Nota del Transcriptor:
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PIO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
El aprendiz de conspirador.
El escuadrón del Brigante.
Los caminos del mundo.
Con la pluma y con el sable.
Los recursos de la astucia.
La ruta del aventurero.
La veleta de Gastizar.
Los caudillos de 1830.
La Isabelina.
Los contrastes de la vida.
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
El aprendiz de conspirador
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PARA TODOS LOS PAÍSES
COPYRIGHT BY
RAFAEL CARO RAGGIO
1920
Establecimiento tipográfico de Rafael Caro Raggio.
PIO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
NOVELA
RAFAEL CARO RAGGIO
EDITOR
VENTURA RODRÍGUEZ, 18
MADRID
LAS RECOMENDACIONES DE MI TÍA ÚRSULA
Varias veces mi tía Úrsula me habló de un pariente nuestro, intrigante y conspirador, enredador y libelista.
Mi tía Úrsula, cuya idea acerca de la Historia era un tanto caprichosa, afirmaba que nuestro pariente había figurado en muchos enredos políticos, afirmación un tanto vaga, puesto que no sabía concretar en qué asuntos había intervenido, ni definir qué entendía por enredos políticos.
Yo supongo que para mi tía Úrsula, tan enredo político era la Revolución francesa como la riña de dos aldeanos borrachos a la puerta de una taberna, un día de mercado.
Aseguraba siempre mi tía, con gran convicción, que nuestro pariente era hombre de talento, despejado, esta era su palabra favorita, de mala intención, astuto y maquiavélico como pocos.
Yo, que he tenido la preocupación de pensar en el presente y en el porvenir más que en el pasado, cosa absurda en España, en donde, por ahora, lo que menos hay es presente y porvenir, oía con indiferencia estos relatos de cosas viejas que, por mi tendencia antihistórica y antiliteraria, o por incapacidad mental, no me interesaban.
Hace unos años, pocos días después de la muerte[12] del ex ministro don Pedro de Leguía y Gaztulumendi, a quien se le conocía en el pueblo por Leguía Zarra, Leguía el viejo, una mañana, mi tía Úrsula, que venía de la iglesia, vestida de la cabeza hasta los pies de negro, con una cerilla enroscada, un rosario y el libro de misa en la mano, se me acercó con apresuramiento:
—Oye, Shanti—me dijo.
—¿Qué hay?
—Sabes que Leguía Zarra ha dejado muchos papeles al morir.
—No sabía nada.
—Pues entre estos papeles están las Memorias de nuestro pariente Eugenio de Aviraneta. Pídeselas a la Joshepa Iñashi, la Cerora, que se ha quedado con las llaves de la casa, y te las dará, porque sabe dónde están.
—Bueno; ya se las pediré—repuse yo, con la indiferencia de un hombre a quien no preocupa la Historia.
—Debías ver esos papeles—siguió diciendo mi tía—, y hasta publicarlos.
—Yo no soy editor.
—¿Qué importa? Publica las Memorias como si las hubieras encontrado o como si las hubieras escrito tú. Leguía no se ha de quejar.
—¡Ah! ¡Claro! Por ahora, al menos, en la vida real no hay la costumbre de quejarse desde la tumba, y creo que Leguía no será una excepción a la regla.
—Pues yo no tendría escrúpulo ninguno.
—Tú, no; pero yo, sí. Cada cual tiene sus incompatibilidades. Tú no irías ahora por la calle con una flor en el pelo, y, sin embargo, yo la llevaría sin ninguna molestia.
—Siempre estás con esas necedades—dijo Dama Úrsula, que pensaba que mi ejemplo de la flor en el pelo era una alusión a sus postizos.
—No, no son necedades—repliqué yo—. El no querer aprovecharse del trabajo de los demás es una obligación. Yo no quiero ser como el grajo de la fábula, que se adornaba con plumas ajenas. Además, no sé si Leguía era un buen prosista. No vaya a desacreditarme.
—¡Desacreditarte!
Esta exclamación me mortificó. Comprendí que Dama Úrsula había hablado con el vicario, que es tradicionalista y buen gramático, según asegura el secretario del Ayuntamiento, y dice a todo el mundo que yo, no sólo no soy un prosista castizo de la vieja cepa castellana, sino que mi prosa parece traducida del vascuence.
Mi tía, además de dudar, como el vicario, de la pureza de mi prosa, dudaba de la pureza de mis intenciones con relación a lo ajeno.
Para incomodarla un poco, Dama Úrsula tenía la chifladura de los parentescos, le dije que guardaba mis dudas acerca de que Aviraneta fuera, en realidad, pariente nuestro.
—¡Pues no había de ser!—exclamó—. Era primo hermano de don Lorenzo de Alzate y de tu bisabuela, que era hermana de don Lorenzo. Ahora se puede decir esto claramente.
—¿Y antes no? ¿Por qué?
—Porque Aviraneta tenía una fama malísima; todo el mundo decía que era un ateo, un masón, y muchos aseguraban que era un canalla que había pertenecido a la Policía.
Esto de hacer sinónimo canalla y policía me pa[14]reció una prueba de buen sentido de mi tía Dama Úrsula.
—¿Y qué hizo, en resumen, ese Aviraneta?—pregunté yo.
—Debió de hacer muchas trastadas. Por eso me gustaría ver esas Memorias.
—¿Y por qué no las lees?—dije yo.
—Es que están escritas con una letra malísima, con abreviaturas, y no puedo entender bien lo que dice.
—¿Y quieres que yo descifre el manuscrito? ¿Por eso me aconsejas que lo publique? ¡Qué graciosa!
—A ti no te costará nada el leerlo ni el publicarlo.
—El leerlo, el mismo trabajo que a ti, y el publicarlo con mi firma puede costarme un fracaso literario.
—¡Qué tontería! ¿Por qué?
—Pueden encontrar que es un libro malo, y no dar nadie fe a mis explicaciones; pueden creer que Leguía es un ser fantástico.
—¡Bah! De otros libros también te habrán dicho que son malos.
—No, no lo creas. Esas son voces que hace correr el vicario.
—Quizá digan que las Memorias de Aviraneta es lo mejor que has publicado.
Yo protesté de esta idea despectiva que, en general, suele tener la familia del talento literario de sus miembros. Realmente, se puede creer, sin dificultad, que un pariente sea un buen carpintero, un buen abogado, un buen médico; pero que sea un buen escritor, es cosa inaceptable, a no ser que se haya muerto hace bastantes años.
—No, no; si yo creo que eres un buen escritor—me[15] dijo Dama Úrsula, con su dejo de ironía—; por eso quisiera que publicaras tú esas Memorias.
—Pues yo no estoy decidido a firmar un libro que no he escrito.
—Pon algo de tu cosecha; inventa aventuras, otros personajes...
—Eso no es tan fácil.
—¡No ha de ser fácil! No digas tonterías... ¡Para un hombre tan despejado como tú! Conque ya sabes, si quieres le diré a la Joshepa Iñashi que te lleve los papeles de Leguía a tu casa.
—Bueno, está bien.
Se fué mi tía Úrsula, y al día siguiente se presentó la sacristana con tres cuadernos gruesos, de papel de hilo, atados con una cinta de color de ala de mosca.
No sé cuánto tiempo los tuve arrinconados, hasta que una vez, convaleciente del reúma, cogí el primer cuaderno y lo empecé a leer.
A veces el texto se interrumpía, y había intercalados en él recortes de periódicos, cartas y proclamas.
Me pareció, a pesar de mi tendencia antihistórica, que algunas cosas no dejaban de tener interés.
Sospechando si Leguía se habría dedicado a fantasear, intenté comprobar los datos y las fechas de sus cuadernos.
Consulté algunos libros grandes, por lo menos de tamaño, que se ocupan de historia de España, y, en general, encontré poca cosa de mi asunto.
El ver que en estas Memorias se transcriben páginas de folletos publicados por Aviraneta, y el ir comprobando otros detalles, me hizo creer en la autenticidad de la narración.
Me dirigí, buscando esclarecimiento, a dos o tres especialistas en historia de nuestras revueltas políticas, y me contestaron rotundamente que Aviraneta no aparecía en ellas hasta el año 33.
Sin embargo, yo lo había visto en la narración de Leguía peleando, a las órdenes del cura Merino, contra los franceses, desde 1809; en el año 21, ya como oficial, luchando contra el cura, su antiguo jefe, escribiendo en la misma época en El Espectador, el periódico de los masones, dirigido por don Evaristo San Miguel, y después trabajando con el general Empecinado, para salvar la Constitución, el año 23. Luego le había encontrado en Grecia, con lord Byron; en Méjico, en la expedición del general Barradas, y en 1830 a las órdenes de Mina.
Los acontecimientos de la vida de Aviraneta desde 1833 se encuentran en los libros viejos y en los periódicos de la época. La mayoría de los que hablan de él consideran a Aviraneta como un canalla y un traidor.
El famoso Aviraneta, el célebre Aviraneta, así le llaman los papeles de su tiempo, era un infame, un bandido, un miserable. ¿Por qué? Aviraneta era uno de esos hombres íntegros personalmente, que buscan los resultados sin preocuparse de los medios; Aviraneta era un político que creía que cada cosa tiene su[17] nombre, y que no hay que ocultar la verdad, ni siquiera aderezarla.
En las sociedades anémicas, débiles, no se vive con la realidad; se puede poner la mano en todo menos en los símbolos y en las formas. Así, los reyes y los conquistadores se han llegado a reir de lo humano y de lo divino; pero han tenido que respetar las ceremonias y los ritos. El cinismo contra el ceremonial es el que menos se perdona.
Aviraneta quiso ser un político realista en un país donde no se aceptaba más que al retórico y al orador. Quiso construir con hechos donde no se construía más que con tropos. Y fracasó.
Entre tanto charlatán hueco y sonoro como ha sido exaltado en la España del siglo xix, a Eugenio de Aviraneta, hombre valiente, patriota atrevido, liberal entusiasta, le tocó en suerte en su tiempo el desprecio, y después de su muerte, el olvido.
Si hoy pudiera enterarse de ello, probablemente no le preocuparía gran cosa. El vivió su época, con sus odios y sus cariños, con sus grandezas y sus ñoñerías, y vivió con intensidad. No debió dar gran importancia al mundo del pasado ni al mundo del porvenir...
Después de leer los cuadernos de Leguía y de orientarme un poco en la historia contemporánea española, ya algo encariñado con el tipo de Aviraneta, no sé si por razón de parentesco familiar y espiritual, o por verlo tan maltratado en algunos libros viejos, me determiné a publicar estas Memorias.
Llena los huecos que había dejado Leguía en su relato, ajusté la narración a un orden cronológico más riguroso, cambié el orden de los capítulos e intenté explicar los pasajes obscuros.
Ahora ya casi no sé lo que dictó Aviraneta, lo que escribió Leguía y lo que he añadido yo; los tres formamos una pequeña trinidad, única e indivisible. Los tres hemos colaborado en este libro: Aviraneta, contando su vida; don Pedro Leguía, escribiéndola, y yo, arreglando la obra al gusto moderno, quizá estropeándola.
Un filósofo que tenemos en el pueblo, José Antonio Iriberri, dice, y yo no sé de dónde lo ha sacado, que en la realización de las cosas hay tres períodos, que él llama hipóstasis: la idea, el ser y el llegar a ser.
En la realización de este libro, la idea ha sido Aviraneta; el hecho, Leguía, y el advenimiento, yo.
Ya concluído el trabajo, en pleno advenir, como diría Iriberri, mandé copiar las Memorias, y con la copia fuí a casa del editor.
Este, al ver, en la cubierta el nombre de Leguía, torció el gesto, creyó que era de un poeta modernista, y dijo que no le resultaba. Entonces yo, pensando en el deseo que tenía mi pobre Dama Úrsula de ver publicadas las Memorias éstas, decidí aparecer como autor, y para que no me remordiera del todo la conciencia, añadí al texto algunas digresiones, que no llamo ligeras, porque es posible que al lector le parezcan pesadas, con el objeto de darme cierto aire de hombre erudito y de lucir la vastedad de mis conocimientos históricos, filológicos, antropológicos y políticos.
Una mañana de invierno, un coche tirado por tres caballos pasó por en medio de Uzquiano, y sin detenerse siguió camino de Peñacerrada.
El coche había salido de Vitoria horas antes y llevaba tres viajeros: una muchachita vestida de blanco, talle alto, gabán, esclavina, gran sombrero pamela, de moda por los años 35 al 40; una criada vieja, de aspecto de dueña, enlutada, con peluca rojiza y toca blanca, y un hombre joven, alto, elegante, vestido de negro, con pantalón estrecho, entrabillado y sombrero de copa.
El coche era una pequeña berlina, con cuatro ruedas, desconchada y con los cristales rotos; los caballos, tres jacos escuálidos y de mal aspecto, marchaban al trote corto, al compás de los cascabeles de sus colleras. El cochero tenía que parar en todas las ventas del camino, a mirar los tiros, a arreglar una correa, a dar un encargo; pero la verdad[22] era que el motivo de sus paradas debía estar más relacionado con su capacidad interior que con el coche, porque al volver a montar en el pescante se limpiaba los labios con el dorso de la mano y parecía más animado y alegre.
El coche cruzó por cerca de Armentia, y al llegar a un ventorro del camino, avisados sin duda por los cascabeles de las caballerías, salieron al paso dos voluntarios realistas, haraposos, y un cabo de boína blanca. Mandó éste detenerse al cochero y pidió el pasaporte a los que iban en el interior de la berlina.
La muchacha mostró el suyo y el de la criada vieja; el joven elegante sacó sus papeles, y el cabo, al revisarlos, dijo que podían seguir. El cochero, sin duda, creyó que no debía desaprovechar esta parada, y en compañía de los tres soldados entró en la venta y volvió al poco rato al pescante.
La carretera, encharcada, llena de agujeros y de zanjas, estaba por aquella parte intransitable. El agua corría por encima de ella, formando arroyuelos, y los hierbajos brotaban entre las piedras.
El coche iba dando barquinazos en los montones de tierra y en los hoyos del camino, marchando en zig-zag de la cuneta de un lado a la de otro. Parecía que el alcohol que había ingerido el hombre del pescante iba llegando a las ruedas del vehículo. El cochero, poseído de una animación extraordinaria, cantaba jotas, azotaba a los pencos, y de vez en cuando miraba hacia el interior del carruaje y se reía.
—Este hombre está loco—exclamó la vieja.
—No; borracho nada más—repuso el joven elegante.
Varias veces se habían repetido los saltos y crujidos del vehículo en los zig-zag violentos que daba, cuando al llegar a poca distancia de Peñacerrada, cerca de una venta, uno de los ejes del coche saltó, dando un estallido y la caja del coche fué inclinándose rápidamente y hundiéndose entre las ruedas. El joven sacó la cabeza por la ventanilla y mandó al cochero que parase al instante.
El cochero tiró de las riendas; los caballos retrocedieron, y el coche fué a meterse en la cuneta y a dar un topetazo contra un talud de la carretera. El viajero abrió la portezuela y saltó al camino; luego ayudó a salir del interior a la niña y a la vieja.
—Este cochero es un salvaje—murmuró el joven elegante, y añadió—: ¿Qué vamos a hacer ahora?
El cochero contempló a los viajeros desde el pescante, sonriendo con su extraña sonrisa. Luego saltó a tierra, entró en la venta, pidió un vaso de vino, lo bebió de un trago, salió después y quedó contemplando el coche con una indiferencia notable.
—¿Esto no se podrá arreglar?—preguntó el joven al cochero.
—¿Esto?
—Sí.
—Yo, al menos, no sé arreglarlo.
—Ya lo veo. ¿Dónde ha aprendido usted el oficio de cochero?
—¿Por qué lo dice usted?
—¡Por qué lo voy a decir! Porque dirige usted muy bien.
—¡Qué vamos a hacer, Dios mío!—exclamó la vieja.
—Nos quedaremos aquí—contestó la muchacha.
—¡Parece mentira que digas esas tonterías, Corito! Parece mentira—replicó la vieja, con voz agria.
—¡Y qué le vamos a hacer! Yo no tengo la culpa.
—¿Qué pueblo es éste?—preguntó el joven al cochero, que se había sentado en un montón de piedras del camino, y parecía más dispuesto a dormirse que a otra cosa.
—¿Este pueblo?
—Sí. ¿Qué pueblo es?
—Peñacerrada... Buen pueblo de pesca.
Y como si el esfuerzo para decir esto le hubiese aniquilado, balbuceó algunas palabras ininteligibles, sonrió, inclinó la cabeza y se quedó completamente dormido.
Los tres viajeros avanzaron por la carretera hasta un estrecho camino que subía a Peñacerrada. Era una calzada sinuosa, entre dos paredes llenas de maleza; un verdadero río de fango y de inmundicias.
La muchachita y la vieja, horrorizadas, afirmaron que por allí no se podía pasar.
—Vamos a ver si hay algún camino más arriba—dijo el joven.
Siguieron por la carretera y a unos cien pasos se encontraron con otra calzada, igualmente estrecha y hundida, con las márgenes pobladas de zarzas, y el fondo lleno de lodo y de detritus; que echaba un olor pestilente.
La vieja y la niña encontraron que no se podía cruzar.
—Yo voy a subir al pueblo—dijo el joven—y volveré. Si hay posada donde pararnos, nos quedaremos aquí, y si no, ya veremos lo que se hace.
—Me parece bien—contestó la muchacha—; pero no vaya usted a pie por ahí; se va usted a poner perdido. Tome usted uno de los caballos del coche.
—Es verdad; eso haré.
El joven desenganchó uno de los caballos, montó en él y tomó el ronzal como brida.
—Me voy a hundir en esta alcantarilla maloliente—dijo después, con aire de indiferencia, dirigiéndose a la muchacha—; si hubiera que hundirse en el infierno, por usted lo haría lo mismo. Puede usted creerlo, Corito.
—Muchas gracias, señor Leguía—dijo la aludida, sonriendo.
El joven levantó su sombrero de copa y se inclinó finamente. Luego hizo avanzar al caballo por el camino; fué hundiéndose el animal, hasta dar con el vientre en el cieno, y siguió hacia adelante, chapoteando en aquella cloaca, hasta dar en una empalizada que cerraba la muralla.
Allí no se veía a nadie; pero se iba oyendo una voz de alguien que se acercaba y cantaba, en vascuence, con un aire que estaba muy en boga entre los carlistas, esta canción:
[26](El sargento, borracho, ha perdido la charretera; la chica le ha dado dinero, y ha comprado una nueva. ¡Ay, ay, muchacho, la boína roja!)
Pello no veía de dónde partía la voz; pero la canción en vascuence le indicaba que allí había un paisano, y contestó, cantando a media voz:
(Las chicas de Azpeitia, con mucha razón, no quieren bailar con los que llevan boína roja. ¡Ay, ay, muchacho, la boína roja!)
—¡Arrayua! ¿Quién canta en vascuence?—dijo la voz de un hombre que se asomó por encima de una tapia de piedras, con un fusil en la mano.
—Soy yo—dijo Pello.
—¡Usted!
—Sí, yo.
Y el centinela, porque debía ser centinela, se quedó asombrado al ver el talante de aquel lechuguino que se presentaba caballero en un jaco escuálido.
—¿Es usted vascongado?
—De Vera. ¿Y usted?
—Yo soy de Oyarzum. ¿Qué le trae a usted por aquí?
—¿Habrá posada en este pueblo?
¡Posada aquí!—exclamó el de Oyarzum, en el colmo del asombro—. Aquí no hay más que hambre.
—¿Pero se puede pasar, o no?
—Pase usted si quiere.
Leguía se acercó a la tapia; dejó el caballo atado a una rama, y saltó por encima de un obstáculo formado por palos y piedras. Salió a un callejón estrecho, cerrado entre dos casas por una pared de poca altura. Escaló ésta, y se encontró en una calleja en cuesta, sucia y desierta. No había un alma; sólo un campesino apareció, a medias, a la puerta de la casa; Leguía se acercó a él; pero el campesino, asustado, cerró la puerta.
Leguía llamó.
—¿Qué quiere usted?—dijeron de adentro.
—¿Dónde está la posada?
—¡La posada!—preguntó la voz con asombro.
—Sí; la posada.
—Ahí, en la plaza estaba.
Siguió Leguía por la callejuela a una plaza triste, mísera y llena de charcos. Los balcones y ventanas de las casas estaban cerradas con tablas y con paja; dominaba un silencio angustioso, sólo interrumpido por las ráfagas de viento, que hacían golpear la puerta de la iglesia en la apolillada jamba.
Leguía encontró la posada, o lo que había sido posada, y entró en ella. Pasó a un zaguán, obscuro y húmedo, que comunicaba con un patio pequeño, cubierto de estiércol. Una escalera, estrecha y negra, subía al piso principal. Leguía llamó, dió palmadas; no apareció nadie. Sólo un gato maullaba, desesperado.
De pronto, en el aire estalló el sonido estridente de una corneta. Leguía bajó al portal y vió un pelotón de soldados que desembocaba en la plaza.
Era una gente sucia, desarrapada, de malísimo aspecto; aquellos tipos no eran para inspirar confianza, ni mucho menos; Leguía, instintivamente, se retiró del portal. Vió cómo los soldados entraban en la iglesia, en donde debían tener su alojamiento.
Cuando la plaza quedó de nuevo desierta, Leguía salió de la posada, recorrió la callejuela y entró por el pasadizo entre dos casas por donde había venido, saltó por encima de la tapia y se encontró con el de Oyarzum.
—¿Qué, encontró usted posada?—le preguntó el paisano.
—No; me marcho.
Leguía dió al de Oyarzum la única peseta que tenía en el bolsillo, cogió el caballo, montó en él, y por el fangal del camino salió de nuevo a la carretera, tan elegante y tan pulcro como había entrado.
—¿Podemos ir?—preguntaron la muchacha y la vieja, al mismo tiempo, al ver a Leguía.
—No, no. Imposible. Es un lugar infecto, sucio, negro, con carlistas desarrapados. Creo que lo mejor es largarse de aquí cuanto antes.
—Nada, vamos a Laguardia—dijo la muchacha.
—Nos vamos a perder en el monte, ¡Dios mío!—exclamó la vieja.
—Creo que no hay más que seguir la carretera—repuso Leguía—. ¡Si el cochero nos dejase los tres caballos!
—Está ahí dormido; no hay manera de despertarlo—dijo la muchacha.
—¿No? Pues mejor. Nos llevaremos los caballos[29] sin decirle nada. Al fin y al cabo, él tiene la culpa de todo. Lo que necesitaríamos sería algo para comer en el camino.
—Pues compre usted aquí en la venta lo que haya.
—El caso es...
—¿Qué?
—Que creo que no tengo un cuarto.
—La muchacha tendió el portamonedas al joven, que entró en la venta, y salió poco después con un gran trozo de pan, queso y una bota de vino.
—¿Sabe usted montar, Corito?—dijo Leguía.
—No; pero creo que no me caeré.
—Yo iré a su lado. ¿Y la señora Magdalena?
—Esa está acostumbrada a andar a caballo.
Leguía improvisó unas monturas con la manta del cochero y ayudó a subir a Corito y a la vieja sobre los jacos; luego montó él, y comenzaron los tres a subir, al paso, la cuesta que escala la sierra de Toloño.
Los caballos, cansados, marchaban muy despacio. El tiempo, aunque de invierno, estaba muy hermoso; en el cielo azul pasaban algunas nubes grandes, blancas como el mármol.
Al comenzar la tarde, Corito y la vieja decidieron tomar un bocado, porque estaban desmayadas. Leguía les ayudó a desmontar, y se sentaron los tres al borde de la carretera, cerca de un arroyo de agua muy pura que bajaba espumante por entre las peñas.
Corito estaba encantada y alegre; el aire del campo daba un tono de carmín a sus mejillas, y en sus labios jugueteaba la risa. El ver a Leguía con su corbatín y su sombrero de copa en medio de aquellos breñales le producía una alegría loca. La vieja refun[30]fuñó, porque entre las provisiones no había más que pan y queso.
Leguía miraba impasible a Corito y sentía interiormente un entusiasmo insólito en él.
Cuando estaban terminando la merienda se presentó de improviso un pastor con un rebaño de ovejas. Era un hombre de unos cincuenta a sesenta años, con la cara ennegrecida por el sol, los ojos azules, de un aire de candidez y de inocencia extraño, la expresión alegre y sonriente.
—Buenos días, señores—dijo—. Salud.
—Buenos días.
—Se merienda, ¿eh?
—Sí. ¿Quiere usted tomar pan y queso?—le preguntó Leguía.
—Es lo único que tenemos—repuso Corito.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias!
El joven Leguía alargó al pastor un trozo de pan y queso, que comió, y luego la bota de vino.
—¿No tiene usted miedo del ganado con estas cosas de la guerra?—dijo Corito.
—Sí; por eso ando aquí, oxeando las ovejas, porque me han dicho que va a venir por estos contornos la tropa de Zurbano.
—¿Le quitarán a usted muchas ovejas?
—¡Ah, claro, si pueden!
—¿Los carlistas, o los liberales?—preguntó Leguía.
—Los dos. Unos y otros tienen hambre. ¡A ver, qué vida! Este oficio es muy emportuno, ya se sabe;[31] pero emportuno y todo más vale cuidar del ganado que andar matando gente por ahí.
—Pero los que matan prosperan y tienen galones y sueldos—observó Leguía—, y usted no prosperará.
—Ya es comprendido—contestó el pastor—; pero uno prefiere su pobreza tranquila a los cuidados y cavilaciones.
—Más vale que esté usted contento.
—Pues contento está uno. ¿Y por qué no? Salud no falta, come uno su otana, bebe el agua limpia de la fuente, y ¿para qué se quiere más?
—¿Cuánto tardaremos desde aquí a Laguardia?—le preguntó Corito.
—De aquí, con estos caballos cansados, tardarán ustedes dos horas y media: media, hasta el puerto, y dos, desde el puerto a la ciudad. Cuando lleguen ustedes arriba, como hoy está claro, verán desde allí cinco provincias y gran parte de la Rioja. Por eso le llaman a ese sitio el balcón de la Rioja, porque de él se alcanza todo el país.
Se despidieron del filósofo pastor; volvieron a montar a caballo y, al paso, llegaron al puerto. Aquel era el Balcón de la Rioja. Una capa ligera de nieve cubría el monte. Corría por allá un vientecillo serrano, frío y agudo, que se metía hasta los huesos. Se divisaba desde arriba un gran espacio de tierra que parecía llano, a pesar de estar constituído por una serie de lomas y de cerros. Los caminos, blancos, serpenteaban por entre las colinas y altozanos[32] apareciendo y desapareciendo, bordeados a trechos por árboles amarillos y sin hojas.
El Ebro brillaba en varios trozos diseminados por el campo, como pedazos de espejo, y algunas humaredas azules rastreaban por encima de las heredades, en el cielo rojo del crepúsculo.
Corito entró en una caseta abandonada de algún peón caminero que, sin duda, los blancos o los negros, o los dos a la vez, habían desvalijado.
—En último término, podíamos quedarnos aquí a pasar la noche—dijo Corito.
—¡Jesús, qué ocurrencia! ¡Qué barbaridad!—murmuró la vieja.
—No tengas miedo, Magdalena. Era una broma. Seguiremos andando hasta llegar a Laguardia.
—Dejemos que descansen los caballos y que coman un poco, aunque sea hierba, y en seguida nos pondremos en marcha—dijo Leguía.
—Bueno; esperaremos—repuso.
Cuando montaron nuevamente a caballo comenzaba a anochecer. Sobre el Ebro surgía una niebla blanca y alargada; en el fondo, por encima de la bruma, se destacaban los picos de la sierra de San Lorenzo, iluminados por un sol pálido. Empezaron a bajar hacia la ribera. A medida que descendían se iba levantando el paredón negruzco de la sierra de Cantabria. Había nevado ligeramente también por allá. Aparecían los resaltos de la montaña blancos por la nieve, y los grupos de aliagas y de zarzas se veían negros y redondos entre la blancura de las vertientes y de los taludes. El camino tomaba un aspecto siniestro a medida que la obscuridad dominaba. Grandes piedras parecían avanzar en la sombra a cerrar el paso; la imaginación forjaba gente emboscada entre los troncos de los árboles.
Pasaron por delante de una venta que había en el cruce de un camino transversal. A la luz de un[34] farol rojo podía leerse en la pared un letrero con una flecha al lado. El letrero decía: «A Leza».
La noche comenzó a llenarse de estrellas; las dos viajeras marchaban mudas, amedrentadas por el silencio y el aire desierto del campo. Los cascos de las caballerías sonaban fuertemente en el suelo helado de la carretera; una herradura, al chocar en las piedras, tintineaba con un sonido metálico.
En el viento no venía el menor murmullo; sólo alguna vez una corneja graznaba entre los árboles, Leguía silbaba suavemente.
Una estrella que brillaba sobre una altura sacó a los viajeros de su mutismo; Corito y la vieja afirmaron que era la ventana de alguna casa del pueblo; el joven Leguía, más acostumbrado al campo, aseguró que era una estrella. Efectivamente: lo era.
Volvieron de nuevo a marchar en silencio. La vieja empezó a murmurar y a decir que, indudablemente, habían perdido el camino. Leguía no quiso meterse en una discusión inútil.
—Vamos bien—murmuró.
Pasó otra media hora. Se comenzó a divisar una colina obscura a la derecha de la carretera. Allí debía de encontrarse el pueblo.
Se vió una luz; una mirada en medio de la obscuridad; apareció, parpadeó y desapareció en un instante.
La vieja entonces aseguró que era una estrella; pero Leguía notó que por encima se veía algo negro y rígido.
—Es una luz—exclamó—; ahí seguramente está el pueblo.
El tono perentorio de Leguía hizo murmurar a la señora Magdalena.
Poco después se fué viendo más clara la luz, y en el cerro de Laguardia se destacaron con vaguedad las líneas de la muralla y las siluetas de la torre de Santa María y del Castillo grande.
—Ya estamos—dijo Corito.
Subieron la cuesta, y al avanzar por el raso de la muralla hacia la puerta de San Juan, el centinela les dió el alto.
—¿Quién vive?—gritó.
—España—contestó Leguía, con voz firme.
—¿Qué gente?
—Gente de paz.
—Adelante.
Avanzaron hasta la entrada y esperaron.
Se abrió la puerta y los viajeros pasaron a un corredor iluminado por un farolillo.
Un oficial se presentó.
—¿Quieren ustedes decirme adónde van?—dijo.
—Nosotros vamos a casa del señor Ramírez de la Piscina—contestó Corito.
—¿Y usted?
—Yo iré a la posada—dijo Leguía—; donde dejaré también los caballos.
—Los caballos pueden quedar en casa—advirtió la señora Magdalena.
—Bueno; pues iré yo solo.
—Entonces, cuando vuelva—advirtió el oficial—llame usted. El parador está fuera de puertas y tiene usted que pasar de nuevo por aquí.
—Llamaré. Muchas gracias.
Entraron en el pueblo los jinetes y llegaron hasta la calle Mayor. Se detuvieron delante de una casa baja con gran alero artesonado, balcón saliente y puerta ojival, con escudo en la clave.
Leguía saltó del caballo, y dió tres aldabonazos sonoros.
—¿Quién es?—dijo una voz de mujer desde la ventana.
—Soy yo, Corito—contestó a la muchacha.
Pasado algún tiempo se oyó el chirriar de un cerrojo y dos o tres personas se asomaron al postigo. Hubo abrazos y besos entre Corito y los de la casa. Un hombre abrió la puerta por completo e hizo pasar adentro los tres caballos. Luego la cerró y dejó solamente el postigo entornado.
Corito alargó la mano a Leguía, y le dijo:
—¡Muchísimas gracias por todo! Hasta mañana, ¿verdad?
—Sí; hasta mañana.
Leguía saludó con el sombrero de copa muy finamente y quedó un rato mirando la fachada de la casa, en la obscuridad. La ventana, iluminada en aquel momento, del segundo piso, le atraía. Pasó una sombra por ella; luego se apagó la luz.
Leguía se acercó al portal de San Juan y salió fuera de la muralla. La bóveda celeste palpitaba llena de estrellas. El joven aspiró con fuerza el aire frío de la noche; después se acercó al parador, cuyo zaguán estaba iluminado, y entró en él.
Pedro Leguía y Gaztelumendi, Pello Leguía, era por esta época un joven de veinte años. Su padre, Pedro Mari Leguía, hombre emprendedor, dueño de una ferrería en Vera de Navarra, contrabandista y minero, era un liberal decidido. Se había mezclado en cuestiones políticas, y tuvo que emigrar, después de casado y con hijos, y fué a Méjico, donde murió. La mujer de Pedro Mari, que había quedado en una posición poco desahogada, se casó con uno de Elizondo, y el joven Pello, poco aficionado al trato de su padrastro, decidió abandonar la casa paterna.
Las dos soluciones más corrientes de los jóvenes del país vascongado en aquella época eran: una, marcharse a América; la otra, ir a la facción. Pello estaba más dispuesto a lo primero que a lo segundo; los Leguías habían sido muy liberales y Pello no quería abandonar las ideas de sus ascendientes.
El liberalismo había sido la causa de la ruina de su familia.
Pedro Mari tenía un primo militar, Fermín Leguía, nacido en un caserío próximo a Alzate, llamado Urrola, allá por el año 1787.
Fermín Leguía era listo, pero no tenía un gran mérito en serlo, Fermín era de un barrio excepcional, favorecido por las lamías que bajaban hasta allá desde las cuevas de Zugarramurdi. La existencia de las lamías por aquellos contornos estaba comprobada por muchas personas; quién las había oído cantar; quién las encontraba todas las noches disfrazadas de viejas horribles y sin dientes; quién las había visto peinarse sus hermosos cabellos rubios a orillas del arroyo.
Este arroyo se llamaba y se llama Lamiocingoerreca, que quiere decir el arroyo de la sima de las lamias.
Fermín Leguía, nacido al borde de este riachuelo favorecido por aquellas poderosas damas, no tenía gran mérito en ser listo.
Fermín fué guerrillero en la guerra de la Independencia, a las órdenes de Jáuregui el Pastor, y después granadero del cuarto batallón de Navarra.
A pesar de su valor y a pesar de haber nacido al borde de Lamiocingoerreca, no tuvo ocasiones de distinguirse, y al final de la campaña contra el francés, era sólo sargento.
Ya mandando alguna fuerza y viendo que la guerra se acababa, quiso hacer una hombrada. Y para que viera el general Mina, su general, de lo que era[39] él capaz, con sólo quince de los suyos tomó a los franceses el castillo de Fuenterrabía.
Pensar que con quince hombres se podía tomar una fortaleza guardada por soldados franceses era una barbaridad para todo el mundo menos para Leguía. Fermín, que estaba en Vera, reunió a su gente en una taberna y la arengó. Era una de las cosas que más le entusiasmaba echar un pequeño discurso.
Después del discurso encargó a un cabo tuerto, que era de Aya, que trajera cuerdas y clavos, y por la tarde Leguía se puso en marcha con sus quince soldados por el camino del Bidasoa. Llegaron a Fuenterrabía, y clavando un clavo aquí y otro allá, y atando cuerdas, escalaron el castillo, le pegaron fuego e hicieron prisioneros.
Mina, al saberlo, quedó asombrado.
Esta hazaña le valió a Fermín el ser ascendido a subteniente. Se concluyó la guerra, entró Fernando VII en España, se derrocó la Constitución, y Fermín Leguía, que se había distinguido entre sus compañeros por sus ideas liberales, comprendió que no podía ascender.
Vino la segunda época constitucional, y Leguía fué ascendido a teniente del regimiento de Infantería de África, de guarnición en Algeciras, y volvió la esperanza para Fermín de hacer carrera; pero con la reacción del año 23 tuvo que huir de España y perdió todas sus esperanzas.
Fermín era el tipo del aventurero vasco: valiente, audaz, algo jactancioso, muy comilón, muy bebedor, dispuesto siempre para las empresas más difíciles. Tenía una cara sonriente y llena de viveza, la nariz larga y torcida, los ojos brillantes, la cara de pillo, maliciosa y socarrona.
Fermín sabía muy poco, apenas podía escribir una carta; pero había visto mundo, y lo que no sabía se lo figuraba. Un hombre como aquél tenía que influir mucho entre sus amigos aldeanos, y cuando llegaba a Vera, todos los que sentían una vaga aspiración liberal iban al caserío Urrola a ver a Fermín y a oirle como a un oráculo. Entre sus oyentes, y de los más entusiastas, estaba Pedro Mari, el padre de Pello. No eran menos adictos los mozos de los caseríos de Eraustea, de Irachecobere, de Chimista, de Landachipia, de Cataliñecoborda.
Fermín Leguía estaba convencido de que podía contar con sus amigos para toda empresa liberal, y como era inquieto y audaz, cuando los constitucionales españoles, presididos por Espoz y Mina, se reunieron en Bayona en 1830 y acordaron invadir España por cuatro o cinco puntos y restaurar la Constitución, Fermín se ofreció a Mina para entrar el primero con sus amigos, por el boquete de Vera.
Mina aceptó, y Fermín Leguía fué formando sus huestes. Anduvo de caserío en caserío, sacando mozos y llevándolos a Francia. La gente decía que el dinero con que contaba se lo prestaban los judíos liberales de Bayona.
Leguía llegó a reunir cincuenta o sesenta hombres, armados con escopetas. Entre ellos había diez o doce vasco-franceses; los demás eran campesinos de la montaña de Navarra y de Guipúzcoa.
En Vera se sabía quiénes estaban con él, y se citaba a Pedro Mari, el padre de Pello; a Zugarra[41]murdi, el contrabandista; a Martín Belarra; a Erauste, a Landáburu; a Landachipia y a otros, entre ellos el leñador de Antula, hombre éste atrevido y valiente, gran cazador de jabalíes, de quien la canción popular dijo, después de la intentona fracasada de Fermín:
(Contaban con Antula, hombre fuerte, que nunca tuvo miedo para ir adelante.)
