COCINA CÓMICA
JUAN PÉREZ ZÚÑIGA
RECETAS DE GUISOS Y POSTRES, POESÍAS CULINARIAS
Y OTROS EXCESOS
«El comer y el rascar
todo es empezar.»
HELIOGÁBALO.
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Primera edición.
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MADRID
IMPRENTA DE LOS HIJOS DE M. G. HERNÁNDEZ
Libertad, 16 duplicado, bajo.
1897
á Mariano de Cavia
y á
Eduardo de Palacio
maestros teórico-prácticos en la ciencia de
comer y beber, dedica esta
modesta obra
su admirador, amigo y correligionario,
AL ÍNDICE |
Con el transcurso del tiempo se ha ido ingiriendo considerablemente la cocina en la literatura, ó mejor dicho, la literatura en la cocina.
No aludo al hecho de que algunas cocineras tengan sobre el fogón tal cual novela para honesta distracción del espíritu atribulado y grasiento. Me refiero á lo que se ha escrito de poco tiempo á esta parte sobre materias culinarias.
No es fácil enumerar todos los tratados de cocina y repostería y los manuales del arte de guisar que han sido publicados, y mucho menos las recetas sueltas que andan por ahí[1]. Lo que sí puede asegurarse es que los autores que han explotado todas estas materias se han revestido de la mayor seriedad para redactar sus trabajos y ofrecérselos al público que come bien, que es el más sano de todos los públicos, ó al menos lo debe ser.
Á la tal seriedad es precisamente á lo que yo pretendo sacar punta en estas cortas pero honradas líneas, sin que el hacerlo sea faltar al respeto que los principales guisanderos teóricos me infunden, unos por sus méritos y otros porque desgraciadamente hicieron tiempo ha la última digestión de su vida.
Yo no soy cocinero, y apenas si he tenido roce, (roce técnico, se entiende), con cocinera alguna; pero como suelo sentir comezón de poner en solfa las cosas más graves, me permito presentarte, caro lector, un librito humorístico de cocina, menos caro que tú y sin más pretensiones que enseñarte á confeccionar algunos platos de cocina y de repostería, ya montados, ora de á pie, y entretenerte con varias poesías relativas á la manducatoria.
Mas no debo dejar paso franco á las recetas ni á las coplas sin consignar antes unas cuantas advertencias respecto á lo que en clase de comensal bien nacido debes hacer antes de comer y durante la comida; sí, durante ese acto importantísimo que, digan lo que quieran los inapetentes de profesión, constituye, sin duda, el segundo de los placeres con que contamos los mortales en este valle de lágrimas y de patatas fritas.
Cuando te conviden á comer, no debes llegar á casa del anfitrión después que hayan servido los postres; pero tampoco antes de que amanezca el día señalado para la comida. In medio consistit virtus, que dijo el otro.
Si no ha precedido invitación y eres tú quien se convida, bueno será que te anuncies con anticipación para que puedan prepararte comida buena y abundante. La creencia de que donde comen cuatro comen cinco es una majadería de primer orden. Comer cinco donde comen seis ya es algo más razonable.
Bueno es también que sepa todo el mundo cuáles son los manjares de tu mayor devoción. ¿Tendría gracia que te convidasen y con la mejor intención te dieran besugo (pongo por plato) existiendo embozadas diferencias, quizá odio profundo, entre el besugo y tú? Ciertamente no.
En las casas de medio pelo para abajo te dirán probablemente antes de comer: «Vamos á tratarle á usted con toda confianza»... «Por usted no hacemos ningún extraordinario»... No lo creas, lector mío. De seguro ha precedido á la formación del menu amplia discusión conyugal sobre tus gustos y sobre la oportunidad de sacar á relucir lo mejorcito de la vajilla.
Si no te han señalado sitio en la mesa y hay señoras, no seas bobo y colócate junto á la más guapa, á no ser que ésta tenga por costumbre limpiarse las manos en la ropa del comensal más próximo ó escupir sobre él las espinas de los pescados ó el hueso de las aceitunas.
No empieces jamás á comer antes de que haya manjares en la mesa, pues no está generalizado entre los comensales de buen tono el ir á la cocina á catar los platos, en alas de la impaciencia.
No dejes de ofrecer entremeses á las señoras, y mucho más si tienen la probalidad de ser mancas. ¿Que les gusta lo que las ofreces? Pues contarás con su eterno reconocimiento. ¿Que no les gusta? Pues recibirás un desaire, lo cual es amargo siempre, y ya sabes lo conveniente que es empezar á comer con algo amargo por vía de aperitivo.
Respecto á la colocación de la servilleta, no sé qué aconsejarte, porque conozco distintos pareceres.
Todo lo que no sea limpiarte los labios con las mangas, está bien.
Unos individuos desdoblan la servilleta y se la ponen sobre los muslos. Otros se la atan al cuello, como si les fuesen á afeitar.
¿Qué debes hacer tú? Según y conforme. Si tienes la corbata rozada ó has robado á alguno de los presentes el alfiler que llevas, debe quedar tu pecho tapado con la servilleta, bien atándotela al pescuezo, bien clavándotela á la nuez con disimulo y con una tachuela.
En otro caso, bien se está el blanco cendal sirviendo de sudario á las rodillas.
Por cierto que en esto de la colocación de la servilleta he visto caprichos muy raros. Un general muy conocido se la ataba al tobillo derecho. Cierto marqués no menos afamado se la ponía en la cabeza á modo de turbante, y un literato que no quiero nombrar se la suele meter en el bolsillo con no muy santo fin, y digo esto porque á veces ha devuelto la comida, pero la servilleta no.
Nunca pongas los codos sobre el mantel y mucho menos el mantel sobre los codos. Especialmente esto último es de mal efecto.
No cojas las aceitunas con el tenedor, sino con los dedos, prefiriendo los de la mano; pero no con todos, sino con dos, y aun si te es posible con uno solo. Esto es lo más elegante.
Una vez las aceitunas en la boca, no te tragues los huesos: deposítalos con disimulo en el bolsillo del comensal colindante.
Para comer las rajas de salchichón, quítalas primero el cerco de tripa que las rodea, valiéndote para ello del cuchillo, nunca de la cuchara, y efectuada la separación, no te distraigas y vayas á tirar la rodaja y á comerte la tripa.
En cuanto al uso del cuchillo, del tenedor y de la cuchara, poco habré de advertirte.
No cortes con el cuchillo los caldos ni las salsas, ni te le metas en la boca conduciendo en su punta bocado alguno, porque te puedes partir la lengua en lonchas. De querer chuparlo á todo trance, hazlo por el mango, que al fin y al cabo carece de filo conocido.
Si te presentan chuletas empedernidas ó entrecocotes fósiles, suelta el cuchillo y pide un hacha inmediatamente. Lo demás es perder el cuchillo y mellar el tiempo, ó viceversa.
La cuchara se agarra por el rabo generalmente, y se usa para los líquidos. Pero no interpretes esto al pie de la letra y vayas á tomar á cucharadas el Champagne ó el Chartreuse. (Suele emplearse también la cuchara para el reconocimiento facultativo de la garganta, tratándose de personas que tienen la lengua levantisca.)
Con el tenedor no debes intentar pinchar los huesos de los mamíferos ni de las aves, ni chupar como un bobo las púas después de haberlo usado.
Y ya que de las aves te hablo, debo recordarte aquella moraleja que dice así:
En la imposibilidad de hablarte de todos los manjares difíciles de tomar, te voy á hacer tres ó cuatro breves advertencias respecto de algunos, Alcachofas.—Constan de un cogollo que está en el centro y muchas hojas que lo abrigan cariñosamente. Estas son duras de pelar, y cuando se las tiene en la boca forman un modesto estropajo. Pues bien, lector querido, como la digestión del tal estropajo suele ser más laboriosa que la constitución de algunos gobiernos, y como, por otra parte, sacar las hojas de la boca para adornar el borde del plato no es de buen gusto, yo estaría más tranquilo si no comieras alcachofas en toda tu vida.
Espárragos.—Cómete la cabeza (la de ellos) y el tallo verde, después de empuñarlos por la parte blanca, parte que arrojarás, tras de chuparla bien, al plato del comensal más próximo.
Moluscos.—Nunca debes comerte la cáscara de almeja alguna, por más que en su afán de que comas de todo te inste á ello la señora de la casa. Con el bicho que tiene en el centro te basta y te sobra para relamerte.
Cangrejos.—Si te los dan, haz lo siguiente: coge al animalito, decapítale, quítale el corpiño, los entresijos, la colita y las patas; y como no quedará nada del crustáceo, te chupas el dedo y vuelves por otro.
Helado.—Si es queso, no pretendas quitarle la corteza, y si tiene forma de sorbete piramidal, no eches los dientes á la cúspide, porque es cosa fea. Tómalo con la cucharilla, y si no la hubiere, con el dedo índice.
En cuanto al orden de los platos, tampoco puedo decirte mucho. Bástete saber que sería de mal efecto comenzar por los postres y acabar por la sopa, no siendo sopa de almendra.
Aunque seas muy amante del buen orden en todos los actos de tu vida, no pretendas, cuando comas, empezar por el principio. Tómalo después del cocido y no te pesará. Y si te pesa, agárrate á la magnesia efervescente.
Extrañarás una cosa en el curso de la comida, y es que te darán la entrada después de llevar dentro más de una hora.
Otra cosa: si te dicen que vas á tomar el sorbete detrás del asado, dí que eso no es posible. ¡Tendría que ser un asado muy grande!
Respecto á la prelación en los vinos y en las bebidas espirituosas ó espirituales (como decía una patrona mohosa que yo tuve), ten sólo en cuenta el orden comúnmente establecido, pues si malo es tomar vino de Valdepeñas con las tartas, aún es peor tomar el Ojén, pongo por caso, con la sopa de fideos.
No tomes el Oporto ni el Jerez en taza, porque este cacharro está más admitido para la manzanilla; y si te sirven Madera no abusos de él, que luego puede mortificarte la salida de las virutas.
Si crees que el bigote ha de servirte de estorbo para tomar los guisos de salsa, déjalo con el sombrero en el recibimiento. Preferible es esto á que puedan ver en tu faz inoportunas estalactitas, pues éstas son más propias de las grutas que de los bigotes.
Terminada la comida, coge un palillo y límpiate bien la dentadura; y después, en vez de volverlo al palillero, ten la galantería de ofrecérselo á la señora de la casa.
Para freir los huevos hace falta tener varias cosas: 1.ª Huevos.—2.ª Aceite.—3.ª Lumbre.—4.ª Sartén.—Y 5.ª Paleta.
Los huevos han de ser precisamente de ave de corral y el aceite de hígado de aceituna. La lumbre ha de estar caliente, la sartén sin agujeros en el fondo y la paleta provista de rabo.
El aceite puede ser sustituído por manteca. Y ésta ha de ser de cerdo, no de olivas.
La operación de freir los huevos no es pesada ni difícil. Sin embargo, no todos los seres humanos la saben realizar. Hay muchos académicos que no saben freir más que la lengua castellana, y algunos personajes políticos que ni siquiera saben lo que son huevos.
Pues bien: después de encender la lumbre y tener sobre ella aceite hirviendo, se coge un huevo con cáscara (pues sin ella no se le podría cascar). Se le maltrata contra cualquier objeto duro, y colocándole en alto sobre la sartén y separando cada una de las dos mitades con cada una de las dos manos, ¡pal! se dejan caer las entrañas del huevo dentro de dicha vasija, porque si caen fuera es probable que no quede bien frito. La yema queda en medio dándose tono y la clara la guarnece alrededor metiendo un ruido infernal y levantando ampollas á su contacto con el aceite. En tal momento es cuando la paleta cumple su misión en este valle de lágrimas. ¿Cómo? Recogiendo la clara para que no se divorcie de la yema, y rociando de aceite todo el huevo con la mejor intención. El huevo, por su parte, sigue tan calentito y escandalizando como una fiera, hasta que, decretada su libertad provisional, se le saca del baño con la susodicha paleta y se le pone encima de un plato (nunca debajo).
Inmediatamente se repite la operación con otro huevo y se le coloca después de frito al lado del primero, encargándoles á uno y á otro que se lleven bien y no riñan, pues los huevos están destinados á presentarse en el mundo por parejas, como la Guardia civil.
Á nadie se le ocurre pedir un huevo, ni tres; ha de ser un par.
Esto no quita que un vecino mío se coma siete huevos para desayunarse. Y si son fresquitos, del día, y procedentes los siete de una misma gallina, mejor que mejor.
Bien es verdad que se los come con otros tantos panecillos.
Este plato, que tiene por cierto un título muy chocante, ha salido todo él de la cabeza de un tal Domenech (q. D. g.), cocinero catalán é inspirador espontáneo de muchas de las recetas que contiene el presente libro (q. D. g. también).
Atengámonos á la receta aludida.
Se toman dos pimientos pornográficos (ó sea verdes) y dos charlotas de tamaño natural y se les pasa á cuchillo hasta dejarlos hechos una especie de pasta vegetal simpática, la cual habrá de resignarse á ingresar en una sartén, acompañada de 50 gramos de Tetuán (¿querrá decir de tuétano?). Mientras se fríe la pasta, se coge una modesta pero honrada cuchara de palo, con ella se le da al contenido de la sartén unos cuantos meneos y en cuanto la pasta empieza á sofocarse, ¡cataplún! se la riega con un vaso de Madera, de vino de Madera seco. Se le deja que humildemente se reduzca á la mitad y entonces se le agregan para honra y gloria de Dios un vaso de salsa de tomate ruboroso, otro de juego de carne (debe de ser jugo), una hoja de laurel, azafrán disoluto, pimienta y sal.
Á los diez minutos se retira la salsa á descansar.
Y ya tenemos la salsa preparada.
Ahora vamos con los huevos.
