The Project Gutenberg EBook of El libro rojo, 1520-1867, Tomo I, by Vicente Riva Palacio and Manuel Payno and Juan A. Mateos and Rafael Martínez de la Torre This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org/license Title: El libro rojo, 1520-1867, Tomo I Author: Vicente Riva Palacio Manuel Payno Juan A. Mateos Rafael Martínez de la Torre Release Date: August 13, 2016 [EBook #52795] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK EL LIBRO ROJO, 1520-1867, TOMO I *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images available at The Internet Archive)
EL LIBRO ROJO
AL ÍNDICE. |
DE VENTA
CORRESPONDENCIA DE JUÁREZ Y MONTLUC,
Antiguo Cónsul General de México
Acompañada de numerosas cartas de personajes políticos,
relativas á la Expedición de México
Resumen: Prefacio histórico.—Autobiografía.—Capítulo I. (1858-1860).—I. Elsesser, cuñado de Jecker.—II. El Presidente Juárez.—III. Morny y las minas de Sonora.—Capítulo II. (1861).—I. Almonte é Hidalgo.—II. Los bonos de Jecker.—III. Saligny.—IV. Cámara Sindical de exportación.—Capítulo III. (1862).—I. El príncipe austriaco.—II. Lorencez y Zaragoza.—III. Cartas al Emperador.—IV. El general Forey.—V. Sus proclamas.—VI. Jecker protegido del ministro de Prusia.—VII. El Congreso Mexicano.—VIII. Drouyn de Lhuys.—Capítulo IV. (1863).—I. El Gobierno Mexicano aprueba los pasos conciliatorios de su Cónsul General en París.—II. Nuevas proclamas del general Forey.—III. Una consecuencia del negocio Jecker.—IV. Proceso de los Cónsules.—V. Entrada de las tropas en México.—VI. El Marqués de Montholon.—Capítulo V. (1864-1866).—I. El Imperio en México.—II. 1867 ¡la catástrofe!—Capítulo VI. (1867-1872).—I. Juárez entra en México.—II. México se levanta.—III. Guerra de Prusia.—IV. Conclusión.—V. Ultima carta de Juárez.—Documentos justificativos, etc., etc.
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POR
VICENTE RIVA PALACIO, MANUEL PAYNO,
JUAN A. MATEOS
Y RAFAEL MARTÍNEZ DE LA TORRE
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TOMO I
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MEXICO
A. Pola, Editor, calle de Tacuba, Núm. 25
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1905
Asegurada la propiedad de esta obra conforme á la ley
Era la media noche. Un profundo silencio reinaba en la gran capital del Imperio Azteca, y las estrellas de un cielo limpio y despejado se retrataban en las tranquilas aguas de los lagos y en los canales de la ciudad.
Un gallardo mancebo que hacía veces de una divinidad, y que por esto le llamaban Izocoztli, velaba silencioso y reverente en lo alto del templo del dios de la guerra.
Repentinamente sus ojos se cierran, su cabeza se inclina, y recostándose en una piedra labrada misteriosa y simbólicamente, tiene un sueño siniestro. Abre los ojos, procura recordar alguna cosa, y no puede ni aún explicarse confusamente lo que le ha pasado. Sale á la plataforma del templo, levanta la vista á los cielos, y observa asombrado en el {8}Oriente una grande estrella roja con una inmensa cauda blanca que cubría al parecer toda la extensión del Imperio. Apenas ha mirado este fenómeno terrible en el firmamento, cuando cae con la faz contra la tierra, y así, casi sin vida, permaneció hasta que los primeros rayos del sol doraron las torres del templo. Alzó entonces el Izocoztli la vista á los cielos, y la estrella había desaparecido[2].
Izocoztli al medio día se dirigió al palacio del Emperador. «Señor temible y poderoso, le dijo, anoche he visto una grande estrella de fuego en los cielos.»
Moctezuma dudó, pero quedó pensativo todo el día. En la noche él mismo permaneció en observación en la azotea de su palacio, y á cosa de las once vió aparecer repentinamente la fatal estrella roja.
Al día siguiente mandó llamar á todos los adivinos y hechiceros de la ciudad. Ninguno había visto nada. Nadie se atrevía á interpretar la aparición misteriosa de los cielos.
Moctezuma mandó llamar á los justicias. «Encerrad, les dijo, á todos estos adivinos y astrólogos en unas jaulas, y no les dareis de{9} comer ni de beber. Es mi voluntad que mueran de hambre y de sed.
«Marchad después por todos los lugares de mi reino y haced que las casas de los hechiceros y adivinos sean saqueadas y quemadas, y traedme arrastrando del cuello por las calles á todos los que teniendo la obligación de observar los cielos y de interpretar las señales de los dioses, nada han visto, ni nada han dicho á su Rey.»
La orden se ejecutó. Los hechiceros de México murieron rabiosos de hambre y de sed en las jaulas, y á los pocos días los muchachos de las escuelas arrastraban de unas sogas amarradas al cuello á los adivinos de las provincias, que dejaban contra las esquinas de la ciudad los pedazos sangrientos de sus miembros. Así se cumplió la voluntad del muy grande y poderoso Señor Moctezuma II[3].
Una tarde, quizá con la intención de ir á la corte de Texcoco, el Emperador se dirigió al lago; pero en el mismo momento espesas nubes cubrieron el cielo, los rayos atravesaron el horizonte, iluminándolo de una luz siniestra, y las aguas del lago comenzaron á{10} agitarse y á hervir, como si tuviesen una gran caldera de fuego en el fondo.
Moctezuma se retiró á su palacio más triste y abatido. Imaginó aplacar la cólera de los dioses y mandó traer una gran piedra de sacrificios que había ordenado antes se labrase con mucho esmero. Al pasar la piedra por el puente de Xoloco, construído de intento con fuertes maderos, crujió repentinamente, y la enorme piedra se hundió en las aguas, llevándose consigo al sumo sacerdote y á la mayor parte de los que la conducían.
En ese día un temblor hizo estremecer como si fuese la hoja de un árbol el templo mayor, y un gran pájaro de forma extraña atravesó por encima de la ciudad, dando siniestros graznidos. Otra vez una negra tempestad descargó sobre la ciudad. Un rayo incendió el templo.
Moctezuma no pudo ya dominar su inquietud y su miedo, y mandó llamar al sabio Rey de Texcoco.
Los poderosos y magníficos reyes de México y de Texcoco tuvieron una entrevista solemne.
Netzahualpilli era un Rey anciano, lleno de justicia, de bondad y de sabiduría, é interpretaba los sueños y los fenómenos de la naturaleza, y tenía el don de la profecía. Llegó ante Moctezuma, tomó asiento frente de{11} él, y largo rato permanecieron los dos taciturnos y silenciosos.
—Señor, dijo Moctezuma interrumpiendo el silencio, ¿has visto la grande estrella roja con una inmensa ráfaga de luz blanca?
—La he visto, contestó el Rey de Texcoco.
—¿Anuncia hambre, peste, ó nuevas guerras?
—Otra cosa todavía más terrible, dijo gravemente el Rey texcocano.
Moctezuma, pálido, casi sin aliento, temblaba sin poder articular ya una palabra.
—Esa señal de los cielos ya es vieja, continuó con voz solemne el Rey de Texcoco, y es extraño que los astrólogos nada te hayan dicho. Antes de que apareciera la estrella, una liebre corrió largas horas por los campos hasta que se entró en el salón de mi palacio. Esta señal era precursora de la otra más funesta.
—¿Qué anuncia, pues, la estrella?—preguntó Moctezuma con una voz que apenas le salía de la garganta.
—«Habrá en nuestras tierras y señoríos, continuó el de Texcoco, grandes calamidades y desventuras; no quedará piedra sobre piedra; habrá muertos innumerables y se perderán nuestros señoríos, y todo será por permisión del Señor de las alturas, del Señor del día y de la noche, del Señor del aire y del fuego.»
Moctezuma no pudo ya contener su emoción,{12} y se echó á llorar diciendo: «¡Oh, Señor de lo criado! ¡oh, dioses poderosos, que dais y quitais la vida! ¿cómo habeis permitido que habiendo pasado tantos Reyes y Señores poderosos, me quepa en suerte la desdichada destrucción de México, y vea yo la muerte de mis mujeres y de mis hijos? Adónde huir? adónde esconderme?»
—En vano el hombre quiere escapar, contestó tristemente el Rey de Texcoco, de la voluntad de los dioses. Todo esto ha de suceder en tu tiempo, y lo has de ver. En cuanto á mí, será la postrera vez que nos hablaremos en esta vida, porque en cuanto vaya á mi reino moriré.
Los dos Reyes estuvieron encerrados todo el día conversando sobre cosas graves, y á la noche se separaron con gran tristeza[4]. Netzahualpilli murió en efecto el año siguiente[5].
El 8 de noviembre de 1519 fué un día de sorpresa, de admiración y de extraños sucesos en la gran ciudad de México.
A eso de las dos de la tarde, una tropa de europeos, á caballo los unos, á pie los otros, y todos revestidos de brillantes armaduras y{13} cascos de acero, y armados de una manera formidable, hacían resonar las piedras y baldosas de la calzada principal con las herraduras de sus corceles, y el son de sus cornetas y atabales se prolongaba de calle en calle. En el viento ondeaban los pendones con las armas de Castilla, y á la cabeza de esta tropa, seguida de un ejército tlaxcalteca, venía el muy poderoso y terrible capitán D. Hernando Cortés.
Las azoteas de todas las casas estaban cubiertas de gente, las canoas y barquillas chocaban en los canales, y en las calles se agolpaba la multitud, estrujándose y aún exponiendo su vida por mirar de cerca á los hijos del sol y tocar sus armaduras y caballos.
Moctezuma, vestido con sus ropas reales adornadas de esmeraldas y de oro, acompañado de sus nobles, salió á recibir al capitán Hernando Cortés y le alojó en un edificio de un solo piso, con un patio espacioso, varios torreones y un baluarte ó piso alto en el centro. Era el palacio de su padre Axayacatl. Moctezuma, después de haber cumplimentado á su huésped, se retiró á su palacio. Al día siguiente, mandó que se hiciese en la montaña un sacrificio á los dioses Tlaloques. Se sacrificaron algunos prisioneros, que estaban siempre reservados para estas ocasiones; pero los dioses se mostraron más irritados. Se estremeció la Mujer Blanca, y desde la azotea de{14} su palacio pudo contemplar asustado el Emperador azteca los penachos de nubes negras y fantásticas que cubrían la alta cima de los gigantes del Anáhuac.
A los ocho días de estar Hernando Cortés en México, los aztecas, irritados con la presencia y orgullo de sus enemigos los tlaxcaltecas y con las demasías que cometían los soldados españoles, dieron muestras visibles de hostilidad y de disgusto. Cortés no sabía si permanecer, si abandonar la capital ó situarse en las calzadas. Dos días estuvo sombrío y pensativo, y al tercer día llamó á sus capitanes. «He resuelto prender al Emperador Moctezuma, les dijo, y traerle á este palacio. Su vida responde de la nuestra; lo demás que siga, está encomendado á la guarda de Dios y de Santiago.»
A la mañana siguiente, después de oir toda la tropa española una misa, de rodillas y con ejemplar devoción, Cortés tomó la palabra y dijo: «Vamos á acometer hoy una de nuestras mayores hazañas, y es prender al monarca en medio de todo su pueblo y de sus guerreros. Los españoles somos un puñado que con el soplo de los indios podemos desaparecer; pero están Dios y la Virgen con nosotros. He escogido á vuesas mercedes para{15} que me ayudeis á dar cima á esta arriesgada aventura.» Esto diciendo, señaló á Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Francisco de Lujo, Velázquez de León y Alonso de Avila, y estos caballeros, seguidos de algunos soldados, cubiertos todos de armaduras completas, se dirigieron al palacio del Emperador de México.
Moctezuma procuraba aparecer tranquilo y afable ante sus súbditos, pero no pensaba sino en los medios de que quedasen contentos los españoles, y de que saliesen prontamente de la ciudad.
El salón en que estaba era espacioso, tapizado con mantas finas de algodón, bordadas de colores variados y con dibujos exquisitos. El suelo estaba cubierto de finas esteras de palma. En el fondo el monarca estaba reclinado entre cojines, y á su derredor había algunos nobles y una muchacha como de 16 años, de ojos y cabellos negros, de tez morena, y sonreía alegremente dejando ver entre sus labios rojos dos blancas y parejas hileras de dientes.
Los españoles se presentaron en ese momento.
Las pisadas recias de los capitanes que hacían resonar sus espuelas en el pavimento, el{16} aire feroz é imponente que tenían, y el verlos seguidos de algunos soldados, inspiró temor á Moctezuma; se puso algo pálido, pero dominó su emoción y saludó á Cortés y á sus capitanes con la sonrisa en los labios. «Voy á ensayar el último arbitrio,» pensó entre sí; y dirigiéndose á Cortés, le dijo:
—«Malinche, tenía gran deseo de que tú y tus capitanes me visitaran, y pensaba en ello, porque tenía preparadas algunas joyas y preciosidades de mi reino para ofrecértelas.»
Los ministros y magnates que estaban cerca, presentaron á Cortés en unas bandejas pintadas de colores, muchas figuras de oro, como sapos, serpientes y conejos, primorosamente labradas, y además, esmeraldas, conchas, mosaicos de pluma de colibrí y otras maravillas del arte indígena.
Cortés, preocupado, apenas miró los objetos é inclinó la cabeza maquinalmente.
Moctezuma, que observaba la fisonomía del capitán español, cada vez estaba más alarmado.
Olid, Sandoval y Alonso de Avila examinaron con más atención los presentes; los demás guardaban silencio, y al disimulo requerían el puño de sus espadas.
El monarca dominó su orgullo.
—«Malinche, dijo, tengo para tí reservada una joya de más valor que el oro de todo mi reino. La joya que te voy á dar es mi corazón,»{17} y al decir esto se levantó, tomó por la mano á la linda muchacha y la presentó á Cortés. «Es mi hija, Malinche, una hija que los dioses han hecho hermosa, y que te doy para que sea tu mujer y tengas en ella una prenda de mi fe y de mi cariño.»
Los ojos de Cortés se clavaron en la muchacha. Su mirada expresaba la ternura que le inspiraron las palabras del Rey, pero reflexionó un momento y cambió de resolución.
—«Señor y Rey, dijo el capitán inclinándose respetuosamente, mi religión me permite tener una sola mujer y no muchas, y ya soy casado en Cuba. Os doy gracias y os devuelvo á vuestra hermosa hija.»
Moctezuma quedó triste y corrido; la niña se cubrió de rubor al verse rechazada, y Cortés, después de un momento, hizo un esfuerzo y cambió bruscamente de tono.
—«He venido, señor, le dijo con semblante torvo, á deciros que mis soldados han sido asesinados en la costa, y mi capitán Escalante herido de muerte, y todo por la traición de Cuauhpopoca, que es vuestro súbdito, y así he resuelto que entretanto viene este traidor y se le impone el castigo que merece, os llevaré á mis cuarteles, donde permanecereis bajo mi guarda.»
Moctezuma se puso pálido; pero á poco, acordándose que era Rey, encendido de cólera se levantó y exclamó con energía:{18}
—«¿Desde cuándo se ha oído que un príncipe como yo, abandone su palacio para rendirse prisionero en manos de extranjeros?»
Cortés se dominó y trató con suavidad de persuadir al monarca de que no iba en calidad de prisionero, y que sería tratado respetuosamente; pero Velázquez de León, impaciente de tanta tardanza, dijo:
«¿Para qué perdemos tiempo en discusiones con este bárbaro? Hemos avanzado mucho para retroceder ya. Dejadnos prenderle, y si se resiste le traspasaremos el pecho con nuestros aceros.» Todos entonces pusieron mano á la espada ó al pomo del puñal[6].
Cortés los contuvo.
Moctezuma bajó los ojos, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.
«Vamos,» dijo á Marina que le había explicado, aunque suavemente, las amenazas de los españoles.
Al día siguiente el monarca mexicano era prisionero de Cortés.
Un día con un sol resplandeciente y hermoso, en medio de las calles llenas de tráfico y de bullicio, apareció una inmensa comitiva. Era un cacique ricamente vestido, que{19} traían en unas andas unos esclavos. Seguíanle su hijo y quince nobles de la provincia. Este cacique era Cuauhpopoca, el mismo que había matado á los soldados españoles y derrotado á Juan de Escalante.
La comitiva se dirigió al palacio de Moctezuma, y á poco salió y entró con la misma pompa al palacio de Axayacatl, donde Cortés tenía todavía sus cuarteles.
Cortés y sus capitanes recibieron al cacique, que ya iba triste, cabizbajo y vestido de una grosera túnica de henequén.
—Cacique, le dijo Cortés con voz terrible, ¿eres tú súbdito de Moctezuma?
—¿A qué otro señor podía servir?—contestó el cacique.
—Basta con eso, contestó secamente Cortés; y dirigiéndose á los soldados, les dijo: Atad á esos paganos y preparad las hogueras. Las flechas, jabalinas y macanas depositadas en el templo mayor servirán de leña.
Los soldados ejecutaron prontamente las órdenes, y á poco diez y siete hogueras estaban preparadas en el patio del palacio. Sobre cada hoguera había uno de los nobles, amarrado de pies y manos. El cacique estaba enfrente de su hijo.
Los indígenas, mudos de espanto, ni procuraron defenderse ni profirieron una sola palabra. Con una resolución estoica se dejaron colocar en el horrendo suplicio.{20}
Cortés se dirigió entonces á la pieza donde estaba Moctezuma.
—Monarca, le dijo con acento feroz, mereces la muerte; pero quiero castigar siempre tu crimen, pues eres el autor principal de la infamia cometida con los españoles.—Soldado, ejecuta la orden que te he dado. Un soldado que había seguido á Cortés, se acercó á Moctezuma y le puso bruscamente un par de grillos en los pies.
Ahogados sollozos se escaparon del pecho del monarca. Sus sirvientes derramaban lágrimas. Cortés volvió las espaldas al Rey y salió del aposento.
Cuando llegó al patio, gruesas columnas de humo se levantaban de las hogueras. Se oía el crugido de las carnes y de los huesos que se tostaban. Algún lúgubre quejido salía del pecho de aquellos infelices.
Los españoles con la arma al brazo, y los artilleros con mecha en mano, presenciaban el suplicio. Cuando el viento disipó las negras y hediondas columnas de humo, se pudieron ver diez y siete esqueletos retorcidos, deformes, negros, calcinados.
A este fúnebre acontecimiento siguieron otros; pero el más grave de todos fue la llegada de Pánfilo de Narvaez á Veracruz.{21}
Cortés, como en todas ocasiones, tomó una resolución extrema; dejó la guarda de Moctezuma y de la ciudad á Pedro de Alvarado, Tonatiut (el sol), como le llamaban los indios, y marchó violentamente al encuentro de su rival.
En el mes de mayo los aztecas acostumbraban hacer una solemne fiesta, que llamaban Texcalt, en memoria de la traslación del dios de la guerra al templo mayor. Se dirigieron á Tonatiut, quien les dió licencia, con la condición de que no llevasen armas ni hiciesen sacrificios humanos.
Cosa de 600 nobles concurrieron á la ceremonia, ataviados con sus más ricas vestiduras cubiertas de oro y esmeraldas. Bailaban sus danzas y areitos, como les llamaban los españoles, y se entregaban descuidados á la alegría, cuando entró Alvarado al templo, seguido de cincuenta soldados armados.
¡¡Tonatiut cae sobre nosotros; Tonatiut nos mata!! exclamaron varias voces. Todos echaban á huir y querían salir; pero eran recibidos por las picas de los soldados que guardaban las puertas. Alvarado y los suyos mataban á diestra y siniestra, hasta que no quedó ninguno. La sangre corría, y bajaba como una cascada roja por las escaleras del templo. Los españoles arrancaban las joyas de los miembros destrozados y sangrientos de la nobleza azteca. Alvarado se retiró con trabajo á sus{22} cuarteles. Toda la población se levantó en masa, furiosa y desesperada, resuelta á acabar con sus asesinos.
Hernando Cortés, después de haber vencido á Narvaez, hécholo prisionero é incorporado sus tropas, regresó á México y salvó á Alvarado, que estaba ya á punto de sucumbir.
Los combates siguieron sin interrupción. Los españoles hacian salidas, barrían con la artillería las masas compactas de indígenas, que volvían á cerrarse y á cargar con hondas, maderos y piedras, cada vez con más furor. Los cadáveres amontonados interrumpían el paso de las calles, los heridos daban lastimosos gemidos, y las mismas mujeres corrían frenéticas ayudando al ataque. Al cabo de algunos días los españoles volvieron á encontrarse en la última extremidad. No podían salir de la ciudad, ni capitular, ni rendirse, porque hubieran sido sacrificados á los ídolos, y sus esfuerzos para pelear se agotaban. Todos comenzaban á desconfiar, á murmurar contra su capitán.
Cortés requirió á Moctezuma para que se interpusiera con sus súbditos y cesara la guerra.
—¿Qué tengo que hacer ya con el {23}Malinche?—respondió despechado, dejándose caer sobre sus almohadones.
Marina, Peña y Orteguilla, que eran sus favoritos, el padre Olmedo y Olid interpusieron su influjo y le persuadieron á que se mostrase y hablase á su pueblo. Moctezuma accedió, revistióse de su más rico traje real, y subió al baluarte ó piso principal del palacio, y se dejó ver en la parte más saliente. Apenas la multitud notó la presencia de su monarca, cuando cesó el ruido y la gritería; los guerreros suspendieron el ataque, y muchos se prosternaron y cayeron con el rostro en tierra. Hubo un silencio profundo. Moctezuma habló, pero tuvo que disculparse, que manifestarse el amigo de los españoles, que interceder por ellos. Esto cambió súbitamente al pueblo; su furor redobló, y le gritaron con rabia:
«Vil mujer, monarca indigno, azteca degradado, vergüenza de tus antepasados, no queremos ya que nos mandes, ni siquiera verte un solo momento.»
Un noble azteca, vestido fantásticamente como una ave de rapiña, se acercó al baluarte, blandió airadamente su arco, y disparó una flecha al Rey. Esa fué la señal del nuevo combate. Un alarido aterrador salió como por una sola boca de todo el pueblo; una nube de flechas, de piedras y de dardos nublaron por un momento el aire, y Moctezuma,{24} herido en la nuca por una piedra, cayó desmayado en la azotea.
Moctezuma fué recogido por dos soldados del terrado del cuartel y conducido á su habitación, donde permaneció sin conocimiento algunas horas. Cuando volvió en sí, su desesperación y despecho no conocieron límites. Las afrentas que había recibido de los españoles eran poca cosa cuando pensaba en la que le había hecho su pueblo, desconociéndole como su Señor y volviendo contra él sus armas. Arrancóse de la cabeza una venda que le habían puesto, y buscó una arma con que acabar con sus días; pero los nobles que le acompañaban trataron de calmar los dolores físicos y morales que le atormentaban, y á poco cayó en un abatimiento sombrío; sus ojos erraban sobre las paredes del aposento y sobre las tristes fisonomías de los que le acompañaban; cerró después sus labios, que se habian abierto para pedir únicamente la muerte á los dioses, y no volvió á proferir una palabra, rechazando resueltamente los alimentos que le presentaban y las insinuaciones que le hacía el padre Olmedo para que recibiese el bautismo.
En cuanto pasó el primer impulso del furor del pueblo azteca y vió llevar en brazos, muerto al parecer, al Rey, su rabia cambió{25} en pavor. Los oficiales que habian tirado sobre él arrojaron las armas, otros se prosternaron contra la tierra, y la multitud, silenciosa y sobrecogida, se fué dispersando lentamente por las calles.
Cortés se dirigió á Olid. «La muerte de Moctezuma, le dijo, ha llenado de miedo á estos bárbaros. Es necesario aprovecharnos de los instantes y salir de la ciudad. Reunid inmediatamente un consejo de guerra.»
Olid convocó á todos los oficiales, y mientras quedaban unos á la guarda de la fortaleza, otros entraron en el salón que habitaba Cortés.
El consejo fué tumultuoso, como el que tiene una tripulación en una nave que va á naufragar. Se discutió con calor si la retirada sería de día ó de noche; todos voceaban y disputaban hasta el grado de poner la mano en el puño de las espadas. Cortés tuvo que imponer silencio y que dirigir una mirada fiera á los más insolentes oficiales.
En un momento de silencio el soldado Botello, llamado el astrólogo, levantó la voz:—Señor capitán, dijo, os anuncio que os vereis reducido al último extremo de miseria; pero después tendreis grandes honores y fortuna. En cuanto al ejército español, digo que es necesario que salga cuanto antes de esta ciudad maldita, pero precisamente deberá ser de noche.{26}
La disputa cesó desde el momento que se oyó la opinión del astrólogo, y aquella gente fiera, pero supersticiosa, obedeció la voluntad del simple soldado.
—Saldremos esta noche precisamente, dijo Cortés. Haced, pues, vuestros preparativos, y armaos de la resolución que siempre habeis tenido para acabar los más apurados lances. Tomad todo el oro y joyas que querais; pero cuidado, que podreis ser víctimas del mismo peso del oro que cargueis.
Apenas los oficiales y soldados oyeron esta orden, cuando corrieron al tesoro; y encontrando el oro amontonado en el suelo, comenzaron á llenar sus alforjas y maletas con cuanto pudo caber en ellas.
En la tarde, el horizonte se fué nublando gradualmente, y una masa de nubes negras y amenazadoras vino al parecer expresamente de la cumbre de los volcanes. El silencio profundo que reinaba en la ciudad aumentaba más el pavor, y todo anunciaba una tormenta en el cielo y una matanza en la tierra. Así llegó la noche imponente y sombría. Los pechos de los españoles, fuertes y templados como sus aceros, se estremecieron sin embargo. Todos pensaron que quizá no verían el sol del nuevo día.{27}
Moctezuma, mudo, silencioso, moría entre sus cojines, más del despecho, más del dolor de haber visto el fin sangriento de su reinado, que de la herida que tenía en la cabeza. Los nobles que le acompañaban de pie á su derredor, observaban los preparativos de los españoles, y casi adivinaban la suerte que les estaba reservada. Cortés, que creía que Moctezuma había causado realmente la situación tremenda en que se hallaba, había cambiado la afección que concibió al principio, en un odio profundo.
La tempestad que se cernía hacía ya algunas horas sobre la ciudad, descargó por fin. Gruesas gotas de agua y granizos comenzaron á caer en los terrados. Los relámpagos con su azufrosa y blanca luz, herían las armaduras de los caballeros, iluminaban sus fisonomías terribles, y entraban instantáneamente por una ventana estrecha á dar un lívido color al triste cuadro que presentaban el Emperador y sus caciques, esperando silenciosos que se cumpliese su inexorable destino.
El padre Olmedo dijo una misa, á la que asistieron todos los capitanes y soldados; acabada, Cortés organizó la marcha, y á las doce de la noche del 1.º de julio de 1520, en medio de una horrible tempestad, se abrieron las puertas de la fortaleza y abandonaron los españoles aquellas murallas, testigos de sus{28} horribles padecimientos y de su indómito valor[7].
—¿Qué haremos con los prisioneros?—preguntó uno de los oficiales á Cortés.
—Nunca será bien, si aun Dios nos tiene reservado el acabar esta empresa, que quede con vida el que ha sido el Rey de estos idólatras, ni ninguno de los que se llaman nobles ó caciques[8].
Tonatiut con un semblante torvo se presentó en el salón donde estaba Moctezuma y sus nobles, alumbrado escasamente y á intervalos por una hoguera de ocote media apagada.
—Acabad con estos bárbaros que tratan todavía de sacrificarnos, y echadlos por la azotea á la calle, sobre la Tortuga de piedra, para que toda la ciudad se entretenga, y cerciorados los indios de que están muertos, no nos estorben el paso.
Los indios se estremecieron y quisieron huir, ¿adónde? Se pusieron en pie y esperaron la muerte resueltamente. El Emperador apenas levantó la cabeza.{29}
Los soldados sacaron los estoques y comenzaron á herir á todos los que allí estaban. A Moctezuma le dieron cinco puñaladas[9]. Concluida la matanza sacaron los cadáveres y los arrojaron por la azotea sobre la gran Tortuga, que estaba en la esquina de la fortaleza, y se incorporaron al resto de la tropa que avanzaba lentamente entre la lluvia y las tinieblas, resbalando en el lodo y en la sangre de las calles.
Atravesaba el pequeño ejército de Hernán Cortés la soberbia muralla de Tlaxcala que defendía la frontera oriental de aquella indómita República.
Los soldados se detenían mirando con asombro aquel monumento gigantesco, que según la expresión de Prescott «tan alta idea sugería del poder y fuerza del pueblo que le había levantado.»
Pero aquel paso, aquella fortaleza, cuya custodia tenían encargada los othomís, estaba entonces desguarnecida. El general español se puso á la cabeza de su caballería, é hizo atravesar por allí á sus soldados, exclamando lleno de fe y entusiasmo: «Soldados, adelante, la Cruz es nuestra bandera, y bajo esta señal venceremos:» y los guerreros españoles hollaron el suelo de la libre República de Tlaxcalan.{31}
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El ejército español y sus aliados los Zempoaltecas caminaban ordenadamente; Cortés con sus jinetes llevaba la vanguardia; los Zempoaltecas la retaguardia. Aquella columna atravesando la desierta llanura, parecía una serpiente monstruosa con la cabeza guarnecida de brillantes escamas de acero, y el cuerpo cubierto de pintadas y vistosas plumas.
Cortés caminaba pensativo: el tenaz fruncimiento de su entrecejo, indicaba su profunda meditación: mil encontradas ideas y mil desacordes pensamientos debían luchar en el alma de aquel osado capitán, que con un puñado de hombres se lanzaba á acometer la empresa más grande que registra la historia en sus anales.
Reinaba el silencio más profundo en la columna, y sólo se escuchaba el ruido sordo y confuso de las pisadas de los caballos.
De cuando en cuando, Cortés se levantaba sobre los estribos y dirigía ardientes miradas, como intentando descubrir algo á lo lejos: así permanecía algunos momentos, nada alcanzaba á ver, y volvía silenciosamente á caer en su meditación.
¿Qué esperaba, qué temía aquel hombre que procuraba así sondear los dilatados {32}horizontes?—Esperaba la vuelta de sus embajadores: temía la resolución del gobierno de la República de Tlaxcala.
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Cuando Cortés determinó pasar con su ejército á la capital del imperio de Moteuczoma, vaciló sobre el camino que debía llevar; era su intención dejar á un lado la República de Tlaxcala y tomar el camino de Cholula, país sometido al imperio de México y en donde esperaba encontrar favorable acogida, por las relaciones de amistad que le unían yá con el emperador Moteuczoma.
Pero sus aliados los Zempoaltecas le aconsejaron otra cosa. Tlaxcala era una República independiente y libre; sus hijos, belicosos é indomables, no habían consentido nunca el yugo del imperio Azteca, vencedores en las llanuras de Poyauhtlan: vencedores de Axayacatl, y vencedores después de Moteuczoma, el amor á su patria les había hecho invencibles y les constituía irreconciliables enemigos de los mexicanos: los Zempoaltecas aconsejaron á Cortés que procurase hacer alianza con los de Tlaxcala, abonando encarecidamente el valor y la lealtad de aquellos hombres.
Comprendió Cortés que sus aliados tenían razón, y tomó decididamente el camino de Tlaxcala, enviando delante de sí como embajadores{33} á cuatro Zempoaltecas para hablar al senado de Tlaxcala, con un presente marcial que consistía en un casco de género carmesí, una espada y una ballesta, y portadores de una carta en la que encomiaba el valor de los Tlaxcaltecas, su constancia y su amor á la patria, y concluía proponiéndoles una alianza con objeto de humillar y castigar al soberbio emperador de México.
Los embajadores partieron; Cortés continuó su camino, atravesó la gran muralla tlaxcalteca y penetró en el terreno de la República, sin que aquéllos hubieran vuelto á dar noticia de su embajada.
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El ejército español avanzaba con rapidez; el general seguía cada momento más inquieto: por fin no pudo contenerse, puso al galope su caballo, y una partida de jinetes le imitó, y algunos peones aceleraron el paso para acompañarle; así caminaron algún tiempo explorando el terreno: de repente alcanzaron á ver una pequeña partida de indios armados que echaban á huir cuando vieron acercarse á los españoles: los jinetes se lanzaron en su persecución, y muy pronto alcanzaron á los fugitivos; pero éstos, en vez de aterrorizarse por el extraño aspecto de los caballos, hicieron{34} frente á los españoles y se prepararon á combatir.
Aquel puñado de valientes hubiera sido arrollado por la caballería, si en el mismo momento un poderoso refuerzo no hubiera aparecido en su auxilio.
Los españoles se detuvieron, y Cortés envió uno de su comitiva para avisar á su ejército que apresurase la marcha. Entretanto los indios disparando sus flechas se arrojaron sobre los españoles, procurando romper sus lanzas y arrancar á los jinetes de los caballos; dos de éstos fueron muertos en aquella refriega, y degollados para llevarse las cabezas como trofeos de guerra.
Rudo y desigual era el combate, y mal lo hubieran pasado los españoles que allí acompañaban á Cortés, á no haber llegado en su socorro el resto del ejército: desplegóse la infantería en batalla, y las descargas de los mosquetes y el terrible estruendo de las armas de fuego que por primera vez se escuchaba en aquellas regiones, contuvieron á los enemigos que retirándose en buen orden y sin dar muestra ninguna de pavor, dejaron á los cristianos dueños del lugar del combate.
Sobre aquel terreno se detuvieron los españoles, acampando, como señal del triunfo, sobre el mismo campo de batalla.{35}
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Dos enviados Tlaxcaltecas y dos de los embajadores de Cortés se presentaron entonces para manifestar, en nombre de la República, la desaprobación del ataque que habían recibido los españoles, y ofreciendo á éstos que serían bien recibidos en la ciudad.
Cortés creyó ó fingió creer en la buena fe de aquellas palabras: cerró la noche y el ejército se recogió, sin perderse un momento la vigilancia.
Amaneció el siguiente día, que era el 2 de septiembre de 1519, y el ejército de los cristianos, acompañado de tres mil aliados, se puso en marcha, después de haber asistido devotamente á la misa que celebró uno de los capellanes.
Rompían la marcha los jinetes, de tres en fondo, á la cabeza de los cuales iba como siempre el denodado Cortés.
No habían avanzado aún mucho terreno, cuando salieron á su encuentro los otros dos Zempoaltecas, embajadores de Cortés, anunciándole que el general Xicoténcatl les esperaba con un poderoso ejército y decidido á estorbarles el paso á todo trance.
En efecto, á pocos momentos una gran masa de Tlaxcaltecas se presentó blandiendo sus armas y lanzando alaridos guerreros.{36}
Cortés quiso parlamentar, pero aquellos hombres nada escucharon, y una lluvia de dardos, de piedras y de flechas vino á rebotar, como única contestación, sobre los férreos arneses de los españoles.
«Santiago y á ellos,» gritó Cortés con ronca voz, y los jinetes bajando las lanzas arremetieron á aquella cerrada multitud.
Los Tlaxcaltecas comenzaron á retirarse: los españoles, ciegos por el ardor del combate, comenzaron á perseguirlos, y así llegaron hasta un desfiladero cortado por un arroyo, en donde era imposible que maniobrasen la artillería ni los jinetes.
Cortés comprendió lo difícil de su situación, y con un esfuerzo desesperado logró salir de aquella garganta y descender á la llanura.
Pero entonces sus asombrados ojos contemplaron allí un ejército de Tlaxcaltecas, que su imaginación multiplicaba: era el ejército de Xicoténcatl que esperaba con ansia el momento del combate.
Sobre aquella multitud confusa se levantaba la bandera del joven general; era la enseña de la casa de Tittcala, una garza sobre una roca, y las plumas y las mallas de los combatientes, amarillas y rojas, indicaban también que eran los guerreros de Xicoténcatl.
Sonaron los teponaxtles, se escuchó el alarido de guerra y comenzó un terrible combate.{37}
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Era Xicoténcatl, el jefe de aquel ejército, un joven hijo de uno de los ancianos más respetables entre los que componían el senado de Tlaxcala.
De formas hercúleas, de andar majestuoso, de semblante agradable, sus ojos negros y brillantes parecían penetrar, en los momentos de meditación del caudillo, los oscuros misterios del porvenir, y sobre su frente ancha y despejada no se hubiera atrevido á cruzar nunca un pensamiento de traición, como un pájaro nocturno no se atreve nunca á cruzar por un cielo sereno y alumbrado por la luz del día.
Xicoténcatl era un hermoso tipo, su elevado pecho estaba cubierto por una ajustada y gruesa cota de algodón sobre la que brillaba una rica coraza de escamas de oro y plata; defendía su cabeza un casco que remedaba la cabeza de un águila cubierta de oro y salpicada de piedras preciosas, y sobre el cual ondeaba un soberbio penacho de plumas rojas y amarillas: una especie de tunicela de algodón bordada de leves plumas, también rojas y amarillas, descendía hasta cerca de la rodilla; sus nervudos brazos mostraban ricos brazaletes, y sobre sus robustas espaldas descansaba un pequeño manto, formado también de un tejido de exquisitas plumas.{38}
Llevaba en la mano derecha una pesada maza de madera erizada de puntas de itztli, y en el brazo izquierdo un escudo, en el que estaban pintadas como divisa las armas de la casa de Tittcala, y del cual pendía un rico penacho de plumas. Xicoténcatl, con ese fantástico y hermoso traje, hubiera podido tomarse por uno de esos semidioses de la Mitología griega: todo el ejército Tlaxcalteca le obedecía, y era él, el alma guerrera de aquella República, la encarnación del patriotismo y del valor; y era él, el que despreciando las fabulosas consejas que hacían de los españoles divinidades invencibles é hijos del sol, conducía las huestes de la República al encuentro de aquellos extranjeros, despreciando los cobardes consejos del viejo Maxixcatzin que quería la paz con los cristianos, y sin intimidarse de que éstos manejaban el rayo y caminaban sobre monstruos feroces y desconocidos.
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El choque fué terrible: un día entero duró aquel combate, y Xicoténcatl, que había perdido en él ocho de sus más valientes capitanes, tuvo que retirarse, pero sin creer por esto que había sido vencido, y esperando el nuevo día para dar una nueva batalla.
Cortés recogió sus heridos, y sin pérdida de tiempo continuó su marcha hasta llegar al {39}cerro de Tzompatchtepetl, en cuya cima un templo le prestó asilo para el descanso de aquella noche.
Los soldados cristianos y sus aliados celebraban la victoria. Cortés comprendió lo efímero del triunfo. La inquietud devoraba su pecho.
Se dió un día de descanso á las tropas.
Xicoténcatl acampó también muy cerca de Cortés, y se preparaba, lo mismo que los españoles, á combatir de nuevo.
Sin embargo, el general español quiso probar aún la benignidad y los medios de conciliación, enviando nuevos embajadores á proponer á Xicoténcatl un armisticio.
Los embajadores volvieron con la respuesta del joven caudillo: era un reto á muerte y una amenaza de atacar al siguiente día los cuarteles.
Cortés reflexionó que su situación era comprometida, y decidió salir á buscar en la mañana siguiente á los Tlaxcaltecas.
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Brilló la aurora del 5 de septiembre de 1519. El sol apareció despues puro y sereno, y á su luz comenzaron á desfilar peones y jinetes.
Su marcha era ordenada y silenciosa como de costumbre: cada uno de los soldados esperaba{40} el combate de un momento á otro, y todos sabían ya que su valeroso general los llevaba á atacar resueltamente el campamento del ejército de Xicoténcatl.
Apenas habrían caminado un cuarto de legua, cuando aquel ejército apareció á su vista en una extendida pradera.
El espectáculo era sorprendente.
Un océano de plumas de mil colores que ondulaban á merced del fresco viento de la mañana, y entre el que brillaban como las fosforescencias del mar en una noche tempestuosa, los arneses de oro y plata y las joyas preciosas de los cascos de los guerreros Tlaxcaltecas, heridos por la luz del nuevo día.
En el horizonte, perdiéndose entre la bruma las banderas y pendones de los distintos caciques Othomís y Tlaxcaltecas, y dominándolo todo, orgullosa, el águila de oro con las alas abiertas, emblema de la indómita República.
Al presentarse el ejército de Cortés, aquella multitud se estremeció, y un espantoso alarido atronó los vientos, y los ecos de las montañas lo repitieron confusamente.
El monótono sonido de los teponaxtles contestó aquel alarido de guerra: los guerreros indios se agitaron un momento, y después, como un torrente que se desborda, aquella muchedumbre se lanzó sobre los españoles.
No hubo uno solo de aquellos valientes pechos{41} castellanos, que no sintiera un estremecimiento de pavor.
El ejército de Xicoténcatl avanzaba rápidamente levantando un inmenso torbellino de polvo, que flotaba después sobre ambos ejércitos, como un dosel, al través del cual cruzaban tristes y amarillentos los rayos del sol.
Aquella era una hirviente catarata de hombres, de armas, de plumas, de joyas y de estandartes.
Levantóse un rugido como el de una tempestad: los gritos de los combatientes que se miraban á cada momento más cerca, se mezclaban con el estrépito de las armas de fuego, el silbido de las flechas, los sonidos de los teponaxtles, y de los pífanos y de los atabales.
Los dos ejércitos se encontraron, y se estrecharon y se enlazaron, como dos luchadores.
Pasó entonces una escena espantosa, indescriptible.
Ni los caballeros ni los infantes podían maniobrar.
Se escuchaban los golpes sordos de los aceros de los españoles sobre el desnudo pecho de los indios, y como el ruido del granizo que azota una roca, el golpe de las flechas sobre las armaduras de hierro de los soldados de Cortés.
Aquella carnicería no puede ni explicarse ni comprenderse.
Las balas de los cañones y de los arcabuces se incrustaban en una espesa muralla de carne humana, y la sangre corría como el agua de los arroyos.
Era una especie de hervor siniestro de combatientes que se alzaban, y desaparecían unos bajo los pies de los otros, para convertirse en fango sangriento.
La traición vino en ayuda de los españoles, y un cacique de los que militaban á las órdenes de Xicoténcatl huyó llevándose diez mil combatientes, y la victoria se decidió por los cristianos.
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El pueblo y el senado de Tlaxcalan se desalentaron con la derrota. Xicoténcatl sintió en su corazón avivarse el entusiasmo y el amor á la patria.
Las almas grandes son como el acero: se templan en el fuego.
Xicoténcatl contaba con el sacerdocio, y los sacerdotes dijeron al pueblo y al senado que los cristianos, protegidos por el sol, debían ser atacados durante la noche.
Y el pueblo y el senado creyeron.
Llegó la noche y Xicoténcatl condujo sus huestes al ataque de los cuarteles de los españoles.
Cortés velaba, y entre las sombras miró las negras masas del ejército Tlaxcalteca que se acercaban, y puso en pie á sus soldados.{43}
Xicoténcatl llegó hasta el campo atrincherado de los españoles: un paso los separaba ya, cuando repentinamente una faja de luz roja ciñó el campamento, y el estampido de las armas de fuego despertó el eco de los montes.
Los Tlaxcaltecas atacaban con furor; pero en esta vez como en otras, los cañones y los arcabuces dieron la victoria á Cortés.
El senado de Tlaxcalan culpó la indomable constancia del joven caudillo, y le obligó á deponer las armas.
Los españoles entraron triunfantes á Tlaxcalan.
El águila de aquella República lanzó un grito de duelo y huyó á las montañas.
El senado de la República, que nada había hecho en favor de la independencia de la patria, temeroso del enojo de los conquistadores, destituyó al joven caudillo; pero el espíritu grande de Hernán Cortés sintió lo profundamente ingrato de la conducta del senado, é interpuso su valimiento para que Xicoténcatl fuese restituído en sus honores.
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Eran los primeros dias de marzo de 1521. Cortés volvía sobre la capital del imperio Azteca, de donde había salido fugitivo y casi derrotado en la célebre noche triste, con un ejército poderoso compuesto de españoles y aliados,{44} como se llamaban á los naturales del país.
En las filas de los Tlaxcaltecas circulaban noticias alarmantes. Xicoténcatl había desaparecido del campo, y según la opinión general, aquella separación era provenida del mal trato que los españoles daban á sus aliados, y sobre todo del odio que Xicoténcatl profesaba á esta alianza.
Dióse la orden para que los Tlaxcaltecas se dirigieran para Tlacopan con objeto de comenzar las operaciones del sitio, y los Tlaxcaltecas emprendieron el camino, dejando á la ciudad de Texcoco, en donde sin saber para quién, pero con gran terror, habían visto preparar una grande horca.
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Estamos en Texcoco.
El sol se ponía detrás de los montes que forman como un engaste á las cristalinas aguas del lago: la tarde estaba serena y apacible.
Por el camino de Tlaxcalan llegaba un grupo de peones y jinetes conduciendo en medio de sus filas á un prisionero, que caminaba tan orgullosamente como si él viniera mandando aquella tropa.
Atravesaron sin detenerse algunas de las calles de la ciudad, y se dirigieron sin vacilar á la grande horca colocada cerca de la orilla del lago.{45}
El prisionero miró la horca; comprendió la suerte que le esperaba, pero no se estremeció siquiera.
Porque aquel hombre era Xicoténcatl, y Xicoténcatl no sabía temblar ante la muerte.
Los españoles le notificaron su sentencia: debía morir por haber abandonado sus banderas, por haber dado este mal ejemplo á los fieles Tlaxcaltecas.
Xicoténcatl, que comenzaba ya á comprender el español, contestó la sentencia con una sonrisa de desprecio.
Entonces se arrojaron sobre él y le ataron.
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La pálida y melancólica luz de la luna que se ocultaba en el horizonte, rielando sobre la superficie tranquila de la laguna, alumbró un cuadro de muerte.
El caudillo de Tlaxcala, el héroe de la independencia de aquella República, espiraba suspendido de una horca, al pie de la cual los soldados de Cortés le contemplaban con admiración.
A lo lejos, algunos Tlaxcaltecas huían espantados, porque aquel era el patíbulo de la libertad de una nación.
Poco tiempo después de la salida de los españoles en la memorable Noche Triste, se comenzó á notar en los barrios de la ciudad una horrorosa enfermedad, antes desconocida entre los aztecas. Los médicos hacían uso de cuantas plantas benéficas conocían y de cuantos sortilegios les sugería la superstición, y todo era ineficaz. Los jóvenes y los niños eran atacados repentinamente de unas pústulas rojas que se sobreponían en el cuerpo las unas á las otras como los botones de una piña, y en breve tiempo los ojos, las narices, la boca, los carrillos no formaban sino un conjunto deforme, rojo y candente, como si con un fierro ardiendo hubiesen los verdugos marcado á la víctima. La mayor parte morían á los cuatro ó cinco días devorados por una fiebre ardiente, y dejando en el lecho los pedazos de sus carnes. Eran las viruelas, que como el primero{47} y más funesto presente de la Europa, regalaba á la raza indígena un negro que vino entre las gentes de Pánfilo de Narvaez.
Después de la catástrofe de Moctezuma, los mexicanos se apresuraron á elegir Emperador, y recayó el mando en su hermano Cuitlahuatzin, bravo joven que había reasumido el mando de las fuerzas aztecas desde la matanza que hizo Alvarado en el templo mayor y vencido á Hernán Cortés, arrojando á los enemigos de la ciudad. Cuando se proponía levantar un grande ejército y marchar tal vez al encuentro de los españoles, que desalentados y casi perdidos se habían refugiado en la república de Tlaxcala, fué atacado de las viruelas y murió después de un corto reinado. Igual suerte tocó al Rey de Tlacopan. Los aztecas lloraron sobre los cadáveres de sus soberanos y les tributaron los honores fúnebres que eran de costumbre. La población estaba verdaderamente consternada.
A estas circunstancias y al indomable valor que había mostrado en los últimos combates, debió Cuauhtimoc su elevación, y fué elegido Emperador. Era hijo del Rey Ahuizotl y de una princesa heredera del señorío de Tlaltelulco. Tenía de 20 á 23 años; era gallardo y bien proporcionado; sus ojos negros y rasgados denotaban á la vez que una dulce melancolía, una fuerza y una energía indomables. Tenían algo de la belleza del ojo del{48} ciervo y del orgullo y resolución de la mirada del águila. Su tez era aterciopelada y más blanca que morena; su cabellera, negra como el ébano, que le caía hasta los hombros, engastaba aquella fisonomía juvenil y guerrera, que era el tipo perfecto y acabado de la raza noble del nuevo mundo. A las funciones de general del ejército, reunía Cuauhtimoc las de sumo sacerdote, y esto hacía que los aztecas le mirasen como una divinidad.
La noticia de su elección voló de boca en boca por toda la tierra mexicana, y olvidando por un momento la peste y las pasadas calamidades, la ciudad se cubrió de gente, todas las casas fueron adornadas con arcos de flores, y nadie pensó sino en la ceremonia de la coronación, creyendo también que los dioses habían ya mitigado su enojo y que la abundancia y la victoria habían de borrar en lo futuro las plagas que habían caído sobre la reina del Anáhuac con la venida de los terribles hijos del sol.
Una mañana, bajo un cielo azul y diáfano que dejaba ver los pueblos lejanos que se reflejaban en las aguas del lago, las altas montañas y los frondosos y alegres bosques de cedros de que estaba entonces circundada la capital, una numerosa procesión atravesaba la ancha calle principal y se dirigía al templo mayor. Era este templo un conjunto de edificios, de torres y de capillas, cercado por{49} una barda de piedra donde estaban enroscadas, formando una cornisa, horribles serpientes de granito, y las almenas coronadas con cráneos humanos, formando con los huecos oscuros de sus ojos y de sus narices, hileras fantásticas que parecían repentinamente animarse y devorar á los que pretendían poner el pie en el santuario de la sanguinaria deidad. En el centro se elevaba una gran pirámide orientada á los cuatro puntos cardinales, y una escalera casi vertical de cien escalones conducía á la plataforma. Cerca estaban unas grandes piedras convexas llenas de figuras deformes, y en una torre principal de madera, encerrada la imagen horrenda del dios de la guerra.
Los sacerdotes, vestidos con sus luengas capas de color sombrío, manchadas de sangre, y sus largos cabellos en desorden, iban delante. Seguían diez doncellas nobles con ramos de juncos rojos en las manos. Luego diez mancebos con incensarios, de donde se elevaban blancas columnas de humo oloroso. Después la nobleza, y al último sobresalía, como la alta montaña entre las pequeñas colinas, el gallardo Emperador de los aztecas con la rica vestidura real, recamada de figuras de oro y de verdes y vistosos chalchihuites. En la cabeza llevaba la mitra ó diadema real de los Emperadores aztecas. A su derecha iba Cohuanacoxtzin, Rey de Texcoco, y{50} á su izquierda Tetlepan-Quetzal, Rey de Tlacopan.
A los tres Reyes seguían los prisioneros de guerra, españoles, tlaxcaltecas, cholultecas y huexotzingas, que habían sido cogidos en la Noche Triste y que estaban reservados para el sacrificio. Los españoles caminaban desnudos, con una corona de vistosas plumas en la cabeza y unos abanicos en la mano. Se distinguían por la blancura de su piel y por las barbas largas y espesas, que daban á su fisonomía un aire imponente. De tiempo en tiempo esta procesión se detenía, y se hacía danzar á los prisioneros. Cuando los españoles se resistían, se les obligaba hincando en sus carnes algunas espinas de maguey ó puntas de pedernal. Así fué subiendo las difíciles gradas del templo toda la numerosa concurrencia, hasta que llegó á la plataforma. Los prisioneros se colocaron en dos hileras á los lados de la piedra de sacrificios. Los tres Reyes entraron al templo de Huitzilopoztli, cuya fisonomía deforme estaba cubierta con una máscara de oro macizo.
Los sacerdotes desnudaron á los Reyes, los vistieron con una especie de túnica (xicolli) que tenía figurados con pintura calaveras y huesos de muerto, les pusieron una calabaza llena de tabaco en las espaldas, con tres borlas verdes, en la mano izquierda un saco con incienso blanco y en la derecha un incensario.{51} La cara y la cabeza se las cubrieron con un velo verde. Así se acercaron al dios, y los Reyes comenzaron á incensarlo, mientras el numeroso pueblo reunido en la plataforma y en los patios, hacía un ruido disonante y confuso con cornetas, tambores y otros instrumentos. Acabada la ceremonia, los Reyes vistieron de nuevo sus mantos reales, y acompañados de cuatro senadores y de los sacerdotes, descendieron las gradas y entraron en la casa que llamaban Tlacochalco, donde durante cuatro días deberían ayunar y hacer penitencia.
El sacrificio comenzó en seguida, pues era la costumbre en la coronación de un nuevo Rey, ofrecer al dios de la guerra todos los prisioneros. Los españoles, cuando vieron aproximarse á los terribles sacerdotes, se estremecieron, se miraron significándose una despedida eterna, y algunas gotas de un sudor frío cayeron por sus mejillas moradas y huecas, como si la muerte hubiera ya arrojado su helado soplo en sus semblantes. Cuatro sacerdotes se apoderaron de un prisionero y le condujeron á la piedra convexa, acostándole en ella y sujetándole fuertemente los pies y las manos. El sacrificador, con una navaja de obsidiana le hizo una profunda herida en el costado izquierdo, metió por ella la mano y sacó entre borbotones de sangre el corazón caliente y humeante de la víctima,{52} y entró á ofrecerle al dios de la guerra, mientras los otros desbarrancaban al cadáver, que hecho pedazos era recibido en el patio por otros sacerdotes. Lo mismo que se hizo con un prisionero, se hizo con todos los demás, y ya muy entrada la noche todavía le ofrecían corazones al incansable bebedor de sangre humana, que inmóvil, con su gran boca sombría, parecía entre la oscuridad alentar desde su frío altar de piedra el incansable furor de los sátrapas. A los españoles se les cortó en pedazos: las piernas y los brazos fueron enviados á las provincias, con estas palabras, que pronunciaban como una amenaza los oficiales aztecas: «Estos son los hijos del sol.» Sus cabezas fueron clavadas en las almenas de las torres, y aquellos ojos abiertos y contraídos al tiempo de morir por el dolor, parecían volverse á Tlaxcala, reclamando el amparo del conquistador. Luego que el joven Emperador salió de la casa de retiro y cumplió con todas las ceremonias religiosas, se dirigió á su palacio, y allí con los Reyes, los senadores y los ancianos caciques tuvo un solemne consejo.
—«El Malinche y nuestros eternos enemigos de Tlaxcala se preparan á hacernos de nuevo la guerra, les dijo, y yo, el día que he recibido la corona del imperio, he prometido en mi corazón defender la tierra de mis{53} padres y de mis dioses, y morir antes que sufrir el yugo de los extranjeros.»
Los reyes y los nobles prorrumpieron en un grito de entusiasmo, y juraron también ayudar al monarca y perecer en la guerra.
A los ocho días la peste había disminuido sus estragos; la tristeza y la zozobra habían desaparecido; algunas palomas blancas que habían atravesado por los terrados del palacio, habían infundido el ánimo y la alegría en la ciudad. Más de cincuenta mil hombres trabajaban de día y de noche, los unos construyendo flechas, macanas y escudos, los otros profundizando los canales, los demás estableciendo fortificaciones en la ciudad. El Emperador personalmente recorría las maestranzas, mandaba reparar los daños hechos en la anterior campaña por los españoles, ordenaba que se limpiasen los canales y se quemasen los muertos y que se hiciese un grande acopio de maíz en los almacenes reales. Mandó embajadores y oficiales á todas las Provincias con proposiciones de paz y promesas lisonjeras, manifestando que si la raza azteca no se unía para arrojar á los enemigos extranjeros, todos serían víctimas y esclavos. En poco tiempo el reino abatido y casi al perecer, volvió á cobrar ánimo y se dispuso á recibir resuelta y valientemente á los enemigos.{54}
Dos fuerzas, dos voluntades, dos derechos, dos razas iban próximamente á chocarse, y de este choque debería resultar un río de sangre humana donde hubiera podido navegar un bergantín. La fuerza de Europa auxiliada por los descubrimientos del genio, contra la fuerza indígena sostenida por el indomable carácter del monarca; el derecho bárbaro de conquista contra el derecho eterno de la independencia; la raza caucásica contra la raza india, nueva hasta ese momento en la historia humana. El carácter de acero de Cuauhtimoc, contra el carácter de fierro del capitán más valiente del siglo. Tales eran los elementos que iban á entrar en acción y en un combate á muerte.
Ni la sangre ya vertida, ni la fuerza de los caballos, ni el estampido de la artillería, ni los presagios intimidaron el ánimo fuerte de Cuauhtimoc, como tampoco hicieron ni la más leve mella en el corazón valiente del conquistador español, ni los desastres de la Noche Triste, ni los riesgos y aventuras de la empresa...... Era la lucha nunca vista en la historia de dos hombres de tal tamaño, que parecía que su sombra imponente era más{55} alta y de mayor volumen que los gigantes inmóviles de la cordillera del Anáhuac.
El día alegre y sagrado para todo el orbe cristiano, del Nacimiento del Salvador del mundo, del año de 1520, Cortés salió de nuevo con sus fuerzas de la República de Tlaxcala y se dirigió rumbo á México. El día último del año, al caer la tarde, las tropas invasoras entraban por las calles solas y tristes de Texcoco. Sus fuerzas se componían entonces de 86 caballos, 118 arcabuceros, 700 infantes, 3 cañones gruesos de fierro, 15 más pequeños y 18 quintales de pólvora, cosa de 25 mil hombres que la República de Tlaxcala había puesto á sus órdenes y 20 ó 25 mil Cholultecas y Huejotzingas. Estas fuerzas, en el curso del tiempo se aumentaron á 200 mil hombres, y con esta tropa emprendió el sitio formal, y finalmente el asalto de la ciudad.
Cuauhtimoc por su parte tenía cosa de 200 mil hombres de guerra dentro de la ciudad, y 150 mil en diversos pueblos que fueron ó vencidos antes por los españoles ó defeccionaron por el influjo de Ixtlilxochitl, bravo y terrible auxiliar, que fué, como se dice, el brazo derecho de Cortés en esta guerra.
Luego que el capitán español tuvo listos sus bergantines y reconoció que podían obrar bien en el lago, comenzó formalmente el sitio cortando la agua de Chapultepec, impidiendo la entrada de víveres y atacando las calzadas para{56} penetrar en la ciudad. Fué á los cinco meses de su llegada á Texcoco cuando ya decididamente organizó sus columnas. La primera división que debía ocupar Tlacopan, la confió al terrible Pedro de Alvarado. La segunda, que debía operar desde Cuyoacán al centro, la mandaba Cristóbal de Olid, y la tercera, que debía situarse en Ixtapalapa, la confió á Gonzalo de Sandoval. Él se reservó el mando de la marina, pero después lo confirió á Rodríguez Villafuerte. La fuerza naval al servicio del conquistador se componía de 13 bergantines y cosa de 16,000 canoas[11].
El primer combate de importancia fué en las aguas. Cortés pasó en un bergantín cerca de un gran peñón de piedra color de sangre que se levantaba solitario é imponente en medio del lago (el Peñón Viejo). Un alarido terrible se escuchó repentinamente, y una nube de dardos y de piedras cayeron en la embarcación. Cortés hizo anclar el bergantín, desembarcó con la tripulación y comenzó á subir por el escarpado cerro. Gruesas piedras rodaban arrastrando á los asaltantes, y las flechas y otras armas arrojadizas no los dejaban avanzar. Después de una cruda fatiga y de perder mucha gente, los españoles subieron hasta la cumbre y mataron á todos los soldados, perdonando á las mujeres y á los{57} niños que se habían refugiado allí creyendo que ese punto era inexpugnable. Cuando Cortés volvió á bordo, el lago estaba cubierto de canoas tripuladas por los mejores guerreros aztecas que se avanzaban remando resueltamente. Un viento fresco hinchó las velas de la escuadra española, y los pesados barcos, surcando rápidos las aguas, echaron á pique las canoas. La artillería y la fusilería completaron la obra de destrucción, y pocos momentos después flotaban en las ondas los cadáveres y los restos y destrozos de las piraguas. Los indios que se cogieron prisioneros fueron ahorcados en los palos y en la jarcia de los bergantines que se retiraron á su fondeadero, balanceándose entre las brumas del crepúsculo los cadáveres de los guerreros aztecas, todavía adornados con sus vistosos penachos de plumas y sus vestiduras bordadas de vivos colores. Alvarado y Olid por su parte penetraron por las calzadas, tomaron varias albarradas y destruyeron algunas casas.
Cuauhtimoc era incansable, no dormía de noche, y en medio del silencio reparaba todos los daños que en el día habían hecho los enemigos, y procuraba sorprenderlos en las horas de silencio y de reposo. Cortés, que tenía acampadas sus tropas á la intemperie, resolvió dar un asalto, y en esta ocasión tuvo la condescendencia de dejarse guiar por un plan que le propuso el tesorero Julián de{58} Alderete. Las columnas se organizaron, y Cortés, pie á tierra, se puso á la cabeza de la infantería. Atacadas sucesivamente por los españoles las fortificaciones aztecas, cedían después de una corta resistencia. Así fueron penetrando hasta el interior, y Alderete el primero estaba cerca del gran mercado de Tlaltelolco. Cortés reflexionó y se alarmó: era una celada en que habían caído sus tropas, y no había ya remedio. En efecto, repentinamente se escucha la corneta terrible de Cuauhtimoc que sonaba desde lo alto de un teocalli. Los mexicanos, como la avalancha de un volcán, como las olas de un mar enfurecido, se precipitan sobre los enemigos, pelean cuerpo á cuerpo, se revuelven, se matan, se arrojan á los canales, y desde las azoteas las mujeres, lanzando alaridos terribles, arrojan piedras y proyectiles sobre los combatientes. Una masa sangrienta y confusa de hombres empujada por otra, caía en el lago, y así sucesivamente, sin que fuera posible ya ni huir ni resistir, ni aun pelear contra masas tan compactas que eran lanzadas con una fuerza irresistible. Cortés fué cogido por seis guerreros y derribado por tierra; procuraban asegurarlo para presentarle como el más grande trofeo al Emperador. Cristóbal de Olea y un jefe tlaxcalteca acudieron y salvaron al capitán. Olea murió en el combate, y Cortés con mil peligros y trabajos logró llegar al extremo{59} de la calle de Tlacopan, donde ordenó se hiciese un vivo fuego de artillería para proteger la retirada y reunir los dispersos. Los españoles quedaron completamente derrotados.
