado el espíritu religioso de mi devota madre; está derramada á manos llenas la esencia del amor filial, la poesía del corazon amante del hijo que escribió aquellos versos ante la sonrisa de la madre adorada... y por eso es Margarita la tornera la única produccion que me ha conquistado el derecho de llamarme poeta legendario, y creo que el poeta que la escribió no merece ser olvidado en su patria; y cuando veo que la fama eleva en sus alas á otros poetas contemporáneos, no tengo envidia de sus merecidos triunfos ni de las justas alabanzas de sus modernas obras, y me digo á mí mismo callandito, sin orgullo, modestamente, pero con conciencia de mí mismo: «yo tambien soy poeta; yo tambien he escrito mi Margarita la tornera.»
Pero, ¿qué diablos importan todos estos recuerdos íntimos y personales á los lectores de El Imparcial?[200] Mi pobre madre, que tenia mucho miedo á mi padre, se fué de mi casa... y murió sin que yo la volviera á ver; mi Margarita la tornera, inspirada por la presencia de mi madre, es el sudario en que puedo envolver mi memoria póstuma para que se conserve más tiempo sobre la tierra; puede servirme de confesion á la hora de mi muerte, si la Providencia me hace morir inconfeso, ¡y quién sabe si podrá abonarme ante el tribunal de Dios, cuando mi alma sea por Él llamada á juicio!
Paco Vallejo volvió de la Habana, y yo le dediqué mi D. Juan Tenorio, para que su nombre viviera con el mio unos cuantos dias más despues de nuestra muerte; que es lo ménos que en nombre mio y de mi padre debo á la memoria del amigo leal y del caballeroso amparador.
Volvamos ahora al teatro, para el cual habia dejado de escribir de los de Madrid en ausencia de Cárlos Latorre; y veamos cómo y por qué fué mi Traidor, inconfeso y mártir, el único drama que yo escribí para Julian Romea, y el único que estoy satisfecho de haber escrito.
Siete años de asíduo trabajo habian atraido sobre mí la atencion del público; llevaba ya escritas veinte obras dramáticas, más ó ménos aplaudidas, pero ninguna rechazada, y tres ó cuatro que eran ya de repertorio en todos los teatros de España; ocho tomos de versos, que habian merecido el honor de la reimpresion, y los tres de los Cantos del Trovador, publicados por Ignacio Boix, habian hecho mi nombre popular, y mi exhibicion contínua como lector en los salones del palacio de Villahermosa, donde se instaló primero y resucitó despues el Liceo, habian puesto en evidencia mi exígua personalidad.
Pero á pesar de que del teatro y del Liceo habian salido todos mis compañeros á diputados, gobernadores, ministros plenipotenciarios, y los más modestos á bibliotecarios, cuando ménos, yo me habia quedado poeta á secas, esquivo á la sociedad, extraño á la política y sin influencia con los gobiernos.
El último año de la brillante y efímera existencia del[202] Liceo, su Junta directiva, agradecida, segun dijo, á lo que con mi constante trabajo habia contribuido al lucimiento de sus sesiones y á los disgustos que me habian ocasionado sus juegos florales, en los que yo habia sido juez, presidente, y yo no recuerdo que más, acordó que se diese una funcion en obsequio mio, y se representó por los sócios mi Cada cual con su razon, y se me colocó en preferente sitio en un gran sillon, en el cual se notaba más mi pequeñez, y se me ofrecieron una magnífica corona y un rico álbum, cuya primera hoja habia escrito y firmado S. M. la Reina doña Isabel II; y cargado de papeles y de flores, y ensordecido por los aplausos, me volví á mi piso tercero de la plazuela de Matute, agradecido y contento, pero no desvanecido por el humo aromado y embriagador de la gloria mundana, y volví al dia siguiente á ser el poeta del dia anterior, y á vivir al dia con el producto de mis leyendas. ¿Por qué?
¿Habia algo en mi vida por lo cual se me mostraran esquivos los gobiernos y la sociedad de aquel tiempo viejo? No: yo era quien, esquivo á la sociedad y á los gobernantes, me encastillé en mi hogar doméstico á vivir con los legendarios personajes de mi fantástica poesía: yo era el poeta del tiempo viejo; y fiado solamente en el pueblo, y esperando mi recompensa de un solo hombre, desdeñé todo lo que de aquel hombre no viniera; y la fortuna loca llamó mil veces á las puertas de mi casa; y yo la cerré mis puertas y mis ventanas, dejándola pasar como si no la oyese y derramar sobre otros las venturas que para mí destinadas traia. Ya hablaremos tal vez más de esto en el último capítulo de estos RECUERDOS.
El exceso del trabajo, la profunda y perpétua inquie[203]tud que me roia el corazon, y las malas aguas que el municipio hacia beber por aquellos tiempos á los habitantes de Madrid, me procuraban todos los veranos una debilidad de estómago y una inflamacion de las vísceras abdominales, que el bueno del Dr. Codorníu, médico del regente Espartero, queria curarme á fuerza de sanguijuelas, cáusticos y demás excesos de la ciencia, que está hace siglos empeñada en atacar al enfermo para librarle de la enfermedad. Entre la mia y mi médico el Dr. Codorníu, que me queria como á sus propios hijos, me tenian en cama hacia ya cuarenta dias, al fin de los cuales vino una noche á verme Julian Romea. En ocasion de los juegos florales del Liceo, y en otra que á nadie importa, le habia yo probado mi amistad, y no podia Julian dudar de ella. Pero era una extraña amistad la mia con Julian: no iba jamás á su teatro del Príncipe más que para aplaudirle á él y á su mujer; pero jamás subia á su cuarto ni al de Matilde, ni habia nunca escrito un verso para ellos. Cárlos Latorre andaba por las provincias, y yo escribia libros, pero no comedias. Y el teatro de Julian habia encadenado á la fortuna en su vestíbulo, y la fama hacia resonar perpétuamente su bocina desde el balcon del saloncillo en el cual tenia Romea su corte y su cuarto de vestir, y todos los poetas iban á quemar incienso en aquella sucursal del Parnaso y en aquel peristilo del templo de la gloria.
Yo he sido siempre tenaz en mis opiniones, porque siempre son éstas hijas legítimas de mis convicciones, y las mias y las de Julian estaban en completa contradiccion en el teatro. Que yo era su amigo, no podia dudarlo un hombre por quien no habia vacilado en arriesgar mi reputacion y mi pellejo; que admiraba al actor no podia tampoco dudarlo el que por mí se veia[204] constantemente aplaudido; pero ni el amigo ni el actor venian al poeta más que en la ocasion extrema; y Julian vino á verme in extremis, porque despues de cuarenta dias de cama, un poeta tan débil y tan chiquito como yo, debia de hallarse casi in artículo mortis. Hallóme efectivamente Julian reducido á lo que de mí habian dejado las sanguijuelas de Codorníu envuelto en los trapos de sus cataplasmas; pero con el ojo siempre avizor y el espíritu vivo dentro de la frágil carne—es decir, de la piel y los huesos, porque mi escasa carne se la habian ya comido las sanguijuelas y la calentura.—Abrazóme Romea y enteróse cariñosamente de mi situacion; distrajo la melancólica influencia de la enfermedad y del aislamiento con el relato de la crónica no muy edificativa de bastidores; ponderóme la boga de su amigo el Dr. Larios, quien segun él, hacia maravillas, y dejándome alegre y esperanzado, se despidió hasta el dia siguiente. A las once de la mañana de este volvió con el Dr. Larios, quien me desenterró de entre la infinidad de trapos en que Codorníu me tenia sepultado; metiéronme entre él y Julian en un baño, y á los dos dias, limpio y renovado, me llevaron en un coche al Pardo; donde con el cambio de aguas y de temperatura, las emanaciones salubres del arbolado y la proximidad del otoño, retoñó en mí la salud y la fuerza; y un dia me dijo Romea, trayendo á la realidad mi pasado y mi porvenir: «¿Por qué no me escribes un drama? Matilde y yo lo haríamos con el alma.»—«Pensaré en ello, le respondí; y si en estos dias de convalecencia doy con un argumento á propósito para tí, te lo consultaré y haré lo que sepa. Pero...
—Pero ¿qué?—me preguntó receloso Julian.
—Nada—repuse;—ya hablaremos.—No me atreví á[205] darle más explicaciones sobre aquel «pero» que se me habia escapado.
Convalecí y cazé, y me repuse, y volví á Madrid. Mi editor Delgado habia ya muerto: Boix, sin ideas ni rumbo fijo en el comercio de libros, no me habia hecho trato alguno en que poder fiar, y Julian habia dado á mi mujer, prohibiéndola que me lo dijera, seis mil reales que habian subvenido á los gastos de mi enfermedad. Era forzoso trabajar: el editor Gullon se me habia ofrecido en lugar del difunto Delgado, y no podia rehusar á Romea una obra que él y un nuevo editor me pedian á un tiempo. Pensé en un argumento, en el cual sin salirme de mi terrorífico romanticismo, pudiera colocar un personaje característico adecuado á la escuela exclusiva y al género personal de representacion de Romea; y habiéndome procurado Salustiano Olózaga la causa original de El pastelero de Madrigal, amasé, amoldé y emprendí mi Traidor, inconfeso y mártir. Tenia yo desde que era estudiante un inmenso cariño á este personaje tradicional, y siempre habia pensado hacer de él una leyenda; pero el Ni Rey ni Roque de Escosura habia puesto una insuperable valla ante mi pensamiento. Al ocurrírseme hacer del Rey Don Sebastian y del pastelero de Madrigal uno sólo, concebí que aquel personaje legendario podia transformarse en otro altamente dramático y profundamente misterioso.
Estudié su historia y su tradicion, dormí y soñé con la accion y sus personajes, y cuando la ví clara en mi imaginacion comencé á tenderla sobre el papel: y aquella es mi única obra dramática pensada, coordinada y hecha, segun las reglas del arte: sus dos primeros actos están confeccionados maestramente, y tengo para[206] mí que por ellos tengo derecho á que mi nombre figure entre los de los dramáticos de mi siglo.
Miéntras yo viva no faltará quien me alabe; pero tampoco quien acuse mejor los defectos y la incompletez de sus obras. Váyase lo uno por lo otro; y sea dicho en paz de los que no reconocen en las suyas los defectos de que carecen las mias.
En cuanto tuve escritos mis dos primeros actos, los copié y los cosí, seguro de no tener que variar nada en ellos para concluir el drama: llamé á Julian y se los leí; escuchómelos atentamente, asombróle su forma, enamoróse del carácter del protagonista, que para él destinaba; expliquéle cómo pensaba desarrollar el tercer acto, y prometíselo concluido para la semana siguiente. Entreguéle los dos primeros para que mandara sacar los papeles, y díjome al partir, llevándoselos en el bolsillo:
—Creo, Pepe, que es lo mejor que has hecho.
—Yo tambien lo creo—le respondí—pero...
—Pero ¿qué?
—Nada, nada—le dije—sin atreverme todavía á revelarle mi pensamiento. Miróme un momento sin comprenderme, llevóse los dos actos, desconfiando por el «pero» de que yo concluyera la obra, y yo la emprendí con el tercer acto, del cual no levanté mano hasta darle fin. Volví á llamarle, y tornó Julian á mi despacho; leíle la conclusion, pagóse mucho de su papel, y paguéme yo no poco de que fuera tan de su gusto mi trabajo: entreguésele grandemente satisfecho de lo escrito, y dispusóse él á llevárselo con gran contentamiento y muy lisonjeras esperanzas; pero... detúvele yo, concluyendo nuestra entrevista con este diálogo:
Yo.—¿Vas convencido de que he hecho en conciencia todo lo que he podido?
Julian.—Completamente; y puedes tú quedarlo de que en la representacion haremos cuanto podamos: y si de mi empeño sólo dependiera el éxito...
Yo.—Perdona que te ataje; pero el éxito de este drama no será grande.
Julian.—¿Por qué?
Yo.—Porque tú y yo, como actor y poeta, no somos el uno para el otro. No te amostaces. ¿Crees, ó no, que yo soy tu amigo?
Julian.—Aunque no tuviera más pruebas de tu amistad que esta obra que ya está en mi poder, no podria racionalmente dudarlo.
Yo.—Pues bien, por ser tan tu amigo, te debo la verdad. Creo que no has de salir airoso del papel de Don Sebastian.
Romea era orgulloso y tenia en su talento disculpa suficiente para serlo: al oir estas palabras, áun de su mejor amigo, frunció el entrecejo y encapotó con él su mirada.—Escucha,—seguí yo diciéndole, sin darme por entendido de su gesto ni de su cambiado color—escucha: tú crees que la verdad de la naturaleza cabe seca, real y desnuda en el campo del arte, más claro, en la escena: yo creo que en la escena no cabe más que la verdad artística. Desde el momento en que hay que convenir en que la luz de la batería es la del sol; en que la decoracion es el palacio ó la prision del rey Don Sebastian; en que el jubon, el traje y hasta la camisa del actor son los del personaje que representa, no puede haber en medio de todas estas verdades convencionales del arte y dentro del vestido de la creacion poética, un hombre real, una verdad positiva de la naturaleza, sinó otra verdad convencional y artística; un personaje dramático, detrás y dentro del cual desaparezca la fiso[208]nomía, el nombre, el recuerdo, la personalidad, en fin, del actor.
—¿Y qué?—me dijo desabrida y desdeñosamente Julian.
