En esta edición se han mantenido las convenciones ortográficas del original, incluyendo las variadas normas de acentuación presentes en el texto. (la lista de los errores corregidos sigue el texto.)
SEXTA PARTE: ,
I,
II,
III,
IV,
V,
VI,
VII,
VIII,
IX,
X,
XI,
XII,
XIII |
VICENTE BLASCO IBAÑEZ
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NOVELA
SEXTO TOMO
EDITORIAL COSMÓPOLIS
APARTADO 3.030 MADRID
Imprenta Zoila Ascasíbar. Martín de los Heros, 65.—MADRID.
Entre el centenar de alumnos con que contaba el colegio establecido por los jesuítas en Madrid, el primogénito del conde de Baselga era el que merecía mayores distinciones.
Aquel niño pálido y enclenque, de ojazos soñadores y de expresión dulce y humilde, era el predilecto de los padres maestros, y el encargado de desempeñar todos los papeles distinguidos dentro del colegio.
Cuando el padre Claudio visitaba el establecimiento Ricardito Baselga era el colegial que merecía todas sus atenciones; y esta predilección bastaba para que en aquella casa, dominada por el más abyecto servilismo, adquiriese el aristocrático niño todos los honores de un reyecillo en pequeño.
No abusaba mucho el colegial de las preeminencias que le concedían.
Era humilde hasta la exageración, y cada una de aquellas atenciones le sonrojaban como si fuese un honor irónico y mortificante que le dispensaban.
Huía de intimar con sus compañeros, a los que trataba siempre con dulzura huraña; gustaba mucho de la soledad, y si alguna vez sentía deseos de espontanearse, iba en busca de los más viejos maestros, a los que apreciaba como santos dignos de la consideración más idolátrica.
En su primera época de colegial, cuando hacía poco tiempo que había ingresado en el santo establecimiento, y durante las vacaciones, cuando se trasladaba a casa de sus padres y jugaba con su hermana Enriqueta u oía los cuentos de la vieja Tomasa, el niño, al volver, mostraba cierta precoz malicia y gustaba de todos los enredos del colegio y de las intrigas tramadas por los alumnos más revoltosos; pero poco a poco su carácter se había modificado por completo y en él iba borrándose aquella viveza e impetuosidad que apenas había llegado a iniciarse.
La tutela que su hermana, la baronesa de Carrillo, ejercía sobre aquel niño tímido y melancólico, no podía ser de más visibles efectos.
El único ser de la familia que lograba despertar algún cariño en doña Fernanda era Ricardito, quien permanecía horas enteras sentado a los pies de su hermanastra, oyéndola relatar vidas de santos, en que lo absurdo y maravilloso constituían los principales hechos.
La baronesa, con su carácter imperioso y dominante, ejercía gran influencia sobre el débil niño y tenía el poder de ir modelando a su gusto sus aficiones y tendencias.
Ricardito, a los nueve años, tenía ya resuelto su porvenir.
Cuando juntándose con otros colegiales hablaban todos de lo que pretendían ser cuando fuesen hombres, el hijo del conde de Baselga manifestaba siempre idéntica aspiración.
Sus compañeros querían ser en el porvenir generales, embajadores, almirantes, todos los cargos, en fin, ruidosos y brillantes a los que la sociedad presta homenaje; Ricardito, con sencillez y modestia, contestaba siempre lo mismo al ser interrogado: él quería ser santo.
Y en esta opinión le tenía todo el colegio en vista de su vida y costumbres; y cada vez que manifestaba el niño tal opinión en presencia de la baronesa, ésta se conmovía experimentando una satisfacción sin límites.
El padre Claudio mostraba especial interés en fomentar las aficiones seráficas de aquel niño, y los maestros del colegio secundaban admirablemente los propósitos de su superior.
Aprovechábanse de las más leves faltas del niño para recordarle la misión a que Dios le llamaba y crear en él lo que pudiera llamarse orgullo de clase.
La educación jesuítica, tan dulce en la forma como defectuosa e irritante en el fondo, fúndase principalmente en la odiosa división de castas.
Para combatir los defectos no se acude a la moral ni se recuerdan las leves naturales, sino que se hace uso de cuanto puede afectar al orgullo y la soberbia o herir el amor propio.
Cuando alguno de aquellos colegiales pertenecientes a las más encumbradas familias cometía alguna falta, no se le reprendía echándole en cara lo que ésta significaba, sino que el padre jesuíta; se limitaba a decir:
—¡Parece mentira que un noble perteneciente a una de las más ilustres familias, haga tal cosa! Se pone usted al nivel de un muchacho del pueblo.
Esto fomentaba la división en la sociedad del porvenir y ahondaba la diferencia entre los privilegiados de la fortuna y los desheredados; pero, en cambio, impresionaba mucho a aquellos muchachillos de sangre azul que estaban convencidos de que hasta en el cielo hay jerarquías, y de que Dios creó con la mano derecha a los nobles y a los ricos y con la izquierda al pueblo para que sufriera y diere de comer al los demás.
Con Ricardito Baselga cambiaban de táctica los buenos padres. Pertenecía el muchacho a una ilustre familia, y podían también interesar su amor propio: pero siguiendo las instrucciones de su superior, cuando habían de reprender al niño, se limitaban a decir:
—¡Parece imposible que un santito a quien tanto quiere Dios pueda cometer semejante falta!
De este modo el muchacho se iba convenciendo de que era un elegido de Dios, un predestinado a quien asistía la divina gracia, y se entregaba a las aficiones místicas que sus maestros tenían buen cuidado en fomentar.
A la edad en que todos los niños aman la agitación y el bullicio y se entregan a los más violentos juegos, él se mostraba grave y reservado, y las horas de recreo las pasaba en un rincón del patio cuando no escapaba para entrar en la desierta capilla, donde quedaba extático ante la más bella imagen de la Virgen.
A causa de estas aficiones, mientras los otros colegiales respiraban vida y vigor, él estaba pálido, enjuto y enfermizo, hasta el punto que, algunas veces, sus maestros habían de reprenderle por la inercia en que tenía su cuerpo y le excitaban a que jugase con sus compañeros, orden que el muchacho, siempre obediente, cumplía, con forzosa pasividad.
Ricardito iba convirtiéndose poco a poco en un objeto de admiración que ostentaba con orgullo el santo establecimiento.
Los colegiales, obedeciendo a sus maestros, miraban al niño como un ser superior y privilegiado, digno de supersticioso respeto; y entre ellos se hablaba como de una cosa rara de su humildad a toda prueba, de la gran resistencia que tenía para permanecer horas enteras de rodillas en el oratorio y de la entonación dulce y conmovedora con que rezaba sus oraciones en alta voz.
No visitaba el colegio una familia distinguida sin que dejasen los jesuítas al punto de presentar como la mayor curiosidad de la casa a aquel “santito” de cara dulce y melancólica, que se presentaba con la mayor modestia, ruborizándose al más leve cumplido.
El niño era, sin saberlo, un prospecto viviente que utilizaban los jesuítas para demostrar la santa educación que se daba en aquel establecimiento, y los maestros hablaban a las madres y hermanas de los demás colegiales del santo entusiasmo de Ricardito, que en las noches más crudas de invierno le hacía saltar de la abrigada cama para arrodillarse desnudo sobre el frío suelo y rezar a la Virgen, que se le aparecía en sueños.
La fama de aquella infantil santidad atravesaba los muros del colegio para esparcirse en el gran mundo, y la baronesa de Carrillo recibía a cada instante felicitaciones por haberle Dios deparado un hermano que sería la honra de la familia y la abriría las puertas del cielo.
Esto causaba en doña Fernanda una emoción de celestial gozo, y cuando hablaba con sus amigas decía siempre con cierta satisfacción:
—Me envanezco con mi hermano como si fuese obra mía. Yo he guiado sus primeros pasos por la senda de la devoción y le he enseñado a amar a Dios. ¡Ay! ¿Qué sería de él si yo lo hubiese abandonado al cuidado de mi padre? Es el único que honrará la familia. Enriqueta es una casquivana de la que nunca conseguiré hacer una santa.
San Luis Gonzaga.
A los once años le fué permitido al hijo del conde Baselga leer en otros libros que en los de estudio.
Ricardito no se distinguía por su afición a la lectura. Los santos, por lo regular, prefieren la meditación a la ciencia.
En concepto del padre Claudio, convenía aficionar al niño a la lectura para que abandonase un tanto su tendencia estática, y por esto los maestros pusieron en sus manos varios libros cuidadosamente escogidos y que trataban de los santos pertenecientes a la Compañía de Jesús.
Convenía distraer al niño; pero no era menos importante aumentar sus aficiones místicas, excitándolas con la lectura de obras escritas con el estilo empalagoso y dulzón propio de las obras jesuíticas.
De todas aquellas obras la “Vida de San Luis Gonzaga” era lo que más impresión le producía.
Leía las vidas de una innumerable serie de santos, los más de la primera época del cristianismo, y aunque se conmovía considerando los horribles tormentos sufridos en las arenas del circo romano, aunque derramaba lágrimas al ver pasar ante su imaginación las ensangrentadas figuras de aquellos mártires que morían poseídos del sublime delirio de la fe, su emoción en tales instantes no podía compararase con la que experimentaba al pasar su vista por la crónica de aquel príncipe italiano que, pálido, demacrado, privándose de hasta las más insignificantes satisfacciones, y atormentado por los más mínimos escrúpulos, vivió alejado de las grandezas y esplendores entre los cuales había nacido.
Había en San Luis Gonzaga algo de sus propios sentimientos, y el pequeño Baselga, al leer su vida le parecía en ciertos instantes estar contemplando su propio rostro en un espejo.
Una simpatía inmensa, una ternura casi femenil profesaba Ricardito a aquella figura de penitente aristocrático, que atormentada por el ayuno, tenía la piel transparente y pegada al desmayado esqueleto.
Reunía San Luis muchas condiciones para ser el favorito del santito y el que éste tomara como modelo para su vida futura.
El penitente italiano procedía de una noble y encumbrada familia, y esto era algo para el joven Baselga, que muchas veces había oído expresarse a la baronesa sobre el origen casi divino de la división de clases sociales.
Había pertenecido a la Compañía de Jesús, y esto era mucho para aquel alumno de los jesuítas, convencido tenazmente de que fuera de la Orden no podía existir verdadera virtud, sabiduría, ni santidad.
Además, al carácter delicado y casi femenil de aquel niño, criado entre mujeres y poseído de una timidez ilimitada, gustábale más aquel santo que se dedicaba a martirizarse a sí mismo, y que, enamorado místicamente de la belleza de la Virgen, pasaba días enteros de hinojos ante ella, que toda la innumerable caterva de mártires de la edad heroica del cristianismo, que demostraban la verdad de su doctrina buscando que les desgarrasen los músculos o regando con su sangre las arenas del circo.
¡Qué tierna emoción le producía siempre su lectura favorita! ¡Cómo su imaginación, despertada por aquella crónica de santidad, encontraba puntos de comparación entre la vida de San Luis y la suya!
El santo italiano había sido hijo de un marqués, soldado de gran valor; él tenía por padre a un conde que se había distinguido mucho en los campos de batalla.
El seráfico Luis tenía desde los siete años tan arraigadas todas sus devociones, que jamás había faltado a ellas; y él se encontraba en igual caso, pues no recordaba haber olvidado ninguna de las santas obligaciones que se había impuesto, que eran oír todas las mañanas la misa de rodillas y sin hacer el menor movimiento, rezar tres rosarios cada día, decir la salve cada hora y recitar sus oraciones todas las noches al acostarse, sin perjuicio de saltar de la cama para arrodillarse sobre el frío pavimento cada vez que algún ensueño celestial se dignaba turbar su reposo.
Otro punto de comparación existía entre su vida y la de San Luis; pero éste, en vez de causarle una gozosa satisfacción, le llenaba de confusión y tenía su alma constantemente alarmada.
El santo, en su niñez, mezclándose en el trato de los soldados que mandaba su padre, había aprendido palabras demasiado libres, que repetía sin comprender su significado, y que después fueron para él causa de un continuo remordimiento, llorándolas toda su vida y haciendo rigurosas e interminables penitencias para purificarse de ellas.
Ricardo, ansioso de encontrar similitud entre las dos existencias, buscó en la suya, y también halló en su niñez algo terrible y horroroso de que arrepentirse.
¡Cuántas veces había escuchado con maliciosa alegría a Tomasa, la argonesa doméstica, espíritu volteriano, sin ella darse cuenta, que con gracia inimitable relataba a Ricardo y Enriqueta, cuando la importunaban pidiéndola un cuento, relaciones algo libres en que frailes y monjas jugaban un papel que no dejaba en buen lugar la moral del claustro!
Este recuerdo de la vida pasada producía en el niño terrible impresión; y aunque él sólo era culpable de haber escuchado con cierto gozo los chascarrillos algo libres contra la gente monástica, reprochábase el gozo que había experimentado oyéndolos, y esto constituía para él un terrible remordimiento.
Acudía a las mortificaciones, a las penitencias abrumadoras, a todos cuantos santos tormentos le sugería su imaginación, para librarse de tan incesantes preocupaciones y recobrar su tranquilidad, lo que sería signo de que Dios le perdonaba la ofensa que le había hecho escuchando tales abominaciones; pero por más que extremaba sus tormentos físicos y morales, siempre el maldito remordimiento volvía a anidar en su conciencia produciéndole un martirio interminable.
Ahora comprendía el por qué en sus delirios místicos no era tan favorecido por la corte celestial como aquel santo que tomaba por modelo.
A San Luis, mientras estaba en oración, hablábale la Virgen, y sentía su pecho invadido de celeste dulzura, mientras que él, por más que llamaba al las puertas del cielo, las encontraba siempre cerradas. Los santos estaban mudos para él, y en vano derramaba lágrimas, pues no lograba ablandar a Dios, encolerizado a causa de los pecados que había cometido Ricardo escuchando las libres relaciones de aquella impía doméstica.
Por esto la lectura de la vida de San Luis, al par que servía para aumentar cada vez más su devoción, causábale un continuo desasosiego y una febril agitación que hacía peligrar su salud.
Aquel niño tímido, dulce y asustadizo, a la edad en que todos cometen mil diabluras con encantadora gracia y nunca piensan en las consecuencias de sus actos, mostrábase sombrío y meditabundo, experimentando tantos remordimientos como el más terrible criminal.
Privábase de comer con la esperanza de alcanzar por medio de ayunos el perdón de aquella culpa, que a él se le figuraba horripilante; no dormía, porque en su estado de perpetua agitación, era imposible conciliar el sueño, y su débil organismo languidecía rápidamente combatido por tantas privaciones.
Hízose aun más misántropo; fué reservado con sus maestros, experimentando un miedo terrible cuando pensaba que éstos podrían descubrir sus pecados de antaño, y contestaba con evasivas a la solicitud de los jesuítas a quienes el padre Claudio tanto recomendaba su cuidado.
Mientras los demás colegiales sólo pensaban en aprovecharse de un descuido para ponerle mazas en el rabo al gato del portero, o en cometer un sin fin de inocentes locuras, aquel niño vivía agitado por una idea eterna:
—¡Si Dios me perdonara mis pecados!... ¡Si la Virgen me hablase como a San Luis!... ¿Cómo he de llegar yo a ser santo?
De cómo habló la Virgen a Ricardo.
La exagerada devoción del colegial le hacía mirar con más simpatía el establecimiento donde se educaba que la casa de su padre: y por esto, muy al contrario de todos sus compañeros, miraba con santo horror las vacaciones, porque éstas le arrancaban de aquel vasto edificio en cuyos largos corredores se explayaba su imaginación forjando las más absurdas quimeras y en cuya capilla se entregaba a raptos de desesperación, en vista de que sus delirios místicos no producían eco en el cielo.
El hijo del conde de Baselga iba por buen camino para llegar a sacerdote, y prueba de ello era que comenzaba a adquirir ese horror a la propia familia, ese desprecio a los seres queridos que caracteriza en sus vidas a todos los elegidos de Dios.
Para servir bien al señor había que abandonar a los padres y hermanos, había que romper todos los lazos terrenales, despreciar los más sagrados afectos; y el niño hizo todo esto recordando la existencia de muchos de aquellos santos cuyas vidas había leído y de los cuales el detalle más saliente era haber olvidado a los que les dieron el ser para amar únicamente a Dios.
Esta repugnante ingratitud le resultaba al niño una acción honrosísima, sin duda por las muchas veces que había oído a los predicadores de la Compañía ensalzarla como el acto más sublime.
Además, Ricardo no experimentaba ningún afecto natural e irresistible hacia su familia.
Su padre, el conde de Baselga, era para él un señor taciturno y terrible que le miraba siempre con fúnebre gravedad, y sólo de tarde en tarde le acariciaba fríamente. Ignoraba el niño que su presencia evocaba siempre en la mente del conde los más terribles recuerdos, y que él, al entrar en el mundo, había producido la muerte de su madre, mujer angelical, cuya memoria había de acompañar siempre a Baselga.
Ricardo sólo había sabido temer a su padre, aunque éste jamás llegó a dirigirle una palabra dura.
Había amado algo a Enriqueta, aquella hermana mayor que él que jugando abusaba de su superioridad y lo manejaba como un “bebé”; pero este afecto puro y natural había ido desapareciendo conforme se desarrollaban sus aficiones a la santidad.
Llevado de la manía de imitar a su santo patrón, Ricardo, que seguía escrupulosamente cuanto leía en la vida de San Luis, se propuso hacer voto de castidad, sin saber a ciencia cierta a lo que se obligaba; y arrodillado ante aquella Virgen rizada, hermosa y con los ojos en blanco por el dulce éxtasis, imagen que era la depositaria de todos sus remordimientos e inquietudes, juró no presentar sus carnes al desnudo a las miradas de sus compañeros, como antes lo hacía al acostarse, y no mirar nunca a una mujer el rostro.
Desde entonces tomó Ricardo la costumbre de presentarse ante las damas que visitaban el colegio con la cabeza baja y los ojos casi cerrados para no ver ninguna de aquellas gracias femeniles que podían turbar su voto.
El joven devoto se anticipaba a la naturaleza y huía de la mujer en la época que ésta no podía aún despertar en él ningún desconocido sentimiento.
Cuando en la época de vacaciones veíase obligado en la casa paterna a tratarse con su hermana Enriqueta, mostrábase tímido y receloso, procurando evitar el roce de aquellas faldas, como si fuesen siniestra tienda bajo la cual acampaba una legión de diablos. La devoción trastornando aquel cerebro infantil, hacía surgir en él horrendos pensamientos y suposiciones monstruosas.
La vista de Tomasa, aquella relatadora de cuentos impíos, llenaba de santo terror a Ricardo, que huía de ella como del pecado mortal, mientras la franca aragonesa echaba pestes contra los pícaros jesuítas y doña Fernanda, que le habían “mareado” al niño hasta el punto de hacerle odiar a la que podía llamarse su segunda madre.
Cuando algunos días después de haber despedido el conde a la vieja doméstica fué Ricardo a pasar un domingo a casa de su padre, el muchacho experimentó una gran tranquilidad al saber que no volvería a encontrarse con la maliciosa aragonesa.
La casa parecía haber cambiado radicalmente con aquella marcha.
El conde acarició a su hijo, mostró por él gran interés, y sin perder su tétrica gravedad, le preguntó por sus estudios y aficiones, excitándole cariñosamente a que no fuese un fanático y se preparara a ser un hombre útil a su familia y a la patria.
En cuanto a Enriqueta, manifestóse a su hermano más alegre y locuaz de lo que comúnmente estaba, y sin hacer caso de su desvío huraño, le dijo que papá era muy bueno y ella muy feliz; que ahora la llevaba al Teatro Real y a los grandes bailes, que la dejaba en libertad para vestir con elegancia y que él mismo se mostraba muy alegre y decidido a gozar de la vida. Y Enriqueta, creyendo que con sus palabras despertaba un sentimiento de envidia a su hermano, que manifestaba honda tristeza, hablábale de que pronto saldría él del colegio y sería un pollo elegante que brillaría mucho en sociedad y tendría una novia hermosa y distinguida.
El santo volvió al colegio escandalizado por el lenguaje de su hermana, y dispuesto a no cruzar más su palabra con aquella que insultaba con tales suposiciones su dignidad de elegido de Dios.
Aquel fué el último día que el muchacho pasó en el seno de su familia. Apenas se vió en los sombríos corredores del colegio, aspirando aquella atmósfera mística que le enloquecía, desvanecióse la débil impresión de cariño causada por el cambio de carácter que había notado en su padre.
Ricardo volvió a engolfarse en aquella devoción que tanto le trastornaba, convirtiéndose en un niño nervioso, visionario y casi demente.
El deseo de ser santo, que aún se excitaba más con la reputación que de tal tema en el colegio, dominábale a todas horas.
La vida de San Luis era su continua lectura, y todos los días juraba ante la Virgen imitar al santo Gonzaga en todos sus actos.
El sería jesuíta como el santo italiano, vestiría la sotana de la Orden, y olvidando que había nacido rico haría acto de perpetua pobreza, entregando su fortuna a la Compañía, para que la distribuyese entre los necesitados.
Este rasgo sabía él que sublimaría toda su existencia, y le daría el verdadero carácter de santo.
Muchas veces el padre Claudio había dicho en su presencia que nada era tan grato a los ojos de Dios como el sacrificio que hacen los potentados que entran en la Orden, despojándose de sus riquezas.
Cuando llegase el tiempo oportuno, cuando por la edad pudiese disponer del inmenso caudal que le correspondía como heredero de su madre, él sabría llevar a cabo tal rasgo de desprendimiento y se haría célebre en los santos fastos de la Compañía por su santidad, entregando antes todas sus riquezas al padre Claudio, para que éste fuese el administrador de los pobres.
Ricardo estaba resuelto a ser jesuíta; pero una duda cruel martirizaba su cerebro. ¿Le llamaba Dios por tal camino? ¿Merecía él, como el seráfico Luis, vestir la sotana de los hijos de San Ignacio?
Al santo Gonzaga el cielo se había dignado manifestarle que era su voluntad que entrase en la célebre Orden.
Estando en Madrid, en la Corte de Felipe II (según rezaba la vida de San Luis, escrita por el jesuíta Croisset), y cuando aún era un niño, el santo, una mañana, arrodillado ante la Virgen del “Buen Suceso”, escuchó cómo ésta le incitaba con frases cariñosas a que entrase en la Compañía.
Aquél era un elegido de Dios, ya que la celeste madre se dignaba darle consejos; pero él se tenía por un réprobo, por un ser maldito, a causa de sus pecadillos de la primera edad, ya que no escuchaba voces sobrehumanas, ni la dulzura de la Virgen venía a calmar sus terribles zozobras.
Un día notó que dos jesuítas viejos, que entre las gentes del colegio tenían renombre de sabios, a la hora del recreo, en que todos los alumnos se entregaban a los más ruidosos juegos, le contemplaban desde un ángulo del patio, con expresión marcada de lástima, y conversaban después animadamente.
Aquella misma noche vió repetirse iguales gestos en la servidumbre del colegio y en algunos de los alumnos mayores, pero el niño era tan tímido y tenía tal empeño en contrariar todos sus deseos para santificarse, que por no pecar de curioso evitó hacer la más leve pregunta.
A la mañana siguiente, el padre encargado de la dirección del colegio, y en el cual el padre Claudio parecía tener una absoluta confianza, se encargó de aclarar aquel misterio.
Cuando el muchacho estuvo en el despacho del director, este jesuíta usó de mil rodeos para decirle la noticia que le había encargado su superior; habló de la voluntad inflexible de Dios, del destino de la criatura, que está de antemano trazado por el Eterno y que nadie puede variar; del deber en que está todo buen cristiano de resistir los rudos golpes del destino; y cuando el muchacho, embelesado por una plática que tanto halagaba sus inclinaciones, oía con el más santo gozo aquel sermón, el jesuíta soltó la noticia que hacía ya más de una hora estaba adornando del mejor modo posible, para ocultar su carácter horrible.
El conde de Baselga había muerto dos días antes. El director del colegio guardóse de decir que el desgraciado se había suicidado en una casa de locos, y relató al hijo la muerte de su padre, asegurando que era a causa de un descuido que había tenido éste examinando una pistola cargada.
Ricardo quedó aturdido por aquella noticia.
No lloró porque los santos sólo lloran cuando recuerdan los fabulosos dolores sufridos por Dios bajo la forma de hombre; hizo esfuerzos para mostrar el estoicismo de los predestinados a la santidad, pero en lo más hondo de su pecho le pareció sentir un rudo golpe que conmovía todas las fibras de su corazón.
Aquella sequedad de su alma desapareció al desvanecerse la sorpresa causada por la noticia; y cuando el muchacho salió del despacho y se vió solo en medio de un desierto corredor experimentó la necesidad de ir en busca de aquella devoción que en todas las circunstancias críticas de la vida lograba endulzar sus penas.
Entró en la capilla del colegio y fué a ponerse de hinojos ante el altar, donde dulce y sonriente se alzaba la imagen de una de esas Vírgenes creadas por la elegante piedad jesuítica, y que tienen el aspecto de una tiple de ópera, perfumada y lánguida que al compás de las notas pone en blanco los ojos.
Un rayo de sol, filtrándose por un prolongado ventanal con vidrieras de colores, cruzaba la sombría capilla e iba a enredarse en la rubia cabellera de la Virgen, circuyéndola de una aureola en que titilaban todas las brillantes tintas del iris.
Aquellos ojos de cristal, brillando sobre las facciones de arrebolada cera como lluvia de gotas posadas en los pétalos de una flor, parecían mirar fijamente al niño, quien, poseído de una mística emoción, dió suelta a las lágrimas que antes había retenido al saber la muerte de su padre.
Era muy desgraciado, pero él no se quejaba, pues aquel terrible suceso lo consideraba como un favor de Dios, que quería poner a prueba su resignación y que lo llamaba por el camino de su santidad.
Ya era completamente huérfano, y en adelante la Virgen sería su madre, su protectora, que le llevaría rectamente al cielo.
Aquel era el momento de decidir su porvenir. Desligado de todo lazo mundanal, encontrábase desnudo de terrenas preocupaciones a la puerta de la santidad, dispuesto a ponerse eternamente al servicio de Dios si éste le llamaba.
¿Por qué no había de realizarse un milagro en su favor? ¿Por qué la Virgen no había de aconsejarle que abrazase la vida religiosa, como ya lo había hecho con el seráfico Gonzaga?
Un milagro era lo que él pedía, una muestra leve que indicase cómo la madre de Dios se interesaba en su porvenir; y ansioso por alcanzar tal distinción, Ricardo miraba a la risueña imagen, cuyos ojos seguían fijos en él con inanimada insistencia.
El rayo de sol iba desviándose conforme transcurría el tiempo, y se apartaba con lentitud de aquel rostro que iba hundiéndose en la sombra.
Entonces le pareció a Ricardo que aquellas sonrosadas facciones se animaban con una sonrisa de infinita benevolencia, y poseído de una exaltación frenética se arrojó al suelo, cubriéndose los ojos con las manos, como si temiese cegar ante un esplendor deslumbrante.
Por fin llegaba el momento deseado. La Virgen le hablaba, aconsejándole lo que él tenía desde mucho tiempo antes en el pensamiento.
Sentía sonar su voz en lo más íntimo de su cerebro, y hasta le parecía, que las paredes de la capilla retumbaban con el estrépito de la angélica trompetería.
Ya estaba decidido; abandonaría el mundo y abrazaría la vida religiosa. La Virgen se lo ordenaba.
Y el muchacho, a pesar de que tenía los ojos cubiertos por sus manos y el rostro sobre las frías baldosas, veía un inmenso horizonte de luz, y en el centro una brillante escalera vaga y tenue, como si estuviese formada por suspiros y vibraciones de arpas. A los lados estaban los angeles con cabelleras de sol y diáfanas vestiduras, y en lo último, llenándolo todo con su majestuosa silueta, Dios, coronado por el simbólico triángulo, que fijaba en él sus ojos y que por entre su blanca barba, que se confundía con las nubes, dejaba escapar la inmortal sonrisa, suprema felicidad de los bienaventurados.
Dos horas después, la servidumbre del colegio recogía el desfallecido cuerpo de Ricardo, para conducirlo a la enfermería.
Fué aquello un accidente pasajero del que no tardó en reponerse; pero el director del colegio, que en la intimidad daba a entender cómo bajo una sotana jesuítica puede ocultarse un espíritu volteriano, dijo, hablando de Ricardo con otro padre de la Compañía:
—La falta de alimentación le hará ver las más estupendas visiones. Carne y más carne. Este es el mejor remedio contra las visiones celestes.
El Corazón de Jesús,
buzón de Correos.
Una duda que asaltó a Ricardo pocos días después de haberse decidido por consejo de la Virgen a abrazar la vida religiosa, fué si debía preferir la Compañía de Jesús a cualquiera de las Otras protegidas por la Iglesia.
La regla de San Francisco y la de otros santos fundadores había contado muchos bienaventurados en su seno, y no era, por tanto, condición precisa para ser favorito de Dios el pertenecer al instituto de San Ignacio; pero pronto se desvaneció tal duda en el joven por medio de aquella vida del celestial Gonzaga, cuya lectura constituía todo su recreo.
San Luis, al decidirse por el servicio de Dios, había dudado sobre el instituto religioso que debía escoger, pero al fin se había decidido en favor de la Compañía de Jesús, por varias razones que el padre Crosset tenía buen cuidado de consignar en la vida del santo.
Ricardo reproducía en su memoria todos estos motivos y los encontraba en extremo ciertos.
El, del mismo modo que el santo italiano, entraría en la Compañía de Jesús, porque en ella reinaba la humildad, ya que se hacía voto de no admitir dignidades eclesiásticas. Y el joven creía que este rasgo de la Orden era sublime, no parándose a considerar que mal podían apetecer los jesuítas obispados y cardenalatos, cuando son el oculto nervio de la Iglesia, que mueven a ésta a su sabor y que dominan desde el Papa hasta al último sacristán.
Gustábale, además, la Compañía, como al seráfico Gonzaga, porque “en ella se enseña a la juventud virtud y letras”; pero Ricardo no pensaba en que esta juventud que recibía la instrucción de los jesuítas era sólo la juventud privilegiada, la perteneciente a la clase acomodada y aristocrática y que, en cambio, nunca la Orden loyolesca se había preocupado de educar al pueblo, interesándose por que éste permaneciese siempre en la ignorancia, medio seguro para que jamás saliese de la abyección.
Otra de las razones que atraía las simpatías del joven fanático hacia la Compañía de Jesús era que ésta “se dedicaba a la conversión de los herejes y los gentiles, en todas las partes del mundo”. Para un joven ignorante, esta misión era sublime y en alto grado civilizadora, y así lo creía él, por haberlo oído varias veces a los padres maestros del colegio, que hablaban, con entonación lírica, de las grandes conquistas llevadas a cabo por la Compañía en el mundo de la barbarie, y de las conversiones en masa que los misioneros de la Orden habían hecho en la India y en el Japón.
Podía hablarse así, con la seguridad de no ser desmentido, a una juventud ignorante que no conocía otra historia que la enseñada en los colegios de la Compañía, y que, por tanto, no tenía la menor duda sobre la milagrosa elocuencia de San Francisco Javier, el cual, desconociendo la lengua de los indios y por medio de mímica, convirtió miles de indígenas. Además, era muy extraño que después de estar la Compañía de Jesús más de tres siglos predicando la buena nueva en la China y en el Japón, no hubiese conseguido la cristianización de tales pueblos, limitando todas sus conquistas al bautismo de algunas familias de naturales pobres y envilecidos, que adoraban a los misioneros más que por sus doctrinas por los puñados de arroz que les repartían en las épocas de carestía.
Pero para Ricardo era artículo de fe que la Compañía había convertido al catolicismo a casi toda Asia, y a sus ojos aparecía la Orden como un instituto sublime, cuyos misioneros poseían las lenguas de fuego de los apóstoles y enternecían a los pueblos en masa, haciéndoles abrazar la doctrina del Evangelio.
El quería ser de aquella milicia heroica. Deseaba ser soldado de aquella legión fuerte e inquebrantable, cual la verdadera fe, y, como todos los misioneros célebres de la Compañía, pensaba en atravesar los bosques de Asia, sin otras armas que el Evangelio ni otro equipaje que su sotana, quebrantado por el ayuno y roído interiormente por la enfermedad, siempre en busca de nuevos gentiles que convertir y dispuesto a pagar con los más horrorosos martirios su santa audacia.
Aspiraba Ricardo a desempeñar este hermoso papel de héroe santo, creado por la leyenda jesuítica, y estaba lejos de imaginarse que tales misioneros, audaces hasta la demencia y ascetas hasta la total extenuación, eran infelices autómatas que la Orden creaba para revestir sus fines de una atmósfera simpática de grandeza y desinterés, y que sus esfuerzos por introducir el cristianismo en las naciones idólatras sólo servían para que después los verdaderos directores de la Compañía, aprovechándose de la audacia de sus fanáticos instrumentos, estableciesen compañías de comercio en los citados países, negociando con sus productos que cambiaban por los de Europa.
De este modo el instituto de San Ignacio de Loyola reunía en su tesoro más millones que todos los grandes banqueros juntos, y así se hacía dueño de importantes líneas férreas y tenía, con nombre supuesto, numerosas flotas de vapores en todos los mares del globo.
Decidido Ricardo Baselga a entrar en la Compañía, ansiaba que llegase el instante de ser admitido en su seno, y tan vehemente era su deseo, que hasta temía que los buenos padres se negaran a darle entrada en la Orden.
Desde el día en que la Virgen le habló y Dios, rodeado de su deslumbrante corte, pasó ante sus ojos como una visión fugaz, el joven no tuvo otra aspiración que la de entrar cuanto antes en la Compañía. Pero siempre que intentaba formular su deseo, sentíase cohibido y dominado por una timidez que le impedía manifestar su pensamiento.
Por fortuna para él, pronto se le presentó una ocasión para manifestar su deseo sin que hubiera de ruborizarse ni tartamudear, pensando que su demanda podía ser desechada.
La educación jesuítica aspira a conocer hasta los más íntimos pensamientos de aquellos que están sujetos a ella, y de aquí que busque los más extraños medios para penetrar hasta en lo más recóndito de las aficiones de sus alumnos.
Tienen los padres de Jesús establecido en sus colegios el espionaje en grande escala, así como entre los individuos de la Orden; a cada alumno se le inspira la idea de que es un deber sagrado celar los actos del compañero; la delación se considera por los maestros como un acto meritorio, y la benevolencia con las faltas ajenas se castiga como un grave delito contra la disciplina que debe reinar en las casas de la Compañía.
Pero esto no basta a los jesuítas para apoderarse por completo del cerebro de sus educandos y conocer hasta los más íntimos secretos.
Necesitan saber sus más dominantes aficiones para, en consecuencia, dirigir y amoldar a placer los caracteres de sus discípulos, y para que este régimen policíaco fuera completo, el astuto padre Claudio había establecido en el colegio de Madrid la fiesta del Corazón de Jesús, invención de los jesuítas franceses, muy dados a espectáculos teatrales.
Una vez al año verificábase esta ceremonia, y los alumnos mayores, después de una gran fiesta religiosa, dirigíanse de rodillas al altar mayor, y al llegar ante una imagen del Corazón de Jesús, tendíanse cuan largos eran, y con el humillado rostro sobre las desnudas baldosas, permanecían mucho tiempo entregados a mística meditación.
Después se levantaban, y sacando un papel escrito en la noche anterior, después de largas horas de rezo y de meditación, lo introducían en una hendidura que existía en aquel corazón rojo y flameante que la imagen ostentaba sobre el pecho.
Era ridículo y sacrílego convertir el Corazón de Jesús en buzón postal, pero los jesuítas, por tal medio, conseguían conocer las verdaderas aficiones de sus discípulos, y bien sabido es que su educación consiste no en contrariar las aspiraciones naturales de aquellos a quienes dirigen, sino en fomentarlas y dirigirlas con arreglo al interés de la Compañía, buscando que ésta tenga en todas partes buenos y leales servidores.
No temían los jesuítas que sus alumnos mintieran al hacer tales confidencias al Corazón de Jesús. Habíanles hecho creer que aquellas demandas escritas a la divinidad las acogía ésta con benevolencia, y que todos los deseos consignados en ellas realizábanse inmediatamente si es que así convenía al porvenir de los solicitantes. De aquí que todos los alumnos se apresurasen a estampar en el papel su más ferviente deseo, y que los padres maestros, por medio de tal estratagema, tuviesen exacto conocimiento del pensamiento dominante de sus educandos.
