En esta edición se han mantenido las convenciones ortográficas del original, incluyendo las variadas normas de acentuación presentes en el texto. (la lista de los errores corregidos sigue el texto.) CUARTA PARTE: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, |
VICENTE BLASCO IBAÑEZ
———
NOVELA
TOMO TERCERO
EDITORIAL COSMÓPOLIS
APARTADO 3.030 MADRID
Imprenta Zoila Ascasíbar. Martín de los Heros, 65.—MADRID.
Un aspirante a héroe
El 20 de septiembre de 1852 fué admitido en la Academia Militar de Toledo un muchachote de diez y seis años, de rostro franco y ademán altivo que, como detalle típico, tenía entre las dos cejas esa arruga vertical que delata un carácter tenaz e inquebrantable hasta llegar a la testarudez.
Los alumnos de la Academia miraron al recién llegado con hostil curiosidad propia del caso, y los más antiguos comenzaron a pensar en las rudas pruebas por que había que hacer pasar al novato.
Pronto les ahorró este trabajo el cadete Esteban Alvarez, que así se llamaba el muchacho, pues al enterarse de lo que proyectaban sus nuevos compañeros, púsose fosco, y, tirando del sable, dió una buena paliza a dos de los matoncillos que capitaneaban aquella hostil manifestación contra él.
Este arranque no sólo le libró de los malos tratamientos que a guisa de iniciación le esperaban, sino que le dió un gran prestigio entre aquella turba juvenil que adoraba la fuerza y la energía con loco entusiasmo.
El neófito no fué ya considerado como “apóstol” (nombre que recibían los novatos), sino que de un salto se colocó entre los más “guapos” del Colegio.
El cadete Esteban Alvarez podía ser considerado como un buen muchacho.
Su padre era un antiguo coronel que había comenzado su carrera en el Perú, batiéndose a las órdenes del general Valdés contra los americanos, que deseaban librarse del yugo de España.
Había tenido por compañero en las guerras de América, cuando no era más que teniente, a un joven comandante llamado Baldomero Espartero, sin llegar nunca a descubrir en su amigo ningun rasgo que le anunciase el brillante porvenir que le estaba reservado.
Cuando volvió a España, en 1825, el gobierno absolutista de Fernando VII, después de someterlo a denigrantes purificaciones, le envió de cuartel a Valencia, vigilado de cerca por la policía de los realistas.
El militar no se quejó. Iguales muestras de agradecimiento recibían de la patria todos los héroes que volvían a ella después de haber estado luchando durante años enteros en lejanas tierras por conservarla sus posesiones. Aquellos militares, combatiendo a los americanos, se habían contaminado de sus ideas republicanas, y al gobierno absoluto le convenía tener bajo una estrecha vigilancia a tan peligrosos huéspedes.
La guerra carlista y el renacimiento del partido liberal vino a sacar de su existencia aislada al capitán D. José Alvarez, quien peleó en el Norte con gran denuedo a las órdenes de su antiguo camarada Espartero, convertido ya en célebre general, encontrándose, al ajustarse el convenio de Vergara, con las charreteras de coronel.
El antiguo héroe de América podía haber hecho una brillante carrera aprovechándose de la amistad de Espartero, que ocupaba la Regencia y estaba en el apogeo de su gloria; pero era hombre poco aficionado a adular a los poderosos, y el duque de la Victoria estaba demasiado preocupado por sus asuntos políticos para acordarse del coronel Alvarez y dignarse darle lo que éste no se atrevía a pedirle.
Algunas veces el caudillo de Luchana, soldado hasta la medula de los huesos, cuando estaba en la intimidad con sus allegados y recordaba las hazañas de su vida pasada, así como sus mejores compañeros, nombraba al coronel Alvarez y decía con acento de convicción:
—Es un hombre que vale, y como amigo no hay que pedirle más. En los Andes se batía como un león, y en el Norte ha hecho verdaderas heroicidades. No digo que tenga una gran inteligencia militar; pero es un soldado de buena madera, y pocos saben, como él, meter un regimiento en el punto de mayor compromiso. Ahora creo que vive en Valencia, desde que terminó la guerra. Se casó en Pamplona en una tregua de la campaña, y casi estoy por asegurar que ha tenido un hijo. ¡Lástima grande que viva arrinconado en una provincia! Le escribiré mañana así que tenga un rato libre, y haré por él lo que se merece.
Esta promesa la hizo Espartero varias veces; pero agobiado por las apremiantes ocupaciones de su alto cargo, antes fué derribado de la Regencia por la coalición de moderados y progresistas que pudo escribir a su antiguo camarada y sacarlo de la oscuridad en que vivía.
El coronel Alvarez se había establecido en Valencia con su esposa, una navarra varonil que a pesar de pertenecer a una de las principales familias de Pamplona, no había tenido miedo de seguirle en muchas de las expediciones militares, marchando a la cola del regimiento, unas veces montada en una mula y otras en el carro de los equipajes.
Cuando al año de matrimonio tuvo un hijo, la enérgica señora se conformó con cierto pesar a no seguir al regimiento en sus atrevidas marchas; pero el coronel no pudo impedir que se estableciera en un pueblo situado en el centro del teatro de la guerra y que estaba contiguo, amenazado por los carlistas. La fiel esposa despreciaba todos los peligros con tal de vivir en un punto que frecuentemente visitaba, aunque de paso, la columna donde figuraba su marido.
En aquel pueblecito de la sierra, cubierto por la nieve durante ocho meses del año y oyendo con gran frecuencia el estruendo de los combates que entre “cristianos” y carlistas se entablaban casi a la vista, fué creciendo el pequeño Esteban.
El olor de la pólvora, los arreos militares y las costumbres reguladas por una severa ordenanza, fué lo primero que conoció el pequeñuelo al darse cuenta de su existencia.
De su infancia pasada, en aquella reducida población, lo que más grabado quedó en su infantil memoria, hasta el punto de recordarlo muchos años después, fué las apariciones de su padre, que entraba en la población imponente y magnífico montado en su caballo y seguido de su regimiento que, cubierto de polvo y sudoroso, marchaba al compás de los redobles de tambor, y las aventuras de cierta noche oscura y tormentosa en que un batallón carlista entró por sorpresa en la población, y él, descalzo y semidesnudo en los brazos de su madre, fué conducido al fuerte mientras que oía con curioso terror los gritos y las descargas que estallaban allá abajo en las tortuosas calles.
El pequeño Esteban, nacido entre el fragor de la guerra, educado en ella e hijo de un valiente oficial y de una mujer enérgica, necesariamente había de tener gran afición a la vida militar.
En Valencia, viviendo en plena tranquilidad, el muchacho pensaba con cierta envidia en la vida de agitaciones y sobresaltos que había tenido en Navarra y como nacido entre los horrores de la guerra, creía que ésta era el estado normal de la sociedad y que la paz resultaba una monstruosidad digna de ser deshecha inmediatamente para que el mundo recobrase su equilibrio.
Nada hicieron sus padres para desviar las bélicas aficiones del muchacho, y antes bien, las fomentaron.
El coronel no creía que la profesión militar era gran cosa; antes bien, se sentía predispuesto en todas ocasiones a echar pestes contra ella; pero, ¡qué diablo!, su hijo había de ser algo en el mundo, y al escoger una profesión, más le enorgullecía que pensase en ser militar que en ser cura. En cuanto a la madre, experimentaba ese irreflexivo entusiasmo que sienten la mayoría de las mujeres por los colorines militares, y ya que el padre por su torpeza no había hecho gran carrera, soñaba en que algún día su hijo ceñiría la faja de general.
El muchacho prometía ser un héroe, pues en punto a atrevido y a genio irascible, llevaba gran ventaja a todos los de su edad. Cada mes le arrojaban de la escuela por revolver a alumnos y pasantes, y rara era la semana que el coronel no tenía que intervenir en alguna travesura grave de aquel angelito, que tenía en el puño a todos los muchachos del barrio, y que contaba ya por docenas las víctimas de sus pedradas y sus palos.
A los diez años era un grandullón que se confundía con los muchachos de quince, y apenas violentando la severa consigna dictada por su padre salía a la calle, los perros y los gatos de la vecindad huían despavoridos como un tropel de herejes al ver un sanguinario inquisidor.
En punto a estudiar, no se distinguía tanto. Tenía muy buen ingenio y aprendía las cosas con pasmosa facilidad cuando él quería; pero era preciso confesar que quería muy pocas veces, pues a los diez años leía de un modo lastimoso y trazaba unos palotes inverosímiles.
El coronel no se disgustaba y miraba a su hijo con la complacencia del artista que contempla en su obra el indeleble sello de su carácter. También había sido así y no perdió por ello gran cosa, pues para ser soldado, lo necesario es tener muy buenos puños y mucho coraje.
—No hay que asustarse, Balbina—terminaba diciendo el coronel, siempre que trataba la cuestión—, el que el chico sea un bruto, no impedirá el día de mañana que llegue muy alto, si es que tiene corazón y le ayuda un poco la suerte. Por si no lo crees, ahí tienes a Espartero, que cuando vino al Perú lo acababan de suspender en los exámenes de ingreso para la escuela de Estado Mayor. Baldomero no sabe gran cosa, y, sin embargo, regente del reino ha sido y capitán general, y duque lo tienes hoy.
Estos razonamientos eran más que suficientes para convencer a doña Balbina, y de aquí que el muchacho siguiese tan cerril y atrevido, olvidando las lecciones para ir a capitanear las pedradas en el río o a apalear gatos por toda la ciudad.
Lo que los padres no querían tomarse la molestia de hacer, lo lograban las aficiones militares que sentía el muchacho.
A los doce años Esteban comenzó a escaparse con menos frecuencia de su casa y cobró gran afición a encerrarse en un cuartucho donde su padre había amontonado unas cuantas docenas de volúmenes que la humedad por un lado y los ratones por otro habían comenzado a destruir.
Aquellos libros los tenía el coronel por casualidad, pues no era hombre capaz de dedicar un céntimo a la lectura que, al fin (según sus propias palabras), sólo le había de enseñar cosas que no le importaban. Habíalos heredado de un comandante compañero suyo, a quien los soldados llamaban "el coplero", y que era muy respetado a causa de su afición al estudio y del gran bagaje de libros que constituía todo su ajuar. Una bala carlista dió fin a su vida e impidió que fuese terminado un drama romántico, del que sus compañeros del regimiento esperaban un triunfo que los honrase a todos.
Aquellos libros constituían la más grata diversión del travieso Esteban, que pasaba horas hojeándolos sin fijarse gran cosa en el texto y en busca siempre de las defectuosas láminas en acero, que a él le parecían brillantes reproducciones del natural.
¡Qué profunda impresión causaban en el joven aquellas láminas que ponían ante sus ojos los más célebres combates del mundo! Entusiasmábase Esteban con aquellos grupos de hombres siempre en actividad fiera y con las armas en alto, dispuestos a exterminarse los cuales representaban la guerra en las diversas épocas de la historia. Primero, griegos y persas, romanos y cartagineses, Scipión y Aníbal; después la Edad Media, con todo su arsenal de fantásticas armaduras y descomunales mandobles, el Cid con sus proezas legendarias y los reyes haciéndose la guerra por mero capricho; a continuación los regimientos sustituyendo las armas blancas por las de fuego y resolviendo los combates a cañonazos y por cargas de caballería, los tercios españoles, los generales de Felipe II, las compañías de Gustavo Adolfo y las locas aventuras de Carlos XII, y, últimamente, las guerras de la República Francesa, la Marsellesa coreada por el rugir de mil bocas de fuego y el griterío de las cargas a la bayoneta, bélica y gigantesca estrofa, que tenía por estribillo la aparición del dios de la naturaleza y la ambición, que se llamaba Bonaparte.
Todo este mundo de luchas, de victorias y de derrotas, pasaba en forma de defectuosos, pero animados cuadros, ante los ojos del muchacho, que rugía de entusiasmo al contemplar cualquiera de aquellos caudillos con la espada desnuda y centelleante, arrojándose sobre las compactas masas de enemigos.
La continua contemplación de tales episodios despertó en el ánimo del muchacho el deseo de conocer más detalladamente los hechos y los personajes que representaban aquellas láminas, y aunque la lectura le producía mareos y una atención demasiado sostenida le amenazaba con congestiones hijas de su sanguínea complexión, se determinó a abandonar las láminas por el texto, y aunque saltando páginas y leyendo a medias los párrafos, comenzó a entablar conocimiento con los héroes que figuraban en los dibujos, y, especialmente, con aquel Alejandro y aquel Napoleón, cuyos nombres surgían a cada instante ante sus ojos.
¡Qué lectura tan hermosa! ¡Cómo seducía el belicoso ánimo del muchacho! ¡Qué gran cosa era la guerra! Esteban, interesándose cada vez más por aquella lectura, iba conociendo lo que la guerra había sido en todos los tiempos y envidiaba el hermoso papel que habían desempeñado en todas épocas los grandes capitanes.
Ahora más que nunca se sentía inclinado a la profesión militar, y cuando, interrumpiendo la lectura, quedaba pensativo, en vez de correr a la calle como en otros tiempos lo hacía al menor descuido de sus padres, entregábase ahora a risueñas ilusiones y se imaginaba llegar a ser en el porvenir un Alejandro conquistando reinos ignorados como la Persia y la India, un Washington salvando a su patria o un Bonaparte convirtiendo todas las naciones de Europa en provincias de su Imperio.
Pero conforme Esteban se aficionaba a la lectura devorando los libros del difunto comandante, convencíase con dolor de que para ser un gran caudillo no era suficiente, según decía su padre, ser muy valiente y tener buenos puños, sino que era necesario adquirir gran caudal de ciencia y ser tan sabio como heroico.
Aquello de que Alejandro, más que de las campañas persas, se cuidaba de proteger a su maestro, un tal Aristóteles, proporcionándole los medios para que catalogase y describiese todos los animales de la tierra, y de que el general Bonaparte cuando iba con rumbo a Egipto a bordo de "El Oriente" atendía con más interés a las discusiones de Monge Berthollet y otros sabios sobre ciencias exactas y metafísicas, que a las indicaciones de su Estado Mayor acerca de la próxima guerra, producía gran confusión en el muchacho, que hasta entonces no había creído que la ciencia tuviese la menor relación con las armas.
Además, aquellos libros le hablaban de una porción de conocimientos científicos indispensables para ser un buen caudillo, y esto acabó de moverle a desechar sus antiguos instintos y dedicarse al estudio con una tenacidad verdaderamente heroica.
Al principio, su carácter independiente, inquieto y revoltoso, se sublevó contra aquel régimen de recogimiento que contrastaba con la anterior vida; pero Esteban era inquebrantable en sus resoluciones y consiguió vencer a la pereza y la ignorancia.
El coronel Alvarez estaba asombrado del cambio radical experimentado por su hijo, y hasta llegaba a temer, en vista de su afición al estudio, que se olvidase de sus inclinaciones militares v se decidiese por una carrera científica.
Todo había cambiado en la vida de Esteban: hasta el carácter. En adelante, las largas horas pasadas ante los libros, le robaron sus aficiones al bullicio y al escándalo, y se hizo reflexivo y grave, hasta el punto de ruborizarse cuando recordaba sus hazañas de poco tiempo antes.
El padre, tan ignorante y rudo como siempre, admirábase ante los conocimientos científicos que rápidamente adquiría su hijo y lo creía un pozo de ciencia, complaciéndose en hablar de él con admiración ante unos cuantos veteranos que eran sus amigos íntimos.
El bueno del coronel no dudaba que su hijo llegaría a muy alto y hasta pensaba en que su amigo Espartero, de allí a algunos años, tendría un rival capaz de oscurecerle con el brillo de su gloria.
A los dieciséis años, el coronel Alvarez envió a su hijo al colegio militar de Toledo, que, según él, era una empolladora de héroes que se quedaban a la mitad del camino. Su hijo sería de los que llegarían a la cumbre, sólo con que le ayudara un poco la fortuna.
Cuando Esteban marchó a Toledo a formalizar sus estudios, era un verdadero aspirante a héroe. La sed de gloria turbaba su existencia y soñaba de continuo con ser un día un genio de la guerra, del que dependiese la suerte de su patria.
Sus ideas habían sido transformadas por el estudio. Aquellas campañas de la República francesa, donde los soldados descalzos, harapientos y roídos por el hambre, vencían a la coalición de todos los tiranos le producían más admiración que las teatrales victorias de Napoleón con sus ejércitos disciplinados y disponiendo de grandes medios para hacer la guerra.
El ser soldado de una causa tan grande como la libertad, le entusiasmaba más que el ser soldado por oficio o por placer, y por ello prefería Washington a Alejandro y Hoche a Bonaparte.
La primera vez que oyó la Marsellesa, aquel himno tantas veces mencionado en las guerras de la República, se conmovió profundamente, hasta el punto de derramar lágrimas. Las sombras de Marceau y de Hoche, de Latour d’Auvergue, de Kléber y de Desaix desfilaron ante su imaginación envueltas en el brillante ropaje de las heroicas y rítmicas estrofas, y casi se sintió tentado de saludar con la misma veneración con que se descubre el recluta ante el general que le ha conducido a la victoria.
No pasaron desapercibidos para su padre estos detalles, y los lamentó con todo su corazón.
—Cuando en mi juventud—decía a su esposa—hacía yo la guerra en el Perú, también tuve algo de republicano, y por eso me vi tratado tan mal al volver a España. No son las ideas republicanas la mejor recomendación para hacer carrera en el ejército, pero más le quiero así que no carlista. Al fin, no desmiente la sangre.
Con tal bagaje de ideas y ensueños, fué Esteban a hacer su aprendizaje militar, y ya vimos cómo al entrar en el colegio demostró que sus aficiones al estudio no habían amenguado la energía de su carácter ni enmohecido sus puños.
Alvarez y su asistente
En 1856 recibió el alférez Alvarez su bautismo de sangre. Recién salido del colegio acababa de incorporarse a un regimiento de guarnición en Madrid, cuando a O’Donnell se le ocurrió dar fin al famoso bienio progresista nacido del alzamiento de Vicálvaro, llevando a cabo el golpe de Estado que equivalía a una repugnante traición contra su compañero Espartero.
La Milicia Nacional, mandada por Sixto Cámara y otros revolucionarios, resistió valerosamente aquella violación de las leyes que O’Donnell llevara a cabo, pero una vez más venció la fuerza al derecho, y la legalidad cayó al suelo herida por la espada de un ambicioso.
El alférez Alvarez se batió como un valiente en la plazuela de Santo Domingo. Al comenzar el combate, el joven tenía sus dudas y hacía depender su conducta de la actitud que tomase Espartero. Si el antiguo amigo de su padre se decidía en favor de la causa popular y echaba su espada en la balanza de la revolución, él iría a ponerse al lado de los bravos milicianos aun conociendo que comprometía su porvenir; pero el duque de la Victoria permaneció quieto, negándose a auxiliar a los que combatían en nombre de la Constitución violada, y el alférez, acallando los impulsos de su corazón que le empujaban hacia los insurrectos, permaneció fiel a la ordenanza y se batió tan bien como el primero, en defensa de una causa que odiaba.
Una bala le produjo un ligero rasguño, y esto bastó para que el Gobierno de O’Donnell, interesado en crearse simpatías en el ejército y que derramaba los ascensos con prodigalidad, le diese el grado de teniente.
Desde 1856, Alvarez arrastró esa vida sedentaria y monótona, propia de los soldados en tiempo de paz. Trasladado de una a otra guarnición, fué corriendo media España, y los ocios de esa vida insustancial y lánguida que se arrastra en las pequeñas guarniciones, los empleó dedicándose al estudio y poniendo a contribución cuantas bibliotecas encontraba.
De este modo fué Alvarez adquiriendo una vasta ilustración, y pronto pudo pasar como muy versado no sólo en materias militares, sino literarias y científicas.
En el regimiento le consideraban como un oráculo, y todos los oficiales reconocían la justicia con que sus compañeros de la Academia de Toledo, que muchas veces sustituían los apellidos por chuscos motes, le habían puesto el apodo de Séneca.
Alvarez era un buen oficial que cumplía todos sus deberes con exactitud solemne, y esto, unido a su ilustración, le hacía ser apreciado por sus superiores y sus iguales, y le valía que en el cuarto de banderas reinase un profundo silencio siempre que él abría la boca para dictaminar sobre alguna cuestión.
El coronel, antiguo soldado que apenas sabía leer, pero que tenía sus pretensiones de elocuencia, le hacía corregir sus arengas conmemorativas antes de insertarlas en la orden del día; en las conferencias de oficiales deslumbraba con sus disertaciones, y no había alférez que dejase de presentarle, solicitando una concienzuda corrección, los versos escritos en honor de alguna romántica novia.
El teniente Alvarez era, en una palabra, el hombre importante del regimiento, el genio cuya gloria se encargaban de pregonar todos, desde el coronel al último corneta; pero tan inmensa popularidad no satisfacía al agraciado ni lograba impedir que a menudo se entregase a sus ensueños ambiciosos.
Los galones de teniente le desesperaban, la paz le producía náuseas y casi se sentía próximo a llorar de rabia cada vez que pensaba que a fines del pasado siglo había en Francia generales de su misma edad que se hacían inmortales.
Al enviar el Gobierno la expedición a Cochinchina, solicitó el teniente formar parte de ella con el deseo de adquirir gloria en tan lejanas tierras, pero su proposición fué desatendida, lo que le produjo hondo despecho.
La fortuna, aquella deidad tan ensalzada por su padre, le volvía la espalda, y él, tan ansioso de gloria y tan dispuesto a realizar las mayores heroicidades, veíase obligado a vegetar en una guarnición, olvidado, casi embrutecido, y teniendo por único consuelo la mezquina popularidad que gozaba en su regimiento.
Cuando más agitado estaba por sus decepciones, recibió la noticia del fallecimiento de su padre, a consecuencia de lesiones internas producidas por una bala que los cirujanos del Perú no supieron extraerle.
Esta noticia aumentó aún más la tristeza del joven militar, que cuando soñaba en un porvenir glorioso, colocaba siempre en primer término a su padre, conmovido por la alegría, y lloraba como un niño al ver a su descendiente elevado a los primeros puestos del Estado.
¡Oh, maldita imaginación! ¡Ilusiones engañosas! El nunca llegaría a ser nada, y gracias si al retirarse podía alcanzar, como su padre, el empleo de coronel. Además, aun cuando sus sueños se realizasen, Esteban no se consideraría feliz, pues le faltaría la inmensa satisfacción producida por la alegría de su padre.
Doña Balbina, que vivía en Valencia únicamente por el cariño que a dicha ciudad tenía su esposo, al morir éste trasladóse a Burgos, donde su hijo estaba de guarnición, complaciéndose en hacer la misma existencia nómada que en su juventud, aunque sin el aliciente para ella de las aventuras y terribles incidentes de la guerra.
Transcurrieron tres años de este modo viviendo Esteban con su madre y ejerciendo ésta tal superioridad sobre las esposas de todos los militares como su hijo en el regimiento.
La viuda del coronel Alvarez hablaba con los oficiales viejos de las operaciones de la guerra civil con tanta autoridad como si dentro de ella estuviese el general Zarco del Valle, y con las “militaras” disertaba sobre las condiciones que debe reunir un buen asistente y la influencia que las mujeres pueden ejercer sobre los valientes llamados a dar su sangre por la patria.
Cuando el Gobierno español declaró la guerra al Imperio de Marruecos, el regimiento al que pertenecía Esteban, y que se hallaba en aquel entonces de guarnición en Zaragoza, recibió la orden de salir inmediatamente para Valencia, donde debía embarcarse con rumbo a Africa, formando parte de la división de reserva que mandaba el valiente general Prim.
Gran trabajo costó al teniente disuadir a su madre del empeño que mostraba en seguir al regimiento. La valerosa navarra sentíase halagada por la idea de asistir a una campaña en país tan extraño y contra enemigos a los que ella odiaba como buena católica; pero su hijo le expuso razones que le hicieron desistir y la obligaron a conformarse con la tristeza que le causaba no poder presenciar aquella guerra en la que iban a perder sus vidas muchos miles de moros dignos de la peor de las suertes por poner a Mahoma a más nivel que Jesucristo y no prestar acatamiento al Papa.
Doña Balbina fuése a vivir con sus parientes de Pamplona, y Esteban, libre de toda carga, partió con su regimiento contento con la fortuna que le deparaba una verdadera guerra donde poder lucir su valor y conquistar algo de aquello que su ambiciosa imaginación soñaba.
Apenas si en el viaje, ni durante la campaña, echó de menos a su madre en punto a cariñosos cuidados. Llevaba como asistente a un mocetón aragonés, despierto de entendimiento y servicial y fiel como un perro, que miraba al “señorito” con tanto respeto como a su padre y con igual cariño que si fuese un hermano.
En todo el regimiento se hacían comentarios sobre la indestructible armonía que reinaba entre el oficial y el asistente y la facilidad con que éste cumplía sus menores indicaciones.
Entre el teniente Alvarez y su asistente Perico, apenas si mediaban al día media docena de palabras, y, sin embargo, todo se hacía a gusto del primero, sin que tuviera el menor motivo de queja.
En la más leve mirada adivinaba el soldado los deseos de su superior y se apresuraba a realizarlos sin romper el mutismo a que tan aficionado se mostraba su amo.
Perico, aunque aragonés, era tan hiperbólico como un andaluz cuando en las reuniones con los demás asistentes del regimiento surgía en la conversación el nombre de su amo.
Para él no admitía duda que todo el mundo estaba convencido de lo mucho que valía su señorito y que desde O’Donnell al último soldado se tenía como artículo de fe que el teniente Alvarez era el oficial más valiente y más sabio del ejército español.
Cuando le oía hablar con otros oficiales quedábase en ademán estático y con la boca abierta asombrado ante aquellos nombres extraños que su amo mezclaba en la conversación, y algunas veces hubo de reñirle Esteban en Zaragoza porque se arrimaba irrespetuosamente a la puerta del cuarto de banderas tan sólo por escuchar cómo el teniente discutía con los compañeros, aprobando enérgicamente con movimientos de cabeza todo aquello que su amo decía y que él estaba muy lejos de entender.
Tanta influencia ejercía el oficial sobre su asistente, que éste tenía ya adoptada una formal resolución sobre su porvenir. Nunca se separaría de aquel hombre al que estaba ligado por el respeto y el cariño.
Se encontraba casi solo en el mundo, carecía de padres a cuyo sustento atender y no tenía más pariente que su tía Tomasa, una hermana de su padre, que muy joven fué a París a servir a unos señores y que ahora estaba en Madrid en casa de un conde como ama de gobierno y doméstica de cierta autoridad. Esta tía era un verdadero tesoro para Perico, que como único sobrino era el verdadero dueño de su afecto y recurría a ella con éxito en todos sus apuros.
La tía le enviaba todos los meses algunos duros para sus vicios, y como Perico no los tenía, de aquí que emplease tales cantidades en beneficio de su señorito, el cual no podía explicarse al sentarse a la mesa cómo con tres pesetas que diariamente entregaba a su asistente, comía casi con tanto regalo como el coronel del regimiento.
Aquel Perico era de oro, según la expresión de todos los oficiales, y lo más notable en él resultaba la fidelidad, pues desechó las proposiciones de varios compañeros de su amo que querían llevárselo a sus casas con el deseo de tener un sirviente tan atento y puntual.
En la campaña de Marruecos el asistente demostró hasta dónde llegaba su cariño al señorito, pues en vez de permanecer a retaguardia como los demás soldados de su clase, no dejaba el fusil de la mano, y sin desatender por esto sus obligaciones marchaba al lado del teniente Alvarez más atento a defenderle que a hostilizar al enemigo.
Por dos veces salvó la vida a su señor; pero éste le correspondió dignamente partiendo de un sablazo la cabeza de un marroquí que a quemarropa apuntaba a Perico con su espingarda.
Ganoso Esteban de conquistar aquella gloria tantas veces soñada, le pareció poco notable figurar en un regimiento que entraba en fuego lo mismo que los otros, y se presentó a Prim solicitando por sí y su asistente el ingreso en una de aquellas compañías de guías o exploradores, fuerza escogida que ocupaba siempre los puntos de mayor peligro y que continuamente se tiroteaba con los moros, siendo objeto de sorpresas y sosteniendo combates cuerpo a cuerpo.
En cien ocasiones viéronse amo y criado frente a frente con la muerte, y otras tantas se salvaron como si fuesen invulnerables. Las balas menudeaban; por tres veces la muerte se encargó de que fuese renovado el personal de la compañía, y a pesar de esto, ni el oficial ni su asistente, que eran los primeros en el ataque, sufrieron el más leve rasguño.
La heroicidad del teniente Alvarez no tardó en ser conocida y comentada por todo el ejército, y tanta fué su popularidad, que O’Donnell, a pesar de que no miraba con buenos ojos a tal oficial, por saber su procedencia progresista y la gran afición que mostraba a las doctrinas democráticas, entonces nacientes, se decidió, por evitar murmuraciones, a premiar sus esfuerzos y lo ascendió a capitán, concediéndole, además, la cruz de San Fernando, en juicio contradictorio. También Perico alcanzó la cruz por haber luchado a brazo partido con dos morazos que querían hacerlo prisionero, demostrando que a la sombra de la Torre Nueva se desarrollan tan buenos puños como en las laderas del Atlas.
Alvarez y su asistente fueron objeto de grandes demostraciones de simpatía, y si el teniente no pudo sacar de la campaña aquellas grandezas por él soñadas, al menos logró alcanzar una sólida reputación de soldado valeroso.
Al terminar la campaña, el capitán Alvarez y su asistente, incorporados a otro regimiento, regresaron a España, siendo destinados de guarnición a Madrid.
Las fatigas y los peligros experimentados en común y esa fraternidad que crea la guerra, habían estrechado los lazos de cariño que unían al oficial con su asistente.
La vi por vez primera...
En el invierno de 1862, el sol, faltando a su perversa costumbre, se portaba como un completo caballero con los habitantes de la coronada villa.
Los madrileños estaban en pleno mes de enero, y sin embargo, transcurrían semanas enteras sin que el aliento del coloso Guadarrama fuese frío y punzante, y el sol, desde las ocho de la mañana, esparcía en las calles un ambiente tibio que, a despecho de la estación, hacía recordar la primavera.
La nieve era en aquel año cosa desconocida, y las lluvias invernales habían quedado reducidas a unos cuantos chaparrones que prestaban al Ayuntamiento el gran servicio de limpiar las calles, siempre sucias.
Aquella benignidad de la Naturaleza tenía asombrados a los habitantes de la corte, y uno de los que se mostraban más agradecidos era el capitán Alvarez, que, como criado en la costa del Mediterráneo y en una de las ciudades más risueñas y de temperatura dulce, odiaba los días nebulosos y experimentaba una alegría casi infantil cuando la Naturaleza ostentaba todos sus esplendores a la luz del sol.
En una de aquellas mañanas que parecían de primavera, el capitán, viendo el rayo de sol que se filtraba en su habitación por la ventana que el fiel Perico acababa de abrir, se levantó de muy buen humor, dispuesto a aprovecharse de la benignidad de la Naturaleza.
Eran las siete, y hasta las diez no estaba obligado a presentarse en el cuartel. Le quedaban, pues, tres horas libres, que él pensó dedicar a un largo paseo, pues como oficial que gozaba fama de andariego aprovechaba todas las ocasiones para que, según él decía, no se le enmoheciesen las piernas.
Cuando hubo devorado su apetito a toda prueba el modesto desayuno preparado por la patrona, y Perico acabó de pasar su escrupuloso cepillo sobre el pancho y el rojo pantalón, Alvarez encendió un puro y salió a la calle con todo el empaque de un hombre que se considera feliz, aunque momentáneamente, y que está agradecido a la Naturaleza.
Bien hacía Perico en estar orgulloso del buen talante de su señor, porque no podía menos de reconocerse que el capitán Alvarez era un buen mozo, que llevaba como pocos el uniforme del ejército español.
Pisaba con la fuerza de un hombre robusto, aunque algo enjuto; contoneábase con una marcialidad nada afectada y se atusaba la perilla graciosamente cada vez que se quedaba mirando a las muchas mujeres a quienes llamaba la atención.
¡Oh, poder de la marcial gallardía! El vizconde del Pinar, por otro nombre el alférez Lindoro, mozuelo que usaba corsé bajo el uniforme y se apretaba la cintura como una damisela, mostraba gran admiración ante el capitán y confesaba que, teniendo su varonil presencia y la cruz de San Fernando en el pecho, era él muy capaz de conquistar a todas las mujeres de Madrid.
—¡Y pensar—añadía el “dandy”—que tan mágico poder se pierde inútilmente!
Inútilmente no se perdía, pues al capitán Alvarez no le faltaban ciertos trapicheos, y esto quien mejor lo sabía era Perico; pero lo cierto era que ninguna de aquellas pasiones nacidas al volver una esquina duraba más de una semana, y el apuesto militar no había tenido un verdadero amor.
El capitán, expeliendo con fuerza el humo de su cigarro y con aspecto de un hombre feliz, bajó la calle de Alcalá, dirigiéndose al Retiro, su paseo favorito, pues las frondosas y vastas arboledas era lo único que le consolaba de aquella desesperante aridez de los alrededores de Madrid.
Cuando entró en el gigantesco jardín, por la principal avenida, se hizo la ilusión de que entraba en un vergel, pues apenas si algunos paseantes recordaban con su presencia que era aquello un terreno público.
Dos niñas jugaban al extremo de la avenida vigiladas por una vieja criada, y por el centro de aquélla caminaban lentamente dos señoras elegantemente vestidas.
Alvarez fijó la vista en ellas y mientras caminaba las iba examinando sin interés alguno y con el aire distraído del hombre que mira por hacer algo.
Las veía por la espalda, y sin embargo, por la figura y el modo de andar adivinaba en una de ellas, vestida con capota elegante y abrigo de terciopelo, a la niña a quien la pubertad despierta el germen de la hermosura, redondeando las formas, animando la carne con el fuego de la juventud y dando a sus pasos la gracia ingenua de la mujer seductora. La otra, de andar más lento y pesado y de cuerpo un tanto obeso, cubierto por vestido de negra seda y mantilla de blonda, demostraba ser una señora de mediana edad, acostumbrada a ese respeto que se goza en una alta posición social.
El capitán, a fuerza de contemplar durante algunos minutos a las dos mujeres que marchaban delante de él, comenzó a interesarse y hasta sintió cierto deseo de acelerar su paso para ver la cara a la joven; pero cuando ya se disponía a realizar su deseo, las desconocidas torcieron a la derecha metiéndose por una estrecha calle de árboles.
Cuando Alvarez llegó a la embocadura de ésta vió a las dos mujeres que se alejaban, y durante algunos instantes estuvo dudando si debía seguirlas. Pero no tardó el capitán en sentirse atraído por el deseo de dar un paseo a solas, como era su gusto, y desistió de ver la cara a la joven. ¿Para qué? Al fin, era una de tantas, y bastante había hecho el oso en sus tiempos de cadete para ir ahora en seguimiento de unas faldas.
Alvarez siguió la avenida y llegó al estanque, apoyándose en la barandilla y entreteniéndose como un muchacho en silbarles a los cisnes, que, como navíos de nieve, surcaban el terso cristal de agua majestuosamente.
El capitán sentíase embriagado por aquella naturaleza que ostentaba todas sus galas compatibles con el invierno. En el fondo del estanque reflejábase el azul del cielo, al que el exceso de luz daba un tinte blanquecino; los árboles brillaban heridos por el sol; los rasguños de sus cortezas parecían frescas heridas manando sangre, y los rayos de oro, filtrándose por entre el ramaje, colgaban de los ropajes de sombras que envolvían las estatuas deslumbradores harapos de luz.
Las hojas secas caídas en el suelo era lo único que estaba allí atestiguando el invierno, pero movidas por el fresco vientecillo rodaban velozmente, y persiguiéndose buscaban un rincón obscuro donde esconderse, como comprendiendo que eran notas disonantes en aquella deslumbradora sinfonía de la Naturaleza.
Los gorriones, eternos parásitos de aquel inmenso palacio de verdura, piaban alegremente conmovidos por la hermosura que aquel día tenía su habitación, y como si estuvieran convencidos de que en un día tan esplendoroso los hombres no podían ser malos, abandonaban los huecos de los altos troncos con noble confianza y se recorrían a saltos los enarenados paseos, contentos con poder resarcirse de las largas noches de lluvia o de nieve pasadas en aquellos árboles con la cabeza bajo las alas y sin otro abrigo que las temblonas plumas.
Alvarez estaba en éxtasis y parecía embriagado por el perfume incitante de la Naturaleza, que mostrándose tan hermosa en pleno invierno, parecía una dama de edad madura sacando a luz senos de belleza escondidos para deshacer la mala impresión de su ajado rostro.
El capitán experimentaba idénticas sensaciones que cuando se sentía impulsado a escribir aquellos versos que tanta fama le valían en el regimiento.
La hermosura de la Naturaleza le producía dulces desvanecimientos, y en aquellos instantes no se acordaba ya de su uniforme ni de la gloria militar tan ambicionada. Era una cosa bien triste que en un mundo tan hermoso se exterminasen los hombres y vinieran a turbar la dulce tranquilidad de los campos con los estampidos del cañón.
Alvarez, a pesar de sus bélicas aficiones tan arraigadas, reconocía que la paz era para los mortales el más supremo bien, y que constituía un sacrilegio contra la Naturaleza, madre común de todos los seres, el ensuciar con sangre humana, por culpa de viles pasiones, los terciopelos y los rasos, los barnices y el oro que, surgiendo de las entrañas de la tierra, derramábanse sobre ella formando una espléndida vegetación.
Dominado por la abstracción que en él producían tales reflexiones, se sentó en un banco de piedra, y allí, contemplando con el mismo arrobamiento que un árabe soñador las tornasoladas vedijas de azulado humo que su cigarro arrojaba en el espacio, permaneció mucho tiempo rodeado por el silencio augusto de la arboleda, sólo interrumpido por el rumor de la cercana ciudad que se despertaba, o el ric-ric de alguna hoja seca dando volteretas al impuso de la invernal brisa.
Más de media hora permaneció Alvarez en esta actitud, gozando la dulce monotonía de la Naturaleza. Un gorrión que saltó junto a él, sin duda atraído por los colores del uniforme y el brillo del sable, le sacó una vez de su atracción; después fué una niña que pasó corriendo, no sin sonreírle graciosamente con esa admiración que los pequeños sienten por los militares, y al fin, el chasquido de la arena al ser pisada, hizo despertar su dormida atención.
Levantó la cabeza y vió a pocos pasos a las dos señoras que marchaban delante de él a la entrada del Retiro.
Una, la más vieja, después de examinarle de pies a cabeza, con una mirada altiva y dura, volvió sus ojos a otra parte con marcada indiferencia, mientras la joven le contemplaba con inocente curiosidad que sólo duró cortos instantes.
Alvarez pudo entonces examinar bien a su sabor a las dos señoras.
La joven no parecía tener más de diez y siete años, a pesar de su gallarda estatura y de sus gallardos contornos, que delataban a la mujer ya formada. Bajo su capota blanca con lazos rojos, brillaban unos ojos negros y de intenso brillo, que se destacaban, sobre un rostro sonrosado y de delicada transparencia, propio de un temperamento sanguíneo y de una salud a prueba de todos esos delicados achaques propios de la juventud aristocrática. Vestía con gran elegancia, andaba con distinción natural y todo en ella delataba a la mujer que por su nacimiento vive alejada de las miserias de la vida y ha sido educada para agradar y distinguirse entre las de su sexo.
La señora que la acompañaba no inspiraba igual sentimiento de tierna simpatía, a pesar de que su aspecto era correcto hasta la exageración. Viéndola, no podía menos de recordarse a las viejas señoras feudales de los dramas románticos, enorgullecidas con su nombre y haciendo esfuerzos en todas ocasiones para ostentarlo con la más suprema dignidad.
Su vestido negro, su mantilla y el bolsón de terciopelo pendiente de las enguantadas manos, daban a su figura cierto ambiente de devoción elegante, y en su rostro mofletudo, rubicundo, con tonos violáceos y adornado con una nariz larga y pesada como las que son rasgo distintivo de los Borbones, leíase el orgullo de raza, el convencimiento de que la ley de castas es un hecho, y el desprecio a todos los seres de clase inferior, destinados a sufrir la deshonrosa vergüenza de no poseer pergaminos ni poder ostentar a continuación de su apellido un título retumbante.
Pasaron las dos señoras erguidas y con aire indiferente ante el capitán, que las miraba con una insistencia algo incorrecta.
Alvarez, mirándolas otra vez por la espalda, se decía que la joven era de lo más hermoso que había visto, y sin poder explicarse el por qué, volvió nuevamente a sentir el deseo de seguir a aquella mujer encantadora.
¡Qué diablo! El era un muchacho todavía, y aunque fuese capitán, no estaba prohibido hacer lo mismo que en sus tiempos de cadete. Además, todo buen español tiene el deber de ir detrás de los primeros pies bonitos que encuentre al paso, y había que reconocer que los de aquella joven eran dignos de ser cantados por lord Byron.