—Que tú eres el actor inimitable de la verdad de la naturaleza: que tú has creado la comedia de levita, que se ha dado en llamar de costumbres: que puedes presentarte, y te presentas á veces en escena, conforme te apeas del caballo de vuelta del Prado, sin más que quitarte el polvo y sin polvos ni colorete en el rostro: pero en estas escenas copiadas de nuestra vida de hoy, dialogadas por personajes que son á veces copias de personas conocidas, que entre nosotros andan, que con nosotros viven y hablan, tú que con ellos vives y que eres de ellos conocido, no estorbas y no pareces intruso. Tú eres Julian Romea y puedes serlo en la comedia actual: pero el drama es un cuadro, es un paisaje, cuyas veladuras, que son el tiempo y la distancia, se entonan de una manera ideal y poética, en cuyo campo jura y se tira á los ojos la verdad de la naturaleza, la realidad de una personalidad: yo necesito un personaje para el papel de mi rey D. Sebastian.
—Y le tendrás, Pepe, le tendrás:—esclamó Julian.—¡Qué diablos de autores! A vosotros os toca escribir y á nosotros representar.
—Eso, eso quiero; que representes, no que te presentes.
—¡Pepe, Pepe! Suum cuique. Porque tú alucinas á tus oyentes cuando lees tus versos, y porque yo mismo te he dado á leer los mios en el Liceo, para que me los luzcas, no creas que sabes mejor que yo lo que es la escena, sobre la cual estoy desde que me despuntó la barba.
—Y estás en ella con derechos de rey: porque eres uno de los de nuestra escena: pero...
—Déjate de peros, y fíate en mí—y partió Julian con el fin de mi drama en la mano: y se ensayó con cuidado, y los actores se encariñaron con sus papeles, y á los pocos dias, á las ocho de la noche de un viernes, para el beneficio de la incomparable Matilde, se alzó el telon sobre la primera escena de mi Traidor, inconfeso y mártir.
Ni la crítica hostil de eruditos apasionados, ni la mordacidad atrevida de medianías envidiosas, me han negado que esta obra me da derecho á tenerme por autor dramático, y el tiempo y la opinion pública han sancionado esta pretenciosa vanidad mia. La exposicion de este drama está confeccionada con todas las reglas del arte, y la presentacion del protagonista preparada con intencionada habilidad. El papel de Aurora estaba confiado á Matilde; yo, seguro de que Julian iba á dejar pálida la figura del rey D. Sebastian, de que no iba á pasar de Espinosa el pastelero, de que iba á seguir su fatal sistema de presentar en el drama la verdad de la naturaleza en lugar de la del arte, y de que iba, en fin, á representar un rey D. Sebastian de levita; y como encariñado y casi fanatizado yo con mi personaje fantástico, habia, prescindiendo á sabiendas de la verdad de la historia por la poesía de la tradicion, hecho del pastelero de Madrigal y del rey portugués una sola personalidad poética, necesitaba que la exuberancia del arte diese relieve á las medias tintas de la verdad de la naturaleza, que la luz de la poesía esclareciera y relevara la sombra que la maciza figura de la verdad iba á proyectar en el paisaje fantástico de la ficcion: y pensé en Matilde, la actriz más poética, sentimental y apasionada[210] que hemos conocido en nuestro moderno teatro Español.
Yo tenia, y espero que se haya comprendido por lo que llevo dicho, mi razon de no escribir para Julian; pero debia satisfaccion á Matilde por no haber escrito para ella, que era la gloria, el sostén y la fortuna del teatro del Príncipe y de los autores que para él escribian. Matilde era la gracia, el sentimiento y la poesía personificadas sobre la escena; su voz de contralto, un poco parda, no vibraba con el sonido agudo, seco y metálico del tiple estridente, ni con el cortante y forzado sfogatto del soprano, sinó con el suave, duradero y pastoso són de la cuerda estirada que vuelve á su natural tension, exhalando la nota natural de la armonía en su vibracion encerrada. El arco del violin de Paganini, al pasar por sus cuerdas para dar el tono á la orquesta, despertaba la atencion del auditorio con un atractivo magnético que parecia que hacia estremecer y ondular las llamas de las candilejas: y la voz de Matilde tenia esta afinidad con el violin de Paganini: al romper á hablar se apoderaba de la atencion del público, heria las fibras del corazon al mismo tiempo que el aparato auditivo, y el público era esclavo de su voz, y la seguia por y hasta donde ella queria llevarle, con una pureza de pronunciacion que hacia percibir cada sílaba con valor propio, y la diferencia entre la c y la z, y la doble s final y primera de dos palabras unidas que en s concluyeran y empezaran. Matilde no se habia dejado seducir ni contaminar con el exagerado y revolucionario lirismo de la lectura y recitacion salmodiada, que Espronceda y yo dimos á nuestros versos, no; Matilde recitaba sencilla, clara y naturalmente, saliendo de su boca los períodos y estrofas como esculpidas en láminas invisibles de[211] sonoro cristal, y los versos y las palabras como perlas arrojadas en un plato de oro.
Matilde hizo y dijo la escena XI del acto primero con la flexibilidad, el primor de pormenores y el raudal de gracia y de sentimiento de que apenas habrán podido dar idea á mis lectores mis antecedentes frases; y al retirarse acompañada de un aplauso general, dejó completa la exposicion, prevenido al público en favor de la obra y enflorada con una guirnalda de poesía la puerta del fondo, por la cual iba á presentarse el misterioso protagonista.
Por ella salió á escena Julian, perfectamente vestido, pintado y con su papel concienzudamente estudiado: pero salió Julian; presentó y no representó su personaje. Si yo hubiera podido evocar y resucitar al verdadero juez Santillana, hubiérase vuelto á apoderar de aquel verdadero Espinosa, confundiéndole con el que él hizo ahorcar; pero para el público tenia algo de la sombra; le faltaba voz, movimiento, fisonomía, relieve, poesía. Julian hizo sus escenas del primer acto con el capitan y con el alcalde con una exactitud, con un aplomo, con una verdad intachables para los palcos de proscenio y las dos primeras filas de butacas: la sala no pudo apreciar su perfecto trabajo escénico; y al caer el telon, no se oyeron mas que algunas palmadas sin consecuencia. Quedó en el público el recuerdo de Matilde y la curiosidad que habia excitado la exposicion.
En el segundo acto, un nuevo actor vino en refuerzo de Matilde: Barroso. Era éste un mozo sevillano, de los que vinieron á inocular en la corte la sávia andaluza de los Pachechos, los Saavedras y los Perez Hernandez con Bermudez de Castro, Tassara, Sartorius y otros buenos ingenios, cuyos hechos y escritos contribuyeron[212] honrosamente al progreso literario y político de aquella época. Antonio Barroso era poeta; pero habiéndose presentado en el teatro privado del Liceo con Ventura, Marrací, el marqués de Palomares y demás sócios de la seccion de declamacion, concluyó por consagrar al teatro su talento nada vulgar, á consecuencia de los aplausos allí obtenidos y de la buena acogida que de Romea obtuvo. A Barroso habia yo, pues, confiado el ingrato y difícil papel del Alcalde Santillana; tan ganoso yo al dársele de probarle mi amistad y la estima en que le tenia, como él de abordar, estudiar y probarse en un carácter que podia colocarle en muy buen punto de partida para su carrera dramática, y muy alto en la consideracion del público si acertaba á desempeñarle con éxito. Era Barroso un mancebo de buena estatura, cenceño y nervioso, de cabeza pequeña y rubia, pero de aguileño perfil y límpidos ojos y correctamente colocada sobre los hombros.
Suelto de modales, como hombre bien educado, de buena memoria y comprension perspicaz como sevillano y confiado en el porvenir por esa esperanza inconsciente que hace atrevido á todo talento meridional, Barroso estudió, preparó y vistió su papel con tal esmero, que se identificó con el personaje que representaba. Con su toga y su golilla, sus vuelillos de encaje y su junco con cabos de plata, encuadró tan poéticamente su figura severa y su carácter odioso en contraposicion del sencillo y virginal del de la Matilde, que desde su primera escena resaltó como sombra negra é infernal de aquella blanca y celeste aparicion, entre cuyas dos figuras iba á pasar desde la hostería al patíbulo aquel otro vago, misterioso y casi indeciso fantasma del perpétuamente acusado y jamás reconocido soberano pastelero de Madrigal.
Barroso en la escena VI secundó y sirvió de apoyo á Julian con la atencion perpétua de su maestra ejecucion; desarrolló tan á tiempo y alternativamente su doble carácter de juez y de reo con el marqués de Tavira y con Espinosa, que preparada magistralmente la escena XI endecasílaba, pudo desplegar en ella Matilde toda la ternura de su corazon, toda la poesía de su amor recóndito, y toda la grandeza de su incondicional abnegacion; en un juego escénico tan infantil como apasionado, con un acento de castísima ingenuidad, con una declamacion tan impregnada de sentimiento y unas inflexiones de voz tan melódicas, tan suaves y tan variadas, que encantó, enterneció, fascinó y exaltó al público, arrancándome á mí las lágrimas: á mí, poeta entusiasta y satisfecho, que escuchaba por primera vez mis versos de su boca, como si estuviera oyendo arrullar á una paloma enamorada de un ruiseñor. El arte de Matilde reverberó con tal intensidad, rebosó tan profusamente sobre la verdad de Romea, que envuelta y arrebatada en la poesía de Aurora, concluyó la escena en universal aplauso.
En el acto tercero, Barroso tomó creces tan imprevistas ante la seguridad de su éxito y la esperanza de su porvenir, que comenzó desde la primera á dominar la escena con su atencion nunca distraida, su figura siempre en cuadro, su exactitud en las entradas, su creciente juego escénico segun sus pasiones; la supersticion, el miedo y la ira se iban desarrollando y apoderándose de su espíritu. La escena sétima entre Aurora y Santillana no tiene descripcion; el recuerdo de una ribera donde yo cogia
es preciso habérsele visto y oido hacer y decir á Matilde; la creciente angustia del juez ante el tremendo exclarecedor relato de la ingénua y enamorada doncella... es preciso habérsela visto representar á Barroso en la noche del estreno; pero la escena novena volvió, no á enfriar, pero sí á descolorar la representacion.
Lo misterioso de la historia, lo terrorífico de la situacion, la calma heróica del rey mártir, la indecisa concentracion de las pasiones del juez, la inconsciencia de la realidad de la hija y de la amante, dieron por un momento á la verdad el dominio sobre la poesía y partió en silencio al patíbulo el incógnito é innominado protagonista. Quedó el teatro y el público en el silencio de la espectacion, y yo, en la duda del éxito y más convencido que nunca de que la verdad de la naturaleza no es la verdad del arte. Esta volvió á surgir en la escena al recobrar Aurora sus sentidos. Matilde, con la mirada extraviada, los movimientos inciertos, la voz perdida aún en la cavidad de la garganta, sin que el aliento pudiera aún extraerla de los pulmones, preguntó:
[215] y empezó á buscar á Gabriel y á sentir por la ventana el rumor de la plaza, y vió y escuchó, pero no concibió lo que oia ni lo que miraba, pero se lo hizo comprender al espectador y le estremeció. ¡Allí va! ¿A dónde se le llevan sin ella? ¿qué palos son aquellos? ¿qué le ponen al cuello? ¡es una soga! Una nube sangrienta la ofusca la mente. ¡Un sacerdote! y comprendiendo de repente, grita vuelta á Santillana:
y el juez vencido invoca el nombre del rey; pero el grito, el aullido, el estertor, todo junto, que constituyó la exclamacion de Matilde ¡ay! ¡es ya tarde! no son para escritos.
Lo más á tiempo, lo mejor, que ha hecho y ha dicho Florencio en su vida es el decir á Santillana:
y obligarle á tomar y abrir el relicario que encerraba el secreto del rey Don Sebastian.
Lo mejor que hizo Matilde en Traidor, inconfeso y mártir, fué el final. Al reconocer el retrato de su madre y al rechazar á su padre... estuvo sublime de dolor y de ira:
Aquí acababa el drama: el mal gusto del tiempo me[216] arrastró á prolongar con veintiseis versos más tan repugnante escena: sólo Matilde pudo hacerla pasar.
El telon cayó en un momento de silencio, que se cambió en un espontáneo y general aplauso. El autor y los actores fuimos llamados al proscenio: Julian sonreía, Matilde no podia respirar, Barroso estaba convulso como si fuese á sufrir un ataque de nervios... de mí no sé lo que era... Pero ¿gustó el drama?
Sus siguientes representaciones dieron el mismo resultado cada noche: Romea le retiró á los pocos dias del cartel, y no se volvió á hacer más en el teatro del Príncipe.
Andando el tiempo, Catalina, separándose de Julian, formó compañía y ajustó á Matilde; y habiéndose llevado con ella la mayor parte del repertorio de Julian, Catalina hizo su presentacion con mi Traidor, inconfeso y mártir. ¡Qué éxito el del pastelero! Mi drama se hizo en todas las provincias, y en todas las Américas, y aún es hoy de repertorio en todos los teatros, ménos en los de Madrid; y he visto actores muy medianos y sin pretensiones y hasta de teatros caseros que siempre se han hecho aplaudir en el papel del rey D. Sebastian.
Yo estoy muy pagado de ser autor de esta obra mia, y Matilde la ha dado á conocer en todos los países en que se habla la lengua castellana, gracias á Catalina.
¡Bendita Matilde! Desde la noche de su estreno data el cariño fraternal y la gratitud, que la tengo y la tendré siempre.
