En esta edición se han mantenido las convenciones ortográficas del
original, incluyendo las variadas normas de acentuación presentes en el
texto. (A ver la lista de errores corregidos.) (nota del transcriptor) |
V | H | |
L a V o z d e l a C o n s e j a Selección de las mejores novelas breves y cuentos de los más esclarecidos literatos. Recopilación hecha por E m i l i o C a r r è r e Firmas del tomo primero Galdós.—Benavente.—Condesa de Pardo Bazán.—Unamuno.—Palacio Valdés.—Rubén Darío.—Baroja.—Dicenta.—Ricardo León.—Nogales.—Répide.—Arturo Reyes y Pedro Mata. V. H. SANZ CALLEJA Editores e Impresores C. Central: Montera, 31.—Talleres: R. Atocha, 23 MADRID | ||
S | C |
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: ES PROPIEDAD :
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BENITO PÉREZ GALDÓS | |
La novela en el tranvía | 17 |
JACINTO BENAVENTE | |
El criado de Don Juan | 59 |
CONDESA DE PARDO BAZÁN | |
Viernes Santo | 77 |
MIGUEL DE UNAMUNO | |
El sencillo Don Rafael | 99 |
ARMANDO PALACIO-VALDÉS | |
¡Solo! | 111 |
RUBÉN DARÍO | |
El Rey burgués | 137 |
PÍO BAROJA | |
Elizabide el Vagabundo | 149 |
JOAQUÍN DICENTA | |
La epopeya de una zíngara | 165 |
RICARDO LEÓN | |
Los tres reyes de Oriente | 175 |
JOSÉ NOGALES | |
Las tres cosas del tío Juan | 187 |
PEDRO DE RÉPIDE | |
La enamorada indiscreta | 203 |
ARTURO REYES | |
Cosas de hombre | 249 |
PEDRO MATA | |
Fuerte como la muerte | 261 |
La Casa editorial V. H. de Sanz Calleja me encarga esta Antología de cuentistas de habla castellana. No es tarea tan humilde la del seleccionador, pues hace falta un exquisito sentido estético para poder elegir lo mejor en la maravillosa labor literaria de los altos ingenios que honran estas páginas de LA VOZ DE LA CONSEJA...
Yo creo que esta colección de cuentos tiene un gran valor bibliográfico; es un documento brillante de este nuevo siglo de oro de la novela española, que comienza con el nombre glorioso de don Benito Pérez Galdós. En estas hojas está el gran espíritu de una época noble, fecunda, preñada de ideal artístico, encerrado como en un tabernáculo. Y también me parece que la publicación de LA VOZ DE LA CONSEJA es una prueba de amor al libro español, un acicate para la curiosidad del lector indolente y un selecto regalo para el espíritu del lector culto.
No osaré jamás hacer una reseña crítica de los nombres insignes que en este primer tomo os ofrecen gallardas muestras de su talento; sólo quiero decir sus nombres y los títulos de sus cuentos, para deleitarme al recordar el encantador, sano e ingenuo humorismo de Galdós en La novela en el tranvía; las prosas madrigalescas, hondas y miniadas de Benavente en El criado de Don Juan y la recia y sabrosa urdimbre novelesca, palpitante de rebeldía, de amor y de dolor de Viernes Santo, de la condesa de Pardo Bazán. Palacio Valdés, el maestro solitario, os ofrece su novela ¡Solo!, digna de la pluma egregia que trazó La aldea perdida. Todas las palabras de elogio son pobres para este coloso de la novela contemporánea. El sencillo Don Rafael, cazador y tresillista es una conmovedora y grácil narración de Unamuno, el espíritu más hondo, más multiforme, el corazón más en carne viva de esta época de inquietudes de conciencia y de lucha desesperada por la vida y por las ideas. Burla burlando, El sencillo Don Rafael es de una emoción que hace llorar y a un tiempo ofrece un alto ejemplo de belleza moral dentro de una naturalidad encantadora.
José Nogales, el castellano artífice de la prosa, nos brinda Las tres cosas del tío Juan, el cuento a que debió su consagración. Arturo Reyes fué un gran cuentista regional, como lo prueba en Cosas de hombre, lleno de gracejo, de ambiente, dueño de la dificilísima técnica del arte del cuento. Como gratitud a la honda emoción estética que nos dieron, pongamos un recuerdo, como una hoja de laurel, sobre la piedra de estos dos ilustres cuentistas, muertos ya.
La epopeya de una zíngara, de Joaquín Dicenta, es un jirón de realidad salvaje, ensangrentada, aullante de dolor. Es de lo más personal de este insigne dramaturgo español, todo pasión y violencia, que hoy, día 21 de Febrero, está encerrado entre las cuatro tablas hórridas de un ataúd. ¡Taladrante coincidencia! Cuando me dispongo a hacer esta frívola reseña, los periódicos dicen la muerte del autor de Juan José. Fué un gran corazón y un temperamento único, insuperable de artista. La epopeya de una zíngara refleja fielmente el rico carácter emocional de este escritor.
El artista de la crónica, Pedro de Répide, nos regala con su novela La enamorada indiscreta, escrita donosamente y con toda pureza a la manera clásica de la novela del siglo áureo.
Pedro Mata, en Fuerte como la muerte, traza una irónica elegía henchida de emoción dramática.
El prestigio de estos nombres y de los de Baroja y León nos hace esperar que LA VOZ DE LA CONSEJA sea un gran éxito editorial. En los volúmenes sucesivos seguiremos publicando cuentos y novelas breves de lo más florido de la intelectualidad española.
Todas las orientaciones, todos los estilos, como guía del lector quedarán grabados en estas páginas. Según sus afinidades, el que lea, buscará después las obras completas de sus autores predilectos, La Casa editorial Sanz Calleja ama el libro y cuida de su presentación con el mayor gusto artístico; no es sólo el estímulo comercial el que la guía; acomete la empresa romántica de hacer lectores y de hacer libreros amantes del libro español. Los libros de grandes firmas, de bella presentación y muy baratos tendrán millares de lectores que acudirán al mostrador del librero, y éste saldrá de su éxtasis de fakir, y al par que gana dinero aprenderá a tomar cariño al libro. Hay que hacer la reconquista espiritual de América: antaño fueron los capitanes, ogaño son los mercaderes de libros.
Hemos creído, juntamente editores y recopilador, que LA VOZ DE LA CONSEJA era un libro indispensable en esta labor de bibliofilia. Además, hasta hoy no había una colección con honores de Antología de los cuentistas castellanos modernos. Recuerdo unos trozos escogidos para lectura en las escuelas de párvulos, que acababa en Jovellanos y Martínez de la Rosa. Del siglo XIX no se había editado nada, que yo recuerde, hasta LA VOZ DE LA CONSEJA, mientras que en Francia hay por lo menos diez florilegios por cada generación literaria.
En estas páginas daremos acogida, no sólo a los cuentistas españoles, sino también a los hermanos en lengua cervantina de las Repúblicas latinas de América. Tan españoles son como nosotros por la lengua, que es el espíritu, razón más fuerte esta del idioma que la geográfica.
En este primer tomo damos El Rey burgués, de Rubén Darío, uno de los grandes artistas—no de América ni de España, sino de la Humanidad y de todos los tiempos.
Abramos la primera página de LA VOZ DE LA CONSEJA con el alma despierta a la emoción del arte y recojámonos. La voz gloriosa de Galdós, el patriarca de la novela, comienza a sonar. Devotamente, oid...
E. CARRERE
LA NOVELA EN EL TRANVIA
El coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar todo Madrid en dirección al de Pozas. Impulsado por el egoísta deseo de tomar asiento antes que las demás personas movidas de iguales intenciones, eché mano a la barra que sustenta la escalera de la imperial, puse el pie en la plataforma y subí; pero en el mismo instante ¡oh previsión! tropecé con otro viajero que por el opuesto lado entraba. Le miro y reconozco a mi amigo el Sr. D. Dionisio Cascajares de la Vallina, persona tan inofensiva como discreta, que tuvo en aquella crítica ocasión la bondad de saludarme con un sincero y entusiasta apretón de manos.
Nuestro inesperado choque no había tenido consecuencias de consideración, si se exceptúa la abolladura parcial de cierto sombrero de paja puesto en la extremidad de una cabeza de mujer inglesa, que tras de mi amigo intentaba subir, y que sufrió sin duda por falta de agilidad, el rechazo de su bastón.
Nos sentamos sin dar al percance exagerada importancia, y empezamos a charlar. El Sr. D. Dionisio Cascajares es un médico afamado, aunque no por la profundidad de sus conocimientos patológicos, y un hombre de bien, pues jamás se dijo de él que fuera inclinado a tomar lo ajeno, ni a matar a sus semejantes por otros medios que por los de su peligrosa y científica profesión. Bien puede asegurarse que la amenidad de su trato y el complaciente sistema de no dar a los enfermos otro tratamiento que el que ellos quieren, son causa de la confianza que inspira a multitud de familias de todas jerarquías, mayormente cuando también es fama que en su bondad sin límites presta servicios ajenos a la ciencia, aunque siempre de índole rigurosamente honesta.
Nadie sabe como él sucesos interesantes que no pertenecen al dominio público, ni ninguno tiene en más estupendo grado la manía de preguntar, si bien este vicio de exagerada inquisitividad se compensa en él por la prontitud con que dice cuanto sabe, sin que los demás se tomen el trabajo de preguntárselo. Júzguese por esto si la compañía de tan hermoso ejemplar de la ligereza humana será solicitada por los curiosos y por los lenguaraces.
Este hombre, amigo mío, como lo es de todo el mundo, era el que sentado iba junto a mí cuando el coche, resbalando suavemente por su calzada de hierro, bajaba la calle de Serrano, deteniéndose alguna vez para llenar los pocos asientos que quedaban ya vacíos. Ibamos tan estrechos que me molestaba grandemente el paquete de libros que conmigo llevaba, y ya le ponía sobre esta rodilla, ya sobre la otra, ya por fin me resolví a sentarme sobre él, temiendo molestar a la señora inglesa, a quien cupo en suerte colocarse a mi siniestra mano.
—¿Y usted adónde va?—me preguntó Cascajares, mirándome por encima de sus espejuelos azules, lo que me hacía el efecto de ser examinado por cuatro ojos.
Contestéle evasivamente, y él, deseando sin duda no perder aquel rato sin hacer alguna útil investigación, insistió en sus preguntas diciendo:
—Y Fulanito, ¿qué hace? Y Fulanito ¿dónde está? con otras indagatorias del mismo jaez, que tampoco tuvieron respuesta cumplida.
Por último, viendo cuán inútiles eran sus tentativas para pegar la hebra, echó por camino más adecuado a su expansivo temperamento y empezó a desembuchar.
—¡Pobre Condesa!—dijo expresando con un movimiento de cabeza y un visaje, su desinteresada compasión. Si hubiera seguido mis consejos no se vería en situación tan crítica.
—¡Ah! es claro—, contesté maquinalmente, ofreciendo también el tributo de mi compasión a la señora Condesa.
—¡Figúrese usted,—prosiguió,—que se han dejado dominar por aquel hombre! Y aquel hombre llegará a ser el dueño de la casa. ¡Pobrecilla! Cree que con llorar y lamentarse se remedia todo, y no. Urge tomar una determinación. Porque ese hombre es un infame, le creo capaz de los mayores crímenes.
—¡Ah! ¡Sí es atroz!—dije yo, participando irreflexivamente de su indignación.
—Es como todos los hombres de malos instintos y de baja condición que si se elevan un poco, luego no hay quien los sufra. Bien claro indica su rostro que de allí no puede salir cosa buena.
—Ya lo creo, eso salta a la vista.
—Le explicaré a usted en breves palabras. La Condesa es una mujer excelente, angelical, tan discreta como hermosa, y digna por todos conceptos de mejor suerte. Pero está casada con un hombre que no comprende el tesoro que posee, y pasa la vida entregado al juego y a toda clase de entretenimientos ilícitos. Ella entretanto se aburre y llora. ¿Es extraño que trate de sofocar su pena divirtiéndose honestamente aquí, y allí, donde quiera que suena un piano? Es más, yo mismo se lo aconsejo y le digo: «Señora, procure usted distraerse, que la vida se acaba. Al fin el señor Conde se ha de arrepentir de sus locuras y se acabarán las penas.» Me parece que estoy en lo cierto.
—¡Ah! sin duda—, contesté con oficiosidad, continuando en mis adentros tan indiferente como al principio a las desventuras de la Condesa.
—Pero no es eso lo peor—añadió Cascajares, golpeando el suelo con su bastón—sino que ahora el señor Conde ha dado en la flor de estar celoso... sí, de cierto joven que se ha tomado a pechos la empresa de distraer a la Condesa.
—El marido tendrá la culpa de que lo consiga.
—Todo eso sería insignificante, porque la Condesa es la misma virtud; todo eso sería insignificante, digo, si no existiera un hombre abominable que sospecho ha de causar un desastre en aquella casa.
—¿De veras? ¿Y quién es ese hombre?—pregunté con una chispa de curiosidad.
—Un antiguo mayordomo muy querido del Conde, y que se ha propuesto martirizar a la infeliz cuanto sensible señora. Parece que se ha apoderado de cierto secreto que la compromete, y con esta arma pretende... qué sé yo... ¡Es una infamia!
—Sí que lo es, y ello merece un ejemplar castigo—dije yo, descargando también el peso de mis iras sobre aquel hombre.
—Pero ella es inocente; ella es un ángel... Pero, ¡calle! estamos en la Cibeles. Sí; ya veo a la derecha el parque de Buenavista. Mande usted parar, mozo; que no soy de los que hacen la gracia de saltar cuando el coche está en marcha, para descalabrarse contra los adoquines. Adiós, mi amigo, adiós.
Paró el coche y bajó D. Dionisio Cascajares y de la Vallina, después de darme otro apretón de manos y de causar segundo desperfecto en el sombrero de la dama inglesa, aún no repuesta del primitivo susto.
Siguió el ómnibus su marcha y ¡cosa singular! yo a mi vez seguí pensando en la incógnita Condesa, en su cruel y suspicaz consorte, y sobre todo en el hombre siniestro que, según la enérgica expresión del médico, a punto estaba de causar un desastre en la casa. Considera, lector, lo que es el humano pensamiento: cuando Cascajares principió a referirme aquellos sucesos, yo renegaba de su inoportunidad y pesadez, mas poco tardó mi mente en apoderarse de aquel mismo asunto, para darle vueltas de arriba abajo, operación psicológica que no deja de ser estimulada por la regular marcha del coche y el sordo y monótono rumor de sus ruedas, limando el hierro de los carriles.
Pero al fin dejé de pensar en lo que tan poco me interesaba, y recorriendo con la vista el interior del coche, examiné uno por uno a mis compañeros de viaje. ¡Cuán distintas caras y cuán diversas expresiones! Unos parecen no inquietarse ni lo más mínimo de los que van a su lado; otros pasan revista al corrillo con impertinente curiosidad; unos están alegres, otros tristes, aquel bosteza, el de más allá ríe, y a pesar de la brevedad del trayecto, no hay uno que no desee terminarlo pronto. Pues entre los mil fastidios de la existencia, ninguno aventaja al que consiste en estar una docena de personas mirándose las caras sin decirse palabra, y contándose recíprocamente sus arrugas, sus lunares, y éste o el otro accidente observado en el rostro o en la ropa.
Es singular este breve conocimiento con personas que no hemos visto y que probablemente no volveremos a ver. Al entrar, ya encontramos a alguien; otros vienen después que estamos allí; unos se marchan, quedándonos nosotros, y por último también nos vamos. Imitación es esto de la vida humana, en que el nacer y el morir son como las entradas y salidas a que me refiero, pues van renovando sin cesar en generaciones de viajeros el pequeño mundo que allí dentro vive. Entran, salen; nacen, mueren... ¡Cuántos han pasado por aquí antes que nosotros!
¡Cuántos vendrán después!
Y para que la semejanza sea más completa, también hay un mundo chico de pasiones en miniatura dentro de aquel cajón. Muchos van allí que se nos antojan excelentes personas, y nos agrada su aspecto y hasta les vemos salir con disgusto. Otros, por el contrario, nos revientan desde que les echamos la vista encima: les aborrecemos durante diez minutos; examinamos con cierto rencor sus caracteres frenológicos y sentimos verdadero gozo al verles salir. Y en tanto sigue corriendo el vehículo, remedo de la vida humana; siempre recibiendo y soltando, uniforme, incansable, majestuoso, insensible a lo que pasa en su interior; sin que le conmuevan ni poco ni mucho las mal sofocadas pasioncillas de que es mudo teatro; siempre corriendo, corriendo sobre las dos interminables paralelas de hierro, largas y resbaladizas como los siglos.
Pensaba en esto mientras el coche subía por la calle de Alcalá, hasta que me sacó del golfo de tan revueltas cavilaciones el golpe de mi paquete de libros al caer al suelo. Recogido al instante, mis ojos se fijaron en el pedazo de periódico que servía de envoltorio a los volúmenes, y maquinalmente leyeron medio renglón de lo que allí estaba impreso. De súbito sentí vivamente picada mi curiosidad; había leído algo que me interesaba, y ciertos nombres esparcidos en el pedazo de folletón hirieron a un tiempo la vista y el recuerdo. Busqué el principio y no lo hallé: el papel estaba roto, y únicamente pude leer, con curiosidad primero y después con afán creciente, lo que sigue:
«Sentía la Condesa una agitación indescriptible. La presencia de Mudarra, el insolente mayordomo, que olvidando su bajo orígen atrevíase a poner los ojos en persona tan alta, le causaba continua zozobra. El infame la estaba espiando sin cesar, la vigilaba como se vigila a un preso. Ya no le detenía ningún respeto, ni era obstáculo a su infame asechanza la debilidad y delicadeza de tan excelente señora.
»Mudarra penetró a deshora en la habitación de la Condesa, que pálida y agitada, sintiendo a la vez vergüenza y terror, no tuvo ánimo para despedirle.
—»No se asuste usía, señora Condesa—, dijo con forzada y siniestra sonrisa, que aumentó la turbación de la dama;—no vengo a hacer a usía daño alguno.
—»¡Oh, Dios mío! ¡Cuándo acabará este suplicio!—exclamó la dama, dejando caer sus brazos con desaliento. Salga usted; yo no puedo acceder a sus deseos. ¡Qué infamia! ¡Abusar de ese modo de mi debilidad, y de la indiferencia de mi esposo, único autor de tantas desdichas!
—»¿Por qué tan arisca, señora Condesa?—añadió el feroz mayordomo—. Si yo no tuviera el secreto de su perdición en mi mano; si yo no pudiera imponer al señor Conde de ciertos particulares... pues... referentes a aquel caballerito... Pero, no abusaré, no, de estas terribles armas. Usted me comprenderá al fin, conociendo cuán desinteresado es el grande amor que ha sabido inspirarme.
»Al decir esto, Mudarra dió algunos pasos hacia la Condesa, que se alejó con horror y repugnancia de aquel monstruo.
»Era Mudarra un hombre como de cincuenta años, moreno, rechoncho y patizambo, de cabellos ásperos y en desorden, grande y colmilluda la boca. Sus ojos medio ocultos tras la frondosidad de largas, negras y espesísimas cejas, en aquellos instantes expresaban la más bestial concupiscencia.
—»¡Ah, puerco espín!—exclamó con ira al ver el natural despego de la dama.—¡Qué desdicha no ser un mozalbete almidonado! Tanto remilgo sabiendo que puedo informar al señor Conde... Y me creerá, no lo dude usía: el señor Conde tiene en mí tal confianza, que lo que yo digo es para él el mismo Evangelio... pues... y como está celoso... si yo le presento el papelito...
—»¡Infame!—gritó la Condesa con noble arranque de indignación y dignidad.—Yo soy inocente; y mi esposo no será capaz de prestar oídos a tan viles calumnias. Y aunque fuera culpable prefiero mil veces ser despreciada por mi marido y por todo el mundo, a comprar mi tranquilidad a ese precio. Salga usted de aquí al instante.
—»Yo también tengo mal genio, señora Condesa—, dijo el mayordomo devorando su rabia—; yo también gasto mal genio, y cuando me amosco... Puesto que usía lo toma por la tremenda, vamos por la tremenda. Ya sé lo que tengo que hacer, y demasiado condescendiente he sido hasta aquí. Por última vez propongo a usía que seamos amigos, y no me ponga en el caso de hacer un disparate... con que señora mía...
»Al decir esto Mudarra contrajo la pergaminosa piel y los rígidos tendones de su rostro haciendo una mueca parecida a una sonrisa, y dió algunos pasos como para sentarse en el sofá junto a la Condesa. Esta se levantó de un salto gritando:—«¡No; salga usted! ¡Infame! Y no tener quien me defienda... ¡Salga usted!»
»El mayordomo, entonces era como una fiera a quien se escapa la presa que ha tenido un momento antes entre sus uñas. Dió un resoplido, hizo un gesto de amenaza y salió despacio con pasos muy quedos. La Condesa, trémula y sin aliento, refugiada en la extremidad del gabinete, sintió las pisadas que alejándose se perdían en la alfombra de la habitación inmediata y respiró al fin cuando le consideró lejos. Cerró las puertas y quiso dormir; pero el sueño huía de sus ojos aún aterrados con la imagen del monstruo.
»CAPITULO XI.—El Complot.—Mudarra, al salir de la habitación de la Condesa, se dirigió a la suya y dominado por fuerte inquietud nerviosa, comenzó a registrar cartas y papeles diciendo entre dientes. «Ya no aguanto más; me las pagará todas juntas.» Después se sentó, tomó la pluma, y poniendo delante una de aquellas cartas, y examinándola bien empezó a escribir otra tratando de remedar la letra. Mudaba la vista con febril ansiedad del modelo a la copia y por último después de gran trabajo escribió con caracteres enteramente iguales a los del modelo la carta siguiente, cuyo sentido era de su propia cosecha: Había prometido a usted una entrevista y me apresuro...»
El folletín estaba roto y no pudo leer más.
Sin apartar la vista del paquete, me puse a pensar en la relación que existía entre las noticias sueltas que oí de boca del señor Cascajares y la escena leída en aquel papelucho, folletín, sin duda, traducido de alguna desatinada novela de Ponson du Terrail o de Montepín. Será una tontería, dije para mí, pero es lo cierto que ya me inspira interés esa señora Condesa, víctima de la barbarie de un mayordomo imposible, cual no existe sino en la trastornada cabeza de algún novelista nacido para aterrar a las gentes sencillas. ¿Y qué haría el maldito para vengarse? Capaz sería de imaginar cualquiera atrocidad de esas que ponen fin a un capítulo de sensación ¿Y el Conde, qué hará? Y aquel mozalbete de quien hablaron Cascajares en el coche y Mudarra en el folletín ¿qué hará? ¿quién será? ¿Qué hay entre la Condesa y ese incógnito caballerito? Algo daría por saber...
Esto pensaba, cuando alcé los ojos, recorrí con ellos el interior del coche, y ¡horror! vi una persona que me hizo estremecer de espanto. Mientras estaba yo embebido en la interesante lectura del pedazo de folletín, el tranvía se había detenido varias veces para tomar o dejar algún viajero. En una de estas ocasiones había entrado aquel hombre, cuya súbita presencia me produjo tan grande impresión. Era él, Mudarra, el mayordomo en persona, sentado frente a mí, con sus rodillas tocando mis rodillas. En un segundo le examiné de pies a cabeza y reconocí las facciones cuya descripción había leído. No podía ser otro: hasta los más insignificantes detalles de su vestido indicaban claramente que era él. Reconocí la tez morena y lustrosa, los cabellos indomables, cuyas mechas surgían en opuestas direcciones como las culebras de Medusa, los ojos hundidos bajo la espesura de unas agrestes cejas, las barbas, no menos revueltas e incultas que el pelo, los pies torcidos hacia dentro como los de los loros, y en fin, la misma mirada, el mismo hombre en el aspecto, en el traje, en el respirar, en el toser, hasta en el modo de meterse la mano en el bolsillo para pagar.
De pronto le vi sacar una cartera, y observé que este objeto tenía en la cubierta una gran M dorada, la inicial de su apellido. Abrióla, sacó una carta y miró el sobre con sonrisa de demonio, y hasta me pareció que decía entre dientes:
«¡Qué bien imitada está la letra!» En efecto, era una carta pequeña, con el sobre garabateado por mano femenina. Lo miró bien, recreándose en su infame obra, hasta que observó que yo con curiosidad indiscreta y descortés alargaba demasiado el rostro para leer el sobrescrito. Dirigióme una mirada que me hizo el efecto de un golpe, y guardó su cartera.
El coche seguía corriendo, y en el breve tiempo necesario para que yo leyera el trozo de novela, para que pensara un poco en tan extrañas cosas, para que viera al propio Mudarra, novelesco, inverosímil, convertido en ser vivo y compañero mío en aquel viaje, había dejado atrás la calle de Alcalá, atravesaba la Puerta del Sol y entraba triunfante en la calle Mayor, abriéndose paso por entre los demás coches, haciendo correr a los carromatos rezagados y perezosos, y ahuyentando a los peatones, que en el tumulto de la calle, y aturdidos por la confusión de tantos y tan diversos ruidos, no ven la mole que se les viene encima sino cuando ya la tienen a muy poca distancia.
Seguía yo contemplando aquel hombre como se contempla un objeto de cuya existencia real no estamos seguros, y no quité los ojos de su repugnante facha hasta que no le vi levantarse, mandar parar el coche y salir, perdiéndose luego entre el gentío de la calle.
Salieron y entraron varias personas y la decoración viviente del coche mudó por completo.
Cada vez era más viva la curiosidad que me inspiraba aquel suceso, que al principio podía considerar como forjado exclusivamente en mi cabeza por la coincidencia de varias sensaciones ocasionadas por la conversación o por la lectura, pero que al fin se me figuraba cosa cierta y de indudable realidad.
Cuando salió el hombre en quien creí ver el terrible mayordomo, quedéme pensando en el incidente de la carta y me lo expliqué a mi manera, no queriendo ser en tan delicada cuestión menos fecundo que el novelista, autor de lo que momentos antes había leído. Mudarra, pensé, deseoso de vengarse de la Condesa, ¡oh, infortunada señora! finge su letra y escribe una carta a cierto caballerito, con quien hubo esto y lo otro y lo de más allá. En la carta le da una cita en su propia casa; llega el joven a la hora indicada y poco después el marido, a quien se ha tenido cuidado de avisar, para que coja in fraganti a su desleal esposa: ¡oh admirable recurso del ingenio! Ésto, que en la vida tiene su pro y su contra, en una novela viene como anillo al dedo. La dama se desmaya, el amante se turba, el marido hace una atrocidad, y detrás de la cortina está el fatídico semblante del mayordomo que se goza en su endiablada venganza.
Lector yo de muchas y muy malas novelas, di aquel giro a la que insensiblemente iba desarrollándose en mi imaginación por las palabras de un amigo, la lectura de un trozo de papel y la vista de un desconocido.
Andando, andando seguía el coche y ya por causa del calor que allí dentro se sentía, ya porque el movimiento pausado y monótono del vehículo produce cierto mareo que degenera en sueño, lo cierto es que sentí pesados los párpados, me incliné del costado izquierdo, apoyando el codo en el paquete de libros, y cerré los ojos. En esta situación continué viendo la hilera de caras de ambos sexos que ante mí tenía, barbadas unas, limpias de pelo las otras, aquéllas riendo, éstas muy acartonadas y serias. Después me pareció que obedeciendo a la contracción de un músculo común, todas aquellas caras hacían muecas y guiños, abriendo y cerrando los ojos y las bocas, y mostrándome alternativamente una serie de dientes que variaban desde los más blancos hasta los más amarillos, afilados unos, romos y gastados los otros. Aquellas ocho narices erigidas bajo diez y seis ojos diversos en color y expresión, crecían o menguaban, variando de forma; las bocas se abrían en línea horizontal, produciendo mudas carcajadas, o se estiraban hacia adelante formando hocicos puntiagudos, parecidos al interesante rostro de cierto benemérito animal que tiene sobre sí el anatema de no poder ser nombrado.
Por detrás de aquellas ocho caras, cuyos horrendos visajes he descrito, y al través de las ventanillas del coche, yo veía la calle y las casas, los transeuntes, todo en veloz carrera, como si el tranvía anduviese con rapidez vertiginosa. Yo por lo menos creía que marchaban más aprisa que nuestros ferrocarriles, más que los franceses, más que los ingleses, más que los norteamericanos; corría con toda la velocidad que puede suponer la imaginación, tratándose de la traslación de lo sólido.
A medida que era más intenso aquel estado letargoso, se me figuraba que iban desapareciendo las casas, las calles, Madrid entero. Por un instante creí que el tranvía corría por lo más profundo de los mares: al través de los vidrios se veían los cuerpos de cetáceos enormes, los miembros pegajosos de una multitud de pólipos de diversos tamaños. Los peces chicos sacudían sus colas resbaladizas contra los cristales, algunos miraban adentro con sus grandes y dorados ojos. Crustáceos de forma desconocida, grandes moluscos, madréporas, esponjas y una multitud de bivalvos grandes y deformes cual nunca yo los había visto, pasaban sin cesar. El coche iba tirado por no sé qué especie de nadantes monstruos, cuyos remos, luchando con el agua, sonaban como las paletas de una hélice, tornillaban la masa líquida con su infinito voltear.
Esta visión se iba extinguiendo: después parecióme que el coche corría por los aires, volando en dirección fija y sin que lo agitaran los vientos. Al través de los cristales no se veía nada, más que espacio: las nubes nos envolvían a veces; una lluvia violenta y repentina tamborileaba en la imperial; de pronto salíamos al espacio puro inundado de sol, para volver de nuevo a penetrar en el vaporoso seno de celajes inmensos, ya rojos, ya amarillos, tan pronto de ópalo como de amatista, que iban quedándose atrás en nuestra marcha. Pasábamos luego por un sitio del espacio en que flotaban masas resplandecientes de un finísimo polvo de oro; más adelante, aquella polvareda que a mí se me antojaba producida por el movimiento de las ruedas triturando la luz, era de plata, después verde como harina de esmeraldas, y por último, roja como harina de rubíes. El coche iba arrastrado por algún volátil apocalíptico, más fuerte que el hipógrifo y más atrevido que el dragón; y el rumor de las ruedas y de la fuerza motriz recordaba el zumbido de las grandes aspas de un molino de viento, o más bien el de un abejorro del tamaño de un elefante. Volábamos por el espacio sin fin, sin llegar nunca; entretanto la tierra quedábase abajo, a muchas leguas de nuestros pies; y en la tierra, España, Madrid, el barrio de Salamanca, Cascajares, la Condesa, el Conde, Mudarra, el incógnito galán, todos ellos.
Pero no tardé en dormirme profundamente; y entonces el coche cesó de andar, cesó de volar, y desapareció para mí la sensación de que iba en tal coche, no quedando más que el ruido monótono y profundo de las ruedas, que no nos abandona jamás en nuestras pesadillas dentro de un tren o en el camarote de un vapor. Me dormí... ¡Oh infortunada Condesa! La vi tan clara como estoy viendo en este instante el papel en que escribo; la vi sentada junto a un velador, la mano en la mejilla, triste y meditabunda como una estatua de la melancolía. A sus pies estaba acurrucado un perrillo, que me pareció tan triste como su interesante ama.