Se sentía atraído por aquel rostro que, deslumbrador, había pasado ante él envuelto en la blanca nube de la capota, y se propuso saber quién era aquella beldad y contemplarla de frente otra vez.
El sonido que produjo el sable al chocar contra el banco de piedra, hizo que la joven ladease un poco la hermosa cabeza, viendo con el rabillo del ojo y con esa disimulada atención que nadie enseña a las niñas y que todas poseen, cómo el militar se ponía en pie, y estirando su poncho para evitar arrugas antiartísticas, seguía sus pasos, aunque procurando conservar una corta distancia.
La vieja señora debió notar también aquella persecución iniciada por el militar, pues en vez de seguir a lo largo del estanque, torció repentinamente, entrando con la joven en un estrecho paseo.
El militar, siguiéndolas, entró también en el paseo, arreglando su paso al lento de las dos mujeres.
A Alvarez no dejaba de hacerle alguna gracia aquella persecución de una joven bonita, impropia de su carácter y sus costumbres. Aquella insignificante aventura era suficiente para que en el cuarto de banderas bromearan con él semanas enteras si es que, por su desgracia, le sorprendía algún compañero entregado a tal persecución. Realmente, era indigno del "capitán Séneca", a quien algunos tenían por un Napoleón del porvenir, pasar la mañana siguiendo los pasos de una muchacha bonita.
Pronto el militar dejó de pensar en tales cosas, y olvidándose de cuanto pudieran decirle sus amigos, si es que alguno le veía, fijó toda su atención en la joven, convenciéndose de que ésta de vez en cuando le miraba con creciente curiosidad.
Con ese arte, especial privilegio de la juventud, de mirar atrás sin aparentarlo y sin volver la cabeza más que de un modo imperceptible, la joven examinaba a su perseguidor con rápidas ojeadas, y no debía disgustarle su aspecto por cuanto volvía nuevamente a su ocular y disimulada observación.
La señora que la acompañaba no debía experimentar igual impresión, por cuanto varias veces volvió la cabeza, con ademán altivo, enviando al capitán el feroz relampagueo de su irritada mirada.
Pero no era Alvarez hombre capaz de intimidarse ante aquellas manifestaciones de enfado, pues mayores las había sufrido en sus tiempos de cadete, de parte de algunas mamás toledanas, cuando iba en seguimiento de cuantas señoritas encontraba en las calles de la imperial ciudad.
La madura señora no estaba de humor para aguantar aquel espionaje, que iba tomando el carácter de iniciación amorosa. Alvarez la vió hablar con la joven con gesto avinagrado, como riñéndola por la curiosidad que demostraba y que daba al perseguidor mayores ánimos, y tras la rápida filípica, las dos apresuraron el paso saliendo inmediatamente del Retiro.
En las calles de Madrid, Alvarez se hizo más audaz. Aprovechando la gran concurrencia de transeúntes llegó a acercarse tanto a las dos señoras, que casi les pisó la cola del vestido, y así pudo aspirar el fino perfume que exhalaba el cuerpo de aquella niña con todas las seducciones de la mujer.
Estaban en la calle de Atocha y las dos mujeres apresuraban el paso. La joven, ya no miraba al capitán, cuya presencia sentía a sus espaldas; pero la señora mayor volvía continuamente la cabeza y le miraba cada vez con mayor expresión de odio, como si quisiera anonadarle con la majestad de sus furiosos ojos.
Llegaron las dos al portal de una casa de reciente construcción que, aunque no desmesuradamente grande, merecía el nombre de palacio por la elegancia artística de su fachada; y entraron en él, siendo saludadas con gran respeto por el portero, hombre obeso, embutido en un gran casacón, con botones dorados.
Aquella era, indudablemente, su casa.
El capitán, deseoso de alcanzar la última mirada de la joven y ver una vez más su rostro, se colocó con bastante descaro sobre el umbral y vió cómo las dos señoras comenzaban a ascender por la gran escalera de mármol con balaustradas doradas que arrancaba del fondo del patio.
No se había equivocado Alvarez al suponer que aún le miraría la joven, pues ésta, al llegar al gran rellano casi convertido en jardín, donde la escalera se bifurcaba en dos ramas, se detuvo algunos instantes y fijó sin turbación en el capitán sus ojazos tranquilos, en los que se adivinaba usa naciente simpatía.
La otra señora, que subía más pausadamente, también se detuvo en el rellano, y al volver la cabeza y ver al militar plantado audazmente en el centro de la puerta, su rostro se coloreó con los tintes violáceos de la más sofocante indignación.
Mientras su joven acompañante desaparecía en una rama de la escalera, ella quedó algunos instantes inmóvil, como enclavada en el mármol por el furor, y al fin, con voz de tono grave y temblorosa por la rabia, dejó rodar una palabra en la que resumía toda su cólera:
—¡Mamarracho!
—Muchas gracias, señora—contestó Alvarez sonriente y con entonación exageradamente galante, al mismo tiempo que hacía un saludo militar.
Y sin preocuparse por las foscas miradas del gordo portero, permaneció sobre el umbral hasta que hubo desaparecido en lo alto de la escalera aquel vestido de seda, rígido, majestuoso y soberbio como la toga de la justicia.
Quién es ella.
El alférez Lindoro, conocido en el mundo con el nombre de vizconde del Pinar, estaba a mediodía con un humor de todos los diablos.
Metido en el cuarto de banderas sufría un arresto de veinticuatro horas que le había impuesto el coronel por ciertas insignificantes faltas en el servicio, y desahogaba su mal humor echando pestes contra todo el mundo y maldiciendo la hora en que a su familia se le ocurrió dedicarlo al ejercicio de las armas y en que el Gobierno tuvo la idea de dar el mando de un regimiento a un ordinariote que no hacía caso de recomendaciones, que no respetaba al representante de una de las casas nobles más antiguas de España, y que quería que todas las cosas del Cuerpo marchasen con la regularidad de un reloj aunque para ello tuviera que arrestarse a sí mismo.
La desesperación del alférez obedecía, principalmente, a la soledad en que estaba y que tendría que sufrir hasta las seis de la tarde, hora en que terminaba el arresto.
El capitán de guardia era el único que le acompañaba, y éste era un pobre hombre taciturno, incapaz de ensartar seis palabras seguidas y que no tenía otro tema de conversación que las costumbres de Filipinas, donde había estado muchos años.
Tendido en un sofá, con trágica desesperación, y entreteniéndose en contar las pulsaciones del tiempo que marcaba la péndola del reloj, el alférez pasaba las horas aguardando, como quien espera la más suprema felicidad, la llegada de algún oficial joven que, por la fuerza de la costumbre, fuera a pasar un rato en el cuarto de banderas.
Justamente, en todo el regimiento Alvarez era el único que escuchaba las sandeces del alférez sin burlarse de ellas de un modo cruel; bien es verdad que el capitán se divertía oyendo los razonamientos de aquel ser superficial e insignificante, pero el vizconde era lo suficientemente obtuso para no enterarse de que su compañero le consideraba como un objeto de risa.
Alvarez aceptó el cigarro que le tendía el vizconde, y se sentó a su lado.
—Chico—dijo éste—. No puedes figurarte cuánto te agradezco tu visita. ¿Vienes a acompañarme, verdad? Estoy aburridísimo y te aseguro que si me arrestan otra vez, pido mi baja en el ejército. ¿Deseas algo? ¿Has almorzado ya? ¿Quieres tomar café u otra cosilla? Nos lo traerán del café cercano; tengo cuenta abierta.
Esteban tuvo que hacer grandes esfuerzos para impedir que el alférez, deseoso de retenerle, le pidiera todas las bebidas del próximo café, y cuando el vizconde se hubo tranquilizado después de pedir a un ordenanza que trajese una botella de ron y copas, Alvarez abordó el verdadero motivo que le había llevado allí.
—Oye, Lindoro—dijo el capitán Alvarez—. ¿No conoces tú a toda la aristocracia de Madrid?
—Sí, querido—contestó el alférez con fatua complacencia, pues su mejor gusto era ostentar las ventajas sociales que le daba su nacimiento—. Conozco todo el mundo elegante de la corte y no hay casa de algún ilustre que yo no visite. Ya ves que con mi nombre y mi fortuna bien puede uno gozar alguna consideración en la alta sociedad.
—Tengo que solicitar tu ayuda para una noticia que me interesa adquirir.
—Habla, que yo te contestaré, si es que puedo.
—¿Tratas alguna familia que viva en la calle de Atocha?
—Dos hay que yo conozco. ¿Sabes el número de la casa?
—No he podido fijarme en él, pero te daré las señas. Es un edificio de reciente construcción que está a la derecha, subiendo por la parte de...
—Basta; no sigas. Ya sé qué casa es. En ella vive el conde de Baselga, un señor millonario, algo retirado del gran mundo y que sólo asiste de tarde en tarde a las fiestas de palacio. Tiene una hija muy hermosa.
—Eso—dijo Alvarez con satisfacción.
—¿La conoces, acaso?
—La he visto una vez nada más.
—Y te gusta, ¿eh?... Chico, tienes buen gusto, pues la muchacha no puede ser más linda. Aquí, para entre nosotros, debo manifestarte que yo he tenido mis proyectos sobre ella. Me gustaba su hermosura y más aún los millones de su padre.
—¿Y qué has alcanzado?—preguntó Alvarez con ansiedad mal disimulada.
—Nada, chico. La muchacha es algo tonta y se rió de mí en un baile de Palacio, donde entre los rigodones le espeté mi declaración. Ya ves que esto supone cierto grado de imbecilidad: burlarse de un muchacho como yo, que, aunque no soy muy rico, tengo un título respetable como pocos y una figura no despreciable. Lo único que se me puede censurar es mi cortedad de vista, pero los lentes dan siempre cierto “chic” que hacen a un hombre interesante. ¿No es verdad, Esteban?
El capitán contestó con una débil sonrisa.
—Quisiera—continuó el alférez—que tú probases a rendir esa beldad que tiene el corazón no de mármol, como dicen los poetas, sino de alfarería. Tal vez seas más afortunado, y cree que harías un negocio redondo si lograbas casarte con ella, pues el viejo don Fernando, su padre, debe tener enterradas a montones las peluconas. Vaya, animate y a ver si consigues dejar pronto esta endiablada profesión militar para convertirte en millonario.
Alvarez permaneció silencioso algunos instantes, y al fin preguntó a su amigo:
—¿Quién es la señora que acompaña a la condesita? ¿Es su madre?
—El conde es viudo. Ha sido casado dos veces y su segunda esposa murió hace ya bastantes años, dejando dos hijos: un niño enfermizo, al que veo pocas veces, y esa muchacha que tanto te gusta. La señora de que hablas debe ser una hija que tuvo el conde de su primer matrimonio, y de la que se cuentan ciertas historias. ¿Cuáles son sus señas?
El capitán describió a su modo la figura rígidamente majestuosa y el rostro avinagrado de la señora que tan furibundas miradas le había lanzado aquella mañana, y el vizconde se apresuró a contestar:
—Sí; eso es. Describes muy bien el gesto de pocos amigos que eternamente lleva en su rostro doña Fernanda, la baronesa de Carrillo. Es una solterona que aborrece al mundo, odia a la juventud y se dedica a la devoción, entregada en cuerpo y alma a los jesuítas, lo que le consuela de no haber encontrado en su juventud un hombre que quisiera hacerla su esposa. Cree que la tal señora es un basilisco, y que es muy peligroso hacerle el amor a su hermanastra, sólo porque ha de rozarse uno con ella. Es un manojo de espinas custodiando a una rosa. ¿Eh?, ¿qué tal te parece la frasecilla?
—Muy bien—dijo Alvarez, sonriendo con toda la bondad que merecía aquel imbécil—, ¿y quién es la rosa?
—¿Quién ha de ser? Enriqueta.
—¡Ah! ¿Se llama Enriqueta la hija del conde de Baselga?
—Sí, hijo mío. Enriqueta Baselga de Avellaneda, y será condesa si se muere su hermano, como es de esperar en vista de sus continuas dolencias, o si se hace cura, lo cual es aún más probable en vista de las aficiones que le ha inculcado la santurrona de su tía.
El alférez Lindoro se entusiasmaba hablando de aquella familia, que era muy rara, sí, señor, una de las más raras de la corte. Según él, el padre era un hurón, siempre metido en su casa, refractario a toda diversión y sin otro placer que una excursión en verano a sus posesiones de Castilla, donde hacía la vida de un modesto agricultor. En cuanto a la baronesa de Carrillo, era la primera beata de la corte, el brazo de que se valían los jesuítas para mover la aristocracia devota en favor de lo que a ellos les convenía, y los dos muchachos, hijos del segundo matrimonio, el enfermizo Ricardito y la hermosa Enriqueta, no pasaban de ser dos monigotes sin voluntad, que maldito el papel que harían en el mundo.
El vizconde se expresaba de este modo, y Alvarez escuchaba con gran atención todas sus palabras deseoso de conocer a fondo la familia de la que formaba parte aquel hermoso ser que tanto le interesaba.
—El conde, créelo—continuaba el alférez—, es un hombre de historia, y nadie, al verle tan austero y de genio eternamente atrabiliario, creería que en su juventud fué uno de los más terribles calaveras de la corte de Fernando VII. Ha sido de la Guardia Real, después mandó en el Norte un regimiento de lanceros carlistas, estuvo emigrado en París y allí se casó por segunda vez con la hija de un afrancesado: una muchacha enfermiza que tenía los millones a puñados. Su primera esposa fué la baronesa de Carrillo, una locuela americana que conocía demasiado íntimamente al Fernando VII, y si alguien lo duda, ahí está, para atestiguarlo, la actual baronesa de Carrillo, que no es capaz de negar a su padre. ¿Te has fijado en aquella nariz? ¿No es verdad que da ganas de cantar aquello de "ese narizotas, cara de pastel" con que los rojos del tiempo de Riego daban serenata al padre de Isabel II?
Alvarez sonrió ante la malicia del alférez, y repasando en su memoria el rostro de la baronesa, se convenció de que, efectivamente, algo había en él que recordaba la cara del rey chulo.
—¡Si supieras cuánto se ha hablado en la alta sociedad acerca del conde de Baselga! Se le atribuyen cosas estupendas, y hasta hay quien dice que mató a su primera mujer. No sé lo que pueda haber en esto de cierto, pero seguramente no merecía grandes cariños aquella buena pieza que, engañando a su marido, se acostaba con don Fernando para echar al mundo un nuevo ejemplar de su persona. Si el conde mató a su esposa, hizo muy bien; y prueba de ello es que, a pesar de lo que se murmura en la alta sociedad, lo reciben con grandes muestras de consideración, y los padres jesuítas se hacen lenguas de su piedad y de sus sentimientos caballerescos.
Alvarez sentía cada vez mayor curiosidad por saber la historia de la familia de Enriqueta.
—¿Y con su segunda esposa—preguntó—, fué tan desgraciado el conde?
—Todo lo contrario. Doña María Avellaneda era una mujer casi insignificante. Su modestia y su humildad formaban contraste con sus riquezas y su alta posición, pero era tan dulce y tan bondadosa, que Baselga se enamoró de ella como un loco. Recién casado vino a España acogiéndose a uno de los indultos que el Gobierno dió a los carlistas y estableció en su casa en la calle de Atocha, negándose a habitar la casa que en la calle del Arenal tenía su hija mayor, heredada de su madre, la baronesa de Carrillo. Como la fortuna de que disponían el conde y su esposa era grande, gastaron como unos príncipes, y durante sus primeros años de matrimonio asombraron con su lujo a todo Madrid. Las elegantes costumbres francesas que hoy seguimos en la alta sociedad, ellos fueron los primeros en generalizarlas, y la condesa, a pesar de su modestia y de que se preocupaba más de una visita a los pobres que de un baile, fué, durante mucho tiempo, la reina de la moda. Primero tuvieron una hija, esa muchacha que te ha vuelto los cascos la primera vez que la has visto.
—Pero—interrumpió el capitán—, ¡si yo no he dicho que esté realmente enamorado de esa joven!
—Bueno; pues lo estarás. Es una chica de la que se enamoran todos. Conste, pues, que estás prendado de ella... Como te iba diciendo, primero tuvieron a Enriqueta, y a los cuatro años de matrimonio a ese Ricardito que, a pesar de no abultar más que una mano de almirez, y de no servir para otra cosa que rezar de la mañana a la noche, costó la vida a la madre.
—El conde sentiría mucho su segunda viudez.
—Su dolor fué inmenso. Amaba de veras a su esposa, y, más que como marido, la lloró como un muchacho romántico a quien se le muere la novia. Estuvo más de un año sin salir a la calle, y hasta se susurró en Palacio que pensaba hacerse cura y entrar en la Compañía de Jesús. Afortunadamente, el amor a sus hijos pudo más que su pesar, y acabó por volver a hacer una vida normal, aunque mostrando gran repugnancia a asistir a aquellas fiestas en que tanto brillaban antes su esposa y él.
—¿Y su hija, vive también en tal retraimiento?
—Vive con menos rigidez y sale bastante de casa, gracias a su hermanastra, la baronesa, que, aunque beata, es bastante andariega, y se pasa el día en juntas de cofradías y patronatos píos o haciendo visitas a los más elocuentes predicadores de la Compañía. Si quieres verla a menudo, hazte beato y visita las sacristías. Además, también asiste a los bailes de Palacio o a los que se celebran en casa de algún individuo de la antigua nobleza. En cuanto a las reuniones en los palacios de los banqueros o de esa aristocracia dorada cuyos ascendientes se pierden en las telarañas de un mostrador, no esperes encontrar allí a la familia de Baselga. El conde es inflexible y no quiere transigir con nada de lo creado por la revolución. Ya que asiste a pocas diversiones quiere que éstas no supongan una abdicación de sus arraigados principios.
Y el alférez seguía relatando con abundancia de detalles la vida de la familia de Baselga, sus costumbres y las relaciones que más fielmente sostenía.
—El conde tiene muy pocos amigos. En vida de su mujer daba fiestas a una sociedad muy escogida, en esa casa de la calle de Atocha que tú conoces; pero desde que aquélla murió, los salones han quedado cerrados y, muy de tarde en tarde, recibe alguna visita por puro cumplimiento. Quien más influencia tiene en aquella casa es un célebre jesuíta, el padre Claudio, que también es gran amigo de la familia. Yo pensé valerme de él para que me facilitara el ser novio de Enriqueta, y estaba muy confiado, pues el tal jesuíta es un casamentero de primera fuerza; pero en vez de ayudarme, lo que hizo, apenas le expuse mi pretensión, fué encajarme un sermón muy dulce, pero que me dolió en el alma, diciéndome que yo era hombre capaz de derrochar en unos cuantos meses la fortuna más grande del mundo, y que por esto no se hallaba él dispuesto a recomendarme a ninguna joven que apreciase. Si piensas intentar la conquista de Enriqueta, empresa que es difícil, procederías muy cuerdamente haciéndote amigo del padre Claudio, que manda en el conde, en la baronesa y en todas cuantas personas encierra aquella casa.
El capitán acogió con sonrisas estas indicaciones del vizconde.
—¿Te ríes?, ¡eh! Pues no harás nada si dejas de seguir mis consejos. Soy hombre experimentado, aunque nadie lo quiere creer en el regimiento, y sé lo que debe hacerse en estos casos. Además, si quieres ver a Enriqueta, tal vez encuentres ocasión algunas tardes si vas a menudo al paseo de la Castellana. Algunas veces el conde de Baselga se acuerda de lo que fué, siente la nostalgia de sus buenos tiempos, cuando galopaba al frente de un escuadrón de la Guardia, y monta a caballo para acompañar a su hija, que es la muchacha que en Madrid mejor sabe manejar una yegua. En esto no desmiente su procedencia y demuestra que por sus venas corre la sangre de un hábil y valiente jefe de caballería. Yo en tu lugar alquilaría un caballo, aunque esto te lleve una parte importante de la paga, e iría todas las tardes a la Castellana. No sería difícil que de este modo consiguieses llamar la atención de Enriqueta, que admiraría más a un buen mozo, como tú lo eres, viéndolo sobre un brioso caballo.
La conversación entre los dos militares comenzó a languidecer. El alférez, que tanta ansia sentía poco tiempo antes de desahogar el cúmulo de palabras almacenadas en su menguado cerebro, coronaba todos sus párrafos con una copita de ron, y al poco rato fué sumiéndose en una calma beatífica, de la que no le sacaba su compañero, el cual solamente contestaba con monosílabos y sonrisas.
El vizconde acabó por extender sus piernas con estremecimientos voluptuosos, sobre el viejo sofá del cuarto de banderas, buscando la mejor posición para echar un sueñecito y que transcurrieran, aún más velozmente las horas que le quedaban de arresto.
Alvarez sabía ya todo lo que deseaba, y, comprendiendo que su fatuo compañero no le diría más, se dispuso a salir.
—¿Te vas, chico?—dijo el alférez con voz indolente.
—Sí. Te hago el favor de dejarte solo. Que duermas bien y no sueñes con el coronel.
—Gracias. Y en cuanto a enamorarse de esa muchacha, piénsalo bien. Es una barbaridad de la que llegarás a arrepentirte; pero, en fin, si te empeñas en quererla y la cosa no tiene remedio, acuérdate de mi consejo. Hazte amigo del padre Claudio, que con su apoyo, hasta un barrendero podrá aspirar a la mano de una infanta de España.
Se eclipsa el astro.
Era una continua obsesión la que ejercía el recuerdo de Enriqueta en el capitán Alvarez.
Aquellos ojos negros brillando bajo el encaje de una capota blanca, eran una imagen fantástica, una eterna aparición que turbaban la santa tranquilidad en que hasta entonces había vivido el capitán.
No podía ver en la calle un sombrero femenil como el de Enriqueta, o un traje semejante, o una mujer que, mirada por la espalda, presentase un aspecto parecido, sin que al momento corriese en su seguimiento para sufrir después una dolorosa decepción que le ponía triste y malhumorado durante algunas horas.
Un día, a la puerta de la iglesia de San José, encontró a la baronesa de Carrillo, con su traje negro y su majestuoso aspecto de beata elegante. Iba sola, pero a pesar de esto, Alvarez, por un irreflexivo instinto, la siguió como si fuese su hermanastra, y únicamente cuando la baronesa, después de un paseo de algunas horas por las calles de Madrid, entró en su casa, no sin antes lanzar a su perseguidor unas cuantas miradas de ultrajante orgullo, fué cuando comprendió el capitán que había hecho una barbaridad.
Conforme avanzaba el tiempo y transcurrían los días sin ver a aquella joven que tanto le había impresionado en el Retiro, Alvarez sentíase más tenazmente dominado por aquella pasión, y dedicaba a ella toda su existencia.
El que era citado en el regimiento como modelo de oficiales puntuales comenzaba a descuidar los actos del servicio y se mostraba distraído hasta el punto de que algunos compañeros lo sorprendieron en el cuarto de banderas rasgueando al dorso de los partes de los subalternos letras enrevesadas y fantásticas que, unidas, formaban un nombre: Enriqueta.
Las noches que llovía, el capitán volvía a casa calado hasta los huesos, ni más ni menos que un paciente mozo de cuerda que espera en la esquina quien le dé trabajo, lo que obligaba a su fiel asistente Perico a hacer mil conjeturas, todas a cual más disparatada.
Para el asistente no pasaba desapercibido que su amo sufría un trastorno que turbaba su vida, hasta entonces tan regular y monótona, y con el picaresco olfato adquirido en el roce con las gentes de su clase, adivinaba que en todo aquéllo "había faldas de por medio".
Una circunstancia le afirmaba cada vez más en esta creencia, y era que algunas mañanas, al limpiar el cuarto de su señor, encontraba sobre la mesa pliegos de papel cubiertos de renglones desiguales que el asistente, con la torpeza propia del que en su niñez sólo llegó a adivinar en la escuela lo que podía ser la lectura, iba descifrando. De este modo supo Perico que su amo pasaba las noches haciendo versos y que éstos siempre iban dirigidos a una tal Enriqueta, nombre que el asistente no adivinaba a quién pudiera pertenecer por más que repasaba en su memoria todas las señoritas cursis, hijas de pupileras y modistillas con quienes el capitán había distraído el tedio de la vida de guarnición.
Efectivamente, Alvarez combatía la tristeza que de él se apoderaba apenas se encerraba en su habitación, escribiendo versos a la hija de Baselga, a quien sólo una vez había visto, y cuando no desahogaba de este modo su fiebre amorosa, iba a situarse en la calle de Atocha, y transcurrían para él las horas paseando la acera de enfrente de la casa del conde, siempre acechando una ocasión para contemplar el rostro de Enriqueta.
El carácter tenaz e impresionable de Alvarez se revelaba en aquella ocasión en toda su plenitud.
Ni las lluvias, ni el frío, ni la insolente curiosidad de los vecinos, conseguían apartarle de aquella continua observación, de aquel implacable acecho llevado a cabo sin ningún plan ni propósito fijo.
Todo lo que las curiosidades de los transeúntes y las furibundas miradas del grueso portero de la casa de Baselga lograron de la tenacidad del joven capitán, fué que éste se despojase de su uniforme para ser menos notado, y que, vestido de paisano, siguiese paseando la calle con todo el aspecto de un poeta bohemio a quien le sienta mal la ropa.
No compensaba el éxito la tenacidad que en aquel asedio mostraba el capitán.
Algunas veces logró contemplar en uno de los balcones del piso principal, por muy breves instantes, a la hermosa Enriqueta vestida en traje de casa; pero estas apariciones fueron poco frecuentes, y, en cambio, todas las tardes veía pasar, tras los cristales de alguna ventana, los coléricos ojos de la baronesa y su boca contraída por un gesto de rabia.
Otro ser llamaba también la atención del enamorado capitán, y era un muchachuelo como de trece años, alto, flacucho, de constitución anémica, de rostro pálido mate, pero con ojos vivos y hermosos que recordaban los de Enriqueta.
Era el hermanito; aquel ser débil y fanatizado que, según las revelaciones del alférez Lindoro, estaba destinado a servir a la Iglesia.
Alvarez, plantándose audazmente frente al balcón, le miraba con aquella simpatía que le inspiraban todos los seres que rodeaban a la mujer amada; pero el muchacho fijaba en él los ojos con aire de extrañeza, y al fin se retiraba con el mismo aire de una niña que se ve contemplada con curiosa insolencia.
Una tarde, a la misma hora en que Alvarez, puesto de uniforme y cubierto de polvo del campo de maniobras, en que había hecho ejercicio su regimiento, volvía con el propósito de pasar una sola vez por la calle de Atocha, animado por la vaga esperanza de ser más afortunado que otras veces y contemplar a Enriqueta, vió salir del portal de la casa de Baselga dos briosos caballos montados por una airosa amazona y un señor de marcial figura y pelo cano.
Eran Enriqueta y su padre que se dirigían a la Castellana.
El conde de Baselga estaba algo maltratado por la edad, pero no había perdido su antiguo aspecto. Su rostro, a fuerza de estar curtido, tenía un tinte cobrizo; sus patillas eran canas, y su abdomen demasiado prominente para un gallardo jinete; pero a pesar de esto, todavía resultaba una hermosa figura moviéndose al compás del paso de su cabalgadura.
Junto a él, con el rostro grave y sin que entre ambos se cruzara la más leve palabra, iba la hermosa Enriqueta, a cuya figura daban aún más realce la negra amazona que marcaba todas las líneas de su busto escultural, y el gracioso sombrerillo del que colgaba el blanco velo que envolvía, como una nube, su rostro.
Baselga marchaba al lado de su hija en actitud rígida e indiferente, pero de vez en cuando la examinaba con rápida mirada, y en su rostro marcábase una expresión momentánea de satisfacción.
En aquel hombre notábanse dos orgullos satisfechos: el de padre y el de viejo soldado, y al par que admiraba la gracia de la hija, mostrábase contento por la pericia de aquella discípula que hacía honor a sus lecciones manejando el caballo de un modo magistral.
Cuando los dos jinetes pasaron cerca del capitán, el conde le miró con esa instintiva y rápida atención que merecen los oficiales jóvenes a todo militar viejo, y Enriqueta, al conocerle, volvió rápidamente la cabeza, como si quisiera evitar la indiscreción de una mirada.
De poder realizar sus deseos, el capitán hubiera seguido a los dos jinetes, que se alejaban; pero le era imposible encontrar inmediatamente otra cabalgadura, y en aquel momento se propuso cumplir los consejos del alférez Lindero, y juró que desde el día siguiente se presentaría a caballo todas las tardes en la Castellana, a pesar de que montaba muy mal.
Cuando aquella noche su asistente Perico recibió la orden de tener preparado para el día siguiente, a las tres de la tarde, un buen caballo, el pobre muchacho abrió los ojos desmesuradamente en señal de extrañeza, y se afirmó en su creencia de que al señorito le sucedía algo gordo. Sabía él que el capitán no era un modelo de jinetes, y no podía explicarse su repentino deseo de exhibirse en las calles de Madrid montado en un rocín de alquiler.
Pero Perico tenía la costumbre de obedecer las órdenes sin replicar, evitando a su amo preguntas superfluas, y en la tarde del día siguiente tuvo en la puerta de la calle el caballo que el capitán deseaba.
Alvarez, aunque no fuera gran jinete, presentaba sobre el caballo una figura aceptable, y al pasar por la calle de Atocha consiguió que el portero de casa de Baselga le mirara con extrañeza, como si no comprendiera el motivo por el cual un oficial de infantería se convertía en plaza montada.
La tarde entera pasó el capitán en la Castellana llevando su caballo unas veces al trote y otras al galope para distraer el tedio que de él comenzaba a apoderarse, y no vió entre la turba de paseantes un rostro amigo ni distinguió en los pelotones de elegantes jinetes a Enriqueta y su padre.
Sin duda al conde de Baselga le había dado aquel día por no salir, o la baronesa se había empeñado en llevarse a Enriqueta a alguna junta de cofradía. Total: que la fatalidad se burlaba del capitán, el cual, por ver de cerca a la linda joven, se resignaba a galopar una tarde entera (diversión que le agradaba poco), por entre una turba de elegancias imbéciles que le miraban con extrañeza y parecían preguntarse con los ojos: ¿Quién es éste?
No por esto se desalentó Alvarez; tenaz como siempre en sus propósitos, siguió alquilando un caballo todas las tardes, y con la, fatalista pasividad de un moro aguardó paseando por la Castellana la aparición de aquella mujer que parecía haber pasado tan sólo ante sus ojos para engendrar un indefinido deseo que fuese su tormento.
Una semana después, en una tarde que nada tenía de hermosa, pues el cielo estaba cubierto de plomizos celajes y soplaba un viento frío con conatos de huracán, vió Alvarez a lo lejos venir hacia él, a todo el galope de sus briosos caballos, a Enriqueta y su padre.
El capitán experimentó gran emoción, y tan turbado quedó, que por un movimiento instintivo detuvo su caballo.
Plantando su cabalgadura en el centro del paseo, vió el capitán llegar a los dos hábiles jinetes, que pasaron por su lado con la violencia de una tromba.
Estaba Alvarez en tan extraña actitud que forzosamente había de llamar la atención, y tanto el conde como su hija se fijaron en él, reconociéndolo inmediatamente.
Para Baselga aquel joven capitán no era un desconocido ni resultaba ser casual aquel encuentro en el paseo, y buena prueba de ello fué que, al pasar cerca de Esteban y reconocerlo frunció el cano entrecejo, lanzándole una mirada fría y orgullosa. Sin duda su hija la baronesa le había dado cuenta de que un capitán, cuyas señas le detallaría, asediaba a Enriqueta ejerciendo una continua persecución amorosa que se estrellaba ante el retraimiento en que vivía la joven.
Esta también se fijó en Alvarez, pero su presencia sólo le arrancó aquella mirada, mezcla de extrañeza e indiferencia, que era en ella peculiar.
El capitán, repuesto inmediatamente de su impresión, lanzó su caballo en seguimiento de los dos jinetes, y así recorrió dos veces el paseo, llamando la atención de algunos transeúntes.
Alvarez, ocupado en contemplar las espaldas de su amada y su hermoso talle lo más cerca posible, no pensaba en las conveniencias ni el disimulo que debe observarse en materia de amores y desconocía el efecto que causaban aquellas imprudencias.
A Enriqueta no debía disgustarle del todo aquella adoración tan audaz y despreocupada, por cuanto varias veces volvió la cabeza y miró fijamente al capitán con aire entre ofendido y risueño; pero al conde, a quien no pasaban desapercibidas tales demostraciones, no le resultaban tan gratas las continuas audacias del militar, demostrándolo con rápidas ojeadas que lanzaba al insolente.
Aún dieron otra vuelta por el paseo los dos elegantes jinetes, seguidos siempre por el amoroso apéndice. El conde esperaba que el militar se cansase de la persecución; pero en vista de su tenaz importunidad, comenzó a sentirse dominado por aquella cólera que tan terrible le hacía.
Baselga apretaba nerviosamente su latiguillo y sentía tentaciones de revolver su caballo para ir a cruzarle la cara al insolente adorador. Con menos motivo había dado en su mocedad mayores escándalos; pero ahora se encontraba en una posición que exigía en él mayor prudencia, y reprimiendo su furor que ponía pálido su rostro e inyectados sus ojos, se decidió a abandonar al paseo.
No quería que aquellos burgueses plebeyos que paseaban a pie por los andenes fijasen su atención en él y su hija en vista de la importunidad del capitán.
El conde dijo rápidamente algunas palabras a su hija, e inmediatamente abandonaron la Castellana a todo galope, pasando como exhalaciones por entre los brillantes y blasonados carruajes, de cuyo interior les dirigían amistosos saludos.
Alvarez, incorregible, y como si no comprendiese el enojo de Baselga, fué en seguimiento de éste y su hija, y no cesó en su estúpida persecución hasta que ambos jinetes desaparecieron en el portal de su casa de la calle de Atocha.
Cuando el capitán, algunas horas después, se encontró solo en su habitación, se dió exacta cuenta de lo ridículo que había estado aquella tarde y del enojo que había provocado en Enriqueta y su padre.
La más terrible desesperación se apoderó de él. Era un bruto, lo reconocía francamente, y ni a un aguador se le podía ocurrir hacer la corte de un modo tan extravagante, llamando la atención de los curiosos e irritando a la mujer amada. Enriqueta odiaría ahora a un hombre que parecía empeñado en ponerla en ridículo, y su padre, mejor que entregarle la mano de su hija, lo que haría el día en que se le presentase con tal pretensión (si es que llegaba), sería darle de bofetadas.
La ofuscación sufrida durante el paseo se había desvanecido totalmente, y la realidad martirizaba ahora el ánimo de Alvarez.
Aquella noche fué cruel, pues el peor tormento que podía experimentar el capitán era que una idea desagradable se fijase tenazmente en su memoria.
Comió poco, riñó a su asistente, cosa que muy raras veces le ocurría, y durmió mal, viéndose atormentado en los instantes que lograba ser presa del sueño por terribles pesadillas, en que aparecían grotescamente mezclados el rocín de alquiler, las furiosas miradas de Baselga, los indiferentes ojos de Enriqueta y la facha ridícula de un maldito capitán que se parecía a él como dos gotas de agua y que hacía reír con ridiculeces grotescas a toda la humanidad.
Aquella noche fué para Alvarez de las más terribles. Cuando se levantó de la cama, poco después de amanecer el día, pensó con envidia en las horribles noches pasadas en los campos marroquíes, en peligrosas escuchas, mandando un grupo de hombres rodeado de enemigos, a gran distancia del núcleo del ejército. Allí se corría el peligro de recibir a cada momento un balazo o sentir una gumía en la garganta; pero al menos se dormía bien siempre que lo permitían los moros, y no se soñaba en miradas de indignación ni en capitanes puestos en ridículo.
Al entrar Alvarez pálido y ojeroso en el cuartel, le esperaba otro tormento. Allí se encontraba el alférez Lindero, que, como de costumbre, estaba al tanto de todo lo ocurrido el día anterior y conocía con todos sus detalles la ridícula persecución llevada a cabo por el capitán “Séneca”. Un “dandy” de su mismo fuste le había contado por la noche en el Casino las ridiculeces de un militar que parecía hacerle el amor a Enriqueta Baselga, y el vizconde adivinó que aquel ente extraño no podía ser otro que su amigo Alvarez.
¡Qué de estúpidas reconvenciones tuvo que sufrir éste, dichas con un acento paternal que movía a risa! ¡Cómo exageraba el vizconde, llevado de sus preocupaciones, la imprudencia del capitán!
Este estuvo tentado de enviar a mala parte al lindo alférez; pero a pesar de esto, acabó por hacer caso e impresionarse con sus palabras, sintiendo aumentar el disgusto que le producía su conducta del día anterior.
Tan avergonzado se mostró por esto, que se prometió internamente olvidarse de Enriqueta, y en muchos días no pasó por la calle de Atocha.
Para que aquella seductora imagen que había turbado su tranquila existencia se borrase por completo de su memoria, Alvarez apeló a todos los medios, y durante algunos días hizo, en unión de los oficiales más alegres de su regimiento, una vida de calavera.
Su asistente estuvo varias noches esperándole hasta el amanecer, y una mañana, al ver entrar a su señorito con el traje bastante desordenado, la faz algo congestionada y los ojos más brillantes que de costumbre, sospechó que el alcohol le había poseído durante algunas horas.
El capitán hizo una vida de café y de diversiones menos honestas durante algunas semanas, y al principio se complacía notando que las fugaces y continuas impresiones que aquella existencia agitada le proporcionaba, conseguían borrar de su memoria los angustiosos recuerdos; pero el mismo tenaz empeño que ponía en olvidarse de Enriqueta, era causa, sin duda, de que la imagen de ésta se reprodujese en su imaginación apenas se entregaba a la tranquilidad.
Alvarez se cansó al fin de luchar. Reconocía que era un chiquillo mimado y voluntarioso, como en la época que dormía sobre las faldas de su madre; la contrariedad y los obstáculos excitaban más sus deseos, pero él no tenía otro remedio que ser tal como le había formado su naturaleza; y, víctima de sus naturales impulsos, se reconocía impotente para sofocar aquella pasión que de él se había apoderado.
Estaba verdaderamente enamorado de Enriqueta y no lucharía más, pues era inútil cuanto intentase por sustraerse a tal pasión.
Alvarez se resolvió a volver a sus antiguas costumbres, y tres semanas después del día en que tan ridículamente se portó en la Castellana se dirigió a la calle de Atocha, experimentando al entrar en ella la misma zozobra del enamorado que va a hacer su primera declaración.
Los balcones del palaciego de Baselga estaban herméticamente cerrados, pero el gran portal seguía abierto, ostentándose sobre el umbral el grueso cancerbero con su capote de botones resplandecientes, tan grandes como platitos de azúcar.
Aquel can racional, que tan furibundas miradas lanzaba siempre a Alvarez, al verle esta vez sonrió con toda la expresión que podía dar de sí su boca de escarlata, desgarrándose de oreja a oreja.
El capitán pasó muy lentamente frente a la casa, fijando su mirada en todos los balcones y ventanas, con la vaga esperanza de ver asomarse a la mujer amada. Pero en los dos pisos estaba todo cerrado, y únicamente en la planta baja el portero se encargaba de demostrar que la casa no estaba deshabitada.
Alvarez se alejó pensativo, y de allí a poco volvió a pasar frente a la casa.
El portero sonrió nuevamente con aire de socarronería, y el capitán, a quien aquella clausura de balcones y ventanas había puesto de muy mal humor, se plantó cerca del portal, y atusándose la perilla nerviosamente, miró con insolencia al doméstico.
Este se puso grave. Era hombre de tranquilas costumbres y conocía que aquel militar no necesitaba de muchas excitaciones para entrar en el portal y agradecer su insolencia con unos cuantos trompis.
Aquel majestuoso vientre cubierto de paño azul experimentó la necesidad de congraciarse con el capitán, y haciendo uso de la más amable de sus sonrisas, dijo con acento humilde:
—Es inútil que el señor se incomode viniendo por aquí. Hace ocho días que el señor conde marchó con su familia a sus posesiones de Salamanca, y creo que no volverán hasta el próximo invierno.
Y saludando ceremoniosamente, se metió en su portería con gran prisa.
Quedó Alvarez tan turbado, que ni aún se le ocurrió hacer una pregunta al portero.
Ahora sí que tendría que conformarse a no ver a Enriqueta.
El brillante astro había sufrido un eclipse.
El señorito dice misa.
No tuvo tiempo Alvarez para pensar en la desaparición de Enriqueta, pues una desgracia vino a sacarle de su preocupación amorosa.
Sus parientes de Pamplona le escribieron a los pocos días notificándole que su madre estaba enferma de gravedad, y cuando ya se disponía a pedir una licencia a su coronel para trasladarse a la capital navarra, recibió un telegrama que, con el cruel laconismo propio de tales casos, le noticiaba el fallecimiento de la enferma.