Post scriptum.—¡Pobre Barroso! Víctima de la medicacion á grandes dósis, murió de repente una tarde en el teatro, saturado de yodo y otras drogas de este jaez. En un ensayo exhaló repentinamente un profundísimo gemido: dió luego un gran grito y dijo: «¡me[217] muero!» y una repentina parálisis comenzó á apoderarse de su cuerpo, comenzando por los piés. No hubo tiempo más que para conducirle á la habitacion y cama del portero, donde recibió la Extrema-Uncion, y espiró contando cómo se moria: ya se me ha muerto el brazo derecho, exclamaba: ya se me muere el corazon... lo último que pareció vivo en él fueron los ojos, cuyos párpados no quisieron cerrarse. Desde la representacion del Traidor inconfeso y mártir, dejé de escribir para el teatro.
Aquí debian tener fin estos Recuerdos mios. Lo que va á seguir, no deberia tal vez ser publicado hasta despues de mi muerte; pertenece, más que á mis Recuerdos del tiempo viejo, á mis memorias póstumas: es exclusiva y personalmente mio, es historia íntima de mi corazon: va acaso á ser enojoso para mis lectores de El Imparcial, y no va seguramente á interesar más que á dos docenas de viejos como yo, que á aquellos tiempos hayan como yo sobrevivido: y no va por fin á despertar en ellos más que un sentimiento ficticio, efímero, artístico, si se me permite esta calificacion, como el que nos inspira la accion de un drama sentimental miéntras á la representacion asistimos. Lo que va á seguir es una página de la leyenda de mi alma: soy yo en ella el protagonista; ¡y soy yo tan poca cosa para hablar tánto de mí mismo!
Una razon me abona sin embargo: hace cuarenta y tres años que se habla de mí en España: quiénes me celebran y quiénes me critican; algunos me calumnian, muchos me envidian y pocos saben lo que de mí dicen, y pocos dejan de juzgarme sin pasion, porque ya[219] nadie me conoce á través de tánto como se ha supuesto y se ha dicho del vagabundo autor de D. Juan Tenorio.
Los meridionales, y más que ningunos los españoles (y más entre estos los andaluces), tenemos la cualidad y la pretension de ser narradores y narradores chistosos: no podemos repetir una historia, un cuento, un sucedido, un dato cualquiera, sin añadirle algo de nuestra cosecha; así que, al salir de la boca del quinto narrador, ya no conoce la historia ó el suceso narrado, ni el que la inventó ni al que le sucedió; y como cada cual sostiene las añadiduras y variaciones por él intercaladas en el relato, é impugna ó contradice las de los demás, todo copo de nieve llega á ser una bola, todo grano de arena un monte, toda historia una novela y todo cuento una mentira; por lo cual, no creo yo nunca nada del mal que se dice, ni de lo malo que se cree de las mujeres ni de los hombres notables: al contrario, comienzo siempre á simpatizar con toda mujer de quien se habla mal y con todo hombre conocido á quien se critica; porque estoy convencido de que tánto más de bueno deben de tener, cuanto más de malo les aplica y atribuye la maledicencia.
De la mujer especialmente tengo yo mis ideas particulares.
Y apuntada de paso esta opinion mia con respecto á las mujeres, sigo adelante con las que respecto á mí mismo voy aduciendo: y no creo que voy muy descarriado al creerme con derecho á decir algo de mí mismo, despues de haber oido y tolerado sin chistar por espacio de cuarenta y tres años, cuanto amigos y enemigos, chismosos y desocupados y vulgo, en fin, que nunca sabe donde tocan las campanas que oye, han dicho y escrito de mí; de mí, pobre insensato que nunca supe contentar á nadie, ni acerté con nadie á quedar bien, y á quien Dios acordó lo único bueno que de nada en España sirve: la modestia de reconocerse y la humildad de no aspirar á nada; no creyéndome para nada con aptitud, por haberme pasado la juventud concentrado en mí mismo, aspirando sólo á conseguir un ideal que sólo dentro de mí mismo albergaba mi esperanza, y en la soledad de mi alma únicamente crecía, como una palma estéril sin compañera, condenada á secarse sin fruto en el desierto de mi inútil existencia.
Voy, pues, á alargar con unos capítulos más estos Recuerdos, y á decir de mí mismo y de mi casa lo que yo sólo sé; porque por mucho que de mí sepan, por observacion y por induccion, los curiosos, los críticos, los murmuradores y los entremetidos, sólo los necios podrán disputarme el derecho de saber mejor que yo lo que por muchos años he guardado entre pecho y espalda, y la idea que mi pensamiento en palabras jamás ha formulado.
Pero vayamos ya adelante con mi historia, echando á un lado digresiones y zarandajas.
Era jefe político de Madrid el Sr. D. Antonio Benavides, y secretario Pepe Rojas, pariente mio por parte de mi primera mujer. Hacia ya muchos meses que mi infeliz madre habitaba en casa de una vieja prima de mi padre, viuda, bien acomodada, que habia vivido largos años en una ciudad de Francia, que por entónces vivia sola en Madrid, porque se habia extrañado de la única hija que de su único matrimonio habia tenido, porque aquella hija habia contraido uno de esos que se llaman de amor con un hombre tan honrado y laborioso como falto de bienes de fortuna. Aquella tia segunda mia, que habia hecho cierto papel en el tiempo de Fernando VII, y la vida del gran mundo en la buena sociedad de su tiempo, no habia perdonado jamás á su hija, que vivia en Toledo en donde yo la conocí, tan honrada como pobre y tan contenta con su mala suerte cuanto serlo la permitia el largo abandono y el tenaz olvido de su madre orgullosa ó descorazonada.
Parece que en mi familia los cabezas de ella han mantenido el principio de la autoridad paterna en toda la rigidez absoluta del derecho romano, y no han sabido nunca transigir con el tiempo, ni contemporizar con[222] las circunstancias, ni perdonar la desobediencia, ni otorgar olvido al extravío juvenil, ni tener en cuenta la fuerza de la pasion, ni la ceguedad del error de sus hijos. Mi prima de Toledo tenia una hija preciosa á quien habia bautizado con el poético nombre de Esperanza: la chica era á los catorce años una preciosa criatura, cifra expresiva de la esperanza de su pobre madre; pero su abuela no albergó nunca bajo su techo á su tan hermosa como inocente nieta... é ignoro lo que de ésta y de sus padres ha sido despues del fallecimiento de mi tia. Con ella vivia mi madre en provincia, cuando mi pariente Pepe Rojas me envió con un guardia civil una carta anunciándome que el Excmo. Sr. Benavides, su jefe, deseaba que me avistara con él en su gabinete, de nueve á diez de la noche, para un asunto que me concernia.
Alarmó á la gente de mi casa aquella cita con puntas de órden; pero como nunca me habia yo mezclado en la política, acudí sin inquietud al gabinete del jefe político, que era por otra parte lo más político y bien educado del mundo, muy deferente como muy ilustrado con la gente de letras, y especialmente benévolo conmigo.
La cuestion era tan sencilla y prevista en su fondo como inesperada y extraña en su forma; mi padre, despues de seis años de emigracion, en vista de que casi todos los de su partido, acogiéndose á las amnistías, habian regresado á sus pátrios hogares, y de que S. M. la Reina D.ª Isabel II reinaba tranquilamente en España, reconocida por todas las potencias de Europa, se convenció de que su constante y leal adhesion á la causa del Pretendiente no le serviria más que para morir inútilmente, sin provecho suyo ni ajeno, en tierra extranjera,[223] y se decidió á enviar al Gobierno una representacion solicitando el permiso de volver á España.
Pero esta representacion se dirigia á S. M. la Reina, empezando con estas palabras: «Señora: puesto que V. M. reina ya de hecho, D. José Zorrilla Caballero, alcalde de casa y corte, consejero, etc., etc.,» lo cual parecia significar que el que aquella representacion firmaba no reconocia Reina de derecho á D.ª Isabel. El jefe político, por encargo del Consejo de ministros, me llamaba para que yo dijese si era la firma de mi padre la de aquel documento: y ante mi afirmativa respuesta, no dijo más aquella grave autoridad que estas palabras: «En ese caso...» y encogiéndose de hombros, dobló el papel en que me mostró la firma.
Despues de una breve conferencia, en la cual la discrecion del Sr. Benavides correspondió con la reserva que á mí me convenia guardar en aquel caso por respeto á mi padre, me despidió con muy corteses palabras, y yo me apresuré á ir á tranquilizar á mi mujer; en España no las tiene nadie consigo cuando tiene que habérselas con la autoridad.
Yo fuí quien no pude tranquilizarme ni conciliar el sueño en toda la noche. La forma en que venia la representacion de mi padre habia levantado en mi corazon una tempestad de inquietudes, en mi imaginacion un volcan de preocupaciones y una tupida niebla de dudas en el campo de mi esperanza. Tenia yo entónces fé en muchas cosas en que hoy ya no creo, y quedábame aún un amigo en cuyos consejos esperar podia, en cuyo amparo debia fiar y en cuyos brazos podia esconder mi cabeza para derramar mis lágrimas. Era este el docto é ilustre prelado D. Manuel Joaquin de Tarancon, recientemente preconizado obispo de Córdoba, y que moraba[224] entónces en la corte y en la calle de la Union por ser senador del reino. El Sr. Tarancon, condiscípulo de mi padre, á quien éste tenia en muy alta estima y que á mí me profesaba un cariño paternal, habia sido mi catedrático y mi confesor.
Habia gozado con los éxitos de mis obras, como si verdaderamente mi padre hubiera sido; me habia ilustrado con sus consejos, me habia corregido con sus observaciones, y tenia una sincera satisfaccion de haber llegado á ver poeta celebrado al estudiantuelo de quien habia cuidado en la universidad, y al chiquitin á quien habia visto romper á hablar en los brazos de su madre, en la intimidad y al calor del hogar paterno. Aún tengo en mis pupilas la imágen venerable de aquel sabio, tan hombre de mundo como poco mundano, revestido de su morado hábito episcopal, con su pectoral y su anillo de esmeraldas, que me contemplaba con los ojos arrasados en lágrimas, pasando por mis abundosos cabellos sus aristocráticas manos, y derramando con sus santas palabras la luz de la esperanza sobre las tenebrosas dudas de mi alma. ¡Dios tenga la suya en la mansion eterna de las de los justos!
Entre mis recuerdos del tiempo viejo su memoria es el más precioso, y su figura es la más augusta é imponente que esculpida en la mia conservan mi gratitud y mi veneracion.
Por él supe pocos dias más tarde que el Gobierno habia enviado á mi padre autorizacion para volver al suelo pátrio, reconociéndole ántes sus títulos y gerarquía, considerando sus años de emigracion como pasados al servicio de la Reina, y señalándole veinte mil y pico de reales de jubilacion que le correspondian por su categoría en la alta magistratura. Debia todo esto mi pa[225]dre, no sólo á la influencia de mi reputacion literaria, sinó á la eficaz proteccion con que le ayudaba un conocido personaje, que aún vive y conserva su influencia en los negocios políticos de nuestro país; pero á quien yo nunca he tratado, de quien no sé si se ha ocupado jamás de mí, ni si ha leido una letra mia, ni si personalmente me conoce. Un dia me dijo Tarancon: «Prepara en tu casa un aposento para tu padre, que vendrá la semana próxima.»
Mi mujer se ocupó con miedo y alegría del mueblaje y decoracion del alojamiento de aquel tan esperado y temido huésped, y anduve yo ocho dias casi insomne y ayuno por su venida; y anduvo mi mujer inquieta y avizorada, como si la llegada de mi padre debiera ser la aparicion de la sombra de Bancuo en el drama de Shakespeare.
Diez dias despues recibí un billete en que me decia el obispo Tarancon: «Mañana llega tu padre; pero no vayas tú á esperarle ni á recibirle; debe de ver y hablar á otra persona ántes que á tí; yo le tendré un dia en mi casa y te le llevaré á la tuya.» Y todo se hizo como Tarancon lo dispuso; y él llevó á mi padre á su casa, y estuvo y habló en ella con él á solas veinticuatro horas; al cabo de las cuales entró con el venerable prelado el ex-superintendente general de policía del Rey D. Fernando VII, en casa de su hijo, el autor de Don Juan Tenorio.
Mi padre era el último eslabon entero de la rota cadena de la época realista, la cifra viviente, el recuerdo personificado del formulista absolutismo, el buen estudiante ergotista de las Universidades de sotana y manteo, el doctor en ambos derechos por el cláustro de la de Valladolid; convencido desde su niñez de que sólo el[226] estudio del derecho, la teología y los cánones podia producir hombres, y de que sólo la toga y la golilla podian darles representacion, dignidad y posicion social. Yo era el primero y débil eslabon de la nueva época literaria, el atropellador desaforado de la tradicion y de las reglas clásicas, el fuego fátuo, leve é inquieto, personificacion de la escuela del romanticismo revolucionario: mi padre, cansado pero no rendido, iba á perderse en la sombra de lo pasado, y yo sin medir la inmensidad desconocida en que iba á arrojarme, fiaba en mis nacientes alas para cruzar el espacio luminoso del porvenir. El padre y el hijo, el último y el primer eslabon de los dos pedazos de la rota cadena, se enlazaron en un abrazo, se fundieron al fuego del natural cariño, y brillaron por un momento unidos y soldados, esmerilados y limpios por las lágrimas ardientes que vertian por sus ojos sus corazones prensados y exprimidos por un placer inexplicable.