Llegó el día de la fiesta del Sagrado Corazón, y Ricardo Baselga, sin duda por indicaciones superiores, fué admitido en el grupo de colegiales mayores que iban a depositar su papel en el pecho de la sacra imagen.
Durante la fiesta religiosa, el joven sintió una emoción cada vez más creciente, que conmovía a todo su cuerpo.
Con ansiosa mirada contemplaba, a través de las azuladas nubes de incienso, aquella imagen de Jesús, sonriente y dulce, y al mismo tiempo estrujaba en su bolsillo el billete escrito en la noche anterior, después de algunas horas de oración.
Ricardo estaba tan absorto en la contemplación de aquella imagen, que no se daba cuenta de lo que le rodeaba y los alborozados cánticos del órgano sonaban en sus oídos como un zumbido molesto.
Miraba el joven a Jesús con la misma expresión humilde y resignada del pretendiente que entrega un memorial al poderoso y teme ser molesto. Se estremecía Ricardo pensando que era indigno de pedir a la divinidad un señalado favor, y temía que la santa imagen rechazase su súplica.
Llegó el momento de la ceremonia, y el grupo de educandos avanzó hacia el altar mayor, formado en fila.
Ricardo anduvo instintivamente, y al llegar cerca de la imagen, rodeado de los principales maestros vió al padre Claudio, que aunque grave y meditabundo, cual lo exigía la solemnidad, le contemplaba con expresión de paternal benevolencia.
Iban uno tras otro los colegiales arrojando sus respectivos billetes en la hendidura de aquel corazón rojo y deslumbrante, y por fin Ricardo quedó frente a la imagen, sin tener compañero alguno delante de él.
Arrodillóse entonces, trémulo y palpitante, lanzando al Corazón de Jesús una mirada de supremo amor; arrojóse después de bruces al suelo, donde permaneció algunos segundos, como si, anonadado, quisiese desaparecer confundiéndose con la tierra; y después, irguiéndose con timidez, adelantó una mano, en la que sostenía el papel escrito en la noche anterior.
Aquel acto le costó un esfuerzo supremo.
Así que terminó la fiesta, el padre Claudio, en la celda del director del colegio, revolvía los billetes que los colegiales habían depositado en el Sagrado Corazón, y que estaban ahora sobre una mesa.
Buscaba el de Ricardo, y lo encontró; pues aunque todos los billetes iban sin firma, él conocía la letra del joven Baselga.
El jesuíta, al leer, sonreía con la expresión del que se convence de no haberse equivocado.
“¡Oh, Jesús mío! ¡Oh, dulce Señor! Mi deseo más ferviente, mi única aspiración, es serviros mientras viva; es pelear y morir por vuestra doctrina. Quiero ser un misionero de la fe. Haced que entre en vuestra santa Compañía, que fundó nuestro gran padre San Ignacio.”
Después de la fiesta hubo gran banquete en el colegio, y por la tarde, cuando todos los alumnos se entregaban a ruidosos juegos, el padre Claudio llamó aparte a Ricardo, y poniéndole una mano sobre la cabeza, díjole con expresión paternal y solemne:
—El Sagrado Corazón no olvida nunca a sus devotos. El ha oído tus súplicas; y yo como mensajero de su divina voluntad, te manifiesto que la Compañía te abre sus brazos. En la semana próxima irás a comenzar tus ejercicios en la casa de novicios que tenemos en Loyola. Mañana mismo hablaré con tu santa hermana la baronesa, que acogerá tu vocación como un favor del cielo.
El noviciado
Salió Ricardo de Madrid, sin despedirse de la baronesa ni de Enriqueta, pues para ser buen jesuíta habíase propuesto olvidar que tenía una familia en el mundo.
Apenas entró en el colegio de Loyola experimentó una satisfacción sin límites.
El padre director, jesuíta adusto, de facciones demacradas y ojos feroces, que parecían transparentar el chisporroteo de un oculto fuego, le ordenó que se despojara de su traje y le hizo vestir el hábito talar.
Aquella fué la mayor alegría que el joven experimentó en su vida.
Rapado a punta de tijera; embutido en una sotana estrecha, raída y de un negro amarillento; con medias de estambre y gruesos zapatos, Ricardo se confundió entre un centenar de jóvenes pálidos, demacrados, de aspecto receloso y mirada hipócrita, que eran los novicios que en aquel establecimiento se preparaban a ingresar en la Compañía.
El hijo del conde de Baselga se oyó llamar “hermano” por primera vez, y esto le produjo inmensa satisfacción. Era la prueba de que acababa de alistarse bajo las banderas de Cristo.
Pronto notó Ricardo la gran diferencia que existía entre la educación que se daba en el colegio y la de aquel noviciado.
En éste no existía la menor sombra de instrucción científica.
Habían terminado para el joven aquellos estudios engorrosos que contrariaban sus aficiones místicas, y con el noviciado entraba en plena vida devota.
El campo de las supersticiones, de los escrúpulos nimios y de las mortificaciones absurdas abría sus horizontes inmensos ante aquella exaltada imaginación perturbada por el fanatismo.
Ricardo, al pasear por aquellos claustros monótonos y sombríos, que carecían del encanto artístico de los antiguos conventos, creíase a las puertas del mismo cielo; tal era su entusiasmo, que aquellas bandas de jóvenes tétricos y ensotanados que eran sus compañeros y que se espiaban mutuamente aprendiendo a odiarse, considerábalas como legiones de ángeles destinadas a la salvación del mundo.
Dos años había de durar el noviciado, según lo prescrito en las reglas de la Compañía, y tan feliz se sentía Ricardo en su nueva vida, que, a pesar de encontrarse en los primeros días, se entristecía ya pensando que el plazo era relativamente corto y que algún día había de salir de aquella casa para volver al mundo.
Aquel aislamiento, semejante al de la tumba, constituía la suprema dicha de un ser dedicado a la contemplación de las cosas divinas y que se estremecía al menor contacto con la sociedad.
Los ejercicios de devoción que la Orden recomendaba a los novicios eran como los múltiples engranajes de una gran máquina que tendía a anular cuanto de espontáneo y libre existe en el hombre.
Ricardo dejaba de ser un ente libre para convertirse en una molécula inconsciente de la gigante Compañía de Jesús.
Arrastrado por un anhelo noble, buscaba la perfección; pero ésta era para el joven fanático el ideal de los ascetas: matar cuanto de humano existe en el organismo, aborrecer el mundo y odiar los más bellos y naturales sentimientos, todo en gracia a una suprema contemplación. Ricardo aspiraba a ser el hombre perfecto que los ascetas y los celestes visionarios han tratado con estas palabras: “Tamquam ac radaver”.
El joven sentía un ardor cada vez más creciente por ser un modelo de novicios, y este deseo, que en el fondo tenía mucho de vanidad, arrastrábale a seguir de un modo minucioso cuantas instrucciones había consignado San Ignacio de Loyola en sus célebres “Ejercicios”.
Las ideas más acariciadas en la niñez, los sentimientos más arraigados, todo desaparecía y se evaporaba conforme avanzaba Ricardo en sus piadosas prácticas.
Familia, patria, fortuna, todo cuanto significase mundo y pudiera despertar un eco humano en el corazón, todo lo olvidaba Ricardo, siempre empeñado en formarse el vacío de la santidad en torno de su persona.
Tan lejos llevaba su horror al mundo, que le parecía sublime la página 29 de las Constituciones de la Compañía, y releía con fruición el párrafo, que decía así:
“Para que el carácter del lenguaje corresponda a los sentimientos, es de uso acostumbrarse a decir, no yo “tengo” padres, o yo “tengo” hermanos, sino yo “tenía” padres, yo “tenía” hermanos.”
Estas palabras infames, que mataban en vida a los seres más queridos, resultábanles sublimes al joven fanático, e imitando a sus tétricos compañeros, que hablaban de sus padres como si fuesen sus tatarabuelos y se negaban a leer sus cartas, Ricardo aprovechaba las escasas conversaciones que con ellos tenía, para decir con el énfasis de un hombre que ha logrado vencer un terrible obstáculo:
—Yo tenía hermanos; yo tenía familia.
Aquella excitación que mostraba el joven a todas horas y su empeño en ser modelo de novicios, atraíale la simpatía de los padres maestros, que se hacían lenguas de su entusiasmo religioso y de la fortaleza que demostraba al pasar días enteros entregado a la oración, sufriendo terribles privaciones.
La consideración de que aquel joven asceta era poseedor de un título nobiliario y de una gran cantidad de millones impresionaba mucho a los demás novicios, procedentes de la clase media o de familias de labriegos acaudalados, los cuales creían en la división de castas y adoraban supersticiosamente a la aristocracia.
En torno de Ricardo se formaba el mismo ambiente de respeto y consideración que en el colegio, y todos sus compañeros le apreciaban como un ser superior destinado a empresas sublimes.
La adulación existe en la Compañía de Jesús más que en ninguna otra sociedad, por estar ésta basada en el espionaje y la mentira, y de aquí que hasta los padres maestros depusieran un tanto su ceño de ásperos instructores para animar con lisonjas a Ricardo a que perseverase en sus aficiones ascéticas.
Llegó a decirse en aquella santa casa que el joven hacía milagros, y así lo creyeron los sencillos labriegos de las inmediaciones, que se paraban en los caminos con aire reverente cuando pasaba el “santito”; pero hay que advertir que Ricardo no creía en su propio poder, y se extrañaba de que hablasen de prodigios que él nunca había visto, a pesar de ser el principal interesado.
Cada uno de los novicios dirigíase forzosamente a un determinado maestro, por estar así consignado en la regla de la Orden, y con él había de consultar todas sus acciones y pensamientos.
Ricardo tenía su consultor, como todos sus compañeros, y con él sostenía largas pláticas sobre asuntos espirituales.
Muchas veces el discípulo se revolvía contra el maestro, haciendo objeciones que demostraban un fanatismo ascético superior al de los padres exaltados; pero esta oposición era fugaz, pues el educando acababa siempre por amoldarse humildemente a todos los consejos de su superior.
Lo que más repugnaba a Ricardo eran las reglas establecidas en la Compañía para dar a todos sus miembros un exterior uniforme e inalterable.
El jesuitismo no se contentaba con moldear a su gusto las conciencias y anularlas, sino que extendía su poder a los rostros para reformarlos con arreglo a una expresión común.
El maestro de Ricardo mostraba gran empeño en dar los últimos toques de exterioridad gazmoña a aquel novicio destinado a ser un santo que honraría a la Compañía.
La mirada era la principal preocupación del viejo jesuíta, a quien irritaba el modo de mirar franco y noble del joven.
—No debes mirar así—decía a Ricardo—. En nuestra Orden los ojos se fijan siempre en el suelo, y al hablar con un extraño, el rostro debe tener una expresión de seráfica alegría. Una sonrisa sencilla e ingenua sienta siempre bien en los labios de los representantes de Dios. Mira a todos los padres de la Compañía y te convencerás de que siguen fielmente estas instrucciones. Nuestros santos fundadores ya estudiaron cuál es el aspecto que más simpatías proporciona al sacerdote, y de aquí el poder moral que ejercen los individuos de la Compañía sobre cuantas personas tratan. No basta ser santo; es necesario parecerlo.
Y el maestro de novicios dábale más detalles sobre la compostura exterior que debía guardar todo buen jesuíta.
Cuando se hablara a alguien, las manos debían permanecer en una santa inacción; los ojos inclinados, los labios ni juntos ni muy abiertos, y evitar, ante todo, los fruncimientos de cejas y las contracciones de la frente, pues esto delata ocultos pensamientos y el rostro del jesuíta debe ser una máscara de piedra que no deje pasar al exterior la más leve idea. Una santa sencillez, una seráfica imbecilidad, deben encubrir siempre el tropel de ideas que se agita en el cráneo de todos los individuos que la Compañía arroja en la sociedad para que sean instrumentos de sus planes.
La Compañía no quería ser servida por hombres, sino por autómatas, y por esto unificaba los rostros, como unificaba las conciencias.
—Nuestro santo padre San Ignacio—decía el maestro de novicios—ya lo ordenó así porque quería la igualdad en todo; lo mismo en el exterior que en la manera de pensar.
Ricardo, dócil a todos los mandatos, siguió fielmente estos consejos, y tanto en su exterior como en su modo de pensar, resultó el más notable de todos los educandos.
Transcurrieron los dos años de noviciado sin que nada turbase la santa calma en que vivía Ricardo.
La baronesa de Carrillo, comprendiendo sin duda que a los santos les gusta vivir alejados por completo del mundo, se había limitado a escribirle algunas cartas en los primeros meses del noviciado, y como el joven no contestó a ellas, guardó en adelante la piadosa doña Fernanda el más absoluto silencio.
La única noticia que recibió el joven de su familia diósela el maestro de novicios, quien, con expresión indiferente y con gran laconismo, le manifestó que su hermana Enriqueta se había casado con un tal Quirós y que tenía una hija llamada María.
El joven acogió aquella noticia con mayor frialdad aún que la que había mostrado el jesuíta al darla.
Ricardo no tenía familia; su hermana era para él un ser casi fantástico, cuyo recuerdo no llegaba a turbar su memoria. En adelante él no reconocía otra familia que la Compañía, y sus hermanos legítimos eran los que vestían la sotana de la Orden.
A estar el joven menos obsesionado en aquella época por sus preocupaciones de fanático, hubiese comprendido el fondo de gazmoña inmoralidad que encierra la educación jesuítica.
En sus momentos de descanso, en ciertos días que el espectáculo sonriente de la Naturaleza le arrancaba un tanto de sus exageradas prácticas de devoción, Ricardo conversaba con otro joven novicio, pobre de espíritu y corto de inteligencia, por el que sentía gran simpatía.
Una tarde paseábanse los dos, acompañados de otro novicio, por ordenar las reglas de la Compañía que fuesen siempre los jesuítas en grupos de tres, y Ricardo, al escuchar una expresión ingenua de su sencillo compañero, le estrechó la mano con expresión de simpatía protectora. El tercer novicio permaneció impasible.
Aquella misma noche Ricardo fué llamado por el director del colegio y el maestro de novicios.
Su acompañante, cumpliendo los hábitos que se recomendaban a todos los educandos, había delatado aquella inocente expansión de Ricardo.
Los dos padres, con expresión ceñuda, preguntaron al joven si era cierto el hecho denunciado. Ricardo contestó afirmativamente.
—¿Y qué pensabas al estrechar la mano de tu compañero?—preguntó el maestro con una expresión que no comprendió el joven.
—Pensaba en que era un muchacho humilde y sencillo y quería manifestarle mi eterna amistad.
—¿Y no pensabas nada más?
—Nada más.
—Al sentir el contacto de su mano, ¿no te asaltó algún deseo?
Ricardo levantó sus ojos para mirar con extrañeza a su maestro.
—¡Deseo!... ¿De qué?
Dijo el novicio estas palabras con tal ingenuidad, que el director y el maestro se miraron para darse a entender su convicción de la inocencia de Ricardo.
Aun le hicieron los dos padres algunas otras preguntas menos discretas, en las cuales el novicio columbró cuál era su pensamiento y a qué punto se dirigían sus sospechas.
Ricardo ruborizóse ante tan absurdas suposiciones, y su pureza, herida por tan monstruosas sospechas, tardó mucho tiempo en tranquilizarse.
Aquella tendencia a suponer en el hecho más insignificante, en la más leve expansión, aficiones a la brutalidad, hizo conocer a Ricardo monstruosidades de la pasión que él no había llegado a imaginarse.
A pesar de que su inocencia resultaba patente, los dos padres fueron inexorables con aquella “falta” que reputaban como grave, y al día siguiente, a la hora de la comida, Ricardo hubo de arrodillarse en el centro del refectorio y en alta voz pedir perdón a sus compañeros por haberlos escandalizado estrechando la mano de uno de ellos, contra lo preceptuado en las reglas de la Orden.
Esta humillación, que dolió mucho al joven, a pesar de toda su santidad, no le extrañaba ya, algunos años después, cuando era jesuíta profeso.
Por motivos igualmente insignificantes, vió a jesuítas ancianos tratados como niños y obligados a arrodillarse en público y a confesar sus faltas en alta voz.
La Compañía, para matar la altivez propia del hombre, y extremar la obediencia pasiva del autómata, no repara en castigos y humillaciones.
Cuando Ricardo ingresó verdaderamente en la Compañía y estudió sus reglas, comprendió la severidad de los dos padres y el escándalo producido por un simple apretón de manos.
El deseo de conservar incólume el voto de castidad ha llevado al jesuitismo, como a todas las comunidades religiosas, a las más extrañas y repugnantes prescripciones.
La amistad íntima entre dos religiosos considérase como “micitia male olentem” (amistad mal oliente), y santos venerados en los altares han dicho a sus compañeros de religión: “Huid del trato con los jóvenes y rechazad su amistad como la amistad del diablo.”
El padre Claudio Acuaviva, uno de los generales más célebres del jesuitismo, ordenó en las reglas de la Compañía que ningún jesuíta pudiese permanecer a solas con un joven, y a tal punto llegaba en sus suposiciones de perversión, que hasta prohibió a los individuos de la Orden que tocasen a los perros y a los gatos.
El joven jesuíta, cuando leyó todas estas disposiciones de uno de los más grandes hombres de la Orden, acogiólas como el resultado de una austeridad que combatía al vicio hasta en sus más extrañas formas, y no se le ocurrió maldecir el voto de castidad, que hacía necesarias tan repugnantes leyes para evitar los extravíos brutales de una pasión humana y legítima que, aprisionada por la devoción, se desborda bajo las más asquerosas formas.
La entrada en la Orden.
Terminado el noviciado, Ricardo Baselga fué llamado a Madrid para prestar sus primeros votos y entrar de lleno en la Compañía.
No tenía aún la edad a que se acostumbraba admitir a los otros novicios, pero la poderosa protección del padre Claudio era suficiente para que el joven fuese recibido en la categoría de hermano coadjutor.
Al padre Claudio, y a los intereses de la Orden en general, convenía que el joven fuese a vivir en la casa-residencia de Madrid.
Era un espectáculo edificante y conmovedor, que impresionaba mucho a la aristocracia afecta a la Compañía, ver al heredero de una de las más ricas y nobles casas vistiendo la raída sotana del jesuíta, viviendo en la mayor pobreza y mostrando en su exterior una humildad resignada y dulce.
Aquel novicio noble y en camino de ser santo aumentaba el prestigio de la Orden y honraba mucho a todos sus compañeros.
La aparición de Ricardo Baselga en Madrid resultó un acontecimiento para la aristocracia devota.
La baronesa de Carrillo fué felicitada por todas sus amigas, y la residencia de los jesuítas vióse visitada por las damas más encopetadas de las cofradías, que acudían a contemplar con el interés que inspira un ente raro a aquel aristócrata próximo a ser santo, quien, por su parte, las recibía huraño y sordamente irritado, al ver interrumpida su vida devota por la pública curiosidad.
Llegó por fin el momento de prestar los votos y Ricardo se dispuso a ello poseído de la más grande emoción.
Su primer voto fué el de castidad, y verdaderamente el joven no tenía conciencia de lo que prometía y a lo que se obligaba. Había vivido alejado del mundo; la única mujer de la cual habíase hallado cerca era su hermana Enriqueta, y nunca se había sentido envuelto en el ambiente voluptuoso que rodea a toda joven hermosa, ni sentido el loco estremecimiento de la carne.
Aquel juramento era una vana fórmula. Se prometían en él sacrificios cuya importancia se ignoraba, y era indudable que el voto peligraría apenas aquel organismo, virgen de todo estremecimiento amoroso, se conmoviera sintiendo los brutales pinchazos de la pasión. La primera mujer que las circunstancias de la vida arrojasen al paso del futuro santo podía dar al traste con su voto de castidad.
El segundo voto fué el de pobreza, y de seguro que a no tener el ánimo perturbado por una educación inspirada en el fanatismo, Ricardo hubiese sonreído al prestar dicho juramento.
¿Dónde estaba la pobreza dentro de la Orden? ¿Dónde las privaciones que aquélla impone? El jesuíta es pobre, nada propio posee; pero la Compañía es inmensamente rica, y tan perfecta es su organización, que ninguno de sus individuos deja de gozar las más envidiables comodidades. El voto de pobreza reducíase a no tener ahorradas algunas monedas en el bolsillo, pero en cambio tampoco había que preocuparse de las necesidades de la vida, pues la administración jesuítica todo lo preparaba y lo tenía previsto. Bastaba ser obediente y sumiso a las órdenes de los superiores, que éstos ya se encargaban de proporcionar todo lo necesario.
Nada importaba no tener dinero propio, pues esto aun ahorraba preocupaciones y disgustos. Cuando sintiera hambre, encontraría siempre una mesa cubierta de las viandas más suculentas y de las frutas más exóticas; en todos los puntos del globo hallaría un techo propio bajo el cual guarecerse, y si sus superiores le ordenaban un viaje, no le faltarían los medios para hacerlo con la mayor comodidad, pues nunca se encuentra a un padre jesuíta en un vagón de tercera clase.
El tercer voto fué de obediencia, y Ricardo lo prestó aun con mayor entusiasmo que los otros dos.
Ser soldado fiel de la Iglesia y del Papado le entusiasmaba, y su misma excitación no le dejaba pensar en la falsedad del voto. Aquella obediencia no era eterna, pues la Compañía le podía expulsar de su seno cuando lo creyese conveniente, o él salir de ella, si tenía razones graves en que fundarse.
El voto resultaba innecesario tanto más cuanto que ya se sabía que dentro de la Orden había que obedecer forzosamente; pero a pesar de esto, Ricardo hizo su juramento sin que decayera su entusiasmo.
Terminada aquella especie de iniciación, Ricardo se sintió otro hombre.
Ya era jesuíta, ya pertenecía a aquella santa Compañía que se le había aparecido siempre como una asociación de bienaventurados, que tenía en su poder las llaves del cielo.
Siguiendo lo dispuesto en las Constituciones de la Orden, Ricardo, después de sus dos años de noviciado pasados en prácticas devotas, había de dedicarse otros dos años a estudios literarios para descansar un tanto el ánimo perturbado por el ascetismo y poner la ilustración como contrapeso a una exagerada piedad.
El joven Baselga dedicóse al estudio de la retórica con el entusiasmo que manifestaba por todo aquello que le ordenaban sus superiores, y experimentó gran placer con la lectura de los clásicos, cuyas obras resultaban para él tesoros de desconocida hermosura.
La revolución del 22 de junio le sorprendió en Madrid, y encerrado en la casa de la Orden, estuvo escuchando el horroroso estruendo de aquella lucha, sin que él, en su ignorancia de las cosas del mundo, supiera explicarse el por qué de tan general matanza.
Al día siguiente supo que su cuñado Quirós, al que apenas conocía, pero a quien respetaba mucho por las brillantes defensas que hacía de la religión, había sido muerto de un balazo a la puerta de su casa, y que su hermana Enriqueta estaba tan impresionada por el susto, que se temía perdiese la razón.
Ricardo, a pesar de su frialdad de santo, experimentó cierto trastorno moral al saber el estado de su hermana, y por primera vez se preocupó de su familia, mostrando espontáneos deseos de verla.
Acompañado del padre Claudio fué a su casa, y faltándole aquella fuerza de voluntad que le hacía mirar con indiferencia las miserias de la vida, se impresionó ante el espectáculo que ofrecía la infeliz Enriqueta, demacrada, casi ciega, tendida en el lecho, encerrada en el más desesperante mutismo y tarda en reconocer las personas que la rodeaban.
Doña Fernanda tenía un firme convencimiento de que aquello era el castigo que Dios imponía a su hermana por haberse enamorado de un “pillete republicano” y haber huido con él de la casa paterna, y creía también que Enriqueta cayó en tal estado de imbecilidad así que vió el cadáver de Quirós tendido en el arroyo.
Ignoraba la devota aragonesa que la verdadera causa de encontrar a su hermana, en aquel día fatal, inerte en el balcón y con una herida en la cabeza, producida al desmayarse, consistía en que Enriqueta había visto huir de la cercana barricada al “bandido descamisado” (como decía doña Fernanda), y caer después en poder de una patrulla que iba a fusilarlo.
El joven jesuíta, con el corazón oprimido y haciendo esfuerzos por no llorar, contempló a su infeliz hermana.
En aquella triste ocasión vió por primera vez a su sobrina María, a la que no se atrevió a tomar en sus brazos por temor a faltar a su voto de castidad.
Aquellas mejillas cubiertas por las tintas rosadas de la niñez, aquellos ojos de inocente y cándida fijeza, daban miedo al fanático, que apartó prontamente sus ojos del rostro que le sonreía con infantil gracia.
Aquella visita fué lo único que turbó la vida religiosa del joven. En adelante siguió como siempre sujeto a las reglas de la Orden, no permitiéndose otro recreo que el concedido por sus superiores, y paseando siempre en unión de otros dos compañeros que le espiaban y a los que él espiaba, so pena de faltar a la santa doctrina de la Compañía.
Algún tiempo después de tal visita, que fué la última que hizo a su hermana, Ricardo tuvo una importante conferencia con el padre Claudio.
Salía el joven jesuíta de la clase de retórica y se dirigía a su cuarto para esperar, estudiando, la hora de refectorio, cuando un hermano lego le anunció que el padre Claudio, que acababa de entrar en la santa casa, le estaba esperando en su despacho.
Era muy raro que el poderoso jesuíta, en aquellas horas de la mañana, visitase la casa residencia, a no tener que resolver en ella algún negocio importante.
Ricardo sabía algo de las costumbres del superior, y no dejaba de causarle extrañeza aquel llamamiento. El padre Claudio hacía por la tarde todas sus visitas de inspección a la casa jesuítica, pues pasaba la mañana en la casa donde de antiguo tenía un archivo y un despacho, entregado al estudio de los importantes negocios de la Orden.
La rareza de aquella visita no podía menos de excitar su curiosidad; pero Ricardo, recordando que el principal deber de un jesuíta es obedecer las órdenes de sus superiores sin pararse a comentarlas, cumplió inmediatamente el mandato y se dirigió a la habitación que servía de despacho al padre Claudio, cuando éste se hallaba en la casa de la Compañía.
El golpe anhelado.
Era una pieza no muy grande y de humilde decorado, donde esperaba el padre Claudio.
El piso, de rojos y lustrosos ladrillos; las sillas de enea pintadas de verde; las paredes enjalbegadas con pintura plomiza; varios cromos baratos representando a Jesús y varios apóstoles, colgaban de los muros; frente a la puerta de entrada, un gran armario de roble, rematado por una cruz y cuyas hojas entreabiertas dejaban ver tres estantes cargados de carpetas verdes, abultadas y con rótulos; y tras la mesa de pino, cubierta de papeles, y el modesto sillón que ocupaba el padre Claudio, su balcón con blancas cortinas de muselina que se balanceaban acariciadas por la brisa que las lejanas montañas enviaban sobre Madrid, abrasado por el hábito del verano.
El padre Claudio estaba muy desfigurado. Eran ya inútiles todos los revoques y afeites de dama que usaba algunos años antes para ocultar su edad. Sus cabellos estaban blancos, el ceñidor había tenido que ceder ante la creciente hinchazón del abdomen, dejándole en completa libertad; los labios se habían hundido, a pesar de la dentadura postiza, y la nariz, cada vez más roja y picuda, sostenía unas grandes gafas de oro tras las cuales relucían con mortecino resplandor, aquellos ojos que tanto habían conmovido a las aristocráticas beatas.
La manía de perfumarse con exceso era lo único que le restaba de sus buenos tiempos a aquel “dandy” de sotana.
Se inclinó reverentemente al entrar el joven Ricardo, besó humildemente la mano de su superior y a una indicación de éste, se sentó junto a la mesa frente al poderoso padre Claudio.
Este honor conmovía al joven, a pesar de todo su desprecio a las distinciones terrenales.
El reverendo padre le dirigió una de sus más dulces sonrisas, y con vez lenta y melodiosa comenzó a hablarle.
—Hijo mío: ha llegado el momento de que tratemos de un negocio importantísimo para mí, por lo mismo que te quiero tanto, y más aún para ti, pues te va en ello la salvación del alma.
El joven fanático, al oir estas últimas palabras, palideció e hizo un ademán de terror como si viera abrirse a sus pies la boca del infierno.
—No temas; aún hay remedio para tu mal; y el que se halle en peligro tu alma no significa que la tengas perdida para siempre. Se trata sencillamente de cumplir los votos que has hecho a Dios.
Ricardo hizo un gesto de extrañeza.
—Reverendo padre—dijo—, no he faltado nunca a ellos ni pienso faltar jamás.
—Recuerda bien tu situación actual y tal vez encuentres que está en contradicción con lo que prometiste a Dios solemnemente.
El joven jesuíta reflexionó profundamente y dijo por fin con acento de convicción:
—Mi conciencia está tranquila; no creo haber faltado a mis votos, reverendo padre.
—Te engañas, infeliz; tan preocupado estás con las cosas divinas, que olvidas las humanas y no tienes conciencia de tu situación.
Ricardo, a pesar del respeto casi supersticioso que le inspiraba su superior, estaba impaciente, como el que se ve calumniado y ansía justificarse; así es que se apresuró a contestar:
—Reverendo padre: gracias al apoyo divino no he faltado a ninguno de mis votos. Prometí ser casto y lo soy, rogando a la Virgen que me libre de las tentaciones del demonio; hice voto de obediencia y ni con el pensamiento he faltado a mis superiores, ni desobedecido mentalmente la más pequeña de sus órdenes; hice voto de pobreza y...
—¡Alto, hijo mío! Ahí está el peligro para tu alma pues faltas, aunque sin saberlo, a tal voto.
Ricardo mostró aún mayor extrañeza, y dijo con sencillez:
—Reverendo padre; soy pobre. Renuncié al mundo y a sus pompas; sólo tengo lo que la Orden como madre amorosa quiera darme, y el día que mis hermanos de la Compañía me negasen un pedazo de pan, tendría que ir pidiéndolo como limosna de puerta en puerta.
—¡Ah, infeliz! ¡Cuan alejado vives del mundo! ¡Cómo olvidas lo que en él fuiste! Tú eres todavía inmensamente rico, y mientras seas poseedor de tan grande fortuna, faltas al voto de pobreza.
Vivía, efectivamente, tan alejado del mundo aquel joven fanático, que, como ya dijimos, había olvidado a su familia y con ella la colosal fortuna que poseía.
Costóle algún trabajo convencerse de que era rico, y cuando, recordando lo que había oído en su niñez a la baronesa, adquirió la certidumbre de que legalmente era dueño de algo más que aquella raída sotana que cubría su cuerpo, limitóse a decir, afectando una completa indiferencia:
—Ser individuo de la Compañía de Jesús era toda mi ambición y al entrar en ella ya renuncié mentalmente a todo cuanto en el mundo pecador me correspondiera. Pobre quiero ser y esa fortuna la renuncio. ¡Por piedad; no me habléis más de esas riquezas, reverendo padre!
El padre Claudio sonreía viendo el empeño que mostraba el joven en desprenderse de una fortuna, cuya cifra podía causar honda emoción a muchos mortales.
—No tan aprisa, querido hijo; alabo ese santo desprendimiento, ese deseo de arrojar lejos de ti la pesada carga de las riquezas que inducen siempre al pecado, pero hay que proceder con cierto orden en esta clase de sacrificios para que resulten fructuosos y no se aproveche de ellos el diablo.
—Haré lo que me mande vuestra paternidad.
—Ante todo es preciso que te diga que hemos procedido con cierta ligereza al permitirte que hicieses voto de pobreza. La ley civil te obliga a conservar tus riquezas hasta los veinticinco años, en que entrarás en la mayor edad y podrás hacer lo que gustes de tus bienes, y entre tanto faltas a tus votos, pues prometiendo a Dios ser pobre has de ser forzosamente rico durante algunos años. Créeme, que a haber pensado antes en esto, no hubiese accedido a que hicieses tus votos. Esto ha sido un engaño que hemos hecho a Dios, involuntariamente, pero que no por esto pesa menos sobre mi conciencia.
Y el redomado jesuíta fingía una consternación que apesadumbraba al joven fanático.
Aquello de que por su culpa y por un interés demasiado tierno que él inspiraba a su superior, éste tenía sobre su conciencia nada menos que la culpa de haber engañado a Dios, horrorizaba al joven, que acogía tales trapacerías como verdades indiscutibles.
A Ricardito le faltaba poco para romper a llorar.
—¡Oh, reverendo padre! Busquemos el medio de remediar todo esto. Yo pediré a Dios que me perdone por esta riqueza que las leyes sociales me obligan a poseer. Yo viviré, como hasta hoy, en la mayor pobreza, sin acordarme de que tengo una gran fortuna en el mundo y el Señor perdonará esta falta involuntaria.
—No, hijo mío; no basta eso. Dios quiere que cuando uno abandona las pompas mundanas y hace voto de pobreza, entregue inmediatamente todas sus riquezas a los necesitados y tú no puedes remediar a tus semejantes por ahora con tal obra de caridad.
Ricardo estaba consternado ante el tono de desesperación con que el padre Claudio decía estas palabras.
—¿Qué hacer, padre mío? ¿Qué hacer?
El ladino jesuíta fingía meditar profundamente, y por fin dijo con expresión victoriosa:
—Sólo encuentro un medio de que tu voto de pobreza siga siendo válido y de que Dios no se enoje en vista de tu tardanza en dar las riquezas a los pobres. Comprométete solemnemente a que al día siguiente de haber cumplido la mayoría de edad te despojarás de tu fortuna. Esto es lo que hacen todos los que pretenden ser verdaderos individuos de la Compañía de Jesús.
—Hágase así, reverendo padre. Dispuesto estoy a obedecer. ¿En qué forma he de comprometerme a ceder mis bienes?
—Firmarás un documento renunciando a tu fortuna.
—¿A favor de los pobres?
—No; esa renuncia sería muy vaga y se prestaría a malas interpretaciones. Ya sabemos que el objeto de la cesión es hacer bien a los infortunados y que a poder de ellos han de ir todas tus riquezas; pero éstas se han de renunciar a favor de alguien, o más bien dicho, se ha de marcar quién es la persona a quien tú entregas tu fortuna.
—Haga vuestra paternidad lo que le parezca más conveniente.
—Ya que tan dispuesto estás a hacerte simpático a los ojos de Dios renunciando a tus bienes, justo es que te capacites de la grandeza de tu sacrificio, conociendo a cuánto asciende tu fortuna.
Ricardo hizo un gesto de desprecio e indiferencia.
—No, hijo mío—continuó el padre Claudio cada vez con acento más bondadoso—. Quiero que recuentes tus riquezas, y si después de saber que por tu nacimiento eres un potentado te ratificas en tu resolución, entonces tu sacrificio será más hermoso y mi conciencia experimentará mayor tranquilidad. No quiero que el día de mañana, si esta conversación llega a traslucirse, digan los enemigos de la Compañía que yo te he engañado, abusando de la ignorancia en que estás respecto a tu posición.
El joven jesuíta intentó protestar contra tal idea, pero el padre Claudio continuó hablando:
—Poseéis tú y tu hermana, como herederos de vuestra madre, doña María Avellaneda, una fortuna que primeramente era de quince millones de francos, pero que en el transcurso del tiempo ha aumentado bastante. Tu padre, el difunto conde de Baselga, que en santa gloria esté, sólo fué despilfarrador cuando vivía tu madre, y los dos, con su lujo, imponían la moda en Madrid; pero después, su vida apartada y modesta y su carácter misantrópico le hicieron económico forzosamente, y el capital ha aumentado bajo su administración. En resumen; que la fortuna de tu casa es grande, y que, divididos a la mayor edad todos estos bienes entre tú y Enriqueta, en partes iguales, serás dueño absoluto de ocho millones de pesetas, cantidad enorme y suficiente para que se pierda un alma, y que es de todo punto incompatible con la santidad. Recuerda lo que dijo el Divino Maestro: “Más fácilmente pasará un camello por el ojo de una aguja, que un rico entrará en el cielo”.
Ricardo demostró con unas cuantas inclinaciones de cabeza lo convencido que estaba de la incompatibilidad existente entre la santidad y la riqueza.
—Yo conozco—continuó el superior—el modo cómo está colocada tu fortuna. Tu hermana la baronesa, que, como tú sabes, me honra consultándome en todos sus asuntos, me ha hecho conocer en qué consiste vuestro capital. Una gran parte de éste se halla en el Banco de Francia; otra, ha sido empleada en títulos de la Deuda española, y además, tenéis grandes posesiones en Castilla la Vieja, que el difunto conde compró cerca de su casa solariega con dinero de tu madre, y que tuvo la atención de poner a nombre de ésta. La mitad de esa gran fortuna te pertenece. Eres rico y estás a tiempo de librarte de una vida de perpetua pobreza. Si vuelves al mundo, perderás seguramente tu vida por una eternidad, pero podrás gozar con tu dinero todos los mundanales placeres inventados por el diablo. ¿Qué decides?