El dolor que experimentó el capitán borró de su memoria todo recuerdo amoroso, y pasó mucho tiempo entregado a una cruel melancolía, pensando únicamente en aquellos padres tan rudos como bondadosos, que le creían un genio del porvenir, y que habían muerto viéndole todavía confundido entre el vulgo de los mortales.
La repentina desgracia fué muy útil para Alvarez.
El recuerdo de la madre borró el de la mujer amada, y aquel hombre, cuyo carácter sentía la necesidad de aferrar tenazmente a su memoria un recuerdo fijo y acariciarlo a todas horas, sólo se preocupó de la difunta, mostrándose en público como poseído de eterna tristeza.
Perico, que creía un deber alegrarse cuando su amo estaba contento y reproducir de igual modo su tristeza, mostrábase en esta ocasión melancólico y desalentado cuando se reunía con otro asistente; pero hay que confesar que aun llamándose en su interiormente perverso y mal corazón, se alegraba del suceso, no porque tuviese ningún resentimiento con la madre del señorito, sino porque su muerte había venido a librarle del peligro que le ofrecía una mujer desconocida, a quien el capitán parecía amar con delirio.
El único punto negro en el porvenir de Perico era la suposición de que algún día el capitán Alvarez llegase a casarse. El fiel asistente, en su cariño al señor, llegaba hasta a los sentimientos femeniles, y como si fuese una mujer temerosa de una infidelidad, experimentaba algo de celos y de rabia al pensar que algún día podía su amo casarse, rompiéndose con esto aquella unión respetuosa, pero fraternal, que entre los dos existía.
Aquel muchacho experimentaba un gozo sin límites al ver que el capitán permanecía triste e impresionado por la muerte de su madre y no se acordaba de montar a caballo ni de borronear versos, siempre dedicados a aquella desconocida Enriqueta.
Así transcurrieron algunos meses, y al hallarse en pleno verano, Alvarez comenzó a abandonar su triste vida, que le tenía reducido muchas horas en su habitación o le lanzaba a solitarios paseos.
Su asistente comenzó a notar que salía de casa con más frecuencia, que en determinadas noches se retiraba tarde, y que a pesar de su afición al “oficio”, que le hacía considerar el uniforme como su vestidura eterna, salía a menudo en traje de paisano.
Esto lo consideraba Perico como muy extraño, sin poder explicarse la causa y aun aumentaban más sus sospechas las nuevas amistades que su amo parecía haber contraído.
Señores de aspecto elegante venían a aquella humilde casa de huéspedes para visitar al capitán, y algunas veces permanecían encerrados con él algunas horas hablando muy quedo.
Alvarez pasaba bastantes noches en claro, revisando papeles y escribiendo, y cuando Perico, aguijoneado por la curiosidad que en él hacía nacer la posibilidad de nuevos amoríos, examinó una mañana los documentos que tanto absorbían la atención de su amo, se encontró que eran el escalafón general de los jefes y oficiales del ejército, que el capitán revisaba con gran minuciosidad, colocando al lado de ciertos nombres señales convencionales que eran crucecitas rojas o azules.
Aquello no era cosa de amores, y esta reflexión bastó para que el asistente volviera a su antigua e impasible indiferencia, cuidándose en adelante de mezclarse en los asuntos de su amo.
A pesar de estos propósitos el muchacho no pudo evitar que le llamase profundamente la atención el aire misterioso que tenían algunas veces los nuevos amigos de su amo, así como las precauciones que tomaba éste al hacer sus salidas en ciertas noches, vistiéndose de un modo que, aunque no carecía de naturalidad, desfiguraba algo su persona.
El capitán parecía muy preocupado, pero no con la tristeza de algún tiempo antes, sino poseído de agitación febril y como desesperado de no poder atender a múltiples y apremiantes ocupaciones.
Algunos días no comía en casa, y después Perico, por conducto de otros asistentes, sabía que su señorito iba de francachela honesta con otros oficiales de distintos cuerpos de la guarnición, hablando a los postres con gran secreto, de cosas que sólo ellos conocían.
El asistente no sentía ninguna alarma, pues a él, fuera de los amoríos serios, no le atemorizaba ninguno de los compromisos en que pudiera verse su señor.
Sin embargo, una tarde llegó a interesarse seriamente en los asuntos de su amo por la forma misteriosa en que éstos fueron revelados. El capitán había salido una hora antes y el asistente rondaba la cocina, donde fregaba la maritornes gallega, cuyas exuberantes formas se complacía en pellizcar, al menor descuido, el tuno de Perico.
Sonó la campanilla de la puerta de la escalera y el asistente fué a abrir, queriendo evitar este trabajo a su adorada gallega.
Un hombre del pueblo, un obrero de blanca blusa y rostro curtido de rasgos duros, entró en el recibimiento preguntando con aire imperioso:
—¿Está el capitán?
—Salió hace una hora. ¿Qué quiere usted?
—Yo... nada—dijo el obrero después de vacilar un buen rato.
—Puede usted decirme lo que quiera sin miedo, porque yo soy su asistente desde hace algunos años.
—Entonces—contestó el hombre después de reflexionar largo rato—, dile a tu señorito que esta noche dice misa.
Perico se quedó estupefacto hasta el punto de dudar de lo que tan claramente había oído. Hubo un momento en que creyó que aquel hombre era un chusco de mal género, y hasta pensó en la conveniencia de darle un soberbio coscorrón; pero el aire grave y un tanto majestuoso del obrero, al decir tales palabras, le convenció de que se hallaba muy lejos de burlarse.
Pero el asistente, por salir de su asombro, buscó instintivamente cualquier palabra, y sin darse cuenta de ello preguntó:
—¿Y a qué hora ha de decir misa?
Entonces fué al obrero a quien le tocó mostrar asombro:
—¡A qué hora ha de ser! A la de siempre. Tú dale el recado tal como yo lo digo, que al buen entendedor...
Y se fué.
Cuando el capitán volvió a la hora de la comida, su asistente le relató todo lo ocurrido con el aire más natural del mundo, como si se tratara de cosas que él tuviera olvidadas de puro sabidas.
Su amo le oyó impasible y sin pestañear, no causándole la menor impresión el que fuese invitado a decir misa el héroe que tanto se había lucido en Castillejos y en el campamento de Tetuán.
—Es una seña convenida, no hay duda—se dijo Perico, a través de cuya corteza ruda comenzaba a filtrarse la sospecha de lo que aquel misterio significaba.
Cuando su amo salió de casa a las nueve de la noche, el asistente pensó en seguirlo para averiguar la verdad que encerraban tantos secretos. Fué ésta una idea que rápidamente surgió en su pensamiento y el muchacho la puso inmediatamente en práctica sin pararse a reflexionarla.
Al verse en la calle se avergonzó de su arranque y la conciencia pareció insultarle por aquella ligereza que afeaba su fidelidad y solicitud de algunos años.
¡Espiar a su amo! ¡Quién podía aprobar tan repugnante absurdo! Además, a él no le importaban los negocios particulares del capitán, y faltaba villanamente a su deber queriendo inmiscuirse en ellos... Pero cuando tales reflexiones se hacía, su amo, que se alejaba con apresurado paso, iba ya a doblar la esquina de la calle, y él, por instintivo impulso le siguió, aunque lamentándose interiormente de ser capaz de semejante atentado.
La curiosidad, naciendo repentinamente en él, le dominaba hasta el punto de convertirlo en un autómata.
Siguiendo a su amo a bastante distancia, llegó Perico a la plaza de Santo Domingo, y entrando el capitán en una de las calles inmediatas desapareció en el sucio y mal alumbrado portal de una casa de modesta apariencia.
Allí era, sin duda, donde se presenciaba un espectáculo tan raro como era que un capitán del ejército español dijese misa.
El asistente quedó en acecho. Lo que había visto no desvanecía el misterio y deseaba atrapar algún detalle convincente que diese más luz al asunto.
No fué larga su espera. Separados por cortos intervalos de tiempo, fueron entrando en el mezquino portal una docena de personas en las cuales reconoció Perico a algunos de los señores que con aire tan misterioso visitaban a su amo, y a un comandante de otro regimiento, que era gran amigo del capitán Alvarez.
Transcurrieron algunos minutos sin que entrara ninguna otra persona, y se retiraba ya el asistente de la esquina desde donde espiaba, cuando dobló aquélla, tropezando rudamente con él un caballero de mediana estatura, moreno y nervioso, que llevaba demasiado encasquetado sobre el rostro su sombrero de copa y ceñía su levita con aire algo militar.
El caballero, al tropezar con Perico, le miró rápidamente con brillantes ojos en que se notaba cierta expresión de desconfianza, pareció dudar un breve momento y después siguió adelante, afectando indiferencia y golpeando el suelo con el bastón, hasta que desapareció en el mismo portal que los otros.
El asistente se quedó asombrado, pegado a la pared y sin ánimo ni aun para respirar. ¡Gran Dios! ¿Se habría equivocado? ¿Sería aquel hombre una visión? ¿No existiría entre él y el otro un extraño parecido? Pero no; la duda era inútil. Aquellos ojos de arrogante fiereza eran los mismos que brillaban bajo los pliegues de la bandera española en la jornada de los Castillejos; aquel rostro cetrino, enjuto y de rasgos duros y enérgicos, era el del general Prim.
Además, para desvanecer cuantas dudas pudieran ocurrírsele al asistente, acudieron a su memoria la revisión del escalafón, las misteriosas visitas y, sobre todo, las ideas políticas de su amo, que él sabía perfectamente.
Por fin conocía la verdad. El capitán conspiraba, y aquellas reuniones eran conciliábulos preparativos de una revolución.
Ya sabía él quién pagaría aquellas misas. El Gobierno.
El que se entrega a la Compañía es su esclavo para siempre.
Cuando el conde de Baselga, poco tiempo después de la muerte de don Ricardo Avellaneda, se vió esposo de la hija de éste, abandonó París, y aprovechando una de las muchas amnistías concedidas por los Gobiernos del moderantismo a los emigrados carlistas, fué a establecerse en Madrid.
Su esposa, la dulce María, que en su juventud tanto había soñado con España, la patria de sus padres, ansiaba vivir en aquel país, escenario obligado de todas las relaciones poéticas y románticas que tanto la habían entusiasmado en su adolescencia.
En cuanto al conde de Baselga, no sentía menos interés por ir a vivir en la capital española. Experimentaba ese amor dominante y casi loco que sienten los emigrados por la patria a la cual no pueden volver, y a esta pasión se unía el deseo egoísta y soberbio de aparecer tras un largo eclipse en aquella ciudad, teatro de sus primeras aventuras, no pobre, envejecido y desilusionado, como la mayor parte de los que con él habían hecho la campaña carlista, sino opulento, feliz y satisfecho con la fortuna, hada malévola que en uno de sus caprichos le había hecho dueño de una respetable cantidad de millones, y de una mujer que, a pesar de su hermosura y de que podía ser su hija, le amaba con un amor tranquilo y desprovisto de violentas emociones, pero tenaz e inquebrantable.
Los condes de Baselga fueron por mucho tiempo la pareja mimada de la alta sociedad, los árbitros de la moda, los que imponían la ley en materias de buen gusto y marchaban a la cabeza de ese tropel de gentes distinguidas cuya única ocupación consiste en sostener el legendario esplendor de generaciones que pasaron y encontrar el medio más elegante de arrojar su dinero por la ventana.
Lo que hacía recaer con más insistencia la atención del mundo elegante sobre los condes de Baselga era el mutuo cariño que se profesaban, aquel amor tranquilo y sin límites que, por preocupaciones sociales, querían ocultar en público encubriéndolo bajo esa indiferencia galante que en la sociedad dorada es signo de buen tono, pero que, a pesar de esto, asomaba siempre a la superficie.
Al poco tiempo de haber hecho ambos su aparición en el mundo elegante de Madrid con todo el esplendor que da una colosal fortuna y una felicidad que no permite preocuparse de economías, María vióse envuelta en una agradable atmósfera de adoración galante. Los Baselga de aquella época, oficialillos de Cuerpos distinguidos o elegantes, preocupados con el último figurín de París o Londres, sintiéronse subyugados por aquella nueva belleza tan distinta por su dulzura, su bondad y su elegante sencillez, de las hermosuras de la corte, encerrando bajo sus magníficos trajes y su capa de colorete todas las asquerosidades de un burdel y las desvergüenzas irritantes de una verdulera.
Aquella belleza que surgía pura y sencilla de una existencia hasta entonces retirada y casi claustral, que entraba en el ambiente corrompido de la alta sociedad conservando su tenue aureola de una castidad soñadora y enamorada, excitó el apetito de todos aquellos tenorios, terribles derribadores de puertas abiertas, que realizaban las difíciles conquistas de las linajudas damas que, mucho antes de que ellos aventurasen la menor declaración, ya tenían el firme propósito de entregarse tras una fingida resistencia.
La condesa María recibió a docenas las declaraciones de ardorosa pasión dichas en una forma que ella había conocido algunos años antes leyendo novelas francesas; no pudo bailar en ninguna de las grandiosas fiestas de la aristocracia madrileña sin que al momento le deslizasen en el oído vulgares frases de amor dichas con tono melodramático, y se vió obligada a no aventurar una simple sonrisa de cortesía, so pena de que fuese considerada por sus fatuos adoradores como una promesa de futura benevolencia.
María se mostró fuerte, y ni por un solo instante logró turbarle aquella seductora atmósfera en que se veía envuelta.
Aunque criada en un mundo aparte y desconociendo las costumbres de la sociedad en que ahora vivía, su buen sentido la hacía adivinar el fondo de brutalidad existente en aquella idolatría galante, y además, para permanecer invulnerable a tales seducciones, capaces de perturbar una cabeza ligera, contaba con el amor inmenso que profesaba a su esposo.
María, al lado de esta pasión sólo sentía otra, y era el afán de brillar en la sociedad, de gozar los homenajes sin consecuencias, que en los salones se tributaban a una mujer hermosa, rica, y que además reúne la rara cualidad de ser honrada y no excitar a su paso chistes de mal género, ni sonrisas irónicas, mal ocultadas tras los abanicos de plumas de oro.
Afable, sonriente, y siempre demostrando una dulzura que la hacía altamente simpática, la condesa de Baselga cruzaba el torbellino de aquella sociedad, cuya murmuración la respetaba instintivamente, olvidando su origen burgués; el bullir del vicio aristocrático, que salpicaba a todos, no lograba manchar a aquella joven ingenua e inexperta; pero esto era porque en público se mostraba como una estatua, fría, inabordable e insensible, guardando toda su ternura para la intimidad del hogar, donde se entregaba con el grato abandono de un ser feliz y satisfecho, al hombre que había sido su primero y único amor.
Baselga no era menos feliz que su esposa. No se había engañado cuando, en las noches de insomnio pasadas en su modesta habitación parisién de la calle de los Santos Padres, se preguntaba si estaba realmente enamorado de la hija del señor Avellaneda. El conde, a pesar del goce de su amor y de la satisfacción de sus sentidos, puramente humanos, se sentía dominado por una pasión cada vez más creciente, y que era tan ideal y vaga, como la que experimenta un poeta por la mujer a quien dedica sus primeros versos. Aquello era amor; y cuando recordaba la brutal pasión sentida en otros tiempos ante los incitantes encantos de su primera esposa, consideraba su anterior matrimonio como la conjunción bestial de un libertino con una prostituta unidos por el vínculo de un placer espasmódico, delirante, irritante e insaciable, propio de dos fieras en celo.
Al establecerse Baselga en Madrid, vióse obligado a avistarse con un antiguo amigo al que no profesaba ya simpatía alguna. Era éste el padre Claudio.
Encargado el jesuíta de la administración de los bienes de Fernanda, la hija de la baronesa de Carrillo, durante la permanencia de Baselga en las filas carlistas y su emigración, el conde vióse precisado a tener una entrevista con él para una entrega de cuentas puramente nominales.
Baselga, al llegar de París, se había instalado en un edificio nuevo de la calle de Atocha, que compró a buen precio, y quería vender el caserón de la calle del Arenal, que procuró no visitar, temiendo que la vista de sus habitaciones, y especialmente el gabinete de su primera esposa, evocara en su memoria horripilantes recuerdos.
Fernanda acababa de salir del convento donde se había educado, y vivía al lado de su madrastra, que por su edad y su carácter consideraba como a una hermana a la hija de su esposo.
Cuando Baselga recibió en su despacho la visita del padre Claudio, experimentó cierta sorpresa. Por aquel hombre no pasaban los años. Bien era verdad que su rostro no tenía la frescura natural de otros tiempos, y que su figura gallarda comenzaba a verse desfigurada por una naciente obesidad; pero a pesar de esto, el bello sacerdote era el mismo de siempre. Afeites de tocador femenil devolvían a su rostro la seductora ternura de otros tiempos; su boca, de artístico contorno, sonreía tan graciosamente como en otros tiempos; sus ojos seguían manejando con igual acierto aquella mirada dulce y afectuosa de hombre superior, que se encuentra siempre muy por encima de las miserias mundanales, y su ceñidor de seda apretaba con energía el abdomen rebelde, que grotescamente aspiraba a atentar contra la gallardía de su cuerpo.
Era aquélla una revocación hecha con arte en la fachada que comenzaba a tener grietas, y, gracias a aquel exquisito y artístico cuidado de su persona, el padre Claudio permanecía inalterable y consecuente en su papel de sacerdote elegante que inflamaba muchos corazones femeniles, y que por su frialdad, mil veces puesta a prueba y siempre triunfante, daba pábulo a las asquerosas murmuraciones de las damas despechadas, y de las cuales no salían bien librados aquel bello Alcibíades con sotana y los novicios de la Compañía.
La entrevista comenzó con cierta frialdad. El examen de las cuentas sólo duró algunos minutos, y cuando el conde, después de dar las gracias con ceremoniosa cortesía, comenzó a indicar lo grato que le sería quedarse solo, el jesuíta, con todo el aspecto de una persona herida en sus más caras afecciones que por dignidad quiere callar, pero que al fin, instintivamente da rienda suelta a sus sentimientos, comenzó a lamentarse de la conducta observada por el conde.
Aquello era incalificable para el buen padre Claudio. El conde estaba en Madrid establecido hacía ya algunos meses, y no sólo se había cuidado de no comunicarle directamente su llegada, sino que ahora, que le llamaba a su casa, le recibía con la frialdad altanera que se observa con un humilde administrador y hasta le daba a entender sus deseos de que se retirase inmediatamente.
—Vamos a ver—decía el jesuíta con conmovido acento—. ¿Qué he hecho yo para que se me trate de ese modo? ¿He faltado en alguna ocasión al cariño y a la amistad que mil veces le he jurado? ¿Es que he sido traidor a su afecto, o es que para merecer su amistad no he hecho suficiente con los servicios que le he prestado en circunstancias difíciles? Hable usted, por Dios, señor conde, pues yo soy hombre que no puede sufrir con resignación antipatías infundadas, y no quiero que me odie un amigo al que consideraba como un verdadero hermano. Crea usted que su frialdad me mata, y que antes quiero sufrir los más crueles tormentos que ver que me trata con despego y sin motivo alguno un hombre al que profeso un cariño fraternal.
Y el padre Claudio, al hablar así, estaba realmente conmovedor. Contraía su linda boca con un gesto de amargura, adoptaba el humilde aspecto de un ser resignado, pero que protesta antes de sucumbir al dolor, y para dar más fuerza a sus afirmaciones, se golpeaba suavemente el pecho y miraba al cielo con ademán trágico.
Baselga no se conmovió con estas demostraciones. ¡A él con tales maulas! Estaba muy equivocado el jesuíta si creía que era aún el muchacho crédulo y sencillo de otros tiempos, que se dejaba manejar como un imbécil. El había aprendido mucho; si, señor, los sucesos de su vida y, especialmente, los que precedieron a su segundo casamiento y que, por lo extraordinarios, eran dignos de figurar en una novela, le habían abierto los ojos y enseñado quién era la Compañía de Jesús: una vasta asociación de canallas que bien podían ponerlos donde hubiese, con la seguridad de que sabrían con habilidad llenarse los bolsillos como si no hiciesen nada; una banda de ladrones que se introducían bajo las más traidoras formas en el seno de las familias, y durante muchos años estaban preparando un golpe de mano contra la fortuna y la felicidad ajena, con una paciencia y una astucia que les envidiaría el más terrible bandido.
El conde, al hablar de este modo, se enardecía, golpeaba la mesa con furiosos puñetazos y miraba al jesuíta de tal modo que parecía querer devorarlo con los ojos. La justa indignación producida por la diabólica intriga de París, estallaba ahora con fuerza, después de haber estado reprimida durante algunos meses.
El jesuíta, no encontrando entre aquel torbellino de acaloradas palabras y agrias acusaciones un momento propicio para introducir en la indigna arenga algunas excusas, limitábase a mirar al techo con el ademán del que pone a alguien por testigo de su calumniada inocencia.
Pero el conde se mostraba implacable. Lo había dicho y lo repetía; no quería conservar ninguna relación con la Compañía de Jesús, sociedad que contaba con seres tan infames como el señor García y el padre Fabián Renard, y como nadie era dueño absoluto de su voluntad, él podía escoger en adelante sus amigos y deseaba no volver a cruzar la palabra con el padre Claudio ni con ningún otro individuo de la Orden.
Todo tiene su término, hasta la más tempestuosa indignación de un hombre enérgico y de carácter un tanto rudo; así es que llegó un instante en que el conde calló, y entonces el hermoso jesuíta inició la ardua tarea de sincerarse.
El no comprendía cómo un hombre tan religioso y de sanas ideas, como lo era el conde de Baselga, decía aquellos improperios contra los representantes de Dios, que son los hijos de San Ignacio de Loyola. ¿Acaso la corrupción liberal de Francia le había contaminado hasta el punto de convertirlo en uno de aquellos miserables pecadores que negaban autoridad al Papa y abominaban de la santa Compañía de Jesús? ¿Es que se había hecho masón?
Y el dulce padre Claudio, al hablar de libertad y masonería, hacía gestos de sagrado horror y pronunciaba tales palabras con la timidez ruborosa de una dama remilgada que muy contra su voluntad tiene que hablar de cosas repugnantes.
El conde se impacientó. El no era nada de aquello, ni le importaba tampoco al padre Claudio el saberlo, y si se mostraba tan indignado contra la Compañía, era porque ésta, valiéndose de intrigas miserables, había querido encerrar a su esposa en un convento de París y se había opuesto a sus amores, todo con el propósito de robar a María la fortuna que había heredado de su madre.
Al llegar a este punto se trocaron los papeles, y el padre Claudio estuvo sublime mostrándose poseído de una santa indignación, que casi le hacía semejante a aquellos mártires del primitivo cristianismo, que se enfurecían ante las blasfemias de los gentiles.
—¡Cómo!...—exclamó con gran calor—. ¿Sabe usted lo que dice? ¡La santa Compañía de Jesús mezclándose en asuntos pecuniarios y perturbando las familias con el afán de robar como usted dice! Eso es un absurdo, señor conde. Usted está perturbado por causas que yo ignoro, y hace recaer sobre una santa institución crímenes que nunca ha cometido ni cometerá. ¿Dónde ha leído usted que la Compañía se mezcle en asuntos como los que usted indica? ¿No sabe usted que nuestra Orden es pobre, y que nosotros apenas si con los donativos de nuestros buenos amigos podemos atender a sus múltiples necesidades y a las vastas y civilizadoras empresas que ha acometido, todo para la mayor gloria de Dios y el triunfo de la religión?
Y el padre Claudio, como si la indignación le sofocase, exhalaba con furia interminables "¡ah!" y "¡oh!" y se llevaba las manos, con ademán trágico, a los ricitos que orlaban su frente.
El bien reconocía que el conde tenía suficientes motivos para quejarse, pues no era un secreto para él lo que había ocurrido en París a la muerte del señor Avellaneda. Conocía todas las miserables intrigas del señor García y del vicario general de la Compañía en Francia, y las deploraba con toda su alma, mostrándose muy indignado por tan criminal conducta. ¿Pero era justo que se hiciese responsable a la Compañía de los crímenes de dos de sus individuos? ¿Hay en el mundo alguna institución, por santa que sea, que esté exenta del peligro de cobijar a miserables que urdan crímenes a su sombra?
El jesuíta hablaba con cierta fogosidad; su calma habitual había desaparecido, y estaba hasta elocuente al anatematizar a los que deshonraban a la Compañía con sus planes ambiciosos inspirados en un egoísmo infame.
—No, señor conde. La Compañía no es responsable de las faltas de esos dos desgraciados, y es una injusticia el querer arrojar sobre ella la menor sombra de culpabilidad. La prueba de la inocencia de nuestra Orden está en la actividad que ha demostrado para castigar a los culpables.
Y al llegar a este punto, el padre Claudio rayó a grande altura oratoria reseñando el castigo sufrido por ambos miserables. Del señor García no había que hablar. Semejante a Judas, atormentado en su conciencia por el crimen frustrado, habíase arrojado al Sena, muriendo envuelto en el nauseabundo fango del gran río.
Con el padre Fabián Renard el castigo había sido ejemplar. El general de la Orden lo había despojado de la Dirección de la Compañía en Francia, y ahora su susceptibilidad y su exagerado amor propio, sufrían un tormento tan terrible como era verse recluído en una de las casas más miserables de la Orden, desempeñando los oficios más denigrantes y penosos y sirviendo de criado a los más humildes novicios. De este modo castigaba la Compañía a los que la deshonraban intentando apoderarse de lo ajeno a nombre de una asociación religiosa cuyos individuos habían hecho voto de pobreza. ¿Había, pues, un motivo serio para injuriarla declarándola la guerra?
El padre Claudio mentía como un miserable al decir esto, pero sus notables facultades de actor daban un colorido de veracidad a aquellas cínicas imposturas. El hermoso jesuíta conocía perfectamente la verdadera causa del suicidio del señor García, y mejor aún el motivo por qué había sido tan cruelmente castigado su compañero el padre Renard. No era la codicia de éste la causa de su castigo, sino la torpeza que había demostrado al querer apoderarse de los quince millones de francos de María Avellaneda. El general de la Compañía no podía perdonarle el escándalo que había producido poniendo en evidencia los pérfidos trabajos del jesuitismo y dando motivos para que la prensa republicana de Francia atacase a la Orden y el Gobierno la dirigiese terribles amenazas.
Pero el padre Claudio sabía mentir, y ni por un momento perdió su serenidad de hombre veraz que relata un suceso que conoce perfectamente.
A pesar de esto el conde no se mostraba convencido. Tenía motivos sobrados para no creer que la Compañía era ajena a aquellas miserables intrigas, y estaba convencido de que el padre Claudio también había tenido su parte en la conspiración contra la fortuna de su esposa. Porque si no, ¿de qué modo estaba en poder del padre Renard aquel documento comprometedor que el conde había firmado declarándose asesino de su primera esposa? ¿Cómo podía saber tan perfectamente el jefe del jesuitismo en Francia un suceso del que sólo tenían conocimiento él y el padre Claudio?
Esto lo dijo Baselga a su antiguo amigo el jesuíta, convencido de que con tales palabras iba a anonadarlo; pero el padre Claudio, en vez de confundirse con aquella acusación dirigida a su amistad, mostró una ingenua extrañeza, exclamando:
—¡Cómo es eso! ¿El padre Renard conocía ese documento de que habláis, y que yo me hubiese guardado mucho de recordar a usted? Parece imposible; y le aseguro que ni yo ni el general de la Orden sabíamos que nuestro indigno hermano se hubiese valido de tal medio. ¿Me cree usted capaz de haber ayudado al padre Renard en sus infames tramas, prestándole un documento que hace ya muchos años no obra en mi poder?
Y el astuto jesuíta, mostrando siempre gran extrañeza, comenzó a hacer conjeturas acerca del medio de que se había valido su correligionario de Francia para adquirir tal documento. Lo primero fué asegurar a Baselga la imposibilidad de que la comprometedora declaración suscripta por él hubiese estado en manos del padre Fabián.
Dicho papel sólo había estado algunos días en poder del padre Claudio, el cual, cumpliendo lo preceptuado en los estatutos secretos de la Orden, lo había enviado al gran archivo de Roma, de donde únicamente el general podía sacarlo. Era, pues, un absurdo creer que el padre Renard, al amenazar a Baselga, poseía tal papel, e indudablemente, si conocía su existencia y contenido, sería por la infidelidad de algún secretario del general, cuyas revelaciones le habrían servido para sus ambiciosos planes.
El padre Claudio sabía que forjaba una novela pues aguzando su memoria podía aún recordar la fecha en que había remitido a su cofrade de París el tal documento junto con los informes secretos de la vida de Baselga, pero esto no le impedía mentir con gran serenidad y con un aspecto de beatífica honradez.
Los argumentos que empleaba para sincerarse no podían ser más convincentes. ¿Qué interés tenía él para intervenir en los asuntos de la familia Avellaneda? ¿Podía él conocer desde Madrid la existencia de una familia española en lo más apartado del barrio parisién de San Sulpicio? ¿No era un crimen que aquel infame Renard, no contento con deshonrar a la Compañía, lo comprometiese a él abusando de su nombre para hacerle odioso a un buen amigo?
El hermoso jesuíta estaba sublime, poseído de aquella santa indignación. Sí; él lo juraba por Dios, que le veía desde el cielo, y que le castigaría si mentía; nunca había sostenido con el padre Fabián otras relaciones que las puramente indispensables, atendidos sus respectivos cargos, y la primera vez que había tenido noticia de la existencia de la familia Avellaneda y su fortuna, fué al saber el segundo casamiento de Baselga y el castigo que el general de la Compañía había hecho sufrir al vicario general de Francia.
El sacerdote mentía, blasfemaba y era perjuro al hacer tales afirmaciones, pero esto resultaban muy ligeros sacrificios para un jesuíta empeñado en reconquistar la confianza de un hombre que podía servirle de mucho para ciertos planes todavía acariciados con fruición en la mente del padre Claudio.
A pesar de las calurosas explicaciones de éste, Baselga no se mostraba convencido.
Esas intrigas de París le habían hecho adivinar en toda su extensión lo que era la Orden, y desconfiaba de todo jesuíta, y especialmente del padre Claudio, cuya astucia y doblez le eran conocidas.
Pero la conversación había entrado en terreno muy resbaladizo. El jesuíta, que poco antes mostraba escrúpulos en hablar de aquel maldito documento, trataba ahora de él con marcada predilección y sonreía con aquella sonrisa que era signo de mal agüero para todos los que le conocían bien.
Sus ojos estaban animados de extraño fuego, y en ciertos instantes parecían los de un ave de rapiña contemplando a la víctima que tiene bajo sus garras.
Aquello era un amenaza en toda regla, que el conde no tardó en comprender.
El comprometedor documento, a juzgar por las palabras del jesuíta, estaba en los archivos de Roma; pero fuese esto verdad o no, lo cierto es que a cualquier hora podía tenerlo el padre Claudio en su poder y hacerlo valer contra él.
Baselga comprendió los deseos del padre Claudio que, después de amenazar mudamente, manifestaba con humildad el inmenso pesar que le producían las sospechas del conde y su deseo de seguir siendo su mejor amigo.
Había que conjurar el peligro, y Baselga se decidió a aparentar que creía en la inocencia del padre Claudio y de la Orden. Todas las razones del jesuíta las aceptó como verdaderas, y la amistad se restableció entre los dos hombres.
El final de la conferencia fué muy afectuoso, y Baselga hasta se mostró arrepentido de haber puesto en duda la virtud de la Compañía, haciendo caso al padre Claudio, que anatematizaba a los infames como el padre Renard, que con sus delitos daban pretexto a la canalla de escritores liberales para atacar a la Orden.
El hermoso jesuíta fué desde aquel día el verdadero dueño de la casa, y reinó dulcemente sobre la voluntad de Baselga, que se dejaba dominar por la fuerza únicamente, pues había va perdido su antigua fe.
Ahora comprendía el conde la verdad de muchas acusaciones que se dirigían contra la Compañía. El que una vez caía en las garras del negro monstruo, era su esclavo para siempre.
Doña Fernanda.
Quien menos supeditada estaba en la casa del conde de Baselga a la voluntad del padre Claudio era María Avellaneda.
No sentía ésta ninguna preocupación directa contra el hermoso jesuíta, pero sus gracias hacían poca mella en su ánimo, y además, recordaba siempre que le veía a su antiguo preceptor el señor García, de triste memoria.
No por esto trataba al jesuíta con despego. Bastábale conocer el gran ascendiente que éste tenía sobre su esposo para que le mostrase gran consideración; pero el padre Claudio comprendió pronto que sus relaciones con aquella mujer enfermiza y algo soñadora no pasarían de una respetuosa pero fría simpatía.
La intimidad verdadera teníala el padre Claudio con Fernanda, la hija del conde de Baselga y Pepita Carrillo.
Esta había crecido en el fondo de un convento, alejada de su padre y sin otro cariño que el afecto mercenario que las monjas dispensaban a todas sus educandas ricas o de noble familia.
El padre Claudio era el único hombre que ella había tratado en el convento, y en él depositó todos sus afectos.
Cuando, poseída del fuego de la pubertad, salió del convento para ir a habitar la casa de su padre, Fernanda adoraba al jesuíta, pues encontraba en él una doble personalidad que le encantaba. Como muchacha gazmoña y devota, conmovíase ante el sacerdote elocuente, benévolo y de pegajosa dulzura, y como hija de una pasión brutal y heredera de una complexión siempre hambrienta de carne viril, estremecíase de la cabeza a los pies en presencia de aquel hombre hermoso y elegante que unía todas las graciosas seducciones femeninas a un cuerpo membrudo y de artísticas líneas, semejante a la estatua de un atleta griego.
Cuando Fernanda, acompañada de su madrastra, entró de lleno en la vida elegante, tan agitada, y seductora, se olvidó fácilmente de todas sus preocupaciones, hijas de la educación adquirida en el convento.
El esplendor de aquella sociedad dorada, borró de su memoria todos los consejos de sus maestras; aquellas interminables arengas sobre la maldad del mundo y sus peligros.
Fernanda comenzó como todas las jóvenes. En abierta competencia con sus amigas íntimas en punto a elegancia y distinción, sintió pronto los celos que produce una rivalidad declarada y aspiró a ser una deidad de la moda que reinase despóticamente en los salones.
Por desgracia para Fernanda, su fealdad era notoria, y su carácter altanero, caprichoso, maligno e irascible, no era el más a propósito para atraerse adoradores.
Llevaba en su rostro el feo sello de raza, aquella maldita nariz borbónica, enorme, picuda y como colgante que desfiguraba todas sus facciones, y aunque su cuerpo era gallardo y de hermosas líneas, estaba afeado por cierta rigidez majestuosa, impropia de una joven y que no conseguía corregir una fingida ligereza.
Al poco tiempo de ser una de las figuras obligadas de toda fiesta palaciega o “soirée” de familia noble, Fernanda experimentaba la apremiante necesidad de tener un hombre enamorado más o menos ingenuamente y exhibirlo en los salones con igual complacencia que si se tratase de una joya o de un vestido de última moda.
Casi todas sus amigas tenían un novio, un adorador reconocido por toda la alta sociedad, y ella no había de ser una excepción, viéndose privada de esto que al mismo tiempo era para Fernanda un adorno de buen gusto y una imprescindible necesidad.
La baronesa de Carrillo era digna hija de sus padres. La insaciable lujuria del rey difunto y la caprichosa coquetería de Pepita Carrillo se hermanaban en Fernanda, que sentía hambre de hombre con una furia terrible.
Deseosa de conocer de cerca el cuerpo viril, cuyo punzante perfume la enloquecía hasta causarle vértigos, Fernanda apelaba a todos los medios para lograr un hombre, máquina placentera con la que soñaba todas las noches en sus carnales y viciosos delirios. Más de dos años pasó buscando el ser que ansiaba, anhelando sentir en su organismo el deseado rocío de la vida, y todas sus esperanzas resultaron frustradas.
La libertad elegante y despreocupada que reina en la alta sociedad, prestábale ocasiones favorables para ensimismarse en el ánimo de los hombres de un modo descocado, pero no logró nunca realizar sus deseos.
Era fea; pertenecía a una elevada familia, lo que hacía peligrosa toda clase de relaciones que no tuviesen por epílogo un desenlace legal, y, además, apenas si tenía fortuna, pues la de su madre, la baronesa de Carrillo, apenas si pasaba de unos cuarenta mil duros, suma insignificante en la alta sociedad, y más si se consideraba como un premio de cargar con una mujer fea y poco simpática; y en cuanto a las riquezas del conde de Baselga, todos sabían que pertenecía a su segunda esposa.
Fernanda era además víctima de una conspiración femenil. Sus amigas, sus antiguas compañeras de colegio, ofendidas por la altanería de aquella muchacha, que conocía su origen bastardo por ciertas murmuraciones sorprendidas y se mostraba muy orgullosa por ello, habían hecho públicos los infinitos defectos de su carácter, y de aquí que los hombres se guardasen de entablar relaciones demasiado íntimas con aquel mascarón de proa que tenía un genio de todos los demonios. Además, Fernanda tenía en sí causas que la hacían espantar, sin saberlo, a cuantos iniciaban el menor avance. Su carácter lo transparentaba su rostro, y hasta cuando sonreía, queriendo fingir la expresión más graciosa, benévola y atenta, su sonrisa se convertía en una mueca altanera y fría, propia de un poderoso que se digna atender a sus inferiores.
En vano era, pues, que Fernanda recurriese hasta a los más extremos medios para cazar al hombre deseado. Conociendo que su rostro era feo, aunque no tanto como en la realidad, apeló a una exhibición incitante, y para mostrar su busto terso y de contornos esculturales, exageró su escote un poco más aún de lo que permitían las libres costumbres aristocráticas, y en la conversación fué despreocupada como una vieja cortesana, exagerando los apretones de manos expresivos y buscando ocasiones en el baile para rozarse de aquel modo escandaloso que inflamaba su sangre y exacerbaba su hambre de virilidad.
Pero todo era en vano y parecía que conforme avanzaba en su conducta insinuante y despreocupada, los hombres se alejaban de ella temiendo una conquista que tan fácil se presentaba.
Fernanda desesperábase, y cuando asistía a las fiestas de Palacio miraba con envidia y con odio a aquella joven soberana, de la que sabía era hermana y que como ella obedecía a los impulsos de instintos hereditarios e insaciables. Ella era feliz, ella podía apagar el eterno fuego que caldeaba su sangre, y Fernanda miraba con envidia la brillante servidumbre palaciega, los generales jóvenes, de figura caballeresca y marcial galantería, los oficiales lindos, rizados y perfumados, haciendo bailar la espada pendiente de una cintura oprimida por el corsé, y los mocetones de la Escuadra real, musculosos, incitantes, con su perfume brutal e hinchado su poderoso pecho bajo la maciza coraza de plata. Era aquello un completo serrallo con un sin fin de odaliscas machos, deslumbrantes con sus vistosos uniformes, sus galones, sus plumas y sus brillantes condecoraciones.
La baronesita llegaba a convencerse de que no había Providencia ni Dios, ni nada justo en el mundo, al ver la hartura de su hermana ilegítima y la necesidad delirante en que ella vivía, e igual al pordiosero que, haraposo, hambriento y aterido, al ver pasar en una noche de invierno en el fondo de su caliente carruaje al satisfecho potentado, maldice la suerte injusta, Fernanda juraba contra el destino que en materias de amor daba a unas tanto y a otras tan poco.
Llegó un instante en que la joven baronesa hubo de decidirse a cambiar de vida y pensar lo que debía hacer.
Tenía ya veintiséis años; esa frescura de la juventud que alivia tanto el mal aspecto de las feas, comenzaba a marchitarse y llegaban a sus oídos las murmuraciones poco decentes que había excitado su conducta incitante y que amenazaban crearle una fama tan escandalosa como ridícula.
Había que retirarse a tiempo para conservar respetabilidad; era preciso dar un adiós a aquella sociedad tan seductora, pero en la cual sólo había encontrado decepciones y desaires.
Fernanda, repasando su memoria, hizo un examen de cuanto le había ocurrido en seis años de vida elegante. Había rodado por todos los salones de Madrid, exhibiéndose como carne en venta; había aguzado su ingenio para encontrar nuevos medios de excitar la pasión hombruna por medio de la vista, se había ofrecido como víctima voluntaria a cuantos encontraba al paso, sin reparar al fin en edades ni en prendas físicas, y a cambio de tantos afanes y tantas condescendencias sólo había conseguido algunos apretones de mano exageradamente expresivos de algún guasón que se gozaba de hacerla concebir absurdas esperanzas, conociendo su flaco; o palabras sobradamente libres, chistes indecentes arrojados a su oído en el torbellino del baile y capaces de ruborizar a la más degradada meretriz, pero que a ella le producían despecho, porque el hombre que los profería se quedaba siempre a la mitad del camino, no queriendo consumar la conquista iniciada.
Había, pues, que retirarse con la amarga convicción de que entre aquella juventud de irreprochable frac y vistoso uniforme, tropel de cabezas de chorlito que danzaban como peonzas y al hablar recordaban los protagonistas de las fábulas de Esopo, no encontraría el hombre que tanto deseaba.