Cada uno lleva un costrón de pan. ¿Que cómo se hace el costrón? Pues muy sencillo. Coges miga (la corteza para el nuncio); cortas ocho pedazos de un centímetro de altura y seis centímetros cuadrados de superficie. Les haces un agujero en medio y por allí les metes un huevo. Les das un baño de placer en leche pura, los barnizas con yema y los echas á freir con manteca de vacas auténticas. Quince minutos antes de servir los costrones y cuando hayan experimentado ya la introducción del huevo correspondiente, los colocas en un plato y los cubres cariñosamente con la salsa mencionada.
Con esto y con que pasen cinco minutos más enchiquerados en el horno, ya están listos los huevos para volver locos de gusto á los comensales más tranquilos.
Y ahora preguntarás: ¿Por qué se llaman Huevos á la Morenita?
¡Oh! Este un misterio culinario difícil de explicar.
Fantasia sobre motivos de una receta del insigne cocinero Mr. Domenech, para seis comensales.
Ante todo se arma uno de paciencia y de acederas para hacer una especie de cataplasma, que se compondrá de 60 hojas «cosidas» (cocidas debe decir, porque si no resultaría un folleto). «Se pondrán á cocer diez minutos (¿cómo estarán los minutos cocidos?) y después se colarán por un colador.» (Colarlos por otra cosa, verbigracia, por una bandurria, sería un desatino.) «Se pican las hojas (¿unas á otras?), después de bien escurridas, sobre una mesa, y ya tenemos hecha la pasta.» «Esta se pone al fuego en una cacerolita con 25 gramos de manteca de vacas ilustres, sal, pimienta y raspaduras y enmiendas de nuez «mascada» (debe ser moscada). Puesta la pasta en movimiento con una espátula (ó en su defecto con una badila), se le agregan dos yemas y medio vaso de nata.
Hecha así la pasta, se la retira de la lumbre; pero para que no se resfríe se la lleva al consabido balneario de María, tapando la cacerolita con un pedazo de papel de barba (que puede afeitarse si conviene). «Diez minutos antes de servirse este plato, se pondrán los ocho huevos que corresponden á los seis comensales (me parecen pocos huevos) en un cacharro con agua hirviendo, donde permanecerán, mal que les pese, durante cuatro minutos justos.»
Dice la receta que han de estar frescos, pero no se sabe si esto se refiere á los huevos ó á los comensales. Se les quíta la cáscara (esto va con los huevos, seguramente) cogiéndolos con una servilleta (nada más que con una), y sobre el pantano que se haya formado con las acederas se colocan, cual leves barquichuelas, los mencionados huevos, rodeando la fuente de tostaditas de pan ó cualquier otra cenefa frita por el estilo.
Termina la receta advirtiendo que al preparar los huevos mollets deberá obrar el cocinero con cuidado y ligereza; pero nos parecería más oportuno que esto lo dejase para después.
Cuézanse los huevos hasta que se les queden empedernidas las entrañas. Quíteseles la cáscara como cosa despreciable y ruín. Divídase cada uno de ellos en dos partes iguales y déjeseles tranquilos en un recipiente cualquiera mientras se confecciona la béchamel, conocida por besamela, en las cocinas de medio pelo.
Con un poco de manteca de vacas naturales, que no esté muy caliente, se mezcla una cucharada de harina, para evitar que todo sea mohina en el plato, y se hace una masa muy compacta, procurando que no se gorulle, porque lo de formar gorullos no es propio de masas bien nacidas. En esta salsa se va echando leche blanca cocida al fuego hasta que adquiera un espesor decoroso la béchamel. Añádasele perejil picado, nuez de mosca molida y unos cogollitos de lechuga librepensadora.
Á todas estas cosas se les deja cocer en la salsa procurando no molestarlas mucho. Se la ponen los huevos encima y... san se acabó.
¿Por qué se llaman huevos á la tripa? Lo ignoro. Sólo sé que constituyen un plato de esos que nos incitan á la dulce tarea de chuparnos los dedos uno por uno.
Se procede á la busca y captura de un cabrito de buena familia. Se agarra un cuchillo y se lo hace pedazos al animal. Acto seguido se proporciona uno ajos y perejil. Pica uno los ajos con cariño; y todos los objetos mencionados (excepto el cuchillo) se introducen en una cazuela, procurando que ésta no tenga ningún agujero en su parte inferior. Añádasele pimentón rojo. Después se le agrega en cantidad respetable aceite frito, que caerá suavemente sobre el cabrito de referencia, el cual recibirá además un poco de caldo y se dará por muy satisfecho. Todo ello en la indicada situación será abandonado por el oficiante, para que sobre lumbre poco fuerte vaya haciéndose despacio. Llegada la hora del almuerzo y ya en la mesa el cochifrito, no quedan más que dos caminos, ó comerlo ó dejarlo.
No se trata de prendas de vestir en mal uso, sino de un agradable guiso que se hace del modo siguiente:
Se agarra una sartén por el mango, se la pone sobre una hornilla en donde haya lumbre (porque si no daría, lo mismo ponerla sobre el fregadero) y en dicho receptáculo se echa, con la sana intención de que se derrita, una porción de manteca de trigo y de harina de cerdo ó viceversa, añadiéndole hierbabuena, perejil (bueno también), ajos picados y tres pimientos dulces sin rabo y sin josefinas. Se mezcla esto con caldo y vino blanco y se mueve la mezcla hasta que los ajos digan «basta». Entonces se agrega carne cocida y desmenuzada, no siendo indispensable que este ingrediente sea un sobrante de comidas anteriores, pues si bien suele aprovecharse para este guiso la carne usada, más vale que sea nueva. Se le sazona con sal y se le deja freir á sus anchas por espacio de veinte minutos. Después se sirve... y pax Christi.
Este plato, inventado por Américo Vespucio, se recomienda por el abrigo que presta al estómago. Al fin y al cabo es ropa, aunque deteriorada al parecer.
Se compra un pedazo gordo de lomo de vaca honrada, procurando que haya en el peso el menor robo posible.
Se pica jamón de cerdo con ajo vegetal, perejil del mismo reino, huevo duro de gallina, y aun si se quiere, higadillos de este mismo bípedo de corral. Se aplasta el trozo de carne para que quede chato como un filete y no tenga que envidiar á los lenguados. Se baten dos huevos, y tanto el que salga vencedor como el vencido, se revuelven con los antedichos picados, constituyendo un espeso amasijo, que se introduce, aunque sea fraudulentamente, en el filete de carne. Á éste se le arrolla, y al rollo se le ata con un hilo en buen uso y se fríe con manteca. Después se echa agua en el recipiente que sirve de estuche al rollo, y se le suplica á la carne que cueza tres horas. En la salsa hay que hacer intervenir directamente á las almendras (sin garapiñar), al perejil, á la nuez «amoscada» y al caldo del puchero, sin olvidarse de echar ajos, aun cuando esto parezca cosa fea. Y terminados los trámites del guiso y llegada la hora de comer, puede servirse el plato de que se trata; porque al fin y al cabo para eso se ha hecho.
No vayan ustedes á creer que este plato es el manjar con que se alimentan los marineros generalmente, ni se figuren tampoco que se trata de la foca ó vaca marina. El nombre de «vaca á la marinera» tiene otra procedencia que ahora no explico á los que lo ignoren porque dispongo de poco tiempo y menos espacio, aparte de que tampoco lo sé yo.
Conténtese el lector con saber cómo se guisa el plato de referencia.
Se compran (ó se alquilan, según la fortuna del comensal) varios filetes de cadera ó de solomillo. Se avisa á unos cuantos salteadores para que acudan á saltearlos, y cuando estén bien doraditos (los filetes) se les retira de la lumbre, operación que agradecen con todas sus fibras. En la propia grasa de ellos se deposita cebolla repicada, sal, pimienta, perejil y una cantidad microscópica de especias francesas, traducidas al castellano.
Rehogado todo esto como lo manda la Santa Madre Iglesia, se le echa media cucharada de harina, moviéndola para que no se agorulle, porque eso está muy mal visto en las cacerolas cultas. Se añade un poca de agua y se arrojan al líquido los filetes hasta que estén bien cocidos, ó bien cosidos, como diría una sevillana que yo conozco.
Cinco minutos antes de servir el plato se descarga sobre él una nube de alcaparras y como guarnición bien disciplinada se coloca alrededor de la fuente un destacamento de pepinillos misteriosos.
El que coma este manjar y no se vuelva loco de gusto ni merece bien de la patria, ni la estimación de sus conciudadanos, ni mucho menos la gloria eterna.
Se adquiere un lenguado que tenga espinas, pellejo y cabeza; porque si no sería imposible cumplir la primera prescripción de la receta, que consiste en despellejar al lenguado, decapitarlo y quitarle las espinas.
Sobre una fuente untada con manteca de vacas librecambistas se coloca el lenguado. Se le quita el polvo con unos zorros y se le riega con buen vino de Jerez, espolvoreándole en seguida con sal y pimienta para que no se escueza. Hecho esto, se mete en el horno fuerte la fuente, y el lenguado también, porque dejarlo á él fuera sería una tontuna.
Por otra parte, en una cacerolita que tenga completa la parte de abajo, se echan 25 gramos de manteca y una cucharada de fécula de chuleta de huerta, dorada á fuego. Se les agrega el betún que haya soltado el lenguado al asarse y medio vaso de leche natural, dejando hervir este emplasto 3 o 4 minutos (no trescientos cuatro, ¿eh?) y se pasa por un colador á un cazo, echando entonces á la salsa unas cuantas alcaparras vergonzosas.
Llegado el feliz momento de servir el lenguado, se saca á la mesa honestamente cubierto con la salsa antedicha, y rodeado de un escuadrón de cangrejos cocidos que le sirven al pez en su triste fin como si fuesen hermanos de la paz y caridad destinados á prestarle dulces consuelos. Del lenguado puesto así no hay más remedio que hacerse lenguas. Algún comensal de mal gusto puede que reniegue del lenguado. Pero el tal no pasará de ser un deslenguado despreciable.
En Portugal es el plato favorito de los académicos de la lengua.
Se coge un salmón de costumbres morigeradas (si se deja coger). Se le quita la escama, cuidando de que no vuelva á escamarse ante las desventuras que le aguardan. Se le pasa ligeramente por agua, para que se acuerde de sus buenos tiempos. Se le corta en rodajas con todo el mimo posible. Se le echa sal gorda y robusta, zumo de limón (sin cerveza) y cinco minutos... (éstos no se le echan aunque lo parece)... cinco minutos antes de servir el salmón, se introduce en manteca de vacas fusionistas el dedo índice de la mano derecha (previamente lavado con lejía Fénix) y se unta con él una fuente de metal, encima de la cual se coloca el salmón, pues colocarlo debajo sería demasiado humillante. Hecho esto, se conduce el salmón al horno, que se cerrará cinco minutos antes de la salida del pez. Transcurrido este «lapsus» de tiempo, se suelta al pescado y se le enseña el camino de la mesa, en donde los comensales lo devorarán con avidez y con pan, respetando las espinas, por ser de mala educación comerlas á la vista del público.
Se llega uno al puerto de mar más próximo y pesca un buen trozo de mero que, ya en la cocina, se cuece con sal, y si se quiere, con sandunga. Se mondan patatas, se cuecen á la lumbre y se tamizan. Después se mezclan con el mero, á quien se habrá encargado que se vaya deshaciendo por la buena. Si no se deshiciera espontáneamente, se le deshará por medios violentos. Hecha la mezcla con toda solemnidad y en proporción de un kilo de patatas por otro de mero, se le agrega perejil picado, pimienta banderilleada y especias francesas en pequeña cantidad, tan pequeña que bastará cogerlas con una moneda de dos céntimos y echarlas, cuidando de que la moneda no caiga en el guiso, porque luego siempre es desagradable comerse inadvertidamente un perro, por pequeño que sea.
Por cada medio kilo de pescado se echan en la mezcla tres yemas de tres huevos distintos, y con la masa resultante se fabrican decorosamente unas cuantas croquetas ó bolas ó porciones de figuras caprichosas, como tricornios, biberones, conejos de Indias ó caricaturas de personajes políticos susceptibles de ser fritos en sartén.
Sólo resta advertir que puede no ser este plato meramente de mero. Usase para hacerlo la merluza, la lobina, el bacalao y otros géneros de fantasía por el estilo.
Se pescan tres truchas, midiéndolas antes de pescarlas, á fin de que sean de un tamaño regular. Al pescarlas se procurará que estén frescas. Después se les desalquilará el vientre, se les quitará la escama (porque son muy escamonas) y se las lavará y se las peinará.
Para secarlas deberá usarse, en vez de toalla, sal y pimienta y zumo de limón, hecho lo cual serán colocadas en una fuente de vacas untada con leche de metal, ó viceversa. Así las truchas, y con un poco de manteca por encima, se las mete en el horno por espacio de ocho minutos, que viene á ser menos de media hora.
Se las saca del horno, se les hace cuatro mimos... y á la mesa, en la apreciable compañía de la salsa Valois.
¿Cómo se hace esta salsa? Veámoslo.
Se toma con toda formalidad una cebolleta de tamaño natural, se la pica hasta apurar la suerte y se la exprime. En una cacerolita se pone la cebolleta y medio vaso de vinagre. Se reduce esto á la mitad en el fuego y se le añade una yema de huevo y veinticinco vacas de manteca de gramos, moviéndolo con una cuchara de palo hasta reventar, después de lo cual se echa otra yema de otro huevo y otros 25 gramos de etc. etc.
Retirado todo esto del fuego, se le añaden dos cucharaditas de substancia de pescado virgen, perifollo picado y una chispa eléctrica de pimienta de Carrik (sin que cese el tan reputado movimiento).
Cuando la salsa tenga la bondad de espesar, se la retira del fuego y se la coloca en una salsera, pues servirla en un maletín, por ejemplo, sería una ridiculez.
Según las sagradas escrituras, resulta excelente la combinación de la mencionada salsa con las truchas grillées, que (dicho sea entre paréntesis) no tienen nada que ver con los grillos, aunque lo parezca.