Y el padre Claudio esperaba, sonriente, aquella contestación que él mismo preparaba, anatematizando las riquezas.
La contestación no se hizo esperar, y Ricardo dijo con firme convicción:
—Quiero ser pobre y que mis bienes pasen a poder de los necesitados.
El superior mostróse dulcemente conmovido por aquellas palabras.
—No esperaba menos de ti. Te conozco, hijo mío; hace mucho tiempo que aprecio tu corazón de oro y veo claramente que Dios te llama por el camino de la santidad. Tan convencido estaba de que entre Dios y el diablo escogerías siempre al primero, que aquí tengo preparado el documento en el cual renunciarás a todas tus riquezas.
Y el padre Claudio señalaba un gran pliego escrito que tenía sobre la mesa, sin cuidarse de que el joven pudiera sospechar algo malo en vista de la previa preparación de aquel golpe. El superior estaba seguro de la fe de su subordinado, a prueba de toda sospecha.
—Sólo falta—continuó—que tu pongas la firma en este documento para que la cesión de bienes se verifique y tu voto de pobreza sea una realidad. Lee ese papel.
Ricardo se negó a enterarse del documento, considerando que, de lo contrario, faltaría al respeto debido a su superior.
—Puesto que tu delicadeza te obliga a no enterarte del documento, voy a explicarte lo que en él se dice. Ante todo, debo advertirte que su fecha no es la del año actual, sino la de 1871, o sea cuando tú estarás ya en la mayor edad y será válida la cesión de tus bienes. Es un pequeño engaño que me he visto obligado a hacer para que tu voto de pobreza sea verdadero. Una nueva falta cae sobre mi conciencia, pero eso más tendrás que agradecerme.
Ricardo se sentía enternecido por la abnegación de aquel superior que le quería hasta el punto de cometer pecados por su culpa. Los esfuerzos del padre Claudio por librarle de sus millones conmovían al infeliz haciéndole sentir una profunda gratitud.
—Este documento, cediendo tus bienes, está redactado en forma de escritura pública y lo subscribirá un notario, persona muy devota y católica, que está por completo a nuestras órdenes. Esta es la ventaja que proporciona el tener amigos en todas clases sociales. En tal forma, puedes estar seguro de que ya nunca podrá inquietarte el pensamiento de que eres rico.
—Pero ¿mis bienes serán repartidos inmediatamente a los pobres?
—No podemos hacerlo hasta el momento en que tú llegues a la mayor edad; pero, entretanto, tampoco serás tú el dueño, y esto te basta para tener tranquila la conciencia.
—¿Y a nombre de quién hago la cesión de mis bienes?
—No lo sé. ¿Tienes tú en el pensamiento alguna persona de confianza?
—Sí, padre mío. Nadie mejor que vuestra reverencia para encargarse de tales riquezas hasta mi mayor edad y repartirlas entonces entre los pobres.
—Así debía ser; pero tú ignoras seguramente que el maldito espíritu revolucionario que impera en este siglo nos persigue de tal modo a los hijos de San Ignacio, que para adquirir algo necesitamos valernos de tercera persona. Yo me encargaré de tus riquezas, ya que esta es tu voluntad, pero dejaremos en blanco el nombre de la persona a quien tú has de cederlas aparentemente. Buscaremos para el caso un testaferro. Cualquier amigo nuestro se prestará a hacer este servicio que redunda en beneficio de Dios y de los pobres. ¿Estás conforme en esto?
Ricardo hizo una señal de asentimiento, y entonces el padre Claudio puso el documento delante del joven, y dándole una pluma, dijo mirándole con tierna expresión:
—Firma, hijo mío, que Dios premiará esta prueba de abnegación que le das, cediendo tus bienes a la Compañía para que ésta los entregue a los pobres.
Ricardo, que se había levantado de su asiento, firmó sin vacilar, y el padre Claudio, después de examinar rápidamente el pliego, lo guardó en el cajón de la mesa.
Después se levantó del sillón, y avanzando con impetuosidad cariñosa, abrazó al joven casi llorando.
—¡Oh, hijo mío! ¡Qué gran acción has hecho! Pocas veces me he sentido tan conmovido como ahora. De seguro que tu hermana la baronesa, cuando sepa lo ocurrido, llorará poseída de igual entusiasmo. Sólo un santo como tú es capaz de tal rasgo de abnegación. Los pobres socorridos por ti te bendecirán siempre y la Compañía se considerará muy honrada con tener en su seno un joven que a tan sublime altura lleva su caridad. Ahora eres realmente un hijo de San Ignacio. Quedas pobre después de firmar ese documento, pero la Compañía no te abandonará nunca, y mientras vivas encontrarás en todas partes hermanos dispuestos a ayudarte. Acabas de abrirte las puertas del cielo.
El joven estaba conmovido y ruborizado por aquellos elogios que creía no merecer. Para aquel fanático, cuya lectura favorita consistía en las mil mortificaciones horrorosas y absurdas de los ascetas, no significaba nada el despojarse voluntariamente de ocho millones de francos sin saber ciertamente a qué manos irían a parar.
Permaneció algunos segundos con la cabeza sobre el pecho de su poderoso superior, que amorosamente le abrazaba y después salió de la habitación para volver a sus ocupaciones, frío e indiferente, como si nada le hubiese ocurrido. Nadie hubiera adivinado en él al que acababa de arrojar una fortuna.
El padre Claudio, al quedarse solo, frotóse las manos con expresión de gozo. Su rostro tomó un gesto grave y pensativo, y sentándose otra vez ante la mesa sacó del cajón el documente firmado por Ricardo y estuvo examinándolo largo rato.
Su pensamiento recitaba un monólogo mudo.
Todo estaba conforme, y el golpe tanto tiempo preparado acababa de darse sin fracaso alguno.
La mitad de la fortuna de Baselga, por tan diversos medios perseguida, estaba ya en poder de la Compañía.
Si aquello no era un buen golpe, que bajara Dios y lo hiciese mejor.
¡Ocho millones de francos! ¿Qué dirían en Roma cuando él enviase el documento, y tanto el general como el tesorero mayor de la Orden viesen en sus manos aquella promesa de ocho millones que ingresarían en las cajas de la Compañía al cumplirse el plazo de cinco años?
El padre Claudio, como el artista que después de concluir una obra se preocupa del efecto que causará, sólo pensaba, en lo que dirían en Roma al conocer su negocio.
Aquello era un excelente preparativo para que triunfasen sus planes ambiciosos.
Tenía en Roma un compinche de confianza encargado de acelerar la poca vida que le quedaba al general de la Orden, y a la muerte de éste pensaba en explotar el prestigio que le darían en la Compañía sus maquinaciones contra la fortuna de los Baselgas, para que lo elevasen al último y supremo cargo que le faltaba desempeñar.
Tan preocupado estaba con el efecto que en Roma podía causar la noticia de aquel feliz negocio, que en alta voz manifestaba sus pensamientos.
—¿Qué dirán en el “Gesú”? ¿Qué impresión causará en mis amigos de allá abajo este golpe de mano tan feliz? Siento una impaciencia inmensa al ver que transcurren los meses sin que nada me digan de allá. ¿Conocerá el general mis intenciones? ¿Serán ciertas mis sospechas? Tal vez este negocio lo arregle todo.
Y sumido en sus reflexiones sólo murmuró ya con voz confusa:
—¿Qué dirán allá abajo?
El padre Claudio, de pie tras el abierto balcón, miraba “allá abajo” con estúpida fijeza, como si más allá del jardín de la casa y de la monótona llanura y de los alrededores de Madrid, sobre las blancas nubes que se apretaban en la línea del horizonte, se alzase Roma con su sombrío palacio del “Gesú”, Vaticano del más terrible fanatismo, donde se asienta en trono universal el sucesor de San Ignacio, ese “Papa Negro” que no en balde se llama general, pues dirige el sombrío ejército acampado sobre toda la tierra.
El padre Claudio soñaba ocupar algún día el centro de la inmensa telaraña extendida sobre el globo y que entre sus mallas tantas conciencias tiene aprisionadas.
El gran descubrimiento en la Orden.
Las tardes en que hacía buen tiempo y el padre Claudio no tenía ningún asunto urgente de que ocuparse acostumbraba ir a pasear en el vasto jardín que tenía la casa residencia, situada en las afueras de Madrid.
En nada conocía el poderoso jesuíta que se hacía viejo como en la necesidad que sentía de ejercicios higiénicos y en su debilidad, cada vez mayor, para el trabajo.
Aquel hombre de hierro, que veinte años antes permanecía diez y ocho horas diarias escribiendo y papeleando sin experimentar cansancio alguno y que en cierta ocasión aguantó dos días, con sus noches, entregado a un trabajo urgente y sin descansar más que el tiempo necesario para alimentarse, ahora se sentía débil y no podía estar dos horas en su despacho ocupándose de los negocios sin que al punto experimentara vahidos y se sintiera invadido por un creciente desfallecimiento.
Por lo mismo que necesitaba de higiénico ejercicio, huía de los paseos públicos, donde, a causa de ser muy conocido, se veía molestado por la compañía de gentes conocidas que le asediaban a preguntas, y que sabiendo su gran influencia en Palacio, le exponían disparatados planes políticos para amordazar la “hidra revolucionaria” y salvar la religión y la monarquía amenazadas.
Prefería pasear por el jardín de la casa de la Orden con entera independencia y conversar con los novicios y los padres de poca edad. Aquel ambiente de juventud le remozaba, y, además, experimentaba gran placer sondeando sus ánimos con conversaciones, en las cuales, a pesar de su tono amistoso, no se perdía nunca el respeto profundo y adulador que las constituciones de la Orden han establecido ante las diversas jerarquías.
Pocas veces paseaba solo el poderoso jesuíta. El padre Antonio, su antiguo secretario, que estaba ya tan viejo como él, aunque más fuerte, seguía siempre sentado y papeleando en aquella gran mesa a la que parecía encadenado, y no podía acompañarle; pero en cambio, no dejaba a sol ni a sombra al padre Tomás, aquel jesuíta italiano cuya presencia en Madrid tantas sospechas había excitado en el vicario general de la Orden en España.
El padre Tomás era el “socius” del poderoso jesuíta al poco tiempo de residir en Madrid. No gustaba el padre Claudio de la compañía de aquel padre ladino y redomado a quien hacía más terrible su exterior sencillo e inocente y aquel carácter adulador hasta la bajeza, pero obedeciendo órdenes superiores, veíase forzado a conservarlo cerca de él, llevándolo a todas partes como si fuese su propia sombra, a pesar de hallarse convencido de que le espiaba.
Un mes después de la llegada del padre Tomás a Madrid, recibió el padre Claudio un despacho cifrado del general de la Orden, lacónico e imperioso, como eran siempre tales documentos.
En él se le recomendaba que espiase al padre Tomás, desterrado a Madrid por ser presunto autor de intrigas poderosas que hubieran puesto en peligro la disciplina de la Orden.
El general deseaba un espionaje hábil y disimulado, por tratarse, según decía, de un hombre muy astuto que sabía ponerse a cubierto de toda investigación, y por esto recomendaba al padre Claudio, cuyo talento le era bien conocido, que se encargase personalmente de vigilar al desterrado, para lo cual convenía que se constituyera en su eterno acompañante, haciéndole su “socius”.
El padre Claudio no cayó en el lazo, pues adivinó inmediatamente lo que tal mandato verdaderamente significaba.
El espiado iba a ser él y no el padre Tomás pues indudablemente lo que quería el general era colocar al lado del superior de la Orden en España un hombre astuto que vigilase todos sus actos.
Comprendió el poderoso jesuíta que sus ambiciosas maquinaciones, a pesar de su carácter secreto, se habían traslucido y que en Roma sospechaban de él, y proponiéndose en adelante ser más cauto y reservado, obedeció las órdenes del general.
El padre Tomás fué desde entonces su “socius” y los dos se trataron y vivieron juntos en adelante, sonriéndose siempre a pesar de que ambos tenían el convencimiento del papel que desempeñaban y estaban prontos a delatarse mutuamente.
El padre Claudio, con un exterior indiferente y con palabras que demostraban su inextinguible amor al general y su deseo de que gozase larga vida, se abroqueló contra aquel espionaje continuo, y por su parte el padre Tomás, comprendiendo el juego, esperó pacientemente un momento de arrebato o un descuido cualquiera que le permitiese leer claramente en el pensamiento de su compañero y apreciar cuáles eran sus intenciones.
Sólo en la Compañía de Jesús pueden verse espectáculos tan raros como son vivir en estrecha comunidad hombres que se odian, que se espían mutuamente para perderse, y que, sin embargo, se hablan siempre sonriéndose y se dirigen a todas horas palabras de cariño.
El padre Claudio, al sentirse vigilado tan de cerca, había empleado iguales armas contra el enemigo y hacía que el padre Tomás fuese espiado en aquellas horas que no permanecía al lado suyo.
Así fué adquiriendo cada vez más el convencimiento de que su “socius” era un agente del general, que dudaba de su adhesión; y supo que diariamente escribía a Roma, sin duda para dar cuenta de sus investigaciones.
No adelantaba gran cosa el jesuíta italiano en su misión. Había dado con un enemigo digno de él, que sabía salirle al paso y atajarlo apenas intentaba el más pequeño avance.
En varias conversaciones, el padre Tomás, con una naturalidad que hacía honor a su astucia, había hecho la apología de las sobresalientes cualidades que adornaban al padre Claudio apuntando la idea de que, a la muerte del general, la Compañía se honraría nombrándole por sucesor; pero el jesuíta español conoció siempre el juego y supo salirse, protestando con calor contra tales suposiciones y asegurando que sentiría el fallecimiento del jefe de la Compañía, como si se tratara de su padre.
No había medio de sorprender a aquel hombre astuto, siempre en guardia, y el padre Tomás, con la cachazuda confianza del general que tiene bloqueada una plaza y confía en el tiempo como principal auxiliar, aguardaba que las circunstancias produjesen un descuido en su enemigo, y entretanto vivía íntimamente unido a él, como si fuese su propia sombra.
Por las mañanas, el “socius” entraba en el despacho de su compañero y allí permanecía horas enteras con las manos plegadas y los ojos distraídos, como si no viese ni oyese nada y enterándose de todo perfectamente. El padre Claudio y su secretario el padre Antonio prescindían de él, y se ocupaban tanto de su persona como de un mueble cualquiera del despacho; pero en realidad los dos espiaban a aquel estafermo, todo ojos y oídos, que el general había puesto allí para enterarse de cuanto hacían aquella pareja de antiguos compinches.
Por las tardes, si paseaba el padre Claudio, su eterno acompañante era el italiano, y había de sufrir el tormento de sostener conversación con él, siempre con el cuidado de que no se le escapara una palabra sospechosa, pues ésta sería comunicada inmediatamente a Roma.
Una tarde de a principios de septiembre, paseaban los dos poderosos jesuítas por el jardín de la residencia a la hora en que gozaban de asueto todos los padres y novicios y en que discurrían por las frescas alamedas formando grupos de tres.
No adornaban estatuas las encrucijadas de aquel vasto jardín, pero en los puntos más frecuentados y sobre algunos zócalos de piedra veíanse, arrodillados y con los brazos en cruz, algunos jesuítas de diversas edades que estaban allí “puestos a la vergüenza”, en castigo de pequeñas faltas. Aquel sistema de castigar decían que excitaba el hermoso sentimiento de la humildad.
Permanecían inmóviles aquellos hombres, con las rodillas doloridas por la dura piedra y sofocados por la violenta posición de sus brazos, y pasaban sus compañeros ante ellos con la vista baja y afectando una compasión sin límites, cuando entre ellos estaban los que les habían delatado a las iras de los superiores.
Faltas insignificantes y ridículas eran suficientes para que un hombre de cabellos blancos fuese condenado a castigo tan degradante. Así se conservaba la disciplina en la Compañía y se evitaban murmuraciones sobre los defectos de los superiores.
En aquella tarde el número de castigados era mayor que otros días, y el padre Claudio y su “socius”, por evitarse tal espectáculo, después de recorrer todo el jardín, sentáronse en un banco de piedra.
El padre Claudio, que a la vejez, cuando no podía ya estropearse aquella hermosa dentadura de que tanto se envanecía antes, habíase aficionado al tabaco, fumaba cigarrillos perfumados con vainilla, y el padre Tomás, de vez en cuando, sacaba de la manga una caja mugrienta y aspiraba un polvo de rapé.
Los grupos de paseantes ensotanados, al llegar al punto donde se encontraban los dos padres, pasaban todo lo alejados que les permitía la anchura de la avenida, y les saludaban con profundas reverencias.
El superior de la Orden en España estaba de muy buen humor aquella tarde, y contemplando el aspecto que presentaba el jardín, aspiraba con placer la brisa fresca de la tarde.
Sus ojos seguían, con expresión cariñosa, los grupos de novicios que, con la vista baja y el aspecto humilde y encogido, pasaban ante él. Pensaba en algo muy agradable, y como si necesitase exteriorizar sus ideas, dijo a su “socius”, sin volver la cabeza ni dejar de mirar a los paseantes:
—Es cosa que consuela y alegra el ánimo ver a esta juventud. Para ella es el mundo. Yo soy un viejo, padre Tomás, y a nada puedo aspirar, pero me cabe la satisfacción de haber trabajado para esta generación entusiasta y briosa, que tal vez acabe nuestra obra. A los veteranos les anima ver cómo acuden los reclutas a docenas para llenar los huecos que el tiempo abre en las filas.
—Efectivamente, consuela mucho este espectáculo, reverendo padre. El joven refuerzo que incesantemente recibe nuestra Compañía demuestra cuán equivocadamente anda esa impía revolución que cree destruirnos con un golpe de fuerza cada cincuenta años.
—¡Bah! La impiedad revolucionaria es fatua y presuntuosa. Nuestra Compañía es un Fénix que renace siempre sobre la hoguera de las persecuciones, y por mucho que luchen los amigos de la libertad no acabarán nunca con nosotros. Los reyes nos necesitan.
—Eso es, reverendo padre; y reyes siempre los habrá, y de aquí que la Compañía será eterna y poco a poco se hará dueña del mundo; todo para la mayor gloria de Dios.
—Cuanto más lo pienso más me convenzo de que la monarquía no puede pasarse sin nosotros. Somos el más firme apoyo de los tronos, y si nosotros dejásemos de sostenerlos, la avalancha revolucionaria los arrastraría inmediatamente. Ahí está como ejemplo el pasado siglo, ese siglo de filósofos y enciclopedistas en el cual los reyes, echándoselas de discípulos de cuatro emborronadores de papel, nos volvieron las espaldas. El diabólico Voltaire, aquel maldito burlón que en su niñez fué educado por nosotros, y que después tan poco honró a sus maestros, a fuerza de hacer contra la Compañía una infernal propaganda, consiguió que todas las naciones nos odiasen y que los monarcas nos arrojaran de su territorio. ¿Y qué ocurrió después? Ahí está la historia, que demuestra palpablemente las terribles consecuencias de la expulsión de los jesuítas. En Francia estalló la más terrible de las revoluciones y nació esa anarquía espeluznante que se llama República; la impiedad se extendió por todas partes, los pueblos se negaron a dar más dinero a la Iglesia, y merced a esos maldecidos “Derechos del Hombre”, que la Convención puso tan altos, el zapatero, por el hecho de ser hombre, se creyó igual al marqués. En España no hubo jesuítas hasta el año quince de este siglo, y ya sabéis también lo que ocurrió. Cuatro escritores y abogadillos se reunieron en Cádiz y atentaron contra los derechos del trono y del altar, formando la infausta Constitución de mil ochocientos doce, ese libraco por el cual tantas veces han ido a tiros los españoles. Hay que hablar con franqueza, padre Tomás, y decir bien alto que los pueblos son niños a los que conviene no dejar de la mano, y cuando se enfurruñan, engañarlos con unas cuantas mentiras bonitas, que les obliguen a encontrar deliciosa su falta de libertad. Esto únicamente sabe hacerlo la Compañía, y si los reyes prescinden de nosotros, ¡adiós sus coronas!
—Afortunadamente, hoy la monarquía española nos halaga y nos protege.
—Sí; no se porta mal doña Isabel segunda, pues estoy seguro de que, si en ella consistiese, nos daría a nosotros las riendas del Gobierno. Y ahora somos nosotros más necesarios que nunca, pues la revolución se muestra cada día más imponente. ¡Majaderos! ¡Creen posible exterminar nuestra Compañía! A esos republicanos que predican la extinción del jesuitismo les enseñaría yo esta juventud que viste nuestra sotana, para demostrarles que no es posible suprimirnos, y que, antes al contrario, nuestra Orden es cada vez más numerosa.
—Tenéis razón, reverendo padre. Nuestra Orden es inmortal; pero esto no evita que la revolución sea hoy temible en toda Europa. En Francia, el trono imperial de Napoleón tercero se tambalea; en Italia, el impío Víctor Manuel hace del Papa un prisionero, y aquí, en España, el levantamiento de Prim y la última jornada de junio dan a entender que existe en el pueblo una amenaza latente, que no tardará en estallar bajo más terribles formas.
—¡Bah! No ocurrirá esto mientras yo vaya a Palacio todas las mañanas y la reina me oiga. Si estalla una revolución que eche abajo el trono, será porque yo no viviré o porque el Gobierno no seguirá mis consejos.
—Sin embargo, si ocurren pronunciamientos como el del día veintidós...
—No ocurrirán, padre Tomás, mientras en la casa grande me atiendan a mí. La sublevación del otro día fué por culpa de O’Donnell, ese cazurro sanguinario que sólo sabe fusilar cuando ya ha pasado todo, y que, en cambio, nunca supo prevenir el peligro con medidas enérgicas. Ahora con Narváez ya es otra cosa, y tanto él como el señor González Brabo encuentran muy razonable todo lo que les dice el padre Claudio. Mi sistema de gobernar es siempre el mismo. Más vale prevenir que reprimir. ¿Hay síntomas revolucionarios?..., pues gente a presidio. Mientras se hagan cuerdas y más cuerdas y se envíen todas las semanas a los presidios de Africa o a las Marianas a unos cuantos centenares de esos periodistas que tanto chillan y de esos obreros ilusos, que se acuestan abrazados al trabuco, no hay cuidado que sobrevenga la revolución. En países donde la gente piensa en libertad, el palo es la única salvación, y, además, también estamos nosotros aquí, para por medio de intrigas y sobornos esparcir la discordia y el desaliento en los partidos avanzados. Si el Gobierno sigue aconsejándose de mí unos cuantos años, no sólo se salvará la monarquía, sino que morirá el régimen constitucional y doña Isabel II volverá a gozar la realeza absoluta como su padre don Fernando, a quien le fué muy bien siguiendo mis instrucciones.
—Grandes cosas puede hacer la Compañía. Hay en nosotros un espíritu que nos hace indestructibles. Sin duda, es la protección de Dios.
El padre Claudio sonrió con expresión escéptica al oír las últimas palabras.
—Es otra cosa lo que nos salva y nos hace fuertes. Dejad a Dios quieto, padre Tomás, y tened el convencimiento de que si nuestros enemigos tuviesen la misma organización que nosotros, de seguro que nos derrotarían. Organización...: ésa es la palabra; eso es lo que nos salva y nos mantendrá incólumes y fuertes a través de todas las tempestades que la revolución desate contra nosotros.
El padre Tomás no se mostraba muy convencido de lo que afirmaba su superior.
—Buena es nuestra organización, reverendo padre, pero tan excelente como la nuestra la tienen otras órdenes religiosas, y, sin embargo, no han prosperado ni llegarán nunca a la misma altura que la Compañía de Jesús. Esto demuestra que nuestra prosperidad procede de Dios, que nos proteje como objeto predilecto de su excelente cariño.
El padre Claudio sonreía escépticamente.
—¡Bah! Le repito a usted que deje quieto a Dios. No ha entendido usted lo que yo quise expresar al decir organización. Hablaré más claro. La gran fuerza de la Compañía consiste en que sabe estudiar al hombre, adivina sus facultades, y sólo lo dedica para aquello que sirve. Además, nuestra Orden tiene la gran virtud de “barrer para adentro” y admitir a cuantos se presentan de buena voluntad, segura siempre de que no hay hombre que no sirva para algo.
El padre Tomás, bien fuera por espíritu de delación o porque realmente le chocara la explicación del padre Claudio, mostrábase sorprendido.
—No había yo pensado en eso, reverendo padre.
—El mayor mérito de la Compañía de Jesús ha consistido en proceder al revés que la sociedad, demostrando en esto gran sabiduría. La mitad de los males sociales provienen de que la mayoría de los humanos se dedican, por lo general, a las ocupaciones menos apropiadas a sus facultades, y de que el resto se pasa la vida sin hacer nada, por no haber quien se dedique a estudiarlos indicándoles para lo que sirven. ¿Qué se ve todos los días en el mundo? ¿No se ha reído usted nunca al ver a generales que rezan en latín y ayudan a misa como el mejor acólito, y curas que a la menor revuelta agarran el trabuco y marchan al punto para resultar grandes soldados? ¿No ha encontrado usted nunca ingenieros que no sirven para peones; obreros que estudiando podrían resultar grandes inventores y gentes que pasan la vida afanándose por ser artistas y que gastan en ello su vida y su fortuna, cuando podían resultar muy útiles a la sociedad siendo unos buenos zapateros o albañiles? No lo dude usted, el desbarajuste social consiste principalmente en que nadie se dedica a aquello para que sirve y en que no hay una inteligencia superior que sepa utilizar para un fin determinado las buenas o las malas cualidades de cada uno.
—Reconozco, reverendo padre, que mucho de eso existe en la sociedad.
—Pues bien; nada de esto ocurre en nuestra Compañía. Los santos fundadores diéronle un talismán para que su vida fuese eterna y su poder inextinguible, y este medio consiste únicamente en que la Orden procura estudiar para lo que sirve cada uno de sus individuos y para aquello lo dedica. Sobre todo, “barremos para adentro”, y en esto estriba nuestra salvación. Imbéciles y sabios, pecadores o virtuosos, todos sirven, todos hacen su papel y contribuyen a la grande obra para mayor gloria de Dios.
—Sin embargo, no todos son buenos para vestir nuestra sotana. La Compañía de Jesús ha sido siempre una asociación de grandes inteligencias, una aristocracia del talento que San Ignacio estableció dentro de la Iglesia.
El padre Claudio lanzó una alegre carcajada.
—Me hace gracia esa afirmación. Mucho hubiese medrado la Compañía a ser cierto lo que usted dice. Si todos los jesuítas fuesen hombres de gran talento, la Orden no hubiese llegado a vivir un siglo. ¿Ha visto usted algo tan ridículo e inestable como una asociación de grandes inteligencias? Donde hay sabios, la envidia no tarda en surgir; el interés individual se sobrepone siempre al colectivo, y con tal de aparecer algunos dedos por encima de los demás, se da al traste con todo lo que a los antecesores les ha costado mucho organizar. Si aquí, en esta casa, fuésemos todos sabios, tenga usted el convencimiento de que nadie obedecería, y cada uno echaría por donde le aconsejase su voluntad. Eso de la sabiduría de los jesuítas es una frase hecha por el vulgo y que explotamos en provecho de nuestro prestigio. A los esclavos les consuela siempre suponer grandes talentos en el señor que los explota y los castiga. Esto hace más tolerable la servidumbre y disminuye la propia degradación.
—Pues entonces—preguntó el italiano algo amostazado—,¿qué cree vuestra paternidad que es la Compañía de Jesús?
—Pues una asociación de hombres ni más sabios ni más ignorantes que todos los demás, pero admirablemente organizados, moviéndose todos al impulso de una voluntad única y universal, y dirigiendo sus esfuerzos siempre al mismo fin. Esta organización es admirable, como antes decía, porque descansa en la infinita variedad de las aptitudes humanas, y porque cada uno de sus individuos sabe para lo que sirve y únicamente a ello se dedica. De aquí que los jesuítas desempeñan siempre tan a la perfección cuantos papeles se les encargan. ¿Qué diría usted si para construir un palacio se contara únicamente con los arquitectos que piensan, despreciando a los albañiles que ejecutan? En el mundo es tan necesaria y preciosa la cabeza como el brazo, y es una estupidez despreciar a ningún hombre, pues repito que todos sirven para algo. No hay rueda inútil en la sociedad; si algunas están paradas y enmohecidas, es porque falta el artífice inteligente que las monte y las haga funcionar. Gran cosa es ser sabio, pero hay circunstancias en la vida de las que sale un imbécil más airoso, y siempre será vencedor el organismo que en su mano tenga gentes de todas clases; para unas ocasiones, un hombre de talento, y para otras, un estúpido hábil. Todo consiste en saber estudiar a los hombres y adivinar para lo que valen.
Y el padre Claudio, desarrollando su teoría, se animaba por grados y se erguía sobre el banco de piedra, lanzando omnipotentes miradas a aquellos grupos de subordinados que discurrían por el jardín.
—¿Ve usted toda esa gente?—continuó señalando a los novicios y padres que paseaban por las inmediatas alamedas—. Todos contribuirán a nuestra gran obra, todos aportarán su grano de arena al grandioso altar que en el porvenir levantaremos a Dios cuando por conducto de nuestra Orden reine sobre el universo entero; todos son buenos, todos sirven; ninguno dejará de ser un campeón aguerrido de la buena causa, y, sin embargo, los hay entre ellos que serían expulsados inmediatamente de otras órdenes religiosas, o que, de vivir en el mundo, serían unos parásitos inútiles incapaces de hacer la menor cosa. Nosotros sabemos adivinar el diamante a través de las capas petrificadas que lo convierten en un guijarro; por esto todo hombre sirve para algo en nuestra Orden, ya que no nos equivocamos acerca de sus facultades. Todo es cuestión de tener buen ojo, y en la Compañía, justo es decirlo, cuando se llega a desempeñar alguna autoridad, es porque ya se ha aprendido a conocer lo que cada uno vale.
Calló el padre Claudio, pero tan animado estaba que no tardó en seguir desarrollando su tema favorito.
—¿Ve usted aquel muchacho de sonrisa afectada, regordete, que ahora conversa tan atentamente con el padre prefecto?
—Sí; creo que es el hermano López, un joven que da muchos disgustos a los maestros y que raro es el día en que deja de ser castigado.
—Eso es. El tal López, a haber ingresado en otra orden religiosa, hace ya tiempo que estaría en la calle. Es enredador e intrigante como él solo; miente con una facilidad pasmosa, y tal es su don de convicción, que si se empeñase ahora en hacernos creer que es de noche, casi lo lograría. En esta casa nadie está tranquilo cuando él se lo propone; calumnia con la mayor frescura al más virtuoso; indispone entre sí a los padres más respetables con sus diabólicos chismes, y los más crueles castigos no logran modificar su carácter. ¿No es verdad que resulta difícil hacer un hombre de provecho de tal mozo?
—Así es, reverendo padre.
—Pues se engaña usted. El hermano López ha de ser una gloria de la Compañía y de seguro que será más útil a nuestros intereses que muchos de esos santos y futuros sabios que hoy educamos. Hace tiempo que estudio a ese diabólico muchacho, y me afirmo cada vez más en mi convicción de que será un magnífico confesor de personas reales. Cuando se ordene de sacerdote y haya adquirido un aspecto respetable, lo destinaremos a confesor de alguna reina o princesa, y le aseguro a usted que ya le ha caído la lotería a la corte donde él desempeñe sus sagradas funciones. Aconsejará de un modo sublime, haciendo que sus regios penitentes acojan como axiomas sus más leves palabras; intrigará en los salones, y con chismes por bajo cuerda, destrozará cuantas coaliciones formen contra él los cortesanos envidiosos de su poder. La nación a cuyos reyes confiese, cuente usted que ya es nuestra. Vea, pues, padre Tomás, cómo sirve para mucho ese individuo a quien otros hubieran arrojado por inútil.
Y el padre Claudio miraba con expresión triunfante a su compañero.
—Muy bien—dijo el italiano—. Reconozco que pueda sacarse algún provecho de ese muchacho enredador, pero ¿querrá decirme vuestra paternidad qué provecho dará a la Orden en el porvenir ese hermano Pezuela, el mismo que está allá abajo arrodillado y con los brazos en cruz castigado por sus picardías? Para algo debe de servir también, ya que vuestra paternidad se ha opuesto siempre a que lo arrojasen de la Orden y ha disculpado sus groserías.
—Le tiene usted ojeriza a ese pobre muchacho, y no hay para tanto. Sé que en varias ocasiones se ha burlado de usted graciosamente, remedándole cuando habla en italiano con sus compatriotas, pero más enojado debiera mostrarme yo contra quien escribió unos versos haciendo comparaciones poco gratas de mi figura y mi carácter. ¡Si viera usted qué salados eran los tales versos!...
Y el padre Claudio se reía bondadosamente recordando la sátira de aquel jesuíta joven.
—¿Le hacen a usted gracia tales descaros? Pues si yo fuese un superior tan poderoso como usted lo es, no permitiría tales desvergüenzas dentro de la Compañía. Eso sólo sirve para acabar con la disciplina de la Orden y nunca podrá usted demostrarme en qué puede ser útil a la Compañía un trasto así, como no sea para deshonrarnos.
—¿Conque no puede sernos útil el hermano Pezuela? ¡Ah, padre Tomás! ¡Cuan mal dirigiría usted los intereses de nuestra Orden! Es usted un hombre de talento, pero no entiende gran cosa de adivinar lo que valen los demás. Ese hermano Pezuela será a la Compañía tan útil como pueda serlo López. Es un bicho de mala baba, tiene verdadera manía por burlarse de todo y de todos; con tal de decir un chiste sangriento no le importa que lo castiguen ocho días; posee el valor de la desvergüenza, trata con la misma facilidad la prosa y el verso, y al hombre más respetable sabe encontrarle inmediatamente el punto flaco para convertir su figura en caricatura. ¿Que es un canalla? Conforme. ¿Que no tiene conciencia ni cree en nada? Muchos podría yo enseñar dentro de la Orden que son aún más escépticos. Pero, en cambio, ese muchacho, para ser un Voltaire del catolicismo, sólo necesita que le pongamos una pluma en la mano y le mandemos escribir. El día en que nuestra Compañía, cansada de sufrir los ataques de los escritores revolucionarios, quiera defenderse, Pezuela los abrumará a insultos y desvergüenzas, y de seguro que usted será el primero que se alegrará de tener entre los suyos uno que sepa tan acertadamente zurrarles la badana a los enemigos. Váyase usted convencido de que todos sirven y que a todos hay que conservarlos.
—Bueno; me conformo también con la utilidad de Pezuela, pero creo que la teoría de vuestra paternidad será como todas las reglas: que tienen sus excepciones.
—Aquí no las hay. Todos sirven, absolutamente todos. Señáleme usted uno sólo de los que por ahí se pasean, y a ver si no le demuestro a usted que la Compañía tiene interés en conservarlo por los servicios que puede prestar.
—Conozco poco a los que viven en esta casa, pero alguno encontraré, reverendo padre.
Y el jesuíta italiano, después de reflexionar por un breve rato, dijo señalando a uno de los castigados que desde aquel banco se distinguían:
—¿Y para qué puede servir aquel bestia de cara cerril qué está allá arrodillado y en cruz con una gran piedra en cada mano para que su castigo sea más cruel? Es un barbarote que sirve más para carretero que para jesuíta. Por la cosa más insignificante da de bofetadas a sus compañeros, y aunque es dócil con sus superiores come un perro, y les obedece sin chistar, algunas veces se ha rebelado contra sus maestros intentando golpearles. ¿Para qué puede servir un animal así? ¿Es que vuestra reverencia va a encargarle que confiese reinas, o quiere hacer de él un Voltaire católico?
—Hace usted mal en burlarse, querido colega—contestó el padre Claudio con aire de superioridad—. Ese muchachote dócil, pero brutal, puede servir para lo que nunca hemos servido usted ni yo, ni la mayoría de los padres de la Compañía. Si el día de mañana surge una revolución en sentido avanzado, convendría a los intereses de la Orden el deshonrarla con demasías y crímenes para que las clases conservadoras, asustadas, adquiriesen nuevo valor y acelerar de este modo la reacción. Para este encargo sólo sirven hombres como ése, pues la mayoría de los que estamos aquí no servimos para héroes de barricada ni tenemos serenidad en los difíciles momentos de una revolución. Si algún día el pueblo español derribara el trono, vestiríamos a ese muchacho con la blusa y la gorra del obrero; a fuerza de andar a golpes y de hacer heroicidades en las barricadas, conseguiría inmenso prestigio en el populacho y tendríamos un agente fiel y animoso a quien aconsejaríamos todas las barbaridades que fuesen necesarias para deshonrar la naciente revolución.