Yo no he tenido hermanos: mi padre me separó de sí á los nueve años para meterme en un colegio, y habíamos vivido juntos muy poco tiempo: él no habia modificado su cariño ni sus derechos paternales en la gradacion del trato de su hijo niño, adolescente, mancebo y al fin hombre; me encontraba niño como cuando de nueve años me separó de sí; y viejo robusto y de elevada estatura, me levantó en sus brazos como si todavía no hubiera pasado de aquellos nueve años á que su cariño y sus recuerdos paternales se remontaban. Al volver á dejarme en el suelo, dijo mi padre contemplándome, no sé aún con qué sentimiento:—«¡Qué chiquitin te has quedado!»—El obispo Tarancon, que enjugaba sus lágrimas sin rebozo, le dijo:—«Chiquitin es; pero se ha colocado á tal luz que ya te cobija con su som[227]bra.»—No sé lo que pensó mi padre, que no respondió á la halagüeña alusion del prelado. Mi mujer le mostró y condujo á su habitacion: el buen obispo de Córdoba nos dejó en ella muy satisfecho, y quedólo no poco mi padre de hallar en mi casa la paz doméstica, y el tranquilo bienestar de la medianía á quien nada falta ni nada sobra. Halló en su cuarto muchas coronas, cuyas fechas y dedicatorias leyó con mucha atencion, y sin atreverse en largo espacio á volverse á mí, para no dejarme ver la emocion que le causaban aquellos emblemas poéticos de la efímera gloria de su hijo. Así comenzó la breve temporada de la vida de familia que con nosotros hizo. Comimos, salió él en carruaje á sus visitas y volvió á las diez y media de la noche. A las once anunció su necesidad de recogerse: le ayudé á desnudarse, le acosté... y no me da vergüenza consignarlo: cuando le tuve acostado, me senté en su cama, le dí mil besos, le hice mil cariños, le dije mil niñerías; le traté como habria tratado á mi pobre madre, acariciándole y mimándole como cuando yo tenia seis años. Rióse él y enternecióse, y díjome en fin despidiéndome:—«Eres un chiquillo y no tienes formalidad.» Le arreglé la ropa, le coloqué la pantalla en la lamparilla, y dándole las buenas noches con el último beso... le dejé solo con sus pensamientos.
No habíamos hablado de nada: nada nos habíamos dicho: ni una palabra del pasado, ni una alusion al porvenir, ni una observacion sobre lo presente. ¿Qué pensaba de mí mi padre? Que me habia quedado chiquito y que no tenia formalidad: esto era lo único que su lengua habia dicho, pero su corazon habia tambien hablado por la emocion y las lágrimas delatoras de sus sentimientos de padre: su corazon habia respondido al[228] llamamiento del mio, y el hijo estaba ya seguro de que tenia padre. Pero ¿quién iba á dominar mañana en su ánimo, el corazon ó la cabeza? ¿Quién se iba á revelar definitivamente, el padre ó el magistrado? Yo dormí mal, y esta cuestion me tuvo insomne é inquieto toda la noche.
A la mañana siguiente, despues del desayuno, entabló á solas conmigo el diálogo, sobre palabra más ó ménos, de esta manera.
—Necesito algo de algun ministro; ¿cómo estás tú con este Gobierno?
—Yo estoy bien con todos.
—Tengo una pretension en el negociado de Instruccion pública.
—El director es D. Antonio Gil y Zárate y el ministro Nicomedes Pastor Diaz.
—Segun el prólogo que puso á tu primer libro, si no le has hecho alguna botaratada, debe de ser muy tu amigo.
—Es como si fuera mi hermano mayor: tan indulgente y tan cariñoso, que si hubiera cometido la torpeza ó tenido la desgracia de jugarle alguna mala pasada, no se hubiera dado por entendido de ella ó me la hubiera perdonado. Donoso Cortés, D. Joaquin Francisco Pacheco y Pastor Diaz me han servido de padres en ausencia de V.
—Buenos amigos tienes, si sabes conservarlos. ¿Cuándo podré ver á Pastor Diaz?
—Hoy mismo, á la una, en el ministerio. No será la primera vez que hable V. con él.
—¿Te ha dicho?...
—Todo: que le debe á V. tal vez la vida.
—Es posible: su situacion era dificilísima. Venia yo[229] de comisario régio con la expedicion carlista que entró en Segovia. Creíamos encontrarte allí con él.
—Yo esparcí la voz de que me encerraba en el alcázar, pero me volví á Madrid.
—Te hubiéramos visto con gusto.
—Yo no le hubiera tenido en ir á Oñate á hacer versos á Cárlos V y á San Luis Gonzaga. No hubieran tenido el éxito de los que he escrito en Madrid.
—Es verdad: Nicomedes se vió obligado á esconderse en un horno; yo lo supe y me alojé en la casa en que estaba. En un momento en que soldados revoltosos podian haber dado con él y cometer cualquier tropelía, me senté yo á la boca del horno y entablé con él conversacion á través de la tapa que le cerraba y que él sostenia por dentro. Le dije quién era y le pregunté por tí. Cuando tocaron bota-silla, no abandoné aquella casa hasta que las tropas comenzaron á salir de la poblacion, y le dije el camino que íbamos á tomar para que echara por el opuesto.
—Así me lo ha contado él.
—Me holgaré de conocerle, porque no pudimos vernos entónces.
—Pues hoy se verán Vds.
Salí yo á la imprenta de Boix, donde tenia en prensa una leyenda, salió mi padre á hacer ciertas compras, y á la una nos presentamos en el edificio de la calle de Torija, donde estaban por entónces las oficinas del ministerio de Fomento.
A mi presentacion abrió el portero la mampara del despacho de Nicomedes, y anunciándome, me abrió paso. Hallábase allí accidentalmente Patricio de la Escosura, que acababa de ser nombrado jefe político de Madrid; soltó al verme el baston y el sombrero que en[230] la mano tenia, y pasándome el brazo por la cintura, me hizo dar una vuelta de él suspendido: no tuve yo más que el tiempo necesario para decirle al oido: «mi padre», ni él necesitó más para volverme á dejar en pié, y dirigiéndose á aquel que tras mí habia entrado, le dijo, tendiéndole la mano: «A nuevos tiempos nuevas costumbres, Sr. Zorrilla: hoy son así recibidos los poetas, y donde quiera que vaya V. con su hijo verá lo mismo.»
—Ya veo—respondió mi padre—que mi hijo es el más afortunado tarambana de Madrid.
Presentéles yo unos á otros, mi padre á Nicomedes y Escosura á mi padre: recordó éste al de aquel don Jerónimo de la Escosura, director de la fábrica de tabacos en su tiempo; y unos con otros corteses, y unos con otros cumplidos, despidióse Patricio y quedamos mi padre y yo á solas con Pastor Diaz.
Hablaron en secreto mi padre y él: pidió éste á poco su carruaje y partió con mi padre, previniéndome que si me cansaba de esperar me fuera á mis quehaceres, que él se encargaba de mi padre; y yo, despues de aguardar largo tiempo su vuelta en el despacho de Gil y Zárate, volví á mi casa, donde el carruaje de Pastor Diaz habia conducido á mi padre.
—¿Qué tal?—le dije.—¿Ha quedado V. contento de Nicomedes?
—Jamás fué pretendiente mejor servido que yo. Dentro de cuatro dias puedo irme á cuidar de la hacienda de Torquemada, con todos mis negocios despachados en Madrid.
—¿Tan pronto piensa V. dejarnos?
—No es Madrid ya para mí. Sus casas son muy estrechas: tenemos casi un palacio allá: hay además que re[231]cepar y acodar las viñas, que abonar las tierras y reponer las huertas, de todo lo cual no te has ocupado tú.
—Yo al abandonar á V. renuncié á todos mis derechos: ¿por qué no me envió V. órden y poderes legales?
—Olózaga te los ofreció, y levantar el secuestro.
—Pero yo se lo hice á V. avisar: ¿por qué no determinó V.?
—Eres hijo único y heredero forzoso: todo el mundo te hubiera dado la razon.
—Yo no he contado con nadie en el mundo más que con V.: todo lo que he hecho, por V. ha sido y no he pensado más que en V. Si yo me he hecho aplaudir y me he hecho querer, no ha sido mas que para esperar y preparar su vuelta de V.; no he tenido más ambicion que la de volver á los brazos y al cariño de mi padre, y morir con él en la tranquilidad del hogar paterno.
—Has sido un tonto. Con la fama que has adquirido, con los amigos que tienes, hoy debias de ser cuando ménos subsecretario de Pastor Diaz.
—Usted era carlista y optó por la emigracion: no creí decoro del hijo no ser nada en el gobierno que no habia aceptado el padre; he rechazado todo cuanto se me ha ofrecido: todos los literatos están empleados ménos yo: hoy puede V. haber visto que no es por falta de favor.
—Por eso te he dicho que eras un tonto.
—Pero si yo he hecho milagros por V... Me he hecho aplaudir por la milicia nacional en dramas absolutistas como los del rey Don Pedro y Don Sancho: he hecho leer y comprar mis poesías religiosas á la generacion que degolló los frailes, vendió su conventos, y quitó las campanas de las iglesias: he dado un impulso casi reaccionario á la poesía de mi tiempo; no he cantado[232] más que la tradicion y el pasado: no he escrito una sola letra al progreso ni á los adelantos de la revolucion, no hay en mis libros ni una sola aspiracion al porvenir. Yo me he hecho así famoso, yo, hijo de la revolucion, arrastrado por mi carácter hácia el progreso, porque no he tenido más ambicion, más objeto, más gloria que parecer hijo de mi padre y probar el respeto en que le tengo...
—¡Bah, bah! Quijotadas.
—¡Ay, padre! Cuando perdamos los españoles lo que tenemos de Quijotes, ¿en qué vendremos á parar?
—Lope de Vega y Calderon eran teólogos ántes de poetas: Melendez Valdés fué como yo oidor de la Chancillería: todavía es tiempo; eres muy jóven: métete un año á estudiar, y con cuatro ó cinco mil reales y los amigos que tienes, puedes doctorarte en Toledo; y siendo jurisconsulto puedes serlo todo. Yo me voy para Torquemada: allí debe de ir tu madre, y no quiero que se encuentre sola sin mí entre aquellos pardillos, maestros de gramática parda.
Una nube negra que pasó por mi cerebro entristeció mi alma, envolviendo en lágrimas mi pasado y en tinieblas mi porvenir.
Aquella noche me fuí á casa de Tarancon y le dije: «he perdido todo lo hecho: mi padre, el único por quien todo lo hice, es el único que en nada lo estima.»
Tarancon lo comprendió todo: me abrazó y sobre su morada túnica episcopal dejé correr las lágrimas más amargas que han abrasado mis párpados. Tarancon no era hombre de intentar consolar con palabras banales una pesadumbre que no podia tener momentáneo consuelo.
—Yo me arreglaré con tu padre—me dijo despues de[233] largo silencio.—Tú emprende alguna obra de importancia que necesite estudios, atencion y tiempo. Teníamos convenido en escribir juntos un libro de la Vírgen; esto halagaria mucho á tu padre y enloqueceria á tu madre de alegría; pero yo no tengo ya tiempo para meterme en tal trabajo. Me has hablado de Granada. Emprende tu poema morisco y empieza por ir á localizarte en la ciudad de Boabdil. Si no tienes dinero, cuenta con mi bolsillo; no está muy lleno, pero entrarás á la par con los pobres de mi diócesis. Deja á tu padre irse á Torquemada, y... ¡á Granada tú! Fia en Dios y cuenta conmigo.
Y mi padre se fué á Castilla, y yo empecé á pensar en Granada. Pero, ¿qué importa todo esto á los lectores de El Imparcial? Todas estas memorias íntimas figurarian tal vez muy bien en las mias póstumas: vivo yo aún, pueden ser tachadas de pretenciosa é insoportable vanidad: pero ya he tirado del primer hilo y voy á deshacer todo el ovillo.
Burdeos es una gran ciudad, magnífica, sólida, monumental, con grandes puentes, bien arbolados paseos, soberbios templos; amplios mercados y suntuosos teatros; asiento del primer arzobispado de Francia, es, como si dijéramos, el Toledo de allende los Pirineos; cuajado de Seminarios y de colegios, semillero de toda clase de plantas clericales más ó ménos parásitas, más ó ménos productivas. Por el tiempo de que voy hablando hacian un principal papel en fiestas y procesiones los hermanos de la doctrina y los ignorantins, en uno de cuyos establecimientos hacia dos ó tres años que se habia ventilado el ruidoso proceso del Frère Liotard, con el cual ya no me acuerdo lo que pasó.
Como yo no era hombre de política ni de administracion, ni de ciencia, no me ocupé de más en Burdeos que de sus templos, como cristiano, y de sus teatros, como poeta. Encontraba poquísima gente por las calles, no mucha por los paseos y casi ninguna en el teatro, al cual sostenian solamente los transeuntes, los forasteros, y, sobre todo, los españoles, puesto que habia muchos allí[235] emigrados ó allí establecidos, y todos los que de España iban á veranear á París se detenían por costumbre en la capital de la Gironda. Hallábame yo en Burdeos á todo mi gusto: era la primera vez que podia yo separar mi personalidad de mi malhadada reputacion y andar libre como cualquier ciudadano pacífico, metiéndome por todas partes á fisgarlo todo, sin llamar la atencion ni ser responsable de nada.
Así ví yo á Burdeos, así recogí varios asuntos de leyendas que no sé si llegaré á escribir, y así averigüé la razon de las perpétuas quiebras del teatro por falta de público.