No se alejaría de aquella sociedad cuyas seducciones le encantaban, pero en adelante desempeñaría un papel más airoso que el de solterona fogosa y despreciada.
Se acordó del padre Claudio, aquel bello ideal con sotana, cuya voz la conmovía como música deliciosa, y que exhalaba perfumes que la producían escalofríos de placer. En él encontraría al hombre deseado, el encanto viril con el aditamento de gracias femeniles que despertaría en su memoria aquellos desvaríos de su época de colegiala con seres simpáticos del mismo sexo.
Fernanda, decidida a dar término a su vida de mujer elegante, sólo buscaba una ocasión oportuna para retirarse. Tenía demasiado orgullo para huir de su antiguo campo de batalla con aire de derrotada, y su altanería conmovíase profundamente al pensar que su salida del gran mundo fuese saludada con una carcajada irónica por sus antiguas compañeras, que, más hermosas o afortunadas, estaban ya casadas con hombres envidiables, o satisfacían su orgullo haciendo alarde de las pasiones que habían sabido inspirar.
Lo que ella deseaba era eclipsarse momentáneamente, caer en el pozo del olvido, para surgir inmediatamente con una forma distinta; algo semejante a la salida de los actores que desaparecen tras un bastidor y a los pocos minutos vuelven a salir por otro con diverso traje y aspecto.
La ocasión que buscaba la baronesa no tardó en llegar. Su madrastra, aquella joven sencilla y dulce a la que ella trataba con despego e instintiva indiferencia, murió al dar a luz su segundo hijo.
Fernanda no sintió gran cosa su muerte. Le inspiraba repugnancia aquella mujer tan sencilla y, naturalmente, casta; pero esto no impidió que en público mostrase el mayor desconsuelo y que aprovechase la ocasión para tocar retirada. Las brillantes reuniones que se verificaban en su casa quedaron suspendidas y Fernanda abandonó la vida elegante, en la cual sólo había encontrado derrotas, y efectuó la transformación imaginada haciéndose beata.
Todo en su casa le arrastró a la devoción. El conde, impresionado por la muerte de su esposa, cayó primeramente en un estupor que le hacía semejante a un imbécil, y después se hizo religioso hasta la monomanía, llegando a pensar en abandonar su familia y hacerse sacerdote.
El padre Claudio, con sus exhortaciones y sus ejemplos, parecía empujarle a perseverar en tales aficiones y le recomendaba la continua lectura de "La Imitación de Cristo", la desconsoladora obra de Kempis, que le hacía odiar la vida y mirar el anulamiento eterno como la más suprema felicidad.
El antiguo calavera pasaba días enteros encerrado en su habitación, y cuando no permanecía inmóvil con el aspecto de un hombre que no piensa en nada, se entregaba a interminables rezos por el alma de su esposa. La imagen de la muerte no se apartaba un instante de su pensamiento, y él, que hasta entonces sólo había pensado en vivir, se estremecía imaginándose todas las miserables podredumbres de la tumba.
Fernanda, animada por el ejemplo de su padre, se entregó por completo a la devoción.
Los años pasados en aquella existencia frívola y elegante, que la arrastraba por los salones siempre en busca de un hombre, la habían hecho olvidar un tanto al padre Claudio, aquel sacerdote elegante y perfumado que, despojado de la sotana, realizaba el ideal que Fernanda se había forjado, agitada por la pasión. Al volver nuevamente a sus aficiones religiosas, su antigua amistad con el hermoso jesuíta se reanimó, y Fernanda volvió a ser la entusiasta admiradora del agradable sacerdote, lamentándose de haberle tratado antes con frialdad.
Desde entonces la joven baronesa de Carrillo hizo la vida que le indicó su director espiritual, convirtiéndose al poco tiempo en la beata elegante más recomendada en toda la sociedad.
Esta fama de virtud austera y de entusiasmo religioso no era para agradar a una mujer todavía joven; pero a pesar de esto, Fernanda se mostraba muy satisfecha de ella. Ya que no se habían cumplido sus deseos de ser una mujer de moda, amada por todos y capaz de imponer sus caprichos elegantes a la sociedad que la rodeaba, siempre era para ella una gran satisfacción dar la norma a las damas aristocráticas en materias de devoción, y ser por derecho propio la directora indiscutible en todas las obras pías que emprendían las damas nobiliarias, dechados de virtud que, como su reina y señora, se arrepentían de sus pecados y hacían penitencia tomando queridos feos y canallescos.
El padre Claudio, con ojo certero, había adivinado las condiciones que poseía Fernanda y lo útil que podría ser a la Compañía.
Fea, irritada contra la sociedad que creía había sido injusta con ella, ambiciosa por temperamento e intrigante por educación, Fernanda prometía ser un hábil instrumento en manos de la Orden jesuíta, y de ahí que el padre Claudio la prestara todo su apoyo, a más de que en su interior acariciaba la continuación de cierto plan, para el cual era muy preciso el auxilio que pudiera prestar la joven beata.
Fernanda se abrió paso en la alta sociedad, recibió homenajes, envejeció voluntariamente afectando un aspecto austero, y, siendo joven, se unió al grupo de las señoras respetables. Fué considerada como un modelo de virtud y abnegación, y los mismos hombres que poco antes huían de ella cuando bailaba buscando un amante, iban ahora a cumplimentarle con respeto, pues esto daba cierto aire de distinción, y hasta en algunas ocasiones servía de mucho. A Fernanda la temían más aún que la respetaban, porque no era un secreto para nadie el poderoso brazo jesuítico que la movía en todos sus trabajos.
Numerosas asociaciones creadas con el objeto aparente de hacer bien a las clases proletarias, pero en realidad, para que todas las mujeres de elevada estirpe estuvieran en masa compacta bajo la oculta dirección de la Compañía, fueron creadas en poco tiempo por aquella ambiciosa joven, poseída ahora de tanto afán de gloria como un joven poeta, y a la hija mayor del conde de Baselga se la vió mucho tiempo vestida de negro, con el limosnero al puño y fajos de papeles bajo el brazo, agitarse apresurada por cumplir las numerosas misiones que ella misma se había impuesto: presidir juntas de cofradía, fundar asociaciones nuevas, organizar fiestas benéficas y ser, en una palabra, la actividad directora de aquella gran máquina devota, cuyas ruedas se encargaban de engrasar la Compañía apenas notaba el menor entorpecimiento.
No por esto en el organismo de Fernanda desaparecía aquella irresistible inclinación al hermoso padre Claudio. Conocía la baronesa la esquivez que mostraba el jesuíta, apenas una dama aristocrática atentaba contra su voto de castidad; pero el amor que profesaba a su ídolo no le permitía creer las murmuraciones que circulaban sobre sus ocultos y asquerosos vicios.
Para Fernanda era el padre Claudio un ser eminentemente religioso, que se encontraba a todas horas muy por encima del común de los mortales, y que sólo podía amar a un alma que como la suya se fundiese en la inextinguible pasión de Dios.
De aquí que Fernanda, para conquistar a aquel Apolo ensotanado, y buscando un resultado puramente carnal, se fingiera mística hasta la exageración, aburriendo a su lindo director espiritual unas veces con monjiles escrúpulos y otras con arrebatos teatrales, que pretendían demostrar un entusiasmo sin límites por la causa de la religión.
Pero todas las artimañas de la fea devota para alcanzar el hombre ansiado salieron completamente fallidas, pues el padre Claudio mostrábase insensible, notándose en él cierto enojo y repugnancia, apenas la baronesa hacía la más leve insinuación algo subida de color.
Aquel jesuíta era una apreciable persona, un hombre galante mientras se trataba de bromear cultamente y sin consecuencias; pero tenía una virtud a toda prueba apenas los temperamentos, inflamados por él, intentaban el menor avance.
La frialdad del padre Claudio hizo renacer en la memoria de la baronesa todas las abominables murmuraciones de que aquél era objeto, las monstruosidades viciosas y las condescendencias de los novicios con su superior, y aunque el jesuíta tenía sobre su ánimo un poderío que difícilmente podía perderse, Fernanda se dió pronto cuenta de que ya no le inspiraba tanta veneración como antes.
No por esto dejó de dedicarse con entusiasmo a sus tareas de propaganda religiosa y a la organización de sociedades que marchaban como pequeñas ruedas de la gran maquinaria jesuítica; era esto su pasión favorita después de su insaciable afición al hombre, pero a pesar de todos sus deseos de gloria y de su constante ambición por ser citada como modelo de damas católicas y fanáticas por la causa del jesuitismo, pronto comenzó a notar el padre Claudio que su penitente se mostraba más descuidada en sus tareas y desatendía los servicios que él le encargaba.
Algo preocupaba, indudablemente, el ánimo de la baronesa, y pronto supo el padre Claudio en qué consistía tal preocupación.
Su penitente estaba próxima a lograr sus deseos. Un hombre desgraciado, un pobre diablo, que ponía su gárrula pluma al servicio de la devoción, y a quien la baronesa había conocido en una junta de cofradía, la hacía el amor atraído, sin duda, por los miles de duros que poseía Fernanda, y que eran para el hambriento escritor una inmensa fortuna.
El padre Claudio se puso serio. ¿Convenía a sus planes que la baronesa cayera por el amor bajo la dirección de un hombre extraño a la Compañía? Seguramente era esto un peligro y había que evitarlo inmediatamente, so pena de que sufriesen quebranto en el porvenir ciertos planes que el jesuíta acariciaba hacía ya algún tiempo, y de cuya realización dependía el hacer una carrera magnífica dentro de la Orden.
El buen padre reflexionó. En su concepto, era un peligro continuo no dar a la baronesa lo que exigía su ardiente temperamento, que la arrastraba a la prostitución. Si no caía en brazos del escritor bohemio, que ahora la solicitaba requiriéndola de amores junto a la pila de agua bendita o en un rincón de la sacristía, se entregaría después al primero que la solicitase, fuese joven o viejo, con tal que contase con una prepotente virilidad.
A la Compañía no le convenía que aquella mujer necesaria, que era su genuina representación en el seno de la familia Baselga, se dejase dominar por el amor hasta el punto de ser dirigida por un hombre extraño, y había, por tanto, que evitar el peligro, ahora que todavía era tiempo.
El padre Claudio habló un día a su penitente de las inmensas ocupaciones que le producía la dirección de la Orden, y le propuso entregar a otro jesuíta la dirección de su conciencia.
A Fernanda, después del fracaso que habían sufrido sus pretensiones amorosas sobre el padre Claudio, le era la persona de éste poco menos que indiferente, aunque seguía fingiendo la sumisión cariñosa de otros tiempos; así es que aceptó sin repugnancia la propuesta.
El hermano jesuíta le habló entonces del padre Felipe González, joven sacerdote que no se distinguía en el púlpito, ni tenía buena mano para escribir una carta sencilla, ni, por motivos de salud, ocasión para dedicarse al estudio, pero que, en cambio, entendía como nadie en asuntos mujeriles y era célebre como director de conciencias femeninas.
La presentación de aquel nuevo portento de la Compañía de Jesús, quedó acordada entre la baronesa y su director espiritual.
El caballo padre.
Pocos días después, Fernanda recibió la visita del padre Claudio y de su compañero, cuya presentación le había anunciado.
Estaba la baronesa ocupada en reñir a las sirvientas por una travesura de Ricardito, su pequeño hermanastro, que por entonces cumplía tres años, y si detenía algunos momentos el chorro de palabras irritadas y vibrantes que salía de su boca, era para fijar sus airados ojos en el muchacho, que, temeroso, se había escondido en un rincón, y en su hermana Enriqueta, que era entonces una preciosa niña de siete años y estaba en aquel momento arrodillada y con los brazos en cruz, en castigo de cierta fechoría infantil.
La fea baronesa disponía en aquella casa como señora absoluta desde la muerte de su madrastra.
Baselga, todavía no repuesto de tan terrible golpe, e influído por la mística lectura, pasaba el día entero encerrado en su habitación o paseando por los solitarios alrededores de Madrid; los hijos de su segundo matrimonio, que eran todo su cariño, estaban momentáneamente olvidados, y la que se aprovechaba de todo aquello era Fernanda, a quien su padre dejaba hacer, por lo mismo que rehuía hablar con ella, odiándola, por conocer perfectamente su infame origen.
La hija de Pepita Carrillo estaba en sus glorias con aquella desdeñosa indiferencia. Mandar para poder reñir desahogando su mal humor, era su pasión favorita, y por esto se consideraba feliz teniendo bajo la tiranía de su irritable carácter a unos cuantos criados y a sus pequeños hermanastros, que eran las víctimas de su genio atrabiliario y los que sufrían las consecuencias de sus decepciones amorosas.
No por esto odiaba la baronesa a los dos niños. Enriqueta le era casi indiferente, a pesar de que cierto disgusto le causaba su graciosa hermosura y el gran parecido que tenía con su madre; pero a Ricardito lo quería entrañablemente, tal vez porque había sido la causa de la muerte de aquélla. Además, pertenecía al sexo masculino, y esto era una gran recomendación para alcanzar la simpatía de la baronesa.
Al entrar los dos jesuítas en el salón, las criadas, que aguantaban impávidas el chaparrón de injurias de su señora, bajaron la cabeza con aire de arrepentidas, y salieron sin esperar la orden de aquélla. Los dos niños, contentos de que una visita viniera a librarlos de los tormentos impuestos por su hermanastra, aprovecharon la ocasión y salieron disparados, sin hacer caso de las llamadas del padre Claudio, que quería acariciarlos.
La baronesa, con un movimiento instintivo y propio de su coquetería trasnochada, se arregló un poco el peinado, y, después, con aire regio, sentóse en un sillón cerca del sofá que ocupaban los dos sacerdotes.
Fernanda tenía esa mirada rápida y sintética propia de las personas duchas en el curioseo, y de una sola ojeada se enteró de cómo era de pies a cabeza el director espiritual que le proporcionaba el padre Claudio.
No parecía mala persona aquel padre Felipe. Era más joven que su superior, pues apenas si demostraba tener unos treinta y cinco años. A primera vista parecía feo con su corpachón fuerte y membrudo, rematado por una cabeza enorme, morena, con el rostro algo picado de viruelas y coronado por cabello negro, áspero y algo hirsuto. Dos detalles únicamente dulcificaban un tanto aquel rostro de gigante, que con sus rasgos grandiosos y sus huellas variolosas, recordaba la cabeza de Mirabeau. La boca, de labios frescos y sonrosados, que respiraba cierta voluptuosidad, enseñaba al entreabrirse una dentadura fuerte, igual y deslumbrante, digna de ser envidiada por una dama, y sus ojos, que tenían cierto reflejo dorado, miraban de un modo acariciador, causando el mismo efecto que el roce de un terciopelo. Fuera de esto, el jesuíta era un Hércules, y aquel cuello congestionado, jadeante y de perfil taurino, que escapaba por la abertura de su sotana, iba pregonando el inagotable caudal de brutalidades insaciables y de goces sin freno de que era capaz un cuerpo como aquél, en que existía un tremendo desequilibrio, ahogando completamente la materia la escasa parte espiritual que pudiera haber en él.
A Fernanda le gustaba su futuro confesor conforme avanzaba en su examen. Se estremecía imaginándose lo que era interiormente el bravo padre Felipe; con la mirada ardiente le despojaba de la sotana y le veía en su imaginación desnudo como un luchador griego, mostrando la armoniosa trabazón de sus poderosos músculos hinchados por la fuerza vital y amenazando estallar la piel, y cuando, mareada por tales imágenes, fijaba sus ojos en los del jesuíta, sentía correr una dulce caricia por todo su cuerpo; algo semejante al estremecimiento del gato cuando siente una fina mano a lo largo de su espina dorsal.
Era feo su confesor; pero entre todos los lindos bailarines de la alta sociedad no había encontrado un hombre que tan rápida y decisivamente la impresionase.
La conversación fué vulgar. Limitóse a una sencilla presentación, a un cambio de ligeras confianzas, para que fueran después más fáciles las relaciones entre el nuevo director y la penitente, y a la media hora ya se levantaban los dos jesuítas, dando por terminada la visita.
La inflamable doña Fernanda ya se mostraba arrepentida de haber sentido en otros tiempos una pasión tan fogosa por el padre Claudio.
Comparábalo ahora con el otro jesuíta y encontraba al hermoso superior, sobradamente amadamado, a pesar de su hermosura. La ruda musculosidad del otro, su continente resuelto, que recordaba a Hércules en su hazaña de las cincuenta doncellas, y, sobre todo, aquel punzante olor a hombre que se escapaba de su sotana, la causaban gran impresión; era para ella como un aperitivo excitante y la hacía mirar con desprecio la figura interesante del padre Claudio, rizada y perfumada.
Quedó el padre Felipe dueño de su penitente, que de buena gana lo hubiese retenido para comenzar "ipso facto" un examen general de culpas, y siguió a su superior, que se dirigía a la casa donde tenía establecido su despacho y archivo, que era la misma que en 1825, salvo ligeras modificaciones.
Cuando los dos jesuítas entraron en el gran despacho, rodeado de estanterías atestadas de carpetas y legajos, estaba el repulsivo secretario del padre Claudio ocupado en clasificar papeles como en pasados tiempos. El tono macilento que la edad había dado al rostro del padre Antonio y las muchas canas que se destacaban en su roja y áspera cabeza, era lo único que daba a entender el tiempo que había transcurrido. Por lo demás, el despacho presentaba el mismo aspecto que en tiempos de la segunda reacción.
El padre Antonio levantó ligeramente la cabeza, pero al ver que su superior no le miraba, volvió a enfrascarse en su tarea y a hacer todo lo posible para que los dos jesuítas no recordasen su presencia.
El padre Claudio se sentó en su viejo sillón de cuero, y sin dignarse ofrecer asiento a su gigantesco subordinado, que le miraba con el respetuoso cariño del perro, le preguntó:
—¿Sabe usted para qué le he traído aquí en vez de ir a la casa residencia?
—No, reverendo padre.
—Tengo que encargarle una misión de importancia y usted no está muy acostumbrado a que la Orden le dispense tal honor.
El padre Felipe hizo un gesto con el que quería significar que él se tenía a sí propio por muy poca cosa, y su superior continuó:
—¿Qué le parece a usted la baronesa de Carrillo?
—¡Oh! Una señora muy apreciable.
—¿Y cómo la encuentra usted como mujer?
El padre Felipe vaciló en contestar no comprendiendo bien la pregunta, y, al fin, respondió con cierta precipitación:
—Me parece muy amable; pero la encuentro algo fea.
—Perfectamente. Tiene usted buen ojo y por algo le han puesto la fama de que goza. ¿Y por qué cree usted que la Orden le ha designado para director espiritual de la baronesa?
El padre Felipe levantó los hombros para indicar su ignorancia y el superior continuó, siempre con gravedad:
—En nuestra Orden cada uno sirve para una cosa. Así como tenemos grandes oradores y hombres de ciencia para deslumbrar a los imbéciles, poseemos hombres hábiles que dirigen las familias despóticamente y llevan su dinero a las arcas de nuestra Orden, y..., créame usted, éstos valen aún más que aquéllos. ¿Cuál es su habilidad, padre Felipe?
El aludido quedó perplejo, y, al fin, dijo, sonriendo estúpidamente y con sencilla modestia:
—Reverendo padre; yo no tengo ninguna; soy un inútil, lo confieso.
—En nuestra Orden, querido hermano, no hay nada inútil. Vamos; le ayudaré a refrescar la memoria. ¿Por qué tuve yo que intervenir en un escándalo que surgió con la presencia de vuestra paternidad en cierto convento de monjas de Valladolid? ¿Por qué estuvo vuestra paternidad más de un mes en cama a consecuencia de cierta paliza que le administró en Sevilla un marido celoso?
El gigantazo se ruborizó como un niño, balbuceando:
—Perdone vuestra reverencia... La carne es flaca y a mí me domina el demonio de la voluptuosidad.
—Sea por muchos años; pues de este modo sirve usted a la Orden y todos los medios son buenos cuando se trabaja para la mayor gloria de Dios. Quedamos, pues, en que tiene usted una habilidad, la de enloquecer a las señoras que la Compañía pone bajo su dirección.
El padre Felipe, a pesar del temor casi supersticioso que sentía ante su superior, creyó propio del caso el reírse, y prorrumpió en una franca carcajada, guiñando los ojos con malicia.
—¡Oh! Lo que es para eso me pinto solo...—dijo con acento de alegre convicción.
Pero se calló inmediatamente viendo que el padre Claudio permanecía grave e inmóvil y que su secretario, inclinado sobre los papeles, seguía presentando el aspecto de un ser petrificado.
—La Compañía—dijo el superior, después de un largo silencio—desea que usted no dé el menor disgusto a doña Fernanda, la baronesa de Carrillo. Es una buena señora, muy devota de nuestra Orden, y tenemos el deber de corresponder a su cariño. Cumpla usted, pues, con su obligación.
—¡Mi obligación! ¿Acaso vuestra reverencia quiere?...
—Quiero que se porte usted del mismo modo que en otras ocasiones, con la seguridad de que, tanto nosotros como su nueva penitente, sabremos agradecer sus esfuerzos.
—Conforme, reverendo padre—dijo el atlético jesuíta, rascándose el cogote como si con esto quisiera dar a entender lo escabroso de aquel asunto.
—La baronesa es fea; pero usted, padre Felipe, no es hombre capaz de pararse ante tan pequeño obstáculo. Conozco sus aficiones.
—¡Oh! Lo que es por eso, no he de detenerme. Soy animal de buenas tragaderas y más si se trata de servir a la Orden.
Esta ingenuidad, que su mismo autor acompañó con brutales carcajadas, sí que consiguió hacer sonreir al padre Claudio, y hasta el secretario levantó un poco la cabeza con el entrecejo contraído como para contener la risa. Aquel garañón ensotanado resultaba gracioso.
El padre Claudio permaneció algunos minutos entregado a la reflexión, y, al fin, dijo a su subordinado con cierto entusiasmo:
—Comprenda usted bien lo que la Compañía desea de su única habilidad y para qué quiere emplear ésta. Nuestro poder indestructible, que se extiende por todo el universo, tiene su principal base en el estudio que hacemos del carácter de cada persona que deseamos explotar y los medios que ponemos en práctica para halagar sus aficiones. Si se trata de un entusiasta por la ciencia, ponemos a su lado a un individuo de la Orden versado en toda clase de conocimientos; si de un escritor, le enviamos otro que le hable lo mismo de Horacio que de San Agustín y de Voltaire; si es una mujer histérica y fanatizada, le damos por director espiritual un monomaníaco que la relate con entusiasmo y convicción visiones celestes y milagros estupendos; y cuando tropezamos con una baronesa de Carrillo, arca de comprimido placer que está esperando la ansiada llave para desbordarse, nos valemos de un padre Felipe, ogro insaciable de carne femenil, incapaz de distinguir en su ciego apetito, y que lo mismo se almuerza una diosa que se cena una Maritornes. "El mundo, comedia es", como dijo un poeta; y aquí lo importante es que la Compañía tenga siempre preparados buenos actores, capaces de desempeñar con naturalidad y perfección los más difíciles papeles. Todos sirven igual a la Orden, y tanto mérito como cualquiera de nuestros hermanos que confiesan reinas y princesas, tiene usted, padre Felipe, apagando la hidrópica sed de amor que siente doña Fernanda. Cumpla usted su misión tan perfectamente como yo espero.
El brutal jesuíta quedó como desvanecido por aquellos elogios que le disparaba su superior, y después de una larga pausa, preguntó:
—¿De modo que mi misión se reduce, sencillamente, a conquistar a la baronesa?
—A satisfacerla, pues su conquista, es cuestión de poca importancia. Conozco bien a doña Fernanda, y sé que ella le adelantará la mitad del camino.
—La dejaré satisfecha—dijo el jesuitazo, con el mismo orgullo del campeón que está muy seguro de sus fuerzas.
—No lo dudo. Hace tiempo que estudio a usted, y me convenzo de que es un bárbaro que únicamente sirve para tan inmundas empresas.
El padre Felipe acogió estas palabras con tanta indignación como el artista que oyera desacreditar su arte. Profesaba gran respeto a su superior; pero esto no impidió que en su rostro se trasluciera cierta expresión de desprecio a aquel hombre que llamaba al amor inmundicia, y del cual se relataban "sotto voce", en las celdas de los buenos padres, algunas historietas poco limpias.
El padre Claudio leyó en el pensamiento de su subordinado.
—Adivino lo que usted piensa—dijo con tono de ira—, y le advierto que yo hago lo que me da la gana, sin que pueda pedirme cuentas nadie, a excepción del general que está en Roma. Podía castigarle por sus malos pensamientos, pero me compadezco de esa inocencia brutal que constituye su carácter. Retírese usted, pero antes oiga un consejo. Persevere en sus carnales aficiones a la mujer, ya que esto está en su temperamento y la Compañía así lo necesita; pero recuerde que su afición a las faldas ha de traerle muchos compromisos y tal vez su ruina. La mujer es la ruina del hombre, y el que a ella se aficiona pierde la mitad de su fuerza. Para servir a la Orden tan bien como yo la sirvo, es preciso prescindir del amor de ese ser hermoso, pero lenguaraz, caprichoso y débil, que sólo nos acarrea compromisos, y valerse de los hombres aun para dar satisfacción al apremiante llamamiento de la naturaleza.
El padre Claudio, después de estas palabras, con las cuales pintaba su verdadero carácter, cosa bastante extraña en él, señaló la puerta a su subordinado con ademán imperioso, y el padre Felipe salió cabizbajo y humilde.
Apenas quedaron solos el Vicario general de España y su secretario, éste levantó la cabeza y miró fijamente y sonriendo a su superior.
El padre Antonio había adelantado mucho en su carrera. Su superior seguía protegiéndolo, y mostraba tal agradecimiento a éste, que, a pesar de ser ya padre profeso, de haber hecho todos los votos y de temer algún renombre en la Orden por sus trabajos, lo que le autorizaba a solicitar la dirección de la Compañía en una provincia, o el mando de una comisión en Ultramar, había pedido con las lágrimas en los ojos al bondadoso padre Claudio que le permitiese seguir a su lado desempeñando las funciones de secretario, pues no podía alejarse sin profunda pena de aquel a quien se lo debía todo.
El padre Antonio mentía, como buen jesuíta, al fingir tanto cariño. El padre Claudio le era indiferente, y aun allá en el fondo de su voluntad le odiaba de un modo terrible. Lo que él buscaba era no alejarse de aquel centro directivo, donde iba empapándose de los misterios de la Orden y donde se preparaba a dar el gran salto. Aquel despacho era para él un espeso matorral tras el que estaba emboscado para caer repentinamente sobre su víctima, que era el padre Claudio. El jesuíta había soñado en ocupar un día la dirección de la Orden en España, y conspiraba sordamente contra su superior, que no esperaba tal infidelidad por parte de su perro de confianza.
—¡Valiente bruto!—dijo el padre Antonio a su superior, con más confianza que en pasados tiempos—. De seguro que la baronesa quedará contenta del director espiritual que le regalamos.
—Esto y aun más necesita—contestó el hermoso jesuíta, sonriendo escépticamente.
—¿Y cómo están los asuntos de aquella casa, reverendo padre?
—La baronesa manda como dueña absoluta, y de aquí que yo considere tan preciso ser dueño completo de su voluntad. Ella es afecta a nuestra Orden; pero esa inmunda pasión que la domina podría alejarla de nosotros, y de aquí la presentación del padre Felipe, que la subyugará uniéndola con nuevos lazos a nuestros intereses. Esa baronesa es una bestia en el celo. Mira si será fogosa su pasión, que estaba ya muy próxima a entenderse con un perdido escritor, del que nosotros nos valemos algunas veces, pero que no está por completo a nuestra devoción. Afortunadamente he sabido a tiempo el peligro, y lo acabo de evitar con el padre Felipe, que se hará el dueño absoluto de la baronesa.
—No está mal la combinación; ese ogro hará cuanto quiera de doña Fernanda, y vuestra reverencia maneja a su placer al conde de Baselga. Aquella casa es nuestra por completo; ahora sólo falta que podamos manejar de igual modo a los dos niños, que son los verdaderos dueños de los quince millones.
—Lo seremos, no lo dudes. Bastará con que sepamos apoderarnos de sus voluntades.
—Trabajo difícil es ése. ¿No sería mejor anularlos ahora que son de poca edad? Un niño cae con más facilidad que un adulto, pues hay muchas enfermedades infantiles que fácilmente pueden contraerse sólo con que haya algo de intención y un poco de descuido en los encargados de cuidarlos. En caso de muerte los quince millones pasarían a manos del conde de Baselga, heredero de sus hijos, y a ése no nos sería difícil arrancárselos.
—Eres muy inhábil. Mil veces te he dicho que esos procedimientos de fuerza son nocivos para nuestras empresas; y si no, contempla sus consecuencias en el fracaso que experimentó en París nuestro hermano el padre Renard. Acuérdate del refrán italiano "quien va despacio va muy lejos"; y como adquirir de un golpe quince millones de francos es empresa muy seria, debemos proceder con gran cautela y no menos astucia. No nos comprometamos tontamente, ni demos un paso en vago que podría costamos muy caro. Ya sabes que un rey decía a su ayuda de cámara: "Vísteme despacio, que voy de prisa"; eso mismo te repito yo en esta ocasión. No apresuremos los acontecimientos ni cometamos ningún acto de violencia; de lo contrario, en nada se diferenciaría un vulgar bandido de un jesuíta. Tiempo de sobra tenemos a nuestra disposición. Esos dos niños están en nuestro poder, y su educación corre a nuestro cargo. Si la esposa del conde no fué monja en París, su hija lo será aquí; y en cuanto al niño, ya se encargará la baronesa de aficionarlo a la Compañía, y tal vez llegue a ser de los nuestros. Una escritura en que ambos, al retirarse del mundo, hagan donación de sus bienes a la Compañía, será el digno epílogo de nuestro trabajo.
—Está bien, reverendo padre—exclamó el secretario, fingiendo un entusiasmo adulador—. El plan es magnífico, y de seguro dará resultados. Comencemos nuestros trabajos y demos a entender en Roma que sabemos realizar lo que el padre Renard dejó embrollado.
—Nuestros trabajos han empezado ya. La base es la baronesa, que se halla ya por completo a nuestras órdenes. El padre Felipe será dentro de unos días el dueño absoluto de su voluntad. La enloquecerá de placer, como a todas sus penitentes.
—¡Oh, reverendo superior! La Compañía debe mantener bien a tan excelente caballo padre. No podrá quejarse la yeguada de devotas.
Los hijos del conde de Baselga.
Enriqueta y Ricardo crecían bajo la autoridad implacable y ruda de doña Fernanda.
Su padre era para aquellos dos niños una especie de ser misterioso al que sólo veían en determinadas horas y cuyo semblante, siempre excesivamente grave y en algunas ocasiones fosco, les hacía temblar. Cuando aquel hombre silencioso y ceñudo tomaba en brazos a los dos pequeños o los ponía sobre sus rodillas, ambos sentían impulsos de escapar, y las caricias eran para ellos verdaderos tormentos.
A doña Fernanda la amaban más, a pesar de la rudeza con que los trataba. Su padre no les dirigía nunca una palabra dura ni intentaba el menor castigo; y en cambio, su hermanastra aprovechaba la más leve ocasión para maltratarlos; pero ésta, al menos, hablaba para insultar; mostrábase terriblemente expansiva y no imitaba a aquel hombre de cuya boca sólo salían monosílabos y que, después de contemplar fijamente a los dos niños, hacía esfuerzos para que no se le escapasen las lágrimas que acudían a sus ojos.
El conde de Baselga estaba más enamorado que nunca de su esposa, y al contemplar sus hijos, especialmente Enriqueta, que era un acabado retrato de su madre, sentía revivir en su memoria el punzante recuerdo de la perdida felicidad y veía pasar ante sus ojos la imagen de María, muerta en lo más risueño de su vida.
Cuando los dos niños estaban a solas con la baronesa temblaban; pensando en las violentas explosiones de su mal humor, pero no experimentaban el miedo extraño y supersticioso que sentían ante su padre.
Doña Fernanda sentíase satisfecha al poder dar rienda suelta a sus enfados de solterona, castigando a aquellos niños fruto de un enlace que le había resultado siempre antipático. Ahora se vengaba de aquella superioridad, que, sin notarlo, había tenido siempre sobre ella su joven madrastra a causa de su carácter dulce y bondadoso.
Para la baronesa, los niños debían ser seres automáticos, sin voluntad y con una vida regulada por el capricho del superior, y de aquí que pasase gran parte del día entretenida en la tarea de obligar a fuerza de amenazas y de cachetes a que sus dos hermanastros permaneciesen horas enteras quietecitos en sus sillas, con la inmovilidad fúnebre de una momia.
Enriqueta era la principal víctima de sus iras. Como ya dijimos, la niña le era antipática, y si sentía alguna debilidad en su régimen de educación, guardábala para Ricardo, que era quien lograba hacerla sonreír.
Doña Fernanda tenía sus planes. Era la verdadera madre de aquellos angelitos, como le decían sus devotas amigas de la alta sociedad elogiando su comportamiento con sus hermanastros, y tenía, por tanto, el deber de pensar en su porvenir y señalarles lo que habían de ser en este mundo.
No se sabe si la idea nació espontáneamente en ella o le fué sugerida por su director espiritual el padre Felipe, santo varón, que era su hombre de confianza y sin el cual no podía pasar un solo instante; pero lo cierto es que la baronesa había decidido que la niña entrase en un convento y que Ricardo fuese de la Compañía de Jesús.
Doña Fernanda tenía para ello razones poderosísimas, que exponía siempre que hablaba del asunto con sus amigas.
—Sobrados militares hay en España y señoritas que no sirven para otra cosa que para perder su alma bailando escandalosamente en los salones. Mis hermanos se dedicarán a la religión y alcanzarán el cielo, que es lo que debe buscar todo mortal.
Y la baronesa estaba decidida a sostener sus decisiones con todo el peso de su autoridad.
Cuando los niños fueron creciendo, su educación fué descuidada en punto a conocimientos útiles; apenas si leían con corrección y sabían escribir su nombre; pero en cambio, la niña, so pena de recibir algunos azotes, había de rezar al día media docena de rosarios y cantar con voz nasal propia de monástico coro los gozos dedicados a unos cuantos santos, mientras su hermano, vestido con casullas de muselina, fingía decir misa en capillas de cartón alumbradas con candelillas que preparaba la baronesa con todo el cuidado propio de un buen sacristán.
Aquellas diversiones, que resultaban forzosas para los dos niños, acababan por agradarles, a falta de otras más vivas y atractivas, y su hermanastra regocijábase con la devoción que mostraban los pequeños, presentándoselos como dos santitos al buen padre Felipe, que parecía cosido a sus faldas, según lo poco que de ella se separaba.
En toda aquella casa tan grande y habitada por sirvientes de tantas clases, los niños sólo encontraban una sola persona que mereciese sus simpatías, por demostrarles verdadero cariño.
Era ésta una antigua criada de su madre, la aragonesa Tomasa, que conforme había entrado en años se había hecho más ruda e indomable.
En aquellos dos niños veía a su señorita, cuya muerte no cesaba de llorar; y su cariño francote y ruidoso, a fuerza de ser expansivo, era todo para los “muñecos”, para aquellos dos chiquillos, y especialmente para Enriqueta cuyos ojos no podía mirar sin conmoverse, pues le recordaban los de aquella otra niña que veinte años antes paseaba por las calles de París o las alegres alamedas del Luxemburgo.
Tomasa era en aquella casa la continua preocupación de la baronesa.
Desempeñaba el cargo de ama de llaves, y, por tanto, la jefatura de toda la servidumbre; y en cada una de las órdenes que daba tropezaba inevitablemente con la dueña que la odiaba a muerte.
En el pequeño palacio del conde de Baselga ardía una continua guerra civil.
La vieja criada murmuraba a todas horas contra su nueva ama, haciéndole coro la servidumbre, que odiaba a la baronesa, y ésta tenía especial empeño en contrariar a Tomasa, encontrando defectuoso todo cuanto ordenaba y buscando ocasiones para humillarla.
La altivez, el odio, y aun algo de envidia, luchaban con aquella tenacidad aragonesa, aumentada por un modo franco de decir las cosas que hería cruelmente la susceptibilidad de doña Fernanda.
En aquella casa surgían los conflictos a diario entre las dos autoridades, y ambas mujeres, la señora y la doméstica, cansadas ya de tremendos choques en que les faltaba muy poco para agarrarse de los pelos, acabaron por evitarse encerrándose cada una en una altiva indiferencia con respecto a la otra.
Doña Fernanda intentó librarse de aquella rival de su autoridad, y para ello habló a su padre un día en que le pareció de mejor humor que de costumbre.
El conde la escuchó con frialdad, y cuando terminó su capítulo de cargos contra el ama de llaves, se limitó a decirle que Tomasa era para él como de la familia, que la conocía muy bien y que no pensaba separarse nunca de ella.
La baronesa se indignó tanto con esta contestación, que llegó a formular la amenaza de marcharse de aquella casa si no salía de ella inmediatamente la terca aragonesa; pero su padre no se inmutó, y con la misma frialdad de antes la dijo que podía hacer lo que gustase. Para el conde no era un sacrificio separarse de aquella criatura orgullosa y dominante cuya presencia le recordaba la deshonra de su primer matrimonio.
Doña Fernanda lloró, se indignó, contó sus penas al padre Felipe, al padre Claudio, a cuantos jesuítas conocía y a todas sus devotas amigas; hizo a su padre responsable de cuanto ocurriese, y acabó... quedándose en la casa lo mismo que antes.
Le gustaba mucho tener una tropa de sirvientes a quien mandar y dos niños que llamaba sus hijos, a los cuales martirizaba con sus caprichos, y por esto se quedó, a más de que algo debieron de aconsejarla también sus amigos jesuítas.
Las dos mujeres, temiéndose mutuamente, se respetaron más, y ya no surgieron entre ellas otras desavenencias que las ocasionadas por el cariño que Tomasa profesaba a los niños y el deseo de la baronesa de disponer de ellos en absoluto.
Cada vez que doña Fernanda los castigaba, la vieja criada protestaba a su modo, lanzándola feroces miradas o murmurando amenazas que aquélla oía perfectamente; y cuando los dos pequeños, escapando de la pesada férula de su hermanastra, iban en busca de Tomasa, la baronesa había de sostener un altercado con aquella "mujer soez", como ella la llamaba, y que se metía a criticar la educación que daba a los niños.
La conversación con Tomasa tenía para éstos un gran encanto, pues la vieja criada les hablaba de su madre, a la que Enriqueta apenas si recordaba, y de su abuelo, don Ricardo Avellaneda, que aparecía en sus tiernas imaginaciones como un buen señor bondadoso y dulce.
Además, aquella mujer no los obligaba a una inmovilidad terrible para la niñez, siempre ansiosa de movimiento, sino que les incitaba a juegos agitados y ruidosos, a los que ellos se entregaban con asombro y torpeza, como el presidiario a quien obligan a andar libre después de estar encarcelado muchos años.
Los alegres cuentos que les relataba la aragonesa, con burda chusquedad, gustaban más a los dos hermanos que las vidas de santos que les leía la baronesa, obligando su atención, a fuerza de cachetes; y tanto les gustaba estar al lado de Tomasa, que aguardaban con ansia los días en que doña Fernanda salía a sus juntas de cofradía o colectas piadosas, para correr inmediatamente al comedor o a la cocina, donde encontraban a su vieja amiga.
Conforme crecieron, este placer fué desvaneciéndose y se vieron más ligados que nunca a la autoridad despótica de su hermanastra.
Ricardo tenía ocho años cuando fué llevado al colegio de los padres jesuítas. El conde de Baselga pareció vacilar antes de dar su permiso para que se verificase tal traslación; pero los consejos del padre Claudio, las frías razones de su hija mayor y las exigencias de la moda, destruyeron todo conato de oposición, si es que existió tal intento en el ánimo del conde.
Enriqueta, sin la compañía de aquel pequeño ser enfermizo y débil, cuyos nerviosillos arranques le producían gran alegría a ella, que rebosaba de salud y vida, encontró la casa de su padre tétrica y sombría, y a no ser por alguna que otra visita que hacía a Tomasa, aprovechando descuidos de la baronesa, se hubiese creído tan abandonada y sola como en un desierto.
Doña Fernanda, no contenida ya por aquella fría simpatía que profesaba a su hermanastro, descargaba todo su mal humor sobre Enriqueta; pero esto sólo ocurría cuando la baronesa estaba enojada por una inesperada ausencia de su director espiritual, y afortunadamente para la niña, el padre Felipe pasaba por lo regular gran parte del día pegado a las faldas de su penitente.
La educación de Enriqueta corría a cargo de su hermanastra, que en esta tarea era ayudada por su director espiritual. Pero hay que decir que la mística pareja tenía numerosas ocupaciones, pues sólo de tarde en tarde se ocupaba de la niña, tomando sus lecciones con aire distraído.
