POR
MADRID
TIPOGRAFIA DE LOS HIJOS DE M. G. HERNÁNDEZ
IMPRESOR DE LA REAL CASA
Libertad, 16 duplicado.
1893
I | —La casa del maestrante |
II | —El hallazgo |
III | —La cita |
IV | —Historia de aquellos amores |
V | —Las bromas de Paco Gómez |
VI | —Las señoritas de Meré |
VII | —El aumento del contingente |
VIII | —El vino de Fernanda |
IX | —La mascarada |
X | —Cinco años después |
XI | —La cólera de Amalia |
XII | —La justicia del barón |
XIII | —El martirio |
XIV | —La capitulación |
XV | —Josefina duerme |
La casa del maestrante.
A las diez de la noche eran, en toda ocasión, contadísimas las personas que transitaban por las calles de la noble ciudad de Lancia. En las entrañas mismas del invierno, como ahora, y soplando un viento del noroeste recio y empapado de lluvia, con dificultad se tropezaba alma viviente. No quiere esto decir que todos se hubiesen entregado al sueño. Lancia, como capital de provincia, aunque no de las más importantes, es población donde ya en 185... se había aprendido a trasnochar. Pero la gente se metía desde primera hora en algunas tertulias y sólo salía de ellas a las once para cenar y acostarse. A esta hora, pues, solían tropezarse algunos grupos resonantes que caminaban a toda prisa resguardados por los paraguas; las señoras rebujadas en sendos capuchones de lana, alzando las enaguas con la mano que les quedaba libre; los caballeros envueltos en sus pañosas o montecristos, los pantalones enérgicamente arremangados, rompiendo el silencio de la noche con el áspero traqueteo de las almadreñas. Porque en aquella época eran muy pocos todavía los que desdeñaban este calzado patriótico y confortable. Tal cual pollastre que por haber estado en Valladolid estudiando medicina se creía por encima de estas ruindades y alguna que otra damisela melindrosa que afectaba el no saber andar con ellas.
De coches no había que hablar, pues sólo existían tres en la población, el de Quiñones, el de la condesa de Onís y el de Estrada-Rosa. Este último era el único que no alcanzaba el medio siglo de antigüedad. Cuando cualquiera de las tres carrozas salía a la calle, rodeábala un enjambre de chiquillos y seguíanla buen trecho en testimonio de incondicional entusiasmo. Los vecinos en lo interior de sus moradas distinguían, por el estrépito de las ruedas y el chasquido de las herraduras, a cuál de los magnates mencionados pertenecía. Eran, en suma, tres instituciones venerandas que los hijos de la ciudad sabían amar y respetar. Contra la lluvia que cae sobre ella más de las tres cuartas partes del año no se conocían entonces otros preservativos naturales que el paraguas y las almadreñas. Poco después vinieron los chanclos de goma y recientemente también se introdujeron los impermeables con capuchón, que trasforman en ciertos momentos a Lancia en vasta comunidad de frailes cartujos.
El viento soplaba más recio en la travesía de Santa Bárbara que en ningún otro paraje de la población. Esta vía, abierta entre el palacio del obispo y las tapias de un patinejo de la catedral, donde viene a caer la cadena del pararrayos, pasa a su terminación por debajo de un arco y forma lóbrego recodo en que el huracán se encalleja y clama y se lamenta en noches tan infernales como la presente.
Un hombre embozado hasta los ojos atravesó velozmente la plazoleta que hay delante de la morada de los obispos y entró en este recodo. La fuerza del huracán le detuvo, y la lluvia, penetrando entre el embozo de la capa y el sombrero, le privó de la vista. Resistió unos instantes a pie firme la violencia de la ráfaga, y en vez de soltar alguna interjección enérgica, que nunca fuera más al caso, dejó escapar un suspiro de angustia.
—¡Ay, Jesús mío, qué noche!
Se arrimó a la pared, y cuando el viento sosegó sus ímpetus siguió su camino. Pasó por debajo del arco que comunica el palacio con la catedral y entró en la parte más desahogada y esclarecida de la travesía. Un reverbero de aceite engastado en la esquina servía para iluminarla toda. El cuitado hacía inútiles esfuerzos, secundado por la gran mariposa de hoja de lata, para enviar alguna claridad a los confines de su jurisdicción. Pero, más allá de diez varas en radio, nada hacía sospechar su presencia. Sin embargo, a nuestro embozado debió parecerle una lámpara Edison de diez mil bujías, a juzgar por el cuidado con que se subió aún más el embozo y la prisa con que abandonó la acera para caminar ceñido a la tapia del patio en que las sombras se espesaban. Salió en esta guisa a la calle de Santa Lucía, echó una rápida mirada a un lado y a otro, y corrió de nuevo al sitio más oscuro. La calle de Santa Lucía, con ser de las más céntricas, es también de las más solitarias. Está cerrada a su terminación por la base de la torre de la basílica, esbelta y elegante como pocas en España, y sólo sirve de camino ordinariamente a los canónigos que van al coro y a las devotas que salen a misa de madrugada.
En esta calle, corta, recta, mal empedrada y de viejo caserío, se alzaba el palacio de Quiñones de León. Era una gran fábrica oscura de fachada churrigueresca, con balcones salientes de hierro. Tenía dos pisos, y sobre el balcón central del primero un enorme escudo labrado toscamente y defendido por dos jayanes en alto relieve tan toscos como sus cuarteles.
Una de las fachadas laterales caía sobre pequeño jardín húmedo, descuidado y triste y cerrado por una tapia de regular elevación; la otra sobre una callejuela aún más húmeda y sucia abierta entre la casa y la pared negra y descascarillada de la iglesia de San Rafael. Para pasar del palacio a la iglesia, donde los Quiñones poseían tribuna reservada, existía un puente o corredor cerrado, más pequeño, pero semejante al que los obispos tienen sobre la travesía de Santa Bárbara. Por la viva claridad que dejaba pasar la rendija de un balcón entreabierto advertíase que los dueños de la casa no estaban aún entregados al descanso. Y si la claridad no lo acusara, acusábanlo más claramente los sones amortiguados de un piano que dentro se dejaban oír cuando los latidos furiosos del huracán lo consentían.
Nuestro embozado siguió, con paso rápido y ocultándose en la sombra cuanto podía, hasta la puerta del palacio. Allí se detuvo; volvió a echar una mirada recelosa a entrambos lados de la calle, y entró resueltamente en el portal. Era amplio, con pavimento de guijarro como la calle, las paredes lisas y enjalbegadas de mucho tiempo, tristemente iluminado por una lámpara de aceite colgada en el centro. El embozado lo atravesó velozmente, y sin tirar del cordón de la campana pegó el oído a la puerta, y así estuvo inmóvil algunos instantes en escucha. Cerciorado de que nadie bajaba, tornó a la puerta de la calle y enfiló otra mirada por ella. Al fin resolviose a abrir el embozo y sacó de debajo de la capa un bulto que depositó en el suelo con mano temblorosa, cerca de la puerta. Era un canastillo. Estaba cubierto con una manta de mujer, lo cual impedía observar lo que en él se guardaba, aunque bien se presumía. Desde Moisés, los canastillos misteriosos parecen destinados a guardar infantes. El rebozado, ya desarrebozado, tiró tres veces del cordón de la campana, y al instante, desde arriba, abrieron por medio de otra cuerda. Las tres campanadas indicaba que quien entraba en la aristocrática mansión de los Quiñones era un noble, un par de los señores. Tiempo hacía que se estableciera esta costumbre, sin saber cómo. Un menestral, un criado, un inferior, por cualquier concepto, no llamaba sino con una campanada; las visitas llamaban con dos; y la media docena o poco más de personas que el linajudo señor de Quiñones consideraba sus iguales en Lancia, lo hacían con tres, por acuerdo tácito o expreso, que eso nunca se averiguó. Murmurábase en la ciudad de tal diferencia: los que nunca habían pisado los salones de la casa, embromaban a los que a diario los visitaban: respondían éstos negando la especie; pero aunque secretamente humillados, respetaban la feudal costumbre: nadie era osado a dar las tres campanadas del segundo estamento. Sólo Paco Gómez se aventuró una vez a hacerlo por broma o fanfarronada; pero al llegar al salón se le recibió con sorpresa y frialdad tan despreciativas, que no le quedaron ganas de repetirlo.
El hombre del canastillo se apresuró a entrar y cerrar la puerta; atravesó el pórtico y subió por la gran escalera de piedra, en cuyos peldaños gastados por el uso se rezumaba constantemente alguna humedad. Al llegar al piso principal un criado se acercó a recogerle la capa y el sombrero. Y sin aguardar más, como si alguien le persiguiera, lanzose con presurosa planta a la puerta del salón y la abrió. La viva luz de las arañas y candelabros le ofuscó un instante. Era un hombre alto, corpulento, de treinta a treinta y dos años de edad, la fisonomía dulce y las facciones correctas: gastaba el pelo cortado a punta de tijera y la barba luenga, rubia y sedosa. En aquel momento su rostro estaba pálido y revelaba profunda inquietud.
En cuanto alzó los ojos, que la excesiva claridad le obligara a cerrar, enderezó la mirada a la señora de la casa, sentada en una butaca. Clavó ella a su vez en él otra intensa y ansiosa. Fue un choque que dio instantáneo reposo a sus fisonomías, como dos fuerzas iguales que se neutralizan. El caballero se detuvo a la puerta esperando que cruzasen cinco o seis parejas que venían girando al compás de un vals, y sus labios descoloridos se plegaron con sonrisa tan dulce como triste.
—¡Qué tarde! No pensábamos que usted viniera ya—exclamó la señora alargándole su mano fina, nerviosa, que se contrajo tres o cuatro veces con intensa emoción al chocar con la de él.
Era una mujer de veintiocho a treinta años, menuda de cuerpo, el rostro pálido y expresivo, los ojos y el cabello muy negros, boca pequeña y nariz ligeramente aguileña.
—¿Cómo se encuentra usted, Amalia?—dijo el caballero, sin responder a la exclamación, ocultando bajo una sonrisa la ansiedad que a su pesar se le traslucía en lo tembloroso de la voz.
—Estoy mejor... Muchas gracias.
—¿No le hará a usted daño este ruido?
—No... Me aburría mucho en la cama... Además, no quería privar a las chicas del único recreo que hoy por hoy tienen en Lancia.
—Muchas gracias, Amalia—exclamó una jovencita que venía bailando y oyó las últimas palabras de la dama.
Ésta le dirigió una sonrisa bondadosa.
Otra pareja que venía detrás chocó con el caballero, que continuaba en pie.
—¡Usted siempre estorbando, Luis!
—A nadie más que a usted, María Josefa—respondió el joven, riendo con afectación para disimular el embarazo que aún sentía.
—¿Está usted seguro de que a mí sola?—preguntó ella alzando al mismo tiempo su mirada maliciosa hacia el caballero que la estrechaba en sus brazos.
María Josefa Hevia tenía ya por lo menos cuarenta años, y sus quince habían sido casi tan feos, pese al refrán, como sus cuarenta. Como no poseía tampoco bastante hacienda para restablecer el equilibrio, ningún valiente había llegado a redimirla del purgatorio de la soltería. Hasta hacía poco tiempo todavía halagaba la esperanza de que, ya que no un pollo, por lo menos se arrojase a pedir su mano alguno de los indianos solteros que iban llegando a establecerse en Lancia. Fundábala en la tendencia que éstos mostraban a contraer matrimonio con las hijas de las familias distinguidas de la población, aunque no llevasen dote. Pertenecía ella por la línea paterna a una de las más ilustres; como que era pariente del señor de Quiñones, en cuya casa nos hallamos. Pero su padre había muerto, y vivía con su madre, mujer de baja estofa, cocinera antes de subir al tálamo nupcial de su amo. Sea por esto o, lo que es más probable, por la bien declarada y proverbial fealdad de su figura, tampoco los indianos picaron la carnada del anzuelo. Y eso que, con motivo o sin él, solía descotarse más de la cuenta para hacer ostensible lo que, según voz pública, tenía de menos malo en su cuerpo. El rostro era repulsivo, de facciones incorrectas, hinchado por la erisipela y desfigurado amenudo por algunas llamaradas rojizas que le subían a las narices. De sus ilusiones femeninas no le quedaba ya más que una, la de bailar: era una verdadera pasión: padecía horriblemente cada vez que los descuidados pollos de Lancia la dejaban comiendo pavo. Pero se vengaba tan lindamente de ellos y ellas, poseía una lengua tan acerada, que la mayor parte de los jóvenes le sacrificaban por lo menos un baile en todos los saraos: cuando se descuidaban, las mismas muchachas se lo recordaban, temiendo las iras de la feroz solterona. Bailaba, pues, tanto como la más linda damisela de Lancia, por razón opuesta, esto es, por el saludable terror que había logrado inspirar. Ella lo sabía, y aunque humillada en el fondo del alma, no dejaba de aprovecharse, optando por el que consideraba menor de los males. Poseía espíritu sagaz y malicioso; veía muy bien el ridículo de las acciones, narraba con gracia y estaba dotada además de un don particular para herir a cada persona, cuando se le antojaba, en lo más vivo.
—¿Ha llegado ya el conde?—dijo una voz áspera que salía del gabinete contiguo y se sobrepuso al tecleo del piano y a las pisadas de los bailarines.
—Sí: aquí estoy, D. Pedro... Voy allá.
El conde dio un paso hacia el gabinete, sin apartar la vista de la pálida señora. Ésta le clavó otra mirada intensa donde se leía una interrogación. Él cerró los ojos afirmando, y pasó a la inmediata estancia. Lo mismo ésta que el salón estaban amueblados sin lujo. Los próceres de Lancia desdeñaban esos refinamientos del decorado, hoy tan usuales. No por avaricia, sino por entender con razón que su prestigio estribaba, más que en la riqueza o suntuosidad de las moradas, en el sello de respetable antigüedad que poseían, rechazaban en ellas cualquiera innovación, lo mismo interna que externa. Los muebles envejecían, se deslustraban; las alfombras y cortinas se iban rayendo. Los dueños aparentaban no fijarse en ello. Sobre todo, D. Pedro Quiñones mostraba una negligencia en este punto que rayaba en jactancia. Ni los ruegos de su señora, ni las indirectas que algún osado, como Paco Gómez, solía autorizarse bromeando, le decidían jamás a llamar a los pintores y tapiceros. Se adivinaba bien que en esta resolución influía el desdén con que miraba el lujo desplegado por algunos indianos en el mobiliario de sus casas.
El salón, en lo que toca a las dimensiones, era soberbio, amplio, elevadísimo de techo; ocupaba todos los balcones de la calle de Santa Lucía, exceptuando el del gabinete. La sillería antigua, pero no imitando formas de siglos remotos, como ahora se usa: estaba construida en el pasado al gusto de la época, y forrada de terciopelo verde ya gastado. La alfombra descubría el tejido por varios sitios. De las paredes colgaban algunos tapices magníficos. Éste era el lujo de la casa. D. Pedro Quiñones poseía una colección de gran valor. Solía exhibirlos una vez al año, colgándolos de los balcones el día del Corpus para el paso de la procesión. Decíase que un inglés le había ofrecido por ellos un millón de pesetas. Poseía asimismo algunos cuadros antiguos de mérito, tan oscurecidos por el tiempo que, si una mano hábil no venía pronto a restaurarlos, concluirían por desaparecer. Lo único nuevo que en el salón había era el piano, comprado hacía tres años, poco después de casarse en segundas nupcias D. Pedro.
El gabinete, también de gran tamaño, con un balcón a la calle de Santa Lucía y dos al jardín, estaba peor decorado aún. Grandes cortinones de damasco, dos armarios de roble sin espejo, un sofá forrado de seda, algunos sillones de vaqueta, una mesa redonda en el centro y algunas sillas correspondientes al sofá; todo bien manoseado y marchito. En torno de la mesa central, y alumbrados por enorme quinqué de aceite con pantalla verde, estaban tres caballeros jugando al tresillo. El dueño de la casa era uno de ellos. Tendría de cuarenta y seis a cuarenta y ocho años de edad; hacía tres que estaba enteramente imposibilitado para moverse, de resultas de un ataque apoplético que le paralizó las dos piernas. Era corpulento, rostro moreno y facciones bien acentuadas, enérgicas; el cabello y la barba, blanqueando ya por muchos puntos, fuertes, abundantes, encrespados; los ojos negros y hundidos de mirar imponente. En su fisonomía había una expresión de orgullo y fiereza que ni aun la sonrisa amistosa con que acogió al conde de Onís pudo extinguir por completo. Estaba reclinado más que sentado en una butaca construida adrede para facilitarle el movimiento del tronco y los brazos, y arrimada a la mesa de lado a fin de que le fuese posible jugar y tener las piernas extendidas. Aunque en la chimenea ardían algunos troncos de leña, se abrigaba con una talma de color gris cerrada al cuello con broche de oro. Bordada sobre ella, del lado del corazón, había una gran cruz roja de la orden de Calatrava. El señor de Quiñones prescindía pocas veces de esta talma, que le daba aspecto un poco fantástico y teatral.
Siempre había sido extravagante en el vestir. Su orgullo le impulsaba a buscar el modo de distinguirse del vulgo. En varias ocasiones se le vio de levita cerrada, sombrero de copa y almadreñas: gastaba larga melena, como un caballero del siglo diez y siete; vestía amenudo traje de terciopelo o pana con botas de montar; usaba botines cuando ya nadie se acordaba de ellos, y grandes cuellos de camisa vueltos sobre el chaleco, imitando la antigua valona. Nunca se vio hombre más preciado de su nobleza ni con más afán de resucitar el prestigio y los privilegios de que aquélla gozaba en siglos pasados. El público murmuraba de sus extravagancias y muchos se reían de ellas, porque Lancia es una población donde abundan los espíritus humorísticos; pero, como siempre acontece, este orgullo desmedido y feroz había concluido por imponerse. Los que con más gracia se burlaban de las rarezas de don Pedro eran los que con mayor sumisión y rendimiento le quitaban el sombrero así que le veían de media legua.
Había vivido en la corte algún tiempo durante sus años juveniles, pero no echó raíces en ella. Fue gentilhombre con ejercicio y disfrutó de las ventajas y preeminencias que su caudal y nacimiento le concedían; pero no bastaban a saciar aquel corazón henchido de arrogancia. La extraña amalgama de la aristocracia de la sangre con la del dinero le hería y le irritaba. El respeto que se concedía a los hombres políticos y que él mismo se veía obligado a tributar por razón de su cargo le encendía de ira. ¡Un hijo de la nada, un pelagatos pasar por delante de él con la cabeza erguida, dirigiéndole una mirada indiferente o desdeñosa! ¡A él, descendiente directo de los condes soberanos de Castilla! Por no sufrirlo y por el amor que profesaba a Lancia renunció al empleo y vino a habitar de nuevo el churrigueresco palacio en que nos hallamos. La soberbia, o por ventura su carácter excéntrico, le hicieron cometer, en este período de su vida de mayorazgo solterón, mil extravagancias y ridiculeces que asombraron y fueron el regocijo de la ciudad mientras no llegó a acostumbrarse. D. Pedro no salía jamás a la calle sin ir acompañado de un su criado o mayordomo, hombre zafio, que vestía el traje del labriego del país, esto es, calzón corto con medias de lana, chaqueta de bayeta verde y ancho sombrero calañés. Y no sólo salía con Manín (por este nombre era universalmente conocido), sino que le llevaba al teatro. Era de ver los dos en un palco principal; él, rígido, correcto, paseando su mirada distraída por la sala; el criado, con las palmas de las manos apoyadas en la barandilla y la barba sobre las manos con la atónita mirada clavada en el escenario, soltando bárbaras, ruidosas carcajadas, rascándose el cogote o bostezando a gritos enmedio del silencio. Entraba con él en los cafés y hasta le llevaba a los bailes. Manín llegó a ser en poco tiempo una institución. D. Pedro, que apenas se dignaba hablar con las personas más acaudaladas de Lancia, sostenía plática tirada con él y admitía que le contradijese en la forma ruda y grosera de que era capaz únicamente.
—Manín, hombre, repara que estás molestando a esas señoras—le decía a lo mejor hallándose ambos en cualquier tienda.
—Bueno, bueno; pues si quieren estar a gusto, que traigan de casa un jergón y se acuesten—respondía el bárbaro en voz alta.
D. Pedro se mordía los labios para no soltar el trapo, porque le hacían extremada gracia tales groserías y brutalidades.
Si entraba en un café, Manín se atracaba de cuarterones de vino tinto mientras él solía beber con parquedad una copita de moscatel. Pero siempre pedía una botella y la pagaba, aunque la dejase casi llena. Mostrando por esta prodigalidad cierta extrañeza un boticario de la población con quien alguna vez se dignaba hablar, le respondió con fría arrogancia:
—Pago una botella, porque me parece indecoroso que D. Pedro Quiñones de León pida una copa como cualquier c...tintas de las oficinas del gobierno político.
Causaba asombro también en la ciudad el que al saludar a los clérigos en la calle les besase la mano, imitando la costumbre de los nobles en otros siglos. Este respeto no era más que un medio de distinguirse y acreditar su alta jerarquía, como todo lo demás. Porque al capellán que tenía a su servicio, aunque le besaba la mano en público, le trataba como a un doméstico en privado. Le guardaba muchas menos consideraciones que a Manín. Pero lo que verdaderamente dejó estupefacta a la población y se prestó a sin número de comentarios y chufletas fue lo que D. Pedro hizo, poco después de llegar de Madrid, en cierta solemnidad religiosa. Se presentó en la iglesia con uniforme blanco cuajado de cordones y entorchados, que debía de ser el de maestrante de Ronda. Al llegar el momento de la consagración en la misa, avanzó con paso solemne hasta el medio del templo, que se hallaba libre de gente, desenvainó la espada y comenzó a esgrimirla sucesivamente contra los cuatro puntos cardinales, dando furiosas estocadas y mandobles al aire. Las mujeres se asustaron, los chiquillos corrieron, la mayor parte de los hombres pensó que era un acceso de locura. Sólo los más avisados o eruditos entendieron que se trataba de una ceremonia simbólica y que aquellos mandobles al aire significaban que don Pedro estaba resuelto, como caballero profeso que era de una orden militar, a batirse con todos los enemigos de la fe, en cualquier paraje del mundo. El único periodiquito que se publicaba entonces en Lancia todos los domingos (hoy existen once, seis diarios y cinco semanales) le dedicó una gacetilla en que, con no poca gracia, se burlaba de él. Sin embargo, tales burlas públicas o privadas, como ya se ha indicado, no conseguían amenguar el prestigio de que el ilustre prócer gozaba en la ciudad. Quien se considera de buena fe superior a los seres que le rodean, tiene mucho adelantado para que éstos se le humillen. Además, D. Pedro, apesar de sus ridiculeces, era hombre culto, aficionado a la literatura y con pujos de poeta. De vez en cuando, y con ocasión de cualquier fausta nueva para la patria o familia real, escribía algunas décimas o tercetos en estilo clásico, un poco gongorino. Aunque algunas personas trataron de persuadirle a que los publicase, nunca esto se pudo acabar con él. Profesaba tan sincero desprecio a todo lo que reflejase el movimiento democrático de nuestra era y muy especialmente a los periódicos, que prefería tenerlos manuscritos, conocidos solamente de un número reducido de amigos. Pasaba igualmente por hombre valeroso. En Madrid había tenido algunos duelos y en Lancia dejó de efectuarse uno entre él y cierto jefe político que los progresistas mandaron a esta provincia, por la intercesión del obispo y cabildo catedral.
Al llegar a los cuarenta años, poco más o menos, casó con una señora aristócrata también, que habitaba en Sarrió. Murió su esposa al año, a consecuencia del parto. Tres años después contrajo de nuevo matrimonio con Amalia, dama valenciana algo emparentada con él. Apenas se conocían. D. Pedro la había visto en Valencia cuando ella contaba catorce años. El matrimonio que se realizó diez años después pactose por medio de cartas, previo el cambio de retratos. Se daba por seguro que la voluntad de la novia había sido forzada, y aun se decía que durante algunos meses se había negado a compartir el tálamo con su marido. Todavía más. Se contaba en Lancia con gran lujo de pormenores el viaje que por consejo de un canónigo hizo don Pedro con su esposa para inspirarla confianza y acortar, entre las peripecias del camino y la descomodidad de las posadas, la distancia moral y material que los separaba. Cumplidas las profecías del astuto capitular y realizados todos los fines del matrimonio, el cielo no quiso sin embargo bendecirlo. Poco tiempo después D. Pedro experimentó el terrible ataque apoplético que le paralizó de medio cuerpo abajo, y desde entonces no hubo términos hábiles para la bendición, aunque la Providencia estuviese animada de los mejores deseos.
—Nos hace falta un cuarto—dijo apretando con efusión la mano del conde.
—Sí, sí, a ver si cambia la suerte... Moro nos está llevando el dinero bravamente—dijo un viejecito de cara redonda, fresca, rasurada, el pelo blanco y los ojos claros y tiernos. Tenía marcado acento gallego. Se llamaba Saleta y era magistrado de la audiencia y tertulio asiduo de la casa de Quiñones.
—¡No tanto, Sr. Saleta, no tanto! Sólo gano doscientos tantos. Faltan trescientos para desquitarme de lo que he perdido ayer—manifestó el aludido, que era un joven de fisonomía abierta y simpática.
—¿Y por qué no han llamado ustedes a Manín?—preguntó el conde dirigiendo una mirada risueña al célebre mayordomo, que, con su calzón corto, zapatos claveteados y chaqueta de bayeta verde, dormitaba en una butaca.
Las miradas de los tres se volvieron hacia él.
—Porque Manín es un bruto que no sabe jugar más que a la brisca—dijo D. Pedro riendo.
—Y al tute—manifestó el gañán, desperezándose groseramente, abriendo una boca de a cuarta.
—Bueno, y al tute.
—Y al monte.
—Bien, hombre, y al monte también.
Y se pusieron a jugar sin hacer más caso de él.
Pero al cabo de un momento volvió a decir:
—Y al parar.
—¿Al parar también?—preguntó en tono de burla el conde de Onís.
—Sí, señor, y a las siete y media.
—¡Vaya! ¡vaya!—exclamó aquél distraídamente, abriendo el abanico de cartas y examinándolo atentamente.