En la tarde, con la viva luz de un crepúsculo rojo y gualda, los españoles pudieron ver desde su campamento una larga procesión donde se distinguían sesenta y dos españoles desnudos que subian las gradas sangrientas del templo para ser en seguida sacrificados. En la noche se encendieron luminarias en las plataformas de los templos y en las azoteas de las casas, y una multitud frenética recorría las calles con teas encendidas, bailando y entonando cantos de guerra.
Los españoles veían mudos, llenos de espanto y con la mecha encendida en la mano, estas escenas, y su corazón fuerte temblaba pensando que quizá tendrían igual suerte que sus compañeros.
Cuauhtimoc permanecia grave, callado, triste quizá, en lo alto de su palacio. Había rechazado todas las propuestas de paz que le había hecho Cortés. La guerra no estaba concluída con esta derrota. Cortés estaba vivo, y la hambre y la peste devoraban ya á la ciudad. Los cadáveres estaban amontonados y hediondos en las casas y calles: las gentes vivas discurrian á los pocos días de esta victoria como sombras en las calles, arrancando{60} las cortezas de los árboles, cazando á las sabandijas para mantenerse, y saciando la sed que les producía la fiebre y las heridas en las aguas cenagosas y sangrientas de los canales.
Los grandes y negros ojos de Cuauhtimoc se humedecieron un momento; su corazón vaciló ante los ruegos de unos nobles á quienes Cortés había enviado á rogarle con la paz, pero se repuso inmediatamente, y con voz resuelta dijo: «No, no; todos debemos perecer defendiendo nuestro honor, nuestros dioses y nuestra ciudad.» La guerra y la hambre continuaron.
Cortés por su parte, repuesto de la derrota y con el auxilio de nuevos aliados, se propuso terminar el largo sitio y apoderarse, si no de la ciudad, al menos de los escombros.
Un día Cuauhtimoc vió desde la torre del templo de Tlaltelolco su ruina; pero su ánimo no desfalleció ni un momento.
Cincuenta mil hombres se ocupaban de demoler calles enteras. La artillería las batia primero, y después los aliados con grandes maderos acababan de destruir las casas, derribando los techos sobre los heridos, los niños y las mujeres que estaban dentro, y robando las telas y objetos que encontraban. Los lloros y los alaridos subian á los cielos. El ruido hueco y retumbante de la artillería acallaba á intervalos los lamentos. Cuauhtimoc personalmente salia á combatir y á contener{61} la destrucción: los soldados, sin fuerzas por la hambre y la sed, se arrojaban sobre los enemigos, pero eran recibidos por las espadas y lanzas de los destacamentos españoles que protegían esta destrucción. Así que con los escombros se llenaron los canales, y que Cortés concibió que tenía terreno donde retirarse y donde maniobrase la caballería, emprendió un ataque simultáneo y terrible. Cuauhtimoc recibió nuevas propuestas de paz, y resuelto á defenderse hasta la última extremidad, no contestó sino con atacar de nuevo á los enemigos. Tomados los templos y los palacios y destruída en su mayor parte la ciudad, se retiró al barrio de Coyonacaxco y se embarcó allí en una gran canoa llamada la Papantzin, llevando á la princesa su mujer y á los reyes de Texcoco y Tlacopan. El tamaño de la embarcación, las ricas vestiduras de los que iban en ella y la velocidad con que remaban, llamó la atención. García de Holguin, que mandaba el más velero de los bergantines, dió caza á la canoa real, y en poco tiempo y ayudado del viento la abordó. Cuauhtimoc en pie dijo su nombre con voz entera, tiró sus armas y se entregó prisionero.—«Haced de mí lo que queráis, pero respetad á la princesa,»—dijo á Holguin, y subió sereno y arrogante á la nave española. El 13 de agosto de 1521, día de San Hipólito y á la hora de vísperas, fué llevado ante el conquistador{62} el último Emperador de los aztecas, y ese día terminó para siempre la monarquía y la nacionalidad indígena, y comenzó la dominación de los reyes españoles. Los grandes sucesos de la historia mexicana han sido marcados por terribles fenómenos de la naturaleza. Esa noche comenzó á soplar un violento huracán, el viento del infierno, como le llamaban los aztecas. Los edificios demolidos acababan de caer, los fragmentos de las torres eran arrancados, y el lago furioso se salia de su seno, inundaba los barrios, y sus olas venían á estrellarse contra las ruinas. Los relámpagos alumbraban á la ciudad desolada, á los muertos sangrientos y los templos derribados, y después todo volvia á entrar en la obscuridad y el silencio. Cortés y Cuauhtimoc permanecieron mudos y aterrados ante estas fuerzas tremendas de la naturaleza que completaban la ruina de la más grande y más hermosa ciudad del Nuevo Mundo.
Al día siguiente de la rendición de la capital, Cortés se retiró á Coyoacán, y los oficiales y soldados solemnizaron con un banquete donde hubo vinos y tocino que habían recibido, la espléndida pero sangrienta victoria{63} que alcanzaron. En esa orgía tormentosa donde bebieron y jugaron y donde no faltaron las mujeres que habían robado en la ciudad saqueada y enteramente aniquilada por los aliados, se relajaron los resortes del respeto y de la subordinación, y la sed del oro se encendió con el estímulo de los licores. Deseaban oro y más oro y piedras preciosas á montones, y lo que habían recogido y tomado de las casas no era bastante. Supusieron que Cortés, de acuerdo con Cuauhtimoc á quien tenía prisionero en Cuyoacán, había ocultado todos los tesoros para apropiárselos y defraudar á la tropa su parte y al rey el quinto que le correspondía. Al día siguiente amanecieron pasquines insultantes escritos en las paredes de las casas, y Julián de Alderete, con el carácter de tesorero de la Corona, tomó la demanda por su cuenta.
—¿Sabéis, señor, lo que se dice entre nuestra gente?—dijo á Cortés antes de saludarle.
Cortés fingió no comprender nada y preguntó friamente: ¿Qué se dice?
—Se dice, prosiguió Alderete con firmeza y encarándose á Cortés, que vuesa merced de acuerdo con el Guatemuz ha ocultado los inmensos tesoros de la Corona Azteca, y que......
—Por Santiago, exclamó Cortés como buscando una arma; yo cortaré la lengua á quien tal diga.{64}
—Vos podéis cortar la lengua á vuestros soldados, pero no al tesorero del rey de España,—contestó secamente Alderete descubriéndose y haciendo una profunda reverencia.
Cortés se dominó y replicó con una afectada amabilidad: Lo que se dice en efecto es grave; pero ¿qué hacer para acallar esas murmuraciones?
—Hay un medio que os justificará á los ojos de vuestros soldados y de S. M. El Guatemuz debe tener escondidos esos tesoros. Pedídselos, y si no los entrega, sujetadlo al tormento, y en último caso mandadle ahorcar.
—No, nada de eso, contestó resueltamente Cortés. Es mi prisionero y le he dado mi palabra, y un castellano jamás falta á ella.
—Se cumple la palabra que se da á un castellano, pero no la que se ofrece á un infiel y á un bárbaro. Acordáos del martirio de los sesenta y cuatro castellanos sacrificados en las aras del demonio.
—No, replicó Cortés secamente.
—Como gustéis, dijo Alderete cubriéndose la cabeza y retirándose; pero acordáos de que un amigo os ha venido á tender una mano cuando estábais en el borde del abismo. Perdereis vuestra gloria y vuestra conquista, y aparecereis en España como un defraudador del rey, como un ladrón.
Cortés se puso pálido, se mordió los labios,{65} y volviendo las espaldas dijo:—Os entrego al Guatemuz; haced con él lo que os agrade.
Alderete salió con los ojos llenos de alegría, participó esta orden á los soldados, y no tardaron en encontrar el género de suplicio que debían dar al infortunado prisionero.
Llamaron al conciliábulo al Maestre Juan que era el médico, á Murcia que era el boticario, y al barbero Llerena y á otro llamado Santa Clara, y dispusieron una grande vasija de barro con aceite hirviendo. Fueron á la habitación que ocupaban los prisioneros, y sacaron á Cuauhtimoc y al rey de Tlacopan y los llevaron al patio de una casa donde había dispuestos unos maderos.
—¿Dónde está el tesoro de los Emperadores?—les preguntó Alderete.
Cuauhtimoc vió aquel aparato aterrador, comprendió de lo que se trataba, sonrió tristemente y no contestó ni una sílaba á las interpelaciones de Alderete, el cual furioso con este desprecio, ultrajó con palabras soeces al monarca. Los soldados se apoderaron de los Reyes, los ataron fuertemente á los maderos, y el barbero comenzó á bañarles los pies con aquella resina hirviente, mientras otro les acercaba unas teas encendidas.
—Señor, ¿no véis cómo sufro?—gritó retorciéndose el Rey de Tacuba.
—¿Estoy acaso en un lecho de rosas?—contestó con firmeza el Emperador azteca.{66}
El Rey de Tacuba se fortificó con esta heróica resolución de Cuauhtimoc, y los dos sufrieron el tormento sin exhalar un quejido. Tanta firmeza conmovió el pecho de los soldados, y los mismos que habían pedido el suplicio comenzaron á murmurar contra Alderete.
—No os canséis, dijo Cuauhtimoc, que el que ha resistido la hambre, la muerte y la cólera de los dioses, no es capaz de humillarse ahora como una débil mujer: el Tesoro de los Reyes de México lo he hundido en la laguna cuatro días antes del asalto de la ciudad, y no le encontrareis jamás.
El padre Olmedo, á quien se había llamado para exhortar y amonestar á los Reyes aztecas, no pudo contenerse, y salió, volviendo á poco en compañía de Cortés.
El capitán español contempló un momento aquellas nobles víctimas, dirigió una mirada terrible á los verdugos, y dijo con un acento que no admitía réplica:—«Desatad á esos hombres y conducidles con cuidado á su habitación. Que nadie sea osado de contradecir lo que yo mando.»
El tesoro se buscó en vano, y sólo se recogieron algunas frioleras en la laguna, y un sol de oro en un estanque. Cuando el poético lago de Texcoco se seque enteramente, el gran tesoro se encontrará. La sombra de los Emperadores aztecas parece que le cuida todavía.{67}
El año de 1525, Cristóbal de Olid se rebeló en las Hibueras. Cortés envió un oficial con alguna tropa; pero impaciente al no recibir ninguna noticia, se puso en camino con una fuerza, resuelto á castigar severamente al infiel capitán.
Atravesó el istmo de Tehuantepec, se dirigió por un camino lleno de ríos, de barrancas, de bosques oscuros donde no penetraban los rayos del sol, y de pantanos intransitables donde los caballos se hundian con todo y el jinete. El hambre, la sed, los insectos y las eternas y desconocidas soledades acababan con las fuerzas físicas y con el ánimo de los soldados. Muchos exhalaron el último aliento en aquellas sombrías encrucijadas, Cortés no quería volver atrás, y la esperanza le anunciaba que pronto podría encontrar una población donde guarecerse y tomar guías que le condujesen á su destino. Su humor, sin embargo, no era de lo mejor, y él mismo sentía la fatiga y el desaliento algunas veces.
Así llegó al territorio de un reino que llamaban Acallan. Llevaba como siempre á su lado á Cuauhtimoc y á los dos Reyes de Tacuba y Texcoco.{68}
Una tarde, después de una fatigosa jornada, hicieron alto en un pueblecillo que nombraban Izancaxac. No había más que unas cuantas chozas sin techo y un teocalli arruinado. Ni un solo habitante ni un animal doméstico. Un bosque umbrío de altas ceibas aumentaba la tristeza de ese sitio. A Cortés le formaron una habitación en las ruinas del templo, y los Reyes se alojaron á poca distancia en una choza de palmas. El resto de la tropa acampó como pudo en el bosque.
Cortés trató de recogerse, y sin saber la causa, no pudo conciliar el sueño, y se levantó y escuchó que los Reyes platicaban alegremente, procurando consolarse de sus penas y fatigas. Esta alegría le hizo mal, le irritó de una manera terrible. Un bulto casi arrastrándose como si fuera un animal deforme se deslizó por entre aquellas ruinas. Cortés fijó los ojos en aquella aparición y puso la mano en el puño de su espada, pero al sacarla reconoció á Cristóbal Mexicalcin.
—¿Qué quieres á estas horas?—le dijo severamente Cortés.
—Señor, los caciques y Cuauhtimoc tienen urdida una trama infernal: vos y todos los españoles que hay en la tierra, perecerán.
—¡Por Santiago! Esta era la plática y la alegría de esos perros,—exclamó Cortés lleno de cólera; y lanzándose fuera de las ruinas, penetró en la choza donde estaban los Reyes.{69} Cervan Bejarano y Rodrigo Mañueco, que eran sus servidores y habían permanecido despiertos, se lanzaron detrás de él.
«Llamad, les dijo, al padre Varilla. Voy á ahorcar á estos bárbaros que han urdido una trama para matarnos, y no quiero que se pierda su alma.» Marina, que también le había seguido, quiso interceder por ellos, pero vió los ojos de Cortés llenos de furia y no se atrevió. Era nada más que una esclava.
Cuando Cuauhtimoc fué sacado de la cabaña por los soldados que Cortés había llamado para la ejecución, se volvió con una firmeza increible y le dirigió la palabra: «Bien sabía, Malinche, lo que valían tus promesas, y tenía por seguro que recibiría la muerte de tus manos. Dios te pedirá cuenta de mi muerte.»
Los verdugos pusieron una cuerda al cuello del Rey, y lo mismo hicieron con los de Tacuba y Texcoco, y los colgaron en unas altas ceibas.
Eran las tres de la mañana del segundo día de Carnaval del año de 1525. La noche estaba serena y apacible, y las estrellas solas con sus tímidos rayos alumbraban melancólicamente esta misteriosa ejecución. Cortés se retiró cabizbajo y pensativo á su aposento. Allí permaneció un momento fijo y de pie como una estatua; pero le vino repentinamente un rapto de locura, de arrepentimiento quizá, midió á largos pasos la estancia y salió con{70} la espada desenvainada á cortar los lazos corredizos donde pendían los cuerpos de los Reyes. Era ya tarde: Cuauhtimoc y el Rey de Tacuba estaban muertos. El de Texcoco cayó al suelo todavía con vida.
Al abandonar el pequeño ejército de Cortés, al día siguiente, el solitario pueblecillo, dos cadáveres se balanceaban al impulso de las brisas de la mañana. Los buitres formaban en la atmósfera círculos fantásticos, clavando sus ojos redondos y colorados en los cadáveres de los dos más poderosos monarcas del Nuevo Mundo.
El muy magnífico señor Hernando Cortés, gobernador y capitán general de la Nueva España, tenía necesidad de salir de México, con el objeto de sofocar y castigar la rebelión de Cristóbal de Olid.
Aquel viaje debía de ser largo y penoso: la distancia á que iba á encontrarse de la antigua capital del imperio Azteca, haría muy difíciles las comunicaciones, y se necesitaba establecer un gobierno provisional, que los intereses del rey y la paz de la nueva colonia atendiese y vigilase.
Incierto estuvo por algún tiempo el gobernador y capitán general, sobre á quién elegiría para encargo tan delicado, y sin poder fijarse definitivamente, porque conocía que entre los que le rodeaban había muchos, más{72} afectos á las riquezas y á la tiranía, que amigos del buen gobierno y de la felicidad de los pueblos.
Por fin, urgido de la necesidad y apremiado por las circunstancias, hizo llamar al Lic. Alonso de Zuazo, al tesorero Alonso de Estrada y al contador Rodrigo de Albornoz, y los nombró gobernadores durante su ausencia.
El Lic. Zuazo era un antiguo amigo de Cortés y su asesor en los negocios del gobierno de la Nueva España, y Estrada y Albornoz habian llegado á México en 1524, enviados por el rey de España para componer el Tribunal de Cuentas, en unión de Gonzalo de Salazar, factor, y de Peralmindes de Chirino, veedor.
Cortés determinó llevar consigo á la expedición de las Hibueras, á Chirino y Salazar.
Una vez organizado el gobierno, quiso Hernán Cortés cuidar de su hacienda y dejarla encomendada á persona para él de toda confianza, y para esto eligió á Rodrigo de Paz, primo suyo, hombre de grande espíritu y de mucha influencia con el pueblo, y á quien invistió también con los cargos de regidor y alguacil mayor de la ciudad.
Rodrigo de Paz admitió con gusto las comisiones que le confiaba su primo, seguro de que esto le daría mayor prestigio y aumentaría el poder de que entonces gozaba.
Partió Cortés, y el Lic. Zuazo, Estrada y{73} Albornoz tomaron posesión del gobierno como tenientes-gobernadores, asistiendo por primera vez al cabildo con el carácter de tales, el día 4 de noviembre de 1524.
Apenas se había alejado Cortés unas cuantas jornadas de México, cuando Estrada y Albornoz, que ya desde antes tenían entre sí motivos de rencor, se disgustaron completamente.
El nombramiento de un alguacil fué el aparente motivo de encenderse una disputa, en la que los ánimos predispuestos se exaltaron, y siguiendo la costumbre de aquellos tiempos en que las armas entraban como parte de la razón en las cuestiones de los hombres de honor, los dos tenientes-gobernadores echaron mano á los estoques, y en poco estuvo que la espada hubiera dirimido la competencia.
Logróse contenerlos, pero el escándalo habia sido muy grande; y luego partieron correos avisando á Cortés las desavenencias que ocurrían en la ciudad.
Chirino y Salazar que acompañaban á Cortés,{74} supieron casi al mismo tiempo que él lo ocurrido en México, y vieron en esto un medio de separarse de su lado y tornar á la capital.
Habían llegado á Goazacoalcos, pero el camino era en extremo penoso y sembrado por todas partes de peligros.
Inmensas selvas, en donde los árboles seculares crecían tan cerca unos de otros que se confundían sus ramajes; traidores pantanos cubiertos con una engañosa capa de verdura, pero que estremeciéndose al soplo no mas de los vientos, tragaban al desgraciado que ponía en ellos su imprudente planta: vertiginosos precipicios en cuyo fondo se creía mirar de nuevo el firmamento, y que parecian á los espantados ojos de los españoles, como insondables vasos de roca, llenos de nubes y de tempestades: serpientes y monstruos hasta entonces desconocidos, esto era lo que encontraban por todas partes los que acompañaban á Cortés.
Las tempestades pasaban algunas veces sus alas de fuego sobre aquella naturaleza exuberante, y los robustos troncos de las ceibas se estremecían como una caña cimbradora, al soplo de los huracanes.
Por las noches aquellas selvas se poblaban de habitantes misteriosos; salían de ellas en espantoso concierto, aullidos siniestros, rugidos pavorosos, silbos y gritos aterradores y{75} desconocidos, y cruzaban por los aires y entre las ramas y bajo la yerba, con fosfórica luz, millones de insectos de todos tamaños y figuras.
El melancólico rumor del viento entre las hojas se mezclaba algunas veces durante la noche al eco lejano de los torrentes, al mugido de la tormenta que se alzaba en el horizonte, á los sonoros tumbos de los mares.
Aquello era más sublime que lo que podian soportar las almas ruines de Salazar y de Chirino.
Anhelaban por separarse de allí, y la nueva de los disturbios vino á presentarles una favorable oportunidad.
Instaron, rogaron y suplicaron á Cortés pidiéndole volver á México, representándole lo oportuna que sería su presencia en la capital, y los servicios tan importantes que podían prestar á los intereses de S. M.
Cortés meditó aquella petición y accedió á la solicitud de Chirino y de Salazar.
Estrada, Albornoz, Salazar y Chirino, aunque eran en apariencia amigos de Cortés, le aborrecían secretamente, y procuraban desprestigiarle en la corte y hacerle caer de la gracia del Emperador. Cortés lo sabía y lo conocía, por eso no sólo no puso dificultad ninguna en la vuelta de Chirino y de Salazar, sino que por el contrario les dió mandamiento{76} asociándoles también al gobierno de la Nueva España.
Aquellos dos hombres que caminaban de mala fe con Cortés, eran imprudentes testigos de sus acciones, dieron la vuelta para México, satisfechos y orgullosos de lo que habían conseguido, creyendo en su fatuidad acabar con el poder de su favorecedor, y no comprendiendo que sus desavenencias y torpezas en el gobierno debían dar el más completo triunfo al esforzado conquistador.
Salazar y Chirino llegaron á México y presentaron en el cabildo de 29 de diciembre de 1524, la provisión del muy magnífico señor Hernando Cortés que los autorizaba para tener parte en el gobierno del reino.
El Ayuntamiento les reconoció sin dificultad, pero ellos no se conformaron con eso, sino que excluyeron á Estrada y á Albornoz y se apoderaron de la administración, no admitiendo en su compañía más que al Lic. Zuazo.
La división entonces se hizo más profunda. Estrada y Albornoz se unieron para derribar á sus nuevos enemigos, y con objeto de conseguirlo quisieron y lograron atraer á su bando al alguacil mayor Rodrigo de Paz, que ejercía tan decisiva influencia en el Cabildo y en la ciudad.
En aquel tiempo el Ayuntamiento de México tenía una grandísima importancia: «ante{77} él presentaban sus nombramientos los gobernadores, prestaban ante él juramento; él decidía las cuestiones graves que entre ellos se suscitaban, calificaba sus derechos y facultades, é imponía la pena de muerte á los que desobedecieran las providencias que de él mismo emanaban.»
Por eso Rodrigo de Paz que deseaba favorecer á Estrada y á Albornoz, se presentó al cabildo en 17 de febrero de 1525, manifestando que Salazar y Chirino no tenían derecho de excluir á sus colegas del gobierno, porque el mismo Cortés los reconocía aún como tales tenientes gobernadores, en cartas que de él se habían recibido.
El Ayuntamiento escuchó á Rodrigo de Paz, y acordó que el Lic. Zuazo resolviera en este negocio[12].
El Lic. Zuazo resolvió que Estrada y Albornoz volvieran á ser reconocidos como tenientes gobernadores, y el cabildo aprobó esta resolución.{78}
Salazar y Chirino protestaron, y para infundir el terror decretaron pena de muerte y perdimiento de bienes contra el alcalde ó regidor que se «entrometiese» á aprobar lo que el Lic. Zuazo había determinado.
Aquellos hombres tenían un temple de alma tal, que era indudable que tales penas se llevarían á efecto; pero en cambio tenían que luchar con hombres de corazón altivo, y Estrada y Albornoz asistieron al cabildo y fueron reconocidos sin dificultad.
Esto acaecía el 25 de febrero de 1525.
Salazar, hombre ambicioso é inquieto, no podía estar tranquilo en aquella situación: quería mandar, y mandar solo; Estrada y Albornoz le estorbaban, y los creía fuertes porque contaban con la protección y apoyo de Rodrigo de Paz, el hombre entonces más audaz y más poderoso; Salazar necesitaba dividir á Paz de Estrada y Albornoz, y hacer de él un instrumento para sus miras.
Entonces, como por una inspiración diabólica, concibió el plan que debía darle el resultado apetecido, y convenció hipócritamente á sus colegas á decretar la prisión de Rodrigo de Paz.
Un día repentinamente circuló en México una noticia alarmante: el alguacil mayor estaba preso en la casa de Salazar de orden de los tenientes gobernadores.
En efecto, Rodrigo de Paz estaba preso, y{79} se paseaba tristemente en uno de los salones de la casa de Salazar, con esposas de hierro en las manos y arrastrando una larga y pesada cadena. Salazar entró y le contempló un rato en silencio.
—Duéleme de verte en esa situación—le dijo—que á tal no habrías llegado, si como la causa de Estrada defendiste, de la mía hubieras sido partidario.
—Holgárame de estar libre—contestó Rodrigo—si mis amigos hubieran triunfado, pero sigo la suerte á ellos reservada.
—¿Crees por ventura en tus amigos Estrada, Albornoz y Zuazo?
—De creer tengo, porque no hay motivos para lo contrario.
—Mira—dijo Salazar mostrándole la orden de prisión firmada también por Albornoz, Estrada y Zuazo.
Rodrigo de Paz leyó aquella orden con espanto. No podía dudar, sus amigos le abandonaban y le traicionaban.
Leyó la orden, inclinó la cabeza, y quedó meditabundo. Salazar respetó aquella meditación, y después, acercándose, le dijo:
—Mira el premio de tus favores y servicios; esos hombres están conjurados contra tí y ansían tu muerte; ¿quieres libertad, venganza?
—Sí—contestó sordamente Rodrigo.
—Júranos amistad, y Peralmindes de Chirino{80} y yo te pondremos libre y te vengaremos de tus enemigos.
—Os juro leal amistad por la hostia consagrada.....
Al día siguiente Rodrigo de Paz concurría al cabildo.
Estrada, Zuazo y Albornoz conocieron la intriga que tramaban Salazar y Chirino, y no eran hombres para callar sus rencores.
Estalló un disgusto terrible en el cabildo, y Salazar, que tenía para sí que aun no llegaba el momento de obrar, apeló al engaño y la hipocresía.
Nada le importaba, dijo, la amistad de Rodrigo de Paz, cuyo pernicioso influjo era necesario combatir, y para esto debían ellos de unirse estrechamente, y como señal de unión y para acallar los rumores que había en el público, concluyó proponiendo que todos los tenientes gobernadores comulgasen públicamente, dividiendo la hostia consagrada en cinco partes.
Aceptaron los otros, y aquel pacto, aconsejado por la más negra falsía y cubierto sacrílegamente con el manto de la religión, se cumplió en la iglesia del convento de San Francisco.
Tan engañosa amistad debía desaparecer muy pronto, y así fué en efecto.
El día 19 de abril, Rodrigo de Paz se presentó en el cabildo é hizo reconocer á sus nuevos{81} amigos Salazar y Chirino, como gobernadores, con entera exclusión de todos los demás.
En vano protestó con energía el Lic. Zuazo; repitióse el acuerdo y se impusieron doscientos azotes de pena y perdimiento de bienes á cualquiera que se atreviese á oponerse á lo dispuesto.
Estrada y Albornoz, lejos de conformarse, pensaron excitar al pueblo, suscitáronse graves dificultades, los dos bandos estuvieron á punto de llegar á las manos, y sólo se impidió el conflicto porque el alcalde Francisco Dávila prohibió que se acudiese con armas en pro de uno ú otro partido.
Conducta tan prudente costó al alcalde ser maltratado y verse conducido á la cárcel, de donde tuvo que huir para salvar la vida.
Las alarmas en la ciudad eran de todo el día, y de todos los días; á cada momento querian llegar á las manos los partidarios, y el fuego de la discordia se encendía más y más á cada momento.
El 23 de mayo, con pretexto de conservar la tranquilidad y evitar desgracias, pero más{82} bien con objeto de expeditar el camino que se habían trazado los gobernadores, ordenaron que nadie en la ciudad llevase armas.
Todo parecía haber terminado; pero aquel mismo día Rodrigo de Paz aprehendió al Lic. Zuazo, que vivía en la casa de Cortés, y se dió orden para enviarle inmediatamente á la Isla de Cuba.
Alarmóse la gente de la ciudad con esta prisión, y Rodrigo de Paz ocurrió, para calmarla, al engaño de que por orden del Rey iba á la Isla á dar allí su residencia.
Estrada y Albornoz pensaron entonces en alejarse de sus enemigos, y aparentando obediencia pidieron á los que habían sido sus colegas, licencia para ir hasta Medellín á conducir una cantidad que enviaban á S. M.
Los gobernadores concedieron sin dificultad aquel permiso.
Salieron Estrada y Albornoz, pero aun iban cerca de México, cuando Salazar tuvo noticia de que de las Hibueras venían Gil González de Avila y Francisco de las Casas, y temeroso de que se unieran y volvieran sobre México, hizo salir á Chirino con una tropa, en persecución de Estrada y Albornoz.
Chirino alcanzó á los que habían sido sus colegas, y aunque ellos pretendieron resistirse, unos frailes de San Francisco, que se encontraron allí, impidieron el conflicto, y Chirino volvió á México con los prisioneros.{83}
Dueños absolutos del gobierno Salazar y Chirino, sintieron la necesidad de deshacerse de Rodrigo de Paz, echando por tierra su poder.
Salazar era fecundo en todo género de maldades, y no podía menos de encontrar un modo para atacar á Paz, y fué sin duda tan ingenioso como los anteriores.
Difundió la noticia de la muerte de Hernán Cortés.
Aquella noticia debía estar apoyada en todas las apariencias. Celebráronse solemnes honras por el alma del conquistador, en las que se predicó un sermón, moderando las alabanzas á Cortés por no ofender á Salazar.
Procedióse á la venta de los bienes de todos los que habían acompañado al gobernador y capitán general, por considerárseles difuntos, y sus mujeres fueron autorizadas para pasar á segundas nupcias; y Juana Mancilla, mujer de Juan Valiente, fué azotada porque afirmó que Cortés vivía.
Rodrigo de Paz administraba los bienes de Cortés, y no creyó tan fácilmente la noticia, pero como Salazar y Chirino sostenían que Cortés debía al Rey setenta mil pesos, é insistían, con objeto de asegurarlos, en tomar posesión de aquellos bienes, Rodrigo de Paz apeló á las armas y se hizo fuerte en la casa de Cortés.
El asalto iba ya á darse, y todos preveían{84} grandes catástrofes, cuando el mismo Estrada, que estaba en calidad de prisionero, y los frailes de San Francisco, que ejercían muy grande influencia en México, lograron convencer á Paz que se rindiese.
Salazar y Chirino ofrecieron á Paz todas las garantías para su persona, y así lo juraron ante los capitanes José de Alvarado y Andrés de Tapia.
Paz abrió las puertas del palacio de Cortés y las gentes de Salazar se entraron. Allí robaron cuanto les fué posible, é insultaron gravemente á muchas indias nobles que Cortés tenía allí recogidas para educarlas y casarlas.
Paz determinó huir de la ciudad é ir en busca de Hernán Cortés á las Hibueras.
«Si los conquistadores eran crueles con otros—dice D. Lucas Alamán en sus Disertaciones—no eran por lo menos más benignos entre sí mismos.»
En efecto, así lo probó la conducta de Salazar y de Chirino.
Rodrigo de Paz, á pesar de las promesas y juramentos de los gobernadores, no gozó mucho tiempo de libertad, y el día 4 de agosto de 1525 asistió por última vez al cabildo.{85}
Al calce de la acta de aquel día, se lee una nota del célebre D. Carlos de Sigüenza y Góngora, que dice:
«Esta es la última firma de Rodrigo de Paz en este libro, porque después lo ahorcó su grande amigo Gonzalo de Salazar.»
Terrible ironía encierran estas cortas líneas del ilustre historiador, porque á pesar de esa grande amistad, el alguacil mayor volvió muy pronto á ser reducido á prisión.
La codicia desenfrenada de Salazar no conocía límites, ni su ambición encontraba obstáculo, por sagrado que fuese, que no atropellase con violencia.
Religión, leyes, amistad, gratitud, todo en sus manos era arma emponzoñada que esgrimía contra sus enemigos, sin escrúpulo de ninguna clase; todo era en su camino sombra despreciable sobre la cual cruzaba con indiferencia.
Aquella alma era el aborto espantoso de la codicia y la ambición; la compañía de aquel hombre, era como la sombra venenosa de esos árboles que se encuentran en nuestras montañas: convidan dulcemente durante los ardores del día, y matan al que busca allí un refugio y un consuelo.
Demasiado tarde lo comprendió Rodrigo de Paz.
Preso y encadenado esperaba de un momento á otro que Salazar le enviara desterrado,{86} ó que la Providencia le deparara un momento oportuno para huir é irse en busca de Cortés, en cuya muerte, como muchos, no había creído ni un momento.
Como todos los prisioneros, Paz no pensaba sino en la libertad.
Una mañana, Salazar se presentó en su calabozo; había en el semblante del fiero gobernador una sonrisa de amabilidad y un aire de benevolencia tan extraños, tan forzados, que Rodrigo de Paz se estremeció.
Bajo aquella hipócrita bondad se descubría el fondo de una intención negra; era como un abismo cubierto con un cristal, era como el hacha de un verdugo envuelto en un crespón azul.
La sonrisa del hombre de bien no podía amoldarse sobre el rostro del malvado; era un consorcio sacrílego; de la franqueza simulada y de la perfidia debía resultar una cosa horrible: la hipocresía, el monstruo.
—Rodrigo—dijo Salazar—háste empeñado en labrar tu ruina, á pesar de que yo procuro salvarte.
—No te comprendo—contestó Rodrigo de Paz procurando ocultar su indignación—¿qué puedes reprochar de mi conducta?
—Rodrigo, tú tienes ocultos grandes tesoros que pertenecían á Cortés, tú nos has engañado.
—¡Tesoros!—exclamó Rodrigo de Paz, comprendiendo{87} adónde podía ir á parar todo aquello.—¡Tesoros! nada tengo, y cuanto tenía, está ya en tu poder.
—No me engañes, Rodrigo; ¿por ventura cuánto tenía Cortés me has entregado?
—Todo absolutamente: ¿no se han inventariado los bienes? ¿no se han almonedado? ¿no habéis ya extraído el oro que depositado se hallaba en San Francisco? ¿no habéis dispuesto de los bienes de Gonzalo de Sandoval y de otros capitanes?; entonces ¿qué más queréis?
—No vengo á dar contigo mi residencia—contestó friamente Salazar—sino á amonestarte que entregues esos tesoros.
—Y yo te contesto que mal pudiera entregar tesoros que no existen.
—¿No?
—Nó, lo he dicho.
—Bien, tú lo has querido.
Y Salazar salió violentamente del calabozo.
Rodrigo le miró salir con terror, comprendiendo que algo espantoso se preparaba contra él.
Y no se engañaba: un momento después, hombres siniestramente cubiertos con capuchones y antifaces, penetraron en el aposento: mudos y sombríos se acercaron al preso, y sin contestar á sus preguntas, y sin escuchar sus razones, le sentaron en un sitial, y le ataron allí por los brazos y la cintura.{88}
Rodrigo creyó que había llegado para él el último instante, cerró los ojos y comenzó á murmurar una de esas oraciones, que perdidas muchas veces entre los vagos recuerdos de la niñez, vuelven puras y fervientes á la memoria y á los labios del hombre, en los momentos de la suprema tribulación.
Los verdugos con una destreza increíble quitaron el calzado y las calzas á Rodrigo, que esperando la muerte y como para no verla venir, cerraba los ojos con obstinación.
De repente el infeliz lanzó un grito agudo y desgarrador: aquellos hombres vertian sobre sus desnudos piés aceite hirviendo.
—¡Jesús me ampare!—exclamaba—¡Infames!
—Confiesa en dónde tienes ocultos esos tesoros—dijo con una calma infernal el gobernador.
—He dicho la verdad—contestó con energía Rodrigo.
—Pues adelante.
Entonces siguió aquella espantosa operación; tras el aceite vino el fuego, el fuego que hacia hervir aquellas carnes; las llamas lamian como con placer aquellos pies ungidos, y sobre los que se tenía cuidado de seguir virtiendo aceite.
—¡Salazar! Salazar!—gritaba Rodrigo—no seas cruel, todos sus tesoros se los ha llevado{89} Cortés á las Hibueras...... déjame, déjame.... te lo juro!
—Mientes—contestaba Salazar.
Y el tormento seguía, y aquellos pies habían perdido su forma, y en algunas partes ardían, y levantaban llamas, y se desprendía de ellos un líquido sangriento, espeso, que caía algunas veces encendido, y la piel se tostaba, y se levantaba y se arrollaba, y los músculos se retorcían, y las carnes se hinchaban rápidamente, y se abrasaban produciendo un ruido débil, pero horroroso.
Después de esto seguían los huesos, que crujian y que estallaban como si fueran de cristal, y los dedos comenzaron á desprenderse y á caer, como informes masas, negras, hinchadas, fétidas.
Y todo esto en medio de un humo denso, nauseabundo, y entre los gritos y los aullidos, y las quejas y las maldiciones del infeliz Rodrigo.
Los pies habían desaparecido; Salazar nada había logrado descubrir.
Rodrigo se desmayó por fin, y cesó el tormento.
La tarde de aquel mismo día, Rodrigo de Paz era sacado de su prisión y conducido hasta el pie de una horca que había en la plaza.
Rodrigo no podía caminar, porque el fuego le había consumido los pies hasta los tobillos, y le llevaban entre cuatro hombres.{90}
Al llegar al patíbulo, y en el momento en que el verdugo iba á colocarle el dogal, Salazar se apareció.
—Aun es tiempo;—le dijo—confiesa y vivirás.
—¿Vivir?—contestó Rodrigo con voz desfallecida y levantando una manta que cubría sus mutilados pies—¿y para qué quiero vivir así?—y luego, dirigiéndose á los que le rodeaban, gritó:
—Señores, si algunos de vosotros volvéis á ver á Cortés, decidle que me perdone, por haber dicho que él se había llevado sus tesoros á las Hibueras: el dolor del tormento me hizo mentir.
Salazar, enfurecido entonces, hizo á los verdugos una señal; tendióse la cuerda, crujió el motón, y Rodrigo de Paz quedó suspendido en la horca.
Así murió el primer revolucionario de México, víctima, como todos, de la ingratitud de los mismos hombres que le debían el poder de que gozaban.
Era el domingo 28 de enero de 1526.
Las companas de las iglesias y monasterios de la ciudad de México llamaban á los fieles al sacrificio de la misa, y la multitud se agrupaba á las puertas de los templos.
Los mexicanos recién convertidos eran los primeros y más solícitos en acudir á la misa; y era que había castigo de azotes para el que faltase.
Permitirán nuestros lectores que se interrumpa por un momento el hilo de nuestra comenzada narración, para referir, á propósito de la asistencia á la misa, una anécdota de la vida de Hernán Cortés.
Luego que se establecieron en México, después de la toma de su capital, los primeros templos católicos, Hernán Cortés publicó una ordenanza disponiendo que ninguno fuese osado de no asistir á la santa misa los domingos{92} y días de fiesta, desde antes del Canon, bajo la pena de azotes al que á dicha prevención faltase.
Un domingo comenzó la misa, y la gente extrañó que el general no se hubiera presentado en la iglesia; pero conocida su piedad religiosa y lo severo de sus ordenanzas, que á nadie exceptuaban, calcularon todos que enfermo estaría de gravedad.
De repente oyóse un rumor por la puerta de entrada, y todos los rostros se volvieron para mirar al que tan tarde llegaba exponiéndose así al castigo, y encontraron con asombro que era el mismo señor Hernando Cortés que atravesó el gentío y fué á arrodillarse devotamente delante del altar.
Concluyó la misa, y allí mismo, delante de aquel concurso, Cortés fué despojado de la ropilla y de la camisa y azotado en las espaldas desnudas por un sacerdote, conforme á lo dispuesto por su ordenanza.
Conservóse el recuerdo de este suceso notable en una pintura que existió muchos años en una capilla que estaba situada en el cementerio de Catedral, y fué ejemplo saludable para todos los habitantes de la ciudad.
Por eso apenas se escuchaban los primeros tañidos de las campanas, todo el mundo salia con precipitación de su casa.
En el domingo á que nos referimos había también en México una gran novedad: el gobernador{93} Gonzalo de Salazar daba un banquete á sus amigos en una casa de su propiedad en el barrio de San Cosme.
Lucida comitiva acompañaba á Salazar y le cortejaba: damas y caballeros de la naciente nobleza de México, empleados superiores, caciques amigos, y detrás de todos, una escolta de más de doscientos hombres de toda su confianza, perfectamente armados.
Aquella comitiva salió de la casa de Cortés, en donde vivía Salazar, y se dirigió por la calle ó calzada de Tacuba, para San Cosme; los transeuntes se detenían para contemplar tanto lujo, y las damas salían á los balcones para mirar aquel soberbio acompañamiento: eran los primeros albores de la corte de los virreyes.
En este mismo momento, por otro lado de la ciudad entraba un hombre que trazas tenía de haber atravesado un largo y difícil camino.
De aquel hombre no podía decirse con seguridad si era un soldado ó un paisano, porque lo parecía todo, aunque examinando detenidamente su destrozado traje nada podía inferirse de él.
Sin embargo, en lo que no podía caber duda era en que caminaba de prisa y procuraba recatarse de las gentes.
Atravesó sin detenerse por las calles de Iztapalapa, como se llamaban las que hoy son del Rastro, llegó á la plaza mayor y se dirigió{94} sin vacilar al monasterio de San Francisco.
En estas calles había muy pocos transeuntes, porque todos se habían ido para la de Tacuba con objeto de ver al gobernador.
El hombre misterioso aprovechó esta circunstancia, apretó el paso y muy pronto se encontró en el monasterio de San Francisco.
Aquel monasterio parecía una ciudad según el número de personas que dentro de él estaban.
Chirino y Salazar, apoderados absolutamente del mando después de la muerte de Rodrigo de Paz, comenzaron á perseguir con tal encarnizamiento á los amigos de Cortés, que todos ellos no encontraron otro medio de libertarse que buscar asilo en San Francisco.
Por eso el recién venido se encontraba allí, con aquella gran multitud: pero sin duda aquel hombre tenía ya conocimiento de lo que ocurría, porque siguió allí con la misma conducta que en la calle: con nadie se detuvo ni á nadie habló hasta haber encontrado á Pedro de Paz, hermano de Rodrigo de Paz.
—Deseo hablar con vuestra merced á solas—dijo el recién llegado.
Pedro de Paz le miró sin poderle reconocer.
—Pero esto ha de ser ahora mismo—continuó el hombre.
Pedro le miró con desconfianza, y luego exclamó como resolviéndose:{95}
—Vamos.
Dos horas después Pedro de Paz refería á algunos de los refugiados de San Francisco que había llegado Martin Dorantes, lacayo del muy magnífico señor Hernando Cortés, con cartas de su amo, en las que destituía á los gobernadores, nombrando en su lugar á Francisco de Casas.
Mostráronse las cartas, pero durante todo el día aquello permaneció con el carácter de un secreto, y nada se supo fuera de las tapias del convento.
Llegó la noche, y en el azul purísimo del cielo de México se elevó majestuosamente la luna, plateando con sus rayos los edificios aztecas que se demolían para no volverse á reconstruir jamás, y las casas y los templos que levantaban los conquistadores sobre aquellos escombros.
Porque en aquellos días la Tenoztltlán de Moctezuma desaparecía para dar lugar á la México de Cortés.
Serían las once de la noche, reinaba en la ciudad el más profundo silencio; ni un hombre se veía transitar por las calles, parecía que todos los habitantes dormían el sueño de la muerte; ni un ruido en las plazas, ni una{96} luz en las ventanas, ni un eco siquiera de esas canciones ó de esas músicas que se escapan, en las altas horas de la noche, del interior de las habitaciones en todas las ciudades populosas.
El lánguido rumor del viento entre los pocos árboles que entonces había en México, y el lejano ladrido de los pocos perros que entonces había, esto era todo.
Sin embargo, ni en la casa de Hernán Cortés dormía Salazar, ni en el convento de San Francisco los allí retraidos.
La vida toda de la ciudad parecía haberse concentrado á esos dos lugares.
En San Francisco se preparaba el ataque; en la casa de Cortés la defensa.
Los retraidos en San Francisco habían citado al Ayuntamiento, y no habían conseguido que fuera más que un alcalde y algunos regidores, pero de la nobleza y los particulares reunieron más de cien personas.
Cortés en su carta nombraba para gobernador á Francisco de Casas; pero Francisco de Casas no estaba en México, y era urgente proveer á la necesidad y colocar á otro en su lugar.
Mil arbitrios se propusieron, y no faltó quien llegara á opinar que podía borrarse el nombre de Casas en la provisión de Cortés y sustituirle con otro más á propósito.
La incertidumbre seguía, y la noche avanzaba,{97} y todos sabían ya que el gobernador Salazar algo había maliciado y aprestaba sus tropas para atacar ó resistirse.
—El tiempo vuela—dijo Jorge de Alvarado—y la indecisión es ahora nuestro mayor enemigo; resolución, y adelante.
—Y bien, ¿qué hay que hacer?—preguntó Andrés de Tapia que hasta aquel momento se consideraba como el jefe de los amigos de Cortés perseguidos por Salazar.
—Ante todo, prender á ese hombre—contestó Alvarado—quitarle el poder, impedirle que se fortalezca y pueda resistirnos.
—¿Tienes algún plan?
—Sí.
—Pues díle.
—Escuchadme—dijo con solemnidad Alvarado—en este momento no tenemos aquí más que cien hombres de combate, pero decididos á morir ó á castigar la perfidia y la tiranía de ese mónstruo: ¿es verdad?
—Sí—contestaron los presentes con una especie de rugido.
—Bien; tú, Andrés de Tapia, ¿tienes en el convento armas y caballos para estos hombres?
—Y para otros más—contestó Tapia.
—¿Y hasta qué número puedes armar?
—Con lanzas, picas, ballestas, arcabuces y otras armas, hasta quinientos.{98}
—Con quinientos hombres resueltos me comprometo á batir á Salazar.
—Es que cuenta, según sabemos, con mil castellanos.
—Y nosotros con la justicia de nuestra causa, que vale por un ejército: quinientos hombres me bastan.
—Pero aunque hay armas, faltan brazos que las esgriman.
—Dios nos ayudará; dispón que me sigan en este momento treinta jinetes escogidos.
—¿Qué piensas hacer?
—Ya lo verás: yo saldré con esos treinta jinetes; tú entretanto te pones en son de defensa con el resto de la gente, por si Salazar intentase algo contra el convento: fía en Dios, y mañana á la madrugada, armas serán las que falten para darlas á nuestros partidarios.
Andrés de Tapia salió de la estancia en que hablaban, y media hora después volvió diciendo á Jorge de Alvarado:
—Los jinetes están listos.
Alvarado estrechó la mano de sus amigos, montó en un soberbio caballo que un escudero tenía de la brida en el patio del convento, y salió á la calle, en donde esperaba encontrar á los que acompañarle debían.
En efecto, allí estaban. La luz de la luna reflejaba sobre las brillantes armaduras de treinta jinetes que como estatuas de hierro aguardaban inmóviles las órdenes de su capitán.{99}
Seguía reinando en la ciudad el silencio más profundo, y de repente el tropel de la caballería, y gritos y pregones inusitados despertaron á los habitantes, y las ventanas y las puertas se abrieron casi simultáneamente y se llenaron de gente ansiosa de conocer la novedad.
Aquel extraño rumor lo causaban Jorge de Alvarado y los suyos que recorrían las calles de la ciudad pregonando: «que los que quisiesen servir al rey acudiesen inmediatamente á San Francisco, en donde les mostrarían cartas del Sr. Hernán Cortés.»
Pesaba tanto sobre la ciudad la tiranía de Salazar y de Chirino, y tanto se había sentido la fatal noticia de la muerte de Cortés, que aquel pregón causó una verdadera alegría, y en muy poco tiempo toda la ciudad se puso en movimiento.
Los mozos se reunieron inmediatamente á Jorge de Alvarado, los hombres se dirigieron luego á San Francisco, y las mujeres y los ancianos quedaron en guarda de las casas y rogando á Dios por los suyos.
Cuando la aurora hizo palidecer la luz de la luna, Alvarado había cumplido su promesa.
Faltaban armas á Tapia y le sobraban combatientes.{100}
Mil castellanos y doce piezas de artillería eran la defensa de la casa de Hernán Cortés, en la cual se había encerrado el gobernador Gonzalo de Salazar.
En cuanto á su compañero Peralmindes Chirino, había salido de México hacía ya algún tiempo, á sofocar una sublevación de los naturales de Oaxaca, que se habían levantado y dado muerte á cincuenta españoles y á diez mil esclavos que trabajaban allí en las minas.
Peralmindes Chirino, que era, á lo que parece, tan mal gobernante como inepto general, salió burlado en aquella empresa, porque rodeados los enemigos en un gran peñón adonde se habían refugiado, escaparon durante la noche con todos sus tesoros, con mengua de la vigilancia de Peralmindes.
Por esta causa Salazar se encontraba solo en México la noche en que los amigos de Cortés determinaron atacarle.
Las noticias de cuanto pasaba en las calles y en San Francisco le llegaban á Salazar por momentos; podía haber salido con sus tropas en busca de sus enemigos y haberlos derrotado, porque eran aquellos inferiores en número y no contaban con artillería; pero nada{101} hay tan tímido como una conciencia manchada.
Salazar revisaba personalmente la artillería, las avanzadas y las tropas de combate y las reservas, animaba á los soldados y á los capitanes, y procuraba infundirles el odio y el rencor de que estaba poseído.
En la mañana, un hombre que llegaba del rumbo de San Francisco se acercó á Salazar.
—Señor—le dijo—el enemigo se pone en movimiento.
—¿Y crees tú que se atreverán á atacarme?
—Tal creo, señor, porque reina entre ellos el mayor entusiasmo: han nombrado por capitanes á Jorge Alvarado, Alvaro Saavedra y Andrés de Tapia, y han sido electos gobernadores interinos Alonso de Estrada y Rodrigo de Albornoz.
—¡Miserables! ¿Y cuánta gente tienen?
—Gran número de plebe, pero sólo quinientos hombres listos para el combate.
—¡Que vengan!—dijo Salazar sonriéndose y dirigiendo una mirada de satisfacción á sus tropas y á sus cañones.
—¡A las armas! ¡á las armas!—gritó á ese tiempo uno de los centinelas—¡el enemigo!
—¡A las armas!—repitieron todos, y como estaban prevenidos, en un momento se coronaron las azoteas de gente, y los artilleros, con los mecheros encendidos, se colocaron al lado de los cañones.{102}
En efecto, por las calles del monasterio de San Francisco caminaba con dirección á la plaza mayor una columna á la cabeza de la cual iba Andrés de Tapia.
Salazar hizo salir á la calle y formar enfrente de la casa de Cortés gran parte de sus tropas y de su artillería.
La columna de los sublevados se detuvo antes de desembocar á la plaza, y allí se adelantó gallardamente Tapia hasta ponerse á la habla con Salazar.
—Señor factor y vosotros los que con él estáis—gritó esforzando su robusta voz.—Sed testigos de que deseo la paz; me habéis perseguido, pero estoy sin pasión: vos, factor, habéis dicho y á mí me dijísteis, que teníades orden del consejo del rey para matar ó prender al gobernador D. Hernando Cortés: mostrad esa instrucción, y os seguiremos; si no la hay, ¿para qué tenéis engañada tanta gente? Y vosotros, señores, pues habéis servido al rey, dad agora ocasión á vuestros amigos, que roguemos al gobernador interceda con el rey para que os haga merced, antes que él venga y os haga cuartos.
—Tal instrucción del rey no tengo, ni á vos la mostraría—contestó Salazar con orgullo—más cuanto hago, bueno está, y antes moriré ó saldré con ello.
Tapia escuchó con asombro aquella insolente respuesta, y sin reflexionar en lo que{103} hacía, dando espuelas á su caballo se lanzó sobre Salazar gritando:
—Caballeros, prendedle, si no queréis ser traidores.
—¡Calla, ó doy fuego!—exclamó Salazar arrebatando un mechero y precipitándose sobre un cañón.
—Retirémonos á la casa, señor,—gritó en este momento el jefe de la artillería Don Luis de Guzmán, tomando á Salazar de un brazo—el enemigo nos ataca por la retaguardia.
Salazar volvió el rostro con espanto, y en efecto, por la calle de Tacuba desembocaba otra columna.
—¡A la casa!—gritó Salazar retirándose el primero.
Entonces hubo una terrible confusión: los soldados, imitando á sus jefes, procuraron refugiarse dentro del edificio; pero el terror que se había apoderado de ellos era tan grande, que los primeros que penetraron, creyendo que tenían muy cerca al enemigo, cerraron las puertas dejando á los demás afuera.
Lo que era natural sucedió entonces: los que habían quedado fuera comenzaron á gritar: «Viva Cortés,» y se unieron á los asaltantes.
Desde este momento la derrota de Salazar fué inevitable.
Reunióse luego el Ayuntamiento, pregonáronse los nombramientos de Estrada y Albornoz y la destitución de Salazar y Chirino.{104}
Pero Salazar no se rendía, y sus soldados comenzaron á hacer fuego sobre los que pasaban acompañando á Tapia que publicaba aquellos nombramientos.
—¡Santiago y cierra España!—gritó Tapia arremetiendo á la casa.
El grito de guerra fué repetido, y comenzó el asalto.
Tapia cayó herido de una pedrada en la cabeza, pero en un momento sus soldados derribaron las puertas y entraron á la casa.
Jorge Alvarado fué el primero que encontró á Salazar y le aprehendió; pero apenas se supo que estaba preso, cuando toda la gente se lanzó sobre él para asesinarle.
Apenas Alvarado podía defenderle; pero llegaron en su auxilio el mismo Tapia, Saavedra y muchos de sus amigos, y con gran esfuerzo lograron salvarle, haciéndole salir por una puerta excusada.
Hombres, mujeres, muchachos y viejos, todos salían á las ventanas y corrían por las calles con gran alborozo para contemplar una extraña procesión.
En medio de un grupo de soldados, entre la burla y la rechifla del populacho, caminaba{105} un hombre á quien llevaban casi arrastrando de una gruesa cadena que tenía atada al cuello.
Aquel hombre, á quien agobiaban más que el peso de su cadena los insultos de la multitud, era Gonzalo de Salazar.
Los ancianos le ponían como ejemplo de la vanidad de las glorias humanas; las mujeres le compadecían, pero no deseaban su libertad; los hombres se reían de él, y los muchachos le arrojaban lodo y cáscaras de fruta á la cara.
Aquel hombre, ó más bien dicho, aquella fiera sombría y silenciosa, fué paseada así largo tiempo por todas las calles de la ciudad.
Llegó después el caso de ponerle en una prisión, pero ninguna se consideró bastante estrecha, ni nadie quiso recibir en su casa á aquel excomulgado.
—Haremos una jaula—dijo el carpintero Hernando de Torres que se encontraba allí.
—Sí, una jaula—dijeron todos.
Hernando de Torres salió y comenzó á trabajar con una actividad increíble, ayudado de muchos.
Cuatro horas después, frente al palacio de Cortés, había ya dos fuertes jaulas formadas de vigas.
—¿Para quién es esa otra?—preguntó Tapia mostrando la jaula que estaba cerca de la de Salazar.{106}
—Para Chirino, que viene en auxilio de su compañero—contestó Hernando de Torres.
—Tienes razón.
Salazar quedó encerrado en su jaula, y atado en ella del cuello con una cadena.
Todos los días los muchachos rodeaban aquella jaula, y se divertían en arrojar piedras y cieno á Salazar.
Muy pronto Chirino, hecho prisionero por Tapia, vino á ocupar el puesto que se le había destinado, y comenzó para aquellos monstruos la época de la expiación.
Sin embargo, no les faltaron amigos que pretendiesen libertarlos, y se formó para ello un complot, y los conjurados intentaron cohechar á los guardianes y abrir las jaulas con llaves falsas.
Descubrióse la conspiración, y un Escobar que hacía cabeza en ella fué ahorcado, y á sus cómplices se les cortaron las manos y los pies.
Salazar y Chirino, como dos fieras encadenadas y enjauladas, quedaron allí sin esperanza de libertad en mucho tiempo.
Cortés volvió á México al saber cuanto ocurría en la ciudad, pero sus enemigos no dejaban de trabajar contra él en la corte, y así{107} es que no quiso volver á recibirse del gobierno; y después de mil peripecias, Alonso de Estrada fué reconocido como gobernador.
Entonces Salazar fué sacado de la jaula, y esto aconteció en Agosto de 1527.
Su prisión había comenzado en Enero de 1526: cerca de veinte meses estuvo encadenado y enjaulado.
Chirino había sido puesto en libertad un poco antes.
Salazar quedó aún en la Nueva España intrigando con los visitadores y gobernadores que el rey enviaba.
Pasó después á España, donde se le confió el mando de una flota que venía á México, en compañía de la armada que mandaba D. Hernando de Soto; pero al salir de Cuba, Salazar desobedeció á Soto, y en poco estuvo que Soto no le hubiese ahorcado.
Desde entonces los nombres de Salazar y de Chirino se pierden en la oscuridad, y desaparecen como dos gotas de agua que caen en el mar.
Sin embargo, algunos dicen que Chirino murió á manos de los indios en Jalisco.
Tal fué la suerte de los primeros tiranos que tuvo México después de la conquista.
En una hermosa tarde del mes de Octubre del año de 1550, una barca pequeña se desprendió del embarcadero de Veracruz y se hizo mar afuera. Iban en ella dos bogas, un viejo piloto manejando el timón, y un grueso personaje vestido con un largo gabán ó pellica oscura, y un sombrerillo arriscado sin plumaje alguno, al estilo de los que usaban los que no se consideraban como hijodalgos. Cuando hubieron pasado los arrecifes, el piloto hizo señal á los remeros de que bogaran más despacio, y se dirigió al hombre gordo.
—¿Piensa vuesa merced que en esta cáscara de nuez lleguemos á Cádiz ó al Puerto de Palos?
—Yo te lo diré, Antón, antes de cinco minutos. El hombre gordo se puso en pie, sacó de un estuche de baqueta un anteojo, lo graduó á su vista y se puso á registrar el horizonte.{109} A los cinco minutos justos se volvió á sentar en la barca y le dijo al piloto:—Adelante, Antón, porque no tardaremos media hora en descubrir los palos de la Covadonga.
—¿Qué horas son?—preguntó el piloto.
—Las cinco,—contestó el hombre gordo alzando la vista al sol.
—Pues á las seis ó á las seis y media tendremos una tempestad.
La mar estaba tranquila, el sol brillante; de vez en cuando se sentía un viento caliente como si viniese del desierto de Africa, y en el horizonte se aglomeraban algunas nubes de formas caprichosas. Los bogas volvieron á tomar aliento, y la barca volaba como un alción en la superficie de las aguas.
Después de un cuarto de hora el hombre gordo volvió á ponerse en pie, á tomar su anteojo y á registrar el horizonte; y volviéndose después al piloto le dijo:
—Creo haber descubierto en el horizonte alguna cosa como un palo, pero tan delgado que más bien parece una espiga de trigo. ¿Qué dices, Antón?
—Digo, mi señor D. Jerónimo, que lo que vuesa merced ve con el anteojo, lo he visto yo con mi vista natural. O la Covadonga está ya subiendo la última escalera de las aguas, ó yo no me llamo Antón de Peralta: pero antes que nosotros lleguemos á la Covadonga, y la Covadonga al puerto, ya soplará recio y muy{110} dichosos seremos si Dios y sus santos nos dejan llegar á los arrecifes.
—¿Y en qué te fundas para tan triste pronóstico?
—Conozco mucho estos mares, y nunca he visto en el horizonte rayas amarillas, sin que á poco no haya soplado lo que se llama entre nosotros borrasca desecha. Mirad.
El hombre gordo miró con cuidado el horizonte. Las nubes de un amarillo opaco y triste como el fuego cuando va perdiendo su color rojizo con la luz del sol, formaban unas rayas uniformes y que parecían, más bien que naturales, formadas ó arregladas de intento. Las ráfagas de viento caliente se hacían sentir con más frecuencia, y de vez en cuando se oía un ruido como si fuese el lejano disparo de un cañón.
—Ni una sola vez, cuando el cielo está así á la hora de ponerse el sol, ha dejado de haber tempestad, dijo el piloto. Si teneis grande interés en hablar á la Covadonga, vamos, porque un viejo piloto español jamás retrocede ni ante las ondas ni ante los vientos. Los marinos sabemos que nuestra sepultura es ancha y profunda, y nos horroriza la idea de ser machacados y encerrados debajo de la tierra; pero vuesa merced preferiría mejor cenar esta noche un buen pescado en su casa y remojarlo con una bota de tinto, en vez de exponerse{111} á que los pescados se cenen el vientre de vuesa merced.
—Tenía yo mucho interés en saber si viene en la Covadonga un alto personaje, porque mi amigo el alcalde de Mesta, Ruíz de la Mota, tiene ya sus barruntos de que el Rey mandará un visitador con cartas y provisiones amplias; y quién sabe si la pasarán mal ciertos personajes. Este es un negocio que puede valerme unos cuantos pesos de oro, además de los que gane en el fierro y en el azogue que me vienen en el navío.
—Entonces no hay que tener miedo, y hasta encontrar á la Covadonga, que el comerciante, como el soldado y como el marino, debe morir en su oficio.
—No, no, Antón, dijo el hombre gordo: tampoco á mí me gustan ni esas nubes ni ese ventarrón caliente. Aquí en la Veracruz, cuando sopla caliente á poco sopla frío, y vale más, como dices, cenar muy quietos en casa. Volvámonos, y me acompañarás cuando lleguemos, á tomar un trago de vino. Desde tierra veremos mejor los movimientos de la Covadonga.
Antón, sin responder palabra, viró la barca y dirigió la proa á Veracruz. El mar tomaba un aspecto singular; la luz amarillenta del sol, combinándose con el verde de las aguas, formaba un ancho campo donde parecía que comenzaba ó se apagaba un incendio;{112} el viento irregular soplaba por intervalos al Sur y al Sudeste, las ondas se iban bordando de una franja de espuma, y de las fatídicas rayas amarillas parecía que brotaban gruesas nubes de un aspecto amenazador.
—Si no llegamos en media hora no llegaremos nunca,—dijo el piloto.
—Al puerto, bogas, al puerto, dijo D. Jerónimo, y tendrá cada uno un tonel de vino. Los bogas redoblaron su esfuerzo, el mar se hinchaba por momentos, y cuando la barca pasó los arrecifes y puso la proa al embarcadero, multitud de gente en la playa veía aterrorizada aquella cáscara de nuez que se hundía y volvía á aparecer entre la espuma como si fuera arrojada por el soplo de un monstruo desde el fondo del abismo. Por fin atracó al lado del embarcadero de madera, y el hombre gordo, el piloto y los bogas saltaron á tierra llenos de agua y de sudor. La Covadonga estaba ya visible y se adelantaba resueltamente en medio de la tempestad que había estallado al entrar en el puerto.
En instantes el aspecto del cielo cambió, las líneas amarillas, moribundas y enterradas al parecer en un horizonte morado oscuro, despedían un opaco y siniestro brillo, el resto del cielo estaba oscuro, el viento Nordeste desencadenado silbaba, las barcas amarradas danzaban y se chocaban entre sí, y gruesas y estrepitosas olas iban á estrellarse y á hacer{113} crujir los débiles tablados que entonces formaban el embarcadero.
La atención de todos los espectadores estaba fija en el barco atrevido que así desafiaba la tormenta; y el hombre gordo, sin sentir ni la agua, ni la fatiga, ni el cansansio, estaba fijo y mirando las maniobras de la embarcación.
Cuando cerró la noche, la Covadonga encendió una luz á proa y tiró un cañonazo. Si el cañonazo era de socorro, era inútil, pues la mar estaba de tal manera furiosa, que cualquiera barca se hubiera hecho mil pedazos.