—¿Y si lo mataban antes de hacerse popular?
—Entonces, otro al puesto, y la Compañía no perdía gran cosa con su muerte. Lo que debe usted hacer es convencerse de que ese majadero es tan necesario como todos. No hay hombre inútil, y el que uno sea un héroe o un papanatas sólo depende de las circunstancias.
—Admito también la utilidad de ese valentón de sotana, pero por mucho que usted se esfuerce, no podrá hacerme ver para lo que sirve ese jovencillo melifluo y rubito a quien sorprenden muchas veces mirándose en una vidriera y recitando los parlamentos más amorosos que encuentra en las comedias de Calderón y Lope. Me han dicho que, fuera de la declamación, para la cual tiene facultades, manifiesta un entendimiento romo, y no creo que vuestra paternidad piense organizar con el tiempo una compañía dramática entre los padres jesuítas.
—Ese joven declamador tiene un gran porvenir. Da a su voz, cuando quiere, una dulzura celestial; las más vulgares palabras las emite con entonaciones angelicales, y luego, sus ademanes seducen por su majestad graciosa y sencilla. Mientras viva ha de gozar de tanta fama como Bossuet, y seguramente eclipsará a nuestro padre Luis, que tanta gloría alcanzó este año con sus sermones, escuchados por lo más selecto de Madrid.
—¡Cómo! ¿Quiere hacer vuestra paternidad un predicador de ese mequetrefe? ¿Y el talento? ¡Si dicen que no es capaz de encontrar una idea durante un año entero! ¿Cómo va a ser un orador?
—Le escribirán los sermones y los aprenderá con la misma facilidad con que ahora retiene en la memoria una comedia entera después de leerla dos veces. Podrá no improvisar y verse obligado a decir lo que otro le dicte; pero, en cambio, ¡cuan hermosamente recitará su sermón! Con voz de enamorado, de trovador que entona una serenata, dirigirá las más bellas frases a la Virgen, y su sermón parecerá una declaración de místico amor. Auguro un éxito completo. Desengáñese usted: han pasado los tiempos de la devoción sombría y horripilante; de los templos lóbregos, de las imagines sanguinolentas y de los predicadores apocalípticos, que hacían erizar el pelo a los oyentes. Hoy el catolicismo educado por nosotros gusta de la devoción dulce y sólo acude con placer a nuestras iglesias bonitas, que parecen un lindo juguete al lado de los templos góticos. Causan muy buena impresión nuestras capillas alumbradas con gas, nuestros órganos con su musiquita ligera y casi bailable, y, sobre todo, nuestros predicadores que hablan a un auditorio elegante con la delicadeza de un galán de comedia. Con este sistema de devoción, aristocrático y distinguido, se conquista a la mujer, y quien tiene hoy a las mujeres, querido padre, es dueño ya de todo el mundo. Le aseguro a usted que ese muchacho, el día que recite su primer sermón aprendidito de memoria causará una revolución entre las devotas elegantes, y más de una Magdalena aristocrática, conmovida por aquella cara de niño Jesús y aquella voz tan dulce, llorará sus pasados errores y vendrá a arrojarse a los pies de la Compañía.
En aquel momento, tres hermanos profesos con la cabeza inclinada, los ojos mirando al suelo y los brazos en una santa inercia pasaron por delante de los padres.
El jesuíta italiano los siguió con la vista, y volviéndose de pronto a su superior, dijo con expresión triunfante:
—Ahí va uno que de seguro, será la excepción, pues en el porvenir es difícil que preste a la Compañía ninguna utilidad.
—El que va en medio de los otros dos: el hermano Baselga.
—¡Ah! ¿Ricardo? Pues se engaña usted también.
—No lo creo. Ese joven podrá habernos sido útil al pronunciar sus votos, si es que ha renunciado sus bienes en favor de la Compañía, como es costumbre: pero, en adelante, no sé para qué puede servirnos. No está comprendido en esa utilidad práctica que vuestra reverencia tiene por norma, y apurado se verá usted para darle una ocupación en la que pueda servir.
—¡Oh! Pues ese joven ha de ser célebre y honrará mucho a la Compañía. Leo en su porvenir. Nos hará ganar mucho dinero y fama.
—¿Cómo será eso, reverendo padre?—dijo escandalizado el jesuíta italiano—. ¿Qué prestigio puede dar a la Compañía ese joven ignorante y perezoso que no muestra la menor afición? Mire vuestra reverencia que yo estoy enterado de las condiciones del hermano Baselga, por haber hablado de él con sus maestros. Por más que se esfuerza en estudiar, la ciencia no entra en él: es tardo en la palabra, dificultoso en la expresión y tan distraído se muestra siempre, que parece un cuerpo muerto, cuyo espíritu vuela lejos de este mundo. Sólo tiene afición a leer vidas de santos y a imitar sus ayunos y penitencias. ¿Qué piensa vuestra reverencia hacer de un mozo así?
Se detuvo el italiano, como si le asaltase un extraño pensamiento, y añadió, sonriendo con cinismo:
—A no ser que vuestra paternidad quiera hacer del tal muchacho un Sor Patrocinio con sus llagas y sus estupendos milagros...
—¡Bah! Eso es procedimiento anticuado que ya no da resultado en estos tiempos. El hermano Baselga no será un santo de mentirijillas; llegará a algo más y la Compañía ganará mucho con ello. Cuando sea mayor de edad, la Orden le permitirá que cumpla una de sus más vehementes aspiraciones, enviándolo al Japón a convertir infieles. Es indudable que su exagerada fe, y su afán de imitar a los primeros mártires del cristianismo, le impulsarán a cometer algún atentado contra la religión de aquellos indígenas, y ya podéis suponer lo demás.
—Sí; le cortarán la cabeza... Y ¿qué?
—Pues que tendremos un mártir más, y esto por su propia voluntad y sin que nadie le aconseje directamente tal sacrificio. Los periódicos y revistas que subvencionamos relatarán en todos los tonos la muerte sublime del joven jesuíta; los predicadores ensalzarán la memoria de este héroe de la fe y hasta nuestros mayores enemigos, que a veces son cándidos hasta la estupidez, reconocerán que aunque enredamos en Europa prestamos un gran servicio a la civilización, sacrificándonos por introducir la cultura en pueblos apartados. En resumen, ahí tenéis los resultados prácticos. Tendremos para más de diez años un nombre célebre que explotar, un mártir que será como el prospecto de nuestro heroísmo y abnegación, y de todas partes el entusiasmo católico hará llover raudales de dinero dentro de nuestras cajas para que fomentemos las misiones en Asia. Esto sin contar con que tal vez aumentemos el prestigio religioso de la Orden, haciendo que con el tiempo figure en los altares “San Ricardo Baselga, de la Compañía de Jesús”.
El italiano estaba aturdido por las demostraciones del padre Claudio, o al menos así lo fingía admirablemente.
Mostrábase poseído de entusiasmo, y abandonando su exterior frío y dulce, dijo con fogosidad:
—Es verdad cuanto dice vuestra reverencia. “Barrer para adentro” y admitir a todos para explotar a cada uno en aquello que valga; he ahí el gran secreto de la Compañía.
—Lo que la hará invencible e inmortal, padre Tomás.
El jesuíta italiano movió la cabeza con desaliento y murmuró, como si estuviera solo:
—¡Qué gran desgracia que el padre Claudio no sea el general de la Compañía! Hombres como él hacen falta al frente de la Orden.
Estas palabras fueron un rudo pinchazo para el poderoso superior. Entusiasmado en la exposición de sus ideas, había llegado a olvidarse de la clase de hombre con quien hablaba; la confianza llegó a dominarle, y cuando menos lo esperaba, aquellas palabras venían a recordarle que tenia a su lado al espía de Roma, al esbirro encargado de adivinar sus pensamientos y sondear su conciencia.
El padre Claudio reconoció que había sido sobradamente cándido y su astuto “socius”, con su fingido entusiasmo, había intentado adormecerlo y arrastrarle a amigables confidencias.
Todo el abandono a que se había entregado el poderoso jesuíta desapareció; púsose en guardia inmediatamente, y lanzando una mirada de indignación al padre Tomás, díjole con acento irritado:
—Le prohibo a usted que use de mi nombre para desearme cosas a las que yo nunca he aspirado. Sólo quiero estar bien con Dios, y los honores del mundo me importan poco.
Luego sonrió y dijo con una expresión de desaliento tan espontánea y natural, que hacía honor a su arte de fingir:
—Soy ya muy viejo. La tumba se abre bajo mis pies, y mal puedo pensar en subir más, yo que nunca he sido ambicioso y que, sin embargo, he llegado a mayor altura que mis merecimientos.
El padre Tomás se decía, mientras tanto, que aquel hombre era invulnerable y que resultaba imposible sorprenderlo.
La tempestad se aproxima.
A pesar de que el padre Claudio sabía defenderse bien de cuantos avances intentaba el astuto jesuíta italiano, estaba cada vez más intranquilo.
Presentía que en torno de su persona se forjaba la tempestad que había de arruinarle y adivinaba las maquinaciones del padre Tomás, que, desesperado de arrancarle aquella confidencia por tantos medios solicitada, iba tejiendo la red que había de envolverle, arrastrándolo a una entera perdición.
Entre los dos jesuítas no existía ya la fría y recelosa separación, propia del espía y del que es vigilado. Aquellos dos atletas de la astucia, al tratarse, habían reconocido sus fuerzas y se odiaban ya con todo el terrible encono que existe entre rivales.
El padre Claudio no podía perdonar al italiano la tenacidad con que le asediaba para adivinar su pensamiento, y por su parte, el padre Tomás, estaba lejos de olvidar que aquel era el primer hombre que había sabido burlar su astucia y substraerse a sus pérfidas palabras.
El poderoso jesuíta español, tan hábil y pronto en adivinar lo que pensaban los demás, notaba en el italiano la expresión del sabueso que ha descubierto un rastro y lo sigue con cautela para no espantar la pieza.
Esto le hacía redoblar las precauciones y vivir en continua zozobra.
Hacía que sus novicios favoritos, en los que tenía una confianza ciega, vigilasen de cerca al padre Tomás, pero este sistema apenas si le daba resultado.
El italiano vivía bastante alejado de todos los jesuítas que residían en Madrid, y únicamente demostraba sentir algún afecto por el padre Antonio, el antiguo secretario de su reverencia, con el cual sostenía largas conferencias en el célebre despacho, siempre que el superior estaba ausente.
Esta noticia alarmó al padre Claudio.
Tenía motivos sobrados para esperar gratitud y adhesión de su secretario, que debía a su protección cuanto era en el mundo y en la Orden. Pero el padre Claudio no era muy inclinado a bellos optimismos. Sabía de lo que era capaz un jesuíta y estaba convencido de que no podía esperarse mucho de un ambicioso como el padre Antonio, que además era fanático por la disciplina y por la más extremada obediencia a la suprema autoridad de la Compañía.
El padre Claudio adivinó inmediatamente dónde estaba el peligro y de qué procedimientos se valía su enemigo para averiguar lo que él tan astutamente sabía ocultarle.
El italiano, convencido ya de que era imposible sondear el pensamiento de su colega, había puesto sus ojos en el secretario y le asediaba con sus preguntas, aprovechando todas las ausencias del padre Claudio.
Arrancar la verdad al padre Antonio era confesarle a él mismo, pues el secretario poseía todos sus secretos y no había asunto en que no lo hubiese hecho figurar como su “alter ego”.
Había que evitar que el padre Antonio se dejase sorprender por el astuto italiano, o cuando menos, saber a ciencia cierta si el ambicioso secretario estaba dispuesto a seguir siendo fiel a su superior.
Difícil fué para el padre Claudio el hablar a solas con su secretario, pues el maldito “socius”, como si adivinase su intención, no los dejaba nunca solos; pero por fin encontró un momento propicio para manifestar al padre Antonio las sospechas que abrigaba contra su fidelidad.
El secretario protestó; puso a Dios por testigo de sus sentimientos, recordó los motivos que tenía para ser eternamente fiel a su superior y habló con un lenguaje franco y conmovedor; pero a pesar de todo esto, el padre Claudio, que era muy ducho en el conocimiento de los hombres, no quedó satisfecho.
Cuando se separó de su dependiente, el padre Claudio se decía que allí había gato encerrado y que indudablemente el padre Antonio estaba en tratos con el italiano.
Desde aquel día, el célebre jesuíta, más receloso que nunca, acometió la pesada tarea de vigilar a su secretario y a su “socius”.
Nunca, en su larga vida de hábil intrigante, tuvo el padre Claudio tarea tan abrumadora como la de espiar a aquellos dos hombres astutos, cuyos rostros petrificados no dejaban adivinar la menor intención.
Todas las estratagemas del viejo jesuíta se estrellaban en aquel exterior, siempre frío e indiferente, a través del cual sólo un hombre como el padre Claudio podía adivinar ocultas inteligencias y terribles planes.
Aquel blindaje de hielo en que se envolvían el “socius” y el secretario exasperaba al padre Claudio, que llegó a perder la calma terrible, que antes era el principal motivo de todos sus triunfos.
Transcurrían los días sin que apenas saliese de su despacho por miedo a que el italiano quedase solo con el secretario, y si por algún asunto político de importancia era llamado a Palacio, procuraba abreviar la conferencia y volvía apresuradamente a su casa.
En una de estas breves excursiones, el padre Claudio, que obraba ya como el más vil espía, volvió a su casa a pie para que el padre Antonio no se apercibiese de su llegada por el ruido del carruaje, y andando de puntillas se acercó al despacho.
El “socius” estaba allí como siempre y hablaba en voz muy baja con el secretario.
Debían de tener muy finos los oídos aquellos dos sujetos, pues callaron apercibiéndose de que alguien se acercaba, pero el padre Claudio aún pudo oír estas palabras de su secretario:
—Inútil es que lo repita. Ya sabe usted que yo sólo obedezco al general, que es para mí la única autoridad de la Compañía.
Aquello demostraba al padre Claudio que estaba vendido, y que su secretario, aquel protegido que tanto agradecimiento le debía, haríale traición así que se le antojase al general.
Entró en el despacho el padre Claudio y encontró a los dos jesuítas con su eterno gesto de seres automáticos y sin voluntad. No cuidó en esta ocasión de ocultar sus pensamientos el padre Claudio; miró con ira a los dos compinches, y después instintivamente fijó sus ojos en las estanterías cargadas de carpetas.
Otro hombre hubiera encontrado aquel archivo enteramente igual a como lo había dejado, pero él, con su mirada experta, adivinó que durante su ausencia se había verificado un registro en aquellos papeles.
Aquel día fué, para el padre Claudio, el más cruel que tuvo en su existencia.
Cuando más exasperado estaba por la calma de aquellos dos miserables que, después de revolverle el archivo y conspirar indudablemente contra él, se estaban allí inmóviles y abstraídos como santos en oración; cuando se sentía con deseos de lanzarse sobre ellos para estrangularlos y lamentaba interiormente el ser tan viejo y no encontrarse, como en otros tiempos, capaz de dar de puñaladas a un enemigo, entró en el despacho un criado de confianza, que se limitó a hacer un signo misterioso, saliendo inmediatamente.
El padre Claudio le siguió, y en un pequeño gabinete, donde recibía a los visitantes en secreto, entrególe el criado una carta con sello de Italia, y que iba dirigida a un nombre desconocido.
Aparte del correo normal para todos los asuntos de la Compañía, el padre Claudio tenía en Madrid a un infeliz que protegía y a cuyo nombre iban dirigidas todas aquellas cartas que, por tratar de asuntos particulares, convenía al jesuíta que fuesen directamente a sus manos. Una crucecita trazada en un ángulo del sobre daba a entender a aquel pobre diablo que la carta era para su poderoso protector.
—Acaban de traerla ahora mismo, reverendo padre—dijo el criado—. El protegido de usted quería entrar, como otras veces, a depositarla en sus propias manos, pero he logrado que se fuera diciéndole que vuestra reverencia estaba muy ocupado.
Cuando el padre Claudio quedó solo en el gabinete, procedió a rasgar el sobre, sin poder dominar su creciente agitación.
Por fin, tenía noticias de Roma, y podría saber cómo iban sus asuntos en el “Gesú”, la residencia del poderoso general.
La carta constaba de tres pliegos, cubiertos de renglones apretados, de una letra pequeña y compacta.
Antes de leer miró la firma, y no pudo evitar un gesto de extrañeza. ¿Quién era aquel sacerdote “Dom” Vicenzo Novelli, que firmaba? No recordaba conocer persona alguna de tal nombre, y, aguijoneado por una curiosidad creciente, se apresuró a leer aquella carta, tan rápidamente como se lo permitía la letra microscópica y su conocimiento del idioma italiano.
Al concluir el primer párrafo exhaló un grito que expresaba terror y sorpresa.
El padre Corsi, su amigo íntimo, su agente en el “Gesú”, el que le preparaba la elección de general, procurando acortar la vida del que desempeñaba actualmente tan alta autoridad, había tenido un fin trágico y acababa de morir entre horribles dolores en casa de un pobre sacerdote romano, que era el mismo “Dom” Vicenzo Novelli, que escribía al padre Claudio.
La carta contenía una historia horrible, que el padre Claudio leyó varias veces como si no pudiera convencerse de su verosimilitud.
Era aquello el aviso que un moribundo, por conducto de un amigo fiel, enviaba a su colega para que se salvara si aún era tiempo.
La justicia jesuítica.
El padre Corsi dormía en su celda del “Gesú”, de Roma, cuando le despertó repentinamente una ruda impresión.
En el corredor inmediato sonaban los pasos recatados de varias personas, y por las rendijas de la puerta filtrábase dentro de la celda una luz rojiza y vacilante.
El jesuíta se incorporó, en el mismo instante que el reloj de la casa daba la una de la madrugada y se abría la puerta de la celda, que, según disponía la regla de la Orden, no podía cerrarse durante la noche.
Dos hermanos robustos y feroces, procedentes del fanático barrio de Transtevere, y que desempeñaban en la casa las funciones de ayudantes de cocina, entraron en la celda, y en la puerta se quedaron, inmóviles y como para cerrar la salida con sus cuerpos, otros dos de igual clase, que alumbraban con grandes cirios.
El padre Corsi se incorporó despavorido, presintiendo que aquella extraña visita tendría un resultado fatal.
Conocía los misterios de la Compañía, los golpes de Estado y las venganzas que ocurrían en su misterioso seno, sin transcender al exterior, y al ver todo aquel aparato, no dudó que se acercaba su fin.
Dispuesto a defender su vida con palabras y rotundas negativas, como buen jesuíta, saltó del lecho y se vistió la sotana, obedeciendo a uno de aquellos fornidos hermanos, que manifestaba, con la mayor cortesía, al reverendo padre cómo el general estaba aguardándole hacía rato.
El padre Corsi salió de su celda rodeado por aquellos cuatro esbirros del general.
Varias veces pensó en escapar, adivinando lo que iba a sucederle en la próxima entrevista; pero el aspecto de aquellos cuatro colosos, con sus puños descomunales, causaba gran pavor al intrigante padre, que era pequeño de cuerpo y de fuerzas débiles.
Bien adivinaba el jesuíta lo que aquello podía significar. Toda su astucia y su recato habían resultado inútiles en aquel “Gesú”, donde hasta las paredes oyen y ven; el más fino espionaje había seguido todos sus pasos, y sin duda el general conocía perfectamente sus relaciones con el padre Claudio y las tramas que había preparado para acelerar la vida de aquella autoridad y proporcionarle pronto un sucesor.
Conforme avanzaba el extraño grupo por los solitarios y obscuros corredores, el padre Corsi convencíase más de que aquella conferencia con el general iba a ser terrible.
Había oído hablar de cierta sala subterránea donde se castigaba a los traidores a la Compañía y a los que intentaban perturbarla, y comprendía que a ella le conducían sus guardianes, en vista de que bajaron la gran escalera sin detenerse en el primer piso, donde estaban las habitaciones del general.
Llegó el grupo a los claustros del piso bajo y se encaminó hacia el extremo, donde estaban los almacenes destinados a guardar los muebles viejos.
Una puerta, en la que nunca se había fijado el padre Corsi, por creer que estaba condenada, aparecía abierta, y por ella penetraron los dos guardianes que le precedían y que eran los que llevaban los cirios.
El aterrorizado jesuíta se detuvo. Aún era tiempo de resistir. Podía gritar, y tal vez el escándalo que sus voces produjeran en el “Gesú” detendría a aquellos hombres que llevaban en sus rostros una expresión feroz.
Pero apenas se detuvo, formulando en su interior tal pensamiento, se sintió cogido por los brazos y empujado rudamente por los otros dos hermanos que le seguían.
—Adelante, reverendo padre—dijo con voz ronca uno de ellos, mientras el otro cerraba de golpe la puerta.
Atravesó el grupo varias habitaciones tenebrosas y desamuebladas, cuyo ambiente húmedo, polvoriento y obscuro apenas disipaban los cirios, que formaban en el espacio dos rojas manchas, y, de repente, el jesuíta notó que bajaban por una rápida pendiente, viscosa y resbaladiza, al final de la cual abríase una puerta de arco irregular, que en aquellas tinieblas se destacaba como una dentada mancha de luz.
Los cuatro esbirros agrupáronse en la puerta y el padre Corsi fué empujado al interior de una vasta sala, cuyos muros estaban formados por grandes piedras sillares, que tenían el tinte negruzco de la antigüedad.
Frente a la puerta, un Cristo, horripilante, de doble tamaño natural, extendía sus descarnados y gigantescos brazos sobre el muro, y al pie de esta figura, sentados tras una mesa con negro tapete, inmóviles, pálidos y fríos como cadáveres, estaban el general y seis jesuítas de los más ancianos de la Orden, que vivían en el “Gesú”, como en un cuartel de inválidos. Dos candelabros cargados de cirios y puestos sobre la mesa alumbraban aquel tribunal de ultratumba, que horrorizaba antes de hablar.
Transcurrieron algunos minutos sin que nada turbase aquel silencio absoluto, propio de una habitación situada doce metros más abajo del nivel del suelo.
El padre Corsi miró, con ojos extraviados por el terror, aquella sala horrible, aquel mudo tribunal, y se sintió próximo a desfallecer. La inmensidad de su miedo prodújole una idea consoladora. Aquello no podía ser real. Sin duda, estaba soñando y era víctima de una cruel pesadilla, de la que se reiría al día siguiente.
Tan horrible escena no podía ser cierta. El había oído hablar de una sala de tormentos dentro del “Gesú” y de horrorosos castigos; pero esto debían de ser invenciones de los enemigos de la Compañía, y lo que él estaba viendo era producto de una pesadilla que no tardaría en desvanecerse.
Pero a pesar de estas ilusiones que se hacía mentalmente, el silencio de aquel tribunal le helaba la sangre de espanto. Sentíase anonadado por aquella amenazante frialdad y deseaba que hablasen el general y los suyos cuanto antes. Así al menos podría él contestar, defenderse, y se convencería de si aquello era sueño o realidad.
El padre Corsi, que era tan cobarde físicamente como audaz y arrebatado en sus intrigas, estremecíase al pensar que pudiera resultar cierta aquella obscura leyenda que se relataba en el “Gesú” sobre la cámara del tormento.
¿Dónde estaban los instrumentos de tortura? Miraba a todas partes y no veía potros ni garruchas; pero en un extremo de la vasta cámara sonaba una sorda crepitación, y, fijándose bien, distinguió un gran brasero cargado de fuego, del cual saltaban algunas chispas y cuyas brasas iban inflamándose al contacto de la columna de aire fresco que entraba por la puerta.
Aquel fuego en pleno verano horrorizó al padre Corsi; pero pronto una voz vino a impedirle que pensase en lo que el brasero podía significar.
Era el general quien le hablaba, fijando en él sus ojos brillantes e irritados, que eran el único detalle de vida que se notaba en su rostro, inalterable como el de una momia.
—¿Sois el padre Luis Corsi, profeso de los cuatro votos de la Compañía de Jesús y residente en Roma por estar al servicio de la alta dirección de la Orden?
El interpelado, a quien el terror había anudado la garganta, hizo un signo afirmativo con la cabeza.
Estaba a un extremo de la mesa un jesuíta joven, de rostro repulsivo, que hacía las veces de secretario, y que comenzó a escribir encabezando el acta con el nombre y condiciones del procesado.
El jesuíta, mientras tanto, se dirigió a sus compañeros de tribunal, que permanecían impasibles:
—Reverendos padres: por pertenecer al alto grado de la Compañía, lo mismo que ese desventurado que ante vosotros se encuentra, conocéis el reglamento secreto por que se rigen los iniciados que dirigen la Orden, y que es un misterio hasta para aquellos hijos de Loyola que no han sido iniciados en el grado supremo. A pesar de esto, voy a leeros todos los artículos de nuestra Constitución secreta concernientes al caso, porque así me está prescrito.
Los seis jueces permanecieron inmóviles y el general tomó de encima de la mesa un viejo cuaderno manuscrito, que trataba del gobierno de la Compañía de Jesús. Estaba redactado en latín, como todos los documentos de la Orden. Lo hojeó el general, y al llegar al título IV, comenzó a leer, sin despojarse ni un solo instante de su impasibilidad.
“Artículo primero. Si quis superioris gradûs Pater fuerit traditor, at que sinu Societatis rebellis ac fautor discordiæ reperiatur, pereat.
Art. 2.º Secretior tribunal judicet illum, ubi sex sedeant Patres superiores gradûs á sorti designati, præsidente Præfecto.
Art. 3.º Sententia nisi sex Patrum judicum, Patrisque Præfecti Generalis unanimi suffragio, non pronuntietur.
Art. 4.º Reus in ergastulo apparitorum manu reclaudator.”[1]
[1] Artículo 1.º Si algún padre de alto grado fuese traidor y se descubriese que es un rebelde y un fautor de discordia en la Compañía, debe morir.
Art. 2.º Será juzgado por el tribunal secreto, al que asistirán, bajo la presidencia del general, seis padres del alto grado, designados por la suerte.
Art. 3.º La sentencia no se pronunciara más que por unanimidad de los sufragios de los seis padres jueces y el reverendo padre general.
Art. 4.º El reo será encerrado en el calabozo por mano de los porteros ayudantes.
(Del gobierno secreto de la Compañía de Jesús. Título IV.)
El padre Corsi, en su calidad de jesuíta de alto grado, iniciado en los más importantes misterios de la Orden, conocía aquel terrible código en todas sus partes; pero a pesar de esto la lectura de tales artículos prodújole una recrudescencia en el horror que experimentaba desde que entró allí.
Reinó un largo silencio después de la lectura de los artículos.
El general parecía meditar, y por fin, levantando su cabeza, dijo a los otros jueces:
—Padres: el hombre que tenéis ahí está comprometido en el primero de los artículos citados, y debe morir. No ha perturbado directamente la organización de la Compañía, pero ha hecho algo más, pues ha intentado asesinar al que es legítimo y supremo representante de la Orden; a mí, que soy el general de la Sociedad de Jesús. No necesito explicaros la gran trascendencia de tales maquinaciones y el gran peligro que correría la Orden si un hecho tan criminal quedara sin castigo. ¿Creéis, reverendos padres, que quien atenta contra la vida del general de la Compañía merece la muerte?
Los seis jueces, que seguían inmóviles y mudos, contestaron quitándose los bonetes.
—Ya lo veis, padre Corsi. El supremo tribunal de la Compañía opina que quien atenta contra la vida del general debe perecer. Ahora, únicamente se trata de saber si vos, en combinación con otros padres de la Compañía que se hallan muy lejos, habéis intentado asesinarme. Contestad, padre Corsi. Se os acusa de haber maquinado mi muerte por envenenamiento. ¿Qué decís a esto?
El padre Corsi deseaba defenderse, y a pesar de aquel terror que anudaba da voz en su garganta, se apresuró a contestar:
—Niego.
Y fué a pronunciar una larga defensa, pero el general le interrumpió:
—Callaos, padre. Negáis y ya no es necesario que habléis más. Oíd al padre secretario que va a leeros la acusación.
El jovenzuelo antipático dejó de escribir y, tomando un papel de encima de la mesa, comenzó a leer con entonación monótona.
Aquella acusación terrible hizo llegar a su más alto grado el terror del padre Corsi.
Sabía que el espionaje había llegado en los jesuítas al mayor perfeccionamiento, pero nunca había llegado a imaginarse que pudieran vigilar dentro del “Gesú”, hasta el punto de conocer sus más insignificantes actos.
Cuanto había hecho el jesuíta desde muchos meses antes, constaba en aquella acta acusadora, confundiendo al infeliz reo. Sabíase que todas las semanas sostenía correspondencia con un sujeto de Madrid, recatándose para ello y llevando por sí mismo las cartas al correo para evitar que se extraviaran; suponíase que esta correspondencia, aunque con nombre supuesto, iba dirigida al padre Claudio, superior de la Orden en España; citábanse numerosos detalles que demostraban las subversivas y criminales intenciones del padre Corsi, y, al final del documento, como golpe de gracia para el infeliz acusado, figuraba una declaración del hermano encargado de la cocina, el cual juraba por Dios que el citado padre, después de dedicarse durante algunos meses a captarse su voluntad, le había propuesto envenenar al general, a lo que él accedió inmediatamente, sin perjuicio de ir acto seguido a revelar a su superior cuanto ocurría, descubriéndose de este modo la odiosa trama.
El padre Corsi estaba horrorizado. Su vida de mucho tiempo aparecía allí consignada día por día, y, aunque el acusador no presentaba pruebas, resultábale imposible al reo el justificarse.
Cuando el acusador terminó su lectura y se restableció el glacial silencio, el general, levantando su cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho, preguntó al acusado:
—¿Tenéis que decir algo contra esa acusación?
—Toda ella es falsa—contestó con voz ahogada el infeliz—. Es sin duda obra de algún enemigo que quiere perderme. Yo nunca he intentado nada contra mi general.
Y luego, con la tenacidad de un náufrago que intenta alcanzar el madero que ha de salvarle, dijo con más energía:
—¡Pruebas!... ¡Vengan las pruebas de mi crimen! Seguramente que nada podrá presentarse contra mí.
—Se presentarán las pruebas a su debido tiempo—contestó el general con frialdad—. Mientras tanto, contestad breve y verídicamente a cuanto se os pregunte. ¿Acostumbráis a escribir mucho en vuestra celda?
—Algunas veces escribo a varios amigos que tengo en las ciudades de Italia, donde he residido; pero esto, con poca frecuencia.
—¿Cuando escribís secáis vuestras cartas con arenilla?
El padre Corsi reflexionó antes de contestar. Siempre había usado, al escribir, el papel secante; pero creyó mejor el negarlo, por ese instinto de falsedad que siente todo acusado de conciencia intranquila, y afirmó:
—Sí, reverendo padre; gasto arenilla.
—Y ¿no hacéis nunca uso del secante?
El general miró de un modo tan terrible al acusado, que éste balbuceó:
—Sí; creo recordar que también lo he usado algunas veces.
—Acercaos a la mesa, padre Corsi, y ved si reconocéis la hoja de secante que el padre secretario tiene en sus manos.
El acusado obedeció, fijando sus ojos con expresión estúpida en aquella hoja de secante que le enseñaba el jesuíta. Era blanca y estaba manchada por algunos borrones y garabatos ininteligibles. Eran, sin duda, las huellas que en la hoja habían dejado los renglones secados.
—Este papel—continuó el general—ha sido encontrado en vuestra celda.
El padre Corsi pensó que negar empeoraría su situación. Miró el papel, en el que nada sospechoso se leía, y dijo después:
—Aunque no recuerdo si este papel ha sido mío, bien pudiera haberme pertenecido. Ni niego ni afirmo.
—Está bien; padre secretario, haced delante del acusado la prueba que antes habéis mostrado al tribunal.
El joven secretario sacó de debajo del montón de papeles un pequeño espejo y colocó ante el cristal el pedazo de secante.
—Padre Corsi—continuó el general—, mirad ese espejo y ved si podéis leer algo.
El acusado comprendió inmediatamente lo que significaba aquella orden y se estremeció de espanto. Estaba ya cogido en la red.
Las huellas que en aquel papel había dejado el escrito secado parecían garabatos ininteligibles miradas directamente, pues el orden de las letras en las palabras estaba invertido; pero puestas ante el espejo, recobraban su primitiva posición, ya no estaban al revés, y se reflejaban en el cristal de modo que la lectura era fácil.
Todo el contenido de la página secada surgía en el espejo, y aunque algunas palabras donde la pluma no había apretado mucho aparecían borrosas, el conjunto era perfectamente legible.
El padre Corsi, ante aquel descubrimiento inesperado, se sintió desfallecer y sus rodillas se doblaron, cayendo de hinojos el infeliz.
—¡Perdón, padre mío! ¡Misericordia! Ha sido una tentación del diablo. Perdonadme, que nunca más me sentiré acometido por tan malos pensamientos.
Las quejas y sollozos de aquel desventurado no causaron efecto en el tribunal.
—Padres—dijo el presidente—: la prueba es completa. Antes de sentenciar invoquemos, según costumbre, a la gracia divina para que nos ilumine.
Todos los jueces, con la cabeza descubierta, se arrodillaron y los cuatro legos que obstruían la puerta hicieron lo mismo.
Durante algunos minutos aquel augusto silencio sólo fué turbado por el murmullo que producía el “Veni Sancte Spíritus” que rezaban y los sollozos del reo que, con la cabeza sobre las baldosas, lloraba como un niño.
El tribunal terminó su rezo y volvió a ocupar sus asientos.
—Padres, ya conocéis la fórmula de sentenciar; pero la costumbre me ordena que os la advierta. Si creéis que basta con expulsar de la Orden al reo, contestad a mi pregunta: “¡Expelleator!”; si le creéis digno de absolución, decid “¡Insons!”; pero si le consideráis merecedor de la muerte, contestad “¡Pereat!” ¿Estáis prontos a sentenciar?
Los seis jueces inclinaron sus cabezas.
Comenzó el terrible acto, y el infeliz reo, que seguía con el rostro sobre el suelo, oyó seis veces la palabra “¡Pereat!”, dicha por diversas voces, pero siempre con igual energía.
Su muerte estaba ya acordada.
—¡Levantad al padre Corsi!—gritó el general.
Inmediatamente los mocetones que ocupaban la puerta se abalanzaron sobre el reo, lo pusieron en pie y siguieron sujetándolo, pues el desdichado no podía sostenerse.
—¿No hay misericordia para mí?—decía suspirando, y el tribunal seguía siempre mostrando su fría serenidad.
El padre Corsi, en un rapto de desesperación, cambio por completo de aspecto. La proximidad de la muerte le dió una repentina serenidad y no quiso seguir mostrándose débil.
Ya que iba a morir, quería al menos no proporcionar al general, a quien odiaba por causas particulares desde mucho tiempo antes, una satisfacción, cual era el espectáculo que él ofrecía llorando y gimiendo como una mujer.
—¡Soltadme, hermanos!—dijo a los que le sujetaban—. Puedo aún sostenerme y no se dirá de mí que no sé morir con dignidad. ¿Dónde está el calabozo donde seré enterrado vivo? Deseo entrar en él cuanto antes, para librarme de vuestra odiosa presencia, padre general.
Y aquel hombrecillo antes tan débil, enloquecido ahora por el terror, mostraba una serenidad heroica y erguía su cuerpo mirando con desprecio al tribunal.
—No tengáis prisa, padre Corsi—contestó el general, sonriendo por primera vez de un modo que daba miedo—: tiempo os quedará para aburriros de estar solo en vuestro calabozo. Nuestras leyes os conceden que antes de encerraros os pongáis a bien con Dios. Podéis confesaros vuestras culpas con el padre que os dignéis escoger de cuantos están aquí.
El reo prorrumpió en una carcajada estridente.
—¿Con vosotros?... ¿Confesarme con vosotros?... Muchas gracias, padre general. Conozco demasiado a todos cuantos están aquí, para ir a revelarles secretos que sólo a mí me importan. Además, estoy próximo a la muerte y ante la tumba el hombre no miente. Basta ya de farsa. Yo no creo en muchas cosas que vosotros, al salir de aquí, fingiréis tenerlas como ciertas. No me confieso. A nadie le importan mis secretos. Ya que muero quiero que ciertas cosas me acompañen a la tumba... Se acabaron los fingimientos y las comedias de fe.
El tribunal había salido de su impasibilidad para interrumpir varias veces al sentenciado:
—¡Impío!... ¡Blasfemo!...
El padre Corsi era el que ahora permanecía impasible, gozándose interiormente con la irritación que sus palabras producían en sus jueces.
El general fué el primero en serenarse.