Entonces pude examinar a mis anchas a la mujer que yo consideraba como la desventura en persona. Era de alta estatura, rubia, con grandes y expresivos ojos, nariz fina, y casi, casi grande, de forma muy correcta y perfectamente engendrada por las dos curvas de sus hermosas y arqueadas cejas. Estaba peinada sin afectación, y en esto, como en su traje, se comprendía que no pensaba salir aquella noche. ¡Tremenda, mil veces tremenda noche! Yo observaba con creciente ansiedad la hermosa figura que tanto deseaba conocer, y me pareció que podía leer sus ideas en aquella noble frente donde la costumbre de la reconcentración mental había trazado unas cuantas líneas imperceptibles, que el tiempo convertiría pronto en arrugas.
De repente se abre la puerta dando paso a un hombre. La Condesa dió un grito de sorpresa y se levantó muy agitada.
—¿Qué es esto?—dijo—Rafael. Usted... ¿Qué atrevimiento? ¿Cómo ha entrado usted aquí?
—Señora—contestó el que había entrado, joven de muy buen porte.—¿No me esperaba usted?—He recibido una carta suya...
—¡Una carta mía!—exclamó más agitada la Condesa.—Yo no he escrito carta ninguna. ¿Y para qué había de escribirla?
—Señora, vea usted—repuso el joven sacando la carta y mostrándosela;—es su letra, su misma letra.
—¡Dios mío! ¡Qué infernal maquinación!—dijo la dama con desesperación.—Yo no he escrito esa carta. Es un lazo que me tienden...
—Señora, cálmese usted... yo siento mucho...
—Sí; lo comprendo todo... Ese hombre infame... Ya sospecho cuál habrá sido su idea. Salga usted al instante... Pero ya es tarde; ya siento la voz de mi marido.
En efecto, una voz atronadora se sintió en la habitación inmediata, y al poco rato entró el Conde, que fingió sorpresa de ver al galán, y después, riendo con cierta afectación, le dijo:
—¡Oh! Rafael, usted por aquí... ¡Cuánto tiempo!... Venía usted a acompañar a Antonia... Con eso nos acompañará a tomar el te.
La Condesa y su esposo cambiaron una mirada siniestra. El joven, en su perplejidad, apenas acertó a devolver al Conde su saludo. Vi que entraron y salieron criados; vi que trajeron un servicio de te y desaparecieron después, dejando solos a los tres personajes. Iba a pasar algo terrible.
Sentáronse: la Condesa parecía difunta, el Conde afectaba una hilaridad aturdida, semejante a la embriaguez, y el joven callaba, contestándole sólo con monosílabos. Sirvió el te, y el Conde alargó a Rafael una de las tazas, no una cualquiera, sino una determinada. La Condesa miró aquella taza con tal expresión de espanto, que pareció echar en ella todo su espíritu. Bebieron en silencio, acompañando la poción con muchas variedades de las sabrosas pastas Huntley and Palmers, y otras menudencias propias de tal clase de cena. Después el Conde volvió a reir con la desaforada y ruidosa expansión que le era peculiar aquella noche, y dijo:
—¡Cómo nos aburrimos! Usted, Rafael, no dice una palabra. Antonia, toca algo. Hace tanto tiempo que no te oímos. Mira... aquella pieza de Gorstchack que se titula Morte... La tocabas admirablemente. Vamos, ponte al piano.
La Condesa quiso hablar; érale imposible articular palabra. El Conde la miró de tal modo, que la infeliz cedió ante la terrible expresión de sus ojos, como la paloma fascinada por el boa constrictor. Se levantó dirigiéndose al piano, y ya allí, el marido debió decirle algo que la aterró más, acabando de ponerla bajo su infernal dominio. Sonó el piano, heridas a la vez multitud de cuerdas, y corriendo de las graves a las agudas, las manos de la dama despertaron en un segundo los centenares de sonidos que dormían mudos en el fondo de la caja. Al principio era la música una confusa reunión de sones que aturdía en vez de agradar; pero luego serenóse aquella tempestad, y un canto fúnebre y temeroso como el Dies iræ surgió de tal desorden. Yo creía escuchar el son triste de un coro de cartujos, acompañado con el bronco mugido de los fagots. Sentíanse después ayes lastimeros como nos figuramos han de ser los que exhalan las ánimas, condenadas en el purgatorio a pedir incesantemente un perdón que ha de llegar muy tarde.
Volvían luego los arpegios prolongados y ruidosos, y las notas se encabritaban unas sobre otras como disputándose cuál ha de llegar primero. Se hacían y deshacían los acordes, como se forma y desbarata la espuma de las olas. La armonía fluctuaba y hervía en una marejada sin fin, alejándose hasta perderse, y volviendo más fuerte en grandes y atropellados remolinos.
Yo continuaba extasiado oyendo la música imponente y majestuosa; no podía ver el semblante de la Condesa, sentada de espaldas a mí; pero me la figuraba en tal estado de aturdimiento y pavor, que llegué a pensar que el piano se tocaba solo.
El joven estaba detrás de ella, el Conde a su derecha, apoyado en el piano. De vez en cuando levantaba ella la vista para mirarle; pero debía encontrar expresión muy horrenda en los ojos de su consorte, porque tornaba a bajar los suyos y seguía tocando. De repente el piano cesó de sonar y la Condesa dió un grito.
En aquel instante sentí un fortísimo golpe en un hombro, me sacudí violentamente y desperté.
En la agitación de mi sueño había cambiado de postura y me había dejado caer sobre la venerable inglesa que a mi lado iba.
—¡Aaah! usted... sleeping... molestar... mi—dijo con avinagrado mohín, mientras rechazaba mi paquete de libros que había caído sobre sus rodillas.
—Señora... es verdad... me dormí—contesté turbado al ver que todos los viajeros se reían de aquella escena.
—¡Oooh!... yo soy... going... to decir al coachman... usted molestar... mi... usted, caballero... very shocking—añadió la inglesa en su jerga ininteligible.—¡Oooh! usted creer... my body es... su cama for usted... to sleep. ¡Oooh! gentleman you are a stupid ass.
Al decir esto, la hija de la Gran Bretaña, que era de sí bastante amoratada, estaba lo mismo que un tomate. Creyérase que la sangre agolpada a sus carrillos y a su nariz a brotar iba por sus candentes poros. Me mostraba cuatro dientes puntiagudos y muy blancos, como si me quisiera roer. Le pedí mil perdones por mi sueño descortés, recogí mi paquete y pasé revista a las nuevas caras que dentro del coche había. Figúrate, ¡oh cachazudo y benévolo lector! ¡cuál sería mi sorpresa cuando vi frente a mí, ¿a quién creerás? Al joven de la escena soñada, al mismo don Rafael en persona. Me restregué los ojos para convencerme de que no dormía, y en efecto, despierto estaba y tan despierto como ahora.
Era él, el mismo, y conversaba con otro que a su lado iba. Puse atención y escuché con toda mi alma.
—¿Pero tú no sospechaste nada?—le decía el otro.
—Algo, sí; pero callé. Parecía difunta; tal era su terror. Su marido la mandó tocar el piano y ella no se atrevió a resistir. Tocó, como siempre, de una manera admirable, y oyéndola llegué a olvidarme de la peligrosa situación en que nos encontrábamos. A pesar de los esfuerzos que ella hacía para aparecer serena, llegó un momento en que le fué imposible fingir más. Sus brazos se aflojaron, y resbalando de las teclas echó la cabeza atrás y dió un grito. Entonces su marido sacó un puñal, y dando un paso hacia ella exclamó con furia: «Toca o te mato al instante.» Al ver esto hirvió mi sangre toda: quise echarme sobre aquel miserable; pero sentí en mi cuerpo una sensación que no puedo pintarte; creí que repentinamente se había encendido una hoguera en mi estómago; fuego corría por mis venas; las sienes me latieron, y caí al suelo sin sentido.
—Y antes, ¿no conociste los síntomas del envenenamiento?—le preguntó el otro.
—Notaba cierta desazón y sospeché vagamente, pero nada más. El veneno estaba bien preparado, porque hizo el efecto tarde y no me mató, aunque sí me ha dejado una enfermedad para toda la vida.
—Y después que perdiste el sentido, ¿qué pasó?
Rafael iba a contestar y yo le escuchaba como si de sus palabras pendiera un secreto de vida o muerte, cuando el coche paró.
—¡Ah! ya estamos en los Consejos: bajemos—dijo Rafael.
¡Qué contrariedad! Se marchaban, y yo no sabía el fin de la historia.
—Caballero, caballero, una palabra—dije al verlos salir.
El joven se detuvo y me miró.
—¿Y la Condesa? ¿Qué fué de esa señora?—pregunté con mucho afán.
Una carcajada general fué la única respuesta. Los dos jóvenes, riéndose también, salieron sin contestarme palabra. El único sér vivo que conservó su serenidad de esfinge en tan cómica escena fué la inglesa, que indignada de mis extravagancias, se volvió a los demás viajeros diciendo:
—¡Oooh! A lunatic fellow.
El coche seguía y a mí me abrasaba la curiosidad por saber qué había sido de la desdichada Condesa. ¿La mató su marido? Yo me hacía cargo de las intenciones de aquel malvado. Ansioso de gozarse en su venganza, como todas las almas crueles, quería que su mujer presenciase, sin dejar de tocar, la agonía de aquel incauto joven llevado allí por una vil celada de Mudarra.
Mas era imposible que la dama continuara haciendo desesperados esfuerzos por mantener su serenidad, sabiendo que Rafael había bebido el veneno. ¡Trágica y espeluznante escena!—pensaba yo, más convencido cada vez de la realidad de aquel suceso—¡y luego dirán que estas cosas sólo se ven en las novelas!
Al pasar por delante de Palacio el coche se detuvo, y entró una mujer que traía un perrillo en sus brazos. Al instante reconocí al perro que había visto recostado a los pies de la Condesa; era el mismo, la misma lana blanca y fina, la misma mancha negra en una de sus orejas. La suerte quiso que aquella mujer se sentara a mi lado. No pudiendo yo resistir la curiosidad, le pregunté:
—¿Es de usted ese perro tan bonito?
—¿Pues de quién ha de ser? ¿Le gusta a usted?
Cogí una de las orejas del inteligente animal para hacerle una caricia; pero él, insensible a mis demostraciones de cariño, ladró, dió un salto y puso sus patas sobre las rodillas de la inglesa, que me volvió a enseñar sus dos dientes como queriéndome roer, y exclamó:
—¡Ooooh! usted... unsupportable.
—¿Y dónde ha adquirido usted ese perro?—pregunté sin hacer caso de la nueva explosión colérica de la mujer británica.—¿Se puede saber?
—Era de mi señorita.
—¿Y qué fué de su señorita?—dije con la mayor ansiedad.
—¡Ah! ¿Usted la conocía?—repuso la mujer.—Era muy buena, ¿verdá usté?
—¡Oh! excelente... Pero ¿podría yo saber en qué paró todo aquello?
—De modo que usted está enterado, usted tiene noticias...
—Sí, señora... He sabido todo lo que ha pasado, hasta aquello del te... pues. Y diga usted, ¿murió la señora?
—¡Ah! Sí, señor: está en la gloria.
—¿Y cómo fué eso? La asesinaron, o fué a consecuencia del susto.
—¡Qué asesinato, ni qué susto!—dijo con expresión burlona.—Usted no está enterado. Fué que aquella noche había comido no sé qué, pues... y le hizo daño... Le dió un desmayo que le duró hasta el amanecer.
—Bah—pensé yo—ésta no sabe una palabra del incidente del piano y del veneno, o no quiere darse por entendida.
Después dije en alta voz:
—¿Con que fué de indigestión?
—Sí, señor. Yo le había dicho aquella noche: «Señora: no coma usted esos mariscos»; pero no me hizo caso.
—Con que mariscos, ¿eh?—dije con incredulidad.—Si sabré yo lo que ha ocurrido.
—¿No lo cree usted?
—Sí... sí—repuse aparentando creerlo.—¿Y el Conde, su marido, el que sacó el puñal cuando tocaba el piano?
La mujer me miró un instante y después soltó la risa en mis propias barbas.
—¿Se ríe usted...? ¡Bah! ¿Piensa usted que no estoy perfectamente enterado? Ya comprendo; usted no quiere contar los hechos como realmente son. Ya se ve: como habrá causa criminal...
—Es que ha hablado usted de un conde y de una condesa.
—¿No era el ama de ese perro la señora Condesa, a quien el mayordomo Mudarra...
La mujer volvió a soltar la risa con tal estrépito, que me desconcerté, diciendo para mi capote: Esta debe de ser cómplice de Mudarra, y, naturalmente, ocultará todo lo que pueda.
—Usted está loco—añadió la desconocida.
—Lunatic, lunatic. M... suffocated... ¡Oooh! ¡my Godi!
—Si lo sé todo; vamos, no me lo oculte usted. Dígame de qué murió la señora Condesa.
—¡Qué condesa ni qué ocho cuartos, hombre de Dios!—exclamó la mujer, riendo con más fuerza.
—¡Si cree usted que me engaña a mí con sus risitas!—contesté.—La Condesa ha muerto envenenada o asesinada; no me queda la menor duda.
En esto llegó el coche al barrio de Pozas y yo al término de mi viaje. Salimos todos: la inglesa me echó una mirada que indicaba su regocijo por verse libre de mí, y cada cual se dirigió a su destino. Yo seguí a la mujer del perro, aturdiéndola con preguntas, hasta que se metió en su casa, riendo siempre de mi empeño en averiguar vidas ajenas. Al verme solo en la calle recordé el objeto de mi viaje y me dirigí a la casa donde debía entregar aquellos libros. Devolvílos a la persona que me los había pedido para leerlos, y me puse a pasear frente al Buen Suceso, esperando a que saliese de nuevo el coche para regresar al extremo de Madrid.
No podía apartar de la imaginación a la infortunada Condesa, y cada vez me confirmaba más en mi idea de que la mujer con quien últimamente hablé había querido engañarme, ocultando la verdad de la misteriosa tragedia.
Esperé mucho tiempo, y al fin, anocheciendo ya, el coche se dispuso a partir. Entré, y lo primero que mis ojos vieron fué la señora inglesa sentadita donde antes estaba. Cuando me vió subir y tomar sitio a su lado, la expresión de su rostro no es definible; se puso otra vez como la grana, exclamando:
—¡Ooooh!... usted... mi quejarse al coachman... usted reventar mi fort it.
Tan preocupado estaba yo con mis confusiones, que sin hacerme cargo de lo que la inglesa me decía en su híbrido y trabajoso lenguaje, le contesté:
—Señora, no hay duda de que la Condesa murió envenenada o asesinada. Usted no tiene idea de la ferocidad de aquel hombre.
Seguía el coche, y de trecho en trecho deteníase para recoger pasajeros. Cerca del Palacio real entraron tres, tomando asiento enfrente de mí. Uno de ellos era un hombre alto, seco y huesudo, con muy severos ojos y un hablar campanudo que imponía respeto.
No hacía diez minutos que estaban allí, cuando este hombre se volvió a los otros dos y dijo:
—¡Pobrecilla! ¡Cómo clamaba en sus últimos instantes! La bala le entró por encima de la clavícula derecha y después bajó hasta el corazón.
—¿Cómo?—exclamé yo repentinamente.—¿Conque fué de un tiro? ¿No murió de una puñalada?
Los tres se miraron con sorpresa.
—De un tiro, sí, señor—dijo con cierto desabrimiento el alto, seco y huesoso.
—Y aquella mujer sostenía que había muerto de una indigestión—dije, interesándome más cada vez en aquel asunto.—Cuente usted, ¿y cómo fué?
—¿Y a usted qué le importa?—dijo el otro, con muy avinagrado gesto.
—Tengo mucho interés por conocer el fin de esa horrorosa tragedia. ¿No es verdad que parece cosa de novela?
—¿Qué novela ni que niño muerto? Usted está loco o quiere burlarse de nosotros.
—Caballerito, cuidado con las bromas—añadió el alto y seco.
—¿Creen ustedes que no estoy enterado? Lo sé todo, he presenciado varias escenas de ese horrendo crimen. Pero dicen ustedes que la Condesa murió de un pistoletazo.
—¡Válgame Dios! Nosotros no hemos hablado de Condesa, sino de mi perra, a quien cazando, disparamos inadvertidamente un tiro. Si usted quiere bromear, puede buscarme en otro sitio, y ya le contestaré como merece.
—Ya, ya comprendo: ahora hay empeño en ocultar la verdad—manifesté, juzgando que aquellos hombres querían desorientarme en mis pesquisas, convirtiendo en perra a la desdichada señora.
Ya preparaba el otro su contestación, sin duda más enérgica de lo que el caso requería, cuando la inglesa se llevó el dedo a la sien, como para indicarles que yo no regía bien de la cabeza. Calmáronse con esto, y no dijeron una palabra más en todo el viaje, que terminó para ellos en la Puerta del Sol. Sin duda me habían tenido miedo.
Yo continuaba tan dominado por aquella idea, que en vano quería serenar mi espíritu, razonando los verdaderos términos de tan embrollada cuestión. Pero cada vez eran mayores mis confusiones, y la imagen de la pobre señora no se apartaba de mi pensamiento. En todos los semblantes que iban sucediéndose dentro del coche, creía ver algo que contribuyera a explicar el enigma. Sentía yo una sobrexcitación cerebral espantosa, y sin duda el trastorno interior debía pintarse en mi rostro, porque todos me miraban como se mira lo que no se ve todos los días.
Aun faltaba algún incidente que había de turbar más mi cabeza en aquel viaje fatal. Al pasar por la calle de Alcalá, entró un caballero con su señora: él quedó junto a mí. Era un hombre que parecía afectado de fuerte y reciente impresión, y hasta creí que alguna vez se llevó el pañuelo a los ojos para enjugar las invisibles lágrimas, que sin duda corrían bajo el cristal verde obscuro de sus descomunales antiparras.
Al poco rato de estar allí dijo en voz baja a la que parecía ser su mujer:
Pues hay sospechas de envenenamiento: no lo dudes. Me lo acaba de decir don Mateo. ¡Desdichada mujer!
—¡Qué horror! Ya me lo he figurado también—contestó su consorte. De tales cafres ¿qué se podía esperar?
—Juro no dejar piedra sobre piedra hasta averiguarlo.
Yo, que era todo oídos, dije también en voz baja:
—Sí, señor; hubo envenenamiento. Me consta.
—¿Cómo, usted sabe? ¿Usted también la conocía?—dijo vivamente el de las antiparras verdes, volviéndose hacia mí.
—Sí, señor; y no dudo que la muerte ha sido violenta, por más que quieran hacernos creer que fué indigestión.
—Lo mismo afirmo yo. ¡Qué excelente mujer! ¿Pero cómo sabe usted...?
—Lo sé, lo sé—repuse muy satisfecho de que aquel no me tuviera por loco.
—Luego usted irá a declarar al Juzgado; porque ya se está formando la sumaria.
—Me alegro, para que castiguen a esos bribones. Iré a declarar, iré a declarar, sí, señor.
A tal extremo había llegado mi obcecación, que concluí por penetrarme de aquel suceso, mitad soñado, mitad leído, y lo creí como ahora creo que es pluma esto con que escribo.
—Pues sí, señor; es preciso aclarar este enigma para que se castigue a los autores del crimen. Yo declararé. Fué envenenada con una taza de te, lo mismo que el joven.
—Oye, Petronila—dijo a su esposa el de las antiparras—; con una taza de te.
—Sí, estoy asombrada—contestó la señora.—¡Cuidado con lo que fueron a inventar esos malditos!
-Sí, señor; con una taza de te.
—La Condesa tocaba el piano.
—¿Qué Condesa?—preguntó aquel hombre, interrumpiéndome.
—La Condesa, la envenenada.
—Si no se trata de ninguna Condesa, hombre de Dios.
—Vamos; usted también es de los empeñados en ocultarlo.
—Bah, bah; si en esto no ha habido ninguna condesa ni duquesa, sino simplemente la lavandera de mi casa, mujer del guardaagujas del Norte.
—¿Lavandera, eh?—dije en tono de picardía.—¡Si también me querrá usted hacer tragar que es lavandera!
El caballero y su esposa me miraron con expresión burlona, y después se dijeron en voz baja algunas palabras. Por un gesto que vi hacer a la señora comprendí que había adquirido el profundo convencimiento de que yo estaba borracho. Llenéme de resignación ante tal ofensa, y callé, contentándome con despreciar en silencio, cual conviene a las grandes almas, tan irreverente suposición. Cada vez era mayor mi zozobra; la Condesa no se apartaba ni un instante de mi pensamiento, y había llegado a interesarme tanto por su siniestro fin, como si todo ello no fuera elaboración enfermiza de mi propia fantasía, impresionada por sucesivas visiones y diálogos. En fin, para que se comprenda a qué extremo llegó mi locura, voy a referir el último incidente de aquel viaje; voy a decir con qué extravagancia puse término al doloroso pugilato de mi entendimiento, empeñado en fuerte lucha con un ejército de sombras.
Entraba el coche por la calle de Serrano, cuando por la ventanilla que frente a mí tenía, miré a la calle, débilmente iluminada por la escasa luz de los faroles, y vi pasar a un hombre. Di un grito de sorpresa, y exclamé desatinado:—Ahí va, es él, el feroz Mudarra, el autor principal de tantas infamias.—Mandé parar el coche, y salí, mejor dicho, salté a la puerta, tropezando con los pies y las piernas de los viajeros; bajé a la calle y corrí tras aquel hombre, gritando:—¡A ese, a ese, al asesino!
Júzguese cuál sería el efecto producido por estas voces en el pacífico barrio.
Aquel sujeto, el mismo exactamente que yo había visto en el coche por la tarde, fué detenido. Yo no cesaba de gritar:—¡Es el que preparó el veneno para la Condesa, el que asesinó a la Condesa!
Hubo un momento de indescriptible confusión. Afirmó él que yo estaba loco; pero que quieras que no, los dos fuimos conducidos a la prevención. Después perdí por completo la noción de lo que pasaba. No recuerdo lo que hice aquella noche en el sitio donde me encerraron. El recuerdo más vivo que conservo de tan curioso lance fué el de haber despertado del profundo letargo en que caí, verdadera borrachera moral, producida, no sé por qué, por uno de los pasajeros fenómenos de enajenación que la ciencia estudia con gran cuidado como precursores de la locura definitiva.
Como es de suponer, el suceso no tuvo consecuencias, porque el antipático personaje que bauticé con el nombre de Mudarra, es un honrado comerciante de ultramarinos que jamás había envenenado a condesa alguna. Pero aun por mucho tiempo después persistía yo en mi engaño, y solía exclamar:—«Infortunada condesa; por más que digan, yo siempre sigo en mis trece. Nadie me persuadirá de que no acabaste tus días a mano de tu iracundo esposo...»
Ha sido preciso que transcurran meses para que las sombras vuelvan al ignorado sitio de donde surgieron volviéndome loco, y torne la realidad a dominar en mi cabeza. Me río siempre que recuerdo aquel viaje, y toda la consideración que antes me inspiraba la soñada víctima la dedico ahora, ¿a quién creeréis? A mi compañera de viaje en aquella angustiosa expedición, a la irascible inglesa, a quien disloqué un pie en el momento de salir atropelladamente del coche para perseguir al supuesto mayordomo.
EL CRIADO DE DON JUAN
DRAMA EN UN ACTO
PERSONAJES
LA DUQUESA ISABELA—CELIA—DON JUAN
TENORIO—LEONELO—FABIO
EN ITALIA—SIGLO XV
ACTO UNICO
Calle. A un lado la fachada de un palacio señorial.
ESCENA PRIMERA
FABIO Y LEONELO (Fabio se pasea por delante del palacio, embozado hasta los ojos en una capa roja.)
LEONELO (saliendo.)
FABIO
No es Don Juan.
LEONELO
¡Fabio!
FABIO
A tiempo llegas. Desde esta mañana sin probar bocado... ¿Cómo tardaste tanto?
LEONELO
Media ciudad he corrido trayendo y llevando cartas... ¿Pero Don Juan?...
FABIO
La ciudad, toda, que no media, correrá de seguro llevando y trayendo su persona. ¡En mal hora entramos a su servicio!
LEONELO
¿Y qué haces aquí disfrazado de esa suerte?
FABIO
Representar lo mejor que puedo a nuestro Don Juan, suspirando ante las rejas de la duquesa Isabel.
LEONELO
Nuestro Don Juan está loco de vanidad. La duquesa Isabel es una dama virtuosa y no cederá por más que él se obstine.
FABIO
Ha jurado no apartarse ni de día ni de noche de este sitio, hasta que ella consienta en oirle... y ya ves cómo cumple su juramento.
LEONELO
¡Con una farsa indigna de un caballero! Mucho es que los servidores de la duquesa no te han echado a palos de la calle.
FABIO
No tardarán en ello. Por eso te aguardaba impaciente. Don Juan ha ordenado que apenas llegaras ocupases mi puesto... el suyo quiero decir. Demos la vuelta a la esquina por si nos observan desde el palacio, y tomarás la capa y demás señales, que han de presentarte hasta la hora de la paliza prometida... como al propio Don Juan.
LEONELO
¡Dura servidumbre!
FABIO
¡Dura como la necesidad! De tal madre, tal hija. (Salen.)
CUADRO SEGUNDO
ESCENA II
Sala en el palacio de la duquesa Isabela.
LA DUQUESA Y CELIA
CELIA (Mirando por una ventana.)
¡Es increíble, señora! Dos días con dos noches lleva ese caballero delante de nuestras ventanas.
DUQUESA
¡Necio alarde! Si a tales medios debe su fama de seductor, a costa de mujeres bien fáciles habrá sido lograda... ¿Y ese es Don Juan, el que cuenta sus conquistas amorosas por los días del año? Allá en su tierra, en esa España feroz, de moros, de judíos y de fanáticos cristianos, de sangre impura abrasada por tentaciones infernales, entre devociones supersticiosas y severidad hipócrita, podrá parecer terrible como demonio tentador. Las italianas no tememos al diablo. Los príncipes de la Iglesia romana nos envían de continuo indulgencias rimadas en dulces sonetos a lo Petrarca.
CELIA
Pero confesad que el caballero es obstinado... y fuerte.
DUQUESA
Es preciso terminar de una vez. No quiero ser fábula de la ciudad. Lleva recado a ese caballero, de que las puertas de mi palacio y de mi estancia están francas para él. Aquí le aguardo, sola... La duquesa Isabela no ha nacido para figurar como un número en la lista de Don Juan.
CELIA
Señora, ved...
DUQUESA
Conduce a Don Juan hasta aquí. No tardes. (Sale Celia.)
ESCENA III
LA DUQUESA Y DESPUES LEONELO.
(La duquesa se sienta y espera con altivez la entrada de Don Juan.)
LEONELO
¡Señora!
DUQUESA
¿Quién? ¿No es Don Juan?... ¿No érais vos el que rondaba mi palacio?
LEONELO
DUQUESA
Dos días con dos noches.
LEONELO
Algunas horas del día y algunas de noche.
DUQUESA
¡Ah! ¡Extremada burla! ¿Sois uno de los rufianes que acompañan a Don Juan?
LEONELO
Soy criado suyo, señora. Le sirvo a mi pesar.
DUQUESA
Mal empleáis vuestra juventud.
LEONELO
¡Dichosos los que pueden seguir en la vida la senda de sus sueños!
DUQUESA
Camino muy bajo habéis emprendido. Salid.
LEONELO
¿Sin mensaje alguno de vuestra parte para Don Juan?
DUQUESA
¡Insolente!
LEONELO
Supuesto que le habéis llamado...
DUQUESA
Sí, le llamé para que por vez primera en su vida se hallare frente a frente de una mujer honrada, para que nunca pudiera decir que una dama como yo no tuvo más defensa contra él que evitar su vista.
LEONELO
Así, como a vos ahora, oí a muchas mujeres responder a Don Juan, y muchas le desafiaron como a vos y muchas como vos le recibieron altivas...
DUQUESA
¿Y Don Juan no escarmienta?
DUQUESA
¡Y no escarmientan las mujeres! La muerte, el remordimiento, la desolación son horribles y no pueden enamorarnos, pero las precede un mensajero seductor, hermoso, juvenil... el peligro, eterno enamorador de las mujeres... Evitad el peligro, creedme; no oigáis a Don Juan...
DUQUESA
Me confundís con el vulgo de las mujeres. No en vano andáis al servicio de ese caballero de fortuna.
LEONELO
No en vano llevo mi alma entristecida por tantas almas de nobles criaturas amantes de Don Juan. ¡Cuánto lloré por ellas! Mi corazón fué recogiendo los amores destrozados en su locura por mi señor y en mis sueños terminaron felices tantos amores de muerte y de llanto... ¡Un solo amor de Don Juan hubiera sido la eterna ventura de mi vida!... ¡Todo mi amor inmenso no hubiera bastado a consolar a una sola de sus enamoradas!... ¡Riquísimo caudal de amor derrochado por Don Juan, junto a mí, pobre mendigo de amor!...
DUQUESA
¿Sois poeta? Sólo un poeta se acomoda a vivir como vos, con el pensamiento y la conciencia en desacuerdo.
LEONELO
Sabéis de los poetas, señora; no sabéis de los necesitados...
DUQUESA
Sé... que no me pesa del engaño de Don Juan... al oíros... Ya me interesa saber de vuestra vida... Decidme qué os trajo a tan dura necesidad... No habrá peligro en escucharos como en escuchar a Don Juan... aunque seáis mensajero suyo, como vos decís que el peligro es mensajero de la muerte... Hablad sin temor.
LEONELO
¡Señora!
ESCENA IV
DICHOS, DON JUAN (con la espada desenvainada, entra con violencia.)
DUQUESA
¿Cómo llegáis hasta mí de esa manera? ¿Y mi gente?... ¡Hola!
DON JUAN
Perdonad. Pero comprenderéis que no he de permitir que mi criado me sustituya tanto tiempo.
DUQUESA
DON JUAN
No podéis apreciarlo todavía.
DUQUESA
¡Oh! ¡Basta ya!... (A Leonelo.) ¿No dices que la necesidad te llevó al indigno oficio de servir a este hombre? ¿Te pesa la servidumbre? ¿Ves cómo insultan a una dama en tu presencia y eres bien nacido? Ya eres libre... y rico...
DON JUAN
¿Le tomáis a vuestro servicio?
DUQUESA
Quiero humillaros cuanto pueda... (A Leonelo.) Mi amor, imposible para Don Juan; mi amor es tuyo si sabes merecerlo...
LEONELO
¡Vuestro amor!
DON JUAN
A mí te iguala. Eres noble por él.
LEONELO
¡Señora!
DUQUESA
¡Fuera la espada! Mi amor es tuyo... Lucha sin miedo. (Don Juan y Leonelo combaten. Cae muerto Leonelo.)
LEONELO
¡Ay de mí!
DUQUESA
¡Dios mío!
DON JUAN
¡Noble señora! Ved lo que cuesta una porfía...
DUQUESA
¡Muerto! Por mí... ¡Favor!... ¡Dejadme salir! Tengo miedo, mucho miedo...
DON JUAN
DUQUESA
Se agolpa la gente ante las ventanas... ¡Una muerte en mi casa!
DON JUAN
¡No tembléis! Pasaron, oyeron ruido y se detuvieron... A mi cargo corre sacar de aquí el cadáver sin que nadie sospeche...
DUQUESA
¡Oh! Sí, salvad mi honor... ¡Si supieran!
DON JUAN
No saldré de aquí sin dejaros tranquila...
DUQUESA
¡Oh! No puedo miraros, me dáis espanto. ¡Dejadme salir!
DON JUAN
No, aquí a mi lado... Yo también tengo miedo... de no veros... Por vos he dado muerte a un desdichado... No me dejéis o saldré de aquí para siempre y suceda lo que suceda... vos explicaréis como podáis el lance...
