Project Gutenberg's Cosas nuevas y viejas, by Manuel Chaves This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: Cosas nuevas y viejas (apuntes sevillanos) Author: Manuel Chaves José Nogales Release Date: April 19, 2011 [EBook #35905] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK COSAS NUEVAS Y VIEJAS *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive)
OBRAS DE MANUEL CHAVES
Constancia.—Novela.—Imp. de El Cronista.—1891.—El Posibilista.—1894.—Sevilla.
Hablar por hablar.—Colección de artículos literarios, satíricos y de costumbres, publicados de 1890 á 1894.—El Posibilista.—Sevilla.
Bocetos de una época (1820-1840).—Carta-prólogo de don Manuel Gómez Imaz.—Librería de Fernando Fe.—1892.—Madrid.—Imp. de Francisco Leal, etc. Sevilla.—Un tomo en 8.º.—270 páginas.
Pro-Patria.—Homenaje á los heroicos hijos de Sevilla don José González Cuadrado y don Bernardo Palacios Malaver.—Primera edición: Tipografía de Díaz y Carballo, etc., etc.—1893.—Segunda edición: Tipografía de Leal y C.ª 1894.—Sevilla.—Folleto en 4.º.—Una lámina.
Páginas Sevillanas.—Sucesos históricos, personajes célebres, monumentos notables, tradiciones populares, cuentos viejos, leyendas y curiosidades.—Con una carta-prólogo de don José Gestoso y Pérez.—Imp. de E. Rasco, etc. 1894.—Sevilla.—Un tomo en 8.º.—352 páginas.
Pepe-Illo.—Ensayo biográfico, histórico y bibliográfico.—Resuche, impresor, etc., 1894.—Folleto en 8.º.—Dos láminas.
Una carta del rey neto y algunas menudencias para ilustrar un capítulo de la historia.—Imp. de Ángel Resuche, etc., etc. 1894.—Sevilla.—Folleto en 8.º.—Con un retrato y un facsímil.
La Semana Santa y las Cofradías de Sevilla de 1820 á 1823.—Carta al duque de T'Serclaes.—Imp. de E. Rasco. 1895.—Sevilla.—Cuaderno en folio.
D. Bernardo Márquez de la Vega.—Memorias de la reacción absolutista.—Imp. de El Porvenir, etc., etc. 1896.—Sevilla.—Folleto en 8.º.
Perder el tiempo.—(Versos).-Con una carta de don Francisco Rodríguez Marín.—Imp. de El Porvenir, etc 1896.—Sevilla.—Folleto en 8.º.
Historia y bibliografía de la prensa sevillana.—Prólogo de don Joaquín Guichot y Parody, Cronista oficial de la ciudad.—Imp. de E. Rasco, etc. 1896.—Sevilla.—Un tomo en folio: XLII-380 páginas.
Discurso de recepción leído ante la Academia Sevillana de Buenas Letras el día 11 de Abril de 1899.—Tipografía, Monsalves 17: 1899.—Sevilla.—Folleto en 4.º.—82 páginas.
D. Mariano José de Larra (Fígaro).—Su tiempo, su vida y sus obras—Estudio biográfico-crítico y bio-bibliográfico.—Imp. de La Andalucía. 1898-1899.—Sevilla.—Un tomo en 4.º—244 páginas.
Micer Francisco Imperial.—Siglo XIV.—(Apuntes bibliográficos.)—Tipografía, Monsalves 17.—1899.—Sevilla.—Folleto en 4.º.
La Madre y la muerte.—Poesía escrita sobre el pensamiento de un cuento de Hans Cristián Andersen.—Tipografía de «La Industria», etc., 1899.—Sevilla.—Folleto en 8.º.
El humorismo en la literatura española el siglo XIX.—Trabajo premiado en los Juegos Florales que celebró el Ateneo de Sevilla en 25 de Abril de 1900.—Un folleto.
Los teatros de Sevilla en la segunda época constitucional (1820-1823).—Imprenta de F. Marta-García.—1900.—Un folleto en 8.º.—80 páginas.
D. Diego Ortiz de Zúñiga.—Su vida y sus obras.—(Estudio biográfico y crítico.) Premiado en los Juegos Florales que celebró el Ateneo de Sevilla el 4 de Mayo de 1902.—Imp. de E. Rasco, etc.—1903.—Sevilla.—Un folleto en 4.º.—VIII-100 páginas.
Cosas Nuevas y Viejas.—Apuntes sevillanos.—Prólogo de don José Nogales.—Sevilla: Tipografía, Sauceda 11.—Un volumen en 4.º. francés.
Nota del transcriptor: En esta edición se han mantenido las convenciones ortográficas del original, incluyendo las variadas normas de acentuación presentes en el texto. |
COSAS NUEVAS Y VIEJAS
MANUEL CHAVES
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(APUNTES SEVILLANOS)
PRÓLOGO DE
D O N J O S É N O G A L E S
SEVILLA
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Tipografía, Sauceda 11
1904
Al Índice |
SR. D. ENRIQUE CARREÑO
Mi excelente amigo: Á su bizarría, á su generosidad, se debe que estos Apuntes sevillanos salgan á la luz pública, reunidos y puestos en orden conveniente. ¿Cómo no he de honrarme escribiendo su nombre de Vd. en la dedicatoria de este mi nuevo libro?
Grande, sincero y mil veces demostrado es el amor que Vd. tiene por Sevilla, y como de cosas de esta nuestra tierra—viejas unas por su antigüedad y nuevas otras, por no ser muy conocidas,—tratan las páginas que siguen, á esto atribuyo la predilección que me manifestó por ellas, que muy expuesto estuviera á equivocarme si á vanidad de autor pudiera achacar otra cosa.
Siguiendo relativo orden cronológico van esos breves artículos, que en las columnas de El Liberal gozaron un día cierto favor del público: por eso nada he querido alterar de ellos, pues ampliándolos ó dándoles otra forma, perderían ciertamente el carácter que tuvieron al ser trazados y que he deseado conservar.
La variedad de los asuntos que forman este libro, me hace sospechar que ha de mover algo el interés del lector curioso, á quien, como á Vd., ofrezco ya un detalle de las costumbres de nuestros antepasados, ya la biografía de un sevillano ilustre, ya la descripción de algún monumento, ó ya, en fin, la noticia de cualquier caso interesante, habiendo tenido buen cuidado de basar todos mis escritos sobre auténticos documentos originales ó sobre noticias del más autorizado origen, no ocultando nunca, para mayor crédito, su procedencia.
¿Qué más he de decir á Vd. en estas líneas, que ya para dedicatoria podrán parecerle largas?.... Pongo punto y reciba una vez más la muestra del reconocimiento y la amistad de su affmo.
Enero, 1904.
Este es un libro que yo vi nacer: mejor dicho, que contribuí un poco á que naciera. Por esto me juzgo ligado á él con ciertos vínculos espirituales que me redimen de aquella virginidad de prólogos en que hasta ahora he vivido. Ni los hice para los libros ajenos, ni los pedí para los míos.
Y es que, para los ajenos, creí siempre que me faltaba autoridad; y para los míos, que me faltaba aquella cualidad excelente que tendrían que poner de manifiesto por anticipado juício de la obra.
Con el presente libro todo aquel propósito casi huraño ha venido á tierra, y ya he dicho la razón. Ahora, lo que quiero decir al público es cómo debemos alegrarnos de que lo efímero y volandero se haya fijado en moldes estables y, como ahora se dice, definitivos.
He aquí cómo nació este libro: en Enero de 1901 comenzó la publicación de El Liberal en Sevilla, de que fuí Director durante algunos meses, con verdadero regocijo de mi alma. Esta satisfacción tenía dos motivos de índole sentimental: que era El Liberal y se publicaba en Sevilla.
Al empezar, dije á Manuel Chaves:—¿Por qué no haces una sección tuya, en que nos traigas algo de lo mucho que sabes y conoces, acomodándolo al paladar del público numeroso y al molde especial del público moderno?
Estas invitaciones al trabajo no se le dirijen en balde á Manuel Chaves, uno de los espíritus trabajadores é inquietos que afirman, frente á la Andalucía legendaria y pasiva, la Andalucía productora é inteligente.
Desde el segundo ó el tercer número de El Liberal apareció la sección titulada «Cosas nuevas y viejas». Lo que comenzó en Enero acabó en Diciembre. Un año, día por día, servimos á los lectores la paciente labor de Chaves, que era, burla burlando, un pedazo de historia, fragmentaria, anecdótica, concentrada, en que había de todo: desde lo trágico á lo exquisito; desde lo terrible á lo picaresco.
Y esto—hay que decirlo lealmente—aun sin tener en cuenta otras valiosas condiciones de la producción, revela una profunda cultura y un magno esfuerzo, que supone por anticipado muchos años de trabajo perseverante y abrumador, no recompensado sino por la estimación del público.
Acaso porque todos, confesándolo ó no, apreciamos en mucho aquellas cualidades en que no abundamos, yo admiro la obra paciente é inteligentísima de los eruditos, de los bibliógrafos, de los escudriñadores de las fuentes vivas en nuestra literatura, en nuestra ciencia y en nuestra historia. Y esta obra de perseverancia y sabiduría se realiza con admirable solidaridad. Como en los esfuerzos científicos, estos empeños literarios se enlazan, se completan, se ordenan á través de los años y de los siglos.
Sevilla fué siempre, y lo es ahora, un admirable taller para esta persistente labor de sabiduría. Yo tengo ganas de decir al «gran público», á ese público que está formado por cientos de miles de lectores diarios, quiénes son y qué representan en la moderna cultura española esos eruditos andaluces cuyos nombres llegaron á él á través de las Academias, de las Corporaciones oficiales, de las referencias volanderas de los periódicos en notas fugaces é inexpresivas.
El círculo de lectores se va ensanchando: este es un excelente síntoma; la Prensa, machete en mano, abre sendas claras y ventiladas en el bosque enmarañado de nuestra ignorancia secular. Ella abre el camino; el convoy viene detrás. Es un error el de los que creen que la Prensa absorbe por completo y para siempre la parte de inteligencia activa con detrimento del más hondo y apacible saber. La Prensa abre camino, hace lectores....
Uno de nuestros propósitos era ese: utilizar la Prensa como vehículo y cargar en ella la cantidad de cosas viejas que admitiese: así se irían repartiendo. Para esto—exigencias inevitables del público—había que escoger lo raro, lo ameno, lo interesante: aún no está el niño grande para ingerir muchas y serias dosis de paciente estudio.
Y Manuel Chaves cumplió su encargo tan liberalmente, que con aquella serie de Cosas ha podido componer el presente volumen, ya pasado en autoridad de cosa juzgada, y lo que es más, aplaudida.
Seguramente ha de haber alguna flor fresca en el ramillete, pues Chaves tenía materia sobrada á mano, y no es hombre que se la reserve, al contrario de otros eruditos, que todo lo que pueden lo reservan como si ganara réditos. Y ¡cuántas otras cosas sabrosísimas, de gran interés literario é histórico, habrá tenido que reservar y dejar en el fondo de los cajones, por esta ridícula meticulosidad que ahora nos ha entrado, por esta pudibundez externa que destierra todos los desenfados del ingenio antiguo, aunque permite toda licencia al ingenio contemporáneo!
No podemos reproducir los felicísimos y audaces rasgos de nuestra literatura picaresca, moralmente inofensiva, porque el donaire es ingenuo, natural y bien encaminado, mientras corren, exquisitamente encuadernadas, todas las alambicadas porquerías de la literatura francesa,—que no tienen acceso en otras naciones—y esto me hace pensar en el antiguo problema de si la moralidad será cuestión de climas... y de lenguajes.
Me place lo exquisito de esa literatura, aunque se acomoda mi ánimo mejor á los sabrosos desenfados de la nuestra.
Y es que adoro nuestras formas castizas, nuestro «modo de hacer», el resplandor de nuestro ingenio solariego, la gracia ingenua, socarrona y admirable de nuestros grandes escritores. Y es más: pienso en que los señores franceses venían en los siglos XVI y XVII á buscar comedias, á buscar Autos, á buscar novelas, á empaparse en nuestro ambiente, para fusilar nuestra producción, hacerse el paladar y revendernos la «lengua de Molière» en nuestra propia salsa...
Era una especie de combinación como la que ahora hacen con nuestros vinos. Allá van nuestros mostos blancos, fuertes, sensuales, apetecibles. Los tiñen de negro con singular maestría, los perfuman, los aderezan, los disponen con sugestivo bouquet, y nos los revenden con fe de bautismo de Burdeos ó de Borgoña... Total, seis botellas que vienen, representan el valor de una pipa que va. Ni más ni menos. Son gastos de nacionalización que nos cargan en cuenta.
Y, ahora que recuerdo: Manuel Chaves también ha pasado la frontera y nos lo han devuelto, con un acento de lo más tirano. En los periódicos taurinos del Mediodía, de la Provenza, figura Chavés como una autoridad in ré taurina, por aquellos folletos sobre Pepe Illó... y demás documentos del ramo, que ha sacado á luz. Es delicioso.
Lo que quise decir—y no es poco—es que Chaves es un escritor que pasó la frontera, precisamente por lo castizo, por lo apegado á nuestro riñón, por lo que tiene de españolizado, por sus cosas viejas, que son nuestras cosas.
Y si esto se estima en el extranjero, ¿cómo no lo habíamos de estimar en nuestra casa!
Sí se estima. Lo sé. He podido apreciarlo precisamente en estas Cosas viejas, en cuyo nacimiento me llamo un poco á la parte. Cartas sobre las tales Cosas, recordatorios, adiciones, rectificaciones, oposición, aprobación, me daban á entender que interesaban.
Si interesaron entonces, ¿cómo no ahora? Ahora y siempre.
Son Cosas incitantes, regocijadas ó trágicas, pero andaluzas. Juntas, no tienen más fin que el de presentar un estado de alma; separadas, no tienen más objeto que regocijar al lector ó hacerle sentir la angustia de lo histórico....
Por uno y otro propósito, mi parabién á Manuel Chaves; mi aplauso al conjunto de eruditos sevillanos, de grandes artistas, de pacientes trabajadores en el orden intelectual, que han formado una de las bases de nuestra cultura moderna.
De Sevilla hay que hablar mucho. Pero mucho. Dios dirá.
JOSÉ NOGALES.
Tradición es, y aun lo afirman algunos historiadores autorizados, tales como Méndez Silva y Mariana, que el primer reloj de torre que se conoció en España lo tuvo Sevilla y que éste se instaló en 1400.
Aquel año vino á esta ciudad el rey don Enrique III, que parece presenció la ceremonia de colocar en la Giralda el reloj, dándose al acto toda la importancia que merecía, como así lo señalan las crónicas.
Construyó la campana del reloj, por encargo del arzobispo don Gonzalo de Mena, un maestro llamado Alfon Domínguez, del cual existen diversas memorias, constando también que el reloj y la campana quedaron instalados en los comienzos del mes de Julio del citado año de 1400.
Un historiador moderno, al tratar este asunto, escribe: «Que aunque se dice de Valencia que por acuerdo del Consejo general en 16 de Julio de 1378 se encargó un reloj de torre á cierto mecánico extranjero de paso por la ciudad, sólo consta que en 1403 y en 12 de Febrero resolvió aquel municipio labrar una campana, y que batiesen las horas dos servidores asalariados á este propósito.»
Podrán estas noticias ser puestas en duda, pero respecto á que muy á los comienzos del siglo XV existía en Sevilla un reloj de torre, hay un dato indudable en las palabras del médico Juan de Aviñón, que en su libro Sevillana Medicina, hacia 1418, dice: «Y como quiera que agora seria grave de comer á estas horas ciertas, de aqui adelante nonserá grave por cuanto nuestro señor el arzobispo de Sevilla, que mantenga Dios mandó facer un relox que ha de tañer veinticuatro badajadas.»
Después del reloj de la Catedral, es el más antiguo de los públicos de Sevilla, el reloj de la torre de San Marcos, que data de 1553, y sobre el cual existe esta noticia en un acuerdo de las actas capitulares, en el cabildo de 22 de Agosto de 1585, donde se nombró á Francisco Ximénez de Bustillos, mayordomo, para que hiciese aderezar los relojes de San Marcos y San Lorenzo, «concertándole en el oficial que lo hubiese de hacer, por lo menos que pudiese, informándose, además, de persona hábil que se encargara de su reparo y aderezo, dando de ello cuenta á la ciudad para que se le nombrase y señalase salario.»
La campana del reloj de San Marcos tiene grabada una inscripción latina que traducida al castellano, dice:
«Nada hay más veloz que el tiempo y para que no se malgaste, señala o insigne Sevilla, á tus moradores las horas.—El Senado y el pueblo de Sevilla, cuidó de construir este reloj con sus caudales, para el bien público, el año de Cristo Salvador de 1553.»
Antes de esta fecha, en 1576, era relojero de San Marcos y San Lorenzo el maestro Diego Flamenco, quien percibió por el cargo de concertar los relojes 18.000 maravedís anuales, y en 1589 pruébase que el Cabildo tenía algo abandonado atender á cargo tan importante, por el siguiente documento inédito:
«Juan Salado y Matías del Monte, relojeros; decimos que por mandato de vuestra señoria tenemos encargo de concertar los relojes desta ciudad como maestros en dicho arte los cuales habemos concertado, y gastado nuestro dinero en aderezarlos. Y porque cada dia se ofrecen cosas que aderezar en ellos en que es necesario gastar dinero. Y pedimos y suplicamos a vuestra señoria atento lo susodicho nos mande librar... a cuenta de nuestro salario porque cualquier otro maestro que los aderezase se le había de pagar lo que gastara en ello, por estar muchas piezas quebradas las cuales se han de nuevo y nosotros no pedimos se nos mande librar sino por cuenta de nuestro salario y por ello... Matias del Monte—Juan Salado».—(Escribanía de Cabildo, siglo XVI).
La campana lleva además grabadas las armas de la ciudad y bajo ellas se hace constar que aquel es escudo hispalense.
En 1776 se quitó la primitiva máquina de San Marcos, estrenándose el nuevo reloj en 13 de Junio del citado año, habiendo sido construído en Londres por Tomás Hatton, según se lee grabado en la esfera interior, que es de metal, encontrándose además en dicha esfera el nombre de Eugenio Escamilla, que fué nombrado relojero del Ayuntamiento de Sevilla en 25 de Febrero de 1789.
El reloj de la torre de San Lorenzo fué también colocado á fines del siglo XVI y el que actualmente existe se puso en 1853 siendo construído por José Manuel Zugasti en Bilbao, que hizo además el de la torre de la plaza del Altozano.
De otros antiguos relojes de Sevilla he de recordar también el de la Audiencia, el del Oratorio de San Felipe Neri, el del convento de los Remedios, el de los Jerónimos, que ya no existen, el de La Cartuja y el de San Agustín, que se estrenó en 27 de Junio de 1749.
En el viaje que en 1455 hizo á Sevilla Enrique IV, El Impotente, acompañábale con su corte—dicen los autores—un número considerable de moros principales y ricos, los cuales gozaban de gran favor con el veleidoso monarca.
Mandóse alojar á aquéllos en las casas de nobles y de acaudalados sevillanos, tocando á D. Diego Sánchez de Orihuela, hospedar uno llamado Monjarras, que era hombre joven, apuesto y de violento carácter, y el cual hubo de enamorarse de una hija soltera que D. Diego tenía.
Esta parece que correspondió al fin á los deseos del hijo del Profeta: pero el bueno de Monjarras, no contento con ello, la robó de la paterna casa y la sacó de Sevilla casi por la fuerza, y sin pararse en melindres, como persona apasionada y de alientos que era.
Y sucedió luego que, cuando Sánchez de Orihuela y su esposa acudieron al Alcázar á pedir justicia al rey, éste los recibió con enojo y tuvo la frescura de decirles que, en vez de venir á quejarse, debieran haber guardado más á la hija: contestación villana que causó la indignación de cuantos la oyeron.
Mandó luego D. Enrique que nunca más volviera á su presencia la afligida madre, y divulgadas las noticias de estos actos por la ciudad, el pueblo se irritó muchísimo y comenzóse á reunir gente delante del Alcázar en actitud nada pacífica; mas esto, lejos de variar la opinión del rey, le llevó hasta querer salir á desafiar al pueblo, cosa de que le hizo desistir el prudente consejo del conde de Benavente.
El resultado de todo fué que Monjarras quedó sin ningún castigo, pues ninguna diligencia se hizo contra él; que los padres quedaron sin recibir satisfacción á su deshonor, y que el monarca procedió en aquella ocasión de la más indigna manera: lo cual no era extraño, tratándose, como se trataba, de un rey cuya figura es de las más antipáticas en la historia.
Al año de 1480 se remonta la fundación en Sevilla del tribunal de la Inquisición, año en que el Papa dió, á instancia de los Reyes Católicos, la bula autorizando aquel establecimiento, y en 27 de Diciembre mandó Fernando V á las autoridades de nuestra ciudad, que protegiesen á los señores del Santo Oficio, que se disponían á pasar á ésta para purgar de herejía á cuantos cogiesen por delante.
Y en efecto, á los pocos días llegaron á Sevilla los primeros inquisidores, que fueron el provincial fray Miguel, el vicario fray Juan, del orden de Santo Domingo, y el doctor Medina, clérigo de San Pedro, los cuales eran tres mozos como escogidos de intento para la misión que se proponían llevar á cabo.
Tan listos anduvieron éstos en sus diligencias, que el 2 de Enero de 1481 se dieron ya las primeras providencias emanadas de la Inquisición, y las cuales eran nada menos que mandar prender á los cristianos nuevos, amenazando también á los títulos de Castilla con la privación de ellos si no acataban al Santo Oficio.
Por entonces era asistente de Sevilla D. Diego de Merlo, y como este buen señor era fervoroso devoto de las órdenes religiosas, se dispuso con todo el peso de su autoridad, á proteger á los inquisidores, tomándoles en mayor afecto y prestándose á ayudarlos cuanto pudiese en sus diligencias.
Así lo consigna un testigo contemporáneo tan autorizado como el bachiller Andrés Bernáldez, cura de Los Palacios, el cual escribe á este propósito en su Crónica de los Reyes Católicos:
«En muy pocos días, por diversos modos y maneras, supieron (los inquisidores) toda la verdad de la herática pravedad malvada, é comenzaron de prender hombres é mujeres de los más culpados é metiéronlos en San Pablo: é prendieron luego algunos de los más honrados é de los más ricos, Veinticuatros y Jurados, bachilleres é letrados, é hombres de mucho favor: á éstos prendía el Asistente, é des que esto vieron huyeron de Sevilla muchos hombres é mujeres: y viendo que era menester, demandaron los inquisidores el Castillo de Triana, donde se pasaron presos, é allí ficieron su audiencia, é tenían su Fiscal, é Alguacil é Escribano, é cuanto era necesario, é hacía proceso, según la culpa de cada uno, é llamaban Letrados de la ciudad seglares, é á el Provisor, al ver de los procesos é ordenar de las sentencias, porque viesen cómo se hacía la justicia é no otra cosa: é comenzaron de sentenciar para quemar en fuego, é sacaron á quemar la primera vez á Tablada seis hombres é mujeres que quemaron: é predicó Fray Alonso de San Pablo, celoso de la fe de Jesucristo, el que más procuró en Sevilla esta Inquisición: é él no vido más de esta quema, que luego dende á pocos días murió de pestilencia, que entonces en la ciudad comenzaba de andar.»
El primer auto de fe, de condenados á las llamas, se celebró, pues, en Sevilla el 6 de Enero de 1481 y el segundo el 26 de Marzo, en que perecieron en la hoguera diez y siete reos, yendo tan en aumento el celo de los inquisidores, que durante siete años fueron quemadas más de seiscientas personas y penitenciadas unas cinco mil.
El ya citado Bernáldez apunta en su crónica algunos de los nombres de las personas más señaladas que aquí fueron las primeras víctimas de la inquisición, citando entre otras al rabí Diego Susón, padre de la célebre y hermosa judía conocida por la Susona, y á los acaudalados hebreos Manuel Sauli y Bartolomé Torralva, al alcalde de la justicia Juan Fernández Albolasia, al doctor Savariego, fraile de la Trinidad, y á otros muchos, apuntando también «que quemaron infinidad de huesos de los corrales de San Agustin é San Bernardo, de los confesos que allí había enterrados sobre sí, al uso judaico.»
El edificio que hoy ocupa la plaza de abastos de Triana, está destinada á este uso desde 1825, y hasta 1785 ocupó aquel lugar el sombrío castillo de San Jorge, donde estableció el tribunal la Inquisición.
La antigüedad del castillo era grande, pues se dice que á raíz de la reconquista lo entregó Fernando III á los Caballeros de la Orden de San Jorge, que allí tuvieron largo tiempo su alcaide, que tenía á su cargo la inspección del edificio.
Establecido en él el tribunal odioso, fué teatro de las más espantosas escenas, y hasta poco antes de su derribo, existían en los muros tres lápidas con inscripciones latinas, las cuales recordaban los horrores del tribunal.
Decía así en la primera:
«Este santo tribunal de la Inquisición contra la perversidad de los herejes en los reinos de España tuvo principio en Sevilla en 1481, ocupando la silla apostólica Sixto IV, quien la concedió á instancia de Fernando V é Isabel, que reinaban en dichos reinos. Fué el primer inquisidor general Fr. Tomás de Torquemada, Prior del convento de Santa Cruz de Segovia, de la orden de predicadores. ¡Quiera Dios que permanezca hasta fin del mundo, para amparo y aumento de la fe! Levántate, Señor, y juzga tu causa. Cógenos las zorras engañosas.»
La segunda estaba concebida en estos términos:
«Año del Señor de 1481, siendo Pontífice Sixto IV y reyes de las Españas y de las Sicilias los católicos D. Fernando y D.ª Isabel, tuvo principio aquí el sagrado tribunal de la inquisición contra los herejes judaizantes, donde después de la expulsión de los judíos y moros hasta el año de 1524, en que reina el divo emperador de romanos, sucesor de los mismos reinos por derecho materno, y siendo inquisidor general el reverendísimo D. Alonso Manrique, arzobispo de Sevilla, VEINTE MIL HEREJES y más abjuraron el nefando crimen de la herejía, y de todos más de MIL obstinados en sus herejías por derecho fueron ENTREGADOS AL FUEGO Y QUEMADOS.»
Por último, en la tercera se leían estas palabras:
«Ayudando y favoreciendo los pontífices Inocencio VIII, Alejandro VI, Pio III, Julio II, León X, Adriano VI, que, siendo cardenal de las Españas é inquisidor general, fué ensalzado á Sumo Pontificado, y Clemente VII, por mandado y á expensas del emperador nuestro señor, hizo poner estos letreros el Lic. de la Cueva, dictándoles D. Diego de Cortegana, arcediano de Sevilla. Año del Señor 1524.»
Estas eran las inscripciones edificantes que existían en los muros de la Inquisición sevillana, que conviene ser recordadas como muestras de los buenos tiempos.
La tradición toledana del Cristo de la Vega, que dió origen á la conocida leyenda de Zorrilla, A buen juez mejor testigo, existe también en Sevilla con alguna variante; así lo prueban Fray Juan de Zalamanco en su Merced de María Coronado, Pedro de San Cecilio, en sus Anales de la Orden de los mercenarios, Fray Juan de Mesa, Muñana y Alonso Sánchez Gordillo.
Más probable es que el autor de Don Juan Tenorio se inspirase para su hermosa leyenda, en este caso, que en los sucesos narrados en la Cántiga LXI de D. Alfonso y los Castigos y documentos del rey D. Sancho que cita el Sr. Picón como orígenes de A buen juez, mejor testigo.
En el archivo municipal de Sevilla existe una relación del suceso que no deja de ser curiosa.
Cuéntase allí, que un caballero dió palabra de casamiento á cierta dama sevillana y noble, poniendo por testigo á la Virgen de la Merced, cuya escultura existía en la iglesia del convento del mismo nombre. Alcanzó por tal medio el galán los favores de la bella, pero harto quizás luego de sus caricias, negóse á cumplir la empeñada palabra, con lo cual la dama, que no tenía testigos del juramento dado, se le ocurrió la original idea de poner por testigo á la imagen.
La señora y el caballero, acompañados de un escribano y de numeroso público, acudieron al templo donde había de verificarse el extraño juício, consintiendo en aquella prueba el seductor, pues, como dice Sánchez Gordillo: «Al caballero le pareció que así no le había de convencer, porque la imagen no había de contestar por milagro.»
Y el mismo autor añade «que llegando á la presencia de la Virgen, y puestos los ojos en ella, le dijo la mujer:—Señora mía: Vos sois testigo de que este hombre, invocando á vos, me dió palabra de ser mi marido, y mediante ello me obligó.—Dicho esto, la imagen bajó la cabeza como afirmando la verdad de lo que la mujer decia, y el caballero quedó convencido.»
El estupendo suceso ocurrió, por lo que afirman muy seriamente los escritores, en 1400. La escultura se conserva hoy en el convento del Socorro con la cabeza inclinada, según dicen, sin que se sepa que haya vuelto á mezclarse en que los galanes cumplan su palabra ó la dejen de cumplir.... Verdad es que milagros de este calibre no son para todos los días.
Así es conocido, más que por su verdadero nombre de Juan de Padilla, el poeta sevillano, autor de El Retablo de Cristo y Los doce triunfos de los doce apóstoles, los dos poemas alegóricos más importantes que produjo la lengua castellana en los fines del siglo XV y principios del XVI.
Según las más recibidas noticias, nació Padilla en nuestra ciudad en 1468, perteneciendo su linaje á gente bien acomodada y que de antiguo tenían su asiento y residencia en la población, debiendo desde su primera juventud consagrarse al estudio y cultivo de las musas, pues á la edad de veinticinco años, cantó en un poema las hazañas del famoso don Rodrigo Ponce de León, poema titulado Laberinto del marqués de Cádiz, que fué impreso en Sevilla por Ungut y Polono en 1493.
Esta obra estaba dedicada á la duquesa de Arcos; se componía de unas cien coplas, y según hace constar en su Tipografía Hispalense don Francisco Escudero, no existe hoy de ella ejemplar alguno.
El Laberinto es la única producción que de Juan de Padilla se conoce, escrita siendo seglar, pues las otras salieron de su pluma cuando ya era monje en el monasterio de la Cartuja, donde, según expresión de Fernández Espino, «pasó su vida en el solitario claustro... consagrado al estudio, á la contemplación del Altísimo y á ensalzar sus maravillas.»
De esta sosegada y pacífica existencia resulta, que la vida de nuestro poeta tiene en verdad pocos incidentes variados y no ofrece más interés que los de cualquier vulgar y oscuro fraile de aquellos que retirados en sus conventos veían deslizar los años iguales y monótonos.
Al cartujano Juan de Padilla se debe el poema Retablo de la vida de Cristo, que terminó en Diciembre del año 1500, cuya lectura no resiste hoy el más cachazudo lector y que fué obra impresa en Sevilla entrado ya el siglo XVI.
Diez y ocho años más tarde, y cuando fray Juan de Padilla contaba 50 de edad, ponía término á otro poema titulado Los doce triunfos de los doce apóstoles, que es la principal de sus producciones, y acerca de la cual ha escrito el autor del Curso histórico-crítico de la literatura española:
«Donde halló Padilla libre campo á sus estudios literarios y para gloria de Jesús mismo y de sus discípulos fué en Los doce triunfos. La intención de seguir las huellas de Dante vese tan marcada en este poema, aun más que en el Laberinto de Juan de Mena. Pero el asunto del vate cartujano dábale material más apropósito para seguir la imitación de la Divina Comedia. Aunque llena también su mente de las bellezas virgilianas, más ascético que Dante, si lo imita con frecuencia, no escogió un gentil como éste para guía, sino á san Pablo, quien le dirige y acompaña por los lugares en que los apóstoles ilustraron su vida con su elocuente palabra, con sus virtudes y aun con el martirio. Conducido siempre por san Pablo, entra en las regiones donde sufren tormento los idólatras, los nigromantes, los hechiceros y otra multitud de réprobos, partiendo de allí á la santa Jerusalén, mansión de los bienaventurados.»
Como muestra del estilo del poema, copio estas estrofas sacadas al azar del Triunfo noveno, no desemejante á todos las demás:
«Yo que lo alto del cielo miraba
bien, como hace el astrónomo sabio,
cuando resguarda por el astrolabio
lo que del polo saber deseaba,
vi que de parte del Euro botava
el gran Sagitario, con arco tirando
saeta de fuego, que pasa vibrando
los aires, y nuve que dura hallaba,
siendo la causa que crepa tronando.
Y vi que tenía de dentro patente,
el grado primero d'aqueste centauro,
al Fi de Latona con rostro de auro,
según se nos muestra contino nitente.
El gran Ofiulco, con él de presente,
con la Serpiente yo vi que salía;
y, por el contrario, cansado caía
el can á la parte de nuestro occidente,
ya que la Liebre se nos escondía.
Aqui tiene casa por la delantera
Júpiter alto por cosa preciosa;
en esta se goza y en otra reposa
poco, teniéndolo por lo trasera.
Contempla, contempla la causa primera,
me dijo mi Guía muy súbitamente;
esto perquiere la estólida gente
dando cien vueltas al polo y esfera,
que fueron criados del Omnipotente.
Miran á veces las Exaltaciones
los Trinos y Cuartos, y más los Sextiles,
y las Conjunciones con buenos oviles,
malas hallando las oposiciones,
asi que mirando las constelaciones,
y augurantes á do no conviene;
por el contrario, su punto les viene
de lo que piensan en sus corazones,
de bien ó de mal que'lefecto contiene.
Asi que, tú mira por lo que subsiste,
y deja la casa del sexto planeta;
verás otra muy más que perfeta
de uno que gloria muy grande se viste.
Basta que digas de como ya viste
subir por lo bajo de vuestro orizon,
este que dicen el sabio Chiron,
maestro d'Archiles, según más oiste
d'aquellos que fingen medio sermón.» etc.
Fray Juan de Padilla falleció antes de mediar el siglo XVI; su nombre figura con elogio en las páginas de la historia crítica de nuestra literatura, y Sevilla, que lo tuvo por hijo, deberá siempre consideración y respeto al nombre de este poeta, de quien sólo he intentado trazar un ligero apunte.
De las más antiguas fiestas de toros de que en Sevilla hay documentadas noticias, son las verificadas en el año 1405 para celebrar el natalicio del infante don Juan, hijo de don Enrique III el Doliente, infante que nació en Toro en 6 de Marzo del citado año.
Según asiento de los libros de Mayordomazgo del Archivo municipal, fecha de 20 de Mayo de 1405, se mandó al Mayordomo Juan Martín «que comprase ciertos toros para lidiar,» y el 10 de Noviembre se pagaron «á Miguel André, vecino de las Cabezas de San Juan, cuatrocientos é cinquenta maravedis que ha de aver por apreciacion que fué fecho por juramento que tomaron por un toro que traxeron aquí á Sevilla para lidiar por las alegrías que Sevilla mandó fazer por el nacimiento de nuestro señor el infante don Juan, fijo del Rey don Enrique, nuestro señor, que Dios mantenga.»
En el mismo año consta también que se abonaron el importe de otros dos toros á Antón Martín, y el de otros á Salvador Díaz, á Lope Ruiz Galego, de Alcalá, y á Juan Fernández, jurado, de la collación de San Juan.
Estas reses es probable que se lidiaran en diversos días de los festejos organizados por el natalicio del hijo del monarca castellano; y aunque son oscuras y escasísimas las noticias que de aquellas lidias existen para poderlas detallar en estos apuntes, he de consignar, sin embargo, que para las tales corridas la ciudad construyó plazas y tablados frente la Catedral y el Alcázar.
Las fiestas de toros celebradas en la capital de Andalucía fueron muchas durante la mayor parte del siglo XV, siendo de las más famosas las que en 1477 y 1478 se verificaron.
En el año primeramente citado visitaron á Sevilla los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel, permaneciendo en esta ciudad hasta después de mediar el de 1478, y en 1.º de Julio de este último, dió á luz la reina un hijo varón (el príncipe don Juan), cuyo nacimiento se celebró en la ciudad con públicos festejos, entre los cuales hubo fiestas de toros, acordando la ciudad lidiar veinte, según consta en los cuadernos sueltos de actas capitulares del Archivo municipal.
Ya anteriormente habíanse celebrado en aquel año otras corridas de toros, como sucedió el 23 de Abril, cumpleaños de la reina, corriéndose ocho cornúpetos en el Alcázar, y con la asistencia de la soberana, aunque es sabido cuánta repugnancia demostró por la lidia de reses bravas.
También el 24 de Junio del citado año de 1477, hubo corrida en la plaza de San Francisco, repitiéndose otra el día de Santiago, y costando las reses quince mil maravedís, según las cuentas que aún se conservan.
En un folleto publicado por D. José Gestoso, con el título de Los Reyes Católicos en Sevilla, en el que se insertan interesantes documentos sobre la permanencia de los monarcas castellanos en nuestra población, se leen los siguientes acuerdos, relativos á fiestas de toros del año 1478 con motivo del bautizo del Príncipe don Juan.
Mandamiento de la Ciudad á su mayordomo 23 de Diciembre de 1878: «Et otrosy vos mandamos que dedes e paquedes al dho. pedro diaz o al que por el los oviere de aver 2.520 mrs. que nos acordamos e ordenamos en el nuestro cabildo debe mandar dar de cierto gasto que por nro. mandado fiso en facer las talanqueras é barreras para los toros que se corrieron por el parto de la Reyna nra. sra. por el batiço del señor principe.» (Lib. Mayordomazgo.)
—«Libramiento de 200000 mrs. por ocho toros que se tomaron para lidiar en el Alcazar Real el dia que se batiço el muy ilustre señor principe de Castilla y dadle mas otros 596 mrs. que monto la costa que fiso facer en las barreras e talanqueras que se ficieron para lidiar los dhos toros» (1.º de Julio de 1478.)
Como la índole de estos apuntes permiten entrar en largos detalles omito el hacer mención de otros festejos á que dieron motivo la permanencia de los Reyes Católicos en Sevilla, á más de las corridas de toros, y de éstas baste con las noticias que dejo apuntadas, que ya más adelante tendré ocasión de tantas otras lidias de reses no menos famosas.
Historia particular y detallada tiene en los anales de Sevilla el alzamiento de las comunidades en tiempo del Emperador, alzamiento que no dejó de tener importancia en la provincia y que en la ciudad dió origen á sucesos como los desarrollados en Septiembre de 1520.
En el día 17 de aquel mes fué cuando D. Juan de Figueroa, cabeza de la sublevación con quien se entendieron los conspiradores, salió de la casa del Duque de Arcos, y con gente armada tomó el Alcázar, rindiendo al alcaide, que lo era don Jorge de Portugal.
Dos días después los partidarios de la poderosa casa ducal de Medina Sidonia, se alzaban contra los comuneros triunfantes, y el capitán Valencia de Benavides asaltaba el Alcázar, derrotaba á las fuerzas de Figueroa y hacía á éste prisionero después de reñido combate, donde hubo más de siete muertos y cuarenta heridos de gravedad.
Los duques de Medina, que tan abiertos partidarios del Emperador se mostraban, más bien por enemigos de la casa de Arcos, su rival, que por adictos á los flamencos, saborearon su triunfo y exigieron á las autoridades ejemplar castigo de los comuneros.
Mas como la justicia andaba entonces tan menguada, no se crea que el caballero Figueroa, brazo del alzamiento, ni los caballeros conspiradores fueron condenados, sino que vino á descargarse el peso de la ley sobre los que menos habían contribuido al acto, por ser débiles y no poderosos señores.
Así ocurrió que la justicia echó mano á un pobre hombre llamado Francisco López Quesero, hijo del pueblo, el cual había acompañado á las fuerzas de Figueroa que tomaron el Alcázar y estaba preso en la Cárcel Real, sin que por su modesta posición hubiera nadie que de él se interesara.
A López Quesero se le dió muerte en la plaza de San Francisco el 23 de Octubre de 1520, y fué su ejecución cruel y bárbara, pues murió ahogado á la vista de todo el pueblo de Sevilla, como consta en la Historia de las Comunidades.
«Lleváronlo (al reo) por las calles acostumbradas, guardado por gente de á pie y á caballo del duque de Medina Sidonia, hasta la plaza de San Francisco. Allí lo tuvieron encima del almacén del agua, á do desque hubo confesado le ahogó un hombre que alquiló el verdugo, y desnudólo é hízolo cuartos que quedaron allí hasta la mañana siguiente. E luego por la mañana pusieron la cabeza en la picota, un cuarto en la puerta del Arenal, otro en la de Minjoar y el otro en la de la Carne.»
Así pagó el infeliz López Quesero con tan cruento suplicio, mientras los caballeros quedaron salvos, siendo también poco después que él ejecutados otros cuantos obscuros hombres del pueblo, como partidarios de la comunidad en Sevilla, y que sólo habían sido en el alzamiento partes muy insignificantes.
Con el nombre de motín del Pendón Verde relatan los historiadores de Sevilla el que estalló en el barrio de la Feria el año 1521, y el cual tomó grandes proporciones y llegó á amenazar seriamente á la población, ofreciendo con él no poca semejanza, el que en el mismo barrio se promovió en 1652.
Largo espacio ocuparía relatando con todos los pormenores que se conservan aquel alzamiento popular, que tuvo por origen la gran carestía de víveres que se dejó sentir en las clases pobres, encareciéndose tanto el pan, que el hambre imperó con todos sus horrores en los barrios bajos de la ciudad y la situación de multitud de familias llegó á ser verdaderamente desesperada.
Porque hay que hacer constar que, aunque la riqueza y la opulencia de Sevilla en los siglos XVI á XVII era grande, ésta ha sido con exceso ponderada por los adoradores del pasado; que los documentos y las memorias coetáneas de aquellos tiempos prueban de manera bien clara que la abundancia, el lujo y las sobras eran sólo para el clero y para los nobles, mientras cientos y cientos de seres vivían en la mayor miseria y sufriendo todo género de privaciones, sin que sus lamentos fueran oídos, ni por nadie de los que podían, se atendiese á remediar tamaños males.
Aquel pueblo hambriento, que veía tan cerca á los poderosos arrastrando doradas carrozas, cubiertos de joyas, luciendo ricas telas y holgando siempre, mientras él gemía, alzóse formidable, con rugido de fiera, el mes de Marzo de 1521, y el día 8 se rompieron ya los diques del sufrimiento y se dispuso á ejecutar, sin que nada lo contuviese.
Así se leen en el Discurso de la Comunidad de Sevilla (1520) estas noticias, extractadas por don Joaquín Guichot en la siguiente forma:
«Un llamado Antón Sánchez, de oficio carpintero y vecino de la misma Feria, se hizo cabeza de motín; y con otros sus iguales formó una Junta, y ésta convocó, para hacer la demanda en común, á los vecinos de las collaciones de San Gil, San Martín y otras. Nombraron una comisión de veinte hombres para que fuesen en voz de todos, á ver al Asistente, y otra para que se avistase con un caballero Per-Afán, que se ofreció á conferenciar con la autoridad á fin de hallar medio de atender á la necesidad de aquellos vecinos. Entre tanto agolpábase la gente; crecía el bullicio, y echadas las campanas á vuelo, llenóse la plaza de la Feria de innumerable pueblo. Alarmado el Ayuntamiento con las noticias que le llegaban, trasladóse en cuerpo á la plaza de la Feria, donde interrogados los cabecillas de la asonada acerca de lo que pretendían, respondieron ¡trigo! á lo que contestó el Asistente, que donde lo hubiere se lo mandaría dar. No satisfechos con esta promesa, fueron tumultuariamente á buscarlo por toda la collación; y como lo encontrasen en casa del jurado Alava, de su cuñado y de un albarazado, rompieron las puertas y robaron todo el que hallaron.»
Después de esto, acudieron á unirse á los amotinados de la Feria gente de otros barrios que corrieron la ciudad enarbolando un antiguo estandarte que en tiempo de Alfonso X se había tomado á los moros en una batalla, y que custodiábase en el templo de Omnium Sanctorum, el cual estandarte era de tela verde, de donde vino á tomar aquella asonada el nombre de la del Pendón Verde.
Tenía todavía el Ayuntamiento su morada en el edificio del Corral de los Olmos, y allí acudió el pueblo en actitud amenazadora, arrojando multitud de piedras y pidiendo pan con voces estentóreas.
En esto intervino en el motín el poderoso marqués de la Algaba, que trató de pacificar los inquietos ánimos, prometiendo al pueblo que sería atendido, con lo cual se apaciguó un poco, y cuando el Asistente envió á la Feria tropas parecieron haberse calmado los ánimos, mas tuvo la imprudencia de mandar prender algunos vecinos diciendo que había de ahorcarlos, y sabido esto, el día 9 se reprodujo con caracteres más alarmantes el alboroto, como lo relata el citado extracto del Discurso de la Comunidad:
«Venida la mañana, la plebe irritada antes que intimidada, se lanzó á la calle dando desaforados gritos de venganza, y corrió en confuso tropel al palacio de los marqueses de la Algaba, pidiendo á estos señores el cumplimiento de la palabra que el día antes empeñara de alcanzar el perdón de los revoltosos. Renovósela el marqués manifestándoles que moriría ó les aseguraría; para lo cual su hijo don Luís fué á conferenciar con las autoridades. Escarmentada la plebe, no quiso fiar de nadie, mas que de sí misma, el triunfo de lo que llamaba su razón, y habiendo convocado el mayor número posible de gente al toque de campana, marchó á la carrera hacia la casa de Niebla, apoderóse de ella, armóse reciamente, sacó una bandera y piezas de artillería y fuese á dar libertad á los presos. Tales proporciones alcanzó desde este punto el motín, que alarmadas seriamente algunas personas de mucha significación en la ciudad, se ofrecieron á ser medianeros entre las autoridades y la plebe desenfrenada; extremos que no se pudieron conciliar, porque esta última se negaba á todo lo que no fuera la inmediata libertad de los presos, y el Asistente, enojado contra ellos, decía: ¡que por vida del rey, que los tenía de ahorcar! Con esto se revolvió toda la ciudad y se puso en punto de armas. Lo que las negociaciones no pudieron desatar, cortaron las armas. Los plebeyos cercaron la cárcel con mucha gente armada de espingardas, ballestas y espadas y cuatro piezas de artillería que sacaron de la casa del duque de Medina Sidonia; rompieron puertas y ventanas y dieron libertad á los presos.»
Lo copiado da idea harto exacta de aquellos sucesos, que tuvieron término al tercer día ó sea el 10 de Marzo, en que se libró una verdadera batalla en las calles, entre el pueblo hambriento y las autoridades y los nobles, cuyos resultados fueron funestos para los amotinados, pues la fuerza armada los venció y en la refriega perecieron muchos infelices de los que se habían alzado pidiendo pan.
Los poderosos, no satisfechos con su triunfo, fueron, á más, crueles y vengativos, pues mandaron ahorcar á muchos desgraciados bárbara é inhumanamente....
¡Así eran aquellos benditos tiempos y aquellas autoridades y aquella nobleza; mientras dominaban y oprimían con su poder, dejaban al pueblo hambriento perecer en la miseria, y cuando éste pedía pan le ponía cadenas y lo ahorcaba!
El nombre del famoso músico y compositor sevillano Francisco Guerrero, no es de aquellos que han quedado, ciertamente, limitados á la localidad y únicamente entre sus paisanos merece continuos elogios. Fuera de Andalucía, fuera de España se ha hablado hace mucho tiempo de los méritos de aquel hombre á quien se han dedicado frases tan entusiastas como las que escribió el crítico francés Adrián de la Foge.
Guerrero nació en Sevilla en Mayo de 1527, siendo su padre Gonzalo Sánchez Guerrero, pintor aventajado, si bien algunos biógrafos confiesan ignorar qué profesión ejercía.
De muy niño, mostró Guerrero aptitudes para la música, recibiendo las lecciones primeras de un su hermano Pedro, que parece era muy diestro en el manejo de la vihuela, y más tarde, fué discípulo del maestro Cristóbal de Morales, que de tanta fama gozó en su tiempo.
Hacia 1545 encontrábase vacante la plaza de racionero y maestro de capilla de la Catedral de Jaén, y Guerrero, que apesar de su juventud había ya terminado los estudios, se presentó á hacer oposiciones á aquel cargo, que ganó muy honrosamente, pasando á la población citada, en donde permaneció hasta el año de 1548 en que volvió á Sevilla á ver á sus padres.
Entonces el Cabildo Catedral, que ya tenia conocimiento y estimaba los méritos de Guerrero, aprovechando su estancia en Sevilla le propuso darle una plaza de cantor, que aceptó, no volviendo á Jaén por continuar en su ciudad natal.
El siguiente año de 1549, Guerrero fué invitado á concurrir á las oposiciones de Magisterio y Ración de la Catedral de Málaga, donde se presentaron seis opositores, entre los que el músico sevillano obtuvo la primera plaza.
«Preparado ya para partir á Málaga—dice un biógrafo—el cabildo, que deseaba tenerlo á toda costa y mejorar su posición, decidió que el muestro Pedro Fernández, á quien Guerrero llamaba el maestro de los maestros españoles, fuese jubilado con la mitad de la renta: que sus funciones fuesen desempeñadas por Guerrero, que recibiría la otra mitad, conservando al mismo tiempo su sueldo de cantor, y teniendo opción al Magisterio con todo su sueldo á la muerte de Fernández, que no aconteció hasta veinte y cinco años más tarde.»
En su plaza continuó Guerrero hasta 1575, siendo por esta época ya muy apreciado de todos los amantes de la música que entonces vivían en Sevilla y entre los cuales los había bien inteligentes. A más las composiciones del maestro eran ya muy numerosas, y entre ellas se contaban dos fragmentos del Miserere que había remitido á la capilla pontificia.
Deseaba desde hacía muchos años Guerrero hacer un viaje á Jerusalén, y el año 1588 se le ofreció ocasión para llevarlo á cabo. El arzobispo de Sevilla, don Rodrigo de Castro, se dispuso á pasar á Roma y llevó consigo al maestro, que de allí pensaba dirigirse á Tierra Santa.
Partió, pues, de Sevilla; mas como quiera que el arzobispo determinó detenerse en Madrid algunos meses, Guerrero, con la anuencia del prelado, salió para Italia, llegando á Génova, y luego en Venecia se dispuso dar á las prensas muchas de sus composiciones; y encargando del cuidado de esta impresión á Zarlino, se embarcó en un navío, que recorrió las costas italianas, y pasando por Dalmacia, Esclavonia, Albania y Zanthe, al fin desembarcó en Jaffa. Acompañó á Guerrero en su viaje un discípulo muy querido suyo, y al regreso después de no pocas vicisitudes, escribió un relato de la expedición que fué impreso en 1592 con el título de Viaje á Jerusalén que hizo Francisco Guerrero Racionero y maestro de capilla de la Santa Iglesia de Sevilla, obra de la que se han hecho varias ediciones.
En 1597 se cita que se publicó en Venecia una obra musical del maestro sevillano en seis tomos, y cuyo nombre es Molecta, Francisco Guerrero in Hispalensi ecclesia musicorum, etc., etc.
A las noticias hasta ahora conocidas de la vida del maestro Guerrero, puedo añadir otra que ofrece cierta curiosidad y que consta en los libros de acuerdos del Cabildo Catedral de Sevilla, noticias que galantemente me ha proporcionado el señor Gestoso.
Según se lee en los citados acuerdos, en 1566 se concedió cierta licencia á Guerrero, en 29 de Enero de 1578 se mandó que se le dieran cincuenta ducados al mes, en 1582 se hace referencia á que se encontraba en Roma, y en 1586 en cabildo de 24 de Septiembre se trató de la jubilación del famoso músico.
En 1588 se mandó que los libros que presentó el maestro Guerrero en cabildo, se encuadernasen en becerro y pasaran al Archivo, acordándose años después, en 23 de Julio de 1593, se abonasen al maestro 2.400 reales del libro de canto de órgano que había presentado.
Dos años antes de esta fecha, en 1591, á causa de las deudas que Guerrero había contraído en Roma, fué detenido en Sevilla, como así se lee en el acuerdo de 21 de Agosto, en el que para tratar del asunto, se habla del dinero «que debe de Roma, por lo que está preso y mandado llamar para ver lo que en ello se haga y se traiga relación de lo que le daban en tiempo de Farfán al maestro Guerrero, de más de media ración.»
Otro documento también me ha facilitado el señor Gestoso, que figura en su colección de autógrafos, y el cual lleva la fecha de 1569, siendo un poder otorgado por Guerrero á dos canónigos para cobrar 261 gallinas que le cupieron en dicho año de la ración de que gozaba en la iglesia Catedral.
Consagrado el artista sevillano al desempeño de su cargo y á la composición de sus obras, querido y estimado de todos y recibiendo con frecuencia no pocas pruebas de distinción de personas encumbradas, falleció en la ciudad que le vío nacer el 8 de Noviembre de 1599, si bien otros autores señalan la fecha de 1600.
Guerrero fué sepultado en la capilla de la Antigua de la Catedral, poniéndose por orden del Cabildo una muy laudatoria inscripción en su sepulcro.
Muchas son las obras musicales que dejó Guerrero, y de ella citaré las que da noticias La Foge, que son entre otras, á más de seis misas (1565), las impresas con los títulos Magníficat quatuor vocum, Il secondo libro di Messe (1584), Il primo libro di salmi á quattro, Hymnorum in Hispalensi eclesiæ tantum cani, solita, &. &.
Al pintor y literato Francisco Pacheco, amigo de Guerrero, se deben las primeras noticias biográficas que del compositor sevillano se conocen. Pacheco en su libro de los Verdaderos retratos, que lleva en la portada la fecha de 1599, escribió un caluroso elogio del maestro con noticias muy curiosas sobre su vida y de una autenticidad indudable, y á más dibujó el retrato que allí aparece y que es de los mejores ejecutados de la colección.
«Francisco Guerrero—escribe su coetáneo y amigo—fué el más diestro de su tiempo en el arte de la música; escribió de ella tanto, que considerados los años que vivió y las obras que compuso, se hallan muchos pliegos para cada día, y esto las de mano; su música es de excelente sonido y agradable trabazón; compuso muchas misas, salmos, etc.»