—Padres míos, os recomiendo la calma. El sentenciado quiere llevarse a la tumba secretos de gran importancia para la Compañía. Tenía cómplices de su crimen y esto es lo que importa averiguar. Escribía con frecuencia a Madrid, y aunque presumimos quién podía ser la persona con quien se comunicaba, no tenemos de ello certeza absoluta. Los renglones impresos en este secante y que habéis leído antes por medio del espejo, son fragmentos de una carta en la que él habla de sus preparativos para dar fin a mi vida. Se dirige en ella a una persona de su confianza, a un amigo a quien promete un gran porvenir cuando yo muera; pero su nombre no figura allí y esto es lo que nos importa saber. ¿Creéis, padres, que tenemos derecho a que el sentenciado nos revele ese nombre antes de ser encerrado en el calabozo?
—Ya lo oís, padre Corsi; estáis en el deber de revelarnos ese nombre. Hablad, pues.
—No quiero, general asesino; no hablaré. Se trata de un amigo, de un buen compañero, que ha sido bondadoso para mí y me ha dispensado siempre tantos favores como tú perjuicios. No diré su nombre; puede hacer el tribunal lo que guste.
—¡Oh! Hablaréis, padre Corsi—dijo el general, reproduciendo su horripilante sonrisa—. Algo que no esperáis os hará decir la verdad. Creed, desgraciado padre, que sentimos en el alma amargar con crueles tormentos el poco tiempo que os queda de vida.
—¡Miserable!—dijo el sentenciado por toda contestación—. En ti está la crueldad hermanada con la más dulce hipocresía. Mereces ser el general de la Compañía.
—Por última vez: ¿declaráis el nombre de vuestro cómplice? ¿Es el padre Claudio? Reparad que estamos convencidos de ello. Y únicamente queremos vuestra declaración para ratificarnos.
—No—dijo con energía el sentenciado—. No es el padre Claudio, al que apenas conozco. Es otro; pero nunca diré su nombre.
—Hermanos, cumplid vuestra misión.
A esta orden, dada con indiferencia, dos de los robustos legos dejaron de sujetar al padre Corsi y se dirigieron al rincón donde estaba el descomunal brasero.
Cogieron del suelo un gran fuelle, avivaron el montón de rojos carbones y después, valiéndose de su fuerza hercúlea, arrastraron el brasero al centro de la sala.
El padre Corsi no había presenciado esta operación por verificarse a sus espaldas; pero de pronto sintió una impresión de calor y volviéndose vió aquel montón de fuego que lucía de un modo horrible en le penumbra.
Aquello desvaneció la serenidad que había mostrado momentos antes.
Al ver el fuego dió un salto atrás e intentó librarse de aquellos dos legos que le sujetaban con sus robustos brazos; pero, repuestos los guardianes de la sorpresa que en el primer instante les produjo el repentino movimiento, lo aprisionaron con más fuerza.
El padre Corsi, como un mísero ratoncillo entre las zarpas de dos gatazos, se revolvía furioso y desesperado; pero a los pocos instantes fué derribado al suelo y allí, con la sotana desgarrada y el rostro arañado, permaneció inmóvil.
Sintió cómo bruscamente y a tirones le arrancaban los zapatos y las medias, y así que quedó descalzo, la voz del general volvió a sonar, aunque con tono marcadamente sardónico.
—Nuevamente os lo ruego, querido padre Corsi. Decidnos quién era vuestro cómplice y no nos deis el disgusto de obligarnos a atormentaros.
El desgraciado, indignado por aquel ruego hipócrita, contestó con un juramento indecente, y acto seguido sintióse levantado del suelo, en posición horizontal, por ocho robustos brazos.
Un rugido horrible, espeluznante, retumbó en la sala.
Los pies del padre Corsi acababan de descansar sobre aquel montón de fuego. Intentó el infeliz contraer las piernas para escapar de aquel tormento, pero uno de los cuatro sayones se las sujetaba con hercúlea fuerza, haciendo que los pies quedasen inertes sobre el brasero.
Rugía el infeliz con voz que no parecía humana y se agitaba en agónicas convulsiones entre aquellos brazos que le tenían agarrotado.
El fúnebre silencio que reinaba en aquella sala era turbado por los mugidos de dolor que exhalaba el sentenciado, víctima de los más horribles dolores.
Chisporroteaba el fuego con más fuerza que antes, y un humo espeso, de olor grasiento y nauseabundo, esparcíase por la sala.
Los pies del padre Corsi se carbonizaban envueltos en las ardientes brasas. Era imposible resistir más y el jesuíta iba a desmayarse.
—¡Misericordia, asesinos!—dijo con vez débil—. ¡Tened piedad de mí!
—Hablad—contestó el general, que seguía tan frío como de costumbre ante aquel horrible espectáculo—. Decid lo que os preguntamos.
El reo hizo una señal afirmativa, y los cuatro hermanos le retiraron del tormento y lo pusieron en posición horizontal, aunque sosteniéndole para que no tocase el suelo, pues sus pies eran dos informes muñones, chamuscados y sangrientos, que esparcían un hedor insoportable.
—Padre secretario, escribid—dijo el general—, que el padre Corsi va a revelaros quién era su cómplice. ¿Era el padre Claudio?
El infeliz mutilado, en medio de su cruel situación, aún intentó resistir; pera la vista del brasero, la terrible mirada del general y aquel dolor horrible que le producía espeluznantes convulsiones, dieron al traste con su valor que renacía, y en voz baja, como si se avergonzara de su debilidad, contestó:
—Sí; era el padre Claudio.
Aun le hizo el general numerosas preguntas sobre el fin que perseguían con sus maquinaciones, contestando el padre Corsi con desmayados monosílabos.
Cuando quedó claro y palpable que el padre Claudio, por medio de su amigo Corsi, había intentado escalar la suprema autoridad de la Compañía envenenando al general, éste se dió por satisfecho.
—Terminado el juicio, padres míos—dijo a los demás jueces—, el acta en que se consigna cuanto aquí ha ocurrido, una vez escrita con arreglo a nuestra clave secreta, quedará en el archivo secreto de la Compañía. Ahora sólo falta que se cumpla la sentencia.
—Hermanos—continuó, dirigiéndose a los cuatro legos—, conducid al padre Corsi a su última morada.
El infeliz, desalentado y poseído ya del vértigo que le producían su horrible situación y sus heridas, apenas se sintió conducido por los brazos de aquellos hombres.
Abrióse una pequeña puerta en un extremo de la subterránea sala y el fúnebre grupo bajó unos cuantos escalones, dejando al sentenciado sobre el húmedo suelo.
La impresión de frescura que aquellas losas produjeron en los abrasados pies del padre Corsi, le reanimaron momentáneamente haciéndole abrir los ojos.
Una densa obscuridad le envolvía. La puerta del calabozo acababa de cerrarse con gran ruido de hierros, y allá arriba sonaban los pasos de los jueces al retirarse.
El padre Corsi lloró en aquel supremo instante como un niño.
¡Ya había muerto! Los hombres le abandonaban para siempre, y aquel resto de vida que le dejaban, era para que gustase todas las amarguras horripilantes de la tumba.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El sacerdote “Dom” Vicenzo Novelli decía en su carta al padre Claudio que no sabía ciertamente del modo como su amigo Corsi había salido de aquel “im pace”.
En las primeras horas de la madrugada, un hombre desconocido y de atlética figura había llamado a la puerta de su casa y apenas entró en ella, dejó sobre una silla al padre Corsi, que estaba en un estado deplorable.
El desdichado jesuíta, a fuerza de cuidados, aún vivió dos días, y aprovechando los momentos en que sus dolores no le privaban del conocimiento, relató a su amigo el sacerdote romano cuanto le había ocurrido en el subterráneo del “Gesù”, encargándole encarecidamente que pusiera todo el suceso en conocimiento del padre Claudio, para que éste, una vez advertido, pudiera librarse de la venganza del General, que iba a caer sobre él.
En cuanto a su evasión del “im pace”, el padre Corsi guardó un profundo silencio. Había jurado al que le salvó sacándole de allí, guardar el secreto, pues de lo contrario podía ser víctima de la venganza jesuítica.
Nada cierto sabía “Dom” Vicenzo, pero por algunas palabras que se le escaparon a su amigo, tenía la sospecha de que el misterioso salvador que en la misma noche del suplicio le había sacado del calabozo, era el cocinero, que después de delatarlo al General se había arrepentido de su vileza y había procurado borrarla, librando a su víctima de la muerte. Cuando el padre Corsi mostraba tanto empeño en ocultar el nombre de su salvador, era porque éste dependía del General y podría ser víctima de una venganza.
El sacerdote romano terminaba su carta, manifestando que nunca más volvería a relatar a nadie la historia de aquel infeliz amigo que había muerto en su casa, víctima de espantosas quemaduras.
No quería que el General de los jesuítas supiera que él era depositario de su secreto y que había recibido en casa a su mutilado enemigo.
“Conozco demasiado—decía—el poder de la Compañía y la facilidad y prontitud con que sabe librarse de aquellos que le estorban. A pesar de que no os conozco, reverendo padre, siento hacia vos una viva lástima. Sé quién es el padre General y hasta dónde llega su carácter iracundo y vengativo. Si queréis seguir el consejo de un hombre anciano y experimentado, creedme; apenas leáis esta carta salid de la Compañía y poneos en salvo. El rayo de Roma no tardará en caer sobre vuestra cabeza.”
Humillación.
El padre Claudio, después de leer la carta varias veces, cayó en un estado de profundo desaliento.
Era tan terrible aquella noticia y llegaba tan inesperadamente que al audaz jesuíta le faltaba el valor indomable que había demostrado en otras ocasiones.
Su situación acababa de ser despejada de un modo terrible. Los altos poderes de la Compañía tenían ya certeza de su traición y no tardaría en sufrir él una muerte igual a la del padre Corsi.
No había que esperar misericordia. El, que conocía como nadie de lo que era capaz el Gobierno de la Orden, comprendía la certeza de aquellos consejos que le daba el sacerdote Novelli en su carta, y pensaba que lo más acertado era huir y substraerse a la venganza de la Compañía, ya que todavía era tiempo.
¡Huir!... conforme con ello; pero ¿dónde dirigirse? ¿Qué hacer, viejo ya y abandonado de todos?
Y mientras pensaba en lo difícil e incierto de su situación, el padre Claudio murmuraba con estúpida terquedad:
—¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido!
Así permaneció más de una hora, hasta que por fin una sonrisa iluminó su rostro, y levantó la frente, antes abatida, con expresión de triunfo.
Tenía adoptada su resolución. No huiría, pues huir era para un hombre como él, cien veces peor que la más horrible muerte. El campeón de la Compañía que se había distinguido siempre por su valor moral a toda prueba, no podía escapar como un cobarde al saber que su perdición estaba decretada en Roma. Combatiría, ya que éste parecía ser su destino, y a pie firme, sin salirse de la Orden, esperaría los ataques de sus enemigos, seguro de que éstos tendrían que bregar mucho antes de derribarle.
Además había reflexionado mucho sobre su situación y no la encontraba desesperada. Era amigo de la reina y de los principales políticos, poseía secretos que le hacían muy respetable para el Gobierno, y cuando se viera perdido dentro de la Compañía, con salirse de ella ya estaba libre, pues la venganza de Roma no iría a buscarle en el seno de la sociedad civil, donde contaba con buenos amigos.
Tenía, pues, la retirada cubierta y mientras tanto podía desesperar a sus enemigos, desafiándolos con su insolente permanencia en la Compañía, sin negar las maquinaciones que había organizado en combinación con el padre Corsi.
Aquella resolución audaz, hizo recobrar al padre Claudio su antiguo valor, y sintió impaciencia por demostrar a sus enemigos de Roma que no los temía y que tampoco ignoraba sus intenciones respecto a él.
El padre Tomás, aquel jesuíta solapado que sobornaba a su secretario e iba poco a poco labrando su perdición, era el representante de sus enemigos, y contra él se propuso romper las hostilidades.
Quería ser el primero en atacar, para que en Roma se convencieran una vez más de su valor.
Tan seguro estaba el padre Claudio de su poder, que se permitía risueñas ilusiones.
No; sus enemigos no se atreverían a intentar nada contra él. El General había osado acabar con el padre Corsi, porque éste era un jesuíta de escasa importancia, y además lo tenía en el “Gesù” al alcance de su mano; pero tratándose de todo un padre Claudio, consejero privado de personas reales, sostenedor de gobiernos, y además residente en España lejos del Gobierno central de la Compañía, sus enemigos de Roma ya se cuidarían de intentar hostilidad alguna y lo respetarían, aunque en adelante lo tratasen con frialdad.
El era inviolable; para esto había trabajado tantos años en favor de los intereses de la Orden.
Animado por tales ideas, el padre Claudio, después de ocultar cuidadosamente la fúnebre carta en un bolsillo interior de su sotana, salió del gabinete y se dirigió a su despacho.
El padre Antonio escribía como siempre en su gran mesa, y el italiano seguía inmóvil en su asiento mostrando su rostro impasible, cuyos ojos de buho triste parecían no fijarse en nada, y lo veían todo.
La presencia de aquel espía de Roma, indignó al padre Claudio. Hasta poco antes había podido sufrir, aunque con bastante impaciencia, la intimidad de aquel hombre que tan descaradamente le vigilaba; pero ahora al verle, el recuerdo del padre Corsi, martirizado y muerto por ser amigo suyo, surgía en su imaginación y sentíase acometido de furor contra aquel espía que representaba a los sacrificadores.
El padre Claudio era poco susceptible de impresionarse por la suerte de ningún amigo, pero el suplicio de Corsi le hería de un modo más íntimo, pues sublevaba su orgullo. El hubiera deseado que por el hecho de ser el reo amigo suyo, el General no se hubiese atrevido a llevar tan lejos su venganza, y al pensar en el martirio de Corsi le parecía que era él mismo quien había sido chamuscado en el brasero del subterráneo del “Gesù”.
No se sentó el padre Claudio, al entrar en su despacho, y sin cuidarse de ocultar su sorda irritación, paseó varias veces por entre aquellos dos hombres silenciosos que seguían indiferentes y con los ojos bajos, como si nadie hubiese entrado en la habitación.
El enfurecido jesuíta dió algunos bufidos como para desahogar su pecho oprimido por la rabia, y al fin, plantándose frente al padre Tomás, le dijo con acento reconcentrado:
—Oiga usted. ¿Sabe usted bien quién soy yo?
Levantó el rostro el italiano sin que en él se mostrase la menor emoción por tan extraña pregunta.
—Creo que sí, reverendo padre—contestó con su eterna calma—. El nombre del padre Claudio es conocido allá donde se encuentre a un hijo de San Ignacio, pues todos saben los grandes servicios que ha prestado a la Compañía.
—Así es, señor italiano. Todos saben lo que yo valgo y merezco, todos menos esa gente de Roma que le ha enviado a usted aquí.
Se coloró la desmayada faz del padre Tomás, pero no pasó de aquí la emoción ni intentó contestar, pues la regla de la Compañía le impedía toda respuesta si su superior no le preguntaba.
—Oiga usted bien, padre Tomás, oiga lo que soy, para que me conozca perfectamente y pueda decir a esos que le envían el respeto que merezco. Cuando yo ingresé en la Compañía, en Roma, tenía quince años y su situación no podía ser más deplorable. Las ideas revolucionarias del pasado siglo habían barrido al jesuitismo de todas las naciones. La Orden estaba casi en la agonía por culpa de toda esa cáfia de filósofos que tanto escribieron en el siglo XVIII contra nosotros. Nos habían arrojado de España, Portugal, Francia, de casi toda América; en una palabra, de todos los sitios donde nos convenía estar. La Compañía estaba reducida a Roma, donde vivía a la sombra del papado como un arbolillo mustio y enfermizo. Al morir la revolución con su último propagandista, el tirano Bonaparte y al restablecerse en España el absolutismo, Fernando VII nos abrió las puertas de esta nación y yo vine aquí con unos cuantos viejos imbéciles que procedían de la expulsión verificada en el siglo anterior por Carlos III. ¡Bien hubiese marchado la Compañía a estar encargados los tales vejetes de su dirección! Por fortuna se me hizo justicia, y aunque yo era entonces un mozuelo, fuí puesto al frente de la Compañía de Jesús, en España. Soy modesto y no quiero entonar mis propias alabanzas, que por más que parezcan exageradas, serán siempre merecidas. Pero tengo que hacer constar que fuí el peor enemigo que la revolución podía haber encontrado. Fomenté como nadie los sentimientos realistas y fanáticos del pueblo español; organicé las terribles persecuciones que sufrieron los realistas, en el trienio constitucional del 20; la revolución pacífica y progresiva no pudo desarrollarse porque yo lo impedí fomentando algaradas y motines a diario; yo dí el primer impulso a la guerra carlista, y cuando comprendí que el pretendiente no podía triunfar salvé a tiempo los intereses de la Compañía volviendo al lado de la reina Isabel, para evitar que ésta fuese dirigida por los progresistas; nuestra Orden ha crecido y sido omnipotente en España más que en otra nación; hoy manda en este país como pueda mandar en el “Gesù” de Roma, y todo gracias a mí, que no he descansado nunca ni sé lo que es gozar de la vida; que he expuesto mil veces mi existencia en los períodos de agitación; que formando la asociación de “El Angel Exterminador”, atraje sobre mi cabeza las venganzas de numerosas familias afligidas por nuestras persecuciones, y que con tal de mantener el prestigio de la Orden he desempeñado el más vil de los papeles, el de alcahuete regio, ofreciendo mujeres a Fernando VII y presentando hombres a su augusta hija. Ahora bien, padre Tomás, ¿qué le parece a usted todo esto? El que ha arraigado de nuevo la Orden en España, de un modo que la revolución tendrá que bregar mucho para derribarla, ¿no merece que le respeten esas gentes de Roma que están allá muy tranquilas gozando de ese poderío que nosotros les conquistamos aquí a costa de grandes esfuerzos?
El padre Tomás hizo un gesto de ambigua adhesión; pero el padre Claudio estaba demasiado exaltado para fijarse en la frialdad del italiano.
—Y no quedan reducidos sólo a esto mis trabajos—continuó—: ahí está mi secretario y eterno compañero, el padre Antonio, y allá en Roma está el registro central de la Compañía, para atestiguar lo que yo he trabajado con el objeto de arraigar el poderío de nuestra Orden en todas las conciencias. Gracias a mí, se han fundado numerosos colegios donde la juventud más distinguida se educa tal como queremos; la aristocracia española está por completo a la voluntad de cuanto se piensa en este despacho, y a las arcas de Roma he enviado yo cuarenta millones de pesetas; esto sin contar ocho más que acabo de conquistar. Grande es nuestra asociación; no hay punto del globo donde no tengamos representantes; pero a pesar de ser tantos los jesuítas, de seguro que no saldrá uno solo que pueda alegar más méritos que yo. ¿Es verdad o no esto que digo, padre Tomás?
Y esta vez se plantó ante el italiano y le miró fijamente con expresión iracunda, esperando su contestación.
—Así es, reverendo padre—dijo con su calma que contrastaba con el furor reconcentrado del padre Claudio—. Ya he dicho antes a vuestra reverencia que en todas partes donde hay jesuítas se le respeta en lo que vale.
—En todas partes menos en Roma; y si no vamos a cuentas. ¿A qué ha venido usted a Madrid?
—Yo no he venido por mi propia voluntad. He cumplido un voto que hice al entrar en la Compañía; el voto de obediencia. Me han ordenado mis superiores que viniese aquí y he obedecido.
El italiano dijo estas palabras con tanta modestia y sencillez, que el padre Claudio quedó desconcertado. No podía seguir atacando en tal terreno al italiano, pues éste le opondría sus votos.
Mudó de táctica y dijo al padre Tomás, como si olvidara lo anteriormente expuesto:
—No quiero investigar los motivos que le han traído a usted a Madrid. Lo que le digo a usted es que no conviene a los intereses de la Orden que permanezca aquí inactivo y ocioso, dando un mal ejemplo a los demás padres, que se afanan y trabajan en bien de la Compañía de Jesús.
—Reverendo padre; si no hago nada aquí, es porque vuestra reverencia no me da ocupación.
—Trabajará usted y muy pronto. No se quejará usted en adelante de que lo olvido. Mañana mismo saldrá usted para nuestra casa de Valencia.
—Eso es imposible, reverendo padre.
—¡Imposible!... Quisiera saber por qué. Usted ha prestado voto de obediencia y debe acatar las órdenes de los superiores.
El padre Claudio, movido por la indignación, hablaba con una expresión furiosa que contrastaba con la frialdad del italiano.
—Yo siempre obedezco a mis superiores—dijo el padre Tomás—, y por esto mismo permanezco aquí, cumpliendo las órdenes del padre General, que es el único que me puede mandar. Vuestra reverencia olvida sin duda que yo soy padre de alto grado y que no estando inscrito entre los individuos de la Compañía que prestan sus servicios en España, sólo a la autoridad de Roma debo obedecer y seguir las órdenes que me dicte el padre General. Vuestra reverencia no tiene en esta ocasión ningún poder sobre mi humilde persona. El General me ha enviado aquí y aquí me quedo.
El padre Claudio quedó aturdido ante la fría firmeza con que el jesuíta decía estas palabras.
Pero pronto se repuso de su sorpresa. Hacía cuarenta años que estaba acostumbrado a que la Compañía en España se pusiera en movimiento al más leve de sus gestos; nunca hombre alguno vestido con la sotana jesuítica había intentado desobedecerle y el ejemplo de aquel italiano, que osaba rebelársele, le produjo una irritación sin límites.
Su abotargado rostro cubrióse de mortal palidez, chispearon sus ojos, sus labios temblaron con el “tic” nervioso del furor y se sintió próximo a enloquecer por la afrenta que intentaban hacerle, ante aquel secretario que en su juventud consideraba a su maestro como un semidiós.
¡Poder de la indignación! Hasta le pareció al jesuíta que el padre Antonio, sin levantar la cabeza de los papeles, sonreía maliciosamente, gozando mucho en presencia de aquella humillación que sufría su soberbio superior.
Había que confundir al insolente italiano, y encarándose con él, le dijo sordamente:
—¡Basta ya de farsas y de fingimientos, señor italiano! Su presencia aquí me es odiosa... ¿Lo quiere usted más claro? Mañana mismo saldrá usted de Madrid, pues me estorba y me irrita ese espionaje de que continuamente soy objeto. Cuando yo era joven, fingía tan bien como cualquiera otro, pero ahora que soy viejo y célebre, y tengo, por tanto, derecho a que me respeten, no quiero mentir y doy a las cosas su verdadero nombre. Sé que usted es un espía del General y conozco tan bien como usted lo que ha ocurrido en Roma y cuál ha sido la suerte del padre Corsi, pobre amigo mío, sacrificado por el espíritu de venganza que allá sienten contra mí. No quiero tener a mi lado a uno de los asesinos de mi amigo Corsi. ¿Está usted enterado? Márchese cuanto antes y dé gracias porque yo soy ahora un viejo, que de lo contrario, no guardaría usted buenos recuerdos de su espionaje.
Y el viejo jesuíta, tembloroso por el furor, pálido, rugiente y magnífico en su indignación, señalaba la puerta con ademán imperativo, indicando al italiano que saliera cuanto antes.
El padre Tomás permanecía en su actitud impasible, con la mirada fija en el superior, y gozando internamente al ver su extremada irritación.
—¡Márchese usted!—gritaba el padre Claudio—. ¡Que no le vea a usted más!
—Me iré cuando me lo mande el General.
—Aquí no hay más General ni más voluntad que la mía. Le arrojo a usted de aquí y puede marcharse al infierno si quiere. Hoy mismo daré órdenes para que no le admitan en la casa residencia, y que pongan en medio del arroyo todo su equipaje. Y ahora salga usted inmediatamente de este despacho o de lo contrario llamaré a los criados para que le arrojen.
El italiano no se inmutaba con aquellas amenazas. Continuaba impasible, y se limitó a decir con su eterna frialdad:
—Eso que hace vuestra reverencia es un verdadero golpe de Estado. Es desconocer la autoridad del General, es rebelarse contra la autoridad suprema de la Compañía, y caer de lleno en el artículo primero del título IV de nuestro reglamento secreto. ¿Conoce usted el artículo?
—Sí; le conozco. Valiéndose de él dieron muerte a mi amigo Corsi. ¿Aún te atreves a recordarlo, esbirro del demonio?... Yo soy el padre Claudio, el restaurador de la Compañía en España, y cuando se me falta al respeto y a la obediencia que merezco, paso por encima del General, del reglamento secreto y de cuanto se me ponga por delante. ¡A la calle, italiano! ¡A la calle!
—Piense vuestra reverencia en lo que hace.
—¡Qué pesadez! ¡Y que no tenga yo puños suficientes para poner en la puerta a este miserable espía!
Y se abalanzó al cordón de la campanilla para llamar a los criados.
—Un momento—dijo el padre Tomás levantándose de su silla, mientras que el iracundo jesuíta se detenía al ver este movimiento de su enemigo—. Puesto que usted, padre Claudio, se empeña en expulsarme y falta a las reglas de la Compañía, despreciando al General y pronunciando frases ofensivas al espíritu de la Orden, ha llegado el momento de que se aclare la situación. Lea usted.
Y el italiano, hasta entonces humilde y rastrero, se irguió con altanera friadad, e introduciendo su diestra en el bolsillo de la sotana, sacó un papel doblado que entregó al padre Claudio.
Apenas éste pasó sus ojos por él, sintió un escalofrío de terror. Estaba escrito el papel en la misteriosa taquigrafía que los jesuítas emplean en sus comunicaciones secretas y que sólo conocen los padres iniciados en el alto grado, y al pie del documento figuraba el garabato que era la firma simbólica del General.
El documento no podía ser más auténtico, y el padre Claudio, habituado a leer durante muchos años tal clase de comunicaciones, la descifró de corrido. Su contenido no podía ser más fatal.
La autoridad suprema le ordenaba, bajo la pena de pasar como traidor a la Compañía, en caso de desobediencia, que inmediatamente que leyese aquella comunicación se pusiera bajo las órdenes del padre Tomás Ferrari, que en adelante sería el vicario general de la sociedad de Jesús en España.
El viejo jesuíta se estremeció desde la cabeza a los pies, parecióle que la habitación entera se desplomaba sobre él, y hubo de apoyarse en la mesa para no caer.
Verse despojado en la vejez de la autoridad que había ejercido toda su vida; contemplarse súbdito de un desconocido, él, que estaba habituado, desde su juventud, al mando absoluto, era un golpe tan terrible, que le faltó poco para llorar.
Encontró, sin embargo, en su debilidad fuerza para reponerse, y ya que se consideraba caído, quiso al menos acabar con dignidad y que sus enemigos no se gozaran en su dolor.
Serenóse y se dispuso a contestar. La resistencia era inútil, pues conocía la especial organización de la Orden en que la autoridad lo es todo, y el afecto nada, y sabía que sus mayores protegidos se revolverían contra él a la menor indicación del General, estando, como estaba, despojado del poder.
Inclinóse ante su nuevo amo, y devolviéndole el papel, dijo al padre Tomás con acento humilde:
—Espero las órdenes de vuestra reverencia.
El padre Antonio, mudo espectador de aquella escena, había dejado de escribir, pero seguía con la cabeza baja, muy atento a todo cuanto ocurría. No se notaba en él la menor señal de extrañeza. Sin duda el secretario sabía con anticipación cuanto iba a ocurrir, y conocía antes que el padre Claudio aquella orden del General.
No se impresionaba gran cosa por aquel cambio de situación tan rápido. Cambiaba de amo en apariencia, pero siempre seguía unido a aquella Compañía, a la que amaba con el fiero cariño del lobezno a la loba. Además no dejaba de hacerle gracia la caída estrepitosa de su antiguo amo, que tan soberbio y déspota se mostraba. Aquello le hacía admirar aún más a la igualitaria Compañía que encumbra o arruina a los individuos con igual indiferencia, sin consideración de ninguna clase y como si se tratara de autómatas y no de hombres. Acariciaba la esperanza de que si el padre Claudio bajaba ahora, algún día le tocaría a él el turno de subir.
El jesuíta italiano contempló algunos instantes a su rival humillado, y después dijo con lentitud majestuosa:
—Padre Claudio, mis órdenes son que usted, de esa puerta para afuera, siga figurando como director de la Orden en España. Conviene por ahora a nuestros intereses que aparentemente continúe la misma situación. Pero aquí, dentro de este despacho, se restablecerá la verdad, y usted será sencillamente mi amanuense, estando para todos los asuntos de oficina a las órdenes del padre Antonio, que seguirá desempeñando el cargo de secretario. Ya conoce usted mis órdenes.
El padre Claudio temblaba y hacía esfuerzos para no llorar de rabia. ¡Oh! Aquello era demasiado fuerte para sufrirlo con calma. La humillación iba más allá de lo que él había podido imaginarse.
Si después de su caída le hubiesen castigado colocándolo de portero en la casa residencia, obligándole a barrer la cocina o a desempeñar los más bajos servicios, al menos su ruina hubiese tenido cierta grandeza. A los que le habían conocido poderoso y omnipotente, les hubiera inspirado una respetuosa y tierna simpatía, semejante a la que se siente ante Napoleón, hambriento y enfermizo, remendándose su uniforme en Santa Elena; pero obligarle a fingir en público una autoridad que no tenía, y dentro de aquel despacho ser el escribiente de su antiguo secretario, era privarle del amargo placer de una caída estrepitosa y envolverle en la humillación de una ruina secreta sin grandeza alguna.
En su porvenir había algo del suplicio de Tántalo. Viviría en adelante allí, corroído por la envidia, contemplando de cerca y a todas horas el poder que había perdido y que jamás volvería a recobrar.
La voz del nuevo superior le sacó de sus negras reflexiones:
—Padre Claudio, comience a ejercer sus nuevas funciones. Siéntese usted, y prepárese a escribir.
El viejo obedeció con la pasividad de un autómata. Su obesidad no le permitía estar inclinado mucho tiempo y sufría al doblarse sobre el borde de aquella antigua mesa, frente al secretario, que seguía papeleando, impasible, como si realmente fuese un escribiente obscuro su nuevo compañero de trabajo.
Tomó la pluma el padre Claudio y esperó.
—Va usted a escribir—dijo el superior—una comunicación a Roma, anunciando al General que el hermano Ricardo Baselga ha cedido a la Compañía toda su fortuna. Ponga usted la comunicación de modo que sea yo quien lo firme.
Luego continuó, dirigiéndose al secretario:
—Padre Antonio, saque usted la escritura de cesión de bienes que firmó el hermano Baselga. La enviaremos a Roma junto con la comunicación, para que la guarden en el archivo central. Allí estará más seguro el documento.
El padre Claudio creía soñar, y cuando vió que el secretario sacaba el citado documento de un cajón de la mesa, no pudo reprimir una exclamación.
Todo lo comprendía. Días antes había entregado al padre Antonio aquel documento para que lo enviase a Roma, con una comunicación en que se marcaran los grandes trabajos que había tenido que hacer el padre Claudio para alcanzar tal triunfo. El secretario le había hecho traición, guardándose el documento para no darle curso. Estaba, sin duda, en combinación con el italiano desde mucho antes, y ahora, al remitir la escritura a Roma, el padre Tomás se atribuía un servicio de gran importancia para la Orden, y aparecía como autor del negocio, que él había preparado tan cuidadosamente a costa de mucho tiempo y no menos paciencia.
Aquello fué el golpe de gracia para el humillado viejo.
No podía ya con el peso de tanto infortunio, y aquel hombre para quien la debilidad había sido siempre desconocida, al pensar que había estado trabajando tantos años en el interior de la familia Baselga para que un advenedizo gozase el fruto de sus fatigas y se cubriera de gloria en Roma, sintió que una oleada ardiente subía de su pecho a la cabeza oprimiéndole la garganta.
Sollozó con fuerza el viejo, y sus lágrimas cayeron sobre el papel sin que cuidara ya de ocultarlas.
El padre Tomás, de pie junto a la mesa, sonreía diabólicamente, y hasta el secretario esta vez creyó del caso el levantar la cabeza y hacer un gesto de admiración.
¡Lloraba el terrible jesuíta! Bien valía la pena aquel espectáculo.
La última misa.
Nadie se apercibió de aquel golpe de Estado, perpetrado en el mayor secreto, como todos los actos que se llevan a cabo en el seno de la Compañía.
Los padres jesuítas residentes en Madrid, siguieron considerando al padre Claudio como el vicario general de la Orden en España, en vista de que éste desempeñaba, como de costumbre, sus altas funciones.
El exterior macilento y el aire desalentado del padre Claudio no llamaban la atención de nadie.
Se presentaba, como siempre, en público acompañado de su “socius”, el padre Tomás, y nadie, a la vista del aspecto encogido y humilde de éste, hubiese sospechado que era el verdadero amo, y que cuando los dos se encerraban en el despacho, el padre Claudio le servía de escribiente y tenía que sufrir rudas reprimendas por su forma de letra, su lentitud en escribir y aquel cansancio que a causa de la edad le acometía, entorpeciendo su cabeza y sus miembros.
En la Compañía de Jesús no han sido nunca raros espectáculos de esta clase. El padre Claudio sabía que muchísimas veces el que había aparecido como director no era más que el criado del más humilde jesuíta; pero esto no le hacía sufrir con paciencia tales humillaciones y juzgaba insoportable por más tiempo la comedia que venía representando.
No transcurría día sin que sufriera los más agudos tormentos morales. Cada vez que algún inferior venía a consultarle, o que recibía las muestras de cariño y respeto propias de su cargo, no podía evitar el volverse con movimiento instintivo a su terrible “socius”, que contemplaba impasible aquella farsa por él ordenada.
El pensamiento del padre Claudio siempre era el mismo. ¡Cómo se reiría el maldito al considerar la irrisoria autoridad de aquel que momentos después le servía de amanuense! ¡Qué carcajadas sonarían en el interior del padre Tomás al ver a su amanuense dar órdenes y amonestar a los inferiores, fingiendo una autoridad que ya había huido de él para siempre!
La eterna presencia del italiano, que ahora no le dejaba solo ni un momento, era para el padre Claudio el peor de los tormentos, por lo mismo que equivalía a una burla perpetua. Aquello era querer que hiciese reír a sabiendas el mismo hombre cuyo fruncimiento de cejas aterrorizaba algunos días antes.
Si iban por la calle, importantes personajes saludaban al padre Claudio con todo el respeto rastrero que los políticos de oficio demuestran a los que tienen el favor real. A veces, al ocurrir esto, el padre Claudio, a pesar de su dolor, no podía evitar una sonrisa de amarga ironía. El había derribado ministerios, creado personajes de la nada; el mundo le tenía aún por muy poderoso y, sin embargo, la víspera, por ejemplo, el padre Tomás, en su despacho, le había llamado canalla y miserable por haber empezado tres veces la misma comunicación a causa de su falta de pulso.
Si sus enemigos se habían propuesto castigarlo sometiéndolo a un martirio lento e inacabable, sabían bien lo que se hacían, pues era imposible tortura mayor que la que sufría.
Su punto vulnerable era el orgullo y éste era el sentimiento que más sufría en aquella extraña situación.
Tan intensa era su tortura, que varias veces estuvo próximo a humillarse a su verdugo, suplicándole que le castigara con mayor rudeza, pero que le librara de aquella parodia de autoridad; mas un resto de orgullo le contuvo y siguió sufriendo en silencio, procurando conservar en su caída la mayor dignidad posible.
Una certidumbre cruel le agitaba en sus instantes de desaliento.
A pesar del desprecio con que le trataba el padre Tomás, obedeciendo sin duda las órdenes que de Roma le llegaban, él no podía creer que parase ahí la venganza del general.
Grande era la humillación que le hacían sufrir; pero un hombre como él, a pesar de su mísero estado, todavía era temible y el general no debía contentarse con saber que su rival había sido convertido en escribiente.
Aquella humillación la consideraba el padre Claudio como un refinamiento de crueldad del verdugo antes de decidirse a sacrificar su víctima.
La misma mano que había aniquilado al padre Corsi no tardaría en caer sobre él, inexorable y aplastante, acabando con su existencia.
Conocía él los procedimientos a que más afición mostraba la Compañía para acabar con sus enemigos, y, seguro de que el puñal no lo esgrimían los jesuítas en este siglo, procuraba guardarse de los venenos; de aquella “aqua toffana” que la Compañía había hecho célebre.
Su apariencia de autoridad le hacía ser respetado por todos los individuos de la Orden, y de aquí que pudiera vivir con relativa tranquilidad, confiando en la adhesión del hermano cocinero, que preparaba la comida de su reverencia por sus propias manos.