DUQUESA
¡Oh, no me dejéis! Pero lejos de mí, no habléis, no os acerquéis a mí... (Queda en el mayor abatimiento.)
DON JUAN (contemplándola aparte.)
¡Es mía! ¡Una más!... (Contemplando el cadáver de Leonelo.) ¡Pobre Leonelo!
VIERNES SANTO
Fué el cura de Naya hombre comunicativo, afable y de entrañas excelentes, quien me refirió el atroz sucedido, o, por mejor decir, la cadena de sucedidos atroces, que apenas creería yo a no coincidir y explicarse perfectamente por el relato del párroco las veladas indicaciones de la prensa y los rumores difundidos en el país. Respetaré la forma de la narración, sintiendo no poder reproducir la expresión de la fisonomía ingenua y jovial del que narraba.
«Ya sabe usted—dijo—que, así como en Andalucía crece la flor de la canela, en este rincón de Galicia podemos alabarnos de cultivar la flor de los caciques. No sé cómo serán los de otras partes; pero vamos, que los de por acá son de patente. Bien se acordará usted de aquel Trampeta y aquel Barbacana, que traían a Cebre convertido en un infierno. Trampeta ahora dice que se quiere meter en pocos belenes, porque ya no lo ahorcan por treinta mil duros; y Barbacana, que está que no puede con los calzones, como se la tenían jurada unos cuantos y salvó milagrosamente de dos o tres asechanzas, al fin ha determinado irse a pasar la vejez a Pontevedra, porque desea morir en su cama, según conviene a los hombres honrados y a los cristianos viejos como él. ¡Ja, ja...!
Faltando o poco menos esos dos pejes, quedó el país en manos de otro, que usted bien habrá oído de él: Lobeiro, que en confianza le llamábamos Lobo, y ¡a fe que le caía! Yo, si usted me pregunta cómo consiguió Lobeiro apoderarse de esta región y tenerla así, en un puño, que ni la hierba crecía sin su permiso, le contestaré que no lo entiendo; porque me parece increíble que en nuestro siglo y cuando tanto cantan libertad, se pueda vivir más sujeto a un señor que en tiempos del conde Pedro Madruga. No, y no hay que echar baladronadas: yo era el primerito que agachaba las orejas y callaba como un raposo. Uno estima la piel, y aun más que la piel, la tranquilidad, si a mano viene.
A veces me ponía a discurrir, y decía para mi sotana: este rayo de hombre, ¿en qué consiste que se nos ha montado a todos encima, y por fuerza hemos de vivir súbditos de él, haciendo cuanto se le antoja, pidiéndole permiso hasta para respirar? ¿Quién le instituyó dueño de nuestras vidas y haciendas? ¿No hay leyes? ¿No hay Tribunales de justicia?—Pero mire usted: todo eso de leyes es nada más que conversación. Los magistrados están lejos y el cacique cerca. El Gobierno necesita tener asegurada la mecánica de las elecciones, y al que le amasa los votos le entrega desde Madrid la comarca en feudo. A los señores que se pasean allá por el Prado y por la Castellana, sin cuidado les tiene que aquí nos am... ¡Ay! Tente, lengua, que ya iba a soltar un disparate.
Pues volviendo al caso, Lobeiro, así para el trato de la conversación, ya era un hombre antipático, de pocas palabras, que cuando se veía comprometido, se reía regañando los dientes, muy callado, mirando de través. No se fíe usted nunca del que no ríe franco ni mira derecho: muy mala señal. La cara suya parecía el Pico Medelo, que siempre anda embozado en brétemas. Lo único a que ponía un semblante como las demás personas, era a su chiquilla, su hija única, que por cierto no se ha visto cosa más linda en todo este país. La madre fué en tiempos una buena moza; pero la rapaza... ¡qué comparación! Un pelo como el oro, un cutis que parecía raso, un par de ojos azules como dos estrellas... ¡Micaeliña! ¡Lo que corrí con ella el día del patrón de Boán! Porque a la criatura la rebosaba la alegría, y Lobeiro, al oirla reir, cambiaba de aspecto: se volvía otro hombre.
Sólo que, por desgracia, esta influencia no pasaba de los momentos en que tenía cerca a la criatura. El resto del año, Lobeiro se dedicaba a perseguir al uno, empapelar al otro, sacarle el redaño a éste y echar a presidio a aquél. ¿Usted no ha leído el Catecismo del labriego, compuesto por el tío Marcos da Portela, doctor en teología campestre? Pues el tipo del secretario que allí pinta, el de Lobeiro clavadito: criado para infernar la vida del labriego infeliz, llenarlo de vejaciones y disputarle la triste corteza de pan, amasada con su sudor, único alimento de que dispone para llevar a la boca. Y repare usted lo que sucedía con Lobeiro; hoy hace una picardía, y le obedecen como uno; mañana hace diez, y ya le rinden acatamiento como diez; al otro día un millón, y como un millón se impone. Empezara por chanchullos pequeñitos, de esos que se hacen en el Ayuntamiento a mansalva; trabucos de cuentas, recargos de contribución, repartos ad líbitum, y lo demás de rúbrica. Poco a poco, la gente aguantando y él apretando más, llega el caso de que me encuentro yo a un infeliz aldeano en un camino hondo, llevando de la cuerda su mejor ternero.—Andrés, ¿adónde vas con el cuxo? Feria hoy no la hay.—¿Qué feria, ni feria, señor abad?—¿Pues entónces—señor abad, por el alma de quien le parió no diga nada. Es para ese condenado de Lobeiro, que me lo mandó a pedir, y si no lo entrego me arruina, acaba conmigo, y hasta muero avergonzado en la cárcel.—Y el pobre hombre, cuando me lo decía, tenía los ojos como dos tomates, encarnizados de llorar. ¡Ya comprende usted lo que es para el labriego su ganado! Dar aquel ternero, era en plata dar las telas del corazón.
Sólo una cosa estaba segura con Lobeiro: la honra de las mujeres: y no por virtud, sino porque no cojeaba de ese pie. Algunos de sus satélites, en cambio, bien se desquitaban. ¿Que si tenía satélites? ¡Madre querida! Una hueste organizada en toda regla. Usted no dejará de recordar que cuando apareció en un monte el mayordomo del marqués de Ulloa, hace ya algunos años, seco de un tiro, todo el mundo dijo que lo había mandado matar el cacique Barbacana, y que el instrumento fuera un bandido llamado el Tuerto de Castrodorna, que lo más del tiempo se lo pasaba en Portugal huyendo de la justicia. Pues esa joya la heredó Lobeiro, sólo que mejoró el procedimiento de Barbacana, y en vez de un forajido solo, reclutó una cuadrilla perfectamente organizada, con su santo y seña, sus consignas, su secreto, sus estratagemas y su táctica, para verificar sus sorpresas de un modo expeditivo y seguro. Nosotros teníamos esperanzas de que, al acabarse las trifulcas revolucionarias y las guerras civiles, mejoraría el estado del país y se afianzaría la seguridad personal. ¡Busca seguridad! ¡Busca mejoras! Lo mismo o peor anduvieron las cosas desde la restauración de Alfonso, y si me apuran, digo que la Regencia vino a darnos el cachete. Antes, unos gritaban: ¡Viva esto! los otros: ¡Viva aquéllo! que república, que don Carlos... Eran ideas generales, y parece que se tomaban con menos saña entre unos y otros. Hoy estamos a quién gana las elecciones, a quién se hace árbitro de esta tierra... y todos los medios son buenos, y caiga el que cayere. Total, como decimos aquí: salgo de un soto y métome en otro... pero más obscuro.
Como íbamos contando, la pandilla de Lobeiro empezó a ser el terror del país. Tan pronto veíamos llamas... ¿qué ocurre? Pues que le queman el pajar, y el alpendre, y el hórreo, y la casa misma al Antón de Morlás o al Guillermo de la Fontela. Tan pronto aparece derrengado, molido a palos, uno que no se quiso someter a Lobeiro en esto o en lo de más allá... y cuando le preguntan quién le puso así, responde una mentira: que rodó de un vallado o se cayó de una higuera cogiendo higos... señal de que si revela la verdad, sentenciado está a pena más grave. Por último, un día se nota la desaparición de cierto sujeto, un tal Castañeda, alguacil; ni visto ni oído, como si se evaporase. La voz pública (muy bajito) susurra que ese hombre le estorbaba a Lobeiro o se le había opuesto en un amaño muy gordo. Se espera una semana, dos, tres, que parezca el cadáver, o el vivo, si vivo está aún; nada. La viuda hace registrar el Avieiro, incluso el pozo grande; mira debajo de los puentes, recorre los montes... Ni rastro. Igual que si se lo hubiese tragado la tierra. Y probablemente así sería. ¡Un hoyo es tan fácil de abrir!
Este Castañeda tenía un sobrino, muchacho templado, como que allá en sus mocedades proyectara dedicarse a la carrera militar, y luego, por no separarse de su madre, que ya iba vieja, y de una hermana jovencita, prefirió quedarse en el país y vivir cuidando unos bienecillos que le correspondían de su hijuela, y de los de la hermana y la madre. El era un medio señor y medio labrador, y en el país, como todo el mundo tiene su apodo, le conocían por el de Cristo. ¿Dice usted que un novelista de Francia llama así a uno de sus personajes? Pues mire, ese de fijo lo inventará: yo no; tan cierto es, como que usted está ahí sentada y yo refiriéndole este caso. En el apodo—atienda usted bien—está mucha parte del intríngulis de mi historia. ¿Que por qué le pusieron ese alias? No lo sé a derechas; creo que por parecerse a un Cristo muy grande y muy devoto que se venera en el santuario de Boán.
De modo que el bueno de Cristo, no bien supo la desaparición de su tío Castañeda, no se calló como los demás, como la misma infeliz viuda, que temblaba que después de suprimirle al marido le pegasen fuego a la casita y la echasen en sus últimos años a pedir limosna. En las ferias y en las romerías, en el atrio de la iglesia y en la botica de Cebre, el muchacho alzó la voz cuanto pudo, clamando contra la tiranía de Lobeiro y diciendo que el país tenía que hacer un ejemplo con él; cazarlo lo mismo que a un lobo para que escarmentasen los lobos que se estaban criando en la madriguera, dispuestos a devorarnos. Decía que estas cosas no suceden sino en el país que las sufre; que donde los hombres tienen bragas, no se conciben ciertos abusos; que en Aragón o Castilla ya le habrían ajustado a Lobeiro la cuenta con el trabuco o la navaja; que si el cacique se le ponía delante, él, aunque se perdiese y dejase desamparadas madre y hermanita, era capaz de arrancarle los dientes a la fiera. Al pronto le oían asustados; pero como todo se pega, y el valor y el miedo, en particular, son contagiosos lo mismo que el cólera, iba formándose alrededor de Cristo un núcleo de gente que le daba la razón, diciendo que por todos los medios había que descartarse de Lobeiro y conjurar aquella plaga. Los gallegos no somos cobardes, ¡quiá! Lo que nos falta a veces es la iniciativa del valor. Necesitamos uno que empiece, y ¡zás! allá seguimos de reata. Cristo iba sumando voluntades, y conforme pasaba tiempo y veían que de hablar así no se le originaba perjuicio alguno, la algarada crecía, y el cacique, intimidado, en nuestro concepto, por haber encontrado al fin quien le presentase la cara, andaba mansito y derecho; como que pasaron más de tres meses sin sabérsele ninguna fechoría mayor.
El día de la feria grande de Arnedo, que es allá por el mes de Abril, en Pascua, volvía yo a mi parroquia, después de pasar el rato bebiendo un poco de Tostado y comiendo unas rosquillas, cuando a poca distancia del pueblo empareja con mi mula la yegüecilla de Ramón Limioso (usted le conoce); el señorito del Pazo, un caballero cumplidísimo, y me pregunta lo mismito que yo le pregunto a usted:—Y Cristo, ¿le ha visto usted en la feria?—¿Cristo? No. No lo encontré... por ninguna parte.—¿Tampoco en el mesón?—Tampoco.—¿A qué horas vino usted?—Tempranito: a las siete ya andaba yo en Arnedo.—¿Sabe que me choca?—¿Y por qué ha de chocarle?—Porque estábamos citados: él quería deshacerse de su jaco, y yo le vendía mi toro, o se lo cambalachaba; según.—¡Bah! Cristo es un rapaz todavía; aún no cumplió los treinta... ¡sabe Dios por dónde anda a estas horas!—No, Eugenio; pues yo le digo que me choca; que me escama.—Aun vendrá, hombre. Son las tres, y hasta las seis o siete de la tarde no se deshace la feria.
Ramón Limioso meneó la cabeza, y volvió grupas hacia Arnedo. Ni me acordé más del asunto, hasta que a las veinticuatro horas me llegó el primer rum rum de la desaparición de Cristo. El mismo misterio que en lo de su tío Castañeda; ni rastro del muchacho por ninguna parte. La madre andaba como loca, pregunta que te preguntarás, de casa en casa; la hermana salía de un ataque nervioso para caer en un síncope; la justicia local, como de costumbre, se lavaba las manos—imposible parece que así y todo las tenga tan puercas—y del chico, ni esto. Por fin, al cabo de una semana, lo que es aparecer, apareció... ¿Pero dónde? Metido en un hórreo, hecho una lástima, en descomposición... Son pormenores horribles; bueno, se trata de que se imponga usted de cómo la cosa ocurriera. Yo vi el cadáver y me convencí de que no había exageración ninguna en lo que se refirió después. Debían de haberle atormentado mucho tiempo, porque estaba el cuerpo hecho una pura llaga: a mí se me figura que lo azotaron con cuerdas, o que lo tundieron a varazos: las señales eran como rayas o surcos en el pellejo. Para acabarlo le dieron un corte así en la garganta. El rostro, desfiguradísimo; sólo una madre—¡pobre señora!—conoce y se arroja a besar un rostro semejante.
Sí, estoy conforme: es una infamia, un crimen que clama al cielo, lo que usted guste... Pero usted también va a convenir conmigo. También va a decir que todo ello es moco de pavo en comparación del último refinamiento salvaje, de que no tiene noticia aun. Porque matar, atormentar, se llama así, atormentar y matar y se acabó; ¿cómo se llama el escarnio, la befa más inconcebible, el reto a Dios, que consiste en lo siguiente: elegir, para dar tal género de muerte a ese hombre que la gente apodaba Cristo... elegir... ¿qué día del año piensa usted?
¡El Viernes Santo!
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—Pecador soy como el que más—prosiguió el párroco de Naya con la voz y el gesto transformados por una seriedad profunda;—pecador soy, indigno de que Dios baje a estas manos; no tengo vocación de santo como el cura de Ulloa, ni me gusta echar sermones con requilorios como el de Xabreñes; pero en semejante ocasión, al enterarme de la monstruosidad, no sé qué hormigueo me entró por el cuerpo, no sé qué vuelta me dió la sangre ni qué luminarias me danzaron delante de los ojos... que, vamos, al pino más alto del pinar de Morlán me subiría para gritar: ¡maldición y anatema sobre Lobeiro!—¡La plática que les encajé a mis feligreses el domingo! Ni Isaías... fuera el alma.—Con un arrebato que aun hoy me asombra, les dije que Dios, al parecer, se hace el sordo y el ciego, pero es como quien toma carrera para saltar mejor; que ningún crimen queda impune; que la sangre de Abel siempre grita venganza, y que me creyesen a mí, que a fe de Eugenio, nadie se quedaría sin su merecido, y por medios inescrutables, pero seguros, cuando estuviese más descuidado. «Quien fosa cava, en ella caerá», me acuerdo que grité como un energúmeno. Por supuesto que era hablar por no callar: tanto sabía yo del castigo dichoso, como de la primer camisa que vestí: sólo que en aquel entonces de veras me parecía que así iba a suceder, que Lobeiro estaba emplazado, y que la inspiración hablaba por mi boca. Spiritus ejus in ore meo.
Poco a poco se fué acallando el rebumbio del asesinato de Cristo. La madre y la hermana, convertidas en dos sombras, flaquitas y de riguroso luto, fueron el único recuerdo que quedó de la tragedia. En la gente siempre fermentaba el odio contra el cacique; pero lo comprimía el temor. Es de advertir que por entonces los de Lobeiro cayeron, y necesariamente el maldito, no teniendo la sartén por el mango, se reportó en sus exacciones y sus iniquidades. El país respiró unas miajas. El bando de Trampeta aleteó. Lobeiro, en el interregno, se dedicó a una ocupación pacífica: reconstruir su casa, que era muy vieja, y ya mezquina para las exigencias de su nueva posición; porque la fortuna del cacique había crecido mucho, y su mujer, amiga de lujos, de comilonas y de tirar de largo, le metió en la cabeza hacer vivienda nueva y la verdad, con todos los perendengues: dos pisos de piedra sillar, magnífica; ventanas con unas rejas imponentes: puerta como la de un castillo: su gran escalera, su sala de recibir, su cocina hermosísima... ¡Una casa para Orense! En el país se hablaba mucho de tal edificio, y de la seguridad que ofrecía, y de las precauciones que revelaba aquel modo de edificar—, precauciones debidas a los muchos enemigos que tenía el cacique.
Enemigos, a miles se le podían contar; y sin embargo, como el hombre se mantenía agachado, nadie se metía con él, temeroso de despertarle. El gran alboroto fué el que se armó cuando de repente, sin que lo barruntásemos ni poco ni mucho, se volcó la tortilla y subió nuevamente al poder el partido de Lobeiro.
¡Madre mía! el terror que cayó sobre nosotros! Lobeiro otra vez mandando, rey otra vez de la comarca; otra vez a su disposición la hacienda, la tranquilidad, la vida de todos; otra vez los cadáveres en los hórreos o en el fondo del Avieiro o en un hoyo profundo, allá por las asperezas de algún pinar! ¿Quién respirar? ¿Quién dormiría tranquilo? ¿Quién estaba seguro de no perecer martirizado?
Usted se va a reir si le digo una cosa. No, no se reirá: al contrario: se hará cargo mejor que nadie, porque tiene costumbre de considerar estas singularidades propias de la naturaleza humana.—El miedo, a veces, es el mejor agente del valor. Sí: por miedo se verifican actos de heroísmo: por desesperación se realizan acciones que en estado normal nos ponen los pelos de punta. Una persona que se ve rodeada de llamas, o teme que el incendio se propague y la pille encerrada en una habitación y el humo la asfixie, no se encomienda a Dios ni al diablo para arrojarse de un quinto piso a la calle, aunque se estrelle. Con esto quiero decir cómo, a las gentes de Cebre y sus cercanías, el propio terror de caer en las uñas de Lobeiro les infundió una determinación tremenda, adoptada con cautela tal, que todo lo hicieron en el mismo silencio y unión que cuenta usted que profesan los nihilistas rusos. Verá, verá cómo ocurrió la cosa.
Llegado el día de la fiesta de la Virgen en el santuario de Boán, fuí yo allá convidado por el cura, que es amigo. Se reunió una muchedumbre, que era aquello un hormiguero: hubo sus cohetes, sus gaitas, sus bailes, sus calderadas de pulpo y su tonel de mosto: lo que sabe usted que nunca falta en tales romerías. También andaban algunas señoritas muy emperifolladas dando vueltas y luciendo los trapitos flamantes: y la más bonita de todas, Micaeliña, que paseaba con la madre por debajo de los robles, hecha un sol de guapa. Acababa de cumplir los trece años: se conoce que estrenaba vestido, y no cabía en sí de contenta: el vestido era blanco, con lazos color de rosa, precioso, de seda riquísima, un disparate para una chiquilla así. La madre: «Micaeliña, no te arrugues»—por aquí—y «Micaeliña, no te manches», por allá; y la criatura, al principio, respetando mucho la gala; pero, ya se ve, luego se cansó de guardarle miramientos al vestido majo, y vino disparada a tirarme del balandrán. «Eugenio, ¿corremos?» Al principio fué a remolque; pero al fin... este pícaro genio gaitero que tengo yo... me hizo la rapaza pegar mil carreras por aquellas cuestas abajo, riendo como locos. Y cuidado que me daba no sé qué por el cuerpo ver a Lobeiro allí, a dos pasos, con sus manos donde yo sabía que había manchas de sangre fresca.
El diantre del cacique, cuando me vió tan divertido con la hija, me llamó aparte, y sin mirarme una vez siquiera, me dijo: «Hombre, Eugenio, hágame un favor: convenza a mi mujer y a la chiquilla de que va a estar muy bien Micaela en el colegio de Orense.»
—¿Y usted se separa de ella?—pregunté con asombro.
—Sí, hombre... Cosas que uno hace porque no tiene remedio—, contestó él muy encapotado y a media habla.
Así que la familia de Lobeiro y los adláteres que siempre le escoltaban se retiraron de la romería, le pregunté al cura de Boán, extrañándome de la idea de enviar a Orense la chiquilla, cuando precisamente era el encanto de su padre. Boán me dió una explicación plausible:—«Eso lo hace por no exponer a la chiquilla a un fracaso. Lo tienen amenazado de muerte, y veinte veces ya le avisaron de que su casa ha de arder. Y aunque él dice que conforme la construyó no es tan fácil pegarle fuego, no quiere tener aquí a Micaeliña, porque recela alguna barbaridad.»—Ya verá usted, señora, cómo efectivamente, no ardió la casa de Lobeiro.
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Yo dormí en la rectoral de Boán aquella noche. Se había empinado y manducado muy regular, de modo que el primer sueño fué de piedra. Estaba como una marmota, que si me sueltan un redoble de tambor en los mismos oídos, no doy a pie ni a mano. Con que figúrese lo que sería la explosión, para que me incorporase en la cama de un brinco.
¡Puummm! ¡Booom! Nunca acababa de sonar. Yo a obscuras, a tientas, buscando las cerillas y gritando por el criado:—¡Eh! ¡Ave María Purísima! ¡Rosendo! Condenado, ¿duermes o qué haces? ¿Se cae la casa? ¡Jesús, Dios y Señor, misericordia!
Por fin encendí el fósforo, y cuando entró Rosendo todo aturdido, en ropas menores, ya no pudo aguantar la risa. El muchacho todo se espantó.
—Sí, ríase, que es para reir. Señor, no ría, que es pecado. Estoy que se me arrepian las carnes.
—Pero, ¿qué hay? ¿qué demonios pasa?
—¿Y quién lo sabe, a no ser un brujo? Parece que se ha hundido mismamente el mundo todo de la tierra.
Escuché. Nada, silencio. Salí a la ventana. Ni señal de cosa alguna. Me senté: estaba sano y bueno. El cura de Boán andaba por allí aturdido, dando vueltas. Nos pusimos a hacer comentarios. Nadie se quiso volver a la cama. Cada uno decía su cosa, cuando ¡tras, tras! a la puerta... Al señor cura de Boán, que vaya a dar los santos óleos y a confesar a Lobeiro, que se muere... Boán está a medio cuarto de legua de la casa de Lobeiro. El que traía el recado nos enteró de todo.
Mientras Lobeiro y su hija y sus satélites estaban de parranda, con mucho tiento, al pie del balcón mayor, habían depositado veintiséis cartuchos de dinamita—lo bastante para volar una fortaleza—y su mecha correspondiente. Hecho esto, retiráronse con tranquilidad, pie ante pie. A la noche, recogida ya la familia, alguien cogió el cabo de mecha, le prendió fuego y se apartó con mucha calma. De los veintiséis cartuchos, sólo diez o doce se inflamaron. Pero fué todo lo preciso.
No salvó alma viviente. Entre los escombros de la casa yacían el cadáver de la mujer de Lobeiro, el tronco mutilado del criado y el cuerpo de Micaeliña, muerta como una paloma, con sangre en las sienes, tendida al lado de su padre. El lobo aún vivía; fué el único que no pereció en el acto. Antes de expirar, tuvo una hora larga de contemplar a su oveja difunta... Digan lo que quieran los sabios esos del materialismo... ¡Retaco! Yo juro que hay Dios, y un Dios que castiga sin palo ni piedra... Con dinamita; corriente. ¡Con lo que sale!
EL SENCILLO DON RAFAEL
CAZADOR Y TRESILLISTA
Sentía resbalar las horas, hueras, aéreas, deslizándose sobre el recuerdo muerto de aquel amor de antaño. Muy lejos, detrás de él, dos ojos ya sin brillo entre nieblas. Y un eco vago, como el del mar que se rompe tras la montaña, de palabras olvidadas. Y allá, por debajo del corazón, susurro de aguas soterrañas. Una vida vacía, y él sólo, enteramente sólo. Sólo con su vida.
Tenía para justificarla nada más que la caza y el tresillo. Y no por eso vivía triste, pues su sencillez heroica no se compadecía con la tristeza. Cuando algún compañero de juego, despreciando un solo, iba a buscar una sola carta para dar bola, solía repetir Don Rafael que hay cosas que no se debe ir a buscar: vienen ellas solas. Era providencialista; es decir, creía en el todopoderío del azar. Tal vez por creer en algo y no tener la mente vacía.
—¿Y por qué no se casa usted?—le preguntó alguna vez con la boca chica su ama de llaves.
—¿Y por qué me he de casar?
—Acaso no vaya usted descaminado.
—Hay cosas, señora Rogelia, que no se debe ir a buscar: vienen ellas solas.
—¡Y cuando menos se piensa!
—¡Así se dan las bolas! Pero, mire, hay una razón que me hace pensar en ello...
—¿Cuál?
—La de poder morir tranquilo ab intestato.
—¡Vaya una razón!—exclamó el ama, alarmada.
—Para mí la única valedera—respondió el hombre, que presentía no valen las razones, sino el valor que se las da.
Y una mañana de primavera, al salir con achaque de la caza, a ver nacer el sol, un envoltorio en la puerta de su casa. Encorvóse a mejor percatarse, y de dentro, un ligerísimo susurro como de cosas olvidadas. El rollo se removía. Lo levantó; estaba tibio; lo abrió: era una criatura de horas. Quedóse mirando, y su corazón parecía sentir, no ya el susurro, sino el frescor de sus aguas soterrañas. ¡Vaya una caza que me ha deparado el destino!, pensó.
Volvióse con el envoltorio en brazos, la escopeta a la bandolera, subiendo las escaleras de puntillas para no despertar a aquello, y llamó quedamente varias veces.
—Aquí traigo esto—le dijo al ama de llaves.
—Y eso, ¿qué es?
—Parece un niño.
—¿Parece sólo?
—Lo dejaron a la puerta de la calle.
—¿Y qué hacemos con ello?
—Pues... ¿qué vamos a hacer? Bien claro está, ¡criarlo!
—¿Quién?
—Los dos.
—¿Yo? ¡Yo, no!
—Buscaremos ama.
—¡Pero está usted en su juicio, señorito! ¡Lo que hay que hacer es dar parte al juez, y en cuanto a eso, al Hospicio con ello!
—¡Pobrecillo! ¡Eso sí que no!
—En fin, usted manda.
Una madre vecina le prestó caritativamente las primeras leches, y pronto el médico de Don Rafael encontró una buena nodriza: una chica soltera que acababa de dar a luz un niño muerto.
—Como nodriza, excelente—le dijo el médico—, y como persona, ya ves, un desliz así puede ocurrirle a cualquiera.
—A mí no—contestó con su sencillez característica Don Rafael.
—Lo mejor sería—dijo el ama de llaves—que se lo llevase a su casa a criarlo.
—No—replicó Don Rafael—, eso tiene graves peligros; no me fío de la madre de la chica. Aquí, aquí, bajo mi vigilancia. Y no hay que darle disgustos a la chica, señora Rogelia, que de ello depende la salud del niño. No quiero que por una sofoquina de Emilia pase el angelito un dolor de tripas.
Era Emilia, la nodriza, de veinte años, alta, agitanada, con una risa perpetua en los ojos, cuya negrura realzaba el marco de ébano del pelo que le cubría las sienes como con dos esponjosas alas de cuervo, entreabiertos y húmedos los labios guinda, y unos andares de gallina a que el gallo ronda.
—¿Y cómo va a bautizarle usted, señorito?—le preguntó la señora Rogelia.
—Como hijo mío.
—Pero, ¿está usted loco?
—¡Qué más da!
—¿Y si mañana, por esa medalla que lleva y esas contraseñas, aparecen sus verdaderos padres?...
—Aquí no hay más padre ni madre que yo. Yo no busco niños, como no busco bolas; pero cuando vienen... soy libre. Y creo que esta del azar es la más pura y libre de las maternidades. No me cabe la culpa de que haya nacido, pero tendré el mérito de hacerle vivir. Hay que creer en la Providencia siquiera por creer en algo, que eso consuela, y además así podré morir tranquilo ab intestato, pues ya tengo quien me herede forzosamente.
La señora Rogelia se mordió los labios, y cuando Don Rafael hizo bautizar y registrar al niño como hijo suyo dió que reir a la vecindad y a nadie que sospechar malicia alguna: tan conocida era su transparente ingenuidad cotidiana. Y el ama de llaves tuvo, mal de su grado, que avenirse y concordar con el ama de leche.
Ya tenía Don Rafael algo más en qué pensar que en la caza y el tresillo; ya estaban sus días llenos. La casa se le llenó de una vida nueva, luminosa y sencilla. Y hasta perdió alguna noche el sueño y el descanso paseando al nene para callarlo.
—Es hermoso como el sol, señora Rogelia. Y tampoco hemos tenido mala suerte con el ama, me parece.
—Como no vuelva a las andadas.
—De eso me encargo yo. Sería una picardía, una deslealtad: se debe al niño. Pero, no, no; está desengañada del zanguango de su novio, un bausán de marca mayor a quien ya aborrece...
—No se fíe usted..., no se fíe usted...
—Y a quien voy a pagarle el pasaje a América. Y ella es una pobrecilla...
—Hasta que vuelva a tener ocasión.
—¡Digo que lo evitaré!
—Pues como ella quiera...
—¡Ah, en cuanto a eso sí! Porque si he de decirle a usted la verdad, la verdad es que...
—Sí, me la supongo.
—¡Pero, ante todo, respeto a mi hijo!
Emilia nada tenía de lerda y estaba deslumbrada con el rasgo heroicamente sencillo de aquel solterón semidurmiente. Encariñóse desde un principio con el crío como si fuese su madre misma. El padre putativo y la nodriza natural pasábanse largos ratos, a sendos lados de la cuna, contemplando la sonrisa del sueño del niño cuando éste hacía como que mamaba.
—¡Lo que es el hombre!—decía Don Rafael.
Y cruzábanse sus miradas. Y cuando teniéndole ella, Emilia, en brazos, iba él, Don Rafael, a besar al niño, con el beso ya preparado en la boca rozaba casi la mejilla de la nodriza, cuyos rizos de ébano le afloraban la frente, al padre. Otras veces quedábase contemplando alguno de los dos mellizos blancos senos, turgentes de vida que se da, con el serpenteo azul de las venas que del cuello bajaban, y sostenido entre los ahusados dedos índice y corazón como en horqueta. Doblábase sobre él un cuello de paloma. Y también entonces le entraban ganas de besar al hijo, y su frente, al tocar al seno, hacíalo temblotear.
—¡Ay, lo que siento es que pronto tendré que dejarte, sol mío!—exclamaba ella, apretándolo contra su seno y como si le entendiera.
Callábase a esto Don Rafael.
Y cuando le cantaba al niño, abrazándole, aquella vieja canturria paradisíaca que, aun transmitiéndosela de corazón a corazón las madres, cada una de éstas crea e inventa de nuevo, eternamente nueva poesía, siendo la misma siempre, la única, como el sol, traíale a Don Rafael como un dejo de su niñez olvidada en las lontananzas del recuerdo. Balanceábase la cuna y con ella el corazón del padre al azar, y mecíasele aquel canto...
con el susurro de las aguas de debajo de su corazón...
que iba también durmiéndose...
entre las blandas nieblas de su pasado...