Leguía citó a sus hombres en Oleta, y al día siguiente, al compás de un tambor destemplado, marcharon hacia España. Era una tropa de un aspecto y de una indumentaria poco común. Algunos vestían como ciudadanos, de negro y sombrero de copa; otros, de campesinos, con pantalón corto, abarcas y boína; no faltaban dos o tres con anguarinas pardas, y otros, con esa prenda céltica, especie de dalmática con capucha, que los pastores vascos llaman capusay.
Los expedicionarios, al llegar a la frontera, tomaron por la regata de Inzola, un arroyo que baja a Francia, cubierto de árboles espesos, cerca del cual había antes una vieja ferrería. De la regata de Inzola salieron a una abertura del monte, conocida en vascuence por Usateguieta, y en castellano por el Portillo de Napoleón. Esta abertura se encuentra entre dos altos, uno denominado Ardizaco y el otro Artziña o pico del Águila.
En el Portillo de Napoleón comienza una calzada[42] de piedra, que parece que es una calzada romana, pero que, según tradición popular, fué hecha por los franceses durante la guerra de la Independencia para pasar los cañones de los ejércitos imperiales.
Por esta calzada bajaron Leguía y su gente hasta un arroyo que se llama Shantellerreca, y al divisar el caserío de Truquenecoborda, mientras los unos seguían el camino, los otros se desplegaron en guerrilla hacia Ezpondecoborda. En vista de que no había enemigos se reunieron todos delante de la primera casa de Alzate, un caserón antiguo, denominado Itzea, colocado a la izquierda del camino.
Leguía mandó formar a sus hombres en la plazoleta que hay delante de este caserón.
Era día de fiesta. Hacía un tiempo brumoso y obscuro; no se veía a cuatro pasos; por entre la bruma llegaban tristes las campanadas de la iglesia de Vera. Algunos hombres y mujeres, que volvían de misa, quedaron asombrados al ver aquella tropa formada.
Leguía mandó a veinte hombres que fueran por un maizal hasta la calle de Alzate, a ver si había gente apostada en el fortín. Los veinte hombres, pasando un puentecillo, se alejaron entre la bruma, metiéndose por en medio de los maíces secos.
Estaban los hombres de Leguía en la plazoleta de Itzea cuando la dueña de esta casa, doña Josefa Antonia de Sanjuanena abrió el portal y llamó a Fermín.
Doña Josefa Antonia era una viejecita soltera, que vivía sola en aquella antigua casa, y que se dedicaba por entretenimiento a enseñar labores a las muchachas de los caseríos.
—¿Qué haces, chico, con estos hombres?—le pre[43]guntó doña Pepita a Fermín, a quien conocía desde niño.
—Aquí estamos, a ver si de una vez establecemos la Constitución en España.
—Pero estáis locos. ¡Con tan poca gente! ¿Queréis algo? ¿Vino? ¿Queréis almorzar?
—Luego, luego. Ahora retírese usted, doña Pepita—dijo Fermín.
Poco después se vió a los hombres que habían ido hacia el puente que volvían perseguidos. Los carabineros del resguardo se acercaron a Itzea y dispararon algunos tiros, y Leguía, imprudentemente, mandó contestar a su tropa. Con esto desobedecía las órdenes de Mina, que esperaba atraer a los carabineros a su bando.
Leguía, por la tarde, entró en Vera, y desde allí esperó a que llegaran Mina y Jáuregui; pasaron los dos, con sus tropas, hacia Irún; el coronel Valdés y López Baños quedaron en Vera, donde se batieron heroicamente con los realistas. Al cuarto día se supo que la expedición había fracasado por completo; Fermín y sus amigos, viendo la empresa perdida, disolvieron sus huestes, y unos cuantos, entre ellos el padre de Pello, se escondieron en el caserío Urrola, sin entrar en Francia, porque las tropas del general Llauder habían avanzado hasta cerrar todos los pasos de la frontera.
Pello, a pesar de ser un chico, comprendía la inquietud de su madre en aquella época. Unos días después del choque entre liberales y realistas salie[44]ron de Vera dos compañías de cazadores al mando de un comandante. Pronto se susurró en el pueblo que iban a perseguir a Leguía y a los suyos.
—Mira, sígueles a los soldados a ver adónde van—le dijo la madre a Pello.
Las dos compañías cruzaron el pueblo, tomaron por la calle que une a Vera con Alzate, y al llegar a un puentecito que se llama Subi Mushua (el puente del Beso), el comandante llamó a un viejo medio loco, que estaba a la puerta de su casucha. Este viejo se llamaba por apodo Pithiri.
El comandante hizo que se acercara el viejo, y le preguntó:
—¿Usted sabe dónde está el caserío de Urrola?
—¿Urrola? Sí, señor.
—Llévenos usted allí, y cuidado con engañarnos. Si nos engaña usted, le pegamos cuatro tiros. Conque cuidado.
Pello vió de lejos cómo hablaba el comandante con Pithiri; pero no pudo enterarse de lo que decían.
Las dos compañías se dividieron en cuatro pelotones, con el objeto de rodear el caserío de Urrola.
Pello fué delante de la media compañía en que iba Pithiri con el oficial. Se adelantó ésta por el barrio de Illecueta. Al llegar a una taberna, el oficial pidió un vaso de agua con aguardiente, y luego preguntó al tabernero si aquél era el camino de Urrola. El tabernero dijo que sí.
Se habían parado los soldados a la puerta de la taberna, y Pithiri, que tenía fama de loco, comenzó a bailar pesadamente. Reían los soldados y campesinos, y uno de éstos dijo: «Canta, Pithiri.»
Pithiri entonó con voz cascada un zortzico, y después, dirigiéndose principalmente a los campesinos[45] que le oían, y mirándoles con sus ojos grises, entonó esta copla:
(A Urrola, a Urrola, a Urrola vamos. A ver si alguno, lo más de prisa posible, puede escaparse.)
No hizo más que oir esto, y Pello echó a correr por la orilla de Lamiocingoerreca, hacia Urrola. Al llegar al caserío se encontró a Fermín Leguía y a sus amigos preparándose para huir.
Sabían que venían a su alcance los cazadores.
Fermín Leguía, poniéndole la mano en el hombro a Pello le dijo:
—Pello, cuando seas hombre, acuérdate de que tu padre y tu tío han sido perseguidos por defender la libertad.
Pello nada contestó.
—¿Por dónde vas tú?—dijo Fermín a su primo.
—Yo, por la regata de Sara—contestó Pedro Mari.
—Bueno, pues adiós. En Francia nos veremos.
Pello y su padre tornaron juntos hacia el caserío Miranda; luego, torciendo a la izquierda, cruzando por en medio de las heredades, llegaron a una cañada con árboles altos, que llaman Lizuñaga. Desde aquí se veía el camino que va a Francia, y en la caseta de Carabineros, colocada en la misma muga un pelotón de soldados de guardia.
Padre e hijo esperaron tendidos entre los helechos secos a que obscureciera, y ya de noche dejaron su[46] escondrijo, pasaron la muga y entraron en la regata de Sara. La luna brillaba entre los árboles y se reflejaba en las aguas inquietas del río. Pedro Mari y Pello encontraron a unos carboneros franceses, cenaron con ellos y durmieron en su choza. Al día siguiente continuaron el camino. La mañana era hermosa, el cielo azul; en la falda de Atchuria brillaba Zugarramurdi, y poco después iban apareciendo los caseríos blancos de Sara.
Por la tarde, Pedro Mari envió a su hijo a Vera.
La expedición de Mina y, sobre todo, la entrada de Leguía, produjeron en Vera un efecto extraordinario.
En toda la región fué aquél el comienzo de la lucha del liberalismo contra el absolutismo; hasta entonces, casi nadie había oído hablar por allí de liberales ni de masones.
La mayoría de la gente era hostil a los constitucionales; un poeta y carpintero de Alzate hizo contra Leguía estos versos, en vascuence, que corrieron mucho:
(Un hermoso ejército nos ha traído a Vera Fermín Leguía, judíos y sastres protestantes, que tampoco son los suyos, porque la medida de los pantalones se la han tomado los cazadores españoles.
Alisándose los calzones en el camino, las manos para atarse las bragas, esos hombres tienen mal aspecto, para ir hacia el lado de Madrid. Han perdido sus amigos el día de todos los Santos.)
También corría por Vera otra canción contra los liberales, que decía así:
(Mina y el Pastor (don Gaspar de Jáuregui) andan negando su sangre, queriendo dejar en malas manos la llave de la Santa Fe. Tampoco esos podrán cambiar la palabra de Nuestro Señor.)
Todas esas canciones solía cantar la hermana de la madre de Pello, la tía Felicitas, furibunda realista; en cambio, la tía Micaela, que era hermana de Pedro Mari, sabía otras canciones liberales como ésta, que se refería a la expedición de Mina, y que comenzaba así:
(Mina, el Pastor y Fermín el de Vera, este año vienen a España, porque dicen que quieren ver su tierra.)
Y la tía Micaela solía cantar también una canción en honor de los generales constitucionales, y, sobre todo, de Jáuregui, de quien decía:
(Don Gaspar de Jáuregui, hijo de Villarreal, dirige muy bien su gente.)
Y la canción tenía este estribillo:
Todas las familias que tenían algún pariente en la expedición de Mina fueron mal mirados después por la mayoría del pueblo. Pedro Mari Leguía, el padre de Pello, era hombre inquieto, de poca paciencia; no quiso esperar la eventualidad posible de un indulto, y desde Bayona fué a Burdeos y se embarcó para Méjico, donde murió.
[49] Entonces todos los parientes de la madre insistieron para que se casara la viuda, y lo consiguieron. El padrastro de Pello era un baztanés, un hombre áspero, fanático, tradicionalista. Pello, que oía en su casa constantemente el elogio de unas ideas contrarias a las de su padre, se iba haciendo, sin decírselo a nadie, un liberal entusiasta.
Al comenzar la guerra, todos los triunfos de los liberales los tenía como suyos. Cuando su padrastro se entristecía, él se alegraba, y al contrario.
Un día de a principios de Enero del año 1835, una compañía de chapelgorris, al mando de Zuaznavar, entraba en Vera y trababa combate con otra compañía de carlistas, matando a esta última diez y ocho hombres y dispersando a los demás.
Mientras Zuaznavar mandaba recoger los diez y ocho fusiles y cananas de los carlistas muertos y preparaba dos camillas para sus dos heridos, se le acercó el alcalde de Vera.
Le preguntó Zuaznavar por los amigos, y, entre ellos, por Pedro Mari Leguía, y el alcalde dijo cómo había muerto; y luego, señalando a Pello, que se encontraba en la plaza, indicó:
—Ese chico es su hijo.
Zuaznavar le llamó, y Pello estuvo charlando en el grupo de chapelgorris.
Al saberlo su padrastro no dijo nada; pero puso una cara furiosa.
La madre de Pello, que comprendía que esta hostilidad entre su marido y su hijo no podía traer nada bueno, envió a Pello a San Juan de Luz, donde tenían un pariente, y luego a San Sebastián, a una casa de comercio.
Pello siguió con ansiedad las luchas de Mina y[50] Zumalacárregui en el Baztán, deseando que el caudillo navarro venciera al guipuzcoano, lo que no ocurría siempre.
Pello recordaba a su padre y a su tío Fermín, a quien no volvió a ver más.
Muchos años después, al ir a Vera, preguntó por Fermín Leguía.
Dos o tres le contaron que Fermín, al frente de los chapelgorris, había peleado contra los carlistas y vencido, en Zugarramurdi, al cabecilla Ibarrola, a quien había fusilado; se decía también que Fermín murió a manos de unos asesinos, y algunos carlistas furibundos añadían que, por sus pecados, por haber querido quemar varias veces la iglesia de Vera, el cadáver de Fermín Leguía había sido comido por un perro.
Pello se había distinguido siempre por su actitud serena y filosófica ante los hechos y ante las personas.
Pello hablaba poco y se apuraba menos; hacía sus comentarios interiores acerca de la Naturaleza, que no le parecía tan respetable como dicen, y cuando veía que los juicios suyos divergían de los demás, no protestaba.
—Indudablemente, al final, alguien será el que tenga razón—pensaba.
Este razonamiento le inclinaba a suponer que el tiempo, en último resultado, lo arregla todo.
Convencido de esta verdad, Pello consideraba muy prudente esperar los acontecimientos.
Hasta los diez y ocho o diez y nueve años, el joven Leguía estuvo empleado en un almacén de San Sebastián, donde ganaba treinta duros al mes. Con este dinero vivía en una casa de huéspedes bastante[52] buena; iba con frecuencia al teatro; llevaba pantalón de trabillas, botines lustrosos, gran corbatín y un magnífico sombrero de copa.
Como Pello era, naturalmente, elegante, tenía sus éxitos entre las chicas del pueblo.
Un día, Pello, al salir del almacén donde trabajaba para ir a comer vió en la plaza de la Constitución una muchacha vestida de blanco, una niña todavía, acompañada de una vieja. Pello no las conocía. Indudablemente no eran de San Sebastián. Pello acababa de cobrar su sueldo, y pensaba en lo poco profundos que son los senos de la casualidad para el hombre que no tiene más lastre que treinta duros en el bolsillo.
Mientras rumiaba esta idea vió que la vieja y la niña salían de la plaza y entraban en la calle del Ángel, en el despacho de un consignatario de buques.
—Voy a ver de nuevo cómo es esta muchacha; a ver si es tan bonita como me ha parecido antes—se dijo el joven Leguía. Y esperó paseando arriba y abajo por la acera.
Salió la muchacha de la tienda y se cruzó con Pello. Este, a pesar de su filosofía, quedó extasiado. La chica era realmente bonita, morena, sonrosada, con unos ojos negros, brillantes.
Pello Leguía, asombrado del efecto que le causaba, y sin proponérselo, fué tras de la vieja y de la niña hasta que entraron ambas en el parador Real.
—Está de paso en la fonda—se dijo Leguía—y se va a alguna parte. La cuestión sería averiguar adónde va.
El joven Leguía tomó de nuevo hacia la calle del Ángel; iba pasando la hora de comer; media hora después debía encontrarse en su escritorio. Pello se detuvo en una esquina a pensar.
—La verdad es—se dijo a sí mismo—que estaría bien que yo hiciera una calaverada. Todos los que me conocen se dirían: «¡Parece mentira; Leguía, un muchacho tan serio!»
Pello dió unos cuantos pasos y pensó si uno de los senos profundos de la casualidad se encontraría siguiendo a aquella muchacha tan bonita que tanta impresión le había causado.
De pronto se decidió, y sin vacilar entró en el despacho del consignatario.
—¿A qué hora sale el barco?—preguntó, con aire de indiferencia.
—¿Qué barco?—dijo uno que escribía detrás de la ventanilla, en tono brusco.
—El barco que han tomado esta señora y esta señorita.
—¿Va usted con ellas?
—Sí; soy de la familia.
—¿A Santander?
—Sí. A Santander.
—¿Un pasaje de primera?
—Eso es.
El de la oficina escribió algo en unos papeles; Le[54]guía sacó el dinero que le pidieron, lo dejó en la ventanilla y se fué a la calle.
—Cualquiera diría que acabo de hacer un disparate—murmuró Pello—, y ¿quién sabe?; quizá sea lo único prudente que he hecho hasta ahora. Además, que lo mismo da vivir aquí que en otra parte.
Leguía fué a su casa; comió, escribió una carta al principal y comenzó a hacer su maleta.
—Realmente—se dijo—, todas estas cosas son inútiles. Dejemos la maleta, dejemos la carta y vamos a tomar el barco.
Pello se presentó en el muelle, entró en el vapor y se sentó a tomar café. Poco después llegaban las viajeras.
El vapor, de ruedas, empezó a echar bocanadas de humo por su alta chimenea; funcionaron las paletas y el barco salió del puerto y comenzó a dirigirse por entre las puntas.
Al dejar la bahía, como la mar estaba gruesa, algunos de los pasajeros, entre ellos la vieja que acompañaba a la niña, se marearon. Pello se mostró servicial e impasible. La muchachita se rió al ver a este joven alto, flemático y atento que la miraba sin pestañear. Creía haberle visto en San Sebastián; pero no estaba muy segura.
A las dos horas de estar en el barco cambiaron algunas palabras.
—¿Van ustedes a Santander?—les preguntó Leguía.
—Sí; de allí vamos a ir a Laguardia—contestó ella.
—¿A Laguardia de Alava?
—Sí.
—¡Cosa extraña!
—¿Por qué?
—Porque yo también voy allí.
—Nosotras vamos a quedarnos unos días en Vitoria.
—¿En Vitoria?
—Sí; ¿tiene usted algún pariente también en Vitoria?
—No; pero si a ustedes no les molesta, me quedaré unos días acompañándolas—contestó Pello, atrevidamente.
La muchacha se rió y no dijo nada. Pello recordó que tenía un tío segundo, cosechero, en Laguardia, a quien había escrito, por orden de su principal, desde San Sebastián, pidiéndole vinos, y mentalmente murmuró:
—Mi calaverada va a parecer el viaje de un comisionista. La verdad es que las personas serias como yo no pueden hacer disparates.
Llegaron a Santander. La niña y la vieja fueron a una de las mejores fondas del pueblo y Leguía hizo lo mismo.
A pesar de que se veían en la mesa, la muchacha decidió no hablar mientras estuviese en Santander con Pello. Este supo que la niña se llamaba Corito Arteaga, y, a pesar de la filosofía del joven enamorado, el descubrimiento le pareció importantísimo.
Al día siguiente, la vieja y la niña, y Pello de edecán, salieron en coche para Vitoria. Allí, Corito tenía algunas amigas; Pello ganó terreno, y la acompañó, con la vieja criada, por las calles y paseos de la ciudad alavesa.
Cuando decidió Corito ir a Laguardia, las personas conocidas le advirtieron que no intentara mar[56]char por el camino recto, porque estaba ocupado por los carlistas; pero ella dijo que iba a casa de su pariente Ramírez de la Piscina, hombre de gran influencia en el partido de Don Carlos, y que no le asustaba pasar por en medio de las balas.
—¿Usted vendrá?—le preguntó Corito a Leguía.
—Naturalmente.
En el camino, Corito y Pello se hicieron muy amigos.
Corito contó que su padre había muerto en el mar, al volver de Méjico, y su madre en Francia; y dijo que no tenía más parientes que Ramírez de la Piscina, y un amigo íntimo de su padre, a quien ella llamaba su padrino, y que vivía en Madrid.
Pello dijo quién era y lo que hacía. Después hablaron de la gente de San Sebastián, de los teatros, de las personas que conocían uno y otro; luego, de los libros que habían leído, y Corito contó su vida en el colegio de Angulema. De pronto, Pello preguntó:
—¿Y va usted a estar mucho tiempo en Laguardia?
—Sí; creo que sí—contestó Corito—. ¿Y usted?
—Yo, probablemente, también.
En este momento fué cuando el coche se rompió, y tuvieron que quedarse los viajeros a pie, en Peñacerrada.
A la mañana siguiente, al levantarse, Leguía sondeó un bolsillo del chaleco, luego el otro, y notó, ciertamente, sin gran sorpresa, que no tenía un cuarto. Pensó en si valdría la pena de hacer la cuenta de lo gastado por él en los diferentes puntos del camino, desde su salida de San Sebastián; pero comprendió, sin mucho trabajo, la inutilidad manifiesta de este esfuerzo de memoria.
—¡Cuántas cosas se dejarían de hacer—exclamó Pello, mirando filosóficamente su sombrero de copa, puesto sobre la consola—, si uno tuviera el acierto de comprender con rapidez su inutilidad!
Dicho esto se vistió; se encasquetó el sombrero de copa y salió del parador. Hacía un día hermoso; el sol brillaba en un cielo sin nubes.
Pello paseó, arriba y abajo, por delante de la muralla; se cruzó con unos cuantos curas y vió una colección de viejos momias laguardienses, envueltos en [58] largas capas, que tomaban el sol. Presenció también cómo entraban los soldados de la guardia exterior en el cuartelillo.
Cuando se cansó de pasear pensó que era tiempo de tomar una determinación y se fué a comer. Concluyó de comer y preguntó a la patrona:
—¿Usted sabe dónde vive don José Juan Gaztelumendi?
—¿El cosechero de vinos?
—Sí.
—Ahí; cerca de la plaza tiene el almacén.
Pello entró en el pueblo por la puerta de San Juan y se dirigió a la plaza. Pronto dió con el almacén de su tío.
Abrió una puerta de cristales y pasó a un sitio largo y estrecho, con un mostrador, un armario lleno de botellas y una ventana en el fondo. Una muchacha, vestida de luto, se levantó al ver a Leguía.
—¿El señor Gaztelumendi?—preguntó Pello.
—Aquí es—contestó la muchacha—. ¿Quiere usted verle?
—Sí; si no está muy ocupado.
La muchacha recorrió el pasillo y llamó en una puerta:
—¿Qué hay?—dijeron de adentro.
—Un caballero que pregunta por ti.
—Que pase.
Pello entró en un despacho, con una ventana grande, donde escribía un hombre todavía joven.
—He tenido que pasar por Laguardia—dijo Pe[59]llo—, y vengo a visitarle a usted de parte de su prima María, de Vera.
—¡Hombre! ¿Es usted de allá?
—Sí; yo soy el hijo mayor de María.
—¿Mi sobrino, entonces?
—Sí.
—¿Pello?
—Eso es; Pello.
—Me alegro de verte, chico. ¡Anita! ¡Anita!—exclamó el señor.
La muchacha de luto, que era una morena de ojos negros muy hermosos, entró en el despacho.
—Aquí tienes a tu primo Pedro de Vera. ¡Mírale, qué grande y qué guapo!
La Anita se acercó, sonriendo, algo ruborizada.
—¿Y cómo están tu madre y tus hermanos?—preguntó el tío de Pello.
—Bien. Muy bien. Ya hace tiempo que no les veo. He estado fuera de casa, en San Sebastián, en un comercio.
—¿Y qué piensas hacer?
—Tengo pensado ir a América.
—¿Estás muy decidido?
—No necesito estar muy decidido para ir.
—¿Sabes teneduría de libros?
—Sí.
—¿Y tienes práctica?
—También.
—¿Llevas dinero a América?
-No.
—¿Y no te convendría más hacer aquí unos cuartos antes de marcharte?
—Sí; pero esto me parece muy difícil.
—¿Tienes precisión de embarcar en seguida?
—¿Precisión? Ninguna.
—¿Te daría lo mismo marcharte dentro de unos meses o de un año?
—Igual.
—Pues mira, sobrino, si quieres quedarte aquí una temporada, te daré un buen sueldo y un tanto por ciento. Tengo la contrata de vinos para el ejército y necesito una persona de confianza que me ayude.
—¿Hay que estar en Laguardia?
—Sí, y andar al mismo tiempo por los pueblos de al lado entre las tropas. ¿Es que te da miedo la guerra?
—¿Miedo? Ninguno.
—Pues mira, piensa y decide; porque yo estoy haciendo gestiones para buscar un dependiente.
—Decido.
—¿Qué decides?
—Que me quedo por una temporada.
—¿Desde cuándo?
—Desde ahora mismo, si usted quiere.
—Bueno; pues quédate también a comer con nosotros, y a la tarde empezaremos a trabajar.
Pello encontró que la suerte le favorecía demasiado, dándole una ocupación tan pronto; pero si esto casi le parecía fastidioso, en cambio, la idea de que podía vivir largo tiempo en el mismo pueblo que Corito le encantaba.
A pesar de que su tío le propuso ir a vivir con él, Pello no aceptó; deseaba desde el principio gozar de alguna independencia, y se fué de pupilo a una casa de huéspedes, donde solían alojarse varios oficiales de la guarnición.
[61] El tío José Juan era una excelente persona; la prima Anita se manifestaba muy amable con Pello; pero éste se guardó muy bien en los días sucesivos de galantearla; sus pensamientos íntegros estaban dedicados a Corito.
Pello hizo efecto en Laguardia. Corito le presentó a las personas de más viso de la ciudad. Conocía, a poco de llegar, a toda la aristocracia laguardiense. Iba a la tertulia de las señoras de la Piscina, a casa de los Ribavellosa y Manso de Zúñiga. Era el dandy de la Laguardia.
Durante el día, Pello trabajaba, y por las tardes, al anochecer, tenía tiempo de pasear. Con mucha frecuencia daba la vuelta al pueblo, alrededor de las amarillentas murallas.
El contemplar aquella gran explanada desde el cerro donde se levanta la ciudad le producía a Pello una impresión de vida andariega y aventurera que le encantaba. Recorrer tierras y tierras a caballo, cambiar de paisajes constantemente, comer aquí, dormir allá, no volver nunca la mirada atrás, éste hubiera sido su ideal.
Muchas veces, abandonando el libro Mayor y tomando las riendas, en el cochecito de su tío iba a Logroño, a El Ciego, a La Bastida, a Viana, para los negocios de vinos de la casa, y con frecuencia tenía que verse con los jefes del ejército.
Los domingos, por la tarde, Pello acompañaba a Corito y a sus amigas a dar la vuelta al pueblo, alrededor de las murallas; paseo que no dejaba de tener sus inconvenientes, porque a veces disparaban los carlistas al bulto, desde lejos, y llegaba alguna bala perdida.
Hoy se baja en una estación del ferrocarril de Miranda a Logroño, y en un coche, cruzando por El Ciego, se llega a Laguardia, pueblo de esos que hacen pensar al viajero que allí ha quedado una ciudad antigua, destinada a desaparecer olvidada por los trenes y los automóviles.
Laguardia tiene la silueta hidalguesca, arcaica y guerrera. Se destaca sobre un cerro, con sus murallas ruinosas y amarillentas, al pie de una cadena de montañas; pared obscura, gris, desnuda de árboles. Este muro pétreo, formado por la cordillera de Cantabria y la sierra de Toloño, ofrece en su cumbre una línea casi recta. Sólo hacia el lado de Navarra muestra un picacho abrupto, el pico de la Población.
Desde el tiempo de la primera guerra civil acá, la ciudad de Laguardia apenas ha cambiado; un hombre de entonces, bastante viejo para vivir hoy,[66] la recordaría, como si sobre sus piedras no hubiera pasado la acción de los años. La única diferencia que podría encontrar sería ver la muralla agujereada por ventanas, balcones y miradores; aberturas éstas que en tiempo de la guerra civil primera no existían.
Laguardia, antes y ahora se ve pronto; encerrada en sus altos paredones, con sus dos iglesias góticas, no ha podido desarrollarse, ha quedada enquistada, oprimida entre sus viejas murallas de piedra.
Laguardia tiene la forma de barco con la proa hacia el Norte y la popa hacia el Sur. Cinco puertas abren sus muros al exterior; éstas son la de Santa Engracia, Carnicerías, Mercado, San Juan y Paganos.
Todas las calles de la ciudad alavesa se reducen a tres: la de Santa Engracia, la Mayor y la de Paganos, a la cual la gente del pueblo llama «páganos»; no se sabe si porque, en realidad, es ese su nombre, o por un vago temor a la paganía.
Las demás calles de Laguardia son pasadizos estrechos y húmedos; callejones sombríos, entre dos tapias, donde no penetra jamás el sol.
En la época de la primera guerra civil, Laguardia era uno de los puntos avanzados del ejército liberal, en la línea del Ebro.
Los carlistas, que dominaban la zona Norte de esta línea, hacían constantes apariciones por las alturas de la cordillera de Cantabria y la sierra de Toloño, y en todos aquellos pueblos y aldeas de la[67] Ribera luchaban casi constantemente, con alternativas de éxito y de fracaso, las fuerzas enemigas.
El ejército, que consideraba a Laguardia como plaza fuerte de importancia, había mejorado las antiguas y ruinosas fortificaciones de la ciudad, construyendo reductos y baterías, reparando la muralla, emplazando algunos cañones modernos.
Habían habilitado también los ingenieros el torreón de Sancho Abarca; alto, de cinco pisos, al que llamaban en el pueblo el Castillo Grande; magnífica atalaya, desde donde se dominaba toda la llanura próxima. Este Castillo Grande se hallaba en el centro de una plaza de armas, circunscrita por la muralla, que trazaba a su alrededor un arco de herradura, avanzando hacia el Norte. Cerca del torreón del rey Sancho se erguía otra atalaya, la torre de Santa María, antiguo castillo Abacial.
Estas tres torres del pueblo, la de San Juan, la de Santa María y la de Sancho Abarca servían para el telégrafo de señales con que el ejército se comunicaba con Viana y con otros pueblos de alrededor.
El Castillo Grande daba, por la parte de atrás, a un cobertizo largo, dirigido de Este a Oeste, donde había almacenes y depósitos de municiones, llamados los Generales.
El cobertizo cerraba la plaza de Armas. En ésta, por las fiestas y en período de paz, solían correrse toros.
Al Oeste del pueblo, por el lado de Paganos, el muro trazaba hacia el exterior una línea convexa, comenzando en las paredes de la torre de Santa María y terminando en una barbacana, que aun se conserva. Esta línea convexa se hallaba interrumpida[68] por una serie de cubos con almenas, denominados los Siete por su número.
En aquella época, fuera del casco no había en Laguardia más que dos edificios: uno, el parador, a pocos pasos de la muralla y cerca de la puerta de Santa Engracia; el otro, el cuartelillo, entre esta puerta y la de San Juan, donde se alojaban los soldados de la guardia de extramuros, y donde hacían el rancho.
Laguardia tenía por entonces un regimiento de guarnición, con sus respectivos oficiales, alojados en el Castillo Grande y en sus anejos. El regimiento estaba destinado únicamente a guardar la plaza y las cinco puertas del pueblo.
A pesar de que exteriormente parecía pequeño el recinto amurallado de la ciudad, no lo era tanto; y los soldados y los oficiales tenían bastante que hacer con vigilar las puertas, los baluartes y toda la línea fortificada de la plaza. Cuando había que operar en columnas por los terrenos próximos, llegaban más batallones, que se alojaban en las casas.
Alrededor de la ciudad, y encerrando el paseo de extramuros, un paredón recién construído continuaba la barbacana y rodeaba el cerro sobre el que se asienta Laguardia.
Los hermosos nogales, que antes daban sombra al paseo exterior, habían sido talados, para impedir una sorpresa del enemigo.
En aquella época, Laguardia estaba muy animado: de día, por las calles se veía mucha gente, sobre[69] todo militar; por las tardes, al Angelus, se cerraban las puertas de la muralla, y al toque de retreta soldados y paisanos desaparecían de las calles.
Solamente las personas alojadas en el parador tenían, con alguna frecuencia, necesidad de entrar y salir. Cuando se creía posible un ataque, todos, los de dentro y los de fuera, se quedaban en el pueblo.
Al encenderse los faroles comenzaban las rondas; se ponía el retén e iban colocándose los centinelas. Pocos momentos después, el soldado que estaba de guardia en el baluarte de la puerta de San Juan, a la izquierda de la torre, comenzaba dando el grito: «¡Centinela, alerta!», y todos los de alrededor de la muralla iban contestando sucesivamente: «¡Alerta!» «¡alerta!». Subía el grito desde los adarves hasta los cubos, bajaba de nuevo, corría a lo alto de los torreones hasta que llegaba la vez al soldado de la derecha de la puerta de San Juan, que gritaba: «¡Alerta está!»; lo que indicaba que la línea se hallaba vigilada y los centinelas en su puesto.
Cada cuarto de hora, el primer soldado daba su grito de «¡Centinela alerta!». Si la serie de voces se interrumpía se llamaba al oficial de guardia para ver si alguno de los centinelas se había quedado dormido en su garita o si ocurría novedad.
A pesar de la estrecha vigilancia que se mantenía en la plaza, muchas veces los carlistas de fuera del pueblo hablaban con los del interior. El procedimiento que usaban era éste: Escogían noches obscuras y tempestuosas en que soplaba el cierzo, y solían[70] ir varios. Uno se colocaba en un punto, fuera de la muralla, para preguntar, y la contestación, el de dentro de Laguardia se la daba a otro, aprovechando la dirección del viento. Generalmente tenían que esconderse detrás de una piedra o de un tronco de árbol, porque el centinela muchas veces disparaba al oir la voz.
También se aseguraba que había sitios por donde se podía entrar y salir de la ciudad sin ser visto. Algunos se reían de estos rumores; pero, realmente, no debía ser difícil comunicarse con el exterior.
Se habían hecho investigaciones sin resultado; pero los que afirmaban la existencia de las salidas secretas no se convencieron.
Varias veces que se inició un ataque de los carlistas se vió Laguardia preparándose para la defensa. Los soldados se fueron colocando en las trincheras escalonadas que había alrededor de las murallas; las puertas se cerraron; las baterías comenzaron el fuego, y los voluntarios, apostados en las almenas de los baluartes, se dispusieron a rechazar al enemigo.
Con los medios de entonces, Laguardia era casi inexpugnable; los que vivían en el pueblo experimentaban la impresión del peligro y, al mismo tiempo, de la seguridad.
Una vez, algunos burlones, probablemente carlistas, soltaron de noche dos perros con una lata vacía de petróleo atada a la cola; al estrépito, las cornetas[71] tocaron alarma, y se alborotó la ciudad y la guarnición.
Se sospechó del criado de una taberna y de algunos amigos suyos; y como el coronel del regimiento había mandado a un capitán hacer indagaciones para averiguar a los autores de la broma, tres o cuatro mozos, sobre los cuales recaían sospechas, tuvieron a bien largarse.
En general, por la noche solamente quedaba habilitada para entrar y salir en la ciudad la puerta de San Juan. Como no había caseríos lejos ni gran seguridad en las afueras, pasada la hora de la queda nadie salía de Laguardia, y únicamente, en casos raros, era indispensable abrir la puerta a los paisanos.
Los campos de los alrededores estaban en aquella época en el mayor abandono, y pocas veces se veía trabajar en los viñedos y en las heredades.
En los pueblos que se divisaban desde lo alto del cerro de Laguardia se advertían con frecuencia llamas y enormes humaredas de los pajares incendiados, y se oía a veces el rumor de las descargas.
Los aldeanos de Paganos y del Villar, y de Viñaspre y de El Ciego, ya no pasaban con sus caballerías por los caminos llevando sacos de trigo, ni las mujeres de Cripan se acercaban al pueblo con sus machos cargados de leña; sólo los convoyes militares, formados por grandes galeras en fila, custodiadas por la tropa, se acercaban a Laguardia.
Durante el invierno, con las nevadas, la campiña[72] quedaba aún más triste que de ordinario; la sierra aparecía como un paredón gris, veteado de blanco, y sobre la alba y solitaria extensión de las heredades y de los viñedos brillaba el resplandor de los incendios y resonaba el estampido del cañón.
Hacia el Sur de Laguardia, dos lagunas grandes, redondas, alimentadas con las nieves y con las aguas del invierno, parecían dos ojos claros que reflejasen el cielo.
Un pueblo como Laguardia, en la línea de combate de las fuerzas liberales y carlistas, era, a pesar de la vigilancia del ejército, un foco de intrigas.
Estas intrigas, en general, no tenían gran importancia; eran como nubes de verano, se deshacían por sí solas; pero a veces se tramaban proyectos serios, de ventas, de traiciones, de los cuales se enteraba todo el mundo menos la autoridad.
Un pueblo de escaso número de habitantes como aquél, en donde constantemente estaban yendo y viniendo las tropas, en donde a cada paso corría una noticia importante, verdadera o falsa, necesitaba una serie de puntos de reunión, de pequeñas tertulias, para comentar los acontecimientos y calcular las probabilidades de éxito de los bandos.
La esperanza y el desaliento iban, alternativamente, de la derecha a la izquierda, y los dos partidos contaban su triunfo como seguro repetidas veces.
[74] Entre las tertulias realistas de Laguardia, la más conocida, la más distinguida, la más aristocrática, la única que tenía opinión cotizada y valorada, era la de los Ramírez de la Piscina.
La tertulia de las Piscinas—se le daba el nombre de las damas, y no el de los varones de la casa—, no contaba en aquella época más que con un varón. Los otros dos, los más notables, estaban en la corte carlista.
La familia de los Piscinas que vivía en Laguardia estaba formada por un señor, casado con una Ribavellosa, y por dos solteronas viejas.
La casa de las Piscinas era una casa chapada a la antigua, gran mérito en Laguardia. Se rezaba el rosario en la tertulia; se tomaba chocolate por la tarde; se llamaba estrado al salón, y a los tres o cuatro criados, la servidumbre.
Todas las cuestiones de etiqueta se llevaban a punta de lanza; se vestía luto por la muerte del pariente más lejano, si era aristócrata, y se cubría con un paño negro el escudo de la casa.
Al viejo demandadero se le daban honores de mayordomo; a las pequeñas fincas que poseía la familia se las llamaba las posesiones, y a todo se intentaba prestar un aire de grandeza que no tenía.
Don Juan de Galilea y don Hernando Martínez de Ribavellosa pontificaban en esta reunión. Eran allí estrellas de primera magnitud. Sus opiniones pasaban por dogmáticas. Unicamente, a su altura, estaba, tratándose de asuntos religiosos, el vicario de Santa María, don Diego de Salinillas.
[75] Don Juan de Galilea, hombre grave, hablaba por apotegmas; creía que el desconocimiento de las humanidades y del latín era el que estaba perturbando la sociedad; don Hernando coincidía con él en hallar lastimoso el estado de su época; pero extraía sus argumentos casi exclusivamente de la Historia. El estado natural de la política del mundo, según el señor de Ribavellosa, era el de hacía doscientos años, por lo menos. Hablaba del reino de Castilla, del señorío de Vizcaya, del fuero de Sobrarbe, y siempre que nombraba a Laguardia tenía que decir Laguardia de Navarra.