Por esta parte estaba seguro el padre Claudio de no ser víctima de un envenenamiento; pero la actitud siempre reservada y fría del padre Tomás le causaba verdadero miedo. Algo ideaba en silencio aquel terrible enemigo, y el padre Claudio le acechaba, intentando adivinar sus secretas ideas.
Así transcurrió algún tiempo, hasta que llegó el día en que la Compañía acostumbraba a celebrar su fiesta anual en honor de la fundación de la Sociedad de Jesús.
Revestía tal acto gran solemnidad. En dicho día la casa residencia, siempre tan tétrica, animábase con una alegría reposada y meliflua, y una de las fiestas más notables era la gran misa que se celebraba en la iglesia perteneciente a la Compañía.
Era el superior de la Orden el encargado de oficiar en dicho acto, y el padre Claudio, que por espacio de cuarenta años dijo la misa en tal día, gozaba mucho en esto, pues podía apreciar cuán inmenso era su poder, viendo reunidos en la iglesia todos los padres y novicios que estaban por completo a sus órdenes.
Temía que el padre Tomás escogiese dicho día para humillarlo, prohibiéndole que dijese la misa y demostrando de este modo que era fingida la autoridad que aún ostentaba. Por eso su alegría fué grande cuando el italiano le dijo en el despacho, la víspera de la fiesta, que al día siguiente se encargase de celebrar la solemnidad acostumbrada.
A las nueve de la mañana estaba ya el padre Claudio en la sacristía de la iglesia dejándose despojar, con sonrisa bonachona, de su hopalanda y su bonete, por dos acólitos serviciales que se mostraban impresionados ante aquel hombre que creían terriblemente poderoso.
Llegaban hasta allí, amortiguados por puertas y cortinajes, el sonido del órgano y los cantos de los tiples en la cercana iglesia; y dentro de la sacristía, el sacristán y sus ayudantes corrían de un lado a otro y se afanaban por arreglar todos los preparativos de la misa.
Dos padres jesuítas charlaban sentados en un rincón, el uno vestido de sotana y el otro con dalmática, mientras que un tercero, de pie junto a la gran mesa de la sacristía, revestíase y se disponía a cubrirse con otra capa de igual clase, extremadamente pesada por la calidad de la tela y el grueso de los deslumbrantes bordados.
Eran los dos diáconos que habían de ayudar al padre Claudio en la misa mayor.
El viejo jesuíta, instintivamente e impulsado por la fuerza de la costumbre, miró a todos lados para ver si los preparativos estaban corrientes.
Encima de la mesa y junto al grande y antiguo espejo con marco de oro, ensuciado por las moscas y estrecho y largo hasta llegar al techo, estaba en cuidadoso montón toda la ropa sagrada de la misa. El cáliz, de oro fino, estaba a poca distancia, con su purificador, su patena y su hostia, cubierto todo por el cuadrado de tela igual a la casulla, y ésta acababa de ser tendida por el sacristán sobre la misma mesa, deslumbrando con sus bordados que representaban varios atributos de la Pasión de Cristo.
El padre Claudio, satisfecho de aquella inspección, se encaminó a una fuentecilla que estaba junto a la puerta de entrada de la sacristía y comenzó a lavarse las manos en aquel sonoro hilillo de agua. Estaba aquel día de buen humor, pues la fiesta, que tan buenos recuerdos le había dejado siempre, conseguía disipar por primera vez aquella terrible tristeza que le había acometido desde su ruina.
Un jesuíta entró en la sacristía.
Era el padre Felipe, aquel robusto confesor de la baronesa de Carrillo, que cada vez estaba más fornido y más imbécil.
—¡Hola, padre Felipe!—dijo el padre Claudio con la benevolencia que desde su caída demostraba a todos los humildes—. ¿Cómo está la iglesia?
—¡Ah, reverendo padre! Presenta un golpe de vista encantador. Está en ella lo más selecto de Madrid. Yo he conocido entre las señoras varias damas de Palacio y más de treinta condesas y marquesas. Es una fiesta que dará que hablar y demostrará que todo el mundo está con nosotros.
—¿Está también doña Fernanda, la baronesa?
—Sí; en primera fila la he visto; junto al presbiterio. Su hermana Enriqueta no ha podido venir; la pobrecita cada vez se halla peor.
El padre Claudio había acabado mientras tanto de secarse las manos, y mascullando una oración se dirigió a la mesa donde estaban las sagradas vestiduras para comenzar a revestirse. Los dos acólitos pusiéronse a su lado para ayudarle y el sacristán mayor, algo apartado, vigilaba con mirada atenta aquella operación.
El padre Felipe fué a conversar con los otros dos jesuítas que estaban sentados a un extremo de la sacristía, y el celebrante comenzó a vestirse.
Cogió el amito, y después de besar la cruz bordada en su centro, púsose el lienzo sobre la cabeza, y deslizándolo por la espalda hasta rodear el cuello de su sotana, se ató sus cordones a la cintura, después de lo cual vistióse el alba, signo de pureza, teniendo buen cuidado de introducírsela por el brazo derecho.
Los acólitos daban vueltas en torno del sacerdote, agachándose, tirando del alba para que cayese en pliegues naturales y procurando que no estuviera en unos puntos más alta que en otros.
Iba a ceñirse el cordón que le presentaba el sacristán y que era el recuerdo de la cuerda con que Jesús fué torturado en su Pasión, cuando, fijando sus ojos en el gran espejo que delante tenía, vió cómo entraba con su habitual cautela el padre Tomás.
La presencia de aquel hombre turbó la alegría del padre Claudio. Mostrábase el italiano como siempre, sonriente y humilde; pero el viejo creyó ver en él una expresión diabólica de gozo que no había notado en los otros días.
El padre Tomás fingía admirablemente en público una subordinación absoluta a aquel hombre que sólo era su escribiente.
—Reverendo padre—dijo acercándose al padre Claudio—; el templo está hermosísimo. Pocas veces he visto una fiesta tan deslumbrante. Puede usted estar orgulloso de oficiar ante un concurso de fieles tan distinguidos. Crea que le envidio el papel que va a desempeñar.
—Eso mismo pienso yo, padre Tomás—dijo mezclándose oficiosamente en la conversación el padre Felipe—. Vale la pena oficiar ante gente tan notable.
Y el sencillote jesuíta, sin fijarse en que el padre Claudio estaba murmurando las oraciones propias del acto de revestirse, púsose a reseñar por sus nombres todas las damas distinguidas que estaban en la iglesia y varias veces le distrajo con su charla.
Entró otro jesuíta, que era el padre Luis, el famoso orador sagrado encargado de pronunciar el sermón en aquella festividad.
El orador, convencido de su valía y de su gloria, mostraba en su conversación bastante petulancia, y trataba a todos con dulce benevolencia y cierto aire protector.
No tenía prisa, pues aún tardaría el momento de subir al púlpito, pero venía a ver cómo se revestía el padre Claudio, su maestro y protector bondadoso, y a fumar un cigarrillo. El predicador no podía callarse, y pegándose al padre Claudio, con la misma familiaridad que si estuviese en su despacho, le anunciaba de antemano el éxito que iba a alcanzar con el sermón, y recitaba por adelantado algunos de sus fragmentos, al mismo tiempo que guiñaba un ojo o se interrumpía, diciendo:
—¡Eh, reverendo padre! ¿Qué le parece a usted este parrafito? ¡Cómo se quedarán esas tortolitas místicas que vienen a escucharme! ¿Pues y este parrafillo en que les doy de firme a los pícaros revolucionarios?
Mientras el predicador iba anticipando a entregas su sermón y el simple padre Felipe le oía con aire de embobado, el padre Tomás abordaba en un extremo de la habitación al atribulado sacristán, que, aturdido por aquellos preparativos extraordinarios, iba de un punto a otro sin saber qué hacerse.
—¡Qué, querido hermano! ¿Está ya todo corriente?
—Creo que sí, padre Tomás. ¡Si usted supiera cómo tengo la cabeza!... Esto es cosa de volverse loco. Yo creo que está todo... a ver... El altar mayor lo han encendido hace ya rato; el misal lo acaban de llevar los muchachos; los dos ayudantes se han revestido ya; el reverendo padre lo está haciendo ahora; ahí está el cáliz, ahora... ¿qué más puede faltar?
El padre Tomás sonrió con cierta sorna:
—¿Y las vinajeras, desgraciado? ¿Y las vinajeras?
El sacristán hizo un movimiento de retroceso y se golpeó la frente con las dos manos, con la misma expresión de desaliento del inventor que descubre un defecto capital en la obra que creía perfecta.
—¡Virgen santísima!—balbuceó quedo, como si no quisiera que nadie se enterara de su descuido—. Es verdad. ¡He olvidado las vinajeras! ¡Qué descuido! Gracias, padre Tomás; muchas gracias. A no ser por usted, hubiese cometido una majadería.
Y se abalanzó a un pequeño armario, de donde sacó unas vinajeras de rico cristal tallado, montadas sobre un armazón de plata antigua artísticamente labrada.
Llenó una en el hilillo de agua de la fuente; destapó después una gran botella que estaba en el mismo armario, y vertió en la otra redomilla un chorro de vino que se transparentaba con reflejos opalinos, y caída produciendo un delicioso “glu-glu”. Sacó de un cajón un lavamanos limpio y cuidadosamente planchado, púsolo entre las vinajeras y fué a salir por el obscuro pasadizo que desde la sacristía conducía al altar mayor.
El padre Tomás detuvo por la manga al azorado sacristán:
—¿Adónde va usted, hermano? Quédese aquí, donde es necesaria su presencia, y así nadie reparará en su olvido. Yo me encargaré de llevar las vinajeras al altar.
El sacristán, no sabiendo cómo agradecer al italiano su bondad, lanzóle una tierna mirada, y el padre Tomás desapareció en el obscuro corredor llevando las vinajeras.
Nadie se apercibió de aquello en la sacristía. Los dos ayudantes de la misa y el otro jesuíta discutían en el extremo opuesto, de espaldas al lugar donde habían hablado el italiano y el sacristán, y en cuanto al padre Claudio, no había visto nada, ocupado como estaba en arreglarse la pesada casulla y en escuchar al padre Luis, cada una de cuyas palabras asombraba y enternecía al robusto padre Felipe.
Llegó el momento de comenzar la misa, y el celebrante y sus dos ayudantes entraron uno tras otro en el obscuro pasadizo, precedidos del sacristán y los acólitos. El padre Claudio, sujetando el cáliz con la mano izquierda y apoyando en la tapa del mismo su derecha, iba rezando oraciones.
El padre Felipe se quedó en la sacristía para acompañar al vivaracho orador, que seguía fumando su cigarro y haciendo comentarios sobre el efecto que iba a causar su sermón.
Aparecieron el celebrante y sus dos ayudantes al son de una marcha triunfal que entonaba el órgano, y en la vasta nave conmovióse aquella grey devota y aristocrática, que, sudando, cuchicheando a media voz y agitando el abanico aguardaba con la misma curiosidad expectante que en el Real las noches del début.
Comenzó la misa y los fieles se mostraron muy atentos a los cantos que salían del coro, reconociendo interiormente que los jesuítas sabían hacer las cosas muy bien y que aquella capilla de música era de lo más notable que podía oírse en Madrid.
El sagrado simulacro del drama en que Jesús fué protagonista deslizóse sin incidente alguno hasta que llegó el momento del sermón.
Los tres oficiantes sentáronse en ricos sillones, e inmediatamente la música rompió a tocar una graciosa marcha, que hacía mover instintivamente los lindos pies a la mayor parte de las aristocráticas damas que ocupaban la nave.
Era la señal de que el predicador iba a salir, y no tardó en aparecer en el altar mayor el padre Luis, con roquete de deslumbrante blancura, graciosamente rizado y encañonado.
Avanzó el orador con el aspecto meditabundo y teatral, propio de esos retratos en que se representa a los grandes artistas en el momento de recibir la inspiración; se arrodilló a los pies del padre Claudio para que lo bendijese, e inmediatamente desapareció precedido de acólitos y sacristanes, para surgir al poco rato sobre el púlpito, siempre al son de la misma musiquilla.
El público no había cesado de moverse. Las señoras se acomodaban en sus asientos para oír mejor, los hombres se agolpaban en los puntos de la iglesia que tenían condiciones acústicas favorables, y todos se preparaban a gozar con la palabra divina de aquel jesuíta, a quien los periódicos del gremio llamaban el San Bernardo de la época.
Cesó la música, y el orador, después de algunas actitudes teatrales que tenían por objeto poner de relieve el perfil de su cabeza artística, comenzó a hablar.
Bien conocía el padre Luis su público, y no se equivocaba al anunciar que tendría un éxito. Su sermón hizo delirar de entusiasmo, durante una hora, a todos los oyentes, que por poco no aplaudieron la mayor parte de sus pasajes.
La oración se circunscribió a la festividad que se conmemoraba; pero sólo el padre Luis era capaz de sacar tanto jugo al tema. Habló, haciendo párrafos inmensos que redondeaba con atropelladas imágenes, tan ruidosas, esplendentes y vacías como los cohetes voladores que deslumbran durante un instante y se remontan para caer después chamuscados e inertes.
Los oyentes sacaban de todo el discurso la lógica consecuencia de que San Ignacio había sido el hombre más eminente del mundo, y la Compañía de Jesús la institución más benéfica y útil a la humanidad que habían podido soñar los hombres.
San Ignacio, como santo, era el que seguía a Jesús en la corte celestial, y aún hacía el orador ciertas reservas y apartes que daban a entender su convencimiento íntimo de que con el tiempo, el de Loyola podía muy bien ocupar el puesto de Dios hijo. Como hombre, el fundador de la Compañía de Jesús, era según el orador, el cerebro más potente, el sabio más asombroso que había surgido en la humanidad desde que existía el mundo. A su lado, desde Aristóteles y Arquímedes hasta Franklin y el contemporáneo Edisson, todos los sabios resultaban niños de teta, y no había uno que pudiera compararse con el que había ideado la negra milicia de Jesús.
Y después de la apología del santo, del relato de sus aventuras místicas y de sus locuras de caballero andante, ¡qué pintura tan conmovedora de la fundación y vicisitudes de la Compañía! La comunión de Montmartre, aquella mañana en que Ignacio, tan desconocido como sus humildes compañeros, de rodillas en la cima del monte que domina a París, juraban ante la Virgen constituir la sociedad de Jesús; el rápido crecimiento de la Orden; los grandes servicios que prestó aconsejando a los reyes de Francia el degüello de la noche de San Bartolomé y a los de España que favoreciesen la Inquisición, para que ésta quemase muchos herejes; la paternal autoridad de los jesuítas en América, que convertían el Paraguay en un paraíso; la ruda campaña de los filósofos enciclopedistas contra la Compañía; la ceguera de ciertos monarcas al expulsar a los hijos de Loyola de sus dominios; la resurrección vigorosa y esplendente de la Orden a principios de siglo y su brillante situación actual, todo surgía admirablemente descrito en aquel discurso, envuelto en dorada vestidura de arrebatadoras imágenes y matizado con inflexiones de voz y ademanes elegantes, que conmovían hasta en lo más recóndito las entrañas de aquellas devotas.
Luego vino la parte de actualidad que aun resultaba más agradable para aquel concurso privilegiado. ¡Oh! El infierno iba suelto por el mundo; el diablo hacía de las suyas; la revolución surgía, amenazando destruir todo lo existente; pero no había que temer mientras la Compañía de Jesús permaneciese en pie. La milicia de Cristo sería el baluarte donde se estrellarían todas las impiedades del siglo, pero para que el éxito fuese completo, había que ayudar a la Orden en su resistencia. Y el orador, dando esto por sentado, excitaba a aquel auditorio rico y poderoso con frases indirectas, cuyo verdadero significado era: Odebecednos, servidnos como instrumentos, y no nos escaseéis vuestro dinero, que todo será para la mayor gloria de Dios y para evitar que el pueblo, despertándose, reconozca la farsa y acabe con vosotros.
El auditorio iba ascendiendo rápidamente la escala del entusiasmo, y con los ojos fijos en el orador y la expresión de anhelante curiosidad, le seguía en la carrera de su discurso, accidentada, pero siempre florida.
En cuanto a los jesuítas que ocupaban el presbiterio, formando un apretado haz de negras sotanas, no le oían con tan extremada expresión de entusiasmo, pero tenían en sus labios una angelical sonrisa y acariciaban con su mirada al compañero, que tan hábil era para conmover a aquella clase que el padre Claudio, en la intimidad y en sus momentos de buen humor, llamaba siempre “papanatas aristócratas”.
El viejo jesuíta, ocupando con su desbordada obesidad todo el gran sillón, y muy molestado por el peso de aquella rica casulla que le hacía sudar, escuchaba el sermón con cierta complacencia. Todas las frases del orador le resultaban lugares comunes sin ningún interés, pero le complacía el considerar que aquel hombre admirable era su discípulo, y que algunas de las palabras que más efecto causaban las había aprendido el predicador de su antiguo maestro.
Aquel sermón, era para el padre Claudio, como un lindo espejo en el cual se contemplaba, encontrándose rejuvenecido.
A pesar de esto, fastidiábase en algunos momentos de la longitud del sermón que tanto gustaba al público, y molestado, además, por las vestiduras y el calor, buscaba el entretenerse paseando su vista por aquella concurrencia, en la que encontraba un sinnúmero de caras conocidas.
Vió en primera fila a la baronesa de Carrillo, llorosa y conmovida por la elocuencia del predicador, como la mayor parte de las damas, que tenían vueltos los ojos al púlpito.
Todos miraban al padre Luis, cada vez más magnífico y arrebatador; todos... menos el padre Tomás, pues el viejo jesuíta, al fijar varias veces su mirada en el grupo que formaban los padres más importantes, vió siempre que el padre italiano tenía los ojos en él, con una expresión que al padre Claudio, sin saber por qué, le parecía poco tranquilizadora.
Ya no atendió el celebrante al sermón, preocupado por aquellas extrañas miradas del italiano, y entregado a conjeturas y sospechas, pasó el tiempo hasta que el padre Luis terminó su discurso.
Cuando se apagó el murmullo de las tres avemarías que los oyentes rezaron a la Virgen por consejo del predicador, reanudóse la misa con gran contentamiento del padre Claudio, que derecho y moviéndose, no sufría tantas molestias como en el mullido sillón.
La capilla de música volvió a llenar el espacio del templo con celestiales armonías, y el público, fatigado por el excesivo entusiasmo que el sermón le había producido, seguía ahora la marcha de la misa con completo recogimiento.
Llegó el instante recordatorio de la consumación del divino sacrificio, y el padre Claudio elevó la hostia a los acordes de la Marcha Real. El cáliz de oro, había sido llenado a su tiempo con el contenido de las vinajeras, por el encargado de todo el servicio de la mesa.
El celebrante bebió tres veces la preciosa sangre que contenía la áurea copa, sin apartar los labios del borde y cuidándose, como es regla, de consumir hasta la última gota del líquido.
Al beber el padre Claudio, no pudo evitar un pequeño gesto de repugnancia. Su frío paladar encontraba algo de extraño y acre en aquel vino sagrado, que él cuidaba siempre que fuese de agradable gusto, pues no era muy aficionado a bebidas alcohólicas.
Pero esta impresión pasó inmediatamente. El padre Claudio justificaba la extrañeza de su paladar. Acostumbraba a no beber vino en las comidas, y como por sus importantes negocios le había dispensado el Papa de decir misa obligatoriamente, hacía mucho tiempo que no consumaba el divino sacrificio, y había, por tanto, perdido la costumbre.
Poco faltaba ya para que la misa terminase, de lo que se alegraba bastante el viejo jesuíta.
No estaba él ya para fiestas como aquélla. La rica casulla le molestaba con su peso, y el calor y el humo de los cirios le mareaban hasta producirle náuseas.
Era, sin duda, por el afán de terminar por el que el padre Claudio se sentía más ligero y vigoroso conforme avanzaba el tiempo.
Parecía circular por sus venas una sangre nueva y extremadamente ardiente, y al mismo tiempo que se sentía con mayor vigor, comenzaba a experimentar amagos de vahidos y le parecía que el altar, los que le rodeaban y el inmenso auditorio iban de un momento a otro a agitarse en fantástica contradanza.
El padre Claudio también se explicaba aquello y se decía interiormente:
—Estoy ebrio. Ese vinillo es demasiado fuerte y se me ha subido a la cabeza.
Y ebrio debía de estar, porque en ciertos momentos se tambaleaba ligeramente, y a pesar del excesivo calor que sentía en su cuerpo, las piernas se negaban a obedecerle.
Hacía esfuerzos para que nadie notara su estado y recitaba sus oraciones con voz confusa, procurando que no se fijaran en su lengua, cada vez más torpe y estropajosa.
A costa de grandes esfuerzos llegó al final de la misa, y cuando, volviéndose a los fieles, hubo de entonar el “Ite, misa est”, salió de su garganta una voz ronca, tan estridente y extraña, que él mismo se asustó.
Sólo con gran esfuerzo de los pulmones pudo entonar tales palabras, y aquella violencia que hizo, le perdió.
Apenas se había extinguido en las bóvedas el eco de su voz, el padre Claudio tornóse densamente pálido, llevóse las manos al pecho, arañando la rica casulla, y se tambaleó próximo a caer al suelo.
Por fortuna, acudieron los más cercanos a él y lo sostuvieron en sus brazos.
El anciano, con las facciones desencajadas, agitábase en espantosas contracciones y abría la boca con angustia, como si le faltara aire para respirar.
Una ola ardiente subía por su garganta, ahogándole, y al fin su boca arrojó un gran golpe de sangre negra e infecta, que cayó sobre la rica casulla, manchando los relucientes bordados con repugnantes arabescos.
El público se arremolinaba en la nave, presa de la mayor curiosidad, y preguntando a voces qué era aquello.
El padre Tomás se confundió en el grupo que, con expresión desolada, rodeaba al padre Claudio.
—Es un ataque—dijo el italiano a los demás jesuítas—. Esto era de esperar. Su reverencia está demasiado gordo para su edad. Que lo lleven a la cama. Cójanlo ustedes y sáquenlo por aquí.
Y el padre Tomás, abriendo camino a los que conducían en brazos al enfermo, salió con tanta violencia de aquel apretado grupo, que dió con el codo a las vinajeras, colocadas en una mesa accesoria del altar, y las derribó al suelo.
Las dos ricas ampollas se hicieron añicos, y el líquido que contenían se esparció por el suelo, no dejando en él más que una pequeña mancha.
La agonía del padre Claudio.
El padre Claudio se moría.
De esto se hallaban convencidas ya todas las aristocráticas devotas, que, dejando en la puerta una larga fila de carruajes, entraban en la portería de la residencia, a enterarse del estado del reverendo padre, e igual certidumbre abrigaban todos los individuos de la Orden, que, con aquel inesperado accidente, veían turbada la fiesta solemne, en la que pensaban los novicios durante todo el año.
Reinaba en la casa de la Orden ese mismo silencio de las viviendas donde lucha con la muerte alguna persona importante.
Los novicios y los hermanos permanecían en sus celdas, y si se veían obligados a salir de ellas, iban por los corredores con paso precipitado y leve, deslizándose como fantasmas. Las campanas del templo no volteaban alegremente como en otros años para conmemorar la festividad, y los padres de importancia, entre los cuales se hallaba el padre Tomás, estaban reunidos en un aula, comentando el suceso, y haciendo votos porque recobrase la salud el reverendo padre, a quien todos manifestaban un cariño sin límites desde que lo veían próximo a la tumba.
La noticia de lo ocurrido había circulado rápidamente por Madrid, y toda la aristocracia mostrábase conmovida por la próxima muerte de aquel hombre, que, durante cuarenta años, la había dirigido con sus consejos, siendo en ocasiones adusto amigo y en otras bondadoso protector.
Las clases privilegiadas hacían una verdadera manifestación con motivo del triste suceso, yendo en persona a enterarse del estado del enfermo o enviando a sus criados, y hasta el gentilhombre de servicio en Palacio entró en la portería de la residencia para preguntar en nombre de Sus Majestades cómo seguía el enfermo.
No podía quejarse el padre Claudio. Moría envenenado, vencido por sus enemigos y con la rabia que le producía el pensar que el crimen quedaría en el más absoluto secreto, pero al menos podía servirle de consuelo aquel aparato de dolor público que rodeaba sus últimas horas, y que proporcionaba a la Compañía el placer de apreciar, por sus propios ojos, el gran prestigio que tenía aún sobre la clase aristocrática.
Triste caída la del padre Claudio, a pesar de tantos honores. Nunca había llegado a imaginarse él, aun en los instantes de mayor pesimismo, que pudiera perecer de un modo tan sencillo y traicionero.
Morir en medio de una conmoción popular, sacrificado por el odio de los enemigos de la Compañía, le hubiera gustado en su vejez, pues así abandonaba el mundo rodeado de la aureola del martirio y dando a su nombre cierta notoriedad; pero caer en la tumba, víctima, en apariencia, de una lesión interior y en realidad asesinado por el padre Tomás, agente de sus mortales contrarios de Roma, amargaba los últimos momentos de su existencia con la más iracunda de las indignaciones.
Lo que hacía llegar su ira al período álgido, eran las precauciones de que le rodeaban los asesinos para evitar que el crimen pudiera traslucirse.
Desde que le condujeron del altar mayor a una de las mejores celdas de la casa, no se había apartado de su lado el padre Antonio, aquel miserable ingrato que abandonaba al caído para convertirse en esclavo del victorioso, y que, a merced por completo del italiano, estaba allí, a pocos pasos de él, sentado junto a la cama, procurando, con la excusa de cuidarle, que nadie se acercara al enfermo ni recogiera las confidencias que pudiera hacer.
El padre Claudio, tendido en aquella gran cama, desesperábase al pensar en su situación. Sentía en todos sus miembros una terrible languidez que iba en aumento y que apenas le permitía moverse. Su lengua, aunque torpe todavía, estaba expedita para hablar; pero ¿de que podía servirle esto, si sus asesinos habían hecho el vacío en torno de él y sólo entraban en la celda aquellos que por hechos pasados le odiaban, y a los que seguramente tenia ya el padre Tomás a merced de su voluntad?
La habilidad que sus enemigos habían demostrado para librarse de él, y amargar sus últimos instantes con un completo aislamiento, aún contribuía a aumentar su desesperación. Reconocía, mal de su grado, que eran más astutos que él, y este convencimiento de su superioridad, le empequeñecía y degradaba, hiriendo su orgullo, que hasta en tan supremos momentos era su pasión dominante.
Convencido de su debilidad y de que era inútil toda defensa, el padre Claudio se había dispuesto a morir con el estoicismo de uno de aquellos romanos que al ver levantada la espada homicida, se cubría la cabeza con el manto. Tenía cerrados los ojos, y si alguna vez los abría, era para lanzar una mirada de fiero odio al padre Antonio, que en vista de la inutilidad de sus cariñosas e hipócritas palabras, leía atentamente en un pequeño libro de interminables oraciones en bien del alma del enfermo.
Una sola esperanza había acariciado el padre Claudio desde que se hallaba tendido en aquella cama. Al oír que iban a llamar al doctor Peláez, el médico a quien tanto había protegido, experimentó gran alegría. Aquel hombre le salvaría de la muerte si aún era tiempo, o cuando no, sería depositario de su secreto; pues a él podría revelarle que había sido envenenado con el vino de la misa, cuyo sabor desagradable ya causóle bastante extrañeza.
Pero apenas el doctor entró en la celda desvaneciéronse las esperanzas del padre Claudio.
Poseía éste el arte de adivinar al primer golpe de vista los pensamientos de los hombres que le eran familiares, y acertó en esta ocasión.
El doctor Peláez, antes de entrar en la celda, había hablado largamente con el padre Tomás y sabía que éste era la única autoridad y que a él sólo debía obedecer.
No necesitaba saber más el doctor Peláez para ser en adelante un autómata del italiano, como lo había sido del padre Claudio.
El enfermo se abstuvo de hacerle ninguna revelación ¿Para qué? Estaba ya juzgada la honradez de un médico que le examinaba con fingida atención y que decía que aquella enfermedad era un derrame interno producido a consecuencia de un violento esfuerzo.
Intentó el padre Claudio darle a entender con expresiones indirectas que bien podía ser víctima de un envenenamiento, y el doctor miró al padre Antonio de un modo, que parecía decir:
—El padre Claudio está delirando.
Después de esta terrible decepción, al viejo sólo le restaba entregarse a sus desesperados pensamientos y morir.
Una resignación horrible se apoderaba de él.
—Muere—se decía—. Muérete como un perro viejo. Tus enemigos han sido más listos que tú. Les retaste sin medir bien tus fuerzas; sufre ahora la consecuencia. Cuando se es ya una ruina, como yo lo soy, resulta una petulancia desafiar a la gente vigorosa. He sido siempre muy afortunado: alguna vez había de perder. ¡A morir, viejo! A morir, abandonado de todos, rabiando, y sin tener el consuelo de vengarse de los enemigos. Vamos hacia la tumba para dar gusto al padre general.
Y el enfermo, convencido de su debilidad, hacía esfuerzos por resignarse con su suerte.
No era él como la mayoría de los enfermos, que asustados por la proximidad de la muerte, no creen en ella y se hacen ilusiones sobre un próximo restablecimiento.
El sabía que iba a morir. Sentía que el veneno minaba rápidamente su organismo, y, aunque no experimentaba los dolores y espantosas convulsiones del primer momento, notaba que su fuerza vital se desvanecía y que la muerte se aproximaba rápidamente.
Al anochecer, su dolencia se agravaba, y el enfermo veía ya inmediato el fin de su existencia.
Por un fenómeno extraño, el padre Claudio gozaba de gran lucidez para recordar su vida pasada y todos los hechos principales surgían en su memoria, claros y precisos, hasta el punto de causarle agudos tormentos morales.
Las familias que había trastornado con sus intrigas; las persecuciones políticas que había organizado; los hombres que estaban en presidio o en la tumba por su culpa; y, sobre todo, el infeliz conde de Baselga, su última víctima, desfilaban por su memoria, causándole una tortura moral mil veces peor que aquellos espantosos dolores que la intoxicación le produjo en los primeros momentos.
Y no es que el padre Claudio estuviera arrepentido sinceramente de sus hazañas, por lo que éstas tenían de perversidad. Hombres como él no se arrepentían ni deploraban los hechos que ya estaban consumados; pero sentía una rabia sin límites al pensar que había causado tanto daño en el mundo, que había traído sobre su cabeza tantos odios y tantos crímenes, todo en provecho de aquella Compañía y de aquel hombre que estaba en Roma, y que pagaba sus servicios con un poco de veneno.
El enfermo sentía la decepción horrible y desconsoladora del enamorado de la gloria, que pasa trabajando toda su existencia, y en los últimos instantes se convence de que su actividad ha sido inútil y de que su nombre se hunde en el mayor olvido.
Pero cuando el padre Claudio pensaba así, una idea, hija de su orgullo, venía a consolarle.
Le temían mucho los ambiciosos de la Orden; el padre general y los suyos le tenían miedo, y buena prueba de ello era que habían aprovechado la primera ocasión propicia para librarse de él.
Su vida les estorbaba y habían de procurar extinguirla cuanto antes, robándola hasta los últimos minutos. ¡Ah! ¡Si se pusiera al alcance de sus uñas aquel sicario italiano, enviado por el general para acabar con su vida!
Tan convencido estaba el padre Claudio de que sus enemigos tenían impaciencia por deshacerse de él, que hasta llegó a pensar que el veneno que circulaba por su cuerpo les parecía escaso, y que todavía, por medio del engaño, procurarían hacerle tragar nuevas dosis.
Por esto se negó a tomar las medicinas que por pura fórmula había recetado el doctor Peláez. Este era ya un autómata del padre Tomás, y podía haber recetado algo que acelerase aún la marcha de aquella vida que se escapaba.
El padre Claudio, apretando los dientes, adelantando las trémulas y vacilantes manos, se opuso a tomar los líquidos que le ofrecía su antiguo secretario, al que miraba con ojos que causaban gran turbación en el padre Antonio, no obstante su impasibilidad característica.
A pesar de que avanzaba la destrucción que el veneno iba operando en aquel organismo, eran menos frecuentes los vómitos de sangre, que dificultaban que al enfermo pudieran darle la comunión.
Esto era lo que discutían con gran calor en el aula donde se hallaban reunidos los padres más graves de la Compañía.
El padre Claudio no podía irse al otro mundo como un pagano, sin los últimos consuelos de la religión proporcionados con todo el aparato que exigía su elevada personalidad.
Los frecuentes vómitos dificultaban la administración del Viático al enfermo, y por esto aquel consejo de respetables jesuítas esperaba que cediese un tanto el derrame sanguíneo, para proporcionar al doliente aquel último consuelo.
Como si aquellos jesuítas tuviesen el instinto de adivinar de parte de quién estaba la autoridad, desde que el padre Claudio había caído enfermo, todos respetaban y obedecían a su “socius”, el padre Tomás, quien daba órdenes con una expresión que no permitía la menor réplica.
A él fué a quien envió el padre Antonio el recado de que el enfermo acababa de experimentar una momentánea mejoría y que ya no arrojaba sangre, e inmediatamente se dispuso el Viático con todo el aparato que se reserva para los padres de importancia.
Era al anochecer. El horizonte estaba teñido por las últimas fajas amarillentas y rojizas de la puesta del sol y las sombras del crepúsculo iban invadiendo la tierra, envolviéndolo todo en fúnebre melancolía.
Las campanas de la iglesia comenzaron a sonar con toques lentos y tristes y en el interior de la residencia circularon órdenes que pusieron a toda la comunidad en movimiento.
Novicios y padres abandonaron sus celdas para bajar a la iglesia, y en la sacristía, invadida por las sombras, comenzaron a chisporrotear los blandones encendidos que se repartían entre los dispuestos a formar la comitiva.
El padre Claudio no tardó en apercibirse de este movimiento.
Dominado por la rabia que le producía aquel fúnebre desenlace, estaba inerte en el lecho como si ya hubiese muerto.
La presencia de su antiguo secretario agravaba su malestar, y, sin duda por esto, gustábale permanecer envuelto en la espesa oscuridad que el crepúsculo esparcía por la habitación.
La sombra, privándole de la vista, parecía calmarle; pero ni aun este consuelo pudo gozar, pues el padre Antonio encendió dos velas ante un crucifijo que estaba inmediato a la cama.
—Reverendo padre—le dijo el secretario con tono hipócrita mientras encendía las velas—. Aunque no está usted próximo a la muerte y hay esperanzas de salvación, la comunidad ha dispuesto administrarle el Viático con toda la pompa que usted merece. Un buen cristiano debe estar dispuesto a recibir al Señor aun en las más leves enfermedades. Conviene precaverse para un caso inesperado.
El padre Claudio no contestó, pero hizo un gesto de desesperación, al mismo tiempo que se decía interiormente:
—Un tormento más.
Y bien fuese por esta contrariedad, o porque el tóxico obrara con más fuerzas, sintió que volvían a martirizar su pecho aquellos agudos y espeluznantes dolores experimentados en el primer instante del envenenamiento.
Aquella recrudescencia del dolor contrariaba al padre Claudio. El quería vivir aunque sólo fuese por unas cuantas horas; ansiaba conservar limpia su inteligencia y expedita su palabra para romper el espantoso vacío en que sus enemigos le habían arrojado después del crimen. Subiría la comunidad a aquella habitación acompañando al sacerdote encargado de administrarle el Viático y entonces él haría revelaciones en voz alta y acusaría al padre Tomás y a su antiguo secretario del envenenamiento de que era víctima.
Sabía que esto no llegaría a producir ningún resultado, y que los criminales quedarían sin castigo, pues la revelación se guardaría en secreto en la comunidad, no trascendiendo fuera de ella; pero al menos él experimentaría el consuelo de morir, después de hacer saber a todos los de la casa, grandes y pequeños, padres y novicios, que el padre Claudio no había bajado a la tumba por muerte natural, sino envenenado por gentes que le temían, sin duda a causa de su grandeza y su poder.
No encontraba el enfermo ningún inconveniente para hacer tal revelación. El padre Tomás se quedaría confundido entre la comunidad, pues aunque el padre Claudio le tenía por un bandido sin conciencia, no le creía capaz de ponerse enfrente de su víctima.
Ansiaba el enfermo que llegase el momento del Viático, y su deseo no tardó en realizarse.
Las campanas comenzaron a sonar con mayor insistencia que antes, y sus sones melancólicos llegaban tan amortiguados a la fúnebre habitación, que parecían salir de un campanario de ultratumba.
El padre Antonio seguía leyendo a la luz de los cirios, en su libro de oraciones, y únicamente se distrajo al oír, aunque lejano, el ruido producido por un tropel de gente que caminaba lenta y acompasadamente.