Devorado este manjar, no le queda á uno más obligación que la de relamerse, si se encuentra con ánimo para ello.
Después de conquistar un conejito, cosa fácil en todo tiempo, se le despelleja, se le desocupa el fuero interno y se le corta en pedazos pequeñitos.
En el plato de saltear pónganse 30 gramos de manteca de cerdo, ó en su defecto, de cerda; tres cucharadas de aceite, nuez de mosca, sal y pimienta. Derrítase la manteca, y sométanse á fuego graneado los pedazos del conejo durante veinte minutos. Transcurrido este tiempo, hará el conejo su retirada sobre un plato. Se le agregan 25 gramos de harina, dos decilitros de vino blanco y uno de caldo moreno; hierve un minuto, se cuela la salsa, se limpia el plato, se reza un credo, se vuelve á poner el plato sobre la salsa y el conejo sobre el plato y la salsa sobre el plato del conejo hasta que se vuelve loca la cocinera.
Si ésta no acierta á saltear el conejo por sí misma, puede llegarse á los montes de Toledo y llamar en su auxilio unos cuantos salteadores que lo sepan saltear.
El que no guste de comer los conejos salteados puede comerlos seguidos.
En primer lugar hay que llegarse á un criadero de faisanes y coger uno de los mejorcitos; porque si bien es cierto que se puede comprar, también lo es que en esto de las aves muertas cabe que le endosen á cualquiera un mochuelo que se haya disfrazado de faisán in artículo mortis. Después hay que comprar trufas de toda confianza, porque también las venden apócrifas, hechas con pedacitos de paño negro de tumbas.
Pues bien, con estos elementos, después de haber desplumado y soflamado al faisán y de haberle desalquilado el buche, se le rellenará con trufas cocidas y luego se le coserá la piel del buche, valiéndose para ello de una máquina Singer.
En una cacerola honrada y sobre un casto lecho de lonjas de tocino, colóquese al difunto relleno y distribúyase á su alrededor una bizarra guarnición formada por cuadraditos de ternera, de jamón crudo y de otras menudencias.
Añádanse, á guisa de acompañamiento, dos zanahorias vegetales, dos cebollas con mecha (ó sea mechadas), clavo, pimienta, sal, caldo y vino Blanco de Filipinas.
Esto se deja cocer á fuego lento, pero continuo, durante una hora, con lumbre también sobre la tapadera, aun cuando este último requisito puede suprimirse si la cocinera tiene buenos ojos, pues bastará que ella esté dirigiendo ardientes miradas á la tapadera mientras dure la cocción.
Terminada ésta, se decreta la traslación del faisán á una fuente seca y se sirve á la mesa, ó mejor dicho, á los comensales.
El faisán trufado es manjar sumamente sano. Por lo menos, conocemos poquísimos barrenderos, cesantes y golfos á quienes haya hecho daño.
Despojado el apreciable capón de todas y cada una de sus plumas, se procederá á quitarle los huesos, procurando que el animalito no pierda su forma ni su esbeltez.
Se prepara un nutrido relleno de ternera candorosa, tocino de cerdo, lengua á la escarlata y trufas párvulas, y en caliente se rellena el capón con los mencionados elementos. Introdúcese al difunto en un molde, se le tiene dos horas en el horno de grado ó por fuerza, se le deja enfriar tranquilamente y se le pone en libertad provisional. Se le coloca después en una respetable cacerola untada de tocino, se le añade grasa clarificada, se cierra á piedra y lodo la cacerola y se cuece el ave al baño de doña María dos ó tres horas. Después no resta más que comer el capón, no sin compadecerle, tanto por su triste condición, como por las molestias de que se le ha hecho víctima.
Obtenidas las chochas, se las desnuda, ó mejor dicho, se las despluma con las mismas ganas con que un yerno pelaría á su suegra (que también las hay chochas) y se las chamusca. De esta operación se encargan la cocinera y la pincha.
Acto continuo se las abre el vientre (no á la cocinera ni á la pincha, sino á las chochas), y en él se hallarán los señores intestinos, que, en unión de los huesos y demás apreciables despojos, se machacan en un almirez, hueco en su interior, acompañados de unas tostaditas de pan que no esté falto de peso y una cebolla, frito todo con manteca de puerco limpio, hecho lo cual se pasan por un tamiz.
Una vez que las chochas estén ligeras de vientre, se rehogan en una cacerola, echándolas cuando estén doraditas un chico de vino blanco dorado á fuego.
Se divide á las chochas en cuatro partes iguales, y cada una de éstas se coloca con mucha simetría sobre un picatoste, á gusto de la cocinera (que las hay de buen gusto), en una fuente menor que la de la Cibeles, adornándolas con unas zanahorias torneadas y unas cebollitas cocidas. Seguidamente se les echa una capa ó una manteleta de la expresada salsa. Para ésta se usarán las especias que se crea conveniente. Sobre todo deberá ir claveteada.
Aun cuando este manjar es un poco caro, se come bastante, y prueba de ello es que hay muchas personas que chochean.
Son también muy sabrosas al natural las chochas hembras.
Hay, sin embargo, quien prefiere los machos.
Se coge una liebre. (No aludimos al batacazo.) Se la mata como se pueda, bien á golpes ó bien á disgustos. Se murmura de ella hasta que se la haya quitado el pellejo completamente, y después de sacarla del interior los intestinos y otras frioleras, sin desperdiciar la sangre, se la parte en diez pedazos y se incrusta en ellos á trocitos, ya tocino de cerdo, ya jamón del mismo coleóptero.
Se prepara con manteca una cacerola, poniéndola á fuego fuerte, y cuando está como el corazón de mi nena, se echa la liebre á rehogar, cosa que no deja de causarle molestia, y mucho más cuando se le añade pedazos de una cebolla grande, más una zanahoria vegetal y un nabo del mismo reino, laurel, tomillo, órgano (ú orégano), nuez amoscada y pimienta sin amoscar. Á todo ello se le da movimiento y se le obsequia con media botella de vino tinto ó blanco. Reducido el líquido á la mitad, se le propone á la liebre una retirada honrosa y se aleja del fuego.
Aún hay más. Se coge el hígado de la liebre, se fríe sin contemplación, y se machaca en un mortero huérfano. Se le añade á la pasta resultante la inocente sangre del animalito
y con todo ello mezclado, se abriga bien á la liebre, que entra en fuego en segunda instancia, hasta que logre hervir un par de veces más por si le había parecido poco la primera. Ultimamente se le agrega una copa de ron ó coñac y 25 kilómetros de manteca de vacas. Y ya no se hace más.
¡Ah! sí; se sirve la liebre rodeada de triángulos de pan frito, que la alegran mucho.
Si alguno de los pedazos de la liebre se inquietase en el vientre recordando su pasada ligereza, no hay más que esperarla á la salida con una escopeta, y... ¡cataplum!
(Receta original del Sr. Domenech.)
Se da orden á las entrañas de las codornices para que desalojen inmediatamente el local, y una vez vacías las aves, se soflaman, se limpian y se enjuagan bien con vino de Borgoña blanco, propinándolas una borrachera de media hora. Hecho esto, comienza con toda solemnidad la operación del relleno, que se hará con la siguiente pasta:
Se timan (debe decir «se toman») pechugas de gallina, pollo, perdiz ó cualquier otro insecto parecido, y se les ponen varas, ó lo que es lo mismo, se les pica hasta pulverizarlas, amasándolas con manteca de vacas de Brie (ó de Mataporquera) y sal y pimienta de Cayenne, ó bien de Cayetanne.
Rellenas las codornices con esta pasta (de la cual disfrutan ellas antes que los comensales), se les pone al horno en una tartana (debe decir «tartera») con fuego suave para que se asen y no se pongan tostadas como mi morena, tapándolas con un pedazo de papel mantecoso que lo mismo puede ser la lista grande que una fe de bautismo.
Se les saca del horno y se les da permiso para que se enfríen, y cuando están saturadas del soplo frío de la muerte, se les coloca una por una en calcetines de papel (cajetines debe decir), poniendo la pechuga hacia arriba, según manda la Santa Madre Iglesia.
Luego viene aquello de humedecerlas con un pincel untado de Borgoña blanco y cubrirlas con misericordiosa capa de gelatina é interesantes trufas de Peri el gordo.
Y después viene lo de comerlas y chuparse los dedos, porque es un fiambre caro, pero de chipén.
Cuantos más golpes hayan dado en vida las codornices difuntas, más trabajo costará digerirlas. Las hay que dan siete golpes en los abismos del vientre y se quedan luego tan frescas.
Se adquiere un pato lo más esbelto y garboso que sea posible y se le proporciona el descanso eterno, cortándole el hilo de la existencia, desplumándole con cariño y sacándole los estorbos del interior. En una cacerola se ponen y se revuelven 30 gramos de manteca de Cullón, 20 gramos de cloruro de sodio y 2 gramos de pimiento hembra. En otra cacerola se blanquean 20 gramos de tocino taciturno que se rehogan con 30 gramos de la misma apreciable manteca. Cuando esté rubicundo se polvorea con 30 gramos de harina y se le obliga á que cueza tres minutos, removiéndolo con fe y con una cuchara de palo. Después se le añaden 6 decilitros de caldo, una cebolla picada de viruelas, dos escarpias de especia, un bouquet de perejil y otras hierbas, pimienta y sal. Al primer hervor de todo ¡plaf! se presenta en escena el pato y se le invita para que ingrese en la cacerola con la compañía del tocino, más un litro de guisantes fusionistas. Cinco cuartos de hora bastan para que el pato se convenza de que debe cocer y cueza resignado.
Sácanse de su vera el manojito de hierbas y la cebollita picardeada. Se desengrasan los guisantes por el sistema Remington, se ponen con el tocino en la fuente y en ella se mete el pato.
Si es hembra, lo que se mete es la pata.
Sea lo que quiera, el animalito experimentará una satisfacción á su entrada en la fuente, recordando su entrada en el estanque, y los comensales chuparán con deleite los huesos del pato y después los dedos propios.
No crea el lector que nos referimos á las bolitas de plomo que se emplean, ora para matar animales de pluma, ora para limpiar las plumas de acero.
Aludimos en la presente receta á los sencillos é inocentes pollos de la perdiz, que se guisan del siguiente modo:
Primero compra uno manteca, ó la roba si fuere necesario, y en ella, una vez que se haya liquidado á fuerza de lumbre y de reflexiones, se rehogan los perdigones, cuidando de causarles las menos molestias posibles.
Antes de que tomen color las avecillas (y son muy capaces de tomarlo pronto) se les moja con caldo, salsa española y vino blanco, secándolas después, si se quiere, con una toalla turca.
¿Saben ustedes lo que son tres cuartos de hora? Pues ése es el tiempo necesario para que los perdigones cuezan, encargándoles que no se apresuren en la cocción, pues habrá de ser lenta precisamente.
Después se dispone su solemne traslación á una fuente, á no ser que ellos soliciten trasladarse por su pie, y se sirven á la mesa cubiertos honestamente con su propia salsa.
Por regla general, se les come antes que los postres; pero si hay algún caprichoso que prefiere tomarlos tras el café, no debe contrariársele. Allá él.
Respecto á la otra clase de perdigones, ó sea los granos de plomo, sólo son alimento de las escopetas de caza y no de los seres humanos, sin duda por el mucho tiempo que tardarían en cocerse.
Sin embargo, algunas patronas los emplean todos los días con el nombre de garbanzos.
Véase la clase: Se buscan pollos por doquier y se les deja curiosos (no amigos de enterarse de lo ajeno, sino limpitos y arregladitos). Se los ata con un pedazo de tramilla (que no es ningún veneno) para que adopten buena forma, aunque en estas cosas no es el todo como en los negocios de Estado.
Así dispuestas las aves, se busca una cacerola que tenga dentro 50 gramos de manteca de senador yankee, se arrima al fuego el cacharro y en él se rehogan los pollos, aunque sea engañándoles con un pedazo de cebolla vegetal hecha tirillas pequeñas, una hoja de laurel artístico, tomillo campestre y perejil moscovita en rama, formando todo ello un bouquet lindísimo y bien atado, para poderlo despedir de la cacerola cuando ya no sirva (¡oh condición humana!).
Así que los pollos se van acostumbrando al calorcito, y toman un color morenito agradable, se les halaga con una copa de Jerez. Se les remoja con una cucharada de caldo y otra de salsa española (¡olé!) ó jugo español de carne de vaca peninsular ó de patrona ibérica. Se les deja cocer á sus anchas y despacito para que no se equivoquen, tratándoles con afecto hasta que se pongan suaves, que es cuando llega la ocasión de echarles trufas de Perogordo y champignones hechos cisco, con acompañamiento de nuez mosqueada, vino blanco y mantequilla en buen uso.
Después de haber hervido todo con moderación, se les quita la tramilla (que puede aprovechar la cocinera para hacerse unas ligas); se aparta del fuego á los pollos, cuidando de que con la transición no se constipen, y se les coloca en una fuente mayor que ellos (menor jamás), tanto que pueda contener en todo su perímetro una valla de huevos fritos y picatostes de confianza, que, rodeando los pollos, impida la fuga de éstos.
NOTAS.—1.ª Por más que arriba no queda expresado, lo primero que hay que hacer con los pollos es prenderlos, asesinarlos y quitarles los cañones.
2.ª El autor de la receta original concluye diciendo que este plato se puede comer después de haber hecho lo indicado.
Y dice muy bien; porque comerlo antes de haberlo hecho, sería realmente una bobada mayúscula.
Se machacan con ensañamiento y se pasan por el chico de las de Tamiz varios filetes de pollo elegante, añadiéndoles igual cantidad de tocino de cerdo natural y miga de pan en buen estado; y por cada 500 gramos de pasta, dos huevos de gallina y dos decilitros de nata doble. (Esto de doble no quiere decir que sean cuatro los decilitros. El que quiera saber estos misterios de las natas que aprenda natación.)