El padre Felipe alcanzaba en aquella casa una preponderancia aún más grande que la del padre Claudio; y tan convencida estaba la servidumbre de que aquel jesuíta, siendo el dueño de la baronesa, era el verdadero amo, que muchas veces desatendía al conde de Baselga por mostrarse atenta y solícita con el bondadoso padre.
El conde, dominado por aquella taciturna misantropía que constituía ya su carácter, no veía lo que ocurría en su casa, o fingía no verlo. Sin duda, la sotana de jesuíta era para él el uniforme de un terrible enemigo al que había que temer y respetar.
La simplicidad del padre Felipe habíala reconocido desde el primer instante, y aun adivinaba algo de las verdaderas relaciones que existían entre aquél y su hija, pero callaba cuidadoso de provocar un escándalo, porque tras la grotesca figura del director espiritual veía la diabólica personalidad del padre Claudio, siempre amenazante y capaz de anonadarle a la más leve muestra de enemistad.
Aquel hombre, en otro tiempo tan altivo y enérgico, que se hacía muchas veces intolerable por su levantisca independencia, era ahora un autómata, habiendo el temor roído poco a poco su firme voluntad. Sentía miedo ante el padre Claudio, personificación de aquella Compañía de Jesús, tan terriblemente poderosa.
Además, en su cerebro estaban muy embrolladas las ideas y no tenía ninguna creencia determinada que le diera valor para emanciparse de la tiranía encubierta que sobre él pesaba.
La desgracia le había hecho exageradamente religioso. Aquella rápida e inesperada muerte de la mujer amada, recordada a todas horas, le hacía ver la fragilidad de las cosas humanas, y la continua lectura de "La imitación de Cristo" exageraba su desprecio al mundo, engolfándolo cada vez más en la religión.
Convertíase el conde, por instantes, en un monomaníaco religioso; era un asceta en plena sociedad y veía en todas partes la mano de aquel Dios poderoso, vengativo y repleto de todas las pasiones humanas, del cual eran legítimos representantes los jesuítas.
A su buen juicio y a su propia experiencia no se les ocultaban los defectos y las ambiciones de la Compañía; pero la acomodaticia y absurda enseñanza religiosa de los jesuítas había trastornado su raciocinio, y pensando en que Dios saca muchas veces el bien del mal, y para la salvación eterna del hombre emplea los más difíciles y tortuosos medios, no sabía al fin qué pensar ciertamente y si considerar a los individuos de la Orden como dechados de bondad, que se sacrificaban dirigiendo la conciencia de los demás, o como diabólicos malvados, dignos de execración.
La imagen de aquel Dios iracundo y vengador que columbraba en el fondo de todos los libros religiosos, escritos con estilo de pegajosa dulzura, le hacían transigir con su actual situación, pues pensaba que tanto la muerte de su segunda esposa como la degradante dependencia en que vivía, siempre amenazado por las terribles revelaciones del padre Claudio, eran castigos impuestos por Dios para que de este modo expiase el crimen que había cometido en un instante de arrebato, dando muerte a Pepita Carrillo.
Pero en aquel cerebro, perturbado por los consejos del bello jesuíta y las costumbres y lecturas que éste le aconsejaba, no existía nada sólido, y de aquí que en ciertos instantes el oleaje de las ideas barriese unas para colocar otras en el mismo sitio.
Su sentido común, aunque amortiguado, lanzaba en algunos momentos rápidos destellos, y examinando los recuerdos que guardaba su memoria, adquiría el convencimiento de su degradación y de que la Orden tenía sobre él ambiciosas miras.
No; aquella Institución que tan villanamente había conspirado en París contra la fortuna de Avellaneda, no podía ser buena ni santa, a pesar de las explicaciones que daba el padre Claudio por librar a la Compañía de responsabilidad.
Había instantes en que la duda desvanecía por completo su fe, creada artificialmente por los jesuítas, y veía claro lo que éstos eran. Entonces temblaba, imaginándose que no habían terminado sus desgracias y que el terrible vampiro todavía había de intentar una nueva agresión por absorber aquella fortuna respetable que ahora pertenecía a sus hijos.
En uno de estos momentos de dudas fué cuando a doña Fernanda se le ocurrió proponer a su padre el ingreso de Enriqueta en un colegio dirigido por monjas, fundándose en razones tales, como que la educación de la niña estaba muy descuidada, que en casa lo revolvía todo con su genio rebelde, alentado por Tomasa, y que era lo más elegante y propio de una familia distinguida meter a los pequeños en un establecimiento de enseñanza que tenía la organización de un monasterio.
La baronesa, antes de que su padre le contestara, añadió que había consultado su idea con el padre Claudio y que a éste le había parecido muy bien.
La solterona sabía que para conseguir algo del conde no había como nombrar al hermoso y terrible jesuíta, pero en esta ocasión sus esperanzas resultaron fallidas.
Baselga se mostró más animado que de costumbre, y hasta su tez cetrina se coloreó un poco. Su voz, siempre lenta y fosca, se hizo rápida y vibrante, y con el mismo imperio que mandaba en otro tiempo a sus soldados, se negó a que Enriqueta saliese de la casa.
La baronesa quiso protestar, pero se detuvo ante el modo imponente con que su padre le dijo:
—Cállese usted; tengo motivos sobrados para negarme a que me despojen de mi hija y sé de quién nace la idea de que Enriqueta vaya a un colegio, así como también el porqué de tal consejo. Basta ya con que se me haya quitado a mi hijo.
El conde recordaba al hipócrita señor García y a María Avellaneda cuando fué llevada por éste a un convento de París.
Sin duda, la misma mano seguía moviendo a su familia y le quería arrebatar a Enriqueta después de haberse llevado a Ricardo.
Lo único que consolaba a Baselga es que éste sería un hombre y sabría librarse mejor que su hermana de las seducciones que pudieran ejercer sobre él por medio de una educación mística.
Auxilio inesperado.
Transcurrió todo el verano sin que la existencia del capitán Alvarez se viese turbada por ningún incidente notable.
Hacía la vida de un oficial vulgar en tiempo de paz. Pasaba horas enteras en el café, murmuraba de sus superiores y de todo cuanto saltaba en la conversación, sin fijarse bien en lo que decía; en el cuarto de banderas lucía su ingenio de un modo gracioso, hasta el punto de hacer sonreír a los jefes más adustos, y seguía mereciendo el apodo de “Séneca” a los ojos del regimiento, que lo consideraba como una de sus glorias.
Sólo alguna noche rompía sus habituales costumbres, y era para acudir a aquella casa misteriosa donde le había visto entrar su asistente. Allí veía algunas veces al general Prim, y otras, con conspiradores tan conocidos como el coronel Moriones, el periodista Carlos Rubio o el agitador Muñiz, se ocupaba en los trabajos preparatorios de una revolución.
Haciendo esta vida le sorprendió el otoño. El tiempo que, según Voltaire, es el gran consolador, había desvanecido algo en el ánimo del capitán aquel recuerdo amoroso que tanto le dominaba algunos meses antes.
La imagen de Enriqueta Baselga, sólo muy de tarde en tarde, vigorosa, con luz fantástica y los contornos casi borrados, surgía en su imaginación, y el capitán se preguntaba:
—¿Qué hará ahora esa chica?
Sus trabajos revolucionarios, con los que exponía su carrera y hasta su vida, le preocupaban demasiado para permitirle, como otras veces, entregarse a románticas ilusiones, y de aquí que su antiguo amor estuviese amortiguado, aunque no por esto se hubiese borrado por completo.
Una mañana el capitán, cansado por algunas horas de ejercicio en el campo de maniobras, regresó a su casa en busca del almuerzo, y al entrar en su habitación vió sentada a la puerta de ésta a una mujer que conversaba amistosamente con la patrona.
Alvarez, ante la mirada de respetuoso cariño que le dirigió aquella mujer, detúvose un instante, al mismo tiempo que su patrona sonreía por hacer algo.
El capitán se fijó en ella. Tenía un aspecto vulgar y vestía modestamente, pero su mantilla y su traje, aunque algo ordinarios, eran flamantes, y demostraban cierta rumbosidad. Estaba ya la mujer rayando en la vejez, pero era alta y robusta; su cabello tenía el negro mate del plumaje del cuervo, y sus ojillos destacábanse vivos y maliciosos sobre las prominencias grasosas de su cara. En su apostura había algo de resuelto y varonil que la hacía simpática.
Al ver que Alvarez la miraba, levantóse de la silla, sonriendo de un modo franco, y dijo sin demostrar cortedad:
—Usted no me conoce, señorito, pero yo hace mucho tiempo que lo quiero. Vengo a buscar a su asistente Perico, y lo estoy esperando.
—¡Ah!—exclamó Alvarez, por decir algo—. Perico no tardará en venir.
—Usted debe de conocerme, porque algunas veces me habrá nombrado mi sobrino. Soy la señora Tomasa, la tía de Perico.
Alvarez sonrió con espontánea amabilidad. Efectivamente, conocía de nombre a aquella buena mujer, a aquella aragonesa todo corazón, que se desvivía por su sobrino, cuidando de llenarle el bolsillo, y que algunas veces le había enviado regalos a él mismo, agradecida por lo bien que trataba a su asistente.
Al capitán le resultaba muy simpática la tía de Perico, y además, encontraba en su apostura marcial y resuelta ciertas reminiscencias de su madre, aquella heroica navarra que pasó la luna de miel entre los peligros de la guerra carlista, sin llegar a saber con certeza lo que era el miedo.
—Entre usted en mi cuarto. Ahí está usted mal. Dentro esperará a su sobrino.
Cuando Tomasa tomó asiento en la habitación del capitán rompió a hablar inmediatamente, pues no era mujer que pudiera permanecer callada. Se enteró minuciosamente de si "el chico" cumplía sus obligaciones y de si daba algún pesar a su amo y ensalzó con pintorescas comparaciones el inmenso cariño que el asistente profesaba a su señorito.
—Yo, francamente, don Esteban, algunas veces tengo celos al ver lo mucho que ese muchacho le quiere a usted. Crea que le tiene una ley de dos mil demonios, y que si algún día se casa no ha de querer tanto a su mujer. Cuando una habla con él está inaguantable, pues siempre sale con la misma solfa. Que si su amo por aquí, que si su señorito por allá, que si el capitán Alvarez es el más guapo del regimiento, que si es el que sabe más... Crea que si Perico fuese mujer haría usted un buen negocio casándose con él.
Al capitán le hacía mucha gracia la charla francota de aquella aragonesa, y acogía sus palabras con sonrisas.
—Yo le tengo mucha ley al pobrecito; ya puede usted considerar: él solo es mi única familia, y además, apenas si ha conocido a su madre. Yo soy, fuera de usted, la única persona que le quiere, y si al morir dejo un duro será para él. Además, el chico podrá ser muy bruto, pero es dócil y sencillote y se deja llevar por donde una quiere sin decir una mala palabra ni perder nunca su buen humor. Mi gusto sería que saliese del servicio, que yo ya me encargaría de buscarle un buen acomodo; pero él, “erre” que “erre”, encaprichado con su señorito, y antes reventará de puro viejo que dejará de ser el asistente del capitán Alvarez... ¡Qué alegría va a tener el pobrete cuando me vea!
—Ahora recuerdo que estaba usted fuera; se lo he oído a Perico varias veces. ¿Y no sabe él su llegada?
—¡Qué ha de saber! Quería sorprenderlo, y por eso ha sido para él mi primera visita: llegamos anoche. Mi señor, con toda su familia, ha vivido algunos meses en una de sus posesiones.
Calló Tomasa, y durante algunos instantes reinó el silencio.
—Usted no cambia—dijo al fin la aragonesa, que era poco amiga de permanecer silenciosa—. Está ahora tan guapo como la última vez que le vi en la calle. A mí no me gusta alabar a nadie, pero crea que es de los militares más templados que se pasean por Madrid. De seguro que con usted no andarán con remilgos las mujeres. Debe usted de tener muchas novias.
Y la tía de Perico acompañaba estas francoterías con ruidosas risotadas que hacían reír también a Alvarez, algo ruborizado.
—Y luego, esos trajes tan majos, que caen tan bien a los buenos mozos. Mire usted, yo siempre he tenido ley a los soldados y los he mirado bien en mis tiempos, porque aunque ahora sea una un vejestorio capaz de meter miedo al más valiente, no por esto he dejado de tener mis veinte y llamar la atención como cualquier prójima.
Al capitán le hacía mucha gracia aquel carácter ingenuo y chusco a fuerza de ser franco, y de aquí que fomentase su charla y le dirigiese en tono festivo algunos cumplidos de su repertorio soldadesco.
—¡Bah! Me conozco y hace años que soy abuela; pero en mis tiempos he llamado la atención, y hasta sargentos bien portados se han parado para decirme: "¡Buenos ojos tienes!" Mire usted si a mí me ha gustado la gente de uniforme, que hasta en París, cuando estaba con mis antiguos amos, tuve un novio que era eso que allá dicen gendarme y que llamaba la atención por lo bien plantado y por sus bigotazos, que eran poco más o menos como los de usted. ¡Valiente perro era el tal “gabacho”! Con él me enseñé a mascullar un poco la jerga francesa, pero supe que el gran pillo era casado y con hijos y lo planté en la puerta. Eso sí; no he visto gente más lista de manos y de más malas intenciones que todos ustedes, con perdón sea dicho.
Alvarez seguía muy entretenido por la charla de Tomasa y la dejaba hablar mientras se despojaba de una parte del uniforme para que después lo cepillase Perico.
—Mi amo también fué militar en su juventud, y le aseguro que a buen mozo y bien portado, pocos le ganarían en su época.
—¿En qué casa sirve usted?
—Sirvo al conde de Baselga. Soy el ama de llaves y vi nacer a su esposa, así como he visto nacer a los hijos.
Poco faltó para que Alvarez, que acababa de sentarse, diese un salto en su silla. ¡Cómo! ¡La tía de Perico era la criada de confianza en casa de Enriqueta y él no lo sabía hasta aquel momento! Aquello resultaba casual, pero no podía ser más cierto. Alvarez oía hablar continuamente a su asistente de su tía y del señor a quien servía, sin que nunca, en su indiferencia, le ocurriese preguntar su nombre.
Ahora las palabras que acababa de decir la aragonesa le habían producido en su interior un nervioso sacudimiento, y como si una mano misteriosa hubiese abierto la atrancada puerta de los recuerdos, desparramábanse por su memoria todos los incidentes de su pasión amortiguada; el encuentro en el Retiro, los paseos por la calle de Atocha, los galopes ridículos por la Castellana y las furiosas miradas de la tía.
Por un extraño fenómeno la imagen de Enriqueta, que antes se extendía ante su imaginación vagorosa e incierta, surgía ahora en su memoria vigorosa y viviente, como si un cuerpo real acabase de pasar frente a sus ojos envuelto en nimbos de luz.
Por algunos instantes Alvarez estuvo tan turbado a causa del repentino descubrimiento, que no supo qué decir; pero al fin, con el deseo de saber algo cierto sobre la mujer amada, determinóse a excitar la charla de Tomasa.
—He oído algunas veces hablar del conde. Vive retirado del gran mundo y tiene dos hijos, ¿no es cierto?
—Sí; los señoritos Ricardo y Enriqueta, dos ángeles que me recuerdan a su madre, que santa gloria haya.
—En Madrid se habla de su gran fortuna. Son ricos y tienen los dos un brillante porvenir.
—Sí; ¡buen porvenir te dé Dios! Si El desde el cielo no arregla esto y hace que el demonio se lleve a la baronesa de Carrillo, esa hermanastra “arrastrá” que tanto martiriza a los dos, es posible que éstos no pasen de ser desgraciados.
—¿Tal mal los trata la baronesa?
—¡Calle usted! ¡Si aquello es para enrabiarse y echarlo todo a rodar! Figúrese usted que los dos pobrecitos son como todos los jóvenes, alegres, bulliciosos y amigos de ver mundo y de divertirse; pues a pesar de esto, la tal doña Fernanda, con sus consejos y los de los curas que continuamente la visitan, ha conseguido que los dos se conviertan en dos beatos y que hablen del mundo como si fuesen unos viejos cansados de él. Quien más lástima, me produce es el señorito Ricardo. ¡Ver un niño de doce años con deseos de hacerse fraile, cuando ya debía ir pensando en echarse una novia! Antes no era así, y le aseguro que en punto a alegre y amigo del bullicio le ganaba a su hermana; pero desde que lo metieron en el colegio de los padres jesuítas ha cambiado completamente, y como si ya fuese un cura se pasa las horas enteras entregado al rezo, y anda y mira del mismo modo que si llevase ya la sotana. Este verano lo ha pasado con nosotros en el campo, y hasta su mismo padre, el señor conde, se mostraba algo disgustado por las aficiones de su hijo. Y hay que tener en cuenta que mi señor, desde la muerte de la infeliz doña María, se ha hecho también un beato ceñudo y malhumorado, con el que no se puede hablar. En fin, aquella casa es un convento, y si no fuese por la ley que le tengo al conde y a los niños, hace tiempo que no estaría allí pues yo soy enemiga de las beaterías, tanto más cuanto que sé por experiencia lo que son los jesuítas.
—¿Y la señorita Enriqueta también es aficionada a la devoción?
—¡Oh! Esa no hay cuidado que por su propia voluntad abandone el mundo. Le gusta mucho la vida de señorita elegante, y cuando su padre, después de pensarlo mucho, se decide a ponerse sus condecoraciones y su uniforme de gentilhombre, y la lleva a un baile de Palacio, la pobrecita tiene para contar durante una semana. Su hermanastra quiere hacerla monja, pero a ella, aunque dice que sí por evitarse disgustos, se halla muy lejos de gustarle la vida de convento. ¡Buena monja te dé Dios! Ella sí quería ser monja, pero sería, como dicen en mi tierra, "monja de Santa Clara, de las que duermen con cuatro zapatos bajo la cama".
Y Tomasa celebraba sus propias agudezas con ruidosas risotadas.
El capitán estaba impaciente por hacer hablar a la aragonesa antes de que llegase su asistente, así es que continuó preguntando:
—A mí me han dicho que es muy hermosa la señorita Enriqueta.
—En eso no le han engañado, y crea usted que en Madrid hay muy pocas jóvenes que le puedan disputar la fama de hermosa. Es el vivo retrato de su madre, y aun me atrevería a decir que es más guapa que ésta, pues tiene en su porte mucho del señor conde, que aunque viejo, es todavía un real mozo.
—Es extraño que con tales condiciones no haya sido requerida de amores por ningún hombre.
—La pobrecita vive tan pegada a las faldas de su hermanastra, y de tal modo la vigila ésta, que no es fácil que pueda tener amoríos con nadie. Y a ella..., ¿por qué negarlo?, le gustan los hombres como a cualquier mujer, y no le haría ascos a un novio. En las fiestas a que la lleva su padre, siempre encuentra algún mocosuelo tísico de la aristocracia que le hace carantoñas, pero la niña es tan dócil y tiene tal miedo a su padre y a la baronesa, que responde ariscamente a todos los floreos que la dirigen, lo que no impide que después venga a contarme todo lo sucedido con ese aire satisfecho de las jovencitas cuando se ven atendidas y obsequiadas.
—¿Es posible que ella no haya encontrado entre esos ridículos polluelos de la aristocracia un hombre que le guste?
—Así es. El que la produjo alguna impresión fué un militarete que este invierno pasado la hizo el amor. ¡Diablo de hombre! ¡Qué tenaz y qué pesado era!
El capitán Alvarez quedó frío al oír estas palabras y hasta pensó que Tomasa lo sabía todo y con aquel aire inocente se estaba burlando de él. A pesar de esto no tardó en reponerse, y con afectada indiferencia, exclamó:
—¡Ah! ¿Conque era muy pesado el tal pretendiente? ¿Y le vió usted?
—No llegué a conocerle, a pesar de que tenía ganas de ello; pero el tal galanteador produjo en la casa un zipizape de mil diablos. La baronesa, cada vez que veía al militar paseando por la acera de enfrente, poníase como una furia y reñía a la señorita, llegando algunas veces a querer golpearla, como si la pobre tuviese la culpa de ser tan hermosa que los hombres se enamoran de ella inmediatamente. El conde al principio tomó la cosa con indiferencia y hasta llegó a reírse al ver la rabia que producía en la baronesa la terquedad de aquel importuno; pero un día en que salió a caballo con su hija volvió a casa como loco y echándolo todo a rodar. También a él le enfurecía el militarete, que a lo que parece, les había seguido a caballo cometiendo mil imprudencias que llamaron la atención de los paseantes. El conde hablaba de dar unos cuantos latigazos a aquel cargante, diciendo que se había detenido por temor a un escándalo, y tan preocupado estaba por el suceso, que al día siguiente nos dió a toda la servidumbre las órdenes oportunas para hacer los preparativos de viaje. En una de sus posesiones hemos estado desde entonces, y vea usted cómo las imprudencias de un pretendiente pesado han obligado a toda la familia a permanecer mucho tiempo lejos de Madrid.
—Y la señorita Enriqueta—dijo el capitán después de reflexionar un rato sobre los resultados que había producido su conducta—, ¿qué piensa ella de aquel adorado? ¿Nunca ha dado a conocer a usted su opinión?
—Es tan callada la señorita, y tan tímida y retraída la ha hecho la educación que la da su hermanastra, que es muy difícil adivinar lo que piensa. Pero yo tengo buen ojo, y si he de decir lo que creo, aquel militar no le parecía mal. Ella no me ha hablado nunca de él como de los otros mozuelos que la hacían el amor en los salones; pero muchas veces la he visto pensativa, y como esto fué desde que el tal militar le rondó la calle, creo que en él y sólo en él pensaba cuando se mostraba tan distraída. Sólo un día habló de él, y fué en la capilla de la casa solariega del conde, donde hemos pasado tanto tiempo. Mirando un cuadro de San Miguel volvióse a mí y me dijo que tenía cierto parecido con el guapo militar que tan tenazmente la perseguía.
—¿Parecido a San Miguel?—dijo Alvarez con extrañeza.
—No sé si será así, aunque aquel santo era rubio y barbilampiño y el amoroso militar, según mis informes, llevaba bigote como usted. Pero esto me prueba más aún que la señorita siente interés por el tal sujeto, pues es una verdad aquello de "es propio de enamorados ver su amor en todas partes".
Esto convenció al capitán, quien, dejándose llevar de un risueño optimismo, creyó ya que Enriqueta le amaba.
Tan absoluta fué su confianza, que se sintió tentado de revelar toda la verdad a la tía de su asistente.
Aquella mujer le servía de mucho para sus planes amorosos, pues contando con su cooperación podía llegar hasta la mujer amada.
Además, el carácter franco y sencillo de Tomasa dábale confianza y comprendía que por el cariño que profesaba a Enriqueta y el odio que sentía contra la baronesa, era capaz de ponerse a sus órdenes, aunque esto le hiciera correr el peligro de ser despedida de una casa que consideraba ya como su propio hogar.
Alvarez sintió impulsos de espontanearse y dar a entender a Tomasa que él era el militar en cuestión, pidiéndola su auxilio como intermediaria en sus amores.
Iba a hablar el capitán, iba a decir: "¡Ese militar era yo!", cuando, con ademán respetuoso, entró el asistente en la habitación, y apenas lo vió su tía, se arrojó en sus brazos.
Alvarez calló, dejando para más adelante la conquista de aquella intermediaria.
Declaración de amor.
No tardó mucho el capitán Alvarez en revelar a Tomasa lo que deseaba.
La fiel aragonesa, pocos días después de su entrevista con el amo de su sobrino, se enteró de que era el mismo militar que había hecho el amor a Enriqueta y que había excitado las iras de la baronesa.
Tomasa se alegró. Es verdad que algún disgusto le produjo al principio el pensar que protegiendo aquella pasión, podía disgustar a su señor, el conde; pero pudo más en ella el deseo de mortificar a la odiada baronesa y de favorecer al capitán, por el cual éste recibió la promesa de ser auxiliado por la vieja criada.
Ésta era más práctica en amores de lo que prometía su rusticidad. Tenía el convencimiento de que su señorita recordaba algunas veces al hombre que había sido el primero en hacerla el amor de un modo tan franco, y se proponía avivar el fuego que pudiera arder aún en su corazón.
Así que la aragonesa, conmovida por las súplicas del capitán, accedió a servirle de intermediaria, púsose inmediatamente en campaña comenzando a sondear el ánimo de su señorita.
¡Con qué destreza supo ir despertando los recuerdos que en ella quedaban de aquel asedio amoroso!
Hablóle de la casualidad que le había hecho conocer al militar que tanto amor la manifestaba, y aprovechó todas las ocasiones que tenía de hablarla a solas para hacerla saber lo que de ella decía el capitán, y lo mucho que crecía su amor.
Enriqueta acogió aquellas revelaciones ruborosa y con temor, manifestando al principio un leve disgusto. La mortificaba aquella pasión que tanto había indignado a su padre, y temía que llegase a tener noticia de sus confidencias con Tomasa la terrible baronesa, que era muy capaz de golpearla en un rapto de furor. Pero tenían para ella tal encanto aquellas conversaciones con la vieja ama de llaves en el obscuro extremo de un corredor o entre dos cortinajes del salón, siempre en zozobra, con el oído atento para evitar una sorpresa, que, aunque algunas veces se mostraba arrepentida de su imprudencia al dar oído a aquellas sugestiones amorosas, volvía poco después en busca de Tomasa fingiendo escaso interés; pero en realidad anhelante por saber algo íntimo de aquel hombre que decía amarla tanto.
El capitán, aunque procurando no llamar la atención, como en otras ocasiones, de la austera familia de Enriqueta, buscaba ocasiones para ver a ésta, recatándose con la timidez de un colegial que teme comprometer con su presencia a su amada.
Enriqueta, que pocas veces, burlando la vigilancia de doña Fernanda, conseguía asomarse al balcón, siempre que pegaba su interesante rostro a las vidrieras de aquél veía pasar por la acera de enfrente al capitán Alvarez, afectando el aspecto frío de un transeúnte, pero mirando con el rabillo del ojo a los levantados visillos, entre los cuales distinguía las hermosas facciones de la joven.
Habíase establecido entre los dos una comunicación misteriosa, propia de los héroes de las leyendas. A ciertas horas de la tarde, Enriqueta experimentaba una extraña conmoción que conmovía la red de sus nervios e inmediatamente se decía, con el convencimiento de quien habla de una cosa infalible:
—¡Va a pasar!
Y, efectivamente, apenas se colocaba tras los vidrios del balcón, Alvarez, con la mano en el puño de su espada, y contoneándose con toda la gallardía de un arcabucero de los tercios de Flandes, pasaba por frente de la casa mirando de soslayo y sonriendo de un modo gracioso.
Aquello era amor. Y aunque Enriqueta no quería confesarlo, Tomasa se mostraba cada vez más convencida de la naciente pasión de su señorita y la asediaba con más ahinco para que calmase las ansias del capitán.
El amor soñoliento y fantástico que muchos años antes en el barrio más tranquilo de París había profesado María Avellaneda al conde de Baselga volvía ahora a renacer en la hija, aunque no tan extremadamente romántico.
La persona de Esteban Alvarez había impresionado a Enriqueta, que estaba en la plenitud de una adolescencia apasionada, excitada más aún por una educación monjil, y que sentía verdadera hambre de amor.
En sus ensueños siempre figuraba el gallardo militar como el personaje que ocupaba el primer término del fantástico cuadro, y cuando, obligada por doña Fernanda, pasaba horas enteras leyendo en alta voz las lamentaciones de amor místico encerradas en devocionarios con tapas de tafilete y cantos dorados, su imaginación volaba hacia el hombre que tan profundamente la había impresionado, y cada vez que de su boca salían las palabras: "¡Oh, dulce Jesús mío!", "¡Oh, amadísimo Señor de mi alma y de mi cuerpo!", pensaba en Alvarez, pareciéndole el gallardo militar más digno de estas exclamaciones que aquel hombre macilento, desnudo y desgreñado que, clavado en un madero, figuraba en todas las láminas de sus libros.
A las pocas semanas de cuchichear con Tomasa, siempre sobre el mismo tema, y de contemplar al capitán haciéndola el amor de un modo tan prudente al par que apasionado, Enriqueta se dió ya por vencida. Seguía temiendo la explosión colérica de su padre y el incesante tormento de que era capaz su hermanastra; pero el amor podía más, e inconscientemente, sin reparar en los peligros, se decidía a aceptar los consejos de la vieja ama de llaves, que la empujaba a acoger benévolamente el amor de Alvarez dándole algunas esperanzas, aunque fuesen débiles.
Además, desde que el capitán volvía a hacerla la corte de aquel modo tan prudente, su familia de nada se había apercibido, y esto la hacía confiar en que sus futuros amores quedarían en igual misterio.
Enriqueta estaba ya decidida, y bastó que en una entrevista con Tomasa se decidiera a decir que creía amar al capitán y que al día siguiente contestase desde su balcón a las miradas apasionadas de aquél con una graciosa sonrisa, para que inmediatamente Alvarez saliese de su actitud puramente expectativa y diese lo que él consideraba el gran paso.
Tomasa, una tarde en que el conde estaba de paseo y la baronesa parecía muy ocupada en conferenciar, a puerta cerrada, con su director espiritual, llamó con gran sigilo a su querida señorita, y sonriendo maliciosamente como para quitar importancia al acto que realizaba, la entregó una carta sin querer decir quién la enviaba, aunque con picarescos guiños se esforzaba en dar a entender su procedencia.
Enriqueta quedóse perpleja con la carta en la mano, sin saber qué hacer. Un resto de su antiguo miedo la hacía detenerse antes de aceptar aquello que indudablemente era una declaración de amor, e intentó devolver la carta a la aragonesa; pero tan persuasiva fué la charla de ésta, con tal colorido supo describir el inmenso dolor que experimentaría el apasionado capitán al verse despreciado de aquel modo, que se decidió a aceptarla.
—Léala usted al menos, señorita—decía la vieja criada—. Indudablemente le dice a usted cosas hermosísimas..., cosas del otro mundo. Yo sé bien lo que son estos asuntos y lo que dicen tales cartas, y daría cualquier cosa por verme en el lugar de usted, no por ser joven y rica, sino por tener un amante tan guapo y tan apasionado. ¡Y cómo escribe! ¡Virgen santa! ¡Si tiene una mano para decir ternezas!... El otro día fuí a verle, y como si yo fuese usted misma, me leyó unos versos de los muchos que ha escrito sobre esa personita. Crea usted: aquello era tan tierno, tan bonito, que... ¡vamos!, la ponía a una carne de gallina. Ese don Esteban está chiflado por usted, y es tan sensible, que si mi señorita lo despreciase, el pobrecito sería capaz de pegarse un tiro.
Enriqueta se sintió conmovida en su infantil sencillez al saber que un hombre era capaz de matarse por sus desdenes, y esta figura retórica de la aragonesa fué lo que la decidió a guardarse prontamente la carta.
La caprichosa charla de su hermano Ricardito, que por algunas dolencias de su organismo enfermizo no había ido todavía a seguir sus cursos en el colegio de jesuítas, impidió a Enriqueta leer aquella carta que había escondido en su virginal seno y que con su contacto parecía abrasarle la fina epidermis. La esperanza de que a la noche conseguiría leerla no calmaba la impaciencia y la zozobra que de ella se habían apoderado.
¿Cómo serían las cartas de amor? Pronto iba a saberlo, así que todos se retirasen a sus habitaciones y ella quedase sola en su gabinete.
Aquella noche, en la soledad de su dormitorio, cuya puerta había cerrado, rodeada de infinitas preocupaciones y conmoviéndose asustada al menor ruido lejano que llegaba a sus oídos, se reveló el amor a un corazón joven con todo el perfume condensado y el estallido de brillantes colores de una rosa que rompe el apretado capullo.
Leyó y releyó un sinnúmero de veces aquellas cuatro páginas, en las cuales las exclamaciones de una verdadera pasión surgían ingenuas y conmovedoras, sobre el papel, envueltas en conceptos románticos y algo rebuscados, y cuando la bujía que esparcía su luz sobre la mesilla de laca comenzó a agonizar, haciendo danzar un tropel de sombras sobre las blancas colgaduras del virginal lecho, Enriqueta lloraba sin poder explicarse el motivo, experimentando un dulce placer al derramar aquellas lágrimas.
La luz que, mortecina, se agitaba ya al extremo del candelero, y que iba a hacer estallar la arandela, causaba hondo pesar a Enriqueta, pues la privaba de que prolongase el placer de aquella lectura. Nueva Josué, hubiese querido tener poder para sostener aquella luz y leer una vez más el papel que tenía en sus manos y que besaba apasionadamente sin darse cuenta de ello; pero la llama, después de revivir con fuerza algunos instantes, se apagó, y la hermosa joven tuvo que desnudarse a obscuras.
La cama crujió dulcemente al recibir el peso de aquel cuerpo, que exhalaba un ambiente de fragante frescura, y en toda la noche no turbó la calma del aristocrático dormitorio otro ruido que los suspiros de Enriqueta, la cual durmió inquieta y nerviosa, despertándose con frecuencia, y como si temiese que el sueño la hiciese traición, y que con lucidez sonámbula la repitiese en alta voz el contenido de aquella carta, que ya casi sabía de memoria.
Los primeros rayos de luz matinal que se filtraron por los extremos del pesado cortinaje de la ventana, hicieron que Enriqueta saltase de la cama.
En sus horas de vigilia había pensado en la necesidad de contestar a aquella carta. El pobrecito se lo pedía, se lo rogaba con la mayor humildad, y ella no se sentía con fuerzas para permanecer muda ante aquella rendida solicitud.
Colocando su mesilla junto a la ventana, escribió tan nerviosa y alarmadamente como leyó en la noche anterior. Cuatro renglones de trémula letra y femenil ortografía, fueron la contestación a la carta del capitán, y aquel mismo día se encargó Tomasa de llevar la respuesta a Alvarez, que, como todos los hombres en casos semejantes, se consideró el más dichoso de los mortales.
Desde entonces se entablaron entre los dos jóvenes unas relaciones puramente platónicas, que se desahogaban por medio de miradas rápidas desde la acera al balcón, y cartas interminables que Tomasa entregaba diariamente y con rigurosa puntualidad a ambas partes.
Enriqueta se creía feliz, experimentando emociones que hasta entonces la habían sido desconocidas.
En un cofrecillo laqueado que perteneció a su madre, y que le servía para guardar algunos juguetes de su niñez, y ciertas chucherías propias de una joven aristocrática que sólo de tarde en tarde se presenta en el mundo elegante, y que son, por tanto, recuerdo de agradables y deslumbradoras fiestas, encerraba las cartas y las poesías que le enviaba su novio y que, por la frecuencia con que llegaban, amenazaban convertirse en colosal montón que se desbordara por toda la habitación.
Encerrarse en ésta, abrir el cofrecillo e ir releyendo por centésima vez aquellas epístolas amatorias en que, con diversas palabras, se hacían siempre los mismos juramentos e idénticas promesas, y besar después con instintivo arrebato aquellos pliegos de papel manoseados por continuos exámenes, era el mayor placer de aquella adolescente cuya vida la llenaba el amor.
Ejercicios piadosos.
Una mañana del mes de febrero, cuando en la casa del conde de Baselga todavía no se habían levantado de la cama los señores, Tomasa, apoyada en la chimenea del comedor, hablaba con una muchachuela que en su feo rostro tenía cierta expresión hipócrita y que era la doncella de doña Fernanda.
Ésta profesaba gran cariño a su servidora íntima, por ser fea y gran amiga de murmuraciones. La primera condición la tenía en gran estima, pues por ley de contraste, al lado de aquella cabeza chata, deprimida y terrosa, adquiría cierto brillo de hermosura su rostro rubicundo y narigudo. En cuanto a lo de chismosa, nada gustaba tanto a la baronesa como hablar largo rato con su doncella, haciendo que ésta le contara todo lo que ocurría en la casa, así como cuanto sabía de las otras señoras devotas que figuraban con ella en las juntas de cofradía e instituciones benéficas.
En esto último salía perdiendo doña Fernanda, pues su doncella, tan dominada estaba por el afán de murmurar, que apenas la dejaba libre su señora, corría en busca de Tomasa, complaciéndose en contarla todas las interioridades de su señora.
Entre el ama de llaves y la doncella reinaba gran intimidad, y aunque ésta, en punto a charlar, no guardaba fidelidad a nadie, siempre se mostraba más pronta, por simpatías propias de su clase, a revelar los secretos de su ama a Tomasa que a contar lo que ésta decía, a la baronesa.
Aquella mañana la chismosa, por complacer a Tomasa, a la que convenía tener favorable, pues de este modo su bondadosa autoridad consentía ciertas salidas nocturnas, se ocupaba en encender la chimenea del comedor, y en cuclillas ante el hogar colocaba cuidadosamente los leños, avivando con furiosos resoplidos la llama, que se obstinaban en rechazar los verdes y húmedos troncos.
Tomasa oía con gran atención lo que aquella muchacha, tosiendo a cada instante por el humo que se le metía en la garganta, e hinchando sus enrojecidos carrillos, le decía casi a sus pies.
La baronesa había pasado una noche pésima, privando a su doncella del sueño con continuos llamamientos. Había para reventar—según decía la doncella—estando al cuidado de aquella perra, que con todos sus aires de señora y de devota era... una de tantas. Ahora le daba por vomitar, por sentir vahídos, por decir a su querido director, el padre Felipe, que estaba muy malita; y la doncella, al decir esto, remedaba grotescamente los dengues de doña Fernanda, haciendo reír al ama de llaves.
Bien empleado le estaba—al decir de la aragonesa—, y esto la enseñaría a no pasarse la tarde entera encerrada con aquel jesuíta que era un sinvergüenza capaz de conmoverse ante una escoba, con tal que llevase faldas.
Tomasa no era cruel, pero se entusiasmaba pensando en el escándalo que iba a producir el estado de la baronesa así que éste se manifestase más claramente, y saboreaba ya de antemano la vergüenza que esto iba a producir a su enemiga.
—Mira tú—decía a la doncella—que oponerse a que la señorita Enriqueta sea como todas las jóvenes y tenga un novio que la quiera bien, y ella, en cambio, procede como una perdida deshonrando esta casa tan respetable con las conferencias que, a puerta cerrada, tiene con el padre Felipe. Ahora pagará en junto todas sus perrerías, y no será flojo el escándalo que se armará cuando todo Madrid sepa que la señora baronesa de Carrillo, a quien los papeles públicos llaman todos los días dama virtuosísima y a la que ensalzan los jesuítas en sus sermones, está en estado interesante por obra y gracia del querido que le ha destinado la Compañía. No me gusta el mal de nadie, pero en esta ocasión, chiquilla, estoy más alegre que si me hubiera tocado el premio gordo de la lotería. A ver si de este modo esa tal aprende a tratar a los pobres con la cortesía que se merecen y no nos aturde más a todos los de esta casa con sus mandatos y sus palabrotas.
—Anoche—dijo la fea doncella—me encargó que avisara al padre Claudio para que viniera a hablar con ella lo antes posible. Querrá indudablemente pedirle consejo para evitar que la gente se entere de lo que la ocurre.
—Pues como no le abran la tripa y le saquen lo que tiene dentro—dijo Tomasa con brutal jocosidad—, no sé cómo podrá arreglárselas para que nadie en esta casa se entere del producto de las tales conferencias a puerta cerrada.
—Anoche hablaba de lo conveniente que sería para su salud pasar una temporada en el campo. Tal vez piense irse a cualquier parte donde no la conozcan, y allí echar al mundo el cachorro del padre Felipe.
Las dos sirvientas hablaron largamente sobre la baronesa y sus dolencias, salpicando su conversación de terribles sarcasmos, y al fin tuvieron que separarse al oír que repiqueteaba furiosamente la campanilla de la habitación de la baronesa.
Aquella mañana doña Fernanda envió por dos veces a su doncella a la residencia del padre Claudio y aguardó con marcada impaciencia la llegada de éste.
Eran ya las doce cuando el vicario de la Orden en España entró en la habitación de la baronesa, deshaciéndose en excusas por su tardanza. ¡Eran tan apremiantes y continuos sus quehaceres! ¡Le llamaban tan a menudo a Palacio para consultas de la reina, cuando ésta no se creía suficientemente asesorada por sor Patrocinio, la monja de las llagas! La impía revolución se mostraba cada vez más imponente, el espíritu popular, hostil a los reyes y a la Iglesia, crecía por momentos y era preciso que la Compañía de Jesús empuñase sus misteriosas armas y pusiera en juego los ocultos resortes de su monstruosa organización secreta para, de este modo, librar el trono en peligro.
No tenía tiempo para ocuparse de los asuntos de escasa importancia, de mezquinas cuestiones de familia, que quedaban al cuidado de sus subalternos; pero apreciaba tanto a la baronesa, que consideraba como hija suya; tan agradecida le estaba la Compañía, que él se apresuraba a acudir a su llamamiento.
Doña Fernanda, muy lisonjeada por las palabras corteses de aquel hombre, cuyo poder inmenso le era conocido, contestaba con sonrisas de agradecimiento, ruborizada como una jovencita al oír los primeros piropos.