Los bordeleses han tenido siempre (y con justicia) la pretension de que su ciudad es la primera de Francia, el pequeño París, y han aspirado á ser tenidos por sprits-forts, libres pensadores y espadachines; y con respecto á esta última cualidad, tiene una justa reputacion y un riquísimo legendario la escuela de armas de Burdeos; pero las bordolesas son, por lo general, devotas. El clero francés sabe que las dos palancas con que se mueve el mundo son las mujeres y el dinero, y por entónces los confesores no absolvian á las confesadas cuyos maridos leian El Constitucional y los periódicos liberales, tronando siempre contra la inmoralidad del teatro. Donde no van las mujeres no vamos los hombres; no iban las bordelesas al teatro, con que á pesar de la subvencion de que goza siempre el grande de Burdeos, sus empresas se arruinaban á mitad de temporada todos los años.
Además, el gran teatro de aquella ciudad tiene lo que los franceses llaman guignon y nosotros mala sombra. Allí se rompió por entónces una pierna Mademoiselle Angelin, una bailarina rubia de diez y siete años, que era ya una estrella luminosa en el cielo del arte de[236] Terpsícore. Allí tuvo Borelly que matar á puñaladas en presencia del público á su tigre real de Bengala, porque éste tenia ya entre sus dientes la pantorrilla izquierda del domador: quien al levantarse lanzando un caño de sangre de una arteria rota, tuvo tiempo, ántes de perder el sentido, de decir á los espectadores á modo de satisfaccion: «Señores, ya habia gustado mi sangre, y ó él ó yo.»
Esto en el teatro. En los templos las fiestas son tan suntuosas como concurridas: pero á los católicos españoles se nos hacen al principio muy difíciles de aceptar aquella forma mundana y teatral y aquellos accidentes mercantiles con que los actos sublimes de nuestra religion se verifican. Yo escribí mis primeras impresiones de Burdeos en una larga epístola á un condiscípulo mio, cura carlista, de la cual recuerdo las siguientes líneas, versos tan malos como verdades de á puño:
Tal fué mi primera impresion hace treinta y cuatro años: poeta creyente, hallé de ménos mucho fondo y de sobra mucha forma en la manifestacion religiosa del catolicismo francés en Burdeos, arzobispado primado de la nacion vecina: despues he pasado en Burdeos largas temporadas, y es la ciudad en donde más tranquilo y más á gusto he vivido. Me acostumbré á leer á la puerta[239] de la catedral el anuncio de la funcion, el nombre del orador que debia de llevar la palabra en el púlpito, los del director y el organista que dirigian la parte instrumental, y los de las damas y los ó las artistas que sostenian la parte de canto; el objeto piadoso á que la funcion se dedica bajo el patronato de tales ó cuales damas, prelados ó corporaciones, y el precio (generalmente de dos francos) por el cual se puede adquirir el derecho á ocupar una de las sillas, numeradas ó no, que llenan el templo. ¿Y por qué no?
A nosotros nos choca esta asimilacion de las basílicas á los teatros; pero es, al mio, un mal modo de ver las cosas: en Francia usa cada cual libremente del derecho de anuncios y propaganda; y puede que en los templos y fiestas religiosas francesas haya ménos fé, ménos devocion y ménos fervor, pero hay más órden que en las nuestras: nosotros entramos y salimos de las iglesias á codazos, empujones y puñetazos; nos colocamos donde podemos, pisamos á las mujeres que se arrodillan y se sientan en el suelo, etc.; los franceses entran por una puerta y salen por otra, y ocupan tranquilamente los puestos que les corresponden, bajo la direccion de bedeles y pertigueros; que á nosotros nos parecen ridículos, pero cuyos oficios y trajes están encarnados en sus costumbres.
Los franceses han comprendido que la sociedad moderna es un hermoso lago cuyo fondo es cieno, y tienen cuidado de no revolver jamás el agua, poblando su superficie de blancos y ligeros cisnes entre los cuales bogan sin remo miles de botecitos sin quilla, que hacen temblar y rielar el líquido, pero que no levantan oleaje: siembran y plantan las orillas de jardines y de bosques, y van á sentarse á contemplar el espectáculo social á la[240] sombra de los árboles y entre el perfume de las macetas.
Nosotros tenemos la maldita manía de revolver el agua y de arrancar hasta la yerba al rededor del lago, y nos tenemos que estar al sol y al aire, siempre sedientos, contemplando el agua cálida y turbia que hacemos dificilísima de beber.
Hé aquí mis impresiones de ayer y hoy en Burdeos. Esta ciudad, cuyo casco componen miles de edificios tan macizos y suntuosos, y calles más anchas y regulares que las de Roma antigua, atestada de recuerdos y monumentos históricos, aireada por anchos paseos y frescos jardines, regada por dos soberbios rios, el Garona y la Dordoña, salpicada de Colegios, Museos, Academias, Bibliotecas é Institutos, conteniendo veintidos clubs y círculos para todas las clases sociales, diez teatros y salas de recreo, un hipódromo, nueve periódicos diarios y once lógias masónicas; mitad católica, militante y revolucionaria libre pensadora, la tengo yo comparada á una rica, nobilísima y aristocrática viuda legitimista que sonríe á la república, papista que no llora el perdido poder temporal de los Papas, que se ha retirado á vivir y á morir tranquila en sus opulentas posesiones, á cuidar de sus incomparables viñedos y á gozar de sus rentas sin miseria y sin despilfarro, sin ruinosos vicios y sin pretenciosas virtudes, sin orgullo de la majestad de su noble raza, pero con la conciencia de la dignidad de su ilustracion y de su bien heredada opulencia.
Hé aquí mi juicio sobre Burdeos, donde empecé mi poema, y de donde salí para París á estudiar mucho que no sabia, y á adquirir algo que me hacia falta para llevar á cabo mi incompleta Granada.
París tiene dos fases: es el manicomio de los ingenios y el paraiso de los tontos. En el primero forjan sus grandes elucubraciones todos los grandes locos, que con sus inventos y con sus escritos impulsan hácia el progreso el movimiento social europeo; y en el segundo pierden su tiempo, su salud y su dinero, en el turbion de marionetas, charlatanes, estafadores y mujeres perdidas, que pueblan aquel falso eden á la luz del gas y al son de las orquestas de Mussard y de Straus, todos los imbéciles que de las cuatro partes del mundo acuden como mariposas á quemarse en aquel foco de luz infernal.
De París salen simultáneamente los gérmenes de todo lo bueno y de todo lo malo, sobre todo para nosotros los españoles; que, sea dicho sin que nadie se ofenda, ó aunque se amosque conmigo la mitad de la nacion, solemos tomar casi todo lo malo y poquísimo de lo bueno. Llegué yo á París miéntras ocupaba el trono francés el rey ciudadano Luis Felipe de Orleans, de quien sabian trazar la caricatura todos los chicos de su capital bajo la forma de una pera, cuya régia representacion se veia por todas las paredes y siempre de un parecido[242] maravilloso. No era todavía el París ensanchado, dorado y ámpliamente refundido por el imperio del tercer Napoleon; era todavía su primer teatro la sala de la rue Lepelletier, y no estaba aún cerrada la plaza del Carroussel por la calle de Rivoli: existian aún al frente del Palais-Royal una espesa red de callejuelas, tan conocidas como mal afamadas, y á su espalda los dos famosos restaurants de Befour y de los tres hermanos Provenzales, y se alzaban todavía gárrulos y chillones, en los boulevares du Temple y de Beaumarchais, los cien teatrillos más divertidos del mundo, la Gaité, Follies-Dramatiques, Delassements-comiques, etc., etc.
Asomé yo las narices los dos primeros meses al paraiso de los tontos y, sin dejarme fascinar ni embriagar por sus delicias de contrabando ni por sus huríes sin corazon, me establecí á la puerta del manicomio, haciendo con el editor Baudry un trato poco lucrativo; por el cual fueron mis versos los primeros que de poeta español tuvieron lugar en su magnífica coleccion. Por un puñado de luises y dos carros de libros, le dí el derecho de coleccionar todas las obras por mí hasta entónces escritas, por dos razones que me eran exclusivamente personales; la primera para que mi padre leyera mi nombre en el catálogo de la coleccion de los primeros escritores de Europa; y la segunda porque la extensa venta, el gigantesco anuncio y el renombre universal que ya tenia la coleccion Baudry, me hicieran conocido como poeta fuera de mi patria. A pesar de que mi padre, encerrado en nuestro solar de Castilla, no habia vuelto á darme noticias suyas, esperaba yo que esta prueba honrosa de aprecio de la librería editorial francesa para su hijo, le convenceria, por fin, de que no era menester que me doctorara en Toledo y de que ya no habia ra[243]zon de cerrarme la casa y los brazos paternos. En esta esperanza viví en París desde Julio a Noviembre, estudiando y trabajando en mi Granada y dividiendo mi tiempo entre las bibliotecas y los teatros, esquivo como en España, á la sociedad banal de las visitas y la chismografía, y un poco en contacto con la sociedad del arte y de las letras.
La redaccion de La Revista de Ambos Mundos me acogió con simpáticos obsequios, y sus redactores Charles Mazzade, Paulino de Lymerac y Xavier Durrieux fueron mis amigos y comensales; y por mi influencia y la de Juan Donoso, que fué despues nuestro embajador, empezaron á publicarse en aquella importante Revista artículos sobre España, en los cuales comenzaba á probarse á los franceses que el Africa no empieza en los Pirineos. Pitre Chevalier, director del Museo de las Familias, se empeñó en publicar en él mi retrato y mi biografía, y lo hizo, como francés, sin atender á mis justas y modestas observaciones. Convirtió mis breves notas biográficas en una fantástica novelilla, y Mr. Pauquet, el primer dibujante de aquel tiempo, recibió su órden de retratarme embozado en mi capa española y mirando de perfil al cielo, como un D. Juan Jerezano que espera que se le aparezca su Dulcinea en el balcon para decirla: «por ahí te pudras». No era posible que mi retrato indicara que era de un poeta español, si no tenia capa y si no buscaba con la vista la inspiracion del Espíritu Santo; y aún le quedé agradecido á que no me pusiera una guitarra en la mano, de lo que creo que me libró solo su afan de embozarme.
En aquel retrato, correcta y francamente dibujado, y por aquella biografía, bizarramente detallada á la parisienne, no me conoce la madre que me parió; pero no[244] por eso quedó ménos agradecido el español á la buena intencion del francés.
Trás estos necesarios precedentes, pasemos una rápida ojeada por los últimos y sombríos cuadros de estos mis tristes recuerdos del tiempo viejo.
Entre los conocimientos que hice y renové por entónces en París entre Dumas padre, Jorge Sand (Mme. du Devant), Alfred de Musset y Teophile Gautier; entre embajadores, editores, escritores, emigrados, cómicos y bailarinas; entre Fernando de la Vera, la Rachel, la Rose Chery, Frederik Lemaitre, Giusseppe Multedo, Zariategui y otros emigrados liberales y carlistas, italianos y españoles, se me vino á los brazos uno de estos, el más honrado y divertido andaluz que la tierra de María Santísima y la tenacidad carlista echaron á Francia. Era este D. Fernando Freyre, pariente próximo del general del mismo apellido, adherido no sé muy bien cómo á la corte de Fernando VII, de quien elegia los caballos y para quien iba á buscar los toros; amigo de los ganaderos, amparador de los diestros, y el primer inspector de la escuela taurómaca sevillana, institucion de aquel Sr. Rey, que santa gloria haya.
Fernando Freyre no habia sido nada importante ni influyente, ni en la corte huraña y recelosa de las camarillas y apostasías políticas del difunto Rey, ni en la trashumante de D. Cárlos María Isidro de Borbon, segundo Cárlos V en Oñate; pero en ambas habia sido recibido y estimado por todos, incluso por mi padre, porque tenia uno de los mejores corazones y uno de los caractéres más alegres y más iguales del mundo. Realista por conviccion, no transigió nunca con las modernas ideas liberales, ni quiso jamás acogerse á amnistía ni indulto alguno; pero jamás odió, ni esquivó siquiera[245] el saludo, á ningun liberal emigrado ó viajero con quien en tierra extranjera se topara, siendo de todos los españoles sinceramente apreciado y noblemente acogido por los legitimistas franceses. Con apoyo de éstos, no temió ni le avergonzó establecer un pequeño y privado depósito de vinos, pasas, caldos y frutos de Andalucía, que aquellos le compraban; y con los setenta á noventa duros que este oscuro comercio le producia, vivia modesta y honradamente en la mejor sociedad de la legitimidad francesa y de la aristocracia española. Establecido ya de años en París, y encargado por sus amparadores de toda clase de comisiones, era conocido en el comercio y conocia á París, como un commis-voyageur á quien comprar en la tienda ó en el taller, puede producir legal y honrosamente un tanto por ciento más crecido de utilidad. Por uno de estos encargos dimos allí uno con otro, y por las horas buenas que le debo, me complazco en consagrarle cariñosamente estas líneas en mis recuerdos.
Era ya por entónces hombre de más de sesenta años; pero ágil, robusto y colorado, con sus patillas blancas de boca-é-jacha y su sombrero sobre la oreja derecha, corria por las calles recortando los coches y evitándolos apoyándose en la saliente lanza, como quien pone rehiletes de sobaquillo, porque todo lo hacia y lo hablaba á lo torero y lo macareno; y asombraba el verle cruzar los boulevarts sin tropezar ni vacilar entre la multitud de carros, ómnibus y coches que de contínuo los obstruyen. Todo era en él extraño y original; en su negocio no tenia más que un empleado, y éste tenia las más incompatibles cualidades: era polaco, judío, carlista, fiel y discreto; hablaba un castellano aprendido en Vizcaya, tan disparatado como el francés que hablaba Freyre, y[246] entre los dos me decian despropósitos imposibles de reproducir. Yo llamaba tio á Freyre; y cuando mi familia me dejó solo en París, me fuí á vivir al hotel de Italia, frente á la Opera-cómica, en cuyo piso tercero habitaba Freyre un pequeño aposento, compuesto de sala, gabinete y alcoba, y atestado de botellas y cajas. Cuando mi trabajo asíduo y sus compromisos con sus anfitriones nos dejaban libres las noches, comíamos juntos, y las concluíamos en el teatro, en algunos de los cuales tenia yo entradas libres, como escritor extranjero con editor en Francia.