Se baten bizarramente dos claras de huevo, se preparan los intestinos (no los de los comensales) y se los ocupa con la pasta supradicha, formando morcillas de 12 kilómetros[2] de longitud. Los extremos se tocan, y después se atan, y se les da á las morcillas un baño de placer, terminado el cual se las invita á que se retiren á descansar, no sin haberlas pasado por agua fresca. Después se escurren, procurando evitar la caída, se les da una vuelta por la parrilla para que se distraigan y, por último, pasan á la mesa con resignación cristiana para que los comensales se relaman con ellas, comiéndolas el fuero interno y echando las tripas á un lado.
La guarnición de pasta de cangrejos imperiales sirve para adornar cualquier plato de pescado, por muy elevadas que sean sus aspiraciones.
Se llega uno al Mar Rojo en busca de un escuadrón de bizarros cangrejos, y á un número de éstos, proporcionado á la pasta que se quiera obtener, se le hace cocer con sal, especias francesas y un bouquet de hierbas finas, durante un espacio de tiempo que pase de un cuarto de hora y no exceda de tres meses. Una vez cocidos los sonrojados animalejos, se les machaca en seco dentro de un honrado mortero hasta conseguir hacerles la pasta. Esta se pasa por un tamiz muy fino para que sólo queden servibles las carnes blancas y voluptuosas de los cangrejos, advirtiendo á los despojos que no se les permite el paso.
La parte utilizable se pesa y se mezcla con igual cantidad de manteca fina de vacas filosóficas, hasta que resulte una pasta suave y bondadosa, con la cual se untan pedazos cuadrados de pan frito, en buen uso, como los que se emplean para los emparedados, y entre pan y pan queda la pasta resguardada y satisfecha y dispuesta á proporcionar á los paladares más delicados algunos instantes de inefable dicha.
Estos emparedados, aunque realmente constituyen por sí un plato super, son tan modestos que sólo figuran en la categoría de adornos ó guarniciones de los pescados respetables.
NOTA.—No se debe servir este manjar sin cerciorarse antes de que han quedado bien muertos los cangrejos, pues de otro modo se expone uno á que de la expresada guarnición salga por pies algún destacamento y desaparezca.
OTRA.—Se le llama imperial á esta guarnición porque al emperador de Rusia, siendo joven, le gustaba muchísimo, y cuando la probaba, no sólo se relamía él, sino que hacía lo propio con su alta servidumbre, y no así como se quiera, sino andando hacia atrás.
Al fin se trataba de cangrejos.
Se adquiere un buen manojo de espárragos de intachable conducta. Se les zambulle en un baño de agua y sal, rogándoles que cuezan tranquilamente, pero no tanto que se desmoronen, pues han de quedar enteritos y tiesecitos. Se los retira del agua, en la cual habrán estado en cueros, sin traje de baño alguno; se los deja secos (no por medio del asesinato), se les divorcia del miserable troncho, y se los conduce con cariñosa solicitud á un honrado molde de hierro con galvana, ó sea galvanizado, en donde yacerán del modo siguiente: Primero se pondrá en el fondo una capa social de espárragos; encima otra capa de queso en polvo con esclavina y embozos de pan rallado; sobre esta capa otra de espárragos pundonorosos; encima otra de pan y queso como la antedicha, y así sucesivamente.
Toda esta colección de capas, que al parecer constituye una prendería española más bien que un plato italiano, se deposita para gratinarla en un horno muy fuerte, ó mejor dicho, muy caliente (porque los hornos suelen ser fuertecitos aunque estén frescos), y una vez gratinado al horno el timbal, puede ser llevado á la mesa y proporcionar á los comensales la felicidad suprema.
Para confeccionar este plato (que figura en el gremio de los fiambres fríos) hay que imitar á los toreros en dos cosas: hay que salir por pies y hay que obtener orejas. Expliquémonos.
Es preciso comprar pies y orejas de cerdo (con perdón). ¿Cuánto? Un kilo de cada cosa. Se limpian con esmero y con agua sin jabón, y se cortan en tiras despiadadamente. Aparte de esto se cortan dos kilómetros de tapadera de vaca, otro kilo de magro de cerdo, una libra de jamón (también de cerdo) y otra de tocino fresco (íd. íd.). Todas las anteriores carnes van á parar á una vasija de porcelana, en la cual, por si era poco lo indicado, se agregan tres libras de hígado de cerdo limpio, cortado en pedacitos, sal y pimienta sin cortar, nueces de mosca, dos cebollas lavadas y peinadas, dos copas de vino de gallina, cinco huevos de Jerez, 50 metros de harina en polvo y un vaso de grasa de carne diabólica. Se imprime á todo esto un suave movimiento de rotación (porque el de traslación al estómago no viene hasta después) y así queda compuesta lo que llaman los cocineros la marea del queso, que, por lo visto, es capaz de marear al verbo. Para poner el queso en el molde y cocerlo, hay que armarse de paciencia y de otras muchas cosas, entre ellas de molde.
Previamente untado con manteca, se le coloca una capa, ó si se quiere una makferlan de pasta; encima unas tiritas de jamón, tocino y lengua viperana de cerdo; sobre esto una nueva capa y sobre ella nuevas tiras, hasta que el molde resulte lleno y el queso abrigadísimo.
Deberá hacerse esto para que, al ser cortado, el queso de cerdo tenga una excelente vista. Y si aun así no se logra que tenga excelente vista, se añaden á los demás ingredientes unas buenas gafas.
Lleno el molde, es necesaria una plancha; no de las que hacemos todos á lo mejor, ni de las que usan las planchadoras, sino una plancha de zinc. Sobre ella se le coloca al molde, rogándole que esté con juicio durante su permanencia dentro del horno, que será de cuatro horas. Mientras cuece el queso se le rociará con la misma grasa que suelta, murmurando al hacerlo cualquier salmo á propósito.
Ya cocido y fuera del horno, hay que poner el queso bajo un peso de media arroba, á fin de servirlo bien prensado. Dicho peso puede ser mayor, si se quiere. Por ejemplo, si hay algún canónigo que se preste á permanecer un par de horas sentado sobre el queso mediante una gratificación, se le podrá utilizar desde luego.
Antes de servir este plato se corta en lanchas y rodeado de gelatina de carne, se coloca en una fuente y se pone encima de la mesa, nunca debajo. ¿Qué resta? Comerlo, chuparse la mayoría de los dedos y hacer una buena digestión, que es lo que á todos deseo. Amén.
Se llega uno á Nápoles con objeto de comprar macarrones gordos. Sin romperlos ni mancharlos y en medio de un buen caldo, los hace uno cocer durante doce minutos y treinta segundos. Acto continuo se los escurre con mucho mimo para no lastimarlos y se cobra un tomo de molde, ó mejor dicho, se toma un molde de cobre, untado de manteca como todos los moldes pundonorosos, y en sus paredes se colocan los macarrones en forma de sierpe, quedando el centro dispuesto á recibir la agradable visita de los siguientes elementos que constituyen un picadillo de primer orden: Ternera cocida en cuadritos, pies de cerdo (con perdón), jamón del mismo metal, gallina, pollo y repollo, lengua culotée, setas, una trufa huérfana, sal, pimienta, perejil picado, raspaduras de nuez moscada y de limón sin moscar, un vaso de salsa á la crema, queso de gallina y huevos de Parma. Con todos estos ingredientes en plena revolución, se llena más de la mitad del molde y el resto se ocupa militarmente con macarrones belicosos. Sobre la última capa social de éstos se coloca una hoja de papel de barba (por ser preferible al papel afeitado) y sobre la hoja una tapadera de modestas aspiraciones.
Se carga con el equipaje y se le zambulle en el baño de nuestra amiga doña María, siempre dispuesto á recibir manjares en sus irritadas hondas. Transcurrida una hora larga (y aun ancha si se quiere) y á fin de que el molde no pierda sus costumbres acuáticas, se le saca del baño y se le lleva á una fuente, para servir su agradable contenido como primer plato del almuerzo.
Hay quien lo comería como plato único.
Y no faltaría quien se conformara con el olor.
NOTAS 1.ª Cuando se habla de llenar el molde, entiéndase que es por la parte de adentro, pues por fuera es muy difícil llenarlo.
2.ª Se llaman macarrones «á la inglesa», según unos porque nadie se relame con tanta fruición al comerlos como los ingleses. Y según otros, porque de resultas de tanto gasto en ingredientes caros, el que costea este manjar se crea un número de ingleses á perpetuidad que mete miedo.
No es preciso hacer mi viaje á Lombardía para obtener la col que sirve de base á este plato. Basta con quedarse un poco más acá; verbigracia, en la plaza de la Cebada.
Una vez comprada la lombarda y después de pagársela religiosamente á la verdulera, se la echa el cuchillo (á la col) y se la separan las hojas duras y el grosero troncho. Se la da un baño de asiento y se la corta en hilos.
Se la pone á hervir con toda franqueza, y con agua salá, durante cinco minutos. Se escurre el agua (ni más ni menos que un deudor listo) y se deposita la lombarda en una modesta pero honrada cacerola de barro, agregando trocitos de patata, manteca de cerdo en liquidación, vino tinto, sal y pimienta, jugo del tercer enemigo del alma y un poco de manteca de vacas festivas. Cuece todo ello (porque no tiene más remedio que cocer y aguantarse), durante una hora, y con la cacerola cubierta para mayor baldón. Cuando va á servirse el plato, se le coloca alrededor, guarneciendo á la col y á su acompañamiento, unas apreciables salchichas de yankee ó morcillas traspirenaicas, y resulta uno de los manjares más dignos de aplauso y aun de veneración que en mesa alguna puedan presentarse.
¿Que por qué se llama Lombarda á la Polonesa? ¡Vaya usté á saber! Quizá lo inventaría la Polonia, una cocinera muy gorda y muy chata que tuvo mi abuela cuando Calomarde galleaba.
Lo primero que hay que hacer es proveerse de alcachofas, sin el concurso de las cuales sería muy difícil hacer este plato.
Una vez las alcachofas en poder de la cocinera, ó del cocinero, se las quita el polvo, se las despoja de las partes duras y se las acaba de castigar cortándolas por las extremidades, escaldándolas con agua hirviendo y poniéndolas á cocer con la sal del mundo.
Cuando se enternezcan las alcachofas (para lo cual sería bueno contarles cosas tristes) se las va escurriendo y exprimiendo una por una para rellenar sus misteriosos huecos con cierta sabrosa salsa que se hace friendo charlotas, ajo, perejil, setas, aceite, pimienta y otros mariscos de la misma especie.
Pero no basta esto. Es necesario envolver las alcachofas en papeles untados con manteca, cuidando de que en los papeles no haya impresa ninguna esquela de defunción, por el mal sabor que pudiera dar al guiso.
El empapelado de las alcachofas no se hace precisamente para librarlas del polvo ni para prestarles generoso alivio, sino para colocarlas con dignidad en la parrilla; donde se las vuelve y se las revuelve.
Después se las conduce á una fuente, no cristalina, aunque pudiera ser de cristal, y al ponerlas en la mesa se sirve aparte la salsa conocida con el nombre de alioli, que se compone de ajos machacados, sal, yema y aceite crudo, y que se llama alioli porque el emperador Trajano, recorriendo de incógnito una vez la línea de Madrid á Zaragoza y Alicante, se encontró en cierta posada con Alifonsa Oliva, matrona romana muy amiga de catar salsas. El posadero reconoció á sus huéspedes, púsoles la salsa de su invención, y le dijo el emperador:—«De hoy en adelante, y en memoria de esta juerga, unirás la primera parte del nombre (Ali) con la del apellido (Oli) de esta suculenta matrona, y que la palabra resultante sea ya por siempre la denominación de la salsa que nos has servido».
Tanto les satisfizo el condimento en cuestión, que el emperador y la matrona se estuvieron chupando los dedos (uno á otro) cuatro días con sus correspondientes noches.
Primero se hace amistad con un cerdo decentito y se le pregunta si lleva en el interior su liviano correspondiente. En caso afirmativo, se le extrae con mimo una libra de dicho liviano, y colocando esta apreciable entraña sobre un tajo purísimo, se la pica de un modo desesperado, valiéndose para ello de cualquier instrumento cortante, como un cuchillo, una lengua viperina, etc., etc.
Una vez apurada la suerte de pica, se deja quieta la pasta resultante para que descanse y se reanime. Mientras tanto se coge una sartén por el mango y en ella se deposita una cucharada de manteca para que tenga la bondad de freirse y aguardar la llegada del liviano picado, que se hará sitio entre las mantecosas hondas con un lucido acompañamiento de pimentón ruborizado y cal y arena, digo, sal y harina.
Cuando todo ello esté frito, se le agasaja con una salsita, que deberá estar legalmente constituída por un puñado de almendras descamisadas, un vivero de perejil, una tostadita frita, chiquitita y bonita y un ajo de cuerpo entero, disuelto en caldo para mayor honra y gloria del Señor.
Se invita á todos estos ingredientes á que cuezan, y en cuando han adquirido un espesor decoroso, se les ofrece un descanso temporal.
Llegada la hora feliz, se presenta en la mesa el manjar que habiendo nacido liviano ha pasado á la categoría de chanfaina; y con este nombre y con sendos tenedores, se lo almuerzan los comensales, que no podrán prescindir de relamerse, ni ocultar sus vivas ansias de repetir, en el buen sentido de la palabra.
Después de haberse puesto bien con Dios, adquiere uno un litro de judías recién descortezadas, y las zambulle mal que les pese dentro de una cacerola llena de agua hirviendo, que es muy refrescante. Acompañadas de 25 gramos de sal, cocerán las judías suavemente durante un período de tiempo que pase de diez minutos y no exceda de un trimestre. En un plato aparte se mezclan 10 gramos de harina lacteada y 30 de manteca de cerdo liberal, hasta que se forme una pasta que, cortada en varios pedazos, irá á unirse con las judías en la cacerola, y allí esperará la llegada de una comisión de perejil picado, zumo de limón patriótico, sal y pimienta. Se arma en la cacerola un jollín culinario de mil demontres, y cuando todos los ingredientes se han tranquilizado, se sirve el plato á los comensales, quienes pasada la digestión, no pueden permanecer en silencio.