—¡Qué buena madre hace!—pensaba.
Alguna vez, hablando del percance que la hizo nodriza, le preguntó Don Rafael:
—Pero, chica, ¿cómo pudo ser eso?
—¡Ya ve usted, Don Rafael!—y se le encendía leve, muy levemente el rostro.
—¡Sí, tienes razón, ya lo veo!
Y llegó una enfermedad terrible, días y noches de angustia. Mientras duró aquello hizo Don Rafael que Emilia se acostase con el niño en su mismo cuarto. «Pero señorito—dijo ella—, cómo quiere usted que yo duerma allí...» «Pues muy sencillo—contestó él, con su sencillez acostumbrada—, ¡durmiendo!»
Porque para aquel hombre todo sencillez, era sencillo todo.
Por fin el médico dió por salvado al niño.
—¡Salvado!—exclamó Don Rafael con el corazón desbordante, y fué a abrazar a Emilia, que lloraba del estupor del gozo.
—Sabes una cosa—le dijo sin soltar del todo el abrazo y mirando al niño que sonreía en floración de convalecencia.
—Usted dirá—contestó ella, mientras el corazón se le ponía al galope.
—Que puesto que estamos los dos libres y sin compromiso, pues no creo que pienses ya en aquel majadero que ni siquiera sabemos si llegó o no a Tucumán, y ya que somos yo padre y tú madre, cada uno a su respecto, del mismo hijo, nos casemos y asunto concluído.
—¡Pero, D. Rafael!—y se puso en grana.
—Mira, chiquilla, así podremos tener más hijos...
El argumento era algo especioso, pero persuadió a Emilia. Y como vivían juntos y no era cosa de contenerse por unos días fugitivos—¡qué más da!—aquella misma noche le hicieron sucesor al niño y muy poco después se casaron como la Santa Madre Iglesia y el providente Estado mandan.
Y fueron en lo que en lo humano cabe—¡y no es poco!—felices, y tuvieron diez hijos más, una bendición de Dios, con lo cual pudo morir tranquilo ab intestato, por tener ya quienes forzosamente le heredaran, el sencillo Don Rafael, que de cazador y tresillista pasó de dos brincos a padre de familia. Y es lo que él solía decir como resumen de su filosofía práctica: ¡Hay que dar al azar lo suyo!
¡SOLO!
Fresnedo dormía profundamente su siesta acostumbrada. Al lado del diván estaba el velador maqueado, manchado de ceniza de cigarro, y sobre él un platillo y una taza, pregonando que el café no desvela a todas las personas. La estancia, amueblada para el verano con mecedoras y sillas de rejilla, estera fina de paja, y las paredes desnudas y pintadas al fresco, se hallaba menos que a media luz: las persianas la dejaban a duras penas filtrarse. Por esto no se sentía el calor. Por esto y porque nos hallamos en una de las provincias más frescas del Norte de España y en el campo. Reinaba silencio. Escuchábase sólo fuera el suave ronquido de las cigarras y el pío pío de algún pájaro que, protegido por los pámpanos de la parra que ciñe el balcón, se complacía en interrumpir la siesta de sus compañeros. Alguna vez, muy lejos, se oía el chirrido de un carro, lento, monótono, convidando al sueño. Dentro de la casa habían cesado ya tiempo hacía los ruidos del fregado de los platos. La fregatriz, la robusta, la colosal Mariona, como andaba descalza, sólo producía un leve gemido de las tablas, que se quejaban al recibir tan enorme y maciza humanidad.
Cualquiera envidiaría aquella estancia fresca, aquel silencio dulce, aquel sueño plácido. Fresnedo era un sibarita; pero solamente en el verano. Durante el invierno trabajaba como un negro allá en su escritorio de la calle de Espoz y Mina, donde tenía un gran establecimiento de alfombras. Era hombre que pasaba un poco de los cuarenta, fuerte y sano como suelen ser los que no han llevado una juventud borrascosa: la tez morena, el pelo crespo, el bigote largo y comenzando a ponerse gris. Había nacido en Campizos, punto donde nos hallamos, hijo de labradores regularmente acomodados. Mandáronle a Madrid a los catorce años con un tío comerciante. Trabajó con brío e inteligencia; fué su primer dependiente; después, su asociado; por último se casó con su hija, y heredó su hacienda y su comercio. Contrajo matrimonio tarde, cuando ya se acercaba a los cuarenta años. Su mujer sólo tenía veinte. Educada en el bienestar y hasta en el lujo que le podía procurar el viejo Fresnedo, Margarita era una de esas niñas madrileñas, toda melindres, toda vanidad, postrada ante las mil ridiculeces de la vida cortesana, cual si estuviesen determinadas por sentencias de un código inmortal, desviada enteramente de la vida de la Naturaleza y la verdad. Por eso odiaba el campo, y muy particularmente el ignorado y frondoso lugarcito donde tenía origen su linaje humilde. Lo odiaba casi tanto como su mamá, la esposa del viejo Fresnedo, que, a pesar de ser hija de una cacharrera de la calle de la Aduana, tenía a menos poner los pies en Campizos.
Tanto como ellas lo odiaban amábalo el buen Fresnedo. Mientras fué dependiente de su tío, arrancábale todos los años licencia para pasar el mes de Julio o Agosto en su país. Cuando sus ganancias se lo permitieron, levantó al lado de la de sus padres una casita muy linda, rodeada de jardín, y comenzó a comprar todos los pedazos de tierra que cerca de ella salían a la venta. En pocos años logró hacerse un propietario respetable. Y al compás que se hacía dueño de la tierra donde corrieron sus primeros años, su amor hacia ella crecía desmesuradamente. Puede cualquiera figurarse el disgusto que el honrado comerciante experimentó cuando, después de casado con su prima, ésta le anunció, al llegar el verano, que no estaba dispuesta «a sepultarse en Campizos», decisión que su tía y suegra reciente apoyó con maravilloso coraje. Fué necesario resignarse a veranear en San Sebastián. Al año siguiente, lo mismo. Pero al llegar al cuarto, Fresnedo tuvo la audacia de rebelarse, produciendo un gran tumulto doméstico.—«O a Campizos, o a ninguna parte este verano. ¿Estamos, señoras?» Y los bigotes se le erizaron de tal modo inflexible al pronunciar estas enérgicas palabras, que la delicada esposa se desmayó acto continuo, y la animosa suegra, rociando las sienes de su hija con agua fresca y dándole a oler el frasco del antiespasmódico, comenzó a increparle amargamente:
—¡Huele, hija mía, huele!... ¡Si las cosas se hicieran dos veces!... La culpa la he tenido yo en poner en manos de un paleto una flor tan delicada.
Cuando la flor delicada abrió al fin los ojos, fué para soltar por ellos un caudal de lágrimas y para decir con acento tristísimo:
—¡Nunca lo creyera de Ramón!
Fresnedo se conmovió. Hubo explicaciones. Al fin se transigió de un modo honroso para las dos partes. Convínose en que Margarita y su mamá irían a San Sebastián, llevando a la niña de quince meses, y que Fresnedo fuése a Campizos el mes de Agosto, con Jesús, el niño mayor, de edad de tres años, y su niñera. Esta es la razón de que Fresnedo se encuentre durmiendo la siesta donde acabamos de verle.
Despertóle de ella una voz bien conocida:
—Papá, papá.
Abrió los ojos y vió a su hijo a dos pasos, con su mandilito de dril color perla, sus zapatitos blancos y el negro y enmarañado cabello caído en bucles graciosos sobre la frente. Era un chico más robusto que hermoso. La tez, de suyo morena, teníala ahora requemada por los días que llevaba de aldea haciendo una vida libre y casi salvaje. Su padre le tenía todo el día a la intemperie, siguiendo escrupulosamente las instrucciones de su médico.
—Papá..., dijo Tata que tú no querías... que tú no querías... que tú no querías... comprarme un carro... y que el carnero... y que el carnero no era mío..., que era de Carmita (la hermana), y no me deja cogerlo por los cuernos, y me pegó en la mano.
El chiquitín, al pronunciar este discurso con su graciosa media lengua, deteniéndose a cada momento, mostraba en sus ojos negros y profundos la indignación vivísima y mucha sed de justicia. Por un instante pareció que iba a romper en llanto; pero su temperamento enérgico se sobrepuso, y después de hacer una pausa cerró su perorata con una interjección de carretero. El padre le había estado escuchando embelesado, animándole con sus gestos a proseguir, lo mismo que si una música celeste le regalase los oídos. Al oir la interjección, estalló en una sonora y alegre carcajada. El niño le miró con asombro, no pudiendo comprender que lo que a él le ponía tan fuera de sí causase el regocijo de su papá. Este hubiera estado escuchándole horas y horas sin pestañear. Y eso que, según contaba su suegra a las visitas, cuando quería dar el golpe de gracia a su yerno y perderle completamente ante la conciencia pública, ¡¡¡se había dormido oyendo La Favorita a Gayarre!!!
—¿Sí, vida mía? ¿La Tata no quiere que cojas el carnero por los cuernos? ¡Deja que me levante, ya verás cómo arreglo yo a la Tata!
Fresnedo atrajo a su hijo y le aplicó dos formidables besos en las mejillas, acariciándole al mismo tiempo la cabecita con las manos.
El chico no había agotado el capítulo de los agravios que creía haber recibido de su niñera... Siguió gorjeando que ésta no había querido darle pan.
—Hace poco tiempo que hemos comido.
—Hace mucho—dijo el niño con despecho.
Además, la Tata no había querido contarle un cuento, ni hacer vaquitas de papel. Además, le había pinchado con un alfiler aquí. Y señalaba una manecita.
—¡Pues es cierto!—exclamó Fresnedo viendo, en efecto un ligero rasguño.—¡Dolores! ¡Dolores!—gritó después.
Presentóse la niñera. El amo la increpó duramente por llevar alfileres en la ropa, contra su prohibición expresa. Jesús, viendo a la Tata triste y acobardada, fué a restregarse con sus faldas, como pidiéndole perdón de haber sido causa de su disgusto.
—Bueno—dijo Fresnedo levantándose del diván y esperezándose.—Ahora nos iremos al establo y cogerás al carnero por los cuernos. ¿Quieres, Chucho?
Chucho quiso descoyuntarse la cabeza haciendo señales de afirmación que corroboraba vivamente con su media lengua. Pero echando al mismo tiempo una mirada tímida a su Tata, y viéndola todavía seria y avergonzada, le dijo con encantadora sonrisa:
—No te enfades, boba; tú vienes también con nosotros.
Fresnedo se vistió su americana de dril, se cubrió con un sombrero de paja, y tomando de la mano a su niño, bajó al jardín, y de allí se trasladaron al establo. Al abrir la puerta, Chucho, que iba muy decidido, se detuvo y esperó a que su padre penetrase. Estaba obscuro. Del fondo de la cuadra salía el vaho tibio y húmedo que despide siempre el ganado. Las vacas mugieron débilmente, lo cual puso en gran sobresalto a Jesús, que se negó rotundamente a entrar, bajo el pretexto especioso de que se iba a manchar los zapatos. Su padre le tomó entonces en brazos y pasó y quiso acercarle a las vacas y que les pusiese la mano en el testuz. Chucho, que no las llevaba todas consigo, confesó que a las vacas les tenía un «potito de miedo». A los carneros ya era otra cosa. A éstos declaraba que no les temía poco ni mucho; que jamás había sentido por ellos más que amor y veneración.
—Bueno, vamos a ver los carneros—dijo Fresnedo sonriendo.
Y se trasladaron al departamento de las ovejas. Allí pretendió dejarlo en el suelo; mas en cuanto puso los piececitos en él, Jesús manifestó que estaba cansadísimo, y hubo que auparlo de nuevo. Acercóle su padre a un carnero y le invitó a que le tomase por un cuerno. Era cosa grave y digna de meditarse. Chucho lo pensó con detenimiento. Avanzó un poco la mano, la retiró otra vez, volvió a avanzarla, volvió a retirarla. Por último, se decidió a manifestar a su papá que a los carneros les tenía «un potito miedo». Pero, en cambio, dijo que a las gallinas las trataba con la mayor confianza; que en su vida le habían inspirado el más mínimo recelo; que se sentía con fuerzas para cogerlas del rabo, de las patas y hasta del pico, porque eran unos animales cobardes y despreciables, al menos en su concepto. Fresnedo no tuvo inconveniente en llevarle al gallinero, que estaba en la parte trasera de la casa, fabricado con una valla de tela metálica. Allí Chucho, con una bravura de que hay pocos ejemplos en la historia, se dirigió al gallo mayor, enorme animal de casta española, soberbio de posturas y ardiente de ojo. Trató de cogerle por el rabo, como había formalmente prometido, pero el grave sultán del gallinero chilló de tal horrísona manera, extendiendo las alas y dando feroces sacudidas, que el frío de la muerte penetró en el corazón de Chucho. Apresuróse a soltarlo y se agarró aterrado al cuello de su padre.
—Pero, hombre, ¿no decías que no tenías miedo a las gallinas?—exclamó éste riendo.
—Tú, tú...; cógelo tú, papá.
—Yo tengo miedo.
—No, tú no tienes miedo.
—Y tú, ¿lo tienes?
Calló avergonzado; pero al fin confesó que a las gallinas también les tenía «un potito de miedo».
Desde allí llevóle otra vez Fresnedo al establo, y después de varios sustos y vacilaciones logró que pusiera su manecita en el hocico de un becerro. Mas ocurriéndole al animal sacar la lengua y pasársela por la mano, la aspereza de ella le produjo tal impresión, que no quiso ya arrimarse a ningún otro individuo de la raza vacuna. Subióle después al pajar. ¡Qué placer para Chucho! ¡Hundirse en la crujiente hierba, agarrarla y esparcirla en pequeños puñados; dejarse caer hacia atrás con los brazos abiertos! Pero aún era mayor el gozo de su padre contemplándole. Jugaron a sepultarse vivos. Fresnedo se dejaba enterrar por su hijo, que iba amontonando hierba sobre él con vigor y crueldad que nadie esperara de él. Mas a lo mejor de la operación, su papá daba una violenta sacudida y echaba a volar toda la hierba. Y con esto el chico soltaba nuevas carcajadas, como si aquello fuese el caso más chistoso de la tierra. Sudaba una gota por todos los poros de su tierno cuerpecito, tenía los cabellos pegados a la frente y el rostro encendido. Cuando su papá trató de tomar la revancha y sepultarle a él, no pudo resistirlo. Así que se halló con hierba sobre los ojos, dióse a gritar y concluyó por llorar con verdadero sentimiento, cayéndole por las mejillas unas lágrimas que su padre se apresuró a beber con besos apasionados.
Sí; en aquel momento a Fresnedo le atacó uno de esos accesos de ternura que solían ser en él frecuentes. Jesús era su familia, todo su amor, la única ilusión de su vida. Si entrásemos por los últimos pliegues de su corazón, es posible que no halláramos ya un átomo de cariño hacia su mujer. El carácter altanero, impertinente y desabrido de ésta había matado el fuego de la pasión que sintió por ella al casarse. Pero aquel tierno pimpollo, aquel botón de rosa, aquel pastelito dulce amasado por los ángeles lo llenaba todo, ocupaba enteramente su vida, era el fondo de sus pensamientos, el consuelo de sus pesares. Abrazábalo con arrebato y cubría sus frescas mejillas con besos prolongados apretadísimos, murmurando después a su oído palabras fogosas de enamorado.
—¿Quién te quiere más que nadie en el mundo, hermoso mío? ¿No es tu papá? Di, lucero. Y tú, ¿a quién quieres más? Sí, vida mía, sí; te quiero tanto, que daría por ti la vida con gusto. Por ti, nada más que por ti, quisiera ser algo de provecho en el mundo. Por ti, sólo por ti, trabajo y trabajaré hasta morir! ¡Nunca te podré pagar lo feliz que me haces, criatura!
El niño no comprendía, pero adivinaba aquella pasión y la correspondía, finamente. Sus grandes ojos negros, expresivos, se posaban en su padre, esforzándose por penetrar en aquel mundo de amor y descifrar el sentido de palabras tan fervorosas. Después de un momento de silencio en que pareció que meditaba, tomó con sus manecitas como claveles la cara de su padre, y acercando la boca a su oído, le dijo con voz tenue como un soplo:
—Papá, voy a decirte una cosa... Te quiero más que a mamá... No se lo digas, ¿eh?
Al buen Fresnedo se le humedecían los ojos con estas cosas.
Bajaron del pajar, salieron del establo, y después de consultado el reloj, el comerciante resolvió irse a bañar, como todos los días, al río.
—Chucho, ¿vienes conmigo al baño?
¡Cielo santo, qué felicidad!
Chucho quiso volverse loco de alegría. Generalmente el baño de su padre le causaba algunas lágrimas porque no podía llevarle consigo a causa de la niñera. Fresnedo se bañaba en un sitio retirado, pero en cueros vivos. Esta vez se decidió a llevar a su hijo y dejar a Dolores en casa. El niño comenzó a pedir a grandes gritos el sombrero. No quería subir por él a casa, temiendo que su padre se le escapase como otras veces. La Tata, riendo, se lo tiró del balcón, y lo mismo la sábana del papá y la sombrilla.
El río estaba a un kilómetro de la casa. Era necesario caminar por unas callejas bordadas de toscas paredillas recamadas de zarzamora y madreselva. El sol empezaba a declinar, y el valle, el hermoso valle de Campizos, rodeado de suaves colinas pobladas de castañares, y en segundo término de un cinturón de elevadísimas montañas, cuyas crestas nadaban en un vapor violáceo, dormía la siesta silencioso, ostentando su manto de verdura incomparable. Había todos los matices del verde en este manto, desde el claro amarillento de la hierba tierna, hasta el obscuro y profundo de los robles y negrillos.
Caminaban padre e hijo por las angostas calles preservándose del sol con la sombrilla del primero. Pero Chucho se escapaba muchas veces y Fresnedo le dejaba libre, convencido de que era bueno acostumbrarlo a todo. Gozaba al verle correr delante, con su mandilito de dril y su gran sombrero de paja con cintas azules. Chucho andaba cuatro veces el camino, como los perros. Paraba a cada instante para coger las florecitas que estaban al alcance de su mano, y las que no, obligaba despóticamente a su padre a cogerlas y además a cortar algunas ramas de los árboles, con las cuales iba barriendo el camino. Por cierto que en medio de él tuvo un encuentro desdichado y temeroso. Al doblar un recodo tropezóse nuestro niño con un cerdo, un gran cerdo negro y redondo, caminando en la misma dirección. Chucho tuvo la temeridad de acercarse a él y cogerle por el rabo. Este aditamento de los animales ejercía una influencia magnética sobre sus diminutas manos regordetas. El cerdo que estaba, al parecer, de mal humor y nervioso, al sentirse asido lanzó un terrible bufido, y dando la vuelta para escapar, embistió con el niño y lo volcó. ¡Cristo Padre, qué grito! Allá acudió Fresnedo corriendo, y lo levantó y le limpió las lágrimas y el polvo, haciéndole presente al mismo tiempo que tomaría venganza de aquel cerdo bárbaro y descortés así que llegaran a casa. Con lo cual se aplacó Chucho, no sin manifestar antes que el cerdo era muy feo y que a él le gustaban más los perros, porque eran buenos y le conocían, y cuando estaban de humor le lamían la cara.
Hubo que pasar por algunas saltaderas. Fresnedo tomaba a su hijo en brazos y le ponía de la parte de allá con gran cuidado. Dejaron el camino real y empezaron a caminar por los prados, donde Jesús se empeñó en coger un grillo. Su padre le mandó orinar en el agujero para que saliese. Así lo hizo, y como el grillo no quería asomar, se irritó contra sí mismo porque no podía orinar más y lloró desconsoladamente. Aunque con gran sentimiento, renunció a aquella caza difícil y se dedicó a las anitas de Dios, y se entretuvo un rato, demasiado largo, en opinión de su papá, a ponerlas en la palma de la mano, cantándoles: Anita, anita de Dios, abra las alas y vete con Dios, precioso conjuro que la había enseñado su Tata, persona muy instruída en este linaje de conocimientos.
Por fin llegaron al río. Corría sereno y límpido por entre praderas, orlado de avellanos que salen de la tierra como grandes ramilletes. Formaba en aquel paraje un remanso que llamaban en la aldea el Pozo de Tresagua. Era el pozo bastante hondo, el sitio retirado y deleitoso. Ningún otro había en los contornos de Campizos más a propósito para bañarse. Llegaba el césped hasta la misma orilla, y sobre aquella verde alfombra era grato sentarse y cómodamente se podía cualquiera desnudar sin peligro de ser visto. Los avellanos, macizos de verdura, no dejaban pasar los rayos del sol, que aún lucía vivo y ardiente. Allí gozaba Fresnedo del baño más que el sultán de Turquía, acumulando salud y felicidad para todo el año. En aquel mismo sitio se había bañado de niño con otra porción de compañeros que hoy eran labradores. ¡Qué placer sentía recordando los pormenores de su vida infantil, cuando era un zagalillo a quien su padres recomendaban el cuidado del ganado en el monte o les ayudaba en todas las faenas de la agricultura! Cuando los recuerdos de la infancia van unidos a una vida libre en el seno de la Naturaleza, por pobre que se haya sido, siempre aparecen alegres, deliciosos.
Descansaron algunos minutos padre e hijo sobre el césped «reposando el calor», y al fin se decidió aquel a ir despojándose poco a poco de la ropa. Mientras lo hacía, tarareaba una canción de zarzuela de las que llegaban a sus oídos de Madrid. La alegría le rebosaba del alma. Su hijo le miraba atentamente con sus grandes ojos negros. De vez en cuando Fresnedo levantaba los suyos hacia él, y le decía sonriendo:
—¿Qué hay, Chucho? ¿Te quieres bañar conmigo?
Chucho se contentaba con reir, como diciendo:
¡Qué bromista es este papá! ¡Como si no supiese que armo un escándalo cada vez que intentan meterme en el agua!
Fresnedo se bañaba enteramente desnudo. Le incomodaba mucho cualquier traje de baño. En aquel sitio tenía la seguridad de no ser visto. Cuando se quedó en cueros vivos, el asombro y la curiosidad retratados en la cara de su «Chipilín», le causaron cierta vergüenza y se cubrió con la sábana. Pero Chucho no estaba conforme y empezó a gorjear, mientras tiraba de la sábana con sus manecitas, «que su papá tenía pelo en el cuerpo y que él no lo tenía, y que la Tata tampoco lo tenía...»
—Vamos, Chucho, cállate—le dijo el papá con semblante grave—. No se habla de eso. Los niños no hablan de eso.
—¿Y por qué no hablan los niños de eso? Fresnedo no contestó.
—¿Por qué no hablan los niños de eso, papá?—repitió el chico.
El comerciante quiso distraerle hablándole de otras cosas, pero Chucho no acudió al engaño.
—¿Por qué no hablan los niños de eso, papá?—insistió lleno de curiosidad.
—Porque no está bien—respondió.
—¿Y por qué no está bien?
—¡Vaya, vaya, déjame en paz!—exclamó entre impaciente y risueño.
Embozado en la sábana como en un jaique moruno avanzó hacia el agua.
—Mira, Chucho—dijo volviéndose—, no te muevas de ahí. Sentadito hasta que yo salga, ¿verdad?... Mira, vas a ver cómo me tiro de cabeza al agua. Mira bien. A la una..., a las dos... Mira bien, Chucho... ¡A las tres!
Fresnedo, que había dejado caer la sábana al dar las voces y se había colocado sobre un pequeño cantil, lanzóse, en efecto de cabeza al pozo con el placer que lo hacen los hombres llenos de vida. Al hundirse, su cuerpo robusto agitó violentamente el agua, produjo en ella una verdadera tempestad, cuyas gotas salpicaron al mismo Jesús. Este sufrió un estremecimiento y quedó atónito, maravillado, al ver prontamente salir a su padre y nadar haciendo volteretas y cabriolas en el agua.
—¡Mira, Chucho! ¡Mira!
Y se puso con el vientre arriba, dejándose flotar sin movimiento alguno.
—Mira, mira ahora.
Y nadaba hacia atrás con los pies solamente.
—Verás ahora: voy a nadar como los perros.
Nadaba, en efecto, chapoteando el agua con las palmas de las manos.
¡Con qué gozo recordaba el rico comerciante aquellas habilidades aprendidas en la niñez!
Chucho estaba arrobado en éxtasis delicioso contemplándole. No perdía uno solo de sus movimientos.
—¡Chucho! ¡Chuchín! ¡Bien mío! ¿Quién te quiere?—gritaba Fresnedo embriagado por la felicidad que las caricias del agua y los ojos inocentes de su hijo le producían.
El niño guardaba silencio completamente absorto y atento a los juegos natatorios de su padre.
—Vamos, di, Chipilín, ¿quién te quiere?
—Papá—respondió grave con su voz levemente ronca, sin dejar de contemplarle atentamente.
Una de las habilidades en que Fresnedo había sobresalido de niño y que mucho le enorgullecía, era la de pescar truchas a mano. Siempre que venía a Campizos se ejercitaba en esta pesca. Era verdaderamente notable su destreza para reconocer y batir los agujeros de las rocas, bloquear la trucha y agarrarla por las agallas al fin. Los pescadores del país confesaban que se las podía haber con cualquiera de ellos, y se contaba que de niño había salido del agua con tres truchas, una en cada mano y otra en la boca, aunque Fresnedo no quería confirmarlo. Pues bien; en este momento le acometió el deseo de proporcionar un placer a su hijo y dárselo a sí mismo.
—Verás, Chipilín, voy a sacarte una trucha... ¿Quieres?
¡Ya lo creo que quería!
¡Pues si cabalmente Chucho sentía mayor inclinación, si cabe, a los animales acuáticos que a los terrestres!
Fresnedo hizo una larga aspiración y se sumergió, dejando a su hijo maravillado; registró los huecos de algunas piedras del fondo, y sólo pudo tocar con los dedos la cola de una trucha sin lograr agarrarla. Como le faltase el aliento, subió a respirar.
—Chucho, no he podido cogerla; pero ya caerá.
—¿Por qué caerá, papá?—preguntó el niño que no dejaba escapar un modismo sin hacer que se lo explicasen.
—Quiero decir que ya la cogeré.
Otra vez aspiró el aire con fuerza y se lanzó al fondo. Al cabo de unos momentos salió a la superficie con una trucha en la mano, que arrojó a la orilla. Chucho dió un grito de susto y alegría al ver a sus pies al animalito brincando y retorciéndose con furia. Quería agarrarlo cuando paraba un instante; pero al acercar su manecita la trucha daba un salto, y el chico, estremecido, la retiraba vivamente; intentaba nuevamente asirla lanzando chillidos alegres, y otro salto le asustaba y le ponía súbito grave. Estaba nervioso; gritaba, reía, hablaba, lloraba a un tiempo mismo, mientras su padre, embelesado, nadaba suavemente contemplándole.
—¡Anda, valiente! ¡Agárrala, que no te hace nada!... ¡Por la cola, tonto!... ¿Quieres que te pesque otra más grande?
—Sí, más gande, papá. Esta no me gusta—respondió el chiquito renunciando ya bravamente a agarrar una trucha tan pequeña.
El buen comerciante se preparó para otro chapuz; dejóse ir al fondo y con prisa comenzó a registrar los agujeros de una roca grande que antes había visto. La muerte feroz y traidora aguardaba dentro. Metió el brazo en uno de ellos harto angosto, y cuando intentó sacarlo no pudo. La sangre se le agolpó toda al corazón. Perdió la serenidad para buscar la postura en que había entrado. Forcejeó en vano algunos momentos. Abrió la boca al fin, falto de aliento, y en pocos segundos quedó asfixiado el infeliz.
Chucho esperó en vano su salida. Miró con gran curiosidad por algunos minutos el agua, hasta que, cansado de esperar, dijo con inocente naturalidad:
—¡Papá, sal!
El padre no obedeció. Esperó unos instantes, y volvió a gritar con más energía:
—¡Papá, sal!
Y cada vez más impaciente, repitió este grito, concluyendo por llorar. Largo rato estuvo diciendo lo mismo con desesperación:
—¡Sal, papá, sal!
Sus rosadas mejillas estaban bañadas de lágrimas; sus ojos grandes, hermosos, inocentes, se fijaban ansiosos en el pozo donde a cada instante se figuraba ver salir a su padre.
Un salto de la trucha que tenía cerca, viva aún, le distrajo. Acercó su manecita a ella y la tocó con un dedo. La trucha se movió levemente. Volvió a tocarla y se movió menos aún. Entonces, alentado por el abatimiento del animal, se atrevió a posar la palma de la mano sobre él. La trucha no rebulló. Chucho principió a gorjear por lo bajo que él no tenía miedo a las truchas y que si estuviera allí su hermana Carmita indudablemente no osaría poner la mano sobre una bestia tan feroz como aquélla. Tanto se fué envalentonando, que concluyó por agarrarla por la cola y suspenderla. Aquel acto de heroísmo despertó en él mucha alegría. Fluyeron de su garganta algunas sonoras carcajadas. Pero una violenta sacudida de la trucha le obligó a soltarla aterrado. Miró a su alrededor, y no viendo a nadie, se fijó otra vez en el pozo y tornó a gritar, llorando:
—¡Sal, papá! ¡Sal, papá!... ¡No quero trucha, papá! ¡Sal!
El sol declinaba. Aquel retirado paraje, situado en la falda misma de la colina, se iba poblando de sombras. Allá, en el horizonte, el sol se ocultaba detrás de las altas y lejanas montañas de color violeta.
—Teno miedo, papá... ¡Sal, papaíto!—gritaba la tierna criatura bebiendo lágrimas.
Ninguna voz respondía a la suya. Escuchábanse tan sólo las esquilas del ganado o algún mujido lejano. El río seguía murmurando suavemente su eterna queja.
Rendido, ronco de tanto gritar, Chucho se dejó caer sobre el césped y se durmió. Pero su sueño fué intranquilo. Era una criatura excesivamente nerviosa, y la agitación con que se había dormido le hizo despertar al poco rato. Había cerrado la noche. Al principio no se dió cuenta de dónde estaba, y dijo como otras veces en su camita:
—Tata, quero agua.
Pero viendo que la Tata no acudía, se incorporó sobre el césped, miró alrededor, y su pequeño corazón se encogió de terror observando la obscuridad que reinaba.
—¡Tata, Tata!—gritó repetidas veces...
La luz de la luna rielaba en el agua. Atraídos sus ojos hacia ella, Chucho se acordó de pronto que su papá estaba con él y se había metido en el río a sacarle una trucha. Y entre sollozos que le rompían el pecho y lágrimas que le cegaban, volvió a gritar:
—¡Sal, papá; sal, mi papá!... ¡Teno miedo!
La voz del niño resonaba tristemente en la obscura campiña silenciosa. ¡Ah! Si el buen Fresnedo pudiera escucharle allá en el fondo del pozo, hubiera mordido la roca que le tenía sujeto, se hubiera arrancado el brazo para acudir a su llamamiento.
No pudiendo ya gritar más porque le faltaba la voz y el aliento, destrozado por el cansancio, cayó otra vez dormido, y así le hallaron los que habían salido en su busca.
EL REY BURGUES
¡Amigo!, el cielo está opaco; el aire, frío; el día, triste. Un cuento alegre..., así como para distraer las brumosas y grises melancolías, helo aquí.
* * *
Había en una ciudad inmensa y brillante un rey muy poderoso, que tenía trajes caprichosos y ricos, esclavas desnudas, blancas y negras; caballos de largas crines, armas flamantísimas, galgos rápidos y monteros con cuernos de bronce, que llenaban el viento con sus fanfarrias. ¿Era un rey poeta? No, amigo mío: era el Rey Burgués.