La Covadonga, juguete de las ondas, empujada más de una vez á los arrecifes, estuvo á pique de ser hecha mil pedazos, pero el bravo marino español logró entrar al puerto, y frente del islote de San Juan de Ulúa dió fondo, amarrando su barco con dos gruesas y pesadas anclas. Continuó el recio viento parte de la noche, y el barco se mantuvo flotando y resistiendo el azote de las corrientes que se estrellaban contra sus costados, á pesar de las predicciones de todos los marinos y habitantes de Veracruz, que creían que de un momento á otro vendría á la costa; y se aprestaban á dar todo el socorro posible á los náufragos.{114} Don Jerónimo cenó su pescado, bebió su vino en compañía del piloto y volvió á la playa, donde permaneció toda la noche esperando de un momento á otro ver hundidos sus botes de azogue y sus almadanetas de fierro, y sobrenadando el cadáver del importante personaje que esperaba.
El día siguiente de esta cruel noche amaneció puro y brillante, el viento había caído y las ondas poco á poco fueron disminuyendo, de modo que á medio día se pudo barquear, y todos los botes que dejó en buen estado la tormenta volaron por la bahía, y como una parvada de pájaros que caen sobre los granos, rodearon á la nave española.
No es por cierto hoy Veracruz tan concurrido ni tan activo como otros puertos del Golfo y de las Antillas; pero en los tiempos á que nos referimos, la llegada de un barco era un verdadero acontecimiento: así, en cuanto la autoridad lo permitió, la cubierta se llenó de curiosos, y uno de los primeros que subió la escala fué nuestro conocido Don Jerónimo, procurando indagar si venía su cargamento de fierro y azogue y el personaje distinguido á quien buscaba.
—Viene nada menos, contestó el piloto, que un Visitador; pero su esposa ha sufrido mucho en el temporal, y está desmayada ó tal vez muerta en la cámara.
Nuestro hombre gordo, bien relacionado{115} por una parte con todas las autoridades, y pesado y exigente por otra, se abrió paso por entre la muchedumbre, y saltando por sobre los cables y estorbos que había en la cubierta, logró penetrar en la cámara, y lo primero con que encontró su mirada fué á una mujer, y quedó como pasmado, sin poder articular palabra ni moverse en algunos minutos.
Era por cierto una mujer hermosa; y nada hay comparable á una mujer española cuando es joven y positivamente bella. La criatura que causó la admiración de Don Jerónimo estaba medio acostada en un banco de la cámara, y su cabeza caía descuidadamente en unos cojines. Era de un blanco limpio, grandes ojos cerrados que sombreaban unas rizadas pestañas y coronaban dos arqueadas y sedosas cejas. Su boca entreabierta dejaba ver entre sus labios algo pálidos una dentadura fuerte y no muy pequeña, pero cincelada y lustrosa, y su largo y negro cabello ligeramente rizado, caía en un armonioso desorden realzando la admirable regularidad de sus facciones. El pecho, los hombros, todo ello formaba ondas y contornos suaves que dejaba adivinar un traje de seda, algo maltratado y húmedo, pero que parecía colocado de intento por un hábil artista. La casualidad, la fatiga, el peligro, su estado de dejadez y de abandono, todo cooperaba á aumentar la belleza de esa mujer.{116}
Cuando D. Jerónimo volvió de la admiración, procuró dirigirse al personaje que estaba cercano á esa Venus que parecía que había dormido entre las blancas espumas y las verdes ondas de la mar.
—Señor, dijo, veo que vuestra esposa ha sufrido mucho; y yo, sabiendo hace meses que debería venir de la corte un personaje tan alto, estoy encargado por mi primo Jerónimo Ruíz de la Mota, de ofreceros mi casa, mi persona y mis servicios.
El Visitador se inclinó con dignidad. Era lo que podía llamarse un hombre, y no representaba más de cuarenta años; de tez un poco morena, de ojo pequeño y vivo, grandes entradas en la frente, y un pelo negro echado hacia atrás con desorden pero con gracia, daba á su fisonomía un aire de audacia y de superioridad que no dejaba de imponer. Sin contestar á Don Jerónimo se acercó con afección á la dama desmayada, le compuso un poco los vestidos, le tomó el pulso, le puso la mano en el corazón, y después le acarició suavemente la frente.
—Es solo un desmayo, dijo dirigiéndose al hombre gordo. El temporal ha sido fuerte, y hemos estado á punto de naufragar. Los peligros y las aventuras se han hecho para los hombres, pero la naturaleza débil de las mujeres no puede sobreponerse al horror de una muerte próxima. Quizá en tierra recobrará{117} sus sentidos, porque el olor de un barco no es el más á propósito......
—Es mi sentir, y vuestra señoría puede disponer de una buena barca que se portó ayer muy bien, pues salí con ella á encontrar á la Covadonga, y de verdad que sin Dios y mi piloto Antón, no tuviera hoy la honra de hablar con......
—El Lic. Vena, Visitador de México.
—Por muchos años, contestó inclinándose el hombre gordo; y su señoría dispondrá lo que hacer se debe.
En esto, la hermosa dama pareció volver en sí, abrió los ojos y se incorporó. Nueva admiración de Don Jerónimo. Aquellos grandes ojos negros como el azabache despedían rayos de amor y de luz. Don Jerónimo se mordía los labios, mientras el Licenciado envolvía en unas ropas á la encantadora mujer que había llegado á las Indias en medio de la más deshecha tormenta.
El Lic. Vena y Doña Beatriz, que así se llamaba la dama, se hospedaron en la casa de nuestro D. Jerónimo, que era un rico comerciante y que aventajaba mucho en sus negocios, agasajando cada vez que podía á los{118} empleados y personajes influentes que llegaban de España á la colonia.
Doña Beatriz volvió á caer en un desmayo al llegar á la habitación; pero los cuidados que le prodigaron dos criadas negras que tenía D. Jerónimo, y más que todo una buena taza de vino y algunos alimentos, la volvieron á la vida, pues lo que realmente tenía era que en cerca de treinta horas, por el mareo y el miedo no había comido. Así que estuvo repuesta y se encontró segura en una amplia y bien ventilada habitación, desde donde se veía el mar quieto, azul y brillante, sonrió y se dirigió al Lic. Vena, cuyas facciones denotaban una profunda tristeza.
—Es un placer, un placer que no tiene igual en la tierra, verse libre y segura después de una tormenta. ¡Qué noche, qué noche! creo que si pienso más en ella me volveré loca.
El Licenciado no le contestó, y continuó mirando distraídamente al mar. Beatriz, que lo observaba, cambió inmediatamente; bajó los ojos, y dos lágrimas silenciosas rodaron por aquellas mejillas suaves, deteniéndose un instante en el suave vello que las hacía parecer como un terciopelo al través de la luz.
—No sé por qué, dijo, daría yo la mitad de mi vida por verme en mi casa de Sevilla, al lado de mis flores, de mi madre, de Pilar mi hermana. La América nos ha recibido con{119} una tormenta, y yo no puedo ver estas playas secas y arenosas, y estos arrecifes terribles, sin que se me cierre el corazón.
—Todo esto pasará, Beatriz, le contestó el Licenciado saliendo de su distracción y procurando poner un semblante muy afable. Dentro de pocos meses estaremos en Sevilla, en Granada, en Italia; pero no me hagas creer que te has arrepentido, porque eso sí me pondría de veras triste.
—Arrepentida, no; pero qué quieres; yo preferiría......
—¿Estar con tu marido, acaso?—repuso violentamente el Licenciado.
—Con mi marido; no, nunca. Esta señal que tengo en el carrillo es una garantía segura de que nunca volveré ni á mirarle. Una sevillana ama, pero no perdona.
Beatriz tenía, en efecto, una pequeña señal en el carrillo izquierdo.
—Bien, bien, dijo Vena, no hay que traer á la memoria recuerdos amargos. Pensemos en el porvenir, y es lo que nos toca.
—¿Traes tus cartas y tus provisiones?—le preguntó Beatriz.
—Precisamente las cartas del Rey, no; pero bastan por ahora las instrucciones; y sobre todo, ¿quién puede dudar......?
Don Jerónimo tocó suavemente la puerta y anunció que el Ayuntamiento quería felicitar al Visitador y ponerse á sus órdenes. En{120} menos de media hora el Licenciado y Doña Beatriz salieron elegantemente vestidos á la sala á recibir á la concurrencia.
Los miembros del Ayuntamiento le presentaron un gran azafate de plata.
Una comisión del comercio que llegó después, le presentó á Doña Beatriz, en una bandeja de oro, una sarta de gruesas perlas.
Las visitas y las comisiones se sucedieron unas á otras, y cada persona llevaba al Visitador ó á su esposa un objeto de valor ó alguna curiosidad. Terminó la ceremonia, y el Visitador y Beatriz pasaron al comedor, donde nuestro grueso y buen Don Jerónimo tenía dispuesta una suculenta mesa.
Un correo se despachó á México avisando que el Lic. Vena, con cartas y provisiones del Rey, muy importantes y secretas, había llegado á Veracruz, y dentro de pocos días pasaría á la capital.
En esa época era Virrey D. Antonio de Mendoza, hombre que poseía la confianza de la Corte, que había gobernado perfectamente la Nueva-España y que no tenía de esos enemigos tenaces y secretos que perdieron á Cortés más de una ocasión en el ánimo del Soberano; así, la llegada de un Visitador no dejó de chocarle; pero puesto que era un hecho que estaba en Veracruz, no había otro remedio sino recibirle y obedecer.
En cuanto á la Audiencia, era otra cosa.{121} Los Oidores quizá no tenían tan limpia su conciencia, la noticia los puso en cuidado, y lo primero que trataron y convinieron entre sí, fué ganarse la confianza y protección del personaje.
Vena y Doña Beatriz salieron al cabo de ocho días de la Veracruz, llenos de plata, de oro y de valiosas alhajas, custodiados por cuarenta lanzas jinetas. El camino fué una perpetua ovación. Los caciques, los justicias, los vecinos principales salían á recibir á los nobles personajes, y los banquetes y los obsequios eran continuados. Llegado á México, se alojó en una de las casas principales que los oidores le habían preparado, y á los tres días le mandaron respetuosamente pedir sus provisiones para darles cumplimiento.
El Licenciado contestó con la mayor franqueza y naturalidad, que él no había traído las provisiones, porque el Virrey Velasco que estaba para llegar, las tenía y entonces serían vistas y cumplidas por todos los vasallos de S. M.
La Audiencia se dió por satisfecha: llamó al Lic. Vena á sus estrados, le dió asiento en ellos, y con la mayor escrupulosidad le estuvo dando cuenta é instruyendo de todos los{122} negocios graves que había pendientes, procurando inspirarle una resolución favorable.
Las horas en que el Licenciado acababa esos importantes quehaceres, las empleaba en su casa en recibir á las personas más distinguidas. Los encomenderos y todas las muchas gentes interesadas en la visita le llevaban cuantiosos regalos de oro y plata para él, y de alhajas y perlas para Doña Beatriz. A la segunda semana de haber llegado el Visitador á México, ya tenía un valioso tesoro, que reunido al de Veracruz, formaba un respetable capital bastante para vivir con independencia el resto de la vida.
Beatriz estaba rica: su hermosura deslumbró y causó sensación en México; pero cada vez estaba más triste, y raro día no dejaba de acordarse de su Sevilla y de derramar algunas lágrimas. El Lic. Vena la tranquilizaba y le aseguraba que antes de dos semanas estarían de vuelta en Veracruz y se embarcarían en la misma Covadonga, que aun no se daba á la vela.
Un día, como de costumbre, el Licenciado se fué á los estrados de la Audiencia, y allí llegó un correo expreso enviado de Veracruz, que avisaba que el Virrey Don Luis Velasco había llegado.
Al escuchar esta noticia, el Licenciado se puso pálido, y un ligero temblor se observó{123} en sus labios; pero los oidores nada advirtieron, y él tuvo tiempo de reponerse.
—Qué me place, les dijo, que el buen Don Luis haya llegado, y sin la tormenta que á mí me trajo á tierra. Quiera Dios que yo sin tormenta vuelva, y con el permiso de vuestras señorías mañana partiré á encontrar al Virrey y á tomar las cartas y provisiones que me traerá, para que podamos continuar la visita para bien de S. M. y de sus reinos.
Los oidores ofrecieron sus servicios al Visitador, y despidiéronse de él cordialmente, pues creían que con tanto presente que le habían hecho le tenían enteramente de su parte.
El Licenciado salió de la Audiencia precipitadamente, se dirigió á su casa y entró buscando á Beatriz.
—¡Estás demudado! ¿Qué te ha sucedido? ¿Estás enfermo?—le preguntó Beatriz.
—Más me valiera haber muerto,—contestó el Licenciado.—Corremos un gran peligro, y esta noche es necesario que salgamos de la ciudad. Nada me preguntes ahora, y recojamos nuestras joyas y nuestros tesoros.{124}
Don Antonio de Mendoza, que había siempre desconfiado, hizo regresar violentamente el correo á Veracruz para que preguntara al nuevo Virey lo que había.
Don Luis de Velasco contestó que no había tal visitador, que á su salida de España la Corte no había tratado de mandar persona alguna, y que así ese Lic. Vena no era más que un impostor y un aventurero, y que el no traía para tal personaje cartas ni provisiones algunas.
Cuando los oidores supieron esta noticia, se mesaban los cabellos y pateaban de rabia. ¡Unos hombres tan severos, tan respetables como ellos, burlados y robados por un miserable!
El Virrey Mendoza, tranquilo y sin darse por enojado, pues él jamás fué víctima de tal superchería, dictó enérgicas disposiciones, y las circuló á los justicias de la tierra para que aprehendiesen al falso visitador.
Don Gonzalo de Vetanzos, gobernador de Cholula, prendió en el momento de marcharse al Lic. Vena y á la linda Sevillana, y los trajo á buen recaudo á México. El licenciado fué encerrado en la cárcel; la dama en una{125} casa de confianza, y se recogieron las joyas, oro y plata que les habían regalado, devolviéndose á sus dueños.
En breves días se instruyó la causa, y el Lic. Vena fué condenado á diez años de galeras, y á recibir antes cuatrocientos azotes.
*
* *
La misma multitud indolente y curiosa que se agolpó á ver la entrada solemne de la noble é interesante pareja, llenó las calles y los balcones para presenciar la cruel ejecución.
Un hombre, que se podía llamar hermoso, iba montado y atado en una bestia con albarda: llevaba las espaldas desnudas, pero su semblante era altanero y fiero, y desafiaba las miradas insolentes de la multitud.
El pregonero se detenía en cada esquina, y gritaba tres veces: Esta es la justicia que el Rey manda hacer en el Lic. Vena, por embaidor, por embaidor.
Apenas acababa aquel funesto grito, cuando los verdugos descargaban con todas sus fuerzas diez varazos, contándolos con una especie de complacencia.
Cuando hubo la tumultuosa comitiva y el infeliz licenciado pasado cuatro esquinas, su brío se había acabado, la sangre corría escurriendo al suelo, y algunos pedazos de carne se levantaban de sus espaldas.{126}
El pregón continuó, y los azotes también. En la sexta esquina, una hermosa mujer apareció, encontrándose frente á frente con el azotado. Abrió los ojos, llevó la mano á los cabellos, y empujando á la multitud corrió por las calles dando lastimeros gritos. El Licenciado la miró espantado, hizo un esfuerzo por romper sus ligaduras, pero un terrible azote del verdugo le hizo lanzar un gemido de dolor.
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* *
La historia no dice si el Lic. Vena murió en el suplicio ó fué al fin llevado á galeras. Tampoco se sabe la suerte que corrió la hermosa Sevillana, víctima de un extravío y de un amor desgraciado.
Pasados algunos años de este suceso, se refería por el vulgo que á las doce de la noche se aparecía la Sevillana y corría por las calles dando gemidos tan dolorosos que partían el corazón.
En una noche oscura y lluviosa de fin de Julio de 1564, víctima el Virrey D. Luis de Velasco de los más acerbos dolores que le ocasionaba una aguda enfermedad, entregaba su alma á Dios. A ese mismo tiempo, y entre las tres y cuatro de la mañana, un hombre envuelto en un raído y pardo ferreruelo, escurriendo por todas partes la agua que había mojado su sombrero y vestidos, tocaba con grande estrépito la portería del convento de Santo Domingo de México, y los golpes duros y compasados producían un eco triste en las calles solitarias y en las bóvedas y estrechos corredores del monasterio. Parece que el lego portero, que estaba dormido profundamente, era el único que no oía este ruido que sin interrupción continuaba, hasta que al fin una voz ronca y gruñona se escuchó del otro lado de la puerta, y al mismo tiempo{128} una ventanilla se abrió y dejó pasar por sus pequeñas pero espesas barras de hierro un manojo de rayos de luz que fueron á iluminar las espesas y mojadas barbas del que tocaba.
—¿Quién es el imprudente que turba á estas horas el reposo de este convento, y qué quiere?—preguntó desde adentro el lego portero con visible mal humor.
—Su Paternidad perdone. Soy Pero Ledesma, criado de mi señor Fortún del Portillo, que está en la agonía, y su alma no espera más que al Muy Reverendo Padre Fr. Domingo de la Anunciación para irse al otro mundo.
—Eso es otra cosa, Pero, dijo el lego, y todo lo que sea para la salud de la alma de tu amo que es bienhechor de nuestro convento, debemos hacerlo. Espera un poco y arrímate al marco de la puerta, pues parece que llueve fuerte. El lego sonó un gran manojo de llaves, metió una de ellas en la chapa, y en pocos minutos el rechinido de la enorme puerta anunció que el criado de D. Fortún tenía expedita la entrada del sombrío é inmenso monasterio.
—No hay que perder tiempo, dijo el lego, acomodando en la cintura el manojo de llaves y tomando en la mano una linterna que despedía una luz rojiza; cuando se trata del alma de un cristiano y de un buen español, no hay que dormirse ni que perder tiempo.{129}
Los dos personajes subieron la escalera y se internaron por los corredores oscuros, dejando el uno un rastro de agua y el otro una nube de humo denso que despedía la mecha del farol. Llegaron á la celda de Fr. Domingo, tocaron, y al escuchar el Reverendo Padre el nombre de Fortún del Portillo, se levantó resignado, se puso una montera que le cubría las orejas y los ojos, y envuelto en una especie de turca ó sayal negro salió en compañía del criado, que encendió una tea de resina y le guió por las calles oscuras y llenas de charcos y de lodo, hasta la casa del moribundo y penado caballero.
Fortún del Portillo era hombre como de más de cincuenta años, cara larga, barba cerrada y cana. Los ojos eran hundidos, pero las enfermedades se los habían retirado casi hasta el cerebro. Sufría un ataque agudo del hígado y estaba ya sin aliento ni fuerzas, tendido en su lecho y en los últimos instantes de su vida. La recámara estaba iluminada con velas de cera que ardían delante de diversas imágenes de santos, y el cuello del paciente cubierto de reliquias y de escapularios. Luego que Fr. Domingo entró, todas las mujeres que asistían al enfermo y rezaban oraciones en coro se agolparon á su derredor y le besaron la mano. El Reverendo mandó apagar algunas de las velas y retirar á todas las rezanderas.{130}
—Vamos, señor Fortún, ¿qué es eso? os creía, al contrario, muy aliviado...... quizá Dios todavía hará un milagro,—dijo Fr. Domingo acercándose á la cama del enfermo.
—¿Traéis los Santos Oleos?—respondió el enfermo con una voz trabajosa.
—No; y á fe que no os creía tan grave, y quizá......
—Dios me ha permitido, interrumpió el enfermo, que viva el tiempo necesario para que oigáis mi confesión, y ha querido salvar mi alma del infierno. Bendita sea su divina misericordia.
—Confiad en Dios, replicó Fr. Domingo; y quitándose su negra capa, arrimó junto á la cama un tosco sillón y se dispuso á oír la confesión del enfermo, el cual, por su parte y con mil esfuerzos, se incorporó y se acercó lo más posible al confesor.
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—¿Creéis que Su Divina Majestad me perdonará?—preguntó el enfermo después de haber confesado sus culpas.
—Si os arrepentís sinceramente, tendréis el cielo seguro, pues Dios perdona los más grandes pecados.
—¿Creéis, padre, que haría bien, para descargo de mi conciencia, en dejar para concluir la fábrica de las capillas, alguna parte de lo poco que Dios me ha dado en esta tierra?{131}
—Seguramente, contestó Fr. Domingo. Todo eso es grato y meritorio á los ojos de Dios.
—Es que, continuó el enfermo con una voz que con esfuerzo le salía ya de la garganta, tengo otro pecado tan grande, tan horrendo, que dudo que Dios me lo perdone aun cuando dejara todo mi caudal al convento.
—No hay que blasfemar ni dudar un solo instante de la misericordia de Dios, que es infinita,—interrumpió el padre con entusiasmo. Vamos, no hay que tener empacho ni vergüenza á la hora de la muerte. Decid, depositad vuestro secreto en este Santo Tribunal.
El padre se acercó de nuevo al enfermo, y éste le habló un momento en voz muy baja.
—¡¡Jesús!!—exclamó Fr. Domingo dando involuntariamente un salto del sillón; ¿y todo ello es verdad?
—Tan verdad, padre, como que dentro de poco he de comparecer ante la presencia de Dios.
—Es muy grave, muy grave todo eso, y no hay que perder tiempo; y en esto buscó su sayal negro y caló de nuevo la montera.
—¿No me absolvéis? ¿me cerráis las puertas del cielo? ¿he de morir así como un hereje, sin esperanza ninguna?—dijo el enfermo con las lágrimas en los ojos......
—Es verdad, es verdad, dijo Fr. Domingo; pero os absuelvo con una condición. El{132} padre se acercó al enfermo y mediaron algunas palabras. Después con toda solemnidad le dió la absolución, y apenas hubo tiempo, pues Fortún del Portillo hizo un gesto supremo, se volvió del otro lado, sus ojos se cerraron y su alma voló á la eternidad.
Fr. Domingo, preocupado con las últimas palabras que le dijo el moribundo, apenas acertó á rezarle las últimas oraciones de la Iglesia, avisó á los deudos, que entraron arrojando lastimosos lamentos, mientras el reverendo salió á la sala y se comenzó á pasear hablando solo y haciendo diversas señas y ademanes con las manos. Parecía que se había vuelto loco.
Luego que amaneció, se envolvió en su turca, y sin despedirse de nadie salió precipitadamente á la calle, se dirigió al palacio y encontró allí una multitud de gente que lloraba y se lamentaba amargamente. Era que el Virrey había muerto casi á la misma hora que Fortún del Portillo.
—No hay otro remedio, dijo en voz baja Fr. Domingo, sino dirigirse inmediatamente al visitador Valderrama; y sin entrar en su convento tomó el rumbo donde vivía este célebre é importante personaje.{133}
En la época en que va á comenzar la acción del drama histórico que en compendio vamos á referir, la muerte y el tiempo habían ya arrebatado y reducido á polvo á los personajes que por un momento hemos animado en nuestros primeros capítulos y presentado como figuras principales en el gran acontecimiento de la conquista. Los reyes aztecas y texcocanos habían sido inhumanamente matados por sus conquistadores, y los conquistadores matados también por ese secreto impenetrable que se llama muerte, y que á cierto tiempo nivela al opresor y al oprimido, á la víctima y al verdugo. El gran Tonatiut había muerto desbarrancado en Mochitilte, y su mujer ahogada el mismo día por un volcán en Goatemala; el conquistador Don Hernando, aislado y despreciado de la corte, había exhalado, como cualquier miserable, su postrer suspiro en un pueblacho solitario y oscuro de España; en una palabra, la generación terrible de los primeros conquistadores se había extinguido en cosa de cuarenta años, y sus hijos y deudos eran los que se disputaban{134} los honores, el mando supremo y las más bellas porciones del territorio mexicano[13].
En principios del año de 1563 un grande acontecimiento ocupó á los habitantes de la nueva colonia, y aun no dejó de alborotar también á los indígenas, que esperaban siempre con la llegada de un nuevo gobernante, que empeorase su situación. En esta vez se trataba de una persona cuya tradición era respetada de los indios mexicanos.
Don Martín Cortés, hijo del conquistador y de la noble señora Doña Juana de Zúñiga, después de haber servido al sombrío monarca que tenía el nombre de Felipe II, y de haberse salvado de grandes peligros en la batalla de San Quintín, regresaba á su patria á disfrutar de los honores y de las riquezas que le había dejado su padre. Era señor de Tlapacoya y de Cuilapa, de Mexicapa, de Coyoacán, de Cuernavaca, de Charo, de Toluca, de Tuxtla, y á tantos bienes y vasallos reunía el título de Marqués del Valle de Oaxaca. Sus riquezas, entonces inmensas, el favor de que gozaba en la corte, sus aventuras novelescas{135} de la juventud, su figura imponente y arrogante que recordaba la del gran conquistador, y el estar enlazado con Doña Ana Ramírez de Arellano, señora de muchas prendas y clara nobleza, le dieron tal prestigio, que México le vió, si no como el verdadero monarca de este reino, al menos como su más fiel y respetable imagen.
El Marqués puso además de su parte cuanto le fué posible para sostener esta reputación y esta grandeza. Su casa era á la vez un palacio y un castillo. Pajes con ricas y doradas libreas, criados negros, indígenas y españoles vestidos de diferentes y vistosos trajes, y damas hermosas é indias nobles que servían á Doña Ana con el mismo respeto que á una reina. El aspecto militar era todavía más imponente. Muchas piezas de artillería se veían en el espacioso patio, compañías de jinetes y de arcabuceros estaban continuamente de facción, como si fuese una plaza de guerra, y en las noches se veían brillar entre las almenas, con los rayos de la luna, los cascos de los soldados que con una enorme lanza hacían la guardia. Cuando el Marqués salía á la calle, lo hacía regularmente en un soberbio caballo de Andalucía enjaezado con seda, oro y terciopelo. Se hacía preceder de un paje con la celada en la cabeza y una gran lanza enarbolada, y era seguido de muchos caballeros que eran sus amigos, cada uno de los cuales llevaba{136} su servidumbre, y el conjunto formaba una brillante cabalgada que levantaba torbellinos de polvo, hacía resonar las toscas piedras de las pocas calles que había entonces empedradas, y pecheros y nobles y caciques salían de sus habitaciones á contemplar con una mezcla de curiosidad y de miedo al rico y poderoso Marqués del Valle. Tales eran los espectáculos y las cosas que llamaban la atención en esos tiempos en la noble y leal ciudad de México, á medio reedificar todavía, y muy distinta de lo que es hoy, según más adelante diremos para la inteligencia de nuestros amables y benévolos lectores.
Era un espacioso salón tapizado de seda color de grana hasta la altura de dos varas. Pesados escaños y toscos sillones cuyos brazos y pies se formaban de cabezas y garras de leones, y labrados de oloroso bálsamo, estaban colocados contra las paredes y cubrían todo el espacio donde no había balcones ó puertas. En el fondo había una imagen de Cristo Crucificado, y del techo pendían tres arañas enormes de plata. El suelo estaba cubierto con alfombras venecianas y con mantas bordadas de fuertes colores, testimonio todavía{137} patente de la industria y civilización de la raza indígena. Al entrar en esta pieza no se sabía acertivamente lo que era; pero más tenía trazas de templo que de habitación profana dedicada á los saraos y banquetes.
En este salón se hallaba el Marqués paseándose de un extremo á otro, con la cabeza baja, un dedo en la boca, y con muestras de que una idea fija le preocupaba. A pocos momentos se presentó D. Martín Cortés, hijo del conquistador y de la hermosa Doña Marina, llevando en su ferreruelo la roja Cruz de Santiago. Detrás de D. Martín Cortés se entraron silenciosamente en el salón dos caballeros: el uno era D. Luis Cortés, hijo también del conquistador y de Doña Antonia Hermosilla, y el otro Alonso de Avila. Era este un mancebo de cosa de veinticinco años, hermoso y gallardo, de ojos negros y chispeantes, de frente ancha, de nariz larga y de boca grande, sombreada por un negro bigote con las puntas retorcidas hacia arriba. Hablaba con entusiasmo y viveza, era pronto y rápido en los movimientos, accionaba mucho, y su mano derecha la llevaba frecuentemente al pomo de su larga espada, porque era pendenciero y calavera, y manejaba con garbo y destreza las armas y el caballo: vestía un capellar de damasco encarnado bordado de plata, que tenía una capucha á la usanza morisca para cubrir la cabeza, un corpezuelo de una{138} tela de seda tejida con plata y oro, y unas calzas de terciopelo negro.
Los tres caballeros, que como hemos dicho llegaron casi al mismo tiempo, observando la distracción del Marqués, se quedaron en pie y guardaron silencio; pero éste, al volver del extremo de la sala los miró, y desarrugando su faz sonrió y les tendió la mano.
—¡Hermanos! ¡Alonso! ¿sabéis ya la buena noticia?
—Precisamente nos han dicho......
—Que la marquesa acaba de dar á luz con toda felicidad dos gemelos, ¿no es verdad?
—Me habían dicho que uno solo,—interrumpió Alonso.
—Dos, por el beneficio de Dios, contestó el marqués, y ya veremos para después como son tan grandes como su abuelo y tan ricos como su padre. Lo que me preocupaba ahora enteramente, eran las solemnidades del bautismo. Quiero que haya unas fiestas verdaderamente reales, y que......
—Reales son todas vuestras cosas, Marqués, interrumpió Alonso de Avila, y reales las hemos de volver de tal manera, que las majestades reales queden asombradas de lo que aquí va á pasar.
—Quedo, quedo, dijo el Marqués poniéndose un dedo en la boca y cerrando la puerta;—y luego, dirigiéndose á los caballeros, continuó:—Sentáos y evitemos las ceremonias,{139} pues que todos somos hermanos, y por tal tendréis siempre á mi fiel amigo Alonso de Avila.
Los caballeros, llamándose hermanos y estrechándose las manos, se sentaron á departir con la mayor confianza.
—¿Sabes, Marqués—dijo Alonso—que tengo un gran cuidado? es decir, de los cuidados que me dan risa y que á veces torno en placeres con mi espada.
—¿Algún duelo, alguna dama infiel, algún amor nuevo?—preguntó el Marqués.
—Nada de eso, pero quizá otra cosa más grave. No sé por qué tengo idea de que el juego de pelota, de dados y de naipes que he puesto en mi casa con el intento de crearme partidarios y disimular nuestras reuniones, ha sido denunciado al visitador Valderrama, y tiene ya los hilos de la conjuración.
—Nada es más cierto, repuso el Marqués, pero no te inquietes por eso; mi enemigo el Virrey es ya muerto, y Valderrama no ha dado importancia á la denuncia y todo me lo ha confiado. Por mi parte, y como que vive en mi casa, tengo que hablarle frecuentemente; lo he tranquilizado de tal manera que ni se acuerda del asunto.
—Y la audiencia, ¿sabrá algo?—preguntó el hijo de Doña Marina.
—Por la mirada torva y la maliciosa sonrisa que observé en el Oidor Ceynos, cuando{140} lo encontré ayer, creo que nada ignora de cuanto está pasando, interrumpió D. Luis Cortés.
—Y qué tenemos que cuidarnos de semejantes antiguallas,—exclamó D. Alonso. ¡Por Santiago! que entre mi hermano Gil y yo acabaremos á estocadas con esos viejos pergaminos.
—Calma, contestó el Marqués, y ocupémonos del bautismo de los gemelos, porque precisamente en medio de las festividades organizaremos de tal manera nuestros negocios, que la tierra quede por nuestra, y libre de la tiranía de España y del despotismo de los oidores y visitadores. Lo que el padre quiso dar al Rey, el hijo no lo quiere confirmar.
—No hay que perder momentos, dijo Don Luis Cortés, y sepamos cómo tienen de pasar esas fiestas del bautismo.
—En primer lugar, contestó el Marqués...
En esto se escuchó en la calle el ruido seco y estridente de espadas que se chocaban, y llegaron al salón gritos descompasados de los que pedían favor.
Oír el rumor y correr los tres caballeros con tizona en mano, todo fué uno. El Marqués tomó su sombrero y su espada, y los siguió de lejos hasta la calle de Martín de Aberraza, donde ya reñían furiosamente los dos hermanos Bocanegras y Hernando de Córdova, de una parte; y Alonso de Cervantes, Juan Valdivieso,{141} Nájera, Juan Juárez y Alonso Peralta, de la otra. La justicia había acudido y levantaba en ese momento á Cervantes que había caído atravesado de una estocada. El Marqués tomó la defensa de los Bocanegras, y la pendencia habría comenzado de nuevo, á no ser porque los alguaciles rogaron al Marqués y á los amigos que evitasen un disgusto en los días de un acontecimiento tan fausto. Envainaron todos las tizonas, los corchetes cargaron al herido, y el Marqués y sus hermanos, sin ocuparse ya del suceso, regresaron tranquilamente á la casa, y se dedicaron á discutir y fijar lo que ahora llamariamos el programa de las solemnidades para el bautismo de los recién nacidos.
Es necesario decir algunas palabras para explicar al lector cómo estaba la parte de la ciudad donde pasan las escenas que hemos referido y las que aun falta que contar.
El palacio actual fué edificado por Cortés en el mismo lugar donde estaba la casa de Moctezuma. Tenía cuatro torreones, dos puertas al frente y su balconería. No tenía añadidos, como hoy, ni la casa de moneda ni los cuarteles. Don Martín Cortés lo vendió al rey{142} de España en cosa de treinta y cinco mil pesos, y poco antes de que pasaran los sucesos de que nos ocupamos, el virrey, la audiencia y otras oficinas se habían trasladado al palacio, pues antes residían en las casas que se llamaban del Estado.
La Diputación no tenía portalería. Era un edificio sólido y triste con dos baluartes. En la plaza que es hoy del Mercado, había una construcción de paredes altas sin balconería y con raras y estrechas ventanas, propiedad del conquistador, y donde se alojaban los indios de Coyoacán cuando venían á verle. El lugar que ocupa hoy la Universidad era un pantano inmundo, y un canal venía pegado al costado del palacio y se prolongaba hasta el callejón de Dolores, donde está hoy la casa de Diligencias. Los portales de las Flores, el de la Fruta y otros dos pequeños, estaban edificados y tenían unas escaleras que descendían al canal, y allí las canoas y piraguas desembarcaban sus efectos. Las casas de Cortés ocupaban todo lo que hoy se llama el Empedradillo, y daban vuelta por Tacuba, donde se encontraba la tapia de una huerta inmensa. El frente de estos palacios era como el de un castillo, con torres en las esquinas y almenas en las azoteas.
La catedral actual se comenzó á edificar posteriormente, y entonces había un templo pequeño que llamaban la Iglesia Mayor, y en{143} la esquina frente al castillo del Marqués parece que había una torre aislada que llamaban la Torre del Reloj. En la esquina de la primera calle del Reloj, y que se llamaba de Ixtapalapa, donde ahora está la botica de Cervantes, estaba la casa de Alonso de Avila, formada en su mayor parte con las piedras labradas y con los ídolos de los templos mexicanos que estaban situados á poco más ó menos en donde es hoy la calle de Santa Teresa. La plaza mayor se formaba con estos edificios y estaba despejada y con un piso de tierra, con excepción de algunos tramos cercanos á las casas, que estaban cubiertos con los restos de las losas y piedras de los templos aztecas. Esta topografía, enteramente distinta de la que nos presenta hoy la plaza y sus cercanías, nos permitirá tener una idea más aproximada del carácter de las festividades que se dispusieron para el bautismo de los dos gemelos.
El aparato real que combinó el marqués con sus hermanos y amigos, se desplegó en toda su magnificencia el 30 de junio de 1566, que fué el señalado para el bautismo. Se construyó un primoroso tablado de cuatro varas de alto y seis ú ocho de ancho, por donde podía pasar todo el acompañamiento desde el interior de la casa del marqués hasta la iglesia mayor. Los padrinos fueron Don Luis de Castilla y Doña Juana de Sosa su mujer, y echó la agua á los gemelos el deán Don{144} Juan Chico de Molina. Al salir la comitiva se disparó toda la artillería que se había sacado á la plazuela, y al regresar se repitió la descarga. En seguida, doce caballeros armados de punta en blanco hicieron sobre el tablado un torneo y lucharon valerosamente, dejando asombrada á la multitud por el brillo y riqueza de sus armaduras y por su destreza en manejar las armas.
La plaza mayor se convirtió, como por encanto, en un espeso bosque donde se veían altos cedros, encinas y otros árboles de la montaña; cerróse completamente con altas cercas de césped, y allí se pusieron venados, liebres, codornices y cuanto animal se pudo recoger, y diestros cazadores vestidos á la usanza indígena organizaron una partida de caza que divertía á todo lo más granado de la nobleza que en los balcones gozaba de la extraña novedad de este espectáculo. En la puerta principal de la casa del marqués, había de un lado un enorme tonel lleno de vino tinto, y otro de vino blanco en el extremo opuesto. Dos criados negros daban de beber á todo el pueblo, que entrando al patio cortaban en seguida grandes rebanadas de un toro asado, que entero y de pie estaba colocado en el centro. Este banquete se renovó constantemente durante ocho días. Excusado es decir que el pueblo ocioso, entusiasmado y sorprendido con festividades que antes no se{145} habían visto y que no se volverán á ver otra vez, pasó una semana entre la borrachera, la alegría, el juego y el amor, pues la situación entonces de la ciudad, los tablados y bosques artificiales y la holganza extraordinaria, favorecían toda clase de desvaríos y de ilícitas alegrías. En medio de esta continua orgía solían aparecer tres bultos silenciosos envueltos en negros ferreruelos, que todo lo observaban y que de vez en cuando se descubrían un poco, y arrojaban con sus ojos, luminosos como los de las hienas, amenazantes miradas á la juventud alegre, bulliciosa y elegante que rodeaba al marqués. Cuando se buscaba con más empeño á estas tres sombras entre la multitud, desaparecían como si una hechicera invisible los arrebatara repentinamente por los aires.
Mientras el pueblo se divierte sin apercibirse del verdadero motivo de tanta bulla y de tanta fiesta, es necesario que entremos otra vez al interior de la casa del Marqués y asistamos á uno de los espléndidos banquetes en que se regalaba la nobleza, mientras el pueblo comía sus trozos de toro asado.
El comedor era un salón que tenía más de{146} veinticinco varas de largo y siete de ancho, con los techos formados con vigas labradas de oloroso cedro; pero al entrar en la noche, era necesario ponerse la mano en los ojos para no cegar con los reflejos de tantas vasijas, platos y vasos de plata y oro como estaban colocados en los aparadores que cubrían la pared, casi hasta el labrado artesón.
Entraron al comedor en una de esas noches, D. Martín y D. Luis, que eran hombres por temperamento quietos, pero que á la sazón tenían que seguir la corriente de los acontecimientos, y no veían tampoco con indiferencia que su hermano llegase á ser el rey y señor de la Nueva-España. Tras de ellos fueron entrando sucesivamente D. Luis y D. Lorenzo de Castilla, D. Lope de Sosa, D. Hernán Gutiérrez de Altamirano, D. Diego Rodríguez Orozco, D. Bernardino Pacheco de Bocanegra, D. Fernando de Córdova y otra multitud de caballeros, todos amigos y partidarios del Marqués. Aun no se acababan de reunir y se saludaban y dábanse las manos, cuando entró éste.
—Extraña sorpresa, dijo, echando una mirada á la espléndida mesa que estaba ya puesta y aderezada.
—Seguramente es invención de Alonso de Avila, dijo D. Martín, y no sabemos cómo completará esta festividad tan extraña.
—Por Dios, exclamó D. Hernán Gutiérrez,{147} que esta vajilla con ser de tierra no es menos curiosa que la de plata.
El Marqués y sus amigos se pusieron á examinar la vajilla que por orden de Avila se había construído, y era toda de barro tan primorosamente labrado, que cada pieza era curiosidad digna de un museo. Este servicio de mesa, hecho por los indígenas mexicanos, había sido sustituído al de plata del Marqués que se hallaba distribuído en los aparadores, con excepción de una primorosa taza de oro que tenía la forma de una corona, y que estaba intencionalmente colocada en el lugar preferente de la mesa en que debía sentarse el Marqués del Valle.
Cada uno decía algo á propósito del servicio indígena, cuando se presentó un paje que habló al oído del Marqués y salió inmediatamente.
—Por mi fé, caballeros, dijo el Marqués, que no sé lo que Avila tiene dispuesto; pero sea lo que fuere, él nos manda la orden de que nos sentemos á la mesa, y debemos obedecerle.—Todos los caballeros que hemos mencionado, el Deán Chico de Molina y otros más que habían entrado tomaron sus asientos y comenzaron á comer y á catar los ricos y exquisitos vinos españoles de que tan bien provistas estaban las bodegas del palacio.
Escuchóse el ruido del teponaxtle y de otros instrumentos indígenas, y casi al instante fué{148} entrando al comedor el emperador Moctezuma, los reyes de Texcoco y Tlacopan y multitud de caciques nobles vestidos con tal propiedad, que si D. Hernando hubiese resucitado, trabajo le habría costado reconocer á los españoles bajo el disfraz indígena. Alonso de Avila desempeñaba el papel del emperador Azteca, y sus amigos el de los reyes y nobleza mexicana.
Saludaron al Marqués con la ceremonia indígena, se confesaron sus vasallos, le reconocieron como á su único y legítimo soberano. El fingido Moctezuma puso en el cuello del Marqués un sartal de flores y de joyas de gran valor, y los reyes colocaron en la cabeza del Marqués y de la Marquesa que se hallaba en una pieza inmediata, unas coronas de laurel, y luego en coro toda aquella loca y alegre mascarada azteca dió un grito diciendo: «¡Oh, qué bien les están las coronas á vuestras Señorías!»
Acabada esta ceremonia se incorporaron á los convidados y se sentaron á comer. El vino circuló con profusión, los brindis comenzaron y las conversaciones no tuvieron freno.
—No hay que perder un momento más, dijo Avila. Días y semanas han transcurrido, y nosotros llenos de miedo por tres viejos estantiguas.
—Al infierno con ellos, interrumpió Gutiérrez.{149}
—¿Todos son de los nuestros?—preguntó D. Luis de Castilla.
Alonso de Avila se levantó, recorrió uno á uno á los convidados, y luego volvió á sentarse diciendo: podemos hablar; todos somos los de la familia del Marqués.
—¿Por fin se ha convenido en algún plan?—interrogó Nuño de Chávez.
—Está definitivamente fijado, y voy á explicarlo en dos palabras, pero con la copa en la mano y brindando por el legítimo y futuro soberano de México.
Todos se levantaron, y un grito de aprobación y de júbilo se escuchó en el palacio. El Marqués se puso un poco encendido, sonrió, bajó los ojos y dijo á su compadre Castilla que estaba junto de él:—Es todo una chanza, un juego, una diversión de mis amigos....
—Veamos el plan, dijeron varios.
—Silencio, dijo Avila, y caiga la maldición de Dios y la excomunión de la Iglesia sobre el que revele á los enemigos una sola palabra de lo que aquí va á decirse.
Los caballeros se pusieron en pie y llevaron la mano al puño de su espada.
Alonso de Avila hizo sentar á los convidados, y él en pie comenzó á hablar:
—Los encomenderos todos están en nuestro favor, porque van á ver perdidas sus riquezas con las nuevas leyes de España; los indígenas veneran la memoria del conquistador{150} y aman al Marqués; la juventud y la nobleza adora al que es el modelo de la caballería: conque si con tales cosas contamos, ¿por qué hemos de sufrir por más tiempo el yugo y la dependencia de España? Hagámonos señores de la tierra que nuestros padres conquistaron con su sangre, dictemos leyes para nuestra felicidad, sacudamos la tiranía y arrojemos á todos esos virreyes, oidores y visitadores que vienen á poner el pie en nuestros cuellos. ¡¡Viva la independencia, viva el marqués del Valle, nuestro señor!!
Alonso bebió hasta la última gota del vino que tenía en un gran jarrón, y lo mismo hicieron todos los demás, secundando el brindis con estrepitosos aplausos.
—Aun no he concluido, gritó Alonso de Avila así que se hubo restablecido el silencio. Todo está fijado para el día de San Hipólito martir, en que sale del palacio la procesión del Pendón.—Se está construyendo un gran navío que se colocará en la plazuela como una de tantas cosas de la solemnidad de la toma de México; pero ese navío estará como el caballo de Troya, preñado de soldados y también meteremos unas cuantas piezas de artillería. Cuando los oidores pasen por la esquina de esta casa donde está la torre, D. Martín descenderá como para atacar á los del navío, y en medio de esta farsa caeremos sobre los oidores, y matándolos echaremos sus cadáveres{151} al canal ó á la plaza. Una campanada del templo mayor avisará á los hombres de armas que tendremos en la calle y se encargarán de dar muerte á D. Luis y á D. Francisco de Velasco, á los oficiales reales y á todas las personas que se opongan á la rebelión. Una capa encarnada que moverá en la azotea del palacio el Lic. Espinosa, será la señal para el toque de las campanas, y á ese mismo tiempo se pondrá fuego al archivo y á todas las oficinas para que no quede ni el nombre del rey de Castilla.
Los convidados quedaron mudos; el prospecto de incendio, de sangre y de asesinatos había hecho pasar alguna cosa como un viento frío en sus frentes ya ardorosas por el licor.
—¿Tendremos miedo?—preguntó fieramente Alonso de Avila encarándose con los convidados.
La palabra miedo pronunciada entre hidalgos españoles hizo cambiar la escena. Todos llenaron sus vasos, bebieron y brindaron de la manera más terrible. Realmente hacían bien; el único poder armado en México era el Marqués. ¿Qué podían hacer tres viejos hurones metidos en sus casas y retirados del centro de la ciudad?
El Deán Chico de Molina se levantó, y pidiendo la atención y el silencio, tomó solemnemente la taza de oro y la puso en la cabeza{152} del Marqués, diciéndole: ¡Qué bien que le está á la cabeza de vuestra Señoría!
—Chanzas, chanzas todas, dijo el Marqués dirigiéndose de nuevo á su compadre D. Luis de Castilla, y quitándose modestamente la taza de la cabeza, la llenó de vino y bebió.
—A las chanzas pesadas, dijo D. Luis de Castilla, y bebió también.
El entusiasmo no tuvo límites, los brindis siguieron hasta la media noche, pero al fin se levantaron los manteles, y los caballeros que tenían sus escuderos y sus corceles en los patios, montaron á caballo y formaron una rica y costosa Encamisada recorriendo y alborotando la ciudad con hachas encendidas y combatiendo y tirándose con alcancías, que eran unas bolas de barro rellenas de harina ó ceniza.
De en medio de este torbellino de borrachos alegres y de atrevidos conspiradores, se deslizaban de vez en cuando unas figuras negras y misteriosas que desaparecían apenas alguno fijaba en ellas sus ojos. El Marqués observó algo de esto una ocasión, y sintió, sin saber por qué, un ligero calosfrío.{153}
Terminadas las espléndidas fiestas del bautismo de los dos gemelos, la ciudad volvió á su estado aparente de quietud y monotonía, el bosque desapareció de la plaza, y la casa del Marqués era únicamente visitada por sus hermanos y por uno que otro caballero de su intimidad. Los conspiradores se reunían de noche en la casa de Alonso de Avila. Su hermano Gil González apenas había tomado parte en todo esto, y permanecía fuera de México la mayor parte del tiempo cuidando una encomienda.
Los únicos que todo lo sabían, que todo lo observaban, eran los oidores, que eran en ese tiempo el doctor Don Francisco de Ceynos, Don Pedro de Villalobos y Don Jerónimo de Orozco. Reuniéronse un día en la Audiencia, que era un departamento oscuro y sombrío del palacio, cuyas ventanas daban á los sucios albañales que había, donde después se construyó el mercado y la Universidad.
—Supongo que todo lo sabeis, dijo el doctor Ceynos arrugando las cejas, despidiendo al alguacil que estaba en la puerta y cerrándola.
—Todos los fieles vasallos de S. M. hemos{154} presenciado el escándalo de los desleales y traidores que quieren alzarse con la tierra, dijo Orozco; pero ¿cómo hacer, cuando ellos tienen las armas y la fuerza, y á los encomenderos y á los mismos indios de su parte? Nosotros realmente somos impotentes y estamos odiados.
—No hay más remedio que ahorcarlos á todos, interrumpió Villalobos.
—Es lo mismo que yo había pensado, y todavía más, lo he dispuesto así, y salva la opinión de vuestras señorías, lo haré como lo digo, contestó el doctor Ceynos. Desde que el reverendo Fr. Domingo de la Anunciación me reveló la confesión de Fortún del Portillo, que era nada menos que el encargado de asesinarnos, he seguido los pasos del Marqués y de los Avilas, y hoy puedo decir todo lo que está preparado para el día de San Hipólito mártir. Aquí tenemos también la denuncia de Velasco y de Villanueva.
—Nosotros lo sabemos también todo, quizá lo hemos oído á esos insolentes borrachos que se regalaban en casa del Marqués; pero repetimos, ¿cómo hacerlo?
—Voy á decirlo; y si teneis valor, fe en la justicia y amor á nuestro soberano, no se necesita más sino que juguemos la partida. Bien sé que se corre riesgo, pero también es nuestra única salvación, porque de lo contrario, un día ú otro seremos asesinados.{155}
—Seguiremos la suerte de nuestro presidente, dijeron los dos oidores.
—Ha llegado un navío á Veracruz con pliegos de España.
—Lo sabemos.
—Pues no hay más camino sino llamar al Marqués hoy mismo á la Audiencia, diciéndole que el Rey manda que ciertos pliegos se abran en su presencia. Una vez que esté aquí, le prenderemos.
—Los dos oidores se levantaron de su silla, sorprendidos de tanta audacia.
—Y le degollaremos en seguida, lo mismo que á todos los demás. Aquí teneis la lista de los conjurados, todos deben reducirse á prisión en un mismo día y á una misma hora; de lo contrario somos perdidos: uno solo que quede, alborotará la ciudad, sacará la artillería de la casa del Marqués, y sus criados bastarán para arrollarnos.
—¿Teneis gente dispuesta?—preguntó Villalobos.
—Poca, pero decidida y bien pagada, contestó Ceynos, y además cuidan del lance enemigos personales de los Avilas, de los Bocanegras y del Marqués: no nos faltarán.
—Entonces manos á la obra, respondió Villalobos, y no hay que pensarlo mucho.
Un atento recado al marqués del Valle hizo que éste, ó ajeno de la celada que se le tendía,{156} ó demasiado confiado, acudiera inmediatamente.
Luego que se presentó en la sala, le ofrecieron con mucha cortesía un asiento, mientras otro de los oidores mandó ocupar las puertas con la gente armada, que de antemano había preparado Ceynos.
Villalobos se dirigió al presidente, diciéndole:—Mandad lo que deba hacerse.
El doctor Ceynos se volvió resueltamente al Marqués, y le dijo con voz amenazadora: «Dáos preso por el Rey.»
—¿Por qué tengo de ser preso?—contestó D. Martín levantándose de su asiento y mirando á las puertas.
—Por traidor á S. M., replicó Ceynos.
—¡Mentís!—interrumpió el marqués ciego de ira y echando mano á su estoque;—yo no soy traidor al Rey, ni los ha habido en mi linaje.
Villalobos y Orozco se sobrecogieron creyendo que había llegado el último trance de su vida; sólo el doctor Ceynos clavó una mirada fija y fiera en el Marqués, é hizo seña á los soldados que se acercasen.
El Marqués reflexionó, envainó el estoque, y pálido como la muerte, entregó sus armas. Un momento, dijo, y estoy á vuestras órdenes. Retiróse á un rincón de la pieza y murmuró algunas palabras como una plegaria. Fué la promesa que hizo, si escapaba con vida,{157} de dar de comer á un número de presos ese mismo día de cada año. El Marqués fué llevado á una pieza que en el palacio estaba dispuesta de antemano por Ceynos.
A la misma hora fueron aprehendidos D. Martín y D. Luis Cortés y todos los convidados alegres á quienes hemos conocido en el magnífico comedor de las casas del Empedradillo. No escapó, ni por su carácter sacerdotal, el Deán Chico de Molina, que fué reducido á una estrecha prisión en la Torre del Arzobispado.
El 3 de agosto de 1566, víspera de Santo Domingo, á las siete de una oscura y lúgubre noche, una comitiva fúnebre se dirigía á la plaza mayor. Alonso de Avila iba montado en una mula con unos grillos en las manos; estaba vestido de negro, y una ropa ó turca de damasco pardo, con gorra de terciopelo con una pluma negra, y una gruesa cadena de oro en el cuello. Su hermano Gil González, ajeno á la conspiración, como hemos dicho, iba vestido de pardo y montado en otra mula. Eran seguidos de muchos guardias armados y de alguaciles con teas encendidas, y el verdugo, enmascarado, con una enorme{158} hacha en el hombro, precedía muy de cerca á los presos.
Junto á las casas de cabildo estaba un tablado cubierto de paño negro, y alumbrado con la trémula y escasa luz de algunas hachas; lo custodiaba la gente de la Audiencia, y alderredor la población entera, amigos y enemigos confundidos en la dudosa sombra, aguardaban mudos y sombríos el desenlace del terrible drama. Ayudados por sus confesores, los Avila subieron al tablado. Alonso confesó allí ser cierta la conspiración, con palabras que revelaban la proximidad de la muerte, y las últimas oraciones no terminaban cuando el verdugo levantó en el aire su terrible hacha, la que zumbando trozó la cabeza del apuesto y gallardo joven, y lo mismo pasó con el inocente Gil González, quedando aquel paño fúnebre humedecido con la sangre de los dos alegres y bravos convidados del marqués del Valle.
Los cuerpos mutilados se llevaron por un sacerdote y dos hombres, á la luz de un opaco cirio, á la iglesia de San Agustín, y las cabezas amanecieron al siguiente día clavadas en unas picas en lo alto de los torreones de la Diputación.
En alguno de los artículos anteriores hemos dicho que la entrada de un barco al puerto de Veracruz, que era el único por donde se hacía el comercio en la Nueva-España, era un acontecimiento. La llegada de las flotas que comenzaron á venir con regularidad desde 1561, llenaba de júbilo á los habitantes. Las noticias no se circulaban en todo el vasto territorio por telégrafo, como hoy, pero sí por medio de correos indígenas que atravesaban en pocas horas distancias prodigiosas, de manera que podemos considerarlos como los telégrafos humanos; y difícilmente en cualquiera otro país del mundo las comunicaciones han de haber sido tan rápidas y tan seguras{160} como en México desde el tiempo de los Reyes Aztecas, que tenían sistemado de una manera notable el servicio de los correos.
Luego que á todo escape llegaba el correo á las poblaciones con la noticia de que la Flota había llegado con toda seguridad á Veracruz, el Corregidor, Subdelegado ó justicia mayor del pueblo, se vestía con todo el lujo posible, el Ayuntamiento se reunía en cabildo pleno, el cura aseaba y llenaba de gallardetes y de cirios la Iglesia, y los comerciantes y labradores salían llenos de júbilo de su casa y se reunían en la plaza á referirse mútuamente las noticias que sabían, ya de la salud de los Reyes, ya de las aventuras que habían corrido los barcos en una tan larga y peligrosa navegación, ya de las mercancías que tenían que recibir. Se cantaba una misa solemne, las campanas se repicaban á todo vuelo, y los viejos vinos de España circulaban con profusión entre los buenos y honrados mercaderes. El día era de holgorio y de completa alegría. En México, por supuesto, todo se hacía con más pompa y solemnidad, aunque algunas personas, en vez de alegrarse, temblaban á la llegada de cada Flota, porque las provisiones de la corte no siempre eran conformes con los deseos de los que aquí gobernaban.
La alegría, en la época á que vamos á referirnos, fué mayor para la generalidad de los{161} habitantes de México, aunque al mismo tiempo inspiró el más grande sobresalto á la audiencia y á sus partidarios, que como hemos visto en la narración anterior, habían mandado degollar á los hermanos Avila, y tenían reducidos á prisión y encausados al marqués del Valle y á la mayor parte de los nobles y caballeros ricos é influentes de la ciudad.
Un día, y cuando menos se esperaba, se anunció que el muy noble y bravo general Don Pedro de las Roelas había llegado á Veracruz con la Capitana, diversos barcos de guerra y muchas naves mercantes, llenas de los más valiosos y exquisitos efectos. En la Capitana venía un alto personaje, que era nada menos que Don Gastón de Peralta, marqués de Falces, nombrado virrey de la Nueva España.
Los amigos del Marqués que veían su vida en peligro no economizaban ningún medio para salvarlo, por artero y peligroso que fuese, así que mientras unos trabajaban en México para proporcionarle la fuga ó embrollar la causa, otros habían secretamente dirigídose á Veracruz con el fin de trasladarse á España.
Al tiempo que la Flota llegó, dos jóvenes amigos del Marqués y de los Avila se hallaban en Veracruz. Inmediatamente fletaron una embarcación pequeña, se disfrazaron de mercaderes, y con pretexto de navegar para{162} Campeche, se dieron á la mar y abordaron antes á la Capitana, logrando ser recibidos por el general Roelas y por el marqués de Falces.
—¿Qué noticias me dáis del Reino?—les preguntó el Marqués, pasadas las ceremonias y saludos de costumbre.
—No podemos darlas muy buenas, dijo uno de ellos quitándose con sencillez y respeto el sombrero. La tierra toda anda revuelta, y los oidores han ultrajado á la mitad de la nobleza, han degollado á los Avila, que eran los jóvenes más apuestos y más queridos de México, van á degollar al noble marqués del Valle, y van á degollar á los Bocanegras, y van á degollar á Castilla, y van á degollar á los Sotelos, y van á degollar al Deán Chico de Molina, y van á degollar á doce padres de San Francisco y á dos de Santo Domingo, y van......
—Esos monstruos, interrumpió el Marqués, van á degollar á toda la Nueva España; pero ¿es cierto? ¿ó tratáis de burlaros del Virrey?
—¡Dios nos defienda! dijeron los dos muchachos; nosotros somos mercaderes que hacemos viajes á Yucatán, y no nos atañen ninguna de estas cosas; pero hemos visto caer las cabezas de los Avila y sabemos todo esto. Su señoría hará bien de no salir de la Capitana, porque es muy posible que también los oidores quisieran......{163}
—Degollarme á mí también, ¿no es verdad?—interrumpió el Marqués retrocediendo un paso.
—Salvo el parecer de su señoría, contestó el más atrevido de los muchachos que llevaba la palabra, y agachó humildemente la cabeza.
Don Pedro de las Roelas, que había escuchado en silencio toda la conversación, dió una patada en la cámara y echó uno de esos juramentos españoles que hacen estremecer una torre, y volviéndose al Marqués.
—Creo, le dijo, que esos oidores son una vil canalla, y en el fondo quizá estos muchachos dicen la verdad; será mejor que permanezcáis á bordo hasta recibir mejores noticias.
—Id con Dios, muchachos, y buen viento de popa, les dijo el marino, y los despidió.
El marqués de Falces se quedó efectivamente á bordo, y allí recibió cartas que confirmaban las noticias funestas del estado que guardaba el Reino. Al cabo de seis días se decidió á ponerse en camino para México, adonde no llegó sino después de un mes, acompañado de veinticuatro alabarderos y de doce de sus sirvientes armados de lanzas jinetas.{164}
Don Gastón de Peralta, marqués de Falces, tercer virrey de México, era hombre generoso, franco, enemigo de las violencias y de las persecuciones, y sobre todo respetaba la memoria del conquistador y estaba dispuesto á perdonar cualquier falta que sus descendientes hubiesen cometido.
Cuando llegó á México, los oidores, asustados con su propia obra, tenían la artillería abocada contra la ciudad, tercios armados recorrían los barrios, y la policía vigilaba hasta las acciones de los muchachos que andaban en la calle. Todas las noches temían que estallase una nueva conspiración y que ellos corrieran la misma suerte que habían deparado á los simpáticos jóvenes á quienes degollaron.
Don Gastón mandó retirar inmediatamente la artillería y las guardias, comenzó á conocer en todas las causas pendientes, calmó la cólera de la nobleza y volvió á los ánimos de los moradores su perdida tranquilidad.
El proceso del marqués del Valle se seguía por los oidores con actividad, el Fiscal Céspedes de Cárdenas pidió la confiscación de los bienes, el Virrey la negó; pero el miedo, que los hacía más crueles, los inclinaba á sentenciarle{165} á muerte. El marqués del Valle, el hijo más querido de Cortés, podía ser degollado frente de la Diputación, en el mismo patíbulo que los Avila.
Don Gastón recibió, al sentarse á la mesa, informe del estado de las causas; no acabó de comer, sino que se retiró silencioso y pensativo á su cuarto. Cosa de las ocho de la noche llamó á su secretario Gordián Casasano.
—Id á la prisión del Marqués con esta orden, sacadle de ella y traedle á mi presencia. Vuestra cabeza me responde de todo.
El secretario volvió antes de una hora con un hombre embozado hasta los ojos en un ferreruelo negro. Era el marqués del Valle.
—Don Gastón, dijo conmovido, jamás mi casa olvidará lo que os debe.
—Guardad, Marqués, para otra ocasión esos cumplidos, le contestó el Virrey tendiéndole la mano, y tratemos ahora de concluír definitivamente todos estos enojosos procesos. ¿Sabéis que los oidores os condenarán á muerte?
—Me habrían ya degollado, á no haberlo impedido tan oportunamente el noble Don Gastón.
—Es verdad, Marqués, es verdad; esos hombres están sedientos de sangre. Han condenado á muerte á Don Luis Cortés.
—¡Villanos!—dijo el Marqués exaltado; el más inocente, el mejor de los hijos de mi noble y valiente padre. ¡Pero eso no es posible!{166}
Don Gastón sonrió tristemente y contestó al Marqués:—Todo es posible en esta tierra y con estos hombres. Escuchad. Lo que voy á hacer en este momento me puede costar la vida, ó cuando menos el virreinato. No importa. Quiero salvar el nombre histórico de los españoles. Tres viejos miserables, llenos de odio y de rencor, no deben enviar al patíbulo á los hijos del capitán más grande que ha tenido la Europa. Os salvaré......
—Don Gastón, interrumpió el marqués del Valle, os explicaré......
—Nada tenéis que explicarme...... traidores no los ha habido en vuestro linaje, vos lo habéis dicho...... tampoco quiero obligaros. Cumplo con mi conciencia y mi fe de hidalgo y de español. Firmaré la sentencia de Don Luis, pero en revisión será condenado sólo á la confiscación y á servir á su costa diez años en Orán. En cuanto á vos, partiréis para España en la flota de Juan de Velasco. Si el Rey os mata allá, morid como cristiano y como caballero, que el Rey sabrá por qué mancha su manto con la sangre del que dió á Castilla el vasto reino de Nueva España: si os perdona, buena pro os haga. Todo está dicho, y ni una palabra más.