A más de Pacheco, elogió también al compositor hispalense, entre otros poetas, Vicente Espinel, quien dijo de él
«...que si en la ciencia es más que todos diestro,
es tan grande cantor como maestro.»
Dando todas estas opiniones á conocer que los méritos de aquel hombre no fueron ciertamente ignorados para sus coetáneos, como con otros muchos ha ocurrido, á quien la posteridad ha tenido luego que vindicar.
La música de Guerrero tiene, como dice un crítico, «devoción, gravedad y corrección», y la Catedral de Sevilla puede honrarse con haber tenido un varón de tan relevantes méritos entre los muchos que puede citar.
Eslava admiraba grandemente las composiciones del músico del siglo XVI, y de él hizo repetidos elogios siempre, habiendo investigado con fortuna sobre los pormenores de la vida del maestro á quien he dedicado un recuerdo con estos ligeros apuntes.
El número de infelices esclavos berberiscos, mulatos y negros que existían en Sevilla en los siglos XVI y XVII, era bastante considerable y apenas había familia regularmente acomodada que no tuviese á su servicio dos ó más de ellos, hombres, mujeres ó muchachos, entregados al servicio doméstico, ó bien á duros trabajos manuales, con escasa humanidad de sus amos.
La vida de aquella gente era en extremo aflictiva y como si no fuera poco lo que los dueños en ellos ejecutaban, las autoridades cuidaban muy altamente de refrenar en todo cualquiera de sus expansiones.
Curiosísimo es el bando que en 1569 hizo publicar la ciudad sobre los esclavos, confirmando una ordenanza, cuyo documento se conserva en el Archivo Municipal en la Colección de Papeles Importantes, tomo I.
Este escrito, que es un verdadero cuadro de costumbres, revela la situación de aquella clase infeliz, así como no deja de tener su pincelada que retrata una sociedad acerca de la cual tanto se ha falseado.
Dice así el bando:
«En la muy noble e muy leal ciudad de Seuilla, Viernes quatro días del mes de Nouiebre, de mil e quinientos y sesenta y nueve años, estado ayutados en las casas dl cabildo desta ciudad, según que lo han de vso y costumbre, el muy magnífico señor Doctor Juan de Lieuana, Theniente de Assistente, y algunos de los señores Regidores, e Jurados della, en el dicho Cabildo, fue vista y leyda vna ordenança fecha por los señores Fieles Executores desta ciudad, su thenor de la qual, y de lo que la ciudad en razon dello passo, y de ciertos autos de pregones que estan al pie de lo proveydo por la dicha ciudad es esto que se sigue:
Por quanto en esta ciudad ay muchos negros, y negras, y moriscos, y moriscas que son esclauos y esclauas captivas: y con las ocasiones que ay en ellas de tauernas y bodegones se entran en ellas á comer, y beuer, y se emborrachan, y hazen mal acondicionados, y soberuios, y borrachos, y hazen y cometen delitos que todo redunda en daño y perjuyzio de sus amos: por que gastan sus haziendas en librarlos de las trauesuras y delictos que hazen, y no son en prouecho para seruir: y lo que es peor, que como los dichos esclauos se hazen tan á vizios e viciosos con la ocasión de las dichas tauernas e bodegones que toman y hurtan á sus dueños dineros y ropas, hasta las mantas y aderezos de los cauallos y mulas, y lo que hallan en sus casas y aun se estienden á hazer otros hurtos, todo para comer y beuer en las tabernas y bodegones y los mismos tauerneros y bodegoneros, y sus mugeres e hijas, e personas que tiene en las tauernas y bodegones se lo compran y toman empeñado, y en prendas del dinero que dan sobre ellas, á los dichos esclauos y esclauas por el vino y comida que les da. Y como pasa esto entre los esclauos y el tauernero y bodegonero, no se pueden aueriguar los dichos hurtos: e todo ello redunda en daño y perjuycio de los señores de los dichos esclauos. Y como cosa que toca tanto al bien, y pro comun de la republica desta ciudad, e vecinos e moradores della, y de su tierra. Nos los fieles Executores desta ciudad y su tierra: con acuerdo del muy magnífico señor Licenciado Arriola, executor de la vara della. Ordenamos y mandamos que ningún tauernero, bodegonero, ni mesonero, ni ventero, ni personas que guisan y dan de comer en esta ciudad y su tierra, y jurisdicion, arrabales, ni Triana, no acojan en sus casas, tauernas, ni bodegones á los dichos esclauos ni esclauas, negros ni blancos: ni les den de comer, ni beber en ellas publica ni secretamente, pan, ni vino, ni carne ni otros mantenimientos algunos, sino lleuare cédula del amo cuyo fuere, diziendo que por andar á jornal el tal esclauo, o esclaua, no come en su casa, ni sean osados de venderles pan, ni vino, ni carne, ni pescado, ni otro mantenimiento alguno, ni compren, ni reciban dellos prendas algunas vendidas, ni empeñadas, ni para guardarselas, aunque digan que son suyas, ni les den pan, ni vino, ni bastimentos sobre ellas, sopena quel tauernero, bodegonero, guisandero, y ventero, y mesonero, o persona que tenga camas que fuere y passare contra lo contenido en esta ordenança, o contra cosa alguna, o parte della, cayga en pena de mil marauedis y diez dias de carzel por la primera vez, e por la segunda la pena doblada, y sea traydo á la verguença publicamente: e por la tercera vez le sean dados cien açotes, y sea desterrado desta ciudad y su tierra e jurisdicio por tiepo de quatro años: y que los dichos bodegoneros, tauerneros, mesoneros, ni venteros, y personas que dan camas, y guisan de comer, no se puedan escusar, ni escusen que no sabian que los dichos esclauos y esclauas eran captiuos: y que los dichos esclauos y esclauas les dixeron que erran horros. E pedimos e supplicamos al muy Ilustre Cabildo y regimieto desta ciudad que cofirmen y aprueuen estas ordenança y la apregonen publicamente. Alonso Nuñez, García de León, Diego Nuñez, don Juan de Torres Ponce de León, Joan de Almonacir escriuano...»
En la citada fecha de 1569 fué confirmado aquel acuerdo, no tardando luego en venir en años sucesivos, otras y otras órdenes, bandos y disposiciones que estrechaban más la situación de los esclavos.
Sin embargo, con ser tan penosa ésta se empeoró con el tiempo, y en el siglo XVII, la católica majestad de Felipe IV dío orden en 1637 para que, de todos los de Sevilla, se formase un registro y conforme á él fueran recogidos de casa de sus amos y se llevasen á la cárcel real, de donde pasarían luego nada menos que á remar á las galeras.
El 22 de Abril, se pregonó en nuestra ciudad esta orden del monarca, causando gran pánico en los esclavos, pues tan dura era y tan estrecha, que en el pregón entraban todos los varones, incluso los niños de pecho, y así fué que los desgraciados, al saberla, procuraron ocultarse con sus mujeres é hijos, protegidos, como era natural, por los amos.
Mandó el rey de Madrid para ejecutar la orden de aprehender á los esclavos, á un alcalde de casa y corte, llamado don Pedro Amesqueta, el cual era hombre que, abusando de los poderes de que estaba revestido, ejecutó su comisión de la manera más violenta y usando de los procedimientos más duros y arbitrarios.
A mediados de 1637 habían ya llegado á Sevilla presos multitud de esclavos de los pueblos de la provincia, los cuales fueron en 24 de Agosto embarcados y conducidos á Cádiz, donde los llevó á Levante para remar en las galeras, y otros muchos salieron de nuestra ciudad á pie, siendo conducidos á Cartagena.
Mas no quedó aquí ni con mucho el asunto, pues sabiendo Amesqueta que aún era grande en Sevilla el número de esclavos ocultos por sus amos, comenzó á echar á éstos fuertes multas para que los denunciasen, como ocurrió á una mujer de Pilas, á quien por habérsele huido una esclava le hicieron pagar 300 ducados, y al Veinticuatro Torres que tuvo que aflojar 400 y verse envuelto en un proceso.
Largo tiempo siguió la cuestión de la caza de esclavos en Sevilla, tomando cada día más grave aspecto en todo el año de 1638, y las Memorias sevillanas dan cuenta en el 1639 de esta noticia que no deja de ser interesante el reproducirla:
«El Asistente hizo notificar á los dueños de los esclavos que los entregasen para las galeras. Al principio tomaban uno de quien tenía dos: después vino otra orden y no dejaban ninguno y prendían cuantos se encontraban porque se escondieron todos. Esto fué á principios de Mayo de este año de 1639, y á 18 de él llevaron con colleras á embarcar para Sanlúcar ó el Puerto, 102 esclavos, negros, mulatos y berberiscos, con gran lástima y más de los casados, cuyas mujeres hacían mil extremos. Después se fué apretando á los dueños de los escondidos con penas de mil y dos mil ducados, que por no pagarlos fueron entregando muchos y todos los llevaron.»
Tal fué el inhumano procedimiento que aquellos piadosos varones del siglo XVII seguían con sus esclavos, á quienes tanto maltrataban y en contra de quienes encima levantaron mil calumnias, y condenaron á remar en galeras, como premio á los servicios que habían prestado.
No he de citar éstos, pero sí mencionaré el caso que registra la crónica de un esclavo que, habiendo huído, don Pedro Amesqueta prendió á su amo y le echó una fuerte multa, lo cual, sabido por el berberisco, que berberisco era, se presentó voluntariamente para que su dueño fuese puesto en libertad, acto que tanta impresión produjo, que la dura justicia de entonces se vió obligada á usar alguna vez de la clemencia y dejó libre al dueño, y al infeliz también le puso en libertad.
Hijo de Logroño han creído algunos biógrafos á este poeta sevillano, á causa de haber residido en aquel punto durante su infancia y ser su padre natural de la Rioja.
Llamóse éste Pedro Fernández Salinas, fué hombre de desahogada posición y contrajo matrimonio en Sevilla con doña María de Castro, habiendo de este enlace cuatro hijos, entre ellos á Juan de Salinas, que vino al mundo en la capital de Andalucía, el 24 de Diciembre de 1559.
Viudo el padre del futuro poeta, trasladóse á Logroño llevándose consigo á sus hijos, y Juan, en edad conveniente, comenzó sus estudios, cursando el latín y siendo enviado más tarde á Salamanca, donde estudió cánones y leyes, y donde se graduó al fin de doctor.
No veía Salinas gran porvenir para él en el estado seglar y así se decidió por el eclesiástico, haciendo un viaje á Florencia, punto en que residía un su hermano, y á Roma, donde permaneció algún tiempo, y consiguió del Papa una canongía en Segovia, que sirvió ya de sacerdote, según apuntan sus biógrafos.
Después de haber sufrido una grave enfermedad que puso en peligro su vida, y muerto su padre, Juan de Salinas se dispuso á regresar á España, permaneciendo cuatro años en Segovia y fijando al cabo su residencia en Sevilla, de donde por tan largo tiempo había faltado.
Era á la sazón arzobispo don Pedro de Castro y Quiñones, quien haciendo aprecio de los méritos del doctor Salinas y teniéndole personalmente en gran estima, le ofreció una canongía á la que éste renunció por causas que se ignoran.
Pasado algún tiempo fué nombrado visitador del arzobispado y administrador del hospital de San Cosme y San Damián, llamado de Las Bubas, cargo que el cabildo de la ciudad le concedió con general aprobación de sus individuos.
Amante de las bellas letras desde su primera juventud, había Salinas cultivado la poesía con no escaso aprovechamiento, demostrando singular facilidad para las composiciones de circunstancias en las que á veces hizo gala de no común gracejo.
Nunca se imprimieron reunidas, en vida del autor, sus composiciones; pero casi todas ellas corrían manuscritas por Sevilla, dándole no escaso renombre y haciendo que algunos de sus coetáneos les prodigasen elogios, que ciertamente pecaban de una marcada exageración.
Tuvo Salinas muy estrecha amistad con casi todos los eruditos y poetas que en Sevilla vivieron en su tiempo, mereciendo citarse á Jiménez Enciso, á Jáuregui, á don Diego Maldonado Dávila (colector después de sus composiciones) y al famoso obispo de Bona don Juan de Sal, de quien el autor que nos ocupamos habló en algunas de sus poesías.
Frecuentaba también mucho Salinas el trato de la familia del analista Ortiz de Zúñiga, de quien fué padrino de bautismo y de quien habló en una poesía, así como de su hijo don Juan Ortiz de Zúñiga.
Algunos trabajos en prosa se imprimieron de Salinas, entre los que cita Gallardo el Prólogo á las Meditaciones para cada día del año (1602) y la Dedicatoria al Sermón fúnebre de la madre Dorotea, escrito por Alonso Sanz.
En la vida de esta beata Dorotea, que se hizo célebre en Sevilla, publicada por Gabriel de Aranda, se habla en varios pasajes de Juan de Salinas, con marcado elogio, y en igual sentido se expresan otros autores que encarecen mucho su ciencia y virtudes.
Larga fué la vida del doctor Juan de Salinas, que llegó hasta edad de ochenta y tres años, falleciendo el 5 de Enero de 1642, en el citado hospital de San Cosme y San Damián, donde continuaba ejerciendo el cargo de administrador. Salinas fué enterrado por el clero de Santa Catalina en el convento de monjas de los Reyes.
Como ya consigné, don Diego Maldonado y Dávila recogió y coleccionó en un tomo las composiciones del doctor Salinas, manuscrito que poseyó Gallardo, y del que da noticias detalladas en su bibliografía.
También el marqués de Jerez tenía un volumen autógrafo de versos del autor, pudiendo ser estudiados con detenimiento sus méritos en la Biblioteca Rivadeneyra y en los dos libros que con el título de Poesías del doctor Juan de Salinas publicaron los bibliófilos andaluces en 1869.
«En sus primeros tiempos, dice don Adolfo de Castro, fué Salinas poeta de muy buen gusto literario, y en los últimos se convirtió en conceptista y en todos demostró un gran ingenio, sazonado de burlas y de gran delicadeza en la declaración de afectos amorosos.»
En efecto, la musa de Salinas no fué dada á asuntos graves y de elevación, luciendo principalmente en epigramas y composiciones ligeras, algunas de las cuales tienen títulos como estos: A un clérigo que no quiso prestar al doctor las mulas y era muy puerco. A un fraile viejo, mentiroso y falto de dientes. A una dama que fingiendo descuido enseñó las ligas al doctor, etc.
En este género de versos, que prueban el espíritu, un tanto chancero, de Salinas, es donde más lucía su ingenio, que llegó hasta componer un poema burlesco sobre los Ejercicios de San Ignacio, que fué impreso después de haber corrido por largo tiempo manuscrito con no poca aceptación.
Salinas, á semejanza de Pedro de Quirós y de otros poetas de la escuela sevillana, sus contemporáneos, no dejó ninguna obra de pretensiones ni de verdadera importancia, dedicándose á cultivar la poesía en composiciones sueltas, la mayoría breves.
Sus romances son muy estimables (véanse los que insertó D. Agustín Durán) habiendo pasado por anónimos algunos de ellos y siendo otros falsamente atribuidos á Góngora.
Tuvo el autor objeto de estos apuntes, felicísima disposición para versificar y un ingenio vario y ameno, siendo más dado á ensayarse en el género festivo que no en el grave y elevado. El conceptismo deslució un tanto el mérito de algunos de sus trabajos, pero en todos ellos aventaja con mucho á no pocos de los que en el mismo género alcanzaron cierto nombre.
En resumen: Salinas es digno de ocupar un puesto entre los buenos poetas sevillanos del siglo XVI, y con razón le tributaron elogios sus contemporáneos y no se los ha escaseado la posteridad.
El largo espacio de terreno comprendido en la orilla izquierda del Guadalquivir, desde la entrada del puente de barcas hasta la muralla que unía la torre del Oro con la de la Plata, fué llamado desde muy antiguo el Arenal.
Hasta nuestros días ha llegado una antiquísima memoria de aquel lugar, en parte del cual hizo construir don Alfonso El Sabio las Atarazanas. Hoy mismo, en uno de los muros exteriores del edificio de la Caridad, consérvase una lápida, dentro de dos fustes de mármol rojo, en la cual, en caracteres monacales, está en relieve una inscripción latina del siglo XIII, que perteneció á las Atarazanas y que traducida al castellano dice así:
«Séate conocida cosa, que esta casa y toda su fábrica hizo el sabio y claro en sangre don Alonso, rey de los españoles. Fué este movido á reservar las galeras y naves de los suyos contra las fuerzas del viento austral, resplandeciendo en arte completo lo que antes fué Arenal informe. En la era de 1290 (año 1152).»
En el siglo XVI, cuando el comercio con el Nuevo Mundo estaba para Sevilla en su mayor apogeo y las embarcaciones de todos países llegaban á nuestro puerto, era el Arenal sitio el más animado y bullicioso de la ciudad y Lope de Vega, que lo conocía, dió á una de sus comedias por título El Arenal de Sevilla, haciendo del lugar la siguiente descripción que pone en boca de doña Laura y de Urbana en la escena primera de la obra:
—¡Famoso está el Arenal!
—¿Cómo lo deja de ser?
—No tiene á mi parecer
todo el mundo vista igual.
Tanta galera y navío
mucho al Betis engrandece.
—Otra Sevilla parece
que está fundada en el río.
—Como llegan á Triana
pudieran servir de puente.
—No lo he visto con más gente.
—¿Quieres que me siente, Urbana?
—Mejor será que lleguemos
hasta la torre del Oro
y todo ese gran tesoro
que va á las Indias, veremos.
—Como cubierto se embarca,
no mueve mis pasos tardos.
¿De qué sirve el ver en fardos
tanta cifra y tanta marca?
—Notable es la confusión.
—Lo que es más razón que alabes
es ver salir de estas naves
tanta diversa nación.
Las cosas que desembarcan,
el salir y entrar en ellas
y el volver después á vellas
con otras muchas que embarcan.
Por cuchillos el francés
mercerías y Ruán,
lleva aceite; el alemán
trae lienzo, fustán, llantés;
carga vino de Alanís;
hierro trae el vizcaino
el cuartón, el tiro, el pino,
el indiano el ámbar gris,
la perla, el oro, la plata,
palo de campeche, cueros,
toda esta arena es dineros.
¡Un mundo en cifras retrata!
En la citada comedia saca á escena Lope los tipos más característicos que entonces frecuentaban el Arenal, y así se ven desfilar por el teatro, tapadas, soldados, mozos de galeras, arraeces, bravos, comerciantes, aguadores, ladrones, criados y forasteros, pudiendo considerarse esta obra del Fénix de los ingenios, á más de su mérito indiscutible, como un cuadro de costumbres sevillanas de su tiempo.
El autor acentúa más la nota en elogio de Arenal haciendo decir al Forastero en la escena IX estos versos:
Préciese de su edificio
Zaragoza enternamente;
Segovia de su gran puente,
Toledo de su artificio;
Barcelona del tesoro,
Valencia de su hermosura,
la corte de su ventura
y de sus almenas Toro;
Burgos del antigua espada
del Cid por tantos escrita,
Córdoba de su Mezquita,
y de su Alhambra, Granada;
de sus sepulcros León,
Avila del fuerte suelo,
Madrid de su hermoso cielo,
salud y buena opinión;
y de su hermoso Arenal
sólo se precia Sevilla,
que es vistosa maravilla
y una plaza universal.
Con el transcurso de los tiempos, habiéndose alzado edificios desde la Puerta de Triana al Postigo del Carbón, y construído de nuevo los Malecones, se formó entre éstos y la orilla del río una alameda en la que se plantaron cuatro filas de álamos, y que tomó el nombre de paseo del Arenal.
Lo agradable de aquel lugar, la hermosa vista que desde él se disfrutaba, y la animación que allí solía reinar por el movimiento del puerto, hicieron que el paseo fuese de los predilectos del pueblo sevillano y que disfrutara por largos años de gran boga.
En el plano de la ciudad que mandó hacer Olavide siendo Asistente de Sevilla, figura ya indicada la Alameda del Arenal, y lo mismo en el que en 1788 se publicó durante el mando de Lerena, pudiendo decirse que por entonces era aquel terreno de los más concurridos de la ciudad.
Don Leandro Fernández de Moratín, que visitó á Sevilla por entonces, así lo consigna, y otros escritores de la localidad hacen memoria en diversos trabajos de lo ameno del paseo y de la multitud que á diario lo frecuentaba.
Por los arrecifes cruzaban por las tardes lujosas carrozas y los modestos asientos de ladrillo se veían siempre ocupados por un público aristocrático que lucía sus más preciadas y ricas galas.
A la entrada del paseo se comenzó á fines del siglo XVIII á construir el monumento llamado Triunfo de la Trinidad, que se elevó á instancias de fray Diego José de Cádiz, y el cual monumento era obra de escasísimo mérito, y fué derribada hacia la mitad del pasado siglo, sin haberse llegado á terminar por completo.
No lejos del monumento, se encontraba la Cruz de la Charanga, nombre éste que también se daba á uno de los álamos, el más corpulento y que más sobresalía entre los allí plantados, y alrededor del cual se formaban aquellas tertulias de desocupados de que habla don José Somoza en sus Recuerdos y en el artículo El árbol de la Charanga, donde dice pintando lo agradable de aquel lugar: «...A la izquierda está el Paseo del Arenal, paseo siempre concurrido; á la derecha el puente de barcas y un dilatado horizonte azul, por el que se oculta el sol en su occidente por entre una multitud de palos y velachos de embarcaciones ancladas.»
Hacia 1808 se hicieron algunas reformas en el Arenal, con las que ganaron en comodidad los paseantes, habiéndose por entonces llevado á cabo varias obras en el puente allí inmediato, que cubría uno de los brazos del arroyo Tagarete.
Punto como lo era el paseo del Arenal de amplitud y gran concurrencia, cuando los días de la invasión francesa, lo escogieron las autoridades imperiales para llevar á cabo no pocos espectáculos públicos, con los que procuraban distraer al pueblo.
Allí el mariscal Soult pasó revista á las tropas, allí se quemaron vistosos castillos de fuegos artificiales; hubo cucañas, carreras á caballo por diestrísimos ginetes, conciertos de bandas militares, iluminaciones y otros regocijos.
El paseo del Arenal, cuando en 29 de Agosto de 1812 penetraron en nuestra ciudad los soldados españoles, fué teatro de sangrientas escenas y de verdaderos rasgos de heroísmo, y algunos días después se enterró á la entrada del paseo el coronel inglés Alejandro Ducan, que murió violentamente, y cuyo sepulcro fué destruido por el populacho en 1816.
Volvieron para el paseo del Arenal días de esplendidez, transcurridos aquellos años de la guerra, y en 1823, cuando Fernando VII visitó á Sevilla, este monarca paseaba con gran frecuencia en carruaje por la orilla del río, donde era objeto de no pocas manifestaciones de los absolutistas. Y se dió el caso que, saliendo una tarde el rey de los toros, á causa de haber intervenido en los desahogos de los blancos algunos constitucionales, se promovió un feroz escándalo, en el que hubo garrotazos, carreras y no pocos heridos.
Con motivo de otras visitas de reyes se ha adornado después de 1823 el paseo del Arenal, alzándose en él graciosos arcos de follajes y vistosos transparentes.
Habiendo el Asistente Arjona derribado el murallón de la Torre del Oro y edificádose el Salón de Cristina, comenzó el público elegante y aristocrático á abandonar el viejo Arenal; llevado de las novedades y atractivos que el nuevo sitio de esparcimiento y recreo le ofrecía.
Este abandono fué en aumento después de 1834, y como quiera que por las autoridades locales se olvidó por completo el adorno y cuido de aquella alameda, desaparecieron de ella los antiguos árboles que le prestaban agradable sombra, los primitivos asientos y los aguaduchos donde tan animadas tertulias se formaban.
Por los alrededores del Arenal se veía en los buenos tiempos del paseo muy variados tipos y personajes callejeros, no faltando nunca por las tardes, los chiquillos de la candela que, provistos de mecha, ofrecían lumbre á los transeúntes fumadores; los viejos que exhibían á golpe de tambor las sorprendentes vistas de la máquina óptica, los vendedores de confites, los maestros de esgrima que acudían á la palestra pública, y para que nada faltase á aquel cuadro, era frecuente ver en los Malecones ó frente á la Resolana de la Caridad ó al pie del Triunfo, algunos frailes misioneros que escogían aquellos puntos para predicar, como ocurría al célebre padre Verita.
Una nota característica ha conservado hasta nuestros días y conserva actualmente el Arenal: refiérome al mercado que allí se establece en el mes de Diciembre y que se ve tan concurrido el día de Nochebuena y los sucesivos de Pascua.
Álzanse entonces, en lo que fué frondosa alameda, puestos de juguetes y de frutas, sin que en manera alguna falten los instrumentos populares, característicos de los citados días, siendo grande el concurso que acude al Arenal á llevar á cabo las indispensables compras de pavos, nueces, castañas, turrones y todos los comestibles del ritual.
Para concluir, el Arenal en su aspecto más triste, ya que hemos recorrido á la ligera su historia, es cuando el Guadalquivir se desborda y la ciudad se ve amenazada con los peligros de las inundaciones que tantos estragos han causado en todos los tiempos. Entonces cubren las aguas el viejo paseo, y aquel lugar tan ameno y agradable presenta un cuadro imponente, cuadro que no es necesario describir, pues hartas veces lo han presenciado por desgracia los sevillanos.
El viejo Arenal lleva hoy el nombre de Paseo de Colón, nombre que se le dió en 1892, cuando las fiestas del centenario del descubrimiento de América. De su pasado, de sus días de esplendor, no queda ya más que el recuerdo.
La reforma luterana que apareció en Sevilla á mediados del siglo XVI propagóse en la ciudad de un modo rapidísimo, y tuvo infinitos adictos, personajes, en su mayoría, de posición y de talento, como lo fueron Rodrigo de Valer, el doctor Egidio, el doctor Constantino Ponce de la Fuente, el prior de San Isidro del Campo, García Arias, el padre Arellano, Ponce de León, el médico Losada, fray Casidoro de Reina, Fernando de San Juan y otros cientos, cuya enumeración sería enojosa.
De entre todos aquellos primeros protestantes, he de recordar á uno que tiene no poco relieve y á quien por su actividad y el género de propaganda á que se dedicaba, debióse singularmente la propagación de la doctrina de Lutero.
Llamábase Julián Hernández y se le conocía por Julianillo, era mozo astuto y ardientísimo partidario de la reforma, con lo cual puede suponerse el contacto frecuentísimo y estrecho en que estaba con todos los iniciados.
Bien por comisión ó bien de propia iniciación llevó Hernández á cabo una empresa que, por ser entonces en extremo arriesgada, tal vez se confió á él como más listo y astuto.
Ansiaban los protestantes sevillanos poseer escritos propagadores de la nueva doctrina, que á cientos se publicaban en Alemania y los Países Bajos; y como la posesión de los tales libros y su introducción en España era dificilísima, pensaban en mil modos para burlar á la Inquisición, que tenía puesta toda su atención en la reforma para aniquilarla.
Julianillo Hernández partió en 1556 de Sevilla y recorrió los principales focos del luteranismo, poniéndose en relaciones con los principales apóstoles del protestantismo y dirigiéndose después á Ginebra, donde residió algunos meses.
En esta ciudad adquirió ejemplares de los libros más famosos que se habían dado por los reformadores, y ya dueño de ellos, puso en práctica el ingenioso medio que discurrió para introducirlos en España y traerlos á Sevilla.
A este efecto, disfrazóse perfectamente de arriero, y previniendo dos grandes toneles, fabricados de intento, los llenó con los numerosos volúmenes adquiridos, emprendiendo su viaje de regreso.
En 1557, Julianillo Hernández llegaba á Sevilla: con su carga, había atravesado la península entera sin que ni justicia ni persona alguna sospechase que en aquellos dos toneles iban las armas más poderosas contra la religión del Estado, y que tanto efecto iban á producir.
Cuando los protestantes sevillanos tuvieron conocimiento de la llegada de Julianillo, inmediatamente acudieron con gran cautela á ocultar el cargamento, siendo repartidos los libros en el monasterio de San Isidro del Campo, en casa de don Juan Ponce de León y en la de la dama doña Isabel de Baena, ardiente protestante, en cuyo domicilio se reunían con frecuencia los luteranos.
Merced al ingenio de Julianillo, pudieron los reformadores entregarse á las lecturas que tanto deseaban, comenzando entonces el mozo á repartir volúmenes cautelosamente, siendo menos afortunado en esta empresa, pues por ello vino su perdición y la de infinidad de protestantes.
Un ejemplar del libro titulado Imagen del Antichristo, lo vío una mujer que tenía algún vago conocimiento de lo que pasaba y denunció á la Inquisición el foco protestante, cayendo el tribunal entonces rápidamente sobre el asunto, y en poco tiempo fueron encerrados en el castillo de Triana más de 800 luteranos, que no tardaron en perecer en la hoguera y en el garrote.
Sin tiempo para ponerse á salvo, cayó Julianillo también en las garras del Santo Oficio, y después de doce meses de prisión, el 22 de Diciembre de 1560 salió con el auto de fe, siendo quemado vivo en unión de 34 protestantes más, entre los que se hallaban doña Ana de Rivera, doña Francisca Ruíz, doña Francisca de Chaves, monja de Santa Isabel; María Gómez, Leonor Núñez, sus tres hijas Elvira, Teresa y Lucía; doña Catalina Sarmiento, doña María y doña Luisa Manuel, y fray Diego López, fray Barnardino Valdés, fray Domingo Churruca, fray Gaspar de Porres y fray Bernardo de San Jerónimo, de alguno de los cuales haré más adelante especial mención.
La célebre abulense doña Teresa Sánchez Cepeda, cuyos escritos místicos son tan famosos y á quien la iglesia colocó en los altares en 1622, bajo el nombre de Santa Teresa de Jesús, visitó durante su vida á Sevilla, para fundar un convento en nuestra población, permaneciendo en ésta desde el 26 de Mayo de 1575 hasta el 4 de Junio de 1576.
Llegó, pues, el citado día la madre Teresa de Jesús, acompañada de seis monjas, sus compañeras, instalándose provisionalmente en una modesta casa de la calle de las Armas, en la cual estuvieron viviendo con gran estrechez y miseria, siendo al principio socorridas por una señora llamada doña Leonor de Valera, y más tarde por el prior de la Cartuja, que influyó á favor de las religiosas con otras personas de algún valimiento.
Allí pasó la madre Teresa de Jesús algunos meses sin que pudiera, según eran sus propósitos, adelantar «gran cosa en la fundación del convento, y aunque contó con el apoyo de algunos que le fueron afectos y le auxilió mucho en sus trabajos» D. Lorenzo Sánchez Cepeda, su hermano, que á la sazón vino de Indias, costóle gran trabajo encontrar casa más espaciosa para instalarse.
Dió al fin la fundadora con un edificio en la calle de Pajería, hoy Zaragoza, y á propósito de éste escribe en una de sus cartas:
«No se pasó poco para pasarnos á ella (á la nueva casa) porque quien la tenía no la quería dejar. Los frailes franciscos, como estaban juntos, vinieron luego á requerirnos que en ninguna manera nos pasásemos é ella.»
Ya en la nueva casa, la actividad de la madre Teresa de Jesús, hizo que se habilitase lo mejor que se pudo, contando con algunos fondos y aumentándose la comunidad; pero entonces comenzaron á levantarse calumnias contra la fundadora, intimándola el padre Salazar para que no hiciese más fundaciones; y denunciándola por entonces á la Inquisición como sospechosa de herejía, ilusiones, falsa devoción y revelaciones imaginadas, una beata que había vivido en la recién fundada casa religiosa, ayudada por un clérigo de quien dice fray Diego de Yepes que era «hombre hipocondríaco, escrupuloso, ignorante y expuesto al error.»
Siguióse el proceso contra la madre Teresa de Jesús, pasando á interrogarla á su casa los inquisidores, llevando con gran ruído los jueces á caballo, notarios, alguaciles y familiares, y después de largo tiempo, la Inquisición mandó que el expediente se suspendiese, quedando, sin embargo, la fundadora obligada á presentarse ante el tribunal de Sevilla siempre que éste lo reclamase.
Estando en nuestra población la célebre hija de Avila, fué retratada por el napolitano Juan de Narduck, que había sido discípulo de Coello y que á la sazón era religioso lego conocido con el sobrenombre de fray Juan de la Miseria, conservándose hoy este retrato en el convento de carmelitas de San José, y el cual, si no es una perfecta obra de arte, es por lo menos, el más auténtico retrato que existe de la reformadora.
La casa que ésta habitó en Sevilla túvola en gran estima y de ella escribía que «no la había mejor ni mejor puesta. Paréceme que no se ha de sentir en ella el calor. El patio parece hecho de alcorza.»
En 27 de Mayo de 1576 celebróse en aquella casa una gran fiesta religiosa, á la que asistió el arzobispo, fiesta que la misma fundadora describió con muchos pormenores, y algunos días después salió de la ciudad, dirigiéndose á Castilla, donde prosiguió sus fundaciones.
Aquel edificio que la mística escritora habitó en Sevilla en la calle Pajería, fué convento hasta 1588, y el año 1882 el edificio, que se había conservado casi como estuvo en el siglo XVI, fué derribado, colocándose después en el que se levantó sobre su área, una lápida en la fachada que recuerda la fundación de la madre Teresa de Jesús y su estancia en nuestra ciudad.
El noble caballero sevillano don Juan Ponce de León, hijo de don Rodrigo, conde de Bailén, fué, como ya he indicado anteriormente, uno de los más decididos y ardientes partidarios que la reforma luterana tuvo en Sevilla en el siglo XVI, y predilecto discípulo del doctor Egidio.
Su elevada posición social, su ilustración y el importante papel que hacía en la sociedad sevillana, contribuyeron poderosamente á que su propaganda en favor del protestantismo le diera muchos resultados, logrando, durante bastante tiempo, que ni á las autoridades eclesiásticas ni á las seculares trascendiera su conducta, apesar de la actividad que éstas desplegaban para destruir y aniquilar cuanto en Sevilla tuviera sospecha siquiera de luteranismo.
Fué al fin descubierto en 1558, con otras muchas importantes personas, que pagaron con sus vidas en las hogueras, y permaneció antes largos meses preso, siendo al fin condenado por el tribunal odioso.
La sentencia dada contra Ponce de León es un documento bastante curioso, del cual existe una copia manuscrita en la Colección de Papeles del conde del Aguila del Archivo municipal, y de ella reproduciré la parte más interesante, que dice así:
«... Atentos los autos y méritos de este proceso, que dicho fiscal probó bien y cumplidamente su acusación y querella: damos y pronunciamos su intención por bien probada, y que el dicho don Juan Ponce de León no probó cosa alguna que le pudiese relevar. Por ende: debemos declarar y declaramos al dicho Juan Ponce, haber sido y ser hereje, apóstata, luterano, dogmatizador y enseñador de la dicha secta de Lutero y sus secuaces: hallándose en algunos ayuntamientos y conventículos con otras personas secretamente, á donde se trataba de la dicha maldita secta y sus errores, en grandísima ofensa de Dios Nuestro Señor y de su Santa Fe católica y Ley evangélica, y haber sido justo y disimulado confitente, y que las confesiones que hizo fueron más por reservar la vida que por salvar el alma, y por ello haber caído é incurrido en la Sentencia de Excomunión mayor, y estar ligado de ella y en todas las otras penas en que caen é incurren los tales herejes, luteranos, dogmatizadores y enseñadores de nueva secta y errores que, á título de cristianos, hacen y cometen semejantes delitos; y en confiscación y perdimiento de todos sus bienes, en los cuales le condenamos y aplicamos á la Cámara y Fisco de S. M. desde el tiempo que cometió dichos delitos á esta parte, cuya declaración en nos reservamos. Otrosí: relajamos la persona de dicho Don Juan Ponce de León á la Justicia y Brazo seglar, y especialmente al muy magnífico señor Licenciado Lope de León, Asistente por S. M. en esta ciudad y á sus lugares tenientes en el dicho oficio, á los cuales muy afectuosamente rogamos que se hagan benigna y piadosamente con el dicho don Juan, y porque el delito de la heregía es tan gravísimo que no se puede buenamente punir ni castigar en las personas que lo cometen, y las penas se extienden á sus descendientes: por ende declaramos sus hijos y nietos de dicho don Juan Ponce por línea masculina sean inhábiles para poder tener cualquier oficio público, ó de honra, ó beneficios eclesiásticos, y que no pueden usar de las otras cosas prohibidas á los hijos y nietos de los semejantes condenados así por dicho común, Leyes y Pragmáticas de estos Reinos como por institución del Santo Oficio, las cuales habemos aquí por expresadas: y por esta nuestra sentencia juzgando así lo pronunciamos y mandamos en estos escritos y por ellos.—El Obispo de Tarazona.==El Licenciado Andrés Gasco.==El Licenciado Carpio.==El Licenciado Juan Obando.»
El 24 de Septiembre de 1559 se celebró el auto de fe en que salió don Juan Ponce de León: después de relajado y entregado al brazo secular, se le dió garrote y se consumió su cuerpo en el Quemadero del prado de San Sebastián, con otros de los más señalados protestantes sevillanos.
El haber sido el pintor sevillano Juan del Castillo maestro de artistas que tanto renombre y gloria alcanzaron, como Murillo, Zurbarán, Alonso Cano y Pedro de Moya, ha hecho que su nombre sea por esto citado más que por las obras que dejó á la posteridad, dignas de elogio, ciertamente, no pocas de ellas.
Hermano de otro pintor también, Agustín del Castillo (1565-1626), nació Juan en el año de 1584, siendo desde muy joven manifiesta su inclinación por el dibujo, que aprendió bajo la dirección de Luis Fernández, en cuyos lienzos censúrase la escasa frescura y la pobreza de colorido.
Juan del Castillo pintó multitud de cuadros en su juventud, la mayoría de los cuales se han perdido hoy, y que le atrajeron general estimación, pues apartándose de las reglas que su maestro le indicara, dió un gran paso para destacar su personalidad.
Demostrando grandes condiciones para la enseñanza, á Castillo acudieron no pocos discípulos, siendo su academia la que más frutos obtuvo para el arte, de aquellas otras que tenían en sus talleres el clérigo Roelas, Herrera el Viejo y Francisco Pacheco.
A la academia de Castillo acudió cuando contaba doce años, en 1630, Bartolomé Murillo, llevado al estudio por cercano pariente, no faltando algunos autores que apunten que el luego celebérrimo artista sevillano era sobrino de su maestro.
En abril de 1611, Castillo, vecino á la sazón del Salvador, se recibió de hermano de la Doctrina Cristiana, como hombre devoto que era, habiendo noticias de que en años después hizo un viaje á Granada, donde, según Arana de Varflora, «hizo algunas pinturas y en ellas se conoce su manera de pintar, que era fresca y pastosa.»
Para el convento de Monte Sión ejecutó Castillo, de vuelta en su ciudad natal, catorce lienzos, siendo este templo el que llegó á reunir más producciones del pintor objeto de estas líneas.
En el altar mayor dejó una Asunción, La Visitación de Santa Isabel á la Virgen, La Encarnación, El Nacimiento de Jesús, La Adoración de los Reyes, los cuatro doctores de la Iglesia, San Buenaventura y un crucificado, y en otros retablos las imágenes de Santo Domingo, Santo Tomás y San Vicente Ferrer.
De estos cuadros, que permanecieron en dicho convento hasta 1810, fueron algunos, tras bastante tiempo, llevados al Museo Provincial, donde en la actualidad se encuentran, á más de dos medios puntos en tabla que representan á San José y el Niño trabajando, y la muerte del mismo santo.
Estos citados son los más notables cuadros de Juan del Castillo, y en los que pueden apreciarse por completo sus méritos y su estilo de pintura, debiendo citar aquí también otras obras como las siguientes, que conservaron varios particulares y elogió Amador de los Ríos en 1844 cuando dió á luz su libro Sevilla pintoresca.
D. Manuel López Cepero poseía una Asunción y una Sagrada Familia; don Pedro García, un lienzo de los Desposorios de la Virgen, en figuras de tamaño natural, un San Miguel y un Ángel de la Guarda, y el señor Suárez de Urbina un San Pedro y un San José con Jesús, cuadro este último de pequeñas dimensiones.
De otras pinturas de Juan del Castillo se han perdido no pocas, que fueron celebradas en su tiempo y de las cuales sólo la memoria queda.
Con su academia muy concurrida de discípulos, continuó el maestro residiendo en Sevilla hasta 1639, año en que, por motivos que ignoro, se trasladó á Cádiz, donde fijó su residencia.
Allí ejecutó también algunos lienzos, pero la vida del artista tuvo pronto término, falleciendo á mediados del año 1640, según apuntan los más autorizados biógrafos.
Las obras de Juan del Castillo han sido estudiadas por los críticos con atención é imparcialidad, diciendo uno de ellos, juzgando los méritos del artista, que apesar del estilo que en la enseñanza recibiera, «guiado por favorable inclinación, dióse á copiar el modelo vivo y á estudiar la realidad, con lo cual mejoró su arte y dictó provechosas reglas, siempre más á lo tocante al dibujo que al color, á sus discípulos.»
En la historia de la pintura sevillana indica Castillo un gran paso de adelanto, y puede decirse que dejó muy atrás á su hermano Agustín y aun á su sobrino Antonio, también artista.
Contemplando los lienzos de Juan del Castillo y viendo aquel modo de ejecutar un tanto frío y académico, viene enseguida á la memoria la enseñanza que dió á Murillo, resaltando al punto cómo éste nada conservó de su maestro, y haciéndose de un estilo propio, con el cual fundó una escuela y del que tuvo tantos fervorosos admiradores.
El lienzo de la Visitación, el del Nacimiento y los restantes que se encuentran hoy en el Museo provincial, son, como ya indiqué, las principales obras de Castillo, y aunque á ellas no dejan de poner reparos los críticos, todos reconocen los méritos que indudablemente tuvo su autor.
«No podemos llamar reaccionario en arte á Castillo—escribe Sentenach—antes bien, dejándonos arrastrar con las corrientes que se iniciaban, abandona el neo-clasicismo: pierde, inspirado por Herrera, algo de la tirante corrección greco-romana; observa la naturaleza y aunque con pocas fuerzas para elevarse á grandes alturas, desvía á sus discípulos de los senderos trillados y los encamina por el que ha de conducirlos á nuevas y encantadas regiones.»
Para terminar: el pintor sevillano no llegó á escalar la región reservada á los genios; faltóle en primer lugar hondo sentimiento y espíritu para sus obras; pero fué un artista en conjunto bien digno de elogio por su obra general, y la dulce memoria que dejó como maestro de Zurbarán, de Alonso Cano, de Murillo y de tantos otros hará siempre que su nombre viva unido al de aquellos grandes hombres y la posteridad lo respete.
La Santa Hermandad, instituída por los Reyes Católicos con el objeto de perseguir y castigar á los ladrones y malhechores, puede decirse que estaba en todo su esplendor durante el siglo XVI, siendo sus individuos muy numerosos, y como quiera que los cargos de cuadrilleros, secutores, etc., traían consigo ciertos privilegios y fueros, eran éstos muy solicitados.
Para ejercer dichos cargos hacíase requisito indispensable, á más de tener harto probada la buena conducta moral, ser persona de alguna significancia y prestigio, pertenecer á hidalga familia y no ejercer ciertos oficios ó cargos incompatibles con la justicia de que habían de investirse.
Ninguna de estas cualidades parece que tuvo en cuenta, en 1587, un zapatero que había en Sevilla, llamado Luís Sánchez, el cual era popular entre la gente de baja ralea, y valiéndose de resortes que supo hábilmente tocar y de la influencia del canónigo y arcediano don Alonso Fajardo de Villalobos, obispo titular de Esquilache, consiguió que el Provincial de la Santa Hermandad le diese el cargo de secutor, el cual era provechoso por las ganancias y gajes varios que traía consigo.
Revestido el zapatero de su autoridad, comenzó á ejercerla tan ufano y orondo; pero el hombre no contaba con la huéspeda, y ésta fué un su enemigo llamado Juan Pérez, que se propuso amargar la satisfacción del flamante secutor, presentando al cabildo de la ciudad un escrito contra Sánchez, el cual no deja de ser curioso, y que por esto y por ser inédito hasta ahora, lo copio de su original, que dice así:
«Muy ilustres señores.—Juan Pérez de esta ciudad, como uno del pueblo, y para el bien público, digo que el Provincial de la Hermandad, ha nombrado por secutor de hermandad á un hombre llamado Luis Sánchez el cual es hombre infame y es zapatero que usa dicho oficio con delantal delante de los pechos y golpeando con un box, llamando la gente y calzando zapatos á negros y blancos y limpiándoles los pies, y además de esto, sirve al obispo Esquilache en lo que le manda. Asimismo el dicho Luís Sánchez, suele cometer delitos crímenes, especialmente el susodicho estuvo preso en la cárcel real de esta ciudad por mandado del alcalde Bonifacio, por haber vendido mucha cantidad de trigo, y fué sentenciado á graves penas é destierro, que pasó la causa ante Juan de Castro, escribano. Por todo lo cual el dicho Luís Sánchez no puede ni debe ser recibido al dicho oficio de secutor, porque lo pretende para hacer cosas no debidas é cometer delitos. Por tanto, pido y suplico á vuestra señoría no sea admitido ni recibido al dicho oficio de secutor, y que vuestra señoría mande dar y dé por ninguno el dicho nombramiento, é no haber lugar de se hacer el nombramiento é en todo haga se provea lo que más convenga á su servicio, por lo cual etc. etc.—Juan Pérez.» (Archivo municipal: Varios, Antiguo.)
Esta solicitud pasó á cabildo, y habiendo tenido conocimiento de ella el zapatero, furioso de ver cuán mal quedaba su persona, buscó á su enemigo y le dió una monumental paliza, con lo que parece quedó vengado... y sin que nadie le despojase del cargo de secutor, apesar de lo de los delitos crímenes.
La más notable y acabada de cuantas puertas tuvo en lo antiguo Sevilla, fué la de Triana, cuya traza se debió, según las opiniones más autorizadas, al notable arquitecto Juan de Herrera. Fué concluída aquella puerta, verdaderamente monumental, á fines de 1588, derribándose para hacerla otra primitiva que estaba á la entrada del barrio de la Cestería.
Constaba la puerta de Triana de un solo cuerpo de arquitectura, de estilo dórico, y presentaba dos fachadas de gran elevación y magnífico aspecto. A ambos lados de sus arcos, existían cuatro colosales columnas que descansaban en sólidos pedestales y sostenían una gran cornisa, en la que se hallaba un espacioso balcón de largo barandal, rematando el monumento con un ático triangular adornado de pirámides.
Sobre el balcón existía una lápida cuya inscripción latina decía lo siguiente, según la traducción castellana de un autor, muy versado en nuestras antigüedades:
Siendo poderosísimo rey de las Españas y de muchas provincias por la parte del orbe Felipe II, el amplísimo regimiento de Sevilla juzgó deber ser adornada esta nueva puerta de Triana, puesta en nuevo sitio, favoreciendo la obra y asistiendo á su perfección don Juan Hurtado de Mendoza, conde de Orgáz, superior vigilantísimo de la misma floreciente ciudad en el año de la salud cristiana de 1588.
A un lado de esta puerta estaba uno de los husillos del río, cuya obra la conmemoraba otra lápida de pomposa y larga inscripción, colocada en 1633, siendo asistente el conde de la Corzana, y sobre el arco estaba el llamado Castillo, en el que se hallaban varias celdas, que servían de prisión á los nobles y caballeros de importancia.
Era esta puerta la más adornada en las festividades públicas; sus dos portillos laterales eran los que más tarde se cerraban, y por su arco principal entraron los monarcas Felipe V, en 1729; Carlos IV, en 1796; José I, en 1810; Fernando VII, en 1823, y la reina Isabel II, en 1862.
Cerca de la puerta se encontraba á principios del siglo XIX, en un hueco de la pared, el célebre cafetín llamado de Julio César, donde se reunía por la noche gente maleante, que tenía siempre cuentas pendientes con la justicia.
Las más importantes obras efectuadas en la puerta de Triana fueron las que se llevaron á cabo en 1787, siendo Asistente don José Ábalos. Entonces se renovaron las dos fachadas, «restituyéndose—como dice un historiador—á sus columnas la altura que correspondía, pues antes su basamento subía hasta el tercio de las columnas, quizá para afianzar en él los tablones con que se calafateaba la puerta en las ocasiones de riadas.»
Delante del monumento se extendía el espacioso llano, donde después se ha construído la calle de Reyes Católicos, y este lugar era en extremo concurrido por los desocupados y paseantes, que allí acudían á tomar el sol en invierno y á refrescarse en las noches del estío.
La puerta de Triana, que era la más inmediata para dar acceso al puente de barcas y al populoso barrio de la margen derecha del Guadalquivir, era punto de gran tránsito, y por ella se veían casi siempre grupos de viajeros, recuas de los trajinantes, coches de camino, etc., etc.
Cerca del monumento existían dos fuentes, una de las cuales se conserva todavía, aunque muy variada, y se construyó en 1816 por el Asistente don Francisco Laborda y Pleyler.
Entre muchos recuerdos históricos, que iban unidos á la puerta, mencionaré el de la muerte del conde del Aguila en 1808, el de la entrada de las tropas españolas en 1812 y el del general López Baño, que en 1823 derribó á cañonazos sus hojas para salvar á la ciudad del furor de los absolutistas.
El monumento al fin fué derribado en 1869, sin que bastara á impedir su destrucción, ni lo magnífico de la obra, ni los recuerdos que tenía.
Sabido es que la construcción de este paseo se debe al Asistente don Francisco Zapata, conde de Barajas, el cual, de un lugar tan infecto y malsano como era aquel, que se llamaba la Laguna por ser punto donde se estancaban las aguas, hizo un hermoso lugar de recreo y esparcimiento para el pueblo sevillano.
Levantado el terreno y nivelado, formadas ocho hileras de árboles hasta el prado de Belén, y construídos cómodos asientos y bellas fuentes de mármol, el conde de Barajas puso á la entrada del paseo dos magníficas columnas de granito gris, que medían 8'90 metros y uno de diámetro, las cuales es opinión general que debían pertenecer á algún templo que tuvo Sevilla en tiempo de los romanos.
Levantadas las columnas sobre pedestales, se pusieron, como remate de ellas, dos estatuas, una de Hércules y otra de Julio César, las cuales dieron nombre al paseo, que el vulgo llamó desde poco después, Alameda de Hércules.
En la actualidad se encuentran casi borradas las inscripciones que entonces se grabaron en los pedestales, y aunque ya son por algunos conocidas, creo de oportunidad copiarlas aquí.
La inscripción de Hércules dice:
«Al Hércules Augusto Emperador, César Carlos quinto, hijo del rey don Filipo, nieto del rey don Fernando, viznieto del rey don Juan, piadoso, feliz, gálico, germánico, túrcico, africano, que mucho más allá de las columnas de Hércules, dilatada su gloria por el Nuevo Mundo, terminó su imperio con el Océano, su fama con el Cielo. Al héroe sagrado, meritísimo de la República cristiana, por su eterna piedad y virtud, el Senado y pueblo de Sevilla dedicadísimo á su sagrada memoria y majestad.»
«Reinando en Castilla el católico y muy alto y poderoso rey don Felipe II, y siendo asistente de esta ciudad el ilustrísimo señor conde de Barajas, mayordomo de la reina nuestra señora: Los ilustrísimos señores, Sevilla, mandaron hacer estas fuentes y alamedas, traer el agua de la fuente del Arzobispo con industria, acuerdo y parecer del dicho señor Asistente, siendo obrero mayor, el magnífico señor Juan Díaz, Jurado, alcalde el año de MDLXXIIII.»
En la de Julio César se contiene todo esto:
«A don Francisco Zapata conde de Barajas, Asistente vigilantísimo de esta Ciudad, mayordomo del rey, y amante muy equitativo de la justicia, por haber limpiado esta antigua y abandonada laguna de las aguas inmundas de toda la ciudad, convirtiéndola en un paseo muy extenso, sembrado de frondosos árboles y regados con fuentes perennes, dando así á los ciudadanos un cielo más saludable y un viento más fresco en los ardores del estío; y por haber restituído á su antiguo origen el arroyo de las aguas del Arzobispo, interrumpido por la antigüedad y abandonado, trayendo sus aguas á varias calles de la Ciudad para grande consuelo del pueblo sediento: por haber trasladado aquí las columnas de Hércules, con un trabajo comparable á los del mismo Hércules: por haber hermoseado la Ciudad con puertas magníficamente fabricadas y por haberla gobernado con suma humanidad, el Senado y Pueblo de Sevilla le consagran este monumento en testimonio de su amor y gratitud, en el año 1598.»
«A la liberalidad del augusto Felipe segundo hijo del divino Carlos, nieto del gran Felipe, biznieto del divino Maximiliano rebiznieto del divino Federico, piadoso, fiel, máximo, católico, germánico, francisco, británico, bélgico, índico, africano, túrcico en tierra y mar, emperador invictísimo, porque con nuevos ornamentos y prerrogativas confirmados también y dadas de nuevo ilustres leyes municipales, ha aumentado y ennoblecido esta ciudad como á óptimo príncipe de esta romulense colonia restaurador amabilísimo el cabildo de los sevillanos.»
En los Libros de Caja del siglo XVI, que se guardan en el Archivo Municipal, existen multitud de asientos relativos á las obras de construcción de la Alameda, pudiendo verse allí en detalle cuán grandes sumas se invirtieron y cuánto interés puso el conde de Barajas en embellecer el paseo.
La Alameda fué durante el siglo XVII, el lugar más concurrido de Sevilla por los paseantes y sitio predilecto de damas y galanes que allí acudían á entregarse á sus amorosas expansiones, y con razón ha dicho un escritor ilustre que era aquel «el terreno de la belleza y el lujo, y el teatro del trato ameno y conciertos amorosos».