* * *
Era muy aficionado a las artes el soberano y favorecía con gran largueza a sus músicos, a sus hacedores de ditirambos, pintores, escultores, boticarios, barberos y maestros de esgrima.
Cuando iba a la floresta, junto al corzo o jabalí herido y sangriento, hacía improvisar a sus profesores de retórica canciones alusivas; los criados llenaban las copas del vino de oro que hierve, y las mujeres batían palmas con movimientos rítmicos y gallardos. Era un rey sol, en su Babilonia llena de músicas, de carcajadas y de ruido de festín. Cuando se hastiaba de la ciudad bullente, iba de caza, atronando el bosque con sus tropeles; y hacía salir de sus nidos a las aves asustadas, y el vocerío repercutía en lo más escondido de las cavernas. Los perros, de patas elásticas, iban rompiendo la maleza en la carrera, y los cazadores, inclinados sobre el pescuezo de los caballos, hacían ondear los mantos purpúreos, y llevaban las caras encendidas y las cabelleras al viento.
* * *
El rey tenía un palacio soberbio, donde había acumulado riquezas y objetos de arte maravilloso. Llegaba a él por entre grupos de lilas y extensos estanques, siendo saludado por los cisnes de cuellos blancos antes que por los lacayos estirados. Buen gusto. Subía por una escalera llena de columnas de alabastro y de esmaragdina, que tenía a los lados leones de mármol, como los de los troncos salomónicos. Refinamiento. A más de los cisnes tenía una vasta pajarera, como amante de la armonía, del arrullo, del trino; y cerca de ella iba a ensanchar su espíritu leyendo novelas de M. Ohnet, o bellos libros sobre cuestiones gramaticales, o críticas hermosillescas. Eso sí, defensor acérrimo de la corrección académica en letras, y del modo lamido en artes; alma sublime amante de la lija y de la ortografía.
* * *
¡Japonerías! ¡Chinerías!, por lujo, y nada más.
Bien podía darse el placer de un salón digno del gusto de un Goncourt y de los millones de un Creso: quimeras de bronce con las fauces abiertas y las colas enroscadas, en grupos fantásticos y maravillosos; lacas de Kioto con incrustaciones de hojas y ramas de una flora monstruosa, y animales de una fauna desconocida; mariposas de raros abanicos junto a las paredes; peces y gallos de colores; máscaras de gestos infernales y con ojos como si fuesen vivos; partesanas de hojas antiquísimas y empuñaduras con dragones devorando flores de loto; y en conchas de huevo, túnicas de seda amarilla, como tejidas con hilos de araña, sembradas de garzas rojas y de verdes matas de arroz; y tibores, porcelanas de muchos siglos, de aquellas en que hay guerreros tártaros con una piel que les cubre hasta los riñones, y que llevan arcos estirados y manojos de flechas.
Por lo demás, había el salón griego, lleno de mármoles: diosas, musas, ninfas y sátiros; el salón de los tiempos galantes con cuadros del gran Watteau y de Chardin; dos, tres, cuatro, ¡cuántos salones!
Y Mecenas se paseaba por todos, con la cara inundada de cierta majestad, el vientre feliz y la corona en la cabeza, como un rey de naipe.
* * *
Un día le llevaron una rara especie de hombre ante su trono, donde se hallaba rodeado de cortesanos, de retóricos y de maestros de equitación y de baile.
—¿Qué es eso?—preguntó.
—Señor, es un poeta.
El rey tenía cisnes en el estanque, canarios, gorriones, senzontes en la pajarera: un poeta era algo nuevo y extraño.
—Dejadle aquí.
Y el poeta:
Y el rey:
—Habla, y comerás.
Comenzó:
* * *
—Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del porvenir. He tendido mis alas al huracán, he nacido en el tiempo de la aurora: busco la raza escogida que debe esperar, con el himno en la boca y la lira en la mano, la salida del gran sol. He abandonado la inspiración de la ciudad malsana, la alcoba llena de perfumes, la musa de carne que llena el alma de pequeñez y el rostro de polvos de arroz. He roto el arpa adulona de las cuerdas débiles contra las copas de Bohemia y las jarras donde espumea el vino que embriaga sin dar fortaleza; he arrojado el manto que me hacía parecer histrión, o mujer, y he vestido de modo salvaje y espléndido: mi harapo es de púrpura. He ido a la selva, donde he quedado vigoroso y ahito de leche fecunda y licor de nueva vida; y en la ribera del mar áspero, sacudiendo la cabeza bajo la fuerte y negra tempestad, como un ángel soberbio, o como un semidiós olímpico, he ensayado el yambo dando al olvido el madrigal.
He acariciado a la gran Naturaleza, y he buscado el calor del ideal, el verso que está en el astro en el fondo del cielo, y el que está en la perla en lo profundo del Océano. ¡He querido ser pujante! Porque viene el tiempo de las grandes revoluciones, con un Mesías todo luz, todo agitación y potencia, y es preciso recibir su espíritu con el poema que sea arco triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro, de estrofas de amor.
¡Señor!, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol, ni en los cuadros lamidos, ni en el excelente señor Ohnet! ¡Señor!, el arte no viste pantalones, ni habla en burgués, ni pone los puntos en todas las íes. El es augusto, tiene mantos de oro, o de llamas, o anda desnudo, y amasa la greda con fiebre, y pinta con luz, y es opulento, y da golpes de ala como las águilas, o zarpazos como los leones. Señor, entre un Apolo y un ganso, preferid al Apolo, aunque el uno sea de tierra cocida y el otro de marfil.
¡Oh, la poesía!
¡Y bien! Los ritmos se prostituyen, se cantan los lunares de las mujeres y se fabrican jarabes poéticos. Además, señor, el zapatero critica mis endecasílabos, y el señor profesor de farmacia pone puntos y comas a mi inspiración. Señor, ¡y vos lo autorizáis todo esto!... El ideal, el ideal...
El rey interrumpió:
Y un filósofo al uso:
—Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una caja de música; podemos colocarle en el jardín, cerca de los cisnes, para cuando os paseéis.
—Sí—dijo el rey; y dirigiéndose al poeta:—Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de hambre. Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas ni de ideales. Id.
Y desde aquel día pudo verse a la orilla del estanque de los cisnes al poeta hambriento, que daba vueltas al manubrio: tiririrín, tiririrín..., ¡avergonzado a las miradas del gran sol! ¿Pasaba el rey por las cercanías? ¡Tiririrín, tiririrín...! ¿Había que llenar el estómago? ¡Tiririrín! Todo entre las burlas de los pájaros libres que llegaban a beber rocío en las lilas floridas, entre el zumbido de las abejas que le picaban el rostro y le llenaban los ojos de lágrimas..., ¡lágrimas amargas que rodaban por sus mejillas y que caían a la tierra negra!
Y llegó el invierno, y el pobre sintió frío en el cuerpo y en el alma. Y su cerebro estaba como petrificado, y los grandes himnos estaban en el olvido, y el poeta de la montaña coronada de águilas no era sino un pobre diablo que daba vueltas al manubrio: ¡tiririrín!
Y cuando cayó la nieve se olvidaron de él el rey y sus vasallos; a los pájaros se les abrigó, y a él se le dejó al aire glacial, que le mordía las carnes y le azotaba el rostro.
Y una noche en que caía de lo alto la lluvia blanca de plumillas cristalizadas, en el palacio había festín, y la luz de las arañas reía alegre sobre los mármoles, sobre el oro y sobre las túnicas de los mandarines de las viejas porcelanas. Y se aplaudían hasta la locura los brindis del señor profesor de retórica, cuajados de dáctilos, de anapestos y de pirriquios, mientras en las copas cristalinas hervía el Champaña con su burbujeo luminoso y fugaz. ¡Noche de invierno, noche de fiesta! Y el infeliz, cubierto de nieve, cerca del estanque, daba vueltas al manubrio para calentarse, tembloroso y aterido, insultado por el cierzo, bajo la blancura implacable y helada, en la noche sombría, haciendo resonar entre los árboles sin hojas la música loca de las galopas y cuadrillas; y se quedó muerto, pensando en que nacería el sol del día venidero, y con él el ideal..., y en que el arte no vestiría pantalones, sino manto de llamas de oro... Hasta que al día siguiente lo hallaron el rey y sus cortesanos, al pobre diablo de poeta, como gorrión que mata el hielo, con una sonrisa amarga en los labios, y todavía con la mano en el manubrio.
* * *
¡Oh, mi amigo!, el cielo está opaco; el aire frío; el día, triste. Flotan brumosas y grises melancolías...
Pero, ¡cuánto calienta el alma una frase, un apretón de manos a tiempo! Hasta la vista
ELIZABIDE EL VAGABUNDO
Muchas veces, mientras trabajaba en aquel abandonado jardín, Elizabide el Vagabundo se decía al ver pasar a Maintoni, que volvía de la iglesia:
—¿Qué pensará?—¿Vivirá satisfecha? ¡La vida de Maintoni le parecía tan extraña! Porque era natural que quien como él había andado siempre a la buena de Dios rodando por el mundo, encontrara la calma y el silencio de la aldea deliciosos; pero ella, que no había salido nunca de aquel rincón, ¿no sentiría deseos de asistir a teatros, a fiestas, a diversiones, de vivir otra vida más espléndida, más intensa? Y como Elizabide el Vagabundo no se daba respuesta a su pregunta, seguía removiendo la tierra con su azadón filosóficamente.
—Es una mujer fuerte—pensaba después;—su alma es tan serena, tan clara, que llega a preocupar. Una preocupación científica, sólo científica, eso claro. Y Elizabide el Vagabundo, satisfecho de la seguridad que se concedía a sí mismo de que íntimamente no tomaba parte en aquella preocupación, seguía trabajando en el jardín abandonado de su casa.
Era un tipo curioso el de Elizabide el Vagabundo. Reunía todas las cualidades y defectos del vascongado de la costa: era audaz, irónico, perezoso, burlón. La ligereza y el olvido constituían la base de su temperamento: no daba importancia a nada, se olvidaba de todo. Había gastado casi entero su escaso capital en sus correrías por América, de periodista en un pueblo, de negociante en otro, aquí vendiendo ganado, allá comerciando en vinos. Estuvo muchas veces a punto de hacer fortuna, lo que no consiguió por indiferencia. Era de esos hombres que se dejan llevar por los acontecimientos sin protestar nunca. Su vida, él la comparaba con la marcha de uno de esos troncos que van por el río, que si nadie los recoge se pierden al fin en el mar.
Su inercia y su pereza eran más de pensamiento que de manos; su alma huía de él muchas veces: le bastaba mirar al agua corriente, contemplar una nube o una estrella para olvidar el proyecto más importante de su vida, y cuando no lo olvidaba por esto, lo abandonaba por cualquier otra cosa, sin saber por qué muchas veces.
Ultimamente se había encontrado en una estancia del Uruguay, y como Elizabide era agradable en su trato y no muy desagradable en su aspecto, aunque tenía ya sus treinta y ocho años, el dueño de la estancia le ofreció la mano de su hija, una muchacha bastante fea que estaba en amores con un mulato. Elizabide, a quien no le parecía mal la vida salvaje de la estancia, aceptó, y ya estaba para casarse cuando sintió la nostalgia de su pueblo, del olor a heno de sus montes, del paisaje brumoso de la tierra vascongada. Como en sus planes no entraban las explicaciones bruscas, una mañana, al amanecer, advirtió a los padres de su futura que iba a ir a Montevideo a comprar el regalo de boda; montó a caballo, luego en el tren; llegó a la capital, se embarcó en un transatlántico, y después de saludar cariñosamente la tierra hospitalaria de América, se volvió a España.
Llegó a su pueblo, un pueblecillo de la provincia de Guipúzcoa; abrazó a su hermano Ignacio, que estaba allí de boticario; fué a ver a su nodriza, a quien prometió no hacer ninguna escapatoria más, y se instaló en su casa. Cuando corrió por el pueblo la voz de que no sólo no había hecho dinero en América, sino que lo había perdido, todo el mundo recordó que antes de salir de la aldea ya tenía fama de fatuo, de insubstancial y de vagabundo.
El no se preocupaba absolutamente nada por estas cosas; cavaba en su huerta, y en los ratos perdidos trabajaba en construir una canoa para andar por el río, cosa que a todo el pueblo indignaba.
Elizabide el Vagabundo creía que su hermano Ignacio, la mujer y los hijos de éste le desdeñaban, y por eso no iba a visitarles más que de cuando en cuando; pero pronto vió que su hermano y su cuñada le estimaban y le hacían reproches porque no iba a verlos. Elizabide comenzó a acudir a casa de su hermano con más frecuencia.
La casa del boticario estaba a la salida del pueblo, completamente aislada; por la parte que miraba al camino tenía un jardín rodeado de una tapia, y por encima de ella salían ramas de laurel de un verde obscuro que protegían algo la fachada del viento del Norte. Pasando el jardín estaba la botica.
La casa no tenía balcones, sino sólo ventanas, y éstas abiertas en la pared sin simetría alguna; quizás esto era debido a que algunas de ellas estaban tapiadas.
Al pasar en el tren o en el coche de las provincias del Norte, ¿no habéis visto casas solitarias que, sin saber por qué, os daban envidia? Parece que allá dentro se debe vivir bien, se adivina una existencia dulce y apacible; las ventanas con cortinas hablan de interiores casi monásticos, de grandes habitaciones amuebladas con arcas y cómodas de nogal, de inmensas camas de madera; de una existencia tranquila, sosegada, cuyas horas pasan lentas, medidas por el viejo reloj de alta caja que lanza en la noche su sonoro tic-tac.
La casa del boticario era de éstas: en el jardín se veían jacintos, heliotropos, rosales y enormes hortensias que llegaban hasta la altura de los balcones del piso bajo. Por encima de la tapia del jardín caían como en cascada un torrente de rosas blancas, sencillas, que en vascuence se llaman choruas (locas) por lo frívolas que son y por lo pronto que se marchitan y se caen.
Cuando Elizabide el Vagabundo fué a casa de su hermano, ya con más confianza, el boticario y su mujer, seguidos de todos los chicos, le enseñaron la casa, limpia, clara y bien oliente; después fueron a ver la huerta, y aquí Elizabide el Vagabundo vió por primera vez a Maintoni, que, con la cabeza cubierta con un sombrero de paja, estaba recogiendo guisantes en la falda del delantal. Elizabide y ella se saludaron fríamente.
—Vamos hacia el río—le dijo a su hermana la mujer del boticario.—Diles a las chicas que lleven el chocolate allí.
Maintoni se fué hacia la casa, y los demás, por una especie de túnel largo formado por perales que tenían las ramas extendidas como las varillas de un abanico, bajaron a una plazoleta que estaba junto al río, entre árboles, en donde había una mesa rústica y un banco de piedra. El sol, al penetrar entre el follaje, iluminaba el fondo del río y se veían las piedras redondas del cauce y los peces que pasaban lentamente brillando como si fueran de plata. La tarde era de una tranquilidad admirable; el cielo azul, puro y tranquilo.
Antes del caer de la tarde las dos muchachas de casa del boticario vinieron con bandejas en la mano trayendo chocolate y bizcochos. Los chicos se abalanzaron sobre los bizcochos como fieras. Elizabide el Vagabundo habló de sus viajes, contó algunas aventuras, y tuvo suspensos de sus labios a todos. Sólo ella, Maintoni, pareció no entusiasmarse gran cosa con aquellas narraciones.
—Mañana vendrás, tío Pablo, ¿verdad?—le decían los chicos.
—Sí, vendré.
Y Elizabide el Vagabundo se marchó a su casa y pensó en Maintoni y soñó con ella. La veía en su imaginación tal cual era: chiquitilla, esbelta, con sus ojos negros, brillantes, rodeada de sus sobrinos, que le abrazaban y le besuqueaban.
Como el mayor de los hijos del boticario estudiaba el tercer año del bachillerato, Elizabide se dedicó a darle lecciones de francés, y a estas lecciones se agregó Maintoni.
Elizabide comenzaba a sentirse preocupado con la hermana de su cuñado, tan serena, tan inmutable; no se comprendía si su alma era un alma de niña sin deseos ni aspiraciones, o si era una mujer indiferente a todo lo que no se relacionase con las personas que vivían en su hogar. El vagabundo la solía mirar absorto.—¿Qué pensará?—se preguntaba. Una vez se sintió atrevido, y la dijo:
—¿Y usted no piensa casarse, Maintoni?
—¡Yo! ¡casarme!
—¿Por qué no?
—¿Quién va a cuidar de los chicos si me caso? Además, yo ya soy nesca-zarra (solterona)—contestó ella riéndose.
—¡A los veintisiete años solterona! Entonces yo, que tengo treinta y ocho, debo de estar en el último grado de la decrepitud.
Maintoni a esto no dijo nada; no hizo más que sonreir.
Aquella noche Elizabide se asombró al ver lo que le preocupaba Maintoni.
—¿Qué clase de mujer es ésta?—se decía.—De orgullosa no tiene nada, de romántica tampoco, y sin embargo...
En la orilla del río, cerca de un estrecho desfiladero, brotaba una fuente que tenía un estanque profundísimo; el agua parecía allí de cristal por lo inmóvil. Así era quizás el alma de Maintoni—se decía Elizabide—y sin embargo...—Sin embargo, a pesar de sus definiciones, la preocupación no se desvanecía; al revés, iba haciéndose mayor.
Llegó el verano; en el jardín de la casa del boticario reuníanse toda la familia, Maintoni y Elizabide el Vagabundo. Nunca fué éste tan exacto como entonces, nunca tan dichoso y tan desgraciado al mismo tiempo. Al anochecer, cuando el cielo se llenaba de estrellas y la luz pálida de Júpiter brillaba en el firmamento, las conversaciones se hacían más íntimas, más familiares, coreadas por el canto de los sapos. Maintoni se mostraba más expansiva, más locuaz.
A las nueve de la noche, cuando se oía el sonar de los cascabeles de la diligencia que pasaba por el pueblo con un gran farol sobre la capota del pescante, se disolvía la reunión y Elizabide se marchaba a su casa haciendo proyectos para el día de mañana, que giraban siempre alrededor de Maintoni.
A veces, desalentado, se preguntaba:—¿No es imbécil haber recorrido el mundo para venir a caer en un pueblecillo y enamorarse de una señorita de aldea? ¡Y quién se atrevía a decirle nada a aquella mujer, tan serena, tan impasible!
Fué pasando el verano, llegó la época de las fiestas, y el boticario y su familia se dispusieron a celebrar la romería de Arnazabal como todos los años.
—¿Tú también vendrás con nosotros?—le preguntó el boticario a su hermano.
—Yo no.
—¿Por qué no?
—No tengo ganas.
—Bueno, bueno; pero te advierto que te vas a quedar solo, porque hasta las muchachas vendrán con nosotros.
—¿Y usted también?—dijo Elizabide a Maintoni.
—Sí. ¡Ya lo creo! A mí me gustan mucho las romerías.
—No hagas caso, que no es por eso—replicó el boticario.—Va a ver al médico de Arnazabal, que es un muchacho joven que el año pasado le hizo el amor.
—¿Y por qué no?—exclamó Maintoni sonriendo.
Elizabide el Vagabundo palideció, enrojeció; pero no dijo nada.
La víspera de la romería el boticario le volvió a preguntar a su hermano:
—¿Conque vienes o no?
—Bueno, iré—murmuró el vagabundo.
Al día siguiente se levantaron temprano y salieron del pueblo, tomaron la carretera, y después, siguiendo veredas, atravesando prados cubiertos de altas hierbas y de purpúreas digitales, se internaron en el monte. La mañana estaba húmeda, templada; el campo mojado por el rocío; el cielo azul muy pálido, con algunas nubecillas blancas que se deshilachaban en estrías tenues. A las diez de la mañana llegaron a Arnazabal, un pueblo en un alto, con su iglesia, su juego de pelota en la plaza, y dos o tres calles formadas por caseríos.
Entraron en el caserío, propiedad de la mujer del boticario, y pasaron a la cocina. Allí comenzaron los agasajos y los grandes recibimientos de la vieja de la casa, que abandonó su labor de echar ramas al fuego y de mecer la cuna de un niño; se levantó del fogón bajo, en donde estaba sentada, y saludó a todos, besando a Maintoni, a su hermana y a los chicos. Era una vieja flaca, acartonada, con un pañuelo negro en la cabeza; tenía la nariz larga y ganchuda, la boca sin dientes, la cara llena de arrugas y el pelo blanco.
—¿Y vuestra merced es el que estaba en las Indias?—preguntó la vieja a Elizabide, encarándose con él.
—Sí; yo era el que estaba allá.
Como habían dado las diez, y a esta hora empezaba la Misa mayor, no quedaba en casa más que la vieja. Todos se dirigieron a la iglesia.
Antes de comer, el boticario, ayudado de su cuñada y de los chicos, disparó desde una ventana del caserío una barbaridad de cohetes, y después bajaron todos al comedor. Había más de veinte personas en la mesa, entre ellas el médico del pueblo, que se sentó cerca de Maintoni, y tuvo para ella y para su hermano un sin fin de galanterías y de oficiosidades.
Elizabide el Vagabundo sintió una tristeza tan grande en aquel momento, que pensó en dejar la aldea y volverse a América. Durante la comida, Maintoni le miraba mucho a Elizabide.
—Es para burlarse de mí—pensaba éste.—Ha sospechado que la quiero, y coquetea con el otro. El golfo de Méjico tendrá que ser otra vez conmigo.
Al terminar la comida eran más de las cuatro; había comenzado el baile. El médico, sin separarse de Maintoni, seguía galanteándola, y ella seguía mirando a Elizabide.
Al anochecer, cuando la fiesta estaba en su esplendor, comenzó el aurrescu. Los muchachos, agarrados de las manos, iban dando vuelta a la plaza, precedidos de los tamborileros; dos de los mozos se destacaron, se hablaron, parecieron vacilar, y descubriéndose, con las boinas en la mano, invitaron a Maintoni para ser la primera, la reina del baile. Ella trató de disuadirles en vascuence: miró a su cuñado, que sonreía; a su hermana, que también sonreía, y a Elizabide, que estaba fúnebre.
—Anda, no seas tonta—le dijo su hermana.
Y comenzó el baile con todas sus ceremonias y sus saludos, recuerdos de una edad primitiva y heroica. Concluído el aurrescu, el boticario sacó a bailar el fandango a su mujer, y el médico joven a Maintoni.
Obscureció: fueron encendiéndose hogueras en la plaza, y la gente fué pensando en la vuelta. Después de tomar chocolate en el caserío, la familia del boticario y Elizabide emprendieron el camino hacia casa.
A lo lejos, entre los montes, se oían los irrintzis de los que volvían de la romería, gritos como relinchos salvajes. En las espesuras brillaban los gusanos de luz como estrellas azuladas, y los sapos lanzaban su nota de cristal en el silencio de la noche serena.
De vez en cuando, al bajar alguna cuesta, al boticario se le ocurría que se agarraran todos de la mano, y bajaban la cuesta cantando:
Aita San Antoniyo Urquiyolacua. Ascoren biyotzeco santo devotua.
A pesar de que Elizabide quería alejarse de Maintoni, con la cual estaba indignado, dió la coincidencia de que ella se encontraba junto a él. Al formar la cadena, ella le daba la mano, una mano pequeña, suave y tibia. De pronto, al boticario, que iba el primero, se le ocurría pararse y empujar para atrás, y entonces se daban encontronazos los unos contra los otros, y a veces Elizabide recibía en sus brazos a Maintoni. Ella reñía alegremente a su cuñado, y miraba al vagabundo, siempre fúnebre.
—Y usted, ¿por qué está tan triste?—le preguntó Maintoni con voz maliciosa, y sus ojos negros brillaron en la noche.
—¡Yo! No sé. Esta maldad de hombre que sin querer le entristecen las alegrías de los demás.
—Pero usted no es malo—dijo Maintoni, y le miró tan profundamente con sus ojos negros, que Elizabide el Vagabundo, se quedó tan turbado, que pensó que hasta las mismas estrellas notarían su turbación.
—No, no soy malo—murmuró Elizabide—; pero soy un fatuo, un hombre inútil, como dice todo el pueblo.
—¿Y eso le preocupa a usted, lo que dice la gente que no le conoce?
—Sí, temo que sea la verdad, y para un hombre que tendrá que marcharse otra vez a América, ese es un temor grave.
—¡Marcharse! ¿Se va usted a marchar?—murmuró Maintoni con voz triste.
—Sí.
—¿Pero por qué?
—¡Oh! A usted no se lo puedo decir.
—¿Y si yo lo adivinara?
—Entonces lo sentiría mucho, porque se burlaría usted de mí, que soy viejo...
—¡Oh, no!
—Que soy pobre.
—No importa.
—¡Oh, Maintoni! ¿De veras? ¿No me rechazaría usted?
—No; al revés.
—Entonces... ¿me querrás como yo te quiero?—murmuró Elizabide el Vagabundo en vascuence.
—Siempre, siempre...—Y Maintoni inclinó su cabeza sobre el pecho de Elizabide y éste la besó en su cabellera castaña.
—¡Maintoni! ¡Aquí!—le dijo su hermana, y ella se alejó de él; pero se volvió a mirarle una vez, y muchas.
Y siguieron todos andando hacia el pueblo por los caminos solitarios. En derredor vibraba la noche llena de misterios; en el cielo palpitaban los astros. Elizabide el Vagabundo, con el corazón anegado de sensaciones inefables, sofocado de felicidad, miraba con los ojos muy abiertos una estrella lejana, muy lejana, y le hablaba en voz baja...
LA EPOPEYA DE UNA ZÍNGARA
El sol caía a plomo sobre la ancha carretera, uno de esos caminos oficiales de Castilla en cuyas lindes busca inútilmente el viajero un árbol que le preste sombra o un arroyo donde calmar su sed. Campos agostados, planicies incultas, áridos y desiguales montículos, mucha luz en el cielo y poca alegría en la tierra: he aquí el espectáculo ofrecido por aquella naturaleza sedienta, amodorrada, codiciosa de aire y de frescura, en la que el silencio hubiera reinado en absoluto a no ser por alguna que otra banda de codornices, las cuales, alzándose de entre los rastrojos, cruzábanlos presurosamente con un rumor no interrumpido de gritos salvajes y de vigorosos aleteos, levantando una nube de polvo, que se transformaba en lluvia de oro al caer herida por los rayos del sol.
Tarde calurosa de Agosto, que convertía en inhospitalario desierto el camino y los campos que lo circundaban, era aquélla; y perdida en este desierto, sufriendo el bochorno que abrasaba la atmósfera, asfixiándose con el polvo por ella misma levantado al proseguir su rumbo, veíase una pequeña y miserable caravana, que hubiese puesto piedad en los ojos y amargura en el corazón de quien la mirase atentamente; pero los hombres suelen mirar estas cosas sin verlas; para ellas no existen otros ojos ni otro amparo que los de Dios; y hasta Dios suele distraerse muchas veces.
Constituían la caravana una mujer, un burro y tres niños.
La mujer iba delante, descalza de pie y pierna, cubierta de andrajos y de polvo, moviéndose con fatigosa lentitud, entreabriendo la boca para respirar el aire que penetraba en sus pulmones, y sosteniendo en sus brazos a un niño de pocos meses, envuelto en un jirón de lienzo remendado y sucio; el niño estrujaba con sus manecitas el pecho de la madre, y tiraba de él, sujetándolo con sus labios, para extraer el jugo que generosamente le ofrecía. La mujer era joven, y hubiera sido también hermosa, a juzgar por sus ojos negros y brillantes, por sus labios rojos, por su dentadura blanca e igual y por la esbeltez de su cuerpo entero, si la miseria, al apoderarse de ella, no la hubiese deformado y envejecido, curtiendo su cutis, arrugándolo prematuramente, enflaqueciendo sus carnes y enmarañando su cabellera, que se pegaba entonces a una frente ennegrecida y sudorosa; la pobre criatura pudo ser bella; pero de su belleza no queda más rastro que el de sus pupilas, expresivas y negras, clavadas con profundo amor en el rostro moreno de su hijo.
Detrás de ella marchaba el asno, sucio, flaco y ceniciento pollino, de vientre angosto y lomo huesudo, con las orejas gachas, el rabo caído y las patas llenas de esparavanes, sosteniendo por carga única dos anchos alforjones que caían a uno y otro lado de la albarda; dentro de ellos, sobre un montón de trapos y papeles, iban dos niños, que se servían mutuamente de contrapeso, ofreciendo a la vez doloroso contraste, pues mientras el más joven dormía con la cara echada hacia atrás, la sonrisa en la boca y la salud en las mejillas, el mayor, de edad de cinco años, retorciéndose sobre el inconcebible camastro, miraba a su madre con ojos muy abiertos, extraviados por la fiebre, y contraía sus labios a impulsos de internos dolores, y agonizaba de calentura bajo aquella atmósfera de plomo.
¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Por qué atravesaban el estéril camino con una criatura enferma al lado y un sol implacable en el cielo, los individuos de aquella caravana?
¿Quiénes eran? Una familia de zíngaros huérfana de padre, que recorría Europa implorando la pública caridad. ¿De dónde venían? Del inmediato pueblo, en el que no pudo detenerse la mujer un instante siquiera para llenar su cántaro vacío, porque los aldeanos la habían amenazado con golpearla, a ella, a la miserable, a la vagabunda, a la bruja, a la gitana, si no partía inmediatamente de allí, sin alimento, sin agua, sin reposo, con su hijo enfermo, con sus pies heridos, con su pecho exhausto, maldita de Dios y perseguida de los hombres; y la infeliz mujer, amedrentada, sola, sin sostén, sin ayuda, abandonó la aldea y prosiguió su marcha entre el polvo y el calor, volviendo de cuando en cuando los ojos para contemplar a su hijo enfermo, y clavándolos después, con expresión amarga y rencorosa, en el distante lugarejo, del que sólo podía distinguirse la torre de la iglesia destacando en el espacio su contorno gris.
* * *
El niño enfermo, incorporándose trabajosamente sobre la alforja que le servía de cama, extendió sus brazos en dirección de la joven, y dijo con voz débil:
—¡Madre!
La zíngara respondió al llamamiento, dirigiéndose precipitadamente al sitio que ocupaba el muchacho.
—¿Qué quieres, hijo mío?—murmuró, dejando al niño de pecho junto a su hermano dormido, y rodeando con sus brazos la garganta del enfermo.
—Agua—respondió éste.—Dame agua... tengo mucha sed...; ¡me quema aquí!
Y señalaba con un dedo su pecho tembloroso y desnudo.
—¡Agua!—gritó la madre con espanto.—¡Agua!... ¿Dónde encontrarla, hijo?
—¡Agua!—repuso el niño.—¡Me muero de sed!...
Y entreabría sus labios abrasados por la fiebre, y miraba a su madre con miradas tan suplicantes, tan llenas de amargura, que ésta se puso pálida y rompió en sollozos.
Era su hijo, la carne de su carne, el que reclamaba un socorro del que dependía acaso su existencia; y ella, su madre, no podía prestárselo; en vano registró con ansia en el interior del cantaruelo; estaba vacío, no quedaba ni una gota de agua en su fondo; la mujer miró al cielo, en el cielo no había una nube; registró después el camino solitario, los campos de trigo, las planicies, las praderas, el horizonte entero; en fin, ¡nada!, no encontró nada. Aquella tierra sedienta parecía decir a la zíngara, mostrándole sus fauces contraídas y secas: «¿Agua para tu hijo?... Aquí no hay agua para nadie. ¡Que se muera de sed como yo!» Y la zíngara, abrazando el cuerpo del muchacho, repetía con gesto de fiera y ademán de loca:
—¡No hay nada! ¡no puedo darte nada! ¿Dónde voy a encontrar ahora agua, hijo mío?...