La puerta del gabinete de la baronesa se cerró, con gran dolor para Tomasa y la doncella, que rondaban por las inmediaciones, deseosas de oír, aunque sólo fuera algunas palabras de aquella conferencia.
Más de una hora duró ésta, y las dos mujeres, aplicando el oído a la cerraja de la puerta, sólo pudieron escuchar los sollozos de la baronesa y algunas palabras sueltas, tales como “deshonra”, “escándalo” y otras de idéntico significado.
Cuando las dos sirvientas escaparon despavoridas al notar que la conferencia terminaba y la puerta se abrió, el padre Claudio, que salía llevando en el rostro un gesto malhumorado, al notar que en la habitación inmediata estaban Tomasa y la doncella, afectando una completa indiferencia, recobró rápidamente su sonrisa amable y dijo en voz alta:
—La salud de usted, señora baronesa, reclama muchos cuidados. No sea usted niña, y procure no extremarse en esa vida agitada que lleva en pro de la religión y la caridad. Sería de muy buen efecto que pasara algunos meses en el campo y para esto le recomiendo el punto que ya le he indicado. Dígaselo al conde, a quien ruego salude de mi parte. Yo no me puedo detener, pues me llaman mis ocupaciones.
El padre Claudio pasó por delante de las dos criadas y, como de costumbre, las dió a besar su mano, sin adivinar que, a pesar de su exterior grave y compungido, se reían interiormente de la enfermedad de la baronesa y de las recomendaciones del jesuíta. Ellas sabían el porqué de aquel viaje al campo.
Aquel mismo día doña Fernanda llamó a su padre, y el conde, a pesar de que sentía gran repugnancia de hablar con ella particularmente, y eran muy contadas las veces que había entrado en su habitación, acudió al llamamiento.
Oyó en silencio la relación que le hizo su hija de sus extrañas dolencias e inmediatamente la dió permiso para que fuera a pasar unos cuantos meses en los alrededores de Bayona, que era el lugar que la había recomendado el padre Claudio.
¡Valiente cosa le importaban a él los asuntos de aquella mujer a la que no podía ver sin que inmediatamente acudiesen a su memoria recuerdos que despertaban su odio! Conocía las costumbres de su hija y, mirándola fijamente, adivinaba la verdadera causa de aquellas dolencias.
En su concepto, hacía bien en ir a Bayona. Allí existía un gran centro de jesuítas, y las recomendaciones del padre Claudio servirían para encubrir el remate de aquella enfermedad, que nadie podía explicar mejor que el atlético padre Felipe.
Al día siguiente la baronesa hizo todos sus preparativos de viaje, y tres días después, sin otra compañía que la de su intrigante doncella, emprendió el viaje. Antes de partir, ya el padre Felipe se había hecho cargo de Ricardito, llevándolo nuevamente al colegio.
Con el viaje de doña Fernanda, la casa de Baselga quedó, como decía el ama de llaves, convertida "en una balsa de aceite".
La ausencia de la baronesa hacía imposibles todas aquellas escenas violentas, aquellos gritos descompasados y represiones continuas a que tan aficionada se mostraba doña Fernanda.
Tomasa, disponiendo y mandando como autoridad superior, estaba en sus glorias, y Enriqueta se consideraba feliz al no tener que vivir con aquella zozobra a que le obligaba su hermana con su astuta vigilancia. El poder escribir cartas a Alvarez a cualquier hora del día sin tener que encerrarse en su habitación y temblar al menor ruido, era para la joven una dicha inmensa.
—Ya verá usted, señorita—decía la aragonesa—, qué rica vida vamos a llevar ahora que no está aquí su hermana endemoniada. Desde que puedo pasearme por la casa sin temor de encontrarme con aquella cara de vinagre, al pasar una puerta me siento otra y hasta parece que me he quitado de encima una docena de años. El capitán ya sabe que la baronesa se fué ayer, y no puede figurarse cuán grande es su alegría, pensando que ahora podrá verla de cerca. Saldremos a paseo todos los días, pues hora es ya de que usted no pase la vida de monja profesa a que quiere acostumbrarla la baronesa. Don Esteban vendrá algunas veces con nosotros, pasearemos por donde nadie nos vea, y yo... me haré la ciega y la sorda, aunque el papel sea poco grato, para que ustedes puedan decirse cuanto gusten. Vamos... que algo tendrán ustedes que decirse después de amarse tanto tiempo sin haber hablado nunca.
El conde de Baselga no era obstáculo para aquel plan que Tomasa se proponía realizar. Seguro de la fidelidad de su ama de llaves, a la que consideraba como de su familia, dejaba a Enriqueta por completo a su cuidado y continuaba su vida aislada pasando los días encerrado en su despacho, sin otro recreo de vez en cuando que un paseo por los desiertos alrededores de Madrid.
Baselga se había transfigurado con aquel método de vida.
La soledad en que le obligaba a vivir su misantropía, habíale aficionado al estudio, y en su despacho, que antes sólo tenia por adornos armas de todas clases, amontonábanse ahora los libros.
Las lecturas literarias y filosóficas le repugnaban. El misterioso influjo que el padre Claudio ejercía sobre su conciencia había desarrollado sus sentimientos religiosos creando en él una susceptibilidad fanática que se irritaba a la más leve indicación contra aquel dogma en el que creía a ojos cerrados. Esto le obligaba a mostrarse tan preocupado en sus lecturas como en su vida y circunscribirse a determinados libros, pues la revolución rugía contra lo existente, y a despecho de las medidas y censuras del Gobierno, hasta en la más inocente obra literaria se deslizaban ataques sobre los ideales que tan entusiásticamente profesaba el conde de Baselga.
Este, ante todo era militar. La guerra constituía la principal afición de su carácter, y de aquí que, al buscar un remedio al fastidio que le devoraba en su vida aislada y casi frailuna, se entregase en cuerpo y alma a la lectura de obras militares. Cuanto se había escrito, en España como en Francia, acerca del arte de la guerra, fué coleccionándolo el conde en su biblioteca.
Aquel hombre, en su juventud tan insolente, despreciador de la ciencia, que después había hecho la guerra como soldado valiente, pero ignorante, que cree que la fuerza y el arrojo es todo cuanto necesita un guerrero para ser vencedor, mostrábase ahora avergonzado por su estupidez y se dedicaba al estudio con el ansia del que quiere recobrar el tiempo perdido.
Baselga se sentía ahora agitado por el afán de gloria. Muchos de sus antiguos compañeros de la Guardia real eran ahora generales ilustres y estaban en todo el apogeo de su celebridad, y él, aficionado nuevamente a la milicia, miraba con envidia la posición de sus antiguos amigos. Los millones que poseía, sus títulos, todo cuanto era lo hubiera dado por poder mandar una división y haber asistido con ella a la guerra de Africa o a otra de aquellas campañas tan gloriosas como descabelladas que, para labrarse su propia gloria, llevaba a cabo su antiguo amigo don Leopoldo O’Donnell.
El conde, a fuerza de hojear a los tratadistas militares y de leer obras de fortificación, acabó por concebir un plan que produjo sobre su cerebro una verdadera obsesión.
Ya tenía el medio de hacerse célebre. En Baselga, a pesar de su exterior rudo, había algo de poeta: la imaginación era su principal facultad, y esto hacía que revistiesen cierto ambiente romancesco y místico todas las ideas que se fijaban tenazmente en su cerebro.
Comenzó a madurar la idea de apoderarse, por sorpresa y mediante un buen golpe de mano, de Gibraltar, y se dedicó con ahinco a estudiar todo cuanto se había escrito sobre el famoso sitio que los españoles pusieron a la inexpugnable plaza inglesa en el siglo pasado.
Aquella empresa excitaba los entusiasmos que Baselga podía sentir: el patriótico y el religioso. Como soldado español, estremecíase al pensar que la bandera de su patria llegaría a ostentarse desplegada en el mismo punto donde ahora ondeaba el pabellón inglés, y como católico y fanático sentíase dominado por una beatífica emoción, considerando que con la conquista de Gibraltar se privaba de la mejor de sus plazas a Inglaterra, una nación protestante, enemiga de los santos y que se reía del Papa, aquel vicedios que dirigía el mundo desde Roma.
Al poco tiempo de habérsele ocurrido aquel plan se sentía tan dominado por él que le dedicaba toda su existencia.
Pasaba el día y gran parte de la noche inclinado ante imperfectos planos de Gibraltar y consultando notas que se había procurado acerca de la guarnición de la plaza y los puntos donde estaba acuartelada. Cuando el cansancio le obligaba a dejar aquella tarea y podía reflexionar sobre los posibilidades de éxito de su empresa, sentíase muy animado y confiaba en un completo triunfo.
El tenía marcada su línea de conducta. Primero combinaría en principio su plan, cuidándolo hasta en sus últimos detalles; después lo comprobaría sobre el terreno, haciendo un viaje a Gibraltar, en el que ya había estado en 1823 durante su campaña en las inmediaciones de Cádiz, y, finalmente, escogería un número proporcionado de hombres de valor y de serenidad para dar el audaz golpe de mano que se había imaginado. En Navarra, y entre sus antiguos voluntarios de la guerra carlista, pensaba hallar los compañeros para aquella loca aventura, en la que estaba dispuesto a gastar la colosal fortuna de sus hijos.
El alcanzaría la inmensa gloria de devolver a España aquel rincón de la península arrancado por la traición inglesa, y si no lo lograba, perecería como un mártir patriótico, digno de eterno renombre.
Y mientras Baselga, en la soledad de su despacho, se entregaba a interminables cavilaciones, interrumpidas de vez en cuando por risueñas esperanzas que se forjaban en su optimista imaginación, su hija y el capitán Alvarez sonreían embriagados por la dulce primavera del amor.
Primavera de amor.
La primera vez que Enriqueta y Esteban Alvarez se vieron de cerca y pudieron hablarse fué algunos días después de emprender su viaje la baronesa de Carrillo.
El invierno era frío y lluvioso, pero aquel día amaneció hermoso y sereno, y el ama de llaves de Baselga, a más de las diez, cuando su señor, después de almorzar se encerró en su gabinete para dedicarse a sus estudios, invitó a Enriqueta a dar un paseo.
Era simplemente, como decía Tomasa, una agradable escapatoria al Retiro, que aquel día debía de estar hermoso, y por esto Enriqueta se vistió modestamente, aunque con esa seductora coquetería instintiva en las jóvenes hermosas y elegantes.
El cochero recibió orden de enganchar, y media hora después, dentro de una elegante berlina, iban Tomasa y su señorita al hermoso parque que tiene Madrid.
Enriqueta sentía una agitación que tenía mucho de placentera. Iba por primera vez a hablar con el hombre adorado y no podía evitar cierta zozobra, hija del temor de aquel paso decisivo. ¡Ay, si la baronesa llegaba algún día a saber aquello!
Cuando entraron en el celebrado paseo, Enriqueta, con instintivo impulso, sacó la cabeza por la portezuela, y a lo lejos, bajo un grupo de árboles seculares, distinguió la viva mancha de color de un uniforme.
Era el capitán Alvarez, que, avisado por Tomasa, esperaba también impaciente.
Las dos mujeres apeáronse del carruaje, y dando orden al cochero para que esperase en aquel punto, internáronse en una umbrosa alameda sin mirar a Alvarez, el cual procuraba fingir una completa indiferencia mientras estuviera al alcance de las miradas del auriga y el lacayo. El ama de llaves le había recomendado mucho no cometer indiscreciones en presencia de aquellos criados aficionados al chismorreo de escalera abajo, cuyas revelaciones subían muchas veces a las habitaciones de sus tamos.
Poco rato después, en una plazoleta distante, reuníase el capitán con las dos mujeres.
Quien recuerde el feliz instante en que por primera vez habló a la mujer amada puede fácilmente imaginarse las impresiones que experimentaron Esteban y Enriqueta al verse juntos.
El capitán, aunque en su exterior mostraba cierto petulante asombro, era para ocultar mejor la turbación que experimentaba. Aquel endiablado mozo, que tan bien sabía entenderse a sablazos con los marroquíes, y que en épocas de paz, llevado de su carácter batallador, conspiraba contra el Gobierno, era en el fondo tímido como una doncella, y sentía gran cortedad al dirigir por primera vez la palabra a Enriqueta.
El no era ningún niño; había tenido sus novias en todos los puntos donde estuvo de guarnición, y en el regimiento lo consideraban como chico listo, que aunque serio, sabía sacar su parte a tiempo; pero había gran diferencia entre las modistillas y las señoritas cursis con que hasta entonces había tenido relaciones, y aquella joven elegante, millonaria y aristocrática, que contestaba a sus apasionadas cartas con lacónicos billetes, que aunque muy amorosos, parecían por su redacción despachos telegráficos.
Alvarez temía aparecer ridículo en la conversación y deshacer de este modo el buen efecto que en Enriqueta había producido su adoración desde lejos.
Por su parte, la joven experimentaba el mismo temor, y de aquí que ambos amantes caminasen delante de Tomasa exageradamente separados, balbuceando monosílabos, contentos con mirarse tiernamente, sonriendo ruborizados, y diciendo de vez en cuando frases estúpidas, sobre la belleza del día, la lluvia de la semana anterior y el frío que hace en invierno.
Al fin la juventud y el amor desvanecieron aquellos temores; los jóvenes se avergonzaron de su conversación imbécil, y después de esperar cada uno de los amantes que el otro iniciase el amor en el diálogo, como riachuelos que hinchados por la tempestad rebosan sus ribazos y saltan sus presas destrozando todos los obstáculos, los dos comenzaron a hablar con encantadora verbosidad, al principio con cierto recelo y después con tanta confianza como si hubiesen estado juntos desde su infancia.
Alvarez se reía ahora de su sospecha de resultar ridículo. Enriqueta le amaba y él, al hablar, decía cuanto le dictaba su cariño, acogiendo la joven con estremecimientos de placer aquellos juramentos de amor, extremadamente novelescos, que le dirigía el capitán.
¡Qué mañana tan hermosa fué aquélla para el enamorado militar! En su pensamiento surgía el recuerdo de aquella otra en que vió en igual sitio a Enriqueta, y al contemplarse ahora al lado de la hermosa joven en íntima conversación con ella se consideraba feliz, y creía que la vida no es tan mala como muchos quieren suponer.
Enriqueta llevaba un abrigo igual o parecido al que vestía aquella mañana del encuentro, y en su cabeza ostentaba la capota blanca con lazos de rosa, aquella capotita que danzaba en los ensueños de Alvarez. Aquello podía ser coquetería de la joven o casualidad; pero tal igualdad del traje contribuía a hacer más completa la felicidad del capitán.
Pareció a éste que no había transcurrido el tiempo, porque se encontraba aún en aquella misma mañana y que el año que había pasado con sus desconsoladoras excitaciones de impotente deseo y sus ensueños interminables era un rápido centelleo de su imaginación visionaria.
Tan penetrado estaba en esta ilusión que varias veces, con instintivo movimiento, volvió la cabeza al oír cómo crujía la arena del paseo bajo unas pisadas acompasadas. Era Tomasa, que marchaba lentamente y resignada, procurando que existiera alguna distancia entre ella y la pareja, para que los “muchachos” pudiesen hablarse con entera libertad. No era la baronesa, como se imaginaba Alvarez en su momentánea confusión, que le hacía creerse en la mañana misma que vió por primera vez a Enriqueta. Doña Fernanda se hallaba lejos del Retiro y más lejos aún de creer que su hermanastra paseaba al lado de "aquel militarucho insolente", oyendo con ruborosa complacencia sus razonamientos amorosos, que parecían salir de boca del galán de una comedia de capa y espada.
¡Cuán dulces fueron las emociones que experimentaron los dos jóvenes en aquella primera entrevista! Cada una de sus confianzas costábanles un sinnúmero de vacilaciones, de las que luego se reían con inocente candor. Necesitó Alvarez mostrarse cómicamente grave para que Enriqueta accediese a tutearle, como ya acostumbraba a hacerlo en las cartas, y para excusarse la joven dijo, con una franqueza adorable, que le daba vergüenza hablar con tanta confianza a un señor que tenía más años que ella.
Si Tomasa no está allí, Alvarez se la hubiera comido a besos.
Era ya mediodía y todavía la pareja, como cometa amoroso cuya cola era el ama de llaves, iba a la ventura corriendo en caprichoso zigzag el gigantesco parque, con gran desesperación de Tomasa, que comenzaba a cansarse y a sentir cierto enojo por la falta de atención de los enamorados, que no querían sentarse en ningún banco. ¡Aquellos malditos novios no llegaban a cansarse!
Esto y lo avanzado de la hora obligó a la franca aragonesa a intervenir en el amoroso diálogo.
Vamos, ¿no había ya bastante? ¿No era ya hora de retirarse a casa antes que el conde, al dirigirse al comedor, se extrañara de la tardanza de su hija?
—Ahora mismo nos iremos—contestaba Enriqueta, y volvía inmediatamente a mirar a su novio, reanudando la interrumpida conversación y siguiendo el paseo.
Varías veces hizo Tomasa sus advertencias, obteniendo siempre idéntica contestación. No era empresa fácil separar aquella pareja embriagada por el amor y que, arrullándose con las caricias de su mirada, perdía completamente la voluntad.
Aquel paseo se hubiera prolongado hasta la noche a no ser por la energía de la vieja doméstica, que con el rostro grave se plantó ante los dos amantes impidiéndoles el paso.
—No son ustedes razonables—les dijo—. ¡Ah, la juventud, la juventud! Todo quieren comérselo en un día, aunque después se mueran de hambre. Piensen ustedes que, si no se separan inmediatamente, alguien podrá sospechar lo que ocurre, en vista de nuestra tardanza, y ya no volverán a repetirse estas entrevistas... En fin..., señorita Enriqueta, yo no estoy dispuesta a comprometerme tontamente, y si no nos vamos en seguida a casa, juro no volver a traerla más aquí.
Los novios se decidieron a separarse, y a corta distancia del lugar donde esperaba el coche verificóse la despedida.
Enriqueta, sonriendo con cierta pena en vista de la brevedad del placer, pues aquellas dos horas le habían parecido un minuto, tendió su enguantada manecita al capitán, quien la estrechó entre las suyas con energía cariñosa.
El dulce calor que transpiraba la fina cabritilla envolviendo aquella mano delicada, causó gran efecto en Alvarez, que se estremeció de pies a cabeza. Fué aquello un latigazo de esa extraña voluptuosidad que pone en tensión los nervios y embriaga el cerebro sin conmover ni una sola fibra de la carne.
Fuése alejando Enriqueta, y antes de desaparecer volvió la cabeza varias veces para enviar a su amado sonrisas de felicidad.
Aquella fué la época feliz de Alvarez, que hasta entonces no había conocido realmente el amor.
Ver a Enriqueta y hablarla era su mayor placer, y la felicidad llegó a hacerle exigente hasta el punto de mostrarse malhumorado el día en que por cualquier accidente no podían las dos mujeres salir de casa y dejaban de acudir al punto de cita.
Llovía aquel año con frecuencia, y Alvarez, que antes se preocupaba muy poco de las variaciones del tiempo, dormíase ahora todas las noches pensando con inquietud en la problemática bonanza del día siguiente.
La lluvia o el frío malograban los paseos amorosos por el Retiro, y si Enriqueta y su fiel Tomasa se decidían a salir era para ir a alguna iglesia donde los amantes sólo podían mirarse de lejos, hablándose con los ojos. Un delicioso rozamiento de dedos al ofrecer el agua bendita de la pila, era lo único que alcanzaba el capitán en aquellas mudas entrevistas en el fondo de alguna iglesia obscura y mal oliente, conmovida por el monótono rugido del canto llano y el murmullo del rezo de las beatas.
Las entrevistas en el Retiro, aquellos paseos por avenidas alfombradas de hojas secas y orladas por grupos de árboles que con cierta salvaje grandeza cortaban el cielo con su pelado ramaje de esqueleto, gustaban más a los dos amantes, y especialmente a Enriqueta, que acudía al público parque apenas el día no se mostraba tormentoso.
Aquella Arcadia amorosa, que tenía por fondo un imponente paisaje de invierno, se prolongó por espacio de unos dos meses, y en este tiempo los amantes llegaron al último límite de una intimidad tan casta como cariñosa.
Horas enteras de conversación, en que las lenguas se mostraban tan activas como lánguidos los ojos, momentos de dulce abandono, sirvieron para que cada uno de ellos vaciase su memoria al oído del otro, relatando los sucesos de su vida pasada, sus deseos y sus aspiraciones.
No había secretos ni calculadas reservas en aquella interminable charla amorosa, que tenía mucho de los caprichosos giros del gorjeo del ave; hablaba el corazón en todos los momentos, y a los pocos días cada uno conocía tan perfectamente la vida del otro, como la suya propia.
Enriqueta experimentaba un gran consuelo al tener alguien, que no fuera el ama de llaves, a quien comunicar las penas que le ocasionaba su educación casi religiosa, que pugnaba con su carácter, y las exigencias imperiosas de la baronesa.
Alvarez, oyendo a su novia, sintió crecer su odio contra aquella señora que tan antipática le era.
La personalidad del conde no le inspiraba ningún sentimiento, pues el capitán la consideraba como misteriosa e indefinida.
Siempre que Enriqueta hablaba de su padre lo hacía con tal brevedad y con tanta falta de pasión, que Alvarez no tardó en adivinar que la hija de Baselga sentía hacia éste la misma frialdad temerosa, nacida de la falta de confianza.
Aquel buen señor, que hacía una vida aislada y silenciosa como la de un eremita, y que pasaba los días enteros encerrado en su despacho sin permitirse ninguna expansión ni mostrar su afecto a la familia, resultaba un ente misterioso, y Alvarez, en su imaginación de poeta, casi llegaba a representárselo como uno de los fantásticos y tétricos protagonistas de los cuentos de Hoffman.
Conforme iba conquistando Alvarez la confianza de su amada y se enteraba de las particularidades de su familia sentíase invadido de una gran tristeza que ocultaba cuidadosamente.
Aquella baronesa, orgullos e irascible, y el conde, grave, inabordable y misterioso, le causaban miedo, pues comprendía que él, pobre, humilde y sin otro patrimonio que su valor y su talento, nunca conseguiría entrar legalmente en la familia siendo esposo de Enriqueta, que era lo que anhelaba, más por amor que por ambición.
Aquella era la única nube que empañaba el puro cielo de su primavera de amor.
La época feliz de sus amores duraría el tiempo que la baronesa tardara en volver a Madrid.
El día en que doña Fernanda regresara a casa de su padre, Enriqueta volvería a su vida semimonacal, y él tendría que contentarse con pasear la calle, sosteniendo unos amores románticos que acabarían a la puerta de un convento.
Alvarez estaba triste. Los días en que más locuaz y adorable se mostraba Enriqueta eran los en que más sufría el capitán apenas quedaba solo y reflexionaba sobre el porvenir.
El amigo de Baselga.
El conde de Baselga tenía un amigo a quien no vacilaba en dar este nombre.
Aquel misántropo, que huía del trato social no buscando más compañía que la de los libros, habíase sentido ablandado de repente en su genio arisco e impenetrable, concediendo poco a poco su confianza a un joven.
Entre los pocos que invitaban en aquella casa por pura cortesía y que merecían no ser comprendidos en una recepción fría y ceremoniosa figuraba Joaquín Quirós, joven a quien ciertos periódicos nombraban siempre con el aditamento de "distinguido e ilustrado" y que tenía alguna reputación entre la alta sociedad de Madrid.
Estaba ya cinco años empleado en el ministerio de Estado y figuraba con cierta autoridad al frente del tropel de vizcondes y marquesitos que, expertos en dirigir un cotillón, mascullando medianamente el francés y hablando horriblemente el castellano, estaban agregados al citado ministerio, donde se preparaban a representar a España, tiempo adelante, en lejanas Embajadas.
Joaquinito Quirós, como le llamaban en las reuniones notables, a pesar de que estaba ya en sus treinta años, era hijo único del segundón de una gran casa, que había gastado hasta su último ochavo en Nápoles en ridículas ostentaciones de riqueza, para hacer ver al mundo que España elegía siempre sus embajadores entre la gente más opulenta y manirrota. Cuando no tuvo ya con qué pagar comidas a lo Lúculo y caprichos propios de Creso y hubo de ceñirse a vivir de su sueldo de embajador, creyó que España quedaría deshonrada si sobrevivía su arruinado representante, y un tiro rompió la caja de hueso que contenía aquel menguado cerebro.
Cuando aquel loco se suicidó, su hijo tenía muy pocos años, y aunque estaba emparentado con la nobleza más distinguida, fué escasa la protección que recibió, y hubo de amoldarse a una vida mísera que compartió con su madre. El descendiente del que en Nápoles encomendaba a Sévres una vajilla de frágil porcelana que costaba una fortuna, y a los postres la arrojaba por el balcón, riéndose del asombro de los convidados, antes de ser hombre supo muchísimas veces lo que era hambre y algunas noches se durmió envuelto en una manta apolillada, pensando que la suprema felicidad en este mundo era tener una estufa en la alcoba.
Mediante el auxilio mezquino de algunos parientes de su padre y valiéndose principalmente de su carácter flexible y adulador y de una rápida y certera intención para apreciar las debilidades de los hombres, el joven consiguió seguir la carrera de leyes con escasa brillantez, pero sin perder un curso, y cuando tuvo el título de abogado, se lanzó al mundo haciendo valer las condiciones ya citadas.
Fué un chico amable, humilde e instruído, un muchacho juicioso, que jamás caería en las extravagancias de su padre, y las familias aristocráticas que de este modo hablaban de Joaquín Quirós, tuvieron empeño y hasta mostraron entre ellas cierta competencia por ayudar y proteger a aquel joven que con una sencillez conmovedora agradecía cuantos servicios le prestaban.
Quirós, tan humilde y tan ingenuo, se reía en su interior de la imbecilidad de aquellas gentes, que le encumbraban por parecer caritativas, y lejos de enfadarse por aquellos favores que olían a limosna, sabía acertadamente adular a unos y excitar el orgullo de otros, siempre en provecho propio, creando una rivalidad entre todos los que a porfía le ayudaban a conquistar una posición.
La miseria y los desaires sufridos en su juventud habían quedado muy impresos en su memoria, y al par que odiaba a todas aquellas gentes que le auxiliaban, lo mismo que si se tratara de un criado simpático, digno de mejor suerte, sentía un hambre insaciable de riquezas para resarcirse de los crueles tormentos de su anterior pobreza.
Las recomendaciones de sus aristocráticos protectores, que hacían valer los “servicios” que a la patria había prestado el padre de Quirós, lograron que éste fuese admitido en el ministerio de Estado, donde no tardó en abrirse paso. Aquel diablo de Joaquinito, como decían las viejas señoras que le protegían, tenía un aspecto tan simpático y era tan amable que en todas partes donde entraba conseguía hacerse el amo a fuerza de cariño. Así era; pero lo que Quirós tenía principalmente en su favor era su facultad de adulador rastrero, pero hábil, que le hacía descubrir con rápido golpe de vista las debilidades de sus superiores, a los cuales sabía elogiar a tiempo, consiguiendo de ellos una sonrisa de benevolencia protectora.
Además, el joven era trabajador y sabía mostrar tan oportunamente su mediana inteligencia, que ésta parecía muy superior a su verdadero mérito. Con estas condiciones había de sobra para abrirse paso en una oficina del Estado.
A los pocos meses de estar en el ministerio, Joaquinito, siempre amable y humilde sin afectación, era el imprescindible. Los jefes más adustos y viejos, que miraban siempre con prevención a los jóvenes agregados, tenían para él sonrisas de cariño y hablaban con acento protector de su talento y laboriosidad, y en cuanto al tropel de futuros diplomáticos, que en los gemelos de su camisa ostentaban un fárrago inmenso de heráldica, le reconocían voluntariamente como jefe y maestro en todas las materias.
Los futuros embajadores le consultaban, convencidos de su superioridad, cuando hacían algún trabajo por encargo de sus superiores, y aún se mostraban más atentos y sumisos a sus consejos en materias de distinción y elegancia, pues aquel muchacho, que había paseado cuando estudiante sus zapatos rotos y su traje deslucido y remendado por todo Madrid, era ahora el más autorizado intérprete de la moda francesa.
El "pollo" Quirós, como le llamaban en el Casino, era el más acabado tipo del vividor elegante.
Aquella sociedad aristocrática que le mimaba dispensándole algunas consideraciones, tal vez lo despreciaba en el fondo, considerándolo como un ser insignificante por su posición poco desahogada; aquellos marquesitos que le consultaban mirábanle en ciertas ocasiones con la superioridad que tiene el que sirve al Estado por gusto, sobre el que es empleado por comer; pero Quirós, a pesar de conocer el verdadero concepto que merecía a aquellas gentes, continuaba como siempre, y explotando la benevolencia de unos y otros, iba echando raíces que aseguraban los avances que hacía, siempre en busca de fortuna.
Los cambios políticos, esos terribles cataclismos para el empleado, que barren furiosamente el personal de las oficinas para sustituirlo por otro tan inepto como el anterior, aunque más hambriento, no conseguían atemorizar a Quirós, que se consideraba muy fuerte y seguro en el puesto que ocupaba. Empleado por los moderados en el período álgido de la brutal dictadura de Narváez, y significado por sus exageradas muestras de adhesión al Gobierno, al subir al Poder la Unión Liberal esperaban todos sus compañeros que cayese sobre él la cesantía; pero ésto no llegó y en su lugar vino un ascenso.
Tenía amigos protectores en todos los partidos; sus superiores le querían, los títulos más linajudos le daban su protección, y especialmente contaba con el apoyo del padre Claudio, a quien había conocido en el mundo elegante y el cual le apreciaba haciéndose lenguas de su talento. El jesuíta había adivinado en él un hermano malogrado que de llegar a vestir la sotana hubiera prestado grandes servicios a la Orden como confesor de princesas e intrigante palaciego.
—Me río yo de los cambios políticos—decía el joven vividor con aire de hombre confiado—. Yo estoy a prueba de cesantías, y mientras tenga tan buenos amigos me da lo mismo que mande O’Donnell o Narváez.
Quirós no contaba únicamente con sus cualidades de joven laborioso, amable y sencillo. Tenía otras que le hacían ser muy apreciado en la alta sociedad, especialmente por las señoras y los personajes serios.
Ante todo era un espíritu profundamente religioso. Era, según la feliz expresión del padre Claudio, un muchacho como ya no los había en este siglo de escepticismo y de incredulidad.
¡Con qué fervor hablaba Quirós en los bailes, entre un vals y un rigodón, de la santa religión católica, ante un grupo de viejas retocadas que rabiaban al tener que desempeñar el papel de beatas, ya que no podían hacer lo que en sus juveniles tiempos! Con tanto fuego y acento tan expresivo defendía a la religión aquel diplomático vividor, que hubo quien le comparó una vez al elocuente San Bernardo, ignorando, sin duda, que el fanático competidor de Pedro Abelardo no sostenía contiendas religiosas, después de haber disertado con brillantez en una mesa del Casino, acerca de la nueva forma de los fracs y de los botones que debían llevarse en la pechera.
Donoso Cortés era el modelo de oratoria, el gran maestro para aquel intrigante aprovechado, y con acento declamatorio, mirando unas veces al cielo como víctima que pide misericordia, y tronando otras con acento apocalíptico, ensartaba lugares comunes para arrojarlos contra la sociedad descreída que odiaba a los sacerdotes y se mofaba del catolicismo, prediciendo un sinnúmero de catástrofes horripilantes si el mundo no se separaba de la senda de perdición a que le impulsaban las doctrinas republicanas y librepensadoras.
¡Qué talento tenía aquel Joaquinito! Lo malo era que algunos de sus aristocráticos compañeros de oficina, oyéndole perorar de este modo ante unas cuantas viejas y antiguos calaveras convertidos ahora en beatos, aunque ponían una cara compungida, propia de un devoto indignado, se reían en su interior, recordando alegres cenas en un gabinete particular de Fornos, donde Quirós, dando besos y pellizcos a las convidadas que tenía más cerca, se esforzaba en demostrar que en el mundo todo es carne y dinero y que el hombre de talento debe excederse por alcanzar estos dos medios de felicidad, dejando para el populacho el consuelo de la religión, que él calificaba de farsa, entre las risotadas de aquellos marquesitos que pertenecían a familias muy cristianas y habían sido educados por los padres jesuítas.
—¡Valiente farsante!—decían admirados al oírle declamar a favor de la religión aquellos hijos de familia que en sus casas se veían precisados a proceder tan hipócritamente, aunque con menos talento.
Quirós no se contentaba con ser un predicador de salón, pues ansioso de ganar alguna notoriedad, escribía en el "Boletín de las Damas Católicas", un periódico que pasaba por órgano del padre Claudio y cuyos números figuraban en los tocadores de las señoras de la aristocracia, manchados muchas veces por el colorete y el agua de Colonia. En aquella publicación, que era como la trompeta de la elegancia devota, llamando sin cesar a que se prosternasen a los pies de los jesuítas todas las personas de gran fortuna, Quirós publicaba artículos trascendentales sobre la inmoralidad de los tiempos o acerca de la impiedad reinante, tratando con un desdén olímpico a un joven catedrático casi desconocido que se llamaba Castelar, y que en la Universidad Central daba rudos golpes al ultramontanismo fanático, explicando historia, y a un tal Pi y Margall que escribía libros sobre arte y ciencia canónica, que la autoridad se apresuraba a recoger con tanta presteza como si se tratase de combatir una invasión epidémica.
¡Qué cosas se le ocurrían al "pollo" cuando trataba con tan soberano desprecio a aquellos escritorzuelos impíos, y con qué desparpajo se burlaba de ellos!
Aquello era escribir, según la opinión del padre Felipe y todas sus antiguas penitentas, y no lo que hacían unos libelistas que el pueblo se empeñaba en aplaudir y que sólo sabían hablar mal de la Iglesia, fiel representante de Dios.
Quirós, sin perder en la alta sociedad su carácter de hombre elegante, que buscaba un acomodo definitivo, por ejemplo, una esposa rica, consiguió fama de joven juicioso y de escritor notable, viniendo a coronar su reputación una novela titulada: "¡Pobre Eulalia!", engendro lacrimoso y dulzón que, encuadernadito en color de rosa, salió de la imprenta para ser hojeado por blancas y aristocráticas manos, descansando sobre el mármol de los tocadores o en el fondo de perfumados costureros acolchados de raso. Fué aquello un éxito espantoso, una apoteosis de amables sonrisas y de encantadoras felicitaciones de un púbilco femenino entusiasmado por la moral de aquella novela. ¡Cuánta pulcritud en el argumento! Aquella obra era un dechado de delicadeza y pregonaba el sorprendente talento del autor. Los personajes hablaban como serafines, se pasaban la vida suspirando; no conocían sino de oídas la maldad, que tanto abunda en el mundo, y se movían como las figurillas de un teatro mecánico a voluntad del escritor. La protagonista, joven cándida, inocente y angelical, envuelta siempre en blancas vestiduras y tan ideal y vaporosa a fuerza de ser llorona que llegaba a dudarse si sus diminutos pies tendrían a continuación carnales pantorrillas, pasaba las de Caín perseguida siempre por el traidor de la obra, un señor que, por añadidura, nunca iba a misa y hablaba mal de los curas; pero el lector, después de sufrir y llorar con las desdichas de Eulalia, quedaba consolado y alegre, pues en el epílogo moría el monstruo y triunfaba la inocencia, pues hay un Dios que premia la virtud y castiga la maldad, aunque en el mundo vemos lo contrario todos los días.
Los mismos periódicos que hablaban con fruición de la caridad y de las costumbres virtuosas de la baronesa de Carrillo, se hicieron lenguas de la flamante producción de don Joaquín Quirós, "uno de los más decididos adalides de nuestra santa causa", y el joven consiguió un triunfo completo.
A los veintinueve años Quirós se acordaba algunas veces de la miseria que había sufrido en su niñez y de las privaciones terribles que para educarle se imponía su difunta madre, y al verse en la actualidad considerado en unas partes como hombre distinguido, en otras como necesario, y en todas como digno de aspirar a más altos destinos, reconocía que la suerte no le había sido esquiva y que aún podía prometerse mayores felicidades en el porvenir.
Como escritor religioso y joven distinguido figuraba en varias asociaciones devotas. Era aquél el tiempo de las cofradías, pues la sociedad elegante reflejaba las aficiones de la corte, donde imperaban como consejeros supremos Sor Patrocinio y el padre Claret. El general O’Donnell, para agradar a la reina y conservar el Poder, veíase obligado a ir en las procesiones de la cofradía de San Pascual, con el escapulario al cuello y el cirio en la mano, y cuando tal hacía el jefe del Gobierno, inútil es decir el deseo de imitación de aquella sociedad aristocrática que amoldaba todos sus gustos y diversiones a aquellas que privaban en Palacio.
Ser miembro importante de una cofradía aristocrática, de una de las asociaciones creadas con aparente fin benéfico por la incesante propaganda jesuítica, equivalía en aquella época a tener abiertas las puertas de los principales centros oficiales, a ser considerado como un alto personaje revestido de cierta inmunidad, y por esto el aprovechado Quirós, que nunca se equivocaba al elegir el más rápido camino para hacer carrera, mostró gran empeño en tomar importante participación en aquella corriente religiosa y ofreció su servicio a cuantas fundaciones de tal género se iniciaron.
La directora de aquel movimiento devoto, el centro de aquel torbellino de fingida fe, era la baronesa de Carrillo, y bajo su protección se puso el aprovechado Quirós, prestándose a desempeñar el cargo de secretario en cuantas corporaciones fundaba doña Fernanda.
Las ocupaciones que este cargo llevaba anexas obligaban al joven a conferenciar frecuentemente con doña Fernanda, y de aquí que visitase casi diariamente la casa del conde de Baselga, donde llegó a ser casi tan considerado como el director espiritual de la baronesa.
Los criados encontraban a don Joaquín un señorito muy simpático, que tenía sonrisas y palabras amables hasta para el mas ínfimo servidor; doña Fernanda aprovechaba todas las ocasiones para hacerse lenguas de su talento y su religiosidad, y Enriqueta era la única que lo miraba con cierta indiferencia, considerándolo sin duda como un ser superficial e insignificante, con ese buen golpe de vista que poseen muchas veces las niñas más inocentes.
El conde de Baselga consideró, al principio, del mismo modo que su hija a aquel joven tan locuaz y adulador, pero poco a poco fué interesándose por él, y de una indiferencia despreciativa pasó a un afecto que poco a poco fué creciendo y dominándolo.
Era que la astucia de Quirós había adivinado el punto flaco de aquel carácter taciturno y desconfiado, y comenzaba a explotar sus aficiones y creencias.
El afecto de Baselga considerábalo de gran importancia para él, y de aquí que hiciese toda clase de esfuerzos para ser su amigo.
Quirós comenzó por mostrarse carlista y hacer, cuantas veces se hablaba de política en presencia del conde, apasionadas profesiones de fe en favor de la buena causa. Cada uno de aquellos ditirambos que soltaba en honor de la rama legítima de los Borbones y del absolutismo, acompañados de maldiciones a Fernando VII, valíale fijas miradas del conde, que le escuchaba sin romper su obstinado silencio.
El era carlista y no tenía inconveniente en decirlo en todas partes, así como en asegurar que si servía al legítimo gobierno de Isabel II era porque ésta, en su concepto, no tardaría en ser iluminada por Dios con la luz de la verdad, lo que haría que ésta entregase la corona a sus parientes, que era a quienes pertenecía. Además, él estaba empleado en el Ministerio de Estado porque así lo exigían sus correligionarios, pues desde su puesto podría servir mejor a los intereses del partido.
Aquellas declaraciones, unidas a ciertas oportunas muestras de interés, lograron conmover al conde, que, faltando a sus hábitos de misantrópica reserva, comenzó a dispensarle cierta confianza.
Baselga, después de muchos años de aislamiento social, experimentaba la apremiante necesidad de comunicar a alguien sus pensamientos y entablar una íntima relación.
Renacía el hombre en él, con todos sus naturales necesidades, y sus aficiones al estudio, así como el aventurado plan que hervía en su cerebro, algo perturbado, le obligaban a buscar un verdadero amigo en quien depositar sus locas ilusiones.
Quirós fué el primero que se acercó a él, y de aquí que le concediese toda su confianza.
El joven diplomático conquistó de tal modo el afecto de Baselga, que éste no tardó en considerar como necesaria su amistad, haciéndole partícipe de todos sus secretos.
Al principio el conde se limitó a relatarle sus estudios, complaciéndose en enseñarle, con la misma pasión del avaro al mostrar sus tesoros, la preciosa biblioteca militar que había logrado reunir; pero cuando el joven fué penetrando en su intimidad y se dedicó a visitar diariamente su gabinete de trabajo, le fué imposible a Baselga ocultar el plan grandioso a que dedicaba su existencia, y en un momento de abandono relató a Quirós su soñada conquista de Gibraltar.