En el siglo XVIII, haciéndose necesarias algunas reformas en el antiguo paseo, las llevó á cabo en 1764 el asistente don Ramón Larumbe; el cual coronó su obra levantando al final de la Alameda dos ridículas columnas, parodia de las puestas por el conde de Barajas, las cuales remataron en dos leoncillos de piedra, al pie de los que su señoría, deseando perpetuar la memoria del trabajo, hizo grabar estas líneas, ya casi borradas hoy:
«—NO8DO—Reinando en España la católica magestad de don Carlos III, siendo asistente de esta ciudad el señor don Ramón de Larumbe del orden de Santiago, del consejo de S.M., intendente general del ejército de los cuatro reinos de Andalucía y superintendente general de rentas, se acabó la obra de la cañería de la fuente del Arzobispo en 28 de Enero de 1764 y la distribución de su agua consiste en el pilar del arzobispo, la de la fuente de Córdoba, seis pilas de esta Alameda y la de san Vicente y de gracia al convento de esta de capuchinos, hermandad de san Hermenegildo, san Basilio, Belen y san Francisco de Paula y se pone esta lápida en virtud de acuerdo del ilustre cabildo de la ciudad, habiendo sido diputado de esta obra el señor veinticuatro don Juan Alonso de Lugo y Aranda.»
«—NO8DO—Reinando etc., etc., se construyeron estas dos columnas que coronan los leones que sostienen las reales armas y las de Sevilla. Se hicieron los asientos, alcantarillas y terraplenes, levantándose los pretiles de las zanjas, se pusieron los pilares para el riego, desagüe completo de árboles de esta Alameda, todo por dirección de los señores Asistentes, siendo diputado el señor don Gregorio de Fuentes y Veralt, veinticuatro del Ilmo. Cabildo cuya obra costeó de los propios y arbitrios y se acabó el año de 1765.»
La Alameda continuó todavía durante bastante tiempo disfrutando del favor de los sevillanos, hasta que, como dice con mucho donaire el duque de Rivas en su bello artículo Los Hercules, «á la margen del Guadalquivir, ya escombrado de mercaderes y mercaderías, apareció entre la puerta de Triana y la Torre del Oro otra Alamedita (el Arenal), que aunque nació enfermiza, empezó á hacer gracias cuando niña y á llamar la atención cuando joven, hasta que desbancó ¡cosa natural! á la Alameda, ya vetusta y provecta, y le echó á cuestas nada menos (¡ánimas benditas!) el dictado de Vieja, que la desplomó.»
Por estos tiempos hacía ya muchos años que se celebraban allí las clásicas veladas de San Juan y San Pedro, que tan características notas ofrecían de nuestras fiestas populares, y las cuales renuncio á describir aquí, cómo se verificaban entonces.
En los comienzos del siglo XIX, era ya manifiesta y patente la decadencia del paseo cuyo aspecto era en verdad poco ameno y agradable, pues con gran detrimento del ornato, había abandonado su cuido el municipio.
Entre los episodios dignos de ser recordados que tuvieron lugar en la Alameda en los largos años de nuestras revueltas políticas, citaré un gran banquete que allí se celebró en 1820 á las tropas de Riego, al cual asistió el mismo general, que á la hora de los brindis leyó uno en muy medianos versos que había escrito su hermano el canónigo don Miguel del Riego.
En 1823 y el triste día 13 de Junio, en que tantos excesos cometieron las turbas absolutistas, al estallar aquella tarde el depósito de pólvora que estaba establecido en el edificio de la Inquisición, la Alameda ofreció un triste cuadro, pues en ella cayeron no pocos restos humanos de los que fueron víctimas de aquella catástrofe.
Pacífico y solitario estuvo el viejo paseo durante muchos años, hasta que hacia 1840 y 1844 empezaron á utilizarlo ciertos elementos para punto de sus reuniones y aún vive quien recuerda cómo allí se juntaban por tarde y noche numerosos grupos de exaltados que leían en voz alta El Huracán, El Guirigay y otras publicaciones hostiles al gobierno y aun á las instituciones, dando lugar aquellas lecturas, á que con frecuencia se caldearan los ánimos y tuviera que intervenir la fuerza armada, como ocurrió en diversas ocasiones.
No fué sólo entonces la Alameda teatro de escenas semejantes, pues éstas se repitieron en aquellos años de pronunciamiento y motines, llegando, como en 1861 y 1873, á tomar los sucesos verdadera importancia.
Á decir verdad, el paseo de que me voy ocupando es de los que menos reformas han sufrido de todos los de Sevilla, pues las obras que en diversas ocasiones se han llevado allí á cabo han sido, por lo general, de escasa importancia, y sólo secundarias. Después de 1850 desaparecieron las fuentes que en el centro de la Alameda existían, y hace años se trasladó al final la pila de la Plaza de San Francisco, se rodearon de sencilla verja los Hércules, se reformaron algunos asientos de la entrada, intentándose plantar un jardín en ambos lados, que no llegó á prosperar por descuido.
Si de día era la Alameda punto por lo general sosegado y tranquilo, de noche era peligroso por más de un concepto.
La falta de alumbrado y vigilancia, favorecía mucho á los pájaros de cuenta que por allí vagaban entre las sombras, siendo muy frecuente que el incauto transeunte que por necesidad atravesaba dados ya el toque de ánimas el paseo, se viera sorprendido por malhechores que lo maltrataban y despojaban de cuanto llevase encima.
A más eran aquellas tinieblas muy buscadas por Aspasias y Proserpinas de barrio, que no tenían quien las molestase, siendo los viejos árboles y los asientos, á diario, mudos testigos de escenas que puede imaginarse el lector.
Como punto de los más bajos de la ciudad la Alameda ha sido siempre de los que primero se inundan, ofreciendo aquella ancha superficie de agua un cuadro que siempre acuden á contemplar los sevillanos con cierta curiosidad.
No citaré la fecha de las muchas inundaciones del paseo, pero haré mención de la riada de 1796, en que las aguas llegaron hasta cerca de los balcones de algunas casas como indica el azulejo colocado en el edificio que hace esquina á la calle Santa Ana, y de la de 1876, en que se desbordó el Guadalquivir, causando grandes destrozos en todo el barrio de San Lorenzo y en el de la Feria.
Estas inundaciones dejan siempre al viejo paseo en estado harto deplorable, y como quiera que pocas veces se trata de acudir como corresponde á la reparación de los desperfectos ocasionados en la Alameda, ofrece á los paseantes bien pocos atractivos.
Ningún paseo como la Alameda pudiera, por su extensión y sus condiciones, transformarse en uno de los más agradables de la ciudad, levantando el terreno, variando por completo la antigua traza y formando allí amenos jardines, que serían gala y ornato de la población.
Desde hace pocos años, la Alameda se ve extraordinariamente concurrida en las tardes y noches de estío, habiéndose establecido allí gran número de puestos de agua, refrescos, helados, etc., alrededor de los cuales se instalan multitud de mesas y sillas, que se ven ocupadas por la concurrencia de trasnochadores hasta la salida de la aurora. Allí se ven durante todas las horas de las calurosas noches, alegres grupos y tertulias de ellos y ellas, y se escuchan cantos flamencos, notas de guitarras, repiqueteo de palillos, risas y vivos diálogos...
Y aquí hago punto en este ligero bosquejo que he intentado trazar de la Alameda Vieja que fundó el conde de Barajas, paseo el más antiguo de Sevilla, que es el que más larga historia tiene y por el que tantas generaciones pasadas han discurrido.
Si actualmente son tantos los niños y adolescentes abandonados, que en las capitales viven entre las mayores privaciones y miserias, puede calcularse á qué gran número llegarían éstos en los tiempos pasados, y cuán amarga y triste sería su condición en la sociedad.
De aquí nació aquella multitud de vagabundos, de muchachos maleantes que acostumbrados á viciosos hábitos, y en frecuente contacto con gente corrompida, crecían, se hacían hombres, terminando las más de las veces su existencia en la horca ó en las galeras del rey.
Sevilla, población importantísima, el siglo XVI, era centro en el que se acogía un mundo de pícaros, como los que tan admirablemente retrató Cervantes en Rinconete y Cortadillo, y alrededor de toda aquella hampa, pululaban niños y mozalbetes, de quienes nadie cuidaba y á quienes nadie procuraba apartar de tan extraviados caminos.
Con el laudable intento de protejer á la infancia desvalida y remediar los males de los adolescentes, reuniéronse unos cuantos hombres de buena voluntad, y hacia el año de 1589 formaron una hermandad con el nombre del Santo Niño Perdido, la cual, sin el apoyo de las autoridades, y sosteniéndose únicamente con el dinero de los hermanos y las limosnas que recogía, logró bien pronto prestar muy señalados servicios.
Al efecto lograron alquilar una casa modesta, en la cual reunieron camas, mantas y algunos muebles, nombrando por alcaldes de la cofradía á don Andrés de Losa y don Cristóbal Pareja; tomaron un administrador, que lo fué el clérigo don José Martín, y alquilaron para el servicio dos criados y una mujer anciana.
Dieron principio los hermanos á su buena obra, redactando los estatutos de la congregación y comenzando á llevar al recién fundado instituto á los niños que encontraban, pues según el mismo alcalde Cristóbal de Losa decía en un documento que tengo á la vista: «...cada uno de los hermanos andaban por las calles de noche, y si en algún portal ó en algún rincón hallábamos algún niño desamparado del trato humano, lo llevábamos á nuestra casa por aquella noche, dándole de cenar y regalándole, y al otro día lo llevábamos á nuestra Casa para que allí se remediase con los demás...»
Añadiendo también estos párrafos que explican la misión de los hermanos:
«Cuando veíamos alguna mujer ó hombre que andaba pidiendo limosna con muchachos se los quitábamos, y llevábamos á la casa porque no se quedasen toda la vida pordioseros y los poníamos con amos á su servicio.» «Item, que cuando sabíamos que alguna niña había quedado huérfana por haberle faltado padre ó madre y no tener de qué sustentarse, la llevábamos á Casa y así de ordinario las había en ella de seis y siete años y niños de dos á tres años y lo hacíamos lavar, limpiar y envolver, teniendo para esto una mujer anciana, honrada que lo hacía amaneciendo ellos todas las mañanas de tal suerte que era asco llegar á ellos y asi lo lababan y limpiaban y vestian camisa limpia y si la mujer no hiciere esto con caridad como lo hacia con ningun interés se le podía pagar.»
También recogían los hermanos á los mozalbetes raterillos, á los cuales tenían algunos días sujetos, procurando corregirlos, y á unos y á otros buscaban luego colocación con algún amo, ó les ponían á aprender algún oficio mecánico, llegando, como la hermandad comprobó por sus libros, á haber colocado á unos 600 muchachos durante los primeros años del instituto.
Así iba la hermandad siguiendo su obra meritoria y prestando señalados servicios, cuando un día de los comienzos de 1591 se presentó en la casa de la hermandad el veinticuatro don Juan Pérez de Guzmán y con dos ó tres alguaciles se apoderó por fuerza de cuanto allí había, llevándose cuarenta niños que á la sazón estaban recogidos y cargando con las camas, las mantas y demás menaje, así como con algún trigo, cebada, garbanzos y habas, que había sido adquirido por el administrador.
Los niños, muchos de los cuales estaban leprosos y en situación harto triste, fueron llevados por orden del veinticuatro á la Casa de la Doctrina, quedando disuelta la Asociación, y á los pocos días el alcalde Losa, se dirigió al Ayuntamiento con una enérgica solicitud clamando contra el atropello que en la benéfica Asociación se había cometido, y pidiendo que se disolvieran los niños y los objetos secuestrados.
Entonces empezaron los tratos y conferencias de los hermanos con los señores del cabildo, siguiendo Losa con sus solicitudes, en una de las cuales de 1593 decía pintando el estado en que habían quedado los muchachos vagabundos: «Andan perdidos por las calles y plazas, y yo, como persona que comenzó esta obra, le deseo remedio, porque veo andan los niños de siete y ocho años desamparados, rotos y aun encueros por los rincones y poyos de la ciudad, donde se quedan á dormir, que en este tiempo aun los muy bien arropados y abrigados lo pasan con dificultad y trabajo; y la semana de Pascua amaneció muerta de frío una mujer, y así las criaturas tienen mayor peligro.»
Poco después el cabildo nombró una comisión para que informase de si debía constituirse de nuevo la hermandad, y en este informe se leen párrafos como el que voy á copiar, bien curioso por cierto, y que prueba que en aquellos benditos tiempos de prosperidad, bienandanza y riqueza, por los que tanto suspiran los neos, la miseria revestía en las ciudades más importantes terribles caracteres.
«... La ciudad, calles y plazas, están llenas de muchachos pequeños que andan perdidos pidiendo limosna y muriéndose de hambre, y quedándose á dormir por los poyos y portales desnudos, casi encueros y expuestos á muchos peligros como se ha visto algunas veces por la experiencia, que han sucedido entre otros pícaros á quien se llegan, y otros amaneciendo muertos del hielo y así mismo se han multiplicado los ladrones porque hay infinitos muchachos que lo son, y los clérigos de San Salvador se quejan que después de que se quitó la casa de los niños hallan en la iglesia detrás de los retablos muchas bolsas de las que quitan los tales ladrones muchachos».
Esta pincelada retrata lo que era la ciudad en los tiempos prósperos en que tanto se ha decantado el bienestar y el desahogo de las clases menesterosas.
En resumen: como quiera que la comisión informó favorablemente su dictamen, suscrito por don Bartolomé Lope de Mesa, veinticuatro, y don Juan Farfán de los Godos, jurado, porque no sólo debía volverse á formar la hermandad, sino ser protegida por el Ayuntamiento, designándose caballeros del cabildo que la inspeccionasen, en sesión de 20 de Marzo de 1593 se acordó, conforme á lo propuesto, que volviera á establecerse la cofradía, la cual terminó en el siglo XVII, en que ya, sin que ningún don Juan Pérez de Guzmán la hiciera desaparecer, le cogió la reducción de hospitales que llevó á cabo el arzobispo de Sevilla.
Para lance pesado, el que le ocurrió á fines del siglo XVI en Sevilla al teniente de asistente D. Luís Sumeño de Porras. Bien merece recordarse en estos apuntes y he de hacerlo así, pues ofrece una gráfica nota de aquellos tiempos.
Al tal D. Luís tocóle para su daño hacia 1591, ser juez en una causa por la cual fué condenado un reo, el cual tenía algunos parientes y amigos que con gran ahinco trabajaron por librarle de la pena, sin que pudiera conseguirlo, pues Sumeño de Porras se mostró inflexible.
Viéndose burlados y llenos de la mayor indignación y odio hacia el juez, acordaron vengarse, y concibieron un plan que no tardaron en llevar á cabo.
A principios de 1593, el tribunal de la Inquisición recibió un largo escrito, en el cual se delataba á D. Luís como culpable del delito de herejía y judeismo, delito que había permanecido oculto é impune hasta entonces, haciéndose la delación tan en forma, tan detallada y minuciosa y con tan marcadas y expresas circunstancias, que los del Santo Oficio tomáronla por buena, y holgándose del servicio que á la religión iban á prestar, presentáronse en casa del teniente de Asistente, y con gran sorpresa suya, lo arrancaron del lado de su esposa, doña Jerónima Monardes, hija del famoso médico, y dieron con él en las cárceles del castillo de Triana.
Formóse rápidamente el proceso, con todos los requisitos de la ley inquisitorial; mas como Sumeño de Porras negábase en absoluto á confesarse autor de los crímenes que se le acusaban, fué sometido á cruel tortura en diversas ocasiones, pero, aunque nada dijo, túvosele por convicto y fué condenado á salir en auto público de fe y llevado luego al Prado de San Sebastián, en donde había de ser quemado vivo.
«Mas sucedió—escribe don José María Montero de Espinosa en su Relación histórica de la judería de Sevilla—que la víspera del día en que se había de ejecutar este espantoso y horroroso castigo venían á esta ciudad los malvados delatores con objeto de ver la dicha escena y á holgarse de su indigna venganza, y en una de las posadas de Alcalá de Guadaira estaban todos en un cuarto hablando del caso, y del auto que venían á presenciar, y unos con otros decían:—Mañana veremos arder aquel pícaro y le oiremos crujir los huesos—y además proferían otras expresiones semejantes con las cuales se jactaban y regocijaban de sus pérfidos sentimientos, y daban á entender claramente habían sido ellos los autores de aquel horrendo castigo, cuya conversación fué oida de otros pasajeros que la casualidad hizo estar en el cuarto inmediato, los que sospecharon la mucha malicia que el asunto contenía y tomando cautelosamente las señas, nombre, casa y posada donde se dirigían, vinieron aceleradamente y dieron cuenta al tribunal.»
Dudaron al principio los inquisidores, temiendo que se les escapase la presa que ya tenían tan segura, pero tantas fueron las protestas de los que afirmaban la inocencia, que los del tribunal acordaron suspender la ejecución de D. Luís Sumeño de Porras, y buscaron á los delatores, cuyas señas tenían.
Siguieron entonces largas diligencias y puesta en claro la felonía de que había sido víctima el teniente de asistente le dieron libertad al fin y al cabo, después de tenerle largos meses en las mazmorras inquisitoriales, con todas las consiguientes molestias y perjuicios.
Los falsos delatores, dicen antiguas memorias que fueron castigados, sin que se especifique el castigo, que tal vez no fuera gran cosa, pues entonces los delitos de delación eran cuestión de poca monta para los inquisidores.
Sumeño de Porras pudo al fin escapar de las garras del tribunal, ¡pero cuántos y cuántos inocentes como él perecieron en las garras del tribunal odioso, sin que nadie pudiera salvarlos!
D. Diego de Ulloa, canónigo de la catedral sevillana á fines del siglo XVI, era sobrino del cardenal arzobispo D. Rodrigo de Castro, motivo por el cual, el hombre gozaba de gran influencia y vara alta, lo que, unido á su carácter, un tantico orgulloso y con sus puntos de altanería, hacíanle hombre de trato difícil y poco agradable.
Andaba con frecuencia el señor Ulloa traspunteado con los canónigos, sus compañeros, y aun con otras personas eclesiásticas, y una de las que con quien no estaba muy á derechas por ciertos resentimientos, era con el licenciado D. Alonso Alvarez Córdoba, arcediano de Niebla, varón prudente y virtuoso, respetado y querido.
El tal arcediano, que frecuentaba mucho la basílica, acudió á ella el 21 de Diciembre de 1595 á practicar sus cuotidianas oraciones, y muy contrito y devoto se hallaba arrodillado cerca del coro, mientras se cantaban las vísperas, á las que asistían también gran número de fieles, cuando héte aquí que cruzó la nave D. Diego de Ulloa, muy orondo y llevando puesta su capa de coro.
Lo mismo fué ver el sobrino del arzobispo al arcediano Alvarez Córdoba, se fué para él y con mal talante le dirigió la palabra. Alzóse del suelo D. Alonso, y allí mismo comenzó un vivo diálogo, en el que se recordaron antiguos resentimientos, se sacaron á relucir actos por una y otra parte y empleándose palabras impropias del lugar y de las personas que las decían.
De pronto montó en cólera el canónigo Ulloa, y alzando el brazo dió una tremenda bofetada al arcediano, que súbito contestó con otra no menos contundente y sonora, y al ruído de ellas, cuantos estaban alrededor volvieron los rostros viendo con asombro y sorpresa á los dos eclesiásticos que se acometían furiosamente y luchaban como jayanes á brazo partido.
Andaba no lejos de allí un hermano de D. Diego de Ulloa, el cual también era canónigo, y al enterarse de la escena acudió en defensa de su hermano, y «viendo trabada la pendencia—dice la historia—arrebató la espada á uno de los criados que le acompañaban, y armado con ella y seguido de los otros sus criados y de los de su hermano, que desnudaron las suyas, se arrojó sobre el arcediano de Niebla, en cuyo auxilio tuvieron tiempo de llegar algunas de las personas que estaban en la iglesia, y que también espada en mano se opusieron á tan sacrílega y brutal agresión.»
A esto se había alborotado todo el templo, gritaban las mujeres, se revolvían los hombres, suspendiéronse las vísperas, y en confuso tropel salieron los canónigos del coro, llegando á oportuno tiempo, pues por la fuerza se apoderaron de D. Alonso Alvarez Córdoba, que hubiera allí mismo perecido si no lo encierran en la tribuna del órgano.
Los hermanos Ulloa y sus criados fueron obligados á salir del templo, y más tarde el señor Provisor mandó encarcelar á los primeros, siendo conducido el arcediano de Niebla á su casa, acompañado del Deán y de un canónigo para mayor seguridad.
Afortunadamente, al cabo de muchos días don Alvaro y don Diego hicieron las paces, condenándoles á una leve pena y dándoseles licencia «para ir el día de año nuevo á la procesión donde se ganan los recles (el tiempo que se permite á los prebendados estar ausentes del coro para su descanso y recreación) de todo el año», según se lee en el extracto de donde tomo las noticias de este curioso suceso.
Y por si alguno duda de su veracidad, le diré que todo él consta con más extensión y pormenores con otros casos parecidos, en un Informe secreto que el regente de la Audiencia de Sevilla elevó al monarca sobre diferencias que hubo entre el Arcediano de Niebla y un sobrino del cardenal Arzobispo de Sevilla, del cual informe existe copia, y que lleva la fecha de 27 de Febrero de 1596.
Jaime Bolen era escocés y vivía en Sevilla á fines del siglo XVI dedicado al comercio. Fué denunciado á la Inquisición como hereje de los peores, y preso en el castillo de Triana, se le formó proceso, del cual resultó que el tal Jaime no se contentaba con las herejías propias, que ya era bastante, sino que hacía propaganda de ellas, como diríamos hoy, habiendo hecho á muchos partidarios de sus opiniones.
Bolen era hombre de carácter firme, y así, como quiera que desde que cayó en las garras de los del Santo Oficio no pudo hacerse muchas ilusiones de su porvenir, se propuso dar muestras de su entereza, y ni las amenazas, ni los sermones, ni el tormento hicieron en él efecto alguno, afirmándose con jactancia reo en las herejías de que se le acusaba, por lo cual fué condenado á ser quemado vivo en el prado de San Sebastián.
Y en efecto, el día 13 de Octubre de 1596 salió en auto público de fe, con sambenito y coroza, sin que por el camino, desde las cárceles á San Pablo, y de allí al Quemadero, diese muestras de abatirse su espíritu ni hacer caso alguno de las exhortaciones que frailes é inquisidores le dirigieron repetidas veces.
Llegó á la hoguera Jaime con la misma presencia de ánimo, y llamó poderosamente la atención de la inmensa concurrencia, que el reo no hiciera movimiento alguno ni lanzara la menor queja cuando las llamas comenzaron á quemar sus carnes, y que apesar de su horrible muerte, ni su rostro se alteró ni se vieron en él muestra alguna de sufrimiento físico.
La noche de la muerte de Jaime Bolen ocurrió un caso curioso, y fué que, cuando las sombras envolvieron el Prado de San Sebastián, acudieron á él tres hombres, y misteriosamente subieron al Quemadero y recogieron las cenizas de las víctimas, que depositaron con el mayor respeto en una caja que á prevención traían, retirándose muy luego con igual cautela.
Pero alguien debió presenciar el caso ó tener conocimiento, pues seis días después, los ministros del Santo Oficio sorprendieron á los tres hombres, como así lo consigna el autor de los Sucesos de Sevilla, contemporáneo del caso.
«En viernes 18 de Octubre, día de San Lucas Evangelista—dice—prendieron á un maestro y dos marineros de un navío inglés, porque cogieron las cenizas de Jaime Bolen, escocés hereje, porque decían ellos que había muerto santo, porque no se movió ni dijo mandamiento cuando lo quemaron vivo, que fué cosa de ver.»
Los tres marineros también fueron quemados por la Inquisición, pero es fácil suponer que nadie se ocuparía en recoger sus cenizas, que ya se sabía lo caras que costaban.
Aunque las memorias sevillanas no han conservado su nombre, un coetáneo dice que era muchacha bonita y muy graciosa y despejada.
A fines del siglo XVI, esta moza estaba al servicio de unas señoras que, aun pasando por recatadas y prudentes, recibían con sospechosa intimidad á un señor canónigo, el cual debía ser persona de ancha conciencia y no muy apropósito para resistir las tentaciones, pues el enemigo llevóle á poner los ojos en la criada de las señoras, sin andarse con otros miramientos.
No debió la sirvienta ser muy sorda á las proposiciones del de los hábitos, por cuanto éste prometióle, en ciertas entrevistas, que si se ablandaba le daría cien ducados y le proporcionaría un marido que ni de perlas.
Cayó la inexperta moza en las garras del gavilán, pero apenas éste satisfizo su capricho, huyó bonitamente el cuerpo, no volviendo á cuidarse más ni de los ducados prometidos ni de la muchacha, que en vano trató de hacerle cumplir su ofrecimiento.
Viendo la infeliz que todo era inútil y que su desliz estaba á punto de hacerse público en un determinado tiempo, escapó de su casa, dejó á las señoras y luego con su crío fué á dar de moza en un mesón de los muchos que existían en la calle de la Albóndiga.
Allí estaba la burlada muchacha el año de 1597, cuando la noche del 15 de Mayo, en que se hallaba en el patio de palique con varios trajinantes y huéspedes, llamaron á la puerta con recios golpes, y abierta ésta de pronto, penetró en el mesón nada menos que el Asistente don Pedro Arias de Bobadilla, conde de Puñonrostro, seguido de sus alguaciles, que iba aquella noche, como otras, de ronda visitando las casas públicas y posadas, para limpiarlas de mala gente.
No tardó el conde en fijarse en la linda muchacha, cuyo donaire y gracejo no podía pasar inadvertido, y llamándola aparte le dijo estas mismas palabras:
—¿Qué haces tú aquí?
—Señor, estoy sirviendo de moza.
Y como viera el Asistente que contestaba con turbación, añadióle:
—Mira que soy el conde de Puñonrostro y si no me cuentas la verdad tengo que mandarte dar doscientos azotes...
Entonces ella, viéndose en peligro, contó de pé á pá al conde su historia con el canónigo, su nombre y señas, y las de las señoras á quienes servía y en dónde tenía su vivienda, sin olvidar en modo alguno de repetir lo de los doscientos ducados prometidos y pintar con negros colores la situación en que se encontraba.
El conde llamó al mesonero, y como éste confirmase la relación de la joven, se despidió el Asistente diciendo que ya tomaría providencia sobre aquel caso y se fué á seguir su ronda.
Al día siguiente y á la hora de la siesta mandó el Asistente con gran prisa llamar al canónigo á su casa, el cual montó en su mula, como era costumbre, y con sus criados fué muy orondo á ver lo que se le ofrecía á su señoría, bien ageno, por cierto, de la sorpresa que le aguardaba.
Recibió Puñonrostro con mucha cortesía y respeto al señor canónigo, hízolo pasar á sus habitaciones, y cuando ya estaban sentados frente á frente, le dijo de pronto:
—«Vuesa merced ha de saber que cierta mujer se me ha encomendado y me ha dicho cómo vuesa merced se aprovechó de ella y que le prometió no sé qué dinero para su casamiento y nunca se acordó vuesa merced de cumplir la palabra que dió.»
El canónigo quedóse al oir aquello todo confuso, pero reponiéndose comenzó á negar muy obstinadamente y tan cerrado, que el conde hubo de amostazarse y amenazarlo con dar cuenta del suceso al arzobispo y al Nuncio en Madrid.
En vista de esto, y como no había salida, contó la verdad el eclesiástico, diciendo muy serio que por olvido y no otra cosa, había dejado de aflojar los cien ducados, pero que los daría al punto en cuanto llegase á su casa.
Despidiólo el conde con la misma cortesía y le vió bajar hasta la calle; pero allí, con gran asombro, se encontró el canónigo con que los criados del Asistente, por orden de éste, le habían escondido la mula, con lo cual tomó gran agravio y subió de nuevo, quejándose al de Puñonrostro de la falta de confianza que en él se tenía. El conde le manifestó sin rodeos que mientras no diera el dinero no había de devolverle su cabalgadura, para que no fuese tan flaco de memoria; y al escuchar que el señor canónigo exponía, como razón suprema, que le era imposible atravesar á aquellas horas de la siesta las calles de Sevilla á pie y sin criados, dijo con mucha flema el conde Asistente:
—«No se le dé nada á vuesa merced ir con la siesta por amor de mí, que yo, por cierto que soy tan regalado como el que más, y ando á pie con sol y con agua, de noche y de día, y no es mucho que pase este poco de sol hasta su casa por amor á mí.»
Entonces, viendo el canónigo que no había arreglo y que el conde estaba en lo firme, se fué más que de prisa á su casa y entregó corrido y despechado los cien ducados á los criados del Asistente, el cual con toda formalidad dió la cantidad á la seducida moza.
De la certeza de este hecho atestigua un contemporáneo de él tan puntual y autorizado como D. Francisco Ariño, que lo relata en su obra Sucesos de Sevilla, cuyo manuscrito original existe en la Biblioteca Colombina y fué publicado hace años por los Bibliófilos Andaluces. Y de que el conde de Puñonrostro era capaz de hacer cosas como aquella atestiguan otras muchas que llevó á cabo durante los pocos años que gobernó la ciudad, de 1597 á 1599, y de algunas de las cuales algo diré más adelante.
De cómo veraneaban nuestros antepasados de la capital de Andalucía, curioso es decir algo, pues detalles son estos que pintan las costumbres de épocas cuyo conocimiento nunca deja de ofrecer interés. Hablaré, pues, de aquellos benditos tiempos en que nadie salía de viaje y en que la vida carecía de todas las necesidades y comodidades de hoy.
Escriben algunos autores que don Fernando el Católico solía decir: los veranos se han de tener en Sevilla y los inviernos en Burgos; y es de suponer que esto sólo lo diría, en lo que respecta á nuestra ciudad, refiriéndose á las comodidades de las antiguas casas con sus patios, sus fuentes y sus pisos bajos, porque en otro respecto no creemos que dijera ninguna gran cosa su alteza.
La vida moderna ha modificado la fisonomía de Sevilla, que ya ha perdido hace tiempo, en parte, aquel aspecto de población moruna, en donde las casas estaban construídas con toda seguridad y atención para el interior, y donde las calles estrechas y tortuosas, las lóbregas travesías y los pesados arcos prestaban frescura y sombra á los cansados transeuntes en los días caniculares.
Del verano sevillano en el siglo XVI consignó Morgado algunas noticias que no dejan de ser interesantes, y que me parece de propósito citar aquí:
«Los patios de las casas—dice—(que en casi todos los hay) tienen los suelos de ladrillo raspado. Y entre la gente más curiosa, de azulejos con sus pilares de mármol. Ponen gran cuidado en lavarlos y tenerlos siempre muy limpios, que con esto y con las velas que les ponen por alto no hay entrada de sol ni el calor del verano, mayormente por el regalo y frescura de las muchas fuentes de pie de agua de los caños de Carmona, que hay por muchas de las casas enmedio de los patios.»
Y más adelante, hablando de las costumbres veraniegas de Sevilla y de la saludable que de bañarse tenían sus habitantes, apunta el mismo Morgado las siguientes líneas:
«Usan (las mujeres) mucho los baños, como quiera que hay en Sevilla dos casas de ellos. Los unos en la collación de San Ildefonso, junto á su iglesia, y los otros en la collación de San Juan de la Palma, que han permanecido en esta ciudad desde el tiempo de los moros... No pueden entrar los hombres en estos baños entre día por ser tiempo diputado solamente para las mujeres, ni por consiguiente mujer ninguna siendo de noche, que los hombres la tienen toda por suya con la misma franqueza que las mujeres tienen el día por suyo...»
No se olvidó el autor de darnos algunos detalles de cómo estaban las casas de baños en aquellos días de 1587, en que escribía, y así añadió lo siguiente:
«A las grandes salas donde se bañan salen sus caños que corren de agua caliente y también fría. Con lo cual, y cierto ungüento que se da, refrescan y limpian sus cuerpos sin que se extrañe en Sevilla el irse á bañar unas y otras damas cuando no quieren ir disimuladas, por ser este uso en ellas de tiempo inmemorial.»
La casa de baños de San Ildefonso existió hasta 1762, época en que ya habían desaparecido las otras dos que también pertenecían á la época árabe y que estaban situadas la primera en la hoy calle de Aposentadores en San Juan de la Palma, y la segunda en el lugar que ocupa la capilla de Jesús en la calle Marqués de Tablantes, antes de los Baños.
Si los establecimientos para remojarse los sevillanos tenían, pues, verdadera importancia, no era menor la que tenían las vallas y cajones que de antiguo se colocaban en el río y los cuales constituían una de las mayores distracciones de nuestros paisanos en los meses caniculares.
De antiguo cuidaron las autoridades de la ciudad del buen orden y gobierno de estos baños del Guadalquivir, dando multitud de providencias, bandos y edictos para evitar abusos, y así en los escritos publicados por el cabildo se hacía constar que: «Aunque no es de esperar que la gente de juicio falte á unas reglas que aspiran á su propia seguridad y á que se observe el mejor orden de honestidad y decencia... como hay personas que por satisfacer sus caprichos, sus vicios ó diversiones no perdonan medio alguno, aunque sea peligroso para conseguirlo, se castigará á éstas por la más ligera contravención.»
Los cajones y vallas se situaban en los Humeros, en la Macarena y la Barqueta, al pie del puente de barcas, delante del colegio de San Telmo y en la orilla de Triana, frente al convento de los Remedios.
En el siglo XVIII y principios del XIX, estaban designadas con toda claridad las horas para remojarse los dos sexos, haciéndolo las mujeres «desde la madrugada hasta las once de la mañana, los hombres hasta el toque de oraciones, dejando los baños enteramente desocupados para que entraran las mujeres hasta las diez de la noche.»
No son pocos los autores que trataron en diferentes ocasiones de la decidida afición de los sevillanos al baño, y entre ellos recordaré que Agustín de Rojas escribía estas líneas el siglo XVII:
«—¿Y aquella limpieza de los baños?
—Esa es una de las cosas más peregrinas que tiene.
—Mujer conozco yo en Sevilla que todos los sábados por la mañana ha de ir al baño, aunque se hunda de agua el cielo.
—Por eso se dijo: la que del baño viene hace lo que quiere.
—Dicen que para cuando salen del baño acostumbran á llevar... una botella con vino que es el mejor manto para aguantar el frío.»
Si los sevillanos eran en lo antiguo dados al baño, no lo eran menos al hielo, del cual se hacía un extraordinario consumo en la ciudad, que poseía en Constantina gran número de pozos de nieve, suficientes para atender al consumo público, y á más de esto no faltaban asentistas que por su cuenta traían el hielo de otros puntos y que realizaban, por lo general, un buen negocio, como se desprende de las noticias que he recogido respecto á un tal Esteban Monparler, una Teresa Vilches y un Francisco Candor, que surtieron á Sevilla por largos años del siglo XVII y XVIII de hielo en las estaciones veraniegas.
Vendíase por los neveros á cinco cuartos la libra de nieve, y á juzgar por todos los indicios, aquellos sevillanos de antaño sentían más necesidad que los actuales del consumo del hielo, y así no solamente el vino, los refrescos y otras bebidas las helaban, sino también las frutas, las confituras y otros diversos comestibles.
Hasta el siglo XVII no se generalizó en Sevilla el uso del hielo, pues en el XVI todavía no estaba muy extendida esta afición por la nieve y las bebidas frías, como pasaba en otros puntos, y así se deduce de las palabras que el médico sevillano Nicolás Monardes consignaba en su libro sobre el uso de la nieve, publicado en 1571.
«Una cosa me maravilla mucho: que siendo esta ciudad de Sevilla una de las más insignes del mundo, en la cual siempre ha habido muchos grandes y señores y caballeros muy principales y mucha gente noble, que no haya habido nieve, etc., etc.»
Las veladas que con motivo de las festividades de determinados santos se celebraban en los diversos barrios y arrabales de la ciudad constituían una de las mejores distracciones del veraneo, siendo famosas entre otras las de San Antonio, las de San Juan y San Pedro, las de Santa Ana y Santiago, la de los Angeles, la de la Virgen de los Reyes, San Roque, San Bernardo, San Bartolomé, San Agustín y los Terceros.
Cada una de estas veladas tenía su fisonomía característica y en casi ninguna de ellas faltaba su procesión y rosario, arcos de follaje, fuegos de artificio y mucho de baile, cantos, buñuelos y dulces, sin que escaseasen tampoco las broncas y los alborotos para dar más colorido al cuadro.
La gente pacífica y grave, las personas sosegadas y de buenas costumbres, huían de estos regocijos, y así, después de la comida y después de la indispensable siesta, cuando ya el sol comenzaba á ocultarse, salían de sus casas, limitando su distracción á pasearse por el Arenal, la Alameda ó la Barqueta, donde no podía faltarles su ratito de descanso en algún puesto de agua de los más acreditados, y en el cual, por lo general, se formaba á la misma hora su poquito de tertulia.
Allí los señores consumían su vaso de horchata ó de agua con anises y sus gotas de nitro y al toque de Oraciones se retiraban con igual parsimonia y tranquilidad á sus casas hasta el día siguiente en que había de repetirse idéntico ejercicio.
Los sevillanos de antaño, que eran gente de posibles, y á quienes no bastaba el fresco de sus patios entoldados y sus habitaciones del piso bajo, solían trasladarse á muchas de las fincas ó casas de placer que había en los alrededores de la ciudad, particularmente próximas á la orilla del río, y en donde, libres de cuidados y con todo sosiego, comían, rezaban, dormían y tomaban el fresco, respirando aire libre y desembarazado, que les fortificaba el cuerpo y el espíritu.
Otros, por lo general, gente joven y alegre, tampoco dejaban de salir fuera de la población en busca de agradables brisas. Por las tardes y á las primeras horas de la noche, siempre se veían grupos de ellos y de ellas que dejando atrás las puertas de la ciudad se dirigían á los melonares.
Allí se pasaban ratos muy deliciosos, pues nunca faltaba entre raja y raja de melón su poquito de baile y cante, desatándose las lenguas y reinando la algazara y el regocijo.
En las hermosas noches de luna de Agosto, bajo un cielo estrellado, respirando el aire puro del campo, ¡qué gratas resultaban aquellas fiestas de los melonares, y qué grato el regreso con las primeras luces del día, navegando en ligeras barquillas que surcaban las aguas del río tranquilas y serenas y rizadas apenas por las brisas del amanecer...!
Casa sevillana en verano sin gazpacho, sin talla para el agua fresca, no la había, y lo mismo el rico que el pobre consumían gran cantidad del clásico plato andaluz y tenían en lugar preferente el tallero, donde las alcarrazas limpias y rezumantes conservaban el agua como la propia nieve.
Costumbres y usos del verano antiguo sevillano han desaparecido en mucho; únicamente queda el calor sofocante y abrumador, el sol de fuego que abrasa y del que protestan los que no salen á veranear, como seguramente protestarían nuestros padres y abuelos.
Con harta razón se ha escrito que el famoso pintor Luís de Vargas regeneró la escuela sevillana, pues su obra fué de las que más influyeron en el siglo XVI en sus contemporáneos, gloria que con él compartieron Flores y el célebre maese Pedro de Campaña.
En Sevilla nació Luís de Vargas hacia el año de 1506, siendo hijo de un pintor de escaso mérito llamado Juan de Vargas, cuyas obras son desconocidas. Se dice que Diego de la Barrera fué el primer maestro que tuvo el artista, quien, en un principio, se dedicó á pintar en sarga, y deseando luego encontrar más ancho campo para realizar sus aspiraciones, y para instruirse bajo la dirección de los grandes maestros del renacimiento italiano, á la edad de veintiún años partió de Sevilla.
En Roma se encontraba cuando el saqueo de la ciudad en 1527 por las tropas de Borbón, y de allí se trasladó á Pisa, volviendo después á la ciudad de los césares, en donde trabajó con verdadero entusiasmo y afán, estudiando las maravillas artísticas.
En Italia—ha escrito un autor—Luís de Vargas «se encontró con un arte exhumado, con un mundo desenterrado. Aquellos mármoles desnudos, aquellas formas tan correctas, eran un ideal que resucitaba, que se hacía necesario, porque la Edad Media había atronado la forma, había roto la proporción y este mal tenía que desaparecer.»
Trabajó de continuo y lleno del mayor entusiasmo, vivió Luís de Vargas en Italia unos 28 años, según apuntan sus biógrafos, regresando al cabo á Sevilla, donde contrajo matrimonio.
En su ciudad natal comenzó á trabajar Luís de Vargas, llamando bien pronto la atención sus obras ejecutadas al óleo y al fresco, que desde entonces tuvieron grandes apasionados é imitadores.
A Luís de Vargas acudieron no pocos jóvenes deseosos de recibir sus lecciones, teniendo discípulos tan aventajados como Diego de Concha, Lucas Valdivieso, Francisco Venegas y Luís Fernández.
Dice Pacheco en su libro de Verdaderos retratos, que al ver Luís de Vargas las obras que por entonces ejecutaba en Sevilla Pedro de Campaña, deseando perfeccionarse más en el arte, tornó á Italia, donde permaneció dos años, al cabo de los cuales volvió á su patria, dando entonces comienzo la época más fecunda de su vida en producciones artísticas.
Entonces ejecutó en el templo de San Pablo el fresco de la Virgen del Rosario (hace mucho tiempo desaparecido), el San Miguel dominando al demonio y la Virgen, que se encuentra hoy en el Museo de Louvre, y algunos retratos notables, como el de la duquesa de Alcalá y el del padre Contrera, que existe en la sacristía de los Cálices.
En 1552 fundó el mercader Francisco Baena la capilla del Nacimiento en la Catedral, pintando para el retablo Luís de Vargas ocho tablas, representando en la principal la Adoración de los pastores, y en las otras los Evangelistas, la Encarnación, la Circuncisión y la Epifanía.
Al número de veintiocho llegaron las obras que Luís de Vargas dejó á la Basílica sevillana, sobresaliendo de entre todas el cuadro llamado de la Gamba en la capilla de la Concepción.
Esta tabla, verdadera joya de arte, que representa una alegoría de la Concepción, ha sido unánimemente elogiada, y con razón dice de ella un crítico: «Lo grandioso del dibujo, la valentía de las actitudes y la riqueza del colorido superan á todo encarecimiento.» En el mismo retablo se ven, pintados también por Luís de Vargas, los apóstoles San Pedro y San Pablo, los doctores de la Iglesia y el retrato del Chantre Juan de Medina, fundador de la capilla.
Tuvo el artista de que vamos tratando singular acierto para el dibujo á lápiz, y de éstos alcanzó á ver algunos Ceán Bermúdez, y fué muy inteligente en música, tocando con habilidad y destreza el laúd.
En la sacristía de San Lorenzo existía en 1844 una Concepción de Luís de Vargas, y de su mano eran dos santos que estaban en un altar del Convento de Madre de Dios, el fresco del Juicio universal en el patio de la Misericordia y los dos cuadros del retablo de Santa María la Blanca, pintados en 1564 y representando el primero á Cristo muerto en los brazos de la Virgen, con otras figuras, y el segundo la Impresión de las llagas de San Francisco.
El cabildo catedral pagó á Luís de Vargas en 1563, 4.000 reales por la pintura hecha á «espaldas del Sagrario del Santísimo Sacramento» y otras cantidades por los adornos del monumento, trabajando en los años de 1564 y siguientes en los frescos de la Giralda, que representaban apóstoles, evangelistas y santos patronos, cuyas pinturas se encuentran hoy casi perdidas.
Treinta y seis obras, todas de verdadera importancia, llegaron á reunirse en Sevilla de Luís de Vargas, algunas de las cuales han desaparecido ó pasado á enriquecer otros museos y colecciones.
El famoso pintor murió en la ciudad que le vió nacer en 1568, dejando un hijo, de quien habla con elogio Francisco Pacheco en su ya citado libro de Retratos.
No hemos de estudiar en estos apuntes la personalidad artística de Luís de Vargas, harto juzgada por la crítica; sus obras, sin llegar al número de las de otros de sus contemporáneos, le han señalado un puesto entre los grandes pintores sevillanos, puesto que nadie le disputa ni le ha escatimado.
Verdadero reformador de la pintura, en su patria dió á conocer los encantos y bellezas del arte italiano, seduciendo con su colorido, su dibujo y el vigor de sus creaciones.
Fué Vargas de dulce trato y agudo ingenio, según sus coetáneos, los cuales encarecían sus moderadas costumbres y religiosidad, diciendo que á solas se entregaba á muy duras penitencias y largas meditaciones.
El pintor sevillano que con tanto entusiasmo, con tanta constancia y amor estudió aquel espíritu riente y aquella vida exuberante del renacimiento, no acudió sin embargo á los mitológicos asuntos, ni á los dioses del paganismo, como tantos otros, inspirando todas sus creaciones el sentimiento religioso de su tiempo, del que fué uno de los más acertados intérpretes en el pincel.
Luís de Vargas dejó un nombre ilustre y Sevilla se honra con poderlo contar entre sus más inspirados y geniales artistas.
El marqués de Tarifa de vuelta de su viaje á Jerusalén, al comenzar las obras de su palacio, llamado vulgarmente casa de Pilato, estableció un Vía-Crucis que, partiendo del edificio, terminaba en el monumento de la Cruz del Campo, que en el siglo XV alzó el Asistente don Diego de Merlo.
Esta vía sacra fué famosa en Sevilla por las multitudes que la recorrían durante los siglos XVI y XVII, y durante los viernes de Cuaresma, la Semana Santa y los días 3 de Mayo, 16 de Julio y 14 de Septiembre, en que se hacían fiestas á la Cruz, en todo el largo trayecto que media desde la puerta de la casa de Pilato al templete de la Cruz del Campo, y que es á algo más de 997 metros, se veían transitar procesiones, hermandades, penitentes y numeroso pueblo.
La primera cruz de la vía sacra era de mármol y aún se conserva en la fachada del palacio; las otras seguían por la calle de San Esteban, continuando á distancia conveniente, alzadas entre las filas de álamos que se veían paralelos al antiguo acueducto conocido por Caños de Carmona.
Los días de recorrer la estación, acudían allí gran número de frailes franciscanos, que eran como los encargados de regular la procesión, y el cordón de gente serpenteaba á lo largo del camino, produciéndose más de una vez bullicio y alborotos, que turbaban la grave seriedad del piadoso ejercicio.
Cubiertos los rostros y vestidos con túnicas blancas ó negras, iban muchos penitentes, llevando á hombros pesadas cruces; otros, desnudas las espaldas, se iban azotando con la mayor furia que era de ver: estos, traían grillos ó esposas á las manos; aquellos se iban dando martirio con un cilicio; y como quiera que hombres y mujeres iban rezando en voz alta y entonando fúnebres salmodias, el cuadro presentaba en conjunto un aspecto lúgubre y sombrío, de lo más característico de aquellos tiempos.
Como los devotos sueltos iban también á veces hermandades, que conducían imágenes sobre andas, y éstas hacían la estación con gran parsimonia, regresando á la ciudad, casi siempre, después de cerrada la noche.
A esto debiéronse no pocos escándalos y abusos, que sabido es que el Diablo no duerme, y así sucedía con frecuencia que el regreso de los penitentes por aquellos campos, alumbrados sólo por las hachas de cera, era á veces tumultuoso y poco edificante, por manera que Luzbel se complacía en tentar á la multitud que con tan piadoso fin recorría aquellos lugares.
En más de una ocasión las autoridades eclesiásticas y civiles tuvieron que intervenir en tales procesiones de penitencia, á las que hubo pícaros que acudían con fines no muy santos, aprovechándose de lo encubierto de los rostros, la mezcla de sexos, y las obscuridades de las noches.
A mediados del siglo XVIII esta procesión de Vía-Crucis comenzó á decaer de visible manera por muchas y diversas causas, desapareciendo luego muchas de las cruces que se alzaban en el camino en 1816, y otras posteriormente, cuando ya estaba por completo en desuso la práctica de recorrer esta famosa Vía-sacra.
Las procesiones de penitencia á la Cruz del Campo, nota gráfica de la España de los siglos XVI y XVII, merecían ser descritas muy al pormenor, ya que el pincel de un artista lo trasladó al lienzo en un curioso é interesante cuadro que conservaba en su palacio de San Telmo el duque de Montpensier.
La actividad desplegada por el tribunal de la Fe, en Sevilla, en el siglo XVI, excede á cuanto pueda decirse, siendo continuas las prisiones, los tormentos y los autos, en los que casi á diario salían innumerables víctimas acusadas de herejía luterana, de molinistas, de judaizantes, de hechiceros, iluminados, etc. etc.
Las cárceles del castillo de Triana estaban repletas de infelices presos que aguardaban la muerte más ó menos próxima, siendo muchas también las mujeres que allí gemían en los lóbregos calabozos, y las cuales, sin consideración alguna y contra todo sentimiento de humanidad, eran tratadas cruelmente por los negros carceleros.
De la situación de aquellas desgraciadas, muchas de las cuales tenían consigo á sus hijos, de cierta edad y de pecho algunos, da idea un curiosísimo documento inédito hasta ahora, prueba irrecusable de lo que era el tribunal de la fe.
Este documento, que lleva la fecha de 1569, es un dato, prueba de las piadosas costumbres de entonces; es con toda su sencillez un grito de dolor de aquellas desventuradas mujeres, á las que no sólo se privaba de libertad, sino de alimento y de lo más necesario para la vida.
El escrito va dirigido al Cabildo de la ciudad y dice así:
«Ilustrísimo señor: Las que estamos en penitencia, presas en esta cárcel perpetua del Santo Oficio de la Inquisición, besamos las manos de vuestra señoría ilustrísima, y á ella humildemente suplicamos; diciendo que nosotras somos pobres mujeres y padecemos muchas necesidades, y por ser nuestra miseria y pobreza tanta, no podemos mercar trigo, si no es en el Pósito, para sustentarnos. Suplicamos por amor de Dios Nuestro Señor, nos mande vuestra señoría dar dicho trigo del Pósito, con nuestro dinero, y de esta manera podremos sustentar nuestras vidas y hijos, y para esto al real oficio y á la clemencia de vuestra señoría ilustrísima imploramos para que se nos haga esta merced y limosna.—Las mujeres presas y reclusas en esta cárcel perpetua en penitencia.»—(Archivo Municipal, Escribanías de Cabildo).
Tristes reflexiones se desprenden de la lectura de este documento, al cual cuantos comentarios pudieran hacerse resultarían pálidos.
Algunas de aquellas infelices mujeres fueron ejecutadas poco días después, en 1573, donde salieron en auto público 70 penitenciadas en el mes de Enero y en 25 de Noviembre 60 reconciliadas, y siendo 20 quemadas.
Durante los siglos XVI y XVII la pena de muerte en Sevilla se practicaba con tanta frecuencia que como dice muy bien don Aureliano Fernández Guerra, apenas había semana en que no se llevasen á cabo una ó más ejecuciones.
El pueblo acudía á presenciar estos actos con gran alboroto y como cosa corriente era el salir á ver los ahorcados, cuyos restos eran luego llevados á la mesa del rey en Tablada, y á fin de año sus huesos se enterraban con cierta solemnidad en el templo de San Miguel.
Las memorias sevillanas y las notas recogidas por diligentes curiosos, consignan entre las muchas ejecuciones algunas que por la calidad de los reos, los delitos que cometieron y otras diversas circunstancias salieron de lo corriente y llamaron poderosamente la atención.
Tal ocurre con algunos que voy á recordar y que bien merece recogerse en estos apuntes sevillanos.
Cuatro frailes ahorcados no es caso que suele darse con frecuencia; por esto merece citarse la fecha del 26 de Julio de 1536, en que el pueblo hispalense presenció tal suceso.
Fray Alonso de Badajoz, prior del convento de San Agustín; fray Andrés de la Cruz, fray Rodrigo de Rocha, prior de Córdoba, y fray José Piloto, doctor en teología, reuniéronse en el día 22 de Julio de 1536, y se dirigieron en busca del Provincial de la orden agustina, fray Juan de las Casas.
Habían los cuatro religiosos fraguado un terrible plan contra el citado Provincial, y, sorprendiéndolo en una de las celdas del citado convento, le dieron muerte, sin que se pusiera en claro, apesar de las diversas opiniones, el motivo del crimen.
Huyeron los autores de él, procurando ocultarse; mas descubiertos y presos en la misma Sevilla, se les degradó públicamente y fueron después colgados de la horca de Buenavista, ante inmensa muchedumbre.
Los cuatro frailes criminales fueron recogidos luego por los agustinos, que depositaron sus cadáveres en las bóvedas de una capilla de la iglesia, conservándose el enterramiento hasta los últimos tiempos en que el templo estuvo abierto al público.
Otra muy comentada ejecución, fué la de don Pedro Vallecillo, y que se llevó á cabo en Marzo de 1554.
Era don Pedro un presbítero natural de Ecija, que vivía en Sevilla y hombre de no muy buenos instintos y peores mañas, cuyo fin fué al cabo lamentable.
Tenía el mal clérigo, entre otros grandes vicios, el del robo, y aunque cometió algunos en pequeño, en el mes de Marzo de 1552 acechó á cuatro hombres que dormían la siesta, y armado de una daga les dió muerte, despojándolos de cuanto dinero y objetos llevaban consigo.
Al poco tiempo fué preso, y en el manuscrito de Efemérides sevillanas, de donde tomo esta noticia, se lee:
«Al cabo de veintiún meses de prisión en el castillo de Triana, lo degollaron y dieron garrote en el mármol de la Cuadra, y pasadas dos horas lo enterraron en el Sagrario, acompañándole más de quinientos clérigos y muchos religiosos de todas órdenes, y un grande acompañamiento del cuerpo.»
Persona principal y de noble linaje fué la que subió al patíbulo en 24 de Enero de 1580.
Llamábase don Fernando de Saavedra, y estaba emparentado con muchas familias de alta posición social.
Este don Fernando tenía una cuñada, mujer que había sido de don Sancho Ponce, la cual gozaba de un mayorazgo que excitó en mal hora la codicia de Saavedra. Y llegó á tanto su mal pensamiento, que mandó matar á doña María, su cuñada, pagando á los asesinos y tomando él parte material en el delito.
Como persona noble que era don Fernando Saavedra, fué degollado con una espada y su cadáver estuvo expuesto en el tablado hasta la tarde en que se le dió enterramiento.