Las judías les gustan mucho á los cristianos.
Pero no es conveniente que abusen de ellas.
Se llaman á la mayordoma estas judías porque las comía diariamente en la Judea la señora del mayordomo de Poncio Pilato, la cual, según cuentan, adquirió fama cantando por todas partes.
Ante todo se adquiere un manojo de huevos trigueros y media docena de espárragos de gallina, ó viceversa. Aunque hay quien prefiere la parte blanca de los espárragos á la parte verde, dando con ello señales de enajenación mental, lo más corriente es que sean aprovechadas las cabezas de los asperges, así como sus inmediatas prolongaciones, y sean los tronchos despreciativamente arrojados á la basura.
Bien lavados y peinados los espárragos, oblígaseles á cocer mal que les peso. Mientras ellos están entretenidos en esta operación, en la cual intervienen los elementos del agua y del fuego (y aun del aire, si el fuelle tiene que actuar), los huevos se cascan y se baten con entusiasmo bélico en un plato de buen fondo. Al propio tiempo se coge una sartén por buen sitio, se la llena de aceite y se la coloca sobre la lumbre, previniéndola que habrá de engendrarse en su seno la tortilla objeto de estas líneas.
En su punto el aceite, sazonados con sal los huevos y cocidos los espárragos, comienza el lío. ¿Cómo? Vertiendo en la sartén aquéllos mezclados con éstos y moviéndolo todo con una paletilla, ó mejor dicho con una paleta pequeña, hasta trabarlo bien y hacerlo tortilla en forma de submarino Peral.
Se la saca de la sartén, porque dejarla allí dentro sería una tontería, y se la lleva á la mesa, en donde es devorada por los comensales generalmente antes de los demás platos del almuerzo y rarísima vez después del café.
Se adquiere una libra de grosellas célibes. Se las limpia con un plumero y se las da un baño de asiento en agua hirviendo durante cinco minutos. Se las escurre luego con mucho mimo y se las pasa después por un sedaso de seda (palabras de Domenech, el apóstol de la cocina). Después se las obliga á penetrar en una cacerolita, donde permanecen en la agradable compañía de una copa de vino, todo lo blanco posible, y un polvo de azúcar y canela (aunque nos parece poquísimo un solo polvo). Complétase esta salsa con una cucharada de jugo de carne y cincuenta gramos de manteca de vacas antiespasmódicas. Cuece todo durante diez minutos, al cabo de los cuales se arrebata la salsa del regazo de la hornilla y se la invita á meterse en una salsera.
También puede hacerse la salsa sin mutilar las grosellas ni molestarlas haciéndolas pasar por el cedazo. En este caso, bueno es servir con ellas unos picatostes largos y estrechos de pan francés, que suelen congeniar con las grosellas, aunque parezca mentira.
Se emplea esta salsa generalmente para acompañamiento de pollos, gallinas, perdices, ternera, rosbif, solomillo de recaudador de cédulas personales ó cualquiera otra legumbre del mismo género.
Y dice la receta del gran cocinero Domenech: «Se cortan muy finas cuatro escaluñas».
Primer tropiezo para mi ignorancia: ¡no sé qué son escaluñas! Nos acogemos al Diccionario y no contiene la palabra escaluña. Las más parecidas que hay son «escalígena» (género de la apreciable familia de las leguminosas), y «escaleta» (instrumento para montar las piezas de artillería).
Pero volvamos á la receta. «Se cortan cuatro escaluñas de artillería y se ponen en un cacito que contenga por la parte de adentro medio vaso de vinagre de estragón (sin vaso), reduciéndolas por el fuego á la mitad. En otro cacito puesto en el baño de la señá María, se echan 25 gramos de manteca de vacas insurrectas, tres yemas de huevo, sal y pimienta. Con un batidor (no con un peine) se mueven bien hasta que entran en ganas de cuajar, y entonces ¡plaf! se les echa encima el vinagre y las escataluñas ó escaluñas, agregando algo más de manteca, sin cesar de batir la salsa hasta que quede más espesa que el verbo.
Las señoras mollejas estarán cocidas en blanco y puestas en una fuente sobre una servilleta planchada, con una cenefa de patatas cocidas sin planchar, pero moldeadas según las leyes vigentes.
La salsa bearnesa, que ha de ser hecha diez minutos antes de servirla (pues diez minutos después llegaría tarde), habrá de salir á la mesa dentro de una salsera, y puede casarse, igualmente que con las mollejas, con los pescados, bisteques, entrecocotes y demás volátiles.
No le falta á la receta más que indicar á qué clase de seres han de pertenecer las mollejas: si han de ser de gallina, de pavo, de carnero ó de senador vitalicio.
Ha llegado á nosotros una receta que comentamos á continuación:
«Se le deja cocer dos minutos á un huevo (el original dice guebo). (Esto está bien; ¿á qué oponerse á los deseos del huevo?) Luego se le quita del agua (para evitarle un reúma). Después se casca (¡pobrecito!) sobre un cacharro y se bate con un tenedor (¡oh lucha desigual!) mezclándolo con una cucharadita de café de aceite (¿cómo será, el café de aceite?). Se le echa pimienta blanca, sal (no indica de qué color) y una cuchara llena de vinagre (¿no estorbará, la cuchara allí dentro?). Después de bien batido, se saca la salsa en una salsera. (Es natural; sacarla en una pandereta, verbigracia, sería un desatino) y se sirve al mismo tiempo de servir los espárragos. (¡Claro! Servirla una semana después, sería otro disparate.) También en esta salsa se puede echar media cucharada de mostaza francesa. (¡Ya lo creo que se puede!... Y un par de sinapismos completos. Pero deber moral de echarla, realmente no le hay).»
Servidos los espárragos con el apreciable acompañamiento de la salsa referida, no le queda al comensal de buen gusto otro remedio que chuparlos por el extremo verde, despreciando el otro, y después chuparse los dedos, siquiera basta la segunda falange.
Primeramente se compra una lengua de vaca (á no ser que á uno se la regalen). Después de pelarla muy bien y de enjugarla, se le abren varias brechas con el cuchillo lengüicida sin miramientos ni contemplaciones de ninguna clase. Se unta la lengua por todos lados con manteca y se introduce solemnemente en la cazuela, acompañada de un poco de manteca, tres ajos mondados, tres hojas de laurel, tres granos de pimienta, tres cascos gordos de cebolla y la sal conveniente. No para aquí la cosa. Después de bien rehogado el contenido de la cazuela, se le añade dos cacillos de caldo del puchero, dos cacillos de agua (que no sea del Lozoya, para evitar los barrizales en el estómago) y dos ramas de tomillo salsero. Rompe todo á cocer, cosa que no debe cesar hasta que la lengua diga "basta" por hallarse tierna, y una vez conseguido esto, se saca de la cazuela todo lo que se ha echado, excepto la lengua y el agua. Se machaca todo, se cuela y se vuelve á poner en la cazuela, con el apreciable aditamento de una copa de vino blanco. Cuece todo con poco caldo; añádesele un poco de harina tostada y se les puede dar la lengua á los comensales más delicados, quienes si al probarla no se chupan los dedos, es que son refractarios á chuparse las extremidades.
Otra receta comentada:
En una reverenda cacerola de buen fondo se pone lo siguiente: una clara de huevo (lo más clara que pueda ser), dos vasos de vino blanco (lo más blanco posible), un cuarterón de vaca picada, y aun banderilleada si se quiere; dos perros que estén bien limpios (puerros debe decir) y un poco de opio (debe de ser apio). Se menea bien esta mezcla hasta que le venga en voluntad hacer espuma, y acto continuo se añaden dos libros de caldo de gallina (dos litros deben de ser). Se pone en fuego suave y se deja hervir suavemente durante treinta suaves minutos, no sin haberle dado antes una ducha, de agua fría ó de vino blanco para que tome ánimos y buen color. Después de hervir se coge el consomé y se le hace pasar por el aro de una servilleta que no esté todavía muy sucia, poniéndole luego al fuego en otra cacerola con cinco cucharadas de tapioca huérfana, y se tiene en danza á la pobre tapioca mientras dure la coacción (léase cocción), que será diez minutos,
Luego se le completa con filetitos microscópicos de lengua á la escalinata, trufas de luto y pechugas de pollo simpático.
Cuando la cocinera vaya á servir este potaje, hay que hacer que lo vuelque (procurando que no se derrame) en una sopera, ó mejor aún, en una potajera.
Hay que servir este plato hirviendo materialmente, y si algún comensal se quema, se le echa por la cabeza un cubo de agua fría.
Sólo resta decir que el potaje á la Gouffé está exquisitísimo y muy lejos del alcance de los maestros de escuela.
Según la receta original, se toman en cantidades iguales cebollas, pepinos, pimiento verde, tomate rojo, puntas de espárragos, aceitunas desahuciadas (deshuesadas debe decir), lechuga vegetal, lomos de anchoas, lomos de zanahoria y huevos duros.
Lavados y planchados todos los indicados ingredientes, se cortan en pedacitos y se meten en honduras, es decir, en una fuente honda, aun cuando para la ensalada lo que viste más es la ensaladera. Todo lo referido se sazona con sal, pimienta, perejil, ajo picado y aceite sin picar, y después de un cuarto de hora, se sirve á los comensales, á quienes suele hacerles buen provecho.
NOTAS. 1.ª Las zanahorias, los espárragos y los huevos, que de suyo son duros de mollera, habrá que ablandarlos haciéndoles cocer previamente.
2.ª Los pepinos que figuran en la relación anterior habrán de ser naturales, y dos horas antes de hacer la ensalada se les mondará con cariño, se les cortará en pedacitos delgados y se les colocará en un plato después de quitarles el polvo, mudarles tres veces el agua que sueltan y arroparlos con un trapo, si es posible limpio, para evitar esos cólicos herméticamente cerrados que tanto molestan á sus víctimas.
Ante todo, no crean ustedes que esto significa un ofrecimiento de lentejas á nuestra soberana.
Para hacer este puré debe tomarse una libra de lentejas sin inquilinos. Si los tuvieren, se los desahucia y se limpian perfectamente las viviendas.
Aseadas las lentejas, se las coloca en una cacerola, se las cubre con un litro de caldo de gallina pudorosa y otro de leche de vacas gazmoñas, agregando una zanahoria, un puerro y una cebollita, todo ello muy limpio y muy recortadito.
Se procura convencer á las lentejas de que con el expresado acompañamiento las conviene hervir hasta que se pongan suaves y sumisas á la voz de la cocinera.
Oportunamente se las retira del fuego y se las hace pasar por un cedazo fino, operación que les causa gran placer. Preparado así el puré, se le obliga á estar en una cacerola al baño de doña Mariquita, en donde se le agregan dos vasos de nata natural, cuatro huevos huérfanos de clara, 25 gramos de manteca y leves raspaduras de nuez moscada.
Muévese todo este revoltijo con mucha fe y con un mimbre, añádesele la correspondiente sal, y queda el puré de lentejas hecho y derecho; pero antes de servirlo hay que colocar en el fondo de la sopera (si lo tiene) dos pechugas de gallina partidas en pequeños cuadritos. Si no hay dinero para la gollería de las pechugas, pueden hacerse los cuadritos solamente en la imaginación.
Si de alguna lenteja no se hubiese querido ausentar oportunamente el coquillo y aparece flotando en el puré, debe procederse inmediatamente á su captura y aplicársele la pena de destierro después de reprenderle hasta que se le salten las lágrimas.
Llámese á la cangrejera, salúdesela y cómpresela unos cuantos cangrejos de buen porte y buen palmito.
Procurando que no se escapen y que no metan mucho ruido, se les va echando en un almirez, después de haberlos desencolado. La cocción de los pobres animalitos se hará con gracia, ó mejor dicho, con sal y en caldo de carne ó de pescado, porque en agua de vegeto no quedaría tan bien como fuera de desear.
En cuanto los cangrejos hayan dejado, con generoso desprendimiento, su propia substancia en beneficio de la sopa, se pasa el caldo por un apreciable tamiz, y con él (no con el tamiz, sino con el caldo) se humedecen las sopas previamente cortadas, tostadas y afeitadas.
Todo ello se pone luego á cocer, mezclando con las inocentes sopas las tan aplaudidas colitas de los crustáceos, y al servir el plato se le guarnece con perejil vegetal y huevos de gallina pudibunda.
Podrá temerse que los cangrejos, siguiendo la costumbre de andar hacia atrás, después de tragados quieran volver al lugar de su procedencia, causándose una molestia ellos mismos, al par que se la causan al que los está digiriendo tranquilamente.
Pero debe el comensal desechar tal temor, teniendo en cuenta que los cangrejos fueron machacados en un almirez y que tras este disgusto no pueden tener humor de andar hacia atrás ni hacia adelante por puro capricho; harto harán con seguir el camino que la naturaleza les marcó.
Se dirige uno á un charco donde existan ranas inocentes, y procurando no pescar un reúma, pesca uno dos docenitas de los mencionados cuadrúpedos, valiéndose de un medio adecuado al caso, bien sea el anzuelo, ya la dinamita, ora las reflexiones amistosas, y así que uno se ha hecho dueño y señor de las ranas, las conduce á la cocina para sacrificarlas, sin escuchar sus justísimas protestas.
El guiso más común de las ranas es el frito con naranja y pimienta. Pero es más recomendable prepararlas en forma de albondiguillas, de la manera siguiente: Se coge á la rana cuidando de no hacerla cosquillas, y se le quita los huesos, pues de quitarla el pellejo ya se encargan sus vecinas de charco. Se pica la carne de las piernas (la restante ni se pica ni se corre, merece el más profundo desprecio) y se sazona con especias, pan rallado, sal, yemas crudas y caldo de garbanzos con manteca. Una vez sazonada, hay que procurar que no se desazone.