De las damas de la tertulia, las más principales, después de las señoritas de la casa, eran las dos marquesas de Valpierre, la hermana de don Hernando, las de Manso de Zúñiga cuando estaban en el pueblo, y la señorita de San Mederi.
En esta reunión aristocrática cada cual tenía asignado su papel. Don Juan de Galilea y don Hernando resolvían las cuestiones políticas graves. Las señoras, a quienes no preocupaba gran cosa el sistema constitucional ni el rey absoluto, criticaban los acontecimientos y hablaban de las costumbres y de las modas.
Las marquesas de Valpierre eran en esto las más intransigentes. Estas dos viejas solteronas vestían siempre de negro; llevaban toca en la cabeza, y solían dedicarse a hacer media en la tertulia.
Estaban las dos constantemente escandalizadas con los abusos del siglo; para ellas, un lazo azul o verde socavaba los cimientos del orden social, y por ende, como hubiera dicho el señor de Galilea, los del universo.
Según las de Valpierre, el mundo estaba perdido;[76] ya no se respetaban las clases, ni a las señoras; el desenfreno era horrible. Laguardia, para ellas, era una nueva Babilonia, llena de vicios y de impurezas.
Entre la gente de media edad que figuraba en casa de las Piscinas había dos o tres solterones que vivían con sus madres. Uno de ellos, don Luis de Galilea, el hermano de don Juan, se dedicaba a escandalizar a la tertulia con barbaridades y groserías que él consideraba concepciones atrevidas de orden filosófico.
Don Luis era pequeño, tostado por el sol, con los ojos ribeteados y desdeñosos y la nariz arqueada y roja.
El elemento más romántico de la reunión, sin que nadie pudiera disputarle esta preeminencia, era la señorita Graciosa de San Mederi.
Graciosa tenía sus cuarenta años; pero no le parecía decoroso reconocer más de veintinueve. Alta, caballuna, con la nariz larga y los dientes salientes y amarillos, no tenía la pobre señorita físico para producir grandes pasiones; pero si le faltaba físico, indudablemente, no le faltaba corazón.
Graciosa tenía un gran entusiasmo por el vizconde de Arlincourt y por sus novelas. Hubiera andado mejor por el osario del Morar que por el camino de El Ciego o de Logroño, y el monte Salvaje, lugar de románticos paseos del Ermitaño, del vizconde, era para ella más conocido que los alrededores de Laguardia.
Graciosa de San Mederi había leído también una [77] novela de Ana Radcliff, que le produjo gran admiración, y desde entonces no pensaba más que en situaciones extraordinarias y espantosas, en bosques incultos y llenos de misterio, en castillos con subterráneos y almas en pena, en rocas malditas y, sobre todo, en lagos, en esos lagos sombríos y poéticos, en los que se puede navegar una noche de luna, sobre un ligero esquife, mientras se escucha, a lo lejos, el rumor de las locas serenatas.
Desgraciadamente para ella, vivía en un pueblo asentado en lo alto de una colina, en donde no había más lago que aquellas dos charcas que se llenaban con las lluvias del invierno, y en las que no se podía navegar más que en un cajón, y empujando con un palo en el fondo cenagoso, cosa horriblemente antipoética.
La señorita de San Mederi había sido víctima de uno de los militares de la guarnición, del capitán Herrera.
Este capitán, joven andaluz, fué durante algún tiempo el niño mimado de la tertulia de las Piscinas. Se le llamaba Herrerita.
Herrerita cantaba al piano las últimas canciones; Herrerita inventaba juegos de prendas; Herrerita era chistoso, ocurrente, amable. Todo el mundo le consideraba como una alhaja, y Graciosa sentía una gran inclinación por él. Unicamente le reprochaba en el fondo de su corazón el no tener un aire siniestro. Con su bigotillo rubio y su ceceo andaluz, no encajaba en el marco de los héroes de Arlincourt ni de Ana Radcliff.
De pronto, y sin motivo, Herrerita dejó de aparecer en casa de las Piscinas; pasó un día y otro y se supo con gran escándalo que se había presentado en la tertulia liberal de las de Echaluce, donde era obsequiadísimo.
El asombro, la estupefacción de las Piscinas y de sus amigos fué enorme. ¿Qué idea tenía aquel hombre de las categorías sociales? ¿Qué concepto de la sociedad y del mundo?
Se comprendía que hubiera ido a casa de Salazar. ¡Pero a la tienda de Echaluce! ¡Qué vulgaridad la de aquel capitán!
Los contertulios de las Piscinas, en tácito y común acuerdo, decidieron no volver a saludar ya más al traidor, infligirle este severo castigo; pero vieron con asombro que a aquel inconsciente militar no le preocupaba gran cosa la falta de saludo, y que seguía en su inconsciencia tan alegre y tan sonriente.
Era difícil en un pueblo tan pequeño como Laguardia, en donde todo el mundo se conocía y encontraba varias veces en la calle, hacerse el desentendido; sin embargo, la gente sabía fingir el desconocimiento perfectamente; llevaba sus divisiones a punta de lanza.
Había entonces en una casa grande y antigua un teatro que se llamaba el Liceo. Allí se representaban comedias en un acto, en las que tomaban parte las señoritas y caballeros más distinguidos de la localidad.
[79] En aquel estrecho recinto las tertulias tenían sus grupos, y unos eran tan extraños a otros como los osos blancos del Polo Norte pueden serlo de los osos blancos del Polo Sur.
Para representar se elegían las obras más tontas e inocentes, porque había algunas damas, como las marquesas de Valpierre, que eran capaces de encontrar intenciones deshonestas en la culata de un fusil o en el extremo de una bayoneta.
Casi todas las muchachas habían recitado algún monólogo o tomado parte en algún sainete. Graciosa, no; decía que no sentía lo cómico, y no quería representar astracanadas groseras y vulgares. Graciosa sentía lo trágico, lo sublime; varias veces trató de convencer a los jóvenes para que declamaran con ella un trozo de un drama espeluznante; pero nadie quería figurar en la representación, hasta que pudo convencer a Luis Galilea.
La noche de la función hubo risa para mucho tiempo.
Graciosa, tan alta, tan desgarbada, al lado de Galilea, tan bajito, con los ojos redondos y desdeñosos, la nariz de loro, encarnada, y el ademán retador, hacía un efecto muy cómico.
Graciosa creyó que había conseguido un gran éxito, y para completarlo, después del diálogo espeluznante recitó aquel parlamento de Calderón que comienza diciendo:
Graciosa recitaba esta lluvia de piropos calderoniana como si se estuviera enjuagando, de tal ma[80]nera, que la hacía perfectamente odiosa; pero ella pensaba que no sólo sabía darle acentos admirables, sino que además su recitado era una lección para los jóvenes del pueblo, que eran incapaces de declararse a una mujer, llamándola sol, girasol, acero, norte, etc.
Algunos notaron que cuando terminó su tirada de versos Graciosa, el que aplaudió con más entusiasmo fué el capitán Herrera; pero otros afirmaban que al tiempo de aplaudir se veía una sonrisa mefistofélica en los labios del capitán andaluz.
A las muchachas jóvenes, amigas de Corito, Luisita Galilea, Cecilia Bengoa, Pilar Ribavellosa, Antoñita Piscina, todas las señoras y Graciosa las consideraban como niñas. Sin embargo, no era raro verlas mandar cartitas o recados a algún joven, que la mayoría de las veces era oficial de la guarnición.
Si la tertulia tradicionalista aristocrática era una e indivisible, como la República de Robespierre, las tertulias liberales, por el contrario, eran múltiples, cambiantes, de varios matices, representación de las nuevas ideas, por entonces mal conocidas y deslindadas, sin un credo completamente claro y definido.
La primera y más importante de estas reuniones era la del señor Salazar.
El señor Salazar, rico propietario, había sido jefe político con Zea Bermúdez, el ministro partidario del despotismo ilustrado, y aunque esto no abonaba mucho las ideas progresivas del señor Salazar, era liberal a su manera. Se encontraba, según decía,[82] conforme con el moderantismo de Martínez de la Rosa, aunque no lo acompañaba en sus exageraciones sectarias, porque él era, sobre todo, monárquico y católico, y añadía que estaba tan lejos de los procedimientos odiosos de Calomarde como de los delirios insanos de los revolucionarios.
El señor Salazar creía que la sociedad es una máquina que debe marchar; pero consideraba necesario ponerle de cuando en cuando una piedra lo más grande posible, para que se detuviera y reflexionara. El señor Salazar quería que el mundo entero reflexionara, dictaminara y pesara sus actos.
Dictaminar, reflexionar y pesar. En estos verbos estaba reconcentrada toda su filosofía.
El señor Salazar era tan religioso o más que los contertulios de las Piscinas. Se hallaba colocado, con relación a su época, en el puesto más seguro y más fuerte; así que ejercía una gran influencia en Laguardia.
Los oficiales, de comandante para arriba, iban casi siempre de tertulia a su casa; las autoridades que llegaban al pueblo le dedicaban la primera visita.
Sabidos su preponderancia y su influjo, todo el mundo acudía a él en un caso apurado, y la misma gente de la tribu de las Piscinas solía presentarse al señor Salazar con el traje y la sonrisa de los días de fiesta, pidiendo protección cuando la necesitaba.
La tertulia de este hombre importante era trascendental para el pueblo; allí se resolvía lo que había que hacer en Laguardia; se daban destinos, se repartían cargos. El señor Salazar, como todos los políticos y caciques españoles antiguos y modernos, distribuía las mercedes con el dinero del Estado.
Salazar tenía más simpatía por los absolutistas[83] que por los revolucionarios. Con aquéllos se sentía a sí mismo joven y ágil de espíritu; en cambio, con los liberales exaltados se mostraba hosco y displicente.
Menor en prestigio aristocrático, pero mayor en entusiasmo liberal, era la tertulia de Echaluce. Las de Echaluce, cuatro hermanas, una viuda y tres solteras, tenían en la plaza un pequeño bazar, en cuya trastienda se reunían varias personas en verano a tomar el fresco, y en invierno, alrededor de la mesa camilla, a calentarse y a charlar.
Las cuatro hermanas, inocentes como palomas, se creían muy liberales y muy emancipadas; su vida era ir de casa a la tienda, y de la tienda a casa; los domingos, a la iglesia, y cada quince días, a confesarse con el vicario.
Entre los contertulios de la casa de Echaluce había algunos audaces que encontraban bien las disposiciones de Mendizábal, lo que entonces era lo mismo que encontrar bien los designios del demonio.
A esta tertulia había trasladado su campamento el capitán Herrera desde que llegó a Laguardia una sobrina de las de Echaluce.
Esta chica, una riojana muy guapa y muy salada, escandalizaba a la gente laguardiense con sus trajes, que no tenían más motivo de escándalo que algún lazo verde o morado, colores ambos que se consideraban en esta época completamente subversivos y desorganizadores de la sociedad.
La plebe de Laguardia, que era toda carlista, miraba como una ofensa personal estos lazos y tiraba a la chica patatas, tomates y otras hortalizas.
Al principio lo hacían con impunidad; pero cuando apareció Herrerita con su sable, al lado de la muchacha, y vieron que el oficialito estaba dispuesto a andar a trastazos con cualquiera, la lluvia de hortalizas disminuyó, y sólo algún chico, desde un rincón inexpugnable, se atrevía a lanzar a la riojana uno de aquellos obsequios vegetales.
La tertulia de Echaluce, que notaba sobre su cabeza los manejos de la de Salazar, sentía bajo sus pies las tramas del café de Poli.
El café de Poli estaba en el primer piso de una casa de la calle Mayor. Era un sitio grande, destartalado, con dos balcones. Junto a uno de ellos se reunían, por las tardes y por las noches, algunos obreros de la ciudad y del campo que, sin saber a punto fijo por qué, simpatizaban con las nuevas ideas y se habían alistado como nacionales.
Haciendo la competencia a este café, y en el mismo plano social, o algo más abajo, estaba el figón del Calavera, punto de cita del elemento reaccionario rural, ignorante y bárbaro, el más abundante del pueblo.
Por encima del armazón visible de Laguardia, casi fuera del mundo de los fenómenos, que diría un filó[85]sofo, existía el centro del intelectualismo, del enciclopedismo, de la ilustración: la botica. Allí se discutía sin espíritu de partido; se examinaban los acontecimientos desde un punto de vista más amplio, como si hubiera vivido en Laguardia aún don Félix María Samaniego y sus amigos; allí se llegaba a defender la república como la forma de gobierno más barata, y algunos se arriesgaban a encontrar la religión católica arcaica y reñida con la razón natural.
Estos intelectuales de Laguardia tenían su masonería; hablaban fuera del cenáculo con gran reserva de sus discusiones; decían que no querían perder por alguna imprudencia la hermosa libertad que disfrutaban en la botica.
Todos estos diversos centros de Laguardia se espiaban, se entendían, conspiraban, y desde la alta y aristocrática tertulia de las Piscinas hasta el obscuro y sucio figón del Calavera, y desde la prepotente camarilla de Salazar hasta el tenebroso club del café de Poli, había una cadena de confidencias, de delaciones, de complicidades.
Había, además, de las tertulias, centros casi oficiales de la opinión, gente rebelde, indisciplinada, que guerreaba a su manera. Estos merodeadores sueltos eran los más intolerantes. Entre los carlistas se distinguían el Chato de Viñaspre, el Riojano y el Charrico, y entre los liberales, el Tirabeque y Teodosio el Nacional.
La intransigencia agresiva de los dos bandos no la representaban los hombres, sino las mujeres, dos viejas solteronas, que se odiaban a muerte: Dolores Payueta y Saturnina Treviño.
Las dos tenían apodo; a la Dolores la llamaban la Montaperras, y a la Saturnina, la Gitana.
Estas solteronas llevaban la voz cantante de la chismografía de carácter chabacano; propalaban noticias falsas, traían canciones, inventaban frases y apodos; Dolores, contra los carlistas, y la Satur, contra los liberales. Para ellas la cuestión no salía de[88] Laguardia; el liberalismo o el tradicionalismo del resto de España las tenía casi sin cuidado.
Estas dos arpías representaban la parte turbia que hay en todas las sectas y en todos los partidos; en ellas, el odio al enemigo era lo principal; un odio frenético, sin cuartel. Cuando estas mujeres se encontraban juntas en la calle, se esforzaban en demostrarse su desprecio; volvían la cabeza, escupían al suelo. Se hubieran lanzado una contra otra como perros de presa a morderse, a desgarrarse, si hubieran tenido buena dentadura.
Dolores era de posición regular, y se trataba con la gente acomodada del pueblo. Era fea, antipática, marisabidilla, con una voz de falsete que parecía que tenía que salir por detrás de una careta; vestía con trajes claros y ridículos e iba con asiduidad a la tertulia de Echaluce. Cuando reñía, que solía ser con frecuencia, dejaba chiquita a una rabanera. Vivía con tres o cuatro perros, y de aquí debía proceder el apodo de Montaperras, adjudicado por su rival la Satur.
Dolores tenía una adoración especial por el Ejército; los militares le parecían una raza de hombres superiores. Este entusiasmo por la milicia le hacía sentir un odio grande por los carlistas, que se le figuraban no defensores del trono y del altar, sino canalla mal vestida, que intentaba interrumpir el orden y la armonía de una cosa tan bella como la tropa.
Satur la Gitana era más violenta, y quizá por esto menos grotesca.
Vestía siempre de negro; tenía una cara morena y enérgica, y el pelo de ébano, lleno de mechones blancos. La Satur era partidaria de la tradición.[89] Tenía algo de iluminada; los enemigos decían que esto era debido al alcohol; pero no era cierto del todo.
Vivía esta mujer en una casa pequeña, sin criada, completamente sola. Los vecinos solían verla pasar con una cesta; pero en la cesta no se advertía más que el cuello de una botella.
La Satur andaba de noche de casa en casa y de taberna en taberna, propalando sus noticias e intrigando.
Era valiente, atrevida y fanática.
El Chato de Viñaspre, el Raposo, el Caracolero, el Riojano y otros carlistas la obedecían.
Si llegaba a Laguardia algún papel o alguna canción contra el Gobierno, contra María Cristina, o contra algún general liberal, ya se podía apostar que había pasado por las manos de la Satur.
Una vez la denunciaron, ante la autoridad militar, como carlista y propaladora de noticias falsas, y al acudir a presencia del coronel, la Satur no sólo no se turbó ni negó sus ideas, sino, por el contrario, dijo que era carlista a mucha honra, y que María Cristina era una piojosa, que estaba enredada con el hijo de un estanquero, y que los soldados liberales no valían nada.
El coronel, que era hombre inteligente, se rió, y la dejó suelta.
La Satur era una revolucionaria por temperamento: sentía la demagogia negra; creía que el pueblo, su pueblo, formado por pobrecitos aldeanos, todos buenos, infelices, hasta los que pegaban puñaladas, deseaban con ardor el rey absoluto, y que bastaba quitar la Constitución y el Gobierno liberal para que España fuera dichosa y se viviera bien.
En este ambiente de odio político y de enemistades personales, Pello Leguía y Corito Arteaga se dedicaban a mirarse, a hablar de mil cosas insignificantes, que para ellos eran trascendentales, y a escribirse cartas por cualquier motivo.
Seguramente, ninguno de los dos encontraba en la atmósfera de Laguardia los rayos del rencor y de la maldad que cruzaban el aire. Como en el mundo físico hay interferencias, las hay también en el mundo moral para los enamorados y para los que viven en el sueño y en la ilusión.
Corito traía, desde su llegada, trastornados a los jóvenes y a algunos viejos verdes de Laguardia.
Entre los oficiales de la guarnición tenía fervientes adoradores; pero ninguno llegaba a interesarle de verdad como Pello Leguía.
—¿Qué le encuentras a ese muchacho?—le decían sus amigas—. Es guapo, sí; pero tan serio, tan soso.
—Pues a mí me es muy simpático—contestaba ella.
Siempre que salían a pasear con varias personas, Corito y Leguía venían a reunirse y a marchar juntos hablando.
Corito le preguntaba muchas veces si era verdad que iba a casarse con su prima Anita, como decían en el pueblo.
—No. ¡Ca!—contestaba él.
—Pues es una chica bonita y rica.
—Sí; pero ya tiene su novio.
La gente decía que al padre de la muchacha, a Gateluzmendi el cosechero, no le disgustaría casar a su hija con su sobrino Pedro.
Corito coqueteaba con Pello; quería sacarle de su impasibilidad habitual, y lo conseguía; pero al mismo tiempo que él se iba enamorando, ella también se interesaba cada vez más.
Uno de los muchachos que se había hecho amigo de Pello, buscando su arrimo, era Antonio Estúñiga, el hijo de un rico hacendado de Viana.
Antonio Estúñiga era un mozo acostumbrado a imponer su voluntad, violento y cerril; hacía la corte a Luisita Galilea, pero con un amor un poco bárbaro y plebeyo.
Luisita era romántica; estaba bajo la influencia de Graciosa de San Mederi, y ésta le había convencido de que era indispensable someter a prueba al joven Estúñiga. Según Graciosa, para conseguir el amor de una señorita distinguida había que hacer grandes[93] méritos, soportar fatigas, penalidades, y hablar del Norte, del imán, del girasol; no basta decir: «tengo tanto para vivir»; esto era una cosa grosera, vulgar, impropia de gente delicada.
Luisita Galilea estaba convencida de que Graciosa tenía muchísima razón, y, además, y esto era lo principal, le gustaba más uno de los oficiales de Laguardia que el joven Estúñiga, malhumorado y tosco.
—Pero, ¿tú crees que a lo bruto se consigue el cariño de una señorita como yo?—decía Luisita—. Pues estás equivocado.
Antonio tenía, con tal motivo, un malhumor constante. Los melindres de Luisita le indignaban.
Varias veces confesó a Leguía que iba a dejarlo todo y a marcharse al campo carlista.
Pello y Corito, mientras tanto, cantaban el eterno dúo de amor. Laguardia les parecía un lugar lleno de encantos.
Muchas veces Pello tenía que salir a los pueblos próximos para los negocios; había que pasar por entre las tropas y oir el silbar de las balas.
El peligro hacía que Corito se interesase más y más por su novio. Cuando desde las alturas de Laguardia, Pello indicaba por dónde había andado, Corito temblaba y se estrechaba contra él.
Una tarde de a principios de Junio, antes de anochecer, una silla de postas llegó a Laguardia, y se detuvo a la entrada del parador del Vizcaíno.
Pello Leguía y el capitán Herrera, que charlaban y paseaban por delante de la muralla, en el espacio comprendido entre el cuartelillo y la puerta de San Juan, abandonaron el raso que servía, y sirve, de paseo a los curas y desocupados del pueblo y avanzaron hasta el parador del Vizcaíno.
En esta época la llegada de una silla de postas a Laguardia era un acontecimiento que por sí solo servía de motivo de conversación para varios días, cuando no tenía ulteriores consecuencias. No era cosa de dejar pasar un suceso de esta clase sin sacarle algún jugo, y Leguía y Herrera se acercaron a la silla de postas. El mayoral comenzaba a desenganchar los caballos y el viajero acababa de saltar del coche.
Era éste un hombre más bien bajo que alto, vestido de negro, con sombrero de copa. Llevaba en la mano una maleta pequeña y una cartera, que acababa de sacar del coche, la capa doblada sobre el hombro, y andaba cojeando.
El viajero, después de dar sus disposiciones al mayoral, entró en el zaguán del parador y llamó varias veces desde allí, gritando y dando palmadas. Al cabo de un rato apareció la muchacha en la escalera.
—¿Es que sois sordas en esta casa?—gritó el viajero.
—No, señor; no somos sordas.
—Pues lo parece.
—¿Qué quiere usted?
—Un cuarto.
—No hay ninguno. Están todos ocupados.
—¡Bah!
—Sí, señor. No le engaño a usted; están todos ocupados. Tendrá usted que ir a la plaza, al parador de la Rosalía.
—No; no me marcho.
—Pues aquí no hay sitio.
—Mira; llámale al amo, que me conoce.
—Le dirá a usted lo mismo que yo.
—No importa; llámale.
La criada se retiró, y poco después salió el amo, un poco fosco, a la escalera.
—¿Qué es lo que quiere usted?—preguntó—. ¿No le dicen que no hay sitio?
El recién venido subió unos cuantos escalones, para acercarse al posadero, y mostró algo que Pello y Herrera no vieron.
El mesonero cambió de aspecto, y saludando respetuosamente al huésped tomó su maleta y la subió al piso principal.
—Le llevaré a usted a mi cuarto, que es el único que está vacío.
—Bueno.
La deferencia del posadero era bastante extraña, porque no estaba en su costumbre el ser cortés, y trataba a todo el mundo con malos modos.
Como Pello pensaba ir al día siguiente a casa de las Piscinas, y Herrera a la tertulia de Echaluce, ambos con el propósito de enterarse y de llevar una noticia interesante a los amigos, se acercaron al dueño del parador cuando éste bajó de nuevo al zaguán.
—Qué, ¿ha llegado algún viajero?—preguntó Herrera.
—Así parece.
—¿De dónde viene?
—No sé; el mayoral lo sabrá.
—¿No sabe usted quién es, o a qué viene?
—No.
—Pues él ha dicho que le conocía a usted—interrumpió Leguía.
—¿A mí?—preguntó algo sobresaltado el posadero.
—Sí; es cierto—afirmó Herrera.
—¡Ah!... Es verdad..., creo que ha estado aquí hace años.
El capitán se dió por satisfecho con la respuesta; pero comprendió, lo mismo que Leguía, que era un[100] subterfugio del mesonero, pues su manera de recibir al nuevo huésped no era, ni mucho menos, la que acostumbraba a tener con una persona a medias conocida. Indudablemente, el viajero era persona de influencia o muy recomendada.
Volvieron Leguía y Herrera a dar otros paseos por el raso de la muralla, desde el cuartelillo a la puerta de San Juan, cuando al ir a meterse en el pueblo al capitán se le ocurrió acercarse de nuevo al parador a curiosear un poco. Lo hicieron así, y al llegar delante de la casa vieron que por el camino venía un hombre montado a caballo, envuelto en una bufanda.
—¿Quién será este ciudadano que llega a estas horas?—dijo el capitán Herrera—. Me parece un tipo un tanto sospechoso.
El hombre, que sin duda tenía motivos para no querer ser visto, se acercó al parador del Vizcaíno y estuvo mirando a derecha y a izquierda, hasta que entró.
—Vamos a ver quién es—dijo Herrera, decidiéndose rápidamente.
—Vamos.
Se acercaron de nuevo al parador. El hombre sospechoso había entrado en el zaguán, y, sin llamar a nadie, andaba de un lado a otro, como buscando algo.
—¡Eh, buen amigo!—le dijo el capitán—. ¿Va usted de viaje?
—Sí, señor.
—¿Tiene usted papeles?
—¿Se necesitan papeles para pasar por aquí?
—Sí, señor; porque hay mucho carlista disfrazado de persona por esta tierra—contesto el capitán.
El hombre hizo un movimiento brusco; desabotonó su zamarra de piel y, refunfuñando, sacó del bolsillo interior del pecho unos papeles, y eligió de entre ellos uno. Herrera lo tomó en la mano y se puso a leerlo a la luz del farol que alumbraba la entrada de la posada.
Leguía pudo contemplar al tipo sospechoso a su sabor. Era un hombre de unos cincuenta años, afeitado, bajito, con los ojos negros, el tipo sacristanesco. Tenía un aire de astucia y de hipocresía poco agradable.
Después de leer el papel. Herrera se lo devolvió al de la zamarra.
—Es posible que no tenga usted sitio aquí en el parador—le dijo.
—A mí me basta un rincón en la cuadra para dormir—contestó el hombre.
Leguía y Herrera se dirigieron al pueblo; las campanas comenzaban a tocar el Angelus.
—¿Qué clase de pájaro será éste?—preguntó Leguía.
—Algún sacristán carlista de uno de estos pueblos—contestó el capitán—; tiene la pedantería y la suficiencia de todos esos tipos que se creen los depositarios de la verdad.
El capitán Herrera y Pello Leguía entraron en el pueblo y fueron juntos a cenar a la casa de huéspedes. Después de cenar. Pello marchó al almacén de su tío y se dedicó a escribir y a hacer cuentas.[102] Tenía que fijar una porción de asientos en los libros.
Se acordó varias veces de que Corito estaría charlando en la tertulia de las Piscinas; pero no había más remedio, era indispensable tenerlo todo al día.
Trabajó con ahinco sin levantar la cabeza, y concluyó más pronto de lo que esperaba. En las noches que tenía que velar, Pello dormía en casa de su tío.
Al verse libre, cogió la llave, cerró el almacén y se fué a dar una vuelta.
Al pasar por la calle Mayor, por delante de casa de las Piscinas, vió que abrían el postigo y salía a la calle el viajero de negro y de sombrero de copa que había llegado por la tarde, en coche.
El viajero recorrió la calle Mayor; cruzó la plaza; se reunió con un militar que le esperaba, en quien Pello reconoció al capitán Herrera, y juntos salieron del pueblo por la puerta de San Juan.
Al día siguiente era domingo, y Pello fué a misa mayor.
Al pasar por cerca de la iglesia vió que el viajero de luto, a quien la noche antes había visto salir de casa de las Piscinas, entraba en la de Salazar.
Pello se quedó asombrado. Este salto del tradicionalismo arcaico y piscinesco al liberalismo oportunista y salazariano, si alguno lo daba en Laguardia era después de graves vacilaciones, de maduras reflexiones y de mucho tiempo.
El viajero de negro no había necesitado para pasar este Rubicón más que unas pocas horas. Pello pensó en cómo el contagio de los prejuicios hace creer muchas veces en la dificultad de cosas que no tienen nada de difíciles.
[104] Estaba Pello contemplando la casa de Salazar cuando vió al hombre de la zamarra, al que había llegado al parador al anochecer, que paseaba por delante de la casa, mirando al portal.
—Este le espía al otro—se dijo Pello—; ¿qué enredos se traerán entre los dos? No falta más que haya un tercero que le espíe al segundo.
El viajero de traje negro y sombrero de copa salió al poco rato de casa de Salazar y, dirigiéndose a la plaza, entró en la tienda de las de Echaluce. El hombre de la zamarra, haciéndose el distraído, se recostó en uno de los pilares de los arcos de la casa del Ayuntamiento.
De los Piscina a Salazar, de Salazar a los de Echaluce... eran demasiado Rubicones éstos para no llamar la atención de un hombre solo.
Pello se decidió a dejar la misa mayor y a ver qué lugar nuevo visitaba aquel hombre, y dónde y cómo terminaba el espionaje del otro.
Todavía el viajero, siempre seguido del hombre de la zamarra, estuvo una media hora en la botica y un momento en el café de Poli.
Después salió por el portal de San Juan, y el hombre de trazas de pordiosero le siguió con la mirada hasta que le vió llegar al parador del Vizcaíno.
Pello entró en su casa, y después de tomar café se fué inmediatamente a visitar a las Piscinas. Los domingos, la tertulia se celebraba por la tarde; después, al anochecer, se salía a tomar el fresco, generalmente, alrededor de la muralla.
—Ayer no vino usted—le dijo inmediatamente Corito al verle.
—No pude. Tuve que trabajar.
—Estaría usted hablando con la primita, ¿eh?
—No; estuve haciendo cuentas. ¿Cree usted que si hubiera podido venir no hubiera venido?
—Sí, sí; lo creo.
—Pues se engaña usted. Y ustedes, ¿tuvieron alguna visita?
—Sí; ha venido mi padrino.
—¿Su padrino de usted es un señor de negro, bajito, de sombrero de copa?
—Sí. ¿Cómo lo sabe usted?
—Porque le vi venir al pueblo ayer noche. ¿Va a estar algún tiempo aquí?
—No; mañana se va a marchar.
—¿Ha venido para algunos asuntos de familia?
—No sé para qué ha venido. Yo no le pregunto nunca nada.
—¿Viaja mucho?
—Sí; mucho.
Pronto Pello y Corito dejaron esta conversación y hablaron de otras cosas más interesantes para ellos. Al ponerse el sol, como era costumbre la tarde de los domingos, salieron todos a dar el paseo alrededor de la muralla. Corito iba al lado de Pello, muy animada y alegre; Luisita Galilea, coqueteando con un oficial, y sin hacer caso de Antonio Estúñiga, que cada vez estaba más desesperado; Cecilia Bengoa y Pilar Ribavellosa, del brazo.
Al anochecer volvió todo el grupo a los arcos del Ayuntamiento. En esto cruzó la plaza el padrino de Corito y se acercó a su ahijada y le dió un beso en la mejilla.
El viajero saludó a las señoras, y Corito le presentó a sus amigas y a los muchachos que les acompañaban.
—Este joven es un amigo nuestro, Pedro Leguía—dijo Corito, ruborizándose—; nos acompañó a Magdalena y a mí desde San Sebastián.
—¡Hombre, Leguía!—murmuró el viajero—. ¿No será usted de Vera, de Navarra?
—Sí; soy de Vera.
—Y ¿su padre se llamaba como usted, Pedro?
—Sí.
—Entonces le he conocido mucho a él y a su primo Fermín, el Chapelgorri. Pedro Mari Leguía fué muy amigo mío.
Corito iba a presentar a su padrino a Antonio Estúñiga; pero éste, naturalmente huraño y de mal humor, hizo un movimiento brusco y se ocultó detrás de una de las columnas del Ayuntamiento.
Fué una retirada un poco inesperada y cómica, que sorprendió a todos.
—¡Conéjuba!—dijo el viajero, en un vascuence castellanizado, dirigiéndose a Pello y señalando a Estúñiga con el dedo índice.
Corito y Leguía se echaron a reir. Estúñiga se marchó, incomodado.
—¿Sabe usted vascuence?—preguntó Pello al padrino de Corito.
—Poco.
—Ya veo que poco.
—Hombre, ¿por qué?
—Porque ha dicho usted «conéjuba» para decir conejo.
—Pues, ¿cómo se dice?
—«Unchía».
—¿De manera que tú sabes el vascuence bien?
—Sí, bastante bien.
—Tu padre también lo sabía muy bien. ¡Las veces que le habré oído cantar zortzicos en Bayona. ¡Ya hace tiempo! Se va uno haciendo viejo de verdad.
El viajero indicó que se marchaba al parador; estaba enfermo con dolores reumáticos y no le convenía el aire de la noche. Se despidió de Leguía, diciéndole que fuera a verle; dió un beso en la mejilla a Corito, y se marchó renqueando.
Al poco rato, como la sombra, apareció en la plaza el hombre de la zamarra; cruzó por los arcos del Ayuntamiento y entró en la puerta de San Juan.
Antes de despedirse oyó Pello que el señor de la Piscina y el de Ribavellosa hablaban del padrino de Corito.
—Debe ser hombre inteligente, ¿eh?—dijo él, mezclándose en la conversación.
—Mucho.
—¿Es del partido?
—Sí; ¡ya lo creo!—contestó el de la Piscina, con su gravedad acostumbrada—; trabaja infatigablemente por la buena causa.
Sin duda, el padrino de Corito era un carlista acérrimo.
Leguía se despidió de sus amigos; fué a la casa de huéspedes, y después de cenar estuvo charlando con el capitán Herrera. De pronto se acordó que el capitán había hablado con el padrino de Corito la noche anterior, y le preguntó:
—¿Averiguó usted quién era el viajero del otro día?
—Sí.
—¿Quién es?
—Un enviado del Gobierno.
—¿Entonces será liberal?
—Liberalísimo. Un revolucionario impenitente.
Pello no replicó. El padrino de Corito resultaba un tipo raro y ambiguo. Los unos le tenían por carlista entusiasta, los otros por un revolucionario.
No podía ser las dos cosas al mismo tiempo; más fácil era que no fuese ninguna de las dos, y que aparentase, según sus conveniencias, profesar tan pronto una opinión como otra.
Realmente, su actitud era un poco misteriosa. Había estado en casa de las Piscinas, había tenido una conferencia con Salazar y saludado a las de Echaluce. Para que nada faltara estuvo media hora en la botica y un momento en el café de Poli.
Aquel viajero audaz había pasado todos los Rubicones laguardienses como quien salta un charco.
—¿Quién era este hombre? ¿Qué buscaba?
Al día siguiente, por la tarde, trabajaba Pello en el escritorio cuando vió pasar varias veces a Antonio Estúñiga; Antonio se mostraba indeciso, sin atreverse a entrar; pero, al fin, se decidió y, cruzando el almacén, se plantó en el despacho.
—¿Qué hay?—le dijo Pello.
—¿No está tu tío?—preguntó Antonio.
—No.
—¿Te encuentras solo?
—Completamente solo.
—¿Sabes lo que pasa?
—No. ¿Qué pasa?
—Que ese hombre que nos presentaron ayer, el padrino de Corito...
—Sí... ¿qué?
—Que se ha descubierto que es un espía... un traidor que viene a engañarnos.
—¿Quién lo ha descubierto?
—Me lo han dicho.
—¿Quién?
—Un hombre que le va siguiendo los pasos.
—¿Uno con trazas de mendigo?
—Sí.
—¿Afeitado?
—Sí.
—¿Con una zamarra?
—Eso es.
—Le vi cuando llegó; venía tras él.
—Sí, viene persiguiéndole, vigilándole. Cuando salgas de aquí entra en el figón del Calavera y hablaremos con ese hombre de la zamarra.
—Cuando acabe iré.
Pello terminó su trabajo; saludó a su prima Anita, que estaba cosiendo a la luz de una lámpara, y se fué al figón del Calavera.
Era este figón un agujero obscuro y lóbrego, abierto en una callejuela. Tenía varias barricas en el portal y una rama de álamo a la entrada, como muestra. De día estaba alumbrado por una angosta ventana, y de noche por un candil que colgaba de la campana de la chimenea.
Varias mesas negras, con bancos de madera, ocupaban el interior. En un rincón, hablando con el hombre de la zamarra y con Estúñiga, estaban tres hombres. Uno de ellos era el Calavera, el dueño del figón, un Hércules rechoncho, con aire bestial, la cara ancha, la nariz chata y roja, como si acabaran de remachársela a fuego; el pecho y las manos, vellu[111]das. Los otros dos eran tipos maleantes: el Raposo y el Caracolero; los dos carlistas y asiduos contertulios de la casa.
El Raposo, realmente, parecía un zorro: tenía una viveza de rata; la cara afilada, y unos pelos amarillos en el bigote; el Caracolero era flaco, pálido, de aspecto enfermizo, con los ojos legañosos y rojizos; la barba gris, sin afeitar en quince días, y una voz de flauta completamente ridícula.
Pello se acercó a la mesa.
—Siéntate—le dijo Estúñiga.
—Le estábamos esperando a usted—agregó el Raposo.
—¿A mí?
—Este señor—añadió Estúñiga señalando al hombre de la zamarra—nos ha contado las maldades de ese hombre que vino anteayer por la noche a Laguardia.
—¿Tan malo es?—preguntó Leguía.
—Es un canalla, un traidor, un masón—contestó el hombre de la zamarra, con gran solemnidad.
—Y ¿qué es lo que ha hecho?—volvió a preguntar Leguía, a quien, sin duda, estas acusaciones vagas no le parecían gran cosa.
—Ha hecho horrores. Así, que la Policía le busca siempre por conspirador. El dirigió en Madrid la matanza de frailes el año 34; él ordenó la muerte de ciento treinta y tres prisioneros carlistas que estaban en la ciudadela de Barcelona. El sublevó el año pasado Málaga y Cádiz. Por donde va lleva el incendio, la matanza, la ruina, el sacrilegio...
—¡Pues es todo un tipo!—dijo Leguía, no sin cierta admiración.
—¡Sí lo es!—murmuró el Raposo.
—Y ¿cómo se llama ese hombre?—preguntó Leguía.