Llegó así Noviembre, y ya tenia yo apalabrados contratos para imprimir mi poema de Granada, y pagábanme ya no escasamente la prosa y los versos que para sus publicaciones de América me pedian, cuando se acordó Dios de mí, como dicen los católicos, enviándome una de esas desventuras que envenenan y enturbian para toda la vida el manantial amargo de la memoria.
Pedíame de Madrid mi primo P., consócio mio, con Rafael X, una cadena de relój igual á otra mia, que era una cinta hecha con mil pequeñísimos cilindros de oro engarzados y giratorios en una red de ejes, de tan prolijo trabajo, como maravillosa flexibilidad. Averiguó Freyre el domicilio del obrero que para el platero los trabajaba, y nos acostamos conviniendo en que á la mañana siguiente muy temprano iríamos á comprar ó á encargar la demandada cadena.
Habíanme regalado en Burdeos un necessaire de ébano fileteado de marfil, que garantizado por una guadamacilada funda de cuero, llevaba yo á la mano y servia en nuestros viajes de escabel á mi mujer. Al levantarme al dia siguiente, híceme la barba segun costumbre[247] con las navajas y ante el espejo de aquel necessaire, y llamando Freyre á mi puerta y dándome prisa, porque él la tenia de acudir á sus negocios despues que al mio, vestíme apresuradamente y partí con él; dejando las navajas sobre el velador y el espejo colgado en la escarpia, que para ello tenia puesta á mi altura en el marco de la vidriera.
Fuimos hasta el final del Faubourg de San Dionisio; hallamos y compramos el objeto pedido, acompañé á Freyre á tres ó cuatro puntos que tenia que recorrer, y volvimos juntos al hotel de Italia.
Pedimos al conserje nuestras llaves, pero la mia no estaba en el llavero; en vez de dejarla en él al salir, me la habia llevado en el bolsillo. Al entrar en mi cuarto, exclamó Freyre: «Mal agüero, zobrino: aquí han andado loz menguez en auzencia nueztra: mira:»—y me mostró el espejo hendido trasversalmente de arriba á abajo.—Reíme yo de su supersticiosa observacion, y llamé al camarero; el cual respondió á mis reclamaciones diciendo, que ni él habia podido hacer mi cuarto, ni nadie entrar en él, porque yo no habia dejado la llave en la conserjería.
«¡Mal agüero, zobrino, mal agüero!» Seguia Freyre rezungando entre dientes, y yo, que no creo más que en Dios, le hice observar que al cerrar la puerta de golpe, la vibracion de las vidrieras produjo probablemente el choque y rotura del espejo; y que teniendo los dueños de los hoteles dobles llaves por mandato expreso de la policía, tal vez el no haber yo dejado la mia llamó la atencion, abrieron sin precauciones la puerta y ocasionaron el fracaso.
Freyre tragó como pudo mi explicacion; y teniendo ambos el dia libre, nos fuimos á almorzar á la taberna[248] inglesa de la calle de Richelieu, con la intencion de ir á las dos al hipódromo del Arco de la Estrella.
Almorzamos tranquilamente, y habiendo encontrado Freyre en el fondo de una botella de Chambertin, un raudal de andaluza verbosidad y un tesoro de alegría juvenil, salíamos cruzando el patio como estudiantes que hacen novillos, cuando dimos de manos á boca con un sobrino del banquero A. B., que en el piso principal de aquella casa tenia su escritorio establecido. «Del cielo me caen Vds.—exclamó al vernos—y me ahorran un viaje. Hace dos dias que tenemos una carta de España para el Sr. Zorrilla, y á llevársela iba; por cierto que trae luto y la apostilla de urgente. Aquí está.»
Y presentóme la carta, que me hizo palidecer. Era de mi padre y revelaba en sus cuatro líneas su extraño carácter, y lo más dolorosamente extraño de nuestras relaciones.
Decia:
«Pepe, tu pobre madre ha fallecido hoy á las tres de la madrugada; tú verás si te conviene venir á consolar á tu afligido padre
José.
No puedo decir lo que sentí ni lo que hice en aquel momento.
Aquella noche rompí mis contratos y retiré las palabras dadas á los editores franceses; y á la mañana siguiente, rompiendo con mi porvenir, emprendí mi vuelta á España y al paterno hogar, cuyas puertas me abria la muerte por la tumba del sér más querido de mi corazon.
Dejé á Freyre llorando en la estacion, y repitiendo[249] lo que desde el dia anterior le habia oido rezungar muchas veces por lo bajo: «Sí, dicen bien las gitanas de Triana: que el diablo ez quien inventó loz ezpejoz, y que anda ziempre entre el azogue é zuz criztalez.»
Yo partí viendo á través de mi espejo roto el rostro adorado del cadáver de mi madre, cuyo último suspiro no me habia permitido recoger Dios.
Tenia mi padre gran fuerza de voluntad y absoluto dominio sobre sí mismo; pero no pudo dominar su emocion en el momento de volverme á ver en su casa y por tan doloroso motivo. Nos abrazamos llorando: él fué el primero que se repuso y volvió á la prosáica realidad de la vida.—«Vienes muy cansado:—me dijo—no agravemos el mal que no tiene ya remedio. Come y reposa: la naturaleza es un tirano irresistible: tenemos tánto tiempo como razones para contristarnos; pero en este instante nuestro dolor está endulzado por la alegría, y no podemos ni alegrarnos ni condolernos, sin asustarnos de nuestra alegría como de nuestra pena.»
Y era verdad; los recuerdos alegres de la niñez que poblaban aquella casa, la satisfaccion de volver á respirar en aquellos aposentos, la vista de aquellos muebles tan conocidos, el servicio de aquellos antiguos criados tan leales, y la presencia, en fin, de mi padre, tan firme, tan erguido y tan vigoroso, que iba y venia dando á aquellos las órdenes necesarias, me tenian en un estado de arrobamiento que me impedia darme cuenta de mí[251] mismo; me sentia tan impulsado á llorar como á reir; y la imágen de mi madre muerta se me ocultaba y casi desaparecia tras de mi padre vivo. Acompañóme éste durante un ligero almuerzo que preparado me tenia; me habló del estado en que habia hallado sus viñas, de las mejoras que habia hecho en el cultivo de los viñedos y de las que necesitaba la casa; ni una palabra de mi madre; ni la más leve alusion á mi vida pasada: ni la más mínima esperanza para el porvenir. Yo volvia á casa de mi padre, no á la mia; así lo habia yo entendido, y volvia resuelto á respetar todos los derechos y á acatar todas las disposiciones de mi padre, sin permitirme la más nimia observacion: puesto que al abandonar á mi familia en 1836, habia yo renunciado á todos mis derechos de hijo y de heredero, dando á mi padre el de hacer de su hacienda lo que más á cuenta le viniere, como si Dios le hubiera quitado por muerte natural el hijo que civilmente murió, al fugarse del paterno hogar en brazos de su locura. Tal era mi respeto por mi padre, tales la justicia y las facultades omnímodas con que yo mismo le habia investido; y si le hubiera dado por ser jugador y vicioso, yo me hubiera empeñado y vendido á Satanás por pagar sus deudas ó mantener sus concubinas. Yo no le pedia, al volver á mi casa, más que un poco de cariño y el perdon de aquellos dramas y leyendas mias, por los cuales habia tirado por la ventana las Pandectas y las Novelas de Justiniano.
Y fueron transcurriendo los dias, y fuéme él llevando á ver las bodegas y los plantíos; y mostróme deseos de adquirir unos solares de casas quemadas por los franceses, que lindaban con la nuestra por Mediodía y Poniente, con lo cual se la añadiria un amplio jardin cercado, logrando hacer de ella la mejor y más cómoda de mu[252]chas leguas á la redonda; y como me diese á entender que las dos cosas que le hacian desistir de la adquisicion de aquellos solares eran, la primera, que yo no querria venir á vivir allí nunca, y la segunda, que él no estaria ya nunca sobrado de dineros; porque el laboreo de las fincas y algunos atrasos contraidos en sus seis años de emigracion absorberian todas sus rentas, ofrecíle yo la suma de que menester hubiese; asegurándole que mi única ambicion era la de vivir allí con él y hacerle lo más agradable posible aquella mansion, con la cual habia soñado siempre, y la cual me habia siempre imaginado como un oasis de reposo en el desierto de mi vida de trabajo y de abnegacion.
No creí, me dijo, que tal pensaras; pero si es como dices, voy á decirte lo que sé y pienso: ni los dueños de esos solares, ni nosotros, que queremos adquirirlos, sabemos bien, ellos lo que van á vender y nosotros lo que vamos á comprar. Escucha.
Fuí yo uno de los jefes del batallon de estudiantes Palentinos que contra los franceses se levantó á fines de 1808. Una noche, sabiendo que avanzaba una division, nos emboscamos en el puente con aquella audacia inconsciente que nos hizo hacer lo que á pensarlo y comprenderlo no hubiéramos hecho. Al amanecer apareció una descubierta de coraceros, que con aquella confianza petulante que perdió á los franceses de Napoleon en España, entró sin precauciones en el largo y tortuoso puente de veintiseis ojos, que enlaza las dos riberas del rio y el camino real con esta villa. La vanguardia venia aún muy léjos, veiamos apenas el polvo que levantaba. Los coraceros y sus caballos nos sintieron debajo de ellos ántes de haber podido vernos enfrente; y encabritándose los caballos y empujando nosotros por los piés[253] á los ginetes, calzados con grandes é inflexibles botas, los arrojamos al agua desequilibrándoles con el peso de sus cascos y sus corazas. Algunos de los últimos, que volvieron grupas, dieron la alarma á los de la vanguardia; pero cuando llegaron al puente, no hallaron más que algunos muertos y apercibieron en el agua algunos ahogados, cuyos cadáveres arrastraba la corriente. Los estudiantes montados en sus caballos y armados con sus carabinas, entrábamos en el páramo sin temor de que nos siguiesen.
Pero pegaron fuego á Torquemada; y ese terreno elevado que desde el balcon estás viendo, cubre los escombros de cinco casas, cuyos cimientos y primer piso eran de piedra labrada, que nadie ha desenterrado.
Hay además cegados cinco pozos de los cinco corrales á cada casa anejos; y entónces todo castellano que huia al monte, echaba al pozo la poca plata y alhajas que poseia; no habrá ahí riquezas, pero sí plata y piedra para indemnizar el desembolso del comprador.
No podia yo permanecer en Torquemada, y al cabo de un mes volví á Madrid. Acababa de establecerse en la corte la sociedad editorial La Publicidad, de la cual era uno de los directores D. Joaquin Francisco Pacheco, quien ya he dicho que con Donoso Cortés y Pastor Diaz habia sido mi primer amigo y amparador. Propuse la compra de la propiedad de mi Granada; y en dos mil duros por tomo, cerré y firmé el contrato, debiendo presentar mi manuscrito por medios tomos y cobrar mil duros por cada mitad.
Empecé á enviar dinero á mi padre, que con él compró los solares, pero no los tocó; intactos los hallé yo al verano siguiente, cuando invitado por él fuí con mi mujer á hacerle compañía.
Mi padre ofreció á ésta las llaves y el gobierno de la casa; yo me opuse diciéndole que su ama de llaves y sus criados eran de su completa confianza, y que mi mujer y yo no éramos más que unos huéspedes por aquel verano.
Pagóse mi padre y más su servidumbre de aquella confianza nuestra; comencé yo á convertir el corral en jardin, y gozaba mi padre viéndome cavar y trasplantar frutales, y abrir arriates para las flores. No hice yo de aquel corralon de lugar un jardin de Falerina; pero al ménos veíase desde los balcones algo muy diferente del muladar en que convierten sus corrales los labriegos descuidados de nuestra mal cuidada Castilla.
Fuimos y volvimos dos veces de Torquemada á Madrid y de Madrid á Torquemada, y en la corte volví á poner casa por consejo de Tarancon, á quien su cargo de senador volvió á traer á Madrid.
La sociedad de La Publicidad se extendió mucho y no pudo abarcar tánto; llevaba yo presentado tomo y medio de mi poema, y habíanme dado, por órden de Pacheco, hasta setenta y dos mil reales; pero husmeando la liquidacion próxima, y no queriendo que mi manuscrito pasara á manos desconocidas, suspendí la entrega de original, con la intencion de rescatar la propiedad de mi manuscrito, por una transaccion ventajosa, cuando la liquidacion llegara.
Extendia entre tanto sus negocios el editor Gullon; y habiéndome pedido un libro de la Vírgen, consultado el caso con Tarancon, y fiado en sus consejos, ofrecí á Gullon el poema de María en seis meses y en treinta y dos mil reales; pero siendo Madrid el punto del Universo en que más tiempo se pierde y más holgazanes encuentra con quienes malgastarlo el hombre que lo necesita,[255] tomé en el Pardo y en la Casa de Infantes un aposento, que empapelé y amueblé, y retiréme á trabajar en aquella arbolada y jabalinesca soledad. Pasábame allí las semanas enteras: los sábados me enviaban mi mujer y mi primo los caballos, y venia á pasar á Madrid los domingos. Escribíame poco mi padre, porque tenia gota y mal pulso y costábale mucho el llevar la pluma; y escribíale yo tambien muy poco, porque estaba muy cansado de tener entre los dedos contínuamente la mia. Sabia él de mí que trabajaba en un libro de la Vírgen; sabia yo de él que la gota le tenia en descuido de la hacienda que habia en parte arrendado, y en el endiablado humor en que la podagra pone á quien la padece; y sabia de ambos el bueno de Tarancon, porque de ambos se ocupaba y á mi padre escribia, miéntras yo algunas veces le visitaba; y así corrió el invierno de 48, preguntando yo á mi padre si necesitaba de mí, y contestándome él que no valia su mal la pena de que yo interrumpiera mi trabajo.