Debe procederse á la confección de las albondiguillas con el mayor aseo posible, un cuarto de hora antes de servirlas, según unos; quince minutos, según otros. Se les da un tamaño regular, es decir, mayor que el de los perdigones, pero menor que el de las bolas del puente de Segovia, y se las cuaja (según la receta original) con «llema de uebo y cumo del y Món».
Hay muchas personas que sienten repugnancia ante la consideración de que van á comer bactracios, y antes se llevarían á la boca las ancas de todos sus parientes que las de una sola rana. Mejor dicho: les pasa lo que á algunos individuos, que no aguantan ancas.
Pero, escrúpulos aparte, lo cierto es que las ranas con el guiso referido resultan exquisitas, y prueba de ello es que Alcibiades y Temístocles no pedían á sus asistentes otro desayuno que ancas de rana griega.
No sé quién será el inventor del expresado guiso; pero bien puede asegurarse que no debía de ser rana.
AUTOBIOGRAFIA
(Á mi amigo V. S.)
Tócale el turno á un postre, cuyos datos acaban de llegar dulcemente á nuestro culinario poder.
Se llama «cosa rica», y se hace de la siguiente manera: Se compran (si no existen de antemano en nuestra despensa) diez y seis huevos, diez y seis onzas de azúcar diez y seis de harina y diez y seis de manteca de vacas célibes (¡todo diez y seis!). Se les quita á los huevos la cáscara, porque estorba. Se bate la manteca con la mano, pues con el pie no es de buen tono, y se van echando encima los huevos, el azúcar y la harina, por este orden, que es el que la etiqueta exige. Previamente habráse tenido preparado un conveniente número de cajas de papel, por el estilo de las que tienen para su uso particular las mantecadas de Astorga. Ocúpanse estos débiles receptáculos, hasta la mitad, con la masa referida y se les conduce amistosamente al horno, que no deberá estar ni fu ni fa, ni fuerte ni frío.
¿Qué resta? Comer la masa y tirar el papel. Hacer lo contrario sería una necedad.
Se coge un perol por las asas y en su fondo se deposita medio litro de agua clara, es decir, de cualquier agua que no sea la del Lozoya; quinientos gramos de azúcar, unas cortezas de limón del tiempo y un huevo partido, con cascarón y clara. (La yema para el obispo.)
Á una voz de la cocinera, romperá todo esto á cocer, y cuando se la suba á las barbas, ¡zas! el almíbar será sometido á la colación por un paño fino y de educación esmerada.
En una vasija aparte se colocarán dos huevos y se batirán (no sabemos si á pistola ó á sable). Inmediatamente se procederá á la limpieza del perol, dejándole libre de residuos del almíbar y de moscas golosas; vuélvese á echar en él el almíbar clarificado y por él van desfilando uno á uno varios bizcochos anchos y pundonorosos, que previamente habrán saludado en su vasija á los huevos batidos, teniendo sumo cuidado de que no tomen mucho huevo ni mucho almíbar, pues el exceso de ambas cosas podría mortificarlos.
Después de los referidos baños de placer, quedarán los bizcochos en disposición de ser devorados, no sin haberlos rociado antes con canela fina y haberles dado la unción con el almíbar que haya quedado incólume.
Este postre es excelente, y prueba de ello es que en la real mesa de Carlos V figuraba diariamente y que el propio Godofredo de Bullón, al emprender la primera cruzada contra los moros, se zampó catorce bizcochos y no cesó de relamerse durante su gloriosa expedición.
Se llega uno en dos brincos al castañar más próximo, se llena de castañas los bolsillos y regresa uno á su hogar con el sano propósito de hacer el dulce cuyo título encabeza estas cortas pero honradas líneas.
Se extrae á las castañas de su estuche natural, ó lo que es lo mismo, se las despoja de la cáscara, aun exponiéndolas á que se constipen, y se las zambulle en un cacharro que previamente habrá sentado sus reales en una hornilla provista de lumbre caliente.
Cuando las castañas se hayan enternecido mucho, se las desuella y se las invita á pasar por un colador de buenos antecedentes.
Se pesa la pasta y se la mezcla con una cantidad de almíbar cuya azucarada base pese otro tanto que la pasta, para que no se tengan envidia ni se tomen rencor.
Á cada libra esterlina de castañas debe corresponder otra de azúcar dulce y medio cuartillo de agua, que no sea de Loeches, y en la cual no se haya lavado nadie todavía.
Durante media hora de reloj (precisamente de reloj) se mueve la mezcla expresada sin manifestar cansancio, hasta que quede lo mismo que una natilla incandescente, y una vez pasada, pesada y posada, se deposita en tarros que no hayan tenido belladona ni otro marisco análogo, y cubriéndolos con un papel sujeto con un cordelito, ó bien con una liga, se dejan reposar hasta que llegue el feliz momento de que su contenido sea devorado.
El dulce de castañas es excelente, y puede asegurarse que á quien se le dé no se le da la castaña.
García del Castañar, Concha Castañeda, el general Castaños y el barón de la Castaña han sido muy devotos del postre mencionado. ¡Naturalmente!
Cógese (con cuidado de no dejarlo caer sobre un pie) un perol de tamaño natural, y en su cavidad metálica colócanse dos cucharadas pequeñas de harina de trigo pequeño, bien tamizada, ocho yemas amarillentas y dos onzas de azúcar en polvo fino. Á esta mezcla se le da movimiento con un honrado mimbre, y á los cinco minutos y dos segundos se le incorpora cuartillo y medio de leche de cabras hirviendo (no las cabras), sin que cese el movimiento de la crema hasta que se halle en un estado de alarmante espesor. Colócase ésta en el tan aplaudido baño de doña Mariquita por espacio de diez minutos: se le agrega 15 gramos de gelatina disoluta, y al hacer salir del baño á la crema, en lugar de secarla con una sábana, se le pasa por un colador lo más atento posible, dejándola enfriar como á cualquier hijo de vecino. Así las cosas, se le añade el líquido producido por una libra de fresas que habrán sido previamente despanzurradas sin contemplación alguna, ó pasadas, no por exceso de madurez, sino por un cedazo bondadoso. Mezclada la pasta de las fresas con la crema, se coloca en un molde de figura caprichosa, como, por ejemplo, una torre árabe, ó la cabeza de San Juan Bautista, y el molde dentro de un cacharro mayor que él, cuyo contenido sea hielo del más frío que haya. Momentos antes de servir este postre (después no), se le saca del molde, se le acomoda en una fuente y se le rodea, para mayor honra suya, de bizcochitos ó de lenguas de gato mudo.
¿Y saben ustedes lo que les digo? Que está muy rico. Palabra.
(Las cantidades indicadas son para diez personas, ó bien para nueve si una de ellas come por dos.)
Para medio kilo de harina en polvo póngase una copa de leche de vaca, cien gramos de manteca del mismo bactracio y otro tanto de la de cerdo vegetal. Añádase á esto un poco de sal, tres huevos huérfanos de cáscara y la esencia que se quiera, no siendo esencia de trementina. Mézclese todo hasta que quede convertido en una pasta simpática susceptible de ser extendida sobre una mesa ó sobre un catre, siendo preferible lo primero. Trabájese durante un prudencial colapso de tiempo y no con el rollo, sino con las manos que se ha de comer la tierra, tratando al amasijo como quien jabona y restrega una chambra. Extiéndase un pedazo de la masa sobre un pedazo de la mesa, dejándolo con el rollo del grueso de una peseta (no en perros, sino en plata), y córtese con la espuela en trozos de figuras caprichosas al par que honestas. Fríanse los pastelillos en aceite hasta que estén dorados á fuego. Concédaseles el retiro, cúbraseles cariñosamente con una manteleta de azúcar en polvo y condúzcaseles á la mesa en palanquín.
¿Por qué se llaman á la espuela estos pastelillos? Porque, según queda indicado, interviene en su confección el instrumento denominado espuela de repostero; no vaya á figurarse el lector que se trata de la espuela del jinete y que al aplicársela á los trozos de masa, éstos comienzan á galopar por la cocina.
Se pone uno el pañuelo á la cabeza, coge la cesta, se dirige á una frutería de buena traza y allí escoge medio kilo de manzanas robustas y sin alifafe alguno. Conducidas al hogar, les quita uno el pellejo, ya con el cuchillo, ora con la murmuración despiadada. Cuando hayan quedado desenfundadas y huérfanas de pipas, se las obliga á cocer en almíbar claro hasta que se quieran tomar la molestia de hacerse una pasta, que, si no resulta lo bastante espesa, puede quedarlo mediante la ingerencia de un escuadrón de bizcochos despachurrados. Para untar el molde donde ha de meterse á la tarta en cintura es preciso quemar previamente azúcar, substancia que arde sin necesidad de ser rociada con petróleo. Untado el molde, se echa la pasta dentro, pues echarla fuera acusaría falta de juicio en la tartera, ó sea en la confeccionadora de la tarta. Lleno ya el recipiente, se le hace tomar un baño de placer (sin ropa) que, ó mucho me equivoco, ó es el tan reputado baño de María. Después se saca del molde la pasta y se sirve con buenos modos.
La tarta de manzana constituye un postre muy estimable y su invención data de los tiempos más remotos. Como que hay quien dice que la fruta prohibida fué devorada, no al natural, sino en forma de tarta, por nuestra madre Eva (q. e. p. d.).
Bueno es reunir almendras de toda confianza y machacárselas uno mismo, aun á riesgo de reventarse un dedo; pero más cómodo es llegarse á una confitería honrada y comprar pasta de almendra, en cantidad suficiente para hacer una abundante sopa.
Con el auxilio de un cuchillo, que tenga filo, se parte la pasta en fragmentos, y éstos irán á parar á una apreciable cacerola que, llena de agua clara, se pone sobre la hornilla oscura, dentro de la cual habrá lumbre, porque si no sería difícil la cocción.
Se mueve el líquido mientras cuece, ya sea con una badila, ya con un paraguas, hasta que se disuelve bien la pasta, y al propio tiempo se le echan pedacillos de pan, que navegan en el blanco elemento hirviente y acaban por esponjarse de gusto sin exhalar un lamento «á pesar del calor que hace allí».
Á unos les gusta calentita la sopa de almendra y á otros fría y aun trasnochada.
Hay quien echa en ella cebolleta picada y unos cangrejitos; pero debe considerársele como un loco rematado.
Constituye la sopa de almendra el clásico postre de la Noche-Buena; y la costumbre data del tiempo del Patriarca San José, quien, siendo párvulo aún, machacaba almendras y se las comía delante del nacimiento que le habían comprado sus respetables padres en Santa Cruz.
Se escogen uvas maduras, y si no las hay más que verdes, se las obliga á madurar por la buena.
Luego se las extrae el corazón, se las desuella, se las machaca y se las pone al fuego dentro de una caldera, porque fuera serían capaces de huir.
Como se ve, no es posible darles más disgustos en menos tiempo.
Así que empieza el hervor, se espuma el caldo con mimo y se le añaden dos cucharadas de greda en polvo, que al caer en el líquido producen gran efervescencia y gran excitación en el ánimo de las desfiguradas uvas. Esta bromita de la greda y del espumado se ha de repetir, según los sagrados cánones, hasta que no se note efervescencia ninguna. Entonces se aparta del fuego el fatigado líquido y se le permite que quede en reposo y aun en meditación profunda durante un día completo, aunque éste sea festivo ó lluvioso. Quedará el líquido más claro que chocolate de huésped de los de seis reales con asistencia... de insectos variados, y se le pondrá á cocer (no al huésped) hasta que adquiera bastante consistencia y no pueda quejarse de frío.
Un poco antes se hará tomar baños de asiento en el caldo referido á numerosos y distinguidos trozos de membrillo, melocotón, pera, melón, calabaza y otros mariscos análogos, cuidando mucho de que en la caldera no caiga por descuido algún ratón ó alguna zapatilla.
El arrope es postre ordinario, aunque de buen corazón, y su antigüedad en las mesas de los seres humanos se remonta á los tiempos más antiguos.
Cuéntase que Atila obsequiaba á sus soldados con arrope. Séneca murió en un baño de arrope manchego.
Y hasta hay quien asegura que la familia de Noé se arropaba también por las noches.
Se ponen seis huevos, pudiendo encargar de ésta operación preliminar á una ó más gallinas complacientes.
Se baten las seis yemas con encarnizamiento en una vasija modesta, y en otra de mayores pretensiones se baten desesperadamente las seis claras que habían vivido dentro del cascarón en compañía de las susodichas yemas.
No se dará reposo á las claras hasta que dejen de ser claras para ser espesas; y por su parte las yemas no se darán por satisfechas hasta que estén en cinta, ó formen cinta.
Á las claras se las bautizará con ron; y tanto con ellas como con las yemas se irá mezclando azúcar, que será recibida en el seno de unas y otras como dulcísima y copiosa nevada.
En media taza de agua, ó mejor dicho en una taza completa, pero llena de agua en su mitad inferior (no en la superior), se disuelve cola de pescado (que no esté frito).
¿Cuánta cola? Una onza. (Ya ha habido quien ha entendido que la onza eran 16 duros de cola y ha tenido con ella para encolar á todos sus parientes.)
Se disuelve la cola en el agua, meneándola como un perro lo hace cuando está satisfecho de su suerte.
Se incorporan las yemas á las claras en la vasija do aquestas yacen y se las mueve hasta producirlas vértigos.
Después de bien trabadas, se les añade la cola sin dejar el movimiento, y en un molde untado previamente con una cosa que acaba en ina (no recuerdo si glicerina ó hemoglobina, ó estricnina), se echa la masa, encargándola mucho que no se salga de allí hasta que llegue la hora de volcar el molde en una fuente, y no de vecindad.
Este plato tiene la ventaja de que no necesita lumbre para su confección, en lo cual se parece mucho á la ensalada de lechuga.
Tiende este postre á ponerse correoso con el transcurso del tiempo. Así es que si se deja de un día para otro, al tomar uno su ración de Waleski parece que lo que uno se come es un par de guantes en mediano uso, ó una zapatilla en dulce.