La ventana de la celda, situada en el primer piso, daba al gran patio de la residencia, donde estaban los claustros, y sus cristales reflejaron un sinnúmero de cirios que iban pasando lentamente.
Era la procesión que comenzaba a salir de la iglesia por la bóveda que ponía en comunicación el templo y la residencia.
Una campanilla de argentina voz sonó tres veces e inmediatamente estalló un concierto de voces varoniles, foscas, compungidas y quejumbrosas, que recordaban las procesiones de esqueletos de las leyendas fantásticas.
El canto se arrastraba lento, monótono y con una expresión fúnebre que infundía pavor.
—Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam.
El padre Claudio conocía bien aquel canto, lo había entonado muchas veces con bastante indiferencia, marchando al frente de toda la comunidad, hacia la celda de algún compañero moribundo; pero en circunstancias tan terribles como las presentes, con aquel acompañamiento de lejanas y plañideras campanas, próximo a una muerte a que le habían arrojado traidoramente y sin esperanzas de ser vengado, aquellas voces le produjeron un escalofrío de terror.
Quiso evitarse aquel espectáculo fúnebre, sintió tentaciones de escapar de allí y aun intentó incorporarse en la cama; pero fué inútil, pues su cuerpo era ya un tronco inerte que no podía hacer el menor movimiento.
El padre Claudio, enclavado en aquel lecho de dolor, había de apurar todo el cáliz de amargura y sufrir el tormento de escuchar, hasta en sus menores detalles, la lenta marcha hacia su cama de aquella fúnebre comitiva que venía a anunciarle cómo la tumba estaba ya abierta.
La escalera se hallaba próxima a la celda y desde la cama oíase el rumor de pasos de toda aquella gente que comenzaba a subir con desesperante lentitud.
Otra vez estalló el mortuorio canto; otra vez las agudas y desagradables voces de los novicios y las roncas y graves de los padres conmovieron el espado con los sonoros y desgarradores versículos:
—Et secundum multitudinem miserationum tuarum dele iniquitatem meam.
El padre Claudio estaba anonadado por aquel canto. ¡Oh! Sí que sabían, en aquella casa, hacer las cosas con aparato; pero al enfermo no le hacían gracia los últimos honores que le rendían, y más hubiera apreciado que le dejasen morir en un rincón, con el rostro vuelto a la pared, pero al menos tranquilo y entregado a sus pensamientos.
Lo único que le consolaba era que pronto tendría ocasión de desenmascarar a sus asesinos en presencia de toda la comunidad, y por esto aún le desesperaba más aquella lentitud y los cantos que entonaba la comitiva deteniendo su marcha.
Aun resonaban en la escalera varias estrofas, hasta que por fin sonaron los primeros pasos de la comitiva en la galería, en cuyo fondo estaba la puerta de la habitación.
Esta se hallaba cerrada y por bajo de ella iba marcándose una ancha línea roja producida por el tropel de luces que lentamente iban acercándose.
La cama estaba colocada frente a la puerta, y el padre Claudio, con la mirada estúpidamente fija en aquella línea de luz, iba viendo cómo aumentaba en intensidad, conforme se oían más cercanos los innumerables pasos de la procesión.
Se abrió la puerta, y lo primero que entró por ella junto con un torrente de roja y luminosa luz, fué el lúgubre campaneo de la torre y otro estallido de horripilantes voces que cantaban la última estrofa:
—Ne projicias me a facie tua; et spiritum sanctum tuum ne auferas a me.
El padre Claudio levantó cuanto pudo la cabeza y miró.
Desde la puerta al extremo de la galería, extendíase en dos grandes filas con blandones en las manos toda la comunidad, con las cabezas bajas, el aspecto encogido rebosando un dolor, hipócrita y el labio agitado por el terrible canto.
En el fondo, y casi confundido por el humo de los cirios, erguíase un sacerdote que llevaba en la mano el santo copón y a su lado otro sacerdote con el hisopo, la campanilla y todos los demás útiles necesarios para el acto.
Sobre el fondo oscuro de la galería, aquellos blandones que llenaban el espacio de más humo que luz colorando con tintas rojizas la doble fila de sotanas y aquellos rostros desmayados e inmóviles con los ojos fijos en el suelo, daban a la escena el aspecto interesante y aterrador de un drama inquisitorial.
El padre Antonio se dirigió a la puerta, y el enfermo, al ver lo que hacía, no pudo reprimir un movimiento de indignación y sorpresa. ¡Ah, traidor! Recomendaba a los jesuítas más próximos a la puerta que no entrasen en la habitación, pues con el humo de sus hachones podían causar molestias al enfermo.
Aquel miserable parecía haber adivinado la intención del padre Claudio, y sabía evitar sus revelaciones comprometedoras.
Otra sorpresa aún más dolorosa le faltaba experimentar al enfermo.
Las dos filas de sotanas pusiéronse de rodillas y el sacerdote encargado del Viático avanzó seguido del que le servía de sacristán.
¡Maldición! Estaba aún lejos de la puerta, cuando ya el padre Claudio había adivinado en él, por su alta estatura y su modo de andar, al terrible italiano. No quería, sin duda, abandonar su víctima hasta el último instante, y sabía evitar su comunicación con los extraños al terrible negocio. Quien le servía de sacristán era el padre Felipe, aquel imbécil incapaz de discernimiento, y que además guardaba cierto rencor al enfermo por la falta de miramientos con que siempre le había tratado.
El padre Claudio perdió la esperanza, contemplando aquellas dos filas de autómatas arrodillados en la galería. En aquellos momentos encontraba demasiado perfectas la organización y disciplina de la Compañía. Era inútil que hablase. Aquellos hombres tenían oídos, pero no oirían; porque el secreto que iba a revelarles era demasiado grave, y en la Compañía se prefiere ser sordo, mudo o imbécil, a poseer historias que molesten a los superiores en su prestigio.
Además, el enfermo no se sentía con fuerzas para dar un escándalo. La audacia y la habilidad de sus enemigos, que parecían adivinar todos sus cálculos, había llegado a intimidarle, y hacían aún mayor su debilidad.
El enfermo estaba ya resuelto a morir; pero como última protesta se propuso no tomar la hostia de tales manos. Discurría con torpeza, pero pensaba que la hostia bien podía ser un nuevo veneno que le daban para, acelerar su muerte. ¡Creía el infeliz que no era suficiente el tóxico que circulaba por sus venas y que iba extinguiendo rápidamente su fuerza vital!
Entró el padre Tomás en la celda, y tomando el hisopo de manos de su compañero, roció el lecho con agua bendita murmurando el Asperges me Domine hissopo et mundabor etc.
Después el italiano se colocó cerca de la cabeza del enfermo y a su lado el padre Antonio, formando con sus cuerpos una muralla que impedía a los que estaban fuera ver al enfermo.
Querían aislar al padre Claudio por si intentaba hacer alguna protesta; pero el infeliz no se sentía con fuerzas para hablar, y se limitó a lanzar una intensa mirada al padre Tomás.
Sus ojos de moribundo claváronse con tal expresión en el rostro del italiano, que éste, a pesar de su cínica serenidad, no pudo menos de inmutarse, y volvió la cabeza, huyendo de aquella mirada que le perseguía.
El odio más feroz, la rabia más inmensa, asomábanse como una extraña luz a aquellos ojos que comenzaba ya a empañar la muerte.
El padre Tomás sentía deseos de acabar, mas para recobrar su serenidad, dijo con su habitual audacia:
—¿Cómo se siente usted, reverendo padre? Animo, que esto no es nada.
El padre Claudio se asombró oyendo aquellas cínicas palabras y en el primer instante intentó protestar.
—¡Ca... na... llas!...—balbuceó con dificultad.
Y como desesperado por la torpeza de su lengua y la audacia de sus enemigos, hizo un esfuerzo supremo y girando sobre un costado, volvió el rostro a la pared.
No quería ver a sus asesinos y en señal de odio y de desprecio, les volvía las espaldas.
El padre Tomás no se desconcertó. Convenía seguir el acto antes de que se apercibieran los que estaban arrodillados fuera de la celda, y sacando del copón una hostia, la elevó a la altura de sus ojos y comenzó a murmurar la fórmula:
—Ecce agnus Dei, ecce qui tollis peccata mundi, etc.
El padre Claudio seguía presentando las espaldas y con el rostro vuelto a la pared, sin hacer caso de las palabras del sacerdote, que anunciaban la administración del Viático.
El padre Antonio estaba consternado.
—¿Qué hacemos, reverendo padre?—preguntó al padre Tomás.
—Haga usted que vuelva el rostro el enfermo.
El secretario, empujando dulcemente a su antiguo superior, intentó hacerle cambiar de posición.
El enfermo contestó con un rugido.
—Dejadme tranquilo... ¿Queréis envenenarme otra vez?
El padre Tomás palideció al escuchar estas palabras.
—Es preciso que el enfermo comulgue—dijo con energía—. El padre Claudio ha perdido seguramente la razón. A ver: vuélvanlo ustedes, aunque sea a la fuerza.
El secretario y el atlético padre Felipe se abalanzaron entonces sobre la cama y con grandes esfuerzos consiguieron cambiar de posición aquella masa de carne, que aunque inerte e incapaz de resistencia, pesaba mucho por su volumen grasoso.
El padre Claudio, sujeto por los brazos de los dos jesuítas, quedó en el lecho tendido de espaldas con la mirada fija en el padre Tomás.
En su rostro, desfigurado por grandes manchas violáceas, que a cada instante se hacían más visibles, destacábanse los ojos, que lucían con brillo de intensa cólera.
El padre Tomás no se sentía capaz de mirar frente a frente a aquel moribundo, que parecía querer asesinarle con sus ojos. Había que apresurar el acto, y con la hostia en la mano, inclinó el cuerpo, poniéndola a poca distancia de la boca del enfermo.
—Accipe frater Viaticum Corporis Domini nostri Jesu Christi, qui te custodiat ab hoste maligno et perducat in vitam æternam. Amén.
Y estas palabras eran interrumpidas por la débil voz del padre Claudio, que tenazmente balbuceaba:
—¡Queréis envenenarme! ¡No me engañaréis!
El padre Tomás miró a su víctima, la vió inmóvil, a pesar de sus protestas, y avanzó la hostia hacia su boca, murmurando la acostumbrada fórmula: Corpus Domini nostri, etc.
Pero no pudo terminar, pues ocurrió un suceso inesperado.
Al sentir el moribundo, en sus contraídos labios, el contacto de la Sagrada Forma, se estremeció de pies a cabeza, y haciendo un esfuerzo para resistir, agitó los brazos desesperadamente.
—¡M...da! ¡M...da!—gritó con voz que parecía salir de la tumba, y que produjo un movimiento de escándalo y extrañeza en todos los que estaban arrodillados en la galería.
Y con su nervioso braceo dió un golpe en la mano del padre Tomás, y la hostia cayó rota sobre las ropas de la cama.
Oyóse un ruido seco semejante al que produce el tapón al saltar de la botella, y un vómito de sangre negra y pestilente se derramó sobre la cama, cubriendo los fragmentos de la hostia que acababan de caer.
Después, la cabeza del padre Claudio quedó inerte sobre la almohada.
Había muerto, y en sus labios contraídos y manchados por la inmundicia, parecía leerse su última palabra, sucia como sus vómitos y soez como el alma de quien la había dicho.
Era el adiós más propio del padre Claudio al dejar el mundo.
La baronesa y la revolución.
El día en que se esparció por Madrid la noticia de la batalla de Alcolea, la baronesa de Carrillo creyó morir de indignación y de miedo.
Indignación contra el destino, contra la Providencia Divina, si necesario era, pues existiendo un Señor Todopoderoso en el cielo, no podía ella comprender cómo consentía que el trono de los reyes fuese destruído por las turbas revolucionarios, enemigas de Dios y de los santos.
Miedo, porque bien debía sentirlo una dama de Palacio, aristócrata de nacimiento y bastarda real, viendo pasar por la calle aquellas bandas de hombres armados, terribles revolucionarios que comenzaban a jugar a la milicia nacional y daban a entender su ferocidad sin límites, destruyendo... las coronas grabadas en los escudos o en las puertas de ciertos establecimientos.
Aquel cataclismo era suficiente para aterrar a la más valiente baronesa. Pero ¡Dios mío! ¿Qué iba a ser de España sin reyes? ¿Qué sucedería cuando la revolución expulsase a los padres jesuítas? ¿Podría salirse a la calle cuando mandase Prim, al que aclamaban las masas, o cuando fuese un hecho la República, a la que daban vivas?
La revolución sumía a doña Fernanda en un mar de confusiones y no sabía si quedarse en su casa, tranquila, como si nada ocurriese, o huir para no ser víctima del canibalismo revolucionario, el día en que las trompetas de los descamisados tocasen a comerse curas y baronesas.
Ella había vivido hasta entonces muy tranquila, sin acordarse de que aquella gente, que no tenía un título, ni iba a los bailes de Palacio, podía aspirar a gobernarse por sí misma; pero ahora, en vista del resultado, se confesaba que forzosamente había de ocurrir aquello más tarde o más pronto.
Los intereses de la monarquía y de la religión habían sido mal cuidados, en, concepto suyo. ¡Ah! ¡Si hubiera vivido el padre Claudio!
Después de los dos años transcurridos desde la muerte del poderoso jesuíta, doña Fernanda era la única, admiradora que se conservaba fiel a su memoria.
Ella no era enemiga de su sucesor, el padre Tomás. Admiraba la sagacidad y la astucia, del italiano, pero no encontraba en él el encanto del padre Claudio, y se decía que, a no haber muerto éste y de seguir aconsejando a la reina y a los gobernantes, no hubiese triunfado la revolución, ni las personas decentes pasarían tan malos ratos como proporcionaba la vista del pueblo armado en las calles.
Tan grande era el susto de la baronesa, que de buen grado hubiese seguido en su emigración a la reina y a sus queridos padres jesuítas. No podía acostumbrarse a vivir sin su antiguo amigo, el padre Felipe, aquel confesor insustituíble, que continuaba siendo un modelo de brutalidades y fortaleza, y tampoco podía transigir con aquella vida de manifestaciones a diario y motines cada semana, propia de los periodos agitados.
Por desgracia, la situación de la baronesa no le permitía obrar con entera libertad ni cumplir sus gustos.
Ella que tanto había buscado el matrimonio en su juventud, viéndose condenada por su fealdad y su carácter a un forzoso celibato, encontrábase ahora convertida en verdadera madre de una niña de cinco años, que alegraba, con su presencia y sus juegas, aquella casa de la calle de Atocha sobre la cual parecía pesar una maldición desde el trágico fin del conde de Baselga.
Era su sobrina María, hija de Enriqueta, que llevaba el apellido de Quirós.
La baronesa, cuando ocurrió aquel cambio político que tanto pavor le produjo, llevaba todavía el luto por la muerte de su hermana.
¡Infeliz Enriqueta! Después de la terrible escena que presenció desde su balcón en las últimas horas del 22 de junio, todavía vivió más de un año, si es que podía llamarse vida a aquella existencia enfermiza de la que ella misma no se daba cuenta.
En un estado rayano en la idiotez, ciega y sin reconocer a su hija, a la que tanto adoraba antes, estuvo la pobre joven basta el instante de la muerte. Algunas veces surgían los recuerdos como fugaces chispazos en su memoria, y entonces decía cosas ignoradas por la baronesa y que a ésta le causaban gran impresión.
De este modo supo doña Fernanda que la enfermedad de su hermana, que ella creía a consecuencia de haber visto muerto a su esposo sobre la acera, provenía, en realidad, de que vió a su antiguo amante, a aquel pillete republicano detenido por las tropas del Gobierno y próximo a ser fusilado.
Aquella noticia causó gran alegría a la baronesa, que odiaba intensamente al capitán Alvarez, y para comprobar si el hecho era cierto o si resultaba un delirio de la infeliz enferma, encargó a varios amigos de influencia que se enterasen en los centros oficiales de si un insurrecto ex oficial del Ejército, llamado Alvarez, había sido fusilado en la calle de Atocha.
Tales gestiones no dieron resultado alguno, pues en ningún Centro constaba la ejecución de un insurrecto de tal nombre. Además, Alvarez era muy conocido como conspirador, y su nombre era imposible que pasase inadvertido para las autoridades.
Doña Fernanda se quedó dudando sobre la certeza de aquel suceso y no supo si creer muerto o vivo al revolucionario que tan antipático le era. En vista de la ignorancia de los Centros oficiales se inclinaba a creer que el tal fusilamiento era una visión de Enriqueta, delirante al ver el cadáver de su esposo; pero cuando hablaba con su hermana, en los rápidos momentos de lucidez que tenía ésta, asombrábase y se inclinaba a creerla, viendo la serenidad con que le relataba, con gran abundancia de detalles, la fuga de Alvarez y su asistente por la calle de Atocha abajo y el encuentro con la patrulla que los fusiló.
Lo del fusilamiento nunca llegó a creerlo doña Fernanda; pero tuvo por indudable que su antipático enemigo había estado en la barricada de la plaza de Antón Martín, y como no le dolía atribuir a Esteban Alvarez cuanto de malo podía imaginar, tuvo por indiscutible que él era quien había enviado el balazo mortal al infeliz Quirós.
Enriqueta, debilitándose lentamente y corroída por una enfermedad que era más moral que física, agonizó cerca de dos años, hasta que por fin murió a principios del sesenta y ocho.
La baronesa quedó como madre de aquella niña, a la cual, a pesar de su aversión a los niños, quiso un poco más que a Enriqueta en su infancia.
La fanática señora habíase creado en torno de su persona el vacío. Ricardo estaba en la Compañía de Jesús; exaltado cada vez más por sus aficiones místicas y aspirando al supremo grado de santidad, no quería sostener relación alguna con su familia. El padre Claudio, que era su más adorado ídolo, había muerto.
Quedábale el padre Felipe, aquel atleta que parecía insensible al curso de los años, pues se conservaba con su aspecto de eterna y zafia juventud; pero la vejez había apagado a doña Fernanda sus furores insaciables, y poseída ya del frío y de la indiferencia propia de su edad, comenzaba a sentirse molestada en presencia de su confesor, cuya rusticidad y grosería reconocía ahora en que sus ojos estaban libres del velo amoroso.
Aquella soledad extremóse al sobrevenir la revolución. Algunas de las damas con quienes estaba más en relaciones marcháronse a Francia para ponerse al lado de la destronada reina y comer con ella las trufas de la emigración dorando en París, con sus millones, las penas de un voluntario destierro; la mayor parte de las cofradías dejaron de funcionar momentáneamente, hasta ver en que paraba aquello; la juventud dorada de los salones, que se burlaba del pueblo y leía al padre Claret después de salir de los burdeles, se ocultó no se sabe donde, y la baronesa encontróse sin amigas, sin entretenimiento, sin contertulios, y lo que es peor, sin poder seguir a los que se iban, pues por el momento no se decidía, a causa de aquella niña, cuya salud era delicada y a la que se había propuesto cuidar por sí misma.
Los jesuítas huyeron. La baronesa vió al padre Tomás el mismo día de la revolución, y le pareció muy trastornado, a pesar de la serenidad que se esforzaba en fingir. Dijo que tras aquellos tiempos calamitosos no tardarían en sobrevenir otros mejores, pero al día siguiente, con toda la comunidad formada en grupos sueltos, tomó el camino de Francia, no parando hasta Bayona. A dicho punto fué también el novicio Ricardo Baselga, a quien la Compañía cada vez tenía más empeño en presentar como futuro santo.
Doña Fernanda quedó sola en Madrid, y tan aislada como si de golpe hubiese trasladado su casa a la capital de Rusia.
Parecía que la habían arrojado de un empujón en un mundo nuevo, y su vida era un continuo gesto de extrañeza.
Leía los periódicos reaccionarios, aquellos que antes la entusiasmaban con sus artículos en favor de la intolerancia religiosa y los privilegios, y los encontraba ahora partidarios incondicionales de la revolución victoriosa, encomendándose a cada paso a la trinidad del día: Prim, Serrano y Topete.
Los nombres, políticos nuevos que surgían con una fecundidad alarmante, no la extrañaban menos. ¿Quiénes eran aquellos señores que constituían la Junta revolucionaria, de Madrid? ¿De dónde salían aquellas gentes a las que ahora daban vivas y que ella nunca había oído nombrar? Dos o tres años antes, en su tertulia, hablábase de un tal Castelar, que hacía discursos en el Ateneo, y de otro tal Pi y Margall, que escribía en La Discusión artículos socialistas que espeluznaban a las personas decentes; pero ella siempre había tenido a estos hombres y a otros como míseros pelagatos, que el Gobierno debía enviar a Ceuta, y por esto no podía comprender las aclamaciones de que constantemente eran objeto en las calles de Madrid, y lo mucho que de ellos hablaban los periódicos.
Había que huir de un país en que tales absurdos ocurrían. De aquello a degollar una mañana a todas las personas que en Madrid llevaban camisa limpia, no había más que un paso.
Cada una de las manifestaciones que hacia el pueblo de Madrid costaba un susto a la baronesa.
Apenas oía vivas en la calle y rumor de gente que con banderas bajaban hacia la estación del Mediodía para recibir a algún personaje de la situación, la baronesa palidecía y temblaba, y si no corría a esconderse en el último rincón de la casa, era por la dignidad de clases, pues en su predisposición a imaginarse peligros y enemigos, creía que los criados eran terribles descamisados, que aunque la servían con el mismo respeto de siempre, fraguaban en su interior borrosos planes de venganza; si ella demostraba poca entereza y falta absoluta de valor, eran capaces de degollarla una noche en la cama y poner en práctica la liquidación social, repartiéndose su dinero y alhajas.
Doña Fernanda vivía en perpetua alarma; no salía a la calle ni aun para ir a la iglesia, y se estremecía de horror solo al oír los títulos que voceaban los vendedores de impresos y las canciones de los chiquillos.
Todos tenían en aquella época algo que escribir o que cantar contra la p... de Isabel y sus compinches, el padre Claret y sor Patrocinio; y cuando la baronesa pensaba que por sus venas corría algo de sangre de aquella, y que al mismo tiempo había sido gran amiga del cura palaciego y de la monja milagrera, estremecíase de horror creyendo que sus relaciones con aquellos caídos no podían conservarse en el secreto.
Para colmo de desdichas, el tabernero que vivía enfrente se tragaba todas las noches el contenido de las hojas y folletos que publicaba el ciudadano Roque Barcia y otros escritores de menos nombre, y, ansioso de hacer algo contra nobles y privilegiados que tan furibundos anatemas merecían a las plumas democráticas, había fijado sus ojos en la baronesa santurrona que tenía por vecina, y aunque el pobre hombre no era capaz de hacer daño a una mosca, poníase rojo de satisfacción cuando todas las mañanas detenía en la acera a la chismosa doncella de doña Fernanda para decirle, ahuecando la voz, que pronto se vería un 93, y que todas las algaradas presentes no eran más que preludios de la gran cuelga de los faroles que iba a hacerse de cuantos nobles y curas se encontrasen a mano.
Estas impresiones del sanguinario tabernero las transmitían textualmente la doncella y el portero a su atribulada señora, la cual se estremecía de horror cada vez que, atisbando tras los visillos del balcón, veía tras el mostrador el mofletudo y bondadoso rostro del tabernero, incapaz de otros crímenes que no fuesen el aguar el vino de sus toneles.
Por fortuna para la atribulada baronesa, a los dos meses de agitación comenzó a cansarse el pueblo de tanta bullanga sin objeto, y la revolución “entró en caja”, como decían los periódicos sensatos. Con esto, doña Fernanda gozó de una relativa tranquilidad.
La nación se pasaba sin reyes, y no temblaba la tierra ni se venía abajo el cielo; funcionaba ya un Gobierno presidido por Serrano, al que la baronesa conocía de la época en que, joven, gallardo y con el apodo de el General Bonito, disponía como dueño en Palacio y era el único que tenía imperio sobre la caprichosa Isabelita.
Doña Fernanda comenzó a encontrar más tolerable la situación, y hasta reanudó su vida de antes, consolándose, con frecuentes visitas a las iglesias, de la fuga de sus amados padres jesuítas. Las cofradías comenzaban a funcionar, y los antiguos compañeros de asociación volvían a encontrarse y a reunirse para echar sendos párrafos sobre la impiedad de los tiempos y las desgracias de España desde que en ella no reinaban los Borbones.
Ya comenzaba a encontrar la baronesa algo tolerable aquella vida en período revolucionario, cuando un suceso vino a sumirla nuevamente en la intranquilidad.
Desde que Paco Serrano remaba, con el título de jefe del Gobierno Provisional, se sentía más sosegada, confiando en su protección, y de aquí que ya no le importasen gran cosa las amenazas del descamisado tabernero, ni procurara atisbar tras los balcones las actitudes de aquel Nerón, enemigo irreconciliable... del vino puro. Pero una mañana en que levantó el cortinaje de una ventana para ver qué tiempo hacía y decidirse a salir a pie o en carruaje, inmutóse al ver un hombre parado en la acera de enfrente y mirando con fijeza la fachada de la casa.
Era un militar que en su bocamanga llevaba los galones de comandante y que, a pesar de ser joven, tenía en su bigote y en la cabeza algunas manchas de canas.
Doña Fernanda creyó reconocerlo más con el corazón que con los ojos, pero se detuvo, no queriendo admitir una idea absurda.
¡Dios mío! ¡Qué ilusión más completa! Parecía el mismo; pero no, no podía ser. Aquel otro había muerto fusilado casi en aquel mismo sitio, según el testimonio de la pobre Enriqueta.
La baronesa, embargada por la emoción del que ve levantarse un muerto de la tumba, intentaba convencerse de que era absurda su oposición, y buscaba en aquel militar algún rasero que la demostrase cómo no era el mismo que ella se imaginaba.
Pero resultaba inútil. Las canas y ciertas arrugas prematuras era lo único de nuevo que encontraba en aquel rostro; en lo demás, la misma expresión e idénticos ademanes.
Doña Fernanda iba ya creyendo que aquello era una aparición de ultratumba, una visión fantástica que surgía ante sus ojos en pleno sol y en medio de una calle grande y transitada, cuando el militar, que permanecía inmóvil y con la mirada fija enfrente, abandonó su actitud para alejarse calle arriba con lento paso.
Doña Fernanda, al verle moverse y codearse con los transeúntes que venían en dirección contraria, ya no dudó más.
No era una aparición. Aquel militar era Esteban Alvarez, el antiguo amante de Enriqueta, el verdadero padre de María.... el fusilado el día 22 de junio.
Lo que fué del revolucionario Alvarez.
Cuando el ex capitán Alvarez, sentado en el café de Madrid, sito en el boulevard Montmartre y punto el más frecuentado por los españoles residentes en París, contaba a sus compañeros de emigración sus hazañas del 22 de junio, lo que más excitaba la atención y torturaba la curiosidad de todos era la última parte de la jornada, o sea lo que le ocurrió después de disparar el último tiro en la barricada de la plaza de Antón Martín.
¡Oh! ¡Qué gran cosa resulta la amistad cuando es verdadera! ¡Cuán poco debe uno guiarse por las apariencias! Muchas veces, el amigo que se desprecia y que en menos se tiene es el que presta el servicio supremo que con más emoción se recuerda durante toda la vida.
Huían Alvarez y su asistente de la barricada que acababa de tomar la tropa, cuando al parar por frente a la casa de Enriqueta detúvose sorprendido viendo a ésta en un balcón. Hízola una señal de adiós, y apremiado por el peligro, volvió a emprender su precipitada carrera: pero ya era tarde para salvarse.
Al pasar frente a una bocacalle, los dos fugitivos vieron se envueltos por un grupo de guardias civiles, y les fué imposible resistir. Para escapar con más ligereza habían arrojado las armas y era inútil que intentasen resistir a aquella docena de guardias que les apuntaban con sus fusiles.
Dejáronse, pues, conducir por aquellos hombres que en lo ceñudo de sus rostros y en sus miradas iracundas daban a entender propósitos poco tranquilizadores.
Alvarez y su asistente, ennegrecidos por el humo del combate, con las ropas rotas y en desorden y sin sombreros, tenían un aspecto poco distinguido, y sin duda por esto, los guardias se abstenían de hacerles preguntas, tomándolos por dos revolucionarios, y únicamente les dirigieron la palabra para llamarlos bandidos y canallas, con otras lindezas por el mismo estilo.
Amo y criado habían sido arrojados contra una pared, y allí, cogidos de la mano, y erguidos con sublime jactancia, aguardaban la descarga con que les amenazaba una docena de fusiles apuntados a sus pechos.
Alvarez, próximo a recibir la fatal caricia del plomo, miró a aquel balcón, en el que había visto a Enriqueta como una aparición momentánea. Allí estaba ella aún, casi doblada sobre la balaustrada y próxima a desvanecerse, y Alvarez la vió caer, al fin, pesadamente y golpeando su cabeza en los hierros.
El amante apenas se impresionó, pues en aquel día los sucesos terribles se seguían con una rapidez tan asombrosa que abrumaban su pensamiento.
Iba a morir, y preocupado por esta idea, sólo atendió al presente. Por un rasgo de coquetería varonil, semejante al que sentía Murat, cuando al ser fusilado gritaba: ¡No tiréis a la cara! Alvarez se cubrió el rostro con un brazo y esperó la descarga.
Alvarez oyó los pasos de mucha gente, voces imperiosas, y quitando el brazo de sus ojos vió a un pelotón de soldados de Infantería que desembocaba por la misma bocacalle.
Un teniente joven, con el sable en la mano, cuestionaba con el sargento que mandaba el pelotón de guardias civiles:
—¡Se están ustedes deshonrando!—gritaba el joven militar—. No son ustedes nadie para fusilar a los prisioneros. Para eso están los consejos de guerra.
Los guardias estaban furiosos contra los revolucionarios. Muchos de los suyos habían caído atravesados por los certeros tiros de las barricadas y ansiaban vengarse con esa vehemencia rabiosa de los soldados viejos, entre los cuales el compañerismo es el mayor de los deberes.
El sargento intentó resistirse al mandato del oficial, pero éste se le impuso con el prestigio que la superioridad proporciona entre las gentes de armas.
La Guardia civil bajó sus fusiles, y los dos prisioneros pasaron a poder del teniente, que se comprometió a conducirlos al Principal, donde iban amontonándose los insurgentes cogidos con las armas en la mano.
Alvarez experimentó verdadera rabia al enterarse de aquel suceso. Sabía lo que significaba el ser conducido al Principal. La persona sería identificada, tendría que comparecer ante un consejo de guerra que le aburriría con sus preguntas y, al fin, sería fusilado, ni más ni menos, que como ya iba a serlo por las armas de aquellos guardias.
Ganaba algunas horas más de vida, pero también se prolongaba su agonía y tenía que luchar con sus negros recuerdos.
Irritado contra el oficial que le había arrancado de manos de los guardias, lanzó una mirada que demostraba su falta de agradecimiento. El militar no se fijaba en él; le volvía la espalda con ese desprecio que el vencedor siente hacia el caído.
Aquella rápida mirada sirvió a Esteban para hacer un descubrimiento. En el cuello de los soldados que le rodeaban ostentábase el mismo número del regimiento a que él había pertenecido. Una nueva desgracia que caía sobre él. Sus guardianos no tardarían en reconocerlo a él y a su antiguo asistente, y sería imposible el impedir la identificación de personalidad, que tan terrible había de serle.
A Alvarez le pareció adivinar en aquellos soldados ennegrecidos y transfigurados por el combate algunos de los individuos de su antiguo batallón, y aunque ahora se fijó más atentamente en el oficial que los mandaba, le fué imposible reconocerlo, pues marchando al frente del destacamento le presentaba la espalda.
Una gran parte de aquella compañía, de la que estaba encargado el teniente por haber muerto el capitán en aquella mañana, siguió por la calle de Atocha arriba, para reunirse con las demás fuerzas que ocupaban la barricada de la plaza de Antón Martín: la Guardia civil quedó detenida en la esquina, y el joven oficial, con unos veinte soldados, que llevaban entre sus bayonetas a los dos prisioneros, emprendieron la marcha por la calle del Fúcar.
Anochecía, y como en aquella zona de Madrid no era posible encender el alumbrado público hasta que se recompusieran los destrozos causados en las cañerías de gas por los insurrectos, al levantar las barricadas, en las calles estrechas reinaba una obscuridad que hacía caminar a los soldados con bastante precaución.
El oficial, que iba al frente, fué acortando poco a poco su paso, hasta quedar al nivel de los prisioneros y colocarse al lado de Alvarez.
Seguía en su actitud indiferente y desdeñosa y entonaba, entre dientes, los toques de corneta que había estado oyendo durante todo el día. Alvarez, a pesar de su triste situación, sentíase muy molestado por la petulancia de aquel oficialito, que, pegado a él, parecía hacerle fisga con su monótono canturreo.
De pronto se estremeció al oír, entre un toque a la bayoneta y otro de alto el fuego, una voz conocida que le hablaba muy bajo.
—Te he conocido en seguida, querido Séneca. Ya me figuraba yo que era muy posible el encontrarte metido en esta zambra... ¡Eh! ¡No te inmutes! No me hables: podían apercibirse estos muchachos y lo echaríamos todo a perder.
Alvarez no volvió la cabeza e hizo esfuerzos para que no se conociera la sorpresa que experimentaba. Había reconocido al oficial; era su antiguo amigo, el vizconde del Pinar, aquél a quien llamaban en el regimiento el alférez Lindero, y que durante la emigración de Alvarez había ascendido.
Perico, que marchaba a la derecha de su amo, casi pegado a él, oía perfectamente tales palabras, y más sereno que aquél no hizo el menor gesto de sorpresa. El había reconocido al teniente desde que se puso al lado de los prisioneros, pero se callaba aguardando algo bueno de aquel encuentro.
El vizconde seguía hablando, aunque miraba a otra parte, sin mover los labios y como si tal cosa no hiciera, habilidad que había adquirido en los salones para decir cuanto quería, sin que se apercibiera otra persona que la interesada y de la que él se mostraba siempre muy orgulloso.
—¡Buen día nos habéis dado con vuestra maldita revolución! Te digo que aquellos guardias tenían motivo de sobra para haberos fusilado. ¡Diablo! Y si no llego yo, de seguro que os despachan a ti y a tu asistente. Te he conocido en seguida, a pesar de que te tapabas la cara... ¡Bien!; y ahora, ¿qué...? La verdad es que no hemos adelantado gran cosa librándote yo de los fusiles de aquellos energúmenos. Vas a ser fusilado, querido Séneca, a pesar de toda tu filosofía, y lo mismo le ocurrirá a ese bruto de Perico, que comete la locura de seguirte a todas partes. Mi deber es conducirte al Principal: allí no faltará alguien que te reconozca, y no te digo si tendrán ganas de meterle plomo en el cuerpo a un conspirador como tú, que lleva revuelto el Ejército, arreglando pronunciamientos. Pero.... ¡con mil demonios!!, estate quieto. ¡Anda como si nada te dijera! No vuelvas la cara ni intentes hablarme... Ya veremos de arreglar esto en el camino.
Y aquel buen muchacho inclinó la cabeza, ocupado en pensar cuál sería el medio más seguro y acertado para salvar a su amigo.
Reflexionó largamente, y la única consecuencia que pudo sacar es que se había metido en un lío terrible, y que no le quedaba otro remedio que comprometerse gravemente o llevar a su amigo al degolladero.
El vizconde sentía que algo que dormía en el fondo de su vano cerebro se sublevaba ante la idea de que Alvarez fuera entregado por él mismo en el Principal, de donde saldría para ser fusilado con otros muchos prisioneros. No; esto no ocurriría, pues sería para él un eterno remordimiento.
—Yo creo en la Providencial—pensaba—. Y ¡qué diablo!..., cuando las cosas han venado de modo que siendo tan grande Madrid he sido yo el destinado á hacer a Alvarez prisionero, es que la suerte me designa para que sea su salvador. Y le salvaré..., ¡sí, señor!, le salvaré.
El teniente, convencido por esta lógica de que estaba en el deber de salvar a su amigo, aunque faltara a la disciplina y expusiera su vida, ocupábase en imaginar los medios de evasión, y de vez en cuando miraba con ojos recelosos a todos los soldados, que, con el fusil al brazo y la bayoneta calada, marchaban detrás de los prisioneros. Aquel examen le tranquilizaba poco.