Don Gastón tocó la campanilla y el secretario entró.—Iréis á casa de los oidores y los traeréis al palacio, diciéndoles que el servicio de S. M. los llama inmediatamente.{167}
El secretario salió y el marqués del Valle y el Virrey quedaron platicando familiar y amistosamente de las cosas de la tierra y de las cosas de España.
Los oidores llegaron y se sorprendieron de encontrar al marqués del Valle en palacio, en vez de estar encerrado en su prisión.
—No podemos tratar ni hablar, dijo Ceynos indicando al Marqués, mientras una persona que debía estar en la prisión se halla en......
Don Gastón tomó todo el aire resuelto é imperioso de quien tiene fijada en la conciencia una resolución irrevocable.
—El Virrey sí puede hablar, y hablará pocas cosas, pero serán decisivas,—dijo encarándose, y sin darles asiento. La sentencia de muerte de Don Luis está firmada, pero en revisión sólo tendrá la pena de servir diez años á su costa en Orán, y quedará confirmada la confiscación de sus bienes.
—Su señoría reflexionará, murmuró Ceynos......
—He reflexionado ya, señor licenciado Ceynos, contestó el Virrey secamente; y continuó:
El marqués del Valle saldrá para España donde continuará su causa, y uno de vosotros le custodiará hasta entregarle al comandante de la flota. ¿Lo entendeis? y vuestra{168} cabeza responde de la seguridad del prisionero. Id con Dios.
—Señor Virrey, dijo Ceynos, yo no me encargaré por todo el oro de las Indias, de conducir á un preso semejante. Sus muchos partidarios nos atacarían en el camino y nos matarían.
—Ni yo, dijo el otro oidor.
—Ni yo, interrumpió el tercero.
—Entonces yo me encargaré, dijo el Virrey, y ya veréis de qué manera.
—Marqués del Valle, continuó, vos saldréis de México el día que yo os diga, os embarcaréis en la nao de Felipe Boquin, llamada la Esterlina, iréis á San Lúcar de Barrameda ó á otro puerto de España, y á los cincuenta días os presentaréis al consejo de Indias, avisándome de todo esto por los primeros navíos de la próxima flota. Dadme la mano y prestad pleito-homenaje ante mi secretario Gordián Casasano y el caballero de Calatrava Don Pedro Bui, y que Dios os ayude y os guarde.
—Señor Virrey, dijeron los oidores, el reo se fugará sin remedio; protestamos que.......
El marqués del Valle, lleno de enojo quiso contestar al inícuo Ceynos, pero el noble Don Gastón le contuvo, y dijo con una dignidad y una admirable firmeza:—«Príncipes, galeras, fortalezas y oficios se entregan á caballeros con pleito-homenaje.» Id con Dios, señores oidores, y sabed que con el Marqués va{169} también Don Luis su hermano y el Deán Chico de Molina.
El Virrey saludó con dignidad á los oidores y dijo á su secretario Gordián: acompañad al Marqués á la casa y hacedle los honores debidos. Los demás presos fueron puestos en libertad al día siguiente; la ciudad quedó tranquila.
El Virrey siguió después ocupándose con afán de los asuntos de la colonia, y particularmente de componer y embellecer el palacio, donde mandó pintar la batalla de San Quintín, en la cual había tal número de figuras que según las gentes decían, pasaban de treinta mil.
Los oidores furiosos escribieron cartas á España acusando al Virrey de complicidad con los conjurados y diciendo, que tenía treinta mil hombres para alzarse con la tierra, y otras muchas calumnias de esa especie, al mismo tiempo que procuraron, por medio del soborno, que los despachos que el mismo Virrey remitió á España, fuesen robados y no llegasen por consiguiente al conocimiento de Felipe II. Todas las gentes, al ver la mudanza que se originó en el reino, se deshacían en elogios al Virrey, y decían comparándole con la audiencia: «Esto sí que es de lo vivo á lo pintado;» pero los oidores, cuando platicaban entre sí regocijándose del triunfo que iban á obtener en la corte, decían también: «todos los soldados{170} que ha mandado pintar Don Gastón en el palacio, los hemos considerado como de carne y hueso en el informe que hemos dado á España. Esto sí es verdaderamente de lo vivo á lo pintado.»
Felipe II, alarmado con las noticias que recibió de la Audiencia de México y con el silencio de Don Gastón de Peralta, le removió del virreinato y mandó de visitadores á los Licenciados Jarava, Carrillo y Muñoz. Eran tres fieras y no tres hombres; Jarava murió afortunadamente durante la navegación. Carrillo y Muñoz llegaron á México repentinamente. Don Gastón de Peralta, sorprendido de las bruscas disposiciones de la corte, levantó una información y se retiró á San Juan de Ulúa.
El Lic. Alonso de Muñoz era hombre de más de 65 años; alto, seco, acartonado, de color de aceituna, de ojos torvos y hundidos, de una boca tosca y antipática; sus facciones todas salientes y duras, sus barbas gruesas como las cerdas de un jabalí, y que le salían en desorden por toda la cara hasta cerca de los ojos, lo hacían parecer más bien un animal feroz que un ser humano; todo, en fin, revelaba su altanería, su crueldad y su orgullo.{171}
Luego que descansó un par de días, se presentó en la Audiencia, y toda la hostilidad que los oidores hacían al buen marqués de Falces, se convirtió en bajeza y adulación tratándose de Muñoz.
—Mil perdones tenemos que pediros humildemente, le dijeron: quizá el alojamiento no ha sido digno de una tan grande persona.
—Yo no he venido aquí á alojarme bien ó mal, sino á castigar á los traidores. ¿Qué habéis hecho para defender el trono de nuestro monarca Felipe y para atajar la cobardía ó quizá también la traición de ese Virrey débil?
—Señor, nosotros degollamos......
—Ya lo sé; degollásteis á dos mancebos calaveras. ¡Gran cosa, vive Dios! pero no tuvísteis valor para degollar al Marqués y á sus hermanos.
—Señor......
—Ya vereis: vengan acá esos papeles que llamais procesos, y esta noche temblará México.
El secretario, sin poder andar de miedo, y con la boca seca de manera que no pudo responder una palabra á las diversas interpelaciones de Muñoz, llevó unas resmas de papel escrito que contenían las causas que les habían instruído á los conjurados con motivo del bautismo de los gemelos del marqués del Valle.
Muñoz caló unas grandes gafas, tosió estrepitosamente{172} hasta hacer estremecer la sala; hizo recorrer los estoques y armas contra su acerada cota de malla interior, para dar á conocer que á todo estaba prevenido, y comenzó á hojear las causas. Durante una hora ni las moscas turbaron el silencio.
—Que entre el fiscal Sande, dijo Muñoz después de cerrar los legajos con una especie de cólera.
El fiscal Sande entró.
—Cobardía, infamia, traición, eso es lo que saco en limpio de estos papeles. Las causas, enredadas con tantas declaraciones y alegatos, no acabarán nunca, y nosotros tenemos de acabarlas, señor fiscal, y tengan vuestra señoría y vosotros, señores oidores, mucho cuidado con vuestras cabezas.
Todos guardaron silencio, y el fiscal Sande se sentó y se puso á escribir.
—¿Qué escribís, Sande?—le preguntó Muñoz.
—Vuestra señoría tendrá la paciencia de esperar un cuarto de hora, y leerá, pues creo haber adivinado su intento.
Muñoz bajó la cabeza y quedó sumergido en una especie de somnolencia.
Cuando Sande acabó, presentó á Muñoz lo que había escrito.
Muñoz abrió su gran boca; sus ojos brillaron como los de una hiena en la noche.
—Se decreta, dijo Muñoz, la confiscación{173} de bienes del marqués del Valle, de Don Martín su hermano, de Arias Sotelo, de Pacheco Bocanegra, de Nuño Chávez, de Luis Ponce de Leon, de Agustín de Soto Mayor, de Francisco Pacheco, de Hernando de Córdova, de Diego Rodríguez, de Hernando Bazán, de Antonio Carvajal y de Gómez de Cáceres. Todo estos quedarán reducidos á una estrecha prisión.
—Volved la hoja, le dijo el fiscal.
Muñoz volvió la hoja y preguntó al secretario de la Audiencia:
—¿Tendremos cárceles bastantes para más de doscientas personas?
—Con perdón de su señoría, después de los que se hallan en prisión, apenas habrá para veinte.
—Entonces, sin dilación, es menester construír todas las prisiones que sean necesarias. Serán estrechas, incómodas, y se colocarán en los lugares más malsanos, porque debemos estar entendidos que no se trata de regalar á los traidores á su Rey. ¿Me entendéis? Quiero que tengan fama en la historia, y que todos se acuerden en México, dentro de dos siglos, de los calabozos de Muñoz.
Muñoz se levantó, y sin quitarse la gorra ni saludar, salió de la Audiencia.
En la noche, los justicias, desde las doce hasta la madrugada, recorrieron la ciudad; asaltaron por las azoteas, por las huertas, por{174} los corrales, todas las casas designadas, y arrancaron de su lecho y de los brazos de sus esposas á las víctimas, secuestrando la ropa, los papeles, la plata labrada, los caballos y carruajes.
Amaneció el día siguiente, y la consternación y el llanto se veían en todos los semblantes. Nadie se atrevía á hablar, y todos temblaban cuando veían pasar á los siniestros satélites del visitador de México.
*
* *
Una vez infundido el espanto y el pavor con este golpe que hirió á las más principales y nobles familias, Muñoz fué el dueño y el árbitro de la ciudad de México. En las siguientes semanas este hombre feroz se encerró en su habitación sin dejarse hablar ni ver más que por sus secuaces. Las causas caminaban con espantosa rapidez, y los presos, aturdidos, no acertaban ni en las respuestas ni en la manera de defenderse.
El día 8 de enero de 1568, al caer la tarde, fueron ahorcados Gómez de Victoria y Cristóbal de Oñate. Esa noche ninguna de las familias de los presos durmió, y la pasaron en angustias, llorando y encendiendo cirios á los santos para que libertasen de la muerte á sus deudos.
El Ayuntamiento, entre tanto, aterrorizado{175} y temiendo ser ahorcado en cuerpo y solemnemente, dispuso alegres festividades para celebrar la llegada del visitador y la justicia que hacía en nombre del Rey.
El día 9 recorrió las calles una fúnebre procesión. Dos nobles ricos y principales caballeros, Don Baltazar y Don Pedro de Quesada, atados de pies y manos, en sendas mulas, aparecían custodiados por numerosos y feroces esbirros. En cada esquina el pregonero se detenía y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones: «Esta es la justicia que manda hacer S. M. á este hombre, por traidor; mándanle degollar por ello; quien tal hace que tal pague.» Llevados de este modo hasta el centro de la plaza pública (donde hoy están los jardines), el verdugo les cortó la cabeza.
Diego Arias, Baltazar de Sotelo, Pero Gómez de Cáceres, Juan Valdivieso, Antonio Ruíz de Castañeda y García de Albornoz, fueron sacados violentamente, de noche, y conducidos á Veracruz para ser embarcados para España. A la mayor parte de los ricos se les exigieron gruesas sumas de dinero, que á título de sueldos se repartían Muñoz, Carrillo, los oidores y los demás satélites del tirano. Carrillo firmaba todo lo que Muñoz decretaba.
La consternación y el miedo se cambió en rabia. Aseguran las tradiciones que una buena{176} parte de la gente principal se reunía en un barrio que se llamó por esto de los Rebeldes, y en unas casas en ruina que había (donde hoy es la imprenta de Don Ignacio Cumplido), conspiraban, resueltos á matar á Muñoz, á Carrillo y á los oidores, y á libertarse á toda costa de la más horrenda y sangrienta tiranía.
Martín Cortés, actor principal después de su hermano en este sangriento drama, era el mejor y más amable de los hombres. Hijo de la hermosa Marina y del conquistador D. Hernando, por un error de la naturaleza no había heredado ni la fortaleza y brío personal de su padre, pero sí la melancolía y la dulzura de la raza indígena, representada en los ojos, en la fisonomía, en las maneras de la mujer más bella y más célebre que pueda registrar la historia. Débil, extenuado, enfermizo, condescendiente por carácter, fiel y amante con su hermano, había seguido pasivamente todas las aventuras que ya hemos referido, resignado como un hidalgo á sufrir heróicamente todas las consecuencias. Ya que el Marqués había escapado, Muñoz quería vengarse en el hermano.
Mientras que pasaban en la plaza mayor{177} las ejecuciones que hemos referido, en el interior de las casas reales tenía lugar uno de esos actos bárbaros inventados por los hombres en nombre de la justicia.
Don Martín Cortés había sido condenado á sufrir el tormento de la agua y de los cordeles, y los españoles pagaban así en el hijo los servicios que la madre había prestado en la obra laboriosa y difícil de la conquista.
A pesar de una reciente y dolorosa enfermedad que había padecido, fué llevado á la pieza destinada para el tormento en el palacio, que era húmeda y sombría, pues recibía una escasa luz por una alta ventana guarnecida con gruesas barras de hierro.
Juan Navarro y Pedro Baca le desnudaron y le colocaron en el potro del tormento, que era un tosco caballete de madera con unos agujeros por donde pasaban las cuerdas y unos tornos para apretarlas.
Don Martín, silencioso, pero digno y firme, miraba fieramente á sus verdugos. Le amarraron ambos brazos con un cordel que apretaron gradualmente para arrancarle una declaración.
No habiendo dicho nada, le amarraron con seis cordeles los brazos, muslos y espinillas, y le colocaron otros dos en los dedos pulgares de los pies, y todo este aparato era terriblemente apretado por el torniquete hasta el punto que las cuerdas se le entraban en la{178} carne y los dedos de los pies estaban á punto de arrancársele.
En esto entraron Don Francisco de Velasco y el obispo de la Puebla Don Antonio Morales, pues siendo Don Martín caballero del hábito de Santiago, conforme á los estatutos de la Orden debían asistir dos caballeros al suplicio.
Don Martín volvió indignado la vista hacia el Obispo, y nada contestó.
Entonces Muñoz, que desde la puerta vigilaba la ejecución del tormento, mandó que se le echase un jarro de agua.
Nada dijo tampoco Don Martín.
Muñoz ordenó otro jarro de agua.
Don Martín estuvo á punto de ahogarse, é hizo, á pesar de su debilidad, un esfuerzo para romper las ligaduras que le martirizaban.
Muñoz dispuso que se le echase otro jarro de agua.
Don Martín volvió la vista y amenazó con una terrible mirada á Muñoz y al Obispo.
—Otro jarro de agua,—gritó Muñoz.
Con esfuerzo, porque Don Martín se ahogaba, le echaron el cuarto jarro de agua, lastimándole la boca que pretendía cerrar á pesar de tener una trabilla que se lo impedía.
—Confesad,—le dijeron los verdugos.
—He dicho la verdad en la causa, y nada tengo que añadir,—dijo el desgraciado.
—Otro jarro de agua,—gritó Muñoz.{179}
—Puede morir, observó el verdugo.
—Otro jarro, otro jarro, y aunque muera,—replicó Muñoz.
Otro jarro fué administrado en efecto, pero el infeliz Don Martín moría, y con voz desfallecida exclamó: «Ya he dicho la verdad, y por el Sacratísimo nombre de Dios que se duelan de mí, que no diré más de aquí que me muera.»
El paciente cerró los ojos, y los verdugos, creyéndolo muerto, suspendieron el tormento y le condujeron en ese estado á su prisión. Algunos días después Don Martín fué condenado á destierro perpetuo de todas las Indias; y enfermo y maltratado, y lleno de despecho y de tristeza por el ultraje que había recibido, se embarcó para la Península, donde murió á poco tiempo á consecuencia de sus martirios y pesares.
La tiranía de Muñoz no conoció ya límites desde que empuñó definitivamente las riendas del gobierno, y la tierra se hubiera perdido desde entonces para España, si el Rey, escuchando las muchas y justas quejas de sus vasallos de México, no hubiese puesto un remedio. Los licenciados Villanueva y Vasco de Puga, oidores que había dispuesto y mandado á Castilla el visitador Valderrama, vinieron{180} comisionados y con amplias facultades para remediar todos los males que á causa del gobierno de Muñoz aquejaban á la Nueva España.
El Martes Santo entraron secretamente á la ciudad, con sus cartas y provisiones que mostraron únicamente á la Audiencia; pero los oidores estaban ya tan aterrorizados, que ninguno quiso aceptar la comisión de notificar á Muñoz la cédula de S. M.
Villanueva y Vasco de Puga tuvieron que apechugar con todo el lance.
Muñoz, para darse más importancia y para hacer alarde de un acto de hipócrita devoción, se había retirado á pasar la Semana Santa al convento de Santo Domingo, y en la iglesia había mandado poner un alto tablado con un dosel de terciopelo carmesí, todo recamado de oro, un sitial y un cojín. Allí asistía á los oficios y ceremonias, rodeado de una compañía de alabarderos. Los mismos frailes, poderosos é influentes entonces, se llenaron de tal espanto, que muchas veces pasaban tres ó cuatro hojas del misal en vez de una, y cantaban los salmos de una manera extraña. Acabados los oficios, Muñoz atravesaba con una estudiada gravedad los corredores del convento, y se encerraba en su celda á pensar á quiénes robaría los bienes y á quién encerraría en sus inmundos calabozos.
Puga y Villanueva tuvieron, como quien{181} dice, que echarse el alma á las espaldas, y el Miércoles Santo, muy de mañana, acompañados del secretario Sancho López de Agurto y del alguacil mayor, se presentaron en el convento. Encontráronse con el paje del servicio, pero rehusó formalmente despertar á Muñoz, por más instancias que le hicieron; así, tuvieron que esperar más de una hora hasta que otro paje se resolvió, y de puntillas y vacilando, como quien va á cometer un crimen, avisó á su amo que unos caballeros con negocios de mucha importancia pretendían besarle la mano. Muñoz despidió al audaz paje con una torva mirada, y no se dignó contestar.
Pasó otra media hora, y entonces Muñoz se vistió é hizo entrar á su dormitorio á los licenciados. Estaba sentado en uno de esos sillones antiguos, de que hoy nos quedan algunas muestras, con la gorra puesta y las piernas negligentemente tendidas sobre unos cojines de terciopelo galoneados de oro.
Puga y Villanueva se descubrieron, saludaron cortesmente, y como se acostumbraba, preguntaron por su salud.
—La noche fué mala, contestó Muñoz sin darles asiento ni quitarse la gorra, y la salud no es buena; pero sería mejor si gente atrevida é importuna no viniese desde la madrugada de Dios á turbar el sueño y el descanso en días tan santos y tan solemnes.{182}
Estas palabras encendieron la cólera de los oidores, que se cubrieron al instante la cabeza. Muñoz quería levantarse á reprenderles sin duda, pero le hicieron una señal imperiosa con la mano, y Villanueva, que era el más resuelto, sacó del seno la provisión real, y dijo con firmeza:
—Señor secretario, leed esta cédula y notificadla al licenciado Muñoz.
Agurto, alentado y colérico también, tomó el papel, se acercó al visitador, desviando con el pie los cojines que le estorbaban, y comenzó á leer. A los primeros renglones, Muñoz se quitó la gorra; á los segundos, recogió sus piernas y se puso en una postura decente; á la mitad de la cédula, perdió el color; al fin de ella, el hombre estaba tan abatido, tan humillado, tan cobarde, cuanto antes había sido soberbio, altanero y cruel.
—Señor Muñoz, le dijo Villanueva, están sonando las ocho en el reloj del convento. Dentro de tres horas saldréis de la ciudad.
—Asistiré á los oficios, murmuró Muñoz, queriendo ganar un poco de tiempo.
—Dentro de tres horas, repitió Villanueva.
—Dentro de tres horas, dijo Puga.
—¡Dentro de tres horas! gritóle Agurto, y los tres, seguidos de su alguacil, volvieron la espalda á Muñoz, y sin saludarle salieron de la celda.
Muñoz, sobrecogido de miedo, y temiendo{183} que los oidores le mandaran degollar, recogió el oro que pudo, y disfrazado, á pie, sin custodia ninguna y acompañado solo de Carrillo, que era su favorito, abandonó por la puerta excusada el convento de Santo Domingo, antes de que sonaran las once en el reloj, y tomó el camino de Veracruz.
Cuando los reverendos padres entraron á la celda á ofrecerle sus servicios y oraciones, encontraron la cama deshecha, papeles rotos, y ropas y muebles en desorden. El visitador se había marchado, y difundida la noticia en un momento, la ciudad se llenó de júbilo, y las gentes salían de sus casas como si se hubiesen repetido las espléndidas fiestas del Marqués.
*
* *
Don Gastón de Peralta, marqués de Falces, que estaba, por falta de un buque, detenido en Veracruz, tuvo que hacer junto con Muñoz el viaje de mar. Una sola vez trató Muñoz de saludarle y de trabar conversación con él, sin embargo de las esperanzas que tenía de que su conducta fuera aprobada.
—Un caballero y un hidalgo no puede atravesar una palabra,—dijo el de Falces con dignidad,—con un asesino y con un hombre vil. Si mis palabras os mortifican, os haré la merced, llegando á España, de daros razón{184} con la punta de mi espada. Muñoz devoró el insulto, pensando vengarse más adelante.
Una vez que llegaron, solicitaron audiencia del Rey. Falces fué muy bien recibido, se escucharon con benevolencia sus explicaciones y se retiró á su casa contento y satisfecho.
Cuando llegó su turno á Muñoz, Felipe II estaba sentado, y ni lo saludó, ni alzó siquiera la vista para mirarle. Muñoz comenzó á hacer la relación de sus servicios y de sus méritos. Felipe se levantó entonces, le miró fijamente, y le dijo con enfado: No os envié á las Indias á destruir, sino á gobernar, y volviéndole las espaldas, se retiró á otro aposento.
Muñoz quedó petrificado como una estatua; á poco pudo moverse, y salió de los aposentos reales. Con dificultad llegó á su casa, vacilante y como ebrio, y apenas acertó á cerrar la puerta para que nadie le viese.
Al día siguiente, los pajes que entraron á servirle el desayuno le encontraron muerto, sentado en un sillón, con una mano en la mejilla y la fisonomía descompuesta y hundida; parecía la de un cadáver que después de una semana se hubiese sacado de la tumba.
Así se cumplió la justicia de Dios y del Rey.
Entre la alegre turba de jóvenes aventureros que llegaban de España á las ricas islas del mundo de Colón, se distinguía en el año de 1510 uno á quien sus compañeros daban el sobrenombre de el Comendador.
Contaría este mancebo cuando más veinticinco años de edad, y había nacido en Badajoz. Alto, esbelto, fornido, parecía destinado por su naturaleza á la guerra, y se hacía notable por la blancura de su cutis y por su hermosa cabellera, tan rubia como la que los poetas le atribuían al mismo Apolo.
Este joven se llamaba Pedro de Alvarado.
Al llegar Alvarado á la América, ostentaba orgullosamente un viejo sayo, único regalo quizá de un su tío, caballero de la Orden de Santiago.
Pero aquel sayo había servido mucho tiempo á aquel tío, y aquel tío había llevado en{186} el mismo tiempo la insignia de la orden; cuando Pedro de Alvarado se hizo el propietario de la prenda, quitó de ella la cruz de Santiago, pero no consiguió borrar la señal del lugar que había ocupado, y la indeleble huella fué denunciando por todas partes la historia del sayo, y la categoría de su primer poseedor. Esto no era posible que escapara á las perspicaces miradas de los audaces aventureros que pasaban á las Indias, y para burlarse de Pedro y de su sayo, muy pronto convinieron en llamarle, y le llamaron por burla el Comendador.
Entre soldados ó estudiantes, los sobrenombres se popularizan inmediatamente, y ni la resignación ni el enojo son poderosos para hacerlos olvidar. Pedro de Alvarado tuvo que conformarse con el apodo, ofreciendo nada más que algún día llegaría por sus hechos á alcanzar verdaderamente aquella condecoración.
Los colonos de la Isla de Cuba estaban conmovidos con las noticias que circulaban entre ellos.
El gobernador Diego Velázquez había recibido nuevas de la expedición que por orden{187} suya emprendió Juan de Grijalva en busca de nuevas tierras.
El portador de aquellas noticias, uno de los más famosos capitanes de la escuadrilla de Grijalva, era el que mandaba uno de los cuatro buques de que aquella se componía, y ese capitán, que volvió cargado de riquezas á presentarlas á Diego Velázquez, y que había dado ya su nombre á un río caudaloso en las tierras nuevamente descubiertas, no era otro que Pedro de Alvarado.
Pero Alvarado no era ya el pobre mozo que llevaba la vieja ropa de su tío, no era ya el joven desvalido á quien llamaban satíricamente el Comendador, no; Alvarado salió con Grijalva en 1518, y entonces, y al volver á Cuba, se titulaba «el capitán Pedro de Alvarado.»
Las nuevas que de su boca escuchó el gobernador Diego Velázquez, no podían ser más satisfactorias. Juan de Grijalva había costeado la gran península de Yucatán descubierta por Francisco Hernández de Córdoba, y encontrando allí señales de una civilización muy adelantada dió á aquella tierra el nombre de Nueva-España; llamó «de San Martín,» con el nombre del primer soldado que la descubrió, una sierra; nombró «de Alvarado» al río de Papaloapan, en el que entró Pedro de Alvarado con su buque, «Grijalva» á otro de Tabasco, y después de haber recorrido{188} un extenso litoral, y haber llegado hasta Ulúa el día de San Juan, determinó enviar un mensajero al gobernador.
Para esta misión, Juan de Grijalva eligió al más distinguido de sus capitanes. Y el más distinguido era sin duda Pedro de Alvarado.
La ambición se despertó con estas relaciones, y bien pronto, el 1.º de febrero de 1519, once buques se desprendían de la Habana.
Era la expedición que caminaba á la conquista de la Nueva-España, bajo las órdenes de Hernán Cortés.
Pedro de Alvarado y cuatro hermanos suyos formaban parte de esta expedición[14].
Triunfante el ejército de Hernán Cortés, entró á la capital de la República de Tlaxcala el 22 de septiembre de 1519; los habitantes de la ciudad recibieron á los españoles más que como á vencedores, como amigos y como hermanos.
Mil muestras de cariño se dieron por el senado y por el pueblo á los conquistadores, y entre ellas, y no sin duda la menor, fué entregar á las hijas de los principales señores,{189} al amor de los capitanes de Cortés, después de hacerlas bautizar.
El viejo Xicotencatl, el padre del esforzado y bizarro general de los ejércitos de Tlaxcala, tenía una hija que recibió también las aguas del bautismo, y fué llamada desde entonces Doña Luisa.
Doña Luisa era la más hermosa de las doncellas tlaxcaltecas; sus formas mórbidas y graciosas se adivinaban al través de la rica túnica de algodón bordada de plumas, que bajaba desde sus hombros dejando descubiertos su cuello y sus torneados brazos; su boca pequeña, fresca y nacarada, ligeramente entreabierta, mostraba las rojas encías y los hermosos dientes que caracterizan á la raza indígena de México, y sus ojos ardientes parecían iluminar aquella encantadora fisonomía.
Negra como el ala de un cuervo la cabellera de la doncella, estaba entretejida con sartas de cuentas de oro y de coral, y en sus pies perfectamente modelados llevaba ligeros cacles de pieles ricamente adornados, y sujetos por cintas bordadas de oro que subían entretejiéndose hasta cerca de la rodilla.
Aquella fantástica hermosura debía estar destinada para el más famoso de los capitanes de Cortés, porque aquella joven era la perla y la flor de las bellas de Tlaxcala.
Al volver Doña Luisa de las ceremonias del bautismo, y cuando iba ya á ser entregada{190} al hombre que debía ser su dueño y su amante, todas las miradas de los españoles se clavaban en ella, y por ella se encendían todos los corazones, y todos esperaban con ansia el momento de saber quien sería el feliz mortal que iba á poseer á la Venus de Nueva España.
Doña Luisa caminaba majestuosamente, pero con los ojos bajos y encendida por el rubor, conducida de la mano por uno de los señores de Tlaxcala.
Así llegaron hasta el lugar en que estaba el favorecido.
—¡Tonatiuh! (el sol)—dijeron los Tlaxcaltecas.
—¡Pedro de Alvarado!—exclamaron los españoles.
En efecto, Alvarado ó Tonatiuh, que quiere decir sol, como le llamaban los indígenas, por el color rubio de su pelo, era el dueño de Doña Luisa, la hija del viejo Xicotencatl.
Y quizá nadie merecía como él el amor de aquella mujer. En la batalla de Tabasco, y en las grandes batallas que el pequeño ejército español había tenido que sostener contra los ejércitos Tlaxcaltecas mandados por el indomable Xicotencatl, el joven Pedro de Alvarado se había distinguido entre todos por su arrojo y serenidad; ni contaba á sus enemigos, ni calculaba sus fuerzas, ni desconfiaba de su victoria y de su brazo.{191}
Capitán unas veces, soldado otras, allí donde más se empeñaba la pelea se encontraba siempre Pedro de Alvarado, siguiendo á los más audaces cuando le tomaban por una casualidad la vanguardia, ó conduciéndolos al peligro si así le presentaban lugar de hacerlo las peripecias del combate.
Alvarado era más un proyectil que un hombre, se abría paso entre las compactas masas del enemigo, y dejaba tras de sí como una estela de sangre y de esterminio.
Sin embargo, ese mismo ardor, esa impetuosidad no refrenada de sus pasiones, le arrastró algunas veces á la imprudencia y á la tiranía, como sucedió en la Isla de Cozumel, en donde aterrorizó á los habitantes, y como aconteció después en México; pero Cortés, que era entre aquellos hombres de corazón de acero, como el sol en medio de sus planetas, refrenó los violentos ímpetus del osado capitán.
Los naturales del país llamaron á Pedro de Alvarado desde los primeros días, Tonatiuh (sol), y el nombre de Tonatiuh se hizo célebre, y fué durante mucho tiempo el terror de aquellas comarcas.
Tonatiuh siguió á Hernán Cortés á la capital del imperio de Moctezuma, y ya hemos referido como ayudó á la prisión del infeliz Emperador y la horrible matanza que en el mes «Texcatl» de los mexicanos (mayo de{192} 1520) hizo Alvarado en el atrio del templo mayor.
En la célebre Noche Triste, Alvarado sostenía la retaguardia del ejército español, y á tal peligro se vió expuesto, que dió su nombre á una de las calles principales de esta ciudad.
Cortés volvió á sitiar á México, y como siempre, Tonatiuh fué el más esforzado de sus capitanes, distinguiéndose sobre todo en el asalto del gran «Teocalli» de Tlaltelolco.
El Virrey de México D. Antonio de Mendoza ambicionaba descubrir y conquistar nuevas tierras en las costas del Océano Pacífico.
Las fantásticas relaciones de Fray Marcos de Niza hacían aparecer aquellas comarcas como un paraíso, en el que una tierra, maravillosamente feraz, ocultaba en sus entrañas ríos de plata, y en que los arroyos llevaban arenas de oro.
Dios derramaba allí todas las riquezas que podían ambicionar los hombres, y los metales y las perlas, y cuanto era capaz de cautivar el corazón ó los sentidos, todo se encontraba allí en fabulosa abundancia.
El Virrey Mendoza quiso ponerse de acuerdo{193} y contar con el auxilio del gobernador y capitán general de Guatemala, y el gobernador vino, por tierra, á conferenciar con el Virrey, y envió á las costas de Nueva Galicia una escuadra compuesta de doce naves.
El capitán general y gobernador de Guatemala, que tan poderoso se mostraba, y que disponía tan fácilmente como un rey, de un ejército y de una escuadra, era el pobre aventurero de la isla de Cuba, el capitán de la escuadrilla de Juan de Grijalva, era Tonatiuh, era D. Pedro de Alvarado, caballero del hábito de Santiago y gobernador y capitán general de Guatemala.
No más que entonces Alvarado estaba cojo, de resultas de un flechazo que había recibido en Soconusco.
Don Antonio de Mendoza y Alvarado conferenciaron, según dicen algunos autores, en d pueblo de Maravatío, y de allí partió Alvarado para la costa, con objeto de embarcarse y emprender su expedición.
Eran ya los momentos en que la tropa iba á embarcarse, cuando un correo llegó precipitadamente y se presentó á Pedro de Alvarado.
Las noticias que traía no podían ser peores.
Los naturales de Nueva Galicia se habían sublevado, los españoles habían sido derrotados en el Mixton, y la ciudad de Guadalajara estaba en grande aprieto, y el gobernador{194} Cristóbal de Oñate imploraba el auxilio de Alvarado.
Pedro de Alvarado no vaciló ni un instante, suspendióse el embarque, la tropa se puso en marcha, y pocos días después el gobernador de Nueva Galicia y el de Guatemala se encontraban en Tonalán.
Pero los dos gobernadores pensaban acerca del éxito de la campaña, de distinta manera.
Alvarado, orgulloso con sus antecedentes, con sus hazañas, con sus riquezas y su poder, con su nombre y con su gloria, despreciaba á los sublevados, como enemigos á quienes estaba acostumbrado á vencer.
Cristóbal de Oñate, más cauto con la derrota de Mixton, y conociendo las inexpugnables posiciones de los insurrectos, aconsejaba la prudencia y desconfiaba del éxito.
Como sucede siempre en tales casos, prevaleció entre ambos pareceres el más desacertado, y el capitán general de Guatemala no sólo determinó salir inmediatamente sobre el enemigo, sino que quiso no llevar más tropas que las que él había traído.
«Dispongámonos al socorro—dijo Oñate cuando le vió partir—que discurro necesario para los que nos le han venido á dar.»
Aquellas palabras fueron como una profesía que no tardó en cumplirse.
Los indios se habían fortificado, según algunos{195} historiadores, en las barrancas Mochitiltic, y según otros en Nochistlán, y esperaron resueltamente á los españoles.
Alvarado no se intimidó, y dando la señal del asalto, se puso al frente de los suyos, decidido á tomar á viva fuerza aquella posición.
Empeñóse el combate y los asaltantes empezaron á trepar por la pendiente con raro denuedo; pero los otros se resistieron con brío, y comenzaron á rodar grandes peñascos, que chocando contra los árboles, los hacían estallar como si fueran de cristal, y arrastrando en su caída cuantos obstáculos encontraban, infundían el pavor entre los españoles, atemorizados por el estrago y el ruido de aquella corriente no interrumpida de rocas.
Pedro de Alvarado comprendió que había acometido una empresa superior á sus fuerzas, y dió la orden de retirada.
Trocáronse los papeles, y los indios, de perseguidos se convirtieron en perseguidores, que saliendo de sus atrincheramientos al observar el movimiento de los españoles, procuraron cortarles la retirada.
La situación era crítica. Alvarado pie á tierra procuraba cubrir la retaguardia de su tropa, conteniendo con mucha dificultad al enemigo, que á cada momento le acometía con mayores ímpetus. El terreno era quebrado y resbaladizo, y la abundancia de las aguas hacía{196} casi intransitables aquellas angostas veredas.
Lograron por fin subir á terreno más firme, y los enemigos aflojaron en su persecución. Sin embargo, como el pánico de una derrota no se disipa con facilidad, los soldados seguían trepando con precipitación por aquellas cuestas, que eran casi inaccesibles.
En un caballo flaco y por demás cansado, aguijándole sin compasión, y queriendo comunicarle con el deseo brío y ligereza, un soldado llamado Baltazar Montoya, escribano del ejército, trepaba por aquellas fragosidades, pareciéndole sin duda que el enemigo le alcanzaba de un momento á otro.
Alvarado marchaba á pie detrás de él, y mirando su afán le dijo:
—Sosegaos, Montoya, que parece que los indios nos han dejado.
Pero el escribano no se dejaba convencer tan fácilmente, y seguía aguijando con furor al pobre animal.
De repente, el caballo tropezó, Montoya lanzó un grito y el animal despeñado comenzó á rodar por la pendiente.
Pedro de Alvarado advirtió lo que estaba pasando casi sobre su cabeza, y quiso evitar el choque, pero fué imposible; el animal cayó sobre él con todo su peso, y dejándolo sin sentido, lo arrastró también en su caída.
Los soldados volaron al socorro de su capitán.{197} Alvarado volvió en sí, y antes que todo, pensó en sus soldados; y queriendo evitar una completa derrota, tuvo la bastante serenidad para despojarse de su armadura y hacerla vestir á uno de los que con él estaban, á fin de que se creyese que él iba bueno y que aun estaba en el combate.
Uno de sus capitanes preguntóle qué le dolía.
—El alma, contestó Alvarado; llévenme donde la cure con la resina de la penitencia.
Esto acontecía el 24 de junio de 1541.
Cristóbal de Oñate llegó á verle, lleno de sentimiento, y Alvarado le confesó que de nadie sino suya era la culpa, por haber desoído los consejos prudentes de Oñate.
Llevaban á Pedro de Alvarado para Guadalajara, y en el camino encontraron al Br. Bartolomé de Estrada, y allí mismo se confesó, y otorgó su testamento ante los escribanos Diego Hurtado de Mendoza y Baltasar Montoya, el mismo que había causado su desgracia. El 4 de julio de 1541, el famoso Pedro de Alvarado había dejado de existir.
Su cadáver fué trasportado después á Guatemala.
Era la noche del 11 de septiembre de 1541. La noticia de la trágica muerte de Pedro de Alvarado acababa de llegar á Guatemala, y{198} su viuda Doña Beatriz de la Cueva lloraba sin consuelo tamaña desgracia, en la ciudad de Santiago, donde estaba radicada.
Varias damas de las principales familias de la población habían ocurrido á hacer compañía á la afligida esposa del capitán general.
Serían las dos de la mañana, cuando se estremeció terriblemente la tierra, por una, dos y tres veces, y se escuchó un pavoroso ruido subterráneo, que venía como de las montañas.
La cima de uno de aquellos montes se desprendió cayendo hacia la parte opuesta de la ciudad; pero de allí mismo brotó un torrente impetuosísimo, que arrastrando inmensos peñascos, se precipitó sobre las habitaciones, sepultando á seiscientas personas.
Doña Beatriz de la Cueva y doce señoras que la acompañaban, perecieron aquella noche entre las ruinas de un oratorio en donde se habían refugiado[15].
Pasaba tranquilamente el año del Señor de 1575.
La Nueva España, gobernada á la sazón por Don Martín Enríquez de Almanza, cuarto Virrey, presentaba un cuadro en verdad halagüeño para su metrópoli.
Los habitantes parecían olvidar sus penas y sus deseos de independencia, y comenzaban á sufrir, sin murmurar, el yugo de sus conquistadores; el comercio era activo, las minas anunciaban ya grandes bonanzas, y las artes y las ciencias empezaban á tener su asiento en la capital de la colonia. Estaba ya fundado el colegio de los jesuitas, que después se llamó de San Gregorio, se abrió el Seminario de San Pedro y San Pablo, que luego tuvo el nombre de San Ildefonso, y el canónigo{200} tesorero Don Francisco Santos estableció un colegio de pasantes nobles, que fué el conocido por colegio de Santos, y estuvo situado en la calle de la Acequia, célebre por más de un título, y sobre todo, por lo extraño de sus constituciones y porque en él vivieron muchas personas ilustres en México por su ciencia.
Nada, pues, parecía turbar la paz de la colonia, y Don Martín Enríquez escribía satisfecho al Rey, pintándole la felicidad de que se disfrutaba en toda la Nueva España.
Una noche, sobre el oscuro cielo de México, puro y tachonado de estrellas, apareció repentinamente un cometa[16].
Aquella era una terrible señal de grandes males para los sencillos descendientes de Moctezuma, que no podían aún olvidar que un cometa había también anunciado á sus padres la llegada de los españoles, la caída del poderoso imperio de los aztecas y la esclavitud de su raza.
Los ánimos comenzaron á turbarse, negras y siniestras preocupaciones se apoderaron de los hombres más audaces, y una nube de tristeza y desconsuelo pareció envolverlo todo desde aquel momento.{201}
El cometa era para todos el mensajero de grandes calamidades; sólo que todos se perdían en conjeturas, creyendo unos que anunciaba guerras sangrientas, otros pensando que indicaba hambres, y otros suponiendo que traía la peste.
No hubo desde entonces un corazón tranquilo ni un espíritu sosegado: el presentimiento de la desgracia era unánime.
Duró el cometa algunos días sobre el horizonte, y luego desapareció, pero no con esto tornó la calma.
Una mañana, á cosa de las ocho, brillaron repentinamente también en el firmamento tres soles.
Tres soles, pero iguales; tres soles que caminaron por el cielo, causando el más terrible espanto á los mexicanos, hasta la una de la tarde, en que dos de ellos se apagaron.
El terror y el sobresalto no tuvieron entonces límites, y aquellos fenómenos se interpretaban, ya como el anuncio de un cataclismo universal ya como el aviso celeste del próximo fin del mundo.
Así, en medio de angustias y de temores, concluyó el año de 1575[17].{202}
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Entrada apenas la primavera de 1576, y sin preceder causa alguna manifiesta, se desarrolló entre los naturales de la Nueva España la peste más terrible y desoladora de cuantas se registran en los anales de la historia.
Los síntomas de aquella espantosa enfermedad nada tenían de extraños, y sin embargo, ninguno de los atacados llegaba á salvarse, ni había médico ni remedio alguno que pudiera darles alivio.
Anunciábase el mal por un fuerte dolor en la cabeza, é inmediatamente sobrevenía la fiebre; pero una fiebre voraz, que agitaba de tal manera á los infelices epidemiados, que no les permitía cubrirse ni con el vestido más ligero.
Aquellos desgraciados, como huyendo del fuego interior que los devoraba, salían con horror de sus habitaciones, y así desnudos y como locos, vagaban por los patios de sus casas ó por las calles, y allí expuestos á la inclemencia, y sin auxilios de ninguna clase, y en medio de una constante é inexplicable inquietud, expiraban, después de nueve días de padecimientos, en el último de los cuales tenían una gran hemorragia por las narices.
Aquella calamidad cundía de una manera{203} espantosa, sin que nada bastara á contenerla, y «tenía—dice el padre Cabo—tan maligno carácter, que no se puede explicar...... teniendo la singularidad de que contagiándose casi todos los naturales, los españoles é hijos de ellos gozaban de salud.»
Con la peste llegó también el hambre; el contagio había penetrado en todas las casas de los mexicanos; los que quedaban libres huían con horror de los apestados: una tristeza profunda y un terror pánico se apoderaron de todos los corazones; ni había quien atendiese á los enfermos, ni quien procurase llevarles algunos alimentos: el que no sucumbía por la fuerza de la enfermedad, moría víctima del hambre y del abandono, y el miedo hizo también morir á muchos infelices.
Los alrededores de la capital, los barrios que estaban fuera de la traza, que era el centro de la ciudad, destinado exclusivamente para las habitaciones de la colonia española, presentaban un cuadro de muerte y desolación imposible de describir.
En las puertas de las casas y en las calles, montones de cadáveres; cadáveres en los patios, cadáveres en los canales, en las canoas, en los campos, en los caminos; cadáveres por donde quiera y en todas partes.
Familias enteras morían agrupadas, hijos expirantes que se abrazaban con el inanimado cuerpo de sus padres, madres moribundas{204} que tenían sobre su regazo las cabezas yertas de tres ó cuatro de sus hijos, niños inocentes que se arrastraban entre los cadáveres de sus padres buscando el abrigo y el alimento.
Aquello era horrible; aquella confusión de sexos y de edades en los cadáveres; aquella desnudez expuesta á la luz del sol; aquel hacinamiento de cuerpos en repugnantes posturas, cubiertos de sangre, pero demacrados, pálidos, contraídos; aquella soledad ante la muerte; aquella raza que moría toda y quedaba insepulta: todo, todo era sombrío y espantoso.
Algunas veces los moribundos tenían que hacer un esfuerzo sobrenatural para ahuyentar á los perros, á los lobos y á las aves que se arrojaban ansiosos sobre el cadáver del hijo, á presencia de la expirante madre, y sobre los restos de la esposa, al lado mismo de su agonizante prometido.
El Virrey Don Martín Enríquez y el Arzobispo Don Pedro Moya de Contreras pensaron al principio en establecer hospitales; pero muy pronto la peste se hizo tan general, que fué imposible usar de este arbitrio, tanto por el número de los enfermos como porque no había ya quien los asistiese.
En vano se apeló al auxilio de la ciencia; en vano el Dr. Don Juan de la Fuente, uno de los médicos más célebres de aquellos tiempos, procuró en el Hospital Real estudiar en{205} los cadáveres de los apestados, y descubrir algo que le indicase el origen y la causa del mal. El diagnóstico era imposible; pero seguro el pronóstico, la muerte.
Cuanto á un enfermo producía momentáneamente alivio, causaba á otro la muerte con más violencia; y ya en aquellos momentos era un devaneo pensar en dar asistencia á los contagiados; apenas se podía conseguir personas que estuvieran cavando constantemente sepulturas para impedir que los cadáveres se corrompieran en las calles y en los campos, ó fueran pasto de los animales.
Los mexicanos creían ya que su raza iba á desaparecer de la tierra, y los españoles miraban con espanto que iban á quedar solos en medio de aquel inmenso desierto.
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En el extenso territorio de México se encuentran todos los climas, todas las temperaturas, y se hallan pueblos situados casi á la altura de las eternas nieves, y pueblos que viven bajo el ardiente sol de los trópicos.
Y sin embargo, la peste se cebaba implacable lo mismo en los habitantes de las costas del Atlántico y del Pacífico que en los que vivían en los fríos valles de Toluca y de Puebla, ó en las faldas del Tancítaro, del Iztatzihuatl ó del Zitlaltepetl.{206}
Pero donde aquellos estragos se hacían más espantosos era en la capital, tanto por el mayor número de habitantes, como por la triste condición á que habían quedado reducidos después de la conquista.
Llegó un día en que no había quien siquiera viese á los apestados.
Entonces, el Arzobispo Don Pedro Moya de Contreras llamó á los superiores de las religiones y comunidades, y les encomendó el cuidado de los enfermos.
Desde este momento el purísimo sol de la caridad iluminó aquella tierra, sobre la que Dios hacía pesar una calamidad tan espantosa.
La historia de aquellos días de llanto y de tribulación para los desgraciados indígenas, es la inmortal página de gloria para el clero mexicano, es la aureola de luz con que aquellos santos y apostólicos varones se presentaron á pisar los umbrales de la eternidad para reclamar sus puestos entre los elegidos del Hombre-Dios.
Dominicanos, jesuitas, agustinos y franciscanos se distribuyeron por las calles y los barrios, llevando las medicinas, los alimentos, las ropas, los auxilios de la religión, y sobre todo, el santo y sublime consuelo de la caridad.
Unos curaban con sus mismas manos á los enfermos, otros escuchaban sus confesiones y{207} les administraban el Viático y la Extremaunción, otros sacaban de las casas y recogían de las calles los cadáveres para darles sepultura, y todos, llenos de ese admirable espíritu de amor á sus hermanos, que no pudo ser comprendido en el mundo hasta que el Cristo mismo vino á explicarlo, todos prodigaban consuelos y esperanzas, é inspiraban la resignación entre aquellos millares de víctimas que sucumbían diariamente.
La noche negra de la desolación hizo brillar la estrella pura de la caridad; aquella era una terrible batalla que se daban la desgracia y la reina de las virtudes.
El triunfo de la caridad se debió entonces á las comunidades religiosas.
El ejemplo de los clérigos y de los frailes de la capital fué seguido con entusiasmo por el clero de las provincias y por las familias de los españoles.
Las damas más principales andaban en las chozas de los infelices, curando á los enfermos y llevándoles ropa y alimentos.
Los curas de los pueblos no descansaban tampoco un instante en sus evangélicas tareas.
Cuando se escribe una obra como el LIBRO ROJO, en que á cada paso se tropieza con un crimen ó con un acontecimiento originado por las malas pasiones de los hombres, se tiene un inexplicable sentimiento de bienestar{208} al encontrarse con acciones nobles y con hechos dignos de memoria eterna, porque hay un verdadero placer en describir ciertos rasgos en que la humanidad se muestra á nuestros ojos, no tal como es, sino como debiera ser, llena de abnegación, de amor, de caridad.
El año de 1577 comenzó, y la peste seguía asolando á la Nueva España; pero como incansables, como invencibles gladiadores, los frailes y los clérigos seguían luchando con la desgracia brazo á brazo.
En aquel año las estaciones parecían haberse conjurado también contra los desgraciados indígenas, porque aconteció que desde principios de abril, cosa hasta entonces nunca vista, la estación de las aguas comenzó con toda su fuerza.
Pero esto no era un obstáculo para los que velaban por los apestados. Durante aquellas noches tempestuosas, cuando la tormenta descargaba su furia sobre la ciudad, cuando el agua caía á torrentes, y se iluminaban fantásticamente el valle y las serranías con la roja luz de los relámpagos, y el trueno se repercutía en las cañadas y entre las selvas, por los lejanos y oscuros callejones, inundados y peligrosos, se podía continuamente distinguir la incierta luz de un farolillo que ya avanzaba, ya retrocedía, ya se perdía en una casa para volver á brillar de nuevo, ya bajaba hasta el nivel de la tierra, deteniéndose allí como{209} para alumbrar algo, dibujando con su indecisa claridad algunas sombras en las negras paredes de las casas.
Eran los frailes que buscaban á los enfermos para curarlos, á los moribundos para auxiliarlos, á los cadáveres para darles sepultura, á los niños huérfanos y abandonados para recogerlos, para evitar que muriesen de hambre y de frío.
Misión heróica, que debió hacer llorar de ternura á los mismos ángeles.
En los canales de la ciudad se representaban escenas terribles y patéticas.
Las canoas cruzaban por todas partes, y en la mayor parte de ellas los frailes remaban. Unas conducían esperanzas para los vivos, otras llevaban montones de cadáveres.
Pero aquella lucha debía tener también sus mártires entre los soldados de la caridad, y los tuvo.
El rector de los jesuitas y un gran número de dominicanos, de agustinos y de franciscanos, sucumbieron, no por la peste—con la cual no se contagiaron—sino de resultas de la terrible fatiga y de la afección moral causada por la continua presencia de escenas tristes y conmovedoras.
La historia no nos ha trasmitido ninguno de los nombres de aquellos héroes y de aquellos mártires al referirnos sus hazañas, y nosotros{210} al recordarlos, sólo podemos repetir las sublimes palabras del Crucificado:
«En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviéreis amor los unos con los otros.»
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Aquella horrible peste, á la cual algunos llaman el Matlatzahuatl, que dejó desiertas y tristes grandes ciudades y floridas campiñas, cesó casi repentinamente á fines de 1577. El Virrey, que por conducto de los gobernadores y corregidores se había informado escrupulosamente de cuanto acaecía, hizo que se guardara en el archivo de la ciudad el testimonio del número de muertos, y eran...... más de dos millones[18].
Lo que vamos á referir sería para novela exagerado, y, sin embargo, es exactamente cierto. Nuestra historia antigua, relegada por muchos años á las polvosas librerías de los conventos, tiene episodios que darían materia para escribir muchos y divertidos volúmenes. Conocida y popular, si se quiere, es la historia de los conquistadores, españoles, pero están olvidadas las aventuras verdaderamente románticas de los muchos religiosos que, movidos del espíritu evangélico y de esa rara heroicidad de convertir á la fe cristiana á los idólatras, no conocían ni distancias, ni temían á las tormentas, ni les asustaba ningún género de peligro, y cuando les sobrevenían algunos de esos contratiempos tan comunes en los largos viajes en tierras desconocidas y sembradas por todas partes de peligros, todo lo referían á Dios, y morían, no con el indómito orgullo de los sanguinarios capitanes, sino{212} con la tranquila serenidad del verdadero creyente que ve en su última hora abiertas las eternas y diamantinas puertas de los cielos.
Hemos hablado de las flotas, y tendremos que volver más de una vez á este tema, porque las flotas que de la Península Española venían á México y regresaban, eran las más veces ó el principio ó el fin de sucesos importantes ó de raras aventuras.
Cincuenta años después de la conquista, el comercio era ya muy activo en México, grandes cargamentos transitaban desde Veracruz hasta Chihuahua, y cada cierto período los comerciantes de todas las ciudades españolas ya fundadas, se reunían y emprendían con sus criados, y muchas veces con sus familias, un viaje al puerto para vender los frutos de la agricultura y comprar los de ultramar. Algunas de las minas que después han sido célebres, comenzaban á derramar sus raudales de plata, y aunque La Santa Hermandad había limpiado los caminos de ladrones, los aventureros que venían en busca de la fortuna, y funcionarios de la Corona que eran enviados de España, ó regresaban, ó atravesaban los caminos seguidos de escuderos y de criados armados con grandes lanzas, y á veces con armaduras de acero como en los tiempos de la guerra. Todo este movimiento se aumentaba con la llegada ó con la salida de una flota del puerto de Veracruz.{213}
A mediados del año de 1553, una flota estaba para darse á la vela. La Capitana era el navío de mayor porte, ya armado en guerra, ó ya perteneciente á la marina real. Además de la Capitana había siempre otros barcos con algunos cañones y tropa, y ellos servían de custodia á todos los buques mercantes que se reunían para hacer entonces una larga é incierta navegación, ya porque así sucede siempre en barcos de vela de muy poco porte, y ya también porque los marinos españoles, aunque atrevidos y resueltos, no conocían como hoy se conocen con tanta precisión las corrientes, los cayos y los arrecifes de que está sembrado todo ese mar que se llama de las Antillas, peligroso por demás en la cruel estación del invierno.
Quizá en ninguna otra época como en esta vez bajó tanta gente á Veracruz. Pasaban, entre amos, criados, cargadores y comerciantes, de cuatro mil personas, que tenían por principal objeto comprar, vender y cambiar mercancías. Los que tenían conocimientos se alojaron en las casas, gozando de esa franca hospitalidad española, que tan generosamente sabían dar á sus amigos los comerciantes de Veracruz, regalándolos con excelente pescado y con los más exquisitos vinos. La gente de menos relaciones y valía formó barracas y campamentos en las afueras de la ciudad. Era una verdadera feria.{214}
Durante el día, el calor devorante mantenía á todos los huéspedes dentro de sus improvisadas habitaciones, y otros también ocupaban en la ciudad su tiempo en los negocios; pero cuando caía el sol, cuando las ondas mansas comenzaban con un monótono ruido á lamer aquellas arenas de fuego, y cuando la brisa arrojaba por intervalos esas ráfagas perfumadas y consoladoras que dan la vida en las regiones tropicales, todo comenzaba á animarse y á tomar un aspecto de alegría y de movimiento. Las luces se encendían en todas las barracas, y comenzaba la música, el baile, el juego y la conversación, y los ruidos misteriosos de la naturaleza formaban un extraño acompañamiento al bullicio y al ruido de los hombres. Las noches se pasaban así, hasta que la flota aparejada anunció que sólo esperaba un buen viento para darse á la mar. No hemos podido averiguar en la historia quién era el general de ella. En algún autor hemos leído el nombre de Corso; pero poco interés tiene esta indagación histórica para lo demás de nuestra narración.
Después de esperar varios días, amaneció uno hermoso y despejado; á poco sopló un viento favorable. Las anclas se comenzaron á levantar, las velas blancas se hinchaban, y aquella multitud de barcos que habían estado sombríos y tristes, balanceándose junto á Ulúa con el impulso de la marea, parecía que{215} repentinamente se trasformaban en una alegre y blanca parvada de aves marinas.
La agitación en el puerto fué sobre toda ponderación. Más de mil personas de todos sexos y edades, que hacían viaje, ocurrieron al muelle con el resto de sus equipajes, y casi exponiéndose á caer en el agua saltaban en los botes, pateando y echando ternos cuando no lo podían hacer, y creían, porque tal era su ansia, que si perdían un minuto podían quedarse en tierra. Los deudos y amigos ocurrieron á despedirse á los embarcaderos, y no faltaron, como es de suponerse, lágrimas, y caricias, y abrazos, promesas y bendiciones, porque mil gentes que se van, siempre dejan en tierra lo menos otras tantas que las amen y se interesen por su suerte.
Entre las personas que había en la playa, casi todas fijaron su atención en una dama. Se presentó al embarcadero vestida lujosamente de seda, como si fuese á asistir á un baile, la garganta y los dedos de sus manos llenos de diamantes y piedras exquisitas de colores. Era alta, morena, de cabeza orgullosa y levantada. Su labio superior, un poco grueso y desdeñoso, estaba sombreado con un ligero bozo, y sus grandes ojos negros parecía que mandaban y exigían la sumisión y el respeto. Esta dama iba seguida de una doncella indígena y de cuatro negros. Llegó separando imperiosamente con la mano á los{216} que le estorbaban el paso, á una lancha grande que sin duda estaba preparada para ella, y los marineros, que también eran negros, en cuanto la vieron se pusieron en pie y saludaron, saltando algunos á tierra para despejar el campo y ayudarla á embarcar. La doncella entró primero, teniendo en la mano un pequeño cofrecillo de sándalo, en seguida la dama dió resueltamente un paso, á pesar de los balanceos de la lancha, y saltó con firmeza á uno de los bancos, quedando en pie un momento, paseando su mirada por toda aquella multitud que cubría la playa y que también se fijaba en ella por su agilidad, por su hermosura y por la riqueza de sus joyas. Cuando los bogas se acomodaron y desviaron la lancha del muelle, la dama se sentó en la popa, y tomando el timón dijo en voz alta: «A la nao de Farfán.» La materia de la conversación recayó, por el momento, sobre las maneras y la hermosura de la dama. Unos creían conocerla, otros equivocaban su nombre, otros manifestaban que la amistad y ciertas consideraciones los obligaban á guardar silencio. Sin saberse el origen y el motivo, se esparció la voz de que aquella mujer, tan arrogante y tan resuelta, podía ser muy bien el diablo disfrazado, y causarles algún mal en el viaje. Muchos rieron; pero otros llevaron á bordo de las naves esa idea supersticiosa y la comunicaron á los demás pasajeros.{217}
El toque solemne de una campana en la plaza y un cañonazo que disparó la Capitana anunciaron que la flota partía, y en efecto, poco á poco y una tras otra fueron saliendo las naves del canal, tomando el largo y alejándose, hasta que al caer la tarde se perdieron entre las brumas rojizas del crepúsculo.
En la noche, el campamento alegre de la víspera estuvo silencioso y oscuro. Los vecinos y comerciantes de Veracruz, fatigados y tristes, se recogieron más temprano, y al día siguiente multitud de viajeros que regresaban á México cubrían los caminos. En esa flota iban cuantiosos tesoros de oro, plata y perlas, y quizá en ninguna otra se embarcó tal número de gente de caudal y de una posición notable. Entre los pasajeros iban cinco religiosos, que eran Fr. Hernando Méndez, Fr. Diego de la Cruz, Fr. Juan de Mena, Fr. Juan Ferrer y Fr. Marcos de Mena, todos del convento de Santo Domingo de México.
Mientras que navegan los bajeles rumbo á la Habana, tenemos que decir dos palabras de la dama en quien también habremos probablemente fijado nuestra atención.
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La dama altiva, linda y orgullosa que hemos visto embarcarse en Veracruz, se llamaba Doña Catalina. Hemos en vano procurado{218} hallar su apellido y su patria en las narraciones antiguas. Parece que era natural de la misma ciudad de México, y producto de uno de los matrimonios de los conquistadores con las hermosas indias nobles, y esto no se podía dudar al fijarse en el color de su tez, en sus ojos rasgados y negros, y sus manos y pies de una pequeñez exagerada. Esta joven casó, no sabemos en qué época, con Juan Ponce de León, español de bastantes relaciones é influjo en la ciudad, y rico con los productos de una encomienda en Tecama.
En la apariencia los esposos vivían en paz y felices, en una de las casas principales; se les servía por negros y negras, en vajillas de plata; tenían la mejor colección de muebles de Flandes y unas grandes pantallas de Venecia; cataban buenos vinos, asistían á todas las festividades y ceremonias, y su casa era visitada por los caballeros más principales de México. Entre las visitas más constantes y más íntimas se contaba la de Don Bernardino Bocanegra, caballero noble, rico y principal, medio calavera y guapo, que portaba siempre, como la mayor parte de los hijos de los conquistadores, filoso estoque y luenga daga. Este personaje, inquieto y atrevido por carácter, fué muy amigo del Marqués del Valle y tomó una parte activa en todos los lances y conjuraciones de que hemos dado una idea en los artículos anteriores. Malas lenguas{219} decían que las visitas de Bocanegra á la casa del Encomendero de Tecama no eran muy inocentes; y además, los hijos que Ponce había tenido antes en otra mujer, según se infiere de las leyendas, no veían de buen ojo á Doña Catalina. Sea de esto lo que fuere, el caso es que así vivía esta familia, y que tal vez durante los años de 1550 á 1553 ningún incidente notable pasó, y cada quien se quedó con sus conjeturas y sospechas.
Una noche que ni Ponce de León estaba en su casa, ni Bocanegra ni ninguna otra visita había llegado, Doña Catalina llamó á un negro esclavo que tenía, de bastante viveza, y digamos malicia. Se llamaba Francisco, nombre común que se ponía á los Africanos en México, y era de toda su confianza.
—Te voy á hacer un encargo,—le dijo;—y á ningún otro lo haría más que á tí, porque sé cuánto me quieres.
—Yo querer mucho mi ama,—contestó el negro;—mi ama mandar y Francisco dar vida y todo por ella.
—Quizá no se necesita de tanto, pero sí de que, suceda lo que suceda, y aunque llegue el caso de que te pongan en la cárcel y te den tormento, no digas ni una sola palabra.
El negro, al oír la palabra tormento que tenía llenos de terror á los habitantes, se quedó callado.
—Toma, le dijo Doña Catalina dándole un{220} puño de monedas de plata; quería únicamente probar si de verdad me querías; pero para nada te necesito, y puedes retirarte.
Doña Catalina volvió la cara con muestras de enojo, y el negro, conmovido y guardando al mismo tiempo su dinero, se arrodilló ante su ama.
—Francisco querer mucho. Francisco dejar matar. Francisco no decir nada. Mi ama mandar, y Francisco hacer todo.
—Levántate y no hay que asustarse, pues se trata de una verdadera bobada. Cuando D. Bernardino Bocanegra esté de visita, tu estarás pegado á la puerta del zaguán, no dejarás entrar á nadie si yo no te lo mando, y cuando yo te lo diga, abrirás prontamente y dejarás salir á Bocanegra. ¿Has entendido?
—Mi ama mandar, yo hacer todo; mi ama confiar en Francisco.