Por eso lo mejor es comerlo pronto... y que siente bien.
Ante todo debe uno adquirir la propiedad ó cuando menos la posesión de un vaso de nata y dos vasos de leche. La receta de donde tomamos estos datos no expresa de qué animal ha de ser la indicada leche; pero después de descartar la merluza, la comadreja y otros muchos, debemos fijarnos en la oveja, la vaca y la cabra, y elegir cualquiera de ellas. Procédese á calentar la leche y la nata, añadiendo diez y seis duros de azúcar, ó sea una onza, más un aroma cualquiera, á gusto del consumidor. Cuando esté caliente (no el consumidor, sino el amasijo), se pasa por un tamiz y se le aconseja que se enfríe.
¿Se necesita cuajo para continuar la confección del queso? Sí, señor, hace falta un poco de cuajo macerado (cuajo de macero) con agua, para unirlo á la mezcla láctea, y se pasa todo por un paño, procurando que este paño no esté muy sucio. Mete uno el queso en el interior del molde (porque meter el molde en el interior del queso sería perder el tiempo) y lo pone á cuajar en el rescoldo.
En cuanto uno ha dejado enfriar el queso, se le escurre con un colador y se coloca sobre un paño, echándole polvos de azúcar fina para endulzar su situación.
Para servir el queso á la Chantilly (según la receta) se pone sobre una servilleta, ésta sobre un plato y el plato sobre la mesa. Bien hace el autor en detallarlo así, pues pudiera una cocinera torpe colocar la servilleta sobre el queso y la mesa sobre el plato. Y esto sería dársela con queso á los comensales.
Personas conocedoras del postre de referencia lo elogian con entusiasmo. Un ilustre militar comió queso á la Chantilly concluída la batalla de Alcolea. Pues bien, ayer tarde paseaba por el Prado relamiéndose todavía...
El que quiera hacer este postre tiene que reunir, ante todo, abundante Moka, aunque esto parezca una porquería á primera vista. Después debe proceder á un concienzudo lavatorio de manos, á fin de que éstas puedan intervenir por sí mismas y no por medio de representante en la confección de la tarta.
¿Saben ustedes lo que viene á ser un cuarto de kilo de manteca de vacas? Pues eso es precisamente lo que hay que batir con la mano y con el azúcar que por clasificación le corresponda.
Cuando la manteca está ya bien batida, y aun abatida por causa de tanto zarandeo, ¡cataplum! se la administra una ducha de café frío que, á ser posible, esté tan cargado como yo lo suelo estar algunos días.
Sobre el poco fértil suelo de un molde hueco, y sobre las honradas paredes del mismo, se colocan, cual baldosines enternecidos, unos cuantos bizcochos de horma derecha. Encima de ellos se pone una capa de pasta de café cuidando de impedir que se apolille; sobre la capa una tanda de bizcochos, como si dijéramos, una tanda de valses, y así sucesivamente, hasta que se acaben los ingredientes, pues todo se acaba en este mundo.
Hecho esto, se saca del molde la tarta, y para que por la diferencia de temperatura no se impresione y coja un catarro tártaro, se la cubre amorosamente con una manteleta de almendra muy picada y rajas de limoncillo párvulo.
Hay quien encuentra tan rico este manjar, que pierde la razón, y algunos historiadores sostienen que la verdadera causa de la perturbación de doña Juana la Loca fué el abuso de las tartas de café, pues la infeliz hasta las tomaba en combinación con el cocido.
Se coge un martillo y con él se rompen seis huevos de gallina, diciendo después á las yemas y á las claras, respectivamente:
«Ustedes por allí,—vosotras por allá.»
Ó lo que es lo mismo, se separa á las unas de las otras. Á las yemas se les echa dos onzas de azúcar en polvo cortés y fino. Á las claras no se les echa polvo ninguno por esta vez.
Adquirida una espátula de madera (cosa sumamente fácil, pues en cualquier parte hay espátulas), se comienza á mover con ella las azucaradas yemas hasta que se muestren satisfechas por lo espesas y por lo finas. Entonces, cuando menos lo esperan, ¡cataplum! se les bautiza con una copa de coñac. (¡Líbreme Dios de copiar esta palabra tal y como aparece en la receta original!)
No hacen falta más ingredientes. El intríngulis está en la confección.
Ante todo la cocinera procurará tener el horno fuerte, aunque sea á costa de frotarle con emulsión Scott ó con hierro Bravais. Bate las claras «asta» (así lo dice el original; como quien dice ¡cuerno!) hasta que estén á punto de merengue, y sin encomendarse á Dios ni al diablo las mezcla con las yemas, colocando la argamasa resultante en una fuente de metal blanco (todo lo más blanco posible) untada previamente con manteca de vacas taurinas. Con la hoja del cuchillo se arregla la pasta en la fuente haciéndola que adopte cualquier forma caprichosa, como por ejemplo: un paisaje de Suiza, una corrida de toros, el Concilio de Trento, etc.; y sin más requilorios meterá la pasta en el horno la cocinera, hasta que se le ponga doradita la parte de arriba y la de abajo.
La tortilla, una vez que ha estado en el horno el tiempo preciso, se siente orgullosa y se hincha mucho; entonces se la espolvorea con azúcar para halagar su coquetería y se sirve inmediatamente á la mesa, debiendo apresurarse los comensales á concluir con ella (no con la mesa), pues si dejan que baje la hinchazón, más bien que una tortilla souflée creerán que se comen una boina en mediano uso.
Copio lo siguiente de una receta que se han dignado facilitarme:
«Se toma medio kilo de arena (esto es sin duda una equivocación del original, pues debe decir «harina»). Se deslíe con tres huevos y seis yemas (que vienen á ser nueve yemas y tres claras), un poco de limón ó de naranja de la época actual, medio cuartillo de nata (sin flor), otro medio de jugo lácteo de ubre de vaca conservadora y cien gramos de azúcar en dulce. Se pone todo á coser (otra equivocación: debe decir cocer, porque en esto no caben costuras). Cuece diez monitos (léase minutos); y espesada la crema, se extiende sobre una moza (debe ser «mesa») de mármol espolvoreada de harina, dejándola del grueso de una pulga (indudablemente es «pulgada»).
En cuanto la musa (debe ser la «masa») se ha quedado fría (para lo cual basta sorprenderla con una noticia desagradable), se corta en pedacitos que se arrullan (será que se arrollan) entre las manos. Se echan á freír en aceite de cerdo ó manteca de olivas (esto debe de estar tergiversado) y se espolvorean con azúcar bien mullida (¿será molida?), con lo cual quedan ya los pedazos en disposición de comerse.» ¿Unos á otros? No. Querrá decir que quedan en disposición de ser comidos, pero esto es innecesario consignarlo, porque ¿á qué otro uso puede dedicar ningún cristiano los buñuelos de crema?
Cogemos al azar una receta con el fin de comentarla y nos encontramos que dice así: «Para hacer las tortas de manteca se necesita media libra de manteca, media de azúcar, cuatro huevos y dos jícaras de vino blanco. Se amasa todo con harina, se corta la masa, se hacen tres agujeritos (¿eh?), se untan de huevo batido con azúcar y se llevan al horno».
COMENTARIOS: 1.º Es muy justo que en las tortas de manteca se reserve á la manteca el papel de protagonista. 2.º Se habla de una media de azúcar. Conocíamos las de seda y las de algodón; pero no las de azúcar, que, por cierto, deben de congeniar perfectamente con los trajes de lana dulce. Por supuesto que, colocadas en unas buenas pantorrillas, se bastarían por si solas para constituir un postre de rechupete, aun sin manteca. 3.º Después siguen cuatro huevos. Vienen á constituir la escolta de la manteca y de la media. ¡Si hasta parece que estaría mejor decir: cuatro huevos y un cabo! 4.º Las dos jícaras aludidas, mejor que de vino blanco, serían de loza blanca y, á ser posible, no huérfanas de asa. El vino ocupará precisamente la parte interior de las jícaras. 5.º Respecto á la harina, suponemos que, aunque no lo especifica la receta, deberá ser de arroz ó de trigo: porque la harina de linaza no le "diría" del todo bien, además de que ésa ya sería harina de otro costal. 6.º Se amasa todo. ¿Con qué? Con paciencia. Luego se corta la masa. Esto no quiere decir que la masa se echa á perder. Es que hay que hacerla «piazos»; ¿Y con qué? Lo más adecuado es el cuchillo. Si no le hay, puede usarse el hacha, ó á lo sumo la piqueta.
Nos encontramos luego con la sorpresa agradable de que hay que hacer tres agujeritos. ¡Cielos! ¿Para qué serán? ¿Y dónde habrá que hacerlos? ¿En la masa? ¿En la cocinera? ¿En la pared? ¡Vaya usted á saber!
Después se le unta con huevo «abatido» á la torta (así como si fuéramos á afeitarla), y quieras que no, y puesto que ella por su pie no iría nunca, se la conduce al horno, del horno á la mesa y de la mesa á la boca. Después... después no le queda que hacer al comensal más que relamerse de gusto, y si aún le parece poco, relamer á toda la familia.
Llegada á nuestro poder la receta de este plato, vemos que dice al pie de la letra lo siguiente:
"Obténgase media libra de jamón cocido antes, media libra de ternera, también cocida, y un cuarterón de almendras machacadas. Se une todo con seis huevos batidos, y si está bien de sal, se hace una rosca y se fríe en manteca (que la cocinera tendrá muy fuerte), después de rebozada en pan rallado hasta que se quede muy doradita."
Y ahora vienen las aclaraciones: 1.º No especifica la receta cuánto tiempo antes deberá estar cocido el jamón Á nuestro juicio, no debe pasar de tres ó cuatro años. 2.º La ternera deberá estar cocida también, para evitar envidias. 3.º Aunque no expresa con qué han de machacarse las almendras, recomendarnos el mazo ó el almirez. El puño cerrado no es á propósito, y la cabeza, no siendo completamente calva, presenta inconvenientes capilares para la maceración. 4.º Los huevos que hayan de ser batidos (parece que se trata de un grupo de insurrectos) han de estar frescos. Para estas batidas es necesaria mucha frescura. 5.º El que esté bien de sal, para lo cual sólo es competente el paladar de la cocinera, depende del estado de ánimo en que ésta se encuentre. 6.º El hacer la rosca es cosa más grave de lo que parece, y sobre este punto son muy delicadas las aclaraciones. 7.º Respecto á la manteca no dice la receta de qué animal ha de ser; pero la vaca ó el cerdo son los más indicados. Emplear manteca de cocodrilo ó de recaudador de contribuciones sería un disparate mayúsculo. 8.º Á juzgar por el texto de la receta, no se sabe si es á la cocinera á quien hay que rebozar para que quede doradita; pero debemos presumir que es á la rosca.
Finalmente, una vez hecha la rosca en la cocina, lo que procede, es deshacerla en el comedor.
¡Tejer y destejer! ¡Esta es la vida!
Primero hay que dirigirse á una confitería decente, pedir bizcochos de soletilla y pagarlos (si se puede).
Una vez comprados los bizcochos y puesta á la lumbre una apreciable sartén provista de manteca de vacas reformistas, se prepara una crema clara con vistas á natilla espesa, y no decimos cómo se hace ésta porque desde el presidente del Consejo de ministros hasta el golfo más modesto, saben lo que es una natilla, cuántos son sus componentes y cuál su importancia en la sociedad.
Pues bien, la parte inferior ó plana de cada bizcocho, puesta hacia arriba, se cubre honestamente con una cataplasma de crema, la cual se abriga con otro bizcocho que colocado encima le sirve de tapadera inamovible.
Dispuestos los bizcochos por parejas como los guardias de seguridad (aunque con la diferencia de que á éstos no les une crema ninguna), se van echando en la ya mencionada manteca líquida y allí se fríen. ¡Qué menos se puede exigir á unos bizcochos flotantes!
Según van estando fritos se trasladan de la sartén á la fuente y de la fuente al plato y del plato á la boca.
Los bizcochos fritos constituyen un postre muy agradable, como podría confirmarlo, si viviera, el emperador Carlo-Magno, que los comía, según cuenta la historia, siempre que realizaba alguna conquista, y le agradaban tanto, que no sólo se chupaba los dedos, sino que obligaba á todos sus soldados á que se los chupasen.
Se coge por el rabo un cazo alto y estrecho y se echan en él tres copas de Jerez, cuatro yemas de huevo, media copa de coñac Martel tres estrellas (esto no quiere decir que se echen tres estrellas en el cazo; alude á la marca del coñac) y cien gramos de azúcar fina y cortés. Encima de la plancha del fogón (porque debajo estaría incómodo) se coloca el cazo, y su contenido se mueve con unas banderillas de mimbre, sin parar hasta que la mezcla se ponga espumosa, fina y doble que cuando se echó en el cazo. (Es decir, que del cazo han de salir después del movimiento ocho yemas, seis copas de Jerez y una copa de coñac Martel seis estrellas.)
Se retira la mezcla del calor bochornoso de la plancha y se sirve en unas tazas de ponche (si no las hay de porcelana), antes del plato de asado, constituyendo un manjar que ya lo hubieran querido para los días de fiesta los emperadores romanos y los arzobispos etruscos.
Se cuenta que Noé y su familia ya tomaban sambayong en el arca; pero como carecían de tazas, lo tomaban todos á la vez en un artesón.
Puede hacerse también el sambayong con champagne, vino blanco, tinto, ron, chartreuse y otras hortalizas. Con lo que no debe confeccionarse es con petróleo, ni con betún del calzado, porque estos ingredientes pudieran tal vez no ser gratos á algunos paladares.