Horrible fué otro crimen cometido por un berberisco y su manceba en la persona del marido de ésta, pero el castigo no lo fué menos. Las Efemérides sevillanas que figuran en la colección de papeles del conde del Aguila relatan con breve concisión el caso, expresándose de este modo:
«En 9 de Marzo de 1788 atenacearon y dieron garrote é hicieron cuartos á un berberisco, y pusieron la mano en la esquina del Baño de la Palma y quemaron en la chamiza, á la morisca bañera, porque ella y él (que estaban amancebados) mataron al marido y lo echaron á cocer, porque no hediese, en el caldero en que se calienta el agua; y unas mujeres, queriendo por una ventanilla sacar una poca de agua caliente, lo vieron muerto.»
Por último, para terminar, citaré estas dos ejecuciones que ocurrieron entrado ya el siglo XVII, en que tantas hubo, á alguna de las cuales, más adelante dedicaré especial lugar.
D. Diego de Ulloa de la Chica, presbítero y fraile carmelita que vivía ya en Sevilla en 1590, fué expulsado de la orden por su mala conducta, en la que, lejos de enmendarse, se aferró más y más, llegando hasta el punto de que, impulsado por el robo, asesinó en 1622 á un vecino del Arquillo Las Roelas, llamado don Juan González, el cual era sacerdote y capellán de la parroquia de San Lorenzo.
Tuvo por cómplice en su crimen á un corchete llamado Andrés, del que no sólo se sirvió para asesinar al capellán, sino á otro hermano suyo que con él vivía.
Ulloa de la Chica fué degradado públicamente por el obispo auxiliar don Juan de la Sal, y el día 20 de Mayo de 1623, fué arrastrado, ahorcándole frente al citado arquillo de Roelas, en unión del corchete Andrés, «á quien se le cortó la cabeza y la mano derecha, que se pusieron por algunos días en un árbol de la vecina Alameda.»
En 1633 y el día 15 de Julio ahorcaron y cortaron la mano derecha á un joven hijo del carnicero de los Abades, mozo de vida licenciosa y aficionado á lo ajeno y que, para su mal, cometió un sacrílego robo que produjo gran escándalo.
El erudito don Diego Ignacio de Góngora consigna el caso brevemente en un manuscrito, y de él se viene en conocimiento de que el hijo del carnicero, favorecido por las sombras de la noche, penetró en la iglesia de San Roque con los más perversos instintos.
Ya en el templo, dirigióse á uno de los altares, y cogió una custodia, que era de plata y de gran mérito, dejando la Sagrada Forma sobre la mesa del altar, y huyendo luego, sin ser visto de quienes pudieran capturarlo.
Al día siguiente, cuando fué conocido el robo, promovióse gran alboroto en el barrio, poniéndose en aquel punto en movimiento la justicia, la cual tuvo la suerte de dar, de allí á pocos días, con el ladrón sacrílego, que, encerrado en la Cárcel Real, fué condenado á muerte muy luego.
La custodia se rescató con gran contento de los feligreses, los cuales costearon después una solemne función religiosa de desagravios.
El ladrón no fué solo á cometer su delito, sino que tuvo dos cómplices, como así lo consigna Góngora, el cual dice:
«Ayudóle en el sacrílego robo un clérigo, que había sido fraile, y una mozuela. A ésta diéronla, el mismo día de la ejecución del reo, doscientos azotes. El clérigo huyó, con que no lo prendieron.»
Los paseos y jardines públicos de Sevilla no dejan de ofrecer materia abundante para ocuparse de ellos, por su historia, su importancia local, las transformaciones que han tenido y los sucesos más ó menos interesantes que en ellos se han desarrollado. Tal ocurre, por ejemplo, con el paseo llamado del Salvador.
Dice Cervantes en Rinconete y Cortadillo: «Avisólos su adalid (el asturiano) de los puestos donde habrían de acudir: por la mañana á la carnicería y á la plaza de San Salvador...» y más adelante, añade: «Todas estas liciones tomaron bien de memoria, y otro día bien de mañana se plantaron en la plaza de San Salvador.»
Esta era entonces centro de gran movimiento y tránsito y mercado de la fruta, que por estar enclavado en barrio tan céntrico y rico é inmediata á otros puntos de venta como los del pan y las pescaderías, acudía gran concurrencia á ella y atronaban de continuo toda la collación los gritos y el vocerío de vendedores esportilleros, mozos, criados, justicias, etc. etc.
En aquellos tiempos se alzaban en la plaza dos cruces, una de piedra y otra de hierro, y desde 1574, el hospital de San Juan de Dios, que aún existe, y la colegial del Salvador, cuyo edificio se comenzó á reedificar en 1671.
La plaza del Salvador era teatro con frecuencia, en el siglo XVII, de muy variadas escenas; allí se celebraron más de una vez fiestas de toros y cañas, para solaz de los canónigos de la Colegiata, y á las que acudía siempre el pueblo con gran regocijo y alboroto.
Desapareció el mercado de fruta en los años de la invasión francesa, y entonces se construyó el paseo, habiéndose, hacia 1816, edificado la capilla que existe en las gradas del templo del Salvador, y á la cual trasladóse la imagen de la Virgen del Carmen, que estuvo hasta entonces en un retablo de la calle de las Sierpes, según escriben veraces autores.
El paseo se construyó con regular elevación, subiendo á él por convenientes escalinatas, plantándose en él árboles y colocándose asientos de piedra, tal y conforme aparece en láminas de la época, como la que figura en el libro de Alvarez Miranda, Glorias de Sevilla.
Desde poco después de 1817, comenzó á celebrarse en esta plaza una velada á la Virgen del Carmen, la cual tuvo años de no poco esplendor, viéndose entonces adornada la capilla con vasos de colores y con banderas y arcos el paseo, alrededor del cual se instalaban puestos de avellanas, de turrones, de garbanzos y de los célebres alfajores que vendían las serranas de enaguas rayadas, chaquetas de paño y sombreros de castor.
De estas veladas aún queda hoy algo, si bien de nota incolora, sin aquel sabor característico, pues ya no se ven allí ni los majos decidores, ni las majas desenvueltas, ni todos aquellos tipos sevillanos que con tanta exactitud retrataba don José Bécquer en sus acuarelas y lienzos.
La solemnidad del Corpus era también de gran resonancia para la plaza del Salvador, como lo sigue siendo hoy, y desde antiguo se entolda gran parte de ella para el tránsito de la procesión y se coloca en la puerta del Salvador la imagen de la Virgen de las Aguas, que compartió su fama popular con la de los Reyes, y sobre la que corren, como sabido es de todos, las más peregrinas tradiciones.
Días del año en que ofrece gran animación el paseo que es objeto de estas líneas, son los de Semana Santa, pues por el recinto cruzan casi todas las cofradías que hacen estación á la Catedral, y es de ver en aquellas tardes y noches y en la madrugada del Viernes Santo, el aspecto del Salvador (como los sevillanos le dicen) donde se apiña la multitud bulliciosa y poco devotamente, desarrollándose escenas que no es cosa de detenerse en describir ni enumerar siquiera.
Las noches de estío, esas noches de Julio y Agosto en Sevilla, en que el calor es sofocante, acude un público bastante numeroso al paseo del Salvador en busca de alguna agradable brisa; allí se pasa las horas tranquilamente el desocupado, viendo á los corros de niños que juegan, á la gente joven que pasea, á los viejos que dormitan ó á los que toman sorbetes y refrescos en los puestos de agua, siendo aquel, campo muy aproposito para conquistas de niñeras y criadas de servicio que incautamente creen en las promesas de chicucos domingueros y militares sin graduación.
Diversas modificaciones ha sufrido el paseo del Salvador desde que estaba elevado y tenía sus escalinatas por los años de 1840, desapareciendo el alto hacia 1860, y, motivado por recientes sucesos, desaparecieron aquellos asientos de piedra que desde tiempo primitivo tuvo, sustituyéndose por los de hierro que tiene en la actualidad y que invitan al descanso al transeunte.
Para concluir, diremos que el paseo del Salvador sería susceptible hoy de algunas mejoras importantes, que contribuirían á su embellecimiento y comodidad, para llevar á cabo las cuales, sería necesario efectuar el derribo de algunos edificios, con lo que ganaría, ensanchándose, lugar tan céntrico y concurrido como lo es aquél y tan predilecto de muchos sevillanos.
Pertenece el licenciado Roelas al número de aquellos grandes pintores que florecieron en Sevilla en los siglos XVI y XVII, y que tanta honra dieron á su patria y tan apreciables obras legaron á la posteridad.
Como ocurre con otros artistas y escritores de aquellas centurias, no son muchas las noticias biográficas que de Roelas se conservan, y después de las que apuntaron Arana de Varflora y Ceán Bermúdez, aparte de algunos documentos sueltos, no se han podido ampliar gran cosa, ni han sido por cierto muchos los datos encontrados que dieran luz sobre la vida de aquel famoso maestro, pudiéndose sólo, como lo hago, reunir algunos detalles desperdigados en otros textos.
Nació en la capital de Andalucía hacia 1560, y se dedicó de muy joven á los estudios, obteniendo el grado de licenciado, y más tarde se ordenó de sacerdote, por lo que vulgarmente es conocido por el clérigo Roelas.
Sin embargo, la verdadera profesión de aquel sevillano había de quedar olvidada, por ser lo que, empezando en él como mera afición, vino con el tiempo á darle legítimo renombre.
Inclinado desde mozo al dibujo, estudió éste en su patria, siendo discípulo de Antonio Arfián, ignorándose en qué fecha, y con el deseo de perfeccionarse en el arte, abandonó España.
Roelas trasladóse á Italia y allí estudió, especialmente, las obras de Ticiano, haciendo verdaderos y notables progresos, que se pusieron bien de manifiesto en cuantas obras llevó entonces á cabo.
Regresó después de algunos años á Sevilla, donde ya pintaban no pocos famosos artistas, y en 1603 obtuvo una prebenda en la capilla de Olivares, pueblo de la provincia, y capilla que más tarde fué elevada á colegiata, pintando allí, entre otros lienzos, dos cuadros muy notables con asuntos de la vida de la Virgen, y en 1606 otros dos para el convento de Santa Isabel, de Sevilla.
En 1607 contaba ya Roelas con no pocos discípulos que se apresuraron á recibir sus lecciones, viéndose siempre muy concurrida su academia, de la cual salieron, andando el tiempo, pintores como Juan de Uceda Castroverde, Varela y el gran Zurbarán.
Pintó Roelas en 1609 el cuadro de Santiago que existe en la capilla de la Catedral, donde llegaron á reunirse hasta ocho lienzos suyos, entre los que se citan con elogio el retablo de la capilla de los Jácomes, hoy muy restaurado.
Para el convento de la Encarnación y el de san Agustín, pintó cinco grandes cuadros y nueve para la Merced, pero casi todas estas obras son hoy desconocidas y habían desaparecido ya de dichos templos muchas en 1844.
Encontrábase Roelas en Madrid en 1616, y allí no pudo conseguir como deseaba la plaza de pintor de cámara de Felipe III, que se dió á Bartolomé Gómez, pero ejecutó diversas obras para el palacio real, que ya no existen, pintando por aquellos años el cuadro de Moisés que hoy se ve en el Museo del Prado, los que estaban en la Merced Calzada y una Concepción que en 1800 existía en la Academia de San Fernando.
En Madrid y Sevilla residió el clérigo Roelas indistintamente largas temporadas, ejecutando para su patria obras como la Muerte de san Isidoro que existe en el altar mayor de dicho templo, el San Pedro libertado de la prisión que se encuentra en la capilla de la iglesia del mismo nombre, el Martirio de santa Lucía de la iglesia dedicada á esta santa, y el Martirio de san Andrés que estuvo en la capilla de los Flamencos en santo Tomás y hoy se admira en el Museo provincial, donde se guardan además una Santa Ana con la Virgen, un San Ignacio y una Concepción.
Nueve cuadros existían en el Hospital del Cardenal hechos por Roelas, (tales como el de la Muerte de San Hermenegildo y varios martirios de frailes) y uno en el Hospital de los Viejos que desapareció el siglo XVIII, sustituyéndose por otro lienzo de pésima ejecución y oscura mano.
En 1624 fué Roelas nombrado canónigo de la colegiata de Olivares, á cuyo punto se trasladó en definitiva el artista, que ya en distintas épocas había allí residido.
Tranquilo y sosegado y sin dejar el cultivo del arte, continuó Roelas en Olivares, donde falleció en 23 de Abril de 1625, siendo enterrado en aquel pueblo.
El licenciado Juan de las Roelas es uno de los grandes maestros sevillanos que á tan alto lugar llevaron la pintura de nuestra patria.
Notabilísimo dibujante fué aquel hombre y así lo demostró en todas sus obras, donde á más se admira un bellísimo colorido, que pone bien de manifiesto la influencia que en el artista ejerció la escuela veneciana, cuando la estudió detenidamente durante su permanencia en Italia.
Muchos son los cuadros que se han perdido del clérigo Roelas, pues en Sevilla llegaron á reunirse en diversos templos hasta cuarenta y siete grandes pinturas de este artista, siendo no pocas de ellas las que pasaron á poder de particulares, y por desgracia salieron después de nuestra ciudad y de la península.
Aún existen no pocas de verdadera importancia para admiración de los inteligentes, y entre ellas merecen especial mención las que se encuentran en el templo de la Universidad, de la Sacra Familia; El Nacimiento y la Adoración de los Reyes, en Santa Isabel; el Bautista y Evangelista, en San Lorenzo; la Virgen del Rosario, en Santa Ana (que fué restaurado muy torpemente); El martirio de san Andrés, en el Museo, el San Pedro y el Santiago ya citados; el de varios santos en San Juan de la Palma, y otros que dan bien acabadas pruebas del indiscutible mérito de su autor.
Con razón dice de él un crítico que «fué gran artista y produjo muchas y muy grandiosas obras, todas ellas de superior mérito». No entraré á detenerme en ellas, particularmente, pero sí diré que cuantos críticos, propios y extraños, se han ocupado de las obras de este autor, están conformes en tributarle los mayores elogios.
Pacheco, Ceán Bermúez, Arana de Varflora, Pons, Madrazo, Gestoso, etc., etc., que analizaron con detenimiento las creaciones del clérigo-pintor, han hecho justicia á sus méritos, que fueron reconocidos por sus coetáneos.
Hay en las obras de Roelas, á más del conocimiento profundo del dibujo, un acertadísimo buen gusto para la composición de las figuras, siendo de los artistas de su tiempo uno de los que con más exactitud copiaron de la realidad, tan falseada por algunos con verdadero propósito.
Roelas, trasladando al lienzo el modelo tal cual lo veían sus ojos, no dejó por eso de imprimir un verdadero sentimiento de gran artista á sus creaciones, en las que han podido estudiar muchos la belleza de lo real sin acudir á lo mentido y artificioso.
En cuanto al hombre, dejó gratísima memoria por sus bellas prendas; «la piedad—dice Arana—formó el carácter de Roelas, y esta virtud le hizo dar muchas limosnas y no desdeñarse de hacer pinturas gratuitamente cuando algunos pobres se las pedían.»
Dejó un nombre ilustre como artista y un nombre honrado como hombre: ¿qué mejor elogio puede hacerse del pintor sevillano?
Los vecinos del barrio de la Feria presenciaron en Diciembre de 1574 un espectáculo que les entretuvo bastante y fué objeto de los más sabrosos y varios comentarios.
A la puerta de la iglesia de Omnium Sanctorum se colocaron, de orden de la justicia, dos altas escaleras de mano; y en cada una de ellas pusieron á dos jóvenes y no mal parecidas mujeres, siendo también curioso el que una de las tales estaba vestida en traje masculino con gregüescos y calzas.
Antes de exponer á las dos mozas á la pública vergüenza, fueron paseadas por la ciudad montadas en dos pollinos, desnudas las espaldas y los pechos y seguidas del verdugo, que propinó á cada una cien azotes, con arreglo á la sentencia que se les había impuesto.
Permanecieron encaramadas en la escalera un día entero las dos hembras, siendo la causa de aquel castigo el hecho siguiente:
Una de las mujeres tenía grandes ansias por cobrar un dote de 100 ducados que le correspondía si se casaba, mas ella no demostraba ninguna afición al casamiento, y sí muy grande al dinero y á una su íntima amiga, con la cual convino un ingenioso plan que, al ser malogrado, la puso en aquella triste situación.
Trató con la amiga que se disfrazase con traje de varón, el cual no debía sentarle mal, y que, como tal varón, la galanteara y pidiera en casamiento, llevando las cosas tan adelante que, con la complicidad de un sujeto de la curia eclesiástica, comenzaron á sacar los papeles para ir al altar, recibir las bendiciones y cobrar los apetecidos ducados.
En estos pasos estaban, cuando la superchería fué descubierta y condenadas más tarde... ¡Los 100 ducados del dote se convirtieron en 100 azotes y en pasar la vergüenza de la exhibición, si es que las dos mozas la tenían!
Uno de los más temidos valentones que á fines del siglo XVI había en Sevilla, donde tantos se encontraban, era Gonzalo Xeniz, cuya vida aventurera y ladronesca pudiera ser objeto de un libro.
Hablan de este mozo de chapa algunos autores contemporáneos, y la fama de sus fechorías ha llegado hasta nosotros, presentándolo como tipo acabado de aquellos bravucones que tan admirablemente pintaba Cervantes en Rinconete y Cortadillo, Quevedo en el Buscón y Cristóbal de Chaves en La cárcel de Sevilla.
Huyendo de las garras de la justicia andaba el ínclito Xeniz en 1595, cuando el 26 de Julio acudió á un ventorrillo de la Puerta de la Barqueta, en el cual se juntaron gran número de rufianes y mujeres de vida airada á divertirse alegremente, como gente de ancha conciencia que era.
Allí estaba toda la taifa picaresca, comiendo, bebiendo, cantando y entregándose á desahogos no muy honestos, cuando fué cercado el ventorrillo por gran número de alguaciles que llevaban á la cabeza nada menos que al Asistente de Sevilla, don Pedro Carrillo de Mendoza, conde de Priego.
Enterados los valentones de lo que pasaba, salieron armados á defenderse, trabándose entonces una formal batalla en la cual Gonzalo Xeniz, que hizo varios disparos con un pistolete, logró escaparse, dejando burlados á los que ansiaban cogerlo.
Pero si aquella vez estuvo afortunado, no lo estuvo en otro encuentro que al poco tiempo tuvo, y fué preso, mandándosele á la galera de Málaga como cabo de escuadra, de donde volvió en Agosto de 1596, siendo entonces puesto en libertad porque al mozo no le faltaban amigos.
Mas apenas se vió en la calle, reanudó sus fechorías, por lo cual el conde de Priego mandó prenderle de nuevo. Y hé aquí que el 4 de Octubre del citado año, Xeniz, viéndose en el apurado trance de que iba á ser capturado por los alguaciles que le habían sorprendido en unión del Asistente, disparó contra éste un pistoletazo, que por gran casualidad no acabó con la vida del conde.
Y aquí tuvo término la existencia del valentón, pues el 17 de Octubre de 1596 fué ahorcado en la Plaza de San Francisco, y su cadáver, hecho cuartos, se puso en el lugar del ventorrillo de la Puerta de la Barqueta, como consigna Ariño en los Sucesos de Sevilla.
Digno émulo de Gonzalo Xeniz fué otro matón coetáneo suyo y el cual compartió con él las hazañosas empresas, viniendo á la postre á tener también desgraciado fin poco tiempo antes que el intrépido compañero.
Juan García, llamado también El Bravo de las Galeras, era un mozo fiero y atrevido, soldado y terror de los vecinos de Triana en 1593.
Continuas pendencias, alborotos y escándalos promovía el bravucón y sus amigos, y en uno de aquellos lances acudió en mal hora á poner paz un corchete llamado Gordillo, que ya era bien conocido de García, el cual fué lo mismo verle que arremeterle armado de una daga.
Con ella le infirió multitud de heridas, y dejándole ya muerto, huyó á esconderse en alguno de los rincones de Triana, donde tenía gentes que por miedo le favorecían.
Al poco tiempo un alcalde de corte y un alguacil acudieron á Triana con objeto de capturar al bravo, empresa que era más difícil de lo que ellos creían.
Era esto el día 2 de Julio del citado año de 1593, y con motivo de la captura se produjo en Triana un verdadero motín, que las crónicas sevillanas registran y que apunta Ariño en su libro de Sucesos.
Como quiera que la fuerza dispuesta para prender al bravucón era insuficiente, hubo que reclamarla mayor, llegando el caso á tener que dar el toque de rebato en la iglesia de Santa Ana, á fin de que acudiera gente que auxiliara á la justicia.
Con ella fué tropa y hasta el marqués de Peñafiel tuvo que intervenir con su autoridad personalmente, llegando á tomar tales proporciones el escándalo, que puso en alarma á Triana y á Sevilla entera: tal fué la heróica defensa que de su persona hizo el valentón.
Fué preso al cabo, y al siguiente día, 3 de Julio, le ahorcaron en la orilla del río, quedando con aquella ejecución en tranquilidad muchos vecinos de Triana, que durante largo tiempo anduvieron siempre amenazados con los desmanes y excesos de furor del Bravo de las Galeras, cuyo recuerdo duró largo tiempo entre la gente de su laya que tanto abundaba en Sevilla en los siglos XVI y XVII.
El señor don Fernando Arias de Bobadilla, conde de Puñonrostro, fué Asistente de la capital de Andalucía y se hizo célebre, como ya dije, por los actos que cometió y por sus justicias, que tenía singular manera de ejecutarlas.
Cuéntanse de él infinitas cosas que son dignas, por cierto, de ser recordadas, y como su autoridad era poderosa y su carácter en extremo duro, llegó á ser el terror de la gente de los barrios, en particular de los comerciantes y vendedores de artículos de primera necesidad.
El año 1597, en que tomó posesión de su cargo el conde, mandó pregonar un bando, por el cual se condenaba en la pena de doscientos azotes á los que vendiesen los artículos á más precio que el señalado ya de antemano; y como quiera que el cumplimiento de la orden no fué guardado ni mucho menos como debiera, el conde empezó á llevar á cabo los castigos con extraño rigor y sin que por un momento dejase pasar la más leve falta.
Diariamente salían por las calles de la ciudad comerciantes montados en burros, recibiendo los golpes de la penca, y panaderos, hortelanos, pescaderos, carniceros, etc., etc., veíanse á cada momento sorprendidos por la visita del conde en persona, que era implacable en sus resoluciones.
Llegó en éstas á la barbarie, pues como no tenía nadie que le pusiese coto y en Madrid se le habían confirmado plenos poderes para ejercer como juez absoluto, se despachaba á su gusto de una manera brutal y cruel.
Tal sucedió con una pobre mujer, que fué víctima de su señoría, y por un delito harto insignificante para la pena que sufrió.
La tal mujer tenía por las mañanas su puesto de frutas en el barrio de la Feria, y para su desgracia el día 6 de Mayo de 1597, sorprendióla el conde vendiendo ciruelas y cerezas á más alto precio que el señalado.
Al punto la mandó prender y aquella misma tarde fué azotada públicamente, llevando colgadas al cuello, para mayor vergüenza, las frutas, pero tan tremendos resultaron los golpes que sobre la infeliz cayeron, que enfermó de gravedad y el día 9 del mismo mes de Mayo espiró la infeliz, según consigna el diario de Ariño.
El mismo autor añade: «Seis días después á otra mujer, porque vendía pepinos á más de la postura, la pasearon por las calles con los pepinos al pescuezo y le dieron doscientos azotes.»
Como estos dos, pudiera citar infinidad de casos que prueban la manera con que Puñonrostro hacía justicia, y lo que era en el siglo XVI un Asistente de Sevilla.
Las obras del pintor Francisco de Herrera, á quien generalmente se conoce por Herrera El Viejo, para diferenciarlo de su hijo, del mismo nombre y también artista, son universalmente celebradas, y el título de su autor es de los que gozan en justicia un puesto de preferencia entre los antiguos pintores sevillanos.
Por otra parte, es Herrera una persona digna de estudio; en su vida hay diversos incidentes que merecen ser recordados; y aunque estos apuntes no permiten gran extensión, he de procurar condensar cuanto sea necesario para dar á conocer al artista sevillano.
Nació éste, según se cree, en 1576, y fué su maestro en el arte Luís Fernández, que lo fué también de Pacheco, quien á la par de Herrera aprendió el dibujo y las primeras lecciones de pintura.
Herrera comenzó de joven á llamar la atención de las personas inteligentes de Sevilla con sus lienzos, y se dice que los primeros que presentó al público fueron los cuatro que figuran en el altar mayor de la iglesia de San Martín, representando pasajes de la vida de este santo.
Instruído también en el grabado en cobre, ejecutó no pocos trabajos por este procedimiento, mereciendo citarse la portada del libro publicado en Sevilla en 1610 por Estupiñán y en el que se relatan las fiestas llevadas á cabo para la beatificación de san Ignacio.
Por entonces tenía taller abierto Herrera y contaba con frecuentes encargos, habiendo hacia 1613 acudido á recibir sus lecciones don Diego Velázquez de Silva, que á la sazón contaba catorce años, pero que pronto tuvo que separarse de tal maestro, dicen, por la violencia de su carácter, poco apropósito para dedicarse á la enseñanza.
De este natural poco sufrido, huraño y dado á la cólera, vinieron no pocos disgustos y sinsabores á Herrera, quien con frecuencia se veía solo y sin que ninguno de los muchos jóvenes aventajados que entonces había en Sevilla, quisiese acudir á su casa. «He oído muchas veces—dice Ceán—decirlo á pintores viejos de Sevilla: que cuando no tenía Herrera discípulos y esto era muy frecuente, mandaba á su criada bosquejase los lienzos, y antes que se secasen los colores formaba él con una brocha las figuras y ropajes.»
Por los años á que me voy refiriendo pintó Herrera para san Agustín la Asunción y Coronación de la Virgen; para san Antonio dos Apóstoles; para la ermita de la Encarnación en Triana, siete cuadros con pasajes de la vida de la Virgen, obras todas que se han perdido, y el Triunfo de san Hermenegildo, que estaba en el altar mayor de dicho templo y que hoy se conserva en el Museo provincial.
Hacia 1619 fué acusado Herrera de monedero falso, y como quiera que el artista considerábase perdido y próximo á caer en las garras de la justicia, huyó á buscar asilo en el convento de san Hermenegildo.
Allí estaba cuando en 1623 visitó Sevilla Felipe IV, y se cuenta por tradición que habiendo admirado mucho el rey el citado cuadro, que es de gran tamaño, y en el que aparece el santo con san Leandro y san Isidoro, preguntó quién lo había ejecutado. Presentáronle entonces á Herrera, diciéndole cuál era su situación y los motivos por que se le perseguía. El monarca le dejó libre, diciéndole que quien sabía ejecutar obras como aquella, no había menester el oro ni la plata.
Vuelto Herrera á su casa, continuó trabajando, pero siempre apartado del trato de las gentes, siempre solitario y siempre mal humorado.
Una nube negra pesaba sobre el alma del artista, de quien, no pudiendo resistirlo ni aun los miembros de su familia, una su hermana, que con él vivía, se apartó para entrar en un convento. Más tarde, su hijo Francisco le robó mil pesos que tenía ahorrados y se huyó á Italia, donde siguió aprendiendo la pintura, que ya había comenzado, y de donde no regresó hasta que murió su padre.
Ejecutó éste dos cuadros para el convento de Santa Inés, representando la Sacra Familia y el Espíritu Santo, otro para el altar mayor del Hospital establecido en la calle Colcheros, que se conservaba en 1836, y el magnífico retablo del Juicio final que existe en san Bernardo y del que dice un crítico «que es tal vez la más grandiosa obra que brotó de sus afamados pinceles.»
Herrera pintaba también con mucha destreza al fresco, ejecutando no pocas obras por este procedimiento, y entre las cuales cita Varflora las ejecutadas en los conventos de la Merced y de san Pablo y san Buenaventura.
En 1633, pagóle el cabildo de la ciudad ciertas cantidades por la iluminación de una estampa de san Fernando y terminó algunas pinturas para san José, siendo en gran número los cuadros de Bodegones que hizo, los cuales estaban en poder de particulares y ya en tiempo de Ceán habían casi todos desaparecido de Sevilla para ir á parar á los museos extranjeros.
En el Louvre se conserva hoy un cuadro que representa á san Bernardo dictando las reglas de la Orden, que es una de las más acabadas obras de Herrera.
Este, muy anciano ya, marchó á Madrid en 1650, donde se estableció y ejecutó algunas obras al fresco y no pocos grabados, impresos en diversas obras.
El año 1656 falleció Francisco Herrera en la córte, siendo enterrado su cadáver en el templo de san Ginés.
A más de los cuadros que pintó el maestro sevillano para los templos de esta ciudad que he citado, se encuentran hoy en el Museo provincial las siguientes obras: Visión de san Basilio, dos santos de la orden franciscana, Un santo obispo, san Gregorio, san Demetrio, san Antonio, san Pedro, Sebaste, santa Dorotea, santa Gertrudis, Un santo religioso bernardino y la Apoteosis de san Hermenegildo, ya citada. A más existen algunos originales en poder de particulares, tales como un san Nicolás de Bari, que posee el señor Gestoso y que está ejecutado con mucha valentía.
De las cuarenta y siete grandes obras que de la mano de Herrera había en Sevilla hacia 1830 se han perdido muchas, pero sin duda las que quedan son las más importantes y las más apropósito para estudiar por completo á este artista, que fué de los primeros en apartarse de las reglas de los antiguos maestros, ejecutando libre, espontáneamente y con atrevimiento y valentía.
Distinguíase poderosamente en el claro-obscuro y en el conocimiento de la anatomía, y todas sus producciones, por la manera especial de hacer y la rudeza de los rasgos, parece que retratan su carácter.
De éste se ha escrito mucho, tachándosele, como ya dije, de violento y desabrido en extremo. Tal vez por esto en vida no fué muy elogiado Herrera de sus coetáneos que le miraron con prevención, y únicamente Lope de Vega le dedicó algunos versos en el libro segundo de su famoso Laurel de Apolo.
Del maestro sevillano se dice que «dibujaba con cañas y manejaba el color con gruesas brochas», teniendo singular destreza para ello, y terminando su obra con una rapidez que pasmaba.
Triste y abandonado, falleció el notable artista á solas con las negruras de sus pensamientos y la melancolía de su espíritu, y si dejó á las generaciones futuras obras hermosas, no tuvo el consuelo de que ni sus amigos y discípulos recordasen su nombre con ternura y derramasen lágrimas por su memoria.
El Fénix de los ingenios españoles, aquel que se alzó con el cetro de la monarquía cómica, visitó á Sevilla en los primeros años del siglo XVII, y si bien de su estancia en nuestra población no son hasta ahora muy detalladas y completas las noticias que existen, pueden, sin embargo, servir para dar asunto á uno de estos apuntes históricos.
El año 1600 llegó á esta capital de Andalucía el gran poeta, que se hallaba entonces en toda la fuerza de su juventud y con toda la lozanía de su portentoso ingenio, y no vino solo, pues le acompañaba doña María de Luján, hermosa mujer, con quien tenía hacía tiempo amorosas relaciones, de las cuales eran fruto dos niñas, á la sazón de corta edad, y de nombres Mariana y Angela.
La amante del poeta acompañóle durante todo el tiempo de su estancia en Sevilla, y aquí quedó, cuando Lope, en 1601, emprendió un viaje á Madrid y Toledo para evacuar algunos negocios particulares, viaje del que no tardó en regresar al lado de aquella mujer á quien cantaba en sus poesías con el nombre de Lucinda.
Por cierto que á su regreso corrió entre los literatos sevillanos un soneto contra Lope, el cual algunos han atribuido á Cervantes, que á la sazón también residía en nuestra ciudad, y cuya enemistad con el Fénix de los ingenios es bien conocida, no estando tampoco éste tardo en atacar al autor del Quijote en varios de sus escritos.
La pluma de Lope, jamás ociosa, no podía estarlo en Sevilla, y así fué; aquí escribió varias comedias, entre las que se cuentan La corona merecida, y algunos autos, como El hijo pródigo y El viaje del alma, representándose durante aquellos años por las compañías de Vergara y Villalva, algunas obras de Lope, que aunque ya conocidas en otras partes no lo eran aún del público sevillano.
El cuadro de costumbres que relata en El Fénix de Sevilla, de que ya me ocupé, es buena prueba de que aquel gran hombre supo identificarse en el ambiente de las costumbres sevillanas.
Poesías escribió también Lope muchas en Sevilla, y de ellas merece recordarse la carta que dirigió en 1603 á un amigo, y en la cual dice:
«...Pan de Sevilla regalado y tierno,
masado con la blanca y limpia mano
de alguna que os quisiera para yerno.
Jamón presunto de español marrano
de la sierra famosa de Aracena,
á donde huyó del mundo Arias Montano.
Vino aromatizado que sin pena
beberse puede siendo de Cazalla,
y que ningún cristiano lo condena.
Agua de la Alameda en blanca talla,
¿dejáis por el bizcocho de galera
y la zupia que embarca la canalla,» etc. etc.
En Diciembre de 1603 terminó Lope de Vega su obra El peregrino en su patria, que fué impresa en Sevilla, y de la cual tanto se han ocupado los críticos y los biógrafos del fecundísimo autor.
Acompañado de su amante, joven y hermosa, á quien adoraba y que procuraba hacerle dichoso, considerado y tenido en alto aprecio por todos y agasajado por cuantos hombres de letras había en la capital de Andalucía, la estancia de Lope en nuestra ciudad debió serle en extremo agradable, y de ella conservó siempre gratísimos recuerdos, como se desprende de algunos pasajes de sus obras.
A fines de 1604, Lope marchó de Sevilla, dirigiéndose primero á Madrid y después á Toledo, donde tuvieron fin sus relaciones amorosas con Lucinda (á lo menos públicamente), pues algún tiempo después, el poeta contrajo matrimonio con doña Juana de Guardo...
D. Cayetano Alberto de la Barrera, Hartzenbusch, Asensio, y don José Sánchez Arjona últimamente en sus Anales del teatro en Sevilla, al ilustrar la vida de Lope de Vega, se han ocupado de su estancia en nuestra población, á la cual he dedicado un recuerdo en las anteriores líneas, como he de hacerlo á otros hombres ilustres por cualquier concepto que visitaron nuestra ciudad.
Esto de la afición á los dulces ha sido cosa antigua en nuestra ciudad, como así lo prueba la importancia que siempre tuvo el gremio de confiteros y lo numerosos que ya en el siglo XVI eran los establecimientos dedicados á la venta y fabricación de dulces de las clases más variadas.
Esto movió á no pocos de los confiteros, para mejor orden y disposición, á nombrar examinadores del gremio y formar ordenanzas, las cuales fueron aprobadas por el rey Felipe III en 20 de Mayo de 1606, el cual encarecía la utilidad, expresando: «Nos fué hecha relación que el trato y confituría en ella (en Sevilla) era muy grueso, por ser muy grande..... Porque siendo las conservas y confituras, regalos de enfermos y para personas ricas, convenía que la dicha obra fuese buena y que fuese y se hiciese con buenos azúcares, y no echando otras mezclas, para que se supiese y se entendiese cómo se había de hacer cada cosa, y no se vendiesen cosas malas y falsas.....»
Las tales ordenanzas no dejan de ser curiosas y contienen algunos detalles de interés para el conocimiento de cómo estaba constituido el gremio, y de sus artículos hemos de dar una idea, teniendo á la vista el texto, que consta de veintiuna disposiciones, haciendo muy especialmente constar en la primera que de allí en adelante «...ninguna persona, de cualquier estado ó condición que sea, pueda tener tienda pública ni secreta sin que primero haya de preceder y preceda examen de dicho oficio, el cual examen se ha de hacer ante los veedores del dicho oficio de confiteros...»
En las ordenanzas se manda que el que tuviera tienda y no fuera examinado, se le castigaría con multas y otras penas, que se formase un libro con las denuncias y que en la elección de veedores se tuviese la mayor justicia y sinceridad.
Que ya la gente del gremio estaba en el secreto de adulterar los confites y engañar al pueblo se ve que no era cosa nueva, pues así se desprende de los capítulos 30 y 31, que dicen:
«Item ordenamos que ningún oficial de confituría sea osado á mezclar la confitura que hiciese con almidón, harina, ni otras misturas, so pena de perdida la dicha colación y de seis mil maravedís por la primera vez, y por la segunda sea privado del dicho oficio de confitero por seis meses y no tenga más tienda, y por la tercera que la justicia ordinaria proceda á hacerle conforme la calidad y gravedad del delito—31. Item ordenamos que los canelones de sidra, ó canela, avellanas ó anís liso ó labrado, culantro liso ó labrado, almendra pelada ó raída y entera, y piñones y grajeas, á todo esto sea y se haga de un azúcar blanco, de arriba á bajo, sin otra mistura, so pena de dos mil maravedís por la primera vez, y por la segunda pena doblada, y por la tercera vez sea perdida la dicha colación y no tenga tienda por seis meses.»
En los artículos 12, 13 y 14, se especifican algunas de las confituras más en boga de entonces, con indicaciones de las materias de mejor calidad de que habían de confeccionarse, recomendando con insistencia «que el azúcar rosado y los bocadillos sean conservados con azúcar, fresco y blanco, y el azahar cubierto, confitado y en conserva, sea de buen azúcar, blanco de remate, etc.» no dejando de estar especificados otros particulares en los cuales se recomendaba el más exacto cumplimiento.
Estas ordenanzas de 1606 fueron posteriormente confirmadas en Febrero de 1649, en Abril de 1675 y en Septiembre de 1680, y en 1723 se imprimieron por Francisco Sánchez Reciente, con este título:
—Ordenanzas de el oficio de los maestros confiteros de Sevilla y su reinado, en virtud de cédula de su majestad y señores de su real consejo, que se mandaron imprimir siendo veedores Bartolomé de Marchena y Luís de Bonilla, maestros de dicho oficio, etc.
Las confiterías sevillanas de antaño tenían un aspecto general que no dejaba de ser característico; en el mostrador no se exhibían los dulces para excitar el apetito: antes por el contrario, se ocultaban los toscos tableros, que sólo se sacaban á petición del comprador; los botes con los almíbares y las conservas se colocaban en largas hileras en la estantería, en cuyo testero principal no faltaban nunca una hornacina, con una escultura religiosa ó con un cuadro devoto, ante el que ardía cierta lamparilla de aceite, y completaban el menaje del establecimiento dos grandes velones, una bandeja con jarro, vasos, un peso de cobre y uno ó dos bancos toscos, en los cuales tomaban asiento y descansaban por las tardes los amigos del dueño, que nunca dejaban de formar allí su tertulia, más ó menos numerosa.
En el siglo XVII hubo en Sevilla algunos confiteros que fueron célebres por su habilidad en la confección de los dulces, y de entre ellos han pasado á la posteridad, digámoslo así, Pedro de Libosna, Bartolomé Gómez y Jerónimo de Barco, que no tenían competidores en las conservas, la carne de membrillo, los mazapanes y los canelones de sidra, canela, avellana ó anís.
Una vez cada año, el día de San Juan Bautista, se hacía la visita de inspección, como si dijéramos, por todos los establecimientos de confitería, y era de ver con qué gravedad y ceremonia el teniente de Asistente, acompañado por el escribano de cabildo, examinaba cacerolas, calderos, medidas y moldes, se enteraba del estado de los productos y se informaba prolijamente del personal y de su pericia para elaborar las delicadas confituras.
Dábase el caso alguna vez que no se encontraba tal ó cual establecimiento con todos los requisitos que las estrechas Ordenanzas disponían y entonces ya estaba la fiesta en la casa, pues el dueño que se veía amenazado, protestaba, tratando de atenuar la falta, y la justicia, que era inflexible, se revestía de toda su autoridad, dando esto lugar á escenas por demás animadas.
Esto de ser maestro confitero no era cosa á que todo el mundo podía llegar, como por ejemplo, los esclavos, acerca de lo cual decían las ordenanzas: «...Que no puede ser examinado ningún esclavo, so pena de dos mil maravedís, y que le quiten la tienda, aplicada la pena, como dicho es, y el que lo examinara sea privado del oficio perpetuo de examinador.»
Tenía el gremio de confiteros su hermandad de cofradía, la cual llegó en cierta época á ser de las más ricas y que más continuo y lucido culto sostenían, como así en papeles antiguos consta.
No haré memoria de los muchos pleitos y litigios que durante el siglo XVII se siguieron por el gremio, con motivo de la tasa puesta á los dulces con otras causas, enredos que no dejaron de perjudicar á todos los del oficio con crecidos desembolsos y competencias nada beneficiosas y que trajeron una situación nada próspera, de la que tardó mucho en reponerse el gremio.
La situación de los moriscos que residían en Sevilla al terminar el siglo XVI era en verdad comprometida y en muchas ocasiones fueron tratados con la mayor crueldad por las autoridades y por el mismo pueblo.
Mas como si fuesen pocos los castigos que se les imponían por la Inquisición y por otras autoridades, en el año de 1600 se vieron amenazados de un peligro que á todos ellos podía pesarle.
El 16 de Mayo hiciéronse por algunos correr las voces de que los moriscos preparaban un motín para levantarse en armas de acuerdo con los de Córdoba, y en dicho día aparecieron en la iglesia de Santa Ana, de Triana, y en otros puntos, pasquines dando la voz de alerta á las autoridades, con lo cual se consiguió alarmar la ciudad, comenzando enseguida diligencias y pesquisas en contra de los moriscos, los cuales, en realidad, nada habían hecho, ni ningún proyecto tenían de turbar la paz de la ciudad.
Se efectuaron algunas prisiones, pero entonces un vecino de Triana llamado García Montano, hombre que gozaba de crédito, alzó su voz cuando empezaban los injustos castigos, y unido á otros cristianos acudieron al Asistente, marqués de Montesclaros, haciéndole presente cuán sin fundamentos eran las voces que contra los moriscos se habían levantado.
Convencido de la verdad, el marqués publicó un bando para que los moriscos no fueran molestados, pero apesar de su orden hubo revueltas y alborotos, y en el mismo mes de estos sucesos fueron quemados tres de ellos que estaban hacía algún tiempo presos en las cárceles del tribunal de la Inquisición.
Empeorando por días el estado de los moriscos sevillanos llegó á ser verdaderamente aflictiva su situación más adelante: la vigilancia se hizo más estrecha y más frecuentes los castigos, en tanto que se acrecentaba la campaña decisiva que contra ellos elevaron los elementos religiosos, entre los que se encontraba la del padre Juan de Ribera, arzobispo de Valencia, patriarca de Antioquía y enemigo acérrimo de aquella infeliz raza.
Cedió al fin Felipe III á la opinión de la junta nombrada al efecto y en la que se encontraba el inquisidor general, y dió aquella célebre orden de expulsión de los moriscos del reino, impolítica y cruel medida, con la cual se disminuyó grandemente la población de España, pues perdió un millón de habitantes, se quitaron brazos á la agricultura y se deshicieron multitud de familias.
A principios de 1610 súpose en Sevilla, después de algún tiempo de incertidumbres, que amenazaba la orden del monarca decretando la expulsión, y con objeto de prevenir cualquier incidente que pudiera sobrevenir, las autoridades tomaron medidas en extremo rigurosas.
El 17 de Enero del año citado se señaló para publicar el bando con todas las formalidades, presentando aquel día la ciudad extraordinario movimiento por haber la medida revuelto los ánimos un poco.
Salió el pregón del bando por la mañana á recorrer la ciudad, figurando en la comitiva un juez especial que había venido para entender en el asunto y, como era de costumbre, los alguaciles y el pregonero.
Seguíanla por las calles infinidad de moriscos, que al escuchar el pregón prorrumpieron en llantos y lamentos, siendo imposible relatar las escenas lastimosas que se desarrollaban en los lugares donde había más casas habitadas por familia de los infelices que eran expulsados, y así lo da á entender estas palabras de un autor coetáneo, el cual escribe que «fué día de gran tribulación y amargo desconsuelo para esta gente, que, aunque malos cristianos é indicados de traición, no podían salir sin pena de esta tierra, donde habían nacido.»
Como la orden del rey era terminante y exigía la más inmediata ejecución de los moriscos sevillanos, viéronse en la precisión, mal de su grado, de malbaratar los bienes que poseían, con gran provecho para los que en la ciudad quedaban, que adquirieron á ínfimos precios cosas de gran valor, y propiedades de importancia.
A los pocos días de la publicación del bando comenzaron á salir de Sevilla los moriscos en gran número, siendo aquella expulsión una de las primeras causas, que, uniéndose luego á otras de varios órdenes, contribuyó poderosamente á la decadencia en que cayó la capital de Andalucía al mediar el siglo XVII.
El conde de Teba era mozo galán y de carácter un tanto ligero, poco dado á meditar sus actos, y esto vino á traerle más de un lance como el que le ocurrió en 1614 con don Rodrigo Ortiz de Zárate, caballero de los más significados de la nobleza sevillana.
Entró el conde en la tarde del 1.º de Febrero de dicho año en casa de unas damas á quienes visitaba y encontró allí á don Rodrigo, que también frecuentaba el trato de las señoras con más ó menos intimidad.
Después de cruzar algunas palabras ambos caballeros, el conde, que aquel día no andaba muy bien humorado, pidió al de Zárate un pistolete que tenía y después de cogerlo súbitamente, le amenazó en serio con él, recordándole no se sabe qué antiguos resentimientos, y luego, con ademán un tanto brusco, le quitó la espada que llevaba de cinto, y sin andarse con miramientos, fué hacia una ventana que en la estancia había y arrojó por ella á la calle el acero con gran sorpresa de las damas.
Montó en cólera don Rodrigo por aquella que reputaba gravísima ofensa y aunque allí le detuvieran por el pronto las damas, salió de la casa jurando y perjurando que había de matar al conde en venganza de lo de la espada.
No era para dudar de que estos propósitos del ofendido caballero quedasen en tales, y así fué, que sabiéndolos algunos amigos, pusieron el caso en conocimiento del Asistente, que lo era entonces el conde de Palma, y éste, deseando evitar el lance, y con la esperanza de un arreglo, mandó llamar el mismo día á su casa al conde de Teba y á don Rodrigo de Zárate.
Pero aquella entrevista, que con la mejor intención preparó el Asistente, fué harto desgraciada, pues, al verse frente á frente los dos enemigos, después de algunas frases altas, Ortiz de Zárate acometió de pronto furiosamente al conde, y con una espada lo hirió traidora y mortalmente, sin que pudiera impedirlo el de Palma, que por sujetar al agresor sufrió también de éste algunos golpes.
Los criados del Asistente acudieron al ruído de la lucha, y viendo á uno en tierra y á su amo ensangrentado, dieron tan tremenda paliza á don Rodrigo, que poco faltó para que allí mismo hubiera espirado.
Este suceso, por las personas que intervinieron en él, y por las circunstancias en que se desarrolló, fué objeto de la atención de toda Sevilla y causó gran sorpresa á todos el saber que la madre de don Rodrigo se querelló al Consejo diciendo nada menos que su hijo había sido llamado á casa del Asistente para que el conde lo asesinase, y que éste, en propia defensa, se vió obligado á herir.
En el proceso que se formó que fué muy ruidoso y dilatado, corrieron bien los escudos, por lo cual Ortiz de Zárate pasó, por toda pena, desterrado á Madrid, donde murió algún tiempo después.
Y ocurrió entonces que, al divulgarse el fallecimiento, se hizo público un documento que había escrito y firmado de su puño don Rodrigo el día después de haber dado muerte al de Teba, en el cual confesaba ser falsa la suposición de haber sido llamado á engaño á casa del Asistente, documento que él mismo ordenó que no se diese á conocer hasta ocurrir su muerte, y en el cual se decía:
«Yo D. Rodrigo de Zárate, por descargo de mi conciencia, digo: Que aunque en la confesión que se me tomó dije, que el conde de Palma y otras personas me llevaron engañosamente á matarme, con título de amistad entre mí y el conde de Teba, y yo vine á ello. Y así fuí en compañía del dicho conde de Palma en su coche. Y estando en su casa, y queriendo darme satisfacciones el conde de Teba, dije yo que no era menester. Y aguardando ocasión que estuviese descuidado, herí al conde de Teba, porque llevaba esa intención, y por eso no había querido satisfacciones, etc............
Y son testigos de esta declaración el P. Fr. Alonso Bohorques, Rector del Colegio de San Alberto; Fr. Agustín Velázquez; el P. Fr. Miguel Guerra, y el P. Fr. Gaspar de Cebes, del Orden de San Francisco.—Fecha en Sevilla á 2 de Febrero de 1614.—D. Rodrigo Ortiz de Zárate.»
Tal fué el curioso suceso que las crónicas sevillanas registran, y por el que se ve que todos los caballeros de antaño no eran un modelo en esto de la caballerosidad.
Estaba avecindado en la villa de Utrera, á los comienzos del siglo XVII, un caballero, de nombre don Pedro de Córdoba y Guzmán, el cual era tío y tutor de una linda joven que en su misma casa se había educado, y la cual tenía una fortuna á que no era cosa de hacerle ascos.
La tal sobrina, aunque el don Pedro la tenía guardada con gran recato, que tocaba en tiranía irritante (se ignora con qué intenciones) no lo estuvo tanto que pudiera sustraerse á las miradas de un mancebo de buen porte, el cual se enamoró perdidamente de la utrerana doncella, siendo, para satisfacción suya, correspondido, y de tal correspondencia vino luego el peor daño.
Opúsose furiosamente el tutor al casamiento de su pupila, sin que hubiera quien le convenciera, porque ya se sabe á qué estado de odiosa y repugnante oposición llegan á veces padres, madres y tutores en esto de las bodas, lo cual, visto por el fogoso galán, deseando librar á su adorada de aquel Argel donde gemía cautiva, hizo en Sevilla las diligencias necesarias para poderla sacar por el Juez de la Iglesia, y corrientes los papeles volvió á Utrera en compañía del Alguacil Mayor del Cardenal para lograr la realización de sus ansias.
A los pocos días presentóse el galán en casa de don Pedro, con su Alguacil, á pedir la mano de la niña, siendo recibido con toda gravedad por el tutor, el cual díjoles, después de oirlos y con mucha flema, que aguardase un momento, pues iba á avisar á su sobrina.
Salió en efecto de la habitación y dirigiéndose al cuarto de la joven, sin más palabras, sacó un puñal, y sorprendiéndola desprevenida, la asesinó vil y cobardemente de dos puñaladas en el pecho, volviendo muy tranquilamente á donde el galán aguardaba, á quien manifestó que su sobrina estaba vistiéndose y no tardaría en salir y que él corría á la calle á avisar á una señora vecina y amiga de la casa, para que fuese testigo de la concesión de la mano que iba á hacer.
Descubierto á los pocos momentos el crimen, don Pedro de Córdoba y Guzmán no tardó en ser preso y traído á la cárcel real de Sevilla, siendo condenado á muerte al poco tiempo.
El día 2 de Marzo de 1604, el asesino fué degollado por el verdugo Francisco Vélez en la Plaza de San Francisco, y apunta el documento contemporáneo de donde saco esta noticia, que el interés que despertó el caso fué extraordinario, publicándose del suceso muchos romances populares.
Entre los años de triste memoria para los aficionados sevillanos al arte de Talía lo fué él de 1620, pues en él se incendió y destruyóse por completo el famoso corral de el Coliseo, donde tan célebres representantes trabajaron y que tan favorecido era por el público de nuestra población.
Habíase acordado la construcción del Coliseo hacia 1601 por la ciudad, estando á cargo de la dirección de las obras el maestro mayor Juan de Oviedo, terminándose el edificio, que era el mejor que de su clase hasta entonces había tenido Sevilla, en 1607, llevándose en él á cabo importantes reformas por los años de 1614.
La compañía de Cristóbal Ortiz y los hermanos Valencianos trabajaban á mediados de 1620 en el Coliseo, con gran satisfacción de todos, cuando vino á poner súbitamente término al regocijo, la catástrofe ocurrida el jueves 25 de julio.
Aquella tarde representábase una comedia de Andrés de Claramonte titulada San Onofre ó el rey de los desiertos, la cual había obtenido gran éxito y era muy celebrada por todos.
Tocaba la obra á su término, á las ocho de la noche, cuando súbitamente corrió la voz de que en el coliseo se había declarado un incendio, el cual empezó porque una bujía prendió fuego en una de las simuladas nubes de papel y tela.
No se acudió á tiempo por los dependientes de la escena y con extraordinaria rapidez levantóse la llama, que llegó hasta el techo, el cual pronto comenzó á arder, causando el asombro, la confusión y la angustia en el público y en los comediantes.
Una Relación contemporánea del suceso que se conserva en la Biblioteca Colombina, y que debió ser escrita por un testigo ocular, dice al llegar á este punto:
«El humo, la confusión, voces y llantos, particularmente de las mujeres, fué tan grande, que unas se arrojaban de las ventanas, otras de los corredores y otras caían desmayadas, medio muertas; fué mucho mayor el daño que la turbación les causó, que el que el mismo fuego les pudiera hacer, si advertidamente y con orden fueran saliendo; pero como el miedo de la muerte no da lugar á estos discursos, cayendo unas y tropezando otras en las caídas, empezaron juntamente con el humo á subir al cielo las voces y quejas de los que se ahogaban sin remedio, como las de los que faltándoles ya las mujeres, ya los maridos, ya los hijos, ya los parientes y amigos, juzgaban el peligro en que quedaban aunque estaban ya fuera. No perdieron la ocasión los ladrones antes más animados de codicia que de lástima, hubo algunos tan atrevidos que se entraron dentro del Corral, antes que el fuego estuviese apoderado de todo; y viendo las mujeres en el estado que se ha dicho, en lugar de sacarlas del peligro, les quitaban las joyas y lo que podían; llegando la inhumanidad á tanto, que me afirman que (la verdad tenga su lugar) algunos las acababan de ahogar para robarlas más á su sabor, sin que á esto pudieran dar remedio los que lo veían, cuyo peligro propio no daba lugar á cuidar del ajeno.»