—Eugenio de Aviraneta.
—Tiene apellido vascongado.
—¡Vete a saber si se llamará así!—exclamó Estúñiga.
—Sí, así se llama—replicó el de la zamarra—. Su nombre es bastante conocido.
—Y ¿serán verdad todos sus crímenes?—preguntó Leguía.
—Lo son.
Y el hombre de la zamarra sacó del bolsillo cuatro o cinco recortes de periódicos en donde se hablaba del infame, del malvado Aviraneta.
El Raposo se puso unos anteojos de hierro grandes, y estuvo leyendo con atención los recortes.
—Y ¿qué intenciones tendrá este hombre al venir aquí?—preguntó el Caracolero.
—Yo creo—dijo el de la zamarra, y acercó su cabeza a la de los demás, como para dar más misterio a la confidencia—que lleva una misión de los masones de Madrid para desunir y sembrar la cizaña entre los partidarios de don Carlos.
—Pero, ¿aquí qué puede hacer?—preguntó Leguía.
—Aquí ha venido de paso; pero no ha debido desaprovechar el viaje. Se ha visto con Salazar y con el señor de la Piscina, de quien habrá sacado datos. En casa de la Piscina tiene confidentes; la vieja y la niña le deben contar lo que se dice en la tertulia.
Estúñiga miró a Leguía, como diciéndole: «Eso va para ti.» Pello, que experimentaba por el hombre de la zamarra una naciente antipatía, notó que este sentimiento se transformaba en odio, al pensar que[113] aquel individuo podía producir algún disgusto a Corito.
—Aquí debíamos jugarle una buena pasada a ese granuja—murmuró Estúñiga, a quien desde la tarde del domingo se le había atragantado el padrino de Corito.
—¿Dónde está alojado ese señor?—preguntó el Raposo.
—En el parador del Vizcaíno—contestó Estúñiga—. Una noche nos quedamos fuera de puertas, al anochecer...
—¿Para qué?—preguntó brutalmente el Calavera.
—Toma, ¿para qué? Para salir del pueblo.
—¡Ja... ja... ja...!—rió el tabernero.
—¿De qué se ríe usted?—preguntó Estúñiga.
—¿Tú crees que nosotros necesitamos quedarnos fuera de puertas?
—Pues si no tendrán ustedes que salir por el portal de San Juan.
—Ni por el portal de San Juan, ni por ninguno. Pregúntale al Raposo.
—¡Silencio!—exclamó el Raposo—. Me parece que estás hablando demasiado, Calavera. Cuando se tiene la cabeza dura como la tienes tú, se espera a que hablen las personas de juicio.
El Calavera refunfuñó y se calló.
—Yo tengo pensado un plan—indicó el de la zamarra—; más tarde hablaremos de eso.
—Y usted, ¿hace mucho tiempo que conoce a Aviraneta?—preguntó Pello.
—Mucho tiempo, mucho. Si no les molesta, en un momento les contaré cómo le conocí. Por esta historia podrán ver los procedimientos que emplea ese bandido de Aviraneta.
—Cuente, cuente usted—dijo Estúñiga.
—Trae un poco de vino, tú—dijo el Raposo al Calavera.
Este se levantó pesadamente, mascullando; volvió con un porrón y lo dejó sobre la mesa.
El hombre de la zamarra bebió un sorbo, se limpió los labios con un pañuelo de hierbas y comenzó la historia.
Soy de bastante lejos de aquí—comenzó diciendo el hombre de la zamarra—, de un pueblo grande de la provincia de Albacete.
La casa de Vargas, la de mis amos, era allí la más fuerte de todos los contornos. «Más rico que un Vargas», se decía en mi lugar cuando se quería ponderar la riqueza de alguna persona acomodada.
La casa de Vargas, en mi tiempo, tenía treinta parejas de mulas, cortijos, olivares, viñedos y leña en el monte para quemar y vender.
Era la familia de mis amos modelo de honradez y de religiosidad: los Vargas varones son siempre caballeros, como las hembras de la familia, recatadas y honestas.
Don Fernando de Vargas, mi amo, era un hombre como va habiendo pocos: educaba a la familia con una severidad conveniente, y se mostraba adversa[118]rio de las peligrosas novedades que quieren implantar en España los impíos.
Don Fernando sabía luchar en todos los terrenos contra los revolucionarios que intentan privarnos de Dios, de la religión y del rey.
—Este hombre, además de servil, es un pedante—se dijo Leguía a sí mismo.
—Don Fernando de Vargas—siguió diciendo el hombre de la zamarra—gastó su fortuna en la restauración gloriosa del año 23 y en los varios intentos posteriores de los realistas para restablecer la monarquía pura.
Su desinterés por el altar y por el trono; su entusiasmo por la buena causa hicieron que sus bienes mermaran de tal modo, que al morir dejó a su familia, formada por su esposa y tres hijos, dos varones y una hembra, en una lamentable situación.
Los usureros se lanzaron sobre las fincas, y se apoderaron de ellas; montes, tierras, viñedos, cortijos, olivares, todo fué a parar a sus manos.
Unicamente quedaron libres la casa, una viña y un molino. La señora de don Fernando y su hija se resignaron a vivir pobremente en el pueblo con los escasos restos de la fortuna, y don Fernando y don Luis, así se llamaban los dos hijos varones, salieron a ganarse la vida.
Yo, que había comido su pan, y que les veía en aquella situación mísera, me decidí a seguirlos.
Don Fernando consiguió un empleo en Aduanas, y con su ayuda, don Luis pudo entrar en el ejército y hacer los gastos necesarios para ingresar en un cuerpo distinguido como el de Artillería.
Por el año 29, don Luis fué enviado de guarnición a San Sebastián, y don Fernando, que tenía un gran cariño por su hermano, consiguió que a él también le trasladaran a la capital guipuzcoana. Los dos y yo nos instalamos en la calle del Campanario, en una casita pequeña, próxima al arco que pasa por encima de la calle del Puerto.
Vivíamos allí tranquilamente; mis señoritos hacían en la ciudad buen papel; eran arrogantes mozos, hombres finos y bien educados.
Yo les aconsejaba que buscaran alguna rica heredera para casarse con ella y poder volver a levantar la casa de Vargas.
Al poco tiempo de estar en San Sebastián, don Fernando y yo notamos que el hermano menor, don Luis, iba por mal camino. Frecuentaba mucho la tertulia de Arrillaga, un comerciante rico, tildado de liberal, e iba al anochecer a la platería de don Vicente Legarda.
Este platero era hombre de ideas revolucionarias, y su casa, un antro donde se reunían Beunza, Orbegozo, Zuaznavar, Baroja, don Lorenzo de Alzate y otros liberales exaltados de San Sebastián.
Al prevenirle don Fernando y yo de los peligros que corría en unión de aquella gente, don Luis nos confesó que estaba enamorado de la hija mayor de Arrillaga, Juanita, y que ella le correspondía.
El liberalismo de don Luis no tenía más causa que ésta: el amor.
Al oir aquella declaración vi que don Fernando[120] quedaba lívido; después comprendí que él también estaba prendado de la muchacha.
Por esta época, en el otoño del año 30, se comenzó a hablar a todas horas de que en París había habido revolución, y después, de que los constitucionales españoles se agitaban más allá de la frontera.
Se decía que Mina con los dos Jáureguis, Chapalangarra, Méndez Vigo, Miláns del Bosch y otros militares desterrados desde el año 23, habían tenido una junta en Bayona, y decidido entrar en España por varios puntos, al frente de muchos miles de hombres.
A mediados de Octubre, una noche que estaba lloviendo a mares, antes de cenar, se presentó un hombre en nuestra casa preguntando por don Luis: era Aviraneta.
Don Fernando me dijo:
—Este tipo me parece sospechoso; vamos a ver qué quiere de mi hermano.
Don Luis había pasado a su visita a la sala. Entramos nosotros en la alcoba, que tenía una puerta excusada, y desde allí don Fernando y yo pudimos ver y oir a Aviraneta.
Aviraneta venía como emisario de Mina; pero al mismo tiempo tenía pensado, por su parte, un plan de conspiración infernal.
Me figuro estar viéndole, a la luz de un velón, hablando y mirando a don Luis, con sus ojos bizcos. Pretendía que inmediatamente que aparecieran[121] las tropas constitucionales delante de San Sebastián se sublevara la guarnición, y algunos de los militares se encargaran de nombrar una Junta revolucionaria, entre cuyos individuos estuviera él, Aviraneta. El objeto de esta Junta era prender a las autoridades y a los realistas de más significación y fusilarlos inmediatamente.
Aviraneta llevaba una lista de las personas que consideraba necesario sacrificar, y entre ellas estaban los sacerdotes de la ciudad.
Don Luis no se prestaba a ayudarle en este crimen. Aviraneta quería convencerle; y cuando vió que era imposible, se caló el sombrero de copa y se marchó, murmurando con despecho:
—No se puede hacer nada. Aquí no hay liberales.
Quince días después, por la madrugada, la Policía llamaba en nuestra casa. Registraron los papeles de don Luis y le prendieron. Le habían encontrado una carta del general Mina dándole instrucciones para el movimiento, que ya había abortado, pues Mina y Jáuregui y los demás huían camino de la frontera, y Chapalangarra había muerto, a tiros, en Valcarlos.
Don Luis, entre bayonetas, fué llevado preso al castillo de la Mota, y sufrieron la misma suerte varios vecinos de San Sebastián, entre ellos dos empleados de Arrillaga. Los peces gordos se escabulleron: ni a Arrillaga, ni a Legarda, ni a Alzate se les encontró: todos habían escapado. Respecto a Aviraneta, la Policía ni le buscó siquiera, pues, a pesar de[122] ser uno de los jefes de la trama, estaba, como siempre, en la sombra.
El pobre don Luis había caído en la red por su entusiasmo amoroso; nos confesó que Juanita Arrillaga, su novia, le había calentado los cascos y animado para que entrase en la conspiración constitucional.
Don Fernando y yo discutimos lo que había que hacer para salvar a don Luis.
La situación era grave. Por el hecho de tener correspondencia con cualquiera de los individuos que habían emigrado del reino, a causa de los crímenes del año 20 al 23, se imponía la pena de dos años de cárcel y doscientos ducados de multa, y si la correspondencia tenía tendencia directa a favorecer proyectos contra el Gobierno, como la encontrada a don Luis, se llegaba a castigar con la muerte.
Don Fernando escribió y fué a hablar a todos sus amigos, que tenía muchos e influyentes en la corte, entre los realistas, y consiguió que el consejo de guerra fuese benévolo con su hermano.
Le condenaron a ocho años de presidio en el Fijo de Ceuta.
Mientras don Fernando estuvo en Madrid trabajando a favor del preso, iba yo todos los días al castillo de la Mota, a la parte alta, que llaman el Macho, a llevar la comida y a hablar por entre las rejas con don Luis. Cuando volvió don Fernando, íbamos los dos.
Los demás presos eran liberales comprometidos en el movimiento. La mayoría creía haber hecho una buena obra conspirando y contribuyendo a la rebelión, y estos desgraciados se pavoneaban y se manifestaban contentos y alegres.
La gente del pueblo, entre la que abundaban los revolucionarios, visitaba y obsequiaba a los presos; en Carnaval hicieron correr los bueyes ensogados, delante del muelle y no en la plaza, para que los prisioneros pudieran verlos desde la terraza del castillo.
Aquellos infames negros nos tenían odio a don Fernando y a mí porque sabían que éramos realistas.
Don Luis escribió varias cartas a Juanita Arrillaga; pero ella no le contestó.
Llegó la época en que tenían que trasladar a Ceuta los prisioneros. Estaba mandado que fueran a pie hasta Cádiz, atravesando toda España, para embarcarse allí.
Preparamos el equipaje de don Luis, y don Fernando y yo decidimos acompañarle.
Don Luis se puso en camino en un estado lastimoso. No tuvimos que andar mucho tiempo; ocho días después de la marcha, al llegar a Lerma, ya no pudo más con el cansancio, y cayó agobiado, sin fuerzas.
Se le dejó en la cárcel del pueblo, donde se le declaró el tifus, y murió a las dos semanas.
Sobre el cadáver de su hermano don Fernando juró vengarse... y se vengó.
—¿Se vengó?—preguntó Estúñiga, con ansiedad.
—Sí, se vengó—contestó el viejo, solemnemente.
El hombre de la zamarra echó un trago del porrón, y continuó así su relato:
—Dos años después había un baile de máscaras en casa del jefe político de San Sebastián. En todas partes se hablaba con gran entusiasmo de la fiesta; estaban concertadas varias bodas que daban mucho que hablar al pueblo, entre ellas la del hijo del jefe político con Juanita Arrillaga, la antigua novia de don Luis de Vargas.
La casa de la Aduana, donde se celebraba el baile, brillaba, llena de luz; por las ventanas, iluminadas, se oía desde la calle el rumor de la orquesta.
Delante de la puerta se amontonaba la gente del pueblo, que veía entrar las máscaras con gran curiosidad. A cada instante se tenía que abrir el grupo de curiosos para dejar pasar a los enmascarados.
En esto, en el momento en que el baile estaba en su mayor animación y algazara, se oyó un grito des[126]garrador tan penetrante, que llegó hasta la calle. Una mujer cayó al suelo.
Fué todo el mundo a ver qué ocurría. Juanita Arrillaga, herida de una puñalada en el corazón, estaba muerta.
—¿Vargas era el asesino?—preguntó Leguía.
—Sí; era él el vengador—replicó el hombre de la zamarra, con voz sorda.
Don Fernando había entrado en el baile enmascarado con un dominó negro; después saltó por una ventana hacia la plaza con el dominó en la mano; me entregó el capuchón y se fué a la fonda. Yo me marché a una posada y escondí el disfraz. Al día siguiente, mi amo y yo estábamos en Francia.
El viejo calló. Leguía estaba irritado; la manera grave y solemne de hablar de aquel hombre, su pedantería y su servilismo le indignaban. Parecía una persona nacida única y exclusivamente para ser criado.
—Y más cosas podría contar donde ha intervenido ese bandido; ese Aviraneta que Dios confunda—dijo el hombre de la zamarra.
—Hay que acabar con él—exclamó Estúñiga, dando un puñetazo en la mesa.
Es lo que yo pretendo—repuso el hombre de la zamarra—. Voy siguiéndole los pasos, y ha de caer. Tarde o temprano ha de caer.
—Tú nos ayudarás, Leguía, ¿eh?—dijo Estúñiga.
—¿Yo? Yo, no. Yo no soy carlista. Allá vosotros.
Y Pello se levantó decidido de la mesa.
—Entonces, si no es de los nuestros, ¿para qué ha venido?—preguntó el hombre de la zamarra.
El Caracolero, que estaba al lado de Leguía, le agarró por el brazo. Pello intentó desasirse; pero como el otro le oprimía con fuerza, le cogió por el cuello, le zarandeó con furia y le tiró contra la pared.
Estúñiga y el Raposo se levantaron a impedirle la salida: el Raposo, armado de una navaja; Pello, que había visto que tras él había una puerta entreabierta, cogió el candil y lo tiró contra los que le atacaban, dejando el figón a obscuras.
Después retrocedió a ganar la puerta. Pasó por un corral estrecho, subió unas escaleras, luego bajó otras, y salió a un portal de la calle de Santa Engracia.
¡Qué tíos más brutos!—murmuró.
Como era la hora en que solía ir a buscar al capitán Herrera, para cenar juntos, se dirigió al portal de San Juan; pero Herrera aquel día había marchado a Logroño.
Pello marchó a cenar solo a su casa. Estaba preocupado; el padrino de su novia corría algún peligro. Quizá este peligro podía alcanzar a Corito.
Después de cenar, siempre con la misma preocupación, salió de casa a dar un paseo. Se le ocurrió acercarse al figón del Calavera. Por una rendija de la puerta vió que el grupo del hombre de la zamarra había aumentado, y que en el grupo estaban la Satur, el Chato de Viñaspre y el Riojano. Por las actitudes de aquella gente parecía que acababan de tomar alguna disposición definitiva.
—¡Qué habrán tramado estos bárbaros!—pensó Leguía.
Poco después la luz del figón se apagó, y los reunidos allí salieron a la calle; pero Leguía no vió ni al de la zamarra, ni a Estúñiga, ni al Raposo, ni al Caracolero.
Esto le dió que pensar. Aquéllos habían salido, indudablemente, por alguna otra parte.
Sin saber qué determinación tomar, pasó por delante de la casa de las Piscinas. La casa estaba cerrada.
Esperó a ver si por casualidad llamaba alguien y aparecía la criada; viendo que no llegaba nadie, cogió unas piedrecitas y las fué sucesivamente tirando a la ventana de la cocina. Se abrió la ventana, y una vieja, la señora Magdalena, se asomó y miró a derecha e izquierda con gana de reñir al que así se entretenía.
—Soy yo, Pedro Leguía—dijo Pello.
—¿Usted?
—Sí; dígale usted a la señorita Corito que le tengo que dar un recado de parte de su padrino.
Se retiró la vieja, y al poco rato salió Corito a la ventana.
—¿Qué me quiere usted, Pedro?—preguntó.
Leguía contó en pocas palabras lo que había oído en el figón del Calavera.
—¿Y qué ha dicho ese hombre de mi padrino?
—Horrores.
—Y ¿han pensado en hacer algo contra él?
—De eso estaban hablando.
—¿Y lo intentarán esta misma noche?
—Así lo han dado a entender.
—Entonces lo mejor es que vaya usted al parador y avise usted a mi padrino del peligro que corre. Lo hará usted, Pedro, ¿verdad?
—Ya lo creo. No tenga usted cuidado.
Pello se despidió de su novia; salió de la calle Mayor, y fué por la plaza a la puerta de San Juan.[131] Entró en el cuarto de guardia y pidió al oficial que le abriera.
—Tenga usted cuidado—le dijo éste—. El cabo Sánchez ha dicho que hace un momento que anda por ahí fuera gente sospechosa.
Pello salió al raso de la muralla. La noche estaba obscura. Avanzó rápidamente. Un instante después se oyó un silbido. Se detuvo. Le pareció que entre los árboles andaba gente; quizá fuera una ilusión, provocada por las palabras del oficial; pero el caso fué que sintió miedo, y en vez de marchar en línea recta siguió deslizándose por la muralla hasta encontrarse cerca del parador. Entonces, abandonando el muro, cruzó de prisa y entró en el zaguán.
Subió las escaleras, y en la cocina preguntó a la criada:
—¿Está ese viajero de negro que vino anteayer?
—¿El caballero?
—Sí.
—En el comedor lo tiene usted.
—¿Hay más gente?
—Sí, dos más; ahora han acabado de cenar y están tomando café.
—Voy a verle.
Pello entró en el comedor, saludó a los tres comensales y se sentó a la mesa. Aviraneta, que estaba leyendo un periódico, le miró vagamente; pero no le reconoció.
Pello pudo contemplar despacio al hombre de quien tantos horrores acababan de contar en el figón del Calavera.
Era Aviraneta un tipo de más de cuarenta años, afeitado, la cara triangular, ancha en la frente y estrecha en la mandíbula; la mirada, profunda, con un ojo que se le desviaba y le dejaba completamente bizco; la nariz, larga, arqueada, huesuda; la boca, de labios pálidos y finos; el pelo, que empezaba a blanquear en las sienes. Tenía el perfil clásico del diplomático sagaz; parecía un hombre todo inteligencia, claridad y astucia. Vestía de negro, a la moda de la época, levitón entallado, de ancha solapa, corbatín de muchas vueltas y sombrero de copa grande, echado hacia la nuca, dejando ver la calva.
Estaba ensimismado, y mientras leía el periódico a través de una lente que tenía en la mano izquierda, agitaba de cuando en cuando con la mano derecha la cucharilla del café en la taza.
A Pello le pareció un pajarraco, una verdadera ave de rapiña.
Los otros dos comensales, que tenían aspecto de campesinos acomodados, se levantaron, dieron las buenas noches y salieron del comedor.
Leguía miró hacia el pasillo, por si se acercaba alguno, y viendo que no venía nadie, se levantó, y dijo:
—¡Señor Aviraneta!
—¡Eh!—exclamó el hombre, sorprendido—. ¿Quién es usted?
—Yo soy Pedro Leguía, y vengo de parte de Corito a decirle que aquí está usted en peligro.
—Pues, ¿qué pasa?
Leguía contó lo ocurrido en el figón del Calavera. Aviraneta escuchó sin dar señales de sorpresa.
—¿Y cómo es ese hombre de la zamarra?—dijo.
Pello dió sus señas.
—No; pues no recuerdo haber visto a ese tipo—murmuró Aviraneta—. Y ese Estúñiga, ¿quién es?
—Es un muchacho de aquí.
—¿Carlista?
—Muy carlista.
—Y ¿qué motivo de odio tiene ese joven contra mi?
—Que ayer, cuando iban a presentarle a usted, se escondió detrás de una columna, y usted se burló de él llamándole conejo.
—Es verdad. ¿Es rencoroso?
—Mucho.
—Cualquier cosa puede hacer de un hombre un enemigo—dijo Aviraneta—; luego preguntó: ¿Estará el capitán Herrera en la puerta de San Juan?
—No; me han dicho que Herrera se ha marchado a Logroño con el amo de esta casa.
—¿Con el de aquí?
—Sí.
—¿Probablemente, también con el hijo?
—Con seguridad.
—Entonces, ¿estamos solos?
—Alguien habrá en la casa.
—No; no debe haber más que estos dos hombres que han salido, y que no sabemos quiénes son, y yo.
—Lo mejor será refugiarse en el pueblo—dijo Leguía—. Vámonos.
—Es tarde. Habrá que esperar un cuarto de hora, lo menos, a que nos abran, ahí en la obscuridad... y mientras tanto!...
—Se llama desde aquí mismo.
—No; armaríamos un escándalo.
—Pues yo me voy—dijo Pello.
—Espera un momento, por si acaso.
Aviraneta apagó la lámpara; luego abrió el balcón y se asomó a él, tendiéndose en el suelo. Leguía hizo lo mismo.
Estuvieron con el oído atento cinco minutos.
—Anda gente por allí, entre los árboles, no tiene duda—murmuró Aviraneta.
—Sí; hay cuatro o cinco, por lo menos—afirmó Pello.
—Los del figón.
—Y ¿cómo habrán salido?
—Tendrán algún agujero en la muralla.
—Eso ha dado a entender el Calavera; pero no lo creía.
—El hombre de la zamarra, ¿duerme aquí?—preguntó Aviraneta.
—Sí.
—Vamos a advertir en la casa que no abran si llaman. Si tú quieres, vete; pero no me parece prudente.
—No, no; yo me quedo.
Aviraneta entró en la cocina y dijo a la dueña que había gente sospechosa por allí cerca, y que no abriera si alguien llamaba.
—¡Dios mío! ¿Qué pasa?—preguntó el ama.
—Que anda una bandada de pillos por ahí merodeando.
—¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Y mi marido y mi hijo fuera! ¡Jesús!
—Bueno, bueno; vamos a echar la barra a la puerta.
La criada y la dueña bajaron al zaguán alumbrándose con el farol, y Aviraneta y Leguía sujetaron la puerta.
—¿Han cerrado ustedes balcones y ventanas?—preguntó Aviraneta a la dueña.
—Sí.
—¿Los dos huéspedes se han retirado?
—Sí, señor.
—¡Bien. ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches! ¡Jesús, Dios mío!
La patrona subió las escaleras, con la criada, hasta el piso segundo, y se le oyó lamentarse durante largo rato.
Pasado un instante, Aviraneta volvió a encender la lámpara del comedor, y cogiéndola con la mano derecha, dijo:
—Vamos ahora a explorar el terreno.
Aviraneta salió al pasillo y abrió una puerta. La puerta daba a una sala. Entró en ella. Era un cuarto de esquina, con un ancho balcón; tenía en el fondo dos alcobas: una, la más interior, sin ningún hueco hacia afuera; la otra, con una ventana que caía enfrente de la muralla.
—Creo que este cuarto es el más estratégico—dijo Aviraneta.
—Tiene el inconveniente de que está ocupado—advirtió Leguía, señalando un baúl y una caja, puestos en el suelo.
—Aquí estuvieron anoche un señor de Viana y su hija; pero cuando a esta hora no han venido, es que no se encuentran en Laguardia.
—Si por casualidad llegan dirán que tenemos la gran frescura.
—¡Pse! ¿Qué importa? Voy a coger mis maletas y a traerlas aquí.
—¿Guarda usted cosas importantes dentro?
—¡Importantísimas!—contestó, bromeando, Aviraneta.
Fueron a un cuarto del otro extremo, y entre los dos trasladaron el equipaje.
—Aquí estamos mejor—murmuró Aviraneta—; podemos primero hacernos cargo de las intenciones de esa gente. ¿Que entran aquí, en esta sala? Nos refugiamos en la alcoba. ¿Que llegan a forzar la puerta de la alcoba? Podemos descolgarnos por la ventana.
—Esta puerta de la sala no es nada fuerte—dijo Leguía—; si lo intentan, la podrán romper fácilmente.
—Sí; en cambio, la de la alcoba es sólida como una poterna—añadió Aviraneta—: una tabla de roble seca, magnífica.
Leguía inspeccionó la puerta.
—Tiene el inconveniente—dijo—que la cerradura no marcha.
—¿No?
—No. Aquí estoy haciendo esfuerzos con la llave, y no puedo.
—Se le podría poner una tranca. A ver si en la cuadra hay algún palo.
Bajó Pello con una vela encendida, y volvió al poco rato con una rama gruesa al hombro y un fusil en la mano.
—¿Dónde has encontrado esta espingarda—le preguntó Aviraneta.
—En la escalera.
—¿Funcionará?
—Véalo usted.
—Sí funciona, marcha muy bien. Es un buen hallazgo. Preparémonos. Cierra la puerta con llave.
Leguía cerró la puerta de la sala. Aviraneta se sentó delante de un velador; puso el maletín en una silla, lo abrió y sacó del interior una pistola de gran tamaño, un frasco de pólvora y una caja de pistones. Luego desdobló un periódico, echó allí la pólvora, y fué cargando las armas con gran cuidado, metiendo con la baqueta tacos de papel. Después sacó un plomo, y con un cortaplumas lo cortó en pedazos. De estos proyectiles puso dos en la pistola y cuatro en el fusil.
—Cualquiera diría, al verle cargar así, que está usted acostumbrado al trabuco—dijo Leguía.
—Y no diría mal—contestó Aviraneta.
—¡Hombre!
—Sí.
—¿Dónde ha empleado usted el trabuco? ¿En Sierra Morena?
—No; en la provincia de Burgos. El trabuco no sólo ha sido arma de bandidaje; también ha sido arma patriótica.
Aviraneta, que había concluído de cargar el fusil y la pistola, los dejó con cuidado encima del velador. Después sacó del fondo de su maletín un puñal y un cordón de seda, de diez a doce varas.
—Ahora veremos lo que nos reserva la noche—murmuró sonriendo con aire de fuina.
—Veremos—repitió Pello.
—Tú no te alarmas, ¿eh?
—Yo, no. Como diría el otro: ¿para qué?
—Me gustan los hombres templados. Reconozcamos nuestros medios de defensa. ¿La puerta se cierra bien con la tranca?
—Sí; pero se tarda mucho en sujetarla.
—Entonces haz una cuña que pueda entrar y salir por encima del picaporte. ¿Comprendes?
—Sí.
—De manera que en un momento se pueda cerrar.
—Bueno; ahora mismo la hago.
Pello, con el cortaplumas, estuvo cortando un trozo de madera.
—¿Está bien?—dijo, haciendo que el trozo de madera entrase y saliese con facilidad en la abrazadera del picaporte.
—Muy bien—contestó Aviraneta—. Ahora quedemos de acuerdo en lo que vamos a hacer. Esta gente entrará en la casa por la puerta o por algún balcón. Si el hombre de la zamarra se ha enterado antes del cuarto que yo ocupaba, lo que es muy probable, irá directamente al extremo del pasillo. Es casi seguro que le oigamos, y entonces nos preparamos. Encendemos la vela y la llevamos a la alcoba. Dejamos la lámpara en este velador y ponemos delante de la puerta de la sala dos o tres muebles. Desde la entrada de la alcoba veremos lo que esos hombres hacen. ¿Que fuerzan la puerta de la sala y pasan adentro, derribando los trastos? Pues desde aquí, tú con la pistola, yo con el fusil, les soltamos dos tiros, nos metemos en seguida en la alcoba, cerramos y atrancamos la puerta. ¿Está entendido?
—Entendido.
—¿Te parece bien?
—Muy bien.
—¿No encuentras ninguna dificultad?
—Ninguna. Lo único que se me ocurre es que me parece mejor que metamos la lámpara en la alcoba y dejemos la vela aquí; la vela les ha de durar menos que la lámpara.
—Está bien pensado eso, Pello. No nos conviene que tengan una luz clara y constante.
—Y hasta podríamos hacer...
—¿Dejar un cabo de vela sólo?
—Eso es.
—Que durará lo bastante para disparar sobre ellos.
—Exacto.
—Veo que nos entendemos admirablemente.
—¿Y la segunda parte?
—La segunda parte la iremos pensando después.
—Bueno. ¿Cierro la puerta?
—Sí, ciérrala. Vamos a poner el sofá y la mesa de barricada.
Los dos, de puntillas, sin hacer ruido, llevaron los muebles delante de la puerta del cuarto.
—¿Qué hacemos ahora?—preguntó Leguía.
—Ahora, nada. Si quieres, puedes dormir un rato, Pello. Echate en la cama, y si no hay novedad, luego me echaré yo.
Pello se tendió, y al poco rato estaba dormido. Aviraneta se quedó leyendo a la luz de la lámpara.
Acababan de dar las doce en el reloj de la iglesia de San Juan cuando se oyeron golpes en la puerta.
—¡Ya están ahí!—dijo Aviraneta, y, acercándose a Leguía, le zarandeó fuertemente—. ¡Eh, Pello!
—¿Qué pasa?—preguntó Pello, asombrado.
—Levántate.
Leguía se despejó pronto.
—¡Ya los tenemos ahí!—exclamó Aviraneta.
Los dos escucharon en silencio.
—Hablan con la criada—dijo Leguía.
—Sí. A ver, a ver qué es lo que quieren.
—¿Quién es?—decía la criada.
—Soy yo—contestó una voz de fuera—. Abre.
—Me ha dicho el ama que no abra a nadie.
—Si estoy aquí hospedado.
—No importa.
—Vamos, no seas tonta.
—Que no, que no; me ha dicho el ama que no abra a nadie.
Quedó todo tranquilo.
—Esta gente no se marcha sin intentar algo—murmuró Aviraneta.
—Creo lo mismo—dijo Pello.
Al cabo de poco tiempo Leguía notó ruido de pisadas en el balcón del comedor; luego crujió una madera, y poco después se sintieron pasos muy suaves en el suelo.
—Han abierto—dijo Aviraneta.
—Sí.
—Ya han pasado.
—¿Adónde irán?—preguntó Pello.
—Van allí, al cuarto donde yo estaba—contestó Aviraneta.
Pasó largo rato; de pronto resonó un grito, que se ahogó en seguida; luego, un rumor de lucha, y quedó todo nuevamente en silencio.
Transcurriría más de un cuarto de hora; volvieron a oirse pisadas en el corredor, crujido de maderas en el suelo y un murmullo quedo de voces. Aviraneta y Leguía estaban con la mayor ansiedad, con la respiración contenida. De repente, alguien se acercó a la puerta de la sala y dió un golpe. Aviraneta y Leguía se estremecieron. Luego, el golpe se repitió más fuerte:
—¡Don Eugenio! ¡Don Eugenio!—dijo una voz.
—¿Quién es?—preguntó Aviraneta, que en un momento recobró la sangre fría.
—Una carta que traen para usted.
—¿A estas horas?
—Sí; abra usted.
—¡Ya voy, ya voy!
Aviraneta, en voz baja, murmuró:
—Pello, enciende la vela.
Leguía la encendió en la lámpara, y de puntillas llevó ésta a la alcoba y dejó el cabo de vela sobre el velador.
—Pero, ¿no abre usted?—dijo la voz de fuera.
—Es que no encuentro las zapatillas—contestó Aviraneta—. Lo mejor será que echen la carta por debajo de la puerta.
—No, no; me han dicho que se la entregue a usted en su propia mano.
—Pues entonces será mejor que espere usted a que me vista.
Aviraneta cogió la escopeta y Leguía la pistola, y se colocaron en la entrada de la alcoba.
Al ver que no abrían, los asaltantes debieron sospechar algo.
—Hala, y no perdamos tiempo—dijo la voz del hombre de la zamarra.
Un hierro penetró entre la puerta y su jamba, a martillazos; por la abertura entró el extremo de un garrote; las tablas ligeras crujieron violentamente; de repente, con un estrépito terrible, cayó el sofá, el velador y la puerta al suelo.
Varios hombres aparecieron en la sala, y al mismo tiempo sonaron dos tiros. Al instante, Aviraneta y Leguía retrocedieron a la alcoba, cerraron la puerta y sujetaron el picaporte con la cuña.
Alguno de los asaltantes debió quedar herido, porque se oyó un grito de dolor y de rabia.
—Hay más de uno—dijo la voz chillona del Caracolero.
—Y están bien armados—murmuró el Raposo.
—No importa. Son nuestros—gritó el hombre de la zamarra—; y nos la van a pagar.
El hombre de la zamarra intentó mover el picaporte; pero estaba fijo. Leguía, con la ayuda de Aviraneta, colocó la tranca en la puerta.
Los asaltantes la empujaron con el hombro; pero la puerta no se movió ni cedió lo más mínimo.
—Está admirablemente—dijo Aviraneta, y llevó la lámpara encima de la mesa de noche, y a la luz cargó el fusil y la pistola con el mismo cuidado y minuciosidad que si estuviera en una escuela de tiro. Después abrió la ventana y ató en uno de los pernios el cordón de seda.
El silencio de los de dentro alarmaba a los que intentaban entrar. De pronto se notó que la vela se les había consumido y apagado, y empezaron a encender fósforos.
Uno de los asaltantes comenzó a introducir un formón por la juntura de la puerta a golpes de martillo; pero la puerta de la alcoba era de roble, de una pieza, y se notaba, además, que el pulso del que martilleaba no estaba muy seguro.
—Creo que vamos a poder dormir aquí—dijo Leguía, frotándose las manos.
Acababa de decir esto cuando se oyeron pasos en la alcoba próxima, y después sonaron tres o cuatro puñetazos en el tabique. Alguno lo sondeaba, sin duda, suponiendo que sería más fácil entrar por él en el cuarto, abriendo un agujero. Aviraneta, de pronto, cogió la lámpara y se acercó a mirar las paredes. Luego dejó la luz en el velador, y rápidamente tomó el fusil, salió a la ventana y disparó al aire. En aquel momento se oyó el alerta de un centinela.
El hombre de la zamarra y su gente debieron quedar sorprendidos por el disparo.
El centinela de la muralla lanzó un grito de alarma y disparó también.
Leguía le miraba a Aviraneta, asombrado. Aquel hombre parecía haber perdido de repente su sangre fría.
—Habrá que descolgarse—dijo varias veces.
Aviraneta esperó unos segundos; luego, sacando el cuerpo por la ventana, comenzó a gritar:
—¡Sargento! No son más que tres o cuatro. Que rodeen la casa, y los cogen.
Los asaltantes se creyeron presos; echaron las herramientas, bajaron las escaleras y huyeron. Aviraneta salió del cuarto y desde el balcón del comedor les disparó un tiro. Tardó más de media hora en llegar la patrulla. Venía un pelotón de treinta soldados con un sargento. Aviraneta salió a recibirlos, y volvió poco después a la sala, donde había quedado Leguía.
—La verdad—dijo Pello, al verle—, no he comprendido esta última maniobra.
—¿No?—preguntó Aviraneta, sonriendo y liando su cordón de seda verde sobre la hoja afilada del puñal.
—No. ¿Para qué pedir auxilio sin necesidad? ¿No nos bastábamos nosotros para defendernos? Creo que ha hecho usted una tontería, don Eugenio.
Aviraneta no respondió. Cogió la lámpara e invitó a Leguía a entrar en la alcoba interior, contigua a la que habían estado ellos; luego penetró hasta el fondo del cuarto, se acercó a la pared, dió un empujón y abrió una puerta de escape que comunicaba las dos alcobas.
—¿Y cómo ha notado usted que había esto?—dijo Pello.
—Cuando uno de ellos comenzó a golpear el tabique, inmediatamente se me vino la idea de si habría alguna comunicación; cogí la luz, y vi el marco de la puerta rebozado de cal; antes de que el que golpeaba llegara al fondo de la alcoba con su sondeo y notara la puerta, disparé. Me pareció mejor que descolgarse y andar por el campo cogiendo el relente.
—Retiro lo de la tontería, don Eugenio. Es usted un hombre de recursos.
Aviraneta sonrió, satisfecho.
El pelotón de soldados que acababa de llegar, al mando de un sargento, reconoció la casa. La criada y el ama, encerradas en su cuarto, estaban muertas de miedo.
Al ver a Aviraneta, el ama exclamó:
—Creí que le habrían matado a usted, don Eugenio.
Pues ya ve usted, todavía vivo. Y los dos huéspedes de anoche, ¿están en casa?
—Sí.
—No creo que tengan el sueño tan duro que no se hayan despertado con este alboroto.
Fueron al cuarto de los dos huéspedes, y se encontraron con un espectáculo horrible: uno de los hombres estaba muerto, cosido a navajadas, en la cama; el otro, en el suelo, desnudo, atado y amordazado. Le quitaron las ligaduras, y pudo contar lo ocurrido. Se había despertado y encontrado con cinco hombres desconocidos que le ataron y amordazaron. Al mirar hacia la cama de su compañero le vió muerto y bañado en sangre.