El joven tenía gran dominio sobre sí mismo y sabía ocultar hábilmente sus impresiones; pero a pesar de esto, cuando el conde, con una calma olímpica, le fué explicando su plan, le faltó muy poco para exclamar:
—¡Este hombre está loco!
Algún oculto propósito debía tener Quirós acerca del conde, por cuanto halagó tan locas ilusiones, incitándole a perseverar en el descabellado plan. Este era el medio más seguro para conquistar por completo su confianza.
Quirós aceptó con entusiasmo las ideas del conde, y fingiendo con aquella habilidad de farsante que tan irresistible le hacía, un amor sin límites a la patria, juró que ayudaría a su viejo amigo en tan santa empresa.
Desde entonces Baselga tuvo en el joven un auxiliar apreciable, al que dió bastante trabajo, pues por un capricho propio del que se encariña en una idea y quiere poseerla por completo, le hizo sacar copia de cuantos datos existían en el archivo de Estado acerca de la cesión de Gibraltar a los ingleses.
De este modo tuvo el conde un amigo íntimo, y Joaquinito Quirós fué en casa de Baselga un personaje considerado por todos casi como miembro de la familia.
El padre Claudio en campaña.
Cuando menos lo esperaban los habitantes del palacio de Baselga, que vivían en una paz octaviana desde la partida de doña Fernanda, llegó un telegrama anunciando la próxima llegada de ésta, y a la mañana siguiente la baronesa, seguida de su doncella y llevando al lado al padre Felipe, que había ido a esperarla a la estación, hizo su entrada triunfal en el edificio, solemnizando su llegada con destempladas riñas al portero y a la restante servidumbre por su torpeza al subir las maletas y los innumerables paquetes que formaban su equipaje.
—Ya tenemos el diablo en casa—murmuró Tomasa, que perdió repentinamente su animación al ver el avinagrado gesto de la baronesa.
Aquella inesperada aparición preocupaba al ama de llaves, que con cierto fundamento esperaba que el viaje de doña Fernanda duraría algunos meses más. Su mirada escudriñadora fijábase con insistencia en la persona de la baronesa buscando en ella las huellas de una dolencia. Tenía el rostro muy pálido y su rubicundez se habia extinguido; pero el vientre que Tomasa miraba con descaro no presentaba ninguna señal denunciadora. ¡Y aquel viaje sólo había durado tres meses! ¿Se había engañado la doncella de doña Fernanda, y por su afán de inventar chismes habría atribuído a su señora aquel embarazo que ahora resultaba falso?
No era el ama de llaves mujer capaz de esperar pacientemente la resolución de sus dudas, así es que al ver cómo la doncella llevaba su equipaje a su cuarto, fué tras ella y sin preámbulos le preguntó lo que deseaba saber.
—Calle usted, señora Tomasa, que bastante hemos pasado. Los padres a quien fué recomendada la baronesa eran unos jesuítas franceses muy finos y alegres, que se interesaron por nosotros y tomaron a pechos el sacar a la señora de apuros. Yo escuché tras una puerta cómo un padre ya viejo y con aire de experimentado, le preguntaba un día qué prefería: tener un hijo a su tiempo y sin graves complicaciones, o buscar un aborto que suprimiese aquella criatura, viviente testimonio de su falta y que algún día la podía comprometer a los ojos de la sociedad. Ya sabe usted quién es esa mujer y su alma atravesada, que le permite no temblar ante los mayores peligros. Aceptó la última proposición, ganosa de salir del paso cuanto antes, aunque esto le costase la vida, y yo no sé qué diablos le darían aquellos padres tan listos, que a las pocas noches la baronesa púsose a morir, pero arrojó de su cuerpo el regalo del padre Felipe. El mes que yo he pasado cuidando a la señora, que estaba entre la vida y la muerte, no se le doy a pasar a nadie; pero, al fin, se ha puesto buena y algo me han valido mis penalidades, así como mi reserva.
Y al decir esto, sonreía irónicamente la charlatana doncella.
—Ahora—exclamó con acento cruel el ama de llaves—, otra vez a empezar, volviendo a las conferencias a puerta cerrada. Esa perra es insaciable y no escarmienta. ¿No la has visto llegar tan amartelada con el padrazo Felipe?
—Le telegrafió ayer ordenándole que saliese a la estación, y ese cura alegre parece estar enamorado de la señora a juzgar por la sumisión con que la obedece.
—¡Valiente hermosura la de tu señora para enamorar a nadie!
Si la llegada de la baronesa había puesto de mal humor a Tomasa, no era menor la impresión que hizo experimentar a Enriqueta, que recibió a su hermanastra con la misma sonrisa forzada y violenta del esclavo que tras una larga ausencia vuelve a encontrar a un amo cruel.
Ella sabía lo que representaba en su vida aquel inesperado regreso de doña Fernanda, ¡Adiós los días tranquilos pasados en la casa paterna en adorable libertad, sin temor de oír la agria voz de su hermanastra, ni de obedecer sus tiránicas órdenes! ¡Adiós los alegres paseos por el Retiro apoyada en el brazo de Alvarez, y las interminables conversaciones amorosas! La educación férrea y monótona de una joven a quien se intenta dedicar a Dios, aparecía otra vez a los ojos de Enriqueta destacándose en un negro porvenir.
Desde el día en que llegó la baronesa volvió a restablecerse en aquella casa el antiguo sistema de vida. El padre Felipe hizo invariablemente su visita por la tarde; otros jesuítas, por pura cortesía, fueron una vez por semana a hacer tertulia a la baronesa, hablando de la maldad de los tiempos y de la necesidad de establecer el reinado de Dios; el padre Claudio apareció de tarde en tarde, siendo recibido con tantos honores como un soberano; Quirós continuó sus conferencias con Baselga acerca del famoso plan, y con la baronesa sobre administración de cofradías y fundación de otras nuevas, y Enriqueta fué otra vez la sierva de su hermanastra, la víctima propiciatoria de todos sus enfados, la “Cenicienta” de la casa, que pasaba como un ser insignificante, pronta siempre a temblar y a obedecer resignada todos los mandatos de aquello mujer que manejaba a su gusto su voluntad.
—Esa muchacha—decía siempre doña Fernanda al hablar con sus amigos, con la misma complacencia que el artista al tratar de la obra que ha modelado—carece en absoluto de libertad, y sin mis consejos y sin mi dirección no sé qué sería de ella en el mundo. La pobrecita no sirve para vivir en sociedad, y el día más feliz de su vida será aquel en que haga sus votos en el convento. Dios la llama y ella es feliz al pensar que Cristo la quiere por esposa.
En aquella tertulia de sotanas y levitas de corte clerical que todas las tardes se reunía en el salón de la baronesa, era artículo de fe que Enriqueta tenía una vocación sobrehumana a la vida religiosa, y la mayor parte de aquellos señores creían proporcionar a la joven un inmenso placer llamándola "la monjita", cuando por rara casualidad la encontraban en las habitaciones de su hermanastra.
La vocación de la joven fué un asunto que requirió toda la atención de la baronesa poco tiempo después de su regreso a Madrid.
Una mañana, cuando ella menos lo esperaba, se presentó el padre Claudio, que muy contra su voluntad engordaba de un modo vulgar, perdiendo en gallardía lo que ganaba en majestad.
Cada una de aquellas visitas llenaba de satisfacción a la baronesa, que conocía mejor que muchos individuos de la Orden el inmenso poder que aquel clérigo tenía en sus manos, y que manejado ocultamente, minaba todas las clases de la sociedad.
—¡Oh! ¡Cuánto honor para mí, reverendo padre!—contestó Fernanda, rubicunda por la satisfacción—. Hace tiempo que no venía vuestra reverencia y temía el rogarle que pasase algún rato por aquí por miedo a turbarle en sus importantes ocupaciones.
El padre Claudio dió a besar su blanca y regordeta mano de obispo y contestó con amables sonrisas a todos los cumplidos que la baronesa le dirigía.
Cierto que por él no pasaban los años, pues, aunque aquella pícara obesidad le sofocaba, sentíase más fuerte que nunca; y al decir esto lanzaba miradas relampagueantes y extendía impetuosamente sus brazos como si quisiera atemorizar a algún misterioso enemigo con el que venía luchando por espacio de muchos años.
El padre Claudio estaba muy preocupado hacía algún tiempo por una idea que le obsesionaba. Aquel hombre que ocultamente desde el fondo de su despacho manejaba casi toda la nación, que intervenía en los asuntos palaciegos y que en varias ocasiones había logrado con sus manejos derribar unos ministerios y elevar otros, juzgábase postergado y la envidia y la ambición le hacían mirar como mezquina la posición que ocupaba dentro de la Orden.
Aquel cargo de asistente o vicario de la poderosa Compañía en España desempeñábalo desde su juventud y no podía menos de irritarse al ver que no lograba continuar la carrera de grandezas que tan fácil le había sido en sus primeros años de jesuíta.
A la edad en que muchos compañeros se contentaban con ser coadjutores, él dirigía los intereses de la Orden en España como dueño absoluto y sin tener que dar cuenta de su conducta a otro padre que al general que estaba en Roma. Algunos negocios afortunados, que dieron gran utilidad a la Compañía y que él llevó a cabo con una astucia y una sangre fría sorprendente, le habían valido una gran reputación en la Orden y el ser elevado a una dignidad que nunca habían desempeñado jesuítas de tan pocos años.
Tan rápida elevación había amortiguado en el padre Claudio su ambición inextinguible y transcurrieron muchos años sin que se le ocurriera al satisfecho jesuíta quejarse de su suerte; pero cuando fué entrando en la vejez, cuando por su edad veía ya sobradamente justificado el cargo que ejercía, quiso ser más y escalar el último puesto que quedaba dentro de la Orden.
Un vicario general de España únicamente podía aspirar a la dirección suprema de la Compañía en todo el mundo, y el padre Claudio quiso ser general de aquel negro ejército que tenía su núcleo en Roma y sus avanzadas en todas partes.
Sabía el importante jesuíta que debía ocultar sus miradas ambiciosas cuidadosamente, pues el hombre que desde Roma los dirigía a todos era un Argos de cien ojos, que mediante su misterioso poder, desde las cercanías del Vaticano, adivinaba los pensamientos del último jesuíta establecido en el Japón o en las más apartadas islas de Oceanía. Una indiscreción podía perderle, pues así como el generalato de la Orden era vitalicio y nadie podía destituir al general, una vez elegido, las asistencias o direcciones de las naciones a las cuales el lenguaje jesuítico, con su tendencia de unificación universal, llamaba provincias, eran puramente de gracia, y el poder supremo de la Orden podía destituirlo a él del vicariato de España apenas notara el más leve indicio de ambición o de intriga.
El general había tratado siempre con gran benevolencia al padre Claudio, haciendo justicia a sus facultades de dulce tirano y hábil intrigante, y, sobre todo, a aquella indiferencia en punto a procedimientos que hacía recordar a los Borgias cuando, en el entusiasmo del brindis orgiástico, deslizaban el veneno en la copa del vecino o, sonriendo como ángeles, daban de puñaladas. Nunca el general había demostrado intención de relevar al padre Claudio de su alto cargo, lo que no impedía que el vicario de España, cuando comenzó a sentir cómo se removía su dormida ambición, pensase en la conveniencia de hacer algo desde Madrid para que aquel viejo que estaba en Roma saliese del mundo de un modo más o menos trágico, dejando su puesto vacante a otro más joven, que podía ser él mismo.
Pero el padre Claudio sólo optaba por los procedimientos violentos en caso apurado, pues prefería aquellos otros nacidos de su astucia y que él preparaba hasta en sus últimos detalles con el exquisito gusto de un gran artista del mal.
El sabía algo de otros generales que habían sido envenenados por sus subordinados o expuestos al público envueltos en una sotana nueva para ocultar las puñaladas con que el cadáver tenía rasgado el pecho; pero todos estos medios le parecían propios de tiempos bárbaros; sentía una repugnancia de damisela al pensar en la sangre, y con aire de superioridad, sonreía considerando que era más fácil y seguro esperar pacientemente, teniéndolo todo preparado para lograr su deseo apenas el actual general, que tenía más de ochenta años, dejase de vivir.
El fallecimiento del general era cosa segura en plazo no muy largo, y el gallardo jesuíta pensaba dar antes un golpe que le proporcionara inmenso renombre en la Orden y que le facilitara su elección en Roma.
Un negocio afortunado que hiciera ingresar en las arcas de la Compañía muchos millones era el golpe que él necesitaba para preparar su elección de general, y por esto se acordó de la fortuna de los hijos de Baselga, que tanto había perseguido la avaricia jesuítica.
Lo que el padre Fabián Renard no había podido lograr, él lo conquistaría, consolidando de este modo su fama de hombre astuto e invencible en punto a procurar buenos negocios a la Orden.
Ya sabemos el sistema que el reverendo padre se proponía usar para ir despojando a los hijos de Baselga. Aquellos dos jóvenes, sobre los que tenía puestos sus ojos la Compañía, abrazarían el estado religioso y harían una donación de sus bienes a la Orden, que, correspondiendo a tal merced, los tendría toda la vida alejados del mundo y encerrados en un claustro donde podrían ganar el cielo.
Agitado por tales ideas hizo el padre Claudio su visita a la baronesa.
Era preciso acelerar el negocio y hacer que cuanto antes entrase Enriqueta en un convento.
No era el gallardo jesuíta amigo de preámbulos ni de artificiosos rodeos cuando hablaba con amigas tan íntimas y subordinadas fieles como lo era la baronesa de Carrillo, así es que inmediatamente abordó la cuestión.
Enriqueta tenía ya edad para entrar en un convento y aficionarse verdaderamente a las dulzuras de la vida monástica, preparándose a prestar sus votos. ¿Qué ganaba permaneciendo en aquella casa a la cual, aunque muy santa y muy cristiana, llegaban las murmuraciones del mundo? Enriqueta, permaneciendo como hasta aquel momento en continua relación con la servidumbre, corría el peligro de saber cosas que destruyeran su infantil inocencia; y tales aspavientos hacía el jesuíta al decir esto, de tal modo se horrorizaba aparentemente al pensar en la posibilidad de que alguna palabra indirecta se deslizase en sus virginales oídos, que no parecía sino que la casa de su padre era un lugar de perdición para la joven.
Doña Fernanda, como era su costumbre, siempre que oía al poderoso padre Claudio, asentía a todo y se mostraba dispuesta a obedecer sus órdenes.
—Ya lo sabe vuestra paternidad; yo soy su sierva espiritual, su humilde penitente, y estoy dispuesta a cumplir cuanto se sirva mandarme. Realmente esa niña no está muy bien aquí, pues aunque todas las personas que visitan la casa son buenas cristianas, el mundo se halla tan pervertido, que es fácil que se deslicen hasta aquí palabras y ejemplos que perturben a una joven prometida del Señor.
Y la amiga del padre Felipe, que a fuerza de rozarse con los jesuítas se había asimilado mucho de su meliflua elocuencia, aprovechó la ocasión para disertar ante su superior sobre la corrupción de la sociedad por sus tendencias impías, asegurando que la virtud estaba desterrada, ocultándose únicamente en las personas piadosas; ella, por ejemplo.
Los dos compadres en Cristo no tardaron en entenderse y quedaron perfectamente convenidos en lo que debían hacer.
Enriqueta entraría cuanto antes en un convento que designaba el padre Claudio, pero primeramente había que lograr el permiso de su padre el conde de Baselga, cosa que no creía tan fácil el director espiritual ni su penitente.
—Yo, reverendo padre, le anticipo con harto dolor mío que nada conseguiré. Mi padre me aborrece, esto bien lo sabe su paternidad, y yo sospecho el porqué, y, por tanto, no esta demanda, sino otra que le hiciera, me la negaría seguramente. Ya recordará vuestra reverencia que rotundamente me dijo que no el día que yo le indiqué la conveniencia de que Enriqueta fuese a educarse en el convento. Donde usted le ve, a pesar de sus alardes de religiosidad, yo creo que es todo un impío, y más ahora, que se ha dado de lleno a los libros.
—¡Ah! ¡Los libros!... ¡Mala cosa es eso!
Y el jesuíta decía esto con acento de distracción, al mismo tiempo que con la cabeza inclinada parecía reflexionar profundamente.
—Será mejor, amiga mía—dijo después de un larga silencio—, que yo hable al conde. Efectivamente, él no hace gran caso de la hija de su primer matrimonio y de seguro que le producirán más efecto mis palabras. Sin embargo, tratándose de un hombre como él, este asunto no debe llevarse precipitadamente. Conozco su carácter y sé que es preciso explorar primeramente sus intenciones e ir poco a poco convenciéndole de la conveniencia de dedicar a Enriqueta a la vida monástica, sobre todo si la vocación de la niña es segura.
—¡Oh! En cuanto a eso no hay cuidado. La vocación es segurísima. Enriqueta no hace nada más que lo que yo la mando.
La baronesa hablaba de las aficiones religiosas de su hermanastra con completa seguridad, aunque nunca había logrado de ella una contestación categórica, ni se había tomado el trabajo de consultarla sobre aquel porvenir que la preparaba... ¿Para qué? Ella, la señora de aquella voluntad, tenía el poder de atemorizarla con una mirada o con un gesto, y creía ridículo detenerse a inquirir lo que pensaba aquel ser que había educado para una vida automática.
Desde aquella conferencia y después de haber combinado su plan el jesuíta y la baronesa, Baselga comenzó a sufrir un asedio del que tardó en darse cuenta.
Doña Fernanda, en la mesa o en las cortas entrevistas que ella buscaba, y de las que el conde procuraba zafarse cuanto antes, mostraba empeño en hablar del porvenir de Enriqueta en términos vagos para que su padre mostrara claramente sus propósitos, pero Baselga oía silencioso y distraído, no escapándosele nunca una palabra que demostrase su pensamiento.
En cuanto al padre Claudio, visitaba la casa con tanta asiduidad como en pasados tiempos, honor que ensalzaba la baronesa en su reunión, y del que se hacían lenguas sus contertulios, que sabían las múltiples ocupaciones que pesaban sobre el vicario de la Orden en España.
Todas las tardes iba el jesuíta a fumar algunos cigarrillos en el gabinete de estudio de Baselga, el cual, no considerando las cosas como su hija mayor, tomó al principio esta distinción por una solicitud fastidiosa que le distraía en sus ocupaciones.
Para colmar su aburrimiento, el amigo Quirós, con el que hablaba todas las tardes de su gran plan de conquista, depositando en él todas sus esperanzas y risueños optimismos, desde que el padre Claudio se dedicó a hacerle cotidianas visitas, dejó de acudir con tanta regularidad pretextando ciertos asuntos que tenía que despachar con urgencia en el ministerio, y el conde hubo de resignarse a permanecer horas y más horas con aquel sacerdote que nunca tenía prisa en irse, y que, siempre sonriendo, le molía a preguntas.
Pero era en todas ocasiones tan amable aquel padre Claudio, oía con tanta atención sus explicaciones sobre lo que estudiaba en los tratadistas militares, manifestaba tal entusiasmo por Malbourough, Montecucoli, Jomini y otros señores que a cada instante barajaba el conde en su conversación, que, al fin, éste comenzó a adquirir alguna confianza y recibir con más gusto las visitas del jesuíta.
Al fin, era un buen compañero, y en ausencia de Quirós, el conde experimentaba gran placer teniendo un compañero con quien hablar de su manía favorita.
Era un cura aquel oyente de aventuradas empresas militares; su ministerio, sus estudios y sus costumbres no le hacían muy adecuado para aquella clase de conferencias; pero... ¡qué diablo!, escuchaba con gran atención, y, además, Baselga adivinaba en el padre Claudio—como en otros tiempos—que había en su persona algo de caudillo, aunque de fuerzas menos ruidosas y francas que las del ejército, y en todos sus actos se traslucía la costumbre de mandar con ademanes imperiosos que no admiten réplica.
La confianza entre el conde y el jesuíta fué estrechándose rápidamente. Aquella frialdad con que Baselga había tratado al padre Claudio a raíz de su llegada de Francia, fué desvaneciéndose, y aunque el conde no volvió a ser como en su juventud, el admirador sumiso e irreflexivo del astuto jesuíta, le dispensó cada vez mayores atenciones, y llegó en sus conversaciones apasionadas hasta olvidarse de quién era aquel hombre y de las amenazas viles que usó para conservarlo esclavo de la Compañía.
El padre Claudio, en aquellas conferencias, con un disimulo que hacía honor a la astuta institución a que pertenecía, llevaba siempre la conversación a un mismo punto, que era invariablemente las desdichas de la patria, lo grande que ésta había sido en otros tiempos y la necesidad de volver por la integridad del territorio, reconquistando los puntos que los extranjeros nos habían arrebatado.
Un hombre más experto y observador que Baselga hubiera adivinado en su interlocutor el deseo de excitar las confianzas sobre un asunto determinado que conocía con anterioridad; pero el conde estaba muy preocupado con sus planes y los acariciaba con sobrado entusiasmo para fijarse en tales detalles.
Por fin, un día, en un rato de excitación patriótica, Baselga hizo traición a la reserva que se había prometido y relató al padre Claudio su plan sobre Gibraltar con todos sus detalles.
El jesuíta sonreía casi imperceptiblemente. Al fin lograba aquella confianza solicitada de tan diversos modos.
¡Cómo pintar el entusiasmo patriótico del padre Claudio! Primero quedóse perplejo, mostrando admiración y duda como si su inteligencia no alcanzase a comprender un plan tan colosal; después, su rostro se animó como a impulsos de excitación inmensa, y, por fin, abrazó al conde con nervioso impulso, diciendo, con acento entrecortado por la emoción, que Dios y la patria sabrían agradecer una empresa tan sublime.
Baselga se enterneció ante aquel arranque de entusiasmo patriótico, y llevado de un risueño optimismo, se dijo interiormente que aquel jesuíta era una buena persona, que si cometía alguna mala acción era indudablemente por exigencias de la Orden.
Desde que el conde hizo tales revelaciones no tuvo quien más atentamente se interesase por la realización de tal plan.
Todas las tardes iba, según su costumbre, a visitar a Baselga y se enteraba minuciosamente de sus propósitos, mostrando una admiración sin límites cada vez que su amigo le hacía una nueva confianza.
—¡Oh! Esto halaga—se decía el conde al quedar solo—. Esto da nuevas fuerzas para seguir adelante. ¡Si todos fuesen tan buenos españoles como el padre Claudio! Después dicen que los jesuítas no tienen patria ni se interesan por otra nación que Roma.
Por su parte, el reverendo padre aumentaba el entusiasmo de su amigo, prometiendo hacer cuanto pudiese en favor del plan. El no sabía los servicios que podría prestar, pero tenía amigos en todas partes, y, ¿quién sabe si en Gibraltar encontraría alguien que quisiera entrar en la patriótica aventura?
Transcurrieron algunos días sin que los dos amigos hablasen de otros asuntos que la atrevida reconquista del Peñón. Quirós, siempre excusándose con sus trabajos en el ministerio, iba ya pocas veces al despacho de Baselga; pero éste se mostraba tan entusiasmado y satisfecho del padre Claudio, que consideraba ya al joven diplomático como lo que era realmente. Ya no veía en él un joven serio e ilustrado, sino un pollo insubstancial e intrigante, que a lo más le servía para sacar cuantas noticias deseara del ministerio de Estado.
El jesuíta tenía por su parte un plan marcado que iba desarrollando lentamente, y cuando creyó poseer la confianza de Baselga, abordó una tarde resueltamente el asunto.
—Supongamos, señor conde, que yo, como así lo espero, proporcione los elementos necesarios para la empresa, y encuentro gente dispuesta a dar el golpe sobre Gibraltar. ¿Quién se encargará de ponerse al frente de los que se apoderen de la plaza?
Baselga mostró en su rostro la misma extrañeza que si oyera a alguien dudar de su valor.
—¡Quién ha de ser! ¡Yo!—dijo con sencillez heroica.
—¿Y ha pensado usted bien las consecuencias que pudiera traerle un fracaso? ¿Ha considerado que en la aventura puede perder la cabeza? Las autoridades inglesas son inexorables con el que quiere arrebatarles algo de lo que poseen, y lo menos que con usted harían, si fracasa el golpe, sería ahorcarlo.
—Nada me importa eso—contestó el conde con frialdad—. He expuesto mi vida muchas veces, para que pueda sentir temor ante tales peligros. Yo iré al frente de los buenos españoles que intenten devolver Gibraltar a España, y si es que la suerte nos es adversa, ¿qué fin puedo ambicionar más glorioso que morir por mi patria, aunque sea de un modo infamante?
—Muy bien, amigo mío. Sigue usted siendo un héroe y la edad no ha amortiguado sus bríos. Pero es preciso que antes de acometer tan santa empresa, que tal vez le conduzca al martirio, piense usted en asegurar el porvenir de sus hijos.
—¡Mis hijos! Gracias a Dios no tengo que pensar en ellos. Son ricos y su porvenir está asegurado. Además, dentro de pocos años tendrán ya edad para casarse y constituir familia.
—Pero entretanto, señor conde, reconozca usted que si por desgracia pierde la vida en esa empresa que vamos a realizar cuanto antes, la situación de esos dos jóvenes solos en el mundo, pues apenas si tienen familia, será apuradísima.
—Tienen a mi hija Fernanda, que por su edad y su experiencia, puede servirles de madre.
—No basta eso.
—¿Pues qué quiere usted decir?
—De Ricardo nada. Al fin pertenece a nuestro sexo y para un hombre no es tan ruda la lucha que ha de sostener en la sociedad para mantenerse a cierta altura. Pero piense usted en Enriqueta. ¿Qué sería de ella al quedar huérfana?
—Sentiría mucho la muerte de su padre, mas no por esto quedaría desamparada. Tiene a mi hija Fernanda, y además, una joven rica como lo es ella, siempre encontraría entre mis parientes de la nobleza quien velara por ella. Esto sin contar que ya no es una niña, y que dentro de pocos años estará ya en estado para casarse con quien ella elija, siempre que sea un hombre perteneciente a su clase.
—Veo, señor conde, que no quiere usted atender a lo yo le propongo y que se forja ilusiones para no contemplar la realidad. Yo hablo del presente y del peligro que a causa del heroísmo de su carácter, corre su hija de quedarse huérfana.
—¿Y qué quiere usted proponerme?
—Yo—dijo el padre Claudio preparándose a dar el golpe y revistiendo sus palabras de la mayor sencillez—pensaba poner a Enriqueta a salvo de todo infortunio y hacer que antes de que usted partiera para Gibraltar su hija quedase en un puesto de confianza donde se ocupasen de su educación, por cierto algo descuidada, pues la baronesa, ocupada en las empresas benéficas, a las que le arrastra su religiosidad, no puede pensar en la cultura de su hermana.
—Concrete más su proposición, padre Claudio—dijo Baselga con fría entonación.
—Pues bien; le propongo, haciéndome en esto intérprete de los deseos de la baronesa, que Enriqueta vaya a educarse en un convento de nuestra confianza.
El conde no era ya el mismo de momentos antes. El entusiasmo y la confianza que mostraba al jesuíta hablándole de empresas militares había desaparecido, y ahora escuchaba al visitante con fría reserva, lanzándole de vez en cuando una mirada escudriñadora que pugnaba por atravesar aquella astuta máscara, adivinando lo que existía tras la dulce sonrisa jesuítica.
Cuando el padre Claudio formuló su proposición, Baselga le miró fijamente y contestó con lentitud:
—Mi hija no será monja mientras yo viva.
—Ha comprendido usted mal—replicó con viveza el jesuíta—. Lo que yo propongo no es que Enriqueta se dedique a la vida monástica abandonando su familia; conozco bien el inmenso cariño que usted la profesa y sé que no es posible que consienta usted el separarse de ella para siempre. Lo que yo propongo es que Enriqueta ingrese en un convento donde se educan otras señoritas aristocráticas para permanecer allí segura mientras usted lleva a cabo esa obra sublime, tan meritoria a los ojos de la patria y a los de Dios.
—Lo que usted me propone es que mi hija entre en un convento como simple educanda para convertirse después en monja profesa y no salir jamás de él.
—¡Señor conde! Me ofende esa suposición.
—Padre Claudio, ya sabe usted que nos conocemos y que hay entre los dos asuntos suficientemente graves para que no nos consideremos como unos extraños. Sé a dónde van a parar tales proposiciones, pues aunque no soy muy listo, adivino muchas veces lo que piensan las personas que me rodean.
—¿Qué quiere usted suponer?
—Aún no se ha borrado de mi memoria el recuerdo de esa mujer tan amada.
Y al decir esto señalaba el conde a un hermoso retrato de María Avellaneda, única pintura que con sus tonos brillantes alegraba las sombrías paredes del despacho y los tintes obscuros de los estantes cargados de libros. El padre Claudio afectaba no comprender a Baselga.
—Esa infeliz—continuó éste—también encontró en París quien mostró empeño en meterla en un convento. ¡Parece esto la fatalidad que pesa sobre la familia Avellaneda!
Y a continuación añadió, sonriendo sarcásticamente:
—Muchas veces es una desgracia tener millones.
El padre Claudio se estremeció internamente. Aquel hombre, que él creía un monomaníaco sometido por completo a su voluntad, sabía adivinar los pensamientos de su interlocutor.
—Señor conde: me ofenden esas palabras, que no sé si creer injuriosas para mí y para la Compañía, pero aunque así sean, las perdono.
Reinó un largo silencio, que interrumpió al fin el jesuíta diciendo:
—Siento mucho que mi proposición le haya producido alguna molestia. Crea que yo siempre procedo guiado por mi afán de dar almas al cielo y de que no se turbe la paz de las familias.
—Gracias por el interés, padre Claudio; pero Enriqueta no necesita que se preocupe de su suerte otro que su padre.
El jesuíta quedó en silencio breves instantes, reflexionando, sin duda, sobre lo que acababa de oír, y después dijo con severo acento:
—Un padre cariñoso debe ante todo procurar la felicidad de su hija.
El conde movió la cabeza en señal de asentimiento y añadió:
—Eso no tiene duda.
—Y la felicidad de los hijos consiste indudablemente en que los padres no violenten su voluntad ni se opongan a sus deseos, siempre que éstos tengan un noble y santo fin.
—Todo eso lo sé hace ya mucho tiempo.
—Lo sabrá usted, señor conde; pero permítame que le manifieste que usted se está oponiendo a una sagrada aspiración de su hija.
—¿Una aspiración de mi hija?—preguntó con extrañeza Baselga.
—Sí, señor conde. Enriqueta quiere ir al convento.
—Es la primera noticia que tengo—respondió Baselga con desdeñosa frialdad.
—No lo dude usted, y si quiere convencerse de ello, pregúntelo a la baronesa, que por haber educado a su hermana es la que conoce mejor su vocación. Enriqueta quiere ser monja.
—Ya va saliendo lo que esperaba. Usted mismo viene a justificar mi negativa a que Enriqueta entrase en un convento para perfeccionar su educación. Lo que yo he dicho antes: primero, colegiala, y después, monja. No está mal urdido el plan.
—Señor conde; hace usted mal en burlarse de ese modo y más aún en oponerse a que su hija siga las inspiraciones de Dios. Yo no digo que Enriqueta quiera efectivamente ser monja, pues a su edad la vocación es poco sólida; pero lo que sí aseguro es que quiere salir de aquí, pues se siente atraída por los místicos, encantos del claustro.
—¿Está usted seguro? ¿Ha consultado directamente la vocación de mi hija?
—Sé cómo piensa por las relaciones de la baronesa, que es "la única persona que se preocupa de Enriqueta".
—Comprendo la intención con que acentúa usted tales palabras. Algo hay, en efecto, que me hace merecedor de tal censura. Mi dolor interno por la muerte de mi esposa, mi odio a la sociedad, y después mis aficiones, me han tenido alejado de mi hija, me han hecho ser mal padre, y he mirado con una indiferencia culpable todo lo que con ella se relacionaba; pero yo le aseguro a usted que esto no volverá a repetirse ni mereceré en adelante que se me tache de descuidado con mis hijos. Acabo de ver las consecuencias de mi indiferencia y sé el peligro que corre Enriqueta, de seguir más tiempo confiada a la dirección de su hermana. Quiero que en mi casa no mande otro que yo, y desde mañana voy a ocuparme de mi hija y así sabré la verdad.
—¿La verdad?...—preguntó con extrañeza el padre Claudio.
—Sí; la verdad. De seguro que cuando yo hable a mi hija no manifestará ésta tanta afición a la vida del claustro. Yo, padre Claudio, soy de los que creen que ninguna joven tiene gusto de que la entierren en vida, alejándola para siempre del mundo, y del mismo modo creo que si algunas infelices huyen de la sociedad y se encierran en esas casas es por contrariedades sufridas, que, aunque fáciles de reparar, son convenientemente exageradas por gentes sin corazón, que muestran empeño en robar a la nación futuras madres que podrían hacer la felicidad de otras tantas familias y dar a la patria hijos que la honrasen y la defendiesen.
El jesuíta puso en juego todo su mímico arsenal de gestos trágicos para demostrar su escándalo y su indignación, y dijo con voz balbuciente:
—¡Pero señor conde! ¿Qué dice usted? ¡Tratar de ese modo a las instituciones monásticas y a las esposas del Señor! Esas ideas son impropias de un buen católico como todos le creen a usted, y únicamente estarían en su sitio en labios de uno de esos terribles revolucionarios que hoy combaten al Trono y a la Iglesia. ¿Acaso usted no cree en la verdad de las vocaciones religiosas? ¿Duda usted de que hay criaturas privilegiadas a las cuales llama Dios para hacerlas sus místicas esposas?
—No quiero discutir, padre Claudio. Soy católico y partidario de la Monarquía, y esto lo tengo bien probado; pero mis ideas las tengo muy arraigadas y ni usted ni toda la Compañía de Jesús en masa conseguirían que me retractase de esto que digo. Toda la vida he tenido por un absurdo que a una joven que apenas si conoce el mundo y que no se ha separado un momento de sus padres, se la encierre en un convento con el pretexto de querer librarse de los males de una sociedad que ni aun de nombre conoce. Comprendo que un hombre cansado de luchar con sus semejantes y fastidiado de las mentiras sociales, huya del trato con los humanos, y se refugie como eremita en un desierto por faltarle el valor para seguir luchando contra el mundo; pero encerrar en una tumba mística a una joven que conserva puras e intactas sus ilusiones y que empieza a vivir, es un crimen, entiéndalo usted bien, reverendo padre, es un asesinato moral del que Dios no puede menos que pedir estrecha cuenta.
El conde hablaba con acento indignado y en sus ademanes nerviosos adivinábase que estaba sintiendo aquello que decía.
El jesuíta conocía perfectamente el carácter de Baselga y sabía que en tales instantes discutir ideas en él tan arraigadas equivalía a comprometerse en una discusión acalorada e iracunda que fácilmente podía tener como final el arrojarse a la cabeza, como postreros argumentos, los libros del despacho y aun los muebles.
—¿De manera—se limitó a decir el sacerdote—que se niega usted a acceder a los deseos de su hija?
—Sí; me niego y me negaré siempre. Usted, como sacerdote, cumpla su obligación trabajando para arrebatar una mujer más a la sociedad y hacerla entrar en la vida mística; yo como padre cumplo mi deber oponiéndome a que mi hija sea infeliz alejándose para siempre, en la edad de la inexperiencia, de un mundo en que sufrirá muchas tristezas, pero no por esto dejará de encontrar mayores alegrías. Dios crió a la mujer para que el mundo no se extinguiera, y con ella estableció la base de la familia. Evitar que la mujer sea madre es ir contra Dios. ¡No olvide usted esto, padre Claudio!
El jesuíta fué a contestar a estas últimas palabras, pero se detuvo, y como si una idea favorable acabase de surgir en su cerebro, púsose a reflexionar mientras Baselga le contemplaba con desdeñosa superioridad.
El hombre que por tanto tiempo se había considerado como esclavo sumiso de aquel jesuíta que le mandaba con aire sonriente, aunque con despótica autoridad, enorgullecíase ahora al ver cómo su tirano quedaba vencido momentáneamente.
Parecía que el padre Claudio iba a disparar su último tiro contra aquella voluntad rebelde, pues después de contraer su rostro con aquella sonrisa especial propia de los momentos difíciles y que hacía temblar a cuantos le conocían íntimamente dijo con voz melosa:
—El señor conde, al hablar así, olvida una cosa de gran importancia.
—No sé qué cosa pueda ser.
—De seguro que el conde de Baselga no querrá romper sus relaciones con la Compañía de Jesús.
—¡Yo!.., ¿Por qué?
—El señor conde pertenece a ella, pues hace muchos años figura en su clase de hermanos seglares.
—No pienso negarlo. Buena prueba de ello es que sobre el pecho llevo el escapulario que nos permite reconocernos a los hermanos aun en los más lejanos países.
—Recuerde, pues, el hermano, ya que así le place llamarse—dijo el jesuíta con tono de autoridad—, que al entrar en nuestra Orden hizo voto de obediencia a sus superiores, y que yo, como su superior supremo en España, le ordeno me obedezca para mayor gloria de Dios y en nombre de nuestro padre general.
Y el jesuíta, al decir esto, se erguía en su asiento y extendía la diestra con aire bizarro, adoptando una actitud lo más imponente que le permitían sus facultades de actor. Pero al conde le causó poca impresión aquel arranque de autoridad que el padre Claudio creía irresistible, pues encogiéndose de hombros se limitó a contestar con frialdad:
—¡Bien! ¿Y qué?... ¿Para qué se me recuerda mi voto de obediencia?
—Para que acate usted mis órdenes y no se oponga a la vocación de su hija.
—¿Es que la Compañía, no contenta con disponer del individuo para mayor gloria de Dios, ha de intervenir también en asuntos puramente de su familia?
—La Compañía interviene en todo, siempre que sea en bien de la religión, y puede, con perfecto derecho, como usted ya sabrá por haber leído nuestra Mónita secreta y los comentarios de nuestros más célebres escritores, aconsejar al hijo que niegue la obediencia a su padre y hasta que lo mate, siempre que éste le incite a desconocer y abandonar la fe católica.
—Siempre me ha parecido eso un crimen; pero, aparte de ello, en el presente caso no tienen ninguna relación esas leyes; yo no incito a mi hija a que abandone su religión, pues lo que hago es oponerme a que me la roben. Que ame Enriqueta cuanto quiera a Dios, que sea un modelo de religiosidad y devoción, no me producirá ninguna molestia; lo que yo no quiero es que ella sea monja.
—Pero ella quiere serlo, y en tal conflicto, la Compañía, siempre benéfica con el débil y con la virtud, debe colocarse al lado de la hija y frente al padre que quiere violentar una santa devoción.
—La Compañía se colocará donde le dé la gana—contestó rudamente Baselga, que ya comenzaba a cansarse—; pero como yo soy el padre y no doy mi permiso, tendrá que considerarse vencida. Si Enriqueta quiere ser monja (lo que dudo mucho), que espere a ser mayor de edad, cuando no será ya indispensable mi consentimiento.
—¿Quiere usted que llamemos a la niña y a doña Fernanda? Usted mismo le preguntaría sobre sus aficiones, y la contestación que ella dé será el mejor medio de que usted se convenza de la injusticia con que se opone a su vocación.
—No es necesaria esa entrevista. Conozco muy bien, padre Claudio, el sistema que se emplea para obsesionar débiles inteligencias y los risueños colores con que se presenta la vida del claustro para seducir la viva imaginación de las jóvenes. Mire usted a esa infeliz—y el conde señaló el retrato de su esposa—. Ella, en un momento de alucinación, arrastrada por pérfidos consejos, abandonó la casa de su padre y entró en un convento de París sin dejar por eso de amarme y de desear ser mi esposa. También ella pasaba como joven de vocación para el claustro y, sin embargo, bastó que su padre le permitiese ser mi esposa para olvidar inmediatamente todas las dulzuras monásticas. Mi hija presiento que debe de hallarse en el mismo caso. Conozco a la baronesa de Carrillo, sé cuan terribles son sus manías religiosas, y de seguro que ha trabajado mucho para decidir a Enriqueta a que abrace una vida que le repugna. ¡Quién sabe si hasta la habrá maltratado! Yo hablaré a mi hija y de seguro que leeré en su interior adivinando lo que piensa.
—Según eso, ¿se niega usted a cumplir su voto? ¿Desobedece usted a la Compañía?
Y el padre Claudio, al decir esto, tomaba una actitud amenazadora que irritaba a Baselga, el cual no podía sufrir ninguna imposición.
—Sí, ¡vive Cristo!—gritó el conde—; la desobedezco ahora y siempre que intente inmiscuirse en asuntos que le son ajenos. Las cosas de mi casa sólo a mí me competen, y desde ahora digo que lo pasarán muy mal los que intenten mezclarse en mis asuntos e inciten a mis hijos a que desobedezcan a su padre.
Baselga estaba terrible al decir esto y agitaba en el espacio sus enormes manos de un modo poco tranquilizador; pero el jesuíta no por esto perdió la serenidad. No era valor lo que faltaba a aquel Borgia del jesuitismo; así es que, como si no advirtiera las embozadas amenazas del conde, siguió adelante en la agitada conversación.