—Si por algún motivo te preguntaren en alguna ocasión algo de esto, nada dirás, y cuenta con que te daré tu libertad y todo el dinero que quieras; pero ten entendido que ni aun en el tormento deberás de confesar nada. El negro prometió de nuevo á su ama que haría cuanto le tenía mandado, y se retiró siempre un poco triste, pensando en el tormento; pero no alcanzando cómo pudieran en ningún caso ponerle en la cárcel y darle tormento por sólo abrir y cerrar la puerta de la casa de su ama.{221}
Pasaron dos y tres semanas y Francisco cumplía con una minuciosa exactitud las órdenes de Doña Catalina. Si alguno tocaba la puerta, Francisco inmediatamente decía:
—Mi amo y mi ama dormir y yo no abrir.
Apenas Doña Catalina le hablaba, cuando Francisco, listo, abría la puerta á D. Bernardino Bocanegra, y lo único que le llamaba la atención y le recordaba el tormento, era que su amo D. Juan Ponce de León entraba á su casa apenas daban en las iglesias el toque de ánimas, mientras que D. Bernardino Bocanegra salía á las dos ó las tres y á veces á las cuatro de la mañana. Francisco hacía mil cuentas y cálculos en su cabeza, y al último se tranquilizaba diciendo:
«Dormir dos—pues dormir ó platicar tres.»
Una noche, poco después de las doce, Doña Catalina salió al corredor y gritó á Francisco con una voz visiblemente temblorosa y cortada: Francisco, abre con cuidado y sin ruido, y registra si alguien pasa por la calle. Francisco, que ya otras noches había recibido igual orden, abrió el postigo suavemente, asomó su negra cabeza en una todavía más negra noche, examinó por todas partes y luego se retiró y volvió á cerrar, diciendo:
—Calle sola y negra.
—Abre, pues, á Don Bernardino.
Francisco abrió y Don Bernardino salió{222} embozado hasta los ojos y vacilando como si hubiese bebido vino.
—Don Bernardino emborrachar,—dijo el negro; pero sintiendo alguna cosa húmeda en su mano que se tropezó al abrir con la de Bocanegra, se acercó á un farolillo que ardía en el descanso de la escalera, delante de la imagen de una Virgen, y notó que era sangre.
—Dar tormento á Francisco,—dijo espantado el negro. De tres, morir uno. Ama no, Don Bernardino no. Amo Ponce sí—y sin poder articular una palabra se sentó para no caer, en un escalón de la escalera.
La casa, excepto esa luz vacilante del farol, estaba lóbrega y oscura. Los demás criados relegados y encerrados en el extremo opuesto, como de costumbre, dormían profundamente. Francisco tuvo miedo, y tan pronto pensó gritar, como salirse y dejar abandonada la casa; pero sus ideas tuvieron que cambiar repentinamente. Doña Catalina, medio vestida, medio desnuda, con su gran cabellera suelta y tendida como un manto de terciopelo negro en las espaldas, con sus grandes ojos amenazantes, se presentó ante Francisco con un largo estoque en la mano.
—Mira, esclavo de Lucifer,—le dijo blandiendo el estoque—si gritas ó si no haces ciegamente lo que te mande, te hago pedazos el corazón; por el contrario, si me obedeces, te daré dinero, mucho dinero.{223}
Francisco quiso arrodillarse y no pudo, quiso hablar y la palabra se le anudó en la garganta. Doña Catalina, que observó á la escasa luz del farol que Francisco estaba anonadado, varió de tono.
—No hay que asustarse, levántate; ten calma y óyeme lo que te voy á decir.
Francisco, más tranquilo, pudo incorporarse y escuchó.
—El amo está muerto. Es menester decir que los ladrones le han matado y que á tí te han herido.
—No herir á mí.
—Sí; lo verás,—dijo Doña Catalina, y le rajó con el estoque una mejilla. El negro dió un grito y llevó la mano á la cara.
—No es nada, y calla. Te he cortado apenas lo bastante para que te salga sangre. Después te curaré y te daré dinero; pero por ahora aquí te has de quedar tirado y te has de fingir desmayado.
La cortada no era grave ni profunda; pero el negro no tuvo necesidad de fingir, sino que con el susto y la pérdida de la sangre se desmayó efectivamente.
—Bien, dijo Doña Catalina mirando al negro y tirando en un escalón la arma, que era un estoque común y ordinario, sin marca alguna. Ahora lo demás; y esto diciendo, se dirigió á la puerta, la abrió un poco y se asomó á las espesas tinieblas de la noche, comenzando{224} á dar gritos y á pedir el favor de la justicia.
En esos años había materialmente una plaga de ladrones tal, que no se podía, á las ocho de la noche, andar en la población sino provisto de hachas de brea y seguido de media docena de criados armados.
Los alguaciles recorrían las calles y la justicia vigilaba; así es que antes de media hora los gritos de Doña Catalina habían sido escuchados, y un puñado de alguaciles precedidos de un alcalde llegaban á la puerta.
—Mi marido asesinado y mi esclavo también, mis alhajas robadas, ¡favor, favor, señores!—gritó Doña Catalina; y como hemos dicho que su traje era muy parecido al de nuestra primera madre, los alguaciles se apresuraron á favorecerla y á creer cuanto les dijese. Entraron á la casa y encontraron en el descanso tirado á Francisco en un charco de sangre. Subieron y notaron los trastos, las ropas, todo en desorden y con señales visibles de haber sido manejado y revuelto. Penetraron á la recámara y encontraron en la cama á Juan Ponce de León cosido á puñaladas y nadando en su sangre. Una espada y un estoque tirados en el suelo, demostraban que Ponce había tratado de defenderse.
Doña Catalina les contó lo que le pareció conveniente, lleváronse el cadáver de Ponce, y lo mismo hubieran hecho con el del negro,{225} pero habiendo observado que se movía y que su herida no era grave, le dejaron de pronto al cargo y responsabilidad de Doña Catalina, que como dama hermosa y principal, fué tratada con las mayores consideraciones.
Lo que pasó efectivamente lo supieron Bocanegra, Doña Catalina y Dios. ¿Riñeron Ponce y Bocanegra, ó entre el amante y la dama mataron al marido? Eso fué lo que nunca se quiso ni se pudo averiguar.
Como Ponce era rico y muy relacionado, el suceso causó grande impresión en la ciudad, Doña Catalina vistió de luto á todos los criados, y ella se encerró sin dejarse ver de nadie. Francisco, restablecido de su cortada, quedó en la casa por súplicas de Doña Catalina, obligado sólo á presentarse á la justicia cuando fuese llamado. Se comenzaron á hacer pesquisas, y durante muchas semanas todo fué inútil.
Ocurrióle al Alcalde que dió auxilio á Doña Catalina, preguntar por Bocanegra, y resultó de las indagaciones, que desde la noche del suceso no se le había vuelto á ver en la calle. Dióse orden de prenderle, y no se le encontró ni en su casa ni en ninguna parte. Entonces se mandó por el negro Francisco, se le puso en la cárcel, y no queriendo confesar nada se le dió tormento, y durante él confesó lo que había pasado con relación á la puerta, pero nada más. La justicia comenzó{226} á obrar con actividad; pero como entonces y ahora las leyes no se aplican á los poderosos, Doña Catalina, á fuerza de dinero, consiguió que terminara la causa, sentenciándola á destierro de las Indias, y á entregar diez mil pesos á cada uno de los hijos de Ponce, que la historia no dice cuántos eran. Doña Catalina arregló sus negocios, levantó su casa, reunió sus alhajas, que llevaba la doncella en el cofrecillo de sándalo. El esclavo Francisco, con su señal en la cara y medio desquebrajado por el tormento, pero libre, tuvo también que hacer el viaje. Tal era la dama que con dirección á España se embarcó en la nao de Gonzalo de Farfán.
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Seguramente el viaje de la flota fué en los terribles y peligrosos meses de Septiembre ú Octubre. Al día siguiente se cubrió de nuevo el tiempo, y así con una mar gruesa, con un cielo de plomo y bordeando con trabajo, pues soplaba por lo común viento de proa, la escuadra llegó después de catorce días á la Habana. Allí permaneció una semana, desembarcaron unos pasajeros, se embarcaron otros, y á las grandes riquezas que llevaban los barcos se añadieron algunos tesoros de los ricos especuladores que poblaban entonces las islas.{227}
Antes de salir la flota de la Habana, Farfán se entró al camarote de la dama.
—Doña Catalina, le dijo, desde que salimos de Veracruz hemos traído un tiempo de perros. Los marinos somos así, y yo declaro que no os llevaré más á bordo. No me obliguéis á deciros los motivos. Vamos, es una idea.
Doña Catalina, colérica, insistía en quedarse en la nave; pero el marino fué inflexible, y llegó á decirle que si al volver á la mar continuaba el tiempo malo, si ella estaba á bordo la mandaría arrojar al agua. La orgullosa mujer mandó á uno de sus negros á buscar pasaje, y en dos ó tres embarcaciones le fué rehusado, hasta que á ruego de los cinco padres domínicos fué admitida en el mismo barco en que ellos iban.
Salió por fin la flota de la hermosa bahía de la Habana sin que el tiempo mejorase; dió vuelta al peñasco que hoy se llama el Morro, y hasta los cuatro días logró entrar en el canal de la Florida; tanto así eran los vientos que la empujaban al Golfo de México, de donde trataba de salir. El quinto día el cielo se puso más terrible y amenazador. Gruesos, amoratados y espesos copos de nubes parece que salían de las aguas y llenaban el horizonte de una siniestra oscuridad. El mar tenía, al parecer, poco oleaje, pero hervía como si tuviese una caldera en el fondo, y sin saberse por qué, los barcos se estremecían repentinamente, como si pasase por su quilla el lomo de una ballena. Este es un fenómeno quizá peculiar del Golfo y de todo el mar de las Antillas, de modo que algunas veces se experimentan fuertes sacudimientos, á la vez que las olas apenas se levantan media vara{229} en la movible superficie. La Capitana hizo sus señales, y todos los barcos, que eran quizá treinta y que caminaban en conserva, comenzaron la maniobra; unos arriaron completamente sus velas y quedaron cabeceando, arrastrados por las aguas rápidas del Gulf Stream, otros se quedaron con la vela mayor, y otros atrevidos largaron, como dicen los marinos, todos los trapos, y rápidos como los alciones comenzaron á hundirse y á salir sucesivamente de los abismos que ya con lo recio del viento comenzaban á formarse. El canal de la Florida está lleno de cayos, de islotes, de arrecifes, de costas bajas y engañosas, y el peligro era, que cerrando la noche y arrastrados por las olas y el viento, viniesen los barcos á dar en algún escollo. La noche llegó, no sólo oscura, sino llena de esas tinieblas flotantes que tanto pavor causan en la mar, y que no se sabe si son los vapores que salen del agua, ó los vapores que caen del cielo; el caso es que materialmente se ve que el barco tiene que abrirse paso en esa profunda ó interminable oscuridad que cada vez es más negra y más pavorosa. La Capitana encendió un farol á popa y otro á proa, los demás barros sólo encendieron uno á proa, y un cañonazo anunció que cada momento se aproximaba más el peligro.
La noche borrascosa y amenazadora pasó, sin embargo, sin novedad, y los pasajeros saludaron{230} con una especie de frenesí los primeros rayos del sol. Un momento el astro del día se abrió paso por entre las capas de nubes é iluminó la superficie agitada del Océano, de ese Océano inmenso que azota con sus olas las orillas frondosas y fértiles de la América y las arenas abrasadoras de la costa de Africa. Todos los barcos habían conservado hasta cierto grado una distancia conveniente y se podía con el anteojo reconocer que la escuadra estaba completa. La mayor parte de los capitanes, aunque el viento marcaba un cuarto al Nordeste, y era fuerte, aprovecharon el sol y comenzaron á desplegar sus velas. Sólo la nave de Farfán conservaba únicamente la vela de foque y capeaba el viento. El día se pasó así, pero al ponerse el sol, unos reflejos entre amarillos y sangrientos que se notaban en algunas partes del horizonte, alarmaron á los capitanes y determinaron amainar las velas y esperar el viento á palo seco. La nave de Farfán ganaba el largo, mientras el barco en que iban los padres domínicos parecía visiblemente empujado á los arrecifes. Otros barcos seguían sin poderlo evitar el mismo rumbo. Cosa de las once de la noche, el viento se desencadenó y comenzó á soplar con una furia nunca vista. Todos los barcos encendieron las luces, y los que estaban armados comenzaron á poner señales y á tirar, conforme á las ordenanzas de{231} marina, cierto número de cañonazos, para advertir á los demás el peligro.
No es fácil describir ni la confusión, ni las lágrimas, ni el espanto de los que estaban á bordo de cada barco. Ya hemos dicho que había más de mil personas distribuidas en buques que hoy llamaríamos miserables barquichuelos, y entre ellas se encontraban muchas mujeres, niños, esclavos, y también algunos indios que en calidad de sirvientes acompañaban á sus amos á España. En la nave en que iban los religiosos domínicos pasaba una escena todavía más terrible. Los pasajeros y marineros, que tenían la idea fija en la cabeza de que Doña Catalina era el diablo en persona, ó al menos la causa de la tormenta, bajaron al camarote y encontraron á la dama presa del mareo y del terror de una muerte próxima. Se apoderaron de ella y la subieron á cubierta, resueltos á arrojarla al mar. La mujer, que al principio no sabía de qué se trataba, se dejó conducir, pero advertida por el negro Francisco del peligro que corría, y recobrando sus fuerzas y energía, derribó á los que la conducían y corrió á buscar refugio cayendo á los pies y abrazando las rodillas de Fr. Marcos de Mena, que sereno y resignado en medio de la tempestad rezaba y encomendaba su vida y la de sus compañeros al Señor que aplaca los mares y calla el ruido temible de los vientos.{232}
Fray Marcos acogió con bondad á Doña Catalina, con palabras suaves y persuasivas calmó los temores y la cólera de los marinos, y les dijo que todos estaban entregados á la voluntad divina, y que ningún influjo maléfico ejercía Doña Catalina ni nadie en los vientos y en la mar. La furia de la tempestad no dió por lo demás lugar á más conversación. Una ola, estrellándose contra el costado del barco, azotó contra la cubierta á Fray Marcos, á Doña Catalina y á cuantos estaban cerca, y destrozando una parte de la obra muerta, se llevó cuantos trastos encontró. A esa sucedió otra, y otra, y una lluvia como si se abriesen las cataratas del cielo, hizo que todos los pasajeros bajasen á la estrecha cámara. Allí los religiosos comenzaron á rezar, y todos cayeron de rodillas implorando el perdón de sus pecados y la misericordia de Dios.
Las corrientes, el viento, el terror que se había apoderado de los marinos después de tres días de un tiempo tan duro, hizo tal vez que gobernaran mal; el caso fué que las naos cada vez se juntaban más, y se podían oir los lamentos, los juramentos y los gritos que daban mutuamente los pilotos para evitar el que los barcos se estrellasen los unos contra los otros. Una nao venía derecha con una rapidez tal, que parecía empujada por Satanás á estrellarse contra la de los domínicos, pero en{233} el tránsito se atravesó otra, arrojada por una ola, y las dos se chocaron, se oyó un traquido, y antes de cinco minutos el Océano se había tragado naves, palos, pasajeros, todo, como si la garganta oscura de algún monstruo se hubiese abierto y vuelto á cerrar devorando la presa. Los religiosos que habían subido un momento á cubierta, lanzaron un grito de horror y comenzaron á absolver á los náufragos y á encomendar sus almas á la clemencia de Dios.
El viento era cada vez más recio y las olas más altas y amenazadoras. La escena que acabamos de referir se repitió, y se destrozaron mutuamente las naves, otras se hicieron pedazos contra los arrecifes, y otras fueron á embarrancar en medio de las tinieblas y de los horrores de esta tremenda noche, á las costas de la Florida. La nave de Farfán, la de Corso y otras cuatro ó cinco pudieron ganar la alta mar, maniobrando con destreza y energía, y se salvaron.
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Parece que la tempestad no había tenido más designio que hacer perecer la flota, pues así que todos los buques ó habían encallado ó se habían hecho pedazos y hundido, el viento calmó, las olas fueron disminuyendo, y las corrientes alborotadas y contrariadas tomaron{234} su curso natural. El sol del nuevo día alumbró á los náufragos que habían sobrevivido, y encontráronse á poca distancia de la tierra. Con el auxilio de las cuerdas, clavos y tablazón destrozada de los mismos barcos varados, pudiéronse hacer algunas balsas, y como la mar estaba ya mansa, fueron desembarcando sucesivamente los pasajeros con parte de los equipajes, aunque mojados y una cantidad más que suficiente de provisiones. De más de mil y quinientas personas que iban en la flota, sólo se salvaron cosa de trescientas y las que iban en las naves de Farfán, y las demás que como hemos dicho escaparon del desastre. Entre los trescientos que tocaron tierra, contamos á los cinco religiosos domínicos, á Doña Catalina y á su doncella que no abandonó el cofrecillo de sándalo. En cuanto al pobre negro Francisco, seguramente se lo llevó en la noche alguna ola sin que nadie lo advirtiera; el caso fué que no se encontró entre los pasajeros.
El peligro de la mar que era más próximo, no dió tiempo á que reflexionaran los desgraciados náufragos; pero cuando se vieron salvos, se presentó á su imaginación otro riesgo, en el que no habían pensado. Aquellas tierras deberían estar llenas de tribus bárbaras é indomables, y no tardarían en ser atacados por ellas. La costa estaba desierta: sin embargo, muchos se internaron y reconocieron{235} el país, y no encontraron huellas ni señales de que hubiese ningunos habitantes. Esto tranquilizó de pronto á la desventurada colonia arrojada de improviso por las olas en aquella costa inhospitalaria, y pensaron, antes de tomar resolución alguna, en establecer una especie de campamento. Las mujeres se dedicaron á reunir los jamones, el bizcocho, las cajetas y otras provisiones que habían salvado y que les arrojaba la marea. Los hombres examinaron todos los destrozos del naufragio, para aprovecharse de las maderas y jarcia y formar unas barracas, y los religiosos procuraban conservar el orden haciendo que las provisiones se repartiesen con igualdad y que no se ocasionaran en el campamento disputas ni desorden alguno. En estos trabajos pasó una semana tranquila hasta donde era posible, y los que habían perdido sus riquezas comenzaban á consolarse con que harto habían ganado con la vida salva y los miembros íntegros y completos. La esperanza y la felicidad reinó, pues, entre aquellos desgraciados, porque el país era pintoresco y fértil, y el clima suave había influido en reponer sus fuerzas y su salud. Una mañana, al concluir la semana, se presentó á gran distancia una numerosa reunión de indios. La colonia se alarmó naturalmente, pero á medida que se fueron acercando se pudo conocer que venían en son de paz, pues traían los{236} arcos rendidos, y muchos pescados en las manos, que ofrecían á los náufragos con visibles muestras de contento. Con temor, pero con agrado, fueron recibidos por la colonia, y las mujeres se apresuraron á tomar los pescados, y haciendo lumbre comenzaron á guisarlos y á tostarlos en las brazas, é indios y blancos en la mejor armonía se sentaron á regalarse con este repentino banquete de mariscos frescos y sabrosos. El general de la flota, cuyo nombre, repetimos, nos ha sido imposible indagar, desconfiando sin embargo, reunió al disimulo á los hombres más animosos, les dió las armas que se habían salvado, que consistían en dos ballestas y algunos estoques y espadas, y esperó el resultado. Cuando los náufragos estaban más confiados y saboreaban los pescados que les parecían deliciosos, los indios se levantaron repentinamente, lanzaron un alarido terrible y dispararon sus flechas contra aquella reunión de mujeres y de niños inermes. El general, á la cabeza de los españoles armados, arremetió briosamente contra los indios, hiriéndolos con las espadas y ballestas, y hasta las mujeres, armadas de palos y de lo que encontraban, cooperaron á la defensa. Después de cerca de una hora de combate en el que todo fué gritos y confusión, los salvajes huyeron y se internaron en las selvas, dejando maltratadas á varias personas, y cargando ellos con sus heridos y muertos.{237}
Este incidente arrojó la consternación en el campamento, y todos comenzaron á pensar y á discutir seriamente en el partido que deberían tomar, y resolvieron, pues, ponerse en camino y seguir la costa hasta Pánuco, (Tampico), que creían firmemente que estaría á tres días de camino, y hoy se puede juzgar bien, conocida la distancia que hay desde la Florida hasta nuestra costa de Tamaulipas, de su grave error geográfico. El pánico se había apoderado de la colonia. Cada ruido en el bosque, cada silbido del viento, cada ola que se estrellaba en la playa, les parecía el alarido fatal de los bárbaros, y lo que querían era huir á toda costa de aquel sitio donde tenían por segura una desastrosa muerte. Al amanecer del día siguiente, la desatentada gente, sin precauciones ningunas, sin tomar una parte de los víveres que todavía existían, sin recoger la madera que habían arrojado las aguas, echaron á huir, medio desnudos y descalzos, cargando unos sus niños pequeños, y otros llevándolos á pie, sin que de nada valieran las órdenes del general ni los ruegos y exhortaciones de los religiosos domínicos. El maestro Agustín Dávila Padilla dice: «Todos iban á pie, los más descalzos, muchos casi desnudos, y algunos del todo. Las mujeres y niños sentían más el camino y la ocasión les obligaba á que alargasen todos el paso. Sentíanse la hambre y{238} el cansancio, afligía el calor de la arena, y había fuego en la cabeza y fuego en los pies. Lloraban los niños, enternecíanse sus madres y todos marchaban con grandes lástimas, procurando remediarlas descubriendo tierra de cristianos y dándose prisa para descubrirla.»
Cinco ó seis días caminaron así, y poco hay de pronto que añadir á la patética narración que hemos copiado y que hace de este suceso el apostólico varón, autor de la Historia de la Provincia de Santiago de México. Los indios, que estaban ya cerciorados que la gente blanca no tenía armas de fuego, salieron de las selvas y comenzaron á perseguir á los desventurados tirándoles de flechazos é incomodándolos de cuantas maneras podían. El general de la aniquilada flota, que conservaba todavía algún imperio sobre su gente, ordenó la marcha. Los religiosos domínicos tomaron la delantera y exploraban el camino, recogiendo algunos mariscos, yerbas y cuanto creían que podía servir de alimento. Buscaban también los depósitos de agua dulce; cavaban pozos en la arena y disponían para la noche el campamento en el lugar más cómodo. Trabajaban todo el día, alentaban á los cansados, consolaban á las desgraciadas mujeres, cargaban en brazos á los niños largos trechos, ponían troncos de árboles para pasar los bayucos y riachuelos; en una palabra, eran los ángeles protectores de aquella mísera{239} gente abandonada en los infinitos desiertos de la América del Norte. Fray Marcos de Mena, más joven, más fuerte, más activo que los otros religiosos, fué investido de autoridad por todos los peregrinos, de manera que después del general era el único á quien obedecían y respetaban. En el centro se colocaron á las mujeres, niños y ancianos, y la retaguardia la cubría el general, llevando los hombres más fuertes las ballestas y las armas. Los negros é indígenas mexicanos que formaban parte de la expedición, armados de una especie de mazas formadas con troncos de árbol, servían como de exploradores ágiles para correr, para nadar y para reconocer las astucias de los enemigos, prestaban á todos servicios de mucha consideración. Era necesario sostener en el día un continuo combate con los salvajes, y en la noche se hacía necesario que la mayor parte de los hombres de armas permaneciesen en vela para no ser sorprendidos. Cualquiera, con solo la lectura de estos renglones, en que se refiere simplemente esta desastrosa peregrinación, puede figurarse el terror y los sufrimientos de aquellas gentes en las noches lóbregas, tempestuosas, rendidos de la fatiga, temblando con el frío y la humedad, heridos algunos de las flechas, y rabiosos todos de hambre, y sobre todo de sed, pues las más veces tenían que contentarse con las aguas salobres que encontraban.{240}
Así, en medio de estas penas infinitas, llegaron á las orillas de un caudaloso y turbio río, que arrastrando sus pesadas aguas por entre remolinos y orillas bajas y tristes, parecía impedirles la marcha de una manera definitiva. Llamaron á este río «Bravo», y seguramente no puede ser otro más que el Mississippí; y la creencia de que una vez pasado ese río encontrarían á poca distancia el Pánuco, les dió nuevo vigor y esperanza. Acamparon en las orillas, saciaron su sed con aquella agua dulce y saludable, bien que algunos, según el maestro Dávila, murieron de tanto beber; se bañaron y curaron las heridas, y con un vigor extraño, alentados por el general, y sobre todo por Fray Marcos de Mena, comenzaron la construcción de una gran balsa, aprovechando algunas hachas, instrumentos y cuerdas que había recogido el marino más cuerdo y más previsivo que los demás. Cerca de dos semanas emplearon en cortar los árboles, en labrarlos, en formar, en fin, un par de balsas sólidas en que atravesar el río, y durante ese tiempo vivieron escasamente poniendo trampas á las aves y recogiendo algunos mariscos y dividiéndose económicamente estos recursos. Los indios hacía algunos días que habían desaparecido, y los peregrinos concibieron la idea de que hallándose ya muy cerca de Pánuco, habrían prescindido sus enemigos de la idea de molestarlos.{241} Con esta lisonjera esperanza pasaron el gran río; pero les aconteció la irreparable desgracia de que un clérigo que iba en la balsa, por echar al agua una ropa sucia y vieja que no le servía, arrojase el paquete donde estaban las ballestas, quedando así reducidos á unas cuantas hojas de espadas despuntadas y melladas por los diferentes servicios que habían hecho.
Al día siguiente de haber pasado el río, y continuando siempre la dirección de la costa, observaron que más de cien indios les seguían á distancia, y era que mientras ellos habían pasado en las balsas, los salvajes lo habían hecho en sus canoas.
Durante dos días los enemigos se mantuvieron á cierta distancia, pero cuando se cercioraron que los españoles no tenían las ballestas, se acercaron y dispararon sus flechas durante más de una hora sin interrupción. Varias mujeres y niños fueron heridos, y tres españoles que quisieron con tan escasas armas detener la furia de los indios, cayeron heridos en su poder. Apenas se apoderaron de ellos cuando lanzaron un grito de feroz alegría, y llevándolos á una mota de arbustos que cerca había, los ataron con correas de piel que desenredaron de su cintura, y comenzaron á martirizarlos. Era ya muy entrada la tarde, y la noche vino pronto. Encendieron los indios lumbradas alderredor de las víctimas,{242} y se pusieron á bailar haciendo gestos y contorsiones diabólicas. Fatigados del baile, los más jóvenes lanzaban sus flechas, sirviéndoles de blanco los ojos y la boca de los españoles. Volvían á cabo de un rato á comenzar su baile infernal y á atizar las hogueras, y terminado el baile, intentaban cortar la lengua ó los brazos de sus prisioneros con toscos cuchillos de pedernal, cicatrizando la sangre y las heridas con tizones ardiendo. Esto pasaba á la vista de los peregrinos que, presa del terror, no se atrevían ni á moverse ni á proferir una palabra.
Doña Catalina, á quien por contar estas raras aventuras hemos olvidado, durante todo el viaje hasta el paso del gran río, había conservado su energía y su orgullo. Habiendo salvado alguna parte de su rico equipaje, aparecía vestida siempre de seda y bien que los vestidos estuviesen mojados y maltratados, les daba cierto aire de elegancia, de manera que muchos de los que podían conservar un resto de buen humor, la llamaban la reina, mientras otros que la consideraban siempre como la causa de todas las desgracias, le rehusaban todo género de auxilios y hasta el escaso alimento que se repartía. Doña Catalina sufría con un valor verdaderamente heróico el cansancio, la lluvia, el frío, y en cuanto á los alimentos, quizá era la que mejor lo había pasado. El cofrecillo de sándalo que llevaba{243} siempre la doncella, había sido su tabla de salvación, pues encerraba sus alhajas. Un día dió un diamante del tamaño de un garbanzo por dos cangrejos, otro un hermoso rubí por un pescado y un puñado de yerbas, otro una esmeralda por unos cuantos camarones, otro una hermosa sarta de perlas por una poca de agua salobre. Entre los peregrinos, como debe suponerse, había personas que procuraban, á cambio de las piedras preciosas, servir á Doña Catalina al pensamiento, esperando siempre llegar con vida y con valiosas joyas al suspirado Pánuco. Cuando Doña Catalina abriendo sus grandes ojos que parecía penetraban con su luz los lejanos bosques, observó los crueles tormentos de los españoles, la abandonó su energía y su resolución, y anegada en lágrimas cayó á los pies de Fray Marcos, le confesó todos sus pecados é hizo voto solemne, de si escapaba con vida, dar todos sus bienes á los pobres, tomar el hábito de religiosa, y dedicar el resto de sus días á la penitencia y á la oración.
—«Dios dispone todas las cosas y es dueño de nuestra vida, le dijo con una voz suave Fray Marcos dándole la bendición. Si está determinado que suframos el mismo martirio que nuestros compañeros, sufrámosle con resignación, ofrezcamos al Señor nuestras almas, y se abrirán para nosotros las puertas del cielo.{244}»
Otras muchas personas imitaron el ejemplo de Doña Catalina, y aquellos buenos religiosos, sin tener en cuenta sus fatigas y sus propias penas, estuvieron oyendo la confesión, absolviendo y animando aquellas desconsoladas criaturas, mientras los prisioneros, atados en los matorrales, morían en medio de los más crueles dolores; y los indios bailaron y bailaron hasta que las hogueras se apagaron y la luz del nuevo día vino á alumbrar este cuadro de horror y de desolación.
Los salvajes, arrojando gritos y soltando diabólicas carcajadas, se internaron en la selva; pero desde aquel momento el ánimo de los peregrinos quedó de tal suerte abatido que no tenían aliento ni para proporcionarse el preciso sustento. Las madres estrechaban contra su seno á sus hijos, y muchas de estas criaturas, heridas, sedientas, presa de la fiebre, arrojaban lastimosos quejidos. Tuvieron todos que continuar su marcha porque no había otro remedio, y un resto de ilusión y de esperanza les hacía ver, como si fuera la gloria celestial, la suspirada ranchería de Pánuco. Los salvajes volvieron á aparecer á los dos días con unas fisonomías risueñas y placenteras. Se apoderaron de dos hombres que por la fatiga se habían quedado atrás, y en vez de atarlos y conducirlos al martirio, los comenzaron á desnudar, y así que los dejaron como Adán, los despidieron, sin hacerles otro daño.{246} Fué una luz, una inspiración para los desdichados. Ofrecer las ropas en cambio de la vida, no era nada.
Los indios se acercaron de nuevo y los peregrinos, les hicieron señas de si querían la ropa, á lo que también por señas contestaron afirmativamente, y entonces entraron al campamento. Dieron de pronto con un tartamudo vizcayno, el cual con visible repugnancia se quitó los pantalones: pero no fué posible que de grado les entregara una jaqueta encarnada que tenía. Los salvajes se pusieron furiosos, le dispararon muchos flechazos y le dejaron hecho pedazos muerto en el suelo, haciendo trizas la jaqueta y repartiéndose los fragmentos. Con este ejemplo por una parte, y amagados por los salvajes que tendían su arco, hombres, mujeres, niños, hasta los religiosos tuvieron que desnudarse, no permitiendo sus enemigos que conservasen ni siquiera un harapo ni un pañuelo con que cubrirse.
«Qué lástima tan extraña, dice el maestro Dávila Padilla, sería ver aquella pobre gente perseguida, hambrienta, desnuda, avergonzada, herida y con tanto tropel de males, que apenas hay oídos cristianos para poderlos oír sin mucho sentimiento. Algunas mujeres se caían muertas, y aunque había otras causas para esto, debió de ser mucha parte la vergüenza de verse tan faltas del honesto{247} abrigo que con tanta fuerza les enseña la naturaleza.»
Los indios rieron, burlaron y festejaron la invención así que vieron completamente desnudos á todos los peregrinos, y comenzaron á vestirse con los trajes españoles. Doña Catalina tuvo que entregar sus vestidos de seda á una india que á su vez se desnudó y se engalanó de una manera ridícula con el traje de la rica dama. La doncella tuvo igual suerte, pero pudo ocultar entre la arena el cofrecillo de sándalo, y las alhajas que encerraba les sirvieron para vivir algunos días más.
Los indios, de pronto, se retiraron no sin disparar algunas saetas, y los náufragos tuvieron que continuar su doloroso camino en demanda de Pánuco, que parecía que siempre se les alejaba y estaba en la extremidad de la tierra.
Parece que desde que salieron de la Florida los náufragos, hasta el punto en que aconteció la cruel aventura que acabamos de referir, habían pasado quizá sesenta días. La crónica no puntualiza la manera como pasaron los ríos de Tejas y el que se llama hoy Bravo del Norte, y señala una jornada fatal en el río de las Palmas, refiriéndola, á poco más ó menos, de esta manera: La infortunada gente atravesó un país enteramente desprovisto de agua potable, y la sed era ya tan grande que apenas alguno solía divisar un escaso{248} manantial en una peña, cuando corría como un furioso, devorando la poca agua con todo y el lodo, las arenas y las piedrezuelas. Su esperanza para no morir de la muerte más espantosa, era la lluvia; pero ó no caía del cielo, ó cuando caía les era imposible recogerla, y veían con espanto que las arenas ardientes sorbían las gotas que á ellos darían la vida. Así pudieron llegar al río de las Palmas los más fuertes y animosos, pues los débiles y enfermizos habían quedado regados en el camino muertos los unos de hambre y de sed, y los otros de las heridas y de las llagas que los piquetes de los insectos y el sol habían hecho en sus cuerpos; pues es menester no olvidar que esta última parte de la peregrinación la hicieron completamente desnudos. Cuando vieron un ancho, dulce y cristalino río, se arrojaron voraces á beber sus frías aguas, y fatigados y sudorosos encontraron la muerte donde creyeron hallar la vida. A esto se agregó otro y más terrible ataque de los indios, que no se sabe si eran los mismos que los habían perseguido desde la Florida, ú otros, pues toda esa costa estaba llena de tribus cazadoras y feroces que los españoles nunca pudieron ni conquistar ni reducir á la vida civilizada. La descarga de flechas y de golpes fué tal, y la debilidad de las mujeres tan extremada, que á orillas de este río perecieron todas ellas, y hubo casos en que{249} los niños quedaron abandonados, llorando junto al cadáver sangriento de sus madres, y después murieron probablemente matados por los indios, ó de hambre y de desamparo. Difícilmente en naufragio alguno se puede contar una serie de aventuras tan horrorosas. Además de las mujeres, pasaron de cincuenta hombres los que también murieron, y los pocos que quedaron, ya sin ser posible el orden ni servir de nada los mútuos auxilios, desesperados y frenéticos se desperdigaron por los bosques, tratando de salvar su vida ó de acabar con ella prontamente.
No pudiéndonos ocupar, por falta de pormenores, de todas las personas y sufrimientos individuales, no omitiremos decir lo que alcancemos de los personajes que más han figurado en esta narración.
Los cinco religiosos que hemos dicho se embarcaron en la flota, iban á España á asuntos que podemos llamar espirituales, es decir, á agenciar las facultades y los medios de convertir á los infieles y de civilizarlos. La Providencia quiso poner á prueba su fortaleza, y sufrieron su destino y su suerte sin murmurar, y bendiciendo hasta la última hora la mano de Dios.
Fray Diego de la Cruz era español, y Fray Hernando Méndez era mexicano, joven robusto, buen estudiante y dotado de las sencillas y admirables virtudes que inspira el cristianismo.{250} Cuando los salvajes atacaron á los peregrinos en las orillas del río de las Palmas, los dos religiosos quisieron defender á las mujeres y especialmente salvar, al menos del martirio, á los niños; así, con un valor que no lo da más que la verdadera virtud, se arrojaron á contener y á exhortar á los bárbaros; pero todo fué inútil, porque aquellos hijos de las selvas no entendían el idioma, y por otra parte parece que, trasmitida á su conocimiento la conducta atroz de los conquistadores con la raza indígena, deseaban una sangrienta y señalada venganza. Los religiosos fueron heridos gravemente, y con las flechas encajadas en la carne y dejando un reguero de sangre, se apartaron de aquel campo de desolación y pudieron llegar á un lugar solitario donde morir.
—Hermano,—dijo Fray Hernando Méndez,—tenemos pocas horas de vida. Es necesario resignarnos con la voluntad de Dios y confesar nuestros pecados, y los mios son muy grandes, porque en esta triste jornada, última de nuestra breve vida, he murmurado algunas veces de Dios y he dudado de su clemencia y amparo.
—La vida, hermano,—contestó con una voz apagada Fray Diego—es un valle de lágrimas. No hemos venido á ella para gozar, sino para sufrir, y los dolores y los martirios que estamos pasando nos abrirán las puertas del reino{251} celestial, si en este trance bendecimos al Señor nuestro Padre que está en los cielos y confiamos en su misericordia infinita.
Los dos religiosos, medio recostados en el tronco añoso y arrugado de un árbol corpulento, comenzaron á derramar lágrimas de arrepentimiento y á sacarse las jaras y los pedernales que tenían en las llagas dolorosas de su cuerpo.
Después tuvieron fuerza para arrodillarse, escuchar mútuamente su confesión y abrirse con el perdón las puertas del cielo.
—Hermano,—dijo Fray Hernando Méndez,—mientras que nuestras fuerzas lo permitan, cavaremos nuestras sepulturas y las bendeciremos. La tierra consagrada con nuestra sangre recibirá nuestros cuerpos, y Dios nuestras almas.
Los dos religiosos, en silencio y con unos palos de árbol que encontraron en la selva, hicieron un esfuerzo supremo y comenzaron á cavar sus sepulturas.
El día estaba espléndido, las aves cantaban, saltaban en las ramas, y algunas veces, curiosas y alarmadas, revolaban alderredor de aquellos dos sangrientos y mudos esqueletos que continuaban con trabajo y silencio cavando sus sepulcros.
Las fuerzas de Fray Diego de la Cruz no le permitieron concluir la última tarea de su vida, y cayó en la tierra moribundo. Fray Hernando{252} Méndez, más joven y más fuerte, acudió, tomó á su hermano en brazos, le rezó las últimas oraciones, le cerró los ojos, le bendijo, le depositó suave y tiernamente como si fuese un niño dormido en la sepultura que ya él había acabado de cavar, le cubrió de arena, cortó algunas flores silvestres y las arrojó sobre la tumba de este santo, y volvió al nudoso tronco, ya sin fuerzas, á esperar su última hora. Repentinamente apareció en aquella soledad el semblante de un amigo; era Francisco Vázquez, natural de Villanueva en España, hombre rico y considerado en México, y amigo íntimo de los religiosos, y que, como ellos, había participado de los desastres de la expedición. El religioso recibió esta visita, como si hubiese bajado un ángel del cielo. Vázquez extrajo con cuidado las astillas y los pedernales de sus heridas, le lavó la sangre coagulada y le curó con yerbas medicinales que él conocía, llevándosele á otro lugar que le pareció mejor. Anduvieron los dos algunos días, dice el maestro Dávila, sustentándose de raíces y de hojas de árboles, hasta que poco después la fuerza de las llagas acabó la vida del religioso, y el seglar le enterró como pudo.
Vázquez, después de haberle sepultado y derramado las lágrimas que arranca la común desgracia sobre aquella santa é ignorada sepultura, en vez de continuar su camino hacia{253} el Pánuco, donde todos encontraban la muerte, tuvo la increible energía de emprender el regreso hasta el punto del naufragio. El cielo premió su constancia y su excelente corazón, pues á los dos ó tres días, un barco, enviado por el gobierno de México para socorrer á los náufragos, le recogió y le condujo á Veracruz, desde donde se dirigió á la capital. De las narraciones de este personaje está sacada, en parte, la triste historia que hemos puesto ante los ojos del lector. Fray Juan de Mena, Fray Ignacio Ferrer y Fray Marcos de Mena, consultaron lo que debían hacer, y resolvieron seguir la suerte de las gentes que habían sobrevivido, resueltos á auxiliarlas hasta que las fuerzas les faltasen. Se dirigieron, pues, á un río que está antes del Pánuco, dice la Crónica, y es bien difícil, en una costa tan llena de esteros y de corrientes diversas, designar con exactitud los lugares; pero realmente no es esto de importancia para aumentar el triste y sangriento colorido de estos cuadros donde el desierto, el hambre, los enemigos y hasta los insectos contribuían á aumentar el horror.
Llegados al río, al caer una tardo, los religiosos se sentaron en una orilla, y mirándose unos á otros con su cuerpo lleno de llagas, con sus pies destrozados y sin más fuerza y apoyo que el que les inspiraba su alma enérgica y religiosa, comenzaron en silencio á derramar{254} lágrimas. Miraban la corriente ancha é impetuosa del río, y no concebían como lo pasarían. Fray Marcos de Mena se apartó un poco, recorrió alguna parte de la orilla, y en un recodo oculto, y entre plantas acuáticas, encontró una barca con dos remos que sin duda habían los indígenas dejado allí. Túvolo y con razón en aquel trance como un milagro, y dando aviso á sus compañeros, todos se embarcaron y comenzaron á bogar con dirección á un peñón negruzco que estaba en medio de las aguas y que les pareció una isla. Abordaron á ella, tratando de desembarcar para tomar aliento y pensar á qué punto de la orilla opuesta se dirigirían, para evitar un nuevo encuentro con los salvajes. Fray Ignacio Ferrer desembarcó; pero apenas puso el pie, cuando la isla se movió y gruesos chorros de agua brotaron de aquello que habían tomado por una roca.
Eran dos ballenatos que habían entrado de la mar, y tenían, como asienta el Maestro Dávila, «las cabezas cubiertas con el agua, y el resto del cuerpo descubierto, que parecían isletas; cuando sintieron gente hacia sí, levantaron las cabezas, y arrojando gran golpe de agua por los colodrillos, se fueron río abajo á la mar.» Fray Ignacio fué socorrido por sus compañeros que le tendieron un remo antes de que se hundiera, y pasado este incidente continuaron su navegación hasta{255} que dieron en una verdadera isleta donde pasaron la noche. Temprano al siguiente día llegaron á la orilla del río, y dejando la embarcación, emprendieron á explorar el terreno hasta encontrar á la desventurada gente en cuya demanda iban. A poco andar tropezaron con un cadáver, después con otro y otros, y algunos heridos y traspasados de flechas, que apenas tenían ánimo para pedir agua.
«Aquella noche, dice nuestro cronista, quedaron los tres religiosos entre los muertos y heridos, esperando por horas la muerte. Después de media noche comenzaron á caminar con gran prisa, siguiendo cerca de la playa todo el día, hasta la noche que descubrieron á los demás españoles que se habían adelantado, y excusado por eso, hasta entonces de la muerte. Prosiguieron su camino todos juntos, la playa siempre en la mano, sustentándose de soló el marisco muy miserablemente. Casi veinte días llevaron este paso sin ver indios, aunque hallaban á algunos españoles flechados y otros muertos, porque como el aprieto era grande, cada uno procuraba su remedio lo mejor que podía, y unos se apartaban de otros procurando cada cual adelantarse por verse más presto en tierra de cristianos. Llegaron al fin los frailes y la demás gente á un río grande que está antes del de Pánuco, y comenzaron á dar orden cómo pasarle en balsas, muy descuidados ya de ver{256} indios; pero ellos no lo estaban de los españoles, y antes aprovecharon el tiempo de su ausencia en rehacerse de flechas, y por ganar el tiempo que los españoles les llevaban de ventaja.»
El resultado de esta maniobra de los indios fué un combate terrible y tenaz. De los españoles unos trataron de huir y de esconderse, otros con las escasas armas, que no podían ser otras más que troncos ó ramas nudosas de árboles, se defendieron, y otros sucumbieron. Los religiosos, sin tener ya posibilidad de sal{257} males. Su martirio llegó á tal grado, que prefirieron entregarse á las flechas de los indios, y salieron de aquel matorral, ganaron corriendo la orilla del río, y se echaron á la agua, único medio posible de desembarazarse de los voraces insectos. Cuando salieron del baño, encontraron inmediatamente una bandada de indios que los habían espiado y los esperaban. A Fray Juan de Mena le dieron un flechazo que le traspasó el pulmón y cayó muerto en el acto; á Fray Ignacio Ferrer le mataron dándole en la cabeza con un tronco grueso de árbol, y á Fray Marcos de Mena le asestaron siete flechazos, entre ellos uno en el lagrimal del ojo derecho. Los tres, nadando en sangre, cayeron en tierra, y los salvajes los dejaron ya muertos, y continuaron buscando á los demás españoles que se habían ocultado por las cercanías, matando á todos los que encontraron.
Así pasó ese funesto día, y los salvajes se retiraron creyendo haber acabado su misión sangrienta.
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El instinto de la propia conservación hizo que algunos de esos infelices se ocultasen, ya dentro del agua en la orilla del río, ya en alguna otra parte; el caso fué que todavía escaparon algunos de la matanza, y cerca de la noche, observando que los salvajes se habían{258} retirado, salieron cautelosamente á explorar el campo, y se horrorizaron de verlo cubierto de cadáveres. Fijaron la atención en los tres religiosos, y como les tenían no sólo veneración sino una inmensa gratitud por los servicios que les habían prestado, no pudieron menos sino derramar abundantes lágrimas, y resolvieron enterrarlos. Cavaron ligeramente unas sepulturas, porque no tenían tiempo ni instrumentos para hacerlas profundas, y depositando allí aquellos cuerpos sangrientos y venerados, les echaron una leve capa de tierra encima, rezaron una oración, y encomendándose ellos mismos á Dios, continuaron su peregrinación, en demanda siempre de Pánuco, que era para ellos la tierra de promisión.
En el resto de la noche cayó una fresca lluvia. La mañana siguiente fué pura y hermosa. Cuando salieron los primeros rayos del sol, Fray Marcos de Mena se creyó presa de una pesadilla. Sentía que tenía un gran peso en su cuerpo y que un negro velo cubría su rostro; pero en vez de sentir dolores, experimentaba por el contrario, una especie de consuelo como si hubiesen ungido su cuerpo con un bálsamo. Hizo un esfuerzo, levantóse y con facilidad pudo sacudir la poca de tierra con que le había cubierto la piedad de sus amigos. Miró á todos lados y no observó sino cadáveres sangrientos y desfigurados que comenzaban{259} á ser ya pasto de las aves de rapiña. Se encomendó á Dios, hizo un esfuerzo supremo y se levantó alentado con la idea de que muchos, como él, podrían estar todavía con vida, y él ayudaría á que se alejasen de aquel fúnebre cementerio. La tierra y arena en que había estado enterrado, refrescada con la lluvia, había servido sin duda de medicina para mitigar la inflamación de las heridas y de los piquetes de los insectos, y de pronto parece que un vigor desconocido y sobrenatural animaba á su ya descarnado y sangriento esqueleto. Uno por uno examinó á sus tendidos é insepultos compañeros, entre los cuales encontró algunas madres que de hambre, de miedo y de cansancio se habían quedado muertas estrechando á sus hijos en sus brazos. Aquel desierto donde acababa de desaparecer todo vestigio de existencia humana, aquellos cadáveres desfigurados é insepultos á quienes la muerte sorprendió en las siniestras posiciones que causan el dolor y la desesperación, habrían infundido miedo á cualquier otro hombre. Nuestro religioso, por el contrario, animado del sentimiento sublime de la caridad, cumplió en aquel remoto páramo con los últimos deberes, y dió sepultura á cuantos pudo, para que los restos de los cristianos no fuesen devorados por las fieras. Buscó en seguida algunos alimentos, sin poder encontrar más que raíces,{260} y juntando trozos de leña los encendió llegada la noche, y permaneció velando aquellas fúnebres y solitarias tumbas.
Al siguiente día se alejó de aquel sitio y tomó la orilla de la playa para proporcionarse algunos mariscos; pero el sol que tostaba su desnudo cuerpo, los movimientos que tenía que hacer para proporcionarse que comer, y la falta de cuidados, ocasionaron que sus llagas volviesen á inflamarse hasta un grado tal, que le era imposible moverse. Haciendo un esfuerzo se retiró de las orillas del mar y buscó más al interior del país un sitio donde exhalar el último suspiro.
Se detuvo en una especie de gruta, formada casualmente por la vegetación exuberante de aquella costa. Había un mullido lecho de musgo, y algunos árboles que parecían colocados de propósito, formaban una cabaña. Cerca se escuchaba el ruido apacible de una fuentecilla de agua, y las aves habían escogido aquel lugar para la mansión de sus amores. Ya porque el sitio era agradable y pintoresco en extremo, ya porque el religioso no podía dar un paso mas, resolvió quedarse allí, y dió gracias al Señor porque le había llevado á aquel paraje, donde bendiciendo las obras de la naturaleza podría entregarle tranquilamente su alma. Pudo llegar á la vertiente de agua, sació su ardiente sed y se recostó en seguida en un lecho de hojas, el que se habría{261} creído preparado por el ángel de la guarda del maltratado solitario. Tenderse en el lecho y apoderarse de sus párpados un sueño dulce y bienhechor, todo fué uno. Quién sabe cuántas horas estuvo así nuestro fraile, y recordaba que durante este tiempo, tan pronto había creído oir en la gloria melodías dulcísimas y desconocidas, como tener delante de sí al demonio «proponiéndole, con locos pensamientos, no ser verdadera la divinidad del Redentor, sino engaño de los cristianos.»
Cuando despertó de su sueño vió delante de sí una figura extraña, y de pronto creyó que era una terrible realidad. Se frotó los ojos, reflexionó un poco, y entonces observó que una negra, hincada de rodillas, con los ojos anegados de lágrimas, le contemplaba llena de veneración y de ternura. Era esta criatura una de tantas víctimas del naufragio, que huyendo descarriada había escapado de la ferocidad de los salvajes y podido vivir en los bosques. La excelente mujer contó al religioso sus aventuras, que eran parecidas á las de los demás. Hambre, frío, llagas, fatigas infinitas, calor abrasador, peligros con los salvajes, con las fieras, con los torrentes, con la soledad misma. De esta serie de incidentes se había compuesto la vida de todos los náufragos, hasta que sucesivamente fueron muriendo. Jamás el buen religioso había experimentado un placer igual al que le produjo la vista{262} de aquella fea negra, todavía más monstruosa por el desorden de su lanuda cabellera, y por lo extenuado y flaco de sus miembros.
La negra corrió á la fuente, y en la corteza de una fruta silvestre trajo agua, lavó las llagas del religioso y le aseguró que conocía ya varios lugares donde encontraría yerbas y raíces propias para comer, y que también podría, con la ayuda de Dios, proporcionarle algunos mariscos. En efecto, durante doce ó quince días la negra aparecía con exactitud provista de algunos alimentos, acompañaba al solitario algunos ratos, rezaba con él, le curaba, y volvía á desaparecer, ocupándose en las horas de su ausencia, en procurarse los auxilios que, á duras penas, podía arrancar á aquella naturaleza salvaje.
Un día llegó la hora, que era por lo regular el medio día, y la negra no pareció. Fray Marcos esperó lleno de ansiedad, y así llegó y terminó la noche sin que la negra se presentase. A los dos días perdiendo toda esperanza, Fray Marcos urgido por la hambre y por los dolores é inflamación de sus llagas, que se habían llenado de gusanos, se resolvió á tentar el último y supremo esfuerzo, y se puso en camino con dirección á Pánuco, á ese Pánuco fabuloso que había visto cerca desde el día de su naufragio, y al cual casi ninguno había podido llegar. Pudo más bien arrastrarse, que no andar, hasta la orilla de un río,{263} y allí perdió las fuerzas y cayó en tierra, encomendando su alma á Dios. Abrió en aquellos momentos los ojos, para cerrarlos sin duda para siempre, y observó dos hermosos mancebos de alta estatura y gallardo porte, que, aunque estaban desnudos, no tenían arcos ni flechas.
Hízoles una señal, último esfuerzo de que fué capaz, y clavó su rostro en tierra, no pudiendo ya ni aún soportar la fuerza de la luz. Los mancebos saltaron á una barca que estaba en el río, sacaron de ella una sábana blanca, levantaron del suelo á Fray Marcos, le envolvieron en ella y le colocaron suavemente en la embarcación, remando ágiles con dirección á un pueblo de españoles que estaba á trece leguas de distancia en la orilla opuesta. Allí le sacaron con el mismo tiento, le dieron agua y una «torta delgada del pan de la tierra, muy blanca y muy bien sazonada», le cubrieron bien con la sábana, é indicándole la población, que distaba sólamente algunos pasos, le dijeron: «Tampico, Tampico» y desaparecieron dejándole absorto y persuadido de que solo por la intervención de los ángeles pudo haber salvado su vida.
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Fué acogido el religioso con un entusiasmo difícil de pintarse, en la pequeña ciudad española.{264} El refirió sus aventuras y bendijo á las familias. Las familias le agasajaron, le curaron, le mimaron con un cariño singular, hasta que estuvo en estado de emprender su camino á México, adonde llegó á tocar á las puertas de su santo convento, dejando á los religiosos asombrados con la narración de sus raras aventuras, y á todos persuadidos de que sin la especial intervención de la Providencia, era imposible que hubiese podido resistir tanta fatiga y sobrevivir á las peligrosas heridas en el desamparo de la infinita soledad de los desiertos que había atravesado.
Algún tiempo después tuvo que sufrir una dolorosa operación, pues las heridas habían cerrado en falso, y tenía dentro del cuerpo trozos de jara y de pedernal que los médicos tuvieron que extraerle. Sobrevivió veintitrés años, aunque siempre descolorido, flaco, y sufriendo diversos males, resultado de sus inauditos padecimientos. Cuando el Virrey Don Martín Enríquez salió de Nueva-España para el virreinato del Perú, le acompañaron el Maestro Fray Bartolomé de Ledesma y Fray Marcos de Mena. El primero fué electo obispo de Oaxaca, y Fray Marcos de Mena no quiso ya hacer otro nuevo viaje, y se quedó en el convento de la ciudad de los Reyes, donde murió santamente en el año de 1584.
Primera Parte
La historia de la familia Carabajal; las terribles persecuciones que sufrió por la Inquisición; las revelaciones curiosas que ante aquel tribunal hicieron las diversas personas de dicha familia, acerca de la observancia y ceremonias de la ley de Moisés, y el fin trágico de todas esas personas, daría motivo á escribir, no dos ó tres artículos, sino un gran libro.
Nosotros uniremos al laconismo, necesario á los estrechos límites de esta publicación, la mayor claridad posible, insertando al pie de la letra algunas diligencias, tales como existen en las causas originales; y aunque esto algunas veces parezca cansado, sin embargo, hará formar á nuestros lectores la idea más perfecta del carácter y procedimiento de esa terrible institución que se llamó el Santo Oficio.
D. Luis de Carabajal, nativo del reino de{266} Portugal, hombre de 45 años, llegó á Tampico, nombrado por el Rey de España Gobernador del nuevo reino de León, por el año de 1583.
D. Luis de Carabajal trajo en su compañía á su cuñado D. Francisco Rodríguez de Matos y á su hermana Dª. Francisca Núñez de Carabajal, y á los hijos de estos Dª. Isabel, viuda de Gabriel Herrera y la mayor de todos los hermanos, de 26 años de edad, Dª. Catalina, Dª. Mariana, Dª. Leonor, D. Baltasar, D. Luis, Miguel y Anica, que eran muy niños; además, D. Francisco Rodríguez de Matos y su mujer tenían un hijo llamado D. Gaspar, religioso, en el convento de Santo Domingo de México, que había llegado allí poco tiempo antes.
Un año después de la llegada de esta familia á la Provincia del Pánuco, fueron de México dos comerciantes españoles, Antonio Díaz de Cáseres y Jorge de Almeida, y casaron, el primero con Dª. Catalina, y el segundo con Dª. Leonor. Esto motivó el viaje de toda la familia para la capital de la colonia, adonde pasaron todos á establecerse, viviendo al parecer cristiana y tranquilamente, y haciendo algunas veces viajes al Mineral de Tasco, en donde el marido de Dª. Leonor tenía una negociación de minas.{267}
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En el año de 1587 la mano de hierro de la Inquisición cayó sobre Dª. Isabel, la mayor de los hermanos, por denuncia que contra ella se había hecho como observante de la ley de Moisés. El fiscal Dr. Lobo Guerrero presentó su acusación, y los inquisidores Bonilla y García decretaron la prisión de Dª. Isabel, y el secuestro (ó secresto) de sus bienes, como se acostumbraba en aquel tribunal. Aquí dieron principio los infortunios de aquella familia, porque la Inquisición, voluntariamente, ó por fuerza del tormento, obligaba á los desgraciados reos á decir cuanto supiesen, ó para hablar en los términos propios, á testificar á los hijos contra los padres, á los padres contra los hijos, á los hermanos contra los hermanos, á la mujer contra el marido, y á éste contra aquélla.
Y no bastaba que el reo confesase lisa y llanamente la culpa, cargando con todo el peso de ella, sino que se le atormentaba para que confesara lo que de otros sabía, que era lo que se llamaba tormento in caput alienum; porque en la Compilación de instrucciones del Oficio de la Santa Inquisición, hecha en Toledo en el año de 1561, é impresa en Madrid en 1574 dice el párrafo 45: «Si el reo estuviere negativo de sí y de otros cómplices,{268} dado caso de que haya de ser relajado, podrá ser puesto á cuestión de tormento, in caput alienum; y en caso de que el tal venza el tormento, pues no se le dá para que confiese sus propias culpas, &c.»
Dª. Isabel de Carabajal confesó ante los inquisidores que era observante de la ley de Moisés; y al principio no quiso declarar que la había aprendido sino de su marido, que ya no existía, y de su madre Dª. Francisca de Carabajal. Entonces los inquisidores determinaron que se procediera á la diligencia de tormento. Copiaremos íntegra la parte relativa de esta diligencia, hasta el momento en que los dolores obligaron á confesar á aquella desgraciada, que no tenía entonces, según su declaración, más que 30 años de edad.
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«Y luego vista la negativa de la dicha Dª. Isabel, mandaron leer y pronunciar la dicha sentencia de tormento, de susso contenida y por ellos rubricada, la cual dieron y pronunciaron estando en la dicha su audiencia de la mañana, presente para ello el Dr. Lobo Guerrero, fiscal de este Santo Oficio, y por testigos Arias de Valdez, alcaide, y Pedro de Fonseca, portero; en cuya presencia, se notificó á{269} las partes, y luego se salieron de la audiencia.
«Y siendo leída y notificada, la dicha sentencia á la dicha Dª. Isabel,
«Dijo: vaya sobre quien le hace padecer, porque ella ha dicho la verdad, y plegue á Dios que esto pare en bien.
«Y con esto fué mandada llevar, y fué llevada á la cámara del tormento, adonde fueron luego los Señores Inquisidores, á hora de las nueve y cuarto de la mañana.
«Y estando en ella fué tornada á amonestar que por reverencia de Dios diga la verdad si no se quiere ver en tanto trabajo.
«Dijo: justicia del Cielo venga sobre quien tanto mal le hace, y que ella ha dicho la verdad, y padecerá por Dios que padeció por ella en una Cruz.
«Fué mandado entrar y entró el Ministro, y que la desnude. Desnudóse ella mesma diciendo, que ya ha dicho la verdad, y que primero morirá que decir lo que no sabe.
«Y estando desnuda, en camisa baja, las carnes de fuera, fué tornada á amonestar que por reverencia de Dios{270} diga la verdad, y no quiera padecer tanto trabajo.
«Dijo: que ningún tormento pudiera haber para ella mayor que hacerla desnudar, y mostrar sus carnes de fuera, gran afrenta y dolor para ella.
«Y con esto le fueron mandados ligar los brazos flojamente, y estando ligados, amonestada que diga la verdad, dijo: que ya la ha dicho y no la quieren creer, y que aquí ha de morir.
Y mandóse dar una vuelta de cordel á los brazos: antes de dársela dijo: que esta es la verdad, que también Dª. Francisca su madre, y Baltazar y Luis de Carabajal, sus hermanos de ella, le dijeron y enseñaron todo lo que tiene dicho de la Ley de Moysen, y la ratificaron en ella, aquí en México, y su madre la maldecía si descubría nada, la cual y ellos, la enseñaron en toda la Ley de Moysen que hoy tiene confesado, y con ellos la guardó, y no hay otra cosa ni sabe más, y no se acuerda del tiempo en que la enseñaron y trataron, más de que esta la guardó en veces, los ocho meses que tiene confesados, y Dios es testigo que ha dicho la verdad, y dijo al Ministro la{271} dicha, haga su oficio, que no hay más; y porque no dijo otra cosa.
«Amonestada que diga la verdad, se le dió la dicha vuelta de cordel, y dió grandes gritos y voces, ay desventurada, que la he dicho y me atormentan; vaya por amor de Dios: es Dios testigo que la he dicho, y vive Dios que me castigan sin culpa.
«Amonestada que diga la verdad, se le mandó dar y dió segunda vuelta de cordel, y dió grandes gritos que la dejen, que la matan......»
Dª. Isabel no pudo ya resistir por más tiempo, y allí, en medio del tormento, comenzó una larga declaración, denunciando á todas las personas de su familia y á un gran número de personas, de hombres y de mujeres, observantes de la Ley de Moisés.
Sólo á la mitad de la declaración consintieron los inquisidores en que se aflojaran los cordeles.
Después de las confesiones arrancadas á Dª. Isabel por el tormento, vinieron las causas de todas las personas testificadas por ella, las cuales á su turno denunciaron á otras, y un número increíble de reos entró á la Inquisición por esta causa.
Toda la familia Carabajal, incluso el gobernador del nuevo reino de León, toda fué{272} presa, á excepción de D. Baltasar, que logró fugarse en Tasco, y contra quien se siguió, sin embargo, el proceso, hasta sentenciarle á ser quemado en estatua.
Dª. Francisca, madre de todos los jóvenes Carabajal, debía ser, y fué en efecto la que más resistencia opuso para declarar en contra de sus hijos; pero el tormento la hizo faltar á los sentimientos de su corazón, y en las agonías de su dolor testificó contra sus mismos hijos.
Hé aquí pintado con las sencillas palabras del proceso, el terrible trance en que aquella desgraciada mujer fué obligada á dar su confesión.
Christi Nomine Invocato
«Fallamos atentos los autos y méritos de este proceso, indicios y sospechas que de él resultan, contra la dicha Dª. Francisca Núñez de Carabajal, que la debemos de condenar y condenamos á que sea puesta á cuestión de tormento, sobre las diminuciones que de su probanza y confesiones resultan conforme á lo en esta causa votado, en el cual mandamos que esté y persevere, tanto tiempo cuanto nuestra voluntad fuere, para que diga y confiese enteramente la verdad, según y como ha sido amonestada,{273} con apercibimiento y amonestación que le hacemos, que si en dicho tormento muriere ó fuere liciada, ó dél se le siguiere efusión de sangre, ó mutilación de miembro, sea á su culpa y cargo, y no á la nuestra, por no haber querido confesar enteramente la verdad, y por estar negativa.