Se quedaron doce soldados y un cabo en la casa, y los demás hicieron un reconocimiento por los alrededores de la muralla y por los viñedos próximos; pero no encontraron a nadie.
—Bueno. Esto se ha concluído—dijo Aviraneta—. Dormiremos un rato, ¿eh?
—Me parece una buena idea—contestó Pello.
Y el uno en una alcoba y el otro en la otra se tendieron en la cama.
Al día siguiente, Aviraneta se levantó temprano. Abrió el balcón de la sala para que entrara la luz, y estuvo contemplando las huellas del combate de la noche anterior; una de las balas se había incrustado en la pared; la otra, hecho trizas un espejo.
En el suelo quedaban manchas de sangre.
Aviraneta salió al pasillo de la casa; en un cuarto del fondo, alumbrado con cuatro velas, estaba el cadáver del hombre asesinado por la noche.
Aviraneta volvió a su cuarto, impresionado.
—Se va uno haciendo viejo—murmuró—. Estas cosas ya me hacen efecto.
Aviraneta se acercó a la alcoba donde se había acostado Leguía, y quedó asombrado al verle dormir tan profundamente.
—¡Cómo duerme! A éste no le preocupa mucho que haya un muerto en la casa.
Aviraneta se lavó y se afeitó, y al dar las ocho llamó a su compañero.
—¡Eh, Pello! Ya has dormido bastante.
Leguía, desde la cama, entre dos bostezos, dijo:
—¿Qué hora es?
—Las ocho han dado ahora mismo.
—Habrá que vestirse.
—¡Claro!; no te vas a estar todo el día en la cama. Además, ten en cuenta que pueden venir los verdaderos huéspedes de este cuarto.
Pello se sentó en la cama.
—A ese pobre hombre le han matado por equivocación—murmuró Aviraneta, en tono sentimental.
—¿A qué hombre?
—Al de ayer. ¿A cuál va a ser?
—¡Ah!
—¿Ya no te acordabas?
—Sí. ¿Y dice usted que le han matado por equivocación?
—¡Claro! El golpe iba dirigido a mí.
—¡Pse! Yo creo que todo el mundo muere igual—replicó Leguía, con indiferencia, mientras se ponía los pantalones.
—Veo que eres un bárbaro, Pello.
—Hay que ser filósofo. A uno también le tocará su hora, y por eso no se estremecerán las esferas.
—Esa indiferencia en un muchacho joven como tú me parece horrible. Si ahora eres así, ¿qué será cuando tengas mi edad?
—Seré una especie de Aviraneta—replicó Leguía con viveza.
—Eres un cínico, Pello.
—Y usted un intrigante y un incendiario, como ha dicho el hombre de la zamarra.
—Voy a mandar que te fusilen, Pello.
—Yo voy a hacer que le cojan a usted los jesuítas por masón.
—Eres un bárbaro, Pello.
—Y usted un bandido.
—Muy bien; le diré a Corito que me has insultado.
—Yo le diré que quien me ha insultado ha sido usted.
—No te creerá.
—Ya la convenceré.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Voy al almacén, a casa de mi tío.
—Espera un momento. Te voy a hacer una proposición.
—Venga la proposición.
—¿Quieres venir conmigo, sí o no?
—¿A qué?
—Eso te lo explicaré más tarde. Si vienes conmigo, trabajaremos juntos, intrigaremos juntos, quizá tengamos que defendernos juntos...
—Muy bien; nos defenderemos juntos...
—Yo no, porque soy viejo...
—¡Hombre, no es usted viejo!
—Tengo cuarenta y seis años, y he vivido bastante. Yo, no; pero tú puedes llegar a ser lo que quieras: general, ministro, archipámpano... Yo te ayudaré... ¿te conviene?
—Me conviene. ¿Me protegerá usted también para casarme con Corito?
—Eso es cosa tuya y de ella; pero, en fin, si eres buen chico, se te protegerá.
—Entonces no hay que decir más. Soy de usted en cuerpo y alma.
—Muy bien. Está hecho el pacto. Venga esa mano.
—No vaya usted ahora a convertirse en algún demonio y empezar a echar llamas de azufre, señor de Aviraneta.
—No tengas cuidado, Pello. Soy un buen diablo. Vete a despedirte de tus amigos, y ya sabes, a la tarde nos vamos.
Leguía se contempló un momento en un trozo de espejo, se caló el sombrero de copa y salió del parador.
Momentos antes de las doce se presentó Leguía en el parador. Aviraneta, sentado en el zaguán, contemplaba las gallinas que picaban en el estiércol y a dos perros que retozaban, ladrando.
—Está uno dispuesto para la marcha—dijo Pello—; he concluído las despedidas.
—¿Qué te han dicho?
—Nada. Mi tío lo ha sentido. Su familia y él me tenían afecto.
—Y a Corito, ¿la has visto?
—Sí.
—¿Qué dice?
—Dice que la voy a olvidar si me marcho por ahí.
—¿Y serás bastante granuja para eso?
—¡No! ¡Ca!
—Realmente, hago mal en sacarte de este pueblo. Aquí tienes amigos, personas respetables que te estiman..., que te quieren... Creo que es un disparate que salgas de Laguardia.
—¿A usted le parece buena esta vida, de verdad?
—Sí, ¡ya lo creo!; la mejor.
—Pues nada, nos quedamos los dos. Rezaremos el rosario por la tarde; iremos a casa de las Piscinas; usted hablará con don Juan de Galilea acerca del sistema constitucional, y con las marquesas de Valpierre de que Laguardia está perdido...
—Creo que te permites burlarte de mí, Pello.
—No, nada de eso; no hago más que empezar a desarrollar los encantos de la vida tranquila. Además de que don Juan de Galilea es hombre muy ameno, sobre todo cuando dictamina y encuentra que esto no empece para lo otro.
—Sí, sí, búrlate.
—¡Yo burlarme! ¡Yo, que he aguantado a pie firme discursos de dos horas seguidas, sin desmayar!
—¿De manera que lo que tú quieres es conspirar, intrigar, andar a tiros?
—Robar algo bueno si se tercia.
—Seducir infelices doncellas...
—Desvalijar las iglesias...
—Asaltar los conventos...
—Comer bien...
—Beber mejor...
—Jugarse las pestañas...
—Pello, permíteme que te lo diga, eres un bandido.
—Y usted otro.
—¿De manera que para ti la moral no es nada?
—¡La moral! Es una cuestión de estómago, don Eugenio.
—¿Cómo de estómago?
—Sí; de estómago. Se tiene el estómago malo, pues es uno moral, porque no tiene uno apetito; pero se tiene buen estómago, y es uno inmoral necesariamente.
—Y ¿tú eres inmoral?
—En este momento, sí, porque tengo apetito.
—¡De manera que para ti la moralidad es un catarro gástrico... ¡Qué teorías! Eres un pagano, Pello. Bueno, vamos a comer.
Entraron en el comedor. Aviraneta se sentó en la cabecera y Leguía a su lado.
—Tendrán ustedes que esperar un rato—dijo la dueña de la casa.
—¿Por...?
—Porque van a venir unos militares.
Leguía torció el gesto.
—¡Demonio! Nos van a fastidiar. Tardarán mucho?
—No, no; ahora mismo van a llegar.
Aviraneta, para hacer tiempo, sacó un plano del bolsillo y comenzó a estudiar el itinerario que tenían que seguir, en coche, hasta Santander. Leguía se puso a silbar, mirando el techo.
Un momento después se oyeron pisadas fuertes en la escalera, acompañadas de un murmullo de[158] voces, y entraron cerca de veinte hombres en el comedor.
Aviraneta no levantó la cabeza del plano.
Leguía contempló indiferente a los oficiales que entraban. Eran tipos atezados, negros por el sol; de aspecto enérgico y decidido. El jefe, sobre todo, llamaba la atención por su mirada profunda y fuerte. Hombre más bien bajo que alto, fornido y macizo, tenía esos movimientos lentos y al mismo tiempo seguros del hombre del campo.
Llevaba zamarra de piel al hombro, a manera de dolmán; boína blanca, grande, que le sombreaba los ojos; el pulgar de la mano derecha apoyado en la cadena del reloj. Debajo de la zamarra se veía la faja azul; a los lados, dos pistolas y el sable al cinto.
No se podía saber la graduación de aquel oficial, porque no llevaba insignias de mando; andaba de un lado a otro, como un lobo, y en su paso había la decisión del hombre que cree que no puede encontrar obstáculos en su marcha.
De pronto el jefe, apartándose de sus oficiales, que estaban de pie a la entrada del comedor, quedó mirando fijamente a Aviraneta.
—Algún otro conflicto tenemos—pensó Leguía.
El jefe se fué acercando a Aviraneta y le puso la mano en el hombro. Aviraneta levantó los ojos y dejó la lente sobre la mesa.
—¡Demonio! ¡Martín!—exclamó—. ¡Tú por aquí!
—¡Aviraneta! ¡Eugenio de Aviraneta! Ya sabía yo que te conocía. ¿Qué vienes a hacer por Laguardia?
—Estoy de paso. Voy a Francia.
—A intrigar, ¿eh?
—Parece que lo sabes.
—Me lo figuro. ¿A favor de los carlistas o de los liberales?
—Soy más liberal que tú, Martín—replicó Aviraneta—, aunque no tan bárbaro.
—Sólo a ti te permito decir esas cosas. Si fueras otro, te mandaría fusilar delante de la muralla.
—Lo creo.
—¿Me consideras cruel?
—Lo eres.
—Mala opinión tienes tú de mí, Eugenio.
—Peor la tienes tú de mí, Martín.
—Es que no te veo claro.
—No lo soy cuando no lo puedo ser.
—¿Ni con los amigos?
—Ni con los amigos. Cuando mis secretos no son míos no se los comunico a nadie.
—Está bien. ¿Sabes que me han hecho coronel?
—Lo sé—dijo Aviraneta—; lo sabía antes que tú.
—A ver, explica cómo puede ser eso.
—Un ministro que tú conoces me dijo, hace meses: «Le vamos hacer coronel a Martín, al amigo de usted. ¿Qué le parece a usted?» Yo le contesté: «¡Muy mal!»
El jefe y sus compañeros quedaron asombrados. Aviraneta, cuando pasó un momento, añadió:
—¡Muy mal!—le dije—; creo que le deben ustedes hacer general.
La actitud de los oficiales cambió por completo, y algunos se echaron a reir a carcajadas.
—A éste no le conocéis—dijo el coronel, señalando a Aviraneta—; éste es el granuja más granuja que hay en el mundo.
—Y el liberal más liberal de todos los españoles.
—¿Qué piensas hacer, Aviraneta?
—Pienso comer.
—¿Y luego?
—Luego tomar el coche y marcharme a Santander.
—¿Irás por Miranda?
—Sí.
—Pues hasta Labastida te acompañaré.
—Bueno. ¿Os falta alguno para venir a comer?
—No.
—Pues entonces, manda que traigan la comida, porque este amigo y yo estamos ya con hambre.
—¡Patrona! A ver esa sopa.
Aviraneta y Leguía habían conservado los puestos que ocupaban en la mesa.
El jefe se sentó a la derecha de Aviraneta, y los demás oficiales se fueron acomodando donde les vino bien.
—¿Este joven es amigo tuyo?—preguntó el jefe a Aviraneta.
—Sí, es mi secretario; Pedro Leguía. Pello, este coronel es el famoso Martín Zurbano, terror de los carlistas.
Leguía se levantó; Zurbano hizo lo mismo, y se estrecharon la mano gravemente.
Rezo el Benedícite?—preguntó Aviraneta, tomando una actitud compungida, de cura.
Zurbano contestó con una blasfemia.
—Déjalas para el final—advirtió Aviraneta—; ahora estamos en la sopa.
La conversación se generalizó en seguida. Zurbano era muy ocurrente; tenía gran repertorio de anécdotas y de cosas vistas, y salpimentaba sus relatos con interjecciones riojanas y blasfemias de todas las regiones.
Al oirle se comprendía la fama terrible del guerrillero liberal. Para una persona circunspecta y religiosa, un hombre como aquél, tan exaltado, tan furibundo, tan bárbaro, que exponía la vida a cada paso, que obligaba a pagar contribuciones a los conventos y quemaba sin escrúpulo las iglesias, que hablaba blasfemando e insultando, tenía que parecer un energúmeno, un monstruo vomitado por el infierno.
—Siempre recuerdo cómo le conocí a este hombre—dijo Zurbano, refiriéndose a Aviraneta.
—¿Cómo fué?—preguntó Mecolalde, el segundo de Zurbano, a quien las historias y anécdotas de su jefe interesaban extraordinariamente.
—Pues veréis. El año 23 los franceses venían a acabar con la Constitución y la libertad de España, al mando de un duque que no recuerdo cómo se llamaba...
—El duque de Angulema—dijo Aviraneta.
—Eso es; el duque de Angulema. Por entonces nos reuníamos en Logroño, en un mesón cerca del puente, unos cuantos nacionales y algunos paisanos patriotas. Era por la primavera, no recuerdo qué mes. Se hablaba de que los absolutistas, que venían de vanguardia con los franceses, se acercaban. Mandaba en Logroño los regimientos constitucionales el brigadier don Julián Sánchez, uno de los guerrilleros de más fama de la guerra de la Independencia. Una noche, dos hombres a caballo se apearon en el mesón. Eran un capitán de Caballería y su asistente. Sin quitarse el polvo del camino fueron a casa del gobernador militar y volvieron al poco rato. El capitán venía acompañado de un sargento de nacionales y de algunos patriotas. «Vamos, vamos», nos dijeron a todos. Entramos en el comedor del mesón, y nos reunimos treinta o cuarenta. El mesonero vino con dos candiles y los colgó de las vigas del techo. Entonces el capitán se subió en una silla, y llamán[163]donos «ciudadanos» comenzó a hablar, a explicarnos la situación en que se encontraba España. Era un hombre joven, flaco, con los ojos vivos y la voz áspera. Nos dijo que la Constitución y la Libertad estaban en peligro, que los generales nos hacían traición, que las autoridades estaban en tratos con los franceses y los realistas, y que el rey jugaba con el país. A pesar del fuego con que hablaba aquel hombre, la gente estaba fría y poco decidida. Al último dijo que había que nombrar inmediatamente una Junta para la defensa de la ciudad, buscar armas y repartirlas entre los patriotas.
Después del discurso, el sargento y el oficial se sentaron en una mesa, y con la ayuda de los nacionales comenzaron a hacer una lista de los individuos que debían de formar la Junta. El primer nombre de la lista fué el del oficial, luego hubo otros cuatro o cinco; los demás no quisieron comprometerse, y la Junta no se formó. Al día siguiente, los franceses entraban en Logroño; el brigadier Sánchez caía herido de una lanzada en el costado. Al capitán aquel que había hablado la noche anterior le vi luchando en medio de un grupo de nacionales acorralados por los franceses. ¿Sabéis quién era aquel oficial? Este hombre que tenéis delante: Eugenio de Aviraneta. Muchos años después, un amigo mío recibió una carta de Aviraneta, firmada en Zaragoza, recomendándole que apoyara en unas elecciones a Mendizábal.
—Buen premio me dió ese cocodrilo llorón—murmuró Aviraneta.
—Al ver la firma—siguió diciendo Zurbano—me acordé yo, y dije: «Es aquél». Luego me indicaron que estaba en Logroño, y no paré hasta encon[164]trarle. Este ha sido uno de los hombres que más me han llamado la atención.
—Pues yo supe de ti—dijo Aviraneta—de una manera menos trágica.
—¡Hombre! A ver, ¿cómo fué eso?
—Estaba a la puerta de ese mesón de Logroño de que tú has hablado, con el sargento y otro miliciano, cuando pasaste tú. «Si hubiera muchos como éste—dijo el sargento—, se podría hacer algo.» «¿Quién es ése?», pregunté yo. «Martín Zurbano, un contrabandista de Varca». Y me contó un sucedido tuyo, que no sé si es verdad o mentira.
—¿Qué fué?
—Parece que estabais una patrulla de nacionales en Montalvo, y que hacía tanto frío, que se helaban las palabras, y que tú dijiste: «Esto no es nada; vamos a desnudarnos y a volver a Logroño a caballo y en cueros.» Los demás dijeron que era una barbaridad; pero tú, empeñado, te desnudaste y anduviste tomando el fresco unas cuantas horas por encima de la tierra helada. ¿Es verdad esto?
—Sí. Es verdad. Era uno joven y fuerte. Hoy no lo podría hacer.
—¡Bah! ¿Qué importa? Mientras haya entusiasmo y calor en el corazón.
—Eso no falta.
—Lo mismo me ocurre a mí—dijo Aviraneta.
—¿De verdad?—preguntó Zurbano, con la brutal franqueza que le caracterizaba.
—Parece que lo dudas.
—¡Y eres político!
—¿Y qué?
—Yo dudo del entusiasmo y de la buena fe de todos los políticos.
Hubo un momento de silencio.
—Creo que te engañas, Zurbano—dijo Aviraneta, secamente.
—El que se engaña eres tú, Aviraneta—replicó Zurbano.
—Suponer que la mala fe está sólo en los políticos es un absurdo.
—¿Piensas tú que los políticos españoles son buenos?
—No. ¡Cómo voy a pensar eso! Sé que son malos; pero sé que tienen muchos de ellos tanta buena fe como los de los demás países.
—Entonces no comprendo por qué lo hacen mal.
—Lo hacen mal porque en España es imposible hacerlo bien. Los políticos son malos cuando el país es malo.
—No, no. España no es peor que otra nación.
—No será peor individualmente; lo es colectivamente.
—No entiendo eso. Me parece lo que dices una de esas frases de político que no quieren decir nada.
—Un hombre puede ser buen hombre y mal ciudadano.
—Cuando se es mal ciudadano se es mal hombre—contestó Zurbano, dando un puñetazo en la mesa.
—No. Un Cristo que viviera entre nosotros, sería un buen hombre, sería un mal ciudadano.
—Argucias.
—Razones.
—Di lo que quieras. Yo estoy convencido de que son los políticos los que nos matan. ¿Por qué no se acaba la guerra civil? Por ellos.
—Por ellos y por los generales, que se odian—replicó Aviraneta—. Hace unos meses estaba yo en Arcos de la Frontera, y veía cómo dos generales del ejército liberal, Alaix y Narváez, no sólo no se ayudaban nunca, sino que hacían lo posible para que los carlistas de Gómez derrotasen a las tropas de su compañero y rival. Y esto de las rivalidades es lo más digno que pasa entre ellos. No hablemos de lo más indigno.
—Y ¿por qué no se habla claro en ese Congreso?—preguntó Zurbano—. ¿Por qué no se dice la verdad? Eso no es un Congreso; es un charco de ranas.
—Aunque fuera un estanque de cisnes sería lo mismo.
—Aquí se necesita un hombre, Aviraneta.
—Aquí se necesita un pueblo, Zurbano.
—Yo estoy convencido de que en España, hoy, lo mejor sería una dictadura militar, una dictadura de un hombre justo, valiente, que supiese sentar las costillas a todo el que quisiera salirse de la ley.
—No, Martín—contestó Aviraneta—; no estoy[169] conforme. España no necesita más que una dictadura: la de la justicia, la de la inteligencia, la de la libertad. Nada de fuerza, nada de soldados que quieran imitar a Napoleón. El Poder civil debe estar siempre por encima del Poder militar. El Ejército no debe ser más que el brazo de la nación, nunca la cabeza.
—No estoy conforme—y Zurbano dió un puñetazo en la mesa—. Los soldados somos tan ciudadanos como los demás. Ciudadanos que exponen su vida. ¿Podéis decir lo mismo los políticos?
—¿Lo dices por mí, Martín?
—Lo digo por todos vosotros.
—He peleado en la guerra de la Independencia con don Jerónimo Merino—contestó Aviraneta fríamente.
—Queréis ganar batallas desde los rincones de los ministerios.
—He hecho cuatro campañas.
—Aspiráis a mandar con vuestras intrigas; no sois tan liberales como nosotros los militares.
—He peleado el año 23 con el Empecinado; el año 30 tomé parte en la expedición de Mina; hoy sigo luchando contra los facciosos.
—Sí; pero queréis tenerlo todo en vuestra mano; no queréis que el mundo sea libre.
—He guerreado con lord Byron por la independencia de Grecia.
—No os preocupa más que lo que pasa en Madrid; no sois patriotas.
—Tomé parte en Méjico en la expedición del general Barradas.
—No dudo de que seas un valiente; pero, créeme, Aviraneta, sólo un hombre de puños, capaz de fusilar a todo el que no ande derecho, puede salvar a España.
—Sería necesario que cuando acabara de fusilar a todos hubiera otro hombre de puños que lo fusilara a él—replicó Aviraneta.
La discusión siguió así, en el mismo tono extremado y agresivo. Los demás oían y callaban, presenciando el duelo. Estaban frente a frente el torero y el toro, el cazador y la fiera, la violencia impulsiva de Zurbano ante la energía serena de Aviraneta.
No era posible dar una idea de la actitud y de las palabras de Zurbano; acostumbrado a mandar, la resistencia le irritaba; hablaba, accionaba, daba puñetazos en la mesa, se revolvía furioso; quería oir y, al mismo tiempo, acogotar al contrincante.
Aquel hombre era un admirable ejemplar de la violencia ibérica; su alma inquieta, tumultuosa, tenía algo de volcán en perpetua erupción.
Era el fiero cántabro, violento, exaltado, con un valor que llegaba a la temeridad, a la tendencia suicida, con una confianza grande en su estrella.
Esta confianza le hacía emprender aventuras absurdas. Una de ellas se la contó Mecolalde a Leguía en un alto de la discusión.
Unos meses antes, en Noviembre del año anterior, habían salido de noche unos doscientos hombres del batallón de Zurbano, desde Vitoria.
Al llegar cerca de Salvatierra, Zurbano dejó el grueso principal de la fuerza en una altura, viendo que el terreno que se presentaba ante ellos era pantanoso, y con veinte jinetes y doce infantes se metió sigilosamente en Zalduendo, ocupado por los carlistas. Zurbano sabía dónde estaba alojado el general Iturralde, y solo, envuelto en el capote, se dirigió hacia la casa. «Buenas noches», le dijo el centinela. «Buenas noches», le contestó el soldado.
Zurbano entró en el portal, subió la escalera, recorrió un pasillo y llegó a un cuarto donde unos veinte hombres, la mayoría oficiales carlistas, estaban jugando al monte.
El banquero tenía suerte: iba acumulando delante de sí una gran cantidad de plata y de billetes. Dió las cartas, y viendo que Zurbano no apuntaba, le dijo:
—¿Y usted no juega, compañero?
—Yo copo—dijo Zurbano; y se levantó y extendió la mano sobre la mesa.
—¿Quién es este hombre?—gritó Iturralde.
—¡Soy Martín Zurbano! Todo el mundo queda preso. Y sacó un trabuco que llevaba escondido debajo del capote.
Los jugadores quedaron sorprendidos; Martín, valiéndose de su sorpresa, se asomó al balcón y dijo a Mecolalde: «¡Eh, vosotros, venid arriba!»
Así prendió Zurbano al mariscal de campo del ejército carlista don Francisco Iturralde, a su mujer, a su hijo, a cinco oficiales y a cincuenta y cuatro personas más.
Estas gatadas eran frecuentes en el guerrillero riojano, que vivía sólo para la guerra, para la emboscada, para la sorpresa.
Aquel hombre, por lo que dijo Mecolalde, era insensible a los placeres materiales; no comía ni dormía. Era de una austeridad furiosa y salvaje.
Para que su genio fuera más irascible, padecía del estómago, y la enfermedad daba a su rostro, largo y fino, unas arrugas de melancolía; sus ojos, grises y azulados, brillaban con furor; la boca, de labios pálidos y rectos, denotaban un carácter de crueldad y de energía.
Siempre vibrante, siempre amenazador, Zurbano hablaba con un fuego extraordinario, con una elocuencia incorrecta, y a veces incoherente.
En aquel duelo de palabras entablado en el comedor de la fonda, Aviraneta se batía a la defensiva; parecía un aguilucho resistiendo las embestidas de un jabalí.
De pronto, los dos contrincantes se pusieron de acuerdo, pensando en la patria futura. Zurbano entreveía en el porvenir un mundo de justicia y de bondad, sin guerras, sin enemigos, sin violencias; Aviraneta estaba conforme; pero, para acercarse a aquel ideal, los dos consideraban que había de seguirse distinto camino. El uno creía que era indispensable marchar de frente, aniquilando las torpezas y las mentiras dejadas por el pasado; el otro pensaba que había que tomar por el atajo y atacar al enemigo de soslayo, cuando no se pudiese cara a cara.
La discusión se interrumpió por la entrada de un viejo.
Este viejo venía a saludar a Zurbano. Era un hombre alto, de bigote cano, facciones duras. Por sus actitudes parecía militar.
—¡Hola, Varea!—le dijo a Zurbano; porque muchos le llamaban por el nombre del arrabal de Logroño donde había nacido.
—¿Quién es usted?—preguntó Zurbano, bruscamente.
---¿No te acuerdas?... ¿No se acuerda usía de Caparroso, aquel cabo de Carabineros que un día le mandó parar a usía, amenazándole con el fusil, y que usía...?
—¡Rediós! ¿Eres tú?
—Sí, vivo aquí, donde está casado mi hijo.
—¡Cuánto me alegro de verte!
Zurbano se levantó, se acercó al viejo y estuvo hablando con él. Mecolalde, que conocía muy bien la vida de su jefe, contó a Leguía y a Aviraneta lo ocurrido a Zurbano con aquel hombre.
El recién llegado había sido cabo de Carabineros y perseguidor de Zurbano en sus tiempos de contrabandista. El cabo Caparroso tenía fama de templado, y como Zurbano se le escapaba de entre las uñas, juró prenderle cuando le echase la vista encima. Un día, el carabinero lo vió en el monte, con dos mulos cargados de mercancías. Amartilló el fusil, y, saltando por entre las zarzas, se plantó delante de Zurbano, y, echándose el arma al hombro, gritó: «¡Alto! ¡Ríndete!» «Bueno, me rindo», dijo el contrabandista. «Hala. Tira para adelante», añadió el cabo. Martín comenzó a marchar con sus mulos hacia el pueblo. Al llegar a un recodo, la carga de uno de los machos se inclinó hacia un lado; Zurbano fué a arreglar la alforja, y con un movimiento rápido sacó un trabuco de debajo de la manta, y, apuntando al carabinero, gritó: «Ríndete tú ahora, o disparo.» El cabo Caparroso dijo al contrabandista que le perdonaba, que se fuera; pero Zurbano, riendo, contestó: «¡Ca!; ahora toma tú del ramal a las caballerías y llévalas hasta la cuadra de mi casa. Yo voy detrás.»
El cabo y Zurbano llegaron a Varea, y allí, Zurbano le ofreció al carabinero una buena cena y se hicieron amigos.
—Algo parecido le sucedió al Empecinado—dijo Aviraneta.
—¿Cuándo conoció usted al Empecinado?—preguntó Mecolalde.
Le conocí el año 13—contestó Aviraneta—. Peleé con él y con el cura Merino en tiempo de la guerra de la Independencia; luego luché, con una partida suelta, contra Merino, el año 23, y fuí, durante algún tiempo, secretario de campaña del Empecinado.
Todos los comensales se le quedaron mirando atentamente. A pesar de que aquel hombre no era viejo aún, pertenecía a otra generación: a una generación que en menos de treinta años había tomado un carácter legendario.
—¡El Empecinado!—exclamó Zurbano, que se había despedido del antiguo cabo de Carabineros y volvía a su sitio a la mesa—. He oído decir que fué siempre hombre de gran corazón y gran liberal.
—¿Era como Martín?—preguntó Mecolalde, a quien le gustaba sacar a relucir, siempre que podía, a su jefe.
—No, no.
Zurbano torció el gesto.
—Eran muy diferentes—siguió diciendo Aviraneta, mirando a Zurbano con su impasibilidad habitual—. Este Martín y aquel Martín, los dos han nacido guerreros, con el sentimiento de las sorpresas y de las emboscadas. En esto únicamente se parecen; en lo demás, muy poco. El Empecinado era como una encina de Castilla, robusta, fuerte, achaparrada; éste es como un pino alto y delgado; el Empecinado[176] era más tosco, más pueblo; éste es... más fino, más aristócrata.
—¡Aristócrata yo!—exclamó Zurbano, sorprendido, y lanzó una blasfemia que hizo persignarse a todas las mujeres de la casa—. Sólo a ti se te ocurre decir esto.
—Sí, aristócrata. A pesar de tu rudeza aparente y de tus palabras, eres un aristócrata.
—¡Yo, que no llevo ni siquiera las insignias de mi grado!
—Por eso, porque eres aristócrata.
—¡Bah!
—El Empecinado era más humano; éste es más duro, más implacable; el Empecinado era francote, sencillo; éste es un zorro.
—Sin duda; porque desciendo de vascongados—replicó Zurbano con malicia, sabiendo que Aviraneta lo era.
—Quizá por eso. El Empecinado era como un niño, y lo hubiera sido siempre; éste es como un viejo; aquél no tenía ambición; éste la tiene; aquél era sano; éste, no.
Zurbano, que había seguido la comparación con cierta ansiedad disimulada, como hombre que oye un horóscopo en el que cree, quedó pensativo.
—¿De dónde sabes que yo no estoy sano?—preguntó.
—No lo sé. Lo supongo nada más. Cuando uno es un rabioso, un violento, es que no está sano.
—Eres inteligente, Aviraneta.
—Me tengo por tal; quizá sea una equivocación.
—Ves a los hombres por dentro; pero no progresarás.
—Lo sé.
—Comprenderás a la gente; pero eso no te servirá de nada. Alguno dirá: «Ese hombre tiene talento, tiene valor, tiene perspicacia...» Pero te sobra una cosa: la personalidad; eres demasiado Aviraneta; no sabes pensar en los demás; te falta otra: la suerte. Detrás de ti no irá nunca nadie; tendrás que estar siempre a las órdenes de un hombre que valga menos que tú: el inteligente te temerá, el no inteligente te despreciará.
—¿Es mi horóscopo?—dijo Aviraneta.
—Parecido al tuyo.
—¿Y qué debo hacer, según tú?
—Retirarte de la vida activa.
Aviraneta quedó pensativo, y una sonrisa de tristeza frunció sus labios.
—¿Te ha molestado?—dijo Zurbano, riendo y poniendo la mano en el hombro de su interlocutor.
—No; ¿por qué? El destino está por encima de los hombres.
—Pues véngate, pronosticándome alguna desgracia.
—¿Desgracia? No sé si la tendrás, Martín. Por lo pronto, desconfía de tu carácter. Eres un militar, un buen militar. Has hecho lo más difícil de tu carrera. Si prosperas, como prosperarás, querrán hacer de ti un político, y entonces...
—Y entonces, ¿qué?
—Entonces fracasarás, y podrás llegar a perder todo lo que has ganado, si no pierdes también la vida.
Realmente, Zurbano era de esos tipos en cuya frente parece leerse un destino trágico.
—Son ustedes pájaros de mal agüero—exclamó Mecolalde—; dejemos esto, y que traigan café.
Estaban tomando el café cuando delante del parador la charanga del regimiento de Zurbano comenzó a tocar el himno de Riego.
Zurbano, Aviraneta, Leguía, Mecolalde y los oficiales salieron al balcón.
Soldados y gentes del pueblo se habían amontonado delante de la casa. Uno de los soldados llevaba en la cabeza un sombrero de teja, grande, y repartía bendiciones, entre las carcajadas de los demás.
Cuando los jefes aparecieron en el balcón cesó el tumulto.
—¡Viva Zurbano!—gritó un hombre del pueblo con voz furiosa, levantando un garrote blanco en el aire.
—¡Viva!—repitieron varias voces, igualmente frenéticas.
Zurbano se estremeció; parecía un caballo encabritado.
—¡Riojanos!—exclamó con voz vibrante, agarrándose con las dos manos al hierro del balcón—. ¡Viva la reina!
—¡Viva!
—¡Viva la Constitución!
—¡Viva!
—¡Viva la libertad!—gritó Aviraneta.
—¡Viva!
La charanga volvió a tocar el himno de Riego aun con más brío.
Pello quedó asombrado al mirar a Aviraneta. Estaba pálido de la emoción, con las lágrimas en los ojos.
—Maestro, está usted emocionado. El aire de la Libertad le emborracha.
—Sí; es verdad.
—¡Si le llegan a usted a ver en el balcón las Piscinas!—añadió Pello, burlonamente.
Aviraneta sonrió, y tuvo que limpiarse disimuladamente los ojos.
Zurbano y sus oficiales habían salido camino de La Bastida. Hasta un par de horas después, Aviraneta y Leguía no tuvieron la silla de postas preparada.
Montaron a la puerta del parador, y comenzaron a bajar de prisa el cerro de Laguardia.
El día, de Junio, era claro, con sol, pero fresco; algunas nieblas suaves, ligeras, iban corriendo por el aire y deshaciéndose sobre la falda obscura de los montes.
Al pasar por cerca de Samaniego se encontraron a Mecolalde, con una compañía, que iba a retaguardia. Habían detenido un landó, ocupado por una señora y un caballero, y a dos vagabundos de malas trazas que se habían escondido en un viñedo al ver a la tropa. En ellos reconoció Leguía al hombre de la zamarra y al Raposo.
—Ahí tiene usted a dos de los asaltantes de anoche—dijo Pello a Aviraneta.
—¿Son esos?
—Sí.
El hombre de la zamarra, al ver a Aviraneta volvió la cabeza rápidamente.
—¿Han cogido ustedes gente sospechosa?—preguntó Aviraneta a Mecolalde.
—Sí.
—¿Qué clases de tipos son?
—Estos son espías de los carlistas.
—Entonces, mala les espera.
—Martín ordenará lo que haya que hacer con ellos.
La silla de postas avanzó por entre los soldados; al pasar por delante del landó detenido, Aviraneta echó una mirada hacia el interior del coche y se estremeció.
—Va dentro una mujer muy guapa—dijo Leguía, que había mirado también.
Aviraneta no dijo nada; pero poco después mandó al cochero de la silla de postas que se detuviese; se paró la silla de postas en medio del camino, y pasó por delante de ella el landó, rodeado de soldados.
Detrás del caballo de Mecolalde venían el Raposo y el hombre de la zamarra con las manos atadas.
En esto se vió aparecer a Zurbano, al galope, seguido de un ayudante. Mecolalde se acercó a él, y los dos jefes hablaron. Mecolalde explicó, sin duda, a Zurbano lo que ocurría.
—A los dos vagabundos y al caballero, que los fusilen delante de esta tapia—gritó Zurbano—. A la señora llevadla al depósito.
Dos soldados abrieron el landó e intimaron a los viajeros para que bajasen. Salieron del interior un caballero y una señora. El caballero era un hombre[183] de unos cuarenta años, delgado, esbelto, de bigote corto; la señora, una mujer morena, de poca estatura, pero de arrogante presencia.
Aviraneta se acercó disimuladamente a Zurbano.
—Martín—dijo—: una palabra.
Zurbano se inclinó desde su caballo.
—¿Qué quieres?—preguntó.
—Esta mujer ha sido mi mujer—dijo Aviraneta.
—¿Tu mujer?
—Sí. ¿No podrías dejarla en libertad?
—Lo haré por ti.
—Y por los otros, ¿puedes hacer algo?
—Nada. Dile a esa señora que se vaya. No hago la guerra ni a las mujeres ni a los niños; no soy ningún Cabrera.
Aviraneta le rogó a Pello que comunicara a aquella señora las palabras de Zurbano. Leguía se acercó a la dama y se descubrió.
—Señora—dijo—: el coronel Zurbano, como favor especial, le permite a usted marcharse libremente.
—¿A mí sola?
—A usted sola.
—¿Y mi esposo?
—Quedará prisionero.
—Pues dígale usted a ese bruto—replicó la dama, con aire orgulloso e insultante—que no me separo de mi marido.
—Pero, señora...
—Nada, nada.
Leguía se inclinó, y, acercándose a Aviraneta, le contó lo que pasaba.
—¿Es su marido?—preguntó Aviraneta, con cierto asombro.
—Sí.
Aviraneta habló nuevamente a Zurbano, y le convenció de que sería mejor interrogar a los prisioneros.
—Bueno; vamos a entrar en esta casa. Se celebrará un juicio sumarísimo.
La casa que había indicado el coronel tenía un ancho zaguán y una columna de piedra en el centro; pusieron junto a ésta una mesa; Zurbano se sentó en medio; a su derecha, Mecolalde, y a su izquierda, un capitán.
—Que entren los prisioneros—dijo Zurbano.
Rodeados de media docena de soldados y de varios oficiales entraron la señora, el caballero, el Raposo y el hombre de la zamarra.
—Interrógueles usted, capitán—dijo Zurbano.
—¿A quién primero?
—Al señor.
—¿Cómo se llama usted?—preguntó el capitán.
—Don Fernando de Vargas—contestó el caballero, esforzándose por aparecer sereno y tranquilo.
—¿De dónde viene usted?
—De Valladolid.
—¿Adónde iba usted?
—A Francia.
—¿Es usted carlista?
—Sí, señor.
—¿Lleva usted alguna misión de su partido?
—No, señor.
—¿Qué parentesco tiene usted con esa señora?
—Es mi esposa.
—¿Conoce usted a estos dos hombres?
—A éste—y señaló al de la zamarra—lo conozco. Ha sido criado mío; pero hace ya muchos años que no le veía. Al otro no le conozco.
—Está bien. ¿Sigo el interrogatorio?—preguntó el capitán a Zurbano.
—No; empiece usted con el otro.