¡Pobre mujer!... Allí no brotaba más que un manantial: el de su llanto.
De pronto la zíngara sonrió, con una sonrisa de esperanza; a cuatro pasos del grupo alzábase la caseta de un peón caminero; su puerta cerrada, como sus ventanas, predecía la ausencia del dueño; pero acaso estaría dentro alguien que pudiera atender sus súplicas, y la joven golpeó nerviosamente aquella puerta inmóvil. Sus afanes fueron inútiles; nadie vino en su auxilio tampoco.
Rendida de llamar, sin saber lo que hacía, dió vuelta a los muros, y cuando llegaba a la espalda de la casa, vió con placer y con asombro, recostada contra la tapia y protegida por la sombra de ésta, una cazuela llena de agua. La mujer miró esto; pero no pudo mirar—a tal extremo la cegaban la sorpresa y el júbilo—que al mismo tiempo que ella, y movido por iguales deseos, se dirigía hacia el cacharro un mastín enorme, con el pelo erizado, la boca abierta, la baba colgando y los ojos codiciosos y brillantes.
Al distinguir a la mujer, el perro lanzó un gruñido; la zíngara levantó la cabeza, y comprendiendo las intenciones del animal, apresuró el paso; uno y otra llegaron a la vez al lado del cacharro, y se detuvieron un instante para contemplarle en ademán de desafío; la mujer extendió el brazo, y su enemigo, al advertir el movimiento, acortó distancia y se puso delante de la cazuela con las pupilas encendidas y enseñando los dientes.
No pensaba en huir; hallábase dispuesto a defender aquel cacharro lleno de agua.
—¡Ah, tú también!—gritó la zíngara contemplando a su adversario con rabia.—¡Pues no lo tendrás!
Y descargó un vigoroso puñetazo sobre el hocico del mastín.
Este dió un salto, apoyó sobre el pecho de la joven sus patas delanteras, la obligó a caer al suelo e hizo presa en su hombro. La zíngara lanzó un grito de dolor y de furia; y, sin acobardarse, frenética, desesperada, cogiendo con ambas manos la garganta de su enemigo, apretó con rabia, con ira, con frenesí, con heroico y brutal arranque, mientras el perro la desgarraba el hombro con sus afilados colmillos.
La lucha siguió breves instantes empeñada, silenciosa, terrible; los dos combatientes se revolcaban por el suelo, dispuestos a vencer, y procurando conseguirlo, para lo cual clavaba el perro sus colmillos en los hombros de la mujer, y clavaba ésta sus dedos en la musculosa garganta del mastín...
De pronto el perro exhaló un quejido doloroso, abrió la boca, y cayó de espaldas. Los dedos de la zíngara lo habían ahogado.
Esta se alzó del suelo jadeante, pálida; su corpiño, roto en jirones, dejaba al descubierto su pecho y sus hombros, en los que aparecían tres heridas anchas y profundas; por los labios de aquellas heridas brotaban tres hilos de sangre.
Pero la zíngara no hizo caso; dió con el pie al cadáver de su enemigo; cogió la cazuela, objeto de la lucha; corrió en busca de su hijo, y sin cuidarse ni acordarse siquiera de sus heridas, ni de sus sufrimientos, ni de la sangre que corría por sus hombros, abrillantada por los rayos del sol, acercó el cacharro a los labios del enfermo y le dijo con sonrisa alegre y voz cariñosa:
—Aquí tienes agua, ¡bebe, hijo mío!
LOS TRES REYES DE ORIENTE
Es la Nochebuena de 1916; una noche glacial, obscura y lúgubre, sin villancicos ni serenatas, sin risas ni crótalos, sin panderetas ni albogues. En el silencio de la tierra triste sólo se escucha, de tarde en tarde, un zumbido lejano, un ronco tremor que se extiende con aciaga pesadumbre en el aire gélido y sonoro.
Por un camino, en la desierta llanura, viene de Oriente una caravana. Bajo el cielo adusto, huérfano de sus claros luminares, sólo se ven o se adivinan las siluetas: unos caballos vigorosos, unos dromedarios de robusta joroba, tres jinetes, unos bultos informes arrebozados en las tinieblas.
Llegando a cierto lugar donde se juntan otros caminos, la caravana vacila y se detiene. El cielo parece de ébano; la tierra, de bronce; el aire, un afilado puñal; y es el silencio tan hondo, que se oye el latir del corazón en las entrañas.
Una luz, verde y cruda, rasga de súbito el horizonte lejano, cunde como una centella, se abre al modo de una rosa, y cae deshecha en lágrimas sobre el manto sombrío de la noche. A esta luz, siguen muchas semejantes, y a las luces, unos retumbos pavorosos que hacen temblar la tierra, y a los retumbos, el silencio otra vez.
Y, entonces, la caravana sigue su ruta en las tinieblas...
* * *
Un fuerte resplandor alumbra todo el cielo en Occidente; la llanura se tiñe de roja claridad; los ámbitos se pueblan de voces y tronidos. Es la guerra que cabalga en su negro corcel por los campos europeos; es la Muerte, que, en plena Navidad cristiana, viene a arrullar las cunas con el bárbaro son del hierro y de la pólvora, a encender sus infames hogueras en la noche, en la bendita Noche en que se dijo: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad...»
Y arden las casas de los hombres, como antorchas de Luzbel, bajo los rayos de la implacable artillería; a la luz de los incendios, pasan las muchedumbres de soldados con un fragor de tempestad. Son legiones innumerables de todas las razas y banderas: aquí, la cruz, allí la media luna, acá las lises, más allá las águilas y, juntos en la hueste, el casco y el turbante, el capote y el alquicel, los rostros de ébano y de nieve, todos estremecidos por la misma cólera infernal.
Y al paso de estas ciegas multitudes se abren los senos de la tierra, se conmueven las montañas, crujen los bosques, enrojecen los ríos, flamean los aires y caen las vidas de los hombres como las mieses al golpe de la hoz.
* * *
La caravana que venía de Oriente, para otra vez ante el desfile trágico. Rojas lenguas de fuego tiemblan al borde del camino. Una ciudad arde en la noche.
A su siniestro fulgor, se descubre la calidad y riqueza de los tres peregrinos viajeros.
Son tres Reyes. El uno es persa: venerable la figura, verdes los ojos, la barba de nieve, majestuosa la actitud. Viste una túnica de púrpura y de oro; ciñe un alfanje, con un topacio sobre el puño, y trae sobre la túnica un rico manto de armiño.
El otro Rey es árabe: tiene la barba negra y ensortijada, los labios gruesos, la nariz de fino dibujo, los ojos negros, grandes y hermosos, en figura de almendra. El sayo es bermejo, bordado con áureas labores; rojo también el turbante; preciosa la espada, con puño de oro y de rubíes; el manto, azul.
Y el otro Rey, etíope. Es negra su tez como la endrina, pero elegante el cuerpo y nobles las facciones, alta la frente, aguileña la nariz, muy rojos los labios, puntiaguda la barba, muy blancos los ojos y los dientes, rizo y menudo el cabello, como granos de pimienta. Ciñe un vestido blanco, de graciosos pliegues, y es nevada también la xema o toga que luce, con tornasoles de oro. Trae al cuello desnudo una sarta de corales, y a la cintura, en el verde tahalí, un cuchillo con el puño de oro y esmeraldas.
Vienen los tres Reyes en sendos caballos, negro, blanco y alazán. Sígueles larga servidumbre, con camellos y acémilas, y un carro, lleno de pródigos caudales.
* * *
Como en el ancho desierto, cuando sopla el simún, se levantan las arenas y, en espantosos torbellinos, giran ardientes, azotan el aire, obscurecen el sol y caen sobre las pobres caravanas que, unidas en un haz, esperan temblando hallar en las arenas sepultura, así, de pronto, una nube de soldados, hirviente y clamorosa, con ímpetus de simún, llega por trochas y veredas a la ciudad en llamas y cae sobre los tres Reyes peregrinos.
Cercados por la tropa, que ya husmea el regio botín, presa de un ejército alegre y victorioso, van, con mengua de su noble majestad, cautivos entre lanzas y fusiles, a las tiendas del vencedor.
El cual, un viejo adusto y orgulloso, de recios bigotes blancos, y envuelto en una capa gris, los recibe, sin grande cortesía, en su habitación de campaña, toda llena de planos y mapas de colores, erizados de banderitas y alfileres.
—¿Quiénes sois vosotros—dice arrogante el general—que así os atrevéis a pasar las líneas de batalla? ¿Ignoráis, acaso, que en estas líneas no puede, sin grave riesgo, entrar gente forastera y civil? ¿Quiénes sois vosotros, simples o traidores, que con tanta llaneza osáis venir con armas y mercancías a estos lugares prohibidos? ¿Qué documentos, qué razones abonan vuestra audacia? ¿Sabéis el castigo que aquí se inflige a los espías? Hablad pronto, extranjeros; decidme quiénes sois y de dónde venís; mostradme pasaportes y papeles, y agradeced a esta cruz que llevo sobre el pecho que no os aplique, sin más preguntas ni demoras, el fallo inexorable de nuestra ley marcial...
* * *
—¿No me conocéis?—responde el rey anciano.—Es mi nombre Melchor. Soy del Irán, del antiguo y famoso imperio que abatió los orgullosos bríos de Babilonia, reina de las ciudades. Vengo del sacro Elburs, padre de los ríos terrestres, cuyas aguas vivas devuelven la juventud y resucitan a los difuntos. He llegado hasta aquí, al través de montañas y desiertos, cruzando las llanuras de la implacable soledad, las arenas crueles y los pantanos salobres, pero, merced a mis fatigas, traigo inciensos y bálsamos y perfumes de la Ciudad de las Rosas, de los jardines de Tiharán; paños de seda, más finos que el plumón de un ave, sembrados de arabescos y de flores, de leopardos y gacelas; perlas de Ormuz; tisúes de oro y plata, cojines y alcatifas de los bazares de Chiraz... Voy en busca de las tierras apacibles donde reina la paz del Señor, de Aquel que, niño y pobre, nació en un establo de Belén...
—Yo soy Gaspar—dice el segundo rey.—Vengo del Eufrates y el Tigris, de los bosques gigantes de palmeras, vecinas del mar y del desierto, de las tierras gloriosas y milenarias llenas de ruinas y sepulcros, de los osarios imponentes de la historia, de las ciudades muertas, que aun fatigan al mundo con el eco sonoro de sus nombres. Vengo de Basora y Bagdad, donde aprendí los cuentos de las Mil y una noches; puse a mi tienda entre los pálidos ladrillos de Khorsabad y de Nínive, de Babilonia y de Seleucia: cargué mis camellos de oro antiguo, de reliquias sagradas, magníficos despojos de los reyes de Siria; traje también yeguas de pura sangre arábiga y asnos blanquísimos, todos cargados de riquezas...
—Soy Baltasar—dice el rey negro.—Yo tengo mi palacio junto a las aguas del Nilo Azul que salta y corre entre lagos, volcanes y torrentes, al través del hielo de las cumbres y el fuego de los desiertos y los cráteres. Negro soy porque el sol me abrasó desde la cuna en las tierras bárbaras y esplendorosas de Etiopía. Crucé el Mar Rojo; pasé al Yemen, a la Arabia Feliz; seguí las rutas de la Meca, de Medina y Jerusalén; el camino glorioso de Damasco; hallé los tesoros de las antiguas reinas, la de Palmira y la de Saba; dormí a la sombra de los cedros del Líbano; bañé mi rostro en el Jordán, y vengo a Europa cargado de púrpuras y marfiles, de piedras y maderas preciosas, añejos licores, sándalos, mirras y cinamomos exquisitos, con ofrendas mil para los niños cristianos, para aquellos que aprendieron en la cuna el dulce nombre de Jesús...
* * *
Con muchas y siniestras carcajadas celebran en el campamento las razones de los Reyes Magos.
—Por fuerza sois—dice un príncipe grave y taciturno que acompaña al general—unos dementes o unos grandísimos socarrones cuando venís hogaño en disfraz de ingenuos y candorosos peregrinos, con aires de beatitud y de leyenda, a este mundo senil despedazado por el hierro y por el fuego. La culta, la cristiana Europa, maestra de cobardes hipocresías; la que destruye a sus propios hijos en nombre de la civilización, del derecho y de la libertad; la que puso una cruz en sus banderas y otra en el puño de sus espadas, hoy, ultrajando a Dios, se entrega a una furiosa bacanal de sangre. Ved las antorchas, las músicas y los cantos con que celebra la Navidad de Cristo: ciudades que arden, cañones que retumban, soldados que corren a la muerte lanzando gritos de odio. La paz del Señor sólo reina ya en los sepulcros. Los niños que aprendieron el nombre de Jesús, abandonan sus antiguos juegos y tienden las manos delicadas pidiendo el fusil, un fusil de veras que acierte a dar en un corazón. Ya todos saben que los Reyes de Oriente no han de venir, que aquellos Magos misteriosos y benévolos que en otras Pascuas apacibles colmaban de ofrendas los zapatitos del balcón, están ahora en las trincheras y reductos, temblorosos de frío y de nostalgia, deseando matar o morir. El acre incienso de la pólvora embriaga a los hombres, a las mujeres, a los niños; el oro se convierte en plomo, y la mirra en mortífero gas... Caminantes: si lo sois de buena fe, idos a vuestras montañas y desiertos, a los bosques de palmeras, al Nilo Azul, allá donde aun recitan al amor de la lumbre los cuentos de las Mil y una noches; huid a vuestras tierras bárbaras y remotas, y si es que allí, como creo, entraron también las Furias de la discordia y de la muerte, id a otras tierras todavía más salvajes, más escondidas y felices, donde jamás se oiga la palabra civilización, donde, a lo menos, se maten los hombres francamente, con el sano y desnudo valor de su barbarie, sin decir que se matan por la justicia y el derecho.
—Idos, sí—confirma el general,—pues a lo que veo sois hombres de bien. Pero quédense aquí vuestros bagajes y preseas, vuestros caballos y tesoros, a fin de que no caigan en manos del enemigo. Tornad a vuestras tierras, como Dios os diere a entender, que harto salváis con salvar vuestras vidas en estos infiernos de la Europa civilizada...
Y los Reyes Magos, pobres y desnudos, como el divino Infante de Belén, se van para siempre, tristes y cabizbajos, haciendo voto de no volver a este mundo por todos los siglos de los siglos.
LAS TRES COSAS DEL TIO JUAN
Todo el pueblo sabía que Apolinar se estaba derritiendo vivo por Lucía, y que, aunque ésta no se derretía por nadie, no ponía mala cara a las solicitudes del mozo. Matrimonio igual: ella, joven, guapa, robusta y, de añadidura, rica; él, en los linderos de los veinticinco, no pobre, medio señoritín por lo que iba para alcalde, y entrambos hijos únicos. No faltaba al naciente afecto más que el sacramento de la confirmación, y para eso no había otro obispo sino tío Juan, el Plantao, padre y señor natural de la dama requerida.
El ilustre linaje de los Plantaos distinguióse desde muy antiguo tiempo por una terquedad nativa, de que estaba justamente orgulloso, y, de haber querido proveerse de heráldica, su escudo no fuera otro que un clavo clavado por el revés en una pared de gules. Apolinar sentíase cohibido por esta testarudez hereditaria, y recelaba que el tío Juan saliese con una gaita de las suyas, porque era hombre que no se apartaba de sus síes o sus noes así lo hicieran pedazos.
No hubo más remedio que pasar el Rubicón... y tirarse de cabeza en aquellas honduras insondables de la voluntad paterna. El tío Juan había dicho una vez: «¿Qué trae ese por aquí?» Y para los que le conocían el genio, era bastante.
—Ahora que está tu padre en la bodega, voy y se lo espeto, y Dios quiera que pueda salir con cara alegre... Pero antes dime, para que lleve fuerza, que me quieres como yo te quiero, con los redaños del alma.
—Apolinar, que me aburres con tus quereres y tonteos. Si quieres decírselo, anda; y lo que saques a mi padre del buche eso será, porque yo también soy plantá.
Renegando de aquellos bravíos rigores de la casta, encaminóse Apolinar a la bodega, pasando primero bajo la llorosa parra, que tendía sus sarmientos como cuerdas secas, y después por el angosto corral atestado de aperos de labranza y cachivaches de vendimia. En la puerta de la bodega enredósele un manojo de telarañas en el bombín, y tragando saliva entró en la obscura pieza.
—¡Aquí! ¿Eres tú? Con este jinojo de tinglao no se ve gota.
Estaba el hombre muy metido en faena, en mangas de camisa, despechugado, con una pelambre de pecho que parecía una maceta de albahaca. Era más que medianamente apersonado, canoso y fuerte; y sudando, como estaba, parecía un oso polar.
—¿No se figura usted a lo que vengo?
—A tomar un jarrillo.
—No, señor; a tomar un parecer.
—Pues no es lo mesmo. Pero, anda, suéltala; que no hay hombre sin hombre.
—Con esa licencia... no sé cómo le diga que Lucía me tira un poco, un pocazo, si se han de decir las cosas conforme son. Y como me parece a mí que yo también le tiro una migaja, venía, porque es razón, a decirle qué le parece a usted de este tiraero que va por buen fin y por derecho camino.
Dióse tío Juan cuatro rasconazos en el testuz, y, volviendo las espaldas, fué a buscar el jarrillo y la venencia, y con ambas cosas en las manos, como quien echa el Dominus vobiscum, se abrió de brazos, diciendo:
—Todo el toque del hombre está en un sí y un no. Así es que, antes de soltar uno u otro, hay que rumiar bien las cosas. Tomaremos un par de alumbradores y que Dios sea con todos.
Y después de beber por riguroso turno, quedóse tío Juan rumiando aquel escopetazo, como un hermoso y prudente buey que no pone la pata sino en terreno firme.
—Pues atento a eso, digo que me parece a mí que la mujer se hizo para el hombre y el hombre para la mujer... y que por eso tiran el uno del otro. Pero como ni el hombre ni la mujer son siempre libres, otros han de agarrarse a la mancera para que el surco salga bien hecho y la simiente no se desperdicie. Yo, que por lo de ahora soy el gañán en este negocio, te digo que quien quiera ayuntarse con mi cordera ha de hacer tres cosas, sin que ninguna le perdone; no haciéndolas, ya se puede ir con viento fresco y levantar la parva.
—Aunque sean trescientas haré yo, con tal de meterme debajo del yugo. Eche usted, tío Juan, por esa boca, que ya se me hace tarde, y aunque me mande cargar con la bodega, todavía me había de parecer mandato ligero, según lo encalabrinado y emperrado que estoy con el aquel del tiraero que ya le he dicho.
—No soy tan bárbaro para mandar lo que está fuera de las fuerzas del hombre, por animal que sea. Las tres cosas que pido son éstas: que me traigan todos los días la primera gallinaza que suelte el gallo al romper el alba, para hacer un remedio de este dolor de ijares que me quita el resuello de cuando en cuando; que al que tenga ese querer, véalo yo una vez siquiera trincar un bocado de hierba sin doblar los corvejones, ni acularse, ni tenderse; que el tal me dé candela en la palma de la mano el día de mi santo por la mañana, y esto ha de ser con sosiego, sin hacer bailes, ni meneos, ni soplar, ni sacudir.
—¿Nada más?
—En eso me he plantao, y ha de ser a lo justo; que ni sobre ni falte.
—Tío Juan, vaya usted preparando el yugo más fuerte que haya en casa, porque yo me lo echo encima, si Dios no dispone otra cosa.
Y Apolinar salió de allí con la cara radiante, bailándole los ojos en una ráfaga de alegría loca, y dando al viento como romántica pluma aquel jirón de telarañas que se pegó en el sombrero.
—¡Troncho, qué suerte! Lucía, me ha dicho tu padre que te vayas preparando, que tenemos que abrir un surco.
—Qué tonto eres. ¿De qué surco hablas? Me parece que viene su merced algo repuntado y que el jarro habló más que las personas.
—Te hablo del surco que han de hacer en el mundo todas las yuntas humanas. Verás qué labor más dulce.
—¡Pero qué borrico te has vuelto!
* * *
«La del alba sería» cuando Apolinar acudió solícitamente a su corral sin quitar ojo del gallo hasta que dió de sí el extraño remedio del mal de ijares, que en caliente recogió, bien así como si llevase dentro una preciosa esmeralda. Cumplida por aquel día la primera condición y no sabiendo qué hacer a tales horas, tan desacostumbradas para su vigilia, fuése con los cavadores a su majuelo, a matar el tiempo hasta que el estómago le avisase. Al llegar a la viña, dijo a los jornaleros:
—Vamos a ver, muchachos: un cuartillo de vino hay para quien sin doblar los corvejones, ni acularse ni tenderse trinque un bocado de sarmientos.
—¿Pero eso qué tiene que hacer? ¡Valiente hombría!
Y cuatro o cinco, los más jóvenes, salieron del grupo y doblándose y enderezándose, sacó cada cual un sarmiento del modo y manera que los palomos cogen pajitas para hacer el nido.
—A ver yo...
¡Que si quieres! Cuantas veces quiso probar, dió de cabeza en el montón. Una risa franca y noblota alegró el majuelo, y hasta el sol de color de cereza que subía por la cuesta azul parecía una gran cara hinchada de risa.
—Para hacer eso hay que criar mucha fuerza de espinazo y que las patas no se blandeen. Es menester cavar viñas y darle al cuerpo buenos remojones de sudor.
—¿Sí? Venga un azadón. Este no pesa, otro...
Y como general que arenga a sus tropas, dijo, blandiendo el instrumento:
—Hoy seré uno de tantos. Hay que apretar..., y no os compadezcáis de mí si veis que reviento, porque necesito echar un espinazo que sea a la vez tronco de olivo y vara de mimbre.
Aquella fué una jornada heroica. Los cavadores, viendo cuán gallardamente trabajaba Apolinar, mermaron cigarros, ahorraron coloquios, apresuraron meriendas y sacaron el unto a sus brazos. Al ponerse el sol, no presentaba aquella cara burlona, henchida de risa, con que apareció entre las brumas de la mañana, sino otra muy grave, casi austera, que parecía complacida con la ofrenda del sudor humano que riega el terrón y fecundiza el mundo.
Al dar de mano, dijo el jefe de la cuadrilla:
—¿No has visto la sementera?
—No.
Y Apolinar sintió una vergüenza muy honda por aquella confesión hecha en pleno campo.
—Pues, vamos, hombre; hay día para todo. Tengo una disputa con tu primo Epifanio: él, que lo suyo es mejor; yo, que lo tuyo. Como sementera temprana, la cebada nos llega a la rodilla; el trigo parece un forrajal.
Y fueron al sembrado, que con su verdor alegraba el alma, y en ella sintió Apolinar una voz gozosa que parecía brincar en otra mancha verde y lozana, gritándole: ¡Todo es tuyo; regocíjate, o no eres hombre!
Y se regocijó honradamente, paternalmente, como si toda aquella vigorosa fuerza germinativa hubiese salido de sus propias entrañas.
—¡Yo, que no había visto esto! ¡Maldito sea el casino y las cartas y quien las inventó! ¡Malditos los tabernáculos, que nos chupan el tiempo y no nos dejan ver esta gloria, esta bendición de Dios derramada por los campos!
Los sembrados del primo Epifanio no resistían la comparación. La tierra era la misma; pero rutinas, codicias, caprichos, ignorancia y necesidad la habían esquilmado y empobrecido. El viejo jornalero explicaba el caso.
—Dale a un trabajador carne y vino; a otro, papas y tomates. Eso es la tierra: un trabajador. Según le eches, así produce.
Apolinar sintió que otro amor sano y fuerte se le entraba en el alma: el amor a la tierra, el amor a lo suyo, el gozo íntimo y callado del que posee, del que se conforta al calor del surco, como semilla que germina, brota, crece y se reproduce.
—¿En qué estaría yo pensando? Tío Agapito, usted me hace un hombre. Voy a echarme al campo como una fiera.
—¡Al campo, al campo! Esa es la ubre... ¡Si vieras a cuánto gandul mantiene el campo!
—Yo soy el primero. Mejor dicho, lo fuí. Ya soy otro. Me duelen los pies... zapatos de vaca... Me duele la cabeza... tiraré este apestoso bombín y compraré un sombrero de esos fuertes, como si los hicieran de cerdas de cochino. No más vestidos de Carnaval. Tío Agapito, un abrazo, y pídale usted a Dios que allá, por la primavera, pueda yo comer hierba sin doblar los corvejones.
* * *
No durmió bien, porque el excesivo cansancio riñe con el sueño. En las manos parecían arder sus huesos desencajados; el espinazo se le engarrotaba... y en medio de sus dolores, otro sentimiento nuevo lo iba conquistando mansamente; un sentimiento de infinita piedad hacia el jornalero desheredado, que todos los días, a cambio de unos cuartos roñosos, aumenta el caudal ajeno con bárbaro derroche de su propia vida, y como a la madrugada oyese cantar al gallo, pregonero de su deber y compromiso, volvió a ver la claridad del naciente día, y otra vez cogieron sus doloridas manos el azadón lustroso, y el sudor del amo cayó como lluvia fecunda en la heredad, que parecía estremecerse de amor y agradecimiento.
Y un día tras otro se fué curtiendo al sol y al aire, y mientras más se endurecía la corteza, más nobles blanduras aparecían por dentro.—Como la viña de Apolinar no hay ninguna. La sementera de Apolinar es la capitana. ¡Qué suerte de hombre!—Este era el tema de conversación entre la gente labradora. Los jornaleros se disputaban la casa, porque había formalidad y trago de vino, y allí no se hacía el agio vergonzoso para la baja de jornales. Con Apolinar trabajaban los sanos, los hombres de empuje, estimulados con su ejemplo.
Pasó el invierno y el sol primaveral vistió el campo de gala. Los habares en flor henchían el aire de aromas purísimos; los trigos azuleaban, los cebadales se mecían orgullosamente a compás del viento; las yemas del higueral, reventando al esfuerzo de las primeras hojas, tendían al sol una espléndida gasa de oro verde... y los viñedos extendían sobre la rojiza tierra otra gasa de pámpanos, y ya el olor tempranero del cierne se esparcía como una caricia dulce y vivificante.
Llegó el día de la prueba; el día temido y deseado en que Apolinar tenía puestos todos los grandes anhelos de su vida. Antes que el canticio de los gallos sonaron las campanas de la torre con un repique de gloria, de alegría, como voces de un coro nupcial que celebrase las bodas del cielo y de la tierra.
No pudo Lucía convencer a su padre de que, al menos aquel día, debiera pasarlo con la chaqueta puesta.—Me ajogaría.—Y por parecerle esta razón de suficiente peso, no daba otra. Con orgullo hereditario cubría su busto de oso polar con limpísima camisa de lienzo, por entre la cual se desbordaba la cresta pelambre como maceta frondosísima. Cuando entró Apolinar, ya estaban allí el primo Clímaco y la hermana Bella con su dilatada prole, los trabajadores de la casa y varios vecinos, atraídos por aquellos olores de cocina y fritanga, fieros despertadores de la gula.
—Que los tenga usted muy felices, tío Juan y la compaña.
—Apolinar, tantas gracias, y lo mesmo digo.
—Vaya, aquí tiene usted la gallinaza de hoy, que parece un bruño.
Y sin pedir permiso, fuese a la cuadra y trajo un brazado de amapolas, que tiró al suelo.
—Tío Juan, eche usted cuenta.
Y más ágil que un pájaro, doblóse y pescó un manojo de hierba en flor que le caía sobre el pecho como una llama.
—Si usted quiere, me la como.
—No tienes que comerla. El toque está en trincarla.
—Lucía, coge el ascua más grande que haya en la hornilla: hala, ya está. Tío Juan, encienda usted su cigarro, y si quiere liar otro, por mí no hay apuro: que ni me meneo, ni bailo, ni soplo, ni sacudo... ¡Como que tengo aquí un callo que parece una onza de oro!
—Ya está. Ahora... justo, las tres cosas. Ahora, tú, Lucía, abraza a este bruto.
El bruto no esperó a Lucía; él la abrazó con toda su fuerza.
—Tío Juan, ¿de veras que es para mí?
—Para ti, cernícalo. Y dale gracias al gallo que te curó; porque ni yo tengo dolor de ijares ni cosa que se le parezca.
—No seas borrico—dijo Lucía.—Padre quería que madrugases; si no madrugas, no me abrazas.
Apolinar soltó un relincho estrepitoso; un relincho de salud, de amor, de fortaleza y de ventura.
—¿Sabéis lo que soñé esta noche?—dijo el tío Juan.—Pues que yo era el Padre Eterno, y esta mi cordera era la España, y yo se la daba a una gente nueva, recién venía no sé de aónde, con la barriga llena, los ojos relucientes, con callos en las manos y el azaón al hombro....
Un alarido triunfal hendió como dardo sonoro el aire azul de aquella serena mañana de estío. El sol, deslumbrante, caía en lluvia de oro sobre los aperos de labranza; dos mariposas de color de fuego volaban bajo el fresco toldo de pámpanos, y el alegre repique de las campanas parecía responder allá, en lo alto, al alborozo de la raza nueva, de la raza fuerte, que abría su fecundo surco de amor en la llanura humana.
DEL LICENCIADO ALONSO DE LAS
TORRES
Al Autor.
DEL AUTOR
Al licenciado Alonso de las Torres.
PRIMERA PARTE
CUÉNTASE EL PEREGRINO SUCESO DE LA ENAMORADA INDISCRETA, QUE TAMBIÉN FUÉ LLAMADO DEL PELIGRO EN LA VERDAD.
En una de las más famosas y nobles ciudades de la prócer Italia, asiento de las artes y patria de los más ínclitos varones, aconteció esta rara historia que aquí se relata, y donde se muestra la ejemplaridad de los designios del Altísimo, que trae aparejada la más alta edificación así saludable para que huyan la tentación del Enemigo los que aun no pecaron, y vuelvan a la senda de la Gracia los apartados de ella.
Era, pues, en Ferrara, ciudad insigne, que había visto prender al delicado Torcuato Tasso, vate preclarísimo, y había visto también morir a aquel gallardo ingenio, príncipe soberano de los de su época, que fué el divino Ariosto, de quien pudo decirse que hubo reinas que besaron su pie, ya que egregias hermosuras y la mayor de estos últimos tiempos, como ha sido la sin par Catalina Cornaro, a quien sus paisanos los dux de la república veneta, Federico Barbarigo y Leonardo Loredano, más codiciosos que caballeros, han quitado su reino de Chipre, tuvo en ese poeta el consuelo de un amor que bien valía un trono. Y siguiendo en este relato verídico y curioso, ha de decirse, que frontera a la casa donde había muerto el Ariosto, alzábase otra suntuosísima, que bien a las claras pregonaba la elegancia y distinción de la gente principal que en ella moraba.
Estaba la tal habitada por un magistrado de uno de los más altos linajes de la ciudad, que era la magnífica señoría de Leonardo Aldobrandino, hermano de Hércules, senescal de los duques. Viudo de una señora de Pisa, tenía los ojos del alma y los del rostro puestos en su hija Renata, que era ya una doncella de diez y nueve años, más bella y fresca que las rosas de aquel gran rosal de Florencia que ha visto arder el hereje Savonarola. Sabía él que no hay mejor dueña y rodrigón para las mujeres que su propio recato, y en este punto, la virtud de Renata parecía guardarse sola. La misa de madrugada en San Lotario, oída con su padre; algún paseo por la vega de las flores al morir de la tarde, y otro rato de divertimiento con sus primas en el estrado de la casa, y siempre bajo la custodia del grave Leonardo. No perdonaba éste, en cambio, nada que dejase de adornar la gentilísima presencia de su hija; las perlerías más finas que traían los traficantes de Venecia, y los guardamacíes bordados y justillos y corseletes de seda de Persia que llevan a Ferrara los mercaderes ginoveses, nuncios del lujo y ministros del oro.