—Mira, Esteban—siguió diciendo a su amigo del mismo modo que antes—. Veo muy difícil que tú te puedas escapar. Si fueras un desconocido, aún podría yo intentar algo con esos muchachos, diciéndoles que eres un honrado padre de familia y que resultaría un crimen el fusilarte. Pero te conocen, Séneca, te conocen. Muchos de ellos son quintos del año pasado; pero vienen aquí dos gastadores de la época en que tú estabas en el regimiento, y hace rato que no te quitan la mirada de encima. Esos saben quién eres y las ganas que el Gobierno tiene de echarte la mano. Si te escapas de seguro que te disparan, y lo peor es que no errarán, pues son buenos tiradores. Pero..., ¡con mil demonios!, ¿qué es lo que voy a hacer?
Alvarez no pudo contenerse esta vez, y a pesar de la oposición del teniente, habló con voz apenas perceptible.
—Llévame al Principal; es lo más fácil. Me importa poco vivir después de lo ocurrido.
—Por fin has hablado para decir una barbaridad. ¿Te parece, alma de cántaro, que yo, sin remordimiento de conciencia, puedo entregarte en manos de los que te han de dar muerte?... Y el caso es—continuó con visible vacilación—que no es cosa fácil salvarte. Es fácil que un preso se escape, pero aquí sois dos, y la cosa no resulta ya tan sencilla. ¿Qué haremos?
Y el teniente, que caminaba cada vez más lentamente, volvió a sumirse en una profunda meditación.
La obscuridad era cada vez mayor en las calles; la mayor parte de las casas tenían cerradas sus puertas y no se veía un transeúnte por parte alguna. Parecían las calles de una ciudad abandonada. El vecindario, aterrorizado por los combates que durante toda la tarde se habían sostenido en aquella zona de Madrid, sentía aún en los oídos el zumbido de las últimas descargas y no se atrevía a dejar libre la más pequeña rendija de su domicilio. La llegada de la noche y la carencia de alumbrado aumentaba aún más el terror.
La escolta y sus prisioneros estaban ya en la calle de Jesús, próximos a la plaza del mismo nombre, cuando el vizconde tocó con el codo a su amigo Alvarez.
—Oye, Esteban: he pensado bien lo que te va a ocurrir y veo que no te queda más recurso que la fuga. Puede ser que alguno de éstos, al verte correr, te acierte y te meta una bala en el cuerpo; pero si llegas al Principal tu ruina es cierta, y muerte por muerte, más vale que tientes fortuna. Tal vez logres escapar sano. De dos hombres que huyen en distinta dirección, por lo menos uno puede salvarse. ¿Nos oyes tú, muchacho?
Perico dió con el codo un suave golpe a su señor para indicarle que escuchaba las palabras del teniente, y Alvarez, por su parte, contestó afirmativamente a su amigo con idéntica señal.
—Está bien. Pues así lleguemos a la entrada de la plaza, tú huyes por un lado de la calle de Lope de Vega, y Perico, por el otro. El lado de la derecha, es el malo, pues conduce al Prado, donde es muy difícil sustraerse a la persecución; el de la izquierda es el mejor, pues por él puedes encontrar en las calles vecinas alguna casa abierta donde esconderte. Los dos lados son igualmente malos, si estos chicos que nos siguen tienen buen ojo y os aciertan en la obscuridad. Es inútil que os dé consejos, pues los dos sois veteranos. No hagáis caso de los tiros; la cabeza baja y a correr. Ya estamos cerca de la plaza, Séneca; dame la mano sin que nadie se aperciba; así, aprieta fuerte, y si te salvas, no seas tonto y no te metas en otro fandango como éste. Yo ya veré cómo salvo mi responsabilidad... ¡Créeme, Esteban! El horno no está para tortas, y como esto no cambie perderéis siempre los revolucionarios.
La escolta estaba ya a la entrada de la plaza de Jesús, cortando la calle de Lope de Vega. No había allí nadie, la obscuridad era densa, la soledad repercutía con eco, agigantando las pisadas, y en las negras líneas que formaban las fachadas de las casas, no brillaba luz alguna.
Perico caminaba cada vez más unido a su amo, y al llegar a tal punto, díjole al oído con acento imperioso:
—Usted, por la izquierda.
Esteban se sintió violentamente empujado, y en el mismo momento vió arremolinarse toda la escolta, echándose los fusiles a la cara.
Era que el fiel muchacho, después de empujar a su amo hacia la izquierda, se había arrojado con velocidad aplastante sobre el soldado que iba a la derecha, y arrojándolo al suelo huía por la calle de Lope de Vega, con dirección al Prado.
Prodújose en la obscuridad un desorden espantoso. El teniente gritó con indignación tan espontánea, que hacía honor a su disimulo, y los soldados apuntaron sus fusiles e hicieron una descarga cerrada sobre aquella parte de la calle.
—Creo que va herido—gritó uno de los soldados que pasaba por tener una vista portentosa, e inmediatamente, más de la mitad de la escolta se lanzó en la obscura calle en persecución de Perico.
Todo esto había pasado como una exhalación a los ojos, de Alvarez. El estampido de la descarga le sacó de la estupefacción producida por la rápida fuga de su asistente; vió a los soldados de espaldas a él haciendo fuego, y al mismo tiempo, el vizconde, mientras gritaba animando a sus soldados a la persecución, le largó un sablado de plano, como indicándole que huyera en seguida, antes que la escolta volviera de su sorpresa.
El revolucionario escapó por la izquierda de la calle, corriendo junto a la pared, con la cabeza baja y el cuerpo encogido, para presentar escaso blanco, por si le hacían una descarga.
Estaba ya cerca, de la calle de San Agustín, cuando un soldado bisoño se apercibió de la fuga de Alvarez.
—¡Que se escapa el otro!—gritó; y a esta voz, los pocos soldados que quedaban al lado del teniente volvieron la cabeza hacia la izquierda de la calle. Parecíales distinguir la sombra que proyectaba en la obscuridad el fugitivo, pero ninguno pudo hacerle fuego, por haber disparado poco antes sus fusiles.
Dos gastadores, los mismos que habían reconocido a Alvarez, según aseguraba el vizconde, fueron los que salieron en su persecución.
—¡No es necesario que carguéis!—dijo uno de ellos a los compañeros—. Nosotros tenemos buenas piernas y lo traemos aquí.
Y los dos muchachotes, con el fusil colgado del hombro, salieron al escape de sus veloces alpargatas, y en la sombra se perdió el retintín que producían sus armas al agitarse con la violencia de la carrera.
Al teniente le disgustó que fueran aquellos dos hombres los que salieran en persecución de Alvarez. Sabían seguramente quién era, y por el afán de ser premiados no dejarían de hacer los más grandes esfuerzos para apresarle.
Los dos gastadores, con su excelente vista de labriegos acostumbrados a ver en la obscuridad, distinguieron cómo el fugitivo doblaba la esquina de la calle de San Agustín.
Cuando ellos entraron en dicha calle la abarcaron en una mirada, y desde su entrada a la plaza de las Cortes no vieron persona alguna.
Por mucho que corriera el fugitivo, y con la escasa ventaja que les llevaba, era imposible que hubiese atravesado toda la calle. En ella, pues, debía estar, y los dos la recorrieron despacio, fijándose en todas las puertas.
Una sola encontraron abierta perteneciente a una casa antigua, de modesta apariencia, y cuyo portal era tan reducido, que la escalera comenzaba muy cerca del umbral.
Los dos muchachos se miraron sonriendo.
—Aquí está—dijo con acento de certeza uno de ellos.
—No es difícil adivinarlo; es el único refugio que ha podido encontrar. Tal vez nos estará oyendo metido entre la puerta y la pared. ¿Qué hacemos, Juanico?
—¡Bah! A éste lo fusilan si nosotros lo llevamos allá. ¿Te parece bien que maten como a un cualquiera a un hombre de que contaban tantas proezas en el regimiento? ¡Sí, allá en Africa dicen que le llamaban Matamoros! Además, era el más fino de todos los oficiales cuando estaba en el regimiento, y yo le oí decir al sargento de la escuadra que sabía más que un cura. Mira, chiquio, lo que a él le pasa son desgracias que le pueden ocurrir a cualquier hombre, y esto son cosas de política en que no debemos mezclarnos. Dejémoslo en paz; para eso nos hemos encargado de seguirlo.
El llamado Juanico tenía gran ascendiente sobre su compañero, pues éste se limitó a levantar los hombros en señal de conformidad.
—Vámonos...; pero, no, aguárdate un poco. Que conste esto que hacemos, pues ese señor de seguro que está ahí.
Y Juanico se acercó a la entreabierta puerta y la golpeé con la culata de su fusil.
—Mi capitán—dijo con voz leve acercando su cabeza al espacio que la puerta dejaba libre—. Sabemos que está usted ahí, pero no pase cuidado. Comprendemos lo que son estas cosas, y para nosotros, un hombre es un hombre.
El gastador iba a retirarse después de este rasgo de elocuencia, en que condensaba todos sus sentimientos, cuando creyó prudente añadir para que el servicio no quedase en el misterio.
—Yo soy Juan Cuesta, y mi compañero, Pablo García, de la escuadra del segundo batallón, la que mandaba el cabo Ravianco. Somos de Belchite. Usted, de seguro, no tendrá el honor de conocernos, pero nosotros nos acordamos de cuando usted mandó, por una temporada, nuestra compañía. Aún me acuerdo de las dos guantadas que le atizó usted al cabo Solimán, aquel que tantas panzas les largaba a los reclutas. Parece que lo estoy viendo... ¡Qué buenos puños tiene usted!
Y el muchachote, como si temiera enfrascarse en aquellos recuerdos que le hacían sonreír, se apartó un poco, disponiéndose a retirarse.
—Vaya, ¡adiós, mi capitán!... Ese que iba con usted no sé qué suerte habrá tenido. Creo que alguna de las chinas le habrá alcanzado. Que tenga usted mejor fortuna, capitán; procure que no le coja la Policía o la Guardia civil, que ahora mismo irán a la husma de los fugitivos.
Y el soldado aragonés se retiró, pero cuando ya estaba al lado de su compañero volvió, sobre sus pasos, como si hubiese olvidado algo importante.
Le repugnaba retirarse sin tener una muestra de agradecimiento del perseguido, y acercando su cabeza a la entreabierta puerta, volvió a hablar:
—Mi capitán, ya que tal vez no nos veamos más, haga el favor de darme la mano. Soy un buen muchacho y tengo gusto en estrechar la mano de un valiente.
El gastador vió asomar por el borde de la puerta una mano varonil que apretó con toda la rudeza de un vehemente sentimiento.
—Bien, mi capitán; es usted todo un hombre. Da gusto hacer bien a valientes como usted. No se mueva; ahora mismo me voy.
Y volviéndose a su camarada le llamó con un ligero siseo.
—¡Eh, tú! ¡Pablico! Ven aquí, que el capitán quiere darte la mano.
El otro aragonés acudió solícito a estrechar aquella mano que surgía de la obscuridad como la de una aparición fantástica, y los dos soldados, después de sonreír estúpidamente por aquel honor, se retiraron, no sin antes decir el más avispado:
—Guárdese bien, mi capitán, que no lo cojan. Y si algún día cambian los tiempos y usted es algo, acuérdese de estos pobres. No lo olvide; somos de Belchite.
Los dos gastadores se alejaron, y en su apostura notábase la interna satisfacción que experimentaban.
—¿Ves?—decía Juanico—. Da gusto hacer favores a hombres que son hombres. Te digo que el dar la mano al capitán me ha puesto más contento que cuando la Pepa me regala un real para vino. ¿No piensas tu así?
El compañero afirmó con una cabezada.
—Ahora—continuó el gastador aragonés—mucho mutis. Hemos hecho lo suficiente para ir al Fijo de Ceuta. Aunque Dios baje del cielo a preguntarte, cuidado con mover la lengua.
Cuando los dos llegaron a la entrada de la plaza de Jesús vieron reunida ya a toda la escolta y sentado sobre un fusil que sostenían por ambos extremos dos soldados al desgraciado Perico, que había sido herido en una pierna al escapar hacia el Prado.
Los soldados, al recogerle del suelo bañado en sangre, aplacaron su furor, y perdonándole la carrera y la alarma que les había proporcionado le trataban con bastante consideración.
La escolta púsose en marcha, y los dos gastadores, en el silencio con que el teniente acogió su declaración de no haber alcanzado al fugitivo, comprendieron que no habían obrado del todo mal.
Cuando Alvarez, oculto en aquel portal obscuro, oyó alejarse a los soldados empujó la puerta tras la cual se guarecía, y cerró suavemente.
Ya estaba en salvo, aunque sólo fuera momentáneamente. Sentado en los primeros peldaños de la escalera, envuelto en aquella densa oscuridad y oyendo de vez en cuando sordos ruidos que provenían de los habitantes de los pisos superiores, pasó Alvarez gran parte de la noche, considerando aquel refugio incómodo y peligroso como un lugar de delicioso descanso, después de las terribles aventuras de aquel día.
De vez en cuando sonaba a los lejos el galopar de algún pelotón de caballería, y en la misma calle, se oyeron varios veces los pasos de patrullas que marchaban lentamente recorriendo la ciudad para efectuar registros en las casas sospechosas y detener a cuantos transeúntes de aspecto equívoco encontraban.
Alvarez, sumido en aquella oscuridad, presa de cruel incertidumbre sobre su porvenir, y a merced del primero que llamase a la puerta o bajase la escalera, sentía desvanecerse por momentos su presencia de ánimo.
La situación no podía ser más crítica. Mientras había durado en el la excitación del combate, los peligros le habían parecido sin importancia; no había sentido la menor conmoción en las barricadas, ni al ver cerca de la cara de Enriqueta los fusiles de la guardia civil apuntados a su pecho: estos sucesos, así como la reciente fuga, recordábalos con toda la vaguedad de un sueño, pero ahora, al considerar fríamente su situación, sentía miedo y deseaba salir cuanto antes de tan angustioso estado.
Permaneciendo allí, estaba a merced del primero que lo encontrase en la escalera, y esta consideración le impulsó varias veces a subir para pedir a los vecinos de las habitaciones superiores que le auxiliasen; pero siempre se detuvo. Los habitantes de aquella casa, a juzgar por el portal reducido, mísero y sin portería, debían ser gentes pobres; pero aunque esto alentaba al fugitivo, por otra parte, atemorizábale la idea de encontrar arriba alguna mujer que asustada por su presencia, diese voces que pusieran en alarma a toda la calle.
Alvarez prefirió permanecer quieto, y allí, estuvo muchas horas sentado en el duro peldaño y martirizado por la carencia de tabaco y fósforos.
De poder fumar, se hubiera distraído y alejado de sí aquella idea cruel y obsesionante de comparar su situación a la de un muerto y creerse en el fondo de una tumba, a causa de la oscuridad y del absoluto silencio.
Desesperado por la seguridad de que allí permanecería toda la noche y que al día siguiente sería descubierto y preso, entreteníase en contar las horas que iban sonando en todos los relojes del barrio. Así oyó desde las nueve hasta la una de la madrugada.
Daban aún tal hora los relojes más atrasados del barrio, cuando en la calle, por la que hacía mucho tiempo ya no transitaba nadie, sonaron las pisadas de una persona que se detuvo ante la puerta. Aquello hizo levantar de un salto a Alvarez, y su alarma, aun subió de punto, al oír que introducían una llave en la cerradura.
Escondióse en el espacio que quedaba entre la pared y la puerta al abrirse ésta y oprimiéndose contra el muro, esperó.
Abrióse la puerta lentamente y un hombre entró en el oscuro portal, cerrándola tras sí. Después, en la oscuridad, sonó el chasquido de un fósforo al ser raspado y encenderse, y una claridad rojiza se esparció por aquel reducido espacio.
Alvarez, al cerrarse la puerta, había quedado al descubierto, así es que vió inmediatamente al recién llegado y fué visto por éste.
Era un hombrecillo de enteca y mísera figura, que tenía como rasgos más salientes en su aspecto, una nariz más que regular y una chistera mugrienta, cuyas alas daban sombra a una melena, lacia y canosa, que bajaba a cubrir de mugre el cuello de la camisa. La levita raída a fuerza de cepillo, pregonaba una pobreza extremada pero digna, y todo en aquel vejete delataba al desgraciado que sabe llevar con nobleza su miseria y que aun la anima con algo de esa alegría serena y dulce, patrimonio de los hombres bondadosos.
Al ver a Alvarez, que sin sombrero, con las ropas rotas y el rostro ahumado, nada tenía de tranquilizador, el viejo experimentó gran sorpresa y se hizo atrás instintivamente, pero pronto se repuso y con ademán que pugnaba por ser imponente, se acercó al desconocido y empinándose sobre las puntas de los pies, al mismo tiempo que se afirmaba las gafas sobre el extremado caballete de su nariz, preguntó con voz hueca:
—¿Qué hace usted aquí, caballero?
El fugitivo contestó con voz trémula y con una dignidad que no pasó inadvertida para el viejo. Pedíale auxilio, que lo ocultase en su casa para librarse de una muerte cierta.
—¡Ah! Todo lo comprendo, caballero. Usted es sin duda de los comprometidos en esa jarana que ha aterrado a Madrid durante todo el día. Muy bien, caballero; está muy bien.
Y se quedó pensativo por algunos instantes. Alvarez no esperaba nada bueno de aquellas reflexiones y aguardaba el momento en que el vejete le ordenase salir de allí, insultándole por meterse en las casas y comprometer a las personas honradas.
Por esto su sorpresa fué grande cuando aquel hombrecillo señaló la escalera y con entonación propia de un personaje de drama, le dijo:
—Sígame usted, caballero. Arriba hablaremos.
Procurando hacer el menor ruido al subir los peldaños, iba el vejete delante encendiendo fósforos y casi pegado a su levita seguíale el fugitivo Alvarez, a quien después de lo ocurrido, le parecía aquel hombre la figura más simpática que había encontrado en su vida.
Vivía en el cuarto piso, en una habitación que tenía el aspecto de un desván y que ofrecía un golpe de vista raro. Había en ella más libros que muebles y más papeles que libros. El único adorno de la pared, era un gran retrato al óleo de una mujer bastante fea, con soberbio marco dorado, que estaba pregonando su procedencia de la época en que el dueño de la casa había gozado de mejor posición social.
El viejo, después de enterarse de quién era Alvarez, sentía verdadero afán por corresponderle relatándole su propia vida. Aquel retrato, era el de su difunta Ramona, el único ser que en este mundo le había comprendido, y había hecho justicia a sus méritos, desconocidos por el vulgo.
El también había sido revolucionario... ¡je! ¡je!... y miliciano nacional; aun debía tener en la cómoda, como recuerdo, los botones del uniforme. Las prendas las había gastado para ir por casa. ¡Jo! ¡jo!... Y el viejo reía recordando el año 54, cuando él, en su evolución mil y tantas acerca de la utilidad de sus facultades, había pensado dedicarse a político. En el bienio progresista había perorado en los clubs, y hasta llegó a sargento furriel de una compañía del batallón de Ligeros que mandaba Sixto Cámara; pero no le llamaba Dios por el camino de la política, y la dejó para dedicarse a inventar el movimiento continuo.
Aquel Don Pedro Corrales—éste era su nombre—resultaba un ejemplar precioso de ese tipo que tanto abunda en nuestra sociedad, de hombre listo que sirve para todo, que no encuentra asunto que no crea profundizar y dominar, y que, al fin, muere en la miseria sin haber hecho nada, ni servir en lo más mínimo a la sociedad.
A la muerte de sus padres era rico, y ahora estaba en la miseria. No era vicioso, ignoraba lo que eran locuras, y a pesar de esto, el dinero se le fué de entre las manos como si fuera azogue. No siguió carrera alguna porque se sentía poeta, y el genio no puede encadenarse a la monotonía universitaria. Amigo de todos los grandes hombres del período romántico, para revolucionar el teatro se metió a empresario, y perdió media fortuna; fué después editor, y su bolsa experimentó una segunda derrota; metióse en empresas industriales y acabó con su fortuna, sin que las desgracias lograsen quitarle aquella manía de hombre extraordinario llamado a transformar cuanto tocaba.
La miseria y el olvido no habían desvanecido ninguna de sus ilusiones, y oyéndole hablar se esperaba de un momento a otro que se golpease la frente, y como Andrés Chenier, exclamara:
—¡Aquí hay algo!
En medio de la lástima que inspiraba a Alvarez oyéndole contar su vida tan llena de ilusiones, el revolucionario sentía por el viejo una viva simpatía cada vez que éste cortaba su relación, y mirando aquella cara fea del retrato decía con visible ternura:
—¡Oh! ¡Si viviera mi Ramona! Esa me comprendía, y sabía animarme. Sin ella me siento incapaz para todo.
El presente del buen viejo era bastante triste, pero a pesar de esto, aun hacía sonreír a aquel niño de cabellos blancos, destinado a bajar a la tumba con la virginal corona de sus primeras ilusiones. Ganábase la vida con un puesto de memorialista que tenía en la plaza de Isabel II, y según él aseguraba, sonriendo irónicamente, no podía quejarse de su suerte; los del oficio le tenían envidia en secreto por su gran clientela, y muchas criadas iban a buscarle desde el otro extremo de Madrid, conociendo su buena mano para inventarse cartas amorosas en verso. Además, en los ratos desocupados escribía piececitas para el teatro Infantil, único coliseo donde había logrado ver admitidas sus producciones. Le quedaba aún mucho de su antigua afición.
Y el vejete enumeraba las ventajas de su vida, con la misma entonación que un galán de comedia recita un parlamento.
—En fin, caballero; que lo paso ricamente, y sería un crimen quejarme de mi fortuna. Otros lo pasan peor y han tenido principios superiores a los míos. Hoy, a pesar de que la sarracina comenzó muy de mañana; he querido ir a mi cajón de memorialista, porque la puntualidad en el ejercicio de la profesión, es la base del crédito. Como hasta allí llegaban las balas, me he metido en el bodegón donde me dan de comer, y he estado en él hasta el anochecer en que he ido al café donde todas las noches me reuno con algunos amigos. No he encontrado a ninguno de ellos, el café estaba casi vacío, pero yo he pasado la noche hablando con el camarero, y no me he retirado hasta la hora de costumbre. La puntualidad; siempre verá usted en mí lo mismo, caballero.
Alvarez oía al viejo, ocupado en roer una libreta de pan bastante dura, que el viejo había encontrado registrando toda su habitación, y la mojaba en un vaso de vino rancio. El único sibaritismo de don Pedro, al hacerse viejo, había consistido en tener siempre en su casa algunas botellas del añejo que compraba en el bodegón.
El revolucionario, después de aquel día de terribles emociones, en el que apenas había comido, sentía un hambre nerviosa, y procuraba aplacarla con aquellas sopas con vino.
De buena gana se hubiese tendido en la cama, que estaba en un extremo de la habitación, pues el cansancio propio de una jornada tan agitada, entumecía sus miembros; pero el viejo, desde que sabía que su protegido era un antiguo capitán, y por añadidura ayudante de Prim, no quería que le tomase a él por un cualquiera y hablaba sin descanso, relatando todos los incidentes de su vida. El mutismo a que le obligaba habitualmente la soledad de su vivienda, hacíale en la presente ocasión ser charlatán hasta el aburrimiento.
El, aunque ahora era un pobre memorialista, había sido el amigo y el protector de todos los grandes hombres. ¡Cuánto le quería Pepe Espronceda! ¿Pues y Marianito Larra? Mayores favores le debía Pepe Zorrilla, el autor del Tenorio, y no es que él se quejase de ingratitud; pero como el otro estaba ya tan alto y él tan bajo, siempre que lo veía de lejos, don Pedro se avergonzaba y escurría el bulto, pues su timidez sublevábase con la más leve suposición de ser molesto a un amigo que podía sentir repugnancia ante su miseria.
Y el anciano seguía enumerando todos los amigos, grandes y medianos, que había tenido en su juventud y alcanzado alguna notoriedad.
—¡Y pensar que yo que he sido dueño del teatro Español, que he tenido en la calle de la Montera la más hermosa casa editorial que se ha conocido, y que en Chamberí levanté una fábrica que asombró a cuantos la vieron, vivo en esta casa pobre y abandonado, sufriendo las impertinencias de soeces vecinos! ¡Qué vueltas da el mundo! ¿eh, caballero capitán?
Alvarez, rendido de cansancio, y arrullado por la voz dulce de don Pedro, estaba próximo a dormirse; y si aun conservaba los ojos abiertos y contestaba con signos a las palabras del viejo, era porque tenía empeño en acabar de ablandar con vino el último pedazo de aquella libreta que tan rebelde se mostraba entre sus dientes.
Lo que mejor comprendió el capitán, es que hubiera corrido un gran peligro, si en vez de permanecer inmóvil en el patio, hubiese llamado en los pisos superiores demandando protección. ¡De buena se había salvado! En el primer piso vivía una vieja prestamista, de conciencia intranquila, gruñona, y que le bastaba oír el ruido de un ratón, para imaginarse que los ladrones forzaban su puerta y pedir socorro a los vecinos. Si Alvarez hubiese llamado a su puerta, de seguro que la vieja usurera hubiera contestado con chillidos suficientes para poner en alarma toda la calle.
En el segundo vivía una buena moza, querida de un cabo de Policía, sujeto de malas entrañas, del que había que guardarse en adelante, pues era dedicado en especial a la persecución de delincuentes políticos. La moza no era de mejores sentimientos que su amante, y de haber llamado Alvarez a su puerta, diciendo quién era, de seguro que la policía no hubiese tardado en echarle mano.
—De todos modos, señor Alvarez—decía el viejo con su entonación dramática y caballeresca—, más vale que tengamos vecinos de tal clase. Usted estará aquí muy seguro solamente con que tenga prudencia y no se deje ver, pues a nadie se le ocurrirá venir a registrar una casa donde vive el sabueso más listo de la policía. ¡Vaya por Dios! Alguna vez debía servir para algo esa vecindad soez.
Y el pobre anciano, por el modo de decir estas palabras, daba a entender la repugnancia que le producía el trato con esas gentes incultas, que guardan todos sus sarcasmos y desprecios para los pobres de levita que se ven obligados a vivir entre ellas, y a los que odian por su superioridad de educación.
La sencillez con que don Pedro se comprometía a tenerle en su casa por un plazo indeterminado, hasta que pudiera salvarse, conmovió a Alvarez hasta el punto de desvanecer la somnolencia en que estaba.
Dióle las gracias con un vigoroso apretón de manos, y después sacó del bolsillo interior de su levita una abultada cartera. Tenía allí más de tres mil pesetas que era el sobrante de los fondos que la Junta revolucionaria le había entregado para la preparación de una parte del levantamiento.
Quiso que don Pedro tomase la cantidad que juzgase necesaria para atender a los gastos que pudiera proporcionarle, pero el viejo rehusó con un gesto imponente que recordaba a los héroes de tragedia, rechazando la cicuta mortal.
—No; sería la primera vez que tomaría dinero a cambio de un favor. Guárdese sus billetes, señor de Alvarez. Aunque soy pobre, aún tengo algunos duros en esa cómoda y puedo hacer mi santa voluntad sin que nadie me ayude.
Alvarez no insistió, pues había conocido el verdadero carácter de aquel hombre.
Eran ya las tres de la madrugada, y don Pedro, excitado por aquella charla extraordinaria, no pensaba en dormir. Fumaba cigarrillo tras cigarrillo y hacía que el capitán bebiera copitas del añejo, según él decía, para que se le pasasen los muchos sustos que había experimentado durante el día anterior.
A las cuatro, cuando ya comenzaba a romper el día, se decidió a dormir, pero antes, aun quiso mostrar a su huésped lo que él llamaba museo retrospectivo, y de dentro de un cofre viejo sacó un grueso manojo de anuncios de teatro y algunas docenas de pequeños volúmenes, encuadernados en pasta.
Los primeros, eran los prospectos teatrales de cuando él era empresario y estrenaba dramas propios que vivían en el cartel una sola noche. Los libros constituían una biblioteca que él había publicado en pleno furor romántico, con el título de Galería de espectros trágicos y sombras ensangrentadas, colección de novelas con más prodigios que una comedia de magia y en las cuales las protagonistas ostentaban puñales y botes de veneno como quien lleva el abanico, y todos los héroes eran melenudos, de ojos satánicos y con palidez verdosa, como si todas las mañanas se desayunasen con vinagre.
La excitación de la charla y un par de copitas habían puesto a don Pedro en una situación tal que, al contemplar aquellos recuerdos de gloria, se enterneció hasta el punto de que le saltaron las lágrimas por bajo de las gafas.
—¡Ah, caballero!—gimoteaba el viejo—; aquélla fué mi grande época. Tenía dinero en abundancia, era respetado y querido por todos, se me consideraba como hombre llamado a hacer grandes cosas, y, sobre todo, tenía a ésa—señalando al retrato—, a mi Ramona, que era un dechado de perfecciones. Yo la maté, señor Alvarez: no quiero ocultarlo, yo fuí quien la maté, con mi afán de actividad y de especulaciones atrevidas. La pobrecita no pudo sufrir la ruina ni familiarizarse con la miseria. Había nacido en la opulencia y murió en el hospital. El primer día en que ella me vió en el cajón de memorialista, esperando a criadas y aguadores que entonces no venían, la infeliz cayó enferma. Era demasiado señora para sufrir aquello. Crea usted que estos recuerdos son lo único que en esta vida me pone triste.
El anciano encerró los libros y papeles en el cofre y se dirigió a la cama, no sin beber antes otra copita, para olvidar aquello que tanto le afligía.
Los dos iban a acostarse en la misma cama, y cuando estaban ya en ropas menores, y don Pedro, dejando las gafas sobre la mesa, iba a apagar el hermoso quinqué, dijo al militar:
—Antes de dormir arreglemos nuestra vida, señor de Alvarez. Mientras yo esté, como de costumbre, en el cajón, usted permanecerá quietecito aquí, cuidando de no cometer imprudencia alguna para que no se aperciban las gentes de abajo. Puede usted entretenerse leyendo los libros que hay desparramados por ahí; además, le dejaré mi Galería de espectros trágicos y sombras ensangrentadas: se la recomiendo, hay en ella cosas muy buenas. El orden de las comidas lo arreglaremos en la siguiente forma: yo almorzaré a las doce, en el cajón, según costumbre; usted hará lo mismo con fiambres que ya le traeré a usted mañana. A las seis volveré a casa, y como es la hora más a propósito para que ningún vecino curiosee, subiré yo mismo un pucherete con algo más que nos guisarán en una taberna de esta misma calle. ¿Está usted conforme?
Alvarez sonreía enternecido por la bondad de aquel viejo, que socorriendo a un desgraciado, parecía poseído de un gozo infantil.
Don Pedro apagó el quinqué, y buscando a tientas la cama, fué a acostarse al lado del revolucionario.
—Ahora, a dormir—dijo con voz queda—. Estará usted mucho tiempo aquí como prisionero. Esto le será molesto, pero, ¡qué diablo!, lo importante es librar la piel y aguardar que vengan tiempos mejores. Ya veremos de salir de este paso.
Calló el viejo, pero al poco rato sonó en la obscuridad su risita infantil.
—¿Sabe usted por qué río, señor de Alvarez? Me hace mucha gracia el engañar al Gobierno teniéndole a usted aquí. ¡Ji, ji! ¡Cuánto me reiré cada vez que vea a ese groserote policía que vive abajo!
Al capitán le causaba cierto remordimiento la alegría del sencillo anciano.
—Piense usted bien lo que hace, don Pedro, socorriendo a un revolucionario. Estos Gobiernos son capaces de fusilar a un viejo por haber ocultado a un desgraciado.
Reinó el silencio, pero al poco rato contestó el anciano, con voz grave:
—Me importa poco lo que pueda sucederme por hacer bien a un semejante. Aunque soy viejo, no me asusta la muerte. ¿Cree usted que si yo tuviera valor no hubiese ido hace ya tiempo a reunirme con Ramona?
Alvarez se estremeció escuchando aquellas palabras sencillas, que delataban una desesperación tranquila y un amor póstumo a toda prueba.
Los dos no tardaron en rendirse al sueño, y aquella noche Alvarez soñó que era pequeño, muy pequeño y que dormía abrazado a su padre, del cual apenas si se había acordado en mucho tiempo.
Más de un mes permaneció Alvarez en aquel escondite, haciendo la vida ordenada por don Pedro.
Este no sólo le llevaba la comida a su huésped, sino que abandonaba su cajón y corría todo Madrid para cumplir los encargos que le hacía Alvarez.
A pesar de las precauciones que tomaban los vencidos, ocultos en Madrid, don Pedro, siguiendo las indicaciones del capitán, pudo ir enterándose de cuál había sido la suerte de cada uno.
Alvarez, seguro de su escondite, no tenía prisa en huir, convencido de que cuanto más tardase en salir de Madrid, menos obstáculos tendría que salvar en su fuga.
El embajador de Inglaterra, que había ya arreglado la escapatoria a los principales comprometidos en la revolución, era el encargado de facilitarle los medios de huída.
La Policía andaba muy escamada, según decía don Pedro, que ahora hablaba más frecuentemente con el vecino polizonte, y había que esperar a que se presentase una ocasión oportuna.
Una dama inglesa, que había venido a España muy recomendada al embajador, con el sólo objeto de ver corridas de toros y pintar en su cuaderno de acuarelas algunas cabezas de gitanos, fué la que se encargó de salvar al revolucionario.
Propúsole el embajador a la romántica miss que al regresar a Inglaterra llevara hasta la frontera de Francia, en calidad de criado, a un capitán español condenado a muerte, y la descendiente de Ofelia aceptó, encontrando la aventura muy novelesca y propia para causar sensación en los salones de Londres.
Don Pedro, que servía para todo, afeitó a su protegido concienzudamente, le ayudó a vestirse un traje que había comprado el día antes, y Alvarez quedó convertido en el tipo perfecto de esos criados elegantes y respetables que constituyen la aristocracia de la domesticidad.
Aquella misma noche, a fines del mes de agosto, el revolucionario, llevando el saco de noche en la enjuta y huesuda miss, que le precedía, atravesó el salón de espera y el andén de la estación del Norte, pasando por entre la Policía que vigilaba atentamente a los viajeros.
Don Pedro, sonriendo como un angel, contemplaba la escena desde un extremo de la estación, y cuando el tren partió, lanzó un suspiro de satisfacción acompañado de unas cuantas carcajadas.
¡Je, je! ¡Cómo se la habían pegado al Gobierno y a su vecino el cabo de Policía!
De este modo salió Esteban Alvarez de aquel levantamiento tan heroico como infortunado.
Al llegar a París se despidió de su protectora inglesa, que en todo el viaje no le había dirigido media docena de palabras, limitándose a mirarle descaradamente a través de su monóculo, con la misma insistencia que si fuese un bicho raro.
Los primeros días de estancia en París fueron insoportables para el emigrado. Se hallaba completamente solo y todo traía a su memoria el recuerdo de su asistente, de su fiel Perico, que había sido en aquellos lugares su inseparable compañero.
Ignoraba cuál había sido su suerte desde que el pobre muchacho le abandonó en la calle de Lope de Vega para hacer más fácil la huída de su amo.
Creía unas veces que estaría sano y salvo en Francia y hacía pesquisas para encontrarlo, pero ningún compañero de emigración había oído hablar de él y se ignoraba cuál había sido su suerte.
Al mes de emigración la ansiedad experimentada por el capitán era tan grande, que resolvió escribir a su amigo el vizconde preguntándole por Perico. Envió la carta al Casino donde pasaba la vida el vizconde y no puso su firma, pues sabía que el Gobierno era maestro en el arte de leer la correspondencia sospechosa, sin detenerla, y él no quería comprometer a su amigo. Limitábase a preguntar qué era de Perico, y consignaba la dirección que debía dar a su repuesta.
El vizconde reconoció la forma de letra de su amigo y contestó a vuelta de correo lacónicamente para evitarse compromisos.
Perico estaba actualmente en Melilla. Una bala le había roto una pierna en su huída. Después había sido conducido al Hospital Militar, y si no le habían fusilado lo debía a estar herido, a las influencias que el vizconde puso en juego, y, más que todo, a la serenidad que demostró negando su personalidad.
El valiente muchacho dijo en todas sus declaraciones que era francés y que tan sólo arrastrado por una curiosidad imprudente había ido a las barricadas, mezclándose en la lucha. Un certificado del Consulado francés que le encontraron en un bolsillo del traje, fué lo único que le salvó de ser pasado por las armas; pero esto no le evitó al supuesto francés el ser condenado a veinte años de cadena en los presidios de Africa, y apenas estuvo convaleciente de su herida, salió para su destino formando parte de una de aquellas famosas cuerdas en que iban a la deportación mezclados con los más abyectos criminales algunos centenares de ciudadanos honrados, arrancados a sus familias por el delito de amar mucho a su patria.
Aquella carta conmovió al revolucionario y le hizo odiar aún con más fuerza el régimen político contra el cual conspiraba.
FIN DEL TOMO SEXTO