Conservaba yo roto, y así de él me servia, aquel malhadado espejo de mi necessaire que se me rompió en París, y cuya rotura dió tánto á Freyre que rezungar; pero habiéndose desprendido uno de los dos trozos de su cristal por un costado, adherido sólo al carton en que encuadrado estaba por su parte superior, hacíase ya tan engorroso como arriesgado el servicio del tal espejo; y como conservábale yo roto por mero recuerdo del mal dia en que se rompió y no por supersticioso empeño, que Dios, en quien solamente á puño cerrado creo, me ha librado de creer en agüeros ni supersticiones de ninguna especie, determiné al fin renovar el espejo, ya que el necessaire era en verdad prenda que merecia tenerse completa. Vivia yo en las casas de Santa Catalina de la[256] calle del Prado, y hallábase establecida una fábrica de espejos en donde hoy lo está el Casino Cervantes; llevó mi mujer misma el carton en que el roto estaba encuadrado, y en él la pusieron otro espejo de la exacta medida, prometiéndosele para el lunes: pero no se lo llevaron hasta el martes. El azogado cristal nuevo encajaba perfectamente en el hueco para él hecho en el fondo de la tapa del necessaire; coloquéle en su lugar, púsele encima la almohadilla que le garantizaba contra choques y movimientos, y cerrado el necessaire, forcé la tapa para hacer girar la llave: pero al forzarla, sentí crugir algo dentro; el espejo se habia vuelto á romper; yo habia dejado por debajo del cristal uno de los pasadores que por arriba le sujetaban.
Resignéme á tenerlo roto y me volví á mi escondite del Pardo, y volví á emprenderla con el libro de la Vírgen. Era un martes. Mi familia no iba nunca á verme al Pardo; yo la pedia ó ella me enviaba los caballos ó un carruaje, pero nunca en dia de entre semana, sinó en sábado ó en domingo. El jueves habia yo concluido un capítulo; hacia un tiempo delicioso y salí á hacer ejercicio ántes de comer, en compañía de un guarda que en tales casos me servia de cicerone. A mi vuelta hallé un coche en el patio de la casa y á mi mujer esperándome en mi aposento. Volvia yo contento de mi paseo, porque lo estaba de mi trabajo, y alegremente abracé á mi mujer y á la persona de su familia que la acompañaba.
La mesa estaba puesta: sentíame con apetito, y comencé tranquilamente á dar cuenta solo de mi pitanza, de que los recien venidos rehusaron participar, y pasé distraido las primeras cucharadas de la caliente sopa: pero al notar de repente el silencio tan sombrío como[257] desusado de mi familia, asaltóme un siniestro presentimiento, y exclamé inquieto:
«¡Dios mio! ¿Qué sucede, que venís tan tristes y tan pronto?
—Nada, pero es preciso que vengas con nosotros.
—¿Por qué?
—Porque... ha llegado una carta de Torquemada...—y al decir esto, mi buena mujer rompió á llorar sin poderse contener.
No recuerdo si el del espejo roto fué lo que excitó en mi mente la tremenda idea: «¡Ha muerto mi padre!»—exclamé angustiado.
—No, todavía no—se arriesgó á decir mi mujer; pero como esto, por vulgar que sea, es lo primero que suele ocurrir á todo el mundo decir en casos semejantes... no me quedó ya duda de mi desventura, y otra idea más tremenda envolvió mi espíritu en las tinieblas de otra duda que sumia mi alma en la más impía desesperacion.
«¡Mis padres mueren, me dije á mí mismo, sin llamarme en su última hora! ¡Dios me deja sobre la tierra sin el último abrazo y sin la bendicion de mis padres!... ¿Qué le he hecho yo á Dios? ¿Están malditos mis pobres versos?»
Recogí los que llevaba escritos de la Vírgen y me volví á Madrid y á casa de Tarancon, á quien ya no hallé: hacia dos dias que habia salido para su diócesis.
Razon suficiente da el prólogo de este libro de mi venida y permanencia actual en Barcelona: pero por torpe é ingrato deberia tenerme, si yo cerrara este libro sin dar á sus habitantes las gracias por el recibimiento que en su ciudad me han hecho, y el hospedaje que en ella me han dado.
Atemorízame y apócame sin embargo el miedo de no acertar con palabras que espresen mi gratitud, y pesárame en el alma que, con las que voy á escribir, pareciese que sólo intento darme importancia, y prolongar el ruido que esta especie de resurreccion mia ha levantado en la capital de Cataluña.
A ella llegué el 30 de Octubre, y su pueblo se aglomeró en el teatro para saludarme; pero con tan cordial cariño, con tan franca espontaneidad, que no en mis oidos sinó en mi corazon resonaron los aplausos que, de pié y vueltos al palco que ocupaba, me dirigieron los espectadores. ¿Quién era yo, qué habia yo hecho para merecerlos de Barcelona? Aún puedo apenas comprenderlo; y las lágrimas, que como aquella noche anublaron mis ojos, vuelven á enturbiar mi vista ahora que, con infinito agradecimiento, en estas líneas hago de aquella escena tal vez inoportuna conmemoracion.
No espero que nadie de mí se mofe ni me avergüence por mis lágrimas de gratitud, ni por consignar aquí con la más sincera los obsequios de que fuí objeto y los nombres de los que me los prodigaron.
El 1.º de Noviembre apareció en Madrid, en el número 1841 de El Globo, un tan curioso como oportuno y por mí no esperado artículo, prohijado por la redaccion, puesto que aparece de fondo y sin firma, en el cual me considera como un muerto que sobrevive á su gloria y asiste á su apoteósis desde una butaca del salon de espectáculo; ¡Dios mio! si la redaccion de El Globo me hubiera podido honrar con su compañía en mi palco del teatro Principal de Barcelona el 30 de Octubre, hubiera comprendido lo poco que estimo mis obras, pero tambien la escitacion febril que me producia el placer de recibir aquella ovacion del público de Barcelona. ¡Gracias á quien quiera que aquel original artículo me escribió en ocasion tan oportuna; gracias á la redaccion que lo aceptó por suyo, y gracias (si le hay) á su trás ella escondido é invisible inspirador.
El Diario literario de avisos de Barcelona, copió este artículo de El Globo en su número del jueves 4; y en el del viernes 5 de La Crónica de Cataluña apareció otro afectuosísimo de D. Teodoro Baró, á quien seria imposible que yo expresara mi reconocimiento por tal escrito, en frases que á las suyas correspondieran. Baró siente sin duda por mí algo que no se puede comparar más que con un amor de niño: con una sencillez infantil, y una fraternal familiaridad se ocupa de mi faz, de mi traje, de mis costumbres, hasta de mis intereses; recordando en su artículo que cómo y pago alquiler de casa, y que no es justo que se me reimpriman mis obras como si fueran propiedad de todos, impidiéndome utilizar sus[260] productos, para probarme la inmensa popularidad que me han adquirido. Baró trata de mí, de mis obras, de mis acciones y hasta de mis sentimientos íntimos y de mis pensamientos recónditos, con una discrecion, con una delicadeza, con un decoro y con un respeto, que no fueran mayores si él fuera padre, hijo ó hermano del viejo poeta, á quien honra con el artículo en que le da tan cordial bienvenida. Yo ocupo, por lo visto, en el alma de Baró un lugar entre sus creencias: leyó de niño mis versos, se familiarizó conmigo desde muy muchacho, aprendió sin duda al mismo tiempo el Catecismo y mis Cantos del Trovador, el Padre nuestro y El reló, la Historia de España y Margarita la Tornera, y ahora tiene de mí la misma idea que de los personajes históricos y de las imágenes religiosas, que entran en nuestro espíritu con los primeros rudimentos de nuestra primera educacion. Y ¿qué voy yo á responder á los artículos de Baró? ¿Cómo voy yo á corresponder á esta especie de veneracion innata que por mí siente? Con palabras es imposible: no las encuentro; con versos, ya no puedo, porque ya no los hago: con visitas, con cumplidos, con banalidades sociales, seria bajarme yo mismo cantando las peteneras del altar en que Baró me tiene en su corazon colocado; tengo pues que callar, consagrándole en el mio una silenciosa gratitud.
Alonso del Real, en los lunes de La Gaceta de Cataluña, hoja literaria del 25 del mismo mes de Noviembre, me dió por un poeta sin rival, indiscutible, indeclinable, digno y capaz de vivir sin decadencia ni senectud los años matusalénicos; la redaccion de La Publicidad, en su número del 7, compuso su artículo de fondo con mi biografía encomiástica, y encuadró mi retrato en su primera página: y ¿cómo voy á corresponder á tan be[261]névola acogida? ¿Enviando á Alonso del Real y á los redactores de La Publicidad, y á los de El Diluvio, y del Diari Catalá y de La Ilustracion Catalana, y El Correo Catalan, mis tarjetas ofreciéndoles mi casa y dándoles las Páscuas y acompañándolas con un pavo?—Tengo, pues, que encomendarme á Dios y al tiempo, que me deparen una ocasion de probarles mi agradecimiento; y ellos tendrán que darse por contentos y satisfechos con estas pocas y desaliñadas frases.
Pero hay algo más difícil aún de recibir y de aceptar que los escritos encómios: estos, al cabo, se leen á solas, y los que los han escrito no ven la cara que al leerlos pone aquel en loor de quien los escribieron. El Presidente del Ateneo, D. Manuel Angelon, me preparó una velada literaria: en ella hizo el Presidente de su seccion de literatura, Sr. Feliu y Codina, mi presentacion al Ateneo en un discurso floridísimo, durante el cual no sabia yo qué continencia tomar. El poeta D. Enrique Freixas, me dedicó unos endecasílabos, de cuyas ideas soy yo el único que no puede hacer mencion: el jóven Mata y Maneja, me probó que habia tomado por un género de poesía mis extravíos fantásticos y mis delirios métricos, en uno tan intrincado que me pareció mio; y por último, el Ateneo me regaló una magnífica medalla de plata, que no pude colocar en ningun bolsillo por temor de que con su peso me lo desgarrara.
La Sociedad «Romea» dió una funcion en obsequio mio, en el Teatro Catalan del mismo nombre y me ofreció una corona.
La Sociedad «Latorre» me dedicó otra, y otra la Sociedad «Cervantes;» y por fin, dióme la de «Romea» una segunda fiesta, poniendo en escena mi Sancho García; en cuya representacion pusieron los actores más[262] esmero y dieron á la obra mia más relieve de los que acostumbran hoy los que por primeros se consideran; y me inundó el escenario de flores y de laureles.
El Sr. D. Santiago Vilar, en una velada de despedida, me presentó á los alumnos de su colegio, como modelo de yo no sé cuántas cosas: los niños pasaron la noche entera en recitar versos mios, lo que probaba que habian pasado un mes estudiándolos y pensando en mí; el Sr. Obispo de Avila me abrazó en público por los que yo recité; y no sé yo lo que pensar pudieron los espectadores que atestaban aquel salon de aquel abrazo episcopal, dado con cariñosa efusion al poeta más desatalentado del siglo. Presentáronme en un estuche una joya preciosa, primoroso ejemplar de cinceladura, en cuyo trabajo de argentería son estremados los artistas barceloneses; y despues de un refrigerio, necesario para reponer en los vasos linfáticos la saliva gastada en tan prolongada lectura, salimos de aquella conmovedora fiesta de la niñez, presidida por un ilustre prelado, á deshora de la noche, como viciosos que á su casa vuelven ruidosamente de madrugada, calmando la inquietud de su desvelada familia é interrumpiendo el tranquilo sueño de sus honrados vecinos[3].
A este mes entero de fiestas y regalos, no puede el viejo poeta corresponder más que apuntando rápidamente en este apéndice lo sucedido. He protestado mil veces contra mis públicas exhibiciones; pero Barcelona[263] como Valencia, á manera de muchachas locas enamoradas de un viejo, han pedido á gritos mi presentacion en los teatros: he alegado los sesenta y cuatro años que me apocan y enronquecen, y Barcelona me ha dicho: «que no; que yo no tengo edad y que canto como un ruiseñor.» He tenido que acudir al Dr. Osío para que me azoara la glotis, y Barcelona ha escuchado como sonora y argentinamente timbrada mi voz perdida, y ha aplaudido frenética, como si nunca los hubiera oido, mis versos tan viejos como yo. A esta idea preconcebida, á este partido tomado, á este cariño maternal de Barcelona, ¿qué puedo, qué debo yo ofrecer en accion de gracias? Dejarme querer, y seguir trabajando en silencio, y en la duda afanosa de si la posteridad sancionará los aplausos, la predileccion y el juicio con que Barcelona me acepta y me recibe en su seno.