De una parte, el respeto que su alto nombre movía a todos, y de otra la seguridad de un mal fin de aventura, había librado de galanes a aquella joya ferraresa, bajo cuyas ventanas no se habían tañido músicas ni cantado sonetos. Sabíase que su padre tenía dispuesta la doncella para esposa de un caballero fabuloso. Hablábase de un grave suceso de honra que aconteció muchos años atrás a Leonardo viajando por España y hallándose en Sevilla, donde topó con un gentilhombre a quien quedó muy obligado. Era éste, español, cuatralvo en Cádiz de los galeones de nuestro prudentísimo soberano el segundo de los Filipos, que hoy asiéntanse en los cielos gozando de la bienandanza de los justos, y siendo por aquellos días acaecido el tránsito del gran monarca, apenas tomó el cetro de las Españas su hijo, nuestro actual gloriosísimo príncipe Filipo, el tercero de los de su nombre, a quien Dios Nuestro Señor dé tan larga vida como es sabio su gobierno, fué éste servido de hacer al gentilhombre su visorrey en uno de los visorreinatos que tenemos en Indias para mayor grandeza de nuestro César.
Tenía el nuevo visorrey un hijo de breve edad, que llevaba el nombre de San Miguel Arcángel, y cuando se despidieron para tornar el uno a Italia y partir el otro hacia su destino, concertaron que si Leonardo tenía alguna hija, había de ser esposa del heredero del noble español, que si la estirpe de éste no cediera a la del Infantado y Medinaceli, la del italiano era tan alta como la de los Dandolo y Colonna. Un año después nació Renata, y comunicado el suceso al visorrey, fué luego considerado su hijo, que tenía entonces no más de dos años, como esposo de la tierna Aldobrandino. Y en la traza aprobada, quedóse dicho, que tan luego como Miguel llegase a los veinte años, había de venir a Ferrara para sus bodas.
Cercana al palacio de Leonardo hallábase, y aun se halla para contento de caminantes, la celebrada hostería del Centauro, tan famosa por el arte de sus guisanderas como por las varias aventuras de amor que la han hecho tan temida de los padres y sospechosa para los maridos. Como es la mejor de la ciudad, toda la gente de calidad que viaja suele hacer en ella posada: capitanes españoles, clérigos romanos, mercaderes franceses, damas de alta condición y grandes señores detiénense en ella a su paso por Ferrara, y así es de ver el tráfago de su anchuroso patio, donde se mezclan la carroza blasonada y el carro de tráfico, el caballo del alférez y la mula del prebendado. El vino de Chianti llena con liberal abundancia los jarros de las mesas, y bajo la parra espléndida y tupida que rodea el portón, hay, como a las puertas conventuales, un congreso de pordioseros, a quienes en ciertas horas se reparte la comida sobrante. Sus aposentos son espaciosos como de la casa de un grande, y su cocina espléndida como de un monasterio de Jerónimos.
Era en el dulce morir del melancólico Octubre cuando al fenecer de una tarde arribaron dos jinetes a la hostería. Era el uno muy mozo, de gallardo y finísimo talle y rostro de ángel, y sus manos, como esas talladas en marfil que se ven en algunas iglesias de Italia y son obra del singular artífice llamado el Donatello. Cabalgaba en un potro andaluz de agradable estampa, y en su rostro marcábase cierto desasosiego y como embarazo al montar a horcajadas, que no daba muestra de grande pericia en el arte de cabalgar. Seguíale caballero en una mula un hombre viejo y recio con tipo de haber sido soldado del duque de Alba allá en sus tiempos, y de llevar ahora dignamente su oficio con algo de humildad para ser ayo, y un poco familiar para ser escudero. Tan luego como llegaban a la puerta de la hostería, hubieron de detenerse porque costera de ellos llegaba y parábase también una gran carroza cargada de cofres. Detuviéronse y vieron descender de ella tan sólo a un caballero. Era éste mozo también, aunque de más fuerte y varonil gentileza que el joven de a caballo; morena tenía la tez y negro su cabello como de un príncipe del Oriente, que no parecía sino que su padre era el sol y que asomaba por sus ojos. Gallarda y arrogante era su apostura, y su continente nobilísimo. Traía obscuro su vestido y sencillo como de viaje; solamente sobre su ferreruelo llameaba como una espada de fuego la insigne encomienda de Santiago. Entró en el zaguán, apartóse la carroza y el mozo y su viejo acompañante entraron sobre sus cabalgaduras hasta el patio de la hostería. Había llovido algo y con eso estaba escurridizo el pavimento, que era todo de guijarros, los cuales el uso continuo había hecho planos y lustrosos. Fuera ello la causa o la poca experiencia del mozo, el caso es que al ir a apearse del caballo hubo de caer éste arrodillado, y hubiese dado también con su cuerpo en el suelo el jinete, si con grande presteza no acudieran a un tiempo su escudero y el caballero de la encomienda. No se hizo mal alguno, y con esto subieron juntos a los aposentos que les destinaron, y había querido la suerte que fuesen contiguos. La igualdad de sus años, y el hallarse ambos españoles en tierra extranjera, hízoles entrar prontamente en plática y ofrecerse.—Yo me llamo don Diego de Zúñiga—dijo el del caballo—y viajo con Marcos, mi escudero. Vengo desde Toledo, y no tardaré en llegar al final de mi viaje, que es en la ilustre ciudad de Mantua, tantas veces nombrada, y he de deciros que no me llevan los negocios ni los placeres, sino un gran pesar.
—Yo soy—dijo el caballero de la encomienda—don Miguel de Guzmán. Vengo desde Indias, y llegando a Ferrara, he tocado al término de mi peregrinación. Hame traído aquí un cuidado muy grave que ya os descubriré si os detenéis aquí, y si, como pienso, hemos de ser amigos.
—Reposarme he unos días y muy de mi grado, señor don Miguel, que me obliga la merced que me hacéis de llamarme vuestro amigo—contestóle don Diego.
Y departiendo sobre su viaje y otras indiferentes materias, luego que hicieron colación, retiráronse a descansar con promesa de salir juntos al siguiente día para visitar la ciudad.
No tardó en amanecer el sol más que en saltar de sus lechos y vestirse los caballeros. Don Diego, con su traje de veludillo gris y capa aleonada, y don Miguel, que había hecho subir sus cofres, adornóse con unas cachondas de raso y un jubón de vellorí y colgó de su cuello una finísima cadena de oro con un grueso diamante que alumbraba su pecho. Salieron, y su primer visita fué para el Santísimo Sacramento, como devotos caballeros que eran, y acudían a agradecerle que les hubiera dejado llegar con bien a la ciudad. Cumplido el pío deber y oída la misa, diéronse a discurrir por las calles y plazas, y admirar iglesias y palacios, maravillas todas que tenían suspenso su ánimo, a pesar de venir de la opulenta España. Y aconteció que, como se hallasen a media mañana en el atrio de la catedral, vieron detenerse la gente, y pasar ante ellos y perderse a la revuelta de una esquina, una corta pero admirable comitiva. Componíanla dos graves caballeros ataviados con sumo lujo, y entre los dos una doncella, portento casi más por su talle y por su rostro que por sus galas suntuosas, cabalgando todos en soberbios corceles precedidos de palafreneros y seguidos de lacayos. Riquísimas y blasonadas gualdrapas llevaban los bridones, y los guanteletes y el azor en la mano de la joven y el arreo de todos mostraban a las claras el aparato de cetrería. Como las gentes se descubriesen al paso de aquellos señores, don Miguel y don Diego se informaron de quiénes eran.—Son—les contestaron—el señor senescal Hércules Aldobrandino, su hermano Leonardo y su sobrina Renata. ¡Qué bien se echa de ver que sois forasteros al no conocer a tan visibles personas!
Hizo don Miguel un gesto, no advertido para don Diego, y comentando ambos la majestad de los ancianos y la elegancia de la joven, prosiguieron su paseo, hasta que fué hora de retornar a la posada. Y a petición de don Diego separáronse después del meridiano yantar para el reposo de la siesta.
Buena siesta diere Dios a don Diego, que así que se vió en su aposento a solas con su escudero, hubo de arrojarse en sus brazos y comenzar a llorar como una Magdalena después del arrepentimiento.—Malhaya mil veces, Marcos amigo—le decía—, malhaya mil veces la hora en que nos partimos de nuestra casa si había de ser para tal fin de viaje, que me pienso que no llegaré a Mantua y quedaré con la maldición de mis padres y sin el asilo de mi tía la priora.
—Sosegáos, señora mía—respondió el escudero—que aína os turbáis y me dais ganas de llorar a mí también. Mirad, doña Mencía, mi ama, que si ven vuestros ojos encendidos del llanto dudarán de vuestro varonil disfraz. Hicísteis mal en prometer a don Miguel que os detendríais aquí, pues lo que importa es que lleguéis cuanto antes a Mantua, donde os espera la paz del monasterio.
—¡Ay! ¿Por qué nací mujer? Unos padres crueles quisieron depararme como esposo a un hombre viejo, feo y corcovado, con achaque de decir que todo cuanto llevaba en la joroba eran doblones. Pensé en mi tía doña Clara y en su convento de Italia, y para dejar tierra de por medio entre el novio y yo salimos de Toledo, sin reparar en lo largo del viaje. Más me valiera haberme quedado de religiosa en el colegio de San Clemente de nuestra ciudad, que no hacer peligrar aquí mi vocación forzosa y la salvación de mi alma.
—Fuerza es que lleguemos a Mantua, mi señora. Pero decidme, ¿qué mal pájaro os ha picado que os ha causado tal maleficio?
—Alas tiene y no es ave. Ciego es y todo lo penetra. Niño es y sabe más que cien doctores.
—Acabáramos, doña Mencía de mi alma, que ya me asombraba a mí que el tal picaruelo no se nos hubiera puesto delante en el camino.
—Ganas me dan de sacar de la maletilla el traje femenino que traigo para entrar en Mantua, descubrirle a don Miguel la verdad de nuestra historia y decirle que le amo de todas veras desde que le vi. ¿No has parado mientes en lo apuesto de su porte, en la nobleza de sus modos, en la galanura de su decir y en la discreción de su pensar? Heme aficionado a él de tal manera y cobrádole un tan grandísimo afecto, que sangre del corazón llorarían mis ojos si me arrancasen de su compañía.
Juntos pasaron el siguiente día ambos muy divertidos con sus pláticas. Era el don Miguel muy letrado y placíase en decir versos que sabía, y sólo ignoraba que sus coloquios con don Diego aumentaban una llama cruel. Así aconteció que hallándose juntos tuvo el don Miguel la donosa ocurrencia de recitar a su amigo el siguiente soneto que él compuso cierta vez a una dama que mostraba un lunar en uno de sus pechos:
No apercibióse Guzmán de la turbación que disimulaba en cuanto podía don Diego, según avanzaba él en el declamado de los versos, que a bien que él pensaba decirlos a un caballero mancebo para diversión, y no que caían en los castísimos oídos de una noble doncella. Así al terminarlos y recibidos plácemes por su arte de bien decir, fué requerido el de Zúñiga para recitar a su vez. Era éste grave aprieto para la dama; pero cediendo a la fatalidad de la ocasión, hubo de decir con voz algo turbada, pero suave y cristalina, esta canción que recordaba:
Hubo de comprimir un suspiro el ficticio don Diego al terminar la relación, y apenas supo dar las gracias por las albricias que le daba el de Guzmán, encantado por el modo con que había sido dicha la canción. Entretuviéronse departiendo sobre otros puntos puestos de codos sobre la abierta ventana, mientras abajo proseguía el eterno coro de todos tiempos y países. Los criados hablando mal de sus amos y del gobierno de la república, y las mujeres mordiendo en las honras de las vecinas y las vidas de las amigas ausentes. Que no hay Trajano que no sea Calígula para la gente lacayuna, ni dama que no sea liviana para las mujeres que por los años no pueden ya valerse de sus donaires, y por su desabrimiento no llegaron a doctorarse de alcahuetas en las academias del amor.
Al caer de la tarde, don Miguel fué a buscar al que para él seguía siendo don Diego, y requirióle para dar un paseo por las afueras de la ciudad, que con aquel otoño tan dulce eran de una amenidad extraordinaria. Hizo don Diego esfuerzos para serenarse, y cuando departían bajo de una frondosa olmeda, don Miguel, asustando a su interlocutor con tal comienzo de discurso, hubo de decirle así. Lo que le dijo verán los curiosos ojos que pasaren a la segunda parte de tan certísima historia.
SEGUNDA PARTE
SÍGUESE REFIRIENDO EL PEREGRINO SUCESO DE LA ENAMORADA INDISCRETA, QUE TAMBIÉN FUÉ LLAMADO DEL PELIGRO EN LA VERDAD.
—Quiero, amigo don Diego—empezó diciendo el de Guzmán—, ya que sois el único que por ahora tengo en esta ciudad, daros cuenta del propósito de mi viaje y razón de mi llegada a estas tierras. Habéis de saber que he venido a celebrar mis bodas, a las cuales os podéis tener por natural convidado; pero os ha de asombrar el saber que no he hablado nunca con mi esposa, que así puedo llamarla, y que quiero probar la condición de su carácter, aunque ya conozco la de su continente.
—¿Ya la habéis visto?—preguntó casi temblando don Diego.
—Cierto que sí, y vos también. ¿No recordáis aquella joven del azor que vimos pasar por delante de la catedral? Pues esa es, la hija de Leonardo Aldobrandino, primate de este ducado.
Creyó don Diego que su amigo se chanceaba y acabaría por darle vaya y declarar que eran sus palabras burla de pasatiempo; pero tal insistió, refiriéndole la historia que ya conocemos, que don Diego felicitóle, el rostro demudado y casi balbuciente el habla.
—Murió mi padre hace tres años—concluyó don Miguel—y he venido yo solo a cumplir el pacto, si en ello no va nada, como espero, contra el lustre de mi raza y la honra de mi persona. Para mis planes necesito de vos, caballero don Diego, pues desde luego he descubierto en vos una gran nobleza, y serviréisme, procurando ser visto de la hija de Leonardo, después que yo haya llegado a ella, aunque sin descubrir quién soy. Si ella sabe rechazar toda pretensión que no sea la de ver a su esposo de Indias, a quien debe esperar fielmente, será mi esposa. Pero si no sale triunfante de la prueba y tiene a los galanteos la inclinación que otras muchas jóvenes italianas, no será ella quien venga conmigo a mi palacio de Sevilla.
De tal modo insistió don Miguel, que logró que don Diego aceptara la misión, y algunos ricos trajes y preseas para el atavío de su cuerpo, que eran muy de menester para el intento. Y aquella misma noche unos músicos colocados bajo las ventanas de Renata, cantaron con meliflua voz el siguiente:
Era por la mitad del cántico cuando entreabrióse una de las ventanas y asomó su rostro cenceño la dueña Lisarda, que había sido tercera de los amores de Leonardo con la madre de Renata, y vivía desde tiempo inmemorial en la casa. Retiróse en seguida; y al punto muy discretamente, como niño que teme cometer impertinencia, miraron a la calle los propios y celebrados ojos de Renata, a quien placía tener por vez primera música delante de su casa. Pero como Leonardo, que había salido al palacio del obispo, donde se celebraba un festín, no había de tardar en volver, Lisarda bajó a decir a los músicos para quien les enviaba, que su ama se holgaba con su tañido y les agradecía con notable contento la merced; pero que si el señor volvía y apercibía serenata, habían de verse en grave aprieto por ser justicia de la ciudad y muy celoso de la guardia de su hija. Con esto y haber juzgado que para ser la primera noche habían hecho bastante, retiráronse caballeros y músicos.
Júzguese el dolor del fingido D. Diego al representar tal papel. Fué tan grande como la alegría de Renata, al verse regalada y con cortejo. Al otro día, y por encargo del de Zúñiga, buscó Marcos la traza para hablar con Lisarda, y su coloquio fué tan sabroso como breve:—Garrido es el soldado—dijo la vieja al escucharle—, y a fe que si fuera más mozo pudiera ser el roto de mi descosido. Pero sepa que mi boca es de oro, y sólo se abre con llave de ese mismo metal, que no quiero comprometerme de balde con mi señora. Válame Dios.
—Miren el orejoncillo con faldas—contestóla Marcos—que en mi tierra la hubieran paseado por el Zoco, caballera en un pollino, emplumada y con coroza, y conocería todas las pencas de la comarca. Y concluyó con una sarta de pesiatales y de porvidas, con más votos que el altar de San Blas. Fuése el escudero, y apenas hubo subido Lisarda a la casa, fué llamada por Renata.
—¿Sabes—preguntóla ésta—quién puede ser uno de los galanes de la música de anoche?
—Yo tengo, hija mía—repuso la dueña—tan poca vista para la malicia, que no acierto en esas cosas.
—Pues esta mañana, viniendo de San Lotario, le he visto entrar en la hostería del Centauro, que no se me despinta su talle con sólo habérseme aparecido de noche y no haber mirado yo más que de soslayo. Y decirte quiero, Lisarda, que estoy harta de esperar a ese caballero de Indias, que me tiene prometido mi padre y también que he soñado con el rondador de la serenata. No es desagradable tampoco otro caballero que hoy tiene mi padre convidado, y nos ha saludado esta mañana en la iglesia; pero no me parece tan amable como el de la hostería. Fuerza es que te enteres de sus prendas y si es persona de calidad como representa ser.
Aquel día tenía, en efecto, Leonardo convidado al propio D. Miguel que, sin manifestar su nombre verdadero, se había presentado a él como un amigo del visorrey y de su hijo, de quien le traía nuevas. Mucho agradó a Renata la presencia del huésped, así como su cortesanía y discreción; pero el pensamiento no se le iba del lado de D. Diego, de quien las artes del Enemigo Malo hiciéronla prendarse muy en malhora. Quiso Leonardo que su hija regalase al forastero, y la hizo cantar acompañándose con el arpa, y cantado que hubo, requirió y le fué concedida licencia para retirarse del estrado. Así que Renata se vió libre, corrió en busca de Lisarda para hablar con ella de D. Diego con ese afán de los enamorados que sólo saben platicar de lo que aman. Preguntóla si había inquirido su nombre y condición, y supo que era un caballero español que se llamaba D. Diego de Zúñiga, y a lo que la dijeron viajaba por placer, siendo un mayorazgo muy rico de Castilla. Esto sabido, su pasión afirmóse al conocer que se trataba de un hombre principal.
Instigado por D. Miguel vióse D. Diego obligado a enviarla recados y billetes de mejor gana recibidos que mandados. Y era de ver cómo al tiempo que crecía el amor de Renata por D. Diego, crecía también la pasión del falso Zúñiga por el noble don Miguel. Y la dama, oculta bajo el disfraz de que se había valido para salvar su recato al viajar por los caminos en dirección al convento en donde se pensaba encerrar, lloraba cuando estaba a solas, y para salir de tan anormal situación unas veces se determinaba a presentarse con el traje de su sexo al de Guzmán, y otras decidíase a partir para Mantua sin despedirse del caballero que inocentemente hacía tal estrago en su espíritu, siquiera fuese el suyo el honesto amor que cumplía a una joven dama principal y cristiana como ella era.
Tenía dispuesto el duque de Ferrara en sus bellos jardines una fiesta de noche, para honrar una embajada de la magnífica señoría de la república de Venecia, y había de ser de un fausto tal como era tradición en los sucesores de Alfonso de Este, divi Hércules filius. Como era natural, tenía parte principal en ella Renata como sobrina del senescal, y Aldobrandino, sin saber que con ello honraba al que debía ser su yerno, invitó a D. Miguel a que fuera parte de la misma y de una comedia que allí había de hacerse. Dió cuenta de esto el de Guzmán a D. Diego, y a poco recibía el falso Zúñiga una esquela de Renata con cita en los jardines ducales la noche de la fiesta.
Magnífica como el señor que la dispuso, era ésta que animó los vergeles señoriales. Percibíase, llegando a ellos, un grato y apacible sonar de músicas, y apercibíase en entrando una muy notable frecuencia de caballeros y de damas que discurrían y departían, placíanse con el tañido y holgábanse con danzas de ceremonia y otros varios deleites.
Siendo grande la frondosidad de la arboleda, toda ella ardía con profusión de luminarias, y era de ver cómo rutilaban las piedras preciosas sobre los brochados de los trajes, y cómo los blancos chapines de seda de las damas constelados de diamantes semejaban albas flores cubiertas de rocío sobre el verde de la pradera.
Aquellos días celebrábanse de continuo fiestas de estafermos y corríanse sortijas, habiendo justas como otras célebres que hubo en Castilla, tales como el paso honroso del caballero Suero de Quiñones en Medina del Campo, y el otro con que le imitó honrando la embajada del duque de Bretaña el muy magnífico señor don Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, conde de Ledesma, vizconde de Huelma, señor de Mombeltrán, y de La Adrada de Cuéllar y de Roa, ejemplo de validos y espejo de caballeros leales a sus reyes.
Abríase en el centro de los jardines una amplia plaza bordeada de álamos, cubiertos sus añosos troncos con túnicas de hiedra; nobles estatuas alzábanse también allí, y el suave musgo vestía de verde terciopelo las figuras del mármol. Corriéronse en tan bello lugar unos anillos a la luz de las antorchas y fué triunfante un caballero milanés que se llamaba Leonelo Sforza, y era hijo del esclarecido linaje que llevaba ese nombre preclaro. Traía el vencedor en la muñeca izquierda un brazalete como de hierro y en el cual eran grabadas las palabras de su mote, que también llevaba en el gallardete de su lanza. Lema lleno de poesía y donosura, que decía así: Galeote soy de amor.
Fué a ofrecer su galardón a una dama que se hallaba justamente al lado de Renata y se llamaba Laura de la Rovere y era de familia de donde han salido pontífices romanos. Algún disgusto tuvo la vanidosa Aldobrandino al no verse favorecida, pero ningún desabrimiento había aquella noche en la fiesta como el del desdichado don Diego, que tan mal de su grado la presenciaba.
Siguióse una danza de salvajes, y a ésta otra en que la comparsa vestíase a la usanza de los antiguos legionarios romanos. Apartáronse luego en dos filas los bailarines y salieron del boscaje unas gentiles amazonas que hubieran sido envidia de la propia Pentesilea y cabalgaban sobre cándidas hacaneas cubiertas con gualdrapas. Traían una aljaba a la espalda y blandían el arco en la diestra, disparando sus flechas hacia lo alto de los árboles. A ellas seguían unos lacayos que conducían sobre parihuelas de plata diversos cuerpos de toros con sus cuernos y sus cascos dorados, y todos ellos cubiertos de guirnaldas, y con gran concurso de frutas confitadas. Era este el anuncio del festín que se siguió y fué tal como los opulentos de las nupcias de Beatriz de Avalos con el magnífico Juan Jacobo Trivulzio, y las de Violante Visconti con el duque Lionel de Inglaterra.
Finó el banquete, mas no se crea por eso que tuvo su punto la función. Diéronse varios vítores a la embajada veneciana, y luego unos como líctores comenzaron a decir: «¡Viva el duque muchos, y buenos, y largos años con triunfo sobre sus enemigos!» Y el cardenal de Giudice, que presente se hallaba, dijo después: «Loado sea Nuestro Señor; que nos da tal señor.» Todos cuantos habían sido parte en el festín pusiéronse muy luego en marcha a otro lugar, pues que la noche y los jardines daban el tiempo y el espacio suficientes para que la fiesta continuase. Dió todo aquel senado en una pradera donde había dispuesto un estrado para que unos muy ilustres histriones representasen farsas divertidas y amenas. No era ciertamente nada de amena y divertida la farsa que tocaba representar a D. Diego, que tenía su pensamiento allí donde pusiera su ánima cuitada.
Comenzóse la representación por una loa que se titulaba El triunfo de la prudencia. Era en tal alegoría la señoría veneciana como Mentor del país italiano a quien se hacía pasar por Ulises. La urdimbre era sencilla y agradable, y todo aquel artificio con muy singular acierto tramado. Hacíase después un paseo de comedias que era llamado así: Gran caudillo es el amor. Bello poema donde el poeta ponía en su fábula verdades de la vida. Era aquí donde había sido rogado D. Miguel por Aldobrandino que, tratándose de una persona principal y muy versada en letras italianas, tomase un papel. Eran los personajes de la acción: Ricardo y Cardenio, caballeros; Lucrecia y Beatriz, damas; Hipólita, dueña, y Pánfilo y Doroteo, criados. Fingía Renata la parte de Beatriz, sin saber que en aquel Cardenio que era su galán en la comedia, escondíase su prometido esposo verdadero, tan bien esperado como mal recibido.
Fingíase en aquel paso que todas las damas habían movido una cruzada contra los caballeros todos para vencerles el desamor, pues no los consideraban suficientemente rendidos a su albedrío, y valiéndose de armas para su intento, habían usado primero de la tiranía de la soberbia con que sólo consiguieron un desdén uniforme. Buscaron luego mejor general para su causa y dieron en encontrar al amor que muy luego sirvióles aunque siendo igual que fuerte veleidoso hubo de traicionarlas haciéndolas a la postre esclavas de aquéllos a quienes intentaron rendir. Era bella la traza y hábilmente parlada, que bien mostrado lo sutil del ingenio que la había compuesto y debía de ser un poeta que no cediera en elegancia al mismo Fracastor.
Trasládase aquí un retazo de escena, porque el interés que movió en el senado que la escuchaba y hasta nuestro propio deleite nos lo ordenan. Hallábanse en medio de un boscaje el caballero Ricardo, que era príncipe de Inglaterra, y la dama Lucrecia, que era duquesa de la Italia, y así decían sus decires:
RICARDO
¿Seréis esquiva dama menos gradescida que las flores? Ved que ellas de todos codiciadas no apartan el tallo de su rama cuando alguien quiere gustar de su fragancia, y aun besarlas como a labios de hermosas.
LUCRECIA
Para vos, caballero Ricardo, las flores todas de mi jardín, menos una. Sabedla ganar y serán sus hojas labios para vuestros labios. Vos os llamáis Ricardo. Así se llamaba vuestro rey Corazón de León.
RICARDO
¿Queréis, dama Lucrecia, que vaya a Palestina? Yo rescataré el sepulcro de Cristo, y traeré para que adornen vuestros chapines las gemas que adornan el turbante del señor soldán de Babilonia.
LUCRECIA
¿Vos no sabéis la historia de la Tabla Redonda?
RICARDO
El rey Artús era mi abuelo.
LUCRECIA
Aún me parece a mí poco linaje el vuestro. No vayáis a Tierra Santa, pero traedme la copa donde bebió Nuestro Señor en su última cena. Está tallada en una piedra que saltó de la diadema del demonio. Guardóla el rey Titurel de Anjous con unos bravos caballeros, y otro caído en liviandades la perdió. Rescatóla el príncipe Parcival, padre del caballero Lanzarote del Lago. Ricardo, la noche de nuestras bodas, quiero que bebamos licor de la vida en ese cáliz. Ricardo, id al Monsalvato y traedme al Santo Grial.
RICARDO
Rebosante de sangre de emperadores adversos, y de vino de las vides de Chipre. Inerme acudiré. Rendiros he mi espada.
(Aquí desceñíase la espada del tahalí, la cual era recibida por Lucrecia, que besaba su pomo.)
LUCRECIA
Beso este oro donde tantas veces puso sus manos el valor.
(Soltaba la espada de improviso y daba un grande grito.)
¡Mal cuitada de mí! Aspid, escorpión o saeta. No era espada, que era dardo de amor. No os partáis de mi lado. Para vos, caballero Ricardo, todas mis ofrendas y todos mis sacrificios. No temáis que el viento os aparte la rosa de la rama.
RICARDO
¡Ay, el viento de la muerte!...
LUCRECIA
No le temáis; mucho peor es el viento de la vida para arrebatar amores. Pero yo soy eternamente para vos. Tomadme, Ricardo. Vuestra es la rosa. Tomadla antes que la agosten los soles, la marchiten las lluvias y la arrastren deshojada los vendavales.
(Y se oía tras el boscaje una suave música, y se corría un rico tapiz sobre el estrado.)
Pareció notablemente bien la comedia al concurso y todos la loaron sobremanera. Sólo D. Diego padecía después de haber visto en una escena, juntos al noble don Miguel con la desenvuelta Renata. Y fué más, para aumentar su enojo, cuando vió a Lisarda, la dueña, que cautelosamente se le llegaba y ponía en sus manos un billete, diciéndole en él Renata que si quería platicar con ella, la vieja le daría la llave de una puerta secreta de su casa, por donde sin ser notado, podía con toda seguridad llegar a su aposento y salir del mismo modo. En poco estuvo que D. Diego no pusiera entonces punto a la enfadosa historia en que estaba metido; pero por servir en algo a D. Miguel, a quien tan rendido estaba su verdadero ser, se dispuso mal de su grado a continuarla, aceptando de manos de la dueña la llave prometida. Terminóse la fiesta con grande algazara de pífanos y otros instrumentos, que recorriendo los jardines mostraban señal de que la fiesta había dado fin. Y fué de ver el brillante aparato con que Renata, como correspondía a su alcurnia, retiróse a su casa en la carroza con su padre, acompañados por dos jinetes que iban a los estribos con sendas hachas de viento encendidas.
TERCERA PARTE
DASE FIN Y CABO A TAN EXTRAORDINARIA HISTORIA
Habló D. Diego con Marcos al salir del vergel de los duques, y éste aconsejóle que pusiese cuanto antes término a tan enojosa aventura. Pero no bien habían andado algunos pasos, cuando Lisarda entregó a D. Diego un billete en que Renata pedía el hablarle sin falta aquella misma noche y con grande urgencia. Determinóse don Diego a acudir al llamamiento con la presteza demandada, y despidiendo a su escudero, siguió a la dueña, hasta la puerta oculta y la escala secreta. Vióse de pronto en una estancia suntuosísima con tapices de tan raro gusto y lujo por las paredes, y muelles escabeles y blandas acitaras que más llevaban a la pereza que a la diligencia. Un braserillo donde se quemaba canela y ámbar, hacía oficio de pebetero y aromaba el agradable ambiente. Levantóse uno de los tapices y apareció Renata ataviada con el mismo vestido carmesí y la gorguera de batista finísima, y las mismas preseas que en la fiesta, pues tocábase con la lenza, que es como llaman en Toscana a la diadema que llevan las damas próceres, y traía sobre su pecho un primoroso cintillo de topacios y de diamantes. Estaba cubierto el pavimento con una pérsica alcatifa de tal modo, que los perlados chapines de Renata no movieron ruido ninguno y el absorto D. Diego no advirtió su presencia hasta tenerla junto a sí. Y fué notable su maravilla cuando la vió caer de rodillas ante él y con mil protestas y juramentos solicitarle que sin pérdida de tiempo mostrara a su padre la calidad de su persona y cómo podía ser digno esposo de su hija, para que la pidiera en matrimonio. Llegó la desventurada en su desvarío a pedirle que la llevara consigo a su posada, con lo que por evitar que se siguiera el escándalo, el mismo padre acudiría con el clérigo para los desposorios. Y esto decía aquella niña criada con tal cuidado y esmero en el santo temor de Dios por el más severo y amante de los padres. Que a tan notables extremos de locura lleva a las criaturas humanas el ciego amor, ministro del infierno y arma de Satanás.