Cuantos esfuerzos se hacían por todos para atajar el incendio resultaban entonces inútiles: en vano trabajaban los que estaban á salvo por acudir al remedio y en vano se echaba mano de cuantos medios se disponían entonces en aquellos desgraciados casos.
Desde gran distancia se veían las llamas, denotando las grandes proporciones del incendio, y la noticia corrió rápidamente por la ciudad, acudiendo á la calle de los Alcázares y á la Encarnación las autoridades y multitud de personas, ya movidas por curiosidad ó por el interés que les inspirara la suerte de los espectadores.
El Asistente, que lo era á la sazón el conde de Peñaranda, puede decirse que en aquellos difíciles momentos no estuvo ni tardo, ni desacertado en sus medidas, así como los tenientes y el alguacil mayor que le secundaron.
«Dividieron—escribe D. José Sánchez Arjona—en dos cuadrillas, los albañiles, peones y demás gente que acudió á prestar auxilio; la primera dedicada á salvar las personas que había aún dentro del corral y la segunda á derribar las casas que confinaban con el coliseo, logrando aislar y dominar el incendio que duró hasta las tres de la mañana del día 26, no quedando en pié más que las cuatro paredes y el cuarto de la puerta de la calle.»
Grandes fueron las pérdidas que aquella catástrofe produjo, y en la que, según los datos, perecieron unas veinte personas, en su mayoría mujeres y niños pequeños, que ni tuvieron medios de ponerse en salvo, ni hubo ocasión de acudir á tiempo en su auxilio.
Un detalle para terminar: de los actores, según la relación, pudieron todos librarse de las llamas, y de uno de ellos dice: «El que hacía la figura de San Onofre salió casi desnudo, con una mata de yedra por paños menores, y los muchachos le siguieron dándole ¡Vaya! hasta su casa, que estaba lejos.»
Escribir la historia detallada de lo que fué la secta de los alumbrados en Sevilla durante los siglos XVI y XVII, sería trazar el más interesante cuadro que retratase con toda verdad uno de los aspectos más gráficos de la sociedad de aquellos tiempos, que no era en verdad modelo de virtudes, de religiosidad, y de pureza de costumbres.
Pero como de nada sirve querer desfigurar la historia, el estudio de los documentos, papeles y antigüedades viene á destruir la dorada leyenda, dando á conocer con toda la realidad lo que fueron nuestros antepasados, que vivieron en todo el esplendor de la monarquía absoluta.
Casi á mediados del siglo XVI, la secta de los alumbrados, de la que fueron fundadores dos sacerdotes, Chamizo y Alvarez, en unión de otros varios presbíteros más, apareció en Sevilla, siendo su propagación rapidísima; y como quiera que la Inquisición anduvo algo tardía en intervenir en el asunto, cundió de tal modo, que beatas, frailes, clérigos y personas relacionadas con el elemento eclesiástico, se infestaron á cientos de la doctrina.
Era esta una absurda mezcla de misticismo y sexualidad de superstición fanática y despreocupación; valiéndose de lo sobrenatural para cometer los actos de la más desenfrenada lujuria y del más refinado placer material.
Un autor, tan poco sospechoso como Menéndez Pelayo, ha escrito estas líneas, explicando la herejía de los alumbrados.
«La doctrina que afectaban profesar se reducía á recomendar á sus secuaces larga oración y meditación sobre las llagas de Cristo Crucificado, de la cual oración, hecha del modo que ellos aconsejaban, venían á resultar movimiento del sentido, gruesos y sensibles, ardor en la cara, sudor y desmayos, dolor de corazón y movimientos libidinosos, que aquellos infames llamaban derretirse en amor de Dios. Una vez alcanzado el éxtasis, el alumbrado se tornaba impecable y le era lícita toda acción cometida en tal estado... Las afiliadas de la secta vestían de beatas con toca y sayal pardo. Andaban siempre absortas en la supuesta contemplación, mortecinas y descoloridas, y sentían un ardor terrible que las quemaba, unos saltos y ahíncos en el corazón que las atormentaba, y una rabia y molimiento en todos sus huesos y miembros que las tenía desatinadas y descoyuntadas..... El padre Alvarez les certificaba que aquello era efecto y gracia del Espíritu Santo; y llevando al último extremo la profanación y el sacrilegio, comulgaba diariamente á sus beatas con varias hostias y partículas, diciéndoles que mientras más Formas, más gracia, y que no duraba la gracia en el alma más de cuanto duraban las especies sacramentales.»
La lista de los alumbrados sevillanos sería interminable, y en gran número salían en los autos de fe, y aunque de todos en completo se ignoran los nombres y las circunstancias de sus procesos, de muchísimos existen noticias anteriores bien detalladas.
Estas noticias, por las cuales se viene en conocimiento de lo que era una parte de la población de Sevilla entonces, son en extremo curiosas y dignas de ser recordadas, máxime cuando el mayor número de los alumbrados pertenecían al sexo bello y eran, además, jóvenes y bien parecidas.
No he de relatar en detalles casos de alumbrados y alumbradas jóvenes, pero solo recordaré uno que produjo gran escándalo é hizo la comidilla en la población, siendo los protagonistas del suceso la beata carmelita Catalina de Jesús y el clérigo Juan de Villalpando.
La tal beata era natural de Linares, y de joven tenía su residencia en Sevilla, donde se tocó de la herejía, y el maestro Villalpando, que había nacido en Garachino (Tenerife) llegó también de mozo á la capital de Andalucía, trabando ambos estrecha amistad, que llegó á ser, por sus locuras, de las más peligrosas.
La beata y el clérigo fueron los fundadores de una congregación de alumbrados, compuesta de hombres y mujeres que, hacia 1620, comenzaron á reunirse en lugares apropósito, y en los cuales se entregaban á las prácticas á que acostumbraban los de la secta.
Aquellas reuniones llegaron á ser en extremo numerosas y animadas, y á ellas asistían infinidad de personas, la mayoría embaucadas por la madre Catalina y por el maestro, que para ello tenían, sin duda, especiales dotes.
Las heréticas prácticas de ellos y sus proposiciones, eran las de todos los alumbrados, tales como las predicaciones contra el matrimonio; sus diversas opiniones sobre los mandamientos, la oración y otros actos religiosos, según consta en la relación del proceso, de la beata y el clérigo:
Catalina de Jesús se averiguó que «se trataba regaladamente y se entretenía en comidas y cenas de conversación y de huelgas en el campo con clérigos, sus devotos; y que con uno, en particular, tenía tanta comunicación y amistad, que se estaba con ella todas las noches hasta las diez y las once, y muchas veces solos y á oscuras, y que él tenía llave maestra de una puerta falsa de casa de las susodichas, por donde entraba de noche y de madrugada, y que viniendo él de fuera de Sevilla y saliendo de predicar iba á ver á la susodicha antes de entrar en su casa, haciéndose sospechar que no era bueno su trato: y que ella apoyaba y encarecía mucho la santidad del dicho clérigo y de otros sus devotos para acreditarlos; y de uno dijo que tenía oración en el sér de Dios, y otras cosas semejantes, de que fué testificada por 149 testigos, que se le dieron en publicación».
El maestro Villalpando, por su parte, «había tenido de muchos años muy particular comunicación con una beata, á quien tenía por maestra y rendida la obediencia, á cuya casa acudía muy de ordinario de día y de noche, hasta muy tarde, á las diez y las once, donde lo hallaban cuando lo buscaban para salir á dar los Sacramentos á los enfermos de la parroquia donde era cura, y muchos ratos de la noche estaba con ella sin el menor escrúpulo á oscuras, y entraba en la dicha casa de noche y de madrugada por una puerta falsa con llave que él tenía de ella, y que tenía retratos de la dicha beata, unos pintados, otros de talla, en barro, y los abonaba y encarecía, diciendo que los había hecho por tenerla por mujer muy santa».
Las reuniones de alumbrados que la madre Catalina y el clérigo presidían, fueron ya tan frecuentes, y las deshonestidades tantas, que al fin y á la postre, cuando las cosas habían llegado al escándalo y eran muchas las mujeres seducidas por ambos, la inquisición tomó cartas en el asunto y los dos fueron presos, terminando allí y viniendo á tierra todas sus reuniones y conventículos.
En el proceso formado á la beata y su amigo, se pusieron en claro todos los particulares que eran menester, y ambos, en unión de diez reos más, salieron en el auto de fe que se celebró en San Pablo en el último día de Febrero de 1627, y del cual se lee en la Relación que existe en la Biblioteca Colombina, reproducida por don Joaquín Guichot.
«El deseo que el pueblo tenía de saber la resolución que se tomaba en las causas del Maestro Juan de Villalpando y de Catalina de Jesús, que habían sido presos por este Santo Oficio muchos días había, lo movió de manera que con ser este Auto particular, vino á ser el más solemne y de mayor concurso de gente, así de la ciudad como forastera, que jamás se ha visto en otro; pues con ser muy grande la distancia que hay desde las casas del Santo Oficio hasta el dicho convento y la Iglesia de él, que es de las mayores de esta ciudad, hubo gran dificultad en pasar los presos y el acompañamiento del Santo Oficio por las calles y en entrar en dicha Iglesia, según todo estaba ocupado de gente que se había prevenido y tomado lugar desde la media noche.»
La madre Catalina fué condenada á estar reclusa seis años en un convento ú hospital, á rezar todos los días de su vida el rosario, á confesar con quien la Inquisición le señalase y á ayunar todos los viernes, ordenándose también «que se cogiera por edictos públicos cualesquiera cosa de su persona ó vestidos que se hallan dado por reliquias ó cualquier retrato suyo y todos sus escritos de molde ó de mano.»
En cuanto al maestro Villalpando, se retractó en público de las veinte y dos proposiciones que le fueron señaladas y se le condenó á estar preso cuatro años en un monasterio sin poder decir misa, y á ser privado de administrar durante su vida los sancionamientos y á pagar 200 ducados y á hacer ciertos ejercicios religiosos....
Con aquellas sentencias desaparecieron de la escena los dos famosos alumbrados que tanto ruido dieron, terminando su vida obscuramente y arrepentidos, según es de creer, de sus pasadas locuras y escándalos.
El Asistente de Sevilla en 1621 era el conde de Peñaranda, el cual dió pruebas de ser hombre de carácter tal, que lo retrata el siguiente hecho, rigurosamente histórico:
Varios muchachos de esta ciudad se encontraban reunidos entregándose á diversos juegos, con frecuencia inocentes pero cayeron cierto día en uno que ya no lo era tanto y fué decir que estaban formando cierta conjura para á uno de ellos proclamarlo rey, como si esto fuera cosa que en sus manos estuviese.
Tuvieron conocimiento de la broma algunos alguaciles, y un día, en que los muchachos estaban reunidos, fueron sorprendidos por la autoridad, y aunque escaparon algunos, lograron ser siete de ellos presos, seis de Sevilla y el último, hijo de un noble cordobés y el cual muchacho no pasaba de 13 años.
Enterado el conde de Peñaranda del caso, lo tomó tan á pechos, que encausó á los jóvenes imberbes, haciendo que contra ellos se formase un proceso formal, nada menos que como perturbadores de la tranquilidad del reino. Y así, aceleró los trámites de una injusta causa de Estado, despachó correos á la Corte, abultando infamemente los hechos, y la sentencia fué condenar á muerte á los mozos, que tal era la justicia en aquellos tiempos.
En el mes de Enero fueron ejecutados los siete mancebos en la Plaza de San Francisco, escribiendo D. Diego Ignacio de Góngora en el manuscrito que está en la Colombina, estas palabras sobre el suceso, que no creo se pondrán en duda:
«Este hecho lo referían así mis padres y mayores que lo vieron: y decían que había causado mucha lástima y compasión en Sevilla, porque la poca edad de los supliciados daba prueba manifiesta del ningún fundamento y sustancia del delito y de la acusación. Atribuyeron á rigor y suma celeridad del Asistente, en la ejecución del castigo; mas como era materia tan grave de suyo, y que á las voces que corrían se debía dar cumplida satisfacción para escarmiento y ejemplo, su señoría no perdonó diligencia ni admitió término dilatándola. Se dijo que el padre de uno de ellos, que era muy rico, ofreció sumas considerables de dinero por el perdón del hijo. En fin, la ejecución fué espectáculo que acongojó el ánimo de los que la vieron.»
La historia de Cosme Sevaro, es de las más famosas que registran las memorias sevillanas.
Catalán era Cosme, ejercía el oficio de sastre en la calle de los Fundidores, hoy de Hernando Colón, y estaba casado con Manuela Tablante, hermosa hembra, la cual gustó más que de su marido de un robusto mozo llamado José Márquez, oficial que en la tienda estaba, y como ambos eran jóvenes y de sangre inquieta, no tardaron en entenderse muy á su sabor y sin que nada llegase á sospechar el buen alfayate de lo que pasaba en su misma casa.
Hubo de descubrir éste, después de mucho tiempo, su deshonra; pero no fué hombre de los que se dan á la justa cólera, ni menos pensó en vengar el agravio con propia mano, sino que entabló querella ante escribano, y, presos la Tablante y Márquez, se les condenó á la última pena en 22 de Octubre de 1624.
Pero muchas simpatías debían de tener los reos entre cierta gente de Sevilla, cuando, apenas se colocó el tablado para la ejecución, un grupo numeroso de hombres lo destruyó, y otro que se hizo enseguida fué deshecho y quemado también la noche del 24 del citado Octubre.
Por fin, con auxilio de la tropa, se puso un tercer tablado, y el 25 por la mañana, después de haber tomado las autoridades grandes precauciones, llevaron allí á los dos reos y al sastre Cosme, que debía presenciar el castigo.
Mas hé aquí que, cuando llegaron los amantes y estaban en el patíbulo, comenzó á levantarse un rumor sordo en el público que llenaba la plaza y el cual fué tomando mayores proporciones, hasta oirse por algunos sitios la palabra perdón.
Entonces apareció por el arco del convento de San Francisco un gran número de frailes en procesión con velas encendidas, llevando en alto un crucifijo, y los cuales, venciendo la resistencia de los soldados, se abrieron paso con dificultad y subieron al tablado con priesa, arrodillándose ante el sastre pidiéndole con sentidas expresiones que perdonara á los culpables.
La esposa cayó también á los pies del marido y entonces se desarrolló una escena por demás original.
«Clamaban—dice el manuscrito del conde del Aguila—los alaridos de la gente porque la mujer era hermosa: cuatro de los religiosos se abrazaron con el marido sin dejarle menear y ayudados de otros y diciendo á grandes voces:—Ya ha perdonado—echaron abajo á la mujer, que dió un salto por la escalera como una gata, y sin cesar las voces de—Ya ha perdonado—fué notable el alarido y contento de todos, y se la llevaron en volandas á San Francisco. Cosme, alzando el brazo, lo meneaba muy depriesa, haciendo señales de que no era verdad, pero seguían las voces de perdón y echaron en el bullicio del tablado abajo al adúltero medio muerto y lo llevaron también á San Francisco, quedando allí Cosme llorando.»
El final de la historia fué que José Márquez pasó á galeras, que el sastre catalán perdonó algunos días después á su amable costilla haciéndola que entrara en un convento; pero Manuela Tablante, que era mujer de empuje, escapó del convento y vivió suelta muchos años en toda libertad para entregarse á mil amoríos en la ciudad, por los que se hizo famosa.
En verso y prosa se publicaron y circularon profusamente por Sevilla á raíz del suceso multitud de relaciones á cual más curiosas y de las cuales se conservan algunas de que no he de hacer mención por lo dilatado que resultaría este apunte y en todas ellas se encuentran curiosos detalles sobre el nunca visto suceso de Cosme Sevaro.
Andaba por Sevilla en los comienzos del siglo XVII, un sujeto á quien todos conocían con el nombre del hermano Juan de Jesús María, el cual iba por las calles con hábito de tercero ó ermitaño y con mucha humildad y constancia pedía limosna para las huérfanas.
Como parecía hombre pacífico y su edad era mayor de los cincuenta años, entraba y salía fácilmente en muchas casas, siendo no despreciable la cantidad de maravedises que diariamente reunía, de los cuales daba pruebas que los empleaba en santos fines su aspecto de pobreza y humildad de su pelaje.
Así anduvo el limosnero de huérfanas durante mucho tiempo y llegó á hacerse popular en Sevilla, sin que nadie sospechase de él que pudiera ser otra cosa que un sano varón, temeroso de Dios....
Pero ¡ay! que los que no obran recto, por muy redomados é hipócritas que sean, al fin y á la postre son descubiertas sus arterías, y esto vino á pasarle al hermano Juan de Jesús María, á quien en 1623 la Inquisición echó el guante y metió en prisiones, quitándole para siempre de andar correteando por calles y plazas de limosnero de huérfanas pobres.
Y con razón obraron entonces los de la vela verde, porque de diligencia en diligencia averiguaron del hermanito las siguientes gracias, las cuales fueron probadas todas con testigos y con los detalles necesarios.
Juan de Jesús María había «dicho proposiciones heréticas y blasfemias, en particular que estaba tres veces confirmado en gracia, una por los pecados mortales, otra por los veniales y otra por las imperfecciones; dijo que lo bautizó la Santísima Trinidad, y que el Angel de su Guarda era Nuestra Señora: que no tenía necesidad de la intercesión de los Santos ni de las imágenes que eran añagazas: que Nuestro Señor le había concedido un Jubileo como á San Francisco: que todas las personas que le dieran limosnas para entrar dos hijas monjas no se habían de condenar: dijo, que mientras más veces comía y bebía se sentía más bien para la oración; que con los abrazos comunicaba á las mujeres el Espíritu y amor de Dios, y así las abrazaba y besaba diciendo que de él no se pegaba nada de la comunicación de las mujeres, porque estaba en el estado de la inocencia, y que no tenía nada de la carne de Adán, etc., etc.,» probándosele también que hacía creer á muchos que sacaba almas del Purgatorio, que había subido al cielo nada menos y que allí lo habían bautizado; que tenía éxtasis y que durante mucho tiempo no habían sido otros sus propósitos que hacerse pasar por ser santo digno de ser venerado en los altares.
Mal año fué, con todo esto probado, para el hermano ermitaño, el año de 1624, pues el 30 de Noviembre salio en el auto público de fé celebrado en la Plaza de San Francisco con 43 penitenciados más, siendo condenado á sufrir cien azotes de los más enérgicos, á «reclusión perpétua en un hospital ú convento donde no comulgase sino las Pascuas, ó para ganar algún jubileo en artículo de la muerte.»
Los públicos azotes los sufrió el hermano Juan de Jesús María el 12 de Diciembre, en que paseó las calles de Sevilla, de muy distinta manera que en otro tiempo lo había hecho, y todas estas noticias constan en el antiguo manuscrito que existe en la Biblioteca Colombina de sucesos sevillanos.
Jerónima Jacinta era mulata, estaba casada con un sujeto de no muy buenos antecedentes, y vivía en Sanlúcar de Barrameda en el primer tercio del siglo XVII.
El marido de la Jerónima, ó bien fuera porque se cansase de ella, cosa que no tiene mucho de extraño, ó porque anduviera en pasos no muy buenos, fué lo cierto que de la noche á la mañana se huyó de su lado y procuró por cuantos medios pudo, que su cara mulata no volviese á tener de él más noticias.
Esto, naturalmente, desesperó á la mujer, que debía estar muy prendada de su hombre, del que no le era fácil pasarse sin su compaña, por cuanto comenzó á hacer muchas y muy activas diligencias sobre el paradero del desenamorado esposo, y viendo que sus pesquisas no le daban resultado, consultó á varias amigas, las cuales la informaron que para que volviese al hogar el marido, no tenía sino que consultar con una famosa hechicera que era especialista en tal linaje de asuntos.
Ella se decidió bien pronto, y cuando ya estaba dispuesta á ir al antro de la bruja, informóla otra amiga, que también era mulata, que con que enviase á la maga una trenza de la camisa, ella se la volvería luego con tal virtud adobada, que, practicando puntualmente lo que le fuese ordenado, ya estaría entrando por las puertas el infiel marido.
Entregó la Jacinta su trenza, con algún dinero que le exigieron, pues no era cosa de dar la felicidad de balde, y recuperó á los pocos días su trozo de camisa, mandándole á decir la bruja que con que lo quemase á fuego muy vivo era lo suficiente para que viese cumplidos los vehementes deseos.
Quemóse la trenza, pero en vano esperó días y semanas el retorno del marido, y ya desesperada, fué tanto su odio y la indignación que contra la hechicera estalló en su pecho que, decidida, salió de Sanlúcar y vínose á Sevilla, donde se presentó ante el tribunal de la Inquisición, denunciando á la bruja con todos sus pelos y señales, y haciéndose los siguientes cargos que constan en el traslado sacado de la relación del auto de fé celebrado el Domingo de Cuaresma última de Febrero del año de 1627, y que no dejan de ser chistosos.
Dijo Jerónima Jacinta "que había visto que la dicha mujer había echado suertes tres ó cuatro veces con unos granos de cebada, echándolos en un puchero con agua, contándolos y diciendo: Saque, machaque, Barcebú, Barrabás, el demonio mayor del infierno; y que luego tomaba un Christo poco mayor que la palma de la mano, y teniéndole sobre la misma palma, con un cuchillo hacía unas rayas en sus mismos dedos y otras en el suelo y en la pared, y luego las borraba soplando, y que cuando las hacía rezaba entre sí, y que tenía un paño todo en que había un pedazo de cabello como mostacho de hombre y la dicha mujer le dijo que aquello era para echar suertes; y que había comprado un asno prieto por doce ducados para darlos á los hombres; y que vendía cada migaja por ocho reales; y que cuando echaba las suertes con la cebada, sacaba un papel donde tenía un pedazo de ara consagrada, y que á ella le había dado un pedazo diciendo que era buena para traer amigos.»
La Inquisición tomó en cuenta la denuncia, y haciendo sus averiguaciones, echó mano á la mujer de los hechizos con la intención de poner coto á sus habilidades.
Pero fué lo gracioso que, de tal manera se las arregló la bruja, que dejó por embustera y falsa á la denunciadora, que no pudo por su mal probarle nada de lo que contra ella había denunciado.
Con esto pagó á la postre la mulata, pues la obligaron á declararse calumniadora y salió en el ya citado auto de fe de 1627, en compañía de otros condenados como la beata Catalina de Jesús, el clérigo Juan de Villalpando, de quienes ya me ocupé, el esclavo Domingo Vicente, Luisa Narváez y otros pájaros de cuenta.
En resumen, la mulata Jacinta fué condenada á «salir con coroza blanca, á sufrir doscientos azotes y diez años de destierro», siendo de suponer que no le quedarían ganas de consultar con más brujas, ni de hacer más averiguaciones para atraer al fementido esposo.
El veinticuatro de Sevilla, D. Fernando Melgarejo, hombre de alta posición y muy conocido de todos fué de aquellos que dejan fama entre sus contemporáneos, bien que ésta no era de las envidiables, aunque sí muy sonada.
Era don Fernando marido de doña Luisa Maldonado, señora formal y grave, pero sin duda, su demasiada gravedad y rigor debieron aburrir al marido, caso que no es raro, y puso los ojos en una hermosa y alegre sevillana llamada doña Dorotea Sandoval, unida en el dulce lazo del matrimonio con un sujeto cuyo nombre calla la historia, y por cierto que es gran lástima.
Correspondido en sus amorosas pretensiones, Melgarejo, que debía ser de aquellos á quien inquieta poco el qué dirán, contando con el beneplácito del marido de doña Dorotea, fuese á vivir con la dama saliendo con rumbo á los gastos de la casa y no poniendo tasa en muebles, joyas y caprichos.
Así duró la cosa mucho tiempo, y al cabo de años, deseando cortar aquel escándalo, que en la ciudad era público por la calidad del héroe, los alcaldes del Crimen de la Audiencia intervinieron en el asunto, desterrando de la ciudad á doña Dorotea, que á poco volvió tranquilamente á seguir la antigua vida, pues la influencia de Melgarejo era grande y su carácter pesaba mucho en autoridades y personas.
Tenía el señor veinticuatro un natural violento, con facilidad montaba en cólera inusitada, razón por la que era llamado por el vulgo Barrabás: y así se explica que en cierta ocasión, como sorprendiera á un mozalbete haciendo desde la ventana de una casa frontera señas á doña Dorotea en punto en que ésta también estaba al balcón, cogió á su amante violentamente y allí mismo dióle una monumental paliza, á la vista del honrado marido, que mientras zurraban á su esposa le decía con mucha flema:
—«Amiga, ¿cuántas veces te dije que no te asomases á esa ventana; mira que el señor don Fernando ha de venir á saberlo y ha de costarte muy caro?»—Y dirigiéndose al iracundo veinticuatro, le repetía:—«Señor don Fernando, prometo á usted que tiene menos culpa Dorotea de lo que le han á usted encarecido.»
A consecuencia de este escándalo y de otros que siguieron, la hermosa apaleada huyó á un convento; pero el marido, haciendo presente que estaba enferma, la sacó de él, volviendo todo al mismo estado, hasta el 16 de Junio de 1627, en que falleció doña Dorotea de Sandoval, con gran sentimiento de Melgarejo, que dió las mayores muestras de dolor.
Éste mandó decir misas á la difunta en todos los templos de Sevilla, costeó gran funeral, y el 17 de Junio, que fué el entierro, lo presidió el propio amante, asistiendo al acto los caballeros principales de Sevilla, apesar de que todos eran tan morales y tan piadosos y devotos.
Poco tiempo después murió también la esposa de Melgarejo, doña Luísa Maldonado, pero de su entierro, cuando nada dicen las relaciones antiguas, prueba que debió de no revestir la pompa y solemnidad que el de la famosa Dorotea.
El marqués de la Algaba, noble sevillano que en la primera mitad del siglo XVII era muy conocido en la ciudad, tuvo un desafío con el Asistente de la ciudad, el cual desafío fué célebre por circunstancias diversas, y cuyo motivo fué el siguiente:
En la casa de los jesuitas hubo una gran función religiosa á fines de Agosto de 1628, y para asistir á ella como era propio de su rango, el marqués de la Algaba mandó á los ignacios que le colocaran en lugar preferente del templo una gran silla con su reclinatorio y almohadas. Mas hete aquí, que á la dicha función ocurriósele asistir también al conde de la Puebla Asistente de la ciudad, y al ver el sillón preparado para otro, mandólo quitar sin más miramiento, porque entendía que si él, que era tan alta autoridad, no tenía preferencia, no debía permitir que ningún marqués de la Algaba ni de ninguna parte la tuviera en su presencia.
Y aquí fué el origen del desafío, porque el marqués montó en cólera y retó al conde, acudiendo los dos rivales á los pocos días á las inmediaciones de la ermita de San Sebastián, donde se batieron briosamente, mas cuando era más empeñada la lucha se rompió la espada del Asistente, parando sus golpes el de la Algaba.
Entonces dice un documento:
«Acudieron amigos de ambos, mediaron y terminó la contienda. El Regente de la Real Audiencia los procesó, prendió y dióles su respectiva casa por cárcel, con centinelas de vista. El año siguiente (1629) el marqués de la Algaba se libró, merced al indulto general concedido, en celebridad del nacimiento del Príncipe Don Baltasar Cárlos.»
Sobre este desafío se hicieron infinitos comentarios, encontrándose muy divididas las opiniones sobre la conducta que siguieron los dos contendientes, no siendo menos las conversaciones á que dió margen otro suceso ocurrido poco tiempo después y en el que también intervinieron como partes principales personas de noble abolengo.
Del apellido Esquivel existían dos familias principales el siglo XVII, y para distinguirlas, el vulgo añadía á sus apellidos los nombres de los barrios donde tenían sus casas solariegas, llamando así á unos Esquiveles de San Vicente y á otros Esquiveles de San Pedro. Estos últimos eran varios caballeros, los cuales encontráronse en la mañana del 16 de Septiembre del citado año del de 1629 con un individuo, también de calidad, y con el cual habían tenido en diversas ocasiones disputas y rivalidades.
El encuentro fué, ciertamente, desgraciado, pues apenas se vieron los rivales, enzarzáronse de palabras, tirando de las espadas, y, con gran cólera, se arremetieron briosamente; mas como quiera que los Esquiveles eran varios, y en auxilio de ellos vinieran algunos criados, vióse el caballero, que estaba solo, obligado á huir, arrojando el acero.
Persiguiéronle los otros, y viendo en su huída el apurado sujeto abierta la puerta de la iglesia de San Pedro, penetró en ella en el momento en que un cura decía misa, arrojándose á sus pies todo afligido y lleno de terror pánico.
Pero los perseguidores no se detuvieron y también entraron atropelladamente en el templo con las espadas desnudas, y hasta el pie del altar persiguieron al enemigo sin consideraciones ni respetos algunos, diciendo el antiguo manuscrito de efemérides sevillanas, donde se cuenta el suceso, que «el sacerdote se quitó la casulla y echósela encima al caballero; y apesar de esta prevención, sus contrarios le dieron de estocadas, pasando la casulla, y lo mataron. Antes de morir tuvo tiempo de confesar, y perdonó á los agresores, que salieron precipitadamente de la iglesia, uno de ellos mal herido.»
Este asesinato, que conmovió á toda la ciudad por las circunstancias que le rodearon y las personas que en él intervinieron, no pudo ser castigado por la justicia, pues los autores materiales del hecho desaparecieron, tal vez protegidos por los instigadores, si bien se dijo que todos, pobres y fugitivos, no tardaron en tener un desagradable fin.
El prior del monasterio de frailes cartujos de Santa María de las Cuevas, en 1630, era un varón respetable, no sólo por su mucha ciencia sino por sus virtudes, que al decir de todos, las poseía en alto grado, tanto más dignas de encarecer si se tiene en cuenta que ya en el siglo XVII no regía en aquella casa toda la rigurosa observancia de las estrechas reglas de la orden, como lo fueron en los primeros tiempos que siguieron á su fundación.
Este prior tenía muy estrecha conciencia y se andaba con gran tiento y pulso en lo del examinar detenidamente á los monjes, siendo en extremo celoso é inflexible cuando de sus condiciones morales y conducta se trataba.
Por esto, algo debió observar que no fuera de su agrado ni le pareciera conveniente, cuando se negó á dar licencia para órdenes, á un monje llamado don Pedro Pavón, el cual de contínuo demostraba cuántos y grandes eran los deseos que de verse con tales licencias tenía.
Y como quiera que Pavón fuese hombre de carácter violento, y en la negativa de su prior viese, ofuscadamente tal vez, algo de personal enemiga, exaltóse hasta tal punto, que la mañana del 19 de Diciembre levantóse de tan mal talante y con tan negras intenciones, que sin más ni más se fué derecho á la celda del prior, donde éste se hallaba tranquilamente, acompañado de un lego que le servía.
Entró Pavón resueltamente, y casi sin hablar palabra, se precipitó sobre el prior, y armado de un puñal lo hundió varias veces en el pecho de su víctima, que cayó en tierra sin poder defenderse. Rápido, y presa de insana y criminal furia, Pedro Pavón acometió enseguida al lego, que huyó despavorido, sin que lograra, apesar de su diligencia, librarse de una terrible puñalada que le atravesó la garganta.
A los gritos de los heridos acudieron los frailes, quienes después de muchos esfuerzos, consiguieron sujetar al criminal mientras otros recogían los ensangrentados cuerpos.
Diez y siete días después de aquel suceso (28 de Diciembre), expiró el prior, y como el crimen había sido conocido en toda Sevilla, produciendo la mayor sensación, fué inmenso el concurso que acudió al monasterio de la Cartuja y á ver el funeral y entierro, al que también asistió el Asistente, vizconde de la Corzana, y los caballeros veinticuatros, con otras muchas personas graves y de alta significación en la ciudad.
Y escribe don Diego Ignacio de Góngora, que al cadáver del prior le pusieron «corona de mártir» y que el lego murió el día 30 sin que para él hubiese lo de la corona, aunque en verdad también la merecía.
En cuanto al criminal, aunque lo sentenciaron á ser entregado al brazo secular para quitarle la vida, se probó que estaba loco, y lo encerraron en el convento de San Juan, en donde se dice que murió por los años de 1678.
Para que este succeso fuese todavía más digno de llamar la atención, vino á unirse á él lo extraordinario del siguiente cuento que consigna cándidamente Góngora.
«En el convento de Miraflores, un cartujo virtuoso, que conocía al Prior de Sevilla (sin saber lo que acá había pasado) vío que Santa Justa y Rufina (!) presentaron en el cielo al Prior de Sevilla con una guirnalda de flores y una rica capa carmesí, en los brazos de Nuestra Señora. Así se ve pintado en una lámina en la hospedería alta del convento, y el entierro en la baja.»
Todo esto aumentó, como es consiguiente, la fama del asesinato del Prior de las Cuevas, suceso que entretuvo por largo tiempo á las gentes, y que bien merece consignarse, para saber como la gastaban algunos hombres del siglo XVII, cuando los contrariaban sus superiores.
Bien conocida es la historia de la originalísima mujer doña Catalina de Erauso, monja en San Sebastián, que mal avenida con su sexo, se fugó del convento en 1607, á la edad de quince años, y disfrazada de hombre, marchó á Indias, donde siguió por mucho tiempo una vida llena de lances y aventuras, que no es del caso recordar, sentando después plaza en el ejército, donde por su valiente comportamiento y los muchos hechos de armas en que tomó parte, logró el grado de alférez. Y sabido es también, cómo fué allí descubierto su sexo y vuelta á España en 1624, donde la fama de sus hechos y extraña historia, se divulgó bien pronto, llamando la atención de todos, alcanzando tanto renombre, que en 1625, el rey Felipe IV le mandó dar 800 escudos en premio de su valor y el título de alférez, y el papa Urbano VIII le concedió especial permiso para que durante su vida usase, como hasta allí lo había hecho, el traje masculino.
Esta singular mujer estuvo en Sevilla en 1630, cuando su nombre era conocidísimo en toda la península, y aquí permaneció breve tiempo, disponiéndose para embarcar de nuevo á América, siendo aquél su último viaje, pues la monja alférez desapareció en 1635, sin que se volviese más á saber de ella.
En Junio del citado año de 1635 doña Catalina de Erauso vestida con su traje militar, paseó las calles de la capital de Andalucía, excitando la curiosidad de todo el pueblo, y siendo recibida en las casas más principales, donde suspendía á cuantos la escuchaban con el relato de sus novelescas aventuras.
El día 4 de Julio fué á la Catedral sevillana la monja alférez, donde oyó misa, y cuenta un testigo que, á su entrada y salida del templo, la rodeó la gente curiosa, que la siguió por las calles hasta su posada.
Vivía entonces en Sevilla el celebre pintor Francisco Pacheco, y este artista, excitada su curiosidad por aquella mujer singular, la llamó á su estudio y le hizo un notable retrato al óleo, retrato del cual da las siguientes noticias don José María Asensio.
«Pacheco aprovechó su permanencia en Sevilla (la de la monja alférez) para hacer su retrato, cuyo original, vendido, según parece, por un comisario de guerra sevillano al coronel B. Shepeler, encargado de negocios de Prusia en Madrid, vino á parar á poder de don José María Ferrer, quien lo publicó en la historia de aquella mujer extraordinaria en la edición que se hizo en París en 1829.»
El capitán Miguel de Chazarreta, que iba de general de la flota de Indias en 1630, se dispuso á llevar con sus tropas, á la monja alférez, y según el testimonio del contador Manuel Fernández Pardo, oficial mayor que era entonces de la Contaduría de la Casa Contratación de Sevilla, en los libros de dicha Contaduría se sentó la cédula del rey y el pasaje de la famosa guipuzcoana con el título de el alférez doña Catalina de Erauso.
Un antiguo escritor de curiosidades sevillanas, el ya nombrado don Diego Ignacio de Góngora, da noticias de la estancia en Sevilla de doña Catalina, y escribe en este punto las siguientes líneas:
«Yo hablé con el P. Fray Nicolás de Rentería, religioso capuchino, que murió portero en el convento de religiosos capuchinos de Sevilla, hombre ya muy anciano, que, siendo mozo y seglar, había estado en las Indias, en la provincia de Nueva España, el cual me dijo que había conocido á la monja alférez en Veracruz, donde tenía una recua de mulos para llevar las ropas y mercaderías que traían la flota á Méjico y tierra adentro y bajar la planta que embarcaban los galeones, y que había realizado mucho caudal en este género de tráfico y ocupación.»
Partió la monja alférez de nuestra ciudad en el verano del mismo año de 1630 con la gente del capitán Chazarreta, dejando por largo tiempo recuerdo de su estancia en Sevilla y recuerdos en la memoria de todos de su porte y traza, y que describe así uno de sus biógrafos:
«Era Catalina demasiado alta como mujer, aunque no tenía la estatura ni la presencia de un arrogante mozo. De cara no era fea ni bonita. Eran negros, brillantes y muy abiertos sus ojos y las fatigas más que los años alteraron pronto sus facciones. Llevaba los cabellos cortos como los hombres, y perfumados, según la moda. Vestía á la española. Poseía aire marcial, llevaba bien la espada y su paso era ligero y elegante. Sólo sus manos tenían algo de femeninas, en las palmas más que en los contornos, y su labio superior estaba cubierto de negro y ligero bozo, que, sin ser verdadero bigote, daba un aspecto viril á su fisonomía.»
Tal era, físicamente, aquella monja sin par, y tales las curiosas noticias que existen de su estancia en Sevilla, donde tanto llamó la atención de las gentes.
Juan Morán era mozo de chapa, valentón de oficio, aficionado á lo ajeno y hombre que había en su larga carrera cometido tantas tropelías, que al cabo y al fin vino á dar en que la justicia le condenase á la pena de horca, como remate á sus numerosos delitos.
Al efecto, el día 6 de Septiembre de 1633, reuniéronse en la Audiencia los alcaldes de Sala, y con todas las ceremonias comenzaron la relación de la causa del ínclito Morán, que muy contrito y arrepentido, al parecer, escuchaba la relación de la cuenta interminable de sus crímenes.
Mas de pronto, acordándose el valentón de lo que había sido, y encendiéndose su sangre toda ante la idea de que iba á morir sin honra ni provecho, tuvo un arrebato vehementísimo, y sacando un cuchillo que oculto llevaba, fué su primera acción acometer al alcaide de la cárcel, Antonio Brito, que estaba más próximo, hiriéndole de una terrible puñalada que lo derribó, y al punto, sin perder instante, cogió una espada á otro sujeto, y armado de ella subió las gradas del estrado con intención de asesinar á sus severos jueces.
En la sala se produjo una confusión espantosa: todos gritaban, todos estaban en movimiento, y los señores alcaldes, que se vieron venir sobre ellos á Juan Morán, saltaron de sus sillones y detrás de los asientos muy agazapados procuraron esconderse llenos de terror, pues todos se veían ya atravesados por el acero del bravo.
Así lo hubiese ejecutado el valentón si no da la casualidad que, ya en el estrado, tropezase y cayese, en cuyo punto se arrojaron sobre él alguaciles, mozos y público y le hirieron ferozmente.
Media hora después estaba la horca levantada en la Plaza de San Francisco y á ella fué arrastrado Juan, á quien habían cargado de cadenas.
Después de ejecutado el valentón se le cortó una mano, que se clavó en la puerta de la Cárcel real, siendo este el desgraciado fin de la vida de Juan Morán, de cuyos hechos he visto más de una antigua relación impresa.
En la calle de Harinas existía una posada de las más acreditadas de la ciudad y de la que era dueño un matrimonio que tenía cierto capital, pacíficamente adquirido en el ejercicio de su comercio.
La esposa era, según las memorias, mujer muy hermosa, y á lo que parece, debía de estar prendada de su marido, y ser, á más, honesta y muy cumplidora de sus deberes.
En el año de 1633, un caballero navarro y de posición, que vino á Sevilla á particulares asuntos, hospedóse en la posada de la calle de Harinas, y como quiera que el tal fuese joven y de sangre inquieta, comenzó á requebrar á la mujer del posadero, con tanta insistencia y tan arriscado, que la mujer llegó á alarmarse, viéndose precisada á tomar algunas medidas para defenderse del peligro que la amenazaba.
Don Bernardo de Beamonte, que así se llamaba el caballero, era, como buen navarro, testarudo, y la negativa de sus pretensiones amorosas le empeñó más y más en ellas, dándose el caso de que la posadera, para evitar encuentros y asechanzas, adoptase, como prudente medida, la de irse por algunos días á vivir con ciertos lejanos parientes.
Entonces don Bernardo, que no debía ya estar muy en su juicio, dedicóse á buscarla por toda la ciudad, y así anduvo el hombre varios días bebiendo los vientos, sin resultado alguno. Mas héte aquí que el Sábado Santo, al pasar el enamorado por las gradas de la Catedral, vió salir de la Basílica á la hermosa posadera, que acababa de oir la misa mayor, y lo mismo fué verla se dirigió como un rayo á la mujer, que, asustada de la actitud de don Bernardo, volvió á entrar en la iglesia, temiendo algún desastre.
Y no fueron, á la verdad, infundados sus temores, pues el caballero acercóse á ella, volviendo á reiterar sus pretensiones con violenta y turbada actitud, causándole tal explosión de enojo y cólera el verse, como en otras tantas ocasiones, rechazado, que allí mismo tiró de la daga y con ella se avanzó á la mujer, hiriéndola gravemente en el hermoso rostro, causa de sus desazones y de sus inquietudes.
El escándalo que á la puerta del templo se produjo fué enorme, y aprovechando entonces la confusión de los primeros momentos, don Bernardo huyó entre la gente, llegando á buscar asilo al convento del Carmen, que era el recurso entonces de los que cometían un delito.
Allí quedó oculto el navarro por unos días, sin que la justicia supiera su paradero, ni tampoco lo conociese el marido de la posadera, que tenía gran empeño en dar con el que tanto propósito había demostrado en deshonrarle.
Pero de allí á poco el esposo, fué más afortunado que los golillas, y habiendo sabido el lugar donde don Bernardo de Beamonte se ocultaba, el día 28 de Marzo de 1633, fuése muy disimuladamente al convento, y habiendo conseguido llegar hasta la celda que servía de prisión al caballero, lo encontró descansando muy descuidado, y sin andarse con más palabras, le asesinó con un cuchillo.
Preso el matador, fué juzgado inmediatamente, pero tales fueron las circunstancias que en el hecho concurrían, que la justicia, el día 18 de Abril, lo puso en libertad bajo fianza, según consta en las Memorias sevillanas de donde tomo la noticia de este suceso.
Lo que no dicen las Memorias es si el rostro de la mujer quedó muy desfigurado con las cicatrices de las heridas que le causó su acalorado pretendiente, á quien tan caro costó el prendarse de posadera honesta.
No hacen memoria alguna los historiadores, de un escribano del crimen de la real Audiencia, que vivió en Sevilla hace tres siglos, y por cierto que es gran lástima, y es imperdonable olvido, pues el tal quedó como hombre famoso y dió mucho que hablar en la ciudad y metió en ella ruído, teniendo que intervenir en sus asuntos el mismo rey Felipe IV y todo el Concejo, como verá el que siga leyendo.
Don Roque Simón era el nombre del escribano, y aunque en un principio tenía escasa fortuna, tomó un Oficio, y apenas se vió con él, supo darse tales trazas, empleó tales manejos y se metió con gente de tal calaña, que llegó pronto á revestirse por sí de una autoridad con la cual llevó á cabo los más desatinados desmanes.
Claro que en principio tuvo por protectores á los alcaldes que le ayudaron, pero andando el tiempo, y dicho sea de verdad, llegó el escribano á imponerse de modo, que señores muy graves de la Audiencia le tenían miedo y dejábanle por esto hacer cuanto le viniese en mientes, que no era poco.
El buen don Roque era toda una hormiguita aprovechada, y así no fué extraño que con gran asombro de muchos le vieran en poco tiempo dueño de fincas, con criados, caballos y lleno de grandes comodidades.
Verdad es que para tenerlas, no reparaba en escrúpulos, y así se las manejaba de manera harto donosa, siendo protector de rufianes y valentones, á quienes sacaba el dinero por tenerlos al amparo de la justicia, teniendo de su particular predilección á Juan de Barrio, rufián célebre en Sevilla por sus tropelías, y á otros no menos conocidos como Francisco de Espino, Francisco Bautista, Medrano y Escamilla, siendo también muy señalada su protección á la Garrida y á María Pérez, dos mozas de chapa, regatonas de pescado en la Costanilla.
Con otros vendedores de pescado y con los de diversos artículos, cometía el escribano no pocos atropellos y hacíales, con amenazas, que le dieran lo mejor que había en el mercado, como cualquier municipal de nuestros días, y cierto viernes de Cuaresma, como no había un pescado que quería, la emprendió á golpes con un vendedor, á quien encima mandó á la cárcel.
Aceptada como medida de mayor aprovechamiento, andaba también el escribano con los del contrabando y tenía con la mayor desvergüenza, una falúa para introducir géneros en la ciudad, siendo no pocos los abusos y desmanes que llevaba á cabo con otro compinche en el río, donde á más impuso su autoridad á los pescadores de Triana.
Y para que se vea cómo las gastaba Roque Simón, copiaré del manuscrito de la Información, estos dos casos:
«El verano pasado, porque el nevero que vendía en la Alameda no le guardó nieve, fué á su casa y lo injurió con muy malas palabras y lo hizo, por su autoridad, llevándolo á la cárcel de la audiencia, donde lo tuvo tres días, haciéndole muchas molestias, de que hubo muy grande nota....»
«En la Pascua Florida, que agora pasó, porque un hombre que te trujo unos jamones pidió dos reales por la traída, embistió con él y le dió de bofetadas á mano abierta y de empellones y coces en el Oficio de Mateo de Sisa.»
Esto de abofetear á los que le parecía, era procedimiento que usaba con frecuencia el famoso escribano del crimen, y así, en cierta ocasión la emprendió á bofetones con un sastre en su mismo despacho; en otra con un sillero de calle Colcheros, y con los vendedores ambulantes de la Costanilla y el Salvador lo hacía con frecuencia, llegando en sus valentías á hechos como éste, que da gráfica idea de lo que era el mozo, y que para él no existía el respeto y consideración al sexo débil.
«Iten que por maltratar á algunas personas con quien tiene enemistad, se acompaña con los alguaciles, que rondan, tomando la administración de la justicia por color para sus intereses, como lo hizo con doña Gerónima de Ledesma, que tiene casa de posada en la calle de Bayona, y rondando con Lorenzo López, alguacil de la Justicia, fué á su casa y la deshonró de muy feas y afrentosas palabras, dándole muchos golpes y empellones, y lo mismo hizo en otra ocasión con doña Francisca de Villalobos, llamándola de... haciéndola presa en la cárcel, en que hay mucha nota.»
En fin, para que nada le faltase á Roque Simón, también le daba por las faldas y andaba siempre enzarzado en amoríos y enredos femeninos, como así se hizo constar en su información, diciendo que «ha muchos años que está amancebado y en pecado público, con mucha nota y escándalo, primero con doña Ana Tabique, á quien ampara, y después de ella con doña F. de Ledesma, y siendo casado, come y duerme con ella, y da mala vida á su mujer muy públicamente, y por celos de un clérigo lo hizo prender y tuvo mano para que, siendo ordenado, lo llevasen con los de la leva.»
Siguiendo su acostumbrado procedimiento, Roque Simón insultó y prendió sin motivo alguno, en 8 de Octubre de 1636, á un panadero del Salvador, llamado Lope Gordillo; pero aquel atropello no le salió tan bien como todos, pues sabiéndolo el teniente mayor del Asistente, que tenía deseos de poner ya coto al escribano, hizo prender á Roque, llegando á tanto la osadía de amigos y compinches que la sala de alcaldes se llevó la causa.
Entonces la ciudad recurrió al rey, que, enterado del caso, envió en 20 de Noviembre de 1636 una provisión al regente de la Audiencia de Sevilla, que lo era don Paulo de Arias Temprado, mandándole que abriese inmediatamente escrupulosa información sobre la vida y milagros del famoso Roque y que se remitiera al Concejo.
A esta Información, que se comenzó inmediatamente, pertenecen los párrafos que más arriba dejo copiados, siendo gran lástima que, así como se conserva en el Archivo Municipal (Papeles importantes: Tomo 3) el documento, no le acompañen las últimas noticias de las penas que se impusieron á Roque Simón.
Verdad que bien pudiera haber ocurrido que, por su buena mano, quedase sin castigo ó con castigo leve, que tal ocurría á veces con la justicia de antaño.
Cuando ya parecían extinguidos en Sevilla los protestantes, que tanto dieron que hacer á la Inquisición y á las justicias en el siglo XVI, alzáronse en los comienzos del siguiente rumores de que los reformadores intentaban de nuevo promover inquietudes, y ante el temor de que se volviera á los días del doctor Constantino de la Fuente, de Cipriano Valera y de Egidio, los señores del Santo Oficio abrieron el ojo y comenzaron una persecución activísima contra cuantos pudieran, aun de muy lejos, resultarles sospechosos de herejía luterana.
Por este tiempo, que no era á la verdad el más apropósito, vino á la capital de Andalucía huyendo de su patria nativa un portugués, de apellido Perea, hombre listo, y cuyas ideas en materias religiosas no dejaban de ser harto sospechosas.
Perea tenía mucho de aventurero y no poco de valentón, y así fué que no tardó en ponerse en contacto con gente de baja ralea, y bien fuera por convicciones, bien por buscar con aquello medios de ir viviendo, dedicóse, embozada y ocultamente, á hacer propaganda de luteranismo en terreno que, ciertamente, no estaba preparado para que la semilla fructificase, como antes había sucedido.
Reunió Perea algunos adeptos, gente de poca monta, pero no tardaron en llegar á oídos de la Inquisición los manejos del portugués, y en los comienzos de 1636 decidieron apoderarse de su persona.
Al efecto, una noche presentáronse los inquisidores en su casa, donde le sorprendieron en una de las habitaciones de ella, sin que Perea hiciese resistencia alguna; antes al contrario, con muy prudente actitud y mesurado tono, hizo presente á los esbirros del tribunal que estaba á disposición de ellos, rogándoles, sin embargo, que aguardasen algunos instantes, pues tenía urgencia de evacuar una imperiosa necesidad en que nadie podía sustituirle.
Asintieron ellos, y Perea entró en otra estancia inmediata á la que se encontraba, cerrando pudorosamente la puerta de ella.
Pasaron algunos minutos y hasta un cuarto de hora, y viendo los de la vela verde que se dilataba la ausencia, y que no contestaba á las voces que le dieron, penetraron en la habitación, viendo con sorpresa que el pájaro había volado por una ventana que se hallaba abierta y la cual daba á un callejón excusado y tortuoso.
Salieron los inquisidores chasqueados y furiosos de la casa del portugués, sin que fuera posible dar más con su persona, apesar de las activas diligencias que se llevaron á cabo, y de los varios medios que se pusieron en práctica.
El 23 de Agosto de 1637, celebró la Inquisición auto de fe en San Marcos, y en él se leyó la causa de Perea, el cual, averiguadas todas sus heregías, era condenado á ser quemado vivo.
Pero como el portugués no se hallaba á mano, los inquisidores tuvieron que contentarse con quemar una estatua de cartón y paja, que lo representaba con toda propiedad, y Góngora dice, haciendo mención de este suceso: «Súpose más tarde que (Perea) estaba en Holanda y por eso se quemó su estatua entre otras.»
Y esta fué de las pocas veces que con ingenio pudo un reo burlar al odioso tribunal, estando ya casi cogido en sus garras.
El marqués de Buenavista murió de manera violenta el año 1638, y las causas de esta desgracia, que fueron en verdad curiosas, bien merecen ser consignadas.
Hallábase la mañana del 21 de Diciembre del citado año, en el edificio de la Aduana, don Martín de Medina, marqués de Buenavista, presenciando las ventas que allí se hacían, cuando, por motivo de un negocio que estaba haciendo un sujeto llamado Francisco Ginés, enzarzóse con él de palabras, que bien pronto subieron de punto, pues el tal marqués era, y esto le venía de familia, colérico y nada prudente.
Como quiera que interviniesen algunas personas en la disputa, éstas lleváronse al señor marqués, mal de su grado, y la cosa quedó por entonces allí, si bien no había de tardar en llegar á un funesto extremo.
Algunas horas después de la disputa, ocurriósele á Francisco Ginés, acompañado de un sirviente, pasar por casa del de Buenavista en ocasión en que éste estaba á la puerta, y lo mismo fué verlo el señor, comenzó á insultarlo con las mismas descompuestas palabras y aun otras de más grueso calibre, que hicieron fijar la atención de los transeuntes y personas que por allí á la sazón discurrían.
Escuchaba Ginés todo aquel chaparrón de insultos con cierta resignación, limitándose á contestar alguna vez al marquesito, aconsejándole la calma, cosa que también el criado hacía, lo cual tomó el joven caballero á poquedad y achicamiento de ánimo, por lo que, exaltándose más y más, llegó á levantar su espada con intención de descargarla sobre el prudente Ginés, lo cual ya acabó con la medida de su paciencia, y colmada con creces, se retiró á su domicilio, que no estaba muy lejos del de su señoría; pero al llegar á este punto dejaré la palabra á un historiador, que dice:
«El Francisco Ginés entró en su casa y trajo su espada, y embistió con el marqués de Buenavista, y apartándolos los que se hallaron allí, el criado le dió una herida mortal, de la cual murió dentro de dos días ó tres; y los agresores escaparon; y andando el tiempo, dentro de un año se libró el Ginés y el criado se desapareció.»
Y el mismo curioso autor contemporáneo de estos sucesos, añade, después de haber dicho que el padre del marqués habíale afeado á su hijo la primera disputa en la Aduana, aquella tarde del día 21 de Diciembre de 1638:
«Los parientes del difunto, que son muchos y muy calificados, conocieron la razón, y que su propia presunción y soberbia le quitó la vida al don Martín de Medina, marqués de Buenavista, si ya no discurrimos que el no haber querido desistir, habiéndose interpuesto el padre, y reprendídole diciéndole que estaba muy soberbio y vano, le ocasionó la muerte, como sucederá con los que no obedecen á sus padres.»