El capitán comenzó a interrogar al hombre de la zamarra; pero éste, por exceso de astucia, quiso hacerse el tonto. El capitán se picó al ver que el mendigo se le escabullía por entre los dedos, y fué acorralándole a preguntas. A veces, las contestaciones maliciosas y los subterfugios del viejo hicieron arrancar una carcajada a los oficiales.
En esto, abriéndose paso por entre los soldados, se presentó ante el tribunal un hombre con facha de labriego. Ni Aviraneta ni Leguía le reconocieron; era uno de los que habían estado la noche anterior en el parador del Vizcaíno, el compañero del asesinado por la banda del hombre de la zamarra.
—¿Quién es usted y qué quiere?—preguntó Zurbano, al verle.
—Vengo a declarar—dijo el labriego—. Ayer noche, un compañero mío, tratante en granos, y yo fuimos al parador del Vizcaíno, de Laguardia. Nos pusieron a los dos a dormir en el mismo cuarto. A media noche me desperté sobresaltado, y me encon[186]tré con cinco hombres que me ataron y me amenazaron con las navajas si daba un grito. Aquellos hombres acababan de matar en la cama a mi compañero; entre los asesinos estaban estos dos.
—¡Miente!—gritó el hombre de la zamarra—. Ese día yo no estaba en Laguardia.
—Digo la verdad—afirmó el labriego.
—¿Los reconoce usted a los dos? ¿Tiene usted la seguridad de que son ellos?—preguntó Zurbano, señalando al de la zamarra y al Raposo.
—Sí, señor; la seguridad absoluta.
—Está bien. No hay más que hablar. Retírese usted, buen hombre. Se hará justicia. La señora y el caballero, que vayan escoltados al depósito de Logroño. A estos dos granujas pegarles cuatro tiros delante de esa tapia.
El hombre de la zamarra, al oir esto, dió un salto y se echó para atrás; derribó a tres o cuatro soldados; pero no pudo salir y cayó al suelo. Allí se defendió como una fiera, pateando, mordiendo, hasta que le sujetaron y le ataron los brazos. El Raposo, sin que nadie se diera cuenta, se escabulló como una rata y comenzó a correr a campo traviesa. Los soldados le dispararon una descarga y cayó a cuarenta o cincuenta metros; pero poco después se levantó y echó a correr.
El hombre de la zamarra presenció la fuga de su compañero. Cuando le mandaron avanzar por la carretera, para fusilarle, estaba transfigurado. Se veía vencido; pero esto le daba una gran energía.
—¡Canallas! ¡Cobardes! Por mucho que me matéis yo he matado más de los vuestros—gritaba.
—¡Anda! ¡Anda! Que te vamos a dar para vino—le decía un soldado joven, riendo.
Al pasar por delante de Aviraneta, el hombre de la zamarra le miró fijamente y exclamó:
—Señor de Aviraneta. Cada cual trabaja por sus ideas, a su manera, ¿verdad?
Aviraneta no dijo nada.
La patrulla que llevaba al que iban a fusilar se alejó.
Al poco rato se oyó una descarga; poco después un tiro suelto, y luego, otro.
—Ya lo han rematado—dijo un soldado viejo a Leguía.
—En fin, un enemigo menos—murmuró Aviraneta.
Aviraneta y Leguía montaron en la silla de postas y cruzaron por entre los soldados de Zurbano.
—¿Habrá usted presenciado muchas escenas de éstas, eh, don Eugenio?—preguntó Leguía.
—¡Figúrate! Cuando estemos tranquilos, y si no te aburre, te contaré algunos episodios de mi vida.
—¿Aburrirme? ¡Nada de eso! Le escucharé a usted con mucho gusto.
La silla de postas marchó a tomar la carretera de Haro, y de allí siguió en dirección a Miranda de Ebro.
Un año después, una tarde de invierno, Aviraneta y Pello marchaban, en un tílburi, por la carretera de Bayona.
Habían salido de Irún después de comer, y pensaban detenerse en Bidart.
Bidart es una aldea de la costa vascofrancesa que está entre San Juan de Luz y Biarritz; tiene una iglesia, con su cementerio alrededor; unas cuantas casas agrupadas, constituyendo el pueblo, y otras varias diseminadas por las dunas próximas al mar y cubiertas de hierba verde.
Estas dunas forman parte del acantilado que comienza en Hendaya y acaba en Biarritz.
La tarde estaba lluviosa y gris. Entre la niebla apenas se veía. Pello iba dirigiendo el tílburi, obedeciendo las indicaciones de Aviraneta.
—El tiempo se nos mete en aguas—murmuró Aviraneta.
—Sí; parece que sí.
—A ti eso no te preocupa; pero a mí, mucho.
—¿Por qué?
—Por el reúma.
—Pero ¿tiene usted reúma, de veras, o es que dice usted que lo tiene cuando le conviene, don Eugenio? Porque voy viendo que cuando no quiere usted hacer algo, padece usted de reúma.
—¡Qué opinión estás formando de mí! Lo que es si a ti te encargaran mi biografía, ¡me he lucido!
—Yo supongo que no sólo engañará usted a los carlistas, sino que engañará usted también a los amigos.
—Eres un granuja, Pello. Eres indigno de mi amistad.
—Insúlteme usted, y soy capaz de ir con el tílburi al mar y empezar a marchar por encima, como Neptuno.
—¡Neptuno, sí; buen tuno estás hecho tú!
—¡Hombre, don Eugenio! No juegue usted con el vocablo de una manera tan vulgar; eso no está a su altura.
—¡Hay que descender a veces, amigo Pello!
Habían pasado Guethary, y marchaban entre la carretera y la costa. Pronto encontraron un punto en donde el camino se bifurcaba.
—Tira por la izquierda—dijo Aviraneta—; ya te diré dónde tienes que parar.
El tílburi tomó el camino de la izquierda, que se iba acercando al mar, y que subía en una pendiente[193] suave. Antes de llegar a la cima, Aviraneta mandó hacer alto delante de una casa rústica.
Era una casita con ventanas verdes y dos galerías por el lado del camino, cubiertas con una parra que iba dejando sus hojas marchitas al viento; por el lado contrario, hacia el mar, tenía un prado y un pequeño jardín.
La puerta del caserío estaba abierta, y Aviraneta y Leguía entraron en el zaguán. Una vieja, muy arrugada, les salió al encuentro con dos chicos de la mano. Aviraneta cambió con ella algunas palabras en castellano y en francés, dió unas monedas de cobre a los chicos y comenzó a subir la escalera seguido de Leguía.
Llegaron al piso segundo; Aviraneta entró en un cuarto y abrió las maderas de un gran balcón que daba al mar.
La tarde, lluviosa, iba obscureciendo rápidamente; la noche se venía encima; apenas llegaba a verse algo en el interior de la casa.
—Mira, a ver si por ahí hay un quinqué—dijo Aviraneta.
—Sí, aquí hay uno—contestó Pello.
—Bueno; tráelo. También habrá por ahí una maquinilla de espíritu de vino y una botella con petróleo.
Leguía buscó, a tientas, en un vasar, y encontró las dos cosas pedidas.
Aviraneta se puso a limpiar la lámpara, la llenó de petróleo y la encendió. Después cerró las maderas del balcón; abrió un armario y sacó un bote de café y un molinillo.
—Ahora, mientras yo enciendo la estufa y hago el café—dijo Aviraneta—, di a la mujer del caserío,[194] madama Ithurbide, yo la llamo así por ser éste el nombre del caserío, que nos prepare la cena, y de paso mira a ver si han metido el caballo en la cuadra y le han dado pienso.
—Bueno; todo se hará.
Leguía desapareció por la escalera, y Aviraneta, renqueando por el reúma, limpió la estufa, golpeando el tubo con un hierro para que saliera el hollín, la cargó con astillas y pedazos de carbón de piedra y le dió fuego con unos periódicos viejos. Después se puso a moler el café.
Unos minutos más tarde volvió Leguía.
—¿Ya tenemos fuego, maestro?—dijo.
—Sí, ya tenemos fuego. ¿Qué hay de los encargos?
—He conferenciado con madama Ithurbide. Larga negociación. Hemos llegado a este resultado: primero, sopa de coles; segundo, un par de huevos fritos con jamón; tercero, un pollo guisado; cuarto, una cola de merluza con salsa a la mayonesa, y quinto, arroz con leche. Como vino, hay uno de Beziers, bastante aceptable. Se puede alternar con sidra. No he podido conseguir más en mi negociación diplomática.
—¿Todo eso que has dicho piensas comer?—preguntó Aviraneta.
—Ya lo creo. Las emociones me desgastan mucho el organismo.
—Eres un tragón. ¿Has visto si el caballo está en la cuadra?
—Sí; está comiendo su pienso.
—Bueno; pues acaba de moler el café, que yo voy a dejar la mesa libre.
Leguía cogió el molinillo y comenzó a dar vueltas al manubrio mientras Aviraneta limpiaba la mesa con un trapo.
—Con esa levita y ese sombrero de copa, haciendo de cocinero, me resultas un tipo ridículo—dijo Aviraneta.
Realmente, Leguía estaba hecho un dandy, con su levita entallada y su redoblante en la cabeza.
—Pues usted está también un poco grotesco—dijo Leguía, mirando a Aviraneta, que, después de limpiar la mesa, estaba a gatas, delante de la estufa, con las manos negras.
—Ahí dentro, en ese armario, debe haber unas blusas viejas, que yo empleo para andar en la huerta. Mira a ver si las encuentras.
Leguía las sacó, y el maestro y el discípulo se quitaron las levitas para ponerse las blusas.
Este será el mandil masónico que usted empleará en las tenidas negras—dijo Leguía—. Cómo se conoce que estamos en casa de un venerable. ¿Qué grado tiene usted, treinta y tres o cuarenta y tres, don Eugenio?
—Bueno, bueno; esos chistes a mí no me causan impresión, Pello. Voy a lavarme las manos. Ojo con la estufa, ¿eh?
—Bueno.
Aviraneta volvió al poco rato.
—¿Marcha la estufa?
—Como una seda. El agua del café hierve. Esa madama Ithurbide es la que me está preocupando.
—Ya vendrá, hombre, ya vendrá.
Los dos amigos se sentaron, con los pies al lado de la estufa, hasta que entró madama Ithurbide con el mantel y los cubiertos.
—Madama Ithurbide, ¡salud!—gritó Leguía—. Permita usted que le abrace. ¿Todo ha salido bien?
—Todo.
—¿Las coles estarán blandas?
—Sí, sí.
—¿El pollo no se habrá desgraciado?
—No.
—A la mayonesa, ¿le ha encontrado usted el punto?
—Sí, señor.
—¡Es usted admirable, madama Ithurbide!
Se sentaron a la mesa los dos amigos e hicieron honores a la cena. Después se sirvieron el café, del que Aviraneta tomó tres tazas, y luego se dedicaron a fumar. Leguía llevó delante de la estufa un colchón y una almohada; improvisó un diván, y se tendió en él. De cuando en cuando hacía una reflexión optimista acerca de la vida.
—Este caserío es mío—dijo de pronto Aviraneta—; me lo dejó un pariente en unas condiciones poco comunes. Por su mandato no le puedo cobrar al inquilino más que cincuenta francos al año; pero él tiene la obligación de reservarme los cuartos de este piso y de este lado que dan al mar.
—¡Cosa rara!
—Sí; era un tipo bastante extraño mi tío.
Comenzó a llover: se oía el redoblar de las gotas de agua que azotaban los cristales de las ventanas; todas las trompetas del viento sonaban al unísono, silbando, cantando, mugiendo; alguna ventana chirriaba en el enmohecido gozne con un quejido lastimero y terminaba dando un golpazo.
A veces, el viento, rugiente, parecía que iba a[197] arrancar la casa y a llevarla en el aire; luego volvía a su moscardoneo manso y en algunos momentos se detenía, y entonces resonaba el rumor de la lluvia y el del mar.
—¿Para cuándo reserva usted su ingenio, maestro?—dijo de pronto Leguía.
—¿Por qué dices eso?
—Porque debía usted amenizar la velada contando algo interesante.
—¿Te aburres?
—¡Pse! Un poco.
—¡Claro! ¡Estás acostumbrado a la vida del gran mundo!
—Creo que exagera usted, maestro.
—No; no exagero. ¿Has escrito a Corito?
—Sí, ayer.
—Pues si quieres y no te parece más aburrido que no hacer nada, te contaré algunos episodios de mi vida.
—Eso es lo que le estaba pidiendo a usted.
—¿No te resultará pesado?
—De ninguna manera.
—No me vengas con cortesías. Ya sabes, Pello, que te conozco. Si no te gusta el proyecto, no he dicho nada.
—Me gusta, maestro, me gusta; una historia entretenida es para mí en este momento el complemento de la cena.
—Muy bien; eso me basta.
Aviraneta cruzó el comedor y abrió una puerta que daba a un cuarto contiguo. Este cuarto estaba lleno de cajas y de trastos viejos.
—¿Qué tiene usted ahí?—preguntó Leguía.
—Ahí tengo unos cuadros que unos chapelgo[198]rris amigos míos sacaron de unas iglesias de la Rioja.
—¿Sacaron? Quiere usted decir que los robaron.
—No vamos a reñir por cuestión de verbos; pon el que te dé la gana; pero te advierto que tu tío Fermín Leguía iba con ellos.
—Mi tío Fermín ha sido siempre un hombre enemigo de las supersticiones. ¿Y valen algo esos cuadros?
—Sí; los hay muy bonitos: tablas góticas de verdadero mérito.
—¿Y qué piensa usted hacer con todo eso? ¿Venderlo?
—No. ¡Ca! No soy tan positivista. Los guardaré para cuando tenga casa.
—Y usted, enemigo de la religión, ¿se va usted a pasar la vida mirando santitos? Vamos, don Eugenio, le creía a usted un hombre de más fuerza. Creo que va usted chocheando.
—Pello, eres un beocio. No quiero enseñarte mis cuadros. Eres indigno de contemplar una tabla gótica.
—Creo que sí, completamente indigno. ¿Qué tiene usted en ese armario?
—Este es el archivo secreto. Con esto podría echar abajo muchas reputaciones falsas de honradez, de valor, de moralidad...
—¿Y qué adelantaría usted?
—Quitar la máscara a muchos tunantes.
—¡Bah! Todos los hombres tienen su zona de luz y de sombra: unos más, otros menos. Hay que tomarlos como son.
—Esta es tu opinión, Pello; pero no la mía. En fin, dejemos eso. En este cuadernito tengo los apuntes y[199] las fechas, por si alguna vez escribo mis Memorias para confundir a mis enemigos. Repito: si te aburre, dímelo.
—Venga esa historia—dijo Leguía, encendiendo un cigarro y tendiéndose en su improvisado diván.
Aviraneta se acercó al quinqué; abrió su cuaderno, sacó su lente y comenzó su narración.
Soy un hombre de mala suerte, mi querido Pello, en parte mitigada por mi fuerza de voluntad grande. Soy de esos que no se desaniman fácilmente, ni consideran que una causa está perdida hasta que no ven medio alguno de encontrar una solución. No tengo nada de místico; ni creo que haya en el mundo más que fuerzas naturales; pero, aunque tuviera la sorpresa de encontrarme después de muerto con el infierno, no lo podría considerar como una cosa definitiva e irremediable, y mientras alentara, pensaría en buscar recursos para mejorar mi situación. La esperanza no la abandonaría nunca.
Mi filosofía, si es que a un político aventurero se le permite tener filosofía, ha sido siempre esa: trabajar con entusiasmo para conseguir las cosas, y cuando no las he conseguido, quedarme tranquilo y renunciar a ellas sin dolor alguno.
Como hombre de mala suerte, he sufrido bastan[202]tes desgracias; he presenciado catástrofes, derrotas, incendios, matanzas; patriota entusiasta, he sido testigo de dos invasiones extranjeras y del desmoronamiento del imperio colonial español; liberal y progresista, he visto a mi país padeciendo las reacciones más bárbaras; me ha herido la calumnia y el descrédito, privándome de todas las armas cuando necesitaba más de ellas; he pasado por casi todas las cárceles de España; he estado muchas veces a punto de ser fusilado... y, sin embargo, si volviera a vivir, volvería a hacer lo mismo de lo que hice.
—Hay que ser consecuente—murmuró Leguía, lanzando una bocanada de humo al aire.
—Lo dices con cierta sorna—replicó Aviraneta—. Ya sé que en el fondo te burlas de los de mi época. Los jóvenes de hoy vais siendo demasiado positivistas.
—¡Bah!
—Ya no estimáis más que los resultados. Adoradores del éxito.
—¡Claro! Es natural.
—Para mí no ha sido natural. Hay personas que sólo en determinadas condiciones se pueden poner en acción. Yo no he pensado esto nunca. Todas las ocasiones y todos los momentos me han parecido buenos para defender mis ideas e intentar mis planes. De militar, tan trascendental me parecía sorprender un correo como ganar una acción; de político, las elecciones de cualquier pueblo me han interesado tanto y me han parecido tan importantes como las de la capital. A las gentes que se agitan como yo, las personas tranquilas les llaman perturbadoras, anarquistas...
—Al grano, don Eugenio, al grano. Se pierde usted en disquisiciones, maestro.
—Vamos al grano. Empezaré por mi nacimiento. Me llamo Eugenio Aviraneta, Ibargoyen, Echegaray y Alzate. Soy vasco por los cuatro costados, pero he nacido en Madrid.
Mi padre se llamaba Felipe Francisco, y era de Vergara; mi madre, Juana Josefa, y era de Irún.
Mi padre había venido a hacer sus estudios a Madrid, y allí conoció a mi madre, que era hija de un militar, don Mateo de Ibargoyen. Mi padre y mi madre se casaron en la parroquia de San Miguel. Mi padre, que era abogado de algún nombre, tenía muy buena clientela; años antes de nacer yo había defendido un pleito a favor de las monjas del Sacramento, y éstas, como pago de sus honorarios, le cedieron, para habitarla, una casa de propiedad del convento y contigua a él, que daba a la calle del Estudio de la Villa y tenía el número 10.
Aquí nací yo. Si te interesa saber la fecha, te diré que fué un día 13, mal día, el 13 de Noviembre de 1792, y fuí bautizado el 14 en la iglesia de Santa María Real de la Almudena.
Fué mi padrino don Domingo de Larrinaga, militar de alta graduación, amigo de mi padre. Por eso yo me llamo Eugenio Domingo.
Tenía dos hermanas, Antonia Cecilia y Antonia Juana; una, mayor que yo, y la otra, más pequeña. De niñas, las dos eran rollizas y altas; en cambio, yo siempre fuí pequeño y encanijado.
A pesar de mi pequeñez y encanijamiento, no estuve nunca malo.
—Este chico no crece—decía mi madre a doña[204] María Antonia de Echevarría, que era su amiga más íntima.
—Ya crecerá; no tengas cuidado—contestaba doña María Antonia.
Yo no crecía; pero estaba fuerte como la mala hierba. Que hiciera frío o calor, que cayera ese sol de Agosto madrileño que parece va a derretir hasta las piedras, o que estuvieran las fuentes y los charcos helados, para mí era lo mismo. Mi lugar predilecto era la calle.
A los siete años di un disgusto a mi familia porque me abrieron la cabeza de un cantazo en una pedrea que tuvimos en las Vistillas unos moros de Lavapiés y unos cristianos de mi barrio; y a los nueve proporcioné otro disgusto serio a los autores de mis días, porque le arrimé una pedrada de honda a un chico, en el pecho, y estuvo, según dijeron, a punto de morirse.
Durante toda la infancia me encontré sometido a dos influencias: la de casa y la de la calle.
Estas influencias eran tan opuestas, tan contradictorias, que no había entre ellas término medio posible.
Con indicarte cómo era mi casa y cómo era la calle, lo comprenderás en seguida.
Mi casa era una casa especial. Mi padre profesaba ideas modernas para su época; pero a pesar de esto se manifestaba muy grave, muy ceremonioso, muy hidalguesco. En el fondo tenía todas las preocupaciones del antiguo régimen, un poco amortiguadas por su tendencia filosófica.
Mi madre le consideraba como a un oráculo; para ella el dueño de la casa tenía la categoría y el poder del «pater familias» romano.
Las dos personas más consideradas por mi padre eran don Domingo de Larrinaga y don Juan Ignacio de Arteaga.
Estos dos señores eran militares de alta graduación; Arteaga había estado en Méjico, donde se casó con doña Luisa Emparanza, señora muy entonada y de familia rica.
Larrinaga y Arteaga profesaban, como mi padre, ideas modernas, que en aquella época no se llamaban todavía liberales.
Es lógico que las tendencias de renovación y de cambio en un país vengan del elemento culto y no del pueblo. El pueblo toma las ideas cuando ya han fermentado, y les da violencia, fuerza, para que puedan generalizarse; pero los primeros contagios siempre comienzan entre la minoría culta. Esto pasó en Francia, en España, y creo que pasará en todas partes.
El elemento aristocrático español aceptó en aquel tiempo las ideas nuevas que tendían a fomentar la agricultura, la industria y a mejorar la educación de la juventud, y solamente cuando vió que a la larga estas ideas eran contrarias a los privilegios de clase se opusieron a ellas. Entonces la posibilidad de un predominio democrático se veía muy lejana. Todo el mundo quería transformar, sin contar gran cosa con el pueblo, a quien se consideraba como un elemento inerte.
En una Memoria que publicó don Andrés Muriel, titulada Gobierno del Señor Rey Don Carlos III o instrucción reservada para la dirección de la[206] Junta de Estado, se puede ver el entusiasmo reformador que había en España en algunos individuos de las altas clases.
En las provincias vascongadas también los nobles y las personas notables fueron los primeros que se lanzaron a defender las ideas de renovación en pleno siglo xviii.
En algunos pueblos se desarrolló un gran entusiasmo por la lectura. En Guipúzcoa solamente había quince suscriptores a la Enciclopedia de Diderot; con seguridad, en todo el resto de España no llegaban a tantos.
Muchas gentes de los pueblos guipuzcoanos se reunían con otros de las mismas aficiones y trataban y discutían cuestiones de arte y de ciencia. Se hablaba de algunos hidalgos que se habían metido en su casa a hacer experimentos por su cuenta.
En Azcoitia, según nos decía Larrinaga, tenían una Academia, de la que formaba parte la gente más distinguida de la villa. Esta Academia se llamaba «Los caballeritos de Azcoitia», y de ella formaban parte Ignacio Manuel de Altuna, Joaquín de Eguía, el conde de Peña Florida y otros enciclopedistas guipuzcoanos menos conocidos.
«Los caballeritos de Azcoitia» habían señalado sus días para el estudio. Los lunes los consagraban a las Matemáticas; los martes, a la Física; el miércoles, a la Historia y a las traducciones; el jueves, a la Música; el viernes, a la Geografía; el sábado, a los[207] asuntos de actualidad, y el domingo se celebraban fiestas de teatro y conciertos.
Aseguraba Larrinaga que por suscripción se habían llevado a Azcoitia una máquina neumática, una eléctrica de Nollet, y varios aparatos traídos de Londres. Se habían discutido también en aquella Academia las tesis físicas y matemáticas de Bernouilli, de Newton y de Franklin.
Los hidalgos azcoitianos sentían un gran entusiasmo por los nuevos métodos basados en la experiencia, y cuando el padre Isla criticó en el Fray Gerundio, desde un punto de vista teológico, la enseñanza experimental, que se comenzaba a emplear en Física, los caballeritos le atacaron con saña, firmando su impugnación, llena de burlas maliciosas, con el seudónimo de los «Aldeanos críticos».
De Azcoitia salió la Sociedad Económica Vascongada y la de los Amigos del País, que después sirvieron de modelo para muchas otras Sociedades de la misma clase que se fundaron en casi todas las regiones españolas.
Mi padre, que, como he dicho, era de Vergara, no podía aceptar la supremacía de ninguna otra ciudad sobre la suya; pero no tenía más remedio que reconocer que Azcoitia había sido la primera en comenzar el movimiento filosófico en las Vascongadas y aun en España.
Realmente, el seminario de Vergara era un centro científico importantísimo. Después de la expulsión de los jesuítas, los enciclopedistas y afrancesados de[208] Azcoitia se apoderaron del colegio de Vergara, e hicieron de él el foco de las nuevas ideas. Mientras los frailes en Salamanca explicaban una Física y una Química con procedimientos teológicos, en Vergara se empleaban aparatos, se hacían experiencias.
En Filosofía y en Derecho natural se profesaban ideas modernísimas.
Vergara había discutido con Beasain acerca del nacimiento de San Martín de Aguirre, a quien los unos tenían por vergarés y los otros por natural de Loynaz, y el Papa, elegido como árbitro, dió en una bula la razón al seminario guipuzcoano.
Parecerá absurdo que a un chico que vivía en Madrid se le pusiesen como modelos de centros de cultura dos pueblos pequeños como Azcoitia y Vergara; pero hay que tener en cuenta que entonces Madrid era uno de los lugares más atrasados y más bárbaros de España.
Tanto me hablaban mi padre y mi padrino de estos dos pueblos, que yo me los figuraba como un sitio en donde los hombres más viejos, con sus barbas blancas, iban a la escuela.
Muchas veces las ideas nuevas, en vez de destruir las viejas, les sirven como de cuña. Así pasaba en mi casa. Parecía que el liberalismo de mi padre había llegado a dar a mi familia un carácter más tradicional. Aquella casa tenía aire de santuario; todas las pequeñas prácticas de la vida tomaban allí un tinte religioso. Conversar, escribir una carta, dar los días, eran actos solemnes. El rezar el rosario por las noches y el ir a misa los domingos, eran ya ceremonias llenas de unción y de santidad.
Al lado de este ambiente de respetabilidad que respiraba en mi casa, tenía el aire de la calle madri[209]leña un cierzo de las Vistillas y de Puerta de Moros, de la Cuesta de la Vega y de Lavapiés, que cortaba como una navaja de afeitar.
Por estas callejuelas del viejo Madrid se respiraba entonces un vaho espeso de pueblo bajo, de manolería violenta, desgarrada, desvergonzada.
En aquellos tiempos, la Puerta de Moros y la plaza del Alamillo eran tan peligrosas como las cañadas de Sierra Morena. En estas callejuelas madrileñas privaba la majeza, el desplante, la frase dura, el chiste burlón y agresivo. Allí se le daba una puñalada a uno en menos que canta un gallo, y se le pintaba un jabeque al lucero del alba. Entonces, la gente pobre de Madrid era completamente salvaje, y se vivía en las casas de los barrios bajos como en las cuevas de los gitanos.
Madrid era una gran Corte de los Milagros.
Por todas partes se veían mendigos, tullidos que mostraban sus deformidades y sus llagas; ciegos que entonaban una cantilena lamentable; procesiones y rosarios. Hasta los más metafísicos misterios del catolicismo servían para ser cantados al son de la vihuela; y los romances de los bandidos alternaban con la vida de los santos y las relaciones de los milagros más despampanantes.
No había esquinazo que no se empapelara con noticias de novenas, vísperas y trisagios; ni calle en donde faltara un momento la agradable perspectiva del cogote de un fraile.
Hoy no se puede tener idea de lo que era aquel[210] Madrid; habría que dar muchos detalles para poder formarse un concepto aproximado a la realidad.
Entre las solemnidades ceremoniosas de mi casa y la abigarrada majeza del arroyo estaba yo como el alma de Garibay, más cerca por mis gustos de la chulapería callejera que de la majestuosa severidad de mi hogar.
La calle del Estudio de la Villa, donde yo he nacido, calle que hoy se llama solamente de la Villa, es una calle corta y tortuosa; arranca desde el Pretil de los Consejos, cerca de la Capitanía General, y termina en la plaza de la Cruz Verde, plaza desconocida por los madrileños actuales, pues es un pequeño espacio irregular próximo a la calle de Segovia, según se baja hacia el puente, a mano derecha.
Mi calle, como he dicho, era corta y tortuosa; a la entrada, frente a mi casa, se encontraba la Academia pública de humanidades, que regentó el maestro Juan López de Hoyos, cuando asistió a sus aulas Cervantes. Esta Academia, que llamaban el Estudio de la Villa, daba nombre a la calle.
La casa donde yo nací, que aun existe, se conocía en el barrio con el nombre de Casa de las Monjas del Sacramento, y era un edificio grande de tres pisos, con vuelta al Pretil de los Consejos.
Aquélla y otras varias, unidas al convento de las monjas, formaban una sola manzana, limitada por las calles del Estudio, del Sacramento, del Pretil de los Consejos, del Rollo y de la plaza de la Cruz Verde.
En este rincón de mi barrio hice yo mis primeras correrías. Era difícil encontrar un barrio tan sintetizador como aquel de la vida cortesana y aun de la vida nacional; era el barrio más castizo de Madrid, el más antiguo, el más típico, el receptáculo de todo lo viejo, de todo lo jaque, de todo lo abigarrado y pintoresco de la villa del oso y del madroño.
Representaba, como ningún otro, la vida del país. La Inquisición tenía su hogar en la Plaza Mayor, y en la de la Cruz Verde, los lugares del auto de fe en gran escala y de los autillos. Estos autillos debieron ser célebres en otra época, y como recuerdo quedaba en la plaza de la Cruz Verde, al decir de la gente, una cruz de madera pintada de este color; la monarquía tenía en el barrio el Palacio Real; la aristocracia, la casa enorme de Osuna.
La religión contaba con una serie de parroquias y de conventos: San Pedro, San Justo, San Andrés, la Capilla del Obispo, las Carboneras. Además, en la calle del Sacramento estaba el palacio arzobispal, y en la calle del Nuncio el del embajador de Su Santidad.
Otras instituciones fuertes ostentaban en el barrio representación completa. El dinero y la usura, en la calle del Duque de Nájera, donde estuvo la casa de[213] Samuel Leví, el tesorero del rey Don Pedro de Castilla; el dinero y el amor, en la calle del Rebeque, donde se hallaba la tesorería de Palacio, edificio que luego compró Ruy Gómez de Silva, el marido de la princesa de Éboli, para incorporarlo al mayorazgo de la Aliseda.
Un ramo importante de la agricultura tenía su asiento en la plaza próxima a la Capilla del Obispo. En esta plazoleta, los campesinos de los alrededores de Madrid habían establecido desde tiempos antiguos un mercado diario de granos y de paja.
La elección de este sitio para mercado provenía de la época en que al cabildo de la Capilla del Obispo se le daba como subvención una carga de paja para el mantenimiento de la mula de cada uno de los capellanes, a condición de usar en sus paseos mantilla negra larga sobre la caballería y de que los fámulos llevaran traje y montera del mismo color.
El capellán mayor y los otros menores sacaban a vender todo el pienso que se les entregaba y que no consumían a esta plazoleta, que desde entonces se llamó de la Paja. Llegó un día en que las cosas se pusieron mal; a las mulas de los capellanes se les cortó la ración de pienso; pero la costumbre estaba hecha y los labradores de Parla y de Fuenlabrada, fieles a la tradición, siguieron llevando sus cargas de paja al mismo sitio.
La mendicidad tenía, como no podía menos, en la corte española, su representación en el barrio. Allí estaba la calle del Panecillo, llamada de este modo porque se repartía en ella un panecillo de limosna a cada pobre que se presentaba, y la calle de la Pasa y la del Rollo, que tenían el mismo motivo mendicante de denominación.
El hampa no dejaba de tener su recuerdo; cerca se encontraba la calle del Azotado, o de los Azotados, hoy calle del Cordón, por donde pasaban montados en burro los condenados a esta pena, mientras el verdugo les calentaba las espaldas.
La fiesta nacional tenía la calle del Toro, con un poco de historia tauromáquico-fantástica adjudicada a ella. Durante mucho tiempo había habido en esta callejuela una casa adornada con los cuernos de un toro estoqueado en una corrida regia.
La gente del barrio aseguraba que los cuernos sujetos a la pared bramaban a la misma hora en que fué estoqueado el animal. Otros decían que estos bramidos los producía un chico, que se burlaba así de la gente del pueblo, y que se ganó, cuando se le descubrió, la gran paliza.
No sólo teníamos en el barrio representación de las cosas terrenas, sino también de las de ultratumba; así, había un bodegón del Infierno, donde se reunían los aguadores a comer el clásico puchero, y un callejón del Infierno, que después del 7 de Julio se llamó Arco de Triunfo.
Los eruditos en esta clase de cosas decían que se llamaba callejón del Infierno porque en un incendio que estalló en la Plaza Mayor, la gente que miraba las llamas desde aquella rendija angosta le encontraba el aspecto de la entrada de los dominios de Plutón.
Hubo un tiempo en que fué necesario ensanchar este corredor estrecho para que pudiera pasar el coche real, y un poeta satírico, que era además cura, escribió con tal motivo un romance que comenzaba así:
Además de estas curiosidades, había en mi barrio algo que llegó a ser durante mi infancia una gran preocupación.
Era una casa pequeña de la calle de Santa María, que hacía esquina a una callejuela que llevaba el nombre del duque de Nájera.
Esta casa tenía dos cuerpos: piso principal, con cuatro balcones muy grandes y muy altos, con las vidrieras de cristales pequeños, verdosos y emplomados, y un segundo piso, estrecho y cuadrado, a modo de torre, con un solo balcón.
En el piso bajo no tenía más abertura que unos ventanillos altos, con rejas, y un portal estrecho, de trabuco, del que partía una escalera de caracol.
Los chicos del barrio solían decir que aquella casa amarilla era misteriosa en extremo; algunos aseguraban que en ella había duendes; otros afirmaban que monederos falsos; pero los más enterados decían que era uno de los puntos de cita de los masones.
Esta versión, poco a poco fué generalizándose, y entre la gente del barrio se llamaba aquella casa la casa de los masones. Se contaban historias extraordinarias de las reuniones que tenían allí los afiliados a esta secta, en las cuales todos iban enmascarados. Se afirmaba que bebían sangre y juraban guardar su[216] secreto, delante de una calavera, con la punta de una espada desnuda en el pecho.
Muchas veces, de chico, estuve mirando aquella casa amarilla con gran curiosidad. De día no entraba nadie; sólo, a veces, al anochecer, se veía pasar algún embozado; daba unos golpes con los nudillos en la puerta, se abría ésta con una cuerda atada al picaporte desde arriba, y el hombre desaparecía en la obscuridad.
Aunque me consideres pesado, amigo Pello, te hablaré un poco de mi época, porque los jóvenes de hoy no tenéis una idea clara de la transformación verificada en España. Si la tuvierais miraríais con menos desdén a los hombres de mi generación.
No digo que abundara entre nosotros la gente entendida y de talento; pero entusiasmo y valor los había.
Sin preparación, sin cultura, sin medios, cogimos nosotros el momento más difícil de España. El edificio legado por los antepasados se cuarteaba, se venía abajo. Era la crisis de la patria, del imperio colonial y, al mismo tiempo, del absolutismo, de la Inquisición, de toda la vida antigua.
Ciertamente, hacía ya tiempo que las ideas filosóficas venían influyendo en la sociedad, pero en una minoría exigua en el elemento culto. La proclama[218]ción de la libertad civil y política, hecha por los norteamericanos, fué muy simpática al elemento avanzado aristocrático español; pero en cambio, la tempestad de la Revolución francesa produjo tal pánico, que la aristocracia, el clero y el ejército reaccionaron por instinto de conservación y se prepararon a defender sus privilegios.
El Gobierno mandó prohibir y recoger todo libro o periódico que hablara de los sucesos ocurridos en Francia, y se expidió un decreto, dirigido a las universidades y escuelas, suprimiendo la enseñanza del Derecho natural y de gentes.
Al mismo tiempo se recomendó el celo del Tribunal de la Inquisición, organismo que se sentía envejecido y fuera de lugar, y que no se atrevía a emplear los procedimientos severos de otras épocas.
A pesar de su general lenidad, el Santo Oficio castigaba a veces con mano firme.
En mi tiempo se hablaba todavía del proceso de Pablo Antonio de Olavide, hombre ilustre, de ideas reformadoras, a cuya inteligencia y celo se debieron las colonias de Sierra Morena. Delatado por un capuchino alemán como partidario de la filosofía, fué llevado a las cárceles de la Inquisición, donde tuvo que abjurar de rodillas, cubierto de un sambenito.
Después de salido de las cárceles del Tribunal de la Fe, Olavide se fué a vivir a la ciudad de Almagro, y de allí partió para Francia, donde le hicieron un recibimiento soberbio. La Asamblea Constituyente le declaró hijo adoptivo de la nación francesa.[219] Olavide vivió algún tiempo en la Malmaison, que fué después la finca favorita de Napoleón y de Josefina. Esta finca pertenecía, por entonces, a un amigo de Olavide, M. Lecoulteux Dumolay.
Olavide fué, con Marchena y Guzmán, uno de los españoles que colaboró en el gran incendio de la Revolución francesa.
Después, preso con su amigo Lecoulteux en la cárcel de Orleáns, hubiera sido quizá guillotinado, a no haber sobrevenido la caída de Robespierre.
Otra persona conocida, presa años después en las cárceles del Tribunal de corte, por sospechas de ateísmo y materialismo, fué el profesor de Matemáticas don Benito Bails, que era autor de algunos compendios que se enseñaban entonces en las escuelas de España y en algunas de Europa.
A pesar de ser don Benito hombre de grandes relaciones en la corte, un día se presentaron los alguaciles en su casa de la calle de Carretas y le dijeron que se preparara para ingresar en la cárcel.
El pobre profesor, además de viejo, estaba tullido, y alegando su impotencia para valerse de sus piernas, se aceptó que se encerrara con él una sobrina suya, que por piedad accedió a asistirle.
El buen matemático, hombre ingenuo, antes de la declaración de los testigos de cargo, confesó haber dudado algunas veces de la existencia de Dios y del alma, aunque aseguró que no llegó tampoco a considerar como definitivo el ateísmo materialista.
Los inquisidores, viéndole reconocer tan fácilmente sus herejías, le trataron con cariño y le sacaron todo el dinero posible.