—Piense usted que al negarse a obedecer a la Compañía, rompe usted con ella toda clase de relaciones.
—Lo siento; pero por esto no he de cambiar en mis propósitos.
—Al abandonar de tal modo a la Compañía, ésta debe responderle del mismo modo, y, por lo tanto, retirará el manto protector que había tendido sobre usted.
Baselga hizo un gesto como indicando que no comprendía qué protección era aquélla.
—Usted, señor conde, tiene en su vida algo que ocultar y existen pruebas que pueden comprometerle seriamente. ¡Quién sabe lo que a usted podrá sucederle el día que nuestra Orden no esté a su lado para prestarle su protección! Recuerde cierto papel firmado por usted que, de hacerse público, le produciría grandes disgustos.
El conde esperaba aquello desde que la conversación tomó un giro tan hostil, pero a pesar de que la amenaza no le sorprendía, no pudo menos de murmurar:
—Ya entra otra vez en danza el maldito papelucho.
Baselga tenía ya adoptada una resolución irrevocable. ¡Vive Dios! ¿Creía acaso aquel jesuíta que a un hombre como él se le tenía sujeto toda la vida y se le hacía danzar como un mono por la fuerza de un documento comprometedor suscripto en un instante de dolorosa ceguedad? ¡No y mil veces no! Ya estaba cansado de que el padre Claudio lo manejase como un recluta, y antes prefería la deshonra que seguir siendo esclavo de aquel tenebroso poder que comenzaba a serle odioso. Además, se trataba de la suerte, del porvenir de su Enriqueta, aquella hija hermosa y delicada cuyo rostro le recordaba el de la difunta María, y su deber era oponerse tenazmente a un plan que labraba su infelicidad.
En la súbita resistencia del conde entraba también por mucho la esperanza de que aquella arma que el jesuíta pretendía esgrimir contra él resultase inservible. ¿Qué peligro podía correr si el padre Claudio entregaba secretamente a la justicia aquel documento en que se confesaba autor de la muerte de su primera esposa? Podía negar la autenticidad de su firma; podía solicitar el auxilio de la reina, que le consideraba mucho (tal vez por haber sido carlista), amenazándola, en caso de una negativa, con hacer más públicas de lo que eran las relaciones de su padre Fernando VII con Pepita Carrillo; y, finalmente, se consideraba con cierta impunidad pensando que, en caso de un proceso, el padre Claudio aparecería como cómplice por haber borrado del cadáver de la baronesa todas las señales de muerte violenta.
Baselga, en un rápido vuelo de su imaginación, vió todas estas circunstancias favorables y se sintió tranquilizado. Aquel documento resultaba terrible cuando él era el amante de María Avellaneda y temía que ésta, al saber la trágica historia de su matrimonio, cambiase el cariño que le profesaba por repugnante aversión; pero ahora no eran iguales las circunstancias, y el conde se reía interiormente de aquel puñal mohoso, sin filo ni punta, con que pretendía amenazarle el padre Claudio.
—¿No contesta usted?—preguntó éste, en vista del silencio de Baselga.
—Nada tengo que decir. Usted me amenaza en nombre de la Compañía, y yo ahora y siempre me burlo de ella y de usted cuando se trata de asuntos que únicamente a mí me competan.
—Pues allá veremos lo que sucede. Yo rogaré a Dios que no tenga usted motivos para arrepentirse de su temeraria resolución.
—Ruegue usted cuanto quiera; dispuesto estoy a sufrir cuanto venga; pero no olvide usted algunas oraciones para los que me ayudaron a ocultar con astutas artes lo que yo había hecho en un momento de obcecación.
El padre Claudio no pudo menos de reconocer que aquel golpe estaba bien dado, y que el conde de Baselga no era tan simple como él se imaginaba.
Lo que él creía un cordero resultaba un león que, con sus zarpas poderosas, hacía retroceder al domador.
La sorpresa que experimentó el jesuíta ante aquella transformación inesperada fué grande; mas no por esto se dió por vencido, y fué necesario que reflexionase largo rato para convencerse de que por el momento no disponía de ningún medio de persuasión para vencer la terquedad del conde.
¿Había él por esto de abandonar su empresa y resignarse a que los millones de Avellaneda no fuesen a parar a las arcas de la Orden? Su porvenir iba en ello, y para realizar su suprema ilusión, que era el generalato de la Compañía, necesitaba poner todas sus facultadas en aquel negocio y salir triunfante de él como de otros más difíciles.
Abismado en sus reflexiones permaneció el jesuíta mucho tiempo, mientras Baselga, satisfecho de su energía, y conmovido aún por la ira que le había producido aquella discusión, afectaba una fría severidad, fijando sus ojos en el libro que sobre la mesa tenía abierto.
De vez en cuando el jesuíta parecía detenerse en sus reflexiones y lanzaba sobre Baselga rápidas miradas en las cuales notábase un odio inmenso contra aquel hombre fuerte que, escudado en su amor de padre, sabía resistir lo mismo las seducciones que las amenazas.
A pesar del rencor que demostraban aquellas furibundas miradas, el reverencio padre, transcurridos algunos minutos de profundo silencio, tosió como si fuese a hablar, y después de pasarse las manos por la frente repetidas veces, como para ahuyentar molestas preocupaciones, dijo a Baselga con acento cariñoso:
—La verdad, señor conde, es que, a pesar de nuestra edad, hemos procedido como dos niños, llegando hasta a insultarnos y amenazarnos en un asunto que no merece que tan antiguos amigos se enemisten.
—Usted lo ha buscado, reverendo padre.
—Admito el ser culpable del disgusto y le pido me perdone. Usted comprenderá que, en nuestro estado, son fáciles estas intemperancias. Nos encariñamos con la idea de servir a Dios y llevar almas al cielo, aun a riesgo de enemistarnos con las personas a quienes más queremos. Además, la suerte de la hija de un amigo tan íntimo como usted lo es me inspira un interés demasiado vivo, y de aquí que yo haya estado tan imprudente. Vaya, señor conde, olvidemos el disgusto y démonos la mano como verdaderas amigos.
—No tengo inconveniente en ello.
Y el conde avanzó su mano de no muy buena gana. Tenía motivos para conocer al jesuíta; su rencor no se desvanecía tan fácilmente como el del padre Claudio y temía que aquel súbito arrepentimiento fuese tan hábilmente fingido como la mayor parte de sus afectos.
—Sería una falta imperdonable—continuó el jesuíta—que por cuestiones de apreciación sobre el porvenir de Enriqueta, se enfriase una amistad tan antigua como es la nuestra, y más hoy que trabajamos juntos en una causa santa velando por el honor de la patria. No olvidemos que nos hemos propuesto volver por la dignidad de España.
El jesuíta excitó hábilmente el recuerdo de la reconquista de Gibraltar, empresa que, momentáneamente, había olvidado el conde.
Apenas Baselga recordó aquella sublime aventura que le dominaba desde tanto tiempo antes, desvanecióse el disgusto que la acalorada polémica le había producido, y en sus ojos volvió a reflejarse aquel entusiasmo de iluminado que le rejuvenecía.
El padre Claudio comprendía, indudablemente, que con su actitud de superior despótico, adoptada poco antes, había dado un paso en falso descubriendo prematuramente sus intenciones, y se proponía volver a conquistar la confianza de Baselga, mostrando un entusiasmo sin límites por su patriótico plan y prometiendo ayudarle con más éxito que nunca.
Más de dos horas pasó el jesuíta hablando de Gibraltar y animando al conde a acometer la empresa, describiéndole la plaza y sus defensas con un optimismo que hacía sonreír a su oyente. A todos gusta verse halagados en sus ilusiones, aun cuando se reconozca la falsedad de la apreciación.
Los ingleses, según el padre Claudio, tenían instintos de topo y sólo sabían minar, hasta el punto de que el Peñón era una esponja, y el día en que hiciesen fuego las baterias durante algunas horas..., crac, el monte se vendría abajo dejando sepultada a toda la guarnición. La cosa no era difícil, y para un hombre de tanto corazón como el conde de Baselga apoderarse de Gibraltar era una empresa sin importancia.
Parecía que por la boca del padre Claudio hablaban los autores de los antiguos libros de caballerías, y que Baselga era uno de aquellos adalides de la Tabla Redonda, que de una lanzada desbarataban un ejército o de un papirotazo echaban al suelo los muros de las plazas más fuertes.
El jesuíta no se contentaba con adular, pues guiñando un ojo y moviendo la cabeza con expresión de hombre poderoso, aseguraba al conde que no estaba solo en tal empresa. La Orden tenía amigos allí donde existen católicos, y en la guarnición de Gibraltar figuraban siempre muchos irlandeses, soldados fieles al Papa y obedientes a los representantes de Dios. El ya estaba en correspondencia con algunos oficiales irlandeses y... ¡quién sabe lo que saldría de aquellas relaciones!
El padre Claudio daba a entender con sus gestos que había aún más de lo que decía, pero que se veía obligado a callar por no hallarse el asunto terminado.
Aquello puso de buen humor al conde. Conocía el inmenso poder de la Compañía, y sabía que si ésta le ayudaba en su empresa conseguiría aquella adhesión de los soldados irlandeses, lo que haría que su triunfo fuese seguro.
Cuando el jesuíta se despidió del conde, éste, aunque pensaba hablar a su hija de su supuesta vocación, no guardaba a aquél ningún rencor; tanto le habían conmovido las promesas del poderoso auxilio.
Diéronse las manos con el mismo afecto de siempre, y hasta Baselga rogó al jesuíta que fuese a visitarle con la asiduidad acostumbrada, haciendo caso omiso de aquella "ligera nubecilla".
Había ya cerrado la noche, y al poner el padre Claudio el pie en la calle volvióse con movimiento instintivo a mirar los balcones del pequeño palacio, y por sus ojos pasó aquel relampagueo fugaz que tan horrible le hacía.
—¡Ya las pagarás todas juntas, miserable!—murmuró—. Veremos si por mucho tiempo te burlas de la Orden y te niegas a obedecerla, comprendiendo al fin que hoy ningún mal puede causarte el papel comprometedor.
Y después de desahogarse con estas palabras, masculladas como si fuesen las de una oración, se embobó en su manteo, y dijo con la tranquilidad del que prepara un negocio:
—Esta noche escribiremos a Gibraltar al hijo de James Clark, nuestro antiguo agente.
Un tesoro de amor descubierto.
Al día siguiente doña Fernanda estaba furiosa, llegando su abultado rostro a un grado tal de rubicundez, que parecía próximo a estallar.
El descubrimiento que acababa de hacer la ponía fuera de sí, y tanta era su indignación, que cuando, cansada de pasear con ademanes de fiera enjaulada por aquel salón de colorido conventual donde reunía su tertulia se sentaba en un sofá y estrujaba con nerviosas convulsiones aquel abultado paquete de cartas, parecía la clásica y viviente estatua de Medea agitada por una rabia loca.
¡Quién iba a imaginarse aquel escandaloso hecho! ¡Quién podía pensar que una muchacha tan recatada y silenciosa como era su hermanastra tuviera tales secretos y se atreviera a sostener unos amores que deshonraban aquella santa casa!
La baronesa no podía menos de celebrar su intuición, para la cual no pasaba inadvertido ningún detalle.
Aquella mañana, al dirigirse al comedor doña Fernanda, había visto a Enriqueta al extremo del corredor leyendo atentamente un papel, que ocultó apresuradamente al ver que se acercaba su hermanastra.
Esta sintió tentaciones de perseguirla en su huída para exigirle que le presentase aquel papel sospechoso; pero por un misterioso y repentino impulso prefirió dejarla escapar como si comprendiese que de otro modo malograba un precioso descubrimiento.
La baronesa almorzó con bastante tranquilidad, fijando de vez en cuando su inquisitorial mirada en Enriqueta, que aquel día era también objeto por parte de su padre de una extraña solicitud. Era que Baselga buscaba un momento favorable para hablar a su hija sin que pudiera apercibirse de ello doña Fernanda.
Esta tenía ya formado su plan, que quería ejecutar cuanto antes, y encargó a Tomasa que acompañase a misa a la señorita, pues a ella, por cierto malestar repentino, le era imposible cumplir esta obligación que diariamente se imponía.
Fuese Enriqueta con el ama de llaves, metióse Baselga en su despacho, e inmediatamente la baronesa, con cierto aire misterioso, y asegurándose antes de que nadie la veía, se introdujo en la habitación de Enriqueta, dispuesta a registrarla con tanta escrupulosidad como un corchete del Santo Oficio.
Allí había misterio y ella pensaba descubrirlo inmediatamente. Aquel papel que tan apresuradamente había ocultado Enriqueta era para la baronesa (sin que ella pudiera explicarse el porqué) la prueba concluyente de que en la habitación de la joven había otras cosas que ella tenía interés en conservar secretas.
¿Habría amores de por medio?
Doña Fernanda, al pensar en esto, sintió un escalofrío de indignación. No era posible que una joven tan recatada y destinada a ser monja cometiese la imperdonable falta de sostener amores ocultándose de su familia. Eso no podía hacerlo nunca una señorita que había recibido una educación tan escrupulosa.
La baronesa, paseando su mirada por aquella habitación que presentaba aún el desorden propio de las horas anteriores a la diaria limpieza, se tranquilizaba y sentía que sus sospechas se amortiguaban.
Nada había en aquel cuarto que revelase el amor y el femenil deseo de agradar. La blanca cama, con sus sábanas arrugadas y en desorden, que aún conservaban la huella de la durmiente, no exhalaban perfumes voluptuosos, sino el olor acre de salud, propio de un cuerpo sano, rebosante de vitalidad juvenil, y sobre el mármol del tocador, dos peines, una pastilla de jabón y un botecito de agua de Colonia, que apenas si contenía media docena de gotas del oloroso líquido, demostraban la pobreza que en su embellecimiento observaba Enriqueta. Aquella miseria ruda en punto a artes de hermosearse, aquella carencia completa de los mil y un objetos propios de una joven aristocrática, y que hacían parecerse la habitación a la de una infeliz obrera, eran, según la baronesa, el medio ambiente que convenía a una señorita que con el tiempo había de vestir de estameña y abandonar a media noche las duras tablas del lecho para ir a cantar al coro.
La pobreza de la habitación la tranquilizaba e iba recobrando su confianza al no ver ninguna carta arrugada y mojada en lágrimas sobre el velador, ni tomos de poesías abiertos en los pasajes más sentimentales. Allí no había amor, sino devoción, mucha devoción, como lo probaban los devocionarios y los pliegos de oraciones que se apilaban sobre la mesilla de noche al lado del candelabro de cristal.
Pero... ¿y el papel? ¿Y aquel papel misterioso que Enriqueta había ocultado presurosamente?
Doña Fernanda, después de mirar bajo la cama, en los cajones del tocador y hasta dentro de la mesilla de noche, iba ya a retirarse cuando se fijó en una cajita antigua, brillantemente maqueada, que estaba sobre el velador.
Tantas veces había visto la tal cajita, que por una distracción nacida de la costumbre no se fijaba en ella ni pensaba en registrar su interior como lo había hecho con los demás escondrijos del cuarto.
El brillo del negro barniz atrajo su mirada, y entonces, la baronesa, con movimiento instintivo, la tomó en sus manos y la agitó, sonando dentro de ella el "frú-frú" de muchos papeles al rozarse.
La baronesa abrió desmesuradamente sus ojos para manifestar su sorpresa.
Allí estaba el misterio; aquellos papeles eran, indudablemente, los que ella buscaba.
La caja estaba cerrada, pero su pequeña cerraja era un insignificante obstáculo para la baronesa, poco escrupulosa cuando se trataba de satisfacer su curiosidad.
Con unas tijeras hizo saltar la dorada chapa de la cerraja, y, al abrirse la tapa violentamente, cayeron al suelo un gran número de cartas, esparciéndose sobre la alfombra.
La baronesa no pudo reprimir un grito de júbilo. Su rostro tenía la misma expresión del inventor que, después de muchas fatigas, logra realizar un descubrimiento.
—¡Ah! He aquí lo que buscaba.
En una rápida ojeada abarcó todas aquellas cartas que estaban esparcidas a sus pies. Las había en papel de diversas clases; unas estaban amarillentas y manoseadas, como delatando una tenaz y apasionada lectura, y otras, que eran las menos, estaban blancas y tersas, como si hubiesen sido encerradas en la cajita momentos antes.
Aquéllas eran, indudablemente, las últimas que habían llegado, y por esto doña Fernanda, que de un golpe quería enterarse del contenido de aquellas cartas escritas todas en la misma letra, recogió la que le parecía más moderna, y, acercándose a la ventana púsose a leer:
"Cielo mío: Ayer te seguí cuando ibas a misa con tu tía. No sé si me verías. Iba yo a alguna distancia y recatándome, pues todo se perdería si me viera ese "zuavo pontificio" que no te deja a sol ni a sombra..."
La baronesa se detuvo e hizo un gesto de extrañeza.
¡Zuavo pontificio! ¿Quién sería el tal zuavo?... ¡Ah! Ya comprendía. Era un apodo que le ponía aquel infame incógnito.
Doña Fernanda hizo un gesto horrible. ¡Ya le daría ella al insolente, a tenerlo entre las manos como a sus cartas!
La devota siguió leyendo, y cuando terminó la carta, cogió otra, leyendo en cinco minutos más de una docena.
Sentíase invadida por una terrible fiebre, y la indignación le hacía leer con una celeridad pasmosa, sin escoger entre las cartas antiguas y las modernas. Tan vehemente era su deseo de enterarse de los amores de Enriqueta y de saber quién era el hombre que con aquella pasión trastornaba todos sus planes.
La baronesa, al leer cada una de aquellas hipérboles amorosas o los juramentos de eterna pasión, no podía menos de torcer la boca con un gesto de rabioso desdén, propio de una solterona desgraciada que nunca había merecido tales floreos.
—¡Dios mío!—murmuraba con voz entrecortada—. ¡Qué tonterías tan horribles! Sólo una muchacha tan tonta como Enriqueta puede envanecerse con tales requiebros. ¿Qué es esto? ¿Versos también? Vamos, este señor Esteban Alvarez es una alhaja. Ahora resulta poeta. Pero, ¿quién será este hombre?
Y la baronesa, siempre leyendo, hacía esfuerzos por adivinar quién era el adorador de su hermana, sin que las cartas le diesen ninguna luz que satisficiese su curiosidad.
Por fin, al leer una de las cartas que, por estar más ajada que las otras, demostraba su antigüedad, no pudo reprimir una exclamación de sorpresa. Ya sabía quién era aquel incógnito adorador, ya había surgido de aquel fárrago amoroso que ella calificaba de variaciones sobre el mismo tema la personalidad del hombre que había osado poner sus ojos en su hermanastra.
"Nunca olvidaré, vida mía—decía aquella carta—, el feliz instante que te vi por primera vez. Hoy, paseando por el Retiro, recorriendo aquellas alamedas por las que yo iba siguiendo las huellas de tus pasos, recordaba aquella hermosa mañana de invierno en que yo iba tras de ti arrastrado por una fuerza irresistible, hasta el punto de hacer caso omiso de las furibundas miradas de tu “simpática” y “amable” hermanastra. Por cierto que aún recuerdo el piropo que me lanzó el "zuavo pontificio" cuando os acompañé hasta la puerta de vuestra casa."
No necesitó doña Fernanda leer más para saber quién era el adorador de Enriqueta; tenía la baronesa buena memoria, e inmediatamente recordó con todos sus incidentes la mañana aquella en que un militar insolente las siguió por todo el Retiro, llegando hasta la calle de Atocha.
Estaba ya convencida de que el tal Esteban Alvarez era el capitán que tan insolente se había mostrado con ella, y esto aumentaba su indignación. Lo mismo se hubiera enfurecido al saber que Enriqueta mantenía relaciones amorosas con un duque millonario; pero al pensar que un capitán de modesto origen había logrado cautivar el corazón de su hermanastra, aumentaba su rabia.
A su indignación de beata, que veía como mujer enamorada a la que pensaba dedicar al claustro, se unía el sagrado fervor de una mujer noble que se enorgullecía de su bastardía y de tener sangre real en sus venas, ante un amor desigual y deshonroso para una linajuda familia.
Más de media hora permaneció doña Fernanda como clavada en el centro de la habitación y sin fuerzas para continuar aquella lectura que le producía escalofríos de furor, y por fin, como haciendo un supremo esfuerzo, se arrancó de aquel sitio y, llevando sobre ambas manos en arrugado paquete las cartas comprometedoras, se dirigió a su salón, esperando impaciente la llegada de Enriqueta, a la que deseaba confundir.
La indignación contra aquella "mosquita muerta", como ella decía, era inmensa; pues al pesar que le producía el amoroso descubrimiento uníase el haber sido engañada durante tanto tiempo por aquella muchacha que ella creía poco menos que idiota. Al pensar que aquellos amores duraban ya cerca de un año sin que ella hubiese llegado a apercibirse de ello, experimentaba tanta indignación como si hubiese sido víctima de un terrible engaño.
Además, en su odio había mucho de despecho; pues a la solterona despreciada que durante años enteros había rodado por los salones de la alta sociedad sin llamar la atención de los hombres le era forzosamente muy antipática una joven que, apenas salida de la pubertad, y a pesar de vivir en su casa como en clausura, encontraba un adorador y se comunicaba con él burlando la vigilancia de su familia.
Cuando la baronesa oyó las voces de Enriqueta y Tomasa, que entraba en la antesala de vuelta de misa, la baronesa experimentó el estremecimiento de voluptuosidad sangrienta que agita a la fiera antes de caer sobre su víctima.
Doña Fernanda sentía tal impaciencia, que no dejó que su hermanastra fuera a su cuarto para cambiar el vestido, y la llamó con acento imperioso.
Al entrar Enriqueta en el salón, sus ojos parecieron atraídos por un magnetismo misterioso, pues se fijaron inmediatamente en las cartas acusadoras que la baronesa, a fuerza de estrujarlas en sus arranques de indignación, había convertido en una arrugada pelota.
La joven quedóse plantada en el dintel de la puerta, con aspecto tímido e irresoluto, y así recibió la primera rociada de palabras furiosas que salió a borbotones por entre los labios de la baronesa, trémula de ira.
—Pase usted adelante, desvergonzada, pase usted, que ya lo sabemos aquí todo. ¡Miren qué aire de inocencia el de la niña! Cualquiera, al verla, pensaría que en su vida ha roto un plato, y sin embargo, la señorita tiene un novio, sostiene relaciones criminales a espaldas de su familia, y está en correspondencia con un pillete insolente, escribiéndose porquerías, buenas únicamente para ruborizar a toda persona honrada. ¿Es esa la educación que yo te he dado? ¿Es así como debe portarse una señorita honrada y cristiana, a quien todos creen destinada a tan alta honra como es ser esposa del Señor? ¿Qué es esto, di? ¿Qué significan todas estas cartas que tengo en mis manos? Explícate; defiéndete tú misma.
Buena estaba Enriqueta para defenderse. Apenas vió que la baronesa conocía su secreto, y que estaba en su poder el tesoro de amor que tan cuidadosamente guardaba en su cuarto, sintió algo semejante a si se hundiera el pavimiento y el techo cayera sobre su cabeza. Las piernas le flaquearon y tuvo que agarrarse del cortinaje de la puerta para no caer, al mismo tiempo que por sus ojos pasaba una densa nube.
Todo el terror que la baronesa había infundido en aquel carácter tímido con su educación dura, tiránica y austera, despertaba ahora y la joven experimentaba un terror cercano al espasmo.
En cambio, doña Fernanda, que sentía gran placer en prolongar aquella situación, se revestía de una calma glacial y decía con ironía:
—¿No contestas? Yo esperaba que te justificases; que me hicieras ver la posibilidad de que una joven que quiere ser esposa del Señor pueda recibir cartitas al mismo tiempo de un "señor distinguidísimo" que tiene que vestir un uniforme para poder comer. También quisiera que me probases que el alma se salva y va una derechita al cielo leyendo todo el cúmulo de indecencias que contienen estos papelotes.
Y al decir esto doña Fernanda, que no podía fingir por mucho tiempo aquella calma irónica, y que experimentaba la necesidad de desahogar su rabia, arrojó al rostro de la joven el puñado de arrugadas cartas.
Enriqueta recibió en mitad de su cara aquel proyectil de papel que encerraba sus alegrías y que representaba muchas noches de lectura placentera, interrumpida por suspiros de felicidad y besos dados a cada renglón. Ante aquella brusca agresión de su hermanastra, la joven sintió acrecentarse su miedo, y, para conjurar el peligro, sólo supo decir, con voz entrecortada:
—He sido muy culpable; perdón.
Al oír estas palabras la baronesa ya no hizo uso de su fría ironía, sino que, dando salida a la explosión de su escandalosa violencia, lanzó sobre la joven un torrente de injurias.
Aquello era deshonroso, y una señorita que sostenía tales relaciones perdía su dignidad y era motivo de afrenta para su familia. Además, estaba en pecado mortal una joven que era prometida del Señor y se atrevía a hablar de amor con un desconocido que sabe Dios quién sería. ¿Cómo se había olvidado tan por completo de su devoción? ¿Cómo tenía la desvergüenza de asegurar a todos los piadosos amigos que visitaban aquella casa su deseo de entrar pronto en un convento?
Enriqueta fué a contestar. Su carácter franco sublevábase ante tales mentiras, y sentía la necesidad de protestar diciendo la verdad, o lo que es lo mismo, que ella nunca había manifestado claramente su afición a entrar en un convento, siendo la baronesa, con su carácter absorbente y despótico, la que se había encargado de inventar aquella vocación; pero el terror trabó su lengua y se detuvo al ver la expresión amenazadora que contraía el rostro de doña Fernanda.
La joven sólo sabía oponer sus lágrimas a las irritadas palabras de la baronesa, y con la cabeza caída sobre el pecho, llorando sin cesar, escuchaba aquella filípica que la llenaba de terror.
Más de media hora habló doña Fernanda, siempre en el mismo tono, paseándose febrilmente en unas ocasiones, y en otras arrojándose con ademán trágico sobre el asiento más cercano. Todo el repertorio de frases hechas que la baronesa había adquirido hablando con sus contertulios salió en la irritada peroración, sembrando el terror en el ánimo de Enriqueta. Doña Fernanda habló del diablo, que a aquellas horas debía ya considerar como suya el alma de la joven, por ser traidora a Dios; describió con espeluznantes detalles las penas del infierno, y acabó extendiendo sus brazos al cielo como si en un último arranque de cariño pidiera, misericordia para su hermana, amenazada de tremendos peligros.
Esto conmovía a Enriqueta, pues no en vano la había educado la baronesa a su gusto. Estremecíase de horror la joven al pensar en las penas del infierno, y temblaba pensando en la perdición de su alma, lo que la hacía redoblar su llanto.
Por fin, la baronesa, que espiaba atentamente el efecto que sus palabras causaban en su hermana, creyó llegado el momento de cesar en sus declamaciones y hacer algo útil.
La indignación que había sentido al descubrir las cartas, y que era producto de la decepción sufrida por sus planes, y el odio de solterona vieja, amortiguóse un tanto al ver el terror convulsivo y el llanto interminable que sus palabras producían en Enriqueta.
Lo importante para la baronesa era cumplir las instrucciones del padre Claudio y hacer que la joven entrase en un convento.
Doña Fernanda, reflexionando sobre el suceso, comenzaba a alegrarse del descubrimiento de las cartas, pues iba a servirle para domar por completo a la joven y hacer que declarase con franqueza aquella vocación religiosa que hasta entonces sólo había sostenido por obediencia. Convenía que la joven demostrase, al ser interrogada por su padre, una afición sin límites al claustro, y por esto doña Fernanda dispúsose a ser clemente, aunque exigiendo antes ciertas condiciones.
—Eres muy culpable, no a los ojos de tu familia, sino ante los de Dios; por eso no sé si debo perdonarte. Sólo haciendo una gran penitencia podría el Señor perdonarte la gran ofensa que le has inferido con esos torpes amores. ¿Estás tú dispuesta a lavar tus culpas?
—Sí, hermana mía—gimoteó Enriqueta, deseosa de no oír por más tiempo las irritadas acusaciones de doña Fernanda—. Conozco que he ofendido a Dios. Dime lo que he de hacer, que yo te obedeceré inmediatamente.
—Piensa—añadió la baronesa, que deseaba extremar el arrepentimiento de su hermana—en el gran disgusto que ocasionaría a tu padre el conocer esos amoríos a que tan ciegamente te has entregado. ¡Qué afrenta para un conde de Baselga! Ver a su hija enamorada de un militar de humilde origen, de uno de esos a quienes los presentes tiempos revolucionarios han elevado y que en otra época hubieran sido nuestros lacayos. ¿Conoces ahora cuán criminal ha sido tu conducta?
Enriqueta, al oír hablar de su padre, experimentaba cierto religioso temor, como si se tratase de un ser misterioso y extraño que se mostraba bondadoso y humilde, pero para ocultar mejor su poder y su cólera terrible e inmensa.
La amenaza de que su padre podría llegar a conocer sus amoríos causó tal impresión a la joven, que con voz de ardiente súplica dijo a su hermana:
—¡Oh, por Dios. Fernanda mía! ¡Que nada sepa papá; me mataría, de seguro!
La baronesa mostrábase satisfecha al ver el terror de su víctima. Ya era llegada la hora de imponer condiciones a cambio del perdón y del silencio.
—Vamos a ver: tus lágrimas, ¿son de miedo o de verdadera contrición? ¿Estás realmente arrepentida?
—Sí, hermana mía; perdóname, y que Dios me perdone igualmente.
—Dios te perdonará, si es que tu arrepentimiento es sincero y haces todo cuanto yo te diga. Por de pronto, ayunarás un mes, y en todo ese tiempo sólo saldrás de tu cuarto cuando yo te lo mande. ¿Estás conforme?
Enriqueta hizo con la cabeza una señal afirmativa.
—Entrarás en un convento así que tengamos arreglados todos los preparativos, y entretanto, mientras llega este momento, no te acercarás a los balcones, ni saldrás nunca de casa más que en carruaje y acompañada por mí.
La joven volvió a manifestar su conformidad, y la baronesa siguió exponiendo todas las condiciones.
No hablaría más con aquella grosera aragonesa, medianera de torpes amores, a quien ella, la baronesa, ya arreglaría después las cuentas por ser cómplice y protectora del capitán Alvarez, según se desprendía de las tales cartas. Cuando hablase con su padre el conde, aunque éste intentase disuadirla de sus aficiones monásticas, ella se resistiría tenazmente diciendo que Dios la llamaba al claustro, y además, para fomentar su vocación y ponerse a cubierto de las pérfidas sugestiones de Satán, rezaría todos los días doce rosarios, y antes de dormir se arrodillaría en el desnudo suelo y besaría éste dos veces en señal de cristiana humildad.
Doña Fernanda daba gran importancia a estos detalles de la penitencia, a juzgar por la solemnidad con que los exponía, y Enriqueta manifestaba su conformidad con todo, deseosa de terminar cuanto antes aquella terrible escena.
—Además, te confesarás con el padre Claudio así que éste pueda dedicarte un momento, quitándolo a sus sagradas ocupaciones. Es un santo varón que te dará sanos consejos y a quien debes obedecer en todo si no quieres ir al infierno.
—Te obedeceré, hermana mía.
Faltaba algo grave que decir y que la baronesa guardaba para el último instante. Plantóse frente a su hermanastra, y con ademán imperativo le dijo:
—Para que el perdón sea completo y se borre hasta el último vestigio de esa pasión que te contamina y nos deshonra a todos es preciso que inmediatamente escribas una carta a ese... “señor” Alvarez.
—¿Una carta?—dijo con extrañeza la joven.
—Sí; una carta que yo te dictaré y en la cual le dirás que todo ha sido un capricho de niña, que no le amas ni amarás nunca a ningún hombre, y que tu pensamiento está puesto en Dios.
Enriqueta quedóse meditabunda. Hasta entonces, con el deseo de salir cuanto antes de tan apurada situación, había dicho “sí” instintivamente a todas las proposiciones; pero aquello de mostrar desprecio a Alvarez le repugnaba, y comenzaba a darse cuenta de que la baronesa exigía de ella demasiado.
—¿Qué es eso? ¿No contestas?—preguntó doña Fernanda con irritada impaciencia.
—Eso que me propones no es posible; sería mentir, y la mentira es un pecado horrible.
—Según eso, ¿le amas?—dijo la baronesa abalanzando el cuerpo con nervioso impulso y colocando su congestionada faz junto al desolado rostro de Enriqueta.
—¿Amarle...? No lo sé.
La joven preguntábase si amaba al capitán Alvarez y no sabía contestarse a sí misma. Ciertamente que se reconocía culpable y que temía el castigo de Dios y los horrores del infierno, pues nunca en sus libros de devoción había leído que las santas que vivían en el cielo se hubiesen paseado en vida por las alamedas del Retiro llevando al lado un buen mozo a quien caía bien el uniforme; pero aquello de escribir a Alvarez despidiéndose de él para siempre, le parecía muy cruel, tanto más cuanto que se obligaba a decir una mentira; pues ella, a pesar de sus terrores religiosos, más deseos sentía de ser la mujer del capitán que esposa mística de Dios.
Además, aquella difícil situación, que duraba cerca de una hora, había desvanecido en la joven el terror experimentado en el primer momento ante la indignación de su hermana. Por esto permaneció impasible ante las excitaciones de la baronesa.
—De modo—dijo ésta, cada vez con acento más indignado—que te negarás a escribir esa carta...
—Me niego, sí, me niego porque en ella tendría que decir una mentira, y eso es un horrible pecado. Yo no puedo decir que aborrezco a ese hombre.
Enriqueta dijo estas palabras sin afectación, pero con una entereza que doña Fernanda nunca había supuesto en ella.
Aquello contribuyó a ponerla fuera de sí.
—Miren la mosquita muerta cómo va sacando ya las uñas. ¿Así te he enseñado yo a contestar, gran... pecadora? ¿Esa es la educación que yo te he dado? ¡Ah! No en balde has pasado muchas mañanas en el Retiro hablando con ese grandísimo canalla. El te ha pervertido.
Enriqueta experimentaba la necesidad de defender a su amante. En el seno de su timidez despertábase una irritabilidad que la sorprendía a ella misma, y a pesar de todo el miedo que le inspiraba doña Fernanda, sentíase impulsada a justificar a Alvarez.
Cada uno de los insultos que la baronesa dirigía a éste, causábanla el efecto de crueles latigazos aplicados a su amor propio, y al oír en toda su irritante crudeza el calificativo de canalla, irguió su graciosa figura con fiera altanería, demostrando con el instintivo arranque, que en su ser había algo de aquel Baselga subteniente de la Guardia, susceptible y acometedor como un paladín andante.
—Oye, tú—dijo con insolencia mientras brillaban de furor sus ojos, empañados aún por las lágrimas—. El capitán Alvarez no es un canalla, y yo no puedo consentir que a un hombre honrado se le insulte de tal modo por el delito de amarme.
La baronesa experimentó la misma impresión de sorpresa que sentiría un lobo al verse mordido por un cordero. La buena doña Fernanda dudaba que aquella joven que la miraba con ojos centelleantes fuese la misma muchacha que temblaba al notar en su hermana mayor el más leve gesto de cólera. Aquella rebelión inesperada excitó su carácter irritable, y agarrando a su hermanastra por las muñecas, puso su rubicundo rostro junto al de Enriqueta.
—¿Conque le defiendes?—rugió con acento tembloroso por la rabia—. ¿Conque te indignas por lo que digo de ese hombre? Pues bien, sufre cuanto quieras, que yo no por esto dejaré de decir que ese militarillo es un canalla, un hombre sin educación. No hay más que leer sus cartas. ¡Qué respeto! ¡Qué finura!... ¡Mire usted qué gracioso! ¡Llamarme a mí zuavo pontificio!...
En mala hora recordó doña Fernanda esta expresión de Alvarez. Al acudir a su memoria el apodo con que la designaban los amantes experimentó una indignación sin límites, un cruel deseo de vengarse, y como si la persona que tenía agarrada fuera el capitán, al cual deseaba castigar, apretó furiosa los brazos de Enriqueta. Esta dió un grito de dolor, y como si esto excitara aún más el furor de la doña Fernanda, soltó su presa, e iracunda y terrible, alzó sus dos manos en el espacio y las dejó caer sobre el hermoso rostro de la joven.
La escena fué horrible y repugnante. Las bofetadas y los puñetazos llovían sobre Enriqueta, que algunas veces vaciló próxima a desplomarse por la violencia de los golpes.
—¡Toma, perra!—vociferaba aquel energúmeno con faldas—. Toma otra para que aprendas a sacarme nombres bonitos. Ahí va ésa; traspásasela al granuja de tu amante, a ese que tan “gracioso” se muestra en sus cartas.
Y doña Fernanda seguía lanzando, con voz entrecortada, ironías espeluznantes, al mismo tiempo que Enriqueta se defendía instintivamente cubriéndose el rostro con las manos, gimiendo de dolor y gritando en demanda de socorro.
De repente, la baronesa, que estaba ebria de furor y golpeaba a su hermana con la cabeza baja sin fijarse en sus lamentos, vió que algo entraba en la habitación, con la violencia de una tromba, y en el mismo instante sintió en sus espaldas un tremendo golpe que por poco la derribó en el suelo.
Era Tomasa, que al oír los gritos de Enriqueta, entró precipitadamente al salón. Viendo a la baronesa maltratar a su hermana, la enérgica ama de llaves enarboló una silla y la arrojó sobre doña Fernanda, dándole de lleno en la espalda.
Aquello complicó aún más la situación.
A la baronesa le saltaron las lágrimas por el dolor que le producía el golpe; pero sobreponiéndose a éste y lanzando furiosos rugidos, se arrojó sobre Tomasa sin soltar por esto a Enriqueta, en cuyos brazos había hecho presa.
La escena fué vergonzosa. Tenía todo el carácter de una riña de plazuela, y por lo mismo resultaba extraña en aquel salón lujoso y de tonos lóbregos, que se conmovía con la violencia de la lucha.
Las dos mujeres eran de irritable carácter y fiero empuje; y una lucha entre ellas tomaba un carácter de grotesca epopeya.
El odio tradicional que doña Fernanda sentía contra el ama de llaves encontraba ocasión para desahogarse; y Tomasa, por su parte, no sentía mejores intenciones acerca de la baronesa. El resultado de aquella enemistad antigua se manifestaba por fin en forma de crueles bofetadas, soberanos puñetazos y mordiscos frustrados, todo ello con acompañamiento de frases soeces que se escapaban de las bocas jadeantes y un incesante tirar de las greñas que dejaba las testas de las combatientes tan horriblemente espeluznadas como la cabeza de Medusa.
Enriqueta, arrastrada siempre por su hermana, había quedado sujeta entre el grupo que formaban las dos enemigas, y asombrada, lloriqueando y oprimida por aquel paquete de carne humana, iba de un lado a otro del salón, recibiendo de vez en cuando algún manotazo perdido.
La pelea resultaba ruidosa. El belicoso grupo se empujaba de un extremo a otro de la habitación; las sillas rodaban por el suelo, y un vigoroso codazo de Tomasa hizo añicos con chillón estruendo todo el museo de pinturas fantásticas y estrambóticas con que un artista chino había embellecido el juego de porcelana que adornaba una consola.
Aquella lucha ruidosa, que duraba ya algunos minutos, había puesto en conmoción toda la casa.
Fuera de la habitación sonaban repiqueteantes campanillas y los pasos apresurados de gente que corría.
Nada de esto llegaba a oídos de las dos mujeres, que, tercas en su odio, se hubieran hecho pedazos antes que desasirse.
De repente se sintieron agarradas por dos manazas de hierro que, a pesar de su potencia, hubieron de forcejear algo para deshacer aquel estuche de carne que asfixiaba a Enriqueta.
—¡Papá!—gritó ésta—. ¡Ya llegó papá! ¡Gracias a Dios!
Las dos combatientes, desgreñadas, sudorosas y delirantes como furias, vieron ante ellas al conde de Baselga, con sus enormes manazas, nerviosamente contraídas, y el ceño fruncido.
Aún no se había extinguido en ellas el furor; aún iban a reanudar aquel pugilato del que las había sacado las manos del conde, pero éste intervino con oratoria convincente.
—A la primera que se mueva, de un sopapo la tiendo.
Las dos luchadoras miraron a la puerta, y entonces el furor desapareció para ser reemplazado por la vergüenza.
El escándalo era completo.
Allí, estrechándose y avanzando la cabeza para ver mejor, estaba toda la servidumbre de la casa, desde la doncella de la baronesa al panzudo portero. El cochero y la cocinera hacían esfuerzos para no reírse, y procuraban imitar el gesto de estúpida extrañeza de sus compañeros.
El conde, ante aquella curiosidad doméstica, sufrió como pocas veces en su vida.
¡Cuánto iba a reírse aquella gente! Tenían ya tela cortada para murmuraciones que durarían más de un mes.