Era inquisidor mayor de Sevilla en 1638 el señor don José Ortiz de Sotomayor, personaje campanudo, de gran coranvobis, soberbio como él sólo y tan poseído de su persona y cargo, que se hacía servir como un reyezuelo despótico y arbitrario.
Este señorón andaba algo picado con el Cabildo Catedral por diversas causas, y deseando hacer ostensión de lo que valía y de cuánto era su poder, el día 14 de Agosto del citado año, en el cual celebrábase en la Basílica sevillana una gran fiesta por cierta bula que había concedido el Papa, y el templo estaba lleno de autoridades, de personajes y de muchos fieles y fielas, presentóse el inquisidor á manera de principote indio, rodeado de criados y seguido de un paje que le llevaba la falda del traje talar.
Esto de la falda alzada no era permitido más que al arzobispo, por lo cual, cuando los canónigos que estaban en el Coro supieron la forma en que el inquisidor llegaba á la puerta del templo, mandaron á decirle con urgencia, que si quería entrar en la Catedral se dejase de que le llevaran la cola.
Cuando esto supo el señor Ortiz de Sotomayor, púsose colérico y envió recado á los canónigos diciendo que con falda alzada había de entrar y que no había más que aguantarlo, dando esto motivo á diversos recados y dimes y diretes que casi interrumpieron toda la gravedad de la solemnidad religiosa y dió bastante que murmurar al concurso, terminando el incidente, por entonces, con que el hinchado inquisidor entrase en el templo y saliese de él muy orondo y ufano, seguido del pajecito que le llevaba la discutida falda.
Alborotóse el cabildo eclesiástico, y no queriendo que le pusiesen el pie delante en cuestión de tanta trascendencia, envió á Madrid un canónigo para que trajese resolución de los altos poderes para saber á qué ajustarse en adelante.
Y fué lo bueno que la tal resolución vino contraria al inquisidor, pues se decía en ella que cuando fuese á la iglesia con el tribunal podría llevar la cola alzada, bajándola al llegar á la capilla mayor, pero que nunca se permitiese ni esto cuando fuese solo.
La rabia del señor don José, al conocer la nueva, fué terrible, pero no tuvo otro medio por entonces que acatar lo mandado, terminando así esta cuestión de faldas.... eclesiásticas.
Costumbre muy arraigada era en las mujeres españolas en los siglos XVI y XVII salir á la calle cubiertas con mantos, y de las más afectas á ese uso lo fueron las damas de Andalucía, y particularmente las sevillanas, que en esto de ir tapados los rostros como en otros varios hábitos que tenían, veíanse claros los restos de costumbres mahometanas de lejanos días que no habían podido desechar, dado que aunque ellas no quisieran, algo de sangre moruna por sus venas corría.
Era el manto en las mujeres de Sevilla, prenda de gran estima é imprescindible en multitud de ocasiones, aun para las de más elevada posición, como dice el bachiller Luís de Peraza, que en el siglo XVI escribía: «Las más ricas usan trajes de mantos de paño fino y largos, y de raso, y de tafetán y de sarga....» y en los comienzos de la centuria siguiente apuntaba Alonso de Morgado en la Historia de nuestra población: «Usan (las sevillanas) vestidos muy redondos, se precian de andar muy derechas y menudo el paso, y así las hace el buen donaire y gallardía por todo el reino, en especial por la gracia con que lozanean y se tapan los rostros con los mantos y miran de un ojo y en especial se precian de muy olorosas, etcétera, etcétera.»
Prenda muy apropósito era el tupido manto para las aventuras y galanteros, que como dijo el poeta
«siempre el manto fué en España
tapa enredijos de amor....»
y con harta frecuencia los autores de aquellos tiempos se lamentaban de los lances á que el uso de tal prenda daba lugar y en los cuales había con frecuencia tajos y cuchilladas de galanes rivales ó de burlados esposos y amantes.
Fundándose, pues, en graves razones que se tuvieron muy en cuenta, las Cortes celebradas en 1586 prohibieron que las mujeres fuesen tapadas «por los inconvenientes que de esto resultaba» mas como quiera que tal prohibición poco ó nada llegó á cumplirse, Felipe II dió una pragmática en igual sentido en 1594 y Felipe III otra en 1614, que dicho sea de paso y aunque contrariara á los monarcas y á sus justicias, no consiguieron desterrar el uso del manto, ni mucho menos, de los dominios españoles.
En Sevilla, por ejemplo, fueron en vano las amonestaciones de los Asistentes de la ciudad y las predicaciones de no pocos frailes, que tomando muy á pecho esto de que las damas no lucieran sus lindos rostros por calles y plazas, llamaron al manto arma de Satanás, cubierta del pecado, etc., amenazando con el enojo de la divinidad y hasta con las eternas penas de los profundos infiernos.
Así las cosas subió al trono el rey Felipe IV y aunque ya se sabe que este monarca fué muy dado á aventuras y que su reinado es el de las comedias de tapadas y embozados, tantas fueron las quejas que recibió y tantas las representaciones que los cabildos de algunas ciudades le hicieron, que el 12 de Abril de 1639 dió una pragmática con toda la fuerza de ley votada en Cortes, la cual era de no poco rigor y llevaba el propósito de conseguir de una vez por medio del temor á las penas, la completa desaparición de prenda tan cara para el sexo bello como lo era el manto.
Así, en la dicha pragmática se leen párrafos como el siguiente, que á título de curiosidad reproduzco y que dice así:
«....Mandamos que en estos reinos y señoríos todas las mujeres, de cualquier estado y calidad que sean, anden descubiertos los rostros, de manera que puedan ser vistas y conocidas, sin que en ninguna manera puedan tapar el rostro en todo ni en parte con mantos, ni otra cosa, y acerca de lo susodicho, se guarden, cumplan y ejecuten las dichas pragmáticas y leyes con las penas en ellas contenidas y demás de los tres mil maravedís que por ellas se imponen en la primera vez caigan é incurran en perdimiento del manto, y de diez mil maravedís aplicados por tercias partes, y por la segunda los dichos diez mil maravedís sean veinte y se pueda poner pena de destierro, según la calidad y estado de la mujer. Y por lo que contiene la infalible ejecución y observancia de todo lo suso, mandamos que donde no hubiese denunciador se proceda de oficio, y que ningún consejo, ni otros tribunales, juez, ni justicia de estos reinos, puedan moderar la dicha pena ni dejarla de ejecutar, y si lo contrario hiciesen se les hará cargo de ello á las visitas y residencias y se les impondrán las mismas penas que por esta ley se imponen....»
El 26 del mencionado mes de Abril la pragmática se publicó en Sevilla por los puntos de costumbre y con las formalidades de ordenanza. Y para mayor circulación, y que llegase á conocimiento de todos, se imprimió con real privilegio en el mismo año de 1639 en casa de Francisco de Lyra, con este título:
—Premática en que su magestad manda que ninguna mujer ande tapada, sino descubierto el rostro, de manera que pueda ser vista y conocida, so las penas en ella contenidas y de las demás que tratan de lo susodicho.... Impreso en Sevilla, etc., etc.»
Grande disgusto tuvieron las damas hispalenses al conocer el documento, habiendo muchas á quienes no les asustó ni lo de la multa de los veinte mil maravedís, ni lo de la pérdida del manto, y se presentaron envueltas en él por las calles, en las iglesias y en los corrales de La Montería y en el Coliseo.
De aquí surgieron no pocos lances, y aunque algunas mujeres alegaban, para excusarse de cumplir la pragmática, los privilegios ó fueros que gozaban su padre y marido, viendo que tampoco este recurso les daba resultado, y que las gentes de la justicia no andaban tardías en las denuncias, en más de una ocasión excitaban á sus deudos y allegados para que buscaren medios é influencias con que dejar de cumplir lo ordenado por el rey.
Pero durante algún tiempo nada pudieron conseguir las sevillanas en favor de su prenda tan estimada, dándose el caso de que no pocas se excusaban de salir con la frecuencia que antes lo hacían, por no hacerlo en cuerpo y con el rostro descubierto, ocurriendo también que á algunos comerciantes les quitasen las prendas que vendían, como ocurrió en 20 de Agosto de 1639, en que, al decir de Góngora, «el teniente mayor Pedro de Soria mandó quemar en una tienda unos guarda-infantes, con gran gusto de los muchachos.»
Pero campaña que la mujer emprende tarde ó temprano la gana, y así sucedió entonces, que á cabo de algún tiempo la pragmática quedó sin cumplimiento y volvieron á verse por las tortuosas calles de Sevilla y á todas horas, lo mismo que antes, las misteriosas tapadas, cebo de galanes, y que eran nota tan característica en la España de aquellos tiempos.
El caso ocurrido con el padre, maestro Vilches, del convento de Nuestra Señora de la Merced calzada, es digno de ser recordado, porque, en verdad, tiene interés y curiosidad.
Hombre muy docto en sagrada teología, versado en letras, de austero carácter y puras costumbres, era el reverendo Vilches, por todo lo cual estaba en el mejor concepto, no sólo entre la respetable comunidad, sino también entre cuantos lo conocían y frecuentaban su trato.
Por esto á todos indignó el saber en 1637, que á persona tan respetable le hubieran robado la cantidad de 2.000 ducados en su celda, y más, porque el autor del robo había sido un fraile lego que le servía, y el cual desapareció súbitamente, sin que fueran de resultado alguno las pesquisas activas que se llevaron á cabo por encontrarle.
Así quedó la cosa, lamentando todos que varón tan respetable hubiera sido víctima de aquella mala acción, pasando el tiempo y no volviendo á saberse más del aprovechado lego.
El año de 1640 llegó al convento de la Merced el padre Provincial de la Orden y comenzó la inspección de la casa, conforme á la comisión que traía.
Pero mejor que yo, relata lo sucedido entonces, autor tan grave y piadoso como el del manuscrito de Efemérides sevillanas, el cual dice: «El Provincial reconoció faltaba cantidad considerable de dinero de las arcas de la Redención, en las cuales, por supuesto, debía tener alguna intervención el maestro Vilches. El Provincial quiso buscar el dinero en la celda de los religiosos, haciendo escrutinio en ellas; y bien fuese por alguna sospecha, ó por poco afecto que le tuviese, ó por dar ejemplo para que los otros no se excusasen, ni lo sintiesen, empezó por la celda del maestro Vilches. En ella encontró una alhacena tabicada (decían que estaba en la misma pieza donde él dormía), hízola abrir y en ella hallaron los huesos del fraile lego que él había muerto.»
La sorpresa que esto produjo fué grande y el escándalo en Sevilla al saberse el suceso subió de punto, sin que valieran cuantos medios pusieron en práctica los frailes para impedir que se divulgara.
El padre maestro Vilches fué preso, costando mucho trabajo la formación de la causa, pues los religiosos se negaron á declarar ante la justicia «ó por política que observaban ó por precepto que les había impuesto el prelado» con lo cual la gente tuvo ocasión de hacer muchos y muy variados comentarios sobre el suceso, quedando como más aclarado «que el dinero de las Arcas de la Redención le había sacado el dicho padre Vilches, y gastádolo, y que de ello había sido sabedor el religioso lego; y que cautelándose no lo descubriese, lo mató, porque él riñendo con el M. Vilches lo amenazó.»
Y fué el fin de esta historia, que en Septiembre del año 1640 fué condenado el padre maestro á reclusión perpetua en el convento, donde se dice que murió muchos años después, contrito y muy arrepentido de su fechoría.
Don Juan de la Cruz era Alcaide de la cárcel real en 1641, cargo que desempeñó durante no poco tiempo y el cual era bastante codiciado por muchos, dado que en sí llevaba entonces ciertas ventajas y ganancias no despreciables, si bien nada legales.
Este buen Alcaide tenía por aquel año bajo su custodia un número considerable de presos acusados del resello de moneda, los cuales eran gente levantisca de suyo, que unída á los valentones, ladrones y demás gentualla, traían de contínuo revuelta la prisión, célebre con grandes escándalos y pendencias.
Así andaban las cosas, cuando la noche del 26 de Marzo de 1642, don Juan de la Cruz se disponía á hacer la acostumbrada ronda por las dependencias de la cárcel para cerciorarse de la seguridad en que quedaban los detenidos.
Pero héte aquí que al llegar nuestro Alcaide á la Reja grande, con lento paso y grave continente, muy penetrado de la seriedad de su cargo, fué súbitamente acometido por dos de los presos, quienes á viva fuerza le sujetaron apoderándose del manojo de llaves que tenía, sin que en auxilio del don Juan vinieran ni corchetes ni guardias.
Y como quiera que el golpe de mano debía estar ya preparado de tiempo atrás y ser sabedores de él los presos todos, prodújese al punto gran zalagarda en las salas, y en un abrir y cerrar de ojos se comenzaron á abrir rejas y calabozos con gran estrépito y algarabía, corriendo un grupo de más de cuarenta y tres presos hasta la puerta de la calle, por donde salieron con alborozo, y algunos, «con grillos se fueron hasta la Iglesia Mayor.»
Los detenidos por el resello de monedas, hasta diecisiete, escaparon todos, desperdigándose por la ciudad, y otras de varios delitos salieron con ellos, sin que fuera posible nunca más echarles el guante, pues bien procuraron huir de las garras de alguaciles y tropas.
Al conocerse esta fuga al día siguiente, 27 de Marzo, produjóse en la ciudad el consiguiente escándalo, viniendo á levantarse un rumor, que fué tomando cuerpo, y el cual era que el Alcaide, D. Juan de la Cruz, no fué tan sorprendido como parecía con aquella fuga, y que para dejarse atropellar había recibido de antemano más de una reluciente moneda de oro.
Y para completar la noticia de esta fuga de presos, apuntaré que de todos ellos «no volvieron á coger—dice un manuscrito—más de un vecino de Castilleja, que se llamaba José Antonio, que volviendo al lugar á matar al Alcalde que lo prendió, le volvieron á asir, y traído á la cárcel, intentó otra vez hacer fuga, y lo ahorcaron. Era de 21 años y tenía muertes varias y otros delitos.»
Frecuentes eran en verdad los lances que en las calles de Sevilla ocurrían á las rondas por las calles, mientras el vecindario se entregaba al reposo, y entre aquéllos merece ser recordado uno que fué consignado por un autor contemporáneo, que existe en el manuscrito de la colección del conde del Aguila.
Mediado el año 1642 y obtenida la licencia correspondiente, habían empezado á salir de ronda por las noches los Alcaldes de Crimen, á los cuales temían con razón la gente maleante, que favorecida por las sombras, vagaba con propósitos nada santos por el intrincado laberinto de las callejas de nuestra población.
Persona de tanta significación como lo era el alcalde don Leonardo Henriquez, rondaba la noche del 14 de Agosto por el barrio de la Feria, acompañado de sus alguaciles, y había más que mediado la noche, cuando acertó á tropezar en su marcha con unos soldados, de lo cual vino á surgir el lance que á unos y á otros costó bien caro.
Eran aquellos soldados pertenecientes á una de las compañías de milicia que por entonces se formaban en nuestra ciudad, y en ella iba un sargento, mozo bravucón y perdonavidas, de aquellos echados para adelante y de los que, por cuestiones de poca monta, tiraban del acero y no se paraban nunca en las consecuencias de sus acaloramientos.
Frente á frente el Alcalde y la tropa, mediaron algunas palabras sobre el paso por la calle, y las que, por el tono y alcance con que se dijeron, dieron motivo á que, sin más ni más, los alguaciles y los soldados se acometieran, aquéllos con espadas y pistolas y éstos con las alabardas, trabándose allí mismo singular combate.
El sargento, todo iracundo y furioso, cargó contra el alcalde don Leonardo Henriquez, que recibió tres estocadas, las cuales dieron con él en tierra, siendo de consignar que apenas los alguaciles vieron caído al alcalde y que los soldados llevaban la mayor ventaja, huyeron precipitadamente por las callejas que encontraron más á mano, buscando en las sombras facilidades á su fuga y desamparando cobardemente al pobre hombre que, con desgarradores é inútiles gritos, pedía favor, viendo su muerte próxima.
Y así hubiera sucedido si entre los vecinos que al alboroto y pendencia despertaron, no hubiese habido un mulato que con resolución llegó á ponerse frente del sargento y de los soldados, rogándolos que no rematasen al alcalde cuando ya se disponían á clavarlo con las alabardas.
Alborotados los de tropa, salieron en confusión de la Feria á la Alameda, y durante todo el trayecto insultaron y apalearon á algunos inocentes transeuntes, apedrearon varias casas y causaron varios destrozos, dispersándose luego temerosos de las consecuencias que les esperaban.
Don Leonardo Henriquez debió la vida al mulato, pues, según refiere el texto del Archivo Municipal, el tal «cójele en brazos, y metido en una tienda donde fué conocido, lo llevaron á su casa, en coche.»
En la Alameda fué herido el sargento, pero no pudo ser entonces capturado, cosa que no se verificó hasta el 18 de Octubre, en que á vuelta de muchas pesquisas y con no poca fuerza, pudo el bravo ser reducido á prisión.
Seis días después tuvo término y fin la vida del sargento, que murió ahorcado en la plaza de San Francisco el 23, y aunque con él habían caído presos varios soldados de los que tomaron parte en la refriega, parece que éstos llegaron más tarde á conseguir la libertad.
Tal es el suceso ocurrido á la ronda de noche en 1642, digno, por cierto, de ser recordado entre las curiosas memorias sevillanas de otros tiempos.
Vivió en Sevilla un caballero, de nombre don Diego Villegas, que tenía el cargo de Juez Contador Mayor de la Casa de Contratación, era persona muy bien relacionada y tenía muchos y buenos amigos.
Uno de éstos lo era don Juan Antonio Alcázar, caballero del Hábito de Calatrava, y que ejercía en la Contratación el cargo de Juez oficial.
En la mañana del 19 de Abril de 1643 se encontraban reunidos don Diego y don Juan Antonio, en un aposento del domicilio del primero, cuando hé aquí que surge una disputa entre ambos, y subiendo de tono la cosa, encolerizóse hasta tal punto el señor Contador, que, cogiendo un puñal, arremetió contra su amigo y de un solo golpe lo dejó cadáver.
Entonces salió de su casa, pues nadie había presenciado el crimen, y en la calle acertó á encontrarse á dos señores, que eran don Felipe y don Buenaventura Alcázar, primos de la víctima, y á los cuales dijo Villegas que había matado á un hombre y les rogaba les diesen asilo.
Ellos, que ignoraban quién fuese la persona asesinada, lo llevaron á ocultar al convento de San Francisco, y al divulgarse á poco el crimen, se mandaron poner guardias en las salidas del convento, mientras el asunto era objeto de todas las conversaciones en la ciudad y las familias del muerto y del matador sufrían las mayores inquietudes y zozobras.
Quince días permaneció oculto don Diego Villegas, en una celda, y era ya opinión de muchos que tal vez se habría fugado, cuando el día 6 de Mayo, en las primeras horas de la noche, oyeron los frailes un gran ruido, y acudiendo á un patio, vieron en él destrozado el cuerpo del matador de Alcázar.
Don Diego Villegas se había arrojado desde la ventana de su celda.
Y el manuscrito que tengo á la vista, donde consta esta curiosa noticia, añade «que don Diego estaba loco, y siempre lo fué, como se vió en muchas ocasiones, y así se dió licencia para enterrarlo en sagrado.»
Por graves delitos cometidos en una vida inquieta y turbulenta, fué condenado por la justicia á severísimas penas, D. Bernardino de Córdoba y Roelas, caballero sevillano que tenía en la ciudad muchos deudos y amigos y á más estaba emparentado con personas de significación y categoría.
Pasó su causa al Consejo de Cámara, comenzando entonces D. Bernardino á poner en juego su influencia y á mover resortes, á fin de que se le indultase y echara tierra al asunto; pero parece que, leido con detenimiento el proceso en la Corte, pesó tanto la relación de los delitos en los severos jueces y movióles tanto á indignación, que, lejos de obrar benignamente, enviaron orden á Sevilla para que al punto fuera preso el caballero, y degollado, conforme á su calidad, en la plaza de San Francisco.
El día 23 de Junio de 1644, el alcalde don Leonardo Henriquez, de quien ya me he ocupado, sabiendo que don Bernardino se encontraba en el inmediato pueblo de Castilleja, se dirigió á este punto con algunos alguaciles para cumplir la orden de prisión, encontrando al reo muy sosegado en su casa comiendo con su mujer y bien ajeno del peligro que le amenazaba.
Conocida por el caballero la misión que tenía el Alcalde, negóse desde luego á darse á prisión muy resueltamente, trabándose vivo diálogo entre unos y otros, al cual quiso poner término la autoridad, haciendo que los corchetes se avanzasen á don Bernardino y lo redujeran á prisión por la fuerza. Pero éste, que debía estar en guardia, tiró de una daga é hirió mortalmente á Lorenzo Gómez, escribano que se hallaba presente, y luego azuzó á un perro mastín que tenía consigo, el cual era de tan fiera condición que, arrojándose sobre los corchetes, comenzó á dar dentelladas á unos y á otros, produciendo graves mordeduras á todos aquellos que habían intentado apoderarse de su amo.
Cuando más empeñada era la lucha y más desesperadamente se resistía don Bernardino, éste recibió un tiro por la espalda que le hizo caer sin vida, y de allí á poco fué muerto también el fiel perro que tanto le defendió, terminando de tan trágico modo aquella sangrienta escena.
El manuscrito de D. Diego Ignacio de Góngora que hace mención de este suceso, dice, refiriéndose á los incidentes ocurridos con el cadáver del desgraciado D. Bernardino:
«El Alcalde quiso traer á Sevilla el cuerpo de aquel malaventurado caballero; los religiosos del convento de Descalzos franciscos, y otros de la Orden Tercera se interpusieron para que quedase allí. Esto sabido por el acuerdo, envió luego al alguacil mayor por el cuerpo para degollarlo en la Plaza de San Francisco, á fin de que sirviera de ejemplo y escarmiento; pero ya estaba enterrado, y se quedó así.»
En diversas ocasiones se han suscitado discusiones y polémicas sobre la conformidad y disconformidad de la Iglesia con la fiesta de toros, y aunque no es esta ocasión de tratar aquí esta materia, que es por cierto harto trillada, voy á ocuparme únicamente y con la vista de auténticos datos, de una costumbre hoy perdida por completo, cual es la de asistir el cabildo eclesiástico á las fiestas de toros en los siglos XVI y XVII, en que lo hacían con toda la pompa y toda la gravedad del caso, sin que por ello perdiese nada tan elevada corporación, ni en particular sus individuos, que eran todas personas serias y de campanillas.
Y no solamente asistía el cabildo á los toros y las cañas, sino que de sus fondos hacía crecidos gastos en tales fiestas, así en el adorno del estrado que ocupaba, como en rodearse en él de ciertas comodidades y regalarse muy cumplidamente, conforme su clase requería.
Así, por ejemplo, en las corrídas de toros celebradas en la plaza de San Francisco el lunes 16 de Septiembre de 1647, gastó el cabildo Catedral 294 reales y medio, siendo algunas de las partidas del tenor siguiente:
«De seis arrobas y una cuarta de nieve á 20 reales y 20 maravedises—De veinte y dos libras de anís, canelones y ciruelas de Génova 100 maravedís.—De tortas y vino, 20.»
Las fiestas de toros que se verificaron el 5 de Febrero de 1670 fué también presenciada por los señores canónigos y en el Libro de veedor del archivo Catedral se lee: «Asistió el Cabildo de esta Santa Iglesia en el lugar que se le señaló, que fueron dos arcos y medio de los balcones, en el cual sitio estuvieron muy estrechos con haber ido muchos menos señores de los que son.... Va el Cabildo por la tarde en forma, con bonetes, y esta vez se llevó por mandado del Cabildo dulces en esta manera: cajas de piezas que cabían una libra, y estas atadas con listones encarnados; y vino y hipocrás y agua de canela y agua clara, todo en nieve; lleváronse cuatro docenas de vidrios de Venecia, tres salvillas y tres fuentes....» etc., etc.
En estas fiestas que se daban en honor del conde de Villaumbrosa, que había sido nombrado presidente del Consejo de Castilla, los canónigos obsequiaron al Asistente y mandaron arrojar á la plaza una fuente de dulces, dando prueba de su generosidad y largueza.
Igualmente las dió el cabildo eclesiástico en los toros y cañas que se jugaron el 30 de Septiembre y el 2 de Octubre de 1673, no faltando tampoco su asistencia á la función del 25 de Junio de 1674, en que «se estrenaron los escaños morados que para ese efecto se hicieron, y se puso el sitio alfombrado con las alfombras iguales y la colgadura fué de la verde, un paño de á tres y dos de á seis y tres escudos de las armas de la Iglesia repartidas en cuatro paños.»
El cabildo de la colegiata del Salvador también asistía á las fiestas de toros y en particular á la que se celebraba en la plaza delante de la iglesia constando de ello noticias como esta que recogió Matute de papeles de 1638:
«El 10 de Agosto se celebraron corridas de toros en la plaza del Salvador en obsequio de Nuestra Señora de las Aguas: estuvieron convidados al balcón del Cabildo de dicha Colegial, el Provisor, Juez de la Iglesia y otros sujetos de distinción á quienes después se sirvió un buen refresco». (Noticias relativas á la historia de Sevilla, página 120).
No he de detenerme á hacer especial mención de otras muchas fiestas de toros y cañas, á las que, con toda pompa, concurran los señores canónigos, haciendo sólo mención, por las noticias que existen de ellas, de las cañas y rejones del 25 y 27 de Septiembre de 1687, y de las de toros y cañas de 6 y 8 de Febrero de 1700, verificadas para festejar la llegada á Sevilla del almirante de Castilla.
Y por cierto que en esta fiesta se dobló lo de regalarse, y según el documento que copió Collantes de Terán y dió á luz en el Archivo Hispalense, en el palco de la Catedral no se consumió más que lo siguiente:
«Nueve garrafas de frío, tres de cada género de á treinta y seis vasos cada una.—Ciento veinte y cinco libras de dulce muy rico, para los señores; así los que fueran como los que dejaran de ir, y los señores coadjutores una libra para cada uno.—Media arroba de dulce hecho en monjas, para la fuente que el señor dean pasa al Asistente.—Arroba y media de dulce inferior en piezas muy pequeñas también empapeladas, para en tres fuentes echar á la plaza...—Dieciseis libras de bizcochos de espumilla, para en cuatro fuentes repartir los señores con la bebida antes del dulce.—Media arroba de vino hipocrás, etcétera».
Con todo esto es seguro que se endulzarían bien el paladar sus señorías, y no es aventurado suponer que aún sobraría algo para los pajes y la servidumbre.
Como se ve, pues, los capitulares eclesiásticos eran grandes aficionados á los toros en aquellos tiempos y no dejaría de ser curioso el aspecto que ofrecería el palco del cabildo Catedral, que era siempre de los más lujosos, adornado de sus ricas telas y con anchos y cómodos sillones de terciopelo y oro, en los cuales muy arrellanados los señores seguían los incidentes de la lidia, entretenidos en sabrosa plática remojada con los dulces y refrescos.
Perdióse luego la costumbre de asistir el cabildo Catedral á las fiestas de toros, que siguieron frecuentando las demás autoridades, y la verdad que fué gran lástima, pues si hoy siguiera se evitaría que los eclesiásticos tuviesen que ir recatándose, como lo hace el que gusta de esta diversión.
De su matrimonio con doña Beatriz Cabrera y Sotemayor, tuvo el célebre pintor Bartolomé Esteban Murillo tres hijos, hembra una, nacida en 1657, y varones los otros, que vinieron al mundo en 1661 y 1663.
El mayor de éstos llamóse Gaspar, y se bautizó en el templo de Santa Cruz, según en la partida consta, el 22 de Octubre del citado año de 1661. De este hijo del gran artista sevillano voy á ocuparme, pues de los otros son muy escasas las noticias que se conocen: doña Francisca entró de monja en el convento de Madre de Dios y don Gabriel pasó á América, donde sólo se sabe que murió muy anciano, sin otras circunstancias.
Don Gaspar Esteban Murillo, heredero inmediato del ilustre pintor llegó á adquirir una buena posición en Sevilla, dejando á su muerte grata memoria en cuantos fueron sus amigos. Muy joven, y viviendo aún su padre, se dedicó á la carrera eclesiástica, y protegido, á lo que se dice, por don Juan Veitia Linaje, obtuvo un beneficio en la iglesia de Carmona, el cual disfrutaba cuando en 1682 falleció Bartolomé Esteban Murillo, que le nombró en su testamento albacea de sus bienes, en unión de D. Justino de Neve y de D. Pedro Villavicencio.
Tres años después de la citada fecha, ó sea en 1685, obtenía D. Gaspar una canongía en la catedral sevillana, de la que tomó posesión el día 1.º de Octubre, y escriben algunos autores como Ceán Bermúdez, L. Alfonso y otros, que «por haber descuidado el cumplir con la práctica de hacer juramento de protestación de fe en el tiempo que mandaba el concilio, fué el novel canónigo condenado por el cabildo en 30 de Abril de 1688 á perder los frutos de todo un año, 8.000 reales de vellón, que se aplicarían á gastos de reparación del templo, con lo cual don Gaspar se conformó gustoso al saber que se invertían en utilidad de las bellas artes.»
Hay que advertir que el hijo de Murillo fué por ellas muy apasionado, sobre todo por la pintura, la cual aprendió teniendo tan gran maestro como su padre, y al decir de Matute, cultivó el arte por afición, imitando con mucho acierto el estilo del autor de sus días.
La vida de don Gaspar deslizóse tranquila y sosegadamente en la ciudad de Sevilla que le vió nacer, consagrado al ejercicio de su ministerio, y rindiendo fervoroso culto á la memoria de su padre, cuyo nombre había de ser honra y gloria de España.
Con caracteres en extremo simpáticos aparece la figura de don Gaspar Esteban Murillo, alma sencilla, natural bondadoso, espíritu creyente y sincero y hombre de fe, que entre otras muy estimables cualidades, poseía la de ser en extremo dado á las obras filantrópicas, acudiendo, siempre que podía, al socorro de los seres verdaderamente necesitados.
En los comienzos del año de 1709 desarrolláronse en Sevilla unas calenturas malignas, las cuales ofrecían peligroso contagio, del que fallecieron no pocas personas, contándose entre ellas muchos clérigos é individuos del cabildo catedral, pues según los historiadores, atacó á éstos con preferencia el mal por el contacto en que á diario estaban con multitud de pobres infestados; que acudían á las gradas de la basílica y al palacio arzobispal á recibir limosnas.
Hirió de muerte aquella dolencia á don Gaspar Esteban Murillo, que falleció el día 1.º de Mayo del mismo año de 1709, dejando sus bienes al Hospital llamado de Los Venerables, siendo sepultado el hijo del gran pintor en la nave de San Pablo de la Catedral, y colocándose sobre su sepulcro una inscripción latina, que, según la traducción castellana que da González de León, dice:
==«H. S. E.==D. Gaspar Esteban Murillo y Cabrera, Canónigo de esta santa iglesia Metropolitana y Patriarcal, varón de buenas costumbres, modesto y dotado de un alma apta para toda piedad. Liberal para con los pobres á los que dejó herederos de sus bienes.—Murió de edad de 47 años en el de 1709, el día 1 de Mayo.==R. Æ. D. E. D. A.»
Tales son las memorias que existen de aquel varón justo, que llevó con dignidad un nombre famoso, y que ni envidioso ni envidiado, murió con la satisfacción de un alma honrada y con la tranquilidad del que ha cumplido con su deber.
Los historiadores y analistas sevillanos han consignado todos ó casi todos, la venida á nuestra ciudad de una embajada japonesa en 1614, que, á la verdad, tal suceso no era frecuente ni mucho menos, y sí extraño entonces, por lo que llamó poderosamente la atención.
Como recuerdo de aquella visita queda hoy un interesante documento, el cual es una carta escrita en japonés, la que fué entregada por los embajadores al Ayuntamiento con toda solemnidad y que se custodia en el Archivo del Municipio para interés de las personas aficionadas á las históricas curiosidades.
No he de detallar los diversos motivos de aquel caso, que se debió principalmente á las gestiones que en el Japón y en el ánimo del rey de Vojú hizo un fraile misionero hijo de Sevilla, donde había vivido en 1574, fray Luís Sotelo, el que más tarde sufrió allí cruento martirio.
El 30 de Septiembre del citado año de 1614 el cabildo de la ciudad vióse sorprendido con una comunicación en la cual se le ponía en conocimiento que acababan de llegar en las flotas los representantes diplomáticos del rey de Vojú, que se dirijían á Sevilla á ofrecer una carta al Municipio, siguiendo luego su viaje para la corte y para Roma, donde tenian el propósito de visitar al pontífice Pío XI.
Como el suceso no era para menos, se apresuró el Asistente D. Diego Sarmiento y Sotomayor, conde de Salvatierra, á llevar á cabo los preparativos para recibir á los huéspedes dignamente y así hizo que en el Alcázar se dispusiera lo conveniente para alojarlos y que la ciudad saliera con toda gravedad á recibirlos cuando entraron en ella el día 23 de Octubre.
Llegaron, pues, los japoneses acompañados del padre Luís Sotelo, excitando extraordinariamente la atención del pueblo, los portes y vistosos trajes, las armas y adornos que el embajador Fraxecuera Rocuyemon lucía y los personajes que le acompañaban.
Dos días después de su llegada, se presentaron el embajador y su séquito en las Casas Consistoriales, siendo recibido con ceremonia por los veinticuatros y el Asistente, el cual recogió la carta de que era portador Fraxecuera Rocuyemon, mediando frases de cumplido y diplomacia entre unos y otros por medio del padre Sotelo, que hacía de intérprete.
La carta, que iba fechada en la Corte de Tenday á 26 de Octubre de 1613, es en extremo curiosa y en ella hay párrafos como éste dirigido á la ciudad, según la traducción.
«Y sabiendo la grandeza y riqueza de esa noble república, y también que es patria del Padre Fray Luís Sotelo, de verdad he cobrado á V. S. grande y particular amor: y la causa principal que á ello nos mueve, es porque el primer hombre que nos enseñó en este Reino, el camino de la verdad y la Santa Ley de Dios, es rama brotada y salida de esa generosa raíz.»
«....Ansí mismo recibiremos particular gusto de que V. S. encamine á los dichos nuestros embajadores para que lleguen en paz y prosperidad á la presencia y lugares que son dichos y los ampare con su favor, para que nuestra pretensión é deseo mejor se efectúe, poniendo las diligencias en ello que pareciere más á propósito. También habemos sabido que en esa república se juntan muchos navíos de todo el mundo, y por esa causa asisten en ella muchos pilotos y otras personas muy diestras en la navegación. V. S. mande juntarlos, y averiguar con ellos si es posible navegarse derechamente desde el Japón á esa Ciudad; por qué derrotas y en qué partes ó puertos se puede llegar; enviándonos razón de todo, para que siendo posible, nuestros navíos naveguen esa carrera todos los años, y nuestro deseo más bien se cumpla y nuestra amistad está más firme y comunicable. Las demás cosas las sabrá V. S. de parte del Padre Fray Luís Sotelo, á quien nos remitimos en todo. Si algo del gusto y servicio de V. S. se ofreciere en este Reino, avisándonos se acudirá á ello con puntualidad.»
Con la carta entregó el embajador al Asistente una espada de gran mérito y valor, siendo despedido luego á la puerta del Ayuntamiento con la misma ceremonia que había entrado.
Cuatro ó cinco días permanecieron aún los japoneses en Sevilla, siendo siempre seguidos por multitud de personas á todos los lugares que visitaban, abandonando después la ciudad, de la que salieron bien satisfechos.
«Agasajados los embajadores—dice el señor Guichot—pasaron á la corte, donde el rey les dió solemne audiencia y los encaminó á Roma, donde llegaron ya muy entrado el año siguiente. A 3 de Noviembre de 1619 recibiólos el Pontífice en Consistorio público del Sacro Colegio de los Cardenales, con suma benignidad y agrado y de la misma manera los despidió, con respuestas y presentes de reliquias, pinturas y otras cosas sagradas.»
La espada que los embajadores dejaron á la ciudad se ha perdido, pero la carta existe, habiendo en 1882 testificado de su autenticidad, los japoneses que en aquél año visitaron nuestra ciudad, y posteriormente, en 1901, un catedrático de la Universidad de Yedo.
Para terminar, diré que el padre Luís Sotelo, al volver al Japón, cayó en manos del gobernador de Nagasaki en 1622, siendo preso y condenado á morir quemado á fuego lento, llevándose á cabo la bárbara sentencia en 25 de Agosto de 1624.
Entre las muchas hermandades de cofradías que en el siglo XVII estaban establecidas en Sevilla, se contaba la de las Negaciones y Lágrimas de San Pedro, que había sido organizada por los estudiantes del Colegio de Santa María de Jesús (Universidad), fundado por Maese Rodrigo, y que durante algún tiempo gozó de cierta prosperidad y desahogo.
Esta hermandad, que debió establecerse en fecha posterior á la que señala Bermejo y Carballo en sus Glorias religiosas de Sevilla, hallábase instalada en la parroquia de San Miguel, cuando solicitó en 1628 permiso del Ayuntamiento para celebrar una corrida de toros en la Plaza del Duque, como se desprende de este documento, hasta ahora inédito, cuyo original existe en el Archivo municipal:
«Don Pedro Morel Alcalde de la cofradía nuevamente instituida Dolor de las tres negaciones de san Pedro sita en la parroquial de san Miguel desta Ciudad digo—que los hermanos de ella tenemos obligacion de hacer en cada año una fiesta en el tiempo que determinaremos á nuestro padre san Pedro y por ser esta la primera quisieramos hacerla más suntuosa corriendo unos toros sueltos en la plaza intitulada barrio del Duque. Por tanto—A V. E. Pido y suplico mande concedernos y nos conceda licencia para que podamos correr ocho toros y nos dé facultad para poder arrendar las bocas de las calles para limpieza y gastos de la dicha plaza del Duque.—Otro sí se nos de licencia que la carne de los dichos toros se pueda pesar en la carnecería ocho maravedís menos conforme á la sedula de los Sres. Jurados y pido justicia. † Don Pedro Morel.»
Esta solicitud fué leída en Cabildo que presidió el Asistente conde de la Puebla del Maestre en viernes 9 de Junio del citado año de 1628, acordándose lo siguiente, según consta en el acta capitular de dicho día y dice así:
«Leí la petición de don Pedro Morel alcalde de la cofradía nuevamente instituída dolor de las tres negociaciones de san Pedro en que dicen que quieren hacer la fiesta y piden licencia para correr ocho toros sueltos con atajar las calles y otras cosas que se contienen en la dicha petición;
Acordose de conformidad que no á lugar dar la licencia que piden para correr los toros sueltos ni atajarse las calles ni hacer tablados y que las partes acudan á S. S. de el señor conde asistente para que sirviendose de dar licencia para que estos toros se corran con conteros se sirva S. S. de mandar ser guardado la provición en el consumo de la carne.»
No tengo noticias de si los cofrades llegaron á realizar su propósito de la fiesta que tenían proyectada, ni de las circunstancias que acompañarían á ésta, dado que se llegase á celebrar; pero por los anteriores documentos, de los que me facilitó noticia don L. Güeto, se ve que las hermandades sevillanas eran tan aficionadas antaño como hoy á organizar fiestas de toros para recaudar fondos con que atender á su sostenimiento, sin que hayan cejado en sus propósitos apesar de las muchas prohibiciones de la autoridad eclesiástica y de las negativas de la civil, en solo este punto.
La cofradía de las Negaciones duró hasta el siglo XVIII, y Matute consigna en sus Anales esta noticia en el año 1720 y que creo complementa el presente apunte:
«El cabildo eclesiástico extendió sus deseos á la reforma de algunos abusos en las procesiones de penitencia que hacían estación en la Semana Santa y negó licencia para que saliese á la hermandad y cofradía de los estudiantes bajo la advocación de las Negaciones y Lágrimas de San Pedro. Desde el año 1691 ya sonaba como antigua esta cofradía, pues presidía á la de Nuestra Señora de la Antigua, establecida en san Pablo; más como solo tenía un paso con la estatua de san Pedro, era necesario que se agregase á otra, bajo cuyo estandarte cumplían su estación y tomaban cena. No habría sido incómoda su compañía si las travesuras juveniles no hubieran desazonado á los demás cofrades hasta el punto de no querer admitirlos en ninguna, por lo que se unieron á los mulatos, pues hasta los negros esquivaban la compañía de los estudiantes que al fin dejaron de salir, pues su memoria solo llega al año 1727 en que salieron de la iglesia de los Clérigos Menores el Jueves Santo en la tarde.»
La antigua fiesta del obispillo, que los estudiantes celebraban la víspera del día de San Nicolás de Bari, verificóse por última vez en Sevilla en 1641, prohibiéndose á causa de los tumultos que entonces se originaron.
Parece que el día 5 de Diciembre de aquel año, los escolares del colegio de Maese Rodrigo, escogieron por obispillo á un estudiante nuevo, según costumbre, el cual se llamaba Esteban Dongo, y colocándole su mitra de papel, comenzaron en la puerta de los estudios á rendirle el burlesco acatamiento que era uso; mas en vez de limitarse á las bromas corrientes, se entusiasmaron demasiado, alborotando mucho y dedicándose á recorrer las calles, en las cuales atacaban á cuantas mujeres y hombres veían al paso, haciendo detenerse los coches y arrojando de ellos á los que los ocupaban para que se inclinasen ante el obispillo.
No se limitaron á estos desahogos, con los que ya estaba bien alborotada la población, sino que por la tarde acudieron en gran tropel y confusión al teatro de la Montería, y penetrando en él, arrollaron al público, ocupando aposentos y bancos, obligando á los actores á que volviesen á empezar la representación, que ya estaba próxima á concluir.
Si la entrada fué tumultuosa, más lo fué la salida de los estudiantes, pues trabaron una gran pendencia con varios caballeros, saliendo á relucir espadas y pistoletes, resultando algunos heridos graves por ambas partes de los contendientes.
Estos sucesos fueron los que motivaron que la Audiencia decretase la prohibición de la fiesta del obispillo.
El nombre del escultor Pedro Duque Cornejo y Roldán, es bien conocido de los amantes de las artes sevillanas, pues el número de sus obras es muy dilatado y encierran verdadero mérito.
El año 1677 nació en Sevilla, dedicándose desde muy joven al dibujo y siendo discípulo del famoso Pedro Roldán, con quien empezó el estudio de la escultura, donde no tardó en hacer notables progresos.
A poco fueron buscadas sus estatuas en Sevilla, recibiendo numerosos encargos de obras, algunas de ellas importantes. Así fué, que al construirse el retablo mayor del Sagrario de la Catedral en 1706, por Jerónimo de Barbás, Duque Cornejo trabajó en su adorno, y más tarde, hizo los ángeles y figuras de uno de los órganos de la Catedral, construído hacia 1724.
Dejó el artista otras obras en la basílica, y en santa Marta y san Hermenegildo cita González de León algunas esculturas de su mano.
En Mayo de 1725, Duque Cornejo firmó escritura para ejecutar algunas estatuas en la Cartuja del Paular, á donde se trasladó luego, siendo muy elogiadas las obras que allí dejó.
Vuelto á Sevilla, siguió con afán dedicado al trabajo, y la casa del artista, en la cual tenía su taller, situada en la calle Beatos, collación de santa Marina, fué durante mucho tiempo frecuentada por no pocos jóvenes amantes de la escultura, que acudían allí á tomar lecciones del maestro.
Treinta y ocho figuras hizo Duque Cornejo para diversos templos de Sevilla, tales como san Pablo, san Felipe, el Salvador, san Marcos, san Pedro y san Luís, etcétera, mereciendo especial mención las estatuas de las mártires Justa y Rufina, las de san Antonio Abad, la Virgen del Rosario y el Nacimiento.
A más de éstas, pueden citarse con elogio las que trabajó en mármol para dos altares del Sagrario y los dos soldados romanos que hizo para la hermandad de Jesús del Silencio.
Cuando Felipe V y su corte estuvieron en Sevilla, la reina nombró á Duque Cornejo escultor de cámara en 1732, y al año siguiente de 1733, al marchar el rey en el mes de Mayo, se trasladó el artista á Madrid, en donde solicitó en vano ser nombrado escultor de cámara del monarca.
Hizo Duque Cornejo algunas esculturas en la capital de España, y volvió á Sevilla años después, marchando al poco tiempo á Granada, donde fué llamado para ejecutar varias figuras y adornos en la capilla de las Angustias.
Duque Cornejo, á más de dedicarse á la traza de no pocos retablos, pues tenía decidida afición á la arquitectura, á más de ejecutar pinturas como las del monasterio de la Cartuja de las Cuevas, «tenía—dice un autor—mucha facilidad en la invención, por lo que se conservan en Sevilla gran numero de los dibujos que hacía para los plateros y otros artistas, sobre papel blanco y en tinta de China, tocados de pluma».
Terminadas sus obras en Granada, y tras una corta residencia en Sevilla, Duque Cornejo se trasladó á Córdoba, en cuya Catedral labró la sillería del coro y los púlpitos, con gran esmero y cuidado.
Allí siguió residiendo el artista, que muy anciano falleció en dicha ciudad el año 1757, según apunta Ceán Bermúdez. Duque Cornejo no fué uno de los grandes escultores cuyo nombre se pronuncia hoy con admiración en todas partes, pero tuvo suficientes méritos para figurar dignamente entre sus coetáneos y aventajar á muchos de sus paisanos que por entonces florecían.
«En medio—escribe Arana de Varflora—de las extravagancias que habían corrompido su arte en aquel tiempo, tuvo Cornejo un modo agradable y una manera airosa que le dieron mucho crédito á sus obras.»
Carecemos de un catálogo de éstas y no he de enumerar ni las más conocidas en los presentes datos biográficos, apuntando de paso que algunas se han perdido y no faltan tampoco otras que se le han atribuído falsamente y sin gran fundamento.
Duque Cornejo sabía con acierto dar movimiento á las figuras, y tuvo fantasía y novedad para los adornos, aunque no siempre le resultaran éstos del mejor gusto.
Suceso fué, en verdad, que llamó la atención en Sevilla, y sostuvo durante un buen período de tiempo la atención general, el ocurrido el año de 1681, el cual es bien digno de referirse en estos apuntes, conforme á las noticias que de él hasta nosotros han llegado.
Era por entonces alcalde de la Justicia don Cándido de Molina y Sotomayor, hombre grave y que gozaba fama de severo, con quien no valían chanzas y á quien, con razón, temía la gente maleante y cuantos tenían cuentas pendientes con la casa de la plaza de San Francisco.
Paseaba, pues, don Cándido el día 15 de Marzo del ya citado año de 1681 por la Alameda de Hércules, cuando fué avisado que dos mujeres que por allí vivían andaban cambiando monedas falsas, y lo mismo fué el tener tal noticia, acompañado de dos alguaciles y del escribano don Jerónimo de Parga, presentóse en la casa que le habían señalado como residencia de las mujeres, á las cuales sorprendió, comenzando el registro del domicilio.
Aprovechando un momento de descuido, una de las hembras pudo huir, sin ser vista, yendo á refugiarse al convento de San Francisco de Paula, según después se supo, y ya bien asegurada la otra, dijo llamarse Leonor de Silva, ser casada con un sujeto de nombre Juan Ruíz, del cual no sabía nada hacía tres meses, pero tenía noticias de que vivía con unas hermanas suyas en la calle del Azafrán.
El registro en casa de la mujer dió por resultado que se le encontrasen efectivamente una gran cantidad de reales de plata de á ocho y de á cuatro, siendo falsas todas las monedas, las cuales se recogieron, y para no perder tiempo, como hombre listo que era, enviada la moza á la cárcel, corrió el alcalde de la justicia, don Cándido Molina, á la calle Azafrán, donde pensaba encontrar al Juan Ruíz.
Llegó el alcalde con su gente á la casa que le habían indicado, y encontrándola cerrada, llamó á la puerta repetidas veces, saliendo á los golpes una mujer por cierta ventanilla alta, la que dijo que allí vivía, efectivamente, la persona que se buscaba, pero que había salido hacía algunas horas, ignorando cuál sería la de su regreso.
Mas aquella visita inesperada de don Cándido vino á descubrir todo el secreto que perseguía, pues siendo aquel lugar el que servía de fábrica para las monedas falsas encontradas á las mozas, y hallándose allí oculto á la sazón uno de los dos monederos, don Juan Troncoso, éste, creyéndose perdido, se dispuso á ponerse en salvo.
Así precipitadamente, ocultó donde mejor pudo una espuerta de monedas recién blanqueadas, tomó capa y sombrero, y, armándose de una carabina, se arrojó por un tejado á un solar inmediato.
Creyóse allí por un momento en salvo, pero los alguaciles de don Cándido, que le habían visto, le intimaron á rendirse; el otro intentó defenderse desde el solar, pero á la postre, haciéndose cargo de su situación, saltó á la calle, y allí echóse á los pies del alcalde cuando mandó dispararle, así como á la mujer que en la casa estaba y que resultó ser su esposa, Ana de Córdoba.
Preso ya aquel pájaro, no tardó el monedero Juan Ruíz en caer en las garras de la justicia, capturándolo el mismo don Cándido Molina Sotomayor á las pocas noches en la plazuela del Horno, después de arriesgados trabajos.
Encerrados en la cárcel los dos monederos, con tanta prisa se llevó la causa, que el miércoles 16 de Abril los reos estaban ya condenados; pero cuando fueron á leerles la sentencia, Juan Ruiz protestó iracundo y produjo el mayor alboroto, y Troncoso enarbolando una silla, trató de estrellarla en la cabeza del escribano, y como no pudiera hacerlo, subió á una baranda próxima y por ella se hubiera arrojado á no sujetarle á tiempo el cura de San Vicente y dos franciscanos que habían venido para auxiliar á los condenados.
El 17 de Abril mostráronse ya los reos con más sosiego, viendo que cuantos esfuerzos hicieran resultarían inútiles, y así despidiéronse de sus mujeres y sus hijos, se dispusieron á bien morir, sufriendo la última pena el siguiente día 18 de Abril muy de mañana, en la misma cárcel y no en el sitio acostumbrado.
Los cuerpos de Ruíz y Troncoso no fueron quemados como en la sentencia se hacía notar, sino que por instancias de la Hermandad de la Caridad se sepultaron con cierta pompa.
Tal fué el curioso caso de monederos falsos de Sevilla, del que existe una puntual relación publicada á raíz del suceso y la cual lleva este título.
—Segunda relación verdadera en que á la letra se contiene todo el hecho de la causa que el licenciado don Cándido de Molina y Sotomayor, Alcalde de la justicia de la ciudad de Sevilla, mandó escribir contra don Juan Troncoso, de edad veintiséis años, y don Juan Ruíz, de edad de veintisiete, por monederos y expendedores de plata falsa.—Y la sentencia de garrote y fuego que dicho Juez dió contra los dichos reos, y modo con que se ejecutó su muerte el día 18 de Abril de este presente año de 1681.—Con licencia, impreso en Sevilla por Toribio López de Haro, en las Siete Revueltas.
Esta relación que está escrita en cinco romances, contiene detalles muy curiosos del suceso y la conservaba en su biblioteca el marqués de Jerez de los Caballeros.
En el hospital de los Inocentes, situado en la calle Real de san Marcos, casa cuya fundación debióse en 1436 á Marcos de Contreras, estuvo albergado desde 1681 un loco natural de Arcos de la Frontera, llamado Amaro Rodríguez, el cual llegó á hacerse célebre en Sevilla y adquirió una singular popularidad, de tal modo, que no había persona chica ó grande que no le conociese.
Estribó esa fama principalmente en que dió en la manía de pronunciar sermones, los cuales eran de lo más chistoso y disparatado que pueda imaginarse; y como el tema naturalmente de la mayoría de ellos eran los asuntos religiosos, tratábalos de tal manera el loco, que no había persona que no se parase á escucharlo.
Amaro Rodríguez tiene en su vida de cuerdo una nota dramática, pues según las noticias que figuran al frente de sus sermones, «fué casado y su locura provino de haber hallado á su mujer en íntima correspondencia con un fraile, á la cual se atribuye el íntimo rigor con que les sacude siempre que los coje por delante.»
Comenzó Amaro á hacerse popular hacia 1657, pues como su locura era pacífica, iba por las calles de la ciudad sermoneando á troche y moche en donde le parecía, hasta que en 29 de Octubre de 1681 fué recogido en la casa de Inocentes, donde con otros infelices era destinado á recoger limosnas para el hospital diariamente por los sitios públicos, limosna que le daba muy buen resultado á la casa, que con tal de oir los despropósitos teológicos y los macarrónicos latinajos de don Amaro, todos solían darle dinero.
Iba el loco por las calles cubierta la cabeza con un bonete rojo: decíase predicador apostólico y canónigo de santa Catalina; acompañábale por lo general otro postulante, y en el lugar donde le parecía conveniente se detenía, y ya sobre una piedra ó encaramado en una ventana ó en otro lugar semejante alzaba el grito, no tardando en verse rodeado de un numeroso grupo de gente desocupada y maleante, la cual, si bien celebraba sus dichos, solía con frecuencia interrumpir los macarrónicos latines y los panegíricos de don Amaro, que contestaba con donosas puyas y desvergüenzas á sus interruptores, ó bien harta ya su paciencia, salía corriendo tras alguno armado de un par de piedras ó de un palo, sin que nunca, sin embargo, se diera el caso de agredir á nadie.
Las fiestas de la iglesia, los santos del día ó determinadas personas y circunstancias del momento, servían de tema para sus discursos, y en todos ellos había largas cuchufletas y donaires contra los frailes, que más de una vez ellos mismos se paraban á escuchar al loco cuando lo encontraban á su paso.
«Todavía al cabo de más de un siglo—dice la nota del XVIII, copiada por D. Juan Gualberto Gonzalez,—andan de boca en boca las graciosísimas ocurrencias por los sermones esparcidos, satíricos, estravagantes ó grotescos, con citas oportunas, aunque estupendas, de los sagrados textos, en que se descubre un buen ingenio y el don de aproximar las ideas que parecían más remotas, dándole ocasión las más de las veces el mero sonido de las palabras, que interpretaba á su manera.»