—Hicierais mejor—le repuso serenamente D. Diego—en amar de lejos, que las almas que son mariposas de la llama de amor mueren abrasadas en ella cuando se acercan demasiado.
Arrojóse Renata a sus brazos, y en poco estuvo que el disfrazado Zúñiga no la mostrara la gravedad de su disparate; pero conteniéndose y dejando el fin de todo para el siguiente día, desprendiéndose de ella y con la promesa de volver a la otra noche ganó la secreta escalera y se puso en salvo.
Apenas tornóse a la posada donde le esperaba D. Miguel, refirióle punto por punto lo acaecido, haciendo grandes esfuerzos por no declararse a él como Renata, pues la dama española consideraba todo aquello como una prueba a que el Señor Rey de cielos y de tierra había sido servido de someterla en su alta sabiduría. Pero fué grande su espanto cuando supo que D. Miguel había recibido también un billete de Renata para verla a la siguiente noche, a hora diversa de la concedida a D. Diego.—¡Ah, pérfida y malvada mujer—decía el de Guzmán—que así haces aprecio de las canas de ese noble varón, que es tu padre, y crees que el amor de los caballeros y el recato de las damas son prendas para juego!—Y luego continuó más sereno:—Yo te juro que esta vez tu saber ha sido errado, y que no ha de valerte que sepas tanto de amor como de ciencia doña Oliva Sabuco, y que has de olvidarla toda muy pronto, así tengas más memoria que Mitrídates y Scalígero, y en seguida concertóse con D. Diego para ir juntos a la siguiente noche y confundirla con la lición de la presencia de ambos a la vez.
Marchóse D. Diego a su aposento, y fuera necio advertir, que no sólo no pudo conciliar el sueño, sino que ni lo intentó siquiera. Tenía una grande turbación, que era ese inmenso desasosiego de la mujer fuertemente enamorada, que lucha porque la color de su rostro y la frase de su labio no traicionen a su alma.
¡Grande cosa es el amor, decía el escudero Marcos, que él vuelve agudos a los tontos y torna necios a los discretos! Doña Mencía en tanto deshacíase querellando sus cuitas. Salíase a un muy apacible retiro formado de olmos muy añosos, y allí se lamentaba:—Que así hemos de ser las mujeres—, decía—que así cambiamos amores con desdenes, y nos perecemos por amar a quien no nos ama, y somos esquivas para los que nos quieren bien—. Era aquel lugar muy sujeto a melancolías en su sombra nocturna, y servíala de consuelo. ¡Oh noche, divina noche, hermana del misterio y madre de la bendita poesía, tú eres la puerta encantada de los placeres, y la piedra filosofal de los dolores, maravilla de los amantes, arpa de las canciones, princesa del secreto, y alcázar universal del amor.
Ya pensaba la piadosa Mencía en el exorcismo, creyéndose posesa, malhayan la caldereta y el hisopo para tales hechizos y para tal demonio. Buscó después el halago en la piedad, y cogiendo un libro eucológico que D. Miguel habíala emprestado, y se llamaba Ruta de la montaña de Sión, hubo de toparse entre sus páginas con unos versos manuscritos, que sin duda alguien habíalos dado traslado a aquel papel, habiéndole placido el donaire de un poeta que debía de ser, a no dudar, algún preclaro ingenio de la corte de Madrid, y eran estos que aquí se copian para mayor deleite:
Leyólos y releyólos doña Mencía con atento cuidado, como si fuese aquella dulce poesía espejo de sus propias penas. Muy luego tomólos en su memoria, que era clarísima, y casi de continuo los recitaba.
Tan luego como amaneció, sacó del cofrecillo que había traído Marcos a las ancas de su mula los atavíos femeniles que la correspondían, y eran sencillísimos y de una gran honestidad. Un vestido de estameña y un tafetancillo como velo, que eran con los que pensaba entrar en Mantua, por no ser decoroso que entrase en el convento con el traje hombruno del camino. Y cuando don Miguel envió a su amigo los buenos días, el que ya no era don Diego, después de tomar licencia para entrar en el aposento del de Guzmán, presentóse en el umbral de la puerta, mostrando tan gentil presencia de mujer, que don Miguel quedó todo turbado y confuso ante la inesperada aparición.
—No fué soñación vuestra sin duda, señor don Miguel—comenzó diciendo la dama,—ver trocado desta manera a vuestro gentil amigo don Diego. Pero en pocas palabras os diré la verdad de mi historia. Soy nacida en Toledo, de muy nobles padres y llámome doña Mencía de Carvajal. Más cuidadosos de medrar en su hacienda que de beneficiar mi espíritu, dábanme por marido a un hombre rico, pero viejo, sucio y feo. Nada valieron mis protestas, y entonces determinéme a tomar por esposo al que es eternamente bello y bueno. Una hermana de mi padre, dama que fué de gran hermosura, vive en Italia rigiendo una comunidad de religiosas y pensé venirme con ella, tomando para mi intento ese disfraz con que me habéis visto, y acompañándome de Marcos, escudero de mi casa, que fué compañero de armas de mi abuelo y tiéneme más afición que mi propio padre, y así tomé el camino destas tierras donde había de unirme con la que se llamó en el siglo doña Clara de Carvajal y de Mendoza, y hoy es en religión sor Margarita, priora de las Capuchinas de Mantua. Pero quiso Dios (Dios debe ser) que os hallare en mi camino. Sabed, don Miguel, que de hoy más no me veréis. He sido fuerte hasta ahora, seré un momento débil para haceros una confesión, que el corazón se me saltará del pecho si no os la hago y puedo hacérosla, porque sois hidalgo y noble como un hijo de rey, y luego volveré a mi prístina fortaleza para daros un adiós que lleve quizás pedazos de mi alma.
El asombro de don Miguel creció de punto al escuchar tales palabras y de tan linda boca, que la gravedad del continente de doña Mencía y toda la honestidad que ponía en el hablar, que lo hacía con los ojos fijos en el suelo, habíanle llegado a lo hondo de su ánima.
—No acierto—prosiguió la dama—a deciros lo que deciros no quisiera, pero deciros he. Diréos, don Miguel, que os amo, que sois el primer caballero a quien puedo decirlo, y único, pues que dentro de breve tiempo el mundo habrá concluído para mí. Considero vuestro amor como una rosa encantada, de aroma fragantísimo que debo aspirar a distancia, porque si tocarla quiero, cien espinas buídas me castigarán de mi osadía. Pero sabed que os adoro, aunque sea mengua mía decíroslo, y que soy tan ambiciosa que quiero de vos una gran merced. Os pido don Miguel, que perdonéis como discreto a la que os ama como loca.
Quiso arrodillarse ante él; pero Guzmán la detuvo, y cogiéndola una de sus blanquísimas manos besósela con unción respetuosa.
Aquella noche, como habían convenido, acudió doña Mencía con su traje viril a la casa de Renata. Esperaba la italiana a su don Diego en el mismo aposento que la otra noche, y no bien fué verle entrar, que se arrojó a su cuello con transportes de amor, y como entonces tropezase con el redondo seno de doña Mencía, extrañándose de hallar tal obstáculo en el pecho de su amado, hubo de preguntarle al tiempo que paseaba sus manos por el misterioso lugar:
—¿Qué os abulta aquí, caballero?
—Esto es lo único que me abulta, señora—respondióla don Diego con modo socarrón.
Y entonces, desabrochándose el juboncillo con gran presteza y abatiendo su camisa, mostró a Renata, que esperaba el pecho fuerte del mancebo, su blanco cuerpo, su finísimo talle y la turgencia de sus admirables senos, cuya vista pusiera en notable desasosiego al más austero y frío de los varones.
—Me gustan más los míos—dijo Renata, que al comprender la situación había tomado una gran seriedad.
Fué en este momento cuando don Miguel apareció en la puerta de la estancia, lo cual terminó de turbar a la infeliz Renata. Y subió de punto su burla cuando el caballero recién llegado dijo a doña Mencía:
—Venid, mi esposa.
Y después de haberla ayudado a vestirse de nuevo, cogióla de la mano, y sin dirigir palabra a Renata salieron ambos.
Fué inmenso el enojo de Leonardo Aldobrandino al saber los hechos de su hija por boca del mismo don Miguel, que ya se había descubierto como quien era; y habiendo el de Guzmán declarado que doña Mencía de Carvajal había de ser su legítima esposa ante Dios y ante los hombres, quiso Aldobrandino que su hija fuese a ocupar en el convento de Mantua la misma celda que esperaba a la dama española.
No se holgaron menos de la fausta nueva los padres de doña Mencía, quienes muy luego ordenaron una misa en la iglesia de Santo Tomé de su ciudad, para celebrar el feliz matrimonio de su hija. Misa fué ésta a la que no asistió don Lucas Leví Escobedo, hombre frío y desabrido como las gracias de Mari Angola, que era el novio que la deparaban primeramente, y hay quien dice que no acudió al santo sacrificio, porque descendiendo de los Levíes, que fueron tesoreros de don Pedro de Castilla, era sin duda, más viejo como avaro que como cristiano, y que hacía al tocino los ascos que no hizo nunca a los escudos de a ocho.
Fueron suntuosas de toda suntuosidad las bodas de don Miguel y doña Mencía, las cuales recordaron con piedad y lástima el engaño de la infeliz Renata, que por ser indiscreta en sus amores y querido buscar el afecto imposible del fingido don Diego, vióse tan justamente castigada. Y hoy sabemos della que es una religiosa tan perfecta como ejemplar y venturosa casada ha sido doña Mencía, que pocos años ha murió en su palacio de Sevilla, mirándose en los ojos de su esposo.
Y vese aquí que hasta los más extraños sucesos son caminos por los que la sabiduría del Altísimo lleva a las criaturas adonde más les conviene para la salvación de sus almas. A ella conduzca a los que leyeren o escucharen leer la presente verídica historia, la Misericordia de Nuestra Señora la Madre de Dios, como así deséales y para él pide también el cristiano y devoto caballero que la escribe, para ejemplo de algunos y regalo de todos. Vale.
COSAS DE HOMBRE
Cuando el tío Pizarroso llegó a su casa, las sombras empezaban a invadir el a modo de embudo formado por los montes, en cuyo fondo blanqueaba el edificio, al borde de una cañada llena de piedras enormes y espesos macizos de adelfas.
—Pos di tú que te has dormío en un cajorro—exclamó la tía Tomasa al ver llegar al legítimo dueño de su orondísima persona.
—Pos no me he dormío, ni tan siquier he estao a dormivela.
—Pos entonces habrás estao de picos pardos en algún abrevaero del monte.
—¡No ha sío malo el abrevaero!
—Pos entonces, ¿aónde te has metió, alma condená?
—Pos en ninguna parte: una miaja que me entretuve en la encrucijá del Tomillo con Juan el Rumboso y Toñico el Pastañeta, y... ¡arza pa entro, Pimentona, arza pa entro!
Y esto lo dijo asestando una cariñosa palmada en una de las poderosas ancas a la mula, a la cual habíale quitado el aparejo mientras hablaba.
La cabalgadura, a la cariñosa insinuación, tomó lentamente el camino de la cuadra, mientras el Pizarroso sentábase sobre un capacho, junto a su hermano el Totovías, un viejo enjuto y grave que entreteníase en hacer tomizas para los usos domésticos, mientras el porquero, un rapaz greñudo y andrajoso, contemplaba con famélica expresión, desde la puerta, la gran olla que hervía sobre las enormes trébedes de hierro en la chimenea.
—Y ¿qué es lo que dicen el Rumboso y el Pastañeta? ¿Tantas cosas teníais que contaros, que si se entretienen ostedes una miaja más volvéis tóos a vuestras casas con barbas corrías?
—Y dale, mujer, dale, no seas asina; si me he entretenío ha sío por decirle al Rumboso con toas las veritas de mi alma y con tó mi metal de voz: «¡Ole con ole por los hombres machos con toas las de la ley!» ¡Vaya si es una prenda el viejo! ¡Y con un corazón más grande que una cantera!
—Y eso ¿poiqué? ¿Te ha regalao alguna vestiura pa el Corpus?
—No, señora, que lo que ha jechito vale más que tó eso; el Rumboso ha puesto esta tarde su bandera en lo más artico del monte.
—No es una noveá en él; ¡ese es de los que siempre se la han traío!—exclamó con voz gutural el Totovías—pero, a la fin y a la postre, dinos ya lo que ha jecho, que la olla mos espera gruñe que te gruñe.
—Pos ha jecho lo que sus voy a contar. Figúrense ostedes que Rosalía, la del cortijo de la Embocaura, que es un pasmo de bonita y que tié un cuerpo que es una parma...
—¡Una parma! Un parmito, ¡más ropa que carne!—dijo con tono desdeñoso la tía Tomasa.
—¡Eso ya sus lo dirá el Pastañeta cuando se case con ella!
—¡Pos no estás tú mu atrasao de noticias! Rosalía ya no se casa con el Pastañeta, poique se le ha cruzao en el camino ese que dices tú que es una prenda.
—A eso voy, mujer, a eso voy; es mu verdá que el Rumboso se le cruzó en el camino, y que, como el hombre tié más fanegas de tierra que nosotros abejas en los panales, al padre de la Rosalía, que es un agonioso, la avaricia se le puso de pie, y cogió a su hija y le dijo que como gorviera a mirar a Toñico les iban a caer cataratas en los ojos a dambos, y que era menester que se pegara manque fuera con liria una sonrisica en los labios pa cuando hablara con el viejo; y la muchacha no entendió de chiquitas, y cuando se le puso a tiro el Rumboso se le echó a llorar, y le dijo que lo que quería jacer con ella era una picardía; que ella no podía peinarse ni despeinarse en el mundo más que pa su Toño; y tan y mientras ella le decía esto al señor Juan, el otro andaba diciéndole a grito pelao a tó el que lo quería oir que no había de parar hasta sembrarle al viejo una almáciga de plomo en el corazón, o el jierro de su cuchillo en la mismísima boca del estómago.
—Y eso era lo que se merecía por dir a meter la pata en unos güenos quereles, valiéndose de que el padre de Rosalía es un «tó pa mí» de cuerpo entero y Toño es un probetico desmamparao.
—Tú no estás bien enterá, Tomasa; en estas cosas sa menester ajondar pa verles el fondo. Cuando el hombre se prendó de Rosalía, cuasi naide estaba enterao de esos quereles, poique se querían de contrabando; y lo que pasó fué que el Rumboso, que jacía ya cinco años que no veía a la muchacha, se la topó una tarde en el pueblo, y al hombre se le reverdeció la sangre, y el hombre está más solo que una esparraguera, y la zagala es güena y es bonita, y el hombre no sabía na de sus amoríos; y cuando el hombre se enteró, ya él le había hablao al de la Embocaura, y ya el Pastañeta andaba de atajo en atajo aconsejándole que se pusiera bien con Dios y que jiciera testamento.
—¿Pero es que no vas a acabar nunca? ¡No ves que se va a pegar la olla!
—Ya arremato. Pos bien, esta tarde, miajita antes de que yo llegara, el Rumboso, que iba pa el lagarillo del Zegrí montao en su Ceniciento, que es un jaco que vale un millón, al dir a dar la vuelta al olivar del Tardío, se topó manos a boca con el Toño, que estaba acechándolo entre las pitas de la linde.
—Naturalmente, al echárselo a la cara, el señor Juan se comió la partía, poique estaba al cabo de la calle en lo tocante a las bocanás del otro; pero el hombre, que es prudente, se jizo el lila, y no hubiera chistao tan siquiera si el otro no se le hubiera atravesao en el camino, con la escopetá montá en la mano, diciéndole que se apeara pa hablar de la Rosalía.
—Y miá tú lo que son las casolidades; en aquel mesmísimo momento desemboqué yo en la encrucijá, poique esto que yo sus he contao, esto lo sé yo por boca del Rumboso.
—Y no acabarás, y la olla gruñe que te gruñe.
—Ya acabo, jambrón, ya acabo. Pos bien, yo, al ver aquello, miré por si encontraba un boquete por donde colarme, pero el señor Juan, al verme llegar, me gritó riéndose:
—No te vayas, Pizarroso, no te vayas, que me conviene que veas la corría.
Y diciendo esto, saltó en tierra con la misma agiliá con que yo saltaba en mis moceáes, y endispués de jecharle las riendas sobre las crines al Ceniciento, le dijo a Toño al mesmo tiempo que se iba pa él:
—A ver si bajas ese juguete, chaval, poique si se te va el tiro y güelo la pólvora, no vas a volver a estornuar en toa tu vía.
—Coja osté la suya, mostramo, cójala osté, poique esta tarde me queo con osté, u osté se quea conmigo.
Y esto se lo decía el Pastañeta reculando, jaciéndole puntería, con la cara del color de la gayomba y con los ojos espaventáos.
—¡Yo qué he de quearme contigo! Yo no mato volantones.
—No se acerque osté, y coja osté su escopeta; mire osté, mostramo, que hoy le jago yo a osté yesca el pecho.
Y entoavía no había arrematao de icirlo, cuando le dió gusto al deo, y ¡pum! ¡vaya un berrío que dió la vizcaína!
—¿Y qué, encarnó?
—Un plomo en un brazo na más, un plomo perdiguero; pero, camará, yo no he visto hombre más vivo ni más bravo que el Rumboso; entoavía no se había arrematao el estampío, cuando la escopeta de Toño y el cuchillo que éste había sacao estaban en la cuneta, y Toño en el suelo, sin poer mover un remo, tan y mientras el señor Juan le dicía con acento enfureció:
—Eso que tú has jecho no se jace; los hombres no pelean sino como Dios manda; ¿y si yo ahora te diera lo que te mereces?
—Démelo osté; máteme osté, mostramo; máteme osté, poique si hoy me ha faltao la puntería otro día me pué no faltar...
—Anda y alevántate y vete, y otra vez no jechas tanta pólvora, poique con tanta pólvora no se le da un tiro a un cerro.
Y diciendo esto, él mesmito alevantó al Toño, y le volvió las espaldas, tan tranquilo como si detrás tuviera una pareja de la benemérita.
—¿Y el Pastañeta?
—Pos el Pastañeta se queó mirándolo y mirándome como atontao; endispués recogió la escopeta y el cuchillo, y de pronto, cuando ya el Rumboso iba a montar, tira la jerramientas y se va pa el viejo, y baja los ojos, y le dice como si de pronto se hubiera vuelto tartamúo:
—Mostramo, perdóneme osté; pero yo estoy loco, yo estoy desesperaíto; yo soy un probe, yo no tengo más calor en el mundo que mi Rosalía, y quitarme a mí mi Rosalía es sacarme el corazón del pecho, y es darme garrote vil, y es...
Y al decir esto se le llenaron los ojos de lágrimas como puños; y miren ustedes, a mí también se me mojaron las parpagueras, poique la verdá es que aquello lo dijo el mozo de un móo... Ya ven ostedes cómo lo diría, que el Rumboso le tendió la mano y le dijo:
—Pedazo e bruto que eres, ¿poiqué no has hablao asín antes? ¿No comprendes tú que desde el punto y hora en que tú quisiste que me fuera a rumbo de valentía, yo no podía dirme, y que necesitaba antes de dirme probarte a ti y a tó el mundo que me iba poique me daba la gana, poique yo no le hago a naide estorsiones, y además que yo no estoy tan loco que quiera casarme con una jembra prendá de otro hombre? ¿Tú no comprendías eso, peazo de bruto que eres, tú no lo comprendías?
Y ná, que se dieron las manos, y que se fué Toño y que yo acompañé un ratico al Rumboso y que me he venío tó el camino diciendo: «Ole con ole por los hombres machos con toas las de la ley», y lo he venío diciendo con tó el metal de mi voz y con toas las veritas de mi alma.
Y momentos después humeaba el sabroso contenido de la olla en el enorme barreño donde la hubo de volcar la tía Tomasa, y sentábanse todos alrededor de la reducida mesa, a la oscilante luz de un enorme candil suspendido del alero de la chimenea, donde entre ramos de verde romero brillaban, como si fuesen de oro, las grandes calderas y los limpísimos peroles.
FUERTE COMO LA MUERTE
De pie, con las manos en los bolsillos, frente a la luna del escaparate, estuvo largo rato mirando, vacilante y perplejo, sin acabar de decidirse. Se decidió por fin.
—A ver, ese collar... ¿Me hace usted el favor?
Un dependiente le sacó del escaparate y le extendió en el mostrador sobre un retal de terciopelo azul. El le examinó detenida y minuciosamente.
—Sí, está bien... es bonito. Me gusta; ¿qué vale?
—Para usted 1.200 pesetas.
—¿Precio fijo?
El dueño de la tienda intervino.
—A un cliente como usted, don Joaquín, no se le pide en esta casa más que lo justo. Es usted bastante inteligente para que haya necesidad de hacer el artículo. De todos modos, usted se le lleva, le manda tasar, y con arreglo a la tasación me da usted lo que guste.
—Es que, además, no las llevo encima.
—Usted se pasa por aquí cuando quiera. No hay prisa ninguna.
Salió muy contento, satisfechísimo de la compra. Llegó a casa, y en la misma puerta preguntó a la doncella que le salió a abrir:
—¿Cómo está la señorita?
—Bien; muy tranquila toda la tarde. Hace poco se quedó dormida.
Entró de puntillas en la alcoba y dilatando las pupilas para orientarse bien en la penumbra llegó pausadamente hasta la cama y se inclinó sobre la enferma. Al roce imperceptible de la ropa, Paulina abrió los ojos.
—Creí que dormías.
—No.
—¿Cómo estás?
—Parece que mejor. No tengo fatiga. He podido descansar un ratito.
—Naturalmente, mujer, y te pondrás muy pronto buena. Roldán me dijo ayer que estás en franca mejoría. Lo que hace falta es que no seas aprensiva, que te animes. Es necesario que pongas de tu parte un poquito de buena voluntad.
—¡Voluntad! ¡Ay, si con la voluntad se pudiera vivir!
—Vamos, no seas tonta; no quiero verte así.—Dió luz al globo de cristal que colgaba sobre la cabecera y se sentó en el borde de la cama.—Te he comprado una cosa, una sorpresa, ¿sabes? ¿Qué me das si te gusta?
—Pobrecita de mí, ¡qué quieres que te dé!
—Un poco de alegría. Yo con verte reir tengo bastante.—Sacó el estuche del bolsillo y la entregó el collar. Ella, al verle, dió un grito de contento y lo cogió con sus manos febriles.—¡Ay, qué lindo! ¡Qué bonito!... ¡Qué cosa más preciosa!—Mas en seguida, con una brusca transición, cambió de tono:—Pero, ¿por qué haces esto? ¿Por qué te gastas el dinero en esto? ¡Yo para qué lo quiero, si no lo he de lucir!
—¿Que no? En cuantito que te pongas buena.
Y como ella moviese la cabeza con ademán de desaliento, agregó vivamente, temblorosa la voz de amor y de ternura:—Tontina, si no creyese que le ibas a lucir, ¿te le compraría? Ven acá, te le voy a poner. Verás qué lindo.—Y, en efecto, él mismo se lo puso, cerró el broche y fué a buscar un espejo para que se mirase.—¡Eh! ¿Qué tal?
—Muy lindo.
Acodada sobre las almohadas, el espejo en la mano, se estuvo contemplando mucho tiempo. Separó con los dedos algunos bucles desrizados que le caían sobre la frente y se mordisqueó los labios exangües y descoloridos.
—¡Qué pálida estoy!
—Es la luz, nena.
—Por Dios, no digas... Estoy horrible. Parezco una muerta.—Dió un gran suspiro, tiró el espejo y se dejó caer sobre la almohada.—Estoy muy mala, Joaquín. Vosotros no me queréis creer, no me hacéis caso y yo estoy muy mala.
El, conmovido, la miró en silencio. Luego, de pronto:
—Oye, está una tarde magnífica; no hace nada de frío. ¿Quieres que abra un momento el balcón?
—Sí, abre un poquito, para que se ventile. Huele mal, ¿verdad?
—No, nenita, no es eso. No huele más que a etilo, y ya sabes que a mí este olor no me disgusta. Me sabe a plátanos y a ilang-ilang. Era para fumar un cigarro.
Para fumar un cigarro y para que ella no viese que las lágrimas le llenaban los ojos. Cruzó el gabinete, abrió el balcón y se acodó en la barandilla. Sobre la línea recta y dura de los tejados de la casa de enfrente, la tarde comenzaba a morir en un crepúsculo de color de malva de una diafanidad imponderable. A lo lejos, por el andén del bulevar, unas niñas venían cantando enlazadas del talle. Ennoblecida por la distancia, sonaba la canción melancólica y triste:
La canción infantil se metió como un puñal en su corazón dolorido. También él, dentro de poco, no vería más a su Paulina. ¡Qué horror!... ¡Qué pena! Morir en plena juventud, cuando con más ansia se ambiciona la vida... Morir a los treinta años, ¡tan bonita, tan buena, tan adorada, tan feliz!... Alzó los ojos, y turbios de llanto los clavó en la serenidad del crepúsculo.—¡Señor, Señor, qué te hemos hecho para que nos trates así! ¡Por qué no me eliges a mí y la salvas a ella! ¿Por qué te complaces en segar las vidas en flor?
Desde que se dió cuenta de la gravedad de su mujer, todos los días, en sus oraciones, elevaba a Dios la misma súplica. Mas Dios no la atendía. El, a pesar de sus cincuenta años, de su vida de luchador, ajetreada y dura, cada vez estaba más fuerte, más robusto, más lleno de salud; y, en cambio ella, la pobre nena, rodeada de lujos y de comodidades, mimada y consentida, tenía en el pecho un corazón que no servía para nada, un corazón inútil que se iría a romper cualquier momento como una figurita de biscuit. Los médicos se lo habían dicho leal y rudamente. Todo es inútil. No se puede hacer nada. No queda más que resignarse y esperar.
Y así llevaba esperando dos años, viéndola vivir artificialmente a fuerza de tónicos y cordiales; asistiendo impotente a los tremendos ataques de disnea; contemplando con horror cómo aumentaba la hinchazón del cuerpo, cómo se embotaba la sensibilidad, cómo se abría la piel en llagas espantosas. Así llevaba dos años, rodeándola de cuidado y de mimo, concretado exclusivamente a ella, siempre vigilante y atento para hacerle las horas agradables, el ambiente propicio, para apartar de la tristeza de la alcoba todo lo que pudiera ser emoción violenta y sensación desagradable, y, sobre todo, para infiltrar en su alma, día tras día, con tenacidad piadosa, el engaño sutil de una mentira que ella se negaba a aceptar.—No, Joaquín, no; yo estoy muy mala. Estoy mucho más mala de lo que creéis.
Unas voces argentinas que sonaban en la alcoba le trajeron a la realidad. Eran los nenes, que habían vuelto del colegio y entraban a besar a su madre. Joaquín cerró el balcón y fué a verlos. Joaquinito, el pequeño, se había encaramado y trepaba gateando por la colcha arriba. Luisita, la mayor, jugaba con las cuentas del collar.
—¡Qué bonito! Dí, mamá, ¿te le ha traído papá?
—Sí, ángel mío.
—¿Y a mí no me ha traído ninguno?
Paulina alzó la mano y sus dedos hinchados y torpes acariciaron los cabellos dorados de la niña.
—No te ha traído ninguno porque éste es para ti. Para ti, ángel mío. Tú le llevarás cuando yo me muera.
—Bueno; pero como tú no te vas a morir...
Ella no contestó. Un gesto doloroso crispó toda su cara, y se le llenaron de lágrimas los ojos. Joaquín cogió a los niños y los puso dulcemente en el pasillo.
—Id a la cocina y decid a Juana que os dé de merendar.
Luego, al ver que Paulina seguía sollozando:
—Pero, nena, por Dios, no seas así... no te pongas así... ¿No comprendes que te perjudicas? Te excitas, te emocionas, viene la fatiga y...
Paulina seguía llorando. Se inclinó sobre ella y la besó en los ojos con caricias de inefable ternura.
—Mi nenita... ¡mi nena!... Vamos, ¿lo ves?... ¿Lo ves?... ¡Si ya lo sabía yo!
Fue tremendo el ataque; tan violento que, a pesar de estar él acostumbrado a presenciarlos, hubo un instante en que perdió la serenidad y se asustó, creyendo que era el último. Afortunadamente, la digital y el cloruro de etilo surtieron sus efectos, y el ataque pasó; aclaróse la vidriosidad de las pupilas; cesaron las violentas sacudidas crispantes, los saltos descompasados del corazón y el ronco silbar de la garganta. Quedóse de cara a la pared, bañada en sudor, aniquilada, destrozada, rendida. El, conmovido, la miraba en silencio. Luego, al cabo de un rato:
—¿Quieres que te quite el collar? Te molesta, ¿verdad?
Pasó dulcemente una mano por debajo del cuello y desabrochó el cierre. Al ir a retirarla, sus dedos tropezaron debajo de la almohada con una hoja de papel. La cogió inconscientemente, sin darse cuenta. Ella no se movió. Fué al gabinete a dejar el collar y, por curiosidad, miró el papel: medio pliego de cartas escrito con lápiz.
«Mi alma:
Una convulsión nerviosa le cerró los ojos.
Los volvió a abrir.
«Mi alma: Te escribo estas dos líneas aprovechando un momento en que me dejan sola. Estoy muy mala. Sé que nunca más me volverás a ver. Esta es la única pena que tengo: morirme sin...»
No decía más.
Se llevó una mano a los ojos y con la otra se apoyó en una silla, porque todo su cuerpo vacilaba. Así estuvo mucho tiempo, mucho. Luego, lentamente, volvió a la alcoba. A medida que avanzaba hacia el lecho, se le aceraban las pupilas y las manos se le crispaban como garras de presa; tremolaron un segundo sobre la cabeza de Paulina y en seguida se estrujaron, enlazadas con ademán de desesperación y de impotencia. Ella no se había movido. Dormía dulcemente, reposadamente.
De pie junto a la cama, la miró largo rato. Al suave resplandor del globo azul colgado de la cabecera estuvo contemplando los bucles desrizados y marchitos, los párpados translúcidos, las ojeras amoratadas y profundas, los labios secos, incoloros y exangües; las manchas cárdenas de la piel, lustrosas aun de sudor. Una carcajada infantil resonó en el pasillo, y pasaron los niños retozando.
Abrió muy despacio la puerta y, con ademán imperioso, les impuso silencio:
—¡Chisss...! Mamá está dormida. No hagáis ruido.
Errores corregidos por el etext transcriptor: |
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gritando:—«No;=> gritando:—«¡No; {pág 30} |
sobre esta roidlla=> sobre esta rodilla {pág 21} |
»Oh, Dios mío!=>»¡Oh, Dios mío! {pág 28} |
limpia de pelo las otras=> limpias de pelo las otras {pág 35} |
la senda de sus sueños.=> la senda de sus sueños! {pág 67} |
ESCENA IX=> ESCENA IV {pág 71} |
en tus presencia=> en tu presencia {pág 72} |
La nadre y la hermana=> La madre y la hermana {pág 91} |
Ah, en cuanto a eso sí.=> Ah, en cuanto a eso sí! {pág 105} |
yo padre y tu madre=> yo padre y tú madre {pág 108} |
quien su padre recomendaban el cuidado=> quien su padres recomendaban el cuidado {pág 128} |
encueros vivos=> en cueros vivos {pág 128} |
brillaban las gusanos=> brillaban los gusanos {pág 162} |
La epopeya de una zíngraa=> La epopeya de una zíngara {pág 165} |
fué lllamada=> fué llamada {pág 224} |