Por esta época, también un señor, don Felipe Samaniego, se delató a la Inquisición como lector de[220] Voltaire, de Rousseau y de Hobbes, y de paso comprometió al duque de Almodóvar, a Campomanes, a Floridablanca, a Lacy, al general Ricardos y a otros hombres notables que eran partidarios de las tendencias reformistas.
La misma condesa del Montijo, en cuya casa se reunían personas distinguidas aficionadas a la lectura, fué desterrada por el rey a Logroño, acusada por los frailes de jansenista y de tener correspondencia con el abate Gregoire.
En el Palacio Real, los curas, que habían perdido mucha influencia desde el tiempo del conde de Aranda, la recobraron íntegra. El padre Eleta, confesor de Carlos IV, que era un fanático, embrutecía a su real penitente; mientras, el padre Múzquiz, un cura cínico, favorito de Godoy y confesor de María Luisa, convertía el confesonario en un cómodo lugar de tercería.
Los cortesanos, que veían que este padre ponía la religión al servicio de la reina y de su majo, le llamaban el traidor Don Opas, y el bueno de Carlos IV decía que el confesor de su mujer tenía conciencia de jareta.
Con la gente pobre, el Tribunal de la Fe luchaba también a brazo partido, no porque la plebe sintiese inclinaciones por la filosofía y el enciclopedismo, sino porque había en España por entonces una epidemia de santos y de iluminados que a Dios le ardía el pelo.
Uno de los casos más célebres ocurrió en Cuen[221]ca con una mujer llamada María Herráiz. Afirmaba María que su carne se había convertido en la carne de Jesucristo.
Algunos frailes y clérigos lo creyeron; el pueblo fanático comenzó a rendir culto a la beata María, y la Inquisición metió a todos los complicados en el milagro en la cárcel. La beata murió en prisión y fué quemada en efigie; a su criada la impusieron diez años de reclusión en una casa de recogidas, y a los aldeanos embaucados se les condenó a cadena perpetua y a doscientos azotes previos.
Los frailes y uno de los curas que habían sostenido a la beata María salieron al auto de fe con túnica corta y soga al cuello, y fueron condenados a reclusión perpetua en las islas Filipinas. Una ligera bromita que sirvió para amenizar la vida monótona de los conquenses.
También en Madrid hubo otra famosa beata, la de la calle de Cantarranas. Esta señora, a creerle a ella, se alimentaba sólo de hostias consagradas y hacía cada milagro que temblaba el credo.
La ciudadana de la calle de Cantarranas, en unión de varios cucos como ella, tenía un negocio magníficamente montado; pero algún celoso del éxito de su lucrativa empresa hizo que la sorprendieran con testigos atracándose de carne natural y de vino igualmente natural y de buena marca, y su prestigio desapareció.
Por una parte, la monarquía, que iba desacreditándose y envileciéndose, rodeada de una aristocracia corrompida; por otra, el ejército en un ambiente[222] de favoritismo, y el clero cada vez más inclinado a las supersticiones... La situación era desastrosa. Se veía que los pilares del mundo antiguo se cuarteaban.
Arriba, en las altas esferas de la sociedad, no había más que vicio, escándalo, licencia; abajo, brutalidad, superstición, miseria. Manolería de seda y manolería de harapos. Unicamente como remedio se veía un grupo exiguo de gente culta, desligado de los unos y de los otros, hombres entendidos, pero egoístas; incapaces de arrastrar a nadie, incapaces de comprender al pueblo, orgullosos y al mismo tiempo cobardes.
Probablemente no habrá habido período en España en que el pueblo estuviera tan muerto. Al oído más fino le hubiera sido difícil encontrar en aquel gran cuerpo desorganizado algo como un latido revelador de la vida.
En los dos campos donde se desarrollaba mi infancia, el familiar y el callejero, tenía amigos.
Los de la calle eran chicos de familias de artesanos, libres, mal atendidos, que constantemente estaban haciendo diabluras y barbaridades. A alguno de ellos lo vi treinta y tantos años después de miliciano nacional y lo reconocí.
Los amigos míos de casa eran Ignacio Arteaga y José Antonio Emparanza.
Estos dos muchachos eran primos, los dos de la misma edad, pero de muy distinto carácter.
Ignacio Arteaga era un buen chico, generoso, lleno de efusión. Emparanza, en cambio, se manifestaba mal intencionado y canalla, sobre todo conmigo.
Arteaga y yo solíamos ir de paseo con un asistente de su padre, un soldado viejo, que se llamaba Medinilla.
Medinilla era andaluz, había estado en la guerra del Rosellón, y era el hombre más mentiroso y más alegre que he conocido.
Mientras estábamos en las Vistillas haciendo subir una cometa, o paseábamos por los altos de Monteleón, nos contaba cada bola que nos dejaba estupefactos.
Era también bastante aficionado a meterse en figones y tabernas, donde tenía grandes amigotes, y nos llevaba a nosotros en su compañía; así que conocíamos un personal tabernario de lo peor del pueblo.
Muchas veces llegábamos a casa con una mancha de vino en la camisa y teníamos que contar una serie de mentiras, una detrás de otra, para explicar la genealogía de la mancha.
Emparanza era muy poco amigo del viejo Medinilla, y menos amigo mío.
La razón de nuestra enemistad consistía en que éramos rivales.
Ignacio Arteaga tenía una hermana, Consuelito, que era una muchacha preciosa; Emparanza y yo nos disputábamos su amistad.
Ella no tenía motivo alguno para odiar a Emparanza, y le trataba como a mí; en cambio, yo sí lo tenía. Emparanza buscaba siempre la ocasión de mortificarme, de desacreditarme ante ella; yo lo sabía y estaba dispuesto a romperme el alma con él.
Ignacio me defendía casi siempre; éramos los dos muy amigos, y una aventura que nos ocurrió yendo juntos nos hizo inseparables.
En aquella época se celebraba en Madrid la Cruz de Mayo con grandes fiestas.
Las de mi barrio eran de las más célebres, y entre éstas tenían fama las de Puerta de Moros, More[225]ría y la de la ermita de San Millán, en la plaza de la Cebada.
Se ponían altares con imágenes y flores en las esquinas, y se nombraba la Maya, la chica más bonita de la calle, vestida con las mejores prendas, no sólo de su casa, sino de la vecindad.
Para contraste con la Maya, los mozos solían escoger una vieja, la más fea y la más negra del barrio; la vestían con un traje desastrado y la llevaban así, como en triunfo, al frente de una rondalla. A esta vieja, que hacía contraste con la Maya, la llamaban, no sé por qué, la Mojigona.
Uno de estos días en que se celebraba la Cruz de Mayo, tendría yo diez o doce años e Ignacio Arteaga otros tantos, cuando salimos de casa, y al cruzar la calle de Segovia vimos una comparsa de bandurrias y de guitarras que marchaba por la calle de la Morería abajo. La seguimos hasta cansarnos. Volvíamos a casa, cuando en un portal estrecho nos sorprendió una escena grotesca. Una vieja de pelo blanco, fea, horrible, una verdadera arpía, bailaba, mientras un gitano tocaba la guitarra.
—Eh, eh. ¡La Mojigona!—decía el hombre—. A ver cómo se mueve ese cuerpo sandunguero.
Y la vieja se agitaba en contorsiones horribles.
Llevaba la vieja un delantal hecho con una estera, adornado con cáscaras de huevo, un collar de guindillas y cáscaras de patatas y una corona de ajos en la cabeza.
Varios chiquillos desharrapados de la calle miraban desde la puerta, y nosotros nos acercamos a ellos; pero el gitano, empujando bruscamente a los harapientos, gritó:
—¡Fuera de ahí! Dejad pasar a los señoritos.
Pasamos los dos, siguió el baile, y de pronto, el viejo, dejando la guitarra, cerró el postigo de la casa y nos quedamos Ignacio y yo dentro del zaguán. Luego, la vieja horrible abrió la puerta de un corralillo y nos dijo:
—Pasad aquí.
Pasamos los dos, sorprendidos y amedrentados, y el gitano, dirigiéndose a la vieja, le dijo:
—Vamos, señora Mojigona, ayúdeme usted a desplumar a estos pajaritos.
—Con mil amores pichón; ya sabes que lo que tú me mandas es para mí la santa palabra.
La vieja nos intimó para que nos acercásemos a ella, y nos despojó de nuestras ropas. Quedamos desnudos. A mí, únicamente me dejaron la montera, porque, sin duda, les pareció que no valía nada.
Después nos echó a cada uno una chaqueta formada por harapos y llena de piojos.
—Y ahora, ¿qué hacemos con estos niños?—preguntó la vieja.
—Que se pasen así unas horas—contestó el gitano—. Así sabrán estos angelitos lo que es el hambre, mientras nosotros comemos y bebemos.
Se cerró la puerta del corral, y al verse Ignacio solo y desnudo, comenzó a llorar. En aquel momento yo no tenía miedo; mi única preocupación era encontrar un recurso para salir de allí; más que por otra cosa, por demostrar mi superioridad a Ignacio.
Durante unos momentos hice un examen de todo lo que se podía ensayar en aquel rincón. Era muy poco o casi nada. Me llevé maquinalmente la mano a la cabeza, me saqué la montera y me encontré con que dentro llevaba, como siempre, un trozo de pedernal, de acero y de yesca.
Pensé si se podría hacer algo con aquello, y vi que en un ángulo del corralillo había un montón de paja y otro grande de tablas viejas y de maderas podridas.
Al momento se me ocurrió una idea.
—Bueno—le dije a Ignacio, rudamente—, te advierto que dentro de un momento estamos fuera.
Ignacio me miró asombrado. Saqué yo de la chaqueta vieja una serie de hilas y le dije a Ignacio que hiciera lo mismo.
Después comencé a dar con el acero en el pedernal y encendí la yesca. Con la yesca y los pedazos de trapo encendimos la paja, y en la llama que se formó fuimos echando trozos de tabla, hasta que se hizo una hoguera grande. El humo nos hacía llorar, nos ahogaba; pero peligro no teníamos ninguno. En esto apareció un hombre en una ventana, que comenzó a gritar; poco después varios vecinos abrían la puerta del corral y nos dejaban en libertad. Cuando contamos nuestra aventura, los vecinos nos trajeron ropas, y en medio de un grupo de gente llegamos a casa. Lo mismo en mi familia que en la de Arteaga, produjo nuestro relato gran sensación.
Ignacio y yo, durante la infancia, fuimos a casa de un dómine que daba lecciones particulares a muchachos de buenas familias. Este dómine sabía algo de Latín y de Gramática, pero no nos enseñaba nada; lo único que hacía era espiarnos, y luego denunciarnos a nuestras familias. Creo, la verdad, que en el tiempo que estuve yendo a la clase de aquel buen señor no llegué a aprender cosa de provecho.
Ignacio adelantaba algo más que yo, y entró poco después de cadete en las Reales Guardias Españolas. Su padre era militar de graduación y noble, y no le fué difícil conseguir esta prebenda.
Mi familia hubiera podido lograr alguna otra cosa por el estilo para mí; pero a mi padre no le gustaba la milicia. Mi madre aseguraba que nosotros también éramos nobles, lo cual no me he tomado el trabajo de comprobar, porque no me ha interesado nunca.
Mi madre conservaba pergaminos de su familia materna, de los Alzates; pergaminos que supongo se habrán perdido.
De todas las historias, verdaderas o falsas, que contaban estos pergaminos, de lo único que me acuerdo, por su extrañeza, es de una lucha bárbara que uno de los Alzates tuvo con el señor de Saint-Per, que era francés, en el siglo xv, dentro del río Bidasoa, y de que un Pedro de Alzate fué trinchante de la reina Doña Blanca, y un Juan de Alzate, copero del rey.
Como te decía, nada de esto me ha entusiasmado; únicamente la realidad, de chico y de hombre, ha llegado a apasionarme. En la misma literatura no he podido nunca comprender las obras basadas en frases bonitas; si detrás de la ficción poética o dramática no he sentido la realidad, no me ha interesado el libro o el drama.
Mi padre no participaba de estas ideas. Él era, por el contrario, entusiasta de la Retórica y de las Humanidades, y me hacía leer versos académicos y almibarados, que a mí me aburrían.
Como te digo, sólo allí donde he vislumbrado la realidad, aunque sea a través de un velo espeso de ficción, he podido sentir interés.
A la muerte de mi padre, ocurrida en tiempos de la batalla de Trafalgar, se decidió entre mi madre y don Domingo Larrinaga que fuera yo a Méjico, donde teníamos un pariente rico.
Desde entonces, y puesto que tenía que dedicarme al comercio, la índole de mis estudios varió, y comencé a practicar el Francés y la Teneduría de libros.
La decisión de viajar me hizo creerme un aventu[231]rero, y me dió más valor y audacia en mis correrías callejeras.
Estaba deseando marcharme a América. Lo único que me ligaba a Madrid era mi madre y Consuelito Arteaga.
Consuelo Arteaga era una rubia encantadora; tenía unos ojos azules claros; la nariz, un poco larga; la boca, ideal, y el pelo, ceniciento.
Contaba dos o tres años más que yo, y esta diferencia de edad le hacía a ella ser una señorita y a mí un chico.
Consuelo era una criatura mimada, delicada hasta tal punto, que todo le hacía daño. Era una sensitiva, una planta de invernadero.
Vivir pobremente, alternar con gente ordinaria, le parecía un horror. Creía que ella, por ser ella, tenía derechos especiales que no tenían las demás mujeres.
Yo estaba entusiasmado; me hubiera dejado hacer pedazos por un capricho suyo; pero ella no me quería; le parecía un chico atrevido, estrafalario, y nada más.
Yo creía que, probándole que era valiente, audaz, llegaría a ganarme sus simpatías; pero, no, a Consuelo no le agradaba esta manera de ser; sólo los príncipes y los cortesanos le gustaban. Yo, pequeño, bizco, sin fortuna, le parecía insignificante.
Para Consuelito, la vida de grandezas, de fausto, de elegancia, era la única digna; lo demás era vegetar miserablemente.
Yo, como había oído hablar en mi casa de la tranquilidad del hogar, de la mediocridad feliz, repetía estos conceptos; pero ella se burlaba de mis palabras.
También intentaba convencerla de que una cosa como la riqueza, que no la da el mérito, sino la casualidad, no podía tener el valor absoluto que ella le daba; pero Consuelo se reía de la justicia o injusticia de las cosas.
Un día fuimos a una dehesa próxima a San Fernando del Jarama, en dos coches tirados por mulas, una porción de muchachas y de muchachos.
Varios jóvenes montaron a caballo, y con una vara larga se ejercitaron en derribar reses bravas.
Emparanza, que montaba muy bien, se lució en este ejercicio, y me miró a mí varias veces burlonamente.
Luego, uno de los jóvenes se acercó a un novillo y le dió dos o tres quiebros. Yo no quise quedar mal, y por más que Ignacio me tiró varias veces de la casaca para disuadirme, me planté delante de un torete, que quizá por misericordia no me hizo nada.
Los circunstantes y Consuelo Arteaga admiraron mi valor. Yo había cumplido, estaba tranquilo; pero todavía me quedaba otra prueba. José Antonio Emparanza se empeñó en decir que tenía miedo a los caballos, y para demostrar lo contrario me monté en uno y pude galopar sobre él sin caerme. Volvía ya satisfecho de los éxitos de aquel día, cuando Emparanza, pasando a mi lado, le dió a mi caballo un la[233]tigazo. El caballo botó y me tiró al suelo. Me levanté rápidamente; no me había hecho daño.
Presa de una cólera terrible, no dije nada; dejé el caballo en manos de un palafrenero y me reuní a los expedicionarios.
Estábamos esperando a montar en el coche cuando se me acercó Emparanza, sonriendo:
—Por fin caíste—me dijo.
—Sí—y levantando la mano le pegué una bofetada que lo volví loco.
Se armó un escándalo formidable, y tuvimos que volver a Madrid en distintos grupos. Cuando se supo la causa de mi cólera casi todos se pusieron a mi favor.
Al día siguiente le escribí a Emparanza diciéndole que le había ofendido en público, y que si quería una satisfacción podía elegir las armas.
Cuando se supo esto en mi casa, mi madre y mis hermanas me acusaron de bárbaro y sin entrañas; me dijeron que quería matarlas a fuerza de disgustos. Se averiguó pronto la causa de la hostilidad mía con Emparanza, y se me conminó para que no dirigiera la palabra más a Consuelo.
Yo estaba furioso; creía que tenía razón. Mi madre, para apartarme de Consuelo, decidió que fuera a Irún, a casa de un hermano suyo. Allí podía aprender mejor el Francés, mientras se fijaba la época de mi marcha a Méjico.
Yo me alegré de salir de Madrid. Estaba deseando ver un poco de mundo.
Mi tío Fermín Esteban Ibargoyen tenía una pequeña tienda en Irún, en la calle Mayor. Era una de esas tiendas de pueblo en las que se encuentra de todo. En el mostrador solían estar constantemente dos sobrinas suyas, solteras, la Shilveri y la Juanita.
Mi tío Fermín Esteban era un egoísta perfecto. Viudo, sin hijos, bastante rico para vivir sin trabajar, consideraba que el ideal del hombre es agitarse lo menos posible. Creía que cualquier cosa podía minar su salud; así que tenía prohibido a sus sobrinas que le dieran malas noticias.
Le gustaba a Fermín Esteban comer bien, y cuidaba de su gallinero y de su huerta mejor que de su alma; le interesaba también mucho lo que ocurría en el mundo, y se agenciaba para enterarse todas las gacetas que podía.
Como hombre egoísta, ingenioso y poltrón, era[238] muy aficionado a hacer comentarios burlones acerca de la vida de los demás. Fermín Esteban dirigía frases y chistes sangrientos contra el uno y contra el otro; tenía el golpe seguro en su sátira; pero no le gustaba que los demás hicieran chistes contra él.
Al llegar a Irún, mi tío me recibió con cierta amabilidad socarrona; por orden suya, su sobrina la Shilveri me puso la cama en un cuartito independiente de la escalera. Era un cuarto muy alegre, con dos ventanas: una que daba a un patio y la otra sobre el tejado.
Fermín Esteban era poco aficionado a vigilar a los demás.
El primer día de verme me advirtió que creía que no haría ninguna simpleza, y me aseguró que cuanto más juicioso me mostrara yo, más libertad me daría él.
Me dijo que mi madre le había recomendado que me llevara a un colegio, y me indicó el de don Mariano Arizmendi, un señor que enseñaba a muchachos de mi edad nociones de Matemáticas y de Física, Teneduría de libros y Francés.
Mi tío Fermín Esteban me advirtió que podía ir a la escuela, o no ir, que él no pensaba hacer indagaciones acerca de mi conducta. Yo fuí porque si no no hubiera sabido cómo pasar el tiempo.
El maestro don Mariano Arizmendi fué para mí un amigo. Don Mariano era hombre muy religioso, pero no intransigente. No le gustaba meterse en la conciencia ajena; tenía bastante dinero para vivir y daba las clases por afición, no por ganar dinero. Una de las cosas que más le encantaba era que algún muchacho de familia pobre le pidiera asistir a su colegio de balde.
Don Mariano no tenía esa tendencia inquisitorial de otros maestros que se dedican a espiar a los muchachos dentro y fuera de la escuela. Concluída la clase quería considerarse como si no fuera maestro; si alguna vez nos encontraba en la calle, haciendo alguna barbaridad, fingía no habernos visto.
Yo me hice en seguida amigo de varios chicos del pueblo. Dos muchachos con quienes tuve íntima amistad, que ha seguido después, fueron Ramón Echeandía, hijo de un fondista de Irún, y Juan Larrumbide, a quien llamábamos Ganisch porque a su padre, que era vasco-francés, se le decía también así.
Ganisch fué, durante mucho tiempo, mi compañero de glorias y fatigas.
Los dos éramos considerados como los granujas más redomados del pueblo. Robábamos las huertas, escalábamos las casas, dejábamos sin fruta los perales y los albaricoqueros. Ganisch era más fuerte que yo; yo, en cambio, tenía una ligereza de ardilla. Juntos uníamos la fuerza y la astucia. En aquella época, para mí, era una cosa fácil subir por una cañería a un tejado, o andar por una cornisa estrecha, a treinta o cuarenta varas a la altura del suelo. Había algunos dueños de huertas que se resignaban a nuestras rapiñas, y con éstos éramos comedidos; nos contentábamos con cobrarles una contribución en especie; pero otros pretendían cogernos, y con aquellos nos sentíamos implacables.
Uno de éstos, cerero y concejal, tenía unos pera[240]les que daban unas frutas magníficas, y para evitar que se las robasen ponía telas metálicas, alambres, pinchos. Todo era inútil.
Un día, ya cansado, dispuso el cerero que el mozo de la tienda, el alguacil, la criada y él, se apostaran en la huerta, nos esperaran a ver si caíamos en el garlito.
Ganisch, con un hierro, solía abrir un pestillo de la reja del jardín, y, cruzando la huerta, por allí solía escaparme yo en caso de apuro.
Este día, figurándome que habría vigilancia, esperé al anochecer para saltar a la huerta del cerero, y no hice más que poner los pies en tierra cuando una mano fuerte me agarró de la chaqueta. Era el alguacil. El, queriendo sujetarme, yo queriendo escapar, no sé cómo me las arreglé que, dejando la chaqueta entre sus manos, salí corriendo y me escabullí por la reja que tenía Ganisch abierta.
Al día siguiente, al pasar por delante de la cerería del concejal, vi en la trastienda colgada mi chaqueta, como si fuera un trofeo. Me pareció un insulto. Ganisch y yo discutimos la manera de rescatar la prenda, y pensamos en esto: Ganisch tenía guardado en su casa un pistolón; compramos pólvora y lo cargamos.
En la esquina de la cerería, a unos diez metros, Ganisch disparó un tiro, que sonó como un cañonazo.
Al estampido salió toda la gente a la calle, y de los primeros, el cerero y su criado. Yo, que estaba en un portal próximo, en el momento del mayor barullo, entré en la tienda, di un salto por encima del mostrador y me llevé la chaqueta. Este rescate nos dió a Ganisch y a mí un gran prestigio entre todos los muchachos.
También solíamos dar unas bromas pesadas al criado de una carnicería, que era medio tonto y se llamaba Canca.
—¡Canca!—le decíamos.
—¿Qué?
—Dame ese pedazo de lomo que tienes en el mostrador.
—No quiero—decía él.
—Pues entonces dame ese chorizo largo que tienes ahí en la esquina.
—No quiero; no me da la gana—contestaba él, incomodado. Y le íbamos pidiendo la carnicería entera, y él contestando cada vez más indignado y sorprendido por nuestra tenacidad de querer llevarnos trozos de carne y de chorizo sin pagar.
Esta época de granujería me duró poco tiempo en Irún. Los amigos empezaban a hacerse muchachos formales; alguno tenía ya novia. Era indispensable cambiar. A pesar de esto, Ganisch y yo realizábamos de cuando en cuando algún proyecto de salvajismo; pero lo hacíamos a solas.
Teníamos para entendernos un sistema especial; tomábamos el aire de una canción navarra titulada «Andre Madalen», y con esta tonadilla, y en vascuence, nos comunicábamos nuestros propósitos, sin que se enterara la gente de alrededor, aunque fueran vascongados.
Los domingos solíamos ir, en cuadrilla, a Fuenterrabía, a Hendaya, a Oyarzum; muchas veces marchábamos por el camino de Navarra, por la orilla del Bidasoa, y a veces fuimos hasta Elizondo en el coche de Martín Gueldi, a quien se le llamaba así Martín el lento, porque era pesado y calmoso como pocos.
Al cabo de algún tiempo de estar en Irún perdí por completo mi acento madrileño y mis ideas del barrio de las Vistillas, y fuí adquiriendo la manera de hablar y las costumbres de un vascongado.
—Eugenio se va paulatinamente aviranetizando, ibargoyizando, echegarayzando y alzateando—decía, en broma, mi maestro don Mariano Arizmendi.
En el segundo verano que estuve en Irún, mi tío Fermín Esteban, que tenía parientes en Bayona, me mandó a esta ciudad a pasar una temporada con ellos.
La familia de Bayona a cuya casa fuí era de pequeños comerciantes, furibundos realistas; allí todas las noches se rezaba por el alma de Luis XVI y de María Antonieta; se le llamaba Buonaparte a Napoleón, y se hablaba de monstruos de la revolución francesa.
Mis parientes tenían una idea absurda de España; la consideraban como un país de leyenda. Me hacían preguntas que me dejaban asombrado; creían que los españoles habíamos quedado en nuestra vida absolutamente inmóviles, sin cambiar de ideas y de costumbres desde hacía lo menos dos siglos.
Entre aquellos franceses realistas, rutinarios, pesados y cortos de inteligencia, se hablaba de un pariente que había sido militar republicano como de un ogro. Tan acérrimo partidario de la República era este hombre, que ni aun el Gobierno de Buonaparte había querido aceptar.
Este militar, deshonra de la familia, se llamaba[243] Gastón Etchepare, y desde hacía algunos años vivía solitario en una casa de un pueblecillo próximo a Biarritz, en Bidart.
Yo, al oir hablar tantas veces de Gastón Etchepare como de un bandido o de un ogro, sentí deseo de conocerle, y una vez, aprovechando la ocasión de un carretero de Irún que se preparaba a volver desde Bayona, fuí a Bidart.
Etchepare vivía en el caserío Ithurbide; pero en el pueblo no le conocían. Pregunté a varios campesinos por Ithurbide, hasta dar con él. Llegué a la puerta del caserío, llamé; nadie salió a mi encuentro. Vi que la puertecilla del huerto estaba entornada, y a unos veinte pasos me encontré a un viejo con un libro en la mano, sentado sobre un montón de ramas secas.
Al verme se me quedó mirando con asombro. Le dije quién era y a lo que iba, y me hizo sentarme a su lado.
Hacía ya mucho tiempo que no entraba allí nadie más que una vieja a hacerle la comida.
Etchepare y yo hablamos. Yo todavía no sabía seguir una conversación larga en francés y él conocía muy poco el español. Cuando el sol comenzó a retirarse, Etchepare se levantó, y fuimos paseando por el acantilado de la costa.
Etchepare era un hombre alto, flaco, vestido con pantalón corto, chaleco de ante con botones de nácar, corbata blanca y gran casaca obscura. Tenía los ojos enfermos, y su mirada parecía la de un loco.
Me invitó a cenar con él, y acepté. La conversación que tuvimos aquella noche el viejo y yo quedó grabada en mi memoria de una manera indeleble.
Etchepare era un republicano exaltado; la soledad[244] de su vida le daba un gran deseo de comunicarse con alguien, y estuvo hablando, hasta muy entrada la noche, de Vergniaud, de Danton, de Robespierre, de Saint-Just, de los montañeses y girondinos. Al mismo tiempo barajaba con estos nombres los de Catón y Bruto, como si hubieran vivido todos en la misma época.
Yo sentía una gran impresión al oir elogiar acontecimientos y personas que siempre había oído citar con horror.
Al despedirme de él para volver a Bayona me dijo que me enviaría a Irún varios tomos de Voltaire y de Diderot y algunas colecciones de periódicos del tiempo de la revolución.
—Ven cuando quieras—me dijo—. Hablaremos.
Efectivamente, volví una semana después, y discutimos acerca de puntos filosóficos y políticos. Tenía el viejo Etchepare un gran fervor de proselitismo. Las dos palabras que constantemente estaban en su boca eran la Libertad y la Naturaleza. Vivir la vida natural y ser libre: éstos eran los ideales suyos.
Como Etchepare vió en mí tendencias de seguir sus ideas, me recomendó que me presentara en la logia masónica de Bayona, y me dió una carta para Juan Pedro Basterreche, armador de aquella ciudad, que tenía una gran casa de comercio y era un entusiasta republicano.
Me presenté en Bayona en casa de Basterreche.
—¿Qué hace el viejo Etchepare?—me preguntó Juan Pedro.
—Allá está en Bidart.
—¿Sigue tan revolucionario como siempre?
—Igual.
—Es un hombre muy íntegro.
Juan Pedro me dijo que fuera a su casa de noche. Fuí después de cenar; salimos los dos juntos, y al poco rato noté que nos seguían.
—Parece que nos siguen—le dije a Basterreche.
—Es la Policía. No hagas caso. A mí me vigilan constantemente.
Cruzamos el río; llegamos a una casa que estaba entre la calle de Bourgneuf y la de Jacques Lafitte y entramos en la logia.
La ceremonia de ingreso en la masonería no tuvo nada de particular. Me hicieron los jefes algunas preguntas, y después me presentaron a distintas personas, entre las cuales había varios españoles. Desde aquel día trabé relaciones de amistad con muchos republicanos franceses y con los emigrados compatriotas que se reunían de noche en la logia y por la tarde en la librería de Gosse.
Allí conocí a Rafael Martínez, el ex jesuíta; al ex fraile Arrambide, que escribió El amante de las leyes y el rey; a Hevia, a Santibáñez, a Eguía, a Pedro Beunza, un muchacho de mi edad, y a su padre Juan Bautista. Los Beunzas vivían en la calle de los Vascos, en el número 14, y a su casa solíamos ir muchas veces a tomar café. Al padre y al hijo los traté años más tarde, pues fueron de los que trabajaron con mayor entusiasmo por la Constitución, luego de derrocada en 1814 y 1823.
Muy amigo también de los españoles era un francés de Ustaritz, llamado Cadet. Este francés tenía amistad con los Garat y ayudaba a Pedro Beunza.
En los años siguientes a 1814, cuando la primera reacción, Cadet fué uno de los mejores auxiliares de Mina y de los constitucionales españoles.
Entre algunos de los emigrados del período revolucionario, como Arrambide, Martínez y Hevia, se conservaba el recuerdo de nuestros compatriotas que habían pertenecido durante el Terror al Club Jacobino de Bayona.
De quien más se hablaba y más anécdotas se contaban era del abate Marchena.
Marchena había formado parte de la Sociedad de los Hermanos y Amigos Reunidos, en la cual era aceptado hasta el verdugo, a quien los revolucionarios habían quitado su viejo y odioso nombre, sustituyéndolo por el de vengador.
En el Club Jacobino de Bayona, Marchena pronunció un gran discurso, que se imprimió y se repartió profusamente.
Entre aquellos emigrados españoles que tenían mis tendencias y mis entusiasmos políticos hubiera vivido con gusto; pero las vacaciones terminaban, y tenía que volver a Irún.
Desde mi conversación con Etchepare sentí grandes deseos de instruirme. Como en Irún era muy difícil adquirir libros, fuí pidiéndolos a Bayona, a la librería de Gosse.
Etchepare me enviaba, con algunas mujeres bidartinas y con las cascarotas de Ciburu, libros, folletos y toda clase de papeles.
En mi cuarto de Irún, que daba sobre el tejado de una casa próxima, yo me dedicaba a leer y a pensar en cuestiones políticas. No hay que decir que cada día me sentía más republicano. Danton y Robespierre eran mis héroes favoritos.
Un libro que influyó mucho entonces en el giro de mis pensamientos fué el Compendio de la vida y hechos de Joseph Bálsamo, llamado conde de Cagliostro, que se publicó en Barcelona años antes, traducido del italiano.
Este Cagliostro era un tipo curioso. Había funda[248]do sociedades masónicas por todo el orbe. Unos lo consideraban como un gran jefe de la masonería; otros, como un embaucador, cuyas empresas todas no llevaban más fin que explotar a los incautos.
A pesar de esto, a mí me gustó la figura de aquel hombre, y me impulsó a seguir sus pasos.
Yo también decidí fundar una sociedad secreta en Irún; nos reunimos para constituirla cinco muchachos: Ramón Echeandía, Juan Larrumbide, más conocido por Ganisch, Pello Cortázar, Martín José Zugarramurdi y yo. La sociedad se denominaría El Aventino. Yo tuve que explicar lo que era esto del Aventino a los socios.
El reglamento de la sociedad se calcó de la logia masónica de Bayona.
El Aventino llegó a tener veintisiete afiliados, repartidos entre Irún, San Sebastián, San Juan de Luz y Fuenterrabía, y contó con una buena cabeza: Juan Olavarría, que pasados los años, en 1834, conspiró conmigo, en la Sociedad Isabelina, contra el Estatuto Real y a favor de la Constitución de 1812.
Nuestro Aventino hizo algunas cosas de gracia, que si no pasaron a la Historia dieron mucho que hablar en el pueblo.
Fueron calaveradas sin trascendencia política; pero alguna que otra vez servimos a la causa liberal repartiendo papeles que nos enviaron de las logias y ayudando a pasar la frontera a dos o tres fugitivos.
El aterrorizar al pueblo era uno de nuestros idea[249]les. En una borda del camino del Bidasoa, donde nos reuníamos, inventamos que había duendes.
Un carnero misterioso solía salir y atacar al que osaba aproximarse.
La gente tenía miedo, y de noche nadie se acercaba por allí. Algunos de los socios llegaron también a asustarse, a pesar de saber que tanto el carnero misterioso como los duendes habían salido de nuestra cabeza.
Para conocernos de noche, los afiliados teníamos como contraseña el dar el grito del mochuelo, al que se contestaba con un silbido suave.
Una vez Ganisch subió un macho cabrío con un cencerro al balcón de una vieja muy beata y muy enemiga nuestra, y otra noche, escalando el tejado, tapó el agujero de la chimenea de la casa del alcalde.
No hay que decir cómo se puso la primera autoridad municipal. Juró que tenía que meter en la cárcel a medio pueblo si no se encontraba al autor de aquella trastada irrespetuosa.
Como en esta época era todo aún tan obscuro y confuso, hubo emisarios que pasaron por Irún y vinieron a visitarme como masón y presidente del Aventino.
Esta obscuridad y confusión persistió siempre en las filas liberales, y constituyó muchas veces la causa de nuestros fracasos, pues por un espejismo involuntario creíamos contar con organizaciones civiles y militares de importancia, cuando no teníamos más que los nombres en el papel.
Uno de los emisarios que pasó por Irún y estuvo en mi casa fué un señor de alguna edad que se llamaba don Rafael Lazcano y Eguía.
Lazcano y Eguía llevaba, la primera vez que pasó por Irún, una carta para el marqués de Beauharnais, entonces embajador de Francia en Madrid, y por lo que dijo tenía la misión de visitar las nacientes logias masónicas de España.
Lazcano blasonaba de liberal y de jacobino; pero siempre estaba luciendo su parentesco. El marqués de Tal, que es mi primo; Fulano, que es mi pariente...
Tan pronto se jactaba Lazcano de ser aristócrata como de revolucionario; pero la idea que no variaba en él, la que le caracterizaba, era creer que todo el que no conociera el París de la Revolución era un pobre hombre.
Sólo el que hubiese presenciado las escenas revolucionarias parisienses podía hablar y estar enterado de las cosas.
Una parecida petulancia tuvieron años después los afrancesados, que se consideraban los únicos guardadores de las buenas ideas liberales, lo que no fué obstáculo para que se hicieran reaccionarios al poco tiempo.
Lazcano y Eguía era por entonces, cuando yo le conocí, hombre de unos cincuenta años, alto, de muy buen aspecto. Vestía chaleco rojo de solapa ancha y casaca de seda lisa, larga, de color castaña, estilo Directorio.
Lazcano era sobrino de los dos enciclopedistas[251] más notables de Guipúzcoa: de don Joaquín de Eguía y de Ignacio Manuel de Altuna.
Lazcano había estudiado en el colegio de Vergara, y, como todos los que cursaron en aquellas cátedras, por entonces célebres, era entusiasta de Francia y de sus hombres.
Inmediatamente que pudo se largó a París. Allí conoció a lo más ilustre del elemento enciclopedista y se hizo amigo de la juventud dorada.
Tenía en París a su tío Eguía y Corral, un tipo excéntrico, que en treinta años de vida parisiense apenas salió de las galerías del Palais Royal, donde, según él, se encontraban todas las cosas necesarias y agradables para el cuerpo y para el espíritu, menos aquellas que no hacen falta para nada, o sean las boticas y las iglesias.
De Ignacio Manuel de Altuna me habló mucho su sobrino, y me leyó varios trozos de las Confesiones de Juan Jacobo Rousseau, en donde el escritor suizo se ocupa, con gran elogio, del joven guipuzcoano, amigo suyo.
Hoy no se puede formar idea de lo que representaba para uno de aquellos hombres, galómanos hasta la locura, el tener un pariente alabado por Rousseau. Era algo así como estar en vida dentro de la inmortalidad.
A mí, como nunca me entusiasmó lo que había leído de Juan Jacobo, no me hacía mella el que este escritor dirigiera aquellos ditirambos a su amistad con el joven guipuzcoano.
Rousseau cuenta en las Confesiones cómo conoció a Altuna en Venecia: lo describe alto y bien formado, de tez blanca, de mejillas sonrosadas, de pelo castaño casi rubio. Añade que, a pesar de ser religioso, era muy tolerante; que tenía distribuídas las horas del día para el estudio y que lo comprendía todo.
Altuna, desde Azcoitia, donde vivía, invitó a Rousseau a ir a refugiarse a Ibarluce, quinta de su propiedad, en el Ayuntamiento de Urrestilla, cerca de Azpeitia.
El marqués de Narros, que tenía simpatía por los enciclopedistas, pidió al Gobierno su beneplácito para que Rousseau pudiera instalarse en España, y el Gobierno lo concedió; pero el Santo Oficio intervino y puso como condición que el escritor se retractase de las doctrinas o proposiciones que la Inquisición había censurado en sus libros, a lo cual Rousseau no se avino.
Rousseau sobrevivió a Altuna, el cual murió joven. El filósofo conservó un recuerdo muy romántico de su amigo el azcoitiano. Con esta frase resume la idea que tenía de él: «Ignacio Emmanuel de Altuna etoit un de ces hommes rares que l'Espagne seule produit, et qu'elle produit trop peu pour sa gloire».