Multitud de dichos y de ingeniosidades se encuentran en tales sermones, y en cuanto á sus sentencias, sirva esta de ejemplo:
«En tiempo del mencionado señor ilustrísimo don Ambrosio Ignacio Espínola y Guzmán, arzobispo de esta ciudad de Sevilla, se construyó en su palacio una magnífica escalera de piedra de jaspe, y como Amaro iba diariamente al palacio á procurar limosna, luego que vió concluida la escalera subió por ella y preguntó á los pajes que estaban al paso que cuánto había costado aquella alhaja: le dijeron una cantidad excesiva, por oir lo que se le ocurriera á Amaro, el que respondió con gran prontitud:
—Muy santo debe ser su ilustrísima, pues se ha atrevido á hacer lo que no hizo Cristo, pues el diablo le pidió á su Divina Majestad que convirtiese las piedras en pan y su ilustrísima lo ha hecho al revés porque el pan de las pobres lo ha convertido en piedras que sólo sirven para obstentar la grandeza y vanidad de este mundo. Allá se haya santa Marta con sus pollos, que en llegando el día de la cuenta, quien hubiese gastado menos, saldrá mejor librado.»
Amaro Rodríguez se sabe que falleció en Sevilla el 23 de Abril de 1865, siendo su cadáver enterrado en la iglesia de san Marcos.
La fama del loco duró mucho tiempo en Sevilla, y algunos que tuvieron la curiosidad escribieron varios de sus chistosos sermones, los cuales se conservan en un códice del siglo XVII, según se los escucharon y se imprimió por la Sociedad de Bibliófilos Andaluces.
Allí hay recogidos treinta y nueve sermones con algunas sentencias, y de ellas dice una nota que prueba el efecto que causaron las peroraciones del loco en su tiempo:
«Los mismos inquisidores, los mismos frailes, las personas más timoratas los leían y celebraban á solas y á coro, sin temor de caer en mal paso de excomunión y denuncia, y he visto á algunos afectísimos á los frailes y al Santo Oficio, llorar de risa con los despropósitos de Amaro.»
Se llamó en el mundo don Pedro José Romero y en la religión fray Pedro de san José; había nacido en Villamanrique y residía en el convento de San Diego de Sevilla, hacia la penúltima década del siglo XVII.
El buen fray Pedro vino á contagiarse de las herejías de Molinos y aquí estuvo su perdición, bien que él trató de ocultar los graves pecados y sólo con sus íntimos explayábase en sus predicaciones y en sus actos, que eran por cierto de los más peregrinos.
Hacia 1685 llegaron á la Inquisición los rumores de las herejías de fray Pedro de san José, pero á fin de dar el golpe en seguro decidió vigilarle, y como de la tal vigilancia resultó la comprobación de las sospechas á principios de 1686, cuando más ajeno estaba el fraile cogiéronle preso, permaneciendo en las mazmorras tres años, hasta el día 10 de Julio de 1689 en que salió en el auto de fe, celebrado en el castillo de Triana.
No perdieron en aquellos tres años el tiempo los del Santo Oficio en sus averiguaciones sobre los hechos de fray Pedro, pues con tanta fortuna llevaron sus diligencias y tan al menudo inquirieron, que no faltó paso de molinista que no descubrieran, ni acción por él cometida que escapase á su conocimiento, de lo cual resultó un proceso tan voluminoso, que para darle lectura en el auto de fe se redujo á los cargos más sustanciales, y aun así y todo invirtió el secretario en leerlo tres horas.
Allí resultó que fray Pedro aconsejaba mal á sus hijas de confesión, á quienes hacía creer que Jesucristo le había revelado que nada de lo que hiciese era pecaminoso, que se había hecho profeta por dón especial, que decía estaba destinado á ser Pontífice, y que entonces haría apóstolas á sus hijas de confesión, que habían luego de crucificarlo en la Cruz del Campo, y que, enterrado en Tablada, resucitaría á los tres días; que en Babilonia había nacido ya el Anticristo, que tendría de predicar por manera harto maravillosa, con otras muchas sandeces y disparates, con los cuales había tenido embaucados á muchos y producido grande escándalo.
Días antes del auto, fray Pedro de san José confesó todos sus delitos, arrepentido de ellos muy sinceramente, y abjuró de vehementi, por lo cual se libró de una muerte cierta, fulminándose contra él la sentencia, cuya parte principal reproduzco, según la inserta en su Relación histórica de la judería de Sevilla, Montero de Espinosa:
...«Fallamos que, atento al proceso fulminado contra fray Pedro de san José, que presente está, que le debemos declarar y declaramos por hereje, hipócrita, iluso, infestado del error de los alumbrados y profeta falso y por haberlo sido, mandamos sea sacado de la sala de este Santo Tribunal con sambenito de dos aspas, estando en pie dicho reo siempre, y absuelto, se le quite; y al día siguiente sea llevado á su convento con ministros y secretario de esta causa, y en presencia de toda comunidad, excepto los novicios, se lea todo el dicho proceso y sentencia y que allí se le dé una disciplina circular; y le privamos para siempre de confesar y predicar y que no tenga voto activo ni pasivo, y que salga desterrado por diez años de Sevilla, Jerez y Villamanrique y Madrid y los lugares á éstos ocho leguas en contorno, y que los primeros seis años esté recluso en el convento que le fuese señalado y que allí sea enseñado del confesor que le dieren por director de su conciencia, enseñándole la doctrina cristiana; y que todo el dicho tiempo en los actos de comunidad tenga el último lugar de todos, y por esta nuestra definitiva (sentencia), juzgando benignamente, así lo pronunciamos y mandamos, etc., etc.»
Hasta aquí lo que se sabe de la historia de fray Pedro de San José, que debió darse por satisfecho de haber salido con vida de las garras inquisistoriales.
Desde muy remota fecha era costumbre en Sevilla que figurasen en la procesión del Corpus buen número de cuadrillas de hombres y mujeres, que caprichosamente vestidos, danzaban y tañían instrumentos, siendo los tales danzantes de lo que más llamaba la atención del pueblo, y tan estimados eran de éste, que en cierta ocasión que se intentaron suprimir y modificar, se produjo un grave conflicto, como ocurrió el año de 1690, según las crónicas relatan.
El citado año un caballero veinticuatro, don Andrés de Herrera, hizo una proposición á fin de que las danzas se suprimiesen, no haciéndose por lo pronto caso alguno de su escrito por el Ayuntamiento; pero el hombre se conoce que no se dió por vencido, y ocultamente trabajó en favor de su idea, convenciendo al Asistente y á otras personas hasta el punto de que ocurrieran los siguientes sucesos:
En la mañana del día del Corpus citado, que fué el 25 de Mayo, súpose con gran sorpresa que el Arzobispo y el Asistente prohibían de golpe que las danzas ni entrasen en la Catedral, ni fueran en la procesión, y si acaso aparte de ella, cosa que, sabida por los comisionados de la ciudad para organizar la fiesta, procuraron enterarse bien del hecho, y, conociendo su certeza, no pudieron conseguir que el Asistente desistiese del acuerdo que, sin parecer de la corporación, había tomado, por lo cual, consultados los abogados allí mismo, apelaron á la Audiencia, que se reunió acordándose avisar inmediatamente á la Catedral para que la procesión no saliese hasta nueva orden.
Entonces el Cabildo Catedral y el tribunal de la Inquisición se dispusieron á esperar mientras en la Audiencia continuaban las diligencias comenzadas á toda prisa, terminando éstas revocándose el acuerdo del Asistente y mandándose que al punto fueran las danzas á la Catedral.
Y la importante Relación coetánea del hecho, que existe manuscrita en la Colombina, dice al llegar á este punto, tratando del alboroto popular, que entonces se promovió:
«El pueblo, considerando las embajadas tan continuas y rendimientos de la Real Audiencia, y que en su puntual hora la torre no hacía la señal para la procesión y que era llegado el medio día, se juntó todo en la plaza de san Francisco hasta la Iglesia Mayor, entrando unos y saliendo otros, contristados de ver se les frustraba al parecer el consuelo de ver por las calles la procesión y llegaron todos á hacer tan diversos como melancólicos y tristes discursos. Las religiones y eclesiásticos regulares convocados les faltaban los discursos y clamaban á su Dios á cuya fiesta como obligados venían á asistir. Los prudentes y timoratos, con lágrimas, con ansia, clamaban ante la Divina Majestad pidiendo disolviera las dificultades que se podían ofrecer. La gente popular, unos impacientes y otros con sobrada cólera, otros no bien intencionados, prorrumpían en melancólico y desordenado motivo que cada uno fabricaba diversas especies sin acertar con el principal por discurrir y no bien en todos. En lo alterado este mar populoso llegó la noticia para que entrasen las Danzas en la iglesia; fué tal la alegría universal que concibió el pueblo, que sin ponderación puedo asegurar que de puro júbilo se vió á todos hacer poco menos demostraciones que las de las mismas Danzas, á cuyo tiempo fué dado principio á salir la procesión, y entrando en forma la Ciudad á ocupar su lugar y á oir la misa que se le tenía prevenida mientras se va ordenando.»
A estas líneas que dejo extractadas hay que añadir que el conflicto, lejos de resolverse allí, tomó nuevo aspecto, pues el arzobispo se negó entonces á prestar su concurso y á transigir con lo de las danzas, enviando á decir á las corporaciones y á los religiosos, que ya estaban formados en las gradas de la Catedral, que se dispersaran, causando nuevo motivo de alboroto, de enojo y de sorpresa.
No relataré minuciosamente las idas y venidas, las palabras vivas y los comentarios que entonces entre las autoridades mediaron, y cuál serio, formal y grave, fué el corte que tomó el asunto.
«Los diputados de la procesión—sigo extractando de la Relación y otros prebendados acudieron á esperar las religiones, que aun no habían salido todas. Los beneficiados, que estaban revestidos para llevar la Custodia, con notificación de las censuras, se desnudaron, las Cruces de las parroquias se fueron, el clero se aterró y se fué de la Iglesia, las más de las cofradías se fueron. Vista esta confusión por todo el pueblo, los sacristanes huyendo y las cofradías de la misma suerte, fué tal en este punto el tropel y clamor de la voz popular, que se oyeron cosas dignas de escribirse...»
«No es posible poder reducir ni hay testimonio con que explicar lo que en este trance se vió y oyó, y los milagros por la Divina Magestad, en que á vista de tal inquietud y resolución, no permitió que hubiese otra cosa que voces.»
Entonces, por orden de la Audiencia, con los que aún no se habían dispersado, la procesión siguió con la Hermandad de los Sastres, la de san Diego, los capuchinos, los mercenarios, los agustinos y los frailes del Carmen, asistiendo también el tribunal de la Inquisición, los canónigos y el Asistente, que con harto despecho tuvo que concurrir llevando delante á los de las danzas, motivo principal del alboroto y los cuales bailaron durante el tránsito, como si nada hubiera ocurrido, con general regocijo.
Las cuatro de la tarde eran cuando la procesión regresó al templo Catedral, terminando sin otro incidente la fiesta del Corpus de aquel día, que dejó memoria entre los sevillanos largo tiempo.
Antiguas son en Sevilla las procesiones del rosario que durante las primeras horas de la noche y por las madrugadas recorrían las calles de la ciudad cantando oraciones, pero los historiadores señalan como la época de que arranca el gran apogeo de tales actos religiosos, los últimos años del siglo XVII, en que sufrieron notables reformas que contribuyeron á su gran desarrollo.
Don Antonio M. Espinosa y Cárcel, dice al hablar del año 1690, que «desde este año comenzaron á salir en Sevilla los rosarios con cruz y estandarte (ó sin-pecado) y faroles, aumentándose la devoción cada día en los términos de grandeza y aparato que hoy (1796) se ven con admiración de todos.»
Fué, á creer á los analistas, el rosario de la hermandad de la Virgen de la Alegría de san Bartolomé, el primero que salió con sus luces é insignias, disputándose con él la antigüedad el de san Pablo, organizado por cierto fray Pedro Martín de Ulloa, y á estos dos siguieron rápidamente otros muchos que hicieron reformas por entonces.
La constitución de hermandades del rosario tomó gran incremento en escaso tiempo, y de entre ellas he de citar algunas de las principales, como lo fueron las de la Merced, san Roque, el Pópulo, los Dolores, la Cruz del Rodeo, los Viejos, san Acasio, san Telmo, la Virgen de los Angeles, los Clérigos Menores, santa Ana la Pastora, san Nicolás, san Benito y san Alberto.
A más de éstas, había otras muchas de menos importancia, y puede decirse que, al mediar la décima octava centuria, no existía en Sevilla iglesia, convento, capilla, cruz ó retablo donde no estuviese formada una hermandad, que por las noches recorría las calles, más ó menos devota y gravemente, con sus campanillas, su cruz, su estandarte y sus grandes faroles.
Hacia 1732 el rosario del Sagrario empezó á competir en lucimiento con las demás, y en 1735 comenzaron á salir de Santa Cruz los formados por mujeres, según las noticias de Enrique Andrade, teniendo también aquel año principio, para que nada faltase, uno de niños, al cual dió gran impulso un fraile llamado Diego Tomás de los Ríos.
Para que el lector calcule hasta dónde llegó esto de las hermandades de rosarios, consignaré tan sólo que entre las de hombres, mujeres y niños había en Sevilla 128 en 1758, como así consta en los Anales, y era de ver que apenas quedaba noche del año en que no salieran tres ó más á la calle, sin contar la más principal y numerosa, que era la que al toque del alba salía de la capilla de las gradas de la Catedral, á la que estaban afiliados todos los comerciantes del barrio del Sagrario y personas de no poca significación.
Tan excesivo número de hermandades daban origen á competencias y rivalidades entre unas y otras, por muy varios motivos, y en particular las de los barrios bajos, compuestas en su mayoría de gentes de armas tomar y de mozos del brazo de hierro y de la mano airada, tenían con frecuencia en mitad de la calle y entre las sombras de la noche agrias disputas y pendencias, donde los devotos venían siempre á las manos, propinándose sendos bofetones, palos y farolazos que dieron con justicia origen á la fama legendaria que aún todavía conservan los Rosarios de la aurora.
Para aquellos nuestros abuelos, era el rosario por la noche una distracción como otra cualquiera á falta de alguna más variada, y así se explica que antes del devoto ejercicio y durante el tránsito menudeasen mucho las libaciones en las tiendas de montañés, y que los hermanos estuviesen en no pocas ocasiones muy lejos de guardar aquella compostura y devoción que el caso reclamaba.
Los rosarios de mujeres, sobre todo, dieron origen á no pocos excesos, en los que más de una vez viéronse obligados á intervenir los alguaciles, pues como no todas las hijas de Eva que á ellos concurrían hacíanlo sólo por el rezo, y como con frecuencia los mozos de empuje se unían á la procesión con intenciones no muy piadosas, resultaban de aquí escenas poco edificantes.
Las rivalidades entre los individuos de unas y otras hermandades, llegaban á ser á veces terribles y los odios irreconciliables, aunque el origen de todo era tan santo, y en cuantas ocasiones podían molestarse los hermanos, las aprovechaban con creces, usando de todos los medios.
Como anuncio de los rosarios de madrugada era la salida de los hermanos campanilleros, que recorrían en las primeras horas de la noche las calles embozados en capas, deteniéndose en determinado punto, y entonando coplas de carácter religioso, á las cuales acompañaban con el repiqueteo de unas campanillas de mano que llevaban al efecto.
Estos campanilleros formaban parte de las mismas hermandades del rosario, y eran, por lo general, gente obrera, y algunos llegaban á adquirir singular destreza en el manejo de la campanilla.
Los sábados, generalmente, salían á la calle los campanilleros por los barrios de la Feria, de la Macarena, de san Bernardo ó de Triana, teniendo siempre no pocos curiosos que le rodeaban cuando se detenían á echar sus tonadas ante la puerta de alguna casa, de cuyos inquilinos recogían buenas limosnas para el culto del rosario.
La música de los campanilleros era extraña y de un singular carácter, pero no dejaban de ser menos curiosas las letras de sus coplas, entre las cuales las había del tenor siguiente:
El demonio como es tan travieso
agarró una piedra y rompió un farol,
y salieron los padres Franciscos
y lo apedrearon en el callejón.
El invito del rey san Fernando
luchando con moros, Sevilla ganó,
con el mundo en la mano derecha
y en la otra la espada y en la otra el pendón.
Un devoto por ir al rosario
por una ventana se quiso tirar,
y la Virgen María le dice:
—Detente devoto, por la puerta sal.
Todas estas y otras muchas llevaban un estribillo, que se repetía cientos y cientos de veces, y el cual era por este estilo:
«Devotos, venid;
devotos, llegar,
que la Virgen María nos llama;
su santo rosario
venid á rezar.»
Algunos cantores de los campanilleros llegaron á adquirir cierta celebridad, no sólo en la hermandad á que pertenecían, sino en todo el barrio, principalmente en los tiempos en que más en auge estuvieron, entablándose en no pocas ocasiones competencias muy empeñadas entre los cantores de una parroquia y los de otra, competencias de las cuales resultaron algunas veces disgustos y altercados.
A fines del siglo XVIII y á la primera mitad del XIX, el tipo del hermano campanillero era popularísimo en Sevilla y el nombre de alguno de ellos ha pasado á la posteridad, como ocurrió con el llamado Felipe Batato, de quien decía la copla:
«Si lo llaman pa ir al rosario
dice que está enfermo, que no puede ir;
si lo llaman pa i á la taberna,
dice que se esperen, que se va á vestir.»
En los primeros años del siglo XIX comenzó en Sevilla la decadencia de los rosarios nocturnos, que después de los tres años de invasión francesa no volvieron ya á su antiguo esplendor, y disueltas ó extinguidas más tarde las hermandades, sólo queda como menguado recuerdo de aquellos actos de religión, en que nuestros abuelos pasaban el tiempo, el rosario de la aurora, que aún sale tres veces al año de la capilla de la Angustia, en las gradas de la Catedral.
Catalina Briguela tenía por nombre y era natural del Puerto de Santa María, donde vivió algún tiempo y en diversas temporadas en Sevilla, población en que llegó á ser muy conocida por la gente devota y en donde vino al fin y á la postre á sufrir mal de su grado, infamante pena y duro castigo.
El día 18 de Diciembre de 1695, el pueblo que acudió á la iglesia de santa Ana de Triana, donde la Inquisición celebró auto público de fe, vió salir á Catalina Briguela en unión de cinco mujeres y dos hombres que por sus pecados se vieron en tan apurado trance.
El delito de que se acusaba á la Briguela era grave, pues según resultó de la lectura de la causa, desde la edad de siete años había la mujer mantenido pacto con el demonio, edad harto temprana, que prueba cuánta era la precocidad de la niña y cuán varios son los caprichos del Satan, que hace diabluras como estas de escoger criaturas para echarles la garra.
El tribunal de la Inquisición sentenció á Briguela á sufrir doscientos azotes por las calles de la ciudad á hacer duras penitencias por determinado tiempo y á ocho años de destierro de los cuatro reinos de Andalucía.
La vida de la reo no dejaba de ofrecer incidentes curiosos, que todos se pusieron bien en claro durante las diligencias del proceso, en el que declararon muchas personas que juraron gravemente haber sido testigos de cuán formal y estrecho era el pacto que tenía la reo hecho con el diablo.
Parece que la moza, que era beata de hábitos, no sólo se contentaba con su pacto diablesco, sino que inducía á las jóvenes á que se entregasen á Satanás, sin duda porque á ella le iba muy bien con aquella compaña.
En el Puerto de Santa María y en Sevilla, María Briguela reunía en su casa á personas adictas, y con ellas se entretenía en prácticas de hechicerías, las cuales no se celebraron con tanto misterio que no trascendiesen al vecindario, con gran escándalo para todos, pues el demonio parece que tomaba parte en aquellas reuniones, no sólo para cosas contrarias á la religión, sino para excitar á sus poseídos á las mayores desvergüenzas y deshonestidades.
Vivió la beata mucho tiempo de ésta tan torcida manera y sin apartarse del mal camino, siendo muy frecuente en ella las visiones y los transportes, los cuales le acometían con frecuencia, causando la mayor admiración en cuantos la rodeaban y que quedaban suspensos de verla revolverse por los suelos, dar grandes gritos, agitarse toda y sufrir las mayores crueldades.
Cuando volvía en conocimiento la beata, contaba cosas estupendas á sus amigas, y relataba sus conversaciones con Luzbel, y las confidencias que éste les hacía en las cuales trataba con la mayor llaneza de las cosas pasadas, presentes y futuras, dejando tales relaciones con la boca abierta á todos los incautos que las oían.
Farsa burda era aquella en que la Briguela no dejaba de sacar provecho, pues que siempre tenía quien la regalase, por tal de oirla.
El año 1690 parece que vino á unirse con Catalina otra mujer que también andaba en esto del pacto con el demonio, y no es cosa de relatar los estragos que en algunas almas sencillas hicieron con sus malas artes y con sus abominaciones.
De esto vino la perdición de la ilusa, pues un pariente de cierta moza á quien habían ganado para sus hechicerías, denunció á la Briguela al tribunal de la Inquisición, quien la puso en sus cárceles en 1693, donde permaneció hasta el 18 de Diciembre del citado 1695 en que salió en santa Ana en público como lo cita Montero de Espinosa en su Colección de autos que llamaban de fé.
No siempre había de ser el verdugo el que azotase á los reos, y por eso en cierta ocasión fué el propio verdugo el que salió á la vergüenza pública montado en el borrico y sufriendo sobre sus espaldas los golpes de la penca.
Esto ocurrió en 1698 el día 10 de Octubre, y la causa del castigo fué que el tal verdugo tenía el feo vicio de la blasfemia, costándole las palabras gruesas que en una ocasión dijo, 200 azotes dados tan á conciencia, que el hombre estuvo curándose largo tiempo y á punto de perder la vida.
El azotado verdugo se llamaba Onofre Bartola y era hombre de historia un tanto original, que bien merece recordarse. En una ocasión prendió la justicia á varios ladrones, y uno de ellos, hombre despejado, á lo que se vió, suplicó con grandes instancias le concediesen la plaza de ejecutor de la justicia, y como quiera que á la sazón ésta se hallaba mal servida porque el verdugo andaba enfermo y achacoso, y el solicitante, que era el propio Onofre, ofreció desempeñar el puesto por la mitad del sueldo, le fué encomendado; pero tantas fueron las bellaquerías y malas acciones que cometió á partir de entonces, que la Audiencia lo condenó á cárcel perpetua, y á no salir de ella sino cuando tenía que ejercer su triste misión, muy escoltado, y así que daba fin de ella volvían á encerrarle.
Parece que en la prisión, como su espíritu era inquieto y turbulento, traía siempre revueltos á los demás presos, gente de la hería, nada pacífica ni sosegada, y esto dió motivo á que, denunciado por blasfemo horrendo, saliese un día por las calles de Sevilla á sufrir los infamantes azotes; y no quedó aquí el castigo, sino que la Inquisición lo reclamó y le hizo á fin de 1699 salir en auto público, encorozado y con una mordaza, enviándolo luego á sufrir seis años de galeras.
Del tiempo en que estaba preso el ínclito Onofre he encontrado la curiosa noticia en el Archivo Municipal en la Carpeta 39 de Acuerdos para librar de 1699 y que puede servir de dato para ilustrar la vida del azotado verdugo:
«En la muy noble y leal ciudad de Sevilla, en sábado 11, días del mes de Abril de 1699, en el Cabildo que la ciudad tuvo y celebró este día en que se juntaron sus señorías el señor marqués de Valdehermoso, Asistente de esta ciudad y algunos de los caballeros veinticuatro y jurados según costumbre, fué leído un memorial dado por Onofre Bartola en que dice está ejerciendo el oficio de ejecutor de la justicia y que se halla preso en la cárcel real, y sumamente pobre, suplica á la ciudad lo admita por tal ejecutor, señalándole lo que es estilo y socorriéndole por ahora con lo que la ciudad fuese servido, en que recibiría merced; y visto por la ciudad y por su señoría el señor Asistente se acordó de conformidad remitir el dicho memorial á los señores tenientes para que hagan informe sobre su contenido y que al dicho Onofre Bartola se le diesen por ahora cien reales por cuenta del salario de ejecutor de la justicia que se le hubiere de señalar, siendo á propósito para ello y que se tenga presente en la contaduría esta libranza para cuando llegue el caso, etc.»
Cumpliendo en las galeras la condena que se le impuso después del auto de fe murió Onofre Bartola, y así tuvo fin la airada vida de aquel ejecutor de la justicia, que fué á la par reo y verdugo.
En el siglo XVIII y aun á principios del XIX, interrumpía, durante las noches, el silencio de las calles de Sevilla, una voz lúgubre y monótona que más de una vez despertaba á los pacíficos vecinos y llevaba el terror á los chiquillos que descansaban en sus casas.
Aquella voz era la de los hermanos de la Congregación del santo celo por la salvación de las almas y conversión de las que están en Pecado Mortal (que tal era su título), hermanos que con un cepillo de madera colgado á la cintura para las limosnas, una campanilla y una linterna, correteaban la ciudad desapareciendo cuando las primeras luces del nuevo día comenzaban á iluminar el cielo.
Poco después de la Queda salían los hermanos, que tenía cada uno de ellos la misión de recorrer un barrio, del que llegaban á conocer todos sus rincones, encrucijadas y callejas; iban por entre las sombras con paso reposado y lento, y en determinados lugares se detenían y bajando el embozo de la capa, con tono quejumbroso gritaban:
—¡Para hacer bien y decir misas por los que están en pecado mortal!
A este grito agitaban la campanilla, no faltando, por lo regular, de allí á poco, la voz de un vecino que entreabría la ventana, y al tome hermano, arrojaba alguna moneda á nuestro hombre, que seguía su camino impasible á otro y otros sitios, donde repetía su pregón y sus campanillazos, entonando algunas veces una á manera de saeta, del tenor siguiente:
«Si en esta noche murieres,
hombre que estás en pecado
¡considera dónde fueres!»
La tal congregación del Pecado mortal, fué creada en Sevilla hacia 1723, siendo su principal organizador un librero de Marchena, establecido en la calle Génova, el cual, en unión de otros devotos, formaron los estatutos y reglas, estableciéndose en la iglesia del convento de san Francisco, donde más tarde costearon una Virgen de la Esperanza, pues á ésta y al Cristo Coronado de Espinas, tenían por patronos los congregantes.
El 9 de Abril del año de 1724 fué la primera noche en que los hermanos del Pecado Mortal salieron por las calles á recoger limosnas, y éstas debieron darles buenos resultados, pues en pocos años llegaron á reunir un fondo bastante considerable, el cual aplicaban, entre otros objetos, á casar á los enamorados que vivían maritalmente, para sacarles del pecado, como cándidamente escribe un autor.
La congregación del Pecado Mortal, salía anualmente de misiones por las parroquias de san Julián, san Marcos, san Ildefonso y Omnium Sanctorum, á donde iba en procesión, y en las que sermoneaban largo y tendido los frailes franciscanos, que se entraban y salían por las casas de esas populosas collaciones, con el propósito de limpiar de pecado al vecindario.
Los hermanos que paseaban las calles para recoger las limosnas eran de los de más ánimos y presencia, pues había que tener ambas cosas para andar de noche por la ciudad en invierno y verano, expuestos á más de un percance y á las varias asechanzas y lances que entonces á cada paso se ofrecían.
Los criminales y malhechores, los vagos y pájaros de cuenta, que vagaban por calles y plazas, tenían en el pregón del Pecado Mortal un aviso que le daba el alto en sus fechorías, y más de una vez en el hermano un testigo mudo de sus actos.
Esta antipática y lúgubre figura de la campanilla y el pregón desaparecieron por completo hace ya más de noventa años, pero la congregación del Pecado Mortal siguió y puede decirse que aún subsiste.
Cuando en 1840 fué derribado el convento de san Francisco, se trasladaron los hermanos al templo de san Ildefonso, y de allí fueron más tarde al de San Buenaventura, donde todavía y anualmente organizan algunas misiones por los pueblos de la provincia misma, que por lo general, pasan inadvertidas y en nada consiguen llamar la atención.
La congregación de El santo celo por la salvación de las almas y conversión de los que están en pecado mortal, fué de aquellas instituciones religiosas que dieron una nota gráfica la España negra y á la sociedad supersticiosa de nuestros abuelos, aunque parezca extraño y con cierto orgullo se envanecen algunos autores de que Sevilla fué la primera que la tuvo entre las capitalas de España.
La guerra de sucesión, tan funesta para España, hizo, como sucede en casos tales, multitud de víctimas fuera de los campos de batalla, y más en aquella en que el número de partidarios de la causa del archiduque de Austria era en un principio mayor que el de los Borbones.
Esto ocurrió también en Andalucía, donde se conspiró un buen tiempo, si bien luego tratóse de borrar las huellas de tales pasos, y siendo tal vez no pocos de los que luego prestaron acatamiento á Felipe V, los que promovieron y fomentaron ocultamente las conjuras.
Uno de los individuos que en Sevilla se señaló más entre los partidarios del archiduque fué D. Cristóbal Guerrero de Aguilar, el cual tenía el destino de administrador de la sal, y era además uno de los más distinguidos familiares de la Inquisición por su noble alcurnia y la posición que ocupaba.
Guerrero de Aguilar mezclóse en todos los manejos contra la dinastía de Borbón, y estableció correspondencias con muchas personas significadas, siendo durante los años 1702 y 1703 uno de los más activos agentes de la casa de Austria.
En los comienzos de 1704, D. Cristóbal fué preso por haberse probado que en uno de los frecuentes viajes que por entonces hizo, había traído varias cartas, documentos y alocuciones del famoso cardenal Cienfuegos, los cuales estaban dirigidos á excitar los ánimos de autoridades, comunidades y personas significadas, en contra de la nueva dinastía.
Juzgado Guerrero de Aguilar por su delito, ninguna clemencia tuvieron para él los jueces, condenándolo á muerte después de algún tiempo de prisión y de haber practicado muchas y enojosas diligencias en averiguación de los que en Sevilla parecían estar en contacto con el reo y favorecer sus trabajos.
El administrador de la sal fué ahorcado en la plaza uno de los primeros días de Mayo de 1774, y en la noche de su muerte una procesión de frailes de san Francisco subió al patíbulo, descolgó el cadáver, lo amortajó allí mismo, y colocándolo en un féretro, después de entonar largas salmodias, lo condujeron al convento más próximo, donde le dieron sepultura.
Esto fué muy comentado en la ciudad, pues de los frailes franciscanos de la Casa Grande se decía, no sin fundamento, que eran partidarios del Archiduque, y aun que habían enviado en diversas ocasiones ocultamente cantidades crecidas para el sostenimiento de las tropas enemigas de la casa de Borbón.
El día 16 de Junio de 1718, fiesta del Corpus, una vecina de la collación de San Vicente, llamada Juana Teresa Parrado, y la cual era criada del convento del Dulce Nombre de Jesús, robó la sagrada forma del viril, guardándola en su pecho, y después de partirla, la colocó sobre un altar de Jesús Nazareno.
Esta profanación que, como es de suponer, causó gran escándalo en Sevilla, fué consignada por algunos escritores en papeles y hojas sueltas, y la autora del hecho fué presa y llevada á la Inquisición, donde sufrió castigo, saliendo en auto público de fe el 10 de Diciembre de 1719, condenándosela á doscientos azotes y á destierro, y en desagravio de la Divinidad se hicieron luego numerosas funcionos en los templos de Sevilla.
Juana Parrado, según las relaciones coetáneas, no era una cualquiera como parece, pues, tenía nada menos que pacto con el demonio, á quien trataba con mucha llaneza, y me parece de verdadera curiosidad para conocer detalles de aquella individua y del suceso que la hizo célebre, reproducir estas líneas del manuscrito de fray José de Muñara, y que no dejan de ser donosas.
En ellos después de relatar el sacrilegio cuenta como fué descubierto y da á conocer quien era la autora, en esta forma:
«...El día siguiente (17 de Junio) subió el sacristán á renovar una bujía de cera junto al viril y reparó faltaba la Sagrada Hostia; dió aviso á los sacristanes y entristeciéronse las monjas y hicieron rogativas, disponiendo se consagrase una Hostia y se colocase en el viril para manifestar á S. M. en la misa mayor. Una religiosa llamada la madre Espíritu Santo hizo oración con muchas lágrimas delante de una santa imagen de Jesús Nazareno que está en un altar (en blanco) y vió sobre los manteles del altar media Hostia; dió aviso y el capellán registró el altar y halló la otra mitad de la Hostia debajo de los manteles del mismo altar y creyendo era aquella la misma Hostia que estuvo en el viril la puso en unas corporales y un sacerdote la consumió en la misa. Estaba en el convento sirviendo una mujer mulata llamada Juana Teresa Parrado, de quien las monjas tenían muchas sospechas de que era mala cristiana y dando aviso al señor visitador que es nombrado por el duque de Medina Sidonia para este convento por privilegio especial del Papa, hizo sus obligaciones, y negando la dicha mulata con alguna turbación, fué dada cuenta al señor provisor, siendo amenazada la mulata si no confesaba la verdad, que sería castigada y atormentada, dijo que la mañana del dicho día 17 de Junio muy temprano el Demonio la sacó por la reja de una tribuna y teniéndola en el aire junto al viril le dijo sacase la Sagrada Hostia y se la entró en el seno y habiéndola vuelto el Demonio á la tribuna había ella partido la Hostia y arrojándola sobre el referido altar. Los señores inquisidores formaron autos, y vista la declaración de la mulata la llevaron á sus cárceles: allí confesó hacía muchos años que vivía con mucha llaneza y familiaridad con el Demonio, el cual en forma de hombre la acariciaba y se acostaba con ella en su cama (¡!) no declaró otros delitos sino los referidos de que resultaba huir de los santos sacramentos y oir misa sin veneración y atención.» (Antigüedades y novedades sevillanas.)
Juana Teresa Parrado, que tenía veinte y ocho años de edad, después de salir en auto, que se celebró en san Pablo, como dije al principio, en 10 de Diciembre de 1719; á los comienzos del siguiente corrió las calles de la ciudad sufriendo los doscientos azotes impuestos posando luego al destierro, donde quizá continuara su llaneza y familiaridad con el Demonio, pues como cándidamente apunta Matute en sus Anales, la mulatita «se afirmaba que desde niña había tenido pacto con él.»
Cuando al oscurecer del día 27 de Noviembre de 1723 los vecinos de Sevilla se disponían á recogerse en sus casas para entregarse al reposo se vieron sorprendidos por el ruído que por varias calles promovía el toque de trompetas y atabales, el paso de caballos y las voces de no poco concurso que rodeaban á los ginetes.
La causa de todo aquello era la siguiente. Por la tarde se había recibido de Madrid un pliego conteniendo la Pragmática sanción que su majestad mandaba observar sobre trajes y otras cosas, fechada en San Ildefonso á 15 días del mismo mes, y el Asistente que lo era don Alonso Pérez de Saavedra, marqués de la Jarosa, apenas hubo recibido el documento, había convocado á cabildo con gran prisa, para dar cuenta de él, y como su señoría consideraba de mucha urgencia que la orden real llegase á conocimiento de todos, se comisionó allí mismo al marqués de Gandul para que, aunque fuese de noche, se publicara la pragmática con todas las solemnidades de rúbrica.
En efecto, se organizó la comitiva para la ceremonia, figurando en ella el teniente de Asistente don Isidoro Palomino, el pregonero Sebastian Francisco, los alguaciles de los Veinte, los trompetas y atabales.
El primer pregón dióse, como de costumbre, á las puertas del Ayuntamiento, siguiendo los otros ante la Audiencia, el palacio Arzobispal, el Alcázar, y el barrio de la Feria, siendo necesario que algunos mozos, con antorchas, alumbrasen al pregonero, que se desgañitaba en medio del camino por enterar al vecindario, cómo quería Felipe V que se vistieran sus vasallos de allí en adelante.
La tal pragmática sobre trajes, aunque reproducía algunas disposiciones de otras, era más estrecha y tenía nuevas y grandes disposiciones que no dejan de ser curiosas y que causaron no poco disgusto á los galanes sevillanos, muy dados al lujo en sus trajes y personas.
El rey prohibía que se usase más de encajes finos, cintas de plata y oro, terciopelos rayados, etc., como no fuera con cierta moderación muy limitada; añadía que los menestrales, barberos, labradores y especieros no podían llevar vestidos de seda, y vedaba en absoluto que ni hombres ni mujeres luciesen aderezos y adornos de piedras falsas, que entonces se labraban con gran perfección, imitando á los legítimos.
Las libreas que habían de llevar los pajes, lacayos y criados se mandaba que fuesen del menor lujo posible, mencionándose también el número que había de haber de éstos y sus trajes en ciertas ocasiones.
En cuanto á las galas femeninas, decía Felipe V casi ruborizado:
...«Por cuanto son muy de mi real desagrado las modas escandalosas en trajes de mujeres y contra la modestia y decencia que en ellos se debe observar, ruego y encargo á todos los obispos y prelados de España que, con celo y discreción, procuren corregir estos excesos y recurran en caso necesario á mi Consejo, donde mando se les dé todo el auxilio conveniente.»
Pero no era en los trajes únicamente en lo que aquel rey disponía, sino que, con el propósito de disminuir el número de carruajes, que debían estorbarle, dictaba severas disposiciones contra los adornos, pinturas y galas que solían ponerse en las carrozas, literas, calesas, estufas, etc., no dejando de ser donoso el que señalaba las personas á quienes estaba permitido andar en coche y las que lo tenían vedado, en esta forma:
...«No podrán tener coches... los alguaciles de corte, escribanos de provincia y número, ni otros ningunos, ni tampoco lo han de poder tener los notarios, procuradores, agentes de pleitos y de negocios, los recaudadores, si no es por otro título, y tampoco lo podrán tener ni los mercaderes con tienda abierta, ni los de lujos, plateros, maestros de obras, etc.»
En fin, para que nada faltase en que el rey interviniera, ponía tasa á lo que á los novios les diese gana de regalar á sus prometidas, marcándoles hasta dónde podían llegar en sus dádivas, diciendo: «por cuanto exceso de joyas y vestidos, y otras cosas que se daban y hacen al tiempo del desposorio... ninguna persona de cualquier estado, calidad y condición que fuere, pueda dar ó diere á su esposa y mujer en joyas y vestidos en causa alguna más que lo que montase la octava parte del dote que de ella recibiese.»
Hasta 29 artículos tenía la famosa pragmática, que se mandó cumplir con tanto rigor, que allí se ordenaba que el que la desobedeciese tendría de pena por la primera vez cuatro años de presidio cerrado á África, y por la segunda ocho años de galeras.
El Asistente conde de la Jarosa, que tanto se apresuró á pregonar las órdenes reales, como antes dije, no fué menos severo en su cumplimiento, haciendo practicar escrupulosos registros con frecuencia, y por sastrerías, tiendas de ropas y cocheras, y sin que tuviera consideración alguna á los intereses que perjudicaba, descargó toda su justicia sobre obreros, artesanos y fabricantes, que respiraron con satisfacción cuando dejó su cargo, tres años después, en 1725.
Y para que se viera que él era el primer cumplidor de la pragmática, como quiera que en ella se ordenaba que todas las autoridades y justicias vistieran de negro, en el primer cabildo que la ciudad celebró el 7 de Diciembre de 1723, se presentó todo enlutado, empuñando su vara, y obligó á que con igual traje negro fuesen todos los caballeros, desde el escribano Castillo hasta el último portero.
Al ocuparme en páginas anteriores de la asociación del Niño Perdido que existió el siglo XVI, algo dije del lamentable abandono en que estaba en la antigüedad la infancia desvalida. Las calles veíanse continuamente llenas de muchachos que, sucios, andrajosos y hambrientos, crecían abandonados á sus instintos, sin que ni las autoridades eclesiásticas ni las civiles, ni otras corporaciones, se cuidasen de atender á ellos, apesar de que de tan pingües rentas disponían.
Aquellos infelices, de cuya educación nadie se ocupaba, vivían de la manera más miserable, comían cuando encontraban donde robarlo, dormían al raso, y en su infantil edad, el continuo roce con gente perversa y el abandono de toda educación tenían harto prematuramente prostituidas sus almas y enviciadas y torcidas sus conciencias; pues los tales rapazuelos, que por los sitios públicos enseñaban sus miserias, podían ser maestros en raterías, licenciados en la carrera rufianesca y carne dispuesta para consumirse en la horca, en las galeras ó en los presidios.
Esto, que tanto daño venía á traer á la sociedad y que tan poco hablaba en favor de la cultura, mal era al que debía ponerse remedio, y aunque algunos sobre ello parasen mientes, nadie de significación llevó á la práctica ninguna medida, y vino á partir la obra bienhechora, como algunas veces sucede, del más débil y del que con menos medios parece contar para llevarla á cabo.
Y así fué entonces. Un pobre hombre, de humilde posición, sin trato social y sin carrera alguna, de ilustración escasísima, pero de alma buena y sensible, movido de un noble sentimiento de humanidad, solo y sin apoyo, hízose al comenzar el siglo XVIII, el verdadero protector de la infancia desvalida, que á los poderosos ningún interés prestaba.
Era aquel hombre natural de la parroquia de San Pedro de Píneres, del Concejo de Haller (obispado de Oviedo), llamábase Toribio de Velasco y Alonso, había venido á Sevilla de joven y no tenía otro oficio que vender por las calles añalejos, estampitas, novenas, romancillos ó pliegos de aleluyas, con cuyas escasas ganancias atendía á su frugal alimento y á pagar su modesto cuarto, que en una pobre casa de la calle del Peral le servía de morada.
Toribio de Velasco, que por andar siempre de plaza en calle, era testigo de aquel abandono en que los infelices desvalidos yacían, comenzó á mezclarse entre los muchachos, y con palabras dulces y persuasivas, procuraba atraerse á los más pequeños y menos maleados, regalándoles estampas y dulces, y haciéndoles que les prestasen ya alguna atención, y al aire libre, recitábales la doctrina ó algunas máximas de moral de las más sencillas.
Así anduvo nuestro buen hombre por los años de 1720 y 24 y era muy frecuente encontrarlo por la mañana y tarde, ya en el monte del Baratillo, bien junto á una puerta, ó bien en medio de una plazuela rodeado de muchachos á los cuales daba enseñanza, y tan de la confianza de algunos fué haciéndose Toribio con paciencia y dulzura, que las horas en que tenía costumbre de dar su lección, poníase en el extremo de una calle ó plazoleta y allí sacaba de debajo de su capa raída y sucia una campanilla que agitaba con fuerza, y á su toque se veían de distintas partes acudir á los niños, que más de una vez dejaban instintivamente el juego para rodear al pobre montañés y escuchar sus toscas palabras.
Ni las burlas de los incorregibles ni lo penoso de la espontánea tarea, hiciéronle flaquear, llegando á conseguir, después de muchos meses, que varios de los muchachos fueran á su pobre casa de la calle del Peral, con lo que ya pudo decir que había echado los cimientos á su futuro instituto.
Allí atrajo también á algunos hijos de vecinos pobres, y con las limosnas que él mismo pedía, y sacrificando sus escasísimos ahorros, pudo luego alquilar un departamento en una casa de vecindad de la Alameda, donde en Julio de 1725 llegó á reunir, con cierto carácter de escuela, á muchos niños, consiguiendo también comprar vestidos á 18 de los más abandonados, los cuales se recogieron y allí pasaron las primeras clases de enseñanza.
Había por entonces ya cundido la noticia de la meritoria obra de Toribio de Velasco y llegado á oídos del arzobispo y del Asistente, y entonces una persona interesada en ello, sin dar su nombre, envió á la casa 50 ducados, con lo que puede decirse que comenzaron sus fondos.
Tan rápidos fueron en adelante los progresos del benéfico establecimiento, y tanta la actividad desplegada por su fundador, que aquél hubo de trasladarse á edificio más amplio en la calle Real de san Marcos, al sitio de la Inquisición Vieja, y un escritor sevillano dice á este propósito:
«Apesar de no contar con ninguna renta, el número de niños crecía por manera, que llegaban en el año de 1727 á ciento, por lo que fué necesario trasladarse.... y proveerse de maestros de escribir y contar, y aun de gramática latina, por si alguno se inclinaba al estado eclesiástico: también se dispusieron talleres en que aprendiesen los oficios de zapateros, sastres, polaineros, cardadores de lana y otros de primera necesidad, de lo que, informado el rey, lo socorrió con diez mil pesos, y además mandó á la Ciudad que le proporcionaran sitio apropósito para que labrase casa, cuyo real decreto fué cumplido, señalándose una bien espaciosa fuera de la puerta de Triana, como quiera que ya constaba de ciento y cincuenta niños, cuya subsistencia se apoyaba sólo en la caridad sevillana.»
No llegó Toribio de Velasco á ver instalada su casa en dicho punto, pues anciano y enfermo, murió en la tarde del día 23 de Agosto de 1730, siendo trasladado con gran pompa su cadáver desde la calle Real de san Marcos, al convento de san Pablo, en que fué sepultado, y en su testamento dejó elegido sucesor de su puesto á un su compañero que le había ayudado hasta allí, llamado Antonio Manuel Rodríguez, el cual procuró durante el tiempo que estuvo al frente del establecimiento, seguir las huellas del fundador.
En 1738, no habiendo podido realizarse el proyecto del edificio en las afueras de la puerta de Triana, se trasladó la escuela á una casa de la Calzada á la Cruz del Campo, de donde pasó en 1776 á ocupar el edificio de san Hermenegildo, residencia que fué de los jesuítas, donde estuvo hasta que se trasladó en 1785 á la plaza de Pumarejo y á un espacioso edificio, en que permaneció hasta su extinción, primero en 1823 y completa en 1836.
Puede decirse que, cuando el heredero de Toribio de Velasco, Antonio Manuel, dejó la casa en 1749, comenzó á decaer tan útil establecimiento, que desde entonces administró un eclesiástico del que dice Matute que «de cuyo poco celo é inteligencia, resultó un lastimoso atraso, habiéndose reducido á 50 el número de niños.... y se puede asegurar que (el establecimiento) jamás volvió á ver los felices días de su fundación.»
No son muy abundantes las noticias que existen de la primitiva fundación del hermano Toribio, y las más importantes á más de las que dan Asensio, Collantes y los papeles del conde del Aguila, se encuentran en un libro que vió la luz en Madrid en 1766, escrito por el padre Baca y cuyo título es el siguiente:
—«Los toribios en Sevilla breve noticia de la fundación de su hospicio, su admirable principio, sus gloriosos progresos y el infeliz estado en que al presente se halla: su autor el M. R. P. Fr. Gabriel Baca, de la orden de la Merced, etcétera. La da á luz para ejemplo y acción de gracias al Todo-Poderoso, D. Miguel Carrillo, canónigo de aquella santa Patriarcal Iglesia, y la dedica al rey nuestro señor, como padre el más poderoso de sus vasallos pobres y desvalidos.—Madrid, etcétera, 1766.»
Nada más que una confusa memoria queda hoy de aquel bienhechor de los niños desvalidos, de aquel pobre Toribio de Velasco, que con alma cándida y buena, llevó á cabo en nuestra ciudad una de las obras más meritorias que pueden darse.... Sevilla no ha dedicado hasta ahora un solo recuerdo al que hizo bien desinteresadamente; y en la población donde tantos nombres que nada dicen se ostentan en las vías públicas, aún no se ha ocurrido á nadie siquiera el poner á una calle el nombre de Toribio de Velasco.
El gremio de sastres, que siempre ha sido muy numeroso en Sevilla, cuando el viaje á esta ciudad de Felipe V en 1729, se propuso obsequiar al rey, ardiendo en entusiasmo monárquico de tal modo y manera, que en su obsequio dejase atrás cuanto en el mismo sentido pudieran hacer otros.
Así fué que nada se les ocurrió á los buenos alfayates que formaban la Hermandad de san Mateo, más ingenioso que el organizar una cabalgata alegórica con el título de El piadoso Eneas de las Españas, la cual fué cosa de ver, y bien merece que me ocupe de ella, siguiendo con toda fidelidad las relaciones contemporáneas, que por lo puntuales y verídicas no han de prestarse á dudas.
En la organización de tal cabalgata es seguro que exprimieron su magín los sastres, ayudados, tal vez, por algunos de los más doctos ingenios, logrando ser el asombro de la ciudad.
Salió la cabalgata á ver á los reyes llevando delante el pregonero, los ministros de la justicia y los escribanos, todos ellos vestidos con trajes de colorines, que, á juzgar por la descripción que de ellos conozco, aunque embobaran á las gentes sencillas, eran harto ridículos y estrafalarios.
Seguían á éstos nada menos que 66 sastres, precedidos de un clarinero, vestidos de turcos, á su manera, con mucho de cintajos y medias lunas, estandartes y escudos, donde iban escritos pésimos versos en elogio del rey, que no había más que pedir.
Y á los turcos seguían 40 alfayates más á caballo, y luego una cuadrilla numerosa á pie con chupas y sombreros de plumas, y los cuales llevaban unos tarjetones con ingeniosidades de este tenor:
«La aguja, que es nuestro timbre,
despunta por esos aires
pirámides y monumentos
de Filipo Quinto el grande.
Dédalos son, no dedales
nuestros blasones, pues todos
saben volar en obsequio
de nuestros reyes gloriosos.
Para hacer á nuestros reyes
obsequio que bien les venga,
ha sido tan corto el tiempo
que apenas está de prueba.
En obsequio de unas bodas
este gremio contribuye
al ver de estas voluntades
y coronas el pespunte.
De telas del corazón
este festejo tejido,
con los que en él se han cosido
hebras los afectos son.
Presto para tanta fiesta
se echaron nuestros hilvanes,
que para tales esfuerzos
siempre son bravos los sastres.»
Por último, después de la tal cuadrilla venía el carro alegórico del Piadoso Eneas de las Españas, mescolanza religiosa-mitológica-teatral, en la que iba una figura representando á Felipe V en forma de Eneas, otro á san Fernando y otro á la Sibila, que tenía el doble significado de representar también á la Virgen María, para aclaración de lo cual llevaba un tarjetón con estos versos:
«María, mejor Sibila,
no á Eneas, sino á Filipo,
le muestra en Fernan tercero
de que en Lis, Leon y Castillo.»
En el carro alegórico se mostraba también el antiguo pendón de la hermandad de los sastres, que tenía por patrón á san Mateo, y cerraba por último toda aquella comitiva un buen número de danzantes y cantores que entonaban versos en loor del monarca, de la reina y de los príncipes.
Con gran parsimonia y lucimiento, fué recorriendo las calles de Sevilla la alegoría del Piadoso Eneas de las Españas, sin que nada se opusiera á su esplendor, siendo todo del particular agrado de Felipe V, cosa que colmó en extremo los deseos de los alfayates, los cuales, con el fin de que su acto quedase inmortalizado, mandaron escribir y publicaron un folleto describiendo toda la fiesta, folleto que fué impreso el mismo año de 1729 por la viuda de don Francisco Leefdael, y en el cual se leían estas palabras al frente del soneto dedicatorio:
Al muy alto y muy poderoso monarca, árbitro de dos mundos, á Felipe V, el animoso rey de las Españas, el gremio de sastrería de Sevilla humilde saluda y reverente obsequia.
¡Lástima que el nombre del anónimo poeta, que se despachó á su gusto en aquellas intrincadas ingeniosidades, no haya pasado á la posteridad!
Cuando las sombras de la noche se extendían sobre Sevilla en aquellos tiempos de la Inquisición y de los monarcas absolutos, era preciso ser hombre de más de mediano valor para atreverse á recorrer solo las calles, la mayoría de las cuales eran estrechas, tortuosas y en las que abundaban las lóbregas travesías, las encrucijadas sombrías y los rincones misteriosos y los pesados arquillos de feísimo aspecto.
Los faroles y candilejas que las hermandades solían poner en retablos y cruces que tanto abundaban, era el único alumbrado que podía guiar al transeúnte en aquellas tinieblas, por las que se resistían á penetrar en no pocos barrios las rondas y las patrullas que de tiempo en tiempo tenían obligación de recorrer sus demarcaciones.
Los criminales, los ladrones, la gente de malísimo vivir, eran únicamente los paseantes que desde el toque de la Queda hasta ser de día vagaban por las calles, y rara era la mañana en que en las collaciones de la Feria, san Vicente, santa Cruz, la Macarena ó san Pedro, no aparecía algún hombre muerto ó se tuviese noticia de alguna casa robada ó de algún atropello bárbaro cometido entre las sombras y el silencio.
Dueña en absoluto era la gente maleante de la ciudad por las noches, y únicamente en alguna gran solemnidad, se solían hasta las nueve ó las diez iluminar las casas por el vecindario por apremiantes órdenes del Asistente.
Hasta el siglo XVIII no se les ocurrió á las autoridades locales la feliz idea de que estableciendo alumbrado público, podrían evitarse muchos desmanes que favorecidos por las sombras se cometían, y á este efecto se ensayó el plan que ya en otras capitales se había llevado á cabo.
Era en 1732 Asistente interino don Manuel Torres, y á este buen señor, así como á su inmediato sucesor, don Rodrigo Caballero Illanes, se deben los primeros ensayos de alumbrado, pues ordenaron al vecindario que desde las primeras horas de la noche del invierno de aquel año hasta las doce, los vecinos colocasen en las ventanas de sus casas faroles que disipasen de algún modo las espesas tinieblas.
El día 15 de Octubre comenzó á cumplirse lo ordenado por las autoridades, y es curioso el hacer constar que hubo una verdadera oposición por parte de la gente de los barrios bajos á la novedad de los faroles, dándose con frecuencia el caso que apenas eran encendidos muchos de ellos, los mozos de barrio y algunos pájaros de cuenta destruían á pedradas los cristales, volviendo á dejar las calles en aquellas sombras que tanto favorecían sus planes.
Así continuaron las cosas muchos años, apesar de los edictos de 1754, 1757 y 1758, siendo inútiles cuantos esfuerzos se hicieron por obligar á respetar el alumbrado, que siguió constituído únicamente por los farolillos que adornaban las cruces y retablos, que sostenían sus hermandades y cofradías.