«Juzgando así lo sentenciamos y mandamos. (Dos rúbricas).
«La cual dicha sentencia de tormento fué dada y pronunciada por los dichos Señores Inquisidores, y el dicho Sr. Inquisidor Lic. Bonilla, con los dichos, haciendo veces así mesmo de ordinario estando en la dicha su audiencia de la mañana presentes el Dr. Lobo Guerrero, fiscal de este Santo Oficio, y la dicha Dª. Francisca Núñez de Carabajal, y siéndole leída y notificada y dado á entender el efecto de ella á la susodicha, habiéndose hallado presentes á la dicha pronunciación Arias de Valdez, alcaide, y Pedro de Fonseca, portero, que luego se salieron de la audiencia. La susodicha, llorando, dijo: que ya dice que creyó derechamente en la Ley de Moysen, y esta es la verdad, y{274} que se duelan de ella y de los huérfanos de sus hijos, de quien tiene pena, más que de su propia vida, y que no la afrenten por amor de Dios.
«Y con esto fué llevada á la cámara del tormento por el dicho alcaide, á la cual fueron luego los dichos Señores Inquisidores, á hora de las ocho y media de la mañana, poco más ó menos.
«Y estando en ella fué tornada á amonestar que por reverencia de Dios diga la verdad, y no se quiera ver en este trabajo y peligro.
«Dijo: que la verdad es que ella creyó derechamente en la Ley de Moysen, por enseñanza del Lic. Morales, y por librarse de los Señores Inquisidores, ha dicho que creía en ambas leyes, pero que es burla; que no creía en la Ley de Jesucristo sino en la de Moysen, y que lo demás se lo levantan, y que miren que es mujer, y no la afrenten y desnuden, porque aquí ha de morir, y sus hijos quedarán huérfanos, y clamarán delante de Dios, y ella morirá aquí martir, y afrentada, y su alma irá á gozar de Dios, porque no saldrá de aquí viva.
«Y con esto amonestada, fué mandada{275} entrar, y entró el Ministro, y que la desnude;
«Y dijo: que la maten ó den garrote luego, y no la desnuden ni afrenten, aunque la den mil muertes.—Lo cual dijo de rodillas llorando mucho. Y que miren que es mujer y viuda y honesta, y con quien no se sufre hacer esto en el mundo, en especial donde hay tanta santidad, y que ya ha dicho que creía en la Ley de Moysen y no en la de Jesucristo, y no hay más que decir, ni sabe de más de que es triste desconsolada y viuda con hijos que clamarán á Dios.
«Y estando desnuda, con solo unos zaragüelles, y la camisa baja, en carnes de la cintura arriba, fué tornada á amonestar que diga la verdad, con apercibimiento de que se pasará con el tormento adelante.
«Dijo á voces, que todo es maldad, y que vaya en remisión de sus culpas.
«Fuéronle mandados ligar los brazos flojamente, y estando ligados, fué vuelta á amonestar que diga la verdad, y no dé lugar á que se pase adelante.
«Dijo que la verdad toda ha dicho, y que miren que quitan la madre á{276} los hijos, y que nunca tal entendió que tal se usara con una mujer, y que ella encomienda su alma y ofrece este martirio al que en el libro de Espejo de consolación ha leído que adoraron los Macabeos.—Porque no dijo otra cosa.
«Amonestada que diga la verdad le fué mandado dar y apretar una vuelta de cordel á los brazos; diósele, y dió muchos gritos diciendo:—tanta crueldad, tanta, ay, que me muero:—apretósele más, y dijo lo mesmo muchas veces, con muchos gritos, y que vaya en remisión de sus pecados, que está libre; que todo lo ha confesado, y que no la quieren creer.
«Amonestada, se le dió segunda vuelta de cordel á los dichos brazos en la mesma forma, y dió muchos gritos, que se muere, que se muere y que le den la muerte junta, porque la descoyuntan del todo y le acaban la vida, que no lo puede sufrir, y si más supiera lo dijera.
«Y porque no quiso decir otra cosa, amonestada que diga la verdad, le fué mandada dar tercera vuelta de cordel en la mesma forma; diósele y dijo, ya ha dicho que creía y adoraba la Ley de Moysen y no la de Jesucristo,{277} porque no la guardaba, sino la de Moysen, y dió muchos gritos, y que hayan misericordia de ella, que ha dicho toda la verdad, y que se muere.
«Amonestada que la diga, se le mandó dar y dió otra cuarta vuelta de cordel, en la mesma forma; y dió grandes voces que se muere y no lo puede sufrir, y que ya, ya se les acabó á sus hijos su triste madre.
«Diósele otra quinta vuelta de cordel á los brazos, y dijo lo mesmo muchas veces, y no se le pudo sacar otra cosa, sino gemir echada la cabeza sobre los brazos y cordeles, y luego dijo, que ya ha dicho la verdad y no la quieren creer, ni tiene que decir más de que lo hacen con ella cruelmente, y que se duelan de este martirio por amor del Señor, que se muere.
«Y habiéndosele dado las cinco vueltas de cordel en la dicha forma, fué mandada tender y ligar en el potro, amonestada que diga la verdad, y no dé lugar á que se prosiga en el tormento con tanto riesgo de la vida, como él es, quedándole tanta parte del que pasar y padecer, lo cual todo es á su cuenta y riesgo por no la{278} querer decir, con que excusaría los dolores y martirios que dice.
«Y estando tendida en el potro fué vuelta amonestar en la mesma forma, y que por reverencia de Dios diga ya la verdad, y se duela y compadezca de sí propia.—Y dijo: no tengo que decir sino testimonios, y esos no quiera Dios que los diga, ni los he de decir, ni los sé; sea él bendito que aquí me tratan con tanta crueldad nunca oída jamás á mujer, y es posible que esto se hace aquí con las mujeres;—y diciendo esto, se levantó sobre el potro, y amonestada dijo: no sé qué decir, sino que triste nací del vientre de mi madre, y desdichada fué mi suerte, y mi triste vejez.—Y vuelta á tender en el potro, y mandada ligar brazos, muslos y espinillas, y que se le pongan los garrotes y se prosiga al tormento, la susodicha se volvió á levantar, y levantada, de rodillas, arrimada al potro, dijo...... &c.»
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La fuerza del ánimo no pudo resistir por más tiempo á los dolores del cuerpo, y después de aquella lucha, la desgraciada Doña{279} Francisca, desnuda y maltratada, hizo allí una larga confesión, declarando contra todos sus hijos é hijas. Consta la diligencia en la que se suspendió la confesión y dice así:
«Y con esto y por parecer que la dicha Doña Francisca estaba fatigada y afligida, y con gran dolor de estómago, de que se quejaba por estar desnuda, y al parecer con frío que le dió. Mandaron cesar en el tormento con protestación que le hicieron de que no la teniendo por suficientemente atormentada, lo continuaran hasta que enteramente confiese verdad, y así la mandaron desligar las vueltas de los brazos, y que sea curada.
«Y que luego fué desligada y puesta en una cárcel cerca de la cámara del tormento, y curada con cuidado los brazos y su persona. Acabóse esta diligencia y audiencia á las once, antes de medio día, poquito más ó menos.»
Las declaraciones arrancadas por el tormento á la desgraciada madre, dieron el resultado que deseaban los Inquisidores, y en la ratificación que ante honestas personas hizo cuando le fueron leidas estas declaraciones, dijo:
«Habiéndolo oido y entendido, dijo: que está bien escrito, y es la verdad, y en ello se ratifica y afirma, y siendo necesario, lo dice ahora de nuevo como testigo, contra todas las personas que de lo que en las dichas audiencias{280} tiene depuesto puedan resultar culpadas en cualquier manera, y particular y nombradamente
Contra
«Luis de Carabajal, su hijo.
«Francisco Rodríguez de Matos (difunto), su marido.
«Baltasar Rodríguez de Carabajal, su hijo.
«Doña Catalina, mujer de Antonio Díaz de Cáseres.
«Doña Leonor, mujer de Jorge de Almeida.
«Doña Mariana, doncella.
«Doña Isabel, viuda, todas sus hijas, y
«Doña Catalina de León, mujer de Pérez Ferro.
«Y contra cada una de ellas: presentes las dichas honestas personas, y que no lo dice por odio, ni enemistad, etc. Pasó ante mí.—Pedro de los Ríos.»
Siguieron adelante los procesos, y en general todos los hijos é hijas de Doña Francisca confesaron con tal espontaneidad todo cuanto sabían, que con ellos no tuvieron los Inquisidores, ni necesidad de ocurrir al tormento.
Luis de Carabajal, el mozo, no el gobernador, en una de las audiencias pidió un pliego{281} de papel para escribir y presentar á la Inquisición unas oraciones en verso que él y su hermano Baltasar habían compuesto para los días de ayuno, según la ley de Moisés. Presentólas en efecto, y entre muchas se encuentra este soneto:
*
* *
Ninguna dificultad se presentó en lo de adelante á los jueces para la terminación de la causa, y los Inquisidores pronunciaron sus sentencias que se leyeron en el auto de fe el 24 de febrero de 1590.—Hé aquí la sentencia de Doña Francisca, á la que son iguales las pronunciadas, contra todos sus hijos, á excepción de la de D. Baltasar, que fué condenado{282} por ausente, lo mismo que D. Francisco Rodríguez, su padre, difunto, á ser quemados en estatua.
«Christi Nomine Invocato. Fallamos atentos los autos y méritos de este proceso, el dicho Promotor fiscal haber probado bien y cumplidamente su acusación y querella, damos y pronunciamos su intención por bien probada, por ende que debemos declarar y declaramos la dicha Doña Francisca Núñez de Carabajal haber sido hereje, judaisante, apóstata, fautora y encubridora de herejes, y haberse pasado y convertido á la ley muerta de Moysen y sus ritos y ceremonias, creyendo salvarse en ella, y por ello haber caído é incurrido en sentencia de excomunión mayor y en todas las otras penas é inhabilidades en que caen é incurren los herejes que debajo de título y nombres de Cristianos hacen y cometen semejantes delitos, y en confiscación y perdimiento de todos sus bienes, los cuales aplicamos á la cámara y fisco del Rey nuestro Señor y á su receptor en su nombre, desde el día y tiempo en que comenzó á cometer los dichos delitos, cuya declaración en nos reservamos. Y como quiera que con buena conciencia la pudiéramos condenar en las penas en derecho establecidas contra los tales herejes; mas atento á que la susodicha en las confesiones que antes nos hizo{283} mostró señales de contricción y arrepentimiento, pidiendo á Dios Nuestro Señor perdón de sus delitos, y á nos penitencia con misericordia, protestando que de aquí adelante quería morir y vivir en nuestra Santa Fe Católica, y estaba presta de cumplir cualquier penitencia que por nos le fuese impuesta y abjurar los dichos sus errores, y hacer todo lo demás que por nos le fuese mandado, considerando: que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, si ansí es que la dicha Doña Francisca Núñez de Carabajal se convierta á nuestra Santa Fe Católica, de puro corazón y fe no fingida, y que ha confesado enteramente la verdad, no encubriendo de sí ni de otras personas vivas ni difuntas cosa alguna; queriendo usar con ella de piedad y misericordia, la debemos de admitir y admitimos á reconciliación, y mandamos que en pena y penitencia de lo por ella hecho y cometido, hoy día de la pronunciación de esta nuestra sentencia, la salga á oir á este presente auto con los demás penitentes, en cuerpo, con un hábito penitencial de paño amarillo, con dos aspas coloradas de Señor San Andrés y una vela de cera en las manos, adonde le sea leída, y allí públicamente abjure los dichos sus errores que ante nos tiene confesados, y toda cualquiera otra herejía y apostasía, y hecha la dicha abjuración, al{284} mandamos absolver y absolvemos de cualquier sentencia de excomunión en que por razón de lo susodicho ha caido é incurrido, y la unimos y reincorporamos al gremio y union de la Madre Santa Iglesia Católica, y la restituimos á la participación de los Santos Sacramentos y comunión de los fieles católicos cristianos de ella, y la condenamos á cárcel y hábito perpetuo irremisible, la cual guarde y cumpla en la parte y lugar que por nos le fuere señalado, y el dicho hábito lo traiga públicamente encima de todas sus vestiduras, y guarde y cumpla las demás penitencias espirituales que por nos le serán declaradas. Y declaramos la susodicha ser inhábil é incapaz para poder traer sobre sí ni en su persona, oro, plata y seda, y serle defendidas las demás cosas y honras que por derecho común, leyes y pramáticas de estos Reynos é instrucciones del Santo Oficio de la Inquisición á los semejantes inhábiles son prohibidos. Todo lo cual mandamos que así guarde y cumpla, so pena de impenitente relapsa, y por esta nuestra sentencia definitiva, juzgando así lo pronunciamos y mandamos en estos autos y procesos.—Lic. Bonilla.—Lic. Santos García.»
«Dada y pronunciada fué esta dicha sentencia de susso por los Sres.{285} Inquisidores que en ella afirmaron sus nombres, y el dicho Sr. Inquisidor Lic. Bonilla, con las veces así mesmo de ordinario del arzobispado de México que están en la cámara del secreto de este Santo Oficio; estando celebrando auto público de fe dentro de la Iglesia mayor y Catedral de esta ciudad de México, sobre un cadalso y tribunal alto de madera que en ella había, sábado, día de Sto. Matías, 24 del mes de febrero de 1590, presente el Dr. Lobo Guerrero, fiscal de este Santo Oficio, y la dicha Francisca Núñez de Carabajal con las insignias en la dicha sentencia contenidas, siendo á todo ello presentes por testigos Diego de Ibarra, D. Francisco de Velasco, D. Rodrigo de Vivero y Rodrigo del Río, caballero del hábito de Santiago, y Fernán Gutiérrez Altamirano, D. Juan Altamirano, y otras muchas personas eclesiásticas y seculares.—Passó ante mí.—Pedro de los Ríos.»
Como aun cuando muchas personas han oido hablar de las abjuraciones públicas, no todos conocen la fórmula de ellas, copiaré la de Doña Francisca Núñez de Carabajal, para dar una idea de esa clase de documentos.{286}
Abjuración.
«Yo, Francisca Núñez, por otro nombre Doña Francisca de Carabajal, natural de la Villa de Megodori, en Portugal, viuda de Francisco Rodríguez de Matos, difunto, que presente estoy, de mi libre y espontánea voluntad abjuro, y detesto, y renuncio, y aparto de mí toda y cualquier herejía, en especial esta de que soy infamada y testificada, y que he confesado de la Ley vieja de Moysen, ritos y ceremonias de ella. Y confieso por mi boca con puro y verdadero corazón la Santa Fe Católica que tiene y predica, sigue y enseña la Santa Madre Iglesia de Roma, y aquella tengo y quiero tener y seguir y en ella permanecer y morir y nunca me apartaré de ella, y juro á Nuestro Señor Dios y á los Santos cuatro Evangelios y á la señal de la Cruz, de estar y ser sujeta á la obediencia del bienaventurado San Pedro, príncipe de los Apóstoles y Vicario de Nuestro Señor Jesucristo, y de Nuestro muy Santo Padre Sixto V, que hoy día rige y gobierna la Iglesia, y después á sus sucesores, y de nunca me apartaré de esta obediencia por suación ó herejía, en especial por esta de que soy infamada y acusada, y de siempre permanecer en la unidad y ayuntamiento de la Santa Iglesia, y de ser en defensión de esta Santa{287} Fe Católica, y de perseguir á los que contra ella fueren ó vinieren y de los manifestar y publicar y no me ayuntar á ellos, ni con ellos, ni los receptar, ni guiar, ni visitar, ni acompañar, ni dar, ni enviar dádivas, ni promesas, ni pres, ni los favorecer, y si contra en algún tiempo fuere ó viniere que caiga é incurra en pena de impenitente relapsa, y sea maldita y excomulgada; y pido al presente secretario testimonio de esta mi confesión y abjuración, y á los presentes ruego que de ello sean testigos. Siendo testigos los dichos, y con esto la dicha Doña Francisca Núñez de Carabajal fué absuelta en forma, y porque dijo no sabía firmar, lo firmó por ella uno de los Sres. Inquisidores.—Lic. Bonilla.—Pasó ante mí.—Pedro de los Ríos.»
Iguales á esta sentencia y abjuración fueron las de todos los individuos, varones y hembras de la familia Carabajal, y que salieron como penitenciados en el auto público de fe celebrado en México el año de 1590.
Terminado un proceso en la Inquisición, al reo si no era relajado, y por consecuencia entregado al brazo secular, y quemado, se le exigían bajo de juramento dos cosas: primera, que revelase cuanto había oido hablar en las cárceles del Santo Oficio; y segunda, que sobre lo que allí había visto ú oido, guardase el más profundo secreto.{288}
He aquí cómo se ejecutaban estas diligencias:
«E luego fuéle recibido juramento en forma debida de derecho á dicha Doña Francisca Núñez de Carabajal, so cargo del cual prometió decir verdad.
«Preguntada sobre el secreto y avisos de cárcel, dijo: que en el tiempo que ha estado presa en las cárceles secretas de este Santo Oficio, no ha sabido ni entendido que en ellos se haya hecho ni dicho cosa que deba manifestar contra su recto y libre ejercicio, ni contra sus ministros, ni que se hayan llevado ni traido recados algunos de fuera ni de dentro, ni ella los lleva, é que el Alcaide la ha tratado bien y ha hecho bien su oficio.
«Fuéle mandado debajo del juramento que tiene hecho, y so pena de excomunión mayor, y que será gravemente castigada, que tenga y guarde secreto de todo lo que en su negocio, causa y proceso ha pasado, y de todo lo demás que oviere visto y entendido en las cárceles de este Santo Oficio durante su prisión, y que no lo revele ni descubra en manera{289} alguna directa ni indirectamente, y así prometió de lo cumplir, sin exceder.»
Así terminó el primer proceso de la familia Carabajal, y sólo agregaré la sentencia que recayó contra D. Baltasar, que, como hemos dicho, huyó sin que la Inquisición hubiera podido encontrarle nunca.
«Christi Nomine Invocato. Fallamos atentos los autos y méritos de dicho proceso, el dicho Promotor fiscal haber probado bien y cumplidamente su acusación, tanto cuanto de derecho ha sido necesario para haber victoria en esta causa, en consecuencia de lo cual que debemos declarar y declaramos el dicho Baltasar Rodriguez de Carabajal, haber sido y ser hereje, apóstata, judaisante, domatista, fautor y encubridor de herejes, y por ello haber caido é incurrido en sentencia de excomunion mayor, y en todas las otras penas en que caen é incurren los herejes, apóstatas, las cuales mandamos que sean ejecutadas en su persona y bienes y relajamos la persona del dicho Baltasar Rodriguez, pudiendo ser habido, á la justicia y brazo seglar para que en él sea ejecutada la pena que en derecho tal caso requiere, y porque al presente el dicho Baltasar Rodriguez no puede ser habido, mandamos que en su lugar sea sacada á este presente auto una estátua{290} que represente su persona con una coroza de condenado y un Sambenito con las insignias y figura de tal condenado, y un letrero de su nombre, la cual esté presente al tiempo que se leyere esta nuestra sentencia. Y acabada de leer, la dicha estátua sea entregada á la justicia y brazo seglar para que la manden quemar é incinerar. Y declaramos sus bienes, muebles y raices ser confiscados y pertenecer á la cámara y fisco del Rey nuestro Señor, y por esta nuestra sentencia, se los aplicamos, y á su receptor en su nombre, desde el día y tiempo que comenzó á cometer los dichos delitos, y declaramos por inhábiles é incapaces á los hijos é hijas del dicho Baltasar Rodriguez y á sus nietos por línea masculina, para poder haber ni poseer dignidades, beneficios ni oficios, ansí eclesiásticos como seglares, y otros oficios públicos é de honra, y no poder traer armas, oro, plata ni seda, ni andar á caballo, ni usar de las demas cosas que por derecho comun, leyes y pragmáticas de estos Reynos é instructivos del Santo Oficio á los semejantes inhábiles, son prohibidos. Y por esta nuestra sentencia definitiva, juzgando así lo pronunciamos y mandamos en estos escriptos y por ellos.—Lic. Bonilla.—Santo García.»
Esta sentencia se ejecutó al pie de la letra, y D. Francisco Rodriguez de Matos, difunto,{291} marido de D.ª Francisca, fué también relajado y quemado en estátua, en el mismo auto de fe.
Como cárcel perpetua se señaló á D. Luis de Carabajal, el joven, el Hospital de dementes de San Hipólito, y á D.ª Francisca, D.ª Isabel, D.ª Leonor, D.ª Catalina y D.ª Mariana, una casa aislada que estaba frente al Colegio de Santiago Tlaltelolco.
D. Luis Carabajal, el gobernador, fué desterrado de las Indias.
Así concluyó esta primera persecución que sufrió la familia de Francisco Rodriguez de Matos.
El domingo 8 de diciembre de 1596, en la Plaza mayor de México, y delante de las Casas de cabildo, celebraba la Inquisición un auto público de fe, y á este auto público salían como penitenciados Doña Francisca Núñez de Carabajal y sus hijos D. Luis, D.ª Leonor, D.ª Isabel y D.ª Catalina.
Vamos á ver por qué estaban allí y cuál es la suerte que les esperaba.
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Por el mes de enero de 1595, el fiscal de la Inquisición, que lo era en aquella época el Dr. Martos Bohorques, acusó formalmente ante los Inquisidores Dr. Lobo Guerrero y D. Alonso de Peralta, á D.ª Francisca de Carabajal y á sus hijos, por observantes de la ley de Moisés, con la agravante circunstancia de que todas estas personas habían sido ya procesadas{293} y reconciliadas por el mismo delito en el año de 1590.
Los Inquisidores, como era natural, ordenaron la prisión de los reos, que fueron conducidos inmediatamente á las cárceles secretas del Santo Oficio.
Dióse principio á las causas, cuyos procedimientos, siendo en todo semejantes á los que dejamos explicados en el capítulo anterior, no es necesario explicarlos ni repetirlos.
Como de costumbre, unos individuos de la familia declararon contra los otros: volvieron á aparecer multitud de personas complicadas, y se acumularon testificaciones sobre testificaciones.
Hay, sin embargo, en el proceso de D. Luis Carabajal, curiosas diligencias, de las que no queremos privar á nuestros lectores, para que se formen mejor idea del carácter de los Ministros, y modos de enjuiciar en el Santo Oficio, en cuyo tribunal no se despreciaba medio alguno para conocer los pensamientos del acusado y para examinar su conciencia, por más que estos medios parezcan reprobados é ilícitos, ahora que está prohibido á los jueces hasta hacer preguntas capciosas á los acusados.
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Los Secretarios del Santo Oficio y los Alcaides andaban constantemente escuchando{294} en las puertas de los calabozos de los presos, para saber sus conversaciones y delatarlas á los Inquisidores; y los presos eran encerrados juntos para que unos vinieran á delatar las pláticas y conversaciones de los otros. Así consta en muchas diligencias; por ejemplo, en la siguiente:
Declaración del Secretario Pedro de Mañosca
«En la ciudad de México, á 16 días del mes de Octubre de mil y quinientos y noventa y cinco años, estando en su audiencia de la mañana los Sres. Inquisidores Dr. Lobo Guerrero y Lic. D. Alonso de Peralta, pareció en ella de su voluntad, Pedro de Mañosca, Secretario de este Santo Oficio, del cual siendo presente fué recibido juramento en forma debida de derecho, so cargo del cual prometió de decir verdad, y dijo de ser de edad de 32 años, poco más ó menos, y dijo: que por descargo de su conciencia viene á decir y manifestar lo que oyó á los tres, cuatro, cinco y seis de este presente mes y año, hallándose en todos estos cuatro días desde las siete horas hasta las ocho por la noche, á la puerta de la cárcel, donde estaban juntos Luis de Carabajal, preso en este Santo Oficio y reconciliado que ha sido por él, y Luis Díaz, clérigo, habiendo ido allí en compañía y juntamente con Pedro de Fonseca, Notario{295} de los Secretos de este Santo Oficio, y de Gaspar de los Reyes, Alcaide de las cárceles secretas dél, por orden y mandado de los dichos Señores Inquisidores. Y lo que pasa es, que habiendo hallado al dicho Luis de Carabajal, que es muy conocido en la voz, cantando en voz alta un romance en que parece alaba á Dios y á sus grandezas, que por haber durado poco no pudo prevenir este ni entender cosa dél para decirlo por sus palabras. Oyó que el dicho Luis Diaz, clérigo, dijo al dicho Luis de Carabajal:—deje agora de cantar; dígame, ¿San Pedro en el infierno está?—y respondió el dicho Luis de Carabajal—Sí, y no quisiera yo tener tanto fuego como él en la trasera—diciéndolo suciamente, y que también estaban en el invierno Juan Garrido y su madre María Fernández, diciéndolo por Ntro. Señor Jesucristo y Ntra. Señora la Virgen.»
Por este estilo fueron las declaraciones de Fonseca y de Gaspar de los Reyes, y de los presos que sucesivamente fueron encerrando con Luis de Carabajal; conviniendo todas sus declaraciones, sin embargo, en que Carabajal estaba resuelto á vivir y morir en la ley de Moisés.
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El 17 de marzo de 1595, Gaspar de los Reyes Plata se presentó en la audiencia de los{296} Inquisidores y dijo: «que por descargo de su conciencia viene á decir y manifestar que el sábado en la noche, 13 del presente mes y año, llevando de cenar á Luis de Carabajal, preso en este Santo Oficio, le dió un melón comenzado que este le había dado para comer, y le dijo que llevase aquel melón á Dª. Leonor de Carabajal, su hermana, la cual, por lo que el dicho Luis de Carabajal muchas veces ha dicho á este, entiende que está presa con las demás y su madre; y luego dijo: que entiende el dicho Luis de Carabajal, que están presas las dichas Dª. Leonor y su madre, porque ha dicho á este, nombrándolas, que tenga cuenta con ellas y las regale. Y este después miró dentro en el melón y halló entre las pepitas y al cabo de él, un hueso de ahuacate envuelto en un pedazo de tafetán como morado, de que hizo demostración, y luego como lo vió envuelto en dicho tafetán, lo llevó al dicho Sr. Inquisidor Dr. Lobo Guerrero para que lo viese, el cual le mandó que lo guardase para presentarlo en el tribunal, y las letras que están escritas en dicho hueso, que se pueden leer, dicen de esta manera: Paciencia como Job; y las letras que se siguen no se pueden leer, porque con el tiempo que ha pasado se han revenido en el dicho hueso de ahuacate, y otras letras que están en el mesmo hueso, que se pueden leer, dicen de esta manera:—Almas de mi corazon{297}, visíteos A. N. S., que al parecer quieren decir las dichas letras Adonay Nuestro Señor, y en el dicho hueso hay otras letras que dicen:—yo la tengo Gloria á Dios con grillos estoy por mi D.
«Y así mesmo, y el dicho Luis de Carabajal, el domingo siguiente, 14 días del mesmo mes y año, le dió á este un plántano para que diese á la dicha Dª. Leonor su hermana, en el cual plántano con mucha sutileza, en medio de él, sacada la carne que bastaba para poner un hueso de ahuacate, estaba metido el dicho hueso envuelto en un tafetan y de la mesma color morada, y en el dicho hueso había escrito las letras siguientes: albricias, que los Angeles y Santos de Adonay en el Parayso nos esperan, mártires mias, benditas de Adonay. Yo pensé ir solo, bendita mia; envíame señas si estás sola ó no, acuérdese Adonay de la madre Santa, y á tí y á ella tengo en el corazon.»
Muchos recados escritos en huesos de aguacate siguió presentando el Alcaide, y en todos ellos se descubre el tierno cariño que Luis de Carabajal profesaba á su madre y hermanas, y la fe ardiente que tenía en su religión.
Hay uno de estos recados que no podemos menos de copiar; iba también escrito en un hueso de aguacate y dirigido á Dª. Leonor, y decía así: «Angel mio, albricias, que mejor viaje es el del Parayso que el de Castilla; bienaventurado{298} el pan que comiste, y el agua que bebiste, y la tierra que pisaste, y el vientre en que anduvimos, que de aquí á poco hemos de ir á profesar la Religión sacra de los Angeles y Santos, y á ver la tierra suya de Adonay. ¡Oh qué ricos jardines, músicas y fiestas nos esperan; lindos torneos se han de hacer en el cielo cuando Adonay nos corone por su firme fé; nadie desmaye, que su vida con ayuda que Adonay mi Señor nos dé, la cuesta de esta cárcel es la gloria; ¡quién pudiera contaros todo lo que el Señor me ha mostrado; mas con su ayuda, presto nos veremos; tres semanas estuve en un calabozo; ya me sacó Adonay mi Señor, y me puso donde veo el cielo, día y noche; una Biblia, con milagro, tuve ocho días aquí; benditas de Adonay, por acordarme de vos, de mí me olvido.»
Aun sigue más adelante esta carta, y parece increíble que tanto pudiese escribirse en Un hueso de aguacate. Sin embargo, así consta de los autos originales.
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* *
Los Inquisidores mandaron al Alcaide, no sólamente que admitiese esos recados de D. Luis para sus hermanas, sino que con objeto de saber lo que se escribia, encargaron al dicho Alcaide que como al descuido llevase las correspondencias á quienes iban dirigidas, y dejase en los calabozos pluma, tinta y papel; así consta en el expediente original.{299}
En una de esas declaraciones, dice:
«Y para que el dicho Luis de Carabajal pudiese escribir, visto que escribia en los huesos de ahuacate, le dejo un tintero muy al descuido, por mandado de los dichos Señores Inquisidores.»
Más adelante hay una diligencia en que dice: hablando de los papeles que como resultado de esta intriga traidora escribió Luis de Carabajal, y entregó el Alcaide Gaspar de los Reyes Plata:
«Y vistos los dichos papeles por los Sres. Inquisidores, Dr. Lobo Guerrero y Lic. D. Alonso de Peralta, mandaron se le entreguen al dicho Alcaide para que entre algunas frutas y muy al descuido y con mucha disimulación, los dé á la dicha Dª. Leonor, juntamente con una de las peras (en estas peras venía escrito un recado), la mayor que hoy dicho día así mesmo exhibió el dicho Alcaide, como lo tiene declarado en su dicho, y que esté muy advertido de mirar con mucho cuidado si le diere la dicha Leonor para su hermano D. Luis de Carabajal algún recado de frutas ó en otra cualquier manera, y antes de entregarlo lo traiga al tribunal, y que con la mayor disimulación en algun plántano ó plántanos, envuelto en algun lienzo, le dé tambien á la dicha Dª. Leonor un pliego de papel blanco y pluma para ocasionarla á que responda al dicho su hermano, para que{300} se descubra la verdad y se administre justicia.»
D. Luis y sus hermanas cayeron inocentemente en la red que les tendían aquellos hombres sin corazón, y sostuvieron una larga correspondencia por medio de cartas que, antes de llegar á su destino, se copiaban íntegras en el proceso.
Muchas de ellas, sin embargo, se agregaron originales á la causa, y se experimenta una extraña sensación al recorrer aquellas líneas trazadas por la vacilante mano de los que, viviendo en tan dura prisión rodeados de enemigos y de traiciones, y próximos ya á expirar en una hoguera, mostraban una fe tan ardiente en sus doctrinas y una tan grande entereza de alma.
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Según las reglas de procedimiento, dadas para el Santo Oficio por el célebre Torquemada, el más terrible de los Inquisidores de España, jamás el acusado debía conocer á los testigos ni saber su nombre, observándose tanto cuidado en esto, que si alguna circunstancia había en la declaración, por donde el reo pudiera adivinar ó venir en conocimiento de quién era el testigo, debía suprimirse esta parte de la declaración al notificársela al reo; y como última precaución se observaba por regla general que las declaraciones de los testigos,{301} al comunicarse al reo, se pusieran en tercera persona, aun cuando el testigo hubiera hablado en primera; así, si éste decía que el reo le había dicho tal cosa, al leerle á aquel la declaración, se decía que un testigo declaraba que el reo había dicho á cierta persona aquello mismo, para que ni aun por esto pudiese venir en conocimiento de quién era el testigo.
Uno de los testigos en la causa de la familia Carabajal, y denunciado por ellos, fué llevado á la Inquisición y procesado.
Confesó sus propias culpas; pero cuando fué requerido como testigo, se negó enérgicamente á declarar. Víctima de su lealtad, no quiso descubrir nada que pudiera perjudicar á los mismos que le habían traído á aquella situación, y esto provenía sin duda del misterio con que se guardaba el nombre de los testigos. Quizá si Manuel Díaz, que así se llamaba este infeliz, hubiera sabido que los Carabajales habían tenido la debilidad de denunciarle, no habría sufrido tan terribles tormentos en la Inquisición.
En efecto, increíble parece la energía de este hombre en el sufrimiento; y su constancia venció la crueldad de los Inquisidores. Por esta circunstancia notable se hace preciso copiar la diligencia de tormento, que puede dar una idea completa de la heróica resolución de aquel hombre y de la saña de sus jueces.{302}
«Y con tanto fué mandado llevar á la cámara del tormento, donde fueron los dichos Sres. Inquisidores y ordinario como á las ocho horas y tres cuartos de la mañana.
«Y estando en ella fué vuelto á amonestar que diga la verdad por reverencia de Dios, y no se quiera ver en tanto trabajo, en que tiene tanto que pasar y padecer, como entenderá en el discurso del tormento: dijo que él ha dicho la verdad.
«Y con esto fué mandado entrar y entró el Ministro, y que lo desnude.
«Y estando desnudo, en carnes, con unos zaragüelles de lienzo, fué tornado á amonestar que diga la verdad y no dé lugar á que se pase adelante. Dijo: que si él no dijera la verdad, que no viniera aquí, y como él defiende su verdad, le ayude su Dios y le dé esfuerzo para pasar este trabajo.
«Fuéronle mandados ligar los brazos flojamente, y ligados, amonestado que diga la verdad, dijo que él ha dicho la verdad.
«Amonestado que diga la verdad, se le mandó dar una vuelta de cordel á los brazos; diósele y apretósele;{303} dijo con voz muy baja: misericordia, que él ha dicho la verdad y callaba.
«Amonestado que diga la verdad, se le dió segunda vuelta de cordel; dió grandes voces, ay, ay, ay de mí, que ya la he dicho, y quejábase mucho: Dios, habed misericordia de mí.
«Amonestado que diga la verdad, se le dió tercera vuelta de cordel á los brazos; dijo: ay Dios de mi alma, ay de mí, que me matan, que me matan, muchas veces y con grandes voces, que no puedo decir lo que no hice, quítenme la vida.
«Amonestado que diga la verdad, se le dió cuarta vuelta de cordel á los brazos, dió grandes voces, que me muero, que me muero, que yo no puedo decir lo que no hice, mátenme, mátenme.
«Amonestado que diga la verdad, se le dió quinta vuelta de cordel á los brazos; dijo: Dios, que sabe la verdad que yo defiendo, me ayude; quítenme la vida, ay de mí. Ay de mí, quítenme la vida, ya he dicho la verdad, ya he dicho la verdad, con grandes voces.
«Amonestado que diga la verdad, se le dió sexta vuelta de cordel á los{304} brazos: dió voces, que ya la he dicho, que ya la he dicho, miren que tengo cinco hijos, ay de mí, ay de mí, que no he de decir lo que no hice.
«Amonestado que diga la verdad, se le dió séptima vuelta de cordel: ay, ay, señores míos, que no puedo decir lo que no hice, mis señores, que tengo cinco hijos, acábame de una vez, hermano.
«Amonestado que diga la verdad, se le dió octava vuelta de cordel á los brazos, y decia muchas veces, acábame de una vez, no sea parte el dolor para que yo diga lo que no hice, acábame de una vez la vida.
«Amonestado que diga la verdad, se le dió nona vuelta de cordel en los brazos: hayan misericordia de mí, que yo olgara cien mil veces que fuera verdad, para no me ver en esto, que no permitan que yo diga lo que no hice.
«Amonestado que diga la verdad, se le dió la décima vuelta de cordel, dió voces y dijo: que pluguiera á Dios que hubiera hecho lo que le levantan.
«Preguntado qué es lo que habia de ser verdad y qué es lo que le levantan, dijo que eso que está en ese proceso,{305} y no se lo pudo sacar mas, y que no sabia lo que estaba en él; acábame, acábame, lo cual dijo á grandes voces, y pluguiera á Dios que fuera verdad, por que mi cuerpo no padeciera.
«Preguntado qué habia de ser verdad.
«Dijo: qué sé yo, eso que está en ese proceso, que yo guardo la ley de Moysen porque no padezca mi cuerpo.
«Preguntado si es mejor guardar la ley de Moysen y padecer el alma, que padezca el cuerpo.
«Dijo: que dijo que fuera verdad para pedir misericordia.
«Y habiéndosele dado las dichas diez vueltas de cordel, fué mandado tender y ligar en el potro, y que se le pongan los garrotes á los muslos y espinillas y molledos.
«Y habiéndose tendido, ligado y puestos, fué muy amonestado diga la verdad, con apercibimiento que se proseguirá el tormento, dijo: Sr. Ilustrísimo, plugiera á la sacratísima Vírgen que fuera verdad cien mil veces para que yo no padeciera.
«Amonestado que diga la verdad, se le dió y apretó el garrote del molledo derecho, y dijo llorando: quítenme{306} la vida, que ya la he dicho; quiébranme el brazo: acábese la vida de una vez.
«Amonestado que diga la verdad, se le apretó el garrote del molledo del brazo izquierdo. Ay, hermano, que me matais; la verdad digo, así ella me valga, acábenme de una vez.
«Amonestado que diga la verdad, se le dió y apretó el garrote del muslo derecho, y decía con voz baja muchas veces: acábame ya, hermano, que ya la he dicho.
«Amonestado que diga la verdad, se le apretó el garrote del muslo izquierdo, y decia con voz baja: ay, ay, ay, acábame la vida; quedáos con Dios, hijos.
«Amonestado que diga la verdad, se le apretó el garrote de la espinilla derecha, y dijo con voz baja, que la ha dicho: ya se acabó la vida, muchas veces.
«Amonestado que diga la verdad, se le apretó el garrote de la espinilla izquierda, y con voz muy baja dijo, que la ha dicho; ya se acabó la vida, hijos mios, quedaos con Dios: ya he dicho la verdad, señor, ya mi vida se me arranca, no permitan que yo muera aquí.
«Amonestado que diga la verdad, se le dió y apretó el molledo del brazo derecho, y dijo algo más alto: señores, acábenme la vida de una vez; acábenme la vida de una vez, el que lo padece lo sabe.
«Amonestado que diga la verdad, se mandaron apretar todos los dichos garrotes, dándosele vuelta: ay, Dios de mi alma, ya la he dicho; lo cual dijo con voz alta, y quejábase mucho, como llorando: que ya la he dicho; ay, ay, que ya he dicho la verdad, así ella me valga.
«Pasósele la toca sobre la boca, metida hasta la garganta con un palo, y echado un jarrillo de agua, que hacía un cuartillo, dijo: sáquenme de aquí, no permitan que muera aquí, no permitan que diga lo que no hice.
«Echósele otro jarro de agua, la mesma forma.
«Echósele otro jarro de agua, la mesma forma.
«Echósele otro jarro de agua, la mesma forma, y quitada la toca dijo que ya ha dicho la verdad.
«Echósele otro jarro de agua, la mesma forma.
«Echósele otro jarro de agua, la mesma forma.
«Echósele otro jarro de agua, la mesma forma, y quitada la toca dijo que ya ha dicho la verdad.
«Echósele otro jarro de agua, la mesma forma.
«Echósele otro jarro de agua, la mesma forma.
«Echósele otro jarro de agua, la mesma forma.
«Echósele otro jarro de agua, la mesma forma, y quitada la toca dijo que ya ha dicho la verdad.
«Echósele otro jarro de agua, la mesma forma, y quitada la toca dijo que ya ha dicho la verdad.
«Quitada la argolla de hierro de la garganta, y preguntado si quiere decir algo, dijo que la verdad ha dicho, así ella le valga, y quejábase con voz baja, y que más valiera que fuera verdad.
«Fué mandado quitar los garrotes y desligar del potro, y levantado, sentado sobre el potro, amonestado que diga la verdad, dijo que ya ha dicho la verdad.
«Amonestado que diga la verdad, fué tendido en el potro: dijo que no se permita que diga lo que no es verdad: señores, no muera yo aquí.
«Amonestado que diga la verdad,{309} se le tornó á poner la argolla de hierro en el cuello, y dijo en voz algo alta: ay, Sr. Illmo., que ya la he dicho, así Dios se acuerde de mi alma.
«Lo cual todo visto por los dichos Sres. Inquisidores y ordinario, mandaron cesar en el tormento, no lo habiendo por suficientemente atormentado y con protestacion de lo continuar cada y cuando que convenga. Y asi se le notificó y dijo que lo oia.
«Y con esto fué desligado de los brazos y llevado á su cárcel, donde curado y mirado á lo que pareció, aunque lastimado, no habia lission ni quebradura.
«Acabóse esta diligencia del tormento como á las diez horas y media de la mañana.
«Passó ante mí.—Pedro de Mañosca.»
A pesar de todo, á este testigo le fué dado garrote, y fué quemado en el auto de fe del día 8 de diciembre de 1596, en cuyo auto corrieron la misma suerte la mayor parte de las personas de la familia Carabajal, como se verá más adelante.
Isabel Rodríguez, mujer de este desgraciado y madre de sus cinco hijos, sufrió también el tormento, soportando nueve vueltas de cordel en los brazos, nueve garrotes en el potro{310} y tres jarros de agua, después de lo cual confesó y salió también al auto de fe mencionado, condenada á cárcel perpetua.
El marido tenía 36 años de edad y la mujer 32.
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D. Luis de Carabajal siguió en la prisión, y siguiéronse los procesos de su madre y hermanas, sólo que ya entonces Luis de Carabajal fué conocido con el nombre de José Lumbroso porque declaró
«Que Lumbroso tomó por un sueño que soñó, estando preso en esta cárcel agora cinco años, y fué que soñó que via una redoma llena de un licor muy precioso, metida en una fundilla como de sombrero, y que le decia Dios á Salomon: toma una cuchara de este licor y métela en la boca de este muchacho; y Salomon le metió una cucharada de aquel licor en la boca de este, y entonces este despertó, y quedó tan consolado, que no sentia la prision de allí adelante tanto como antes, y entendió este que aquel sueño fué una lumbre que Dios le quiso dar para que guardase la Ley de Moysen y entendiese la Sagrada Escritura.»
Luis de Carabajal no tuvo fuerzas ni para sostener la fuerza del tormento, porque era tal el terror que le causaban los Inquisidores, que en una de sus declaraciones dijo: «que no se{311} haye en ella el Sr. Inquisidor Lic. D. Alonso de Peralta, porque le tiemblan las carnes en verle.»
Un día, al salir de la Audiencia Luis de Carabajal, y conduciéndolo á su cárcel Gaspar de los Reyes y Pedro de Fonseca, aquel infeliz, cansado ya de sufrir y no teniendo más porvenir que la hoguera, quiso acabar de una vez con su vida, y arrancándose violentamente de las manos de sus conductores, se arrojó al patio desde el corredor de la Audiencia.
Pero aun en esto le fué adversa la suerte, y fué conducido á su calabozo sin haber sufrido daño alguno de consideración.
Por fin, Luis de Carabajal fué condenado, no sin que antes se hubiera procurado, conforme á lo dispuesto por las leyes que regían en la Inquisición, convencerle de sus errores, haciéndole abjurar de la ley de Moisés y convencerle de la de Jesucristo, para lo cual se echaba mano en dichos casos de los maestros más notables en la Teología. Consta en el proceso esta razón: «En la ciudad de México, sábado 24 dias del mes de Agosto de mil y quinientos y noventa y seis años, dia del Glorioso y bienaventurado Apóstol, estando en su Audiencia de la tarde los Sres. Inquisidores Dr. Lobo Guerrero y Lic. D. Alonso de Peralta, presentes los Maestros Fray Pedro de Agurto y Fray Diego de Contreras, de la Orden de S. Agustin, qualificadores de este{312} Santo Oficio, mandaron traer de su cárcel al dicho Luis de Carabajal, y siendo presente, le fué dicho como habian venido los dichos Maestros Fray Pedro de Agurto y Fray Diego de Contreras, para satisfacerle de las dudas que tiene, y que por amor de Dios esté atento á lo que le dijeren, para satisfacerle de ellas, y habiendo estado con él tres horas y media, satisfaciéndole sus dudas y diciéndole despues qué era lo que queria creer y tener, dijo: que queria tener y creer, vivir y morir en la ley que Dios Nuestro Señor dió al Santo Moysen.
«Y visto lo susodicho, los dichos Sres. Inquisidores lo mandaron llevar á su cárcel, con lo que cesó la Audiencia y se salieron de ella, y á los dichos qualificadores se les mandó que guarden secreto debajo del juramento que tienen hecho.»
A 121 ascendió el número de las personas testificadas ó acusadas por Luis de Carabajal en su proceso, y contra todas ellas se siguió causa. La sentencia definitiva contra Luis de Carabajal, fué la siguiente:
Christi Nomine Invocato.
«Fallamos atentos los autos y méritos del dicho proceso, el dicho Promotor fiscal, haber probado bien y cumplidamente su acusación, segun y como probarle convino, damos{313} y pronunciamos su intención por bien probada; en consecuencia de lo cual, que debemos de declarar, y declaramos que el dicho Luis de Carabajal haber sido y ser hereje, judaisante, apóstata de nuestra Santa Fé Católica, fautor y encubridor de herejes, judaisantes, ficto y simulado confitente, impenitente relapso, dogmatista pertinaz, y por ello haber caido y incurrido en sentencia de excomunion mayor, y estar de ella ligado y en confiscacion y perdimiento de todos sus bienes, los cuales mandamos aplicar y aplicamos á la Cámara y fisco real de Su Magestad, y á su receptor en su nombre, desde el dia y tiempo que comenzó á cometer los dichos delitos de herejía, cuya declaracion en nos reservamos, y que debemos de relajar y relajamos la persona de dicho Luis de Carabajal á la justicia y brazo seglar, especialmente al Lic. Vasco López de Bivero, corregidor de esta ciudad, al cual rogamos y encargamos como de derecho mejor podemos, se hagan piadosamente con él, y declaramos los hijos y hijas del dicho Luis de Carabajal, y sus nietos por línea masculina, ser inhábiles é incapaces, y los inhabilitamos para que no puedan tener ni obtener dignidades, beneficios ni oficios, así eclesiásticos como seglares, ni otros oficios públicos ó de honra, ni poder traer sobre sí ni sus personas, oro, plata, perlas, piedras preciosas ni{314} corales, seda, camelote, ni paño fino, ni andar á caballo, ni traer armas, ni ejercer, ni usar de las otras cosas que por derecho comun, leyes y pramáticas de estos Reinos é instrucciones y estilo del Santo Oficio, á los semejantes inhábiles son prohibidas. Por esta nuestra sentencia definitiva, juzgando así lo pronunciamos y mandamos en estos escritos, y por ellos.—El Dr. Lobo Guerrero.—El Lic. D. Alonso de Peralta.—Mr. D. Juan de Cervantes.»
«Esta sentencia se pronunció estando celebrando auto público de la fé, en la Plaza mayor de esta ciudad, en las Casas de cabildo de ella, sobre unos cadalsos y tribunal alto de madera que en ellas habia, domingo, dia de Ntra. Sra. de la Concepción, 8 dias del mes de Diciembre de mil y quinientos y noventa y seis años.»
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Entregado Luis de Carabajal al brazo secular, acto contínuo, se pronunció la sentencia siguiente:
«En la ciudad de México, domingo, 8 dias de Diciembre de mil y quinientos y noventa y seis años: estando en la Plaza mayor de ella, en las Casas del Cabildo, haciéndose y celebrándose auto público de la fé, por los Sres. Inquisidores apostólicos de esta Nueva España, fué leida una causa y sentencia contra Luis de Carabajal, reconciliado que ha{315} sido en este Santo Oficio, que está presente, por la cual se manda relajar á la justicia y brazo seglar por relapso, impenitente pertinaz, y vista por el Lic. Vasco López de Bivero, corregidor de esta dicha ciudad, por Su Majestad, la dicha causa y sentencia y remision fecha, y la culpa que resulta contra dicho Luis de Carabajal, y que se le entregó personalmente, pronunció contra él estando sentado en su tribunal, adonde para este efecto fué llevado, la sentencia del tenor siguiente:
«Fallo, atenta la culpa que resulta contra el dicho Luis de Carabajal, que lo debo de condenar y condeno á que sea llevado por las calles públicas de esta ciudad, caballero en una bestia de albarda y con voz de pregonero, que manifieste su delipto, sea llevado al Tiangues de San Hipólito, y en la parte y lugar que para esto está señalado, sea quemado vivo y en vivas llamas de fuego, hasta que se convierta en cenizas y dél no haya ni quede memoria. Y por esta mi sentencia definitiva, juzgando, ansí lo pronuncio y mando.—El Lic. Bivero.»
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Cumplióse la dicha sentencia, y la misma suerte cupo á la madre y hermanas de Luis de Carabajal.{316}
Y en el auto de fe celebrado el 8 de diciembre de 1596, murieron en la hoguera, según la relación original de dicho auto, D.ª Francisca de Carabajal y sus hijos D.ª Isabel de Carabajal, D.ª Catalina de Carabajal, D.ª Leonor de Carabajal y Luis de Carabajal. Además de éstos, fueron también relajados en persona, y murieron en el mismo día, Manuel Díaz, Beatriz Enríquez, Diego Enríquez y Manuel de Lucena. Sólo D.ª Mariana de Carabajal quedó por entonces libre, en atención á que estaba demente; pero como se verá más adelante, fué también quemada en el año de 1601.
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D.ª Mariana de Carabajal, sin duda por el terror que le causaron los procesos seguidos contra su familia, perdió la razón.
Los Inquisidores esperaron con paciencia á que la recobrara; recobróla en efecto, y fué juzgada y sentenciada á relajar, y entregada al brazo seglar en el auto de fe del 25 de marzo de 1601. La sentencia del Corregidor dice así:
«Fallo atenta la culpa que resulta contra la dicha D.ª Mariana de Carabajal, que la debo de condenar y condeno á que sea llevada por las calles públicas de esta ciudad, caballera, en una bestia de albarda, y con voz de pregonero que manifieste su delito, sea llevada{317} al Tiangues de San Hipólito, y en la parte y lugar que para esto está señalado, se le dé garrote hasta que muera naturalmente, y luego sea quemada en vivas llamas de fuego, hasta que se convierta en ceniza y de ella no haya ni quede memoria. Y por esta mi sentencia, &c.—El Lic. Morfonte.»
En este mismo auto salió entre los penitentes, Anica, la más pequeña de todas las hermanas, y que era entonces, verdaderamente, una niña; única persona que, á lo que parece, logró escapar con vida de las garras del sangriento tribunal.
El auto de fe de 1601, en el que murió Dª. Mariana, fué sin duda en el que más lujo desplegaron los Inquisidores. Sería difícil hacer una descripción de él sin que pareciera exagerada; para evitar este inconveniente, y para que los lectores del Libro Rojo tengan una noticia exacta de aquel auto, en el número próximo publicaré una relación de todo lo acontecido en aquel día, escrita por orden del Santo Oficio, y que logré encontrar en los revueltos archivos de ese tribunal.
Relación muy verdadera del triunfo de la ffe, y auto general que se celebró por el Santo Oficio de esta nueva España, y Real Corte de México, en 25 de Marzo de 1601, años, siendo Inquisidores los Sres. Licenciados Don Alonso de Peralta y Gutierre, Bernardo de Quiroz, y Promotor fiscal de sus caussas, el Dr. Martos de Bohorquez, en la cual se da cierta y caval noticia de todo lo que por órden de estos Sres. se puso en obra para el aparato solene y suntuoso del dicho auto, cuyo testimonio darán las personas que en esta ciudad se hallaron desde el dia de la publicacion hasta el de su celebracion, á la qual se añadirá la memoria y lista de los penitenciados que salieron á él, con las particulares penitencias que les fueron impuestas, y el effecto que hubo el cumplimiento de ellas.{319}
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La primera prevencion que tuvo effecto, fué dar principio á este auto, y tratar de su publicacion, la qual se puso en hobra, Jueves, antes del medio dia, que se contaron, 15 de Febrero de este año, para cuya solenidad salieron este dia de las casas del Santo Oficio y bastante número de familiares, y el Corregidor y Rejimiento y otras muchas personas de lo mas Ylustre y noble de esta Ciudad, los quales con el ornato que semejantes publicaciones suelen llevar de Libreas, trompetas, y atabales, paseando lo mas cercano y público de la plaza, publicaron con voz de pregoneros el dicho auto, dando el primer pregon á las puertas del Sancto Oficio, y el segundo á las de Palacio, y el 3.º, 4.º, 5.º, junto á las casas de Cabildo, calle de Sant Francisco, y junto á su combento; y el último á la entrada de la calle de Tacuba, señalando de término el que avia de este dia hasta 25 de Marzo, Domingo felicísimo, en que el divino Jesus bajando del seno de su Eterno Padre al profundo valle de umildad de la purísima Vírgen María, vino á darnos nueva ley de gracia, escrita en dos tablas de piedra yncorrutible de su palabra, y obras, tiempo acomodado á la ocasion en que su santa ley de ffé católica ollava los Cuellos de los que dejaban la luz, y ley{320} de gracia, por las sobras de la ley escripta, la figura por lo fijurado, y por la casa del mal labrado évano, la coluna de nevado marfil y terso marmol; así que para mayor solenidad se elijió este dia tan acomodado y nacido para el hacto que en él se avia de celebrar.
En el qual para el seguro de que no hubiese fuga yn ausencia por los presos que avian de ser penitenciados, se destribuyó por los Sres. Inquisidores, las noches de cada semana, entre los familiares, para que en cada una de ellas velasen por su órden las calles, quadras y prisiones de su casa, hasta el dia del auto, lo qual hizo y cumplió muy cavalmente, haciendo cuerpo de guardia en el saguan de la Inquisición, donde cada familiar procuró aventajarse la noche que le cupo llevando en su compañía jente luzida y noble, de donde á la luz de muchos fuegos que se hacian se repartian á hacer su vela, estorbando el paso á la jente que iva con armas no conocida.
No causó poca admiracion á la Ciudad, ver que eran ya 10 de Marzo, y no se trataba de hacer el cadalso, entendiendo por esto, que no sería tan suntuoso ni para tanta jente como despues pareció, y la causa de esto fué, porque dentro, en las casas del Sancto Oficio, en una de sus plazas, la mas secreta, avia gran número de oficiales, hasí de carpintería como de pintura, obrando lo mas esencial y de momento,{321} para su ornato, á la sombra de una sala grande que para su guarda se avia edificado con acuerdo y parecer de los Sres. Inquisidores, por escusar costas y gastos que en semejantes ocasiones se podia ofrecer adelante, y aprovechar en ellas las que el presente les avia causado, de donde á su tiempo se ivan llevando al cadalso segun era necesario, el qual cadalso se comenzó hacer á los 12 de este mes, casi en el comedio y arrimado á los portales de los mercaderes y sederos en la plaza pública de esta Ciudad.
Y luego el segundo Domingo de quaresma, que fué el de la Trasfiguracion del Señor, 18 de Marzo, se publicó el edicto de la fé en la Catedral de esta Ciudad, al qual ocurrió la mas jente que sufrió la capacidad de la Iglesia y la autorizó con su presencia el Ilustrísimo conde de Monte Rey, virey de esta nueva España, teniendo el sitial en la capilla mayor de ella, asiento el Sto. oficio de la Inquisicion, y habiéndose sentado comenzaron los oficios divinos, y antes del sermon, se leió el Edicto, y predicó el Provincial de los Franciscos, Fray Buenabentura de Paredes, hombre doctísimo y digno del sermon, por su mucha cristiandad y erudicion y eloquencia en alabanza de la festividad y ensalsamiento de las obras del Sancto Oficio para gran confusion de los enemigos de nuestra santa ffé cathólica.
El sábado siguiente, 24 de Marzo, á medio{322} dia, se acabó la hobra del cadalso y su ornato, el qual era dividido en dos partes iguales, de 60 varas en largo y 30 de ancho, aunque la primera parte era mas alta que la segunda cantidad de una vara, respecto de que la gente pudiese ver y gozar de todo lo que en ella obiese, y esta division hacian una calle de ancho de 10 varas, para que la gente pudiese pasar de un lado á otro: esta primera parte tenia de alto 4 varas, y la segunda tres, y ambas se formaron sobre gruesos pilastrones de madera, fortificados con otros atravesados, que hacian labor de claraboyas y sobre las puntas sus traviesas de buenas vigas, en las quales se yso el planice pro cuyos lados en circuito, hazian los tablados una ceja de ancho de una vara, porque la gente no subiese arriba por los pilastrones, y ambas partes cercavan por lo alto unas muy lucidas barandas pintadas sobre campo blanco de amarillo, escurecido con pardo y negro. Y á esta primera parte se subia por una escalera sercada, juntas bigas á modo de aposento, de ancho de 2 varas, que tenia 18 gradas muy fuertes y bien labradas, á la qual se entrava por una puerta grande y fuerte, adornada de buena clavason, y por la parte dentro con su serrojo y llave, y á este modo tenia otro el tablado de la segunda parte, salvo que la escalera tenia 14 gradas, ambas acian frente á la calle de Sancto Domingo, y á los lados de estas{323} escaleras se formaron dos aposentos de madera, devajo de la primera y segunda parte, cada uno: algo espacioso, con sus puertas, y lovas que avian de servir de cárceles para la gente descomedida y descompuesta que se prendiese el dia del auto.
Desde la puerta de la primera parte se hizo un palenque que de 80 varas de largo y seis de ancho, porque la gente no estorvase su entrada, y á los lados de la puerta avia hechos poyos para en que se apeasen en él, Santo Oficio, virey, audiencia y demas gente de á cavallo que los acompañase, porque los cavallos no se estorvasen al apearse unos con otros, se hizo al lado de los portales un apartamiento, por donde saliesen, y al modo de este palenque se hizo otro á la puerta de la segunda parte, que su largo será de 80 varas, y el ancho de 6, por el qual se avian de entrar los penitentes á su tablado, y á los colaterales del cadahalso se hicieron 2 tablados para cabildos eclesiástico y seglar, cada qual con sus asientos, muy bien aderesados, que con su compañía le hacia de muy gran majestad.
Al principio, y sobre esta primera parte que hacia muro con los portales de los mercaderes, hácia Oriente, se levantó un medio Teatro del ancho del tablado, cuya subida tenia 12 gradas divididas en tres partes y pendientes las unas de las otras, y las de su mitad sobrepujaban á las de las otras casi media vara y tenían{324} de ancho 2 varas, por las cuales podian subir tres personas juntas, y por los lados subian unas barandas de 3 quartas de alto y daban vuelta á las Tribunas que serán de media vara, y el planice tenia el largo de todas las gradas y 4 varas de ancho, en cuyos lados y estremos avia 2 Pedrestales prolongados que cada uno recibia en sí dos colunas quadradas de horden dórico, de alto de 4 varas, en cuyos lissos avia pintados unos escudos de muy buen artificio con las armas que luego se dirán, y las basas y capiteles corria su cornisamento proporcionado á las colunas, y por ellas un bien labrado friso, en cuyo campo se leyan en letras latinas grandes, estas palabras: «Veritas stabit et fides convalescet Esdras. Lib. 4.º, cap. 7.º, vers. 34,—que mostraban la majestad de este lugar, hablando con los herejes y penitenciados, como quien les decia; la verdad permanecerá, y será firme y estable, y prevalecerá la fé con triunfo glorioso para vuestra confusión y desengaño, en confirmación de la verdad que siguen los fieles.
Y los costados de este cornisamento se labraron costosamente, con mucho primor; y en este friso habia puestos por su órden, cuatro escudos, en los quales y en los de las colunas se pintaron las armas siguientes: En los primeros un cuchillo ensangrentado, que hacia forma de cruz con una hacha de armas, y entre ellos una palma, con tres coronas, doradas,{325} armas del glorioso Sant Pedro mártir, cuidadoso protector de la fé, y primer inquisidor de la Iglesia Católica.
Los segundos, un brazo con sus brazaletes y grevas, y en la mano empuñada una cruz, por cuyo pié servia un glovo de mundo, y empresa digna de las obras del Sancto Oficio, y por orla un círculo redondo, en cuyo campo se leyan en letras latinas «Exurje. Domine. Iudica. Causam. Tuam.» Los terceros tenian unas llaves cruzadas enseñando en el ángulo de arriba una tiara con 3 coronas, ensignias debidas á la potestad Apostólica. Los quartos tenian los armas del glorioso Padre Sancto Domingo, todos ellos adornados de varios y agradables colores que hermoseaban con gran majestad.
Devajo del friso se formaba un buen espacio hueco de quatro varas, el qual dividian en dos partes iguales, por su longitud, unos doseles de terciopelo negro y damasco amarillo, que hacian muralla hasta salir á recibir las colunas y el cielo abierto.
De los mismos doseles y en la frente del Tribunal, estaba un dosel con su cielo de terciopelo negro, con senefas de brocado de tres altos, bien guarnecido de oro y seda, en cuyo campo de sutilísimas y graciosas bordaduras descubria un muy gracioso escudo grande, adornado de oro y matices de sedas de colores que su grande primor hacia que á la{326} vista parecian de pincel, y en su campo las armas reales, y en lugar de coronel una imperial corona, y á sus lados como por guarda y por la suya, dos ángeles de muy prima y artificiosa labor, que con sus dos manos tenian asido el escudo, y en las otras dos, la derecha del uno tenia una oliva, y la izquierda del otro una espada, insignias de la justicia acompañada de la misericordia que este Sancto Tribunal luce en sus causas, y sobre este escudo estaba otro algo mas pequeño, y no de menos primor, con las armas del Sancto Oficio, en cuya cruz estaba un Cristo muy devocto, bordado; y este dosel se apreció de toda costa en cinco mil pesos, y se acabó para este dia y ministerio, y su campo ocupaban tres sillas, sobre muy ricas alfombras.
La primera de mano derecha con guarnición de terciopelo negro, flecos, y franjones de oro y seda, y en su asiento un cojin de terciopelo y otro á los piés para el Sr. Virey.
Las dos guarnecidas de cordovan negro, para los Inquisidores, con otras doce de lo mismo, repartidas seis en cada lado del dosel para la Real Audiencia, y todas con clavazon dorada.
Por los lados de este dosel se entraba á la otra mitad del hueco, en la qual havia una escalera de cinco gradas, con varandas á los lados, por la qual se descendia á una ventana de las casas de los Portales que para este efecto{327} se abrió á modo de puerta, por donde se avajaba por otras tres gradas al suelo de tres salas grandes, que estaban muy costosamente aderezadas en esta manera.