Me he limitado, pues, á escribir estas cuatro vulgares páginas; y como ya no hago versos dos años hace, y el molde en que los vaciaba está ya enmohecido y agujereado, no he sabido más que hilvanar con unos que hice á Valencia, mi madre adoptiva, y otros que me ha inspirado mi gratitud á Barcelona, una estrafalaria poesía, que aquí publico como recuerdo de mi madre y homenaje á la Ciudad Condal. Carece completamente de mérito literario, y la presento sin pretension alguna: es sólo un ejemplo de lectura, en la cual colocados los alientos y dilatados sus períodos para ser leida por mí, tal vez sólo mi arte de alentar la hace escuchar sin fatiga, y tal vez sólo en mi boca tiene armonía su dislocada metrificacion. Creada en el corazon más que imaginada en el cerebro, espero que sólo con el corazon me la acepten y me la juzguen Valencia y Barcelona.
Esta obra es propiedad de su Autor, el que perseguirá ante la ley á quien la reimprima en todo ó en parte sin su consentimiento.
[1] Estas dos composiciones van en el apéndice de esta obra.
[2] Cada cual con su razon; Lealtad de una mujer; primera y segunda parte de El Zapatero y el Rey; El eco del torrente; Los dos vireyes; El molino de Guadalajara; Un año y un dia; Apoteosis de Calderon; Sancho García; El caballo del rey D. Sancho; La mejor razon la espada; El puñal del godo; La oliva y el laurel; Sofronia; La Creacion y el Diluvio; El rey loco; La reina y los favoritos; La copa de marfil; El alcalde Ronquillo; D. Juan Tenorio.
[3] En la lectura de la sociedad «Latorre» debí el honor de que me acompañara al célebre poeta dramático, sostenedor del teatro catalan, D. Federico Soler; quien bajo el seudónimo de «Serafi Pitarra», hace años que con prodigiosa fecundidad surte de obras originales la catalana escena. De ÉL, de sus obras y del teatro Romea, tendré ocasion de ocuparme en mis artículos de El Imparcial.
End of Project Gutenberg's Recuerdos Del Tiempo Viejo, by José Zorrilla *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO *** ***** This file should be named 53294-h.htm or 53294-h.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/5/3/2/9/53294/ Produced by Carlos Colón, University of Toronto and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright law means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. Special rules, set forth in the General Terms of Use part of this license, apply to copying and distributing Project Gutenberg-tm electronic works to protect the PROJECT GUTENBERG-tm concept and trademark. Project Gutenberg is a registered trademark, and may not be used if you charge for the eBooks, unless you receive specific permission. If you do not charge anything for copies of this eBook, complying with the rules is very easy. You may use this eBook for nearly any purpose such as creation of derivative works, reports, performances and research. They may be modified and printed and given away--you may do practically ANYTHING in the United States with eBooks not protected by U.S. copyright law. Redistribution is subject to the trademark license, especially commercial redistribution. START: FULL LICENSE THE FULL PROJECT GUTENBERG LICENSE PLEASE READ THIS BEFORE YOU DISTRIBUTE OR USE THIS WORK To protect the Project Gutenberg-tm mission of promoting the free distribution of electronic works, by using or distributing this work (or any other work associated in any way with the phrase "Project Gutenberg"), you agree to comply with all the terms of the Full Project Gutenberg-tm License available with this file or online at www.gutenberg.org/license. Section 1. General Terms of Use and Redistributing Project Gutenberg-tm electronic works 1.A. By reading or using any part of this Project Gutenberg-tm electronic work, you indicate that you have read, understand, agree to and accept all the terms of this license and intellectual property (trademark/copyright) agreement. If you do not agree to abide by all the terms of this agreement, you must cease using and return or destroy all copies of Project Gutenberg-tm electronic works in your possession. If you paid a fee for obtaining a copy of or access to a Project Gutenberg-tm electronic work and you do not agree to be bound by the terms of this agreement, you may obtain a refund from the person or entity to whom you paid the fee as set forth in paragraph 1.E.8. 1.B. "Project Gutenberg" is a registered trademark. It may only be used on or associated in any way with an electronic work by people who agree to be bound by the terms of this agreement. There are a few things that you can do with most Project Gutenberg-tm electronic works even without complying with the full terms of this agreement. See paragraph 1.C below. There are a lot of things you can do with Project Gutenberg-tm electronic works if you follow the terms of this agreement and help preserve free future access to Project Gutenberg-tm electronic works. See paragraph 1.E below. 1.C. The Project Gutenberg Literary Archive Foundation ("the Foundation" or PGLAF), owns a compilation copyright in the collection of Project Gutenberg-tm electronic works. Nearly all the individual works in the collection are in the public domain in the United States. If an individual work is unprotected by copyright law in the United States and you are located in the United States, we do not claim a right to prevent you from copying, distributing, performing, displaying or creating derivative works based on the work as long as all references to Project Gutenberg are removed. Of course, we hope that you will support the Project Gutenberg-tm mission of promoting free access to electronic works by freely sharing Project Gutenberg-tm works in compliance with the terms of this agreement for keeping the Project Gutenberg-tm name associated with the work. You can easily comply with the terms of this agreement by keeping this work in the same format with its attached full Project Gutenberg-tm License when you share it without charge with others. 1.D. The copyright laws of the place where you are located also govern what you can do with this work. Copyright laws in most countries are in a constant state of change. If you are outside the United States, check the laws of your country in addition to the terms of this agreement before downloading, copying, displaying, performing, distributing or creating derivative works based on this work or any other Project Gutenberg-tm work. The Foundation makes no representations concerning the copyright status of any work in any country outside the United States. 1.E. Unless you have removed all references to Project Gutenberg: 1.E.1. The following sentence, with active links to, or other immediate access to, the full Project Gutenberg-tm License must appear prominently whenever any copy of a Project Gutenberg-tm work (any work on which the phrase "Project Gutenberg" appears, or with which the phrase "Project Gutenberg" is associated) is accessed, displayed, performed, viewed, copied or distributed: This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you'll have to check the laws of the country where you are located before using this ebook. 1.E.2. If an individual Project Gutenberg-tm electronic work is derived from texts not protected by U.S. copyright law (does not contain a notice indicating that it is posted with permission of the copyright holder), the work can be copied and distributed to anyone in the United States without paying any fees or charges. If you are redistributing or providing access to a work with the phrase "Project Gutenberg" associated with or appearing on the work, you must comply either with the requirements of paragraphs 1.E.1 through 1.E.7 or obtain permission for the use of the work and the Project Gutenberg-tm trademark as set forth in paragraphs 1.E.8 or 1.E.9. 1.E.3. If an individual Project Gutenberg-tm electronic work is posted with the permission of the copyright holder, your use and distribution must comply with both paragraphs 1.E.1 through 1.E.7 and any additional terms imposed by the copyright holder. Additional terms will be linked to the Project Gutenberg-tm License for all works posted with the permission of the copyright holder found at the beginning of this work. 1.E.4. Do not unlink or detach or remove the full Project Gutenberg-tm License terms from this work, or any files containing a part of this work or any other work associated with Project Gutenberg-tm. 1.E.5. Do not copy, display, perform, distribute or redistribute this electronic work, or any part of this electronic work, without prominently displaying the sentence set forth in paragraph 1.E.1 with active links or immediate access to the full terms of the Project Gutenberg-tm License. 1.E.6. You may convert to and distribute this work in any binary, compressed, marked up, nonproprietary or proprietary form, including any word processing or hypertext form. However, if you provide access to or distribute copies of a Project Gutenberg-tm work in a format other than "Plain Vanilla ASCII" or other format used in the official version posted on the official Project Gutenberg-tm web site (www.gutenberg.org), you must, at no additional cost, fee or expense to the user, provide a copy, a means of exporting a copy, or a means of obtaining a copy upon request, of the work in its original "Plain Vanilla ASCII" or other form. Any alternate format must include the full Project Gutenberg-tm License as specified in paragraph 1.E.1. 1.E.7. Do not charge a fee for access to, viewing, displaying, performing, copying or distributing any Project Gutenberg-tm works unless you comply with paragraph 1.E.8 or 1.E.9. 1.E.8. You may charge a reasonable fee for copies of or providing access to or distributing Project Gutenberg-tm electronic works provided that * You pay a royalty fee of 20% of the gross profits you derive from the use of Project Gutenberg-tm works calculated using the method you already use to calculate your applicable taxes. The fee is owed to the owner of the Project Gutenberg-tm trademark, but he has agreed to donate royalties under this paragraph to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation. Royalty payments must be paid within 60 days following each date on which you prepare (or are legally required to prepare) your periodic tax returns. Royalty payments should be clearly marked as such and sent to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation at the address specified in Section 4, "Information about donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation." * You provide a full refund of any money paid by a user who notifies you in writing (or by e-mail) within 30 days of receipt that s/he does not agree to the terms of the full Project Gutenberg-tm License. You must require such a user to return or destroy all copies of the works possessed in a physical medium and discontinue all use of and all access to other copies of Project Gutenberg-tm works. * You provide, in accordance with paragraph 1.F.3, a full refund of any money paid for a work or a replacement copy, if a defect in the electronic work is discovered and reported to you within 90 days of receipt of the work. * You comply with all other terms of this agreement for free distribution of Project Gutenberg-tm works. 1.E.9. If you wish to charge a fee or distribute a Project Gutenberg-tm electronic work or group of works on different terms than are set forth in this agreement, you must obtain permission in writing from both the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and The Project Gutenberg Trademark LLC, the owner of the Project Gutenberg-tm trademark. Contact the Foundation as set forth in Section 3 below. 1.F. 1.F.1. Project Gutenberg volunteers and employees expend considerable effort to identify, do copyright research on, transcribe and proofread works not protected by U.S. copyright law in creating the Project Gutenberg-tm collection. Despite these efforts, Project Gutenberg-tm electronic works, and the medium on which they may be stored, may contain "Defects," such as, but not limited to, incomplete, inaccurate or corrupt data, transcription errors, a copyright or other intellectual property infringement, a defective or damaged disk or other medium, a computer virus, or computer codes that damage or cannot be read by your equipment. 1.F.2. LIMITED WARRANTY, DISCLAIMER OF DAMAGES - Except for the "Right of Replacement or Refund" described in paragraph 1.F.3, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, the owner of the Project Gutenberg-tm trademark, and any other party distributing a Project Gutenberg-tm electronic work under this agreement, disclaim all liability to you for damages, costs and expenses, including legal fees. YOU AGREE THAT YOU HAVE NO REMEDIES FOR NEGLIGENCE, STRICT LIABILITY, BREACH OF WARRANTY OR BREACH OF CONTRACT EXCEPT THOSE PROVIDED IN PARAGRAPH 1.F.3. YOU AGREE THAT THE FOUNDATION, THE TRADEMARK OWNER, AND ANY DISTRIBUTOR UNDER THIS AGREEMENT WILL NOT BE LIABLE TO YOU FOR ACTUAL, DIRECT, INDIRECT, CONSEQUENTIAL, PUNITIVE OR INCIDENTAL DAMAGES EVEN IF YOU GIVE NOTICE OF THE POSSIBILITY OF SUCH DAMAGE. 1.F.3. LIMITED RIGHT OF REPLACEMENT OR REFUND - If you discover a defect in this electronic work within 90 days of receiving it, you can receive a refund of the money (if any) you paid for it by sending a written explanation to the person you received the work from. If you received the work on a physical medium, you must return the medium with your written explanation. The person or entity that provided you with the defective work may elect to provide a replacement copy in lieu of a refund. If you received the work electronically, the person or entity providing it to you may choose to give you a second opportunity to receive the work electronically in lieu of a refund. If the second copy is also defective, you may demand a refund in writing without further opportunities to fix the problem. 1.F.4. Except for the limited right of replacement or refund set forth in paragraph 1.F.3, this work is provided to you 'AS-IS', WITH NO OTHER WARRANTIES OF ANY KIND, EXPRESS OR IMPLIED, INCLUDING BUT NOT LIMITED TO WARRANTIES OF MERCHANTABILITY OR FITNESS FOR ANY PURPOSE. 1.F.5. Some states do not allow disclaimers of certain implied warranties or the exclusion or limitation of certain types of damages. If any disclaimer or limitation set forth in this agreement violates the law of the state applicable to this agreement, the agreement shall be interpreted to make the maximum disclaimer or limitation permitted by the applicable state law. The invalidity or unenforceability of any provision of this agreement shall not void the remaining provisions. 1.F.6. INDEMNITY - You agree to indemnify and hold the Foundation, the trademark owner, any agent or employee of the Foundation, anyone providing copies of Project Gutenberg-tm electronic works in accordance with this agreement, and any volunteers associated with the production, promotion and distribution of Project Gutenberg-tm electronic works, harmless from all liability, costs and expenses, including legal fees, that arise directly or indirectly from any of the following which you do or cause to occur: (a) distribution of this or any Project Gutenberg-tm work, (b) alteration, modification, or additions or deletions to any Project Gutenberg-tm work, and (c) any Defect you cause. Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg-tm Project Gutenberg-tm is synonymous with the free distribution of electronic works in formats readable by the widest variety of computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg-tm's goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is in Fairbanks, Alaska, with the mailing address: PO Box 750175, Fairbanks, AK 99775, but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation's web site and official page at www.gutenberg.org/contact For additional contact information: Dr. Gregory B. Newby Chief Executive and Director [email protected] Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide spread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. To SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state visit www.gutenberg.org/donate While we cannot and do not solicit contributions from states where we have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition against accepting unsolicited donations from donors in such states who approach us with offers to donate. International donations are gratefully accepted, but we cannot make any statements concerning tax treatment of donations received from outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff. Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation methods and addresses. Donations are accepted in a number of other ways including checks, online payments and credit card donations. To donate, please visit: www.gutenberg.org/donate Section 5. General Information About Project Gutenberg-tm electronic works. Professor Michael S. Hart was the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For forty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.