Me refiero á los que se muestran á la intemperie, no á los exquisitos fabricados en las confiterías de Madrid para casa de los padres. ¿Saben ustedes cómo se confeccionan los toscos panecillos callejeros? Pues así:
Primero se encomienda uno á San Antón y á su mantecoso secretario particular, y después, si no se tiene barro á mano, manda uno por barro á un pantano próximo. Obtenido el barro y colocado en un perol muy grande, se le echa para cada kilo medio cuartillo de bencina, dos cucharadas de cal hidráulica y cien gramos de pan del año 56, después de machacarlo con una cabeza cualquiera y de pasarlo por un colador sin agujeros.
Puede tenerse preparado un horno fuerte; pero para destinarlo á otra cosa, porque los panecillos no necesitan más que el fuego eterno. Se les hierra en frío.
Bien revueltos los antedichos ingredientes para lograr su posible trabazón, se hace con la masa gran número de albóndigas, sobre las cuales permanece sentada después, durante diez minutos, la familia del fabricante, y una vez que hayan adquirido por tal medio su achatada figura, se procede á la unión de todos en forma de montañas y á su revoque inmediato. Los destinados á pasar por panecillos de limón llevarán una capa de yeso blanco y los llamados de canela recibirán un baño frío de carmín barato.
Después se les pone á secar al sol por espacio de tres días, y una vez obtenida la necesaria dureza (que se probará con unos cuantos tiros de revólver), se les coloca para su venta sobre una mesita de pino con faldamento de percal planchao.
Del santo cólico subsiguiente se encargarán ellos solos; porque hasta hay quien los come, demostrando un valor sin límites. Pero comúnmente los compran como materiales de construcción, y en particular para emplearlos mezclados con la grava en el afirmado de carreteras.
Á un cuartillo de leche de burras, que haya cocido por espacio de diez minutos en un embudo de metal, se le agrega un manojo de perejil moscado, quince gramos de lejía Fénix, una jícara de creosota y seis metros de canela en rama, haciendo hervir toda esta mezcla hasta que quede reducida á la nada. Cuando ya no exista ni rastro de todo ello, se compra una liebre de buenos antecedentes y se prensa todo lo posible colocándola debajo de una nodriza montañesa, después de sacarla los ojos.
Al mismo tiempo se tendrán partidos en rodajas dos pepinos de América y dos piñas de Leganés, ó viceversa, cuyas rodajas se rebozarán con belladona y se tendrán en el baño de María Santísima por espacio de tres meses, hasta que la liebre prensada haya procreado debajo de la nodriza. En seguida se machacan en un mortero dos ó tres berenjenas y se vuelcan en un cuartillo de limón helado, cuidando de que no se inflamen.
Se pasa todo esto por un tamiz y se le introduce á la liebre en las entrañas, cosa que agradece mucho el animal, porque le produce cosquilleo en los hipocondrios y se los refresca.
Colocada la liebre en una fuente de Lozoya y rodeada de la piña, de los pepinos y de unas cuantas cucharadas de orujo recién ordeñado, se sirve á los comensales, que no recuerdan, seguramente, haber probado en su vida un plato como la merluza de cerdo.
Después de encomendarse á las once mil vírgenes, se cría con mucho cuidado y no menos leche una ternera de buena familia. Se la ceba, se la hace exhalar el postrer suspiro, cuando menos lo espere, y se la descuartiza con exquisita amabilidad.
Al propio tiempo, y en establo aparte, se cría con gran solicitud un abadejo nacido en cuna humilde, si que también húmeda. Igualmente se le ceba, se le decapita, cortándole la cabeza, y se le baña en agua de rosas, después de sacarle la raspa, pero sin tirarla, porque luego puede aprovecharse para hacer tortilla á las finas raspas.
Á los mencionados trozos de ternera se les pica severamente, y se les mezcla en un periquete con perejil vegetal, comino rústico y nuez amoscada, formando con todo ello una cataplasma muy apreciable.
Previamente se habrán puesto á la lumbre unas parras pequeñas (parrillas, que decimos los cocineros cultos), y cuando rompen ellas á cocer se las cubre con tocino de bacalao, dividido en trozos del tamaño ordinario de las medias suelas. Encima de cada trozo se coloca una pellada de picadillo de la ternera, y encima otra suela de bacalao á modo de tapadera y con sus bisagras correspondientes.
Se churruscan estos paquetes mixtos, que tanto gusto dan á los aficionados á promiscuar, y se les da la vuelta con la mano izquierda (para no achicharrarse la derecha) hasta que queden doraditos.
En seguida se trasladan por su pie á una fuente más ancha que mi conciencia y más larga que mis alcances, aunque no tan honda como mis penas. Y una vez la fuente sobre la mesa, los comensales son muy dueños de tomar ó dejar el contenido de aquélla, debiendo preferir dejarlo, si quieren seguir caminando por el sendero de la vida.
El inventor del bacalao de ternera fué un padre agustino que había sido cocinero antes que fraile, y se lo estuvo poniendo á su comunidad todos los viernes de cuaresma, hasta que cierto día, cantando las tinieblas, falleció á consecuencia, precisamente, de un cólico miserere. O miserable, como dice mi portera.
Se comprarán dos kilos de lomo de cerdo turco. Y se pagarán, si es posible. Sobre un tajo de tamaño natural, ó sobre la cabeza del recaudador de contribuciones más próximo, será picado el lomo con esmero y con una badila. Una vez picado (sólo una), será conducido al fondo de una cacerola untada de antemano con aceite de ricino y será condenado al fuego de la hornilla por espacio de diez minutos, tapando bien la vasija con un cartapacio de cuero. En otra cacerola se habrán echado (quizá por efecto del cansancio) un pimiento sin rabo, un ajo sin cara, veintinueve piñones con su cáscara, dos cucharadas de aguardiente alcanforado y veinte centímetros de papel de Armenia.
Se moverá todo esto por espacio de veinticuatro horas con un peine, hasta que haga espuma (si es que quiere hacerla), y añadiéndole medio kilo de arrope y unas raspaduras de catre de tijera, se dejará reposar á la pasta resultante. Así que haya reposado, se la filtrará por una servilleta ó por un chaleco de Bayona, depositándola inmediatamente en una sartén, sobre fuego lento, pero continuo. Ya en ebullición, y cuando menos lo espere, ¡zas! se la sorprende con los dos kilos de lomo de cerdo y no se interrumpe la cocción sino para añadir una caña de manzanilla y dos cucharadas de manteca fresca de literatas suizas. Se deja enfriar todo el guiso, y á los ocho días puede tirarse, ó servirse, para lo cual será colocado, con toda la coquetería que exige el cerdo, sobre una fuente cualquiera, como la de la Teja ó la del Berro, en la seguridad de que los comensales que tengan valor para probar el tal plato no lo tendrán seguramente para repetir.
Este picadillo, que resulta excelente, era por cierto uno de los manjares favoritos del Gran Turco, que lo tomaba siempre que salía á pelear contra los cristianos ó á comprarse calcetines de algodón.
Ante todo, se santigua uno y pone á su alcance los elementos siguientes: 50 centímetros de mojama fresca, cuatro ajos (sin puños), un pedazo de cola de carpintero, veinte gramos de cacahuet de Abisinia, medio cuartillo de vinagre de yema y otro medio de leche de burra, dos hojas de escarola, dos cascarones de huevo y una cucharada de polvos insecticidas.
Se parte la mojama en 500 pedazos iguales con un serrucho, se los macera con un paraguas, y revueltos con tomate en rama y chocolate sin canela, se les coloca sobre la hornilla dentro de una sombrerera de cartón.
Así las cosas, mezcla uno la leche de yema con el vinagre de burra, ó viceversa, y lo pone á enfriar al sol.
En un plato, aparte, se baten las hojas de escarola hasta que levanten espuma, y entonces se les echa cuatro ajos (aunque haya señoras delante) y se les hace pasar por un tamiz de pleita mal humorada.
Métese luego la cola en una cesta de mimbres seguida de los cascarones. Mézclase todo lo referido y tápase con una mitra episcopal bien untada de cerato simple. Se mete en el horno la sombrerera después de echarla dentro unos cuantos polvos, y así se tiene el tiempo necesario para que se reblandezca y suelte todo el jugo.
Transcurridas dos semanas, se saca la sombrerera del horno; se vierte el guiso en una fuente tan honda como mis pesares y se coloca sobre la mesa, porque colocarla debajo sería un desatino.
Alrededor puede ponerse una bonita colección de picatostes ó rábanos tostados, ó cisco de retama.
El que una vez prueba este plato, luego no sabe ya comer otra cosa. ¿Por lo bueno que lo encuentra? No; ¡porque fallece!
Así como me tomé la libertad de ofrecerte en las primeras páginas de este trabajo y á guisa (ó más bien á guiso) de prólogo unas cuantas advertencias para antes de comer y durante la comida, aquí debería yo cerrar mis desahogos culinarios con otras tantas observaciones higiénico-sociales relativas á lo que debes hacer después de haber comido. Pero la falta de espacio por un lado y lo delicado del asunto por otro, me impiden cumplir contigo como quisiera, limitándome á darte este par de consejos de última hora:
No te dediques á trabajos intelectuales ni materiales después de haber comido. Antes, tampoco.
Si se te hace penosa la digestión de la comida, no quieras procurarte el alivio con lomo adobado, sino con magnesia efervescente, á no ser que lo que te dé guerra sea tinta de calamares, pues en este caso no hay nada como las empanadillas de papel secante.
Ignoro si existe disposición alguna eclesiástica, civil ó militar que determine con fijeza el tiempo que los residuos alimenticios han de permanecer formando parte de nuestro ser por la parte de adentro. Así, pues, haz respecto á este punto aquello que buenamente puedas, dejando llegar los acontecimientos por sus pasos contados, siempre que una demora excesiva no te obligue á hacer lo que los delegados de la autoridad en los meetings tumultuosos: desalojar el local por medios violentos, para lo cual suele hacer falta Dios y ayuda, y acaso las penas del purgatorio.
Antes de poner el punto final (porque después no sería posible) voy á decir dos palabras, sólo dos palabras, respecto al aprovechamiento de las sobras, cosa de suma importancia en las casas particulares, aunque no tanto como en los establecimientos públicos.
Casi todos los residuos de las buenas comidas son aprovechables; y hay cocineras, y aun señoras apañaditas, que hacen con ellos verdaderas diabluras en alas de la más laudable economía.
Al día siguiente de celebrado un banquete, son de rigor las tan renombradas croquetas ó las no menos aplaudidas albóndigas, que llevan al ánimo del comensal gratos recuerdos del pasado festín ó amargas remembranzas de la indigestión á que tal vez dió lugar.
La ropa vieja, la menestra complicada, la tortilla misteriosa y el arroz con incrustaciones indescifrables, son platos impuestos por el furor aprovechatorio de las señoras arregladas.
Á muchas personas les repugna comer en las fondas por temor de que en el menu figuren manjares usados. Y figuran con desconsoladora frecuencia.
En nuestros domicilios tampoco es conveniente arrojar á la basura los sobrantes de las comidas con el fútil pretexto de que ya han servido una vez, cuando puede hacerse con ellos, disfrazándolos convenientemente, variados platos de fantasía.
Pero no hay que sacar de quicio las cosas, como cierta señora que sólo con el caparazón de un pollo simpático y las raspas de una merluza distinguida quiso hacer un soberbio timbal de macarrones, y no pudiendo lograrlo, se conformó con aplicar aquellos ingredientes á la confección de unos bollos para tomar el chocolate, que, según su autora, la supieron á gloria, pero que al día siguiente se la llevaron á la tumba fría, en unión de una criada y un gato, copartícipes del famoso arreglo.
Con esto, lector querido, y con desear que no se te indigesten las presentes páginas, tan desprovistas de sal, doy fin á mi trabajo, te saludo y me retiro modestamente por el foro.
Páginas. | |
Á todo aquel lector que tenga la costumbre de comer | 7 |
¿Debe haber flores en la mesa? | 17 |
¿Cómo se debe tomar el café? | 18 |
Recetas de guisos (40) | 19 |
Poesías culinarias: | |
El espárrago expansivo | 89 |
Un almuerzo | 92 |
El bizcocho de las monjas | 94 |
Á una prima tacaña | 97 |
Comestibles | 101 |
Una paella morrocotuda | 103 |
¡Valiente tortilla! | 106 |
Mi despensa | 108 |
Epigramas | 110 |
Postres variados (ocho) | 111 |
Cantares de un goloso | 142 |
Platos especiales | 145 |
Á todo aquel lector que hubiere comido | 154 |
Última hora.—¡Me han matado! | 157 |
LIBROS DE JUAN PÉREZ ZÚÑIGA
Cosas, poesías y artículos.
Desafinaciones, poesías.
Gárgaras poéticas, poesías.
Guasa viva, poesías y artículos.
Pampiroladas, poesías.
Piruetas, poesías y artículos.
Zuñigadas, poesías. (No se halla á la venta.)
Cosquillas, poesías y artículos.
Cocina cómica, recetas y otras cosas.
Paella festiva, poesías.
OBRAS TEATRALES (EN UN ACTO)
La manía de papá, juguete cómico.
¡Felicidades!, juguete cómico.
El señor Castaño, zarzuela.
¡Viva la Pepa!, zarzuela.
Los tíos, zarzuela.
El quinto cielo, pasillo lírico.
Las goteras, zarzuela.
La lucha por la existencia, fantasía lírica.
El salva-vidas, juguete cómico.
La india brava, zarzuela cómica.
El mártir de las veladas, monólogo.
Las obras 5.ª, 6.ª, 7.ª y 8.ª, en colaboración con don José Díaz de Quijano.
Cocina cómica se halla de venta en las principales librerías al precio de 2 pesetas.
Los pedidos á casa del autor, calle del Fúcar, 19 y 21, ó á la Administración del Madrid Cómico.
NOTAS:
[1] Las obras más curiosas que yo conozco entre las del género, son el Manual del perfecto deshuesador de guindas, escrito por el ilustre pinche francés Mr. Marron, y un Tratado teórico-práctico de la restauración de las alcachofas usadas, debido á la infundiosa pluma de D. Primitivo Cogolludo, manchego.
[2] Debe decir "centímetros".
[3] a.