En 1760 el Asistente, D. Ramón Larrumbe, dando una prueba de cultura, volvió á tomar disposiciones sobre el asunto, y el día 27 de Octubre se fijó é hizo publicar un bando en el cual se leen estos párrafos:
«Manda el señor Asistente que todos los vecinos de esta ciudad, barrio de Triana y sus arrabales, desde 1.º de Noviembre próximo hasta fin de Abril del año que viene, pongan faroles en lo exterior de las casas, que den luz á las calles y pasos públicos; lo que han de ejecutar desde media hora después de oraciones hasta las once de la noche: pena al que contraviniere lo mandado, de dos ducados por la primera vez, cuatro por la segunda y ocho por la tercera, aplicándose dichas multas al ministro, soldado ó persona que denunciare la contraversión en el todo ó parte de lo mandado...» Y más adelante se añadía: «Que desde las once de la noche en adelante, ningún vecino de cualquier calidad y condición que sea, pueda andar sin luz por las calles, llevándola por sí ó por sus criados con linterna, farol, acha ó mechón; pena al que contravenga, siendo persona distinguida, de seis ducados de multa con la referida aplicación; y al que no sea de esta circunstancia se le tendrá por persona sospechosa, y se le tendrá en la cárcel, para que averiguado su modo de vivir, se le dé el destino correspondiente, etc., etc.»
Por último, se acordaba que á las ocho de la noche se cerrasen todos los bodegones, botillerías y tabernas, adoptándose otras disposiciones para mantener el sosiego y la seguridad de la ciudad.
Pero tales acuerdos, apesar del buen celo que el Asistente y sus delegados tuvieran, no fueron bien cumplidos ni mucho menos como se ordenaba, y lo del alumbrado público vino á quedar como antes durante diez años poco más ó menos, aun habiéndose repetido los bandos en 1761 y 1766.
En el bando de 20 de Octubre de 1770, se volvió con más energía á encarecer la necesidad del alumbrado, por el Asistente D. Pablo de Olavide, añadiendo esto, que da idea de cómo andaba la seguridad pública por las noches en las calles de Sevilla:
«Habiendo acreditado la experiencia no se había podido evitar que en horas extraordinarias transiten personas sospechosas, pues en fraude de ellas se ha verificado encontrarse sujetos de esta clase después de las doce de la noche, con la cautela de llevar luz é ir separados para que no se les pudiese detener por las rondas: considerando su señoría que en semejantes horas nadie sin motivo urgente debe estar fuera de sus casas y que el mero hecho de carecer de esta legítima causa le constituye en sospecha», se ordenaba que fueran detenidos cuantos vecinos fuesen encontrados, como medida más expedita.
Disposición fué esta, que se confirmó y amplió más tarde en otro bando del mismo Olavide de 22 de Octubre de 1772, en el que se lee: «Toda persona que se encuentre después de dada las doce de la noche hasta el primer toque del alba, que no sean sujetos conocidos, en quien desde luego se excluye toda sospecha y que aunque lleve luz y vaya solo, no se verifique causa legítima urgente que le precise á transitar á aquella hora, cuya verificación (¡!) se haya de hacer en el pronto por la ronda ó patrulla que lo aprediesen, y no acreditándose la urgencia, se ponga preso y haga justificación de su vida y costumbres para tomar la providencia correspondiente conforme á lo que resulte...»
Ya se ve, pues, que entre el mal alumbrado y la gente non sancta, era harto arriesgado transitar por las calles en los buenos tiempos de la fe y de las venerandas tradiciones, pudiendo decirse que apesar de repetirse nuevos bandos sobre alumbrado en 1777 y 1779, hasta 1791 no contó Sevilla con un verdadero servicio, gracias al Asistente Ábalos, que, por cuenta del Ayuntamiento y cargando una contribución á los propietarios de casas, colocó faroles en todas las calles, los cuales faroles eran de forma adecuada y de dos mecheros, durando el alumbrado desde 1.º de Octubre de 1792 al 24 de Junio de 1793, las noches que no hacía luna, y terminando en el comienzo del verano.
D. José Ábalos nada olvidó para el mejor resultado de la reforma, y á este fin montó un cuerpo de celadores ó faroleros á los cuales ordenaba que «los mozos del alumbrado deben aderezar sus faroles diariamente, de forma que se hallen corrientes para encenderlos á las horas señaladas; cada uno recorrerá su partido de continuo para avivar el que se amortigüe ó encender el que se apague con atraso. Estas maniobras las han de hacer con actividad y prontitud: para ello y que no tenga disculpa, han de ser mirados mientras lo ejecuten con la detención y preferencia debida al público, á quien sirven, no deteniéndose con pretexto alguno á que siga su ruta por las personas más privilegiadas».
Desde los tiempos de Ábalos el alumbrado público siguió con diversas alternativas, siendo objeto de lucro para contratistas y negocio seguro para algunos graves señores, en perjuicio del pueblo en general, hasta que don José Manuel Arjona, hacia 1827, lo reorganizó con muy buen acuerdo, estableciendo los faroles triangulares sobre pescantes de hierro.
En 1839 tenía Sevilla mil faroles de un nuevo sistema inaugurado en 13 de Agosto de 1836, faroles de reverbero que causaron no poca admiración del pueblo.
Por último, terminaré estos apuntes consignando que al establecerse el gas, la calle de las Armas fué la primera que tuvo el nuevo alumbrado, poniendo término á aquellos tiempos en que nuestros abuelos tenían de noche la ciudad con luz... y á oscuras.
No sólo en el extranjero, y en estos nuestros tiempos de sociedades protectoras de animales han existido hospitales y casas donde se cuidasen con el mayor esmero á los irracionales para procurar su conservación, tan útil á la sociedad. En Sevilla y en el siglo XVIII, existió un hospital perruno, cosa que quizá muchos ignoren, y acerca del cual he de escribir algunas líneas.
Hacia fines del año 1763, comenzó á iniciarse en la raza canina de la población una enfermedad algo extraña, la cual atacaba á los chuchos con tanta violencia, que en dos ó tres días eran muertos.
Esto, que al principio no llamó mucho la atención, atrájola luego poderosamente cuando en Abril y á principios de Mayo, se recrudeció de tal manera la enfermedad, que por las mañanas aparecieron las calles de Sevilla llenas de perros de todas castas que habían muerto durante la noche.
Preocupadas ya con esto las autoridades locales y temiendo que aquella epidemia perruna fuese contagiosa y pusiese en peligro al vecindario, el buen Asistente, que lo era á la sazón don Ramón Larrumbe, dirigióse á la Sociedad de Medicina en 26 de Mayo, á fin de que este Cuerpo interviniera en el asunto, y, examinando detenidamente á los canes atacados, informase del riesgo que pudiera ofrecer á la salud pública.
Por lo pronto el Ayuntamiento se encargó de enterrar á los perros en un sitio determinado, extramuros de la ciudad, nombrándose también una comisión del Cabildo que auxiliase á los doctores en sus trabajos.
La Real Sociedad de Medicina, que había tenido su origen hacia 1697, y cuyos estatutos fueron aprobados por el rey en 1700, estaba entonces establecida en la calle de Levíos, y allí, en habitaciones convenientes que dispusieron al efecto, acordó la Sociedad trasladar á los canes enfermos, formando el hospital perruno.
Dice Matute en sus Anales que los chuchos estaban allí muy cuidadosamente asistidos y que se «separaban en los diversos departamentos, según el grado que advertían en su enfermedad», consignando también que para asistirlos se nombraron á seis enfermeros, prosiguiendo en tanto los doctores sus estudios para dar con el padecimiento y los medios de combatirlo.
Preciso es confesar que hubo el mayor acierto, pues el plan de curación empleado dió unos resultados excelentes, de tal modo, que las defunciones perrunas comenzaron á disminuir con gran complacencia de los amos, que volvían á recuperar sanos y salvos á sus mastines, pechones, rateros, galgos y podencos, cuyas vidas habían visto en peligro.
La epidemia desapareció á fines de Julio y Agosto por completo, dictaminando los doctores que el mal no había sido contagioso, como se pensó, y que fué un catarral maligna con ofensa á los pulmones (palabras de Matute), ampliándose luego todo lo ocurrido y los caracteres de la enfermedad en el trabajo que más tarde insertó la Sociedad de Medicina, en el tomo VI de sus Memorias.
Véase cómo los sevillanos de 1764 se mostraron humanitarios con la raza canina, hasta el punto de darla un hospital, raza tan maltratada luego, que en 1812 se ordenó por bando, que se matasen sin contemplaciones cuantos perros vagaban por la ciudad y que aún es víctima de los laceros municipales, que de tan cruel persecución las hacen blanco.
Una de las cómicas más aplaudidas y festejadas de los públicos de Andalucía, á fines del siglo XVIII, era Rosa Pérez, la cual dió no poco que hablar con sus galanteos, y tuvo gran número de ardientes partidarios, que en más de una ocasión riñeron por ella apasionadas disputas, tan frecuentes en aquellos tiempos entre los aficionados al teatro.
Tenía la actriz lindo palmito y gracia natural, con lo que, como era de suponer, andaban por ella muchos galanes bebiendo los vientos y haciendo no pocas locuras, algunas de las cuales fueron bastantes ruidosas, dado que á la comedianta no le desagradaban las aventuras.
Su repertorio era muy vario, y cuentan que se distinguía, no sólo en la declamación, sino en el canto, para el cual poseía muy felices condiciones, habiendo memoria de que los mayores triunfos los obtuvo por su voz, dotada de raro atractivo.
Dejando para los que escriban la historia del arte escénico el seguir paso á paso la carrera artística de la Rosa Pérez, á quien sus contemporáneos elogiaron mucho, diré sólo que esta carrera tuvo súbitamente fin, término y acabamiento, cuando no lo esperaban, ciertamente, los finos apasionados de la actriz, ni el público, que tantas y tantas veces le había aplaudido al verla en escena interpretar los más diversos papeles.
El día 2 de Febrero de 1800, el convento de santa María la Real, de Sevilla, vióse engalanado y lleno de concurrencia, en la que figuraban muy señaladas personas de la ciudad, las cuales presenciaron la profesión religiosa de la antes tan aplaudida y festejada actriz Rosa Pérez, que se convirtió en sor Rosa de Jesús María.
Los motivos que impulsaron á aquella linda mujer de no vulgar talento á renunciar á la vida y sepultarse en las frías lobregueces de un claustro, no es cosa que yo sepa y nada apuntaré por no alterar los hechos con suposiciones más ó menos gratuítas; pero sí es cierto que á la profesión de la actriz, se dió por la gente devota gran resonancia, que los padrinos fueron de la más encumbrada nobleza y que la solemnidad tuvo un brillo y esplendor inusitado.
Y para que nada faltase en aquel acto, arrojáronse á los concurrentes en diversas ocasiones, durante la función, multitud de aleluyas, en las cuales un poeta anónimo, que firmaba F. M. C., quizá antiguo admirador de la cómica, esprimió su ingenio en octavas reales, alusivas al acto, algunas de las cuales eran del tenor de estas que á título de curiosidad reproduzco:
Rosa, sin duda alguna que nacistes
para aplausos: los hombres admirastes:
al mundo con tu acento sorprendistes,
y elogios de las gentes escuchastes.
Desengañada, al claustro te vinistes
y aquí el reposo con placer hallastes;
hay siempre quien te aplauda con anhelo;
antes era la tierra, ahora es el cielo.
Canta Rosa, su voz tiene pendiente
un cúmulo de humanas atracciones
zozobrando en el rápido torrente
de aplauso general y aclamaciones.
Viénese al claustro, llora penitente
y al cielo le merece aceptaciones;
Rosa, tu suerte siempre la mejoras
feliz si cantas, más feliz si lloras.
No fué esta aplaudida comedianta de Sevilla la única que dió fin á su carrera de tal modo: que algunas más que ella, después de lucir en las tablas sus gracias y donaires y después de pasar lo mejor de la vida, alegre y regocijadamente, se retiraron á descansar al convento, donde dieron grandes muestras de virtudes.
Porque ya se sabe: el diablo harto de carne, etcétera, etcétera....
El 9 de Febrero de 1810 encontrábase en Sevilla el rey José I, acompañado de su corte y sus ministros, y aquel día fué destinado por el monarca á visitar varios edificios notables y establecimientos industriales de la ciudad, con el sano propósito de ponerse de cierto modo en contacto con el pueblo, y recibir de éste algunas pruebas de afecto, de las que, á decir verdad, al llegar á la población andaba algo necesitado.
Así, pues, aquella mañana, después del almuerzo, José salió del Alcázar, llevando consigo al ministro del Interior, al Intendente de la provincia y á algunos oficiales, y á caballo se dirigió á la Fábrica de Tabacos.
Era aquel sitio apropósito para recibir cierto homenaje popular, pues en los distintos talleres trabajaban entonces más de mil operarios (aún no había todavía cigarreras), y como era de suponer, ellos no habían de permanecer mudos ante la presencia del nuevo monarca.
Así ocurrió, en efecto; el rey recorrió con el superintendente las amplias dependencias, donde se fabricaba el rapé, las del tabaco suelto y las de los cigarros, siendo en todas ellas vitoreado por los trabajadores, los cuales recibieron por encargo del José un socorro en metálico que les fué equitativamente repartido.
De la Fábrica de Tabacos, pasó el monarca á visitar el museo de antigüedades, que estaba establecido en uno de los salones bajos del Alcázar, museo que se debió principalmente al célebre don Francisco de Bruna, y que se formó en gran parte con las estatuas y objetos sacados en las excavaciones de Itálica.
Visto el museo, la comitiva regia salió de nuevo, pasando al edificio de la Lonja, cuya planta baja recorrió el Bonaparte, muy complacido al parecer y haciendo notar la semejanza que encontraba entre aquel edificio y los otros del tiempo de Felipe II que había visitado, subiendo al piso principal, donde se encontraba el Archivo de Indias.
Pero allí tuvieron los visitantes una grave contrariedad, y fué que habiendo mostrado el rey deseos de ver las cartas de Hernán Cortés, de Pizarro, de Almagro y de los principales conquistadores de América, hubo que manifestarle que no se encontraban allí, pues la Junta Suprema, al acercarse los franceses, se llevó á Cádiz cuantos documentos, planos, cartas y papeles pudo, con objeto de salvarlos de que cayesen en poder de los invasores.
José I salió con esto muy contrariado del Archivo de Indias, y aunque empleó parte de la tarde en recorrer algunas fábricas particulares para inspirar simpatías á los obreros, notósele desde luego un mal disimulado enojo.
El día 9 lo terminó el rey asistiendo por la noche al teatro Principal, donde el Ayuntamiento había dispuesto en honor suyo una función extraordinaria, en la que hubo, á más de la representación de La dama sutil, cantata en elogio del rey, sainete de circunstancias y bailes andaluces, que entretuvieron en extremo á la oficialidad y á las tropas invasoras.
Era aquella la primera función teatral á que José asistía en Sevilla, y á su entrada y salida del coliseo, fué vitoreado por diversos grupos de afrancesados que le siguieron hasta su regreso al Alcázar.
Estas manifestaciones dieron motivo á las cándidas líneas que la Gaceta de Sevilla, escrita por Lista, insertaba en su número del sábado 10 de Febrero:
«Anoche asistió S. M. á la función que le había ofrecido la Ciudad en el teatro, el cual ha sido abierto al cabo de dos años que permaneció cerrado. Hubo una cantata, comedia, sainete y varias danzas de las propias del país. El teatro estaba ocupado por las personas que habían sido convidadas. S. M. fué recibido con entusiasmo y se mostró contento de los afectos que le manifestó aquel concurso numeroso y lucido. S. M. tuvo la bondad de hacer que el corregidor estuviese á su lado durante la representación; parece ha querido con esta demostración corresponder á la ciudad por los buenos sentimientos que le manifestaba.»
La cantata que se entonó en el teatro era obra del poeta D. Manuel M.ª Arjona, y su autor la había escrito para que se entonase en un concierto ante el rey José, en Córdoba, cosa que no llegó á verificarse. De la letra, ya olvidada hoy, sólo copiaré los últimos versos, que decían:
«....Tal vez se mire en aterido invierno
gemir el campo en languidez marchita
sufriendo su rigor y hielo eterno.
Mas súbito Favonio el vuelo agita
y ya al impulso de Pomona tierno
el orbe renovado,
se ve de hermosas flores coronado.
Así la España
que triste yace
en llanto baña
su hermosa faz.
Mas se complace
mas se reanima
y á tu presencia
¡oh Rey piadoso!
goza en reposo
ya la influencia
de la alma paz.»
A la salida del teatro, como ya dije, el rey José I fué vitoreado, retirándose luego á su palacio á descansar.
Con todo lo que dejo apuntado puede enterarse el lector de estas Cosas nuevas y viejas, de cómo empleó el rey José Bonaparte el día 9 de Febrero de 1810, octavo de su residencia en Sevilla.
El año de 1812 fué uno de los de más dura prueba y de más triste recordación para los sevillanos del siglo pasado.
Dominada la ciudad por las tropas francesas desde hacía veinte y tres meses, y habiendo desde los comienzos de Enero recrudecido la guerra en toda la provincia, pronto comenzaron á sentirse los tristes efectos de aquella situación anormal, de manera harto lamentable y sensible á todos.
El mal tiempo y los estragos del continuo batallar en los campos de la provincia, trajeron consigo la pérdida de las cosechas, aumentando la carestía de los artículos de primera necesidad hasta el punto de que en la capital el hambre se inició con todos sus horrores.
«La hogaza de pan con peso de tres libras—dice Martín Villa—subió á 24 y 30 reales: las familias acomodadas sintieron la escasez y miseria: los más pobres y los más desvalidos fallecían desmayados en las calles, y en las casas más caritativas se cuidaban de poner con aseo y alguna decencia, arrimados á la pared de la calle, los despojos de la cocina para que los indigentes pudiesen rebuscar entre ellos alguna cosa con que aliviar el hambre que los devoraba.»
Imposible de atajar aquellos males por entonces, fueron en aumento con harta desgraciada rapidez, y en los meses de primavera de 1812, la población ofrecía el espectáculo más triste, como da idea un acuerdo capitular de 8 de Junio, en el cual se lee:
....«Que se represente al excelentísimo señor General en jefe y á las demás autoridades, la imposibilidad de poder cumplir con los pedidos que se hacen, y que si se llevan á efecto, cree la municipalidad está muy próxima la total ruina de esta ciudad, siendo demasiado notoria la decadencia y despoblación que se nota con todo lo demás que se tenga por oportuno manifestar por los señores comisionados D. Eduardo Valvidares y D. Fernando de Iriarte, de quienes espera la municipalidad sabrán desempeñar este cargo con todo el esmero y prontitud posibles, de que tantas pruebas tienen dadas.» (Act. 2.ª Escribanía.)
Las autoridades francesas seguían en tan triste situación exigiendo cantidades é imponiendo diferentes arbitrios sobre particulares y corporaciones, siendo harto censurable la conducta de los proveedores del ejército imperial que habían acaparado el trigo, aumentándose así los horrores del hambre.
Procuraban, no obstante, los invasores, que la verdadera situación de la ciudad se desconociese fuera de ella, y aun se esforzaban por ocultar cuanto podían, aquí mismo, los estragos del mal, y así, pues, ni se insertaban noticias en la Gaceta de Sevilla sobre este punto, ni dejaban salir correspondencia que del daño tratase, castigando muy severamente á los que propagaban por cualquier medio el conocimiento de aquellas miserias.
En tal situación, y viendo la urgencia de socorro que el pueblo necesitaba, pusieron en práctica uno que no dejó de dar algún resultado.
Al efecto abrieron una suscripción casi forzosa entre las personas de capital, para sostener con ella dos repartos de sopa diaria, que habían de hacerse en los barrios más populosos y á los vecinos pobres que se hallaban faltos de todo alimento y tantos eran á la sazón.
Sobre esta sopa que los invasores repartían públicamente, cayó el pueblo hambriento, siendo lastimoso, á decir de un contemporáneo, el cuadro que ofrecían los puntos donde se hacía la distribución, pues á más de dar clara prueba del infinito número de gente que vivía en la miseria, demostraba á qué menguada situación habían venido familias antes acomodadas, y á quienes se veía entonces acudir con sus pucheros á recoger aquel socorro.
Mas la sopa de los invasores no era bastante á remediar los males, y entonces se fundó por iniciativa del poeta don Félix José Reinoso, que se había ofrecido á la causa francesa, un hospital que no dejó de prestar excelentes servicios.
«La obra del hospital—ha escrito el mismo Reinoso—fué recibiendo su incremento á medida de sus auxilios. Las camas llegaron muy en breve al número de 70 en el hospital de hombres y de 85 en el de mujeres. El total de los enfermos fué de 703, asistidos con tal esmero, cual no es común en las enfermerías públicas. Además de la curación se les sirvió durante la convalecencia en salas separadas; y después de su salida se dió á todos una muy buena comida diaria por tiempo proporcionado á su debilidad, pero nunca menos de veinte días. Ciento ocho duró la hospitalidad.... Para esta empresa se abonaron 300 reales diarios por la tesorería de provincia, y se destinó además el capital de 106.760 reales, valor de fincas puestas en rifa que no se ejecutó por no haberse despachado todos los billetes.... Gravísimas dificultades hubo que vencer en aquella penuria para proporcionar estos auxilios, mas al fin se vencieron todas por la dichosa casualidad de no estar el mariscal francés en Sevilla.»
Efectivamente, el mariscal Soult, no queriendo dar mucha publicidad á la situación verdadera del pueblo de Sevilla, se opuso cuando regresó á la ciudad á que se insertase en el periódico oficial el movimiento de enfermos y el estado del hospital, el cual duró hasta fines de Agosto de 1812, en que los franceses salieron de Sevilla.
Y esta sopa económica para el pueblo y la fundación del hospital, dan idea bien gráfica de lo que era la capital de Andalucía bajo la dominación extranjera.
La inauguración del régimen constitucional en Sevilla, en Marzo de 1820, trajo á la ciudad extraordinaria animación y movimiento, siendo raro el día en que no se desarrollaban algunos importantes sucesos, que servían de comidilla al público y daban margen á largos comentarios.
Además, como los ánimos de los liberales estaban harto exaltados y las noticias que á diario llegaban de los diversos puntos de la península, en los que se iba proclamando la Constitución, no dejaban de ser interesantes, se despertó en los patriotas una fiebre de conocer cuanto sucedía, y una manía discutidora que dió origen á la organización de tertulias, reuniones y sociedades, en las cuales, con más ardor si cabe que de 1812 á 1814, se empeñaron las más reñidas luchas.
El café de la Cabeza del Turco, situado en lugar tan céntrico como la calle de las Sierpes, había servido ya en la primera época liberal de centro de los enemigos del absolutismo, y entonces volvió á ser lo mismo, llegando durante los tres años, á los tiempos de su mayor apogeo y celebridad.
Era en 1820 dueño del café de la Cabeza del Turco, don Luís Tolva, hombre patriota, si los había, gran admirador de Riego y Quiroga, y cuya mujer, doña María Josefa Piñalosa, dejaba atrás á su marido, en esto de las ideas liberales.
Tolva, deseando que aquel numeroso concurso que á diario llenaba el café, estuviese al corriente de cuanto sucedía, estableció en el local una especie de cátedra en la cual un ciudadano de buenos pulmones tenía la misión de leer por las tardes y las noches los periódicos en alta voz, así los que se publicaban en Sevilla, como los de la corte y otros de las provincias más importantes, que á todos se suscribió el buen Tolva, con la mejor y más sana de las intenciones.
Para que las lecturas se hiciesen con todo orden y diesen provechosos frutos, don Luís Tolva redactó con gran pulso y meditación un Reglamento, que constaba de trece artículos, y el cual fué aprobado en 14 de Abril por el jefe superior político, Moreno Daoiz.
El original de este Reglamento, que poseo, da exacta idea de lo que eran aquellas tertulias del famoso Café del Turco, y ofrece una nota bien característica de la época en que fué redactado.
La forma en que se hacía la lectura está bien expresada, pues en el artículo tercero se lee que «la pieza destinada para el efecto, es en la que antes estaba la mesa del billar. En ella habrá un asiento algo más elevado que los demás para el que lea los papeles, á fin de que pueda oirse con comodidad y los señores suscriptores tendrán asiento preferente alrededor, en la inmediación de aquél, pero las puertas del salón estarán abiertas para los demás que quieran oir las noticias.»
Como se ve, los que querían empaparse bien de las lecturas y estar con desahogo abonaban una cantidad mensual, la cual era de ocho reales, con los que Tolva atendía al pago de las suscripciones, que llegaron á ser bastante numerosas.
Y no dejaba de ser gracioso, que según el reglamento «concluída la lectura de cada artículo podrá cualquiera hacer las observaciones que guste», con lo que fácil es calcular que el salón de lectura se convertía en centro de las más acaloradas discusiones, que terminaban á veces de manera harto tumultuaria y hasta con la intervención de la autoridad.
Otras veces, después de la lectura de algún artículo exaltado inserto en La Sombra de Lacy, en El Argos, en El Grito de Riego, ó en El Zurriago, y tras violentos discursos y empeñadas polémicas, todo aquel concurso se arrojaba á la calle y recorría varios lugares, dando vivas y mueras, hasta quedar rendidos.
En el Reglamento se hace también constar «que si algún suscritor necesita enterarse más al pormenor de algunos papeles, podía hacerlo en las horas restantes del día sin salir de la habitación, que el que quisiera suscribirse había de poner su nombre en una lista formada al efecto, y que el «dueño del café no lleva otro interés que proporcionar un entretenimiento á los señores que lo favorezcan.»
El salón de lectura del Turco se veía siempre muy concurrido durante la segunda época constitucional y se dió el caso en ciertas ocasiones, que no estando el público conforme con las ideas de algunos artículos, con toda algazara arrojasen los periódicos á la letrina entre grandes aplausos.
Las lecturas públicas en el Turco compitieron en forma y alboroto con las reuniones de la Sociedad Patriótica establecida en el exconvento de Regina y en ambas adquirieron relieve y notoriedad gran número de liberales cuya oratoria pintoresca producía siempre el mayor efecto.
En Junio de 1823 tuvo término y desastroso fin el salón de lectura, y cuando el día 13 las turbas realistas saquearon el establecimiento, destrozaron la tribuna, quemaron el mobiliario y prendieron fuego á cuantos papeles liberales había allí coleccionados, los cuales tanto habían entusiasmado á los ardientes patriotas sevillanos.
La prudencia en unas, el temor natural en otras y la presión ejercida sobre todas, hizo que cuando derrocado el sistema liberal, en 1823, las damas sevillanas que, siguiendo nobilísimos impulsos, se habían señalado por sus ideas afectas á la libertad, durante la época constitucional, negasen aquéllos y tratasen de borrar por diversos medios cuanto pudiera comprometerlas con las sanguinarias autoridades absolutistas, que nada respetaban.
Además los elementos reaccionarios, esos eternos perturbadores que, con sus demasías han provocado siempre la discordia y turbado la paz de los pueblos, achacándolo luego hipócrita y villanamente á las almas libres y honradas, trataron entonces de recobrar su influencia perdida sobre la mujer, obligando á algunas, como el padre Garzón hizo con una señora (cuyo nombre callo porque viven de ella descendientes) que, como penitencia por haber dado en público vivas á Riego, fuese á cierta parroquia de las más concurridas y que á la hora de misa mayor atravesase de rodillas el templo, con los brazos en cruz y como expuesta á la pública vergüenza por su delito...
Mas aunque tanto y tanto se trató luego por los realistas de borrar la participación que el bello sexo tomó en la revolución, no pudieron hacer desaparecer todas las pruebas que esto probaban; así sucedió con el generoso acto que las más principales damas sevillanas llevaron á cabo en 1821 costeando y haciendo con sus propias manos una bandera que regalaron á los Milicianos Nacionales de nuestra ciudad, en que figuraba lo más florido de la juventud; como dice un autor, «dejaban las comodidades y el regalo de su casa para empuñar las armas en defensa de la libertad, sufriendo todas las penalidades y malos ratos de la vida de campaña.»
Con razón ha escrito el señor Velilla en un artículo titulado Liberales y realistas, que «la mayor parte de ellas (las españolas), sin distinción de condiciones, se habían apasionado por la Constitución y la libertad, á lo menos en Andalucía, donde más arraigo tenía la causa liberal,» y esto puede probarse con una multitud de hechos y con nombres bien conocidos de esta región.
Acogido, pues, con gran entusiasmo el proyecto de regalar las banderas á la Milicia Nacional de Sevilla, se abrió la suscripción, en la que es cierto que sólo se admitían señoras, formándose una lista que fué encabezada por doña Josefa de O Denoju, hermana del jefe superior político, y por doña María de los Dolores Mendieta de Carvajal, esposa del poeta don Tomás José González Carvajal y madre del conde del Cazal, á quien todos recuerdan en Sevilla.
Esta lista, que existe original en el Archivo Municipal (Escribanías de Cabildo), lleva escrita al frente estas patrióticas palabras, que dan idea del espíritu que animaba á las damas liberales hispalenses:
—Si nuestros hermanos, parientes y amigos se han apresurado á alistarse voluntariamente para defender la patria y sostener nuestra sabia constitución, á las sevillanas nos toca, poseídas de los mismos sentimientos, presentarles las banderas que los reuna contra sus enemigos y los empeñe más y más en su defensa, para cuyo patriótico fin se abre una suscripción para ocurrir á los gastos indispensables y cuya lista es la siguiente.
Y á continuación seguían las firmas de las dos citadas señoras y en la larga lista familias tan distinguidas y conocidas como doña Francisca Dominé, doña María Arana de Cavaleri, condesa de Villapineda, doña María Teresa Núñez de Prado, condesa de Montelirio, marquesa de San Gil, doña María de los Dolores Gómez de Olavarrieta, doña Josefa del Aguila de Ureta, doña María Irureta, la marquesa de Torres, la marquesa de Castilleja, doña María del Rosario Ibarra y Le Roy, doña María Juana de Madariaga, doña Teresa Manuel de Villena y otras muchas, cuya enumeración habría de ocupar demasiado espacio.
Concluidas las banderas, que eran de ricas telas y estaban bordadas con gran primor, fueron entregadas solemnemente á la Milicia Nacional de Sevilla, la cual las recibió con gran estima y aprecio; y cuando llegaron los días difíciles y tristes de 1823, en que las tropas de Angulema invadieron á Sevilla, y los bravos milicianos siguieron á Cádiz los últimos restos del gobierno constitucional, llevando consigo aquel monarca traidor, infame y trapacero, el emblema de unas almas libres en que manos cariñosas y delicadas habían trabajado ondeó en el Trocadero á la vista de los soldados de la Santa Alianza.
Muchos de aquellos jóvenes apuestos de la milicia, no volvieron jamás á Sevilla, y perecieron víctimas del furor reaccionario, derramando su sangre generosa en defensa de la libertad.
Y por esto tal vez, expresando el dolor de aquella marcha que para algunos no tendría la alegría del regreso, una voz amante, una voz de mujer dulce y amorosa cantó con suspiros y lágrimas:
«El día que se fueron
los milicianos,
aquel día mis ojos
no se secaron.
¡No se secaron
el día que se fueron
los milicianos!»
Son los jardines llamados de las Delicias gala y ornato de Sevilla, por su situación, sus condiciones y las bellezas que ofrecen. La fama de que gozan no es, á la verdad, injustificada, y con razón han sido más de una vez elogiados por plumas extrañas, en que no podía caber la parcialidad á que inclinaría el cariño de los naturales de esta tierra.
El lugar donde se construyeron las Delicias fué en un tiempo árido campo, inmediato al cual estaba aquella casa de placer donde un día sesteó Felipe II, llamada de la Bella Flor, y que dió nombre al otro paseo de la orilla del río, que bien merece capítulo aparte.
Ya en el siglo XVIII, y en tiempos del Asistente Dávalos, se formó una glorieta adornada con árboles, fuente, pirámides y asientos que fué la admiración de nuestros antepasados, mas aquel sitio puede decirse que no llegó á embellecerse por completo y á convertirse en uno de los más hermosos de las afueras de Sevilla, hasta los años en que ejerció el cargo de Asistente el célebre D. José Manuel de Arjona, á quien se debieron no pocas mejoras materiales de la población.
Escogió Arjona con buen acierto aquel lugar para edificar tales jardines, comenzándose las obras en 1826, y dándose por terminadas en 1829, con gran satisfacción de los sevillanos.
El árido campo se convirtió en ameno lugar de recreo, y en él surgieron los copudos árboles, las calles enarenadas, las caprichosas sendas, los cuadros de flores, el estanque de limpias aguas, las rústicas casitas, los cenadores cubiertos de ramaje, las fuentes marmóreas, las estatuas, los jarrones, y todo aquel hermoso jardín á quien el pueblo dió el nombre de Delicias.
Para contribuir más al embellecimiento de tal sitio, trajeron plantas hasta entonces no conocidas en Sevilla, las cuales se procuró cuidar con gran esmero, no siendo extraño que en poco tiempo la mayor parte de ellas sirviese para recreación de los paseantes.
Por último se dotó de abundante agua para el riego de los nuevos jardines, instalándose una máquina de vapor próxima á la orilla del Guadalquivir y para la cual se llevó á cabo una construcción hecha al efecto de sencilla y sólida arquitectura, obra de don Melchor Cano. En las paredes púsose una lápida que conmemoraba aquellas obras y que decía así:
«Siendo rey don Fernando VII, pío, feliz, restaurador, don José Manuel de Arjona, Asistente de la ciudad, renovó los paseos antiguos: hizo otros nuevos; formó un plantel para la reposición de los árboles, construyó cañerías, puso y exornó con un templete gótico esta máquina de vapor para regar la alameda y los sembrados inmediatos.—Año de 1829.»
Tuvo Arjona particular predilección por aquellos jardines, que venciendo no pocos obstáculos, no habían levantado á su iniciativa, y cuando dejó el puesto de Asistente para marchar á la corte, dejó iniciados diferentes proyectos para mejorarlos y aumentar su embellecimiento.
A partir de 1835, en las Delicias se llevaron á cabo algunas reformas, que no nos he de detenerme en enumerar prolijamente, pero las cuales, ni entonces ni después han transformado en lo esencial la forma y traza que desde su principio tuvieron los jardines...
Estos se ampliaron en un gran trozo que se exornó convenientemente, construyéndose más tarde una gruta artificial, y poco antes de la citada fecha trasladáronse allí no pocos bustos y estatuas de mármol, que estaban repartidas en algunos paseos del interior de la ciudad, como el del Museo, en cuyo centro se alzaba la fuente que corona la estatua del robusto niño, de belleza un tanto grotesca, á quien el vulgo conoce por el niño del caracol.
Entre los citados bustos y estatuas, muchos de los cuales pertenecieron al antiguo palacio de Umbrete, propiedad de la Mitra hispalense, existen algunos de dioses de la mitología y de personajes romanos que no carecen de mérito artístico, y que señalaría con algún detenimiento de buen grado. También se colocó en el centro del estanque la estatua del guerrero que fundió el célebre Bartolomé Morell el siglo XVI y que coronó la fuente en la plaza de San Francisco.
Durante más de medio siglo, las Delicias constituyeron el orgullo de los sevillanos, que fuera de los paseos del interior de la ciudad, no tenían jardines tan amenos y lugar tan agradable para solazarse como aquel; mas la moda se inclinó al inmediato paseo de la orilla del río, y entonces la concurrencia acudió allí á ver y ser vista dejando poco á poco la obligación que antes se había impuesto de transitar por las enarenadas calles y bajo los llorones, naranjos y limoneros de las Delicias.
¡Y qué grato es el pasearse por ellas en los hermosos días de la estación de las flores bajo un cielo purísimo, respirando la atmósfera embalsamada, mientras la brisa suave mece con dulce murmullo las hojas de los árboles!...
Mas apesar de todas estas bellezas, las Delicias serían susceptibles hoy de algunas importantes mejoras, que llevadas á cabo conforme á modernos planes, aumentarían ciertamente los atractivos de aquellos lugares y los harían ser más favorecidos por el público. Quizás entonces la multitud que por las tardes acude á la orilla del río no pasaría indiferente ante las puertas del vergel levantado por el Asistente Arjona y que en otros días fué punto de reunión necesaria de la buena sociedad, expansión de femeniles bellezas y centro de la elegancia y de la moda de la capital de Andalucía.
Sin embargo de todo, las Delicias tienen hoy un rival terrible, con el que en vano intentan competir, y que le ha disputado, sin duda con gran ventaja, la predilección de los sevillanos. Este rival es el Parque de María Luisa, el hermoso parque que la ciudad posee desde hace pocos años y que tan concurrido se ve así en los serenos días del invierno, como en las mañanas de primavera y en las tardes de verano...
Después de uno de los períodos más activos de su vida y cuando por todos los públicos cultos de Europa circulaba el anuncio de la famosa obra El consulado y el imperio, Luís Adolfo Thiers emprendió un viaje por diferentes naciones, siendo una las que visitó España, viniendo hasta el mediodía, y deteniéndose en Sevilla cerca de una semana.
De la estancia de Mr. Thiers en la capital se conocían muy pocas noticias hasta que un sobrino de don Juan Nicasio Gallego tuvo la oportunidad de dar á luz unas cartas que poseía, cartas curiosas y que fueron escritas á su ilustre tío por el deán de Sevilla don Manuel López Cepero, á raíz del viaje del célebre historiador francés.
Con estas cartas y con algunas referencias insertas en la Prensa de entonces, se puede conocer al pormenor cómo empleó el tiempo en esta ciudad Thiers, y cuan disgustadas dejó por cierto, de su estancia á no pocas personas, á quienes puso en situación bien poco airosa, y con quienes se condujo de manera harto original y con extraña despreocupación.
El sábado 20 de Septiembre de 1845, Thiers llegó á Sevilla en la Diligencia, hospedándose en la posada de Europa, establecida en la calle de Gallegos, y como quiera que ya de la visita tenían anuncio las autoridades y algunas personas de significación, acudieron éstas á saludarle á su alojamiento, pero se retiraron de él mohinas y contrariadas, cuando los de la posada les hicieron presente que el viajero se había retirado á su habitación, dando orden terminante de que á nadie en absoluto recibiría.
Aquella noche misma, algunos de los franceses residentes en Sevilla, creyendo obsequiar á su compatriota, fueron á darle una serenata, pero parece que el ilustre diplomático no estaba tampoco para músicas y no dejó muy contentos á los filarmónicos.
Famoso y tradicional es que los extranjeros que por primera vez nos visitan, ya por costumbre, ya porque no pueden resistir la seducción, ó porque tienen efectivamente gusto en ello, buscan en Andalucía más que otra cosa con curiosidad las costumbres y tipos populares, de los que tienen la mayoría las más absurdas creencias; y en este punto puede decirse que el grave político francés perdió toda su gravedad y se propuso en Sevilla echar una cana al aire, como suele decirse, y correr su juerguecita, creyendo que aquellas calaveradas no habían ciertamente de tener resonancia ni pasar á conocimiento de las generaciones siguientes.
Así Thiers, el día después de su llegada, 21 de Septiembre, empleó sus horas de este modo, que cuenta López Cepero, á su amigo el autor de El dos de Mayo:
...«Estaba dispuesta una novillada y concurrió á ella dicho personaje, rodeado de gente juglar y baladí, muy poco conforme á la categoría que se le supone, y con esta chusma pasó toda la noche en un corral de la calle Jimios, entre gitanos y mujerzuelas, lo más asqueroso que se usa en las fiestas de candil á que sólo aun entre la canalla suele verse algún día de campo, estando desterrado en todo lugar y tiempo de la gente de mediana educación y decencia.»
El tal corral de la calle Jimios era famoso en Sevilla, y más famoso por vivir en él un hombre llamado el maestro Félix, viejo zumbón, dicharachero y gitanesco, entre bailarín y cantaor, que tenía gran popularidad entre el majío y que era pájaro de cuenta por muchos motivos.
Este conspicuo sujeto fué el encargado de entenderse nada menos que con el famoso Thiers, el cual debió pasar muy buenos ratos en su compañía y en el de las hembras y mozos de tronío que para festejar al francés se reunieron en la calle Jimios, al olor de un buen pago.
Allí se organizó el baile y hubo vino en abundancia, durando la juerga dos ó tres días, en los cuales hubo derroche de bebida y comida é hizo el francés las mayores locuras, un tanto alegrete por el mosto, llegando á esto que, con no poco gracejo, relata el deán sevillano:
Llevó á cabo en el baile «cosas muy ajenas, no ya de persona de tan alto rango, sino de todo hombre de regular educación.... Las mozuelas que danzaban derribaban con su pie el sombrero que Mr. Thiers tenía en la cabeza, y por necesidad formaban con sus piernas un ángulo recto, cuyo vértice se acercaba á la cara del observador, el cual, con risas y palmadas, aplaudía la desenvoltura, reclamando la repetición.»
En tanto que el francés andaba entregado á aquellas diversiones, la gente de letras de Sevilla lo buscaba por todas partes, extrañando mucho y no pudiendo explicarse cómo no había parecido ni por el Liceo filarmónico, ni por la Academia, ni por el Museo de pinturas, ni por los teatros, ni por las bibliotecas, ni había mostrado interés alguno en conocer los monumentos y las joyas de arte que en ellos se guardan.
Y se dió el caso, que aunque lo esperaban, no fué á visitar la Catedral, dejando plantado á López Cepero el día 24; sólo á la mañana siguiente entró y salió sin ser conocido, y cuando ninguna de las preciosidades que en el templo se guardan pudo admirar.
En resumen, Thiers abandonó Sevilla el viernes 26 de Septiembre, teniendo apenas tiempo para comer con el capitán general que lo invitó varias veces á su mesa, y dejando con la conducta que siguió en la ciudad harto enojados á los sevillanos cultos, como tan claramente se desprende de las citadas cartas.
Esta fué la visita del grave historiador francés á la capital de Andalucía, y los estudios que para su famosa obra del Consulado y el imperio hizo en ella.
La inauguración del teatro de San Fernando fué un verdadero acontecimiento, y al recuerdo de aquella gran temporada de 1847-48, bien merece que dedique algunas líneas antes de terminar este libro.
Fué el local que hoy ocupa el coliseo, como es sabido, hospital del Espíritu Santo. Este hospital existía desde muy remota fecha y en 1587 se reunieron en él otros menores, agregándole las rentas de treinta y ocho de los que entonces se suprimieron, con lo que creció mucho su importancia, comenzando por aquel tiempo á labrar el espacioso edificio que ocupaba en la calle Colcheros.
Estaba destinado el hospital para la curación de llagas y de enfermos de tisis, y en 1837, al reunirse todos los hospitales en el de la Sangre, se trasladó allí por orden de la Junta de Beneficencia, dueña entonces del local, que conservó la iglesia y destinó á oficinas y almacenes el resto del edificio.
En 1838 celebró allí sus veladas el Liceo Sevillano y en 1844 he encontrado las primeras noticias sobre la idea de levantar en el sitio un teatro, en estas líneas que se leen en el libro de actas del Ayuntamiento, correspondiente á la sesión de 11 de Noviembre:
«Se dió cuenta de un oficio del Sr. Jefe Superior Político, trasladando la Real Orden de 2 del actual por la que S. M. concedía su real permiso á la Junta de Beneficencia para construir un teatro en fincas de su propiedad, para acudir al sostén de los objetos de dicho ramo, bajo el concepto de que haya de proceder subasta solemne. El Sr. Alcalde leyó con este motivo una comunicación que le había dirigido el Sr. Conde de Vistahermosa, contestando á otra en que S. S. le recomendaba el pronto éxito de este asunto y una carta particular que le acompañaba.»
En Mayo de 1845, vendido ya el edificio por la Junta, el jefe político, Hezeta, ofició al Ayuntamiento invitándolo á que se suscribiese por algunas acciones á la empresa que se formaba en Sevilla para levantar un teatro en la calle de Colcheros, opinando la comisión de Hacienda según informe de 28 del citado mes, que la ciudad se debía suscribir por seis acciones, en vista de lo cual se acordó en cabildo secreto, conservar ciertos derechos sobre el teatro que se edificase. Con esto no se conformó la Sociedad, quien en 14 de Junio hizo una solicitud al Municipio pidiendo se revocase el acuerdo de los derechos sobre el coliseo, cosa que se llevó á cabo.
Pasando por alto las diversas alternativas que sufrió la obra del nuevo teatro y los artífices que en ella tomaron parte y otros detalles de relativa curiosidad, apuntaré que, terminado el edificio, su exorno y el numeroso decorado, se señaló para el día 21 de Diciembre del citado año de 1847 la inauguración del teatro con una compañía de ópera, en que figuraban artistas de los que más fama gozaban entonces en el mundo del arte.
En la lista de aquella compañía aparecen los siguientes cantantes:
Prima donna absoluta, Carlota Vittadini; prima donna, Luisa Cocco; comprimaria, Cuterina Persoli; contralto, Luisa Perzoli; primer tenor absoluto, Giovani Soliere; tenor, Benedecto Galliani; comprimario, Antonio Cordero; primer bajo barítono, Giusepe Manensi; primer bajo, Carlos Porto; segundo bajo, Antonio Casanova; maestro director, Vicente Schira; maestro de coros, Mateo Torres.
En la citada lista se hace tambien constar que el número de coristas llegaría á treinta y cinco, que la orquesta la formarían cuarenta y cinco profesores y que el director sería don Silverio López Uria, maestro de música muy conocido en Sevilla entonces y compositor á veces de medianas piezas y zarzuelas, de las que ya nadie se acuerda.
Antes de la inauguración del teatro se repartió profusamente por la ciudad un prospecto, en donde la empresa hacía presente al público lo necesario que era cultivar el buen teatro en esta ciudad y el deseo que se sentía de tener uno de la importancia del de San Fernando. En aquel impreso se leían estas líneas:
«Hace tiempo que esta capital necesitaba un teatro digno de ella. Sevilla, que es la primera de Andalucía y la segunda de España, reclamaba imperiosamente un edificio de esta clase que por su belleza, proporciones y magnificencia pudiese contener con decoro y comodidad al público que asiste á estas representaciones. Con efecto, si los teatros han sido siempre una muestra de la cultura y civilización de los pueblos, forzoso es que hasta en la parte material correspondan á la categoría de cada ciudad, y que el mérito de las representaciones esté en armonía con su ilustración....» Y más adelante se decía que los empresarios, «notando el afán que había en Sevilla por volver á gozar de las representaciones líricas, enviaron al extranjero, aunque fuera de temporada, á una persona entendida para que á cualquier precio les ajustara una compañía de excelentes artistas... Nada se atreven á decir de su mérito, por más que gocen de alta reputación en Italia, porque también ha de juzgarlos el público, y en estas materias es infalible. Sólo advierte que la rebaja en los precios de las entradas y localidades, no es ahora tan notable como desean, aunque mayor que hasta aquí, por los muchos gastos que han hecho para formar su Compañía en tiempo extraordinario; mas pueden asegurar al público que en la temporada ordinaria que comienza en la Pascua de Resurrección, serán los precios más cómodos...»
En el mismo edificio y cercano á la puerta principal, se estableció un café llamado de Los Lombardos, en la calle del mismo nombre, café y billares que se abrieron al público el 19 de Diciembre.
La noche de la inauguración del coliseo fué, como ya he dicho, el 21, y á ella concurrieron las autoridades, las personas más significadas, todos los buenos aficionados á la música y las más hermosas mujeres, que lucían aquella noche sus más preciadas galas.
La ópera escogida fué Los Lombardos, que cantaron la Vittadini, la Cocco, Salieri, Galliani y Manensi.
De lo que resultó aquella primera función dan noticias los periódicos de la época que entonces veían la luz en la capital, y el Diario de Sevilla hacía la más completa descripción, apurando todos los adjetivos y frases hechas, que ya se usaban entonces y de las que tanto se ha abusado después por los revisteros de teatros.
Por cierto que un periódico que á poco se publicó, llamado La Platea, apareció llevando en la portada una vista de la sala del coliseo grabada en madera, que, aunque de tosco dibujo, da idea de cómo estaba en sus comienzos el interior del teatro, con su gran lucerna de aceite pendiente del techo, sus anchas lunetas, su tertulia de señoras y su telón primitivo, pintado por D. Antonio Cabral Bejarano.
No deja de parecerme de alguna curiosidad el consignar los precios del abono para aquella temporada, que constó de sesenta funciones, y que eran en esta forma:
Palcos plateas, 1.260 reales.—Palcos principales, 1.080.—Palcos de tornavoz, 900.—Anfiteatro, 200.—Lunetas, 200.—Delanteros de tertulia, 90.—La entrada costaba tres reales, y las noches de estrenos de óperas ó de iluminación, llegaba á una peseta.
Los Lombardos debieron gustar bastante al público, pues la ópera se representó, después del día de la inauguración, en cuantas noches hubo espectáculo hasta el 2 de Enero de 1848 y á la citada obra siguieron Sonámbula, Atila, Lucrecia Borgia, Hernani y Favorita.
De todas estas, Atila fué la que por entonces más agradó, poniéndose muy en boga su partitura en Sevilla, hasta el punto que no había tertulia más ó menos cursi, donde no fuera de rigor cantar algún trozo de Atila, por la joven romántica ó el enamorado galán.
Tres eran los teatros que á la sazón había abiertos en Sevilla: el Principal, el de la Misericordia y el de la Feria, y en ellos funcionaban en aquel tiempo tres compañías dramáticas, que entusiasmaban con El terremoto de la Martinica, La terrible noche de un proscrito, Marta la romantina, El campanero de San Pablo.
Ninguno de los tres teatros sintió como el viejo Principal la apertura del de San Fernando, rival desde aquel día, y rival terrible, del coliseo que la famosa Sciomeri había inaugurado á fines del siglo XVIII, y por el que habían pasado tantas alternativas prósperas y adversas.
Y así ocurrió, en efecto; desde que se inauguró San Fernando, el Principal sintió los desastrosos efectos de una competencia, á la que más tarde tuvo que sucumbir.
Ni de aquella primera temporada de 1847 á 1848, ni de las que inmediatas le siguieron, me he de ocupar aquí. Recordar sólo aquella inauguración del teatro de San Fernando en la noche del 21 de Diciembre de 1847, ha sido el propósito que me ha movido á tomar la pluma, cerrando con estas líneas el presente libro, donde he reunido algunos apuntes sevillanos de interés y curiosidad, algunas Cosas nuevas y viejas, cuyo conocimiento creo habrá entretenido á mis lectores.
PÁGINAS | |
Portada | |
Dedicatoria | |
Al que leyere... | |
Los antiguos relojes, | 7 |
Cómo las gastaba un rey, | 10 |
Los primeros inquisidores y sus hazañas, | 12 |
Tradición..., | 16 |
El Cartujano, | 18 |
Antiguas fiestas de toros, | 22 |
Las víctimas de la comunidad en Sevilla, | 25 |
El Pendón Verde, | 27 |
Francisco Guerrero, | 31 |
Los esclavos de Sevilla, | 36 |
Juan de Salinas, | 41 |
El Arenal, | 45 |
Julianillo Hernández, | 52 |
Santa Teresa en Sevilla, | 55 |
Un Ponce de León, | 58 |
Juan del Castillo, | 61 |
Un zapatero de antaño, | 65 |
La puerta de Triana, | 67 |
La Alameda de Hércules, | 70 |
La Hermandad de los Niños Perdidos, | 77 |
Don Luis Sumeño de Porras, | 82 |
Un arcediano y un canónico, | 85 |
El escocés hereje, | 87 |
La moza y el Asistente, | 89 |
El veraneo de antaño en Sevilla, | 93 |
Luís de Vargas, | 99 |
Procesión de Vía-Crucis, | 104 |
Las presas de la Inquisición, | 106 |
Ejecuciones, | 108 |
El Salvador, | 113 |
Juan de las Roelas, | 116 |
Las dos amigas, | 121 |
Los valentones, | 122 |
El Asistente y las fruteras, | 125 |
Herrera el Viejo, | 127 |
Lope de Vega en Sevilla, | 132 |
Confiteros y confiterías, | 135 |
Los moriscos, | 139 |
Caballeros de antaño, | 142 |
El tutor y la pupila, | 145 |
El incendio de «El Coliseo», | 147 |
La madre Catalina y maestro Villalpando, | 150 |
Crueldad de un Asistente, | 156 |
El sastre catalán, | 158 |
El hermano Juan de Jesús, | 160 |
La mulata y la hechicera, | 163 |
Barrabás, | 166 |
Desafíos y riñas entre nobles, | 168 |
El prior de las Cuevas, | 171 |
La monja alférez, | 174 |
La última hazaña de un valentón, | 177 |
La hermosa posadera, | 179 |
Espejo de escribanos, | 182 |
El portugués Perea, | 186 |
El marqués de Buenavista, | 188 |
Un inquisidor humillado, | 190 |
Las tapadas, | 192 |
El maestro Vilches, | 196 |
Una fuga de presos, | 198 |
Las rondas de noche, | 200 |
El contador de la Contratación, | 203 |
Don Bernardino y su mastín, | 205 |
El cabildo eclesiástico y las fiestas de toros, | 207 |
El hijo de Murillo, | 211 |
La embajada japonesa, | 214 |
Cofrades y toros, | 217 |
El obispillo, | 220 |
Duque Cornejo, | 222 |
Los monederos falsos, | 225 |
El loco Amaro, | 228 |
Fray Pedro de San José, | 232 |
Las danzas del Corpus, | 234 |
Las procesiones del rosario, | 238 |
La beata Briguela, | 243 |
El verdugo azotado, | 246 |
Los hermanos del Pecado Mortal, | 248 |
Un partidario del archiduque de Austria, | 251 |
Profanación, | 253 |
Trajes y adornos, | 256 |
Toribio de Velasco, | 260 |
La fiesta de los sastres, | 265 |
Con luz.... y á oscuras, | 268 |
Un hospital de perros, | 274 |
La Rosa Pérez, | 276 |
Cómo empleó un día el rey José, | 279 |
Beneficencia invasora, | 283 |
Las lecturas públicas en el café del Turco, | 286 |
Las damas sevillanas y la bandera liberal, | 290 |
Las Delicias, | 294 |
Mr. Thiers en Sevilla, | 298 |
La inauguración del teatro de San Fernando, | 302 |
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