La primera se aderezó con dosel de terciopelo y damasco carmesí, y el techo de lo mismo, cubierto el suelo de alfombras muy ricas de oro y seda, y en el comedio del lado principal estaba un dosel con su cielo de terciopelo carmesí, sanefas de vrocado y guarnecido de oro y seda, en cuyo campo estaba una devota figura de Jesucristo Nuestro Señor, en una cruz de asavachado évano, jaspeado á modo de taracea con clavos de oro, cubierto con un velo costosísimo, y á sus piés una silla guarnecida de terciopelo carmesí y clavazon dorada, fluecos y franjas de oro y seda, y á un lado del dosel estaba un catre con colchones de damasco carmesí, cubierto con una sobrecama de damasco carmesí y sanefas de vrocado, guarnecida con franjones, fluecos y borlas de oro y seda, con almohadas y acericos de olanda, labrados de labores muy primas y costosas con muchos matices de sedas para este efecto, el qual cubria una cama de damasco carmesí, cortinas dobladas de lo mismo, aforradas de tafetan carmesí, cuyas faces cayan dentro y fuera con sanefas y rodapiés de brocado, guarnecida de alamares, fluecos y botones de oro y seda, y á la cabecera un Agnus Dei grande guarnecido de chapas de oro de{328} mucha estima, y á un lado de ella estaba un bufete con sobremesa de damasco carmesí y sanefas de vrocado bien guarnecida, y otro de la misma suerte al lado del dosel, y al de la cama estaba una caja de tres cuartas de alto y poco menos de ancho, aforrada en terciopelo carmesí; por la parte de afuera y por la de dentro, en damasco: devajo de cuya tapa estaba otra aforrada y colchada de raso carmesí, y en su mitad un círculo vacío que caya sobre un vaso guarnecido con pasamanos de oro, chapas, visagras, cerradura, tachuelas y llave dorada; y á su modo otro menor con un vaso de vidrio y la misma guarnicion con cordones de seda y oro con sus borlas, que se hizo para prevencion de la necesidad humana que se podria ofrecer en semejantes ocasiones. De mucha curiosidad y costo, junto á ella un bufete de plata, atravesado en él un paño de manos, labrado curiosamente de oro y seda carmesí.
Y la ventana de esta sala tenia un encerado curioso, porque la gente del tablado no las enseñorease, la qual sala se cerró con llave y se entregó á un paje de cámara del Virey, todo lo qual no se estrenó hasta este dia.
La sigunda sala se aderezó con doseles de terciopelo carmesí, como la primera, adornada de cantidad de sillas imperiales, y dos bufetes con sobremesa de damasco y senefas de{329} terciopelo carmesí, que será paso del Virey para la primera.
La tercera sala se aderezó de paños de corte de muncha estima, dejando por los lados principales unos vacíos angostos á la larga, en los cuales se formaron con doseles ocho retretes apartados, y cada uno ocupaba un vaso; y el suelo de estas dos salas estaba cubierto de alfombras muy ricas.
Y volviendo al cadalso por las gradas y planicie de la primera parte, que todo estaba adornado de alfombras ricas y puestas con mucho órden y concierto. Al lado derecho dél estaba una mesa de dos varas de largo y una vara y cuarta de ancho, desviada de las gradas otras dos varas, con una sobremesa de terciopelo negro y sanefas de vrocado, bien guarnecida, correspondiente al dosel del Tribunal, y en cada uno de sus quatro lados tenía tres escudos, bordados de oro y seda de varios colores muy costosos sobre las sanefas en cuyos campos estaban bordadas las armas del Sancto Oficio que la hermoseaban maravillosamente, y junto á ella un banco de espaldar, lugar y asiento para el Secretario de este Sancto Tribunal, y á su lado, en todo lo restante de la mitad de la primera parte, habia puestos con buen órden veinte vancos grandes, á la larga, y los delanteros cubiertos de alfombras para los Ministros mayores y abogados del Sancto Oficio, y los demas para el{330} consulado, oficiales reales, religiosos caballeros y gente principal. Y al lado izquierdo avia otros veinte vancos desviados de las gradas dos varas con la misma orden y compostura que los demas; lugar para los caballeros de la casa del Virey, y Religiosos y gente principal. De suerte que la mesa y bancos por un lado y otro, formaban un pasadiso en frente de las gradas de subida del Tribunal, y del mismo ancho para si se ofreciese vajar uno de los Sres. Inquisidores el dia del auto á recibir alguna declaración de relajados, como suele acontecer y aconteció este dia.
Llegava esta calle hasta el fin de la primera parte, en cuyas esquinas y remates estaban puestos dos púlpitos quadrados, de buena altura, guarnecidos con sus molduras y cejas, en las quales recibian sobre bien labrados balaustres, unas cúpulas ó medias naranjas, á fin de que la voz del relator no se fuese por alto y se oyese la pronunciacion y letura en lo bajo; pintadas por la órden de las varandas y colunas del Tribunal que autorizaban y hermoseavan el cadalso maravillosamente, y el púlpito de mano derecha se aderezó con ornatos de terciopelo y brocado negro, bien guarnecido y bordado, para predicar en él la palabra divina el dia del auto. Y desde el fin de esta primera parte se hizo un pasadizo correspondiente al que formavan los vancos; sobre fuertes pilastrones que atravesaban la calle{331} que dividia estas dos partes del cadalso con sus varandas á los lados de la misma pintura; que llegaba al principio y comedio de la sigunda parte, de ancho de tres varas, en cuya mitad se levantó una peaña de tres gradas, donde avian de subir los penitentes á hoir sus sentencias, dejando espacio por los lados para que se pudiesen pasar de una parte á otra, sin ofensa de la peaña. Al principio de esta sigunda parte formavan las varandas del pasadiso, en cada lado, un hueco de vara y quarta en cuadro: en el del lado derecho del Tribunal, estaba una silla, asiento para el alguacil mayor del Sancto Oficio; y el del lado izquierdo ocupava un vanco mas ó asiento para los alcaides de las cárceles secretas y perpetua, á cuyo cargo era traer á la peaña los penitentes como se ivan llamando.
Y por que como está declarado, la primera parte era mas alta que la sigunda, una vara, lo restante al pasadiso hasta llegar al medio piramide, que al fin de ella se formó de gradas para los penitentes, se hizo sobre vancos de poco mas de 3 quartas de alto, y 2 de ancho, por el qual proseguian las varandas, asta una vara antes del piramide, por cuyos lados avia unas escaleras pequeñas, de 3 gradas, por donde se descendia al planicie del Tablado, cuyos vacíos ocupaban veinte vancos grandes, hasientos para los familiares padrinos de los penitentes; y 4 varas antes de sitio{332} desta segunda parte se formó un medio piramide que asia frente el Tribunal, y su largo atravesaba todo el ancho del tablado, dividido en 3 partes, á modo de las gradas del Tribunal, fijadas sobre fuertes pilastres con doce gradas que subian desminuyendose hasta su estremidad, que será de vara y quarta en cuadro, la qual hasia hasiento sobre un grueso morillo que subia por el remate y comedio de esta segunda parte, y su hueco se serró de tablas bien clavadas, á fin de que en él se avia de enserrar vastimentos, agua y otras cosas, prevenciones para los penitentes, si dellas tuviesen necesidad el dia del aucto, y por los lados de estas gradas suvian asta su estremidad las varandas que cercavan el planicie de los tablados y las acompañavan; de suerte que hacian lavor muy agradable á la vista, y en las esquinas y rincones de las barandas se pusieron unos pilastrones, que se ligavan con las molduras de las varandas y basas y cornisas pintadas como lo demas; y á los remates de las escaleras del pasadiso en el antepecho del pirámide, avia dos puertas de á vara por donde se entraba á su hueco.
Todo lo qual cubria la obra de una vela de anjeo nueva que los Sres. Inquisidores mandaron haser de 2450 varas, para resistencia del gran sol que por este tiempo hace en esta ciudad, que su largo tenia 68 varas, y el ancho 34, obrada con gran primor y artificio,{333} por manos de muy diestros maestros, hasta dejarla puesta y amarrada por fuertes presillas á 48 morillos altos y gruesos que con mucha igualdad y órden cercavan el cadalso, desviados dél por los lados 4 varas, y de morillo á morillo avia 2 varas, la qual subieron por unos carrillos que igualmente tenia cada morillo, y por lo alto con muy fuertes sogas, duplicadas las unas para este efecto y las otras para hamarrar sus cabezas á poco menos de la mitad del alto de otros 3 morillos, que por cada lado, y en frente de su comedio, á 50 pasos, se pusieron con el órden que los demas, porque el viento con la grandeza y fuga de la vela no los descompusiese de la igualdad y concierto que tenian; y fué cosa de ver, que aunque hizo munchos vientos durante el tiempo que estuvo puesta, estuvieron tan firmes, y la vela tan tirante, que causó admiracion el gran ingenio y artificios con que se puso: la qual por lo alto del Tribunal tenia un enserado de anjeo de 15 varas de largo y 10 de ancho, y entre ella y el enserado se pusieron cantidad de esteras de palma, para dos efectos, el uno para mas resistencia del sol al Tribunal, y el otro para defensa del agua si lloviese, y por grandeza y loor de este cadalso, y de su traza y compostura, digo que á dicho de muchas personas fidedinas que han andado muncha parte de la cristiandad, donde han visto gran cantidad de cadalsos, dicen{334} no haber sido ninguno semejante á su mucha majestad y hermosura.
Este dia mandaron á pregonar los Sres. Inquisidores, que ninguna persona de cualquier estado ó condicion, no se atreviese á subir al cadalso el dia del auto, sin su licencia, so pena de escomunion; y fué tanta la compostura y quietud de la gente (con esto), que no fueron menester las carceles, y solo el Notario Pedro de Fonseca tuvo cargo de ambas puertas, y de dar asiento á cada uno, y de acudir á otras cosas menesterosas en el cadalso en el dia del auto, que es una de las grandezas dignas que en este Reyno se tienen á los mandatos del Santo Oficio.
Entre las 3 y las 4 de la tarde, víspera del auto, se ordenó una procesion muy solene, por mandado del Santo Oficio, para entero y cabal aparato del venidero juicio de la fé, en el Convento de Santo Domingo de esta ciudad, para lo qual se adornaron las calles por donde avia de pasar, de telas y terciopelos, doseles, paño de corte, Imájenes de pincel y retratos, lo mas y mejor que sufria el caudal de los vecinos, en que habia muncho que ver, para lo qual se juntaron en este Convento, el Clero y Religiones con el mayor concurso de ellos que ser pudo, á que asistió con su presencia{335} el Chantre de la capital de esta ciudad, el Lic. D. Melchor Gomez de Soria, en nombre del Cabildo.
Y á esta hora comenzó á salir la procesion guiada por la plazeta de Sancto Domingo, á la calle del Colegio de los Teatinos, torciendo á mano derecha por la de Palacio, llevando por principio un estandarte de tafetan negro bien guarnecido, D. Joan de Altamirano, caballero del hábito de Santiago, yerno que fué de Don Luis de Velasco, Virey que fué de esta Nueva España, y al presente lo es del Pirú, á cuyos lados venian en dos hileras catorce familiares del Santo Oficio con cirios blancos, de á cinco libras de cera, encendidos y en ellos pintadas las armas de Sancto Domingo y Sant Pedro Martir, en los quales se pusieron porque segun lenguaje de los que de mas cerca an tratado las cosas de este auto, los Sres. Inquisidores han fundado este año una Cofradía de Oficiales y familiares del Sancto Oficio, devajo del amparo y título de Sant Pedro Martir en este Convento, y en su seguimiento venian en dos hileras el Clero y Religiones mezclados unos con otros, entre los cuales se repartieron por mano de personas fidedinas, y de crédito, mas cantidad de 800 velas de cera blanca, de á media libra á cada uno la suya encendida, y ivan con muy buen órden. Y á buen trecho de este estandarte se siguia una cruz de plata dorada con velo y{336} manga de terciopelo negro, y á sus lados dos ciriales de plata con manguillas de terciopelo, que llevavan Religiosos de la dicha Orden, revistidos, y á sus lados catorce familiares con cirios encendidos como los primeros; y luego la Capilla de la Iglesia mayor de esta ciudad, cantando Salmos acomodados á la ocasion en que ivan, á canto de organo, respondiendo en distinto coro y tono, el que formaban el Clero y Religiones en suave canto llano, y casi al remate de la procision ivan doce Religiosos de este convento revestidos con albas y casullas de terciopelo y brocado negro, en cuyos hombros, remudándose de quatro en quatro venia el Arbol de la vida, en que Jesucristo Nuestro Señor, vida de todo el género humano dió remedio al daño que nos causó el fruto del árbol de muerte, sobre el globo de un mundo dorado y plateado, sembrado de estrellas, fijado en una peaña guarnecida con frontaleras de brocado, y en las esquinas quatro ángeles de bulto, hincados de rodillas, adorando la cruz, la qual era de buen tamaño, pintada de verde, con dos listas de oro por orla, con su retulo y por toalla una vuelta de tafetan negro, guarnecido con puntas de seda y avalorio negro, y delante della en dos hileras sesenta familiares del Sancto Oficio, con cirios encendidos como los pasados, y toda esta cantidad de familiares son de México, y de todas las ciudades, villas y lugares{337} de esta Nueva España, que para este dia se juntaron, y á las esquinas de la peaña ivan quatro capellanes del Sancto Oficio, con sobrepellises y cirios encendidos como los de los familiares, y á los lados seis hombres con alabardas nuevas, guarnecidas de terciopelo negro y tachueladas con tachuelas doradas, y todas las orlas de los recasos de la cuchilla, media luna, cubo y varillas doradas, y detras de la cruz ivan los perlados de las Ordenes, y en lo último el Prior de este convento, F. Cristobal de Hortega, con capa de brocado y una cruz de oro en las manos, muy curiosa, y dos Religiosos graves de su Orden revestidos de ornato de brocado negro bordado de oro y seda, y al lado derecho del Prior iva el Chantre, acompañándole á su lado el uno de los Religiosos revestidos, y ivan rigiendo esta procesion, el alguacil mayor del Sancto Oficio D. Lorenzo de los Rios, y Bernardino Vasquez de Tapia y el Regidor Alonso de Valdez, caballeros de esta ciudad y familiares con septros de plata que en sus principios tenian unos escudos grabados en ellos las armas de Sancto Domingo y de Sant Pedro Martir, y el Notario de la Inquisicion Pedro de Fonseca, que llevaba en la mano una cruz de acero pavoniada con su tronquillos, el qual ponia en órden la procesion, entremetiendo el clero con las órdenes. Todo lo qual causó tanto silencio que hacia mudas las calles por{338} donde pasava, y esto en tiempo que ivan llenas de infinita gente, y en tanto número que á juicio de personas isperimentadas, en semejantes concursos dicen avia en ellas y en las ventanas y azoteas y plazas, mas de 50 mil personas. Y llegado que fué el Estandarte junto á la puerta principal de Palacio, sobre la cual y en una de sus ventanas bien aderezada, con alfombras, cortinas, sillas y cojin de terciopelo negro, estaba el Virey, el qual le hizo su acatamiento debido, y luego dió la vuelta á mano derecha hácia el cadalso, llegada que fué la Santa Cruz al sitial de Su Señoría, la adoró con grande edificacion del pueblo, y los pajes de Su Señoría salieron de Palacio en cuerpo, bien aderezerados, con cirios de cera blanca, encendidos, con que recibieron la Sancta Cruz, asiendo la adoracion, levantando las achas y umillando los cuerpos, segun estilo de Palacio y corte, acompañándola asta el cadalso donde la subieron, y allí dejaron la cera en medio del planicie de esta primera parte, junto al Tribunal y sus gradas sobre un altar que avia hecho con muy rico ornamento, quedó puesto asta las tres de la mañana del día del auto, por cuyo respeto y compañia se quedaron alli quatro religiosos de cada Orden, y cantidad de familiares, que á la luz de gran número de cirios y achas velaron el divino lecho en que el reparador de nuestra caida murió, los quales á esta{339} hora la llevaron en procision cantando himnos asta lo mas alto del medio pirámide y gradadas de penitentes, en cuya estremidad la pusieron, acompañada de los dichos Religiosos y familiares asta el dia. Y esta noche á las ocho llevó Pedro de Fonseca, Notario del Santo Oficio, y seis familiares, una cruz grande verde, y la puso cinquenta pasos desviada del quemadero que abajo se dirá, en su peaña alta de cantería, con la decencia y reverencia debida, y entre la una y las dos de la noche por mandado del Santo Oficio el dicho Notario y familiares llevaron al brasero que está echo de cantería en el Tianguis que llaman de S. Ipólito, entre la alameda y Convento de los Descalzos Franciscanos de esta ciudad, quatro maderos con sus argollas, en que avian de morir quatro relajados, que este dia salieron al auto, donde los fijaron puestos con guardia, y de alli se fueron juntos á las casas de Baltasar Mejia de Salmeron, alguacil mayor de esta ciudad, á quien le fué notificado por el Notario, que conforme á los que avian de morir tuviese prevenida leña, pregoneros y verdugos para este dia, el que respondió que estaba presto de cumplir lo que por el Santo Oficio se le mandaba.
Y á las dos de la mañana se comenzó á decir misa en la capilla del Sto. Oficio, y en todas las parroquias y conventos desta ciudad, por horden de los Sres. Inquisidores, y con{340} ser competente el tiempo para conseguir el entero precepto eclesiástico, apenas se vaciaran las Iglesias, cuando estaban otra vez llenas, hasta que amaneció, que todos correspondieron á las obligaciones de buena cristiandad y virtud.
Este dia, á las tres de la mañana, despues de haber dado el alcayde de almorzar á los penitenciados, mandaron los Sres. Inquisidores sacarlos de sus cárceles al segundo patio de las casas del Santo Oficio, adonde se les iva poniendo á cada uno las insignias de su penitencia y castigo, con una vela de cera verde en las manos, después de lo qual, entre las quatro y las cinco, el fiscal del Santo Oficio iva llamando por una memoria á los familiares elegidos para acompañar los penitentes, nombrándolos por sus nombres, de los quales avia ya gran número en el patio primero, donde se ivan juntando; y á cada dos hombres les entregaban un penitente, y desta suerte prosiguió asta llegar á los relajados, que fueron tres hombres, y una doncella de las de Caravajal que quemaron en el aucto pasado, y á cada uno acompañavan dos relijiosos de las hórdenes, los mas doctos, y dos familiares por guarda; y despues dellos tres estatuas de difuntos, con ábito penitencial, y en su seguimiento otras 16 con corosas é insignias de fuego de los difuntos fujitivos y ausentes relajados, los que llevan escripto en{341} los pechos, los nombres, tierra y delitos de cada uno, en cuyo remate los tres dellos llevan tres ataudes negros, pintados en ellos unas calaveras, sembradas de fuego, y dentro los guesos de los difuntos, y la última con insignia retorcida en la corosa de maestro domatista de la Ley muerta de Moysen que guardaba. Y á las seis de la mañana estaban ya puestos en horden de procesion, y en los corredores vajos y patio del Santo Oficio, y media hora despues comenzaron á salir por su puerta principal, llevando por guia tres cruces de las parroquias, con velos y mangas de terciopelo negro, con los curas y capellanes dellas, y en su seguimiento 124 penitentes, con las 19 estatuas, guiados al cadalso, por la calle de Santo Domingo; la qual, y sus ventanas y azoteas, y plazas, ocupavan el mismo número de jente que el dia antes ubo en la procesion, y nunca mas, de suerte que fué necesario que los familiares sobre bien aderezados cavallos, fuesen con el alguacil mayor delante, y por los lados, hasiendo campo á la procesion de penitentes: llegados al palenque de la segunda parte del cadalso, entraron por él sin ningun estorvo, y suvieron á las gradas del medio piramide, donde fueron puestos y sentados, en esta manera, en la grada mas alta, al pie de la cruz, un relajado calvinista revelde, y en otra mas baja, la doncella; y á sus lados, otros dos relajados. Y luego, 50{342} personas con avitos de reconciliacion, por diversas sectas y leyes de Moysen, y luego otros por diversos delitos, dos veces casados, hechiceros, blasfemos: en los lados del pirámide, se repartieron en las varandas, las estatuas igualmente, de suerte que de lejos se podian ler los retulos, y adornavan las gradas de penitentes, de modo que parecian muy bien, y los familiares padrinos se sentaron en sus vancos en la forma arriba dicha.
No estuvo con poco cuidado el Virey esta noche, antes del auto, pues se levantó á las 3 de la mañana con sus caballeros y gente de palacio á hoir misa, donde estuvo en vela hasta el dia, dando á entender con esto como tan cristianisimo Principe, que los tales la an de tener en semejantes hocasiones, y despues de aver sacado los penitentes del Santo Oficio, salió luego con gran priesa, por que el dia no alcanzase de quenta á lo muncho que en él avia que hacer en el, del Real Palacio de esta Corte, su señoria, acompañado del audiencia Real y de su guardia, cabildo y lo mas ilustre de la ciudad, guiados por la calle arriba de Palacio, torciendo á la del Santo Oficio á mano izquierda, donde estavan ya á punto el Santo Oficio, y estandarte de la fee con el cabildo de la Iglesia. Y llegado que fué, se pusieron en horden en esta manera: delante de todos los alguaciles de corte y ciudad, y luego la Caballeria y familiares y detras{343} los Cavildos de la Iglesia y Ciudad, con la Universidad, entremetidos unos con otros, y al fin dellos el Secretario, el alguacil mayor y Ministros mayores de la Inquisicion, y en un buen caballo aderezado el alcayde de la carcel perpetua, el qual llevaran de diestro dos personas, por causa de que llevava asido con ambas manos sobre el arson delantero de la silla, un cofre cerrado, y luego el Fiscal del Santo Oficio que llevava el estandarte de la fee, que es de damasco carmesí, con dos puntas, cordones y borlas de oro, y seda, que por ambas partes tienen sembrados algunos escudos bordados con mucho artificio y primor, y en sus campos las armas del apostol Sant Pedro, Príncipe de la Iglesia, y los de Santo Domingo, y Sant Pedro Martyr, y á su lado el arcangel Sant Miguel y sobre la vara de plata deste estandarte, yba la Santa Cruz de la fee, toda de oro, de honguillos, con sus franjillas al pié, de oro y seda, el qual es muy costoso y agradable á la vista, y á su lado izquierdo iva Don Joan Altamirano, que llevava las vorlas del estandarte, en cuyo seguimiento venian el Lic. Vivero, y el Dr. Rivera, consultores del Santo Oficio, y la audiencia real por sus antiguedades, y en lo último Su Señoria el Virey, que iva á el lado derecho del Inquisidor mas antiguo, que iva en medio, y detras sus pajes y criados, y con esta horden llegaron al cadalso á las siete de la{344} mañana, en el qual, despues de haver subido se asentaron en el Tribunal, y asientos, con el horden que avian venido; y al principio de las gradas del medio, por donde suvieron al Tribunal, se sentó el fiscal del Santo Oficio, teniendo á su mano derecha, fijado en el tablado, el estandarte de la fee, y á su mano izquierda, Don Joan Altamirano, y tres gradas mas vajas, Bernardino Vasquez de Tapia y el Regidor Alonso de Valdes, y en las tres últimas, el Notario Pedro de Fonseca, á cuyo cargo era llevar las sentencias á los Relatores, dadas por mano del Secretario.
En las gradas de mano derecha del Tribunal, en la primera, junto á la varanda de en medio, se assentó el Lic. Vasco Lopez de Bivero, corregidor que fué desta ciudad, y consultor del Santo Oficio, que por no ser de la Real Audiencia se le dió este lugar, y á su lado los Prelados de las hordenes Provinciales, Priores y Guardianes, y mas bajo los catedráticos de las hordenes, maestros y Religiosos graves; y en las de mano izquierda, en la primera, Calificadores, Patrocinadores y Comisarios de los Obispados de este Reyno, y mas bajo, Catedráticos y Religiosos graves y caballeros; y al pié de las unas y otras gradas avia repartidos 12 doctores de la Universidad, entremetidos unas personas graves con otras en bancos, por que el Santo Oficio hordenó que no uviese lugares señalados, y en{345} el banco de espaldas de la mesa el Secretario con las llaves del dicho cofre, que era de evano, y se puso sobre ella, que tenia media vara de alto, y media de ancho, aforrado en terciopelo carmesí, todo guarnecido con visagras, chapas, cerradura, tachuelas y llave de oro, y en las esquinas de su asiento, quatro leones de oro, fijados á el; cuya figura hace demostración feroz por su guarda, y dentro dél estaban las relaciones y sentencias de los culpados, y sobre la mesa, recaudo para escribir, con tintero y salvadera de plata, en que estaban gravadas las armas del Santo Oficio; y como se ha dicho arriva, se asentaron en los vancos, por su horden, los demas del acompañamiento. A todo lo qual se dió principio con un Sermon breve, por el tiempo tan corto que restaba, el qual predicó con mucha asepcion de los oyentes, el Dr. Don Juan de Servantes, arcediano de la Catedral de México, catedrático de Escritura, calificador del Santo Oficio, y Juez ordinario de las causas de la fee, despues del qual, en el mismo púlpito del Sermon, el Secretario del Santo Oficio leyó el juramento que izo el Tribunal y todo el Pueblo, sobre un libro misal, de perseguir y arruinar por todas vias á los enemigos de nuestra Santa Fee Católica, y á su lado estava el Dr. Aranguren. Capellan del Santo Oficio, que tenia el misal, revestido con un sobrepellis, y muy rico. No estava con poco{346} cuidado el secretario en el sacar de las sentencias del cofre por su horden, las quales iva entregando al Notario Pedro de Fonseca, que las llevava á los Relatores, y leydas aquellas las ponia en el cofre; y sacava otras, y desta suerte prosiguió como persona entendida, diestra, cursada en este ministerio, y muy necesaria en él. Y comenzando á leerse, llamava á la gradilla del pasadiso, á cada uno de los penitentes, por su nombre y naturaleza, hasta que las causas de los relajados fueron leydas, y á las 5 de la tarde se entregaron al brazo seglar; y bajados del cadalso, los llevaron; y á la entrada de calle de Sant Francisco, donde estaba en un tablado puesto un sitial, adornado de alfombras, y sentado en él el Dr. Francisco Muñoz Monforte, correjidor de esta Ciudad, y á su lado izquierdo Juan Perez de Rivera, familiar del Santo Oficio, y escribano público della, por los quales les fueron pronunciadas sus sentencias, y notificadas, de donde los llevaron por esta calle con voz de pregoneros, que manifestaban sus delitos, hasta el quemadero, y en el discurso del camino, los Religiosos que acompañavan á Simon de Santiago, aleman calvinista, ficto simulado, confitente revelde, pertinaz, condenado á quemar, vivo, á quien yvan aconsejando y amonestando por los mejores medios y caminos que podian, se convirtiese á la Ley Evanjelica y fee Católica, el qual asiendo{347} poco casso se sonreia como lo izo en el cadalso, todo el dia, comiendo lo que le daban, con demostracion de contento, como si uviera de ir á vodas, y con grande desverguenza respondia, no cansa padres, que esto no es forza. Y porfiando les decia no des boses padres, como enojado, y finalmente, sin querer tomar la cruz en las manos, murió quemado vivo, y siempre tuvo una mordaza en la boca, por las blasfemias que decia, y era tan torpe de entendimiento que no allaron caudal en él los Relijiosos para argüirle, y con sus argumentos convencerle de sus herrores, y con él murió Tomas de Fonseca Castellanos, el qual aunque hacia demostraciones de morir cristianamente, fueron con muncha tibieza.
Y luego Dª. Mariana Nuñez de Carabajal, doncella, murió con muncha contricion, pidiendo á Dios misericordia de sus pecados; confesando la Santa fee católica, con tanto sentimiento y lágrimas, que enternecia á los que la oyan, diciendo mil requiebros á la cruz que llevava en las manos, besándola y abrazándola, con tan dulces palabras, que ponian silencio á los Relijiosos que ivan con ella, dando todos infinitas gracias á Dios Nuestro Señor, por la gran misericordia que con ella usava, por donde se entiende que está en carrera de salvacion, y para gloria de Jesucristo Nuestro Señor diré lo que dijo esta doncella en el cadalso, y munchos que allí estavamos,{348} oymos razonando con una ermana (Anica) y sobrina, que tambien salió al auto con ávitos de la conciliacion; Boy morir en la Fee de Nuestro Señor Jesucristo, que fué cosa de gran regocijo para los cristianos. Este dia se reservó otro relajado, y se volvió al Santo Oficio no se save porqué causa.
Y prosiguiendo con las sentencias del cadalso asta que quiso anochecer, que vastó á que se leyesen las causas de dos en dos, y cerrando el dia con luces de achas, de quatro en quatro, y fenecidas con nueva majestad y señorío, el Inquisidor mas antiguo tomó la estola y el libro que trujeron dos capellanes del Santo Oficio, en dos ricas fuentes doradas, y comenzó en tono grave la ausolbcion, alumbrandole con una vela de sera blanca, puesta en un mechero de plata, respondiendo la capilla en canto de hórgano con maravillosas voces que las ay en esta Iglesia Catedral, con un maestro diestrísimo, y acavada á las ocho de la noche, volvieron á la Inquisicion, el Santo Oficio, Virey y audiencias con el demas acompañamiento, y por el mismo horden que avian llevado, y delante muchas achas encendidas, de cuyas luces avia muncha cantidad, en las ventanas y puertas de la calle desde el cadalso hasta la Inquisicion, que en ella causaban gran claridad, y llegados se despidió el Virey y audiencia.
Y porque los familiares padrinos volviesen{349} con sus ahijados, se subieron al pasadiso del cadalso, y puestos en él en dos yleras, arrimados á las varandas, pasaron por medio los Penitentes con sus velas encendidas, y los padrinos conocieron sus ahijados, y por su horden fueron vajando á la puerta donde estavan las cruces de las parroquias, sin velos, con mangas de terciopelo carmesí, bordadas de horo, y seda, adornadas de munchas flores, por el triunfo de la fee, guiando por la calle de Sto. Domingo, se volvieron los Penitentes al Santo Oficio, donde se entregaron al Alcayde, presente el Secretario y Alguacil mayor, del número de los quales volvieron menos las diez y siete estatuas y tres relajados que quemaron.
El Lunes siguiente, Martes, Miercoles y Jueves, se sacaron del Sancto Oficio, en forma de justicia, á azotar por las calles públicas, con voz de pregoneros que manifestavan los delitos, á los que á ello estavan condenados, y los que yvan á galeras, se llevaron con testimonios de sus causas á la Carcel de Corte, y se entregaron al Alcayde y escribano de entradas de ella, y los negros á sus amos, y los de carcel perpetua al Alcayde, y los demas se llevaron á los lugares que se les señalaron por el Sancto Oficio.
Y este dia, la tarde, Lunes 26 de Marzo, el Illmo. Sr. Conde de Monterey, visorey de esta Nueva España, salió de Palacio, acompañado{350} de su guardia y de la gente mas principal desta Ciudad, con la qual izo un general paseo por ella, demostrando la alegría que tenia y todos deven tener, por el Triunfo de la Sancta Fee Católica, y de la Iglesia Romana, contra los erejes, y por la destruicion de los vicios, y pecados, lo qual yzo á imitacion de un paseo que por las mismas causas hizo el Rey D. Felipe 2.º nuestro Sr. que sea en Gloria, cuando el auto de Casaya, que se ayó presente. Plegué á Dios nuestro Sr. que todo aya sido par nuevo ensalsamiento de su santa fee Católica, confusion y abatimiento de nuestros enemigos, alabanza y gloria de Jesucristo Nuestro Sr., y de su bendita Madre la Virjen María, y de su corte celestial, por cuyos méritos se sirva de amparar y ayudar y favorecer á tan Santo y necesario Tribunal, y prospere los sucesos en la estirpacion de las erejías, conservando el uso del Santo Oficio, como merece, y su Divina Majestad puede.
Amen.—Laus Deo.
Este es el fiel trasunto del original y curioso manuscrito que encontré en los archivos del Tribunal de la Inquisición: en cuanto á la lista de penitenciados, que existe también, excuso ponerla por ser muy larga, pues ocuparía quizá un espacio igual á la preinserta relación.
Casi en el mismo año de 1521 en que el imperio de Moctezuma fué derribado, y sometido el Anáhuac á la dominación de España, comenzaron á llegar á México esclavos africanos conducidos á la tierra nuevamente conquistada, por amos cuya sórdida codicia no se saciaba con el oro y la plata que los naturales del país podían extraer de sus minas.
Los mexicanos, bien por su aversión á los conquistadores, ó bien por sus antiguas costumbres, no querían trabajar en el beneficio de las minas con la tenacidad y constancia que deseaban los españoles.
El emperador Carlos V había sido informado de que por el excesivo trabajo á que se condenaba á los mexicanos por los conquistadores, se habían producido sediciones y levantamientos más ó menos graves, y que todo esto podía tener fatales consecuencias para la corona de España; ordenó, con audiencia de sus consejeros y teólogos, que los americanos{352} fuesen libres de toda servidumbre, anulando los repartimientos de indios que había hecho Cortés.
De aquí vino para los españoles la necesidad de tener esclavos africanos, que trabajando día y noche en las minas, recibiendo una miserable retribución, y considerados como animales, pudieran enriquecer muy pronto á sus dueños.
En efecto, fué tan grande el número de los negros que se trajeron á la Nueva España, y tantas las ganancias que producían á sus amos, que ya en el año de 1527 Carlos V, entre otras ordenanzas que mandó á México, dispuso que los negros casados pudiesen redimirse pagando á sus amos veinte marcos de oro, y en proporción los niños y las mujeres.
En un principio los esclavos eran empleados únicamente en el laboreo de las minas, pero poco después se ocuparon en las siembras y cultivo de la caña de azúcar, cuya planta aseguran algunos autores que fué llevada á las islas de América desde las Canarias por el inmortal Cristóbal Colón, y que Cortés la hizo trasplantar á México.
Por el año de 1608 el número de los negros esclavos era ya tan crecido en la Nueva España, que apenas había una familia acomodada que no tuviera muchos de ellos á su servicio[19].{353}
A pesar de que la suerte de los indígenas de América era bien triste por el trato duro é inhumano que recibían de los conquistadores, era sin embargo muy dulce comparada con la de los infelices esclavos africanos.
En aquellos primeros años, los caballos, las mulas y los bueyes eran muy escasos en Nueva España, y el trabajo de estos animales se suplía con los esclavos negros, á los cuales se quería comunicar fuerza y vigor con el látigo de los mayordomos.
Necesariamente aquellos hombres pensaban en la libertad, no sólo porque el amor á la libertad es innato en el corazón, sino por huir de los bárbaros tratamientos á que estaban expuestos todos los días y todo el día.
Rescatarse conforme á las ordenanzas del emperador Carlos V, de que hemos hablado, era para ellos casi imposible; necesitaban para eso tanto oro, como no podrían reunir con el asiduo trabajo de toda su vida: entonces pensaron lo que era natural. La Nueva España, estaba cubierta de bosques espesísimos é inexplorados; su tierra feraz podía cultivarse con poco trabajo; las selvas estaban formadas en muchas partes de árboles cuyos frutos podían dar á un hombre y á una familia la subsistencia. Las montañas convidaban á la libertad, las fieras que vivían en sus grutas eran mas felices que los esclavos negros de los españoles, y además en aquellos inmensos{354} desiertos el fugitivo nada tendría que temer de sus perseguidores: la naturaleza ofrecía la independencia á los seres convertidos en esclavos por la civilización.
Los negros comprendieron que al lado de las ciudades de la colonia estaban las selvas en donde habitaban los ciervos, y los lobos y las serpientes; que al lado de la servidumbre y del látigo, estaban Dios, la naturaleza y la libertad.
Y los esclavos de las minas, de las casas y de los ingenios comenzaron á huir á los bosques.
Así estaban las cosas en el año de 1609, gobernando la Nueva España el virrey D. Luis de Velasco.
Era la noche del 30 de enero de 1609: la luna, perdiéndose en el horizonte, apenas alumbraba las blancas nieves del soberbio Pico de Orizaba, conocido entre los naturales con el nombre de Zitlaltepec, y las sombras envolvían la fertil cañada de Aculzingo.
Entre aquellas sombras se escuchaba apenas el rumor de los árboles agitados por los vientos de la noche, y el murmullo de los arroyos que bajan por las vertientes de las montañas.
Sin embargo, escuchando con atención podían oirse en medio de aquellos ruidos confusos,{355} otros sonidos que no eran producidos ni por los vientos ni por las aguas.
Eran voces humanan, era sin duda el ruido que causaba la marcha de un gran grupo de hombres, que caminaban apresuradamente conversando entre sí, y rompiendo las malezas y los arbustos que se oponían á su paso.
La marcha de aquellos hombres no se interrumpía, y aquel grupo parecía caminar en dirección del lugar que hoy ocupa la Villa de Córdoba.
Cuando los primeros reflejos de la aurora comenzaron á teñir de rosa el espléndido cielo de la costa de Veracruz, el grupo de hombres que se había sentido cruzar durante la noche por la cañada de Orizaba, seguía su camino trepando una encumbrada cuesta.
Era una tropa de negros, extrañamente vestidos y armados: llevaban los unos, gregüescos de terciopelo y calzas de seda hechas pedazos; los otros, calzones de escudero con sucias medias, calzas de gamuza; cuál vestía una bordada ropilla de raso, cuál una loba de curial; éste cubría sus desnudas espaldas con un elegante ferreruelo, aquel iba encubierto con un balandrán, el otro abrigado con un justillo estrecho, de acuchilladas mangas; el de más allá en un tabardo de belludo: aquello parecía una mascarada, y podía asegurarse que aquellos trajes eran los despojos de los pasajeros del camino de México á Veracruz.{356}
En cuanto á las armas de aquellos hombres, era curioso observar que había entre ellos flechas y arcos de los aztecas, arcabuces y espadas de los conquistadores, mazas, macanas, hondas, hachas, escopetas, ballestas, puñales, alabardas, y todo en el mayor desorden y en extraordinaria confusión.
Al lado de un negro que llevaba marcialmente una gran lanza de caballero al hombro y un carcax lleno de flechas con su arco á la espalda, caminaba con gran desenfado otro que llevaba á la cintura pendiente de un talabarte bordado, una macana, y en la mano un pesado arcabuz de mecha: también aquel armamento parecía el producto de un saqueo parcial.
Aquella extraña tropa estaría compuesta de más de cien hombres, y á su cabeza, con todo el aire de un general en jefe, caminaba un negro alto, fornido, de abultadas y toscas facciones, que vestía con alguna más propiedad que los otros, y que estaba también mejor armado, pues mostraba una luciente coraza de acero, ceñía un largo estoque y empuñaba una buena escopeta.
Trepando por aquellas escabrozas veredas y atravesando angostos y peligrosos desfiladeros, llegó por fin la tropa á una espaciosa meseta que coronaba una de las más elevadas serranías.
Allí estaba situado un campamento de negros,{357} era el cuartel general de todos los esclavos que habían huido de la crueldad de sus amos buscando la libertad que iban á defender con las armas y á costa de sus vidas.
La fuerza que llegaba había sido vista desde muy lejos; todo el campamento se había movido, y hombres y mujeres se apresuraban á recibirla.
Distinguíase en medio de todos ellos á un negro anciano pero robusto, á quien todos miraban con profundo respeto, y que parecía ser el patriarca de aquella tribu errante.
Cuando los recién llegados penetraron al campamento, los soldados se desbandaron sin esperar la orden de su jefe, y se mezclaron entre los grupos de los que les aguardaban, y sólo el que había venido á la cabeza se dirigió en busca del anciano.
—Buenos días, Francisco, dijo el anciano tendiendo al otro su mano con aire paternal.
—Dios te guarde, padre Yanga, contestó Francisco.
—¿Qué nuevas me trae mi hijo Francisco de la Matosa?
—Malas nuevas, padre Yanga, malas nuevas.
—¿Qué hay, pues? ¿algunos hermanos nuestros han muerto?
—No, los blancos quieren nuestra muerte: ayer se me ha presentado un hermano, que{358} es también como yo, de Angola, ha salido de la Puebla y me ha contado......
—¿Qué te ha contado?
—Que de Puebla viene una expedición contra nosotros; mándala un capitán vecino de aquella ciudad, llamádose Pedro González de Herrera, y ha salido el día veintiseis......
—Estamos á los treinta días, muy cerca debe venir ya.
—Tal creo, y por eso me he replegado, á fin de disponer todas las tropas y prepararlas para el combate. Pedro González de Herrera trae cien soldados españoles, cien aventureros, ciento cincuenta indios flecheros, y cerca de doscientos más entre mulatos, mestizos y españoles que se le han reunido de las estancias.
—Es decir, cosa de quinientos cincuenta hombres: mucha gente es en verdad, y otros tantos no tenemos; pero no importa, Dios nos ayudará. ¿Por qué camino vienen?
—No han seguido ningún camino real, y se acercan extraviando veredas. ¿Hay vigilantes por todos lados?
—Sí, y es imposible que se acerquen sin ser sentidos...... Allí viene corriendo uno; noticia debe traer.
—Sin duda la llegada del enemigo. Pon á tus gentes sobre las armas, y yo voy al encuentro del vigilante......{359}
El viejo salió á encontrar al que llegaba, y Francisco comenzó á disponer sus tropas.
El trabajo no era grande, y en un momento se formaron cuatrocientos negros, todos armados.
Yanga volvió.
—Francisco, dijo, es preciso escribir á ese D. Pedro González.
—¿Y para qué?—preguntó Francisco con extrañeza.
—Para decirle que obedecemos á Dios y al rey, pero que queremos nuestra libertad; que si nos la conceden, si no nos vuelven á nuestros amos crueles, si nos dan un pueblo para nosotros, depondremos las armas; ¿te parece bien?
—Sí, contestó Francisco. ¿Y quién llevará esa carta?
—El español que tenemos prisionero.
Una hora después salía del campamento de los negros un español que llevaba una carta de Yanga, caudillo de los sublevados, al capitán D. Pedro González de Herrera.
El viejo Yanga era el espíritu de aquella revolución, que había meditado por espacio de treinta años, y el negro Francisco de la Matosa era el general de las armas, nombrado por Yanga.
Los negros estaban ya esperando la señal del combate.{360}
Las tropas del capitán D. Pedro González de Herrera caminaron muchos días, y acamparon á la orilla de un caudaloso río y enfrente de las posiciones que ocupaban los negros.
Esto acontecía el 21 de febrero de 1609.
Los dos campos enemigos podían observarse, y los dos pequeños ejércitos se preparaban para el combate, que indudablemente debía de darse al día siguiente.
Los soldados de González contaban en su abono con el número, la disciplina y la buena calidad de su armamento.
Los de Yanga confiaban en lo fuerte de sus posiciones y en la justicia de su causa.
Llegó la noche: poco á poco los contornos de los árboles y de las montañas se fueron como desvaneciendo en el obscuro fondo del espacio, y luego no fué todo aquello mas que una niebla densa y misteriosa, en medio de la cual no se distinguía otra cosa que la lejana luz de algunas hogueras que parecían estrellas, ó la vacilante claridad de algunas estrellas que brillaban como las hogueras. Cielo y tierra se confundían con sus sombras y con sus luces.
Entonces se pudo notar que en ambos campamentos se movían las tropas y se disponían los combatientes.{361}
Yanga y Francisco de la Matosa arreglaban la defensa.
D. Pedro González de Herrera preparaba el asalto.
Los primeros albores de la mañana darían sin duda la señal de acometida, y Dios daría la victoria.
Así pasó toda la noche, y durante toda ella no hubo sin duda uno solo de aquellos corazones (que ahora hace ya más de dos siglos y medio que dejaron de latir para siempre), que no estuviera conmovido con el peligro del día siguiente.
Brilló por fin la aurora, y las columnas de los asaltantes se pusieron en marcha, en medio de un silencio sombrío.
Don Pedro González iba á la cabeza de todos, procurando animar á sus soldados con su ejemplo; pero delante de él caminaba alegre y juguetón un perrillo de uno de los soldados.
Aquel animal no conocía que todos aquellos hombres, y entre los cuales iba su amo, caminaban al combate y á la muerte, y por eso jugueteaba entre la maleza, ya adelantándose, ya volviendo ligero á encontrar á la columna que seguía avanzando sin descansar.
Don Pedro le miraba casi sin pensar en él; pero de repente observó que el animal, que se había adelantado mucho, se detenía como{362} espantado y ladraba dando muestras de cólera.
—¡Una emboscada!—gritó D. Pedro comprendiendo lo que aquello significaba.
—¡Una emboscada!—repitieron los que le seguían, y la columna se detuvo repentinamente.
El capitán desnudó su espada, afirmóse el sombrero, y con robusta voz gritó, volviéndose á su tropa:
—¡Santiago y cierra España! ¡á ellos!
—¡A ellos! repitió la columna, y todos comenzaron á trepar velozmente por aquellos riscos, en dirección de la emboscada descubierta por el perrillo.
Los negros conocieron que la emboscada no surtiría ya efecto, y salieron á cortar el paso.
Trabóse entonces el combate, los mosqueteros comenzaron á disparar sus armas sobre los negros, ganando siempre terreno, y los negros, haciendo fuego á su vez sobre los asaltantes, con las pocas armas de fuego que tenían, procuraban hacerlos huír ó acabarles rodando en gran cantidad peñascos que para este objeto tenían ya preparados.
Pero nada contenía el brío de los asaltantes, que trepaban y trepaban ganando siempre terreno y lanzando á sus enemigos una verdadera lluvia de balas, de piedras y de flechas.{363}
Muchas horas duró el combate, y la suerte favorecía á los soldados de D. Pedro González, que al caer ya la tarde se apoderaron de las posiciones de los negros, no sin dejar el camino que habían recorrido, sembrado de cadáveres y de heridos.
Yanga y los demás que le acompañaban, viendo que no era posible resistir más, huyeron para los bosques, no dejando en poder de sus enemigos más que algunos cadáveres.
Aquello era un triunfo, pero un triunfo tan efímero como costoso. Los negros que habían huído volverían á hacerse fuertes en otro lugar, y sería necesaria una nueva batalla, que no daría más resultado que el que ésta había dado: conquistar á fuerza de sangre una posición que había necesidad de abandonar á poco tiempo, y con el temor de volverla á encontrar defendida al día siguiente; y aquella era una campaña tan penosa como estéril en sus resultados: los negros habían perdido alguna gente, pero en compensación lo mismo había sucedido á sus perseguidores: la proporción era perfecta.
Todo esto lo comprendió D. Pedro González de Herrera, y quiso aprovechar los momentos de la victoria y dar otro sesgo á la campaña.
Ofreció el indulto á Yanga y á los suyos: fijáronse en los árboles por todas partes cédulas con este ofrecimiento, colocáronse en todas{364} las alturas banderas blancas, y al fin Yanga escribió al Virrey.
Proponía una especie de convenio, en el que había mucho de debilidad.
Protestaban no haber tenido intención de faltar á Dios ni al rey, de quien eran leales vasallos; se comprometían á entregar en lo sucesivo todos los esclavos fugitivos á sus dueños, mediante una remuneración, y pedían un pueblo en que vivir con sus hijos y mujeres, y en el cual recibirían al cura y al justicia que se les nombrase.
El Virrey accedió á todo y les concedió terrenos para formar el pueblo, que se llamó de San Lorenzo.
En el entretanto, en México había sido grande la alarma, y el Virrey, para calmar los ánimos, mandó azotar públicamente á algunos negros que estaban presos por varios delitos.
Con esto pareció que todo había concluído, y en efecto, en esa confianza transcurrieron los años hasta 1612.
En este intermedio D. Luis de Velasco el virrey, había sido llamado á España para el desempeño de un puesto de gran importancia en la Corte: le sucedió en el gobierno de la colonia el arzobispo de México D. Fray García Guerra; pero duró muy pocos meses,{365} porque un día al subir á su coche no pudo tomar bien el estribo, cayó, y como era muy anciano, murió de resultas del golpe.
Muerto el virrey-arzobispo, la Audiencia tomó posesión del gobierno, y el oidor decano Otalora se transladó al palacio de los virreyes.
Apenas comenzó á gobernar la Audiencia, cuando se volvió á hablar de la sublevación de los negros, y las gentes se aterrorizaron.
Mil noticias, ó más bien dicho, mil consejas á cual más extravagantes circulaban por la ciudad de México y por las ciudades vecinas. El nombre de Yanga y de Francisco de la Matosa pasaban de una á otra boca pronunciados con espanto.
Quién aseguraba que en uno de los bosques del camino de México á Veracruz había un campamento en el que se contaban los negros por millares; quién decía que durante las frías noches de Febrero misteriosas tropas rondaban alderredor de las ciudades como ejércitos de fantasmas evocados por un conjuro; algunos afirmaban que cuando todos los habitantes de México dormían, ellos, desde los terrados de sus casas, habían visto en las montañas de los alrededores, hogueras que no podían menos de ser contraseñas, y habían escuchado los salvajes aullidos de los negros bozales.
Todo esto se creyó, y todo esto dió margen{366} á decir que los negros esclavos, ayudados por los bozales, trataban de alzarse, y hasta se fijó como plazo para esta sublevación el jueves de la Semana Santa.
La Audiencia gobernadora participó también de aquel temor, y comenzaron entonces á dictarse medidas de seguridad que no producían más efecto que aumentar el miedo.
Como la sublevación debía verificarse el Jueves Santo, se suspendieron las procesiones y fiestas de la Semana Mayor, y en todos esos días á las oraciones de la noche no se encontraba en las calles un solo transeunte.
Por casualidad, el Jueves Santo á media noche entró á México una piara de cerdos, y como todos los ánimos estaban preocupados y esperando el terrible acontecimiento, el primero que oyó el gruñido de aquellos animales se figuró que eran las voces de los negros que entraban á la ciudad, y esparció la alarma, y aquella alarma fué tan grande y tan espantoso el pánico que se apoderó de todos los vecinos, que nadie se atrevió á salir de su casa á cerciorarse de la verdad, hasta la mañana del día siguiente.
En estas zozobras se pasaron la Semana Santa y los días de Pascua[20].{367}
No puede saberse con segundad si la Audiencia descubrió realmente alguna conspiración, ó quiso con un ejemplar ruidoso calmar los ánimos y acobardar á los negros por si pensaban en rebelarse; lo cierto es que apenas pasó la Pascua, México presenció una de las más horrorosas ejecuciones de que haya memoria.
Veintinueve negros y cuatro negras fueron ejecutados en el mismo día y hora en la plaza mayor de la ciudad.
El gentío era inmenso; plaza y calles, balcones y azoteas, todo estaba lleno, en todas partes había espectadores, desde todas partes se contemplaba aquella espantosa matanza.
La escena era capaz de hacer estremecer de horror al mismo Nerón.
Aquellos hombres, y sobre todo aquellas mujeres que caminaban al patíbulo, casi moribundos, cubiertos de harapos, á encontrar la muerte después de una vida de esclavitud y sufrimiento; los confesores que á grito herido encomendaban aquellas almas á la misericordia de Dios, una multitud inmensa que se agitaba como un mar borrascoso, y sobre todas aquellas cabezas treinta y tres horcas, de donde pendían media hora después treinta y tres cadáveres.{368}
La ejecución había terminado, pero la gente no se retiraba, y era que aún había un segundo acto más repugnante.
Los verdugos comenzaron á bajar los cadáveres, y con una hacha á cortarles las cabezas, que se fijaban en escarpias.
Se estaban castigando cadáveres y derramando la descompuesta sangre de los muertos.
Aquella escena era asquerosa.
Las treinta y tres cabezas se fijaron en escarpias en la plaza mayor de la ciudad, ornato digno de la grandeza de la Audiencia gobernadora.
Mucho tiempo estuvieron allí aquellos trofeos de civilización, hasta que la Audiencia tuvo parte de que no era ya posible sufrir la fetidez, y las mandó quitar y que se enterraran.
Así se sofocó aquella soñada conspiración, en el año de 1612.
Pasó al Virreinato del Perú el Marqués de Guadalcázar, y le sucedió en el Gobierno de México D. Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, Marqués de Gelves y Conde de Priego, el cual llegó el 12 de septiembre de 1621.
El país estaba infestado de bandidos, de manera que no se podía salir ni á los caminos, ni andar en las ciudades pasadas ciertas horas de la noche, sin ser atacado, robado y no pocas veces asesinado. Los frailes de las diversas órdenes religiosas, poseedores de grandes bienes y habiendo perdido las virtudes cristianas de que dieron ejemplo años antes los doce apóstoles de las Indias y sus sucesores, se entregaban á ruidosas cuestiones y á complicadas intrigas para obtener los puestos elevados en los conventos, la justicia no estaba de lo mejor administrada, y según las pocas narraciones de esos tiempos hay lugar para creer que el favoritismo y la venalidad, más bien que las leyes, decidían de los muchos y{370} largos pleitos que en esa misma época se originaban entre españoles, criollos é indígenas. El Marqués de Gelves, enterado de la mala situación de la Colonia á los pocos meses de llegado, quiso violentamente corregir todos estos males y comenzó á ahorcar á los ladrones, á poner á raya á los Provinciales de los conventos, á destituir á los empleados infieles, á intervenir, poniéndose del lado de los pobres, en las inícuas sentencias de los jueces, y aun á refrenar el poder inmenso que el clero había adquirido mezclándose en los negocios civiles y decidiendo sobre las reyertas y cuestiones de las familias.
Al papel siempre peligroso de reformador, el Marqués de Gelves añadió mucho de su carácter impetuoso y bravo y de su voluntad indomable; de manera que por medio del despotismo y de la arbitrariedad quería corregir los vicios que la arbitrariedad y el despotismo habían entronizado, y esto produjo un choque terrible con la autoridad eclesiástica representada en el Arzobispo Don Juan Pérez de la Serna que había venido desde el año de 1613, y que se había hecho de grande prestigio no sólo entre los eclesiásticos, sino también entre el pueblo.
El Prelado, hombre también testarudo y aun poco escrupuloso, para elegir los medios de menguar la autoridad del Virrey y dominarle, no dejaba escapar la oportunidad de{371} arrebatarle la popularidad que había adquirido con las reformas que hemos indicado. Pronto se presentó la ocasión.
El Marqués de Gelves que no tenía sin duda una idea fija sobre las obras del desagüe, no sólo mandó suspenderlas, sino que para dar una prueba de su inutilidad mandó romper el dique que contenía las aguas del río de Acalhuacán (Cuautitlán.) La estación lluviosa fué benigna y pasó sin novedad y con gran contento del Virrey, pero repentinamente en el mes de diciembre creció la laguna de Texcoco, se desbordó sobre la ciudad y la anegó completamente.
A esta calamidad siguió la de la carestía y aun escasez de maiz que llegó á valer cuarenta reales, siendo su precio común en esos tiempos el de doce reales. Esto indispuso los ánimos, y la exaltación llegó á su colmo cuando se supo que un caballero rico llamado Mejía, amigo íntimo del Virrey, había monopolizado todo el maiz y el trigo y le vendía á precios exorbitantes sin que nadie pudiese competir con él. Malas lenguas dijeron que el Marqués tenía compañía con Mejía y ambos se habían embolsado grandes ganancias, obtenidas á costa del hambre y de la miseria del pueblo. Todo esto lo explotaba perfectamente el clero, mal avenido con el carácter tremendo del Virrey, y no era necesario mas que un pequeño incidente para que estallase abierta{372} y descaradamente la guerra entre las dos autoridades.
No tardó esto en suceder. Un personaje importante en esa época, Don Melchor Pérez de Varaez, se hallaba procesado, y usando de los recursos que entonces como ahora se usaban, recusó á su juez. El Virrey le nombró otro, y Varaez entonces se escapó del convento de Santo Domingo, donde estaba retraído. Sus jueces, ofendidos, decretaron el embargo de sus bienes y papeles, le aprehendieron y le encerraron en una estrecha celda, tapando las puertas con cal y canto y poniéndole además una guardia de doce arcabuceros.
Varaez se dió trazas de elevar un memorial al Arzobispo, reclamando la intervención eclesiástica, y como el prelado no deseaba sino el momento de ponerse frente á frente con el Virrey, otorgó la protección al preso, y de pronto excomulgó á los arcabuceros que le custodiaban. El Virrey ocurrió al delegado del Papa en Puebla, y éste mandó al Arzobispo que levantase la excomunión. Este no obedeció, y el Virrey recabó duras providencias en contra del prelado. Tal fué el principio y origen del terrible tumulto de 1624.
El Virrey lo que quería era que sin resistencia dominase la autoridad civil, y estaba resuelto á emplear la fuerza y la violencia para conseguirlo. El Arzobispo quería que la autoridad eclesiástica dominase sin contradicción,{373} y por su parte estaba resuelto á esgrimir todas las armas de la Iglesia.
Un día, después de muchos incidentes relativos al negocio de Varaez, y que sería largo el referir, el Virrey mandó llamará un clérigo, el cual, con consentimiento del Arzobispo, vino el día siguiente acompañado de su secretario.
Luego que los vió el Virrey, montado en cólera preguntó:
—¿Quiénes sois vosotros, y qué queréis?
—Soy el secretario de Su Ilustrísima, y esta otra persona es el eclesiástico que Su Señoría ha mandado venir.
—Salid de aquí al momento, que si he llamado al clérigo, para nada necesito al secretario, y no gusto de tener espías en mi palacio: salid antes que...... y vos, clérigo, aguardad.
El secretario salió más que de prisa y fué á referir al Arzobispo lo que había pasado. Eran las primeras horas de la mañana. El clérigo se sentó en la antesala á esperar que le llamase el Virrey. Cerca de las ocho de la noche el Virrey asomó la cabeza por una puerta. ¿Está todavía ese clérigo que mandé llamar esta mañana?—dijo á un ugier que hacía la guardia.
El clérigo se levantó, rojo como una cereza, pero con apariencias de resignación se acercó al Virrey, el que le hizo señal, y ambos entraron en el gabinete secreto.{374}
—¿Me responderéis como un cristiano y como un hombre honrado á todo lo que os pregunte?—le dijo el Virrey con voz áspera.
El clérigo, lleno de miedo, hizo un signo de asentimiento con la cabeza, y entonces el Virrey le hizo multitud de preguntas difíciles y capciosas, á las que contestó el eclesiástico de la mejor manera que pudo.
—¿Estáis dispuesto á que todo esto se ponga por escrito bajo de vuestra firma?—le dijo el Virrey.
El clérigo tuvo que revestirse de energía y le contestó que por miramiento y respeto había satisfecho todas las interpelaciones, pero que nada firmaría sin licencia de su prelado.
—Por última vez ¿no firmáis?—preguntó colérico el de Gelves.
El clérigo, con voz medio trémula pero perceptible, dijo:
—No, no, señor; nada firmaré.
—¡Armenteros!—gritó el Virrey.
Don Diego de Armenteros, revestido de su cota de malla y con todas sus armas, se presentó por la puerta del costado.
—Tomad un caballo, y con buena escolta y á buen recaudo mandad en el acto á este clérigo insolente al castillo de San Juan de Ulúa, y allí que le encierren en una bartolina hasta que yo mande otra cosa.
El capitán Armenteros con una garra como{375} de león cogió al clérigo del brazo y le sacó del gabinete.
—Otro tanto he de hacer con el Arzobispo, si se descuida, dijo entre dientes el Marqués, mirando alejarse al clérigo y al oficial.
Al día siguiente el Arzobispo, por medio de un notario, mandó reclamar á su clérigo, manifestando al Virrey que había incurrido en las censuras de la bula de la Cena.
—Decidle al Arzobispo que mande por su clérigo á San Juan de Ulúa, y que si quiere ahorrarse pasos se entienda con mi capitán Armenteros.
El Arzobispo, lleno de cólera, trató con muchos prelados la manera de aniquilar al Virrey con las armas espirituales, y el Virrey por su parte reunió á varios letrados para consultar es si podía ser excomulgado. Los Oidores respondieron que no habían meditado el caso, y el Virrey los echó de la sala: otros letrados opinaron, que siendo el Virrey la imagen del Rey, no podía ser excomulgado.
Pasaron algunos días. El 8 de diciembre de 1624, solemnidad de la Purísima, hubo gran festividad en la catedral. El Santísimo estaba descubierto, la misa era cantada y un grueso religioso comenzaba el sermón, cuando el escribano Tobar, saltando sobre la multitud de devotos que había en la iglesia, subió al altar mayor á notificar un auto del Virrey al Arzobispo. Este resistió, los fieles se{376} alborotaron, el padre predicador no pudo continuar, y la misa acabó á toda prisa. Figúrese el lector el escándalo que habría en los tiempos de que vamos hablando.
El Virrey, observando que en nada cedía el Arzobispo, acudió al juez legado de Puebla, y éste comisionó á un clérigo, sacristán de monjas, atrevido y resuelto, que vino á México, y empezó á ejecutar todas las órdenes del Virrey, comenzando por entrar al Arzobispado, echar á todos los familiares y clérigos y embargar los bienes y muebles que encontró.
El Arzobispo mandó tocar entredicho, y el son pausado y grave de las campanas llenaba de terror á los habitantes de la ciudad, anunciándoles la discordia entre el Príncipe de la Iglesia y el representante de S. M. el Rey de España.
Las campanas no detuvieron ni un momento al padre sacristán, y antes bien dió á sus providencias un carácter más enérgico. El Arzobispo, mirando sus muebles en manos extrañas, sus habitaciones cerradas y selladas, y casi echado de su palacio, se hizo conducir en una silla de manos ante la Audiencia, y allí significó á los Oidores que no se movería hasta obtener justicia.
Los Oidores dejaron sólo en el salón al Arzobispo y se dirigieron á contar el caso al Virrey, volviendo al cabo de tres ó cuatro horas{377} un escribano llamado Osorio, con este recado:
—«El Sr. Virrey me manda decir á Su Ilustrísima que se vuelva inmediatamente al Palacio Arzobispal, desde donde podrá pedir justicia; y si esto no hace, le notifique que incurre en una multa de cuatro mil ducados, y saldrá además desterrado del reino.»
El Arzobispo contestó al escribano que no reconocía superioridad en el Virrey, y que no había de obedecer ni sujetarse á tan atroz tiranía, y que no volvería á su palacio por no sufrir los ultrajes del sacristán poblano.
El Virrey esperaba impaciente la respuesta, y luego que hubo escuchado la que le trasmitió el mismo escribano Osorio, gritó con voz de trueno:
—¡¡Armenteros!!
Don Diego Armenteros se presentó por la puerta del costado armado hasta los dientes.