Por encima de todos estos motivos de orgullo, tenía Lazcano y Eguía el de haber estado en Francia en la época de la Revolución y presenciado las jornadas del Terror, en París.
Lazcano me solía hablar de aquella ebullición de la gran ciudad, hirviente de clubs, borracha de sangre, de gloria y de retórica, cuando montañeses y girondinos luchaban por el predominio y el Gobierno de la Commune aspiraba a la dictadura.
En las dos o tres temporadas que Lazcano y Eguía estuvo en Irún vino a todas horas a mi casa.
Aunque no me era simpático, le oía con mucho gusto.
A mis amigos del Aventino les parecía odioso. Realmente, tenía un carácter absorbente, de hombre vanidoso y pagado de sí mismo. Con el que no conocía tomaba unos aires de superioridad desagradables.
Se creía, además, muy conquistador. Para él no había mujer que no fuera abordable. Inmediatamente que veía una, casada o soltera, ya estaba como un gallo. Esto le produjo bastantes conflictos y algunas riñas y palizas.
Varias veces después fuí a ver a Etchepare, que me llamaba a Bidart para hablar conmigo.
El viejo republicano atizaba el fuego que comenzaba a arder en mi alma con sus recuerdos del período revolucionario, y trataba de infundirme la idea de que los jóvenes de mi edad debíamos hacer en España lo que los Vergniaud, los Petion y los Robespierre habían hecho en Francia.
Esta idea, como era natural, halagaba mi orgullo; me daba sueños de gloria; me hacía creerme hombre capaz de dirigir multitudes. Al mismo tiempo comenzaba a tener una sospecha de predestinación, como todos los ambiciosos.
Etchepare era mi confidente: le explicaba los trabajos que hacíamos en Irún; la marcha de nuestro Aventino, y le hablaba de la gente afiliada a la sociedad.
Varias veces, al citar a Lazcano, vi a Etchepare[256] hacer un gesto de molestia. Como este gesto se repetía, tuve curiosidad de saber qué relación había habido entre los dos, y un día se lo pregunté francamente:
—Ha conocido usted a Lazcano y Eguía, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué clase de hombre es?
—No creo que sea buena persona.
—Yo tampoco.
—Yo, al menos, no le recomendaría a nadie—añadió Etchepare.
—¿Qué sabe usted de él?
—Vendió y traicionó a un hombre que fué su protector y su amigo.
—Es feo delito.
—Pues él no tuvo inconveniente en cometerlo.
—¡Cuente usted! Con una persona que se presenta como amigo y correligionario hay que saber hasta qué punto hay que llevar la desconfianza.
Etchepare se pasó la mano por la frente y murmuró:
—Es un recuerdo que me molesta... pero, en fin... lo contaré. Sabrás que soy militar retirado; he servido en el arma de Caballería hasta el golpe de Estado de Bonaparte. Yo me creía con derecho a matar al enemigo de mi patria; me creía con derecho para pelear por su libertad; cuando se trató de atacar la patria de los demás para la gloria de un hombre solo, dije no, y tiré la espada y pedí el retiro. No he sido nunca aficionado a los gritos y a[257] las alharacas, y hasta las manifestaciones naturales de alegría me han molestado.
Cuando la célebre batalla de Valmy era yo sargento. El triunfo de las tropas republicanas había producido un entusiasmo en aquellos soldados muy natural y lógico. La noche después de la victoria, los cantos, los gritos, los vivas se repetían a cada momento. Estaba yo delante de la tienda de campaña, contemplando una hoguera que se consumía ante mis ojos, cuando acertó a pasar un oficial.
—¿Filosofas, ciudadano sargento?—me dijo.
—Ya ves, ciudadano oficial—le contesté.
El oficial se sentó a mi lado, y hablamos; hablamos de las esperanzas que iba a dar a Francia la Revolución.
—A Francia y al mundo—me dijo el oficial.
—Yo lo espero así.
—Yo también—añadió él—. Aunque francés de adopción, soy español de nacimiento.
—Tampoco yo soy del todo francés—le repliqué—, porque soy vasco.
El español y yo nos hicimos amigos. El estaba de oficial agregado a la Caballería; se llamaba Guzmán, Andrés María de Guzmán. Era hombre flaco, nervioso, de pelo muy negro y ojos inquietos.
Días después le volví a ver y hablamos repetidas veces. No estábamos conformes en apreciar la política de la Revolución. El era partidario del bando más ultrarradical de los montañeses; yo siempre tuve más simpatías por los girondinos. Guzmán era sospechoso en el Ejército; extranjero y muy aficionado a criticar los actos de los demás, no inspiraba confianza.
A fines de 1792 estuve yo en París, y paseando[258] por las galerías del Palais Royal me encontré con Guzmán. Me habló de que había sido detenido y acusado de traidor, y que, gracias a los informes de la Sección de las Picas, donde tenía muchos amigos y partidarios, se había salvado. Guzmán llevaba una vida disipada; era jugador y libertino. Guzmán me llevó a su casa. Vivía en un piso alto de la rue Neuve des Mathurins, en el número 34, y tenía una casa pobre, como de obrero o de empleado de escaso sueldo; pero entre los muebles miserables había algunos riquísimos, entre ellos un espejo biselado y un secrétaire de concha.
Con Guzmán vivía una mujer, que me presentó como sobrina suya; una mujer pálida, de una gran belleza. Esta mujer se llamaba Magdalena y había nacido en Gante, y era hija de una hermana de Guzmán.
Servía al tío y a la sobrina un criado viejo, belga, muy ceremonioso.
Guzmán me convidó a comer, y en la mesa hablamos. La sobrina apenas decía nada. Unos días después fuí a casa de Guzmán, y como él no estaba, hablé largo rato con Magdalena. Ella se lamentaba amargamente de que su tío tomara una parte activa en la Revolución, de que se le considerara como un aventurero sin patria y sin hogar y de que fuera amigo y partidario entusiasta de Marat.
Realmente, Guzmán tenía mala fama. Era miembro influyente del club del Obispado: del grupo de los extranjeros, grupo sospechoso, en el que había hom[259]bres entusiastas y cándidos, como Anacarsis Clootz, y agiotistas, pagados por los ingleses y los prusianos.
Guzmán, que en la calle se mostraba atrevido y cínico, era comedido y prudente en su casa. Allí se presentaba de otra manera.
Largas conversaciones tuve con Magdalena en la guardilla de la calle Nueva de los Mathurins. La familia de Guzmán, que al parecer primitivamente se llamaba Pérez de Guzmán, era aristocrática en grado sumo, y tenía parientes de la más alta nobleza en España y en Bélgica. Por lo que me dijo Magdalena, su tío Andrés había salido de España, de Granada, de donde era oriundo, a recoger una herencia fabulosa de un antepasado suyo, príncipe belga; pero una rama de los Montmorency les disputó la herencia, y en los pleitos que tuvo con esta familia poderosa se estableció una lucha de influencias, en la cual, como era lógico, vencieron los Montmorency, y aunque Guzmán tenía más derecho, le desposeyeron de todas las propiedades y títulos.
Desde entonces, Andrés María de Guzmán se había sentido vejado, ofendido, y se había lanzado a defender las ideas revolucionarias más extremadas. Esta era la causa de la rebeldía y de la actitud republicana de su tío, según Magdalena; opinión de mujer, y de mujer imbuída en prejuicios aristocráticos, que no podía comprender la inmensa atracción que ejercía la Revolución francesa en todos los hombres, fuesen nobles o plebeyos.
Magdalena era una mujer encantadora; pero tenía una preocupación nobiliaria que a mí se me antojaba odiosa. Muchas veces la vi tratar con altivez al viejo criado, que les servía únicamente por cariño.[260] Tenía el convencimiento de que ella debía mandar y el anciano aquel debía obedecer. El criado estaba convencido de lo mismo.
Magdalena solía hablarme de sus parientes, de sus títulos, de sus posesiones, y también de su infancia de huérfana, educada en una casa de religiosas de Gante.
En todas nuestras conversaciones solíamos estar de acuerdo menos cuando hablábamos de la aristocracia y de los acontecimientos de la Revolución.
Alguna que otra vez pensé en dirigirme a Magdalena y decirla que la quería; pero temía una repulsa, no de la mujer, esto me hubiera entristecido, sino de la dama aristocrática, lo que me hubiera indignado.
Convencido de que Magdalena no era para mí, decidí abandonar París. Los acontecimientos políticos no llevaban el camino que yo consideraba bueno, y me vine a Bidart.
No era fácil en aquel tiempo permanecer aislado, y los amigos me llamaron a Bayona. En esta época había en Bayona un comité español revolucionario. El Gobierno de la República lo sostenía, y de aquel comité salían toda clase de folletos y de papeles, que entraban clandestinamente en España. En este comité estaban representadas las tendencias que entonces había en la Convención.
Un grupo seguía a mi amigo Basterreche, y quería para España la República, una e indivisible; el otro, a cuyo frente estaba el abate Marchena, era fe[261]deral, y deseaba tantas repúblicas como antiguos reinos hubo en España.
Se llegó a consultar a los conspicuos de París si sería mejor una República española, o una vasca, catalana, andaluza, etc., y los parisienses opinaron que serían mejor varias, no por sentimiento federalista, sino por ser muy natural querer al vecino dividido.
Los republicanos españoles de Bayona tenían amigos en toda la Península: en Madrid, en Barcelona, en San Sebastián; hasta en Burgos llegó a haber revolucionarios bastantes para formar una sociedad secreta. En Salamanca se constituyó un club jacobino, que tuvo verdadera importancia.
Los centralistas, que reconocían como jefe, en Bayona, a Basterreche, tenían como representante en París a mi amigo Guzmán, que entonces era miembro del comité del club del Obispado y persona muy influyente con Danton y, sobre todo, con Marat.
Varias veces le había oído decir a Guzmán que Marat era oriundo de España, creo que de Cataluña; que sabía bastante bien el español, y que le interesaban los asuntos de la Península. Los centralistas amigos de Basterreche representaban en el comité español a los dantonianos y maratistas: a la Montaña.
Los federales españoles de Bayona tenían como representante en París al girondino Brissot. Eran todos brissotins, que entonces era sinónimo de ser políticos de cultura y de templanza. El partido federal español lo capitaneaba Marchena, y en él estaban afiliados Hevia, Ballesteros, Santibáñez, Rubín de Celis y otros.
Marchena escribió, desde Bayona, un aviso al[262] pueblo español, con carácter girondino, abogando por la república federal, lo que desagradó profundamente a Guzmán, que envió un informe al ministro Lebrún, diciéndole que aquel papel estaba tan mal pensado como escrito.
Marchena, que era un pillo, había puesto, a propósito, grandes faltas gramaticales en su informe, para que no se supiera que era él el autor del aviso. Sin embargo, Guzmán lo supo y consideró a Marchena como enemigo. Con esta divergencia entre las dos personas más visibles del partido revolucionario español, que ya era de por sí pequeño, se fraccionó y desapareció.
Por esta época, Lazcano se presentó en Bayona; venía de haber pasado una corta estancia en su aldea, y pensaba seguir a París. Lazcano fué a ver al abate Marchena; los dos eran vanidosos y petulantes, y en la primera entrevista se enemistaron.
Lazcano decidió no tener relaciones con los brissotins, y se presentó a Basterreche. Basterreche le dirigió a mi casa; Lazcano me dijo que sabía que yo tenía conocimientos entre los montañeses y que quería una carta para ellos. Yo le di una para Guzmán y otra para Pereyra.
Lazcano en París se hizo amigo íntimo de Guzmán, y juntos fueron a los Cordeleros, a casa de Marat, al palacio de la Reina Blanca, donde tenían sus reuniones Hebert y Chaumette, y al club del Obispado.
Guzmán entonces tenía dinero y llevaba una vida disipada. Frecuentaba las casas de juego del Palais[264] Royal, iba a las cenas presididas por Danton, de a cien francos por cabeza; visitaba la casa de las señoritas de Saint-Amaranthe y el garito de Aucane. Allí se encontraban hombres de distintas nacionalidades y procedencias: ex cómicos, como Collot d'Herbois y Dubuisson; ex aristócratas, como Guzmán; ex frailes, como el capuchino Hilarión Chabot; ex abates, como d'Espagnac; ex judíos, como Pereyra; ex banqueros, como Anacarsis Clootz. La divisa de todos ellos era esta frase epicúrea: «Edumus et bibamus, cram enim moriemur.» (Comamos y bebamos, que mañana moriremos.)
La Revolución les arrastraba; muchos tenían la seguridad de su fin próximo. Mientras gozaban de la vida, los incorruptibles como Robespierre, como Saint-Just, como Fouquier-Thinville, iban preparando el cesto donde los libertinos tenían que dejar su cabeza.
Como casi ninguno podía vivir de su trabajo, cosa difícil en una época azarosa, y como había siempre algún agiotista a su lado, tomaban dinero sin mirar la mano de quien venía. Algunos de estos agiotistas eran agentes monárquicos; los que solían acompañar con frecuencia a Danton y a sus amigos eran el barón de Batz, el de la Conspiración de los Sesenta, y el abate d'Espagnac. Estos dos intrigantes tenían amistad estrecha con Guzmán y Lazcano. Solían verse con ellos en los garitos del Palais Royal, en casa de Desfieux y de Custine y en la tienda de Pereyra, el judío bayonés, que tenía una tabaquería en la rue Saint-Denis, con un gran gorro frigio de muestra.
Guzmán llevaba la vida de un aventurero. Solía parar poco en su casa; tenía una querida, que era[265] la mujer de un pintor, e iba a verla con frecuencia.
Lazcano, que sabía esto, se presentaba en casa de Guzmán cuando no estaba él. Se había prendado de Magdalena; creía que ella era la amante de su compañero y pretendía sustituirle.
Hombre cínico, acostumbrado a las damas del Palais Royal, no podía suponer que su camarada, el libertino Guzmán, hubiera respetado a aquella muchacha; y pensó que sería una presa fácil, sobre todo para él, que se consideraba un gran conquistador.
Magdalena, al principio, trató a Lazcano con afecto y consideración. Lazcano le hablaba de España, que ella no conocía y deseaba conocer. Lazcano era el compatriota amigo de la casa.
Cuando creyó el momento oportuno, Lazcano requirió de amores a Magdalena. Ella le contestó que aunque en aquel momento estaba en una situación humilde, su posición era muy elevada, y que no podía tener amores sin el consentimiento de su familia.
Magdalena era una mujer muy altiva, con una gran idea de sí misma y de su clase.
Lazcano se tragó la repulsa, y siguió frecuentando la casa como si no hubiera pasado nada; pero un día, encontrándose solo con Magdalena, la solicitó de nuevo; pero no como quien se dirige a una mujer honrada, sino como quien habla a una cortesana.
Ella rechazó con dignidad las proposiciones de Lazcano, y él replicó sarcásticamente, diciendo que no comprendía que una mujer que era la querida de un Guzmán, viejo y relajado, no quisiera serlo de un Lazcano, que al fin y al cabo era un hombre más joven y más rico.
Magdalena llamó al criado viejo que les asistía y le dijo:
—Lleva a este señor a la puerta.
Después, sola, estuvo llorando todo el día.
Desde entonces Lazcano dejó de presentarse en la casa. Guzmán no sabía la causa de la ausencia de su compatriota; probablemente la atribuiría a volubilidad, a mudanzas de opinión, entonces muy frecuentes.
Lazcano, al mismo tiempo que abandonaba la casa de Guzmán, desertaba también de los Cordeleros y del club del Obispado. Poco después se le vió en el Palais Royal y en el café de Corazza, entre la juventud elegante que seguía a Barras, a Freron y a Tallien, y que por entonces glorificaba a Robespierre, buscando el momento de acabar con él.
Guzmán, llevado por el frenesí revolucionario, siguió su marcha hasta el fin.
Era en el club del Obispado uno de los jefes del grupo internacional, entre los cuales había fanáticos y logreros. Allí solían encontrarse el prusiano Anacarsis Clootz, el austriaco Proly, hijo natural del ministro Kaunitz; el italiano Pío, el inglés Bedford, el americano Payne, el irlandés O'Quin y el judío Pereyra.
En este grupo extranjero, ultrarrevolucionario, abundaban, al mismo tiempo que los cándidos, los agentes provocadores. Era aquel grupo una espuela que, al hacer galopar la Revolución, la consumía.
Guzmán, partidario de soluciones extremas, inspirado por Hebert y Chaumette y los miembros del Municipio, creía que los girondinos eran un obstáculo para la República. En los varios comités que nombró el club del Obispado por aquel tiempo, con[267] el objeto de luchar contra los girondinos, apareció siempre Guzmán.
La guerra, por entonces, estaba declarada entre la Gironda y la Montaña.
En el mes de Marzo de 1793, Brissot publicaba un folleto contra los montañeses, al que contestaba Camilo Desmoulins, acusando a Brissot de concusionario, lo que produjo la prisión de éste. Entre los montañeses, ni Danton ni los suyos querían el exterminio de los girondinos; pero lo deseaban Robespierre y su partido, lo deseaba la Municipalidad y lo deseaba el pueblo.
El instrumento de todos fué el club del Obispado. Allí se tramó la conjuración antigirondina, que tuvo éxito el 31 de Mayo. Guzmán, que era uno de los nueve miembros del comité del Obispado, seguido por las turbas, marchó a Nuestra Señora de París, y luego a las iglesias de los barrios extremos, mandando tocar a rebato. El París revolucionario estaba contra los girondinos y contra la Convención.
Brissot intentó fugarse; pero detenido en Moulins, fué guillotinado en Octubre de 1793.
Los girondinos, como se sabe, fueron perseguidos y exterminados; los federales españoles de Bayona y de París, y entre ellos Marchena, que estaba preso, quedaron sin apoyo. Los montañeses habían triunfado.
La popularidad y el favor de Guzmán debían durar muy poco.
Durante unos días se habló en las galerías del Palais Royal, del español Guzmán, a quien se llamaba burlonamente Don Tocsinos, porque había mandado tocar el tocsin (la campana de alarma) la noche de la revuelta.
Dos días después, el 2 de Junio del mismo año, Guzmán era acusado por Barere, en la Convención, como agitador extranjero, y unos meses más tarde, Robespierre, que ansiaba acabar con los partidarios de Danton, prendía, entre toda la plana mayor de los montañeses, al español Guzmán.
Entonces estaba yo de guarnición en el Este de Francia; el giro que tomaban los acontecimientos en París tras de la persecución de los girondinos me disgustaba. En Estrasburgo supe la noticia de la prisión de Guzmán, y escribí una carta a Magdalena ofreciéndome a ella.
Magdalena me contestó pidiéndome que fuera. Estaba sola, en la última miseria; habían llevado a la cárcel a su criado; no podía salir de casa; se había dicho que su tío era un agente de Pitt, que cobraba de Inglaterra, y las comadres de la vecindad la insultaban.
Pedí licencia y fuí a París a ver a Magdalena. De noche la saqué de casa y la llevé al viejo mesón del Caballo Blanco. Allí estuvo una semana sin salir de su rincón. Sólo algunos días la llevaba a pasear al jardín del Luxemburgo.
Magdalena me suplicaba que pusiera todos los medios posibles para salvar a su tío Andrés; pero, ¿yo qué iba a hacer? No tenía influencia ni medio alguno de obrar. Sin embargo, fuí a ver a un amigo del paralítico Couthon, y por éste supe que Lazcano había dado informes confidenciales en contra de Guzmán, acusándole de estar vendido a los realistas,[269] de ser amigo del barón de Batz, del arzobispo de París y de la abadesa de Remiremont.
Extranjero, de alta nobleza y sospechoso de traición, Andrés María de Guzmán estaba perdido.
Una mañana del año 1794 vi en medio de la multitud una fila de carretas que marchaban hacia el patíbulo. Allí iban Danton, Camilo Desmoulins y los montañeses, antes idolatrados por la plebe. En una de las carretas distinguí a Guzmán.
Al llegar a la posada del Caballo Blanco, donde estaba alojada Magdalena, al verme solamente comprendió lo ocurrido y comenzó a llorar.
Si yo hubiera sido un aventurero, me hubiera podido aprovechar del desamparo de aquella mujer; pero esto constituiría hoy para mí un motivo de verdadera desgracia.
Cuando se tranquilizó Magdalena, le dije:
—¿Qué quiere usted hacer ahora?
—No sé, no sé.
—Piense usted.
—Bueno; ya pensaré.
Dos días después me dijo:
—Quisiera ir a España.
—Muy bien. Yo le acompañaré.
Nos pusimos en camino y en esta casa descansamos.
De aquí, de Bidart, escribió a su tío el conde de Tilly, que ahora es el jefe de la masonería en España, y cuando recibió contestación yo la acompañé hasta Irún. En la misma frontera la esperaba un coche tirado por cuatro caballos.
—Guarde usted este recuerdo mío—me dijo Magdalena, dándome un objeto envuelto en un trozo de seda.
Lo guardé y le di las gracias. Nos acercamos a un señor que estaba al pie del coche. El señor me saludó ceremoniosamente; yo hice lo mismo. Magdalena, llorando, me tendió la mano, que yo estreché, y el coche partió.
—¿Qué era lo que le había dejado a usted?—le pregunté al viejo Etchepare.
—Una miniatura suya hecha en Gante.
—¿La conserva usted?
—Sí.
—Enséñemela usted.
—Etchepare vaciló, luego fué a su cuarto, abrió un cajón de su mesa y sacó la miniatura. Realmente era una mujer preciosa.
—Esta mujer le quería a usted—dije yo.
—¡Bah!
—Sí; si no, no le hubiera dejado a usted este recuerdo. Y usted, al fin, ¿no le dijo nada?
—No. Ella tenía su orgullo, yo el mío.
—¿Y ninguno de los dos cedió?
—Ninguno.
—¿Y no supo usted más de ella?
—Nada. Creo que entró en un convento.
—¿Y a Lazcano tampoco le vió usted más?
—Tampoco; aunque de éste supe detalles de su vida. Durante algún tiempo estuvo en auge con los thermidorianos, y Tallien lo envió a que trabajara con Verastegui, Zuaznavar, Urbiztondo, Michelena y algunos otros en el proyecto de hacer a Guipúzcoa república independiente, apoyada por Francia.
Lazcano fué en esta época el asesor del convencional Pinet, que estuvo en Guipúzcoa con el ejér[271]cito francés de ocupación. Jacques Pinet era un abogadillo de la Dordogne, que quería echárselas de terrible, y por consejo de Lazcano y de sus amigos mandó levantar la guillotina en la Plaza Nueva de San Sebastián. Quería así liberalizar el país.
Cuando el proyecto de separación de Guipúzcoa de España fracasó y vino la paz de Basilea, Lazcano marchó a París y fué uno de los satélites de la hermosa Teresa Cabarrús. Ahora creo que está al servicio de uno de los hermanos de Bonaparte...
Etchepare se calló y estuvo contemplando el suelo un momento.
—Recordar es cosa triste—exclamó, dando un suspiro—; pero, en fin, vamos a dar una vuelta por la orilla del mar.
Un día se presentaron dos jóvenes en casa, a buscarme.
Me traían una carta de Etchepare. Les hice pasar a mi cuarto y hablamos.
Eran militares y estaban de guarnición en Behovia. En el curso de la conversación me dijeron que se estaba conspirando seriamente en Francia contra Bonaparte, y en España contra Carlos IV. Uno de los militares se llamaba Gontrán de Frassac. Era joven, gascón, teniente de dragones. El otro, Horacio Sanguinetti de nombre, era italiano, de más edad; tenía grado de capitán.
El gascón era un buen muchacho de cabeza ligera, republicano por romanticismo, más aficionado a beber, a cantar y a seguir a las muchachas que a ocuparse de política. Era exagerado en todo, y hablaba intercalando en sus palabras los Pardi y los Sacrebleu.
El italiano era hombre frío, reconcentrado, muy patriota y muy fanático.
Les dije a los dos cómo había formado una sociedad secreta titulada El Aventino y les presenté a la mayoría de los afiliados.
Para celebrar el conocimiento tuvimos una comida los dos oficiales franceses y los socios del Aventino en el caserío Chapartiena, en Azquen Portu, a orillas del Bidasoa.
A los postres, Frassac cantó la Marsellesa, le Chant du Départ y la Carmañola; yo brindé porque la libertad triunfara en el mundo; Sanguinetti aseguró que pronto se vería Europa formando unos Estados Unidos, una federación de pueblos sin reyes, sin papas, sin tiranos, sin amos; Cortázar se levantó a brindar por la desaparición de todas las religiones positivas y por el culto de la humanidad, y Ganisch glosó con ingenio esa frase concisa y definitiva: Con las tripas del último rey ahorcaremos al último de los papas.
Varias veces fuí a Behovia a visitar a De Frassac y a Sanguinetti, y ellos con mucha frecuencia visitaron mi casa. Nos hicimos amigos íntimos, hasta el punto de hablarnos de tú.
Me enseñaron la esgrima y a montar a caballo, e hicieron de mí un espadachín y un buen jinete.
De Frassac me decía que debía naturalizarme francés y entrar en el ejército de Napoleón, lo cual no me gustaba. Sanguinetti no me aconsejó nunca esto. Muchas veces, por sus conversaciones, comprendí que él estaba pesaroso de haber abandonado su país. Consideraba también que Bonaparte no había cumplido con su patria italiana.
Sanguinetti era muy culto, tenía muchos libros y[275] me prestaba todos los que le pedía. Gracias a él leí los Comentarios, de César; los Anales, de Tácito; la Conspiración de Catilina, de Salustio; la Historia de Italia, de Guicciardini, y el Príncipe, de Maquiavelo.
El oficial italiano me explicó también una porción de cosas que por falta de cultura anterior yo no comprendía.
Sanguinetti era partidario de esa razón de Estado y Salud Pública que viene de Roma. Leía mucho a Maquiavelo. Decía que había visto claramente que el político florentino no era el escritor inmoral que todo el mundo reprueba, sino un gran patriota y un pensador realista.
Esta frase de Maquiavelo la recordaba con frecuencia en sus conversaciones:
«Io indico bene questo che sia meglio essere impetuoso che rispetivo, perche la fortuna e donna.»
Yo también estaba más dispuesto a ser impetuoso que rispetivo; pero había que esperar la ocasión.
Cortázar, que solía ir con frecuencia a Bayona, me dijo que allí había oído a una persona muy enterada de estas cosas que en el ejército que guarnecía las ciudades de los Bajos Pirineos abundaban algunos oficiales afiliados a una sociedad secreta llamada de los Filadelfos.
Según Cortázar, De Frassac y Sanguinetti pertenecían a esta sociedad.
Alguna vez, en la conversación, les pregunté vagamente acerca de esto; pero ellos no se dieron por enterados.
Después he oído decir en Francia a varias personas que esta sociedad de los Filadelfos no existió nunca; otros, en cambio, daban detalles de su organización y de su funcionamiento.
Decían éstos que la sociedad se había fundado en el ejército del Franco Condado, donde abundaban los liberales y los republicanos, por un oficial llamado Oudet. Cuando este primer jefe de los Filadelfos fué preso y enviado a la deportación, le sucedió Moreau. A Moreau, a su vez, le prendieron y le condenaron a muerte, y entonces Oudet, que ya estaba libre, preparó un complot para salvar a su compañero.
He oído contar también que en un acto de distribución de cruces en los Inválidos, al ir Bonaparte a poner la condecoración a un veterano, cuatro o cinco oficiales se acercaron a él, y uno de ellos, echando mano al puño de la espada, preguntó a sus compañeros: ¿Es tiempo?
La pregunta llegó a oídos de Napoleón, el cual, pálido y lleno de terror, se volvió hacia su séquito y mandó detener inmediatamente, y luego desterrar, a los oficiales.
También se decía en los últimos años del Imperio que los Filadelfos habían tomado parte en la conspiración de la Alianza y en el complot que tramó Malet en el cuartel de Popincourt, y que estuvo a punto de triunfar a fuerza de ingenio y de audacia. Sanguinetti y De Frassac no me hablaron nunca de los Filadelfos. Quizá ellos mismos no estaban enterados de la existencia de la sociedad; quizá eran bastante reservados para no decir nada.
Esta reserva la hubiera comprendido en Sanguinetti, pero no en De Frassac.
De Frassac se pasaba la vida en Irún y en mi cuarto. Al principio nos chocaba a Sanguinetti y a mí verle constantemente en la ventana que daba hacia el patio. Luego comprendimos que miraba a una vecinita: una muchacha muy graciosa de ojos negros, que aparecía en una azotea.
Cuando le descubrimos la treta, De Frassac nos confesó que estaba enamorado, tan enamorado, que se hallaba dispuesto a pedir el retiro y a casarse.
—Pero, ¿es para tanto?—le preguntamos, asombrados, Sanguinetti y yo.
—Sí, sí.
—¿Y hace tiempo que te entiendes con ella?
—Ya varios meses.
Mientras Sanguinetti y yo discutíamos nuestros proyectos de renovación politicosocial, De Frassac echaba cartas a la vecina y recogía las que le escribía ella, con un hilo.
Por eso estaba siempre en la ventana.
Sanguinetti y yo autorizamos a De Frassac para monopolizar la ventana en el tiempo en que estuviera en mi casa, mientras nosotros hablábamos.
La chica novia del gascón era bonita; pero a mí no me parecía un prodigio ni mucho menos, como a De Frassac. Se llamaba Paquita Zubialde, y el padre era un hombre bastante rico, ceñudo y malhumorado.
Dos o tres semanas después de que el teniente gascón nos reveló sus amores, nos dijo que había escrito a su padre hablándole de sus proyectos. El[278] padre le contestó diciéndole que, aunque le hubiera parecido mejor que su hijo se casara con una francesa, y mejor con una del mismo pueblo, consentía de buen grado en el matrimonio.
El obstáculo vino por parte del padre de Paquita. Éste, a la primera insinuación de su hija, afirmó que jamás la dejaría casarse con un francés.
El señor Zubialde, a pesar de vivir en la frontera, creía que un francés era de distinta naturaleza que un español, y que necesariamente españoles y franceses tenían que odiarse y desearse mutuamente toda clase de desgracias, aunque no tuvieran motivo personal de odio.
Zubialde hizo estas declaraciones gratuitamente, y como quien habla de una cosa lejana e improbable; pero cuando se enteró de que Paquita tenía relaciones con un teniente de dragones, se convirtió él en el dragón de su hija. Estableció un servicio de espionaje, cerró por sí mismo las puertas y no permitió que entrara un papel en su casa. Sin embargo, una criada de la Paquita, la Baschili, estaba vendida al oro gascón, y pasaba los recados de uno a otro.
Llegó un día en que Frassac apareció desesperado. Su regimiento tenía que trasladarse de Behovia, y a él le era indispensable marchar también.
Discutimos entre los tres el asunto.
—El padre parece que es irreductible—dijo Sanguinetti—; no se aviene a razones. Lo mejor que puedes hacer es robar a la chica.
—No querrá ella—repuso Frassac.
—Pruébalo.
—¡Pardi! Sería un escándalo furioso.
—Ah, claro.
—¿A ti qué te parece, Aviraneta?—me preguntó Frassac.
—¡Hombre! Si ella quiere.
—¿Podríamos contar con tus amigos?
—Si tú piensas casarte con ella, quizá...
—De eso no hay duda; inmediatamente. Si ella quiere, nos vamos a Behovia, y allí mismo nos casamos. ¿Tú podrías ayudarme?
—Sí.
—Entonces, ya que conoces el pueblo y la casa, dirige el negocio.
—Bueno. Me vas a comprometer; pero es igual. Tú escríbele a Paquita. Si acepta, el capitán Sanguinetti y yo prepararemos la fuga.
—Entonces tú diriges.
—Bien. Después di por ahí que te vas, y estate seis o siete días sin venir a Irún.
De Frassac escribió una carta, que pasó a casa de Zubialde por la Baschili, y la Baschili le entregó otra de Paquita, diciendo que estaba dispuesta a fugarse.
Sanguinetti y yo preparamos el plan del rapto, al cual llamaba el capitán, en broma, la obra latina, porque en ella interveníamos un francés, un español y un italiano.
Si la terraza donde aparecía la novia de Frassac hubiera cerrado el patio que había entre mi casa y la de Zubialde, la escapatoria se hubiese podido efectuar con una escala de cuerda; pero entre la pared de mi casa y la azotea de Paquita había un espacio de unos tres metros o algo más.
La ventaja que tenía la azotea para salir por ella era que Zubialde no supondría que su hija fuera bastante loca para escaparse por aquel punto.
Después de discutir varios proyectos Sanguinetti y yo, decidimos intentar el rapto por la azotea. Traeríamos una escala de cuerda del campamento francés de Behovia, la sujetaríamos en mi ventana, y luego yo, dando una vuelta por el tejado y pasando por encima de una viga, bajaría hasta la azotea de casa de Zubialde y ataría el extremo de la escala en el barandado de la terraza.
Subiríamos por allí la Paquita y yo, y después, soltando la escala de arriba, la echaríamos al patio, de modo que diera la impresión de que la escala había servido para subir del patio a la terraza, y no de la terraza a mi ventana.
Luego, desde mi guardilla bajaríamos por la escalera de casa tranquilamente al portal, pondríamos un capote a Paquita, iríamos hasta la orilla del Bidasoa, cruzaríamos el río, y a Behovia.
El Aventino patrocinaba la aventura. Yo tenía que hacer volatines, y me reservaba la parte más difícil. Ganisch estaría de centinela a la puerta de mi casa, para dar la voz de alerta si ocurría algo, Pello Cortázar en la salida del pueblo y Zugarramurdi y los demás en la lancha.
Cuando supimos por la Baschili que Zubialde no cerraba el balcón que daba a la azotea, mandamos recado a Paquita que para las once de la noche estuviese preparada.
Sanguinetti se quedó conmigo en el cuarto; hacía una noche negra y sin estrellas. Dieron las once en el reloj de la iglesia y abrí sin ruido la ventana de mi guardilla.
Sujetamos entre el italiano y yo la escalera de cuerda perfectamente y la echamos arrimada a la pared. Después venía la parte mía, la más difícil. Abrí la otra ventana, saqué el cuerpo fuera y comencé a ir avanzando por el tejadillo. A las siete u ocho varas tuve que montar en una viga, y a una altura de más de cincuenta pies crucé de una casa a otra.
Cuando llegué al tejado de enfrente salté de éste a uno más bajo, y luego por el tubo de una cañería de agua, expuesto a caer cien veces, me descolgué a la azotea.
Llegado allí me acerqué a la barandilla; la escala, arrimada a la pared, estaba demasiado lejos para cogerla con la mano. Silbé suavemente.
Sanguinetti me entendió y comenzó a balancear la escala a derecha e izquierda, hasta que yo pude agarrarla. Inmediatamente la até en la barandilla, dejándola tensa.
Terminado esto venía la segunda parte; temía yo que, a última hora, Paquita tuviera algún escrúpulo, y que, arrepentida, confesara el proyecto a su padre, en cuyo caso me esperaba el gran estacazo.
Me acerqué de puntillas al balcón y llamé con los nudillos en el cristal, volví a llamar, y sin la menor violencia se abrió el balcón y apareció la muchacha.
—¿Por dónde hay que subir?—me dijo.
—Por aquí.
Comenzó a subir y yo fuí tras ella. El pudor puede mucho, pero el miedo puede más, y Paquita tuvo que apoyarse varias veces en mis brazos. Yo comprendí en aquellos momentos que De Frassac no se llevaba precisamente un esqueleto.
La escalera era larga y costó mucho subirla. Con[282] la ayuda de Sanguinetti la muchacha entró en la guardilla. Luego pasé yo. Desde arriba solté la escalera y la tiré al patio.
Ya dentro los tres, en mi cuarto, a obscuras, cerramos la ventana, se puso Paquita su capote, encendimos una linterna y bajamos las escaleras hasta el portal. Detrás de la puerta había un bulto, que se acercó a nosotros.
—¿Hay algo?—pregunté yo.
—Sin novedad—dijo la voz de Ganisch.
—Ya puedes marcharte, si quieres—le advertí.
—Bueno.
Cerré la puerta de mi casa, y en compañía de Sanguinetti y de Paquita llegamos a la salida del pueblo. Allá esperaba Pello Cortázar.
—¿Hay novedad?—le pregunté.
—Ninguna.
—¿Y la lancha?
—Allá está esperando.
Llegamos a un embarcadero de la ría y aparecieron De Frassac, Zugarramurdi y otros dos del Aventino.
Entramos en el bote, y en medio de la más densa obscuridad atravesamos el Bidasoa de una orilla a otra, trazando una línea oblicua.
Al otro lado esperaban dos oficiales amigos de De Frassac. En un coche entramos Paquita, su novio, Sanguinetti, los dos oficiales y yo. Llegamos en poco tiempo a un castillo, próximo a Urruña, rodeado de bosques. Cruzamos el parque y entramos en una capilla iluminada. En un momento se celebró la boda.
Los novios quedaron allí; los testigos volvimos a Behovia, y yo me embarqué en la lancha, tripulada por Zugarramurdi.
A las tres de la mañana estaba en mi cuarto, acostado.
Al día siguiente hubo gran revuelo en casa de Zubialde y en el pueblo entero cuando se supo la noticia. No se llegó a aclarar nada.
Un mes más tarde Sanguinetti me trajo noticias de los recién casados, que habían ido a vivir a Pau.
Aquel incidente me hizo afirmarme en la idea de que hay que tener más ímpetu que respeto, porque, como dice Maquiavelo, la fortuna es «donna».
De todas maneras, era indispensable esperar la ocasión. ¿Vendría? ¿No vendría? Eso es lo que había de decidir mi vida.
FIN DEL APRENDIZ DE CONSPIRADOR
Itzea, Octubre, 1912.