Y siguieron jugando con empeño, absortos y silenciosos. El mayordomo les interrumpió de nuevo, diciendo:
—Y al julepe.
—¡Bueno, Manín, cállate!... No seas majadero—exclamó ásperamente D. Pedro.
—¡Manjadero! ¡manjadero!—masculló el aldeano con mal humor.—Otros hay tan manjaderos; pero como tienen dinero no hay quien se lo llame.
Y dejó caer de nuevo sus formidables espaldas en el sillón, estiró las patas y cerró los ojos para roncar.
Los jugadores levantaron la vista hacia don Pedro con sorpresa e inquietud. Este la clavó colérica en su mayordomo; pero, al verle en aquella tan sosegada postura, cambió repentinamente, y alzando los hombros y convirtiendo de nuevo los ojos a las cartas, exclamó con sonrisa, alegre:
—¡Qué bárbaro! ¡Es un verdadero suevo!
—¡Alto, Sr. Quiñones, alto!—dijo Saleta.—Los suevos han acampado solamente en Galicia. Ustedes no son más que cántabros... Precisamente yo debo saber bien eso...
—¡Claro! ¡Uzté ze lo zabe too!—manifestó un caballero no tan viejo, si bien pasaría de los cincuenta, que entraba a la sazón. D. Enrique Valero, magistrado de la Audiencia también, hombre de agradable porte, de rostro fino y expresivo, aunque extremadamente marchito por la vida alegre que había llevado. Como lo denunciaba su acento, de lo más cerrado y ceceoso que puede oírse, era andaluz y de la provincia de Málaga.
—No lo sé todo, amigo Valero—repuso con calma Saleta;—pero conozco perfectamente la historia de mi país y las particularidades referentes a mi familia.
—¿Y qué tiene que ver zu familia con ezo de lo zuevo, compañero?
—Porque mi familia desciende de uno de los caudillos más principales que penetraron en la provincia de Pontevedra cuando la irrupción, según consta de varios documentos que se conservan en el archivo de mi casa.
Los jugadores cambiaron una risueña mirada de inteligencia con Valero.
—¡Ajá!—exclamó éste entre alegre e irritado.—Ahora rezulta que el amigo Zaleta ez un zuevo como una catedral.—¡Quién lo había de penzá, tan rebajuelo y tan chiquitín!
—Sí, señor—prosiguió el otro, como si no hubiera oído, hablando con lentitud y firmeza.—El caudillo que dio origen a nuestra familia se llamaba Rechila. Era hombre al parecer feroz y sanguinario. Gran conquistador; extendió sus dominios muchísimo, y hasta me parece que llegó en sus correrías hasta Extremadura. Un día, siendo yo niño, se encontró su corona enterrada entre los cimientos de la antigua capilla de nuestra casa...
—¡Pero, hombre! ¡pero, hombre!—exclamó Valero mirándole fijamente con una cómica indignación que hizo soltar la carcajada a los demás.
Saleta prosiguió imperturbable describiendo el hallazgo, la forma, el peso, cada uno de los adornos; no se le olvidó un pormenor.
Y Valero mientras tanto no apartaba de él la mirada, sacudiendo la cabeza con creciente irritación.
Todas las noches pasaba lo mismo. El descarado mentir de su colega provocaba en el magistrado andaluz una indignación a veces fingida, otras real, que siempre alegraba a la compañía. Era tan insólito que un gallego se atreviese a bravear de exagerado y embustero delante de un andaluz, que éste, herido en su amor propio y en los fueros de su país, llegaba en ocasiones a enfadarse, dudando si Saleta era un tonto o por tales tenía a los que le escuchaban. En realidad el magistrado de Pontevedra mentía con tan poca gracia y al mismo tiempo con tal firmeza, que era cosa de pensar si sería un pícaro redomado que se gozaba en impacientar a sus amigos.
—¿Ha dicho uzté que eze antepazao zuyo ha llegao a Eztremadura?—preguntó al fin Valero en tono decidido.
—Sí, señor.
—Pue me parece, compare, que eztá uzté equivocao, porque eze zeñó Renchila...
—Rechila.
—Bueno, eze Rechila ha ido máz allá, ha corrío hazta la provincia de Málaga; pero allí le zalío al encuentro una partía de vándalos de la cual era jefe uno de miz azcendiente, que ze llamaba zi mal no recuerdo... ezpere un poco... ze llamaba Matalaoza. Pue bien, ezte Matalaoza, que era un tío mu bragao y mu soso, le derrotó completamente, le hizo prizionero y le tuvo tirando de una noria hazta que ze murió. Todavía ze conzervan en lo zótano de caza alguno peazo de la maquinita.
D. Pedro, Jaime Moro y el conde de Onís habían suspendido el juego y reían sin rebozo alguno.
—No puede ser. Rechila no ha pasado de Mérida, que ha conquistado después de un corto asedio—manifestó Saleta sin turbarse poco ni mucho.
—Dispenze uzté, amigo; en el archivo de mi caza hay documentoz que acreditan que el zeñó Renchila ha entrao una mijita por la provincia e Málaga, y que el zeñó Matalaoza, mi abuelo, por la línea de madre, ni pa Dioz quizo deharle seguí ma adelante.
—Permítame usted, amigo Valero; me parece que está usted en un error. Ese Rechila debe de ser otro. Entre los suevos ha habido varios Rechilas...
—No zeñó, no... El Rechila que ha derrotao mi abuelo era el antepazao de uzté... Eztoy zeguro... De la provincia de Pontevedra... Ze le conocía enzeguidita por el acento.
Y afectaba gran seriedad al proferir estas frases. La alegría de los jugadores era cada vez mayor. Saleta, acostumbrado a las burlas de su colega, no se amoscaba ni perdía un punto de su irritante flema. La desvergüenza de este hombre para mentir y sostener luego sus mentiras era inaudita.
Cuando vio la inutilidad de seguir disputando, atendió nuevamente al juego. Los demás hicieron lo mismo, aunque de vez en cuando se les escapaba por la nariz el flujo de la risa.
Jaime Moro seguía ganando. Y se mostraba alegre y charlatán, comentando cada una de las jugadas con prolijidad. Era un guapo joven de barba negra recortada, facciones correctas, ojos rasgados sin expresión y tez suave y sonrosada. Su padre, administrador diocesano que había sido en aquella provincia, se murió el año anterior, dejándole una regular hacienda, setenta u ochenta mil duros, según los bien enterados. Este capital en Lancia le hacía un verdadero potentado. No hay para qué decir que fue el blanco de todos los tiros de las niñas casaderas, su ideal, su sueño dorado. Moro parecía poco inclinado al sexo femenino. Amaba infinitamente más a Mercurio que a Venus. Su afición al juego, a toda clase de juegos, era tan desmedida que bien podía decirse que su vida entera estaba consagrada a ella, que había nacido para jugar. Vivía solo, con ama de llaves, criado y cocinera. Levantábase de diez a once de la mañana, y después de acicalarse se iba a la confitería de D.ª Romana, donde hallaba sabrosa compañía que le enteraba de todos los cuentos que corrían por la población. Así que echaba a un lado esta tarea metíase en la trastienda oscura, grasienta, pringosa, con un olor a hojaldre que derribaba, y sentándose a una mesa que correspondía en un todo al decorado del recinto, se ponía a jugar la copa de Jerez y los pasteles al dominó con su íntimo amigo D. Baltasar Reinoso, uno de los muchos propietarios de cuatro o cinco mil pesetas de renta que residían en Lancia. A las dos a comer. A las tres al Círculo Mercantil a comenzar con tres de los indianos, que formaban el núcleo de aquella sociedad de recreo, el clásico chapó, que se prolongaba ordinariamente hasta las cinco. Y vamos corriendo a casa del muy ilustre señor deán de la catedral basílica, donde nos espera este señor en compañía del maestrescuela y del cura de San Rafael para ventilar el tresillo cotidiano. Cuando el chapó se prolongaba algo más de lo acostumbrado, solía venir un monaguillo al Círculo para avisarle de que sus compañeros estaban reunidos. Y entonces Moro se apresuraba a dar los tres o cuatro tacazos definitivos, y entre uno y otro se hacía poner el abrigo por el mozo para no perder tiempo, y pagando o cobrando con mano nerviosa el saldo de su cuenta, corría desalado con la lengua fuera hasta casa del deán. El tresillo de éste duraba hasta las ocho. A casa a cenar. A las nueve, escapado a la de D. Pedro Quiñones, a empalmarlo. Otras noches a la de D. Juan Estrada-Rosa a lo mismo. A las doce al Casino, donde se reunían unos cuantos trasnochadores y jugaban al monte o la lotería un rato. Por último, a las dos o las tres de la madrugada Jaime Moro caía en su lecho rendido de tan laboriosísima jornada, para comenzar al día siguiente otra enteramente igual.
Ni se piense que era un joven codicioso. Nada de eso. Su liberalidad era conocida y loada por toda la ciudad. No le arrastraba a jugar el ansia del dinero, sino una decidida y desinteresada vocación que se había sobrepuesto en él a todas las demás aficiones. Era el suyo un temperamento excesivamente activo, sin inteligencia ni voluntad para darle un fin serio y útil. En sus cortos momentos de ocio aparecía como hombre sosegado, indiferente, linfático; pero así que tenía las cartas en la mano, o el taco, o las fichas del dominó, adquiría su figura brío inusitado, el rostro se le mudaba, las manos se estremecían como potros refrenados, los ojos expresaban la energía recóndita de su alma. Inspiraba generales simpatías en la población y las cercanías. No había hombre más dulce, más inofensivo en su trato. Jamás se le oyó hablar mal de nadie. Los que ven siempre la parte negra de las cosas de este mundo y el lado flaco de los caracteres, que van siendo cada vez más, por desgracia, sostenían que si no murmuraba era porque no sabía, que era tan bueno porque no podía ser otra cosa. ¡Como si no hubiera necios perversos! Un defecto tenía Moro, hijo de su misma afición. Se consideraba insuperable en todos los juegos a que se dedicaba. No se le podía negar gran maestría en ellos; pero de aquí a no tener rival hay mucha distancia, y Moro la salvaba. De esto procedían los prolijos, eternos comentarios con que sazonaba cada jugada, y que ya habían llegado a ser proverbiales en Lancia. Daba un tacazo en el billar. Las bolas no rodaban como se había propuesto. Se llevaba la mano a la cabeza con desesperación.
—¡Un poquito menos de bola, y la mía hubiera entrado por los palos!... Pero me veía obligado a tomar mucha bola, para que el mingo bajase; porque si no baja el mingo, ¿sabe usted? él me hace villa y se mete en casa... ¡Y a mí no me conviene eso!
Si los circunstantes asentían, aunque perdiese todas las mesas no le importaba nada. Salvada su honra profesional, el dinero era lo de menos. Vuelta a dar otro tacazo, y vuelta a comentarlo. No cesaba de hablar. Pues otro tanto pasaba en el tresillo; pero, al revés de lo que suele acaecer en este juego, se abstenía de reprender a sus compañeros y de mostrarse enojado. Hablaba, sí, y mucho; pero siempre para aclarar o glosar cualquier jugada, repitiendo infinitamente los conceptos en tono elocuente y persuasivo, que hacía sonreír a los mirones. «Si no me hubiera fallado el rey... Si hubiera tenido un triunfito más... No me atreví a dar la bola porque me figuré que D. Pedro... ¿Por qué este tres de copas no había de ser de oros?... Con dos estuches siempre ha tirado una vuelta este cura.» Era un compañero ruidoso, pero muy fino y muy desinteresado.
—Oiga uzté, ¿no va uzté a jugar?—le dijo Valero, metiendo la cabeza por entre los jugadores y examinándole las cartas.
—¿Cree usted que se puede?—preguntó Moro vacilante.
—A mí me parece que zí.
—Hay poco de esto y demasiado de esto otro—repuso, señalando discretamente con el dedo los naipes.
—Zin embargo, zin embargo... yo creo...
—Bueno, bueno, jugaremos—replicó Moro con su finura acostumbrada.
Aquel juego se perdió. Moro dirigió una mirada a sus compañeros y alzó los hombros con resignación. En cuanto Valero se apartó un poco, apresurose a decir por lo bajo:
—No quise contrariar a D. Enrique; pero aquel juego no se podía ganar.
Vindicada con estas palabras su fama, quedó tan alegre como si les hubiera dado una bola.
El conde de Onís, que en un principio se había mostrado jaranero, fue quedando poco a poco pensativo y amurriado. Jugaba sin atención alguna; de tal modo que sus compañeros le llamaron al orden más de una vez.
—Pero, conde, ¿qué es lo que tiene usted hoy? Le veo muy preocupado—dijo al fin D. Pedro.
—En efecto, ze noz ha puezto uzté mu triztón—corroboró Valero.
Viéndose interpelado de este modo brusco, se turbó como si temiera que el casco de su cerebro fuese trasparente y leyesen dentro.
—No tiene nada de particular... Me siento bastante molesto de las muelas—respondió, apelando a un inocentísimo recurso.
—Mala enfermedá e, compañero—dijo Valero.
Y todos le compadecieron y se informaron con interés de las particularidades de la dolencia.
El conde se veía apurado y contestaba vagamente a las preguntas.
—Pues contra ese mal, señor conde—apuntó Saleta,—no hay mejor medicina que el hierro. Verá usted... Yo he padecido muchísimo de las muelas siendo estudiante. No me atrevía a sacar ninguna; pero la patrona que tenía en Santiago me convenció de que, atando un bramante a la muela y sujetándolo por el otro cabo al techo, poco a poco iba saliendo sin dolor. Me senté en una silla, ¿sabe usted? y cuando ya la muela estaba bien amarrada, la huéspeda tira de la silla y me deja colgando. ¡Claro, no tenía más remedio que saltar!...
Valero comenzó a sacudir la cabeza de un modo desesperado. Los demás le miran y sonríen. Saleta no lo advierte, o finge no advertirlo, y continúa con la palabra firme y sosegada y el acento gallego que le caracterizaban:
—Después perdí enteramente el miedo. En la Coruña me sacó un dentista cinco seguidas. Siendo juez en Allariz, tuve un fuerte dolor, y como no había dentista, el promotor me sacó tres con unas tenacillas de rizar el pelo su señora. De resultas de eso me atacó una inflamación terrible en la boca, ¿sabe usted? Fui a Madrid, y Ludovisi, el dentista de la reina, me quemó las encías con un hierro candente y me sacó siete buenas...
—Van quince—murmuró Valero.
—Y me quedé perfectamente, hasta que hace cuatro años, en un pueblecillo de la provincia de Burgos, estando de temporada en casa de un amigo, me volvió el dolor, ¡qué dolor! No había ni médico, ni cirujano, ni nada. Pero llegó casualmente por allí un charlatán que sacaba las muelas montado a caballo. Me vi tan apurado, que no tuve más remedio que apelar a él; me sacó dos con el rabo de una cuchara.
—¡Compañero, qué rozario!—exclamó Valero en el colmo de la indignación.—¿Le quea a uzté todavía algún novenario en la boca?
Con la algazara que se armó despertose Manín, desperezose bárbaramente, abrió una bocaza de media vara, dejando escapar un aullido formidable, que impresionó al auditorio. Luego volvió el ciclópeo torso de medio lado y se dispuso a empalmar el sueño.
—¿A tí no te habrán dolido nunca las muelas, eh, Manín?—preguntó el maestrante, que no podía estar un cuarto de hora sin comunicarse con su mayordomo.
—¡Quiá!—exclamó el gañán sin abrir los ojos siquiera.
—¡Es una roca!—manifestó el caballero con verdadero entusiasmo.
Pero Manín se incorporó un poco en la butaca y dijo restregándose los ojos con los puños:
—Nunca tuve más que un dolor en la paletilla. Me dio cargando un carro de hierba y me duró más de un mes. No probaba bocado. Parecía que tenía allá dentro una gafura que me iba royendo el cuajo. Se me quebraban las costillas, se me hundían los costados, me tiraba a las paredes, daba corcovos y regañaba los dientes como un basilisco. Estaba tan amarillo como la paja segada. Un día me dijo el señor cura:—Manín, tú careces del pecho.—¡Yo carecer del pecho, señor cura! ¡No me conoce usted bien! Apalpe aquí por su vida; más recia tengo la entraña de lo que usted piensa.—Pues no hay más remedió, Manín, tienes que llamar al mélico.—Que no, señor cura, que no quiero yerbatos ni cataplasmas.—Que sí, Manín, si no lo llamas tú lo llamo yo.—En fin, después de mucho gravitar, aunque yo tiraba siempre pa atrás, allá vino don Rafael, el mélico de las minas. Me mandó quitar hasta la camisa y me tumbó de espaldas sobre la masera. Enseguida comienza a darme unos golpecicos en el pecho con los nudillos, como quien llama a la puerta. Pega aquí, pega allá, y ascucha que ascucharás con la oreja arrimada a la carne. ¡Na! Yo decía:—¡Gravita, gravita, probiquín! ¡Busca el puzcalabre! Más de media hora llamando con los nudillos y ascuchando. Hasta que al fin se cansó de no oír na que le emportase...—¡Ay, amigo del alma!—me dijo santiguándose,—tienes un pecho ¡líquido! ¡líquido! que en mi vida he visto otro igual...—Eso ya lo sabía yo, D. Rafael...
Al llegar aquí se detuvo repentinamente, y paseando una torva mirada por el auditorio, masculló sin que le oyesen:
—¿De qué se reirán estos burros?
Y dejando caer de nuevo la cabeza poblada de greñas sobre la butaca, cerró los ojos con soberano desprecio.
Los tertulios del maestrante volvieron su atención al juego, sin dejar de reír. Pero el conde quedó muy pronto pensativo y distraído otra vez. Al cabo, no pudiendo reprimir el desasosiego de sus nervios, levantose de la silla.
—Vamos, D. Enrique, ocupe usted mi puesto. Este dolor me molesta mucho y necesito moverme.
El hallazgo.
Cuando el conde puso de nuevo el pie en la sala, justamente se disponían los pollos a bailar un rigodón. Una de las chicas del Jubilado estaba ya delante del piano. D. Cristóbal Mateo, a quien apodaban de este modo en el pueblo, era un antiguo empleado que había servido muchos años en Filipinas, y que estaba jubilado hacía ya algunos, con treinta mil reales. Tenía porte militar, una figura realmente marcial con sus bigotazos blancos, ojos saltones, cejas espesas y velludas manos. Sin embargo, en todos los dominios españoles no existía hombre más civil. Había hecho su carrera en las oficinas de Hacienda, y toda la vida había profesado ideas contrarias al predominio de la milicia. Sostuvo siempre que las sanguijuelas del Estado no eran ellos, los empleados, sino el ejército y la marina. Para demostrarlo aducía datos, exhibía notas sacadas del presupuesto, se perdía en divagaciones burocráticas. Decía que el presupuesto de guerra «era la sangría suelta por donde se escapaban las fuerzas vivas de la nación,» frasecilla que había leído en el Boletín de Contribuciones Indirectas, y que había hecho suya con extremada fruición. Llamaba vagos a los soldados y profesaba rencor inextinguible a los galones y charreteras. Cuando el ayuntamiento de Lancia trató de pedir al Gobierno que enviase un regimiento para guarnecer la ciudad, se opuso, como concejal, tenaz y enérgicamente a ello. ¿A qué traer una caterva de zánganos? En cambio de los beneficios que la estancia del regimiento podría reportar, ¡eran tantos los daños! El mercado se encarecería: los jefes y oficiales gustaban de tratarse bien y llevarse a casa los alimentos más caros (¡para el trabajo que les costaba ganarlo!). Luego eran todos jugadores y su mal ejemplo contagiaría a los jóvenes de la población, que fuera de la época de ferias, se abstenían de los juegos prohibidos. Como estaban siempre ociosos (D. Cristóbal creía firmemente que un militar no tiene absolutamente nada que hacer), por fuerza habían de pensar en picardías y ruindades. En resumen, que el regimiento sería causa de perturbación en el pueblo y un elemento corruptor. Prevaleció su deseo, aunque no por serlo de él, sino porque al ministro de la Guerra no le plugó mandar soldados a Lancia, considerando quizá la condición mansa de sus habitantes.
Con los treinta mil reales de pensión viviría desahogadamente en un pueblo barato como aquél, si no fuese porque sus hijas estaban dotadas de cierta fantasía poética que las impulsaba a preferir los sombreros de Madrid a los que hacía Rita, la sombrerera de la calle de San Joaquín, y los guantes de ocho botones a los de cuatro. Tal privilegiado temperamento era causa de frecuentes crisis en el hogar del Jubilado, con su cortejo de lágrimas, violentos portazos, repentina desgana de comer, etc. En estos terribles conflictos, hay que confesar que D. Cristóbal no siempre se mantenía a la altura de energía y coraje que denotaban sus bigotes y sus cejas enmarañadas. Verdad que siempre quedaba solo en la pelea. Ni por casualidad se dio el caso de que alguna de sus hijas le apoyase. Tratándose de asuntos ajenos a la dirección rentística de la casa, muchas veces se partían las opiniones; algunas hijas se ponían de parte de papá contra sus hermanas. Mas en cuanto asomaba el problema económico, constantemente se veía al Jubilado de un lado y a las cuatro hijas de otro. D. Cristóbal, como caudillo experimentado, apelaba en estas refriegas a mil ardides para derrotar a sus contrarios, o para capitular en buenas condiciones. Un día amanecían las chicas inspiradas, y pedían botinas de tafilete semejantes a las que habían visto a tal o cual muchacha de la ciudad, generalmente a Fernanda Estrada-Rosa. D. Cristóbal se replegaba inmediatamente en sí mismo. Se replegaba y meditaba. Por la noche, a la hora de cenar, deslizaba en la conversación la noticia de que había estado en La Innovadora (zapatería de lujo). Le habían dicho que las botas de tafilete daban muy mal resultado en Lancia, a causa de la humedad. Por otra parte, D. Nicanor (médico de la ciudad), que por casualidad estaba allí, había manifestado que el tafilete era funesto en climas tan fríos y lluviosos, y que por los pies se pillaban muchísimas veces los catarros que más tarde degeneraban en tisis galopantes, etc. Antes, mucho antes de que Mateo terminase su diatriba contra el tafilete, se la destripaban sus cuatro pimpollos con risas irónicas y pesadísimas palabras que dejaban confundido y triste al pobre viejo. En otras ocasiones, la imaginación acalorada de las niñas exigía que vinieran de Madrid unos abrigos muy lindos, de los cuales les había dado noticia Amalia: D. Cristóbal resistía algún tiempo los asaltos, pero viéndose muy apretado, capitulaba al fin. Su mente, fecunda en trazas, como la de Ulises, le sugería una magnífica para ahorrarse la mitad del dinero por lo menos. Se fue a Amalia y le rogó que le diese su abrigo por dos o tres días, a fin de que una de las modistas del pueblo le hiciese otros cuatro iguales. Exigiole, por supuesto, absoluto secreto, y la señora de Quiñones supo guardarlo. Pero ¡ay! no lo guardaron los fementidos abrigos, que al llegar muy empaquetaditos de la silla de posta, y al ofrecerse a las miradas ansiosas y zahoríes de sus cuatro dueños, lo pregonaron muy alto, por lo pobre de la ornamentación y lo chapucero del cosido.
—Estos abrigos no están hechos en Madrid—dijo resueltamente Micaela, que era la más nerviosa de las cuatro.
—¡Hija, no desbarres, por Dios! Pues ¿dónde habían de estar?—exclama D. Cristóbal con afectada sorpresa, sintiendo cierto calorcillo en las mejillas.
—No sé; pero desde luego se puede asegurar que no los han hecho en Madrid.
Y las cuatro ninfas comienzan a dar vueltas entre sus ebúrneos dedos a los abrigos, los estudian, los analizan con atento cuidado que pone en suspensión y espanto a su progenitor. Se dirigen miradas significativas, sonríen con desprecio, se hablan al oído. Mientras tanto, los feroces bigotes del jubilado de Ultramar se erizan, se estremecen con leve temblor que se comunica a sus labios y de ahí al resto del organismo.
Por fin, aquellas elegantes criaturas sueltan las prendas con descuido escarnecedor sobre las sillas de la sala y corren a encerrarse en el gabinete de Jovita. Cerca de media hora estuvieron deliberando secretamente. D. Cristóbal aguardaba inquieto y ojeroso, paseando con agitación por el corredor como un procesado que espera el veredicto del jurado.
Ábrese finalmente la puerta, y el criminal escruta con ansia el semblante de los jueces. Éstos guardan actitud reservada, y por sus labios descoloridos vaga una sonrisa enigmática. Dos de ellas se ponen inmediatamente la mantilla y los guantes y se lanzan a la calle. Al cabo de un rato tornan al hogar trémulas, con la faz descompuesta y los ojos centellantes. La pluma se resiste a narrar la cruel escena que se produjo en la dulce morada del Jubilado. ¡Cuánto grito rabioso! ¡cuánto sarcasmo! ¡cuánta carcajada histérica! ¡qué manoteo! ¡qué crujir de sillas! ¡qué exclamaciones tan lamentables! Y enmedio de aquel espantoso desorden, de aquel fragor, capaz de infundir pavura en el corazón más sereno, los cuatro abrigos, causa de tal carnicería, desgarrados, convertidos en miserables jirones, arrastrándose con ignominia por el suelo en pago de su delito.
Fuera de estos sacudimientos periódicos con que la sabia naturaleza vigorizaba los nervios un poco enervados ya del Jubilado, la existencia de éste se deslizaba pacífica y suave. Ni le faltaban tampoco muchos y esmerados cuidados. Sus hijas se ocupaban a porfía en ponerle todo lo necesario a punto y en su sitio: la ropa acepillada; las camisas y los calzoncillos oliendo a frescura; las corbatas, hechas de vestidos viejos, tan flamantes como si saliesen de la guantería; las zapatillas en cuanto entraba en casa; el agua para lavarse los pies, los sábados; el cigarro al acostarse; el vaso de agua con limón a la madrugada, etc., etc. Todo marchaba con la regularidad dulce y mecánica que tanto placer causa a los viejos. Verdad que entre cuatro bien podían hacerlo sin molestarse mucho, sobre todo teniendo presente que las niñas no siempre estaban inspiradas. Sólo a la vista de un sombrero caprichoso, o al recibir la noticia de la llegada de una compañía dramática, o al anunciarse que el Casino daría una reunión de confianza, ardía súbito en sus corazones el fuego sagrado de la inspiración, despertábanse sus poderosas facultades poéticas, y en arrebatado vuelo salían de casa y se lanzaban a la de la modista, a la guantería, a la perfumería, dejando en todos los parajes señales de su agitación y alguna parte del peculio profecticio. No aliándose bien los arrebatos de la fantasía con la prosa de los pormenores de la existencia, éstos sufrían alguna alteración. D. Cristóbal en aquellos periodos de crisis echaba menos, con pesadumbre, algunos retoques. Mas al poco tiempo sosegaban los espasmos de las pitonisas y las cosas volvían a su ser y la vida seguía el mismo curso ordenado y tranquilo. El nombre de aquéllas, por orden de edades, era el siguiente: Jovita, Micaela, Socorro y Emilita. Eran las cuatro, en apariencia, seres insignificantes, ni hermosas ni feas, ni graciosas ni desgraciadas, ni muy jóvenes ni viejas, ni tristes ni risueñas. Nada había en ellas que fijase la atención. No obstante, en el seno del hogar el carácter de cada cual se pronunciaba y adquiría relieve. Jovita era sentimental y reservada; Micaela tenía el genio violento; Socorro era la más pava, y Emilita la más pizpireta.
Las dos intensas preocupaciones que llenaban la vida espiritual de D. Cristóbal Mateo eran la reducción del contingente del ejército y el casar a sus cuatro hijas, o por lo menos a dos. Lo primero llevaba buen camino: de algún tiempo atrás venían los políticos más conspicuos inclinándose a esa opinión. En cuanto a lo segundo, nos duele confesar que no tenía verosimilitud de ninguna clase. Ni por sacrificar otras comodidades a los trapos, ni por exhibirse sin medida al balcón y en los paseos, ni por asistir a los saraos de Quiñones con una constancia digna de ser premiada, pudieron lograr hasta la hora presente los dones preciados de Himeneo. Cuando algún imprudente tocaba este asunto en visita, todas ellas decían que mientras viviese su padre les costaría mucha pena el casarse; que les parecía cruel abandonar a un pobre anciano que tanto las quería y tanto se sacrificaba por ellas, etc... Aquí venía un elogio caluroso de las dotes espirituales de D. Cristóbal. Pero éste se encargaba inocentemente de desmentirlas, mostrando tales ganas de verse abandonado, un deseo tan vivo de experimentar aquella crueldad, que ya era proverbial en Lancia. Como si no bastasen ellas solas a ponerse en ridículo, el pobre Mateo las ayudaba eficazmente, metiéndoselas por los ojos a todos los jóvenes casaderos de la ciudad.
Las ponderaciones que el buen padre hacía del carácter, de la habilidad, de la economía y buen gobierno de sus hijas no tenían fin. Así que llegaba un forastero a Lancia, D. Cristóbal no sosegaba hasta trabar conocimiento con él, y acto continuo le invitaba a tomar café en su casa y le llevaba al teatro a su palco y a merendar al campo y le acompañaba a ver las reliquias de la catedral y la torre y el gabinete de historia natural; todas las curiosidades, en fin, que encerraba la población. El público asistía sonriente, con mirada socarrona a aquel ojeo, que ya se había repetido porción de veces sin resultado. La única que logró tener novio durante tres o cuatro años fue Jovita. Por eso fue también la que se despeñó de más alto. El galán era un estudiante forastero que la festejó mientras seguía los últimos cursos de la carrera. Terminada ésta, partió a su pueblo y, olvidándose de sus promesas de matrimonio, lo contrajo con una paleta rica. Las demás no habían alcanzado este grado excelso de la jerarquía amorosa. Inclinaciones vagas, devaneos de quince días, algún oseo por la calle; nada entre dos platos. Poco a poco se iba apoderando de ellas el frío desengaño. Aunque no hubiesen perdido la esperanza, estaban fatigadas. Aquel pensamiento fijo, único, que las embargaba hacía ya tanto tiempo, iba convirtiéndose en un clavo doloroso en la frente. Pero D. Cristóbal ni se rendía ni se le pasaba por la imaginación el capitular. Creía siempre a pie juntillas en el marido de sus hijas, y lo anunciaba con la misma seguridad que los profetas del Antiguo Testamento la venida del Mesías.
—En cuanto se casen mis hijas, en vez de pasar el verano en Sarrió, donde se guardan las mismas etiquetas que en Lancia, me iré a Rodillero a respirar aire fresco y a pescar robalizas.—Atiende, Micaela, no seas tan viva, mujer... Comprende que a tu marido no le han de gustar esas genialidades; querrá que le contestes con razones...
—Mi marido se contentará con lo que le den—respondía la nerviosa niña haciendo un gracioso mohín de desdén.
—¿Y si se enfada?—preguntaba en tono malicioso Emilita.
—Tendrá dos trabajos: uno el de enfadarse y otro el de desenfadarse.
—¿Y si te anda con el bulto?
—¡Se guardará muy bien! ¡Sería capaz de envenenarlo!
—¡Jesús, qué horror!—exclamaban riendo las tres nereidas.
Aquel marido hipotético, aquel ser abstracto salía a cada momento en la conversación con la misma realidad que si fuera de carne y hueso y estuviera en la habitación contigua.
La que comenzaba ahora a teclear en el piano era Emilita, las más musical de las cuatro hermanas. Las otras tres estaban ya en pie, cogidas a la manga de la levita de otros tantos jóvenes; como si dijéramos, en la brecha.
El conde tropezó a los pocos pasos con Fernanda Estrada-Rosa que venía de bracero con una amiga. Por lo visto no había querido bailar. Era la joven que hacía más viso en la ciudad por su belleza y elegancia y por su dote. Hija única de D. Juan Estrada-Rosa, el más rico banquero y negociante de la provincia. Alta, metida en carnes, morena oscura, facciones correctas y enérgicas, ojos grandes, negrísimos, de mirar desdeñoso, imponente; gallarda figura realzada por un atavío lujoso y elegante que era el asombro y la envidia de las niñas de la población. No parecía indígena, sino dama trasportada de los salones aristocráticos de la corte.
—¡Qué elegantísima Fernanda!—exclamó el conde en voz baja, inclinándose con afectación.
La bella apenas se dignó sonreír, extendiendo un poco el labio inferior con leve mueca de desdén.
—¿Cómo te va, Luis?—dijo alargándole la mano con marcada displicencia.
—No tan bien como a tí... pero, en fin, voy pasando.
—¿Nada más que pasando?... Lo siento. A mí me va perfectísimamente; no te has equivocado—repuso en el mismo tono displicente, sin mirarle a la cara.
—¿Cómo no, siendo en todas partes donde te presentas la estrella Sirio?
—Dispensa, chico, no entiendo de astronomía.
—Sirio es la estrella más brillante del cielo. Eso lo sabe todo el mundo.
—Pues yo no lo sabía... ¡Ya ves, como soy una paleta!
—No es cierto; pero está muy bien la modestia, unida a la hermosura y al talento.
—No; si ya sé de sobra que no tengo talento. No te mortifiques en decírmelo.
—Hija, te acabo de manifestar lo contrario...
En el tono displicente de Fernanda iba entrando un poco de acritud. En el del conde, pausado, ceremonioso, se advertía leve matiz de ironía.
—Vamos, entonces te he entendido al revés.
—Algo de eso ha habido siempre.
—¡Caramba, qué galante!—exclamó la joven empalideciendo.
—Siempre que has pensado que pudiera decirte algo desagradable—se apresuró a rectificar el conde, advertido por el cambio de fisonomía de la idea que cruzaba por su mente.
—Muchas gracias. Estimo tus palabras como se merecen.
—Harías mal en no estimarlas sinceras... Además, no necesito yo decirte lo mucho que vales. Eso lo sabe todo el mundo.
—Gracias, gracias. ¿Te has cansado de jugar?
—Me duelen un poco las muelas.
—Sácatelas.
—¿Todas?
—Las que te duelan, hijo. ¡Ave María!
—¡Con qué indiferencia lo dices! ¿A ti no te importaría nada, por supuesto?
—Yo siento siempre los males del prójimo.
—¡El prójimo! ¡Qué horror! No tenía noticia de haber llegado ya a la categoría de prójimo.
—Qué quieres, chico; los honores vienen cuando menos se piensa.
Apesar de lo impertinente y hasta agresivo del tono, Fernanda no se movía del sitio, teniendo siempre cogida del brazo a la amiguita, que no desplegaba los labios. Fijándose un poco, se podría observar que la rica heredera estaba muy nerviosa. Con el pie daba golpecitos en el suelo, apretaba en su mano con vivas contracciones el pañuelo y sus labios temblaban de modo casi imperceptible. Alrededor de los hermosos ojos árabes se marcaba un círculo más pálido que de costumbre. Aquel pugilato la interesaba.
El conde de Onís había sido de sus novios el que más tiempo había durado. Al aparecer Fernanda en sociedad, y aun antes, cuando era una zagalita que iba con la criada al colegio, produjo su figura, su elegancia y sobre todo la amenaza de los seis millones que iban a caer, andando el tiempo, en su regazo, una verdadera explosión de entusiasmo. No hubo joven más o menos gallardo o acaudalado que por iniciativa propia o por las insinuaciones de su familia no se resolviese a pasearle la calle, a esperarla a la salida del colegio, a mandarle cartitas y a decirle requiebros en el paseo. De Sarrio, de Nieva y de otras poblaciones de la provincia acudieron también, con pretexto de las ferias, algunos golosos. La niña, ufana con tanto acatamiento, embriagada por el incienso, no se daba punto de reposo tomando y soltando novios. Era raro el galán que duraba más de un par de meses en su gracia. En realidad ninguno estaba en posición de merecerla. En Lancia y en el resto de la provincia no había quien tuviera hacienda proporcionada a su dote. Si alguno existía, no estaba por su edad habilitado para casarse con tan tierno pimpollo. Sería algún indiano averiado por los ardores tropicales, o mayorazgo rústico y solitario de los que vivían en sus casas solariegas. Sin necesidad de que su padre se lo advirtiese, la niña comprendía admirablemente que ninguno le convenía; pero gozaba coqueteando con todos, haciéndose adorar de la juventud laciense. Entre ésta existía, sin embargo, un mancebo hacia el cual ninguna doncella de la ciudad había osado levantar los ojos hasta entonces con anhelos matrimoniales. Era el conde de Onís. Por su alta jerarquía, más respetada en provincia donde se tributa a la nobleza un culto que delata al villano y al siervo bajo la levita del burgués, por su cuantiosa renta, por el apartamiento de su vida y hasta por el misterio y silencio de su palacio antiquísimo, parecía habitar en atmósfera más elevada, al abrigo de las flechas de todas las beldades indígenas.
Pues por ello precisamente nació en el pecho de Fernanda un deseo, primero vago, después vivo y anhelante, de rendirle. Esto es muy humano y sobre todo muy femenino: no necesita explicación. En el fondo de su alma, la hija de Estrada-Rosa sentíase inferior al conde de Onís. Sin embargo, tanta era la lisonja que había escuchado en poco tiempo, tan refulgente el brillo que esparcía sobre su vida el dinero del papá, que bien podía aspirar a hacerle su marido. Si no lo pensaba así, al menos figuraba pensarlo hablando del conde, por detrás, con cierta displicencia y con afectada familiaridad por delante. En Lancia, como en todas las capitales pequeñas, los muchachos y muchachas solían tutearse. El conocerse desde niños y haber acaso jugado en el paseo juntos lo autorizaba. El conde de Onís jamás había cruzado la palabra con Fernanda, aunque la tropezase a cada momento en la calle. Sin embargo, cuando se encontraron por primera vez en la tertulia de las de Meré, la hermosa le soltó un tu redondo y suprimió el título. Luis aquí, Luis allá: parecía que iba a comerle el nombre. A éste le sorprendió un poco la confianza, sin desagradarle. A nadie le duele oírse tutear por una linda damisela. Apesar de la naturaleza concentrada y tímida del conde y de su escasa afición a las mujeres, Fernanda se dio maña para hacerle pronto su novio o al menos para hacerle pasar por tal a los ojos del público. El cual halló tal noviazgo perfectamente justificado. En Lancia no había otro marido para Fernanda ni otra mujer para el conde. La distancia que los separaba era retrospectiva; estaba en los antepasados. La población creía que, en gracia de la belleza, el dinero y la brillante educación de la joven, el conde de Onís se hallaba en el caso de olvidar los doscientos gañanes que la habían precedido.
Cerca de un año duraron las relaciones. Los novios se veían en la tertulia de las señoritas de Meré. D. Juan Estrada-Rosa, al decir de sus íntimos, se hallaba muy complacido. Varias veces se había insinuado con el conde para que entrase en la casa; pero éste no le había comprendido o había fingido no comprenderle. Fernanda se lo propuso con claridad un día. Él se evadió como pudo del compromiso. ¿Era timidez? ¿Era orgullo? La misma Fernanda no se daba cuenta de ello. Pero esta reserva contribuía a encender su afección y anhelo. De pronto, cuando menos se pensaba, cuando ya el público comenzaba a preguntarse por qué se retrasaba la boda, cortáronse aquellas relaciones. Se cortaron sin escándalo, de un modo diplomático y sigiloso, tanto, que hacía ya más de un mes que no existían cuando todavía la población no estaba enterada y los amigos les seguían embromando. El hecho produjo fuerte sensación; se comentó en todas las tertulias hasta lo infinito. Nunca se pudo averiguar qué había habido, ni aun a cuál de los dos correspondió la iniciativa de esta ruptura. Si se preguntaba al conde, afirmaba rotundamente que Fernanda le había dejado; mas ponía demasiado empeño en esta afirmación para que no empezara a dudarse de su sinceridad. La heredera de Estrada-Rosa, sin manifestar nada en concreto, corroboró las palabras de su novio con el tono desabrido que usó hablando de él, lo mismo que al dirigirle la palabra. Porque siguieron tratándose, si no con tanta frecuencia, con bastante: ambos acudían a la tertulia donde se conocieron. Además, Fernanda, poco tiempo después, comenzó a asistir a los saraos de los domingos en casa de Quiñones. Pero nunca más reanudaron sus rotas relaciones. Los asistentes suspendían la respiración y ponían toda su alma en los ojos siempre que, como ahora, los antiguos novios se tropezaban y departían un rato. ¿Volverán a las andadas? ¿Habrá, por fin, boda? El desengaño venía inmediatamente al observar la indiferencia con que se apartaban.
Cuando iba a contestar a las últimas palabras de la orgullosa heredera, los ojos del conde, derramando una mirada distraída por el salón, tropezaron con otros que se le clavaron lucientes y celosos. Alargó la mano a su amiga y con sonrisa forzada dijo:
—¡Qué mal me estás tratando, Fernanda! Como siempre, por supuesto... Yo, sin embargo, ya sabes... el mismo devoto idólatra. Hasta ahora.
—Siento que esa devoción no me cause frío ni calor—replicó ella sin dar un paso para apartarse.
El conde lo dio alzando los hombros con resignación y diciendo:
—¡Más lo siento yo!
Sorteando las parejas de baile, que ya habían comenzado el rigodón, llegó de nuevo adonde estaba el ama de la casa. Al lado de ésta se hallaba en aquel instante el famoso Manuel Antonio, uno de los personajes más dignos de mención en la época que estamos historiando. Se le conocía tanto por el apodo el marica de Sierra como por su nombre.
Esto basta para que sepamos en cierto modo a qué atenernos respecto a sus propiedades morales y físicas. Manuel Antonio no era joven. Frisaría en los cincuenta años, disimulados con esfuerzo heroico por toda la batería de afeites conocidos entonces en Lancia, que no eran muchos ni muy refinados. Una peluca bastante rudimentaria, algunos dientes postizos mal montados, un poco de negro en las cejas y de carmín en los labios, mucho patchoulí y un traje de fantasía apropiado para realzar los residuos de su belleza. Ésta había sido espléndida; una rara perfección de rostro y de talle. Alto, delgado, esbelto, facciones correctas, diminutas, cabellos rubios, finos, cayendo en graciosos bucles, mejillas sonrosadas y voz atiplada. De este conjunto primoroso quedaba tan sólo una sombra por donde pudiera adivinarse. La enhiesta espalda se había abovedado; los hermosos bucles se habían desvanecido como un sueño feliz; algunas arrugas indecorosas surcaban aquella tersa frente, y la fila de perlas, que ostentaba su boca, se había transformado en carrera de huesos amarillos, desvencijados, que el tiempo había quintado y el dentista torpemente sustituido. Por último, aquel pequeño bigote sedoso había engrosado notablemente, se hizo blanco, cerdoso, indómito; no bastaban el tinte y el cosmético a mantenerlo presentable. ¡Qué dolor para el hermoso hermafrodita de Lancia y también para los amigos que le habían conocido en el esplendor de su gracia!
El espíritu permanecía tan juvenil como a los diez y ocho años. Era el mismo ser apasionado y tierno, dulce unas veces, iracundo y terrible otras, marchando al soplo de sus caprichos, viviendo en lánguida ociosidad. Gozaba tanto las delicias del baño, que lo repetía tres y más veces, hasta que el agua quedase cristalina como al salir de la fuente; amaba las flores, los pájaros; no tenía más placer que consultar con el cristal del espejo los adornos que le sentarían mejor. Los trajes, por atracción irresistible, siendo masculinos, se acercaban cuanto era posible a la forma femenina. En el invierno gastaba talmita corta con broche de oro, y un sombrero tirolés de alas reviradas, que le sentaba extremadamente bien. En el verano gustaba de vestirse trajes de franela blanca bien ceñidos, que denunciasen las graciosas curvas de sus formas. Las corbatas eran casi siempre de gasa, los zapatos descotados, el cuello de camisa a la marinera. Por debajo del puño se le veía un brazalete. Aunque no fuese más que un sencillo aro de oro, este pormenor era lo que más llamaba la atención de sus conciudadanos. En cuanto se hablaba de Manuel Antonio salía el dichoso brazalete a relucir; como si no hubiese nada en su interesante figura más digno de excitar la curiosidad.
Pero si los años no habían logrado modificar en el fondo aquel ser amable y creado para el amor, habíanle hecho, sin embargo, más cauto, más reservado. Ya no mostraba sus preferencias con la ingenuidad de otros tiempos, ni daba suelta a los súbitos arranques de su corazón inflamable sino después de poner a prueba la lealtad del objeto de su ternura. ¡Había padecido tantos desengaños en la vida! Sobre todo, al hacerse viejo, no sólo experimentó la frialdad de sus antiguos amigos, de aquellos que le habían dado pruebas inequívocas de cariño, sino, lo que es aún más triste, encontrose, sin pensarlo, sirviendo de blanco a las chufletas e invectivas de los mozalbetes de la nueva generación. Fue el hazmerreír de estos procaces jóvenes. Como no habían sido testigos de sus triunfos ni conocieron su radiante belleza, estaban lejos de profesarle el respeto que, apesar de todo, guardaba hacia él la antigua generación. No perdonaban medio de embromarlo, de vejarlo bárbaramente. En cuanto se paraba en la calle de Altavilla o entraba en el café de Marañón, ya estaba rodeado de una partida de guasones. ¡Cristo, las frases que allí se oían! Y como villanos que eran, a menudo del juego de palabras pasaban al de manos. Esto era lo que en modo alguno podía sufrir Manuel Antonio. Que hablasen lo que quisieran. Tenía bastante correa, y además un ingenio vivo y sutil que recogía admirablemente el ridículo y sabía dar en rostro con él a sus contrarios. La mayor parte de las veces los que iban a «tomarle el pelo» salían muy bien trasquilados. Los años, la práctica, le habían adiestrado de tal modo en el pugilato de frases incisivas que realmente era temible. Tenía la intención de un miura. Pero así que aquellos desvergonzados pasaban de las palabras a las obras tocándole la cara o pellizcándole, ya estaba descompuesto, perdía enteramente los estribos y no decía cosa intencionada ni siquiera razonable. Superfluo es añadir que, conociéndole el flaco, todas las bromas terminaban en esta forma.
Por lo demás, fuera de aquella maligna intención para herir en lo vivo a las personas, en lo cual podía competir y aun creemos que aventajaba a María Josefa, era un ser útil y servicial. Su malignidad, al cabo de todo, era resultado de la que a él se le mostraba. Sus habilidades muchas y varias. Trabajaba el punto de crochet que daba gloria. Las colchas que él hacía no tenían rival en Lancia. Arreglaba un altar y vestía las imágenes mejor que ningún sacristán. Tapizaba muebles, hacía flores primorosas de cera, empapelaba habitaciones, bordaba con pelo, pintaba platos. Y cuando alguna de sus muchas amigas necesitaba peinarse artísticamente para asistir a cualquier baile, Manuel Antonio se prestaba galantemente a arreglarle los cabellos, y lo hacía con la misma destreza y gusto que el mejor peluquero de Madrid. ¿Pues y cuando cualquiera de sus amigos se ponía enfermo? Entonces era de ver el interés, la constancia y la suma diligencia de nuestro viejo Narciso. Se constituía inmediatamente a la cabecera del lecho, tomaba cuenta de las medicinas, arreglábale la cama, poníale los vejigatorios o las ayudas lo mismo que el más diestro practicante. Luego, si la enfermedad por desgracia presentaba mal carácter, sabía insinuar como nadie la idea de confesión; de tal modo que el enfermo, en vez de asustarse, la aceptaba como la cosa más natural y corriente. Y en cuanto le veía convencido, empezaba a tomar disposiciones para recibir a Su Divina Majestad: la dama más avezada a recibir gente principal en sus salones no le sacaría ventaja. El altarcito con el paño almidonado atestado de chirimbolos relucientes, la escalera adornada con macetas, el suelo alfombrado de hojas de rosas, los criados y deudos esperando a la puerta con hachas encendidas y enguantados. No se le olvidaba un pormenor. En estos momentos críticos el marica de Sierra se crecía, adoptaba el continente de un general al frente de sus tropas. Todos le obedecían y secundaban acatándole por jefe. Pues si el enfermo se moría, no hay para qué decir que su dictadura se hacía aún más omnipotente. Principiando por amortajar el cadáver y concluyendo por sacar del juzgado la partida de defunción, nada quedaba en las fúnebres ceremonias que él no mangonease.
Y como quiera que las más veces había enfermos que cuidar, o imágenes que vestir, o amigas que peinar o flores que contrahacer, Manuel Antonio pasaba la vida bastante atareado. En esto y en ir de casa en casa tomando y soltando noticias se le deslizaban los días y los años. Habitaba con dos hermanas más viejas que él, las cuales le cuidaban y mimaban como a un niño. Para estas buenas señoras no existía el tiempo. Ni veían las arrugas, ni la peluca, ni los dientes postizos de su hermano. Manuel Antonio era siempre un pollito, un petimetre. Sus trajes, sus baños, las horas que empleaba en el tocado les hacían sonreír con benevolencia. Mientras ellas se quejaban amargamente de los estragos que los años iban causando en su figura y su salud, pensaban que su hermano había detenido el curso de las horas, había hallado un elixir para mantenerse eternamente joven.
Manuel Antonio era metódico en sus visitas. Había unas cuantas casas a las cuales asistía diariamente y siempre a la misma hora. A casa de D. Juan Estrada-Rosa iba a las tres, a la hora del café; con la condesa de Onís tomaba chocolate todas las tardes; por la noche era tertulio asiduo de la señora de Quiñones. Había otras familias que visitaba también con mucha frecuencia. A casa de María Josefa Hevia y de las de Mateo solía ir por la mañana, sin detenerse mucho, dando una vuelta para enterarles de lo que se decía o inspeccionar sus labores. Alguna noche iba también a casa de las señoritas de Meré.
—¡Aquí tenemos al conde!—exclamó con su peculiar entonación afeminada.—¡Ay, qué condecito tan guasón!
—¿Pues?—preguntó éste acercándose.
—Pregúntaselo a Amalia.
La sonrisa que plegaba los labios del noble se desvaneció repentinamente.
—¿Cómo?... ¿Qué tiene que ver?...—dijo con mal disimulada turbación.
También Amalia se turbó. Sus pálidas mejillas se colorearon.
—Hemos estado murmurando de tí. ¡Qué traje te hemos cortado, chico!
—Aquí Manuel Antonio—profirió Amalia—decía que era usted el perro del hortelano.
—No; tú eras quien lo decías.
Otra de las particularidades de aquél era el tutear a todo el mundo, grandes y chicos, señoras y caballeros.
—¡Yo!—exclamó la dama.
—¿Y por qué soy el perro del hortelano?... Sepamos.
—Pues decía Amalia que ni querías comerte la carne ni permitir que la coma D. Santos.
—¡Vamos! ¿Quieres callarte, embustero?—dijo la señora, medio irritada, medio risueña, dándole un pellizco.
—¿Qué se habla de D. Santos?—preguntó un caballero muy corto y muy ancho, de faz mofletuda y violácea, acercándose al grupo.
El conde y Amalia no supieron qué responder.
—Se decía que D. Santos tenía pensado llevarnos un día a su posesión de la Castañeda y darnos un banquete—manifestó Manuel Antonio con desparpajo.
—No; no era eso—repuso el hombre rechoncho con forzada sonrisa.
—Sí tal. Amalia sostenía que no eras capaz de llevarnos a pasar un día a la Castañeda.
—¡Pero, hombre, tú te has empeñado en ponerme hoy colorada!—dijo aquélla.
—Porque soy un buen amigo. Como te veo pálida estos días... Bien puedes creerlo, Santos, yo tengo mucha mejor idea de tu esplendidez que la mayoría del pueblo... No conocéis bien a D. Santos, les digo muchas veces a los que sostienen que a tí te duele gastar el dinero. Si D. Santos no gasta, no obsequia a sus amigos, no es por avaricia, sino por indolencia, porque no se le presenta ocasión. El hombre es tímido de suyo y no es capaz de proponer banquetes ni giras; pero que otro le apunte la idea, y veréis con qué gusto la acepta...
—Gracias, gracias, Manuel Antonio—murmuro D. Santos con la risa del conejo.
Se le conocía el gran temor y molestia que le embargaban. Como muchos de los indianos, apesar de ser inmensamente rico, tenía fama de avariento, y no injustificada. Había llegado pocos años hacía de Cuba, donde cargando primero cajas de azúcar y luego vendiéndolas se enriqueció. Vino hecho un beduino, sin noticia alguna de lo que pasaba en el mundo, sin saber saludar, ni proferir correctamente una docena de palabras, ni andar siquiera como los demás hombres. Los treinta años que permaneció detrás de un mostrador le habían entumecido las piernas. Marchaba tambaleándose como un beodo. El color subido de sus mejillas era tan característico, que en Lancia, donde pocas personas se escapaban sin apodo, lo designaron al poco tiempo de llegar con el de Granate. Enmedio de su miseria le gustaba dar en rostro con las riquezas que poseía. Edificó una casa suntuosísima; trajo mármol de Carrara, decoradores de Barcelona, muebles de París, etc. Y, sin embargo, apesar de las sumas cuantiosas que en ella gastó, al saldar la cuenta del clavero ¡se empeñaba en que descontase del peso el papel y las cuerdas en que venían envueltas las puntas de París! Cuidadosamente había ido guardando en un rincón tales despojos con ese objeto. Así que terminó la casa, ocupó el piso principal y alquiló los otros dos. Y empezó su martirio, un martirio lento y terrible. Las criadas y los niños del segundo y tercero fueron sus sayones. Si sentía fregar los suelos del segundo, poníase de mal humor: la arena desgastaba el entarimado. Si veía rayado el estuco de la escalera por la mano bárbara de algún chiquillo, se le encendía la cólera y murmuraba palabras siniestras y amenazas de muerte. Si escuchaba cerrarse una puerta con violencia, aquel golpe repercutía dolorosamente en su corazón: las bisagras se desencajaban, todos los pestillos se echaban a perder. En fin, con tal sobresalto vivía, que le acometió una pasión de ánimo y comenzó a decaer visiblemente. Un su amigo tan miserable como él, pero más vividor, le aconsejó que dejase la casa y se trasladase a otra. Así lo hizo, tornando a la posada que le había albergado mientras construyó el palacio.
Pero faltaba a D. Santos el complemento obligado de todos los que se enriquecen cargando cajas de azúcar en América: le faltaba contraer matrimonio con una mujer de categoría, joven o vieja, fea o bonita. Ninguno de sus colegas aceptó jamás por esposa a una menestrala. Granate no podía ser menos que ellos. Al contrario, teniendo más dinero que ninguno, lo natural es que les aventajase en anhelos poderosos. Y fue a poner sus ojos redondos y encarnizados en la joven más linda, más rica y más encopetada de la ciudad: en Fernanda Estrada-Rosa nada menos. El suceso causó admiración y risa en el vecindario. Por muy alta idea que en Lancia tuviesen del poder del dinero, nadie imaginaba que fuese poderoso a realizar semejante empresa. ¡Casar a la joya de la provincia con este oso colorado! A la niña le produjo pasmo e indignación. Luego lo tomó a broma. Luego volvió a indignarse. Después tornó a reírse. Por fin se fue acostumbrando a que Granate la festejase y hasta encontró cierta satisfacción de amor propio en recibir sus agasajos y en darle toda clase de desprecios. Pero él no cejaba. Con la tenacidad del abejorro que se empeña en salir por un cristal y se estrella cien veces contra el obstáculo, las calabazas, los desdenes y hasta las burlas no le hacían retroceder más que momentáneamente. Al día siguiente volvía como si tal cosa a romperse la cabeza contra el desprecio de la orgullosa heredera. Pensaba sinceramente que el verdadero obstáculo para el logro de sus afanes estaba en el conde de Onís. Confesábase que Fernanda sentía algún interés por él, o mejor dicho por su título, y se propuso ir a Madrid y comprar a peso de oro otro para ponerse a la altura de su rival. Luego le dijeron que el Papa los daba más baratos y cambió de proyecto. Mientras tanto se vengaba odiando de muerte al gallardo conde, y burlándose, cuando la ocasión se presentaba, de su vetusto y deteriorado caserón. El conde poseía una gran riqueza en tierras, pero sus rentas no podían compararse a las del opulento Granate.
—Y si no, ya veréis el día que se case, ¡qué cambio en la población!—prosiguió Manuel Antonio.—Tendremos banquetes a diario y bailes y giras campestres...
—¡Pero si a Fernanda no le gustan los bailes!—exclamó Emilita Mateo, que bailaba con Paco Gómez y daba la espalda al grupo.
—Yo no he hablado para nada de Fernanda, niña—repuso el marica en tono severo.
—Pensé que, tratándose de matrimonio y de D. Santos, eso se sobrentendía.
—Pues no sobrentiendas más y aplícate a bailar con Paco, porque, según mis cálculos, durará cinco minutos.
Paco Gómez era un joven flaco, flaquísimo, alto hasta tropezar en el dintel de las puertas, con una cabecita menuda como una patata, el rostro tan macilento que parecía, en efecto, caminar por el mundo con permiso del enterrador. Y con estas propiedades corporales el espíritu más humorístico de la población.
—¡Ole mi niña!—exclamó poniéndose en jarras frente al marica.—Lo único por lo que siento morirme es por no ver más estos seres preciosos, encantadores.
Al mismo tiempo le cogió con dos dedos la barba.
Ya sabemos que Manuel Antonio no podía sufrir tales juegos de manos delante de gente.
—Vamos, pajalarga, quieto—exclamó poniéndose serio y rechazándole.
—¿Que no eres precioso? Pero, hombre, ¡si eso salta a la vista!... ¡Miren ustedes qué boca! ¡miren, por Dios, qué caída de ojos!... ¡miren qué nacimiento de pelo!
Y quiso de nuevo tocarle la cara; pero Manuel Antonio lo rechazó con ímpetu dándole un fuerte empujón.
—¡Caramba, qué severo está hoy Manuel Antonio!—dijo el conde de Onís.
—No importa—repuso Paco Gómez dejando escapar un suspiro.—Manos blancas no ofenden.
En aquel momento le tocaba hacer una figura del rigodón y se alejó con Emilita.
María Josefa, que bailaba más lejos, se acercó un instante con su pareja, que era un teniente del batallón de Pontevedra.
—¡Vamos, D. Santos, no sea usted cruel! ¿Por qué no va usted a hacer compañía a Fernanda, que está allí sola?
En efecto, la amiguita de la rica heredera había hallado pareja para el baile. Fernanda se sentó y permanecía seria y pensativa.
—Sí, sí; debes ir, Santos—manifestó Manuel Antonio.—Repara que la chica ha dejado una silla vacía a su lado... No puede insinuarse de modo más claro.
Al decir esto hizo un guiño al conde. Éste confirmó tales palabras.
—Yo creo que es hasta un deber de cortesía...
Granate le echó una mirada torva y preguntó sordamente:
—Pues entonces, ¿por qué no va usted a sentarse a su lado?
—Por la sencilla razón de que ya no tenemos nada que hablar... Pero usted es otra cosa.
—Entendido, señor conde... No soy un niño—murmuró con mal humor.
—Aunque no lo sea usted por la edad—dijo Amalia interviniendo oportunamente para evitar rozamientos,—lo es por la franqueza y espontaneidad de sus sentimientos, por la frescura de corazón que otros con menos años no tienen. Los niños aman con más sencillez y vehemencia que los hombres.
—Pero los hombres hacen otra cosa más heroica... ¡Se casan!—dijo Paco Gómez, que ya estaba de nuevo en su sitio con la pareja.
—Hay ocasiones en que tampoco se casan—manifestó Manuel Antonio haciendo una imperceptible mueca por donde Paco pudiese colegir que estaba pensando en María Josefa.
—Bueno—replicó aquél dándose por enterado.—Pero hay que convenir en que algunas veces se necesita para ello un heroísmo superior a la naturaleza humana.
La solterona, que las cogía por el aire, le clavó una mirada rencorosa y maligna.
—¡La naturaleza humana!—exclamó con displicencia.—La naturaleza humana presenta algunas veces formas tan estrambóticas que hasta el heroísmo sería ridículo en ellas.
Paco Gómez, sin desconcertarse, comenzó a palpar su rostro con ademanes cómicos, fingiendo una muda resignación que hizo sonreír a los presentes. Amalia, para cambiar esta peligrosa conversación, exclamó:
—¡Miren, miren cómo D. Santos se aprovecha de nuestra distracción!
En efecto, el indiano se había levantado en silencio de la silla y, sorteando las parejas de baile, fue solapadamente a sentarse al lado de Fernanda. Ésta le dirigió una mirada fría y apenas se dignó responder a su saludo ceremonioso y ridículo. La faz rubicunda de Granate resplandecía, no obstante, como la de un dios seguro de su omnipotencia. Con las manazas anchas y cortas apoyadas sobre las rodillas, el cuerpo doblado hacia adelante y la cabeza levantada hasta donde le permitía la grosura del cerviguillo, sonreía beatamente enseñando una fila de dientes grandes y amarillos. Propúsose, como siempre, ser espiritual, y dijo:
—¿Ha visto usted qué ventrisca corre?
La joven guardó silencio.
—Ahora no importa nada—prosiguió—porque ya están todos los frutos recogidos; pero si hubiera caído antes, no nos deja ni una castaña ni un grano de maíz; ¡je, je!
Granate sintiose feliz al emitir esta idea, a juzgar por la expresión de placer que brillaba en sus ojos.
—Pero aquí no hace frío, ¿eh?... Yo no lo tengo, ¡je, je!... Al contrario, siento un calor... Será porque los ojos de usted son dos calofer... caroli...
Otra vez todavía acometió la palabra caloríferos sin lograr dar cima a la empresa. Para disimular su impotencia fingió un golpe de tos. Su rostro violáceo adquirió cierta semejanza interesante con el de un ahorcado.
La hermosa, que tenía los ojos clavados en el vacío, volvió la cabeza hacia su adorador, le miró unos instantes con expresión vaga, distraída, como si no le viese. Levantose de pronto y se alejó sin decir palabra para sentarse enfrente. El indiano quedó con la misma sonrisa estereotipada en el rostro; la mueca petrificada de un sátiro. Pero al volver la vista al grupo que acababa de dejar, viendo una porción de ojos risueños fijos en él, se puso repentinamente serio y mohíno.
—¡Qué partido tiene este Granate entre las chicas bonitas!—exclamó Paco Gómez.—Ya se lo decía yo el otro día. «Usted no necesitaba para nada ir a América habiendo mujeres ricas en el mundo. Usted tiene la fortuna en la fisonomía.»
—Mira, condecito, ahora debes ir tú a sentarte a su lado. Ya verás cómo no se levanta entonces—dijo Manuel Antonio.
—Sí, sí, debe usted ir, Luis—apoyó María Josefa.—Vamos a ver una cosa curiosa, a decidir si está o no enamorada de usted. ¿Verdad, Amalia, que debe ir?
—Sí, me parece que debe usted sentarse a su lado—dijo la dama. Su voz salió apagada y temblorosa.
—¿Cree usted?—preguntó el conde, mirándola con fijeza.
—Sí; vaya usted—replicó la dama con perfecta serenidad ya, huyendo su mirada.
—Pues usted me permitirá que la desobedezca. No quiero exponerme a un desaire.
—¡Qué importan los desaires a un enamorado!... Porque usted, por más que diga, está enamorado de Fernanda... Se le conoce a la legua.
—A la legua será, porque, lo que es de cerca ni pizca—manifestó Manuel Antonio.
Y María Josefa y Emilita Mateo y Paco Gómez confirmaron con su risa la especie.
Amalia insistió. Efectivamente, Luis lo disimulaba bien; pero como, por más esfuerzos que se hagan, siempre queda un cabo suelto, un resquicio por donde sale la luz, ella había adivinado hacía ya mucho tiempo que el conde, en lo profundo de su corazón, guardaba recuerdo muy grato de Fernanda.
—Atiendan ustedes: hace algunos días se le ocurrió a Moro decir que tenía dos dientes postizos. No pueden ustedes figurarse cómo se puso este hombre... Por poco le pega...
—No tanto, no tanto—manifestó el conde sonriendo avergonzado.—Me expresé con cierta viveza porque me enfadan siempre las injusticias.
—¡Oh! Las exaltaciones en estos casos son sospechosas. Cuando no se siente interés por una persona se la defiende con menos calor... ¡Caramba! ¡Nunca le vi tan irritado! Ya puede decir esa niña que tiene un campeón valiente dispuesto a romper lanzas por ella.
La dama apuró la broma. No se hartaba de apretar al conde, como si quisiera dejarle convicto de su amor por Fernanda. Apesar de la sonrisa benévola que animaba su rostro, había ciertas extrañas inflexiones en la voz que nadie más que una sola persona podía apreciar en aquel momento.
Pero el rigodón había terminado, y el grupo se aumentó considerablemente con varias parejas que fueron allegándose. Fuéronse algunos, vinieron otros; al cabo, la señora de la casa se halló rodeada de gente nueva. Bailose otro vals y otro rigodón. Las doce sonaron al fin en el gran reloj de la catedral. Y como los jóvenes se empeñaban en no desbandarse, apesar de la costumbre tradicional de la casa, Manín, por orden de D. Pedro, apareció en la puerta del salón, abrazado al lío de los abrigos de las señoras. Ésta era la señal de despedida que el señor de Quiñones daba a sus tertulios. No era muy cortés, pero nadie se enfadaba. Al contrario, se recibía siempre con algazara, como una broma graciosa.
Después que todos fueron a estrechar la mano, del maestrante, formose un grupo enmedio del salón. Amalia, en el centro de él, despedía a sus amigas besándolas cariñosamente. Estaba pálida y sus ojos inciertos despedían miradas febriles. Al estrechar la mano del conde volvió la cabeza hacia otro lado, fingiendo distracción; se la estrechó con fuerza tres o cuatro veces para infundirle ánimo. Bien lo necesitaba el pobre caballero. Estaba tan demudado y tembloroso que Amalia pensó que iba a caer desmayado.
En apretado haz salieron los tertulios a los pasillos y bajaron la gran escalera de piedra sucia y húmeda. Un criado les abrió la puerta de la calle.
—¡Ay! ¿Quién habrá dejado aquí este canasto?—dijo Emilita Mateo, que tropezó la primera con el estorbo.
—¿Un canasto?—preguntaron varias damas acercándose a él.
—Algún pobre que andará por ahí dormido—manifestó el criado, que aún no había cerrado la puerta.
—No se ve a nadie—dijo Manuel Antonio, que rápidamente había registrado el portal.
La curiosidad excitó muy pronto a una de las damas a levantar el paño que tapaba el canastillo. Inmediatamente dejó escapar el grito consabido, el que soltó ya hace tantos siglos la hija de Faraón al ver flotando por el río el célebre canastillo de Moisés.
—¡Un niño!
Momento de estupefacción y de curiosidad en los tertulios. Todos se abalanzan, todos quieren contemplar al mismo tiempo al expósito. Porque nadie duda un momento que aquel niño se hallaba allí expuesto intencionalmente. Paco Gómez levantó el canasto, lo destapó por completo y fue exhibiendo a sus amigos el infante dormido.
Estalló una tempestad de exclamaciones.
—¡Angelito!—¿Quién habrá sido la infame?...—¡Pobrecito de mi alma!—¡Qué corazones de hiena, Dios mío!—¡Miren qué hermoso es!—¿Habrá mucho tiempo que lo han expuesto?—Estará aterida la criatura.—Paco, déjeme usted tocarlo.
El canasto fue rodando de mano en mano. Las damas, interesadísimas, palpitantes de emoción, depositaban tiernos besos en las mejillas del recién nacido, de tal modo que al instante consiguieron despertarlo.
De aquel montoncito de carne rosada salió un débil gemido que hizo vibrar de lástima a todos los corazones. Algunas señoras vertieron lágrimas.
—Subámoslo, por lo pronto, para que se caliente un poco.
—¡Sí, sí, subámoslo!
Y otra vez el resonante grupo se lanzó al patio y a la escalera de la mansión de los Quiñones llevando en triunfo el canastillo misterioso.
Amalia estaba enmedio del salón inmóvil y pálida cuando se abrieron de nuevo las puertas. D. Pedro había sido trasladado ya a su alcoba por Manín y otro criado. Aquella nueva y repentina irrupción pareció sorprender mucho a la señora de la casa.
—¿Qué ocurre? ¿qué es esto?—exclamó con voz alterada.
—¡Un niño! ¡un niño!—gritaron varios a un tiempo.
—Acabamos de encontrarlo en el portal—manifestó Manuel Antonio, que ya se había apoderado del canasto, presentándolo.
—¿Quién lo ha dejado ahí?
—No sabemos... Es un expósito. ¡Mire usted, por Dios, qué hermoso, es Amalia!
La señora le contempló un instante con marcada frialdad y dijo:
—Acaso alguna pobre lo habrá dejado para recogerlo enseguida.
—No, no; hemos registrado el portal. La calle está desierta...
La criatura a todo esto empezaba a chillar, agitando con incierto movimiento sus puños crispados, que parecían dos botones de rosa. La compasión de las señoras volvió a romper en exclamaciones apasionadas. Todas querían besarlo y calentarlo contra su seno. Por fin, María Josefa logró apoderarse de él, lo sacó del canasto y envolviéndolo con el paño con que venía cubierto, lo acarició tiernamente. Un papel se había desprendido de las ropas de la criatura al sacarla y había caído al suelo. Manuel Antonio lo recogió.
—¿Lo ves, Amalia? Aquí está la madre del cordero.
El papel decía en gruesos caracteres, trazados al parecer por tosca mano: «La madre desdichada de esta niña la encomienda a la caridad de los señores de Quiñones. No está bautizada.»
—¡Es una niña!—exclamaron algunas señoras a un tiempo.
Y en el acento con que dejaron escapar estas palabras no era difícil de advertir cierto desencanto. Se habían acostumbrado a la idea de que fuese varón.
—¿Qué misterio será éste?—preguntó Manuel Antonio, mientras una sonrisa maliciosa de curiosidad vagaba por su rostro.
—¿Misterio? Ninguno—manifestó con cierta displicencia Amalia.—Lo que se ve claramente es una pobre que quiere que le mantengan a su hija.
—Sin embargo, hay aquí un no sé qué de extraño. Yo apostaría a que son personas pudientes los padres de esta niña—replicó el marica.
—¡Adiós! ¡ya se nos va Manuel Antonio al folletín!—exclamó la dama con una risita nerviosa.—Las personas pudientes no dejan a sus hijos envueltos en estos andrajos.
En efecto, la niña venía cubierta por unos trapos miserables y una manta raída y sucia.
—Despacio, Amalia, despacio—apuntó Saleta con su voz clara, tranquila.—Yo he recogido en el portal de mi casa, hace ya muchos años, hallándome en Madrid, un niño que venía envuelto en muy toscos pañales. Al cabo de algún tiempo averiguamos que era hijo de una elevadísima persona que no puedo nombrar.
Todos los ojos se volvieron con sorpresa hacia el magistrado gallego.
—Una elevadísima persona; eso es—prosiguió después de una pausa, con el mismo sosiego impertinente.—Bien fácil era, por cierto, adivinarlo fijando un poco la atención en los rasgos de su fisonomía, enteramente borbónicos.
El estupor de los circunstantes fue profundo. Se miraron unos a otros con una leve sonrisa burlona que, como de costumbre, Saleta pareció no advertir.
—¡Atiza!—exclamó Valero.—¡Abra uzté el paragua, D. Zanto!
—El niño se murió a los dos meses—prosiguió imperturbable Saleta.—Por cierto que cuando lo llevamos al cementerio se unió a la comitiva un coche que nadie supo a quién pertenecía. Yo lo conocí porque lo había visto en las Caballerizas reales, pero me callé.
—¡Ya ezcampa!—murmuró Valero.
—Bien, Saleta, ya nos contará usted de día eso. Por la noche tales cosas espeluznan—manifestó el marica de Sierra guiñando el ojo a los otros.—Lo que hay que pensar ahora, Amalia, es lo que se va a hacer con esta niña.
La dama se encogió de hombros con indiferencia.
—Phs... no sé... La dejaremos esta noche aquí. Mañana le buscaremos una nodriza que quiera tenerla en su casa... porque en ésta, a la verdad, es un trastorno.
—Si usted no quiere tenerla en casa, yo me encargo con mucho gusto de ella, Amalia—dijo María Josefa, que estaba un poco apartada paseando a la niña y arrullándola para hacerla callar.
—No he dicho que no quería—manifestó con viveza la dama.—Recogeré esa niña, porque tengo más obligación que nadie, ya que me la confían... Pero, como usted comprende, para hacerlo necesito contar con mi marido.
Los tertulios aprobaron estas palabras con un murmullo.
Justamente se presentaba Manín preguntando de parte de D. Pedro qué significaba aquel ruido. Se le explicó. El señor de Quiñones se hizo trasladar de nuevo en su sillón con ruedas a la sala; vio a la niña y se interesó extremadamente por ella. Inmediatamente declaró que no saldría de su casa, ordenando a un criado que al amanecer fuese en busca de nodriza.
Por lo pronto se trajo a la criatura leche y té en un frasco con pezón de goma; se la abrigó con más y mejor ropa. Los tertulios presenciaron con cariñoso interés estas operaciones. Las señoras lanzaban gritos de entusiasmo; se les arrasaban los ojos de lágrimas al ver el ansia con que la mamosa niña chupaba el pezón del frasco. Así que se hartó, despidiéronse todos de nuevo, no sin depositar antes cada uno un beso en las mejillas de la pobrecita expósita.
El conde de Onís no había desplegado los labios en todo este tiempo. Se hallaba retraído en tercera o cuarta fila, siguiendo con ojos de susto los cuidados que a la criatura se prodigaban. Y trató de irse con disimulo sin nueva despedida; pero Amalia le detuvo con alarde de audacia que le dejó petrificado.
—¿Qué es eso, conde, no quiere usted dar un beso a mi pupila?
—¡Yo!... Sí, señora... no faltaba más.
Y pálido y trémulo, se aproximó y puso sus labios en la frente de la criatura, mientras la dama le contemplaba con sonrisa provocativa y triunfal.
La cita.
Esta fue la tercera noche en que el conde de Onís apenas pudo cerrar los ojos. Nada más natural que en las dos anteriores estuviese agitado, calenturiento; pero ahora, ¿por qué? Todo se había resuelto como apetecía. La empresa se había llevado a cabo con felicidad. No le restaba más que dormir tranquilo sobre su triunfo. Sin embargo, no era así. Apesar de su figura robusta y gallarda, poseía el conde un sistema nervioso excesivamente impresionable. La más ligera emoción turbaba su espíritu, le inquietaba hasta un grado indecible. Tal exquisita sensibilidad le venía por herencia y también por educación. Su padre, el coronel Campo, había sido un hombre concentrado, sensible, de una susceptibilidad tan delicada que le hizo mártir en los últimos años de su vida. Todo el mundo recordaba en Lancia el interesante y conmovedor episodio que cerró aquella vida caballeresca.
El coronel mandaba las fuerzas de defensa de una plaza en el Perú cuando la insurrección de las colonias americanas. La plaza fue tomada por los insurrectos de un modo insidioso y por sorpresa. Un malvado denunció al coronel ante el gobierno de Madrid como culpable de traición, aseverando que se hallaba en connivencia y sobornado por el enemigo. Con harta precipitación, sin examen imparcial de los hechos y sin tener presente la brillante hoja de servicios del conde de Onís, el rey le privó de su empleo en el ejército y de todas las cruces y condecoraciones que poseía. Bajo el peso de aquella horrible injusticia, el pundonoroso militar quedó anonadado. Sus compañeros le arrancaron la pistola en el momento de atentar a su vida. Acompañado de su fiel asistente y de un primo se trasladó desde Madrid, adonde había venido a defenderse, a Lancia, donde le esperaba su esposa y su hijo de corta edad. La vida de familia fue un sedante para la terrible llaga abierta en el corazón del soldado. Pero aquel bravo, que tantas veces había desafiado la muerte, no tuvo valor para soportar las miradas y la curiosidad de sus convecinos. En vez de rebelarse contra la injusticia que se le había hecho, en vez de tratar de convencer a sus paisanos de su inocencia, lo que no le hubiera costado gran trabajo, porque todos estimaban su carácter y conocían su valor, lleno de vergüenza, como si realmente fuese criminal, huyó las miradas de la gente, se retrajo a su casa, y solo paseaba por la huerta que detrás de ella se extendía, cercada de alta y deteriorada tapia.
El palacio de los condes de Onís merece especial mención en esta historia. Era un edificio antiquísimo, el más antiguo de la ciudad en unión de algunos restos de la primitiva basílica que aún quedaban en pie. No se había salvado otra cosa del horroroso incendio que en el siglo XIV había destruido la población. Su aspecto más era de fortaleza que de mansión. Pocas y estrechas ventanas cortadas por columnas de piedra, distribuidas caprichosamente por la fachada; una pared lisa de piedra, ennegrecida por los años; algunos agujeros cuadrados cerca del techo, a guisa de aspilleras; una gran puerta de medio punto reforzada con grandes clavos de acero. Por dentro era inmensa y tenía más alegría. El patio ancho, más ancho que la calle. Por la parte trasera la luz del mediodía bañaba sus ventanas. Los árboles de la huerta metían las ramas por ellas, sirviendo de fresca cortina para templar sus rayos. El conjunto de aquel vetusto caserón ofrecía misterio y encanto singulares para los lacienses dotados de imaginación, en especial para los niños, únicos seres que conservan, en nuestra edad prosaica, la fantasía despierta. Su fachada, si es que tal nombre puede darse a aquella lisa pared con pequeños huecos tirados a granel, daba a la calle de la Misericordia, una de las más céntricas de la ciudad. Una de las ventanas, quizá la más ancha, enfilaba la calle de Cerrajerías, y por ella se veía la catedral a lo lejos.
Aquí se encerró o se sepultó el ex-coronel Campo, sin que bastasen los ruegos de su esposa y de los pocos parientes que frecuentaban su trato para hacerle desistir de tal resolución. Su ociosidad fue de provecho para la casa. Hizo arreglar la huerta, puso algunos miradores en la parte trasera, amuebló varias habitaciones, enlosó el patio, etc. El oscuro caserón, sin perder su aspecto vetusto y misterioso, se trasformó por dentro en agradable morada. Pero el deshonorado militar se consumía, se secaba dentro de ella como un árbol sin luz y sin agua. Una melancolía profunda minaba su organismo, le arrugaba la piel, blanqueaba sus cabellos, debilitaba sus piernas y ponía trémulas sus manos. A los cincuenta y ocho años de edad representaba tener setenta. Dentro de la casa no se le sentía. Paseaba por los corredores como un fantasma. Trascurrían los días sin que nadie le oyese el metal de la voz. Pero no se mostraba adusto con nadie. Una sonrisa dulce y triste vagaba constantemente por sus labios. No buscaba las caricias de su hijo, pero cuando le tropezaba casualmente por los pasillos le cogía la cabeza, se la besaba amorosamente, murmuraba algunas palabras tiernas en su oído y repentina y precipitadamente se alejaba, algunas veces con lágrimas en los ojos. Pensaba que era una gran desgracia para aquel pequeñuelo, rubio y hermoso como un querubín, el haber nacido hijo de un padre deshonrado. El infeliz le pedía perdón, con la mirada, de haberle engendrado.
Hacia el año 1829, cuatro después de haber llegado de América, el coronel era un verdadero espectro. Dormía bien, comía bien, no le dolía nada; pero aquella vida se escapaba en efluvios invisibles y constantes, en lenta y pavorosa consunción. Su esposa hizo venir un médico, luego otro y otro. Todos dijeron lo mismo. Era necesario salir, distraerse, cultivar el trato de la gente. Precisamente las únicas medicinas que el conde estaba resuelto a no tomar. Poco a poco fue permaneciendo más horas en la cama; se levantaba tarde; se acostaba temprano. Perdió el gusto para trabajar en la huerta. No salía de las cuatro paredes de la casa. Dentro de ella dejó de ocuparse en las cosas que antes le entretenían; hacer estuches, cuidar la pajarera y otras obras manuales. Las pocas horas que permanecía fuera de la cama pasábalas, bien sentado en una butaca, ya paseando por los corredores en silencio. Al cabo dejó de levantarse. Todo esto lo recordaba Luis perfectamente. Entraba en su cuarto, le veía tendido mirando al techo con extraña y terrible tristeza pintada en el rostro. Al entrar su hijo volvía la cabeza, sonreía, le llamaba por señas y, después de darle un beso, le empujaba para que se fuese.
Un día el niño percibió mucho ir y venir por casa; los criados corrían azorados, cambiaban entre sí palabras rápidas; los pocos parientes y amigos que visitaban la casa estaban todos allí y tenían unas caras largas, largas, que le aterrorizaban. Acercándose al gabinete de su padre, vio que levantaban un altar. Preguntó sencillamente lo que aquello significaba, y una criada, llevándole a un rincón, le dijo que no se asustase, que su papá había deseado confesarse y recibir la Comunión, y que su Divina Majestad vendría pronto a visitarle. Esta recomendación de no asustarse, hecha repetidas veces, produjo el efecto contrario. Comprendió que algo grave pasaba. En efecto, el conde de Onís se moría, se iba por la posta, según decían sus deudos. El médico ordenó que le dispusiesen.
A las seis de la tarde, cuando ya había oscurecido, las puertas del palacio de Onís se abrieron para recibir al sacerdote portador de la Sagrada Hostia, que venía en el carruaje de la casa. Los criados y parientes esperaban en el portal con hachas encendidas. Una larga fila de personas de todas clases venía detrás, también alumbrando. Muchas de ellas acudían por verdadera devoción y por la estima que les inspiraba el enfermo. Las más, sólo por satisfacer la curiosidad de verle después de tanto tiempo, aprovechando aquellas críticas y solemnes circunstancias. Penetró hasta la habitación del moribundo todo el que quiso. A nadie se puso obstáculo. Pero no pudieron todos cumplir su gusto, porque no cabían. Llenose enseguida el gabinete del conde de una muchedumbre abigarrada, personas decentes, menestrales, niños, todos empinándose para contemplar al prócer caído en la desgracia, y que ahora iba a caer en el oscuro seno de la muerte, en el eterno olvido. El deán de la catedral, su amigo y confesor, avanzó con la Hostia levantada. Los presentes se hincaron de rodillas. Reinó un silencio lúgubre. En aquel momento el enfermo, a quien habían incorporado dijo en voz alta, dirigiéndose a los circunstantes arrodillados:
—Juro por el Dios Sacramentado, que va a entrar en mi cuerpo, que no he sido traidor a mi patria, y que en la guerra de América me he portado siempre como un militar honrado y leal.
Su voz, que parecía salir de un cadáver, resonó clara y estridente en la cámara. Hubo un murmullo reprimido entre la gente. El deán, con lágrimas en los ojos, respondió:
—¡Bienaventurados los que padecen hambre y sed de la justicia!
Y le puso la sagrada partícula en la boca.
La noticia voló por la ciudad. Aquel extraño y terrible juramento, que se repetían unos a otros, causó impresión profunda en el público. Los parientes y amigos del conde peroraban con exaltación en todos los grupos. A uno de aquéllos se le ocurrió dirigir una exposición al rey, firmada por todos los vecinos, pidiendo que se revisase de nuevo el proceso del coronel. Pero ya se le había adelantado el deán, hombre fogoso y elocuente, que logró que el obispo y el cabildo le diesen su representación para ir a Madrid a gestionar la rehabilitación de su amigo de la infancia. Éste había mejorado un poco: por lo menos, la enfermedad se había estacionado. La consunción seguiría, pero al exterior no se notaba. No se le dijo nada de lo que se tramaba. El deán tuvo tiempo a ir a Madrid, lograr una audiencia del rey, hablarle al alma pintándole con elocuencia el solemne juramento que había escuchado, recabar de S. M. un real despacho reintegrando al conde en todos sus honores, cruces y condecoraciones, y volverse a Lancia loco de ansiedad. ¡Qué alegría cuando supo que su amigo no había expirado! Desde la galera acelerada en que hizo el viaje corrió al palacio de Onís y con las debidas precauciones para no impresionarle demasiado le comunicó la fausta nueva.
El coronel quedó algunos momentos ensimismado con la cara metida entre las manos.
—¿Qué hora es?—preguntó al cabo.
—Las doce acaban de dar.
—¡A ver, pronto, mi uniforme!—exclamó con extraña energía incorporándose sin ayuda de nadie.
—¡Rayo de Dios! ¡Enseguida, mi uniforme!—volvió a proferir con más violencia, viendo que nadie se movía.
La condesa fue al armario y lo trajo al fin. Se hizo vestir rápidamente, se puso sobre el pecho la banda de Carlos III y todas las cruces que había ganado. Eran tantas que, no cabiendo en el costado izquierdo, tenían que ir algunas al derecho. En esta forma se hizo conducir a la ventana que enfilaba la calle de Cerrajerías, y allí se colocó en pie. No tardaron en salir los fieles de misa de doce, la más concurrida de las que se celebraban los domingos. Todos pudieron contemplar ya desde lejos aquella figura extraña, aquel cadáver vestido de gran uniforme. Y con un sentimiento de asombro, de respeto y de compasión, todos desfilaron en silencio por debajo de la ventana, sin poder separar los ojos de ella. Durante tres domingos consecutivos el coronel tuvo fuerzas para levantarse y colocarse en el mismo sitio. Allí permanecía media hora inmóvil ostentando sus insignias con los ojos extáticos en el vacío, sin ver ni oír a la muchedumbre que se agrupaba delante del palacio y se lo mostraban unos a otros poseídos de grave y dolorosa emoción. Al cuarto quiso hacer lo mismo, se incorporó con violencia para que le vistieran, pero volvió a caer al instante sobre las almohadas para no levantarse más. Por la noche entregó el alma a Dios aquel bravo y pundonoroso soldado.
¡Pobre padre! El conde no podía recordar aquella escena, que había quedado profundamente grabada en su cerebro, sin que las lágrimas se le agolparan a los ojos. De él había heredado la exquisita delicadeza en el sentir, una susceptibilidad que llegaba a ser enfermiza, no la serenidad, la iniciativa, la firmeza inquebrantable que realzaban el alma del coronel Campo. El actual conde tenía un temperamento excesivamente sensible y tierno, un fondo de honradez y de vergüenza que era el patrimonio moral de los Campo. Mas estas cualidades se contrarrestaban por un carácter débil, fantástico, sombrío, el cual le venía, sin duda, de la familia de su madre.
D.ª María Gayoso, condesa viuda de Onís, hija del barón de los Oscos, era un ser original, tan excepcionalmente original que rayaba en lo inverosímil. En toda su familia, desde tres o cuatro generaciones hasta ella por lo menos, había apuntado algo estrambótico que en algunos de sus miembros tocaba en las lindes de la locura y en otros entraba de lleno dentro. Su abuelo había sido un empedernido ateo partidario de Voltaire y la Enciclopedia que a última hora se había entregado a la embriaguez, y según la conseja del pueblo fue arrastrado un día por los demonios al infierno. En realidad murió de combustión espontánea, lo que pudo dar pábulo a semejante fábula. Su padre fue un mentecato a quien su madre, mujer de rara energía, tuvo siempre esclavizado hasta la degradación. De sus tíos, uno paró en el manicomio, otro fue notabilísimo matemático, pero tan excéntrico que sus rarezas se guardaban en Lancia como manantial de anécdotas chistosas; otro se metió en la aldea, se casó con una labradora y se mató a fuerza de aguardiente. No tenía más que un hermano, el actual barón de los Oscos. También era un ser original y excéntrico. Al comenzar la guerra civil se pasó al bando del Pretendiente e ingresó en su ejército, pero a condición de servir como soldado raso. Toda la campaña hizo de esta suerte. No fue posible, por más empeño que en ello pusieron los magnates que rodeaban a D. Carlos y el mismo rey, obligarle a aceptar el despacho de oficial. Fue herido varias veces y una de ellas de tan mala manera, en la cara, que le quedó una profunda cicatriz. Como su rostro era ya de lo más desgraciado que pudiera verse, aquel surco sinuoso y colorado acabó de prestarle una apariencia monstruosa y hasta temible.
Era más joven que su hermana María. No llegaba aún a los cincuenta años. Vivía célibe y solo en la casa solariega que los Oscos tenían en la calle del Pozo, nada magnífica por cierto. Iba rara vez por casa de su hermana, no por antipatía, sino por lo retraído y áspero de su genio. Salía poco de casa, sobre todo de día. Tenía contadísimos amigos. El más íntimo de todos, el único puede decirse que gozaba de su intimidad, un fraile exclaustrado, que antes de ordenarse había servido en las filas del ejército como oficial. Fray Diego era su perpetuo camarada. El barón, por su carácter sombrío, por sus excentricidades, y sobre todo por lo espantable de su rostro, inspiraba general temor en la población. Los niños sentían en su presencia un terror pánico. Los padres y las niñeras, para reducirlos a la obediencia, les amenazaban con él:—¡Se lo voy a decir al barón!—¡Que viene el barón!—Hoy he visto al barón y me preguntó si eras obediente, etc. Y el barón, por su gesto, constantemente desabrido, por lo bronco y recio de la voz y por la brusquedad con que acostumbraba a hablarles, era para las inocentes criaturas un verdadero ogro. Iba constantemente armado de un par de pistolas; el estoque de su bastón era un verdadero sable. Se decía que había disparado sobre un criado sólo porque le había abierto una carta, y que en varias ocasiones había cogido a los niños que se atrevían a hacerle muecas en la calle, los metía en la cuadra, los desnudaba y los azotaba cruelmente con las correas del freno de su caballo. Verdaderos o inventados estos cuentos, contribuían a acreditarle entre el elemento infantil de Lancia como un monstruo de ferocidad del cual había que huir, si el temblor de las piernas lo consentía.
Una de las cosas que más coadyuvaban a infundir el terror en los pequeños y cierto respeto, no exento de miedo, en los grandes, era el caballo que el barón poseía; un caballo de ojo ardiente y feroz y de genio tan furioso que nadie osaba montarle más que él y su amigo Fray Diego, que había servido en caballería. Para sacarlo a beber lo llevaban siempre del diestro, y aun así el indómito bruto iba tirando saltos y coces, poniendo en conmoción a los transeúntes. Cuando el barón lo montaba, y dando corcovos y alzándose de brazos salía de casa, la calle se estremecía, los vecinos se asomaban a las ventanas, los niños se refugiaban en las faldas de sus madres, todos contemplaban atónitos aquel centauro temeroso. Realmente el barón de los Oscos en tal momento, con su rostro desfigurado, los ojos encarnizados, los grandes bigotes empalmados con las patillas, cerdosos y erizados, y el formidable torso pegado al caballo, era una figura que infundía espanto. Había que remontarse con la fantasía a la irrupción de los bárbaros para hallar algo semejante. Ni Alarico, ni Atila, ni Odoacro debían de tener aspecto más feo y siniestro ni producir más grima. Júzguese del efecto que causaría entre los vecinos tímidos cuando una temporada le dio por salir a caballo pasada la medianoche y recorrer las calles de la ciudad acompañado de un criado, caballero asimismo en otro corcel.
La condesa de Onís era dentro de su sexo un tipo tan estrafalario, por lo menos, como su hermano. Bajita, rechoncha, cara redonda y pálida con ojos negros y muertos, el cabello pegado a las sienes con goma de membrillo, vestida constantemente con el hábito morado del Nazareno. Vivía recluida en su palacio como una monja en el convento. Vivía entregada en absoluto a la devoción, pero a una devoción caprichosa, fantástica, en nada parecida a la que practican las almas verdaderamente místicas. Toda su vida había dado señales de un humor excéntrico, mas desde la muerte del conde se había pronunciado tanto que bien podían tomarse sus excentricidades como manías, y no de las más leves. Cuando joven había mostrado una naturaleza tan púdica que rayaba por su exageración en lo ridículo. Sus amigas la embromaban no pocas veces afectando cierta libertad en el hablar. Tan castísimos eran los oídos de la doncella de los Oscos, que los de una miss inglesa parecerían los de un sargento a su lado. No podía sufrir que la ropa interior de su hermano fuese en unión con la suya cuando la lavandera la llevaba o la traía. Si aquél le entregaba unos pantalones para que le cosiera un botón, cumplido el encargo corría a su cuarto y se lavaba bien las manos, y aun dicen que se echaba en ellas algunas gotas de agua bendita. Apretábase el seno hasta hacerse daño; subía el cuello de los vestidos contra las prescripciones de la moda; no se mudaba la camisa sino a oscuras, y cuando no tenía los guantes puestos jamás daba la mano a un hombre. La historia de su casamiento fue verdaderamente curiosa, llena de incidentes cómicos que se repitieron durante mucho tiempo por la ciudad. Sobre todo lo que acaeció en la primera noche de novios, verdadero o inventado, era muy gracioso y digno de figurar en una novela de Paul de Kok.
Durante el matrimonio esta virtud de la castidad templose un poco. Casi parece excusado decirlo. Mas luego que quedó viuda volvió a exacerbarse de modo notable. Sobre todo, en los últimos años adquirió aspecto de locura. Cuando se rezaba el rosario, que era dos veces al día, mandaba previamente una criada al gallinero para apartar, mientras durase, al gallo de las gallinas; luego la ordenaba separar las cucharas de los tenedores y los corchetes machos de las hembras. Por último, la hacía situarse en una ventana de la fachada lateral de la casa para impedir que ninguno orinara en el rincón donde los transeúntes solían hacerlo. Un día vino el cochero a decirle que una de las yeguas estaba en el celo. Tanto se indignó que, después de haber reñido ásperamente por la osadía de notificarle tal asquerosidad, mandó inmediatamente venderla. Una vez que sorprendió al mozo de cuadra dando un beso a la cocinera se puso enferma del disgusto. Ambos salieron inmediatamente de la casa.
Le gustaba, no obstante, tener tertulia a primera hora de la noche, pero de clérigos solamente. Acostumbraba a sentarse en una butaca, delante de la cual, con intención o sin ella, probablemente con intención, colocaba dos sillas de suerte que parecía estar detrás de una valla. Poco después de entrar los presbíteros y animarse la conversación, la condesa se dormía profundamente, y así estaba hasta las nueve en que las sotanas se despedían, por supuesto sin darle la mano. Como la casa tenía capilla, salía poquísimas veces, y esas en coche. Guardaba todo el oro, que llegaba a sus manos, en los parajes más ocultos del desván o de la huerta. Algunas veces por esta avaricia, o más propiamente por esta manía de urraca, la casa se vio en verdaderos aprietos: consintió en que su hijo pidiera a préstamo algunas cantidades antes que desenterrar las peluconas. Era además golosa, muy golosa, capaz de comerse una fuente de confites sin asomos de indigestión. Pero no habían de ser fabricados por las monjas: por extraña contradicción con sus piadosas inclinaciones, odiaba todo lo que olía a convento.
Pues por esta mujer estrambótica, bien podemos decir loca, fue educado el actual conde de Onís. Su carácter se resintió muchísimo. Para contrarrestar aquella excesiva sensibilidad, aquel temperamento débil y vacilante y el humor fantástico y sombrío de que daba en ocasiones tristes muestras, se hubiera necesitado una educación viril al aire libre, un maestro inteligente y enérgico que supiera despertar en su organismo el brío y la resolución de los Campo. Sucedió lo contrario desgraciadamente. La condesa se empeñó en que no siguiese carrera que le apartase de Lancia. Estudió, pues, en la universidad del pueblo la carrera de jurisprudencia, que es la capa con que los jóvenes ricos tapan su propósito de holgar toda la vida. Mientras duró, y mucho tiempo después de terminada, la condesa le tuvo sujeto a su autoridad de un modo que resultaba ridículo. Jamás salía de casa sin pedirle permiso, no fumaba en su presencia, se recogía al oscurecer, rezaba el rosario, confesábase cuando ella lo ordenaba. Mientras su cuerpo se desarrollaba prodigiosamente, se trasformaba en un mancebo bizarro y atlético, su espíritu continuaba tan infantil y sumiso como si nunca pasara de diez años. En esta vida retraída y afeminada agravose la nativa timidez de su carácter, su sensibilidad delicada se hizo enfermiza, su genio sombrío y receloso. Y lo más lamentable era que, sin ser una lumbrera, estaba dotado de clara inteligencia y poseía una penetración frecuente en los hombres reservados y tímidos. Carecía de ilustración y de experiencia; pero sabía mantener discretamente una conversación y no se le escapaban los defectos del prójimo. Como casi todos los seres débiles, gozaba a veces malignamente a costa de ellos. Es la venganza que la gente sin carácter toma de quienes lo poseen demasiado vigoroso y espontáneo. No obstante, estas ráfagas de ironía y malignidad no eran en él frecuentes. Aparecía más bien como un joven prudente, reservado, melancólico, de trato cortés y caballeroso, de corazón sensible, lleno de cariño y de respeto hacia su madre.
Después que concluyó la carrera tuvo sus anhelos y aun proyectos de salir de Lancia, de ir a la corte, de viajar durante algún tiempo. Bastó, sin embargo, la negativa de la condesa para contenerle y hacerle desistir. Prosiguió, pues, su vida de holganza, mayor aún desde que no tenía siquiera la obligación de mirar de vez en cuando los libros de jurisprudencia.
Sólo la entretenía dedicándose a temporadas al cultivo de ciertos oficios manuales, y con la lectura de las obras románticas entonces muy en boga. Se hizo hábil ebanista, no tanto como su padre; luego le dio por la relojería. Últimamente tomó afición a una finca de labor y recreo que poseía en las inmediaciones de la población y comenzó a mejorarla notablemente. Denominábase la Granja: distaba poco más de dos kilómetros de Lancia: tenía una casa grande y vieja y destartalada: a espaldas de ella un hermoso bosque de robles y delante grandes y feraces praderas. Comenzó a ir todas las tardes después de comer; crió ganado vacuno y también algunos caballos, plantó árboles, abrió canales y levantó cercas. En la casa apenas tocó. En esta nueva afición ganó su cuerpo, que se hizo más duro y más ágil, y también su carácter. La melancolía, que tanto le atormentaba, se fue templando, serenose su espíritu, fue adquiriendo más firmeza en el trato de la gente y más seguridad de sí mismo, y ciertos accesos de humor negro, de rabia y desesperación que sin causa alguna le acometían de raro en raro y le hacían aparecer ante los criados como un epiléptico, desaparecieron por completo. De esta suerte llegó hasta los veintiocho años, en que comenzó a frecuentar la casa de Quiñones, y su vida experimentó profunda trasformación.
Eran las nueve de la mañana cuando el criado le despertó de un sueño agitado, incompleto, para entregarle una carta. La dejó caer con afectada indiferencia sobre la mesa de noche; mas luego que el criado se fue apresurose a cogerla y la abrió con visible agitación. Aunque hacía ya cerca de dos años que duraban sus relaciones con Amalia, nunca abría carta de ésta sin que le temblasen las manos. Verdad que se escribían poquísimas veces. Pero más que la rareza de las cartas contribuía sin duda a turbarle el profundo amor que en su naturaleza sensible y tímida había arraigado.
«Esta tarde a las tres. Por la tribuna,» decía la carta únicamente. Su turbación no se disipó por completo. Las citas como aquélla eran extremadamente peligrosas; le causaban, enmedio de su felicidad, una impresión de miedo que no podía vencer. Había rogado a Amalia que las suprimiese; pero no le hizo caso alguno. Y él se consideraba absolutamente incapaz de oponerse a su voluntad. Pasó la mañana nervioso, alterado. Para calmarse dio un paseo a caballo; llegó hasta la Granja; pero volvió al cabo con la misma intranquilidad que había salido.
Cuando llegó la hora señalada salió de casa y tomó la calle de Cerrajerías. Era la hora en que apenas se ve un transeúnte. Los vecinos de Lancia comen generalmente a las dos. A las tres están, pues, de sobremesa o reposando. Al final de Cerrajerías, en la esquina de la calle de Santa Lucía, está la iglesia de San Rafael, que tiene su entrada principal por aquélla. El conde penetró en el templo, después de tomar agua bendita, como el que va a hacer sus oraciones. Estaba enteramente solitario, o al menos así le pareció a la primera ojeada. A los pocos minutos, acostumbrados ya sus ojos a la oscuridad, percibió dos o tres bultos diseminados por él y postrados en oración. Arrodillose él también en el fondo oscuro, cerca de la puertecita de la escalera que conducía a la tribuna de los Quiñones, y fingió orar unos momentos. Aquello le repugnaba profundamente. Era un creyente sincero, y la piadosa y severa educación que había tenido le hacía horrorizarse de tal sacrilegio. Se le había pegado el fanatismo de su madre: tenía un miedo espantoso al infierno. También Amalia era creyente y aun pasaba en la población por piadosa; pertenecía a varias cofradías; era protectora de algunos asilos; hacía frecuentes regalos a las imágenes y se la veía acompañada de clérigos. Pero miraba aquella profanación con la mayor indiferencia. La religión era para ella cosa muy respetable, pero más respetables aún su voluntad y sus placeres.
Al cabo de unos minutos el conde se levantó cautelosamente y tiró de la puertecita, que una mano previsora había ya abierto de antemano. Tornó a llegarla y subió por la estrechísima escalera de caracol. La pequeña tribuna de la casa Quiñones estaba aún más oscura que la iglesia. Buscó a tientas la puerta del pasadizo y la empujó; mas como tenía cierre de cristales y podían verle desde la calle, se echó a gatas para atravesarlo. En la puerta que comunicaba con la casa estaba Jacoba esperándole. Era ésta una mujer de más de cincuenta años, obesa, con un vientre colosal, que se movía con trabajo, la respiración anhelante, embotada por la grasa y hablando siempre en voz de falsete. La suma discreción, la encarnación verdadera del sigilo. Nunca habían tenido otro confidente; nadie en el mundo más que ella estaba enterada de sus amores, y en el curso de ellos les había servido prodigiosamente; fue su centinela, su salvador en muchas ocasiones, su ángel tutelar siempre. No era sirviente de la casa, sino protegida de la señora. Dedicábase a correr los géneros de las tiendas, a traerlos a las casas, ganando por ello pequeñísima comisión. Esto no le bastaba para vivir aunque era ella sola y una sobrina. Pero en varias casas le hacían encargos de distinta índole y la ayudaban de mil maneras. Sobre todo en la señora de Quiñones había encontrado una protectora decidida. Cuando llegó a ser su confidente puede decirse que halló una verdadera mina. Amalia pagaba con largueza sus servicios que, en realidad, bien merecían recompensa extraordinaria.
La medianera se llevó el dedo a los labios recomendando silencio al conde, así que éste franqueó la puerta. Recomendación bien excusada por cierto, porque hasta la respiración iba conteniendo por no hacer ruido. Luego, adelantándose un poco para explorar el terreno, le hizo seña para qué la siguiese. Atravesaron un corredor, pasaron por delante de la escalera principal sin ascender por ella de miedo a encontrarse con algún criado, y fueron a buscar a la biblioteca una escalerita excusada que allí había para subir al segundo. El conde avanzaba de puntillas con el corazón palpipante. Aunque ya había penetrado otras veces en casa de Quiñones de aquella manera, le parecía siempre el colmo de la temeridad y maldecía en su interior del atrevimiento y despreocupación de su amante. Llegaron al fin al gabinete de la señora. La puerta se abrió sin que se viese a nadie. Jacoba empujó suavemente al conde, quedando ella fuera. La mano de Amalia, que se presentó de improviso, volvió a cerrar, y súbito, con arrebatado ademán, echó los brazos al cuello de su querido y le besó con apasionada ternura. Él, cohibido, agitado aún por la ascensión y trémulo, permaneció quieto, sin corresponder a tales manifestaciones de cariño. La dama le dio un golpecito maternal con la palma de la mano en la mejilla.
—Serénate, poltrón, que nadie te come aquí.
Luis hizo un esfuerzo por sonreír y se dejó caer en una marquesita forrada de raso azul.
El gabinete de Amalia contrastaba por su lujo coquetón con el abandono que reinaba en el resto de la casa. Las paredes cubiertas de tapices soberbios, los mejores de la colección que la familia poseía; los muebles flamantes, estilo Luis XV, traídos de Madrid con la magnífica cama de ébano incrustada de marfil que se veía en la alcoba, en los primeros meses del matrimonio, cuando D. Pedro se esforzaba inútilmente en ganar el corazón de su joven esposa. Respirábase allí una atmósfera perfumada, sensual, que denunciaba los gustos refinados que la dama forastera había traído allá de otras tierras a la severa mansión de los Quiñones.
Sentose sobre las rodillas del conde, y tirándole de la barba, exclamó conteniendo a duras penas los gritos, con una alegría reprimida que le brillaba en los ojos, que estallaba por todos los poros:
—¿Lo ves? ¿Lo ves como hemos vencido? ¿Lo ves como se han salvado todos esos obstáculos que se te amontonaban en la cabeza y no te dejaban ver claro? No ha sido necesario más que un poco de audacia y que Dios nos ayudase.
—¡Dios!—murmuró estremeciéndose el conde.
Ella sintió que había hecho mal en apelar a la divinidad, y se apresuró a decir con desenfado:
—Quise decir la suerte... Vamos, no empieces a ponerte cargante y tristón... Éste es un momento de felicidad para nosotros... Lo estoy tocando y me parece mentira... Mi hija, la hija de mis amores, viviendo conmigo, pudiendo verla y besarla a todas horas... ¡Qué hermosa es!... No pude contemplarla a mi gusto hasta esta mañana; pero hoy me he saciado bien... Se parece a tí... sobre todo esta parte de aquí arriba, del entrecejo. Jacoba dice que la boca es mía... No me pesa—añadió sonriendo con coquetería.—Otra cosa peor pudiera sacar de mí, ¿verdad?
—Para mí todo es igualmente hermoso.
—¡Vamos!—exclamó la dama echándose hacia atrás y clavándole una mirada de burla cariñosa.—Al fin has recobrado el uso de la palabra... Pues bien—añadió en tono serio,—tú no sabes las vueltas que hemos tenido que dar esta mañana para buscarle nodriza. Me han traído tres. Ninguna me ha gustado. Al fin la cuarta se quedó. ¡Y qué lindamente comenzó a chupar el ángel mío! Me costaba trabajo no saltar de alegría... ¡como me cuesta ahora!... Pero seamos graves... seamos graves y cargantes como el señor conde... Dime, fastidioso, ¿cómo te has arreglado para traerla? Cuéntame. ¡Qué cara tenías ayer noche al abrir la puerta del salón!
—La cosa no era para menos. A las nueve fui a buscarla a casa de Jacoba. Ya te lo habrá dicho ella. Me pasé allí cerca de dos horas. Y como si el diablo quisiera mortificarnos, la criatura chillaba sin cesar...
—Sí, sí, ya sé todo eso... ¿Y luego?
—¡Qué noche! Los chubascos se repetían sin cesar. Las calles estaban perdidas, sobre todo por aquellos barrios extraviados. Me remangué los pantalones casi hasta la rodilla, porque ¿cómo iba a entrar manchado de barro en tu salón? Quise sostener el canastillo en un brazo y llevar el paraguas abierto en la otra mano. Fue imposible. A los pocos pasos me volví y le dejé el paraguas a Jacoba. ¡Qué peregrinación, cielo santo! ¡Qué angustia! El viento me bajaba a cada instante el embozo de la capa, la lluvia me azotaba la cara y me entraba por el cuello. Tenía miedo que me mojase la niña. Además iba temiendo resbalar. ¡Figúrate si caigo en aquel momento! El viento soplaba a veces tan recio que me impedía dar un paso. Bien puedes creerme que estuve tentado a dar la vuelta y dejarlo para otro día.
—Lo creo sin que me lo jures. Demasiado sé que te ahogas en un plato de agua.
Él le dirigió una larga y triste mirada de reconvención. Amalia soltó a reír y, abrazándole y besándole con efusión, exclamó:
—No hagas caso, pobrecito. ¿Piensas que no te compadezco? El trance ha sido bien duro. Te has portado como un héroe.
El conde, bajo el peso de aquellos elogios, se ruborizó. La conciencia le gritaba que no los merecía. Se acordó de la terrible prueba por que acababa de pasar Amalia, y dijo:
—¡Tú sí, tú sí que has debido de padecer! ¿Cómo te encuentras? Ha sido una imprudencia bajar tan pronto la escalera.
—¡Oh! Yo, aunque parezco débil, soy una roca.
—Bien lo has demostrado. ¡Padecer esos tremendos dolores sin exhalar ni una queja!
—¿Qué sabes tú de esos dolores, tonto?—dijo poniéndole una mano en la boca.—¿Has parido alguna vez?
—Luego cuatro días solamente en la cama—prosiguió el joven separando dulcemente aquella mano y besándola al mismo tiempo,—y al quinto bajar al salón.
—Pues ya estás viendo que no me ha pasado nada. ¡Oh, si no llego a bajar ayer, de fijo Quiñones me manda al médico! Ya desde el segundo día estaba empeñado en que subiese... Pero ¿no sabes? Está enamorado, loco por la chiquilla. Toda la mañana ha tenido a la nodriza en su cuarto. ¡Y se le ocurren unas cosas tan peregrinas! Dice que esta niña nos la envía Dios para consolarnos de no tener familia...
El conde volvió a ponerse serio, taciturno, mientras en los labios de la dama se dibujaba una sonrisa de cruel ironía.
—A todo esto no has preguntado por ella, padre desnaturalizado—dijo metiendo sus dedos finos y blancos por la gran barba rizosa y bermeja de su amante.—Porque eres su padre, sí, su padre. ¿A que no lo niegas?—añadió acercando con mimo su rostro al de él y poniéndole los labios en el oído.—Voy a traértela.
—Pero ¿va a venir el ama?—preguntó él con terror.
—No, hombre, no—replicó riendo.—Vendrá ella solita. Verás qué bien camina ya.
El conde abrió los ojos con una expresión estúpida que la hizo reír aún más. Se puso en pie y abriendo la puerta cuchicheó un instante con Jacoba, que estaba fuera de centinela. Al cabo de pocos minutos la obesa medianera abrió otra vez la puerta cautelosamente y les entregó la niña dormida. Amalia se sentó, haciéndola descansar en su regazo. Ambos la contemplaron largo rato en silencio con éxtasis, pendientes del levísimo soplo que hinchaba y deshinchaba aquel tierno cuerpecito. Fue un instante feliz. El conde, olvidado de sus temores, se calmó: una sonrisa de vivo placer se esparció por su fisonomía dulce y melancólica. Trascurrían los minutos, y ni uno ni otro rompían aquel silencio dichoso ni se distraían un punto de la atención intensa en que sus espíritus se confundían. Aquel ser diminuto, inconsciente, aquel pedacito de carne rosada se reflejaba igualmente en sus ojos y ataba con hilos invisibles sus almas y sus vidas.
—¡Qué hermosa es! Se parece a tí—murmuró el conde con tan blando acento que apenas si llegó a los oídos de su amante.
—Aún más a tí—respondió ésta en la misma voz apagada.
Luego, por un movimiento simultáneo, ambos volvieron la cabeza y se miraron larga, intensamente, con amor.
—Te adoro, Amalia—dijo él.
—Te quiero, Luis—respondió ella. Sus manos se buscaron y se apretaron tiernamente: sus cabezas se inclinaron para cambiar un beso casto.
Historia de aquellos amores.
Casto, sí. Quizá el primero en sus ya largos amores. Todo lo que de tierno y poético se desprendía de ellos, como un perfume, vino de pronto a embriagarlos, a hacerlos dichosos. Se desvaneció el remordimiento, que pesaba sin cesar en el alma delicada del conde, la agitación insana que a ambos atormentaba, el ardor, la violencia, la amargura qué iba oculta en el fondo de sus deliquios amorosos como el gusano en el cáliz de la rosa. No quedó más que el amor puro, el amor satisfecho, el amor consagrado por la santa y misteriosa fuerza de renovación que habita en el seno de la naturaleza.
¡Si se hubieran conocido antes! ¡Cuántas veces se habían repetido esta frase de los adúlteros! Si se hubieran conocido antes, probablemente se hubieran separado sin sentir el más insignificante movimiento de atracción. El amor se alimenta principalmente de dificultades, le placen los terrenos movedizos batidos por la borrasca. El de ellos no pudo hallar tierra más adecuada ni circunstancias más favorables para su germinación.
Como se sospechaba en Lancia, el matrimonio de Amalia con D. Pedro fue impuesto a aquélla por su familia, que agonizaba de hambre. D. Antonio Sanchiz, padre de la dama, era un mayorazgo valenciano que había consumido con el juego y las mujeres las tres cuartas partes de su hacienda. La cuarta que restaba se encargó de consumirla por los mismos medios su hijo primogénito, que había heredado idénticos gustos. Amalia era la última de los cinco hermanos, cuatro hembras y un varón. Su hermana primera, a quien habían tocado aún algunos rayos débiles del esplendor de la casa, logró casar ventajosamente con el hijo de un banquero rico. Nada aprovechó a su familia. Ni D. Antonio ni su hijo Antoñito pudieron ver el color de las monedas de su yerno y cuñado respectivamente. Las otras dos también casaron con jóvenes distinguidos, pero sin dinero. Amalia floreció enmedio de la total ruina de su casa. Ni su figura graciosa y delicada, ni su clara estirpe le valieron para llamar la atención de los hombres. El conocido desastre de la casa y la deplorable reputación de su padre y hermano pusieron en torno de ella una valla que ninguno se atrevía a saltar. Bien lo echó de ver enseguida y rehuyó enamorarse de los que, por pasatiempo o galantería, la festejaban. No era tipo acabado de belleza; faltábale gallardía en la figura, amplitud de formas, color en las mejillas. Mas apesar de su cuerpecito menudo y no del todo bien conformado, y de la palidez constante de su rostro, poseía especial atractivo, que cuantos la veían, y aún más los que la trataban, se complacían en afirmar. Provenía éste principalmente de sus grandes ojos negros expresivos: el alma se asomaba a ellos reflejando las más leves y fugaces emociones; ora ardían con fuego malicioso revelando la pasión recóndita, insaciable, ora se aquietaban extáticos, límpidos, en arrobo místico; ahora brillaban alegres y bulliciosos, enseguida melancólicos, tan pronto secos como húmedos, tan pronto tiernos como iracundos. Provenía también de su movilidad, de la agudeza de su ingenio y del metal de su voz simpático e insinuante. Era, en suma, una mujer graciosa e interesante.
No se sabe si por orgullo o porque realmente su temperamento ardiente y borrascoso le solicitase a ello, mostrose desdeñosa con los jóvenes ricos que galantemente la requebraban sin decidirse a pedir su mano, y entregó el corazón a un muchacho humilde, a un escribientillo del gobierno político con cuatro mil reales de sueldo, hijo de un maestro de escuela. La sangre azul de los Sanchiz brincó de cólera en las venas de D. Antonio, de Antoñito, de sus hermanas y hasta en las del banquero, su cuñado, que no la tenía. Hubo de sufrir activa y feroz persecución. Pero como no le faltaban ánimos y estaba dotada además de un espíritu ingenioso y travieso, fértil en toda clase de diabluras, es lo cierto que se burló de ellos largo tiempo, que de nada valieron los ruegos, las amenazas, ni la temporada que la tuvieron recluida en un convento. Si el escribiente no llega a morirse de una tisis que le concluyó en pocos meses, es casi seguro que la muy noble y necesitada casa de los Sanchiz sufriera el baldón de emparentar con el hijo de un maestro de escuela.
Después de esta aventura, Amalia quedó bastante desprestigiada en la población. Pero ella bien sabía que, aunque hubiera mantenido incólume su prestigio, sería lo mismo. Los hombres no se casan por el prestigio, sino por el dinero. No se le ocurrió, pues, sentir remordimientos por lo pasado. Vivió triste y resignada dos años más, mostrándose indiferente a los placeres propios de su edad, sin hacer nada para granjearse la voluntad de los jóvenes y ganar un marido. Cuando ya iba cerca de los veinticuatro abriles, y podía darse por perdida la esperanza de matrimonio, fue cuando a D. Pedro Quiñones, su tío tercero o cuarto, se le ocurrió acordarse de ella. Resistió el casarse con aquel señor, que sólo había visto de niña dos o tres veces, viudo hacía poco tiempo, y cuyas extravagancias conocía por oírselas narrar entre carcajadas a su padre y hermano, ¡los mismos que ahora la apretaban para que le aceptase por marido! No fue muy tenaz, sin embargo, en su resistencia. Estaba tan desengañada, vivía enmedio de un aburrimiento tan plomizo, de una indiferencia tan soñolienta, que así que vio a su padre colérico, después de haberla suplicado con vivas instancias, se dejó arrancar el sí. Decían todos que aquel matrimonio era la salvación de la familia. No se metió a averiguar si era verdad o pura ilusión. Después de casada supo que todo lo que su padre pudo sacar de D. Pedro fue una exigua pensión, con la cual a duras penas podía comer.
El noble vástago de los Quiñones de León se enamoró perdidamente de aquella estatua de hielo. En el viaje que hicieron desde Valencia a Lancia, la esposa se mostró tan fría, tan circunspecta y tan cortés al mismo tiempo, que D. Pedro no osó reclamar ninguno de sus derechos. En Lancia, ya sabemos por la voz pública, digna de creerse en este caso, lo que pasó.
La negativa persistente, los desprecios infinitos con que le regaló por mucho tiempo, lejos de enfriarle, encendieron más su pasión. Era Quiñones, como ya sabemos, hombre fogoso, terco, de voluntad indomable. Los obstáculos le irritaban, llegaban a enloquecerle. Quiso vencer el corazón de su esposa y no perdonó medio para ello: la colmó de atenciones, mimó sus gustos más insignificantes, viviendo por varios meses en perpetua congoja, en una verdadera fiebre de esperanzas, tan pronto vivas como muertas. Nada hubiera logrado, sin embargo, sin la astucia de su amigo el canónigo. Aquel aconsejado viaje por las montañas, lleno de sustos y peripecias, le conquistó, si no el amor de su esposa, por lo menos sus favores.
En los dos primeros años de matrimonio Amalia hizo una vida retraída, sin salir apenas del churrigueresco palacio de la calle de Santa Lucía. Vivía a solas con su aburrimiento, complaciéndose en hacerlo más insoportable, agitada por una cólera sorda que amenazaba estallar a cada instante: en la apariencia tranquila, aceptando gustosa su papel, tratando con superioridad cortés a los que se la acercaban. El desgraciado accidente sobrevenido a su esposo distrajo un poco su hastío e infundió en su corazón momentáneo sentimiento de piedad. Durante algún tiempo se creyó llamada a desempeñar cerca de él los oficios de hermana de la caridad, a cuidarle con afectado cariño para hacerle menos insoportable aquel terrible castigo. No tardó mucho en fatigarse. Poco a poco se fue aficionando a la tertulia que por las noches se formaba en torno de su esposo, comenzó a interesarse en las conversaciones de política local y a intervenir en ella más o menos directamente. D. Pedro era el arbitro de la provincia mientras se hallaba en el poder el partido moderado. Ahora, que estaba debajo, conservaba no obstante muy alto prestigio y no poca influencia, en el temor de que no tardaría en ponerse encima. Para aumentar este prestigio y esta influencia y dar mayor realce a la riqueza y poderío de la casa, Amalia, que halló aquí medio de distraerse, abrió sus salones a la sociedad laciense, que hasta entonces había tenido siempre alejada; algunas visitas de cumplido y nada más. Dio conciertos, menudeó las reuniones de confianza, y de vez en cuando, en ciertas solemnidades, organizó grandes bailes de etiqueta. Con esto recobró su perdida energía, aquella graciosa y simpática movilidad que la caracterizaba; volvió la sonrisa a sus ojos, la frase aguda a sus labios. Nadie supo jamás honrar con más amabilidad y más gracia a sus tertulianos. Fue modelo de gentileza y cortesanía. Se hizo adorar de la juventud, a quien proporcionó gratísimo recurso para matar las interminables noches del invierno.
Fernanda Estrada-Rosa fue uno de los más bellos ornamentos de sus conciertos y saraos. En pos de ella vino el conde de Onís, su novio. El conde era visita de la casa de Quiñones, pero sólo iba de tarde en tarde, con motivo de algún cumpleaños, entrada de año, etc. Sin embargo, Quiñones alimentaba por él profunda simpatía. Bastaba que perteneciese a la nobleza para que el linajudo hidalgo le juzgara superior en todos conceptos a los demás seres de la población. Amalia, que apenas le conocía, comenzó a observarle con viva curiosidad. Tanto se le había hablado de él, del cariño y respeto que profesaba a su madre, de su humor melancólico, de sus habilidades, de su piedad exagerada, que deseaba tratarle con intimidad; quería penetrar en el alma de aquel mancebo tan apuesto y tan inocente. No tardó en convencerse de que el amor aún no había prendido en ella. Observando con atención sus relaciones con Fernanda, percibió en ellas un dejo de frialdad que no venía ciertamente de la rica heredera. Conoció que el conde se engañaba a sí mismo haciendo esfuerzos por quedar enamorado, y aún más por aparecerlo. Tomaba sus amores como una obligación honrosa que le exigían sus años y posición. El joven más principal de Lancia debía amar a la niña más rica y más bella. Por otra parte, parecía como si quisiera demostrar a la población que no era un extravagante o un maniaco, como alguna vez había oído insinuar. Por eso se le veía cumpliendo estrictamente los deberes del perfecto galán, paseando un par de horas por la mañana en la calle de Altavilla, donde vivía su novia, acompañándola los domingos en el paseo, sentándose a su lado en la tertulia de las señoritas de Meré o en la de Quiñones, y bailando con ella todos los rigodones en los saraos del Casino. Pero al mismo tiempo Amalia echaba de ver que sus pláticas eran frías, que el conde estaba taciturno y distraído muchas veces, mientras ella, con visible interés, hacía el gasto de la conversación y procuraba mantenerla viva.
Aquellos amores le fueron interesando cada vez más: buscó las confidencias de ella y también las de él. Al poco tiempo su alma ardiente, sagaz, voluntariosa, simpatizó con la de Luis, tímida, infantil, llena de piedad y ternura. Más maestra en el arte de hacerse amar que la niña de Estrada-Rosa, logró pronto inspirar al conde confianza y afecto; le envolvió en una malla espesa de confidencias, no sólo referentes a sus amores, sino de toda la vida. Le confesó tan bien como el más hábil jesuita. Luis, seducido por tanto interés, le fue abriendo su pecho dándole cuenta primero de sus costumbres, luego de los actos de su vida pasada, por último de sus sentimientos más recónditos, de aquellos que sólo se confiesan a un hermano. A Amalia no le sorprendían en la apariencia tales originales y morbosas psicologías; las aceptaba como cosas naturales, daba su opinión acerca de ellas y se autorizaba cariñosamente el aconsejarle, reprenderle a veces, guiarle en ciertos asuntos de la vida, cuyo complicado mecanismo ignoraba el conde por Completo. Alentado por este juego habilísimo, se iba confiando cada vez más, se entregaba por completo, feliz con desembarazarse de tanto pensamiento ridículo, con confesar aquella extraña y dolorosa timidez que le atormentaba.
Amalia supo ahuyentar la suspicacia de Fernanda haciéndose confidente y protectora decidida de sus amores. Si mantenía ratos larguísimos de conversación particular y animada con el conde, no menos largos y animados los gastaba con la chica. Ésta le agradecía profundamente aquella protección, que se traducía en ocasiones buscadas por la dama para que los novios pudieran verse y hablarse, para reconciliarlos cuando estaban reñidos, etc., etc. Mas sin que la inocente niña lo sospechase, sin que el mismo conde se diese cuenta de ello, la dama valenciana iba ganando a paso de carga el corazón de éste. Si en juventud, en hermosura y gallardía era, sin disputa, inferior a la rica heredera, la aventajaba mucho en la gracia expresiva del rostro, en el atractivo de su conversación y en la finura de su inteligencia. De confidencia en confidencia, Luis llegó a mostrarle cuál era el verdadero estado de su corazón respecto a Fernanda. La astuta señora supo sacar partido de tales confesiones para hacerle ver que lo que sentía era sólo admiración de aficionado a las obras bellas de la naturaleza, un deseo vanidoso de hacerse amar por la joven más linda y más rica de la ciudad, necesidad de distraer el aburrimiento, cualquier cosa, en suma, menos el verdadero amor. Éste se alimenta de tristezas negras, de alegrías inefables, de insomnios, de zozobras, de una agitación dulce y amarga a la vez que constantemente llevamos dentro del pecho. Luis se convenció pronto. Pero ella encontraba su frialdad injustificada, no comprendía cómo un hombre de tan buen gusto no había logrado enamorarse perdidamente, le reñía, le embromaba, subiendo hasta las nubes las cualidades de la gentil heredera.
Mientras esto decía con los labios, sus ojos pregonaban otra cosa. Aquellas pupilas negras llenas de fuego e inteligencia se clavaban en él con expresión unas veces lánguida, otras maliciosa, concluyendo por fascinarle. Al mismo tiempo sus manos breves, delicadas, de aristócrata aprovechaban cualquier coyuntura para rozar las suyas; al despedirse le apretaban con tenacidad nerviosa. Si alguna vez se inclinaban ambos para contemplar cualquier objeto y sus cabezas se tocaban, Amalia no separaba la suya, dejaba que el conde aspirase la fragancia de ella largo rato cual si tratase de envenenarle. Se preocupaba de sus trajes y le imponía sus gustos. No debía ponerse levita; el frac azul le sentaba admirablemente. ¿Por qué gastaba guantes oscuros? Le prohibió, riendo, que se los pusiera más. Para las corbatas confesaba que tenía mucho gusto, pero le sentaban mejor las de lazo que las chalinas. ¿Por qué no se encargaba a Madrid los sombreros? Los que llegaban a Lancia eran todos rancios y ridículos. Y el conde obedecía gustoso sus insinuaciones, se iba dejando dominar por el ascendiente de aquella mujer tan débil de cuerpo como fuerte de voluntad.
Una noche en que llegó a casa de Quiñones cuando aún no había nadie, le dijo la dama bruscamente:
—¿Quién le ha puesto a usted ese clavel en el ojal, Fernanda?
El conde, sonriendo ruborizado, hizo signo afirmativo.
—Pues que me dispense, pero tiene un color muy feo... Verá usted, voy a ponerle otro más bonito.
Y diciendo y haciendo, fue derecha a uno de los floreros del salón y, después de escoger algún tiempo, sacó un magnífico clavel rojo. Volvió adonde estaba el conde y con gran desenvoltura, con cierta afectación aún, propia del que pretende mostrar su dominio, le arrancó el clavel que traía y le puso el nuevo. Sufrió él esta sustitución en silencio, inquieto y sorprendido. Ella, fingiendo no advertir esta sorpresa, se echó un poco hacia atrás y exclamó con intención:
—¡Ya lo creo que está mejor!
Hubo después algunos instantes de silencio embarazoso. Ella se puso a jugar con el clavel de Fernanda, azotándose las rodillas, mientras lanzaba frecuentes miradas al conde, que permanecía confuso sin saber qué decir ni dónde poner los ojos. Por último, los de uno y otro se encontraron y sonrieron. En los de ella ardió una chispa maliciosa, y con ademán súbito y desdeñoso arrojó el clavel que tenía en la mano debajo de las sillas. El conde se puso repentinamente serio; sus mejillas se colorearon. En aquel momento entró Manuel Antonio. La conversación se entabló alegre, indiferente. El conde guardaba, sin embargo, un resto de turbación. Cuando llegó Fernanda y con visible disgusto, le preguntó por su clavel, se vio en grave aprieto, perdiose en un laberinto de explicaciones. El chico de su jardinero, a quien fue a dar un beso, se lo había arrancado, luego en una maceta que había hallado en el gabinete de su madre había tomado otro. Pero Amalia, implacable, le puso poco después en un conflicto preguntándole en voz alta con sonrisa maliciosa:
—¿Quién le ha dado a usted ese clavel tan lindo, Fernanda?
—No, yo no—se apresuró a responder ésta.
Y el conde, otra vez turbado y rojo, volvió en voz alta a la explicación que acababa de dar en secreto. Aquella pequeña traición los ató con nudo más fuerte, estableció entre ellos una relación singular que el conde no se atrevía a definir en su pensamiento, medroso de resbalar en un abismo. Siguió festejando con la misma asiduidad, quizá con alguna más, a la heredera de Estrada-Rosa, pero no podía hablar a la señora de Quiñones sin sentirse turbado; las miradas que se dirigían eran largas, intencionadas; sus apretones de manos vivos, impregnados de cariño. Ambos disimulaban delante de Fernanda como si fuese ya la esposa ultrajada. ¡Y aún no se habían dicho una palabra de amor! Pero Luis estaba convencido de que faltaba a su novia, de que era un criminal hacia D. Pedro, su amigo; no sabía por qué ni cómo, pero lo sentía allá dentro en el fondo de la conciencia. Sin embargo, reflexionaba algunas veces que por su parte no había dado un solo paso hacia el crimen, que se veía enredado en aquellas extrañas relaciones, en las cuales existía amor; inteligencia, traición, todo tácito, sin saber cómo había sido.
Trascurrió más de un mes de esta suerte. Amalia no sólo le hablaba de amor con los ojos, pero le imponía su voluntad, le hacía ejecutar todos sus caprichos, a veces le reprendía ásperamente. Anunciaba, por ejemplo, que se iba a marchar: al volver los ojos se encontraba con los de Amalia que le decían que se quedase, y se quedaba. Trataba de bailar con Fernanda, y una mirada severa bastaba para retenerle. Un día anunció que iba a pasar seis u ocho en sus posesiones de Onís: Amalia le hizo signo negativo con la cabeza, y desistió de su viaje. ¿Por qué? ¿Con qué derecho contrariaba sus determinaciones, se introducía en su vida y la gobernaba? No lo sabía, pero experimentaba sensación gratísima al obedecerla. Vivía en una inquietud dulce, anhelante, esperando algo hermoso, algo inefable que no quería formularse en su cerebro. Mientras, ella con su eterna sonrisa misteriosa le observaba tranquilamente, segura de conocer ese algo y de llegar a él cuando le viniera en apetencia.
Una tarde del mes de Junio se hallaba el conde en la Granja inspeccionando el trabajo de algunos obreros, que tenía ocupados en abrir una acequia más ancha para el molino. El mozo encargado del ganado vino a decirle que una señora preguntaba por él.
—¿Una señora?—exclamó sorprendido.—¿No la conoces?
El criado le miró estúpidamente, sin contestar. ¿Cómo la había de conocer, él, que había pasado la vida detrás del ganado, y sólo iba a Lancia algún día de mercado a comprar o vender una vaca? El conde se hizo cargo de esto y preguntó enseguida:
—¿Es bajita?
—No es muy alta, no, señor.
—¿Ojos muy negros y vivos? ¿color bajo? ¿el andar muy suelto y elegante?
Y antes de que el criado pudiera contestar a estas preguntas, que no había entendido, echó a correr en dirección a la casa con el corazón palpitante, henchido de emoción por el presentimiento de que era ella.
—¿Dónde está?—gritó sin dejar de correr.
—En la corrada, a la puerta del jardín—le contestó también a gritos.
Llegó a la corrada sin respiración. Antes de abrirla se detuvo un instante, avergonzándose de su presunción. ¿Cómo había llegado a suponer... ¿Pero por qué diablo se le había metido en la cabeza?... Y, sin embargo, no podía desecharla. Era ella, era ella; no le cabía duda alguna. Levantó el pestillo de la gran puerta de madera pintada de verde, y entró. La corrada era grande. Veíanse arrimados a la pared varios enseres de labranza. Debajo de un tendejón yacían algunos carros. En una caseta de madera, toscamente labrada, estaba amarrado un enorme mastín que quiso romper la cadena dando furiosos saltos por venir a acariciarle. Allá en el otro extremo, cerca de la puerta enrejada que comunicaba con el jardín, la vio, en efecto, con la frente pegada a las rejas, contemplando las flores. Estaba de espalda. Traía vestido claro de rayas blancas y rojas y llevaba en la cabeza sombrerito de paja con flores rojas también. Con la mano izquierda se apoyaba en una sombrilla que hacía juego con el traje y en la derecha apretaba unos guantes de seda, ¡Qué bien impresos le quedaron estos pormenores! Jamás en la vida se le borraron de la memoria.
—¿Usted por aquí?—le preguntó afectando una serenidad que estaba muy lejos de sentir.—¿Quién había de presumir que fuese usted la señora que el criado me acaba de anunciar?
—¿De veras no lo ha presumido usted?—preguntó ella mirándole fijamente.
—No, no, señora.
Y se puso colorado al decirlo. La dama sonrió con benevolencia.
—Bien, enséñeme usted esas rosas de malmaison de que me ha hablado.
El conde abrió la puerta del jardín y ambos pasaron adentro. Era muy grande, y estaba bastante descuidado. Desde que la condesa había dejado de venir a la Granja casi en absoluto, los criados apenas tocaban en él. Luis era más dado a hacer ensayos de nuevos cultivos, a criar ganado, a desecar terrenos, que a las flores. Así y todo, del tiempo en que su madre venía todas las tardes y le atendía, existían allí muchas plantas de flores, grandes arbustos que con el tiempo y con aquel suelo feraz se iban trasformando en árboles frondosos.
Mientras recorrían caminos arenosos, de los cuales el césped se iba apoderando por falta de limpieza, la condesa explicaba en voz alta cómo había llegado hasta allí. Se le había antojado dar un paseo hasta Bellavista; pero al pasar por delante de la carreterita que conducía a la Granja se acordó de las dichosas rosas, y dio orden al cochero de que siguiese por ella. No había visto nunca la posesión. Aquella frondosidad, aquel verde tan intenso la entusiasmaban. En su país la vegetación era más pálida.
—Pero más fragante... como las mujeres—dijo el conde con galantería.
La dama se volvió para dirigirle una sonrisa de gracias, y siguió loando la belleza de los rododendros, de las azaleas, de las camelias gigantescas que encontraban al paso.
Luego que vieron los rosales y que el conde le hizo elegir algunos para mandárselos al día siguiente, tornaron por senderos distintos hacia la puerta de entrada.
—¿Usted está seguro de que yo he venido únicamente a ver estos rosales?—dijo Amalia parándose súbito y mirándole con fijeza.
Al conde le dio un vuelco el corazón y comenzó a balbucir lamentablemente:
—Yo no sé... La verdad que esta visita... Me alegraría que los rosales...
Pero la dama, compadecida, no le dejó terminar.
—Pues, además de los rosales, vengo a ver toda la finca, y particularmente el bosque. Conque ya puede usted ir enseñándomelo—dijo agarrándose resueltamente a su brazo.
El conde volvió a experimentar nueva y violenta emoción, primero de pena, después, al sentir la mano de la dama en su brazo, de vivísimo gozo. Y, turbado hasta lo profundo de su ser, fue mostrándole lo digno de verse que tenía la finca, las grandes y hermosas praderas, las cuadras, la nueva maquinaria del molino, el bosque por último. Ella le observaba con el rabillo del ojo. A veces se dibujaba en su rostro una levísima sonrisa burlona. Se enteraba de todo con interés, loaba los trabajos que se habían llevado a cabo, proponía otros nuevos. Y al ir y venir soltaba el brazo unas veces, otras lo tomaba, despertando en el alma del conde sensaciones diversas, pero todas vivas y anhelantes. Cuando observaba que iba adquiriendo aplomo le disparaba repentinamente alguna maliciosa insinuación que de nuevo lo atortolaba, lo dejaba confundido y ruborizado.
—Vamos, conde, a que cuando usted me vio dijo para dentro: «Amalia está enamorada de mí: no pudo resistir al deseo de venir a visitarme.»
—¡Amalia, por Dios!... ¿Qué disparate está usted diciendo?... ¿Cómo me había de atrever...
Pero la dama, como si no advirtiera su turbación ni concediera importancia a sus propias palabras, saltaba inmediatamente a otro asunto. Parecía que tenía gusto en sofocarle, en mantenerle agitado y trémulo. Y en las miradas fugaces que de vez en cuando le lanzaba reflejábase un sentimiento de superioridad, la benévola ironía del que está jugando a otro una burla que ha de terminar en bien. El conde presentía algo grave debajo de aquella sonrisa enigmática, comprendía que estaba haciendo un papel desairado, que se estaban riendo de él y hacía esfuerzos heroicos para recobrar su sangre fría, sin conseguirlo.
El bosque admiró y entusiasmó a la dama por encima de todo. Era una masa de robles añosos donde no penetraba jamás un rayo de sol. El suelo estaba limpio de abrojos, tapizado de césped que convidaba a reposar. Ninguna otra finca de recreo de la provincia poseía aquel regalo, procedente quizá de la primitiva selva donde se había fundado el monasterio que dio origen a Lancia. Quiso descansar un instante debajo de aquella bóveda verde por donde la luz se cernía trabajosamente. Reinaba una paz, un amable sosiego que impresionaba como el silencio y la luz dormida de una, catedral gótica, pero con emoción más dulce. Apoyó la espalda en un árbol y paseó largo rato su mirada asombrada por la espesura. El conde estaba en pie algo más lejos. Ambos permanecieron mudos largo rato. Por fin el caballero sintió, sin verlo, que los ojos de la dama estaban posados sobre él. Resistió algunos momentos la atracción magnética de aquella mirada. Cuando al cabo volvió la suya vio que en efecto le contemplaba de hito en hito con expresión risueña y audaz que le hizo bajar la vista. Amalia soltó una alegre carcajada. Él, sorprendido, confuso, algo irritado sintiéndose en ridículo, viendo que las carcajadas no cesaban, le preguntó con sonrisa forzada:
—¿De qué se ríe usted, amiga mía?
—De nada, de nada—respondió llevándose el pañuelo a la boca.—Lléveme usted a ver la casa.
Y se colgó nuevamente de su brazo.
La casa era un grande y vetusto edificio de piedra amarillenta carcomida por los años, con dos torrecillas cuadradas a los lados. Todo en ella estaba podrido o deteriorado. En la escalera faltaban rejas, lo mismo que en los balcones, la bóveda de las habitaciones descascarillada, los tabiques resquebrajados, el tillado con agujeros, los cristales, emplomados a la antigua usanza, tan llenos de polvo que apenas consentían el ver al través de ellos; las paredes sucias también y de ellas colgados algunos cuadros oscuros, tan oscuros que no se conocía lo que el pintor había querido representar; las habitaciones, con pocos y antiquísimos muebles maltratados por el uso de las generaciones anteriores. Fueron recorriéndolas todas. A Amalia le placía aquel aspecto de remota antigüedad. ¡Cuántos seres habrían habitado aquella casa! ¡Cuánto se habría reído y llorado en aquellas vastísimas estancias! Cada una tenía su nombre. La una se llamaba el cuarto del cardenal, porque en siglos pasados un cardenal de la familia se alojaba allí cuando venía a pasar una temporada a la Granja; otra, el salón de los retratos, porque había unos cuantos colgados; otra, la sala nueva, aunque parecía tanto y aún más vieja que las demás. Todo aquello representaba la vida íntima de una familia al través de los siglos.
—Éste es el cuarto de la condesa—dijo Luis al entrar con su amiga en una pieza no muy grande, donde por debajo del polvo y los estragos del tiempo se advertía mayor lujo en el decorado.
Era una estancia coquetona donde las generaciones habían ido dejando testimonios más o menos plausibles de su amor a la ornamentación. Un escritorio pompadour, algunas sillas regencia, varios retratos al pastel; en el techo, pintados al óleo, algunos amorcillos nadando en una atmósfera, azul en otro tiempo.
—¿Es el cuarto de su mamá?—preguntó Amalia.
—No—replicó el conde riendo,—mamá dormía en otro lado. Se llama así desde tiempo inmemorial. Quizá alguna de mis abuelas lo había elegido para sí. Aquí es donde yo duermo la siesta cuando me canso de andar por el campo.
En uno de los ángulos había una soberbia cama de roble tallado y enteramente negro por los años. Era una de esas camas del siglo XV que vuelven locos a los anticuarios. Las colgaduras antiquísimas también. Sobre los colchones estaba extendido un tapiz moderno de damasco.
—Aquí es donde usted se recoge para pensar más libremente en mí, ¿no es cierto?
El conde quedó aturdido como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza.
—¡Yo!... ¡Amalia!... ¿Cómo?
Pero súbito, haciendo un gesto de resolución, exclamó:
—¡Sí, sí, Amalia, dice usted bien! Aquí pienso en usted como pienso en todos los sitios adonde voy desde hace algún tiempo... Yo no sé lo que me pasa; vivo en un estado de constante zozobra, y esto, como usted me decía hace pocos días, es una señal de amor verdadero. Estoy enamorado de usted como un loco. Comprendo que es una atrocidad, que es un crimen, pero no puedo remediarlo... Perdóneme usted.
Y el caballero se dejó caer de rodillas, como uno de sus nobles antepasados de la Edad Media, a los pies de la dama.
Ésta se indignó, al oírle, terriblemente. ¿Cómo? ¿No se avergonzaba de semejante confesión? ¿No comprendía que dirigirle aquellas palabras dentro de su casa era un insulto? ¿Cómo podía suponer que ella las había de escuchar con paciencia? ¡Mentira parecía que el conde de Onís, un caballero tan cumplido, faltase de aquel modo a lo que debía a una dama y a lo que se debía a sí mismo!
El conde permaneció aterrado y de rodillas bajo tal granizada de denuestos. Consideraba graves sus palabras; pero el enojo que producían en la dama era mayor de lo que había sospechado.
Amalia guardó al fin silencio. Le contempló con ojos irritadísimos unos instantes. Mas una sonrisa feliz y burlona comenzó a dilatar su rostro expresivo. Se acercó lenta y majestuosamente a él, le puso la mano en el hombro e inclinándose para acercar la boca a su oído le dijo en voz baja:
—Hace usted bien en no avergonzarse de nada de eso, porque yo, señor conde, le quiero a usted tanto por lo menos como usted a mí.
Quiso volverse loco. Pasado el susto, se abrazó a sus rodillas besándolas con frenesí, se desbordó en un mar de palabras apasionadas, incoherentes, llenas de fuego y de verdad, mientras ella, tan breve, tan diminuta, contemplaba aquel coloso rendido, con sus ojos misteriosos de valenciana lucientes de amor y pasión.
Con este inmenso trabajo conquistó el conde de Onís a la gentil señora de D. Pedro Quiñones de León.
Los primeros tiempos de sus relaciones fueron agitadísimos para él, llenos de punzantes remordimientos y de goces embriagadores. Amalia iba de vez en cuando a la Granja. Por la noche en la tertulia daba cuenta de su visita en voz alta. Él se estremecía, se turbaba, sudaba de congoja mientras con perfecta sangre fría narraba ella todo lo que se podía narrar, hablaba del jardín, censuraba el abandono en que estaba y lo que se divertía trayendo a cada visita algunas plantas con la intención de dejarlo arrasado, ya que a su dueño no le interesaba. Llevaba su audacia hasta burlarse.
—Por supuesto que a este señor no hay quien le sufra desde que las damas le visitan. ¿No advierten ustedes qué impertinente se ha puesto? Temiendo estoy que el primer día que vaya a la Granja me obligue a hacer antesala.
Los tertulios reían. Sí, sí, se le notaba más serio. Fernanda sonreía clavándole una mirada, cariñosa; el mismo D. Pedro dulcificaba sus ojos, altivos, feroces y dejaba escapar de su garganta un amago de carcajada. ¡Qué esfuerzo prodigioso le costaba al conde aparecer sereno en estos, momentos! Le parecía que tenía un abismo abierto a sus pies. Y cuando se encontraba a solas con Amalia quejábase de su audacia, le rogaba con palabras fervorosas que fuese más precavida, mientras ella, impasible, gozándose en sus temeridades, sonreía desdeñosamente con su fina sonrisa enigmática.
No pudiendo verse sino rara vez en la Granja, Amalia halló medio de hacer más frecuentes las entrevistas confiándose a Jacoba. En casa de ésta se encontraban una o dos veces a la semana. El conde entraba por una puertecita trasera que daba a cierta calleja, a primera hora de la tarde, cuando los vecinos estaban comiendo. Esperaba lo menos dos o tres horas. Amalia llegaba por fin con pretexto de dar alguna orden a su favorecida. Pero no bastándole esto, todavía ideó la entrada por la tribuna de la iglesia de San Rafael. Al conde le horrorizaba tal medio; todos sus escrúpulos religiosos se sublevaban a la vez; además tenía miedo de que un accidente casual descubriese aquellos amores y aquella profanación. ¡Qué escándalo! Amalia se reía de sus temores como si las consecuencias terribles no hubiera de pagarlas ella. Era una mujer que tenía confianza absoluta en su estrella. Como los buenos toreros se juzgan más seguros ciñéndose a los cuernos del toro si no pierden la sangre fría, así ella desafiaba el peligro, iba al encuentro de él confiando en que sabría salir de cualquier atolladero. Y, en efecto, su perfecta serenidad, su increíble audacia la salvaron más de una vez.
El conde de Onís, el coloso de luengas barbas fue un verdadero juguete en las manos de aquella mujercita temeraria y maligna. Una pasión loca se apoderó de ambos, sobre todo de ella. Poco a poco se fue acostumbrando a no vivir sin él, a no pasarse un día sin verle a solas. Hacía esfuerzos increíbles de ingenio y habilidad para conseguirlo. Y si las circunstancias rodaban de tal suerte que fuese imposible en tres o cuatro días gozar una hora de soledad, su espíritu voluntarioso se exaltaba, botaba dentro del cuerpo como un corcel impaciente, y estaba dispuesta a arrojarse a la mayor imprudencia. Le apretaba las manos, le daba pellizcos en plena tertulia, le abrazaba detrás de las puertas cuando con cualquier pretexto le hacía pasar a otra habitación, y más de una vez y más de dos en las barbas del mismo maestrante, al volver éste la cabeza, le estampó un beso en los labios. Luis temblaba, empalidecía, siempre en espera de una catástrofe.
Al cabo de pocos meses, sus relaciones con Fernanda, que habían ido enfriándose paulatinamente, se rompieron por completo. Fue exigencia ineludible de Amalia. Desde el principio lo venía preparando con soberano arte, marcándole el tiempo que había de estar al lado de su novia, las veces que la había de sacar al baile y hasta lo que le había de decir. Y como lo tenía previsto, la heredera de Estrada-Rosa, que era orgullosa, no pudiendo soportar la frialdad de su novio, le dejó en libertad y le devolvió su palabra. La pobre chica desahogaba su pena con Amalia, la única que sabía a qué atenerse respecto a aquel rompimiento tan comentado. Mostró ésta gran enojo por la conducta del conde y se expresó en términos bastante vivos contra él; tomó parte por la joven, deshaciéndose en elogios de ella; no se hartaba de ponderar sus ojos, su talle, su discreción y bondad. Hasta dio ostensiblemente algunos pasos para reconciliarlos. Y en el seno de la confianza, particularmente entre los amigos de D. Juan Estrada-Rosa, no se contentaba con decir que Fernanda valía en todos sentidos más que su ex-novio, sino que apellidaba a éste con mil epítetos pesados; jayanote, pavo, santurrón, hipócrita, etc. Y cuando al día siguiente le veía en casa de Jacoba, decíale abrazándole muerta de risa:
—¡Cómo te he puesto ayer, querido mío, delante de varios amigos de D. Juan! ¡Tú no sabes!... Saliste de mis labios que ni con pinzas se te podía recoger.
Vivía el conde, por todo esto, y por los remordimientos que sin cesar le mordían, en un estado de perpetua agitación. ¡Cuán lejos se hallaba de ser feliz! Pero todo era flores comparado con lo que le esperaba. Cinco meses después de comenzadas sus relaciones, un día le anunció Amalia que creía hallarse en cinta. Se lo dijo con la sonrisa en los labios, como si le noticiase que le había tocado la lotería. Luis sintió un vértigo de terror, quedó pálido, la vista se le turbó como si fuese a caer.
—¡Dios mío, qué desgracia!—exclamó llevándose las manos al rostro.
—¿Desgracia?—preguntó ella con asombro.—¿Por qué? Yo estoy muy contenta.
Y viendo sus ojazos dilatados, estupefactos, le explicó riendo que era feliz con esperar una prenda de sus amores; que no tuviese miedo alguno porque ella sabría arreglarse para que nada se descubriera. Y, en efecto, tal maña se dio para apretarse que nadie pudo presumir que aquella mujer tuviese una criatura en sus entrañas. ¡Qué sustos, qué congojas las del conde mientras duró el embarazo! Si alguien la miraba con insistencia, ya estaba temblando; si en el curso de la conversación un tertulio hacía alusión a algún parto disimulado, se ponía pálido, pensando que podía ser una indirecta. En todos los rostros creía ver sonrisas y miradas significativas; en las palabras más inocentes, profundas y aviesas insinuaciones.
Mientras tanto ella comía y dormía tranquilamente con una alegría constante que aterraba y admiraba al mismo tiempo al conde. El tiempo corría: llegaron los siete meses; los ocho. Por mucho que lo disimulase, el conde observaba que la cintura de su querida se ensanchaba. Cuando, lleno de congoja, comunicó con ella esta observación, se echó a reír:
—Calla, tonto, lo notas tú porque ya lo sabes. ¿Quién va a sospechar porque esté un poquito más abultada? Muchas veces le gusta a una llevar flojo el corsé.
Cuando llegó el momento crítico mostró una bravura que rayaba en heroísmo. Luis quería confiarse a un médico: ella se opuso. ¿Para qué? Con la asistencia de Jacoba le bastaba. El confiar tal secreto a otra persona era peligroso. Le acometieron los primeros síntomas al amanecer, hallándose en la cama; pero hasta las ocho no mandó llamar a Jacoba, que con el pretexto de hacer unos colchones dormía desde hacía algunos días en casa. Se encerraron en el gabinete, donde ya tenían preparadas las ropas necesarias, y sin un grito, sin un movimiento descompasado, sin la más leve queja, salió aquella valiente mujer de su cuidado. Jacoba sacó la criatura con el lío de la ropa, después de haber mandado fuera con adecuados pretextos a los criados.
El conde lloró de gozo y admiración al saber este feliz desenlace. Luego, cuando recibió por Jacoba la orden de llevar la niña al portal de Quiñones, volvió a sentirse acongojado. El plan de su amante le llenaba de estupor; pero como estaba acostumbrado a obedecer, hizo lo que le mandaba. El resultado coronó la audacia de la dama; fue tal como ella había previsto.
Y ahora, al contemplar a la criatura segura para siempre, no sólo se fortalecía su amor y se depuraba, sino que sentían el gozo de la victoria, del que después de haber corrido fuertes temporales llega por fin a puerto de salvación.
En voz muy baja, con las manos enlazadas, inclinando de vez en cuando la cabeza para rozar con los labios la frente de la niña, hablaron largo rato, mejor dicho, soñaron despiertos, queriendo penetrar en los abismos insondables del tiempo. ¿Cuál sería la suerte de aquella hermosa criatura? ¿Cómo se la educaría? Amalia decía que conseguiría educarla como hija suya, hacerla una verdadera señorita; estaba segura de que D. Pedro no se opondría a ello. Y como quiera que no tenía hijos, nada más natural que habiéndola tomado cariño la dejase a su muerte algún legado importante. El conde hizo un gesto de desdén. La niña no necesitaba de la hacienda de D. Pedro. Él le dejaría toda la suya.
—Pero tú puedes casarte y tener hijos—dijo la dama mirándole maliciosamente.
Él la tapó la boca.
—¡Calla, calla! Ya sabes que no quiero oír eso siquiera. Estoy definitivamente unido a tí.
Ella le besó con efusión.
—Sellados, ¿verdad?
—Sellados—repuso él con firmeza.
—¿Pero no te haces cargo de que si le dejas tus bienes en testamento, enseguida nacería la sospecha de que era hija tuya?
Esta dificultad le abatió por unos instantes. Ambos se ocuparon en arbitrar algún medio para eludirla. El conde quería dejarlos en fideicomiso a alguna persona de confianza. Pero esto ofrecía también sus inconvenientes. Mejor sería ir colocando dinero a su nombre en algún banco, y al llegar a la mayor edad, fingir una herencia, inventar algún padre llovido del cielo...
—En fin, ya hablaremos de eso... Déjalo a mi cuidado—concluyó diciendo ella.
Y él se lo dejaba de muy buena gana, fiando de su imaginación inagotable, de su voluntad y su audacia.
Cuando se cansaron de hablar de lo porvenir volvieron los ojos al presente. Era necesario bautizar la niña. Habían resuelto que fuese al día siguiente.
—Ya hemos convenido en que la madrina fuese yo y el padrino tú.
—¿Cómo? ¿yo?—exclamó asustado.—Pero, mujer, ¿no comprendes que eso puede engendrar sospechas?
La dama se obstinó. Que sí, que había de ser padrino. Si sospechaban, buen provecho. A ella le tenía sin cuidado. Pero viéndole realmente afligido cambió de idea.
—No te apures, hombre, no te apures—dijo dándole un tironcito a la barba.—Ha sido una broma. ¡Buena cara ibas a poner cuando la tuvieses en la pila! No te faltaría más que gritar: ¡Señores, aquí! ¡Vengan aquí todos a ver al padre de esta criatura!
El padrino sería Quiñones, y en su representación D. Enrique Valero. La madrina ella, representada por María Josefa. El conde se mostró muy satisfecho. Todo aquello era hábil y prudente y adecuado para asegurar la suerte de su hija. Pero cuando se manifestaba más contento, un rumor que vino del pasillo le hizo saltar en la butaca, ponerse lívido.
—¿Qué tienes, hombre?
—¡Ese ruido!...
—Es Jacoba...
Pero viéndole dudoso, con los ojos espantados aún, se levantó, teniendo la niña en los brazos, abrió la puerta y cambió algunas palabras con Jacoba que, en efecto, estaba allí. Después de entregarle la criatura y cerrar, volvió de nuevo a sentarse.
—¿Cómo eres tan cobarde, di?
—No es cobardía—repuso él ruborizado.—Es que estoy siempre sobresaltado... No sé lo que me pasa... La conciencia quizá...
—¡Bah! Es que eres un cobarde. Como tienes el cuerpo tan grande se te pasea el alma dentro de él.
Y acto continuo, observando la expresión de enojo y tristeza que se reflejaba en su semblante, tornó a abrazarle con trasportes de entusiasmo.
—No, no eres cobarde; pero inocente sí... Por eso te quiero, te quiero más que a mi vida. ¿No es verdad que te quiere tu filleta? Soy tuya... Tú eres mi único amor. Yo no soy casada...
Y con caricias de gata mimosa le paseaba sus manos finas y pálidas por el rostro, estampaba en él menudos, infinitos besos, le anudaba los brazos al cuello, se lo mordía con leves y fugaces mordiscos de ratón. Y al mismo tiempo, ella, tan grave y silenciosa en visita, hacía fluir de sus labios un chorro constante de palabritas melosas que le adormecían y embriagaban. El fuego, que se adivinaba al través de sus grandes ojos misteriosos y traidores, brotaba ahora con vivas llamaradas. Era el goce de la sensualidad el que se desprendía de su ser; pero era también el deleite maligno del capricho cumplido, de la venganza y la traición.
El conde de Onís se sentía cada día más subyugado. Las caricias de su amada eran abrasadoras; pero los ojos guardaban siempre, en lo más hondo, un reflejo cruel de fiera domesticada. Sentía amor y miedo al mismo tiempo. Alguna vez su espíritu supersticioso llegaba a imaginar si un demonio tentador habría venido a alojar en el cuerpecito endeble de aquella valenciana.
Después de anunciar tres o cuatro veces que se marchaba, sin llevarlo a cabo por impedírselo ella, viéndose al cabo libre de sus brazos, se levantó de la butaca. La despedida fue larga como siempre. Amalia no le soltaba hasta que le veía ebrio, intoxicado por la violencia de sus caricias. Jacoba le esperaba en el corredor. Después de conducirle por éste y otros varios hasta la estancia donde se hallaba la escalerita excusada que iba a la biblioteca, le hizo seña de que aguardase y bajó sola para cerciorarse de que no había nadie en los pasillos. Tornó a subir para avisarle; el conde descendió, apagando cuanto podía el ruido de sus botas. A la puerta del pasadizo la medianera le dejó, después de abrirle la puerta. Bajose otra vez hasta tocar con las manos en el suelo para no ser advertido de la gente que pasase por la calle, y en esta forma atravesó el pasadizo de la tribuna. Abrió la puerta y entró. La oscuridad le cegó. En cuanto dio algunos pasos sintió un golpe en la espalda y oyó una voz ronca que decía al mismo tiempo:
—¡Muere, infame!
Se heló en sus venas la sangre y dio un salto hacia atrás. Entre las sombras espesas pudo distinguir un bulto más negro aún. Veloz como un rayo se precipitó sobre él, y lo hubiera aniquilado bajo su enorme cuerpo si no sintiera una carcajada reprimida y al mismo tiempo la voz de Amalia.
—¡Cuidado, Luis, que me vas a hacer daño!
La sorpresa le dejó mudo unos instantes.
—¿Pero por dónde has venido?—dijo al cabo.
—Pues por la escalera principal. Me he echado este capuchón negro encima y he bajado corriendo.
Y viéndole frío y disgustado por aquella broma de mal gusto, se empinó sobre la punta de los pies, colgose rápidamente a su cuello y, después de apretar los labios larga y apasionadamente contra los suyos, le dijo con acento zalamero:
—Ya sabía que no eras cobarde... pero quería comprobarlo.
Las bromas de Paco Gómez.
Ahora bien, Granate no acababa de persuadirse a que Paco Gómez procediese de buena fe. Su carácter jocoso, los terribles bromazos que se le atribuían perjudicábanle en el ánimo del indiano. No bastaba que adoptase continente grave y mantuviese con él pláticas largas acerca de la alza o baja de las acciones del Banco, ni que le loase la casa por encima de todas las fábricas modernas y le diese útiles consejos en el juego del chapó. De todos modos el gracioso de Lancia observaba allá, en el fondo de sus ojazos encarnizados de jabalí, una nube de recelo que no podía disipar. En este aprieto pidió auxilio a Manuel Antonio. Se le había metido en la cabeza una broma chistosa, y antes de renunciar a ella consentiría en cualquier alianza.
—Desengáñate, Santos—decía el marica, de acuerdo con Paco, paseando cierta tarde por el Bombé con Granate,—tú, como te has pasado más de la mitad de la vida detrás de un mostrador, no entiendes nada de estos lances. No te diré que Fernanda esté chalada por tí, pero que anda en camino de ello lo digo y lo sostengo aquí y en todas partes. Hace ya tiempo que lo vengo notando. Las mujeres son caprichosas, incomprensibles; hoy rechazan una cosa y mañana la apetecen y están dispuestas a hacer cualquier disparate por lograrla. Fernanda comenzó rechazándote...
—¡Entodavía! ¡entodavía!—manifestó sordamente el indiano.
—Pura apariencia. Es una chica muy orgullosa y que no dará jamás su brazo a torcer. Pero por lo mismo que tiene mucho orgullo no se casará más que con el conde de Onís o contigo, los dos únicos partidos que hay en Lancia para ella; el conde por la nobleza y tú por el dinero. Luis es un hombre muy raro; yo lo creo incapaz de casarse. Ella está convencida ya de esto mismo. No le queda más que tú, y tú serás al cabo el que se coma la breva... Además, por más que otra cosa digan, a las mujeres les gustan los hombres como tú, robustos... porque tú eres un roble, chico—añadió volviendo hacia él la cabeza con admiración.
Granate dejó escapar un mugido corroborante. El marica le pasó las manos por el torso, como profundo conocedor de las formas masculinas.
—¡Qué musculatura, chico! ¡Qué hombros!
—Con estos hombros que aquí ves—dijo el indiano con orgullo—se han ganado muchos miles de pesos.
—¿Cómo? ¿Cargando sacos?
—¡Sacos!—exclamó Granate sonriendo con desprecio.—Eso es pa la canalla. ¡Cajas de azúcar como vagones!
El Bombé estaba desierto en aquella hora. Era un paseo amplio en forma de salón, recién construido en lo alto del famoso bosque de San Francisco, desde donde se señoreaba todo. Este bosque de robles corpulentos, añosos, retorcidos, algunos de los cuales pertenecían a la selva primitiva donde se fundó el monasterio que dio origen a Lancia, servía de sitio de recreo y esparcimiento a la población, hasta cuyas primeras casas llegaba. Permaneció siempre en lamentable abandono; pero la última corporación municipal había llevado a cabo en él magnas reformas que le habían valido los aplausos de los espíritus innovadores: un paseo, algunos jardinillos alrededor y una calle enarenada entre los árboles, que le ponía en fácil comunicación con la ciudad. Los días de labor no paseaban por él más que algunos clérigos con sus largos manteos negros y enorme sombrero de teja, llevando algún seglar enmedio, dos o tres pandillas de indianos disputando en voz alta sobre el precio de los cambios o el valor de los solares de la calle de Mauregato, recién abierta, y tal cual valetudinario, que venía a primera hora a tomar el sol, y se retiraba tosiendo en cuanto sentía la humedad de la tarde. ¿Y las damas?... ¡Ah! Las damas lacienses sabían perfectamente lo que se debían a sí mismas y estaban dotadas de un sentimiento harto delicado de las leyes del buen tono para exhibirse en días que no fuesen feriados. Y aun en éstos no lo hacían sino tomando las debidas precauciones. Ninguna dama de Lancia cometía la bajeza de presentarse en el Bombé los domingos mientras no estuviesen paseando en él algunas otras de su categoría. Pero esto era de una dificultad insuperable, dada la unanimidad de pareceres. De aquí que, aderezadas ya desde las tres de la tarde, con el sombrero y los guantes puestos, aguardasen al pie de los balcones, espiándose las unas a las otras por detrás de los visillos. «Ya pasan las de Zamora.» «Ahora vienen las de Mateo.» Sólo entonces se aventuraban a lanzarse a la calle y subir poco a poco y con la debida majestad hasta el paseo, donde hacía ya dos horas la banda municipal ejecutaba diversas fantasías sobre motivos de Ernani o Nabuco para recreo de las niñeras y algunos apreciables albañiles. Ni se crea, sin embargo, que la sociedad distinguida de Lancia entraba así de golpe y porrazo en el arenoso salón. Nada de eso. Antes de poner el pie en él subían a otro paseíto suplementario que había poco más arriba. Desde allí exploraban el terreno, observaban «si alguna se había atrevido.» Por fin, cuando las sombras comenzaban a espesarse ya en las copas de los añosos robles, a la hora en que la niebla descendía de las montañas apercibida a fijarse en las narices, en la garganta y en los bronquios del honrado vecindario, todas las bellezas indígenas acudían casi en tropel al espacioso paseo. ¡Qué importaba un catarro, un reuma, ni siquiera una pulmonía, ante la deshonra de presentarse las primeras en el Bombé! ¡Ejemplo notable de fortaleza! ¡Caso portentoso del poder que en los pechos elevados ejerce el respeto de sí mismo!
Esta exquisita conciencia de los deberes, que la naturaleza ha escrito con caracteres indelebles en los corazones dignos, se revelaba aún de modo más claro y conmovedor con ocasión de los bailes de confianza que el Casino de Lancia daba cada quince días durante el invierno. Fácil es de comprender que las dignísimas señoritas que con tal admirable constancia luchaban un día y otro para no entrar en el paseo mientras estuviese solitario, no irían a cometer la vileza de presentarse «primero que las otras» en el salón del Casino. Mas como aquí no había paseo suplementario desde donde espiarse, ni era fácil por la noche estar de espera en los balcones, aquellas ingeniosísimas damas, tan dignas como ingeniosas, hallaron un medio de dejar siempre a salvo su honra. Poco después de sonar las diez, hora en que daba comienzo el baile, enviaban hacia allá de descubierta, como caballería ligera, a sus papas o hermanos. Entraban haciéndose los distraídos, se sentaban un momento en las butacas, gastaban cuatro bromas con los pollos que allí aguardaban correctos, impacientes, con la luenga levita cerrada, abrochándose los guantes los unos a los otros, y al poco rato se retiraban disimuladamente para ir a noticiar a sus familias que aún no había llegado nadie. ¡Ah! ¡Cuántas veces los pollos impacientes de la levita cerrada aguardaron vanamente toda la noche la llegada de sus hermosas parejas! Las bujías se iban gastando; la orquesta, que había tocado sin éxito alguno dos o tres bailables, se desmoralizaba; los músicos charlaban en voz alta o paseaban por el salón y hasta fumaban; los hujieres y mozos bostezaban, tirándose unos a otros indirectas referentes a las dulzuras del lecho. Por fin el presidente daba la orden de apagar, y los pollos se retiraban a sus domicilios respectivos tan mustios como correctos. ¡Espectáculo consolador el de aquellas heroicas jóvenes que, apesar de sus vivos deseos de ir al baile, preferían permanecer en casa a quebrantar los principios fundamentales en que descansa la dicha y el sosiego de la sociedad!
—Allí viene Paco con el Jubilado. Lo mismo te dirán que yo—profirió Manuel Antonio poniéndose la ebúrnea mano sobre las cejas a guisa de pantalla.
En efecto, allá a lo lejos se columbraba la figura de Paco como una percha coronada por un pepino. Todos los sombreros le entraban hasta las orejas a causa de la inverosímil pequeñez de la cabeza y su disposición excepcional. A su lado caminaba el Sr. Mateo con sus enormes bigotes blancos y arrogante figura militar, aunque ya sabemos que era el hombre más civil que hubiese producido Lancia desde hacía algunos siglos.
Granate dejó escapar algunos gruñidos destinados a probar el profundo desprecio que aquellos dos personajes le inspiraban, el uno por su poca formalidad, y el otro por no tener ni un mal cupón del tres por ciento.
—Vamos, queridos, hacedme el favor de convencer a este babieca de que es un buen partido para cualquier muchacha, porque no quiere creerlo.
—¡Aprieta, pues si D. Santos no es partido con cinco o seis millones de reales, no sé yo quién lo será!—exclamó Mateo relamiéndose como padre de cuatro niñas casaderas que no acababan de casarse.
—¡Suba el cañón, D. Cristóbal, suba el cañón!—dijo el indiano echándole una mirada torva.
—¿Cómo? ¿Tiene usted más?... Me alegro... Yo hablo por lo que dice la gente...
—Tengo quinientos mil pesos sin quitar un lápiz.
Los tres amigos cambiaron una mirada significativa. Manuel Antonio, no pudiendo contener la risa, le abrazó exclamando:
—¡Bien, Santos, bien! Eso del lápiz me enternece.
Granate era el hombre de los disparates lingüísticos. No tenía conocimiento de la forma verdadera de una gran parte de las palabras; las modificaba de modo que resultaba muy cómico. Sin duda dependía de falta de oído, dado que hacía ya algunos años que había regresado de América y trataba con personas cultas. Sus bárbaros atentados contra el idioma eran proverbiales en Lancia.
—Pues nada, este infeliz se figura—prosiguió el marica, sin hacer caso de la mirada recelosa que le dirigió—que porque Fernanda Estrada-Rosa gasta algunos remilgos no le gustan las peluconas como a todo hijo de vecino... ¡Tonto, tonto, más que tonto! (y al decir esto le pegaba palmaditas en el ancho y rojo cerviguillo). ¡Si es hija de D. Juan Estrada-Rosa, el mayor judío que hay en la provincia!
—Hombre, Fernanda ya es otra cosa—manifestó el Jubilado, que no estaba en el ajo—Es una chica muy rica y no necesita casarse por el dinero.
Pero los otros dos cayeron como fieras sobre él. Cuando se tiene dinero se quiere más. La ambición es insaciable. Fernanda era muy orgullosa y no pasaría por que ninguna otra chica en Lancia pudiese ostentar tanto lujo como ella. Si D. Santos elegía esposa en la población, le podría hacer competencia desastrosa: era una mosca que no se quitaría jamás de la nariz. El único rival temible para D. Santos era el conde de Onís; pero éste ya estaba descartado. Su carácter excéntrico, su misticismo y las extrañas manías en que daba con frecuencia, habían concluido por aburrir a la muchacha...
Con estos argumentos y un formidable pisotón de inteligencia que Paco le dio, el Jubilado entró en razón y se puso de parte de ellos. Los tres se esforzaron en convencer al indiano de que ni aquélla ni ninguna otra joven podría resistir mucho tiempo si él se decidía a estrechar el bloqueo. Paco aludía además de un modo vago y misterioso a cierto dato que él poseía, el cual demostraba hasta la evidencia que los desdenes de la chica eran pura comedia, alardes de vanidad para hacerse valer. Pero era un secreto; no podía revelarlo sin faltar a la amistad y consideración que debía a la persona que se lo había comunicado.
Sin embargo, Granate no acababa de rendirse. Como un mastín a quien rodean los chicos y tratan de congraciársele haciéndole caricias, echábales miradas recelosas y dejaba escapar de vez en cuando gruñidos dubitativos. Manuel Antonio agotó el repertorio de sus argumentos sutiles y femeninos, apoyados por sendos abrazos, palmaditas o pellizcos. Estuvo elocuente y sobón hasta lo infinito. Paco le dejaba decir y hacer echándole de través miradas socarronas, convencido de que Granate acogía siempre con desconfianza sus palabras. Pero a última hora intervino para dar el golpe definitivo. Después de hacerse rogar mucho por sus dos auxiliares, y de suplicar encarecidamente y por los clavos de Cristo que aquello permaneciese en secreto, sacó al fin del bolsillo una carta. Era de Fernanda a una amiga de Nieva. Explicó primero de qué modo casual había venido a su poder, y después leyó en voz baja y con aparato de misterio el siguiente párrafo: «Lo que me dices de Luis no tiene fundamento. No he vuelto ni volveré a reanudar mis relaciones con él por razones muy largas de explicar, algunas de las cuales ya conoces. Lo de D. Santos, aunque por ahora no hay nada, lleva mejor camino. Es viejo para mí, pero me parece muy formal y cariñoso. Nada tendría de particular que al fin cayera con él.»
Granate atendió con extremada fijeza, abriendo de modo descomunal sus ojazos. Cuando Paco terminó la lectura dijo con voz profunda, como si hablara consigo mismo:
—Esa carta es ipócrifa.
Volvieron los tres a mirarse haciendo lo posible por contener la risa. Manuel Antonio aprovechó la ocasión para darle un abrazo más.
—¡Anda tú, grosero, desconfiadote! Enséñale la carta, Paco... ¿Tú conoces la letra de Fernanda?... ¿No?... Pues yo sí y aquí D. Cristóbal también, porque Emilita recibe a cada momento cartas de ella... Tú eres demasiado modesto, Santos. Yo no te diré que seas un real mozo, pero tienes cierta gracia y cierto aquel... vamos...
—¡Ya lo creo que lo tiene!—exclamó Paco.—Bien puede usted fiarse de Manuel Antonio, que es voto en la materia.
—Cualquiera puede distinguir, querido—profirió éste, picándose repentinamente.—Teniendo ojos en la cara se sabe lo que es hermoso, lo que es feo y lo que es mediano.
Y no quiso emplear más saliva en secundar los planes de Paco. Dejaron, pues, a Granate en paz, y el marica cambió de conversación.
—Ahí vienen sus amigos, D. Cristóbal.
Éste levantó la cabeza y vio venir hacia ellos paseando ocho o diez militares. Eran oficiales del batallón de Pontevedra, que, a su despecho, había llegado recientemente de guarnición a la ciudad. Mateo rechinó un poco los dientes y bufó repetidas veces para indicar todo lo odioso que le era la fuerza armada. Después exclamó con irónico retintín:
—¡Cómo me encantan los guerreros en tiempo de paz!
—Les tiene usted mucha manía, D. Cristóbal. Los militares no dejan de ser útiles.
—¡Útiles!—exclamó el Jubilado encrespándose.—¿Qué utilidad traen, vamos a ver? ¿En qué son útiles?
—Hombre, mantienen la paz.
—La guerra es lo que mantienen. Para librarnos de los ladrones basta la guardia civil. Ellos son los que fomentan el malestar y la ruina de la nación. En cuanto ven las escalas paradas se sublevan en uno u otro sentido, que eso es para ellos lo de menos, y ¡vengan empleos y cruces pensionadas!... Yo sostengo que mientras existan soldados no habrá tranquilidad en España.
—Pero, D. Cristóbal, ¿y si una nación extranjera nos atacase?
El Jubilado dejó escapar una risita irónica y sacudió algunas veces la cabeza antes de contestar.
—Pero ven acá, infeliz, la única nación que puede atacarnos por tierra es Francia, y si Francia se decidiese a hacerlo, ¿de qué nos servirían todos esos oficialitos tan guapos y bien uniformados?
—Además, los soldados son un bien para la población por lo que consumen. Los comercios ganan, las casas de huéspedes lo mismo...
Manuel Antonio defendía a la milicia sólo por oír a Mateo y ponerle fuera de sí. Ahora se observaba un dejo de ironía en sus palabras y mayor deseo de exacerbarle.
—¡Eso es!... ¡Ahora sí que me has apabullado! ¿Y de dónde viene ese dinero que consumen, majadero?... ¡De tí y de mí y del señor, de todos los que pagamos algo al Estado en una u otra forma!... El resultado final es que ellos consumen sin producir, que son un mal ejemplo en las poblaciones, porque la ociosidad en que viven corrompe a los que ya son un poco propensos a la vagancia... ¿Sabes tú cuál es el gasto del ejército? Pues entre los ministerios de Guerra y Marina consumen más de la mitad del presupuesto. ¡Es decir que la administración, la justicia, la religión, los gastos que ocasionan nuestras relaciones con los demás países, las obras públicas y el fomento de todos los intereses materiales no cuestan tanto al contribuyente como esos caballeritos del pantalón encarnado!... Que las demás naciones de Europa tienen un ejército poderoso, bueno, ¿y qué? Allá ellas. Las demás se pueden permitir ese lujo porque tienen dinero. Pero nosotros somos unos pobretes; no tenemos más que fachada... Además, en otros países hay complicaciones internacionales, de las cuales por fortuna estamos libres. La Francia no nos atacará por miedo a la intervención de las potencias; pero si nos atacase, lo mismo nos conquistaría con ejército que sin él...
El Jubilado se repetía, manoteaba para dar nueva fuerza a sus argumentos, echaba fuego por los ojos. Manuel Antonio le dejaba irritarse con visible satisfacción. En aquel momento pasó cerca el grupo de los oficiales, que dieron las buenas tardes cortésmente. Todos contestaron menos D. Cristóbal, que se hizo el distraído.
—Yo creo que está usted muy exagerado, don Cristóbal. ¿Qué tiene usted que decir del capitán Núñez, que acaba de pasar ahora? ¿No es todo un buen mozo y una persona atenta y fina?
—Con un azadón en la mano estaría mucho mejor y sería más útil a su país—murmuró sordamente el Jubilado.
—Pues no tiene usted más que ponérselo en cuanto sea su yerno, porque, según cuentan, es novio de su hija Emilia—dijo el marica recalcando las palabras con extremado gozo.
Paco y D. Santos rieron. D. Cristóbal quedó anonadado. Apenas pudo mascullar trabajosamente:
—¡Quién hace caso de esas boberías!
Y no volvió a chistar. Aquella noticia le había llegado a lo profundo del corazón, le ponía en la situación más difícil en que estuvo jamás hombre alguno. Los demás no dejaron de notar este silencio, y se hacían guiños y se dirigían sonrisas por detrás de su espalda.
Pero Paco también estaba preocupado. Cuando se le metía en la cabeza, en aquella cabeza como un puño, mal amasada, un bromazo como el que tenía proyectado, andaba inquieto, afanoso, lo mismo que el poeta o el pintor que tienen una obra entre manos. Después de varios días de machacar por él logró al fin, casi, casi, decidir al indiano. Se trataba nada menos de que éste fuese a pedir con toda ceremonia a D. Juan Estrada-Rosa la mano de su hija Fernanda. Según Paco y los que le secundaban, era el medio más directo y más adecuado de conseguirla. Todo lo demás, andarse por las ramas. El día en que D. Juan viese que le entraban diez millones por la casa andaría de cabeza por convencer a su hija. Y ella misma no les haría asco. ¿Pues qué, no siendo con el conde de Onís, con quién mejor podía casar que con un hombre tan rico, tan formal, tan sano y tan ilustrado? Este último epíteto, proferido por Paco con grave continente, estuvo a punto de echar a perder el asunto, porque no faltó quien sofocase a duras penas la carcajada. Granate quiso advertirlo, miró a Paco con recelo y volvió a mostrarse desconfiado y reacio algunos días.
Llegó un momento, sin embargo, en que el indiano creyó en sus palabras. Fue después de haberle oído en el Casino desde una habitación contigua atacar duramente al conde de Onís. Aquel día se decidió a darle crédito y convino con él la manera de llevar a cabo la petición que le aconsejaba. Paco opinó que lo mejor sería no decir nada previamente a la chica. Así como los buenos generales, para asegurar la victoria, suelen caer de improviso y con sigilo sobre el ejército enemigo, lo más hábil en este caso era entrar inopinadamente en la casa, llamar a don Juan a una conferencia reservada y abordar de frente el negocio. Por el banquero no había cuidado: se pondría como unas pascuas. La chica recibiría gran sorpresa, pero esto mismo la aturdiría y la pondría más blanda. Las cosas graves de la vida se deciden generalmente por una corazonada. El que no se arriesga no pasa la mar. En resumen, que Granate se entregó a discreción y comenzaron los preparativos para la gran solemnidad. Lo primero que se trató fue la hora. Quedó resuelto que fuese a las doce del día. El traje fue objeto de animadas pláticas. Paco opinaba que, para presentarse bajo un aspecto más imponente, convendría vestirse algún uniforme, por ejemplo, el de jefe honorario de administración civil. No era difícil conseguir el nombramiento sacrificando un puñado de oro; pero esto dilataría más de un mes la realización de la empresa. Se desechó el uniforme y se convino en que vistiese frac negro y llevase colgada la medalla de concejal. Fijose por último el día: resultó un lunes.
Desde mucho antes el traidor había deslizado en la conversación, hablando con D. Juan Estrada-Rosa, la especie de que Granate se jactaba de ser deseado y requerido por él para yerno. D. Juan, que era también rico y tenía su cacho de orgullo, y sobre todo adoraba a su hija y creía que el día menos pensado vendría un duque de Madrid a pedírsela, se irritó grandemente, le llamó rústico, podenco, y juró que, antes de ver a su hija casada con semejante cafre, preferiría que se quedase soltera.
—Pues tenga cuidado, D. Juan—dijo Paco sonriendo maliciosamente,—porque el día menos pensado se presenta en casa a pedirle la mano de Fernanda.
—No lo hará tal—respondió el banquero.—Demasiado sabe que le echaría por la escalera abajo.
Con estos antecedentes el terrible humorista de Lancia marchaba sobre terreno seguro. Fuera de los tres o cuatro amigos que le ayudaron a persuadir a D. Santos, a nadie dio parte de la intriga; pero el domingo por la tarde, víspera del acontecimiento, lo mismo Manuel Antonio que él, lo fueron pregonando por todos los grupos y citándose para el día siguiente en el café de Marañón. En provincia, donde son escasos los medios de divertirse, se toma muy por lo serio esta clase de bromas, se preparan con fruición, se paladean de antemano. La de Paco fue acogida con vivo entusiasmo por la juventud laciense. La víctima no era un pobre diablo, cómo solía acontecer, sino un ricachón. Esto le prestaba doble atractivo. En el fondo de todos los corazones hay siempre unos granitos de odio para el que tiene mucho dinero. Corrió por el paseo la voz, y al día siguiente se presentaron en el café de Marañón más de cincuenta mancebos.
Pero no se dieron a luz en tanto que no pasó Granate. El café estaba situado en un piso principal (por aquel tiempo no se usaban los bajos para este destino) de la calle de Altavilla, casi enfrente de la casa de D. Juan Estrada-Rosa. Ésta era grande y suntuosa, aunque no tanto como la que recientemente había construido don Santos. La del café, vieja y de ruin apariencia. El local que ocupaban los parroquianos, una sala donde estaba la mesa del billar y dos gabinetes a los lados con algunas mesillas de madera para el consumo, todo sucio, lóbrego, sobado. ¡Cuán lejos aún los tiempos de que se estableciese en uno de los bajos de aquella misma calle el magnífico café Británico, con mesas de mármol, espejos colosales y columnas doradas como los más elegantes de Madrid!
Espiando por detrás de los visillos aquella florida juventud, ávida de los goces estéticos, vio pasar a Granate correctamente vestido, balanceando su torso colosal sobre unas piernas que no lo merecían. Le vieron entrar en casa de Estrada-Rosa y hasta oyeron el ruido del picaporte. Nada más. Inmediatamente se abrieron de par en par los balcones del café y se llenaron. Los que no tenían sitio se encaramaron en sillas detrás de sus compañeros. Todos los ojos se clavaron en el portal de enfrente. Esperaron cerca de un cuarto de hora.
Al cabo la fisonomía violácea de Granate apareció de nuevo. Daba miedo. Aquella cara parecía ya un terciopelo como si estuviese ahorcado. Las orejas tenían el color de la sangre. A su aparición estalló una salva de toses y estornudos y gritos y aullidos. El indiano alzó la cabeza y paseó su mirada atónita por aquella muchedumbre descompuesta que le sonreía, sin comprender la razón. Tardó poco, sin embargo, en darse cuenta de que era víctima de un bromazo. Sus ojos se clavaron entonces feroces en el concurso, y exclamó con un desprecio que nada tenía de fingido:
—¡Méndigos!
Y se alejó como un jabalí perseguido por la jauría entre silbidos y carcajadas, volviendo de vez en cuando la cabeza para escupirles el mismo esdrújulo injurioso.
Las señoritas de Meré.
En efecto, Emilita Mateo había logrado hacerse amar de un capitán del batallón de Pontevedra. Le había costado muchos días de incesante jugueteo, un número incalculable de miradas provocativas, de carcajadas sin motivo, de caprichos infantiles, de gestos mimosos y enfados pasajeros. Había desplegado, en suma, todas sus baterías, mostrándose a la vez cándida y maliciosa, dulce y arisca, reservada y charlatana, grave y retozona como una loquilla, como niña ligera e insustancial, pero adorable. Al fin Núñez, el capitán Núñez, no pudo resistir a tal graciosa mezcla de inocencia y malicia, y se replegó primeramente, y no tardó luego en rendirse. Era un hombre de cara larga, bigote y perilla, flaco, serio, bilioso, con los ojos mortecinos y fatigados, muy exacto en el cumplimiento de sus deberes y aficionado a dar largos paseos. Esta clase de hombres silenciosos y disciplinados son los más sensibles a los encantos de la