—En esta vez, vos mismo con una partida de arcabuceros os apoderaréis, de grado ó por fuerza, del Arzobispo Don Juan Pérez de la Serna, y lo llevaréis á San Juan de Ulúa á que haga compañía al clérigo insolente.
—¿Le llevaré á pie, á caballo ó en coche?—preguntó Armenteros.
—A pie, como se pueda, en una mula, de cualquiera manera, con tal que demos una muestra terrible en este país desorganizado, del respeto que se debe á la autoridad; pero{378} no...... no deseo que vaya á morirse...... Disponed mi coche de camino y partid en el acto.
Armenteros, en momentos, mandó disponer el coche y la escolta de arcabuceros, y acompañado del Lic. Terrones, alcalde del crímen, del alguacil mayor Martín de Zavala y del teniente Perea, se dirigió á la sala de la Audiencia, donde el Arzobispo, sentado en su silla de manos, esperaba todavía que le hicieran justicia los Oidores.
—Es desagradable, le dijo Terrones, tener que ejecutar providencias tan duras; pero Su Ilustrísima deberá salir en este momento para San Juan de Ulúa, escoltado por el valiente capitán Armenteros.
—Espero que se me concederán dos ó tres días para...... pues...... porque......
El Arzobispo se ahogaba de la cólera.
—Ni una hora, contestó Terrones.
—Al menos me será permitido mandar por mi desayuno, pues el estómago y...... mis males, murmuró el Arzobispo.
—Ni un minuto, interrumpió Armenteros. El coche está ya listo y los caballos de la escolta impacientes.
—Ni un segundo, añadió el teniente Perea, y tomando bruscamente por el brazo al prelado, le hizo bajar las escaleras, y cinco minutos después un coche á escape, envuelto en una nube de polvo y seguido de doce feroces y corpulentos arcabuceros, atravesaba las calles{379} de la ciudad y conducía á su destierro al más temible y poderoso señor de Tenoxtitlán.
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* *
Los partidarios y amigos del Arzobispo tuvieron modo de enviarle recados y cartas, manifestándole que lo que importaba era ganar tiempo y demorarse mucho en el camino; lo cual fácilmente logró con pretexto de sus enfermedades y tratando con la mayor dulzura á Armenteros, que era un soldado brusco, pero en el fondo buen hombre.
La Audiencia entretanto, atemorizada, anuló el auto del Virrey, el cual en el momento que lo supo mandó prender y poner incomunicados en el calabozo á los Oidores, á los relatores y á los demás dependientes del tribunal, y envió un correo con instrucciones á Armenteros para que envolviese al Arzobispo en un colchón ó en un petate, supuesto que estaba enfermo, y en una mula, como si fuese un fardo le sacase violentamente de los límites del arzobispado.
En San Juan Teotihuacán se recibieron todas estas noticias la noche del 14 de enero, y las que comunicaron sus partidarios á Don Juan Pérez de la Serna eran más pormenorizadas é importantes; de manera que se resolvió á dar á su vez un golpe terrible y á jugar el todo por el todo. En la misma noche proveyó{380} y despachó á México dos edictos. Uno de ellos excomulgaba al Virrey, y el segundo intimaba la cesación á divinis.
En la mañana temprano y mientras Armenteros se ocupaba en organizar la marcha y procurarse caballos y tiros de remuda para que su viaje fuese tan acelerado como el Virrey se lo había ordenado, el Arzobispo logró escabullirse y entrar á la iglesia de San Francisco. Allí revistió los atavíos pontificales, colocó al Divinísimo Sacramento en una custodia de oro y pedrería, que tomó en sus manos, y se puso en actitud resuelta en el altar mayor.
Armenteros buscó á su prisionero para acompañarle á que subiera al coche; pero en vez de encontrarle, le informaron que estaba en la iglesia decidido á desobedecer la autoridad del Virrey.
El capitán, que era de genio atrabiliario y de fuertes ímpetus, desnudó la espada, y echando un terrible juramento se metió como un furioso al templo, resuelto á atravesar de parte á parte al prelado, y en efecto llegó hasta las gradas del altar mayor; pero la actitud imponente del Arzobispo, su semblante sereno, aunque resuelto, y el temor y el respeto que le inspiraba el Sacramento encerrado en el resplandeciente relicario de oro, hicieron tal impresión en su ánimo, que bajó lentamente la espada que tenía dirigida al pecho{381} de su prisionero, y cayó de rodillas suplicándole que encerrase la Hostia Sagrada en su tabernáculo, que de buen grado le siguiese, y que no comprometiese sus deberes de soldado, que tenía forzosamente que cumplir.
El Arzobispo se mantuvo firme en la idea de no dejarse arrancar sino por la fuerza del altar, y alguno de los documentos antiguos dice que permaneció cincuenta horas con la custodia en las manos. Como la gente del pueblo, y especialmente los indígenas, comenzaron á dar muestras de disgusto tomando decididamente el partido del Arzobispo, el capitán no se halló bastante fuerte con sus pocos arcabuceros para hacer frente á un motín popular, despachó un correo á México y prometió al prelado que con tal que sosegase á la gente, él mismo se interesaría para que el Virrey le mandase volver á la capital en vez de continuar rumbo á Veracruz.
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El 15 de febrero de 1624 fué uno de los más notables y terribles de que hay memoria en los anales de la colonia. El provisor Don José Portillo, muy de mañana comenzó á cumplir punto por punto el edicto del Arzobispo.
Los muchos fieles y buenos cristianos que había entonces extrañaron el toque de alba; pero creyeron que el sueño les había vencido{382} ó el diablo les había hecho algo sordos. Dirigiéronse á misa y encontraron una iglesia cerrada, y otra y otra, recorriendo así la ciudad llena de templos, todos mudos y clausurados, como si ese mismo día hubiese acabado la religión de Jesucristo. Los sacristanes apenas asomaban la cabeza por el cuadrante y decían á los conocidos palabras alarmantes y misteriosas; algunos clérigos y frailes con algo que llevaban oculto bajo de los hábitos atravesaban rápidamente las calles, las campanas continuaban guardando un obstinado silencio. La alarma de los cristianos crecía por momentos, y pronto se propagó la noticia de que el Virrey estaba excomulgado y fijada la tablilla con el anatema terrible, en la puerta misma de la catedral.
La gente se agolpó á leer la excomunión, y las mujeres pedían con gritos y lamentos que se abrieran las puertas del templo. En estos momentos el escribano Osorio que tanta parte había tomado en los acontecimientos, atravesaba la plaza mayor en su coche, seguido de algunos negros esclavos, y á ese mismo tiempo pasaban unos muchachos que venían del mercado con unas grandes canastas de verdura en la cabeza, y habiéndole reconocido le gritaron ¡muera el hereje! ¡muera el excomulgado! grito que fué repetido por la multitud que ya llenaba la plaza, y que sabía ya lo que pasaba. Los esclavos de Osorio quisieron{383} dispersar á los muchachos, y éstos pusieron en el suelo las canastas y comenzaron á tirar rábanos, zapotes y manzanas á la cara de los negros. Las demás gentes tomaron parte, la guardia del palacio salió con el sargento mayor á la cabeza, y entonces los amotinados, que ya eran muchos, acudieron al costado de la catedral, que estaba en obra, y apoderándose de gruesas piedras y guijarros hacían una descarga tan cerrada sobre el coche de Osorio y sobre los soldados, que éstos tuvieron que retirarse más que de prisa, refugiándose en el palacio y cerrando las puertas.
El Virrey, furioso de cólera, revistió su armadura, empuñó su espada y quiso salir á castigar á los insolentes, pero le contuvo el almirante Cevallos que estaba á su lado y era hombre de prudencia y de juicio.
—Bueno, no saldré en este momento, pero ¡voto á Dios! que he de castigar á todos estos malvados y rebeldes, y he de poner más horcas que árboles hay en la montaña.
Esto diciendo salió á la azotea con un clarín que comenzó á dar toques que llamaban entonces rebato. La alarma se difundió por toda la parte de la ciudad que había permanecido quieta y que ignoraba los últimos acontecimientos, y pronto se vió la plaza y las avenidas principales llenas de gente que secundaba los gritos de «Muera el hereje, abajo{384} el luterano, viva la fe de Jesucristo y viva la Iglesia.» Al toque siniestro del clarín, que quizá no había sonado de esa manera desde los días de la conquista, acudieron al Palacio las autoridades, los empleados y una gran parte de la nobleza mexicana, y todos suplicaron al Marqués, especialmente el Oidor Cisneros, que se hincó de rodillas, que levantase el destierro al Arzobispo y lo trajese á México, con lo cual todo quedaría sosegado. El Virrey accedió, aunque con visible repugnancia, y el inquisidor mayor salió de Palacio con un papel que contenía el perdón para todos los amotinados, y la orden de volver á su palacio al temible Don Juan Pérez de la Serna, á quien hemos dejado en la iglesia de Teotihuacán, escudado con la resplandeciente y sagrada custodia.
Con esto habría terminado el motín, pero ni los sublevados se fiaban del Virrey ni éste de ellos, así que permanecieron no sólo en una actitud hostil, sino haciendo cada fuerza sus preparativos para volver á la lucha.
El pueblo continuaba agitado, vociferando y jurando en la plaza y en las calles, exigiendo que la audiencia reasumiera el gobierno, que las iglesias se abrieran y que se diese libertad á los presos de la cárcel pública; el Virrey, que á nada de esto podía acceder, mandó traer algunos quintales de pólvora de un depósito que estaba á media legua de la ciudad,{385} sacó un suficiente número de arcabuces de la armería de Palacio, armó á los criados y dependientes que pudo reunir, y á la cabeza de esta tropa subió á la azotea, y desde allí intimó sumisión y obediencia á los conjurados. Estos, en vez de obedecer, contestaron su amonestación con silbidos y mueras, y comenzaron á tirar pedradas á los balcones. El Virrey, enfurecido, mandó hacer fuego á la tropa y más de cien personas cayeron muertas ó heridas en la plaza mayor.
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El Marqués del Valle y el Marqués de Villa Mayor habían hecho grandes esfuerzos por apaciguar la sedición, y como un medio de conseguirlo ofrecieron que irían á encontrar al Arzobispo, á darle parte de que estaba en libertad y á suplicarle que influyese en calmar las pasiones, ya bastante irritadas. Provistos estos dos personajes de excelentes caballos y de resueltos criados, atravesaron sin obstáculo la multitud reunida en las calles, y á galope tendido se dirigieron rumbo á San Juan Teotihuacán. En el camino encontraron ya al prelado de regreso, habiendo recibido la orden por conducto del alcalde Terrones, pero ya no era el intrépido Armenteros y los arcabuceros los que tenían preso al Arzobispo, sino el Arzobispo quien los traía no sólo{386} presos sino anonadados de susto y de vergüenza. Armenteros se mordía los labios y casi se arrepentía de no haber sacado por el pescuezo al orgulloso pastor de la Iglesia.
Los pueblos todos del camino desde México hasta S. Juan se habían levantado, como se dice vulgarmente, y en tropel corrían á arrojarse á las plantas del Arzobispo implorando su bendición y besando sus manos y el extremo de las ropas, como si fuese un santo mártir. A cada momento era necesario que la comitiva se detuviese y que Don Juan Pérez de la Serna persuadiese al pueblo que Armenteros era su amigo y que los arcabuceros no tenían ya más objeto sino tributarle los honores debidos á su clase. De otra suerte habrían todos perecido hechos mil pedazos.
Luego que se supo en la ciudad la proximidad del Arzobispo, un concurso inmenso compuesto de las señoras y caballeros principales y de multitud de personas, salió con hachones á esperarlo á la Villa de Guadalupe, donde llegó á las once de la noche. A cosa de las doce llegó á la Capital, y todas las ventanas y balcones estaban abiertos é iluminados, las campanas se soltaron con un repique general á vuelo, cohetes y bombas estallaban en los aires, y el populacho entusiasmado y tal vez embriagado, gritaba vivas á la religión, y los clérigos y todos se estrujaban y se lastimaban con tal de llegar lo más{387} cerca posible del Arzobispo para recibir su bendición.
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Mientras que los marqueses, después de haber hecho esfuerzos por apagar el fuego que comenzaba en las puertas del Palacio, corrían en busca de Don Juan Pérez de la Serna, y éste lenta y pacíficamente regresaba de la manera que hemos explicado en el párrafo precedente, el tumulto se desarrolló en la ciudad de una manera terrible. El clamor de los heridos que cayeron víctimas de las balas disparadas por el Virrey, y la vista de los cadáveres inanimados y sangrientos, despertó en el pueblo un furor hasta entonces desconocido, y los clérigos desarrollaron en ese momento oportuno toda la vasta trama de la conspiración, que no cabe duda habían tejido desde pocos meses después de la llegada del Marqués de Gelves.
En menos de dos horas, el populacho, que no tenía más armas que las piedras de la obra de la catedral, reapareció imponente en la plaza, provisto de arcabuces y trabucos, y comenzó una acción entre el Marqués subido con sus hombres en la azotea del Palacio y el pueblo aglomerado en la plaza, atronando los aires con una vocería infernal, de la que formaban el tiple los infinitos muchachos que tomaron parte en esta refriega.{388}
El gran recurso del Marqués era el clarín, con cuyos toques de guerra esperaba el auxilio de algunos piquetes de caballería; pero se secó la garganta del trompetero antes que ninguna fuerza se acercase á dar auxilio al Palacio, que estaba ya completamente sitiado.
El Virrey recurrió entonces al expediente supremo, que fué enarbolar la bandera real, y contra la cual nadie se atrevería, y en efecto, en cuanto vieron ondear en el balcón principal el glorioso y temible estandarte de Castilla, cesaron las pedradas y el fuego de los arcabuces.
—Bien, muy bien, ¡voto á Dios!—exclamó el Marqués luego que vió la actitud respetuosa del pueblo;—no se atreverán á atacar la bandera del Rey, y entretanto tendremos la caballería que debe estar cerca, ó llegará Armenteros, que con sola su lanza dispersaría á toda esta canalla.
Ya hemos visto que Armenteros venía realmente en el camino como prisionero del Arzobispo.
La inacción y el respeto del pueblo no se escapó á un clérigo que dirigía desde los portales el movimiento de las masas que atacaban el Palacio, y creyó que todo lo avanzado se perdería.
En un momento, y seguido de varios conjurados de una más alta categoría, entró á la catedral y sacaron á poco una grande escalera{389} que aplicaron al balcón principal. El clérigo tomó en la mano un pequeño Crucifijo, y gritando vivas á la religión, comenzó con admiración de todos á subir los escalones.
El Marqués, que en el acto adivinó el intento, gritó con voz terrible:
—¡Fuego! ¡fuego al clérigo, que se atreve á asaltar el Palacio del Rey!
El clérigo no se intimidó y continuó subiendo.
Los arcabuceros del Marqués apuntaron al clérigo.
El clérigo siguió subiendo, agarrándose con una mano de los escalones y con la otra presentando cada vez que podía el Crucifijo.
—¡Fuego, soldados!—gritó de nuevo el Virrey.
Los soldados no se atrevieron á tirar, y el clérigo subió hasta el balcón y arrancó la bandera de Castilla y descendió con ella cayendo en brazos de la multitud.
El tumulto llegó en ese momento á su apogeo. Grandes partidas de conjurados desembocaron por las calles principales, acaudilladas por frailes ó clérigos, que en una mano tenían un arcabuz ó una espada y en la otra un Crucifijo, y alentaban á la multitud al asalto. Gruesas piedras iban á estrellar con estrépito las vidrieras y puertas de los balcones, y con fuertes vigas tomadas de la obra de la catedral, trataban de romper las puertas{390} del Palacio. Los frailes, con una voz de estentor, alentaban á los combatientes y gritaban: ¡muera el Luterano! ¡muera el hereje, y viva la religión de Jesucristo!
Los únicos frailes que en nada se mezclaron fueron los de la Merced. Ni suspendieron las ceremonias el día que se fijó la excomunión, ni quisieron acaudillar ninguna de las numerosas partidas de revoltosos; cerraron en el momento del tumulto las puertas del convento, y aguardaron, provistos de algunas armas y con una despensa bien surtida, el resultado de esta ruidosa cuestión.
Las puertas de Palacio no cedían á los golpes de las vigas y piedras, y entonces una voz gritó: «fuego al Palacio,» y todas las voces repitieron este eco siniestro, y las campanas de las iglesias, hasta entonces mudas, comenzaron á tocar á rebato. El más horrible frenesí se apoderó de la multitud, y mil hachas de brea encendidas y chispeantes fueron aplicadas á las puertas, que pocos momentos después crujieron, comenzaron á arrojar columnas de humo y lanzaron por fin una llama rojiza que fué saludada con júbilo por la multitud.
El marqués de Gelves, lejos de acobardarse ni dar muestras de debilidad, echaba rayos por sus ojos.
—¡Miserables cobardes, que no habéis arrojado á balazos á ese infame clérigo! Aquí hemos{391} de morir quemados todos antes de sucumbir, y el primero que dé muestras de ceder, le traspasaré con mi espada.
Los soldados, aterrorizados con el aspecto decidido y terrible de Gelves, comenzaron á hacer fuego sobre toda la multitud, que asaltaba el Palacio sin respetar ni á los frailes ni al Crucifijo con que incitaban al exterminio y á la matanza.
El incendio, animado con un viento que comenzó á soplar, progresaba; las puertas abrían ya una boca de fuego y de humo, las campanas no cesaban en sus toques fúnebres, y la plebe rabiosa se echó dando gritos y alaridos por las calles, asaltando, prendiendo fuego y saqueando las casas de los que eran ó suponían enemigos del Arzobispo.
El Marqués, firme y cada vez más resuelto, defendía palmo á palmo el terreno, pues los asaltantes habían penetrado en los patios y rompían y forzaban puertas para llegar adonde estaba el hereje y arrojarle á las llamas.
El clérigo Salazar, que era seguramente el director de toda la conjuración, con un arcabuz hacia fuego, y se le encontraba por todas partes guiando á los incendiarios. El fuego llegaba á la prisión, y los criminales iban á perecer quemados. Salazar, que conocía una puerta que comunicaba con el Palacio, corrió á ella, exhortó á los criminales para que se{392} libraran, y éstos con la desesperación que da el peligro, hicieron pedazos la puerta, salieron á los patios de Palacio y se dispersaron por todas las habitaciones, rompiendo muebles, robando alhajas y destrozando cuanto encontraban.
El Marqués de Gelves, ya sin soldados porque muchos se habían fugado, sin parque construido, con un depósito de pólvora cercano y sobre el cual volaban las chispas, lleno de humo y de polvo, y con el tronco de su espada en la mano, desafiaba impávido al incendio, á los criminales y al Arzobispo, y no había medio de arrancarle del puesto del peligro. Probablemente el almirante Cevallos, que le acompañó en esta funesta jornada, le arrancó de aquel sitio donde no había ni triunfo que esperar, ni gloria que recoger, y ambos, embozados, salieron por la puerta excusada, y sin que, como buenos castellanos, les diese un latido más su corazón, atravesaron aquella furiosa y frenética multitud y se dirigieron al convento de San Francisco, donde el Virrey permaneció retraído hasta que salió para España.
Hay en México una calle formada de los más altos y suntuosos edificios, y donde hace años vive gente comerciante, acaudalada y principal. Colocada en lo más poblado, en lo más céntrico de la gran ciudad, es una calle que podríamos llamar aristocrática. Sin embargo, de día tiene un aspecto triste y de noche lúgubre. Los grandes zaguanes de maderas antiguas y labradas parecen las entradas de unos castillos: en lo alto de las paredes de los edificios se proyectan las sombras y los alternados reflejos de los faroles de una manera singular, y parece que de las cornisas churriguerescas de los balcones se desprenden algunos fantasmas que tan pronto se incrustan y se esconden en los zaguanes, y tan pronto toman formas colosales y se suben á{394} las cornisas de las azoteas y allí se asoman y ríen y muestran unos semblantes deformes y fantásticos á los que pasan.
Así se presentó á mi imaginación una noche oscura, ventosa y fría, la calle de Don Juan Manuel, una noche que se moría un amigo querido y que tuve que correr en busca de un virtuoso clérigo para que le echara la última bendición que el hombre cristiano apetece el día que parte para siempre de la vida.
Esa noche soplaban por intervalos unas ráfagas del viento helado de los volcanes, caían repentinamente algunas gruesas gotas de lluvia, que el aire arrebataba y azotaba contra las vidrieras oscuras de los balcones, no había más que un perro negro, flaco y macilento que roía los restos de un hueso arrojado por algún sirviente; las luces de aceite más bien daban sombras que luz, y la llama rojiza y pequeña temblaba siniestra en la alcuza negruzca de lata. El sereno dormía en la esquina arrebujado en su capotón azul, y el eco de mis pisadas en las losas de la acera se repercutía en toda la extensión de esa lúgubre á la vez que majestuosa calle, y turbaba el silencio que también se interrumpía de vez en cuando con el graznido de alguna ave nocturna. Llegué en casa del sacerdote, que era un hombre blanco con la venerable auréola de las canas............
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En el año de 1636 en que colocamos nuestra narración, la calle de Don Juan Manuel no se hallaba como ahora la encontrarán los viajeros. México estaba ya como quien dice trazado y formado; pero las calles, con pocas excepciones, no estaban completas. Había grandes y buenos edificios junto de otros de un solo piso y de una pobre y defectuosa construcción; otras casas tenían una grande y alta cerca que cubría las huertas ó jardines, y en otras, como en la de Celada, que es hoy San Bernardo, y la de que hablamos, había muchos solares intercalados entre las casas y con una cerca de espinos secos, de adobes ó madera. El propietario de los solares y casas de ese rumbo era un caballero llamado Don Juan Manuel.
Era un personaje por todos capítulos rodeado de misterios y de sombras que no dejaban nunca verle en toda la verdadera realidad. Entraba de noche al palacio del Virrey, embozado hasta los ojos en una larga capa negra, y permanecía varias horas conversando. Nadie le veía salir, y algunos que por curiosidad le observaban al entrar, decían que antes de tocar la puerta excusada de palacio, Don Juan Manuel se desembozaba, se persignaba tres veces, sacaba un estoque con puñon{396} de plata, le reconocía, examinaba la punta y le volvía á meter en la vaina. Los que alguna vez vieron esto, temían que el Virrey amaneciese algún día asesinado en su cama.
Don Juan Manuel era hombre muy caritativo. Se contaba que una vez había ido á verle una viuda pobre que tenía dos niñas doncellas, muy jóvenes y bellas. Don Juan Manuel regaló cinco mil pesos á cada muchacha, y jamás quiso ni conocerlas.
Don Juan Manuel era celoso, y se decía que su esposa era una dama principal y de una rara hermosura; pero nadie la había visto, pues permanecía encerrada en su casa, y salía únicamente á misa á las cinco de la mañana cubierta con un mantón de lana negro. Nadie visitaba la casa, y sólo el confesor entraba de vez en cuando á tomar chocolate después de la misa.
Don Juan Manuel era valiente. Una noche le acometieron seis bandidos con puñales. El sacó la tizona, se colocó de espaldas contra un zaguán y no dejó acercarse á ninguno de ellos hasta que por la esquina asomó una ronda que observó después los rastros de sangre, pues los cinco agresores habían sido heridos por el bravo caballero.
Don Juan Manuel era hombre no sólo virtuoso sino hasta santo, porque confesaba y comulgaba cada ocho días, se daba disciplina todas las noches en la Iglesia más cercana,{397} socorría á muchos pobres, asistía á las festividades de la Vírgen, y costeaba velas de cera y lámparas que ardían día y noche en los templos.
Todo esto decían de Don Juan Manuel, pero en verdad era un hombre misterioso, y se podía asegurar que todos le conocían y ninguno le conocía realmente, porque si se preguntaba por sus señas, unos lo describían de alta estatura, muy derecho y arrogante, de fisonomía pálida y casi cetrina, con espesa barba negra y ojos centellantes pequeños y hundidos; otros, por el contrario, aseguraban que era de estatura regular, de semblante apacible y caritativo, de ojos expresivos y llenos de dulzura, y con solo un corto bigote. Tampoco estaban todos conformes en cuanto á su traje, añadiendo los mejor informados que vestía siempre de negro, mientras otros le conocían riquísimos ferreruelos; pero los más convenían en que de noche se le encontraba por las calles más sombrías, entrando y saliendo en casas de mala apariencia, y envuelto en una luenga capa.
Estas eran lo que se llaman las hablillas del vulgo, que partiendo de un fondo de verdad, poetisa ó trastorna las cosas y las figuras, dándoles el carácter raro, misterioso é indefinido que tanto halaga la imaginación humana, y de esto tienen orígen la mayor parte{398} de las leyendas y tradiciones de todos los pueblos.
Pasó y pasó el tiempo, y cada año se añadía alguna particularidad, algún nuevo rasgo al carácter de Don Juan Manuel. Repentinamente el caballero se dió enteramente á la devoción, y de la devoción pasó á una melancolía tan negra y tan profunda, que nada podía consolarle. Sus mejillas se hundieron, alderredor de sus ojos apareció un círculo morado, y el color de su semblante blanco y limpio, tornóse en un amarillo opaco y lustroso, que revelaba desde luego que estaba devorado no sólo por una enfermedad moral, sino por terribles padecimientos físicos.
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Por algún tiempo Don Juan Manuel se encerró en su casa, y no se volvió á hablar de él. Después, en secreto, y con mil reservas, decían las viejas y las beatas: Don Juan Manuel ha hecho pacto con el diablo, y se santiguaban y ponían la cruz al enemigo malo. La verdad era tal vez que Don Juan Manuel tenía celos de su mujer, de quien estaba locamente enamorado, y sin poder descubrir ni averiguar de una manera cierta quién era el que le robaba su honra, estaba á punto de volverse loco de rabia y desesperación.
Una noche se encontró el cadáver de un{399} hombre asesinado; pero como había en esa época una falta absoluta de vigilancia y de policía, no había alumbrado en la ciudad, y los bandidos abundaban, se atribuyó á ellos esta desgracia; sin embargo, llamó la atención el que se encontrase en los bolsillos del vestido de la víctima bastante cantidad de monedas.
A los ocho días, otro cadáver tirado en las cercanías de la que hoy se llama calle de Don Juan Manuel; al día siguiente otro, y después periódicamente otros y otros más. La ciudad se llenó de terror porque algunos de los muertos pertenecían á familias conocidas y honradas de la ciudad.
Inmediatamente el vulgo inquirió quién era el autor de estos crímenes. Don Juan Manuel, seducido enteramente por el diablo y habiéndole entregado su alma con tal de que le señalase al amante de su esposa, salía todas las noches de su casa embozado hasta los ojos y con un agudo puñal desnudo en la mano. En el momento que en las cercanías de la casa encontraba á alguno, los celos le cegaban y suponía que era ese alguno de los muchos que trataban de ofender á su honra, y le preguntaba:—¿qué horas son?—Las once, contestaba inocentemente el transeunte.—Dichoso tú que sabes la hora en que mueres, respondía Don Juan Manuel, y al mismo tiempo le clavaba el puñal en el corazón ó en la garganta,{400} y dejándole ya muerto y nadando en su sangre, regresaba á su casa, se oía el estruendo pavoroso de la pesada puerta que se cerraba, y todo quedaba después en las tinieblas y en el silencio. Las horas más críticas eran desde las once hasta las doce de la noche, y nadie, ni aun para pedir los Santos Oleos, se aventuraba en las calles desde las ocho en adelante, á no ser acompañados de dos ó tres alguaciles. Sin embargo, había muchos que porque no creían en tan vulgares consejas ó por absoluta necesidad, transitaban por los dominios de Don Juan Manuel, y era seguro que esa noche, sabiendo exactamente la hora, morían víctimas del sanguinario furor que el demonio había inspirado á este extraño caballero.
El hecho era que los asesinatos se cometían con frecuencia, que los cadáveres se encontraban al día siguiente con todas sus ropas y prendas, y que aunque en secreto y con reservas se señalaba á Don Juan Manuel como al autor de estos crímenes; pero en lo visible no había sino pruebas en contrario. Don Juan Manuel, aunque triste y sombrío como hemos dicho, concurría á la misa, daba sus limosnas y visitaba como de costumbre á su amigo el Virrey. Quién había de atreverse á acusar á un hombre acaudalado y respetable, ni qué pruebas podían presentarse; así, todo el mundo callaba y cumplía con encerrarse{401} en su casa desde que se escuchaba el toque de ánimas.
Había en la calle de Don Juan Manuel (probablemente donde hoy se encuentra la magnífica finca del Sr. Dozal) una casa de pobre apariencia y que era propiedad de una beata que tendría sus cincuenta años. Alguna de las faltas de que es víctima la juventud cuando es demasiado confiada en el otro sexo, hizo que la Madre Mariana, que así la llamaban, tomara el hábito de beata y además hiciese la promesa de rezar un número de credos á la Preciosa Sangre, igual al día de cada mes, de modo que nunca se acostaba antes de la media noche, y el día 25, por ejemplo, empleaba más de media hora en rezar los veinticinco credos que le tocaban. En la calle oscura, sin empedrado, muda y completamente sola desde las ocho de la noche, no se veía más que una luz, como la de una sola y lejana estrella en un cielo nebuloso. Era la luz que salía por un estrecho postigo de la casa de la beata Mariana que encendía una lamparita delante de una imágen de Jesucristo atado en la columna, y no cerraba el postigo sino después de haber acabado de rezar sus credos.
Las más noches oía cerrarse con estruendo una puerta, y este ruido casi á una misma hora le hizo ponerse en observación hasta que se cercioró que era la puerta de la casa que habitaba Don Juan Manuel. Otra noche, hacia{402} el fin de un mes en que tenía que rezar muchos credos y había permanecido de rodillas delante de la imagen, escuchó un quejido. Apagó en el acto su lámpara, de puntillas se dirigió al postigo y asomó la cabeza con precaución. Un hombre corrió, y otro detrás de él le alcanzó casi en la misma puerta de la casa de Mariana y le dió cuatro ó cinco puñaladas. El hombre gimió dolorosamente y cayó á poca distancia. El asesino se alejó de allí, y á poco, en vez del estruendo de costumbre, la beata oyó que se abría suavemente una puerta y que un hombre embozado entraba en ella. Era la casa de Don Juan Manuel, y no podía ser otro sino el mismo Don Juan Manuel.
Mariana se acostó llena de terror, y al día siguiente, ya que habían levantado el cadáver, fué á referir al confesor lo que había pasado y le dió parte también de las vehementes sospechas que tenía. El confesor obtuvo una audiencia del Virrey y le contó el suceso, pero el Virrey se rió, dijo al padre que todas eran consejas del vulgo y que no había que hablar ni que hacer caso de todo ello. Mariana había, sin embargo, referido algo á las beatas, y desde este suceso el terror se aumentó y las apariciones fueron ya más terribles.
Se refería que de los muchos escombros y andamios de la obra de la catedral salía todos{403} los viernes á las doce de la noche una procesión de monges con unos largos sayales y unos capuchones negros que les cubrían la cara. Que las caras de esos monges eran unas calaveras á medio descarnar, pues eran nada menos que todas las víctimas de Don Juan Manuel que se levantaban de sus sepulcros. Esos cadáveres revestidos del hábito de los frailes, se dirigían en procesión por el cementerio de Catedral con unos gruesos cirios en la mano y cantando con una voz que parece salía del sepulcro, el oficio de difuntos. Llevaban cargado un ataud vacío, llegaban á la calle de Don Juan Manuel y volvían con el ataud, ya con un hombre atado de pies y manos. En el atrio de la catedral había una horca, elevaban en ella del pescuezo al hombre, apagaban los cirios y cantaban el Miserere. Cada semana se repetía esto, y los que por casualidad habían visto esta terrible procesión, regresaban á su casa con fiebre y morían á pocos días.
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Así oí referir el cuento de Don Juan Manuel, en la edad de las ilusiones y del mundo ideal de fantasmas, de espectros y de apariciones. Al calor del fogón de la cocina oímos cosas siempre maravillosas y nuevas, y nos dormimos en el seno maternal, o soñando en los príncipes generosos y las magas lindas{404} y benéficas, ó estremeciéndonos con los espectros y las sombras de los avaros y de los malvados que brotan del sepulcro para ejemplo y enseñanza de los mortales.
El hecho cierto fué que Don Juan Manuel amaneció repentinamente ahorcado, y que el pueblo tenía razón, porque en el fondo había una historia terrible y verdadera.
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Pasaron muchos años antes de que se supiera lo que había de verdad en todo lo que no parecía más que un cuento, hasta que Don José Gómez de la Cortina, literato distinguido y además curioso indagador de todas nuestras antiguas crónicas, publicó un escrito con el título de la Calle de Don Juan Manuel, en cuya primera parte refiere la leyenda popular tal como se la contó su barbero, y que difiere en algunos puntos de la que acaba de leerse. En cuanto á la parte exactamente histórica, no habiendo encontrado ningún otro dato ni documento nuevo, copio la que escribió el finado conde de la Cortina. Dice así:
«Por los años de 1623 á 1630 vivía en México un caballero español muy principal, natural de Burgos, llamado D. Juan Manuel de Solórzano, que había venido á esta América con la comitiva que trajo consigo el virrey D. Diego Fernández de Córdova, marqués de{405} Guadalcázar, y ya disfrutaba de grandes bienes de fortuna y consideración, cuando tomó posesión del virreinato de Nueva-España D. Lope Díaz de Armendáriz, marqués de Cadereyta. La privanza que logró D. Juan Manuel con este personaje fué tanta que se le hicieron cargos de ella al virrey en la corte de España, y no contribuyó poco á la ruidosa desgracia con que fueron recompensados sus servicios. Hacia 1636 contrajo matrimonio D. Juan Manuel con D.ª Mariana Laguna, hija única de un rico minero de Zacatecas, cuya dote aumentó considerablemente las riquezas de su esposo, y ambos consortes pasaron á habitar una casa contigua al palacio del virrey. Esta proximidad de habitaciones parece que estrechó mucho más las relaciones amistosas que existían entre el marqués y D. Juan Manuel, llegando á tal grado que pasaban juntos la mayor parte del día, aunque no sin graves murmuraciones del público que no estaba acostumbrado á ver á los virreyes visitar las casas de los particulares. Aumentóse el desafecto hacia el virrey, cuando se supo que daba á D. Juan Manuel la administración general de todos los ramos de real hacienda, y por consiguiente la intervención de las flotas que venían de la Península; y como en estos ramos siempre había tenido gran parte la Audiencia, pronto empezaron las quejas y representaciones al rey, pintando{406} al marqués con los colores más odiosos, y amenazando con una revolución más violenta que la que pocos años antes había angustiado á la Nueva-España, en tiempo del marqués de Gelves. Los resortes que el virrey puso en movimiento debieron de ser muy poderosos, puesto que inutilizaron los efectos de las cuantiosas sumas de dinero que envió á Madrid la Audiencia, y consiguieron que Felipe IV aprobase la conducta del virrey y confirmase á D. Juan Manuel en el goce de sus nuevas concesiones. Por este tiempo llegó á México la noticia de las victorias obtenidas en Francia por el ejército español á las órdenes del príncipe de Saboya, que penetró hasta la ciudad de Pontoise y puso en la mayor consternacion á la capital de aquel reino. En el mismo buque que trajo estas nuevas, plausibles entonces para los habitantes de México, llegó á Veracruz una señora española llamada D.ª Ana Porcel de Velasco, viuda de un oficial superior de marina, de muy ilustre nacimiento y de singular hermosura, á quien un encadenamiento de desgracias había puesto en la necesidad de venir á implorar el amparo del virrey, que en tiempos más felices para ella la había distinguido en la corte, y aun le había dedicado algunos obsequios amorosos. Luego que el marqués supo la llegada de esa señora, manifestó á D. Juan Manuel el placer que tendría en alojarla en México de un{407} modo correspondiente á su clase y al punto D. Juan, deseando corresponder á esta confianza, ofreció sus servicios al Virrey, y no sólamente le cedió la casa que entonces habitaba, sino que costeó con espléndida profusión todos los gastos que hizo Dª. Ana en su viaje desde Veracruz hasta la capital. Ignóranse los acontecimientos que mediaron desde esta época hasta que se supieron en México las noticias del levantamiento de Cataluña; pero según se ve, sirvió este suceso de pretexto á las autoridades de México para ejercer terribles venganzas. La Audiencia, que desde la revolución del marqués de Gelves había permanecido contraria á los Virreyes, no fué la que menos se aprovechó de esta circunstancia, y á fuerza de buscar la ocasión de humillar al Virrey y de perjudicar á Don Juan Manuel, debió de hallarla, puesto que á fines del año 1640 permanecía este preso en la cárcel pública, en virtud de mandamiento del alcalde del crimen D. Francisco Vélez de Pereira. D. Juan Manuel sufría tranquilamente su prisión, esperando un cambio de fortuna, cuando supo que el mismo alcalde visitaba á su esposa con más frecuencia de la que exigía la urbanidad ó el deseo de ser útil. Hallábase igualmente preso en la cárcel, y por el mismo motivo un caballero muy rico llamado D. Prudencio de Armendia, que había sido traído á México desde Orizaba, en donde{408} poseía inmensos bienes, y en donde el rigor de que había usado al desempeñar varios cargos públicos le había proporcionado la enemistad y el odio de todos los que aspiraban á vivir sin freno y á costa de las turbulencias públicas. Este sugeto que era corresponsal de D. Juan Manuel, y de quien se había valido este último para arreglar el viaje de D.ª Ana Porcel de Velasco, halló el modo de facilitar á su amigo el medio de salir de la cárcel y de poder examinar por sí mismo la conducta de su mujer. D. Juan Manuel salió varias noches, y en una de ellas dió muerte al alcalde D. Francisco Vélez de Pereira, casi en los brazos de la adúltera esposa. Fácilmente pueden inferirse las consecuencias que debió tener este acontecimiento. El Virrey dobló sus esfuerzos por salvar á D. Juan Manuel; la Audiencia por su parte no se atrevía á manifestar al público los pormenores del delito, y ya empezaba á creerse que Don Juan Manuel saldría victorioso, cuando repentinamente amaneció su cadáver suspendido en la horca pública, un día del mes de Octubre de 1641; suceso digno de la sombría y misteriosa política de aquellos tiempos...... La calle en que acaeció la muerte del alcalde es la misma que hoy se llama de D. Juan Manuel, tanto por vivir éste en ella, como por haber construído la mayor parte de las casas que la formaban; así es que entonces tenía el nombre de calle{409} Nueva, y era una de las extremidades de la ciudad, pues concluía el caserío de aquel lado poco más allá del hospital de Jesús.
—¡Qué reflexiones me inspira todo lo que acaba Ud. de referirme!—dijo mi amigo lanzando un suspiro de aquellos que acostumbraba.
—Pues aun hay más, le contesté. Creo que la conducta de la mujer de D. Juan Manuel era en cierto modo disculpable, porque, á lo que parece, su debilidad fué el precio que puso el alcalde á la libertad de D. Juan......
—Lo creo así, y vea Ud. la razón por que no se atrevieron los oidores á quitarle la vida públicamente...... Y luego era preciso inventar lo del diablo, y lo de la horca, y hacérselo tragar al pobre pueblo...... ¡Ah, qué tiempos!!!
—Yo le aseguro á Ud. que desde hoy no vuelvo á entrar en mi casa sin acordarme de D. Juan Manuel, y dar mil gracias á mi barbero.
—Pues yo desde hoy miraré esa calle con toda la veneración que se debe á un monumento que nos recuerda los progresos de la ilustración del siglo en que hemos nacido.
El mes de mayo de 1683 fué de una gran agitación en México. La capital de la colonia, de ordinario tan tranquila y pacífica, había cambiado repentinamente de situación, y á la monótona quietud de otros días había sucedido una especie de movimiento febril, una animación extraordinaria y una conmoción verdadera en todas las clases de la sociedad.
Era que los piratas habían desembarcado en la nueva Veracruz, y los piratas eran enemigos terribles para las colonias españolas.
Casi á mediados del siglo XVII se turbó repentinamente la tranquila posesión que tenían los españoles en las islas del mar de las Antillas y en las costas de la tierra firme; el comercio se interrumpió, y las flotas que de la América salían para Europa, cargadas de tesoros ó ricas mercancías, necesitaban ir custodiadas por navíos de guerra, so pena de caer{411} en manos de los piratas, y aun esta prevención fué inútil algunas veces, porque los piratas atacaron y vencieron á los almirantes españoles, como habían vencido á los gobernadores de las ciudades y de las fortalezas.
El mar de las Antillas, el seno mexicano y el golfo de Darien estaban constantemente cruzados por piratas, cuyas hazañas eran el asombro de los marinos del rey de España, y el dominio de aquellos mares perteneció sucesivamente á Mansveld, á Juan Morgan, á Lelonois, á Juan Darien, á Lorencillo, á Juan Chaquez, á Nicolás de Agramont, hombres todos de un valor, una audacia y una sagacidad sin ejemplo.
Los piratas no se contentaban con apresar los buques mercantes, atacaban á los de guerra, y hacían desembarcos con el objeto de saquear ciudades de importancia.
Casi siempre salieron triunfantes en sus empresas, y se hicieron sucesivamente dueños de Puerto-Príncipe, de Maracaibo, de Porto-Bello, de Veracruz, de Tampico y de otras ciudades de las islas y tierra firme.
Por esto se conmovió la población de México cuando el viernes 21 de mayo de 1683, á las tres de la tarde, se publicó un bando en el que prevenía el Virrey que en el término de dos horas se presentaran á tomar las armas todos los hombres que tuvieran desde quince hasta sesenta años de edad.{412}
Las noticias de Veracruz no podían ser más alarmantes; los piratas, acaudillados, según se decía, por Juan Chaquez y por el famoso mulato Lorencillo, habían desembarcado en número de ocho mil hombres, y se temía como seguro que se internasen en la tierra.
El Virrey y la Audiencia desplegaron entonces tanta energía y actividad, que al día siguiente, es decir, el sábado 22, estaban ya formadas las compañías de infantería y caballería, y salían para Veracruz con gente armada los oidores D. Frutos Delgado y D. Martín de Solís.
Sin embargo, en medio de la terrible alarma que produjeron en la ciudad estas nuevas, corría una noticia entre el pueblo, que no dejaba de ser de grande interés, sobre todo para el Virrey y para la Audiencia.
Esta noticia era que poco antes de la llegada de los piratas á Veracruz, había desembarcado allí Don Antonio de Benavides, Marqués de San Vicente, Mariscal de campo, castellano de Acapulco, etc., nombrado visitador del reino por Su Majestad.
El Marqués de San Vicente se puso en marcha inmediatamente para México, y como en los pueblos de su tránsito eran conocidos sus títulos y su investidura de visitador, á porfía{413} y en todas partes se le asistía y obsequiaba espléndidamente.
La colonia, á pesar de su aparente sumisión y fidelidad, aborrecía á sus opresores, y siempre los criollos, como llamaban los españoles á los mexicanos, veían con una especie de placer la aparición de un visitador que venía á residenciar á los señores que en nombre del rey mandaban en la Nueva España.
Los oidores y los virreyes recibían por su parte la noticia de la llegada de un visitador como el anuncio de una calamidad, y mal disimulaban en los festejos de su recepción la ira y el despecho que ardía en sus corazones.
La venida, pues, de Don Antonio de Benavides causó grandísima impresión, y más de dos corazones latieron de placer y más de un rostro palideció.
El vulgo comentó á su modo, lo mismo que los oidores murmuraron á sus solas; aquél se preparó á divertirse con la lucha que iban á emprender sus amos, y éstos se dispusieron á combatir y á poner en juego sus intrigas.
Entretanto, seguía armándose en México gente para salir en busca de los piratas á la Veracruz.
Había ya batallones de españoles, de criollos, de negros y de mulatos; los soldados se habían filiado por castas como se acostumbraba en aquella época, y se habían nombrado capitanes.{414}
El conde de Santiago fué electo maestre de campo de aquel improvisado ejército.
Después de los oidores Delgado y Solís, el maestre de campo salió de la ciudad llevando más de dos mil hombres y cuatro carros de equipaje, y por capitanes de sus compañías á Miguel de Vera, al mariscal de Castilla Don Teobaldo de Gorraes, al tesorero de la casa de moneda Don Francisco de Medina Picazo, á Domingo de Cantabrama, á Juan de Dios y á Domingo de Larrea.
Pero estas tropas iban con demasiada lentitud para la actividad de los piratas, y apenas se habían alejado dos ó tres jornadas de México, cuando ya había llegado á la capital la noticia del saqueo de Veracruz y la retirada de Lorencillo.
Casi al mismo tiempo que se supo en México la retirada de los piratas, se esparció la noticia de que por orden de la Audiencia había sido preso en Puebla el visitador D. Antonio de Benavides.
¿Qué causas habían movido á la Audiencia para dar este paso? todo el mundo lo ignoraba y á todos causaba esto un verdadero asombro.
La prisión de un visitador era en aquellos tiempos un atentado grande, un hecho tan escandaloso{415} y de tan grave trascendencia, que se consideraba como ahora entre nosotros puede considerarse un golpe de Estado.
El visitador, investido con las facultades del soberano, representando su persona, era sagrado, inviolable, y poner mano en él, equivalía á un sacrilegio, casi era un delito de lesa majestad.
El público comentaba así la prisión de D. Antonio de Benavides y había quienes muy por lo bajo murmuraban que el Virrey y la Audiencia pretendían alzarse con el reino, y lo que era natural, unos se ponían del lado de Benavides y otros ensalzaban las disposiciones del Virrey.
Ni unos ni otros tenían en qué fundarse; pero como en toda división política, más parte tenían los afectos que las razones.
La efervescencia pública llegó á su colmo el viernes 4 de junio, porque desde el medio día se supo que en aquella noche debía «entrar D. Antonio de Benavides á México.»
Tanto se había hablado de Benavides, tan misteriosa había sido su conducta, y tan impenetrables la misión que traía y la causa de su prisión, que la gente comenzó á llamarle el Tapado, y este sobrenombre se popularizó tanto y con tanta rapidez, que la noche del día 4 de junio multitud de curiosos se dirigían á las calles del Reloj, y entre todos ellos{416} no se oía hablar de otra cosa que del Tapado, que debía de llegar en aquella misma noche.
Mucho se hizo esperar aquella entrada para la multitud que impaciente aguardaba desde las oraciones de la noche, y sin embargo, nadie se retiraba, y por el contrario más y más personas iban llegando allí atraídas por la curiosidad; tanto interés causaba aquel personaje.
Por fin, después de las nueve de la noche, como eléctricamente circuló esta voz:
—Ahí viene.
Las gentes se apiñaban, los de la primera línea luchaban por no perder el puesto, los de atrás intentaban pasar adelante, todos abrían desmesuradamente los ojos, todos alargaban el cuello, todos se ponían sobre la punta de los pies.
Diligencias inútiles; nadie, á pesar de la claridad de la luna, pudo ver otra cosa que un hombre embozado en una gran capa negra, que caminaba montado en una mula y en medio de un grupo de alguaciles á caballo.
Ese hombre era el Tapado.
Don Antonio de Benavides fué encerrado en un calabozo, y el día 10 de junio le tomaron su primera declaración y se le consignó á la sala del crimen para que le juzgase.{417}
En vano se procuró obtener de él una contestación que diese alguna luz sobre sus antecedentes, sobre su misión, sobre el objeto que le traía á la Nueva España; los esfuerzos de los oidores se estrellaron contra la fría reserva de aquel extraño y misterioso personaje, á quien no arredraban ni los tormentos ni la muerte, y á quien no ablandaban promesas ni ofrecimientos.
Con una serenidad increíble, con una sangre fría que espantaba á sus mismos jueces, Benavides contestaba á las preguntas, ya con una sátira, ya con una sonrisa de desprecio, ya con palabras duras que demostraban que aquel hombre tenía una energía salvaje y una voluntad indomable.
Entonces los oidores desesperaron y el Virrey tomó cartas en el asunto, y creyó ser más feliz en sus tentativas que la Audiencia.
Gobernaba entonces en México el Excmo. Sr. D. Tomás Antonio Manríquez de la Cerda, marqués de la Laguna y conde de Paredes, vigésimo octavo Virrey, y que había tomado posesión del gobierno en 30 de noviembre de 1680, y á su prudencia y sabiduría confiaron los oidores el desempeño de una empresa en la que ellos habían comenzado con tan poco éxito.
El viernes 11 de junio el Virrey bajó al calabozo de Benavides y se encerró con él.
Los pajes de S. E. y los caballeros que le{418} acompañaban quedaron en la puerta esperando el resultado de aquella conversación.
La curiosidad de todos aquellos hombres era terrible, y hacíanse allí comentarios á cual más absurdos, y se cruzaban apuestas acerca del éxito que tendría la visita del Virrey al Tapado, y se acaloraban las disputas, y los ánimos se exaltaban fácilmente en la discusión, pero nada de cierto podía decirse.
Entretanto, la conferencia se prolongaba, y los de afuera con el pretexto de cuidar al Virrey comenzaron á tomarse algunas libertades que ninguno desaprobaba, deseando, como todos estaban, saber algo.
El más audaz se acercó cautelosamente á la puerta caminando sobre la punta de los pies, quitóse el sombrero, apoyó sus manos sobre sus rodillas, inclinóse hacia adelante y aplicó el oído á la cerradura, teniendo en sus ojos esa mirada fija y perdida del hombre que reconcentra toda su atención para escuchar mejor.
Los demás guardaban el más profundo silencio mirando ávidamente el rostro del que escuchaba y procurando adivinar por los movimientos de su rostro sus sensaciones para inferir de allí lo que estaba oyendo.
Pero aquel hombre permaneció inmóvil por largo rato, y al fin se separó de la puerta con el rostro sereno.{419}
—¿Qué hay?—preguntáronle todos en voz baja y casi simultáneamente.
—Nada—contestó moviendo la cabeza con cierta especie de disgusto—nada, murmullos incomprensibles...... el aire que zumba......
De buena gana muchos habrían abierto la puerta con cualquier pretexto y entrado al calabozo, pero el respeto que tenían al Virrey no se los permitía.
Por fin, después de cuatro horas aquella puerta se abrió, y el marqués de la Laguna, pálido y sombrío, salió del calabozo del Tapado.
Aquella conversación debía haberle afectado profundamente, porque sin hablar una sola palabra á los que le esperaban, con el entrecejo tenazmente fruncido y con la frente húmeda de sudor, tomó el camino de sus habitaciones, atravesando la cárcel y los corredores de palacio sin contestar á los ceremoniosos saludos que le dirigían los que á su paso le encontraban.
La curiosidad de sus acompañantes creció con la misteriosa conducta del Virrey.
¿Qué había pasado en aquella conferencia? ¿Qué pudo decir el preso al poderoso marqués de la Laguna, que tendió sobre su frente aquella nube sombría?
Dios, el Virrey y el Tapado lo supieron no más, y aquel fué siempre uno de los impenetrables misterios en esta causa.{420}
El Virrey se encerró en su estancia, y nadie le pudo hablar hasta el siguiente día.
La Audiencia volvió á encargarse del Tapado.
En aquellos tiempos desgraciados la confesión se arrancaba á los acusados por medio del tormento, y como los oidores nada habían podido saber de Benavides, determinaron darle tormento.
El Tapado no era un hombre á quien arredraban el potro ni la garrucha; pero seguramente tenía la convicción de que la muerte era preferible al tormento, y pensó en el suicidio.
Una mañana el carcelero entró al calabozo del Tapado y se encontró con que, contra su costumbre, el preso estaba aún en su cama.
El carcelero creyó al principio que se habría dormido; acercóse á él y oyó que su respiración fatigosa era más bien el estertor de un agonizante.
—¡Este hombre está enfermo!—exclamó acercándose más y mirándole el rostro.
—¡Se ahoga!—dijo espantado mirando que el Tapado tenía el rostro cárdeno y que sus ojos parecían querer saltarse de las órbitas.
El asustado carcelero apartó violentamente la ropa de la cama que cubría el pecho de Benavides y lanzó un grito.{421}
—¡Se está ahorcando este mal cristiano; Dios se lo perdone!
En efecto, Benavides había hecho un dogal con un pañuelo, y tiraba de ambas puntas desesperadamente.
El carcelero se arrojó sobre él, le quitó el pañuelo de las manos y luego se lo arrancó del cuello.
Ya era tiempo, un minuto más y D. Antonio hubiera dejado de existir.
Llegaron entonces otros dependientes de la prisión, atraídos por los gritos, y comenzaron á auxiliar al Tapado hasta hacerle volver en sí.
—¡Bravo susto nos habéis dado!—le dijo el carcelero—por poco os matais; tened entendido que me debéis la vida.
—Dios te lo perdone—contestó el Tapado—bien cruel ha sido tu caridad.
Y después de esto volvió á su tenaz silencio.
La noticia del suceso llegó á la Audiencia, y los oidores, temerosos de que otra vez fuese más afortunado en su tentativa, determinaron practicar cuanto antes las diligencias del tormento.
¿Para qué describir lo que pasó en aquella bárbara ejecución? Los tormentos de la justicia ordinaria eran los mismos que usaba el santo Tribunal de la Inquisición, y sobre poco más ó menos igual el modo de aplicarlos, y semejantes las fórmulas del interrogatorio y de las moniciones.{422}
Los lectores del Libro Rojo conocen ya demasiado estas bárbaras prácticas, que por fortuna de la humanidad han pasado ya para siempre.
Benavides sufría el tormento con una energía y presencia de ánimo que no se desmentía ni por un solo instante, y nada supieron los oidores de nuevo, y el dolor no arrancó al Tapado la confesión más insignificante.
Y sin embargo, espantoso debió haber sido el sufrimiento de aquel hombre, porque si la fortaleza de su alma venció al dolor, su cuerpo no pudo resistir tan duro tratamiento: nada confesó; pero al día siguiente todo México sabía que iban á sacramentar al Tapado que estaba moribundo á consecuencia del martirio que le habían hecho sufrir los señores de la Sala del Crimen.
El Virrey nada decía de todo esto, parecía haberse olvidado completamente de D. Antonio de Benavides, y se ocupaba sólo de los festejos que debían hacerse con motivo del bautismo de un hijo suyo que había nacido cinco ó seis días antes del en que dieron tormento al Tapado.
«Miércoles 14 de julio de 1683», dice el Lic. D. Antonio de Robles en su diario, de donde hemos tomado estos datos, «día de San{423} Buenaventura fué el bautismo del hijo del Virrey, á las once y media; lleváronle en silla de manos la aya: bautizóle el señor arzobispo en la pila de San Felipe de Jesús; pusiéronle José María Francisco omnium Sanctorum; asistió la real Audiencia en la catedral, en la nave del altar del Perdón, y todas las religiones; marcharon todas las compañías é hicieron salvas generales; túvole de padrino Fray Juan de la Concepción, donado de San Francisco que S. E. trajo de España; acabóse la función á la una; en la marcha anduvo el conde de Santiago, de maestre de campo, á caballo.
«En la noche se quemaron delante de palacio doce invenciones de fuego grandes; hubo mucho concurso.
«Cenaron en palacio esta noche los tribunales de Audiencia.»
Aquel día, pues, era todo de fiestas y de regocijo en la corte del Virrey, el palacio estaba iluminado profusamente, damas y caballeros atravesaban los corredores y se reunían en las estancias, ó se asomaban á los balcones para divertirse con los fuegos, las ricas carrozas cruzaban la plaza mayor en todas direcciones, y una muchedumbre alegre y bulliciosa se apiñaba delante de la habitación del Virrey escuchando las músicas de las serenatas y confundiendo sus gritos con el estallido de los petardos.{424}
Y en aquellos mismos momentos, en el edificio del palacio, en uno de los más oscuros y tristes calabozos de la cárcel de corte, un humilde sacerdote, acompañado nada más de algunos devotos, administraba el sacramento de la Extrema Unción al misterioso marqués de San Vicente, al visitador D. Antonio de Benavides.
El sacerdote murmuraba devotamente sus fervorosas oraciones en aquel apartado calabozo, en medio de un silencio que no interrumpían allí más que los débiles gemidos del moribundo y el chasquido triste de las hachas de cera con que alumbraban los asistentes, pero que formaba un pavoroso contraste con los perdidos ecos de las músicas y de los gritos de la multitud que gozaba.
Don Antonio de Benavides recibió los últimos sacramentos y dió al cura mil pesos de manípulo, que el cura se negó á aceptar, y que el Virrey mandó después que se aplicaran á la compra de un palio para el Santísimo.
La historia del Tapado ofrece á cada momento incidentes que sólo sirven para aumentar más y más el misterio que envuelve siempre á este célebre personaje, y que nos inducen á formar mil conjeturas.
En efecto, ¿qué puede pensarse de un hombre sobre quien la justicia había ejercido tan rudamente su poder, que estaba moribundo{425} á consecuencia del tormento, olvidado en un calabozo, en una ciudad y en un reino al que llegaba por la primera vez, y que hacía tan fácilmente un regalo de esa clase á la Iglesia, sin tener bienes conocidos de ninguna clase, ni relaciones aparentes con ninguna persona de la colonia?
Dar, no mil sino cincuenta ó cien mil pesos á la Iglesia, era una cosa usada y muy sencilla para cualquiera de los ricos colonos de la Nueva España; pero el preso, infeliz y desvalido, regalando mil, esto es una cosa en verdad llena de misterio.
Un año se pasó, y en México se olvidaron casi de Benavides, que restablecido de su peligrosa enfermedad seguía siendo juzgado por la Audiencia.
Pero el lunes 10 de julio de 1684 se supo que el Tapado había sido condenado á muerte, y que había sido puesto ya en capilla, y como una ejecución de justicia era en aquellos tiempos un espectáculo público muy concurrido, todos comenzaron á disponerse para asistir á esta que, según las leyes y la práctica, debía verificarse tres días después, es decir, el miércoles 14.
En efecto así aconteció; Benavides pasó en la capilla esos tres días de agonía, que son el{426} más terrible de los castigos, y durante ellos hizo llamar á Castillo, el secretario del Virrey, para hacerle una revelación: ¿qué le dijo? jamás se supo.
Amaneció por fin el día 14; la Plaza de Armas y las calles cercanas se llenaron de curiosos, las gentes coronaron las azoteas, y el sol puro y brillante en medio de un cielo limpio y sereno, alumbró con sus ardientes rayos una muchedumbre ansiosa de contemplar el suplicio de un hombre que ningún mal le había hecho y á quien solo de nombre conocía.
Don Antonio de Benavides, con el pecho cubierto de escapularios, sin sombrero, vestido de negro y caballero en una mula salió de la cárcel rodeado de soldados, llevando á su lado dos sacerdotes que le animaban á morir cristianamente.
La fúnebre comitiva hizo aquella especie de paseo que se acostumbraba hacer con los reos, y en cada esquina el pregonero con voz atronadora publicaba el nombre del ajusticiado, su crimen y la pena que iba á sufrir.
Así llegaron hasta la horca que estaba en el centro de la plaza. Benavides fué bajado de la mula, el verdugo pasó el dogal alrededor de su cuello, los sacerdotes redoblaron sus fervorosas oraciones.—¡Jesús te acompañe!—murmuró la multitud, y...... D. Antonio de Benavides, marqués de San Vicente, visitador, mariscal de campo y castellano de{427} Acapulco, no era ya más que un cadáver que se mecía en la horca.
Después de esto, los sacerdotes se retiraron y los verdugos descolgaron el cadáver, y conforme á la sentencia le cortaron las manos y la cabeza: una mano se clavó en la horca, y la otra y la cabeza fueron enviadas á Puebla.
En estos momentos, cuando en la plaza resonaban los martillazos del verdugo que enclavaba en la horca la mano, el sol que había ido palideciendo se eclipsó totalmente, la muchedumbre, impresionada con el espectáculo, sintió un terror supersticioso al ver que el sol se obscurecía, y huyó despavorida en todas direcciones.
Un momento después la gran plaza estaba desierta.
El más impenetrable misterio vela toda esta historia. ¿Quién era el Tapado? ¿á qué vino á México? ¿qué habló con el virrey? Nadie lo supo. Quizá algún día el casual encuentro de algún ignorado expediente, en México ó en España, arroje la luz sobre este, hasta hoy, sombrío episodio de nuestra historia colonial.
Vicente Riva Palacio.
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NOTAS:
[1] La narración de los últimos días de este infortunado monarca, se refiere en este artículo enteramente ajustada á las historias y crónicas antiguas.
[2] La aparición de este cometa que tanto miedo causó á los mexicanos, parece que es la que señala Arago en su Catálogo en el año de 1514.
[3] Historia de las Indias de N. España por Fr. Diego Durán, publicada por D. José Fernando Ramírez.
[4] Fr. Diego Durán.
[5] Torquemada.—Monarquía Indiana.
[6] Prescott.—Historia de la Conquista.
[7] Prescott.—Historia de la Conquista.
[8] Se ha adoptado para finalizar este escrito la tradición más probable de la muerte de Moctezuma, y puede verse en el tomo 10.º del Boletín de Geografía y Estadística la disquisición histórica hecha por el Sr. D. Fernando Ramírez.
[9] Fr. Diego Durán.
[10] Prescott, Historia de México; Gomara, Ixtlilxochil, Herrera, Camargo.
[11] Torquemada y Sahagun.
[12] Actas del Ayuntamiento de México.—Año de 1525. Alamán.—Cabo.
[13] Los datos están tomados de Torquemada, el padre Cabo, y especialmente de la curiosa noticia histórica escrita por D. Manuel Orozco y Berra. Algunos de los pormenores se encuentran esparcidos en las crónicas antiguas de los conventos; así, en estos estudios no hacemos sino animar á los personajes y ponerlos por un instante de bulto ante el lector, pero conservando en todo la verdad histórica.
[14] Alamán, Disertaciones.—Prescott, Historia de la conquista de Nueva España.
[15] Cabo, Los tres siglos.—Mota Padilla, Conquista de la Nueva Galicia.—M. S. citado por el Sr. García Icazbalceta en su articulo «Alvarado.»—Diccionario de historia y geografía.
[16] Este cometa es sin duda el mismo que registra Arago en su catálogo bajo el número 32, y que fué observado en 1577 por Tycho-Brahe, y calculado por Halley y Woldsted.
[17] Cabo, Los tres siglos de México, libro 5.—Torquemada, pár. 6, cap. 23.
[18] Cabo, Los tres siglos. Dávila Padilla, Historia de los dominicanos. Sahagún, Historia de Nueva España.
[19] Cabo, Los Tres Siglos.
[20] Cabo.—Torquemada.—Vetancourt.
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It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need, are critical to reaching Project Gutenberg-tm's goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation web page at http://www.pglaf.org. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at http://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email [email protected]. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation's web site and official page at http://pglaf.org For additional contact information: Dr. Gregory B. Newby Chief Executive and Director [email protected] Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide spread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. 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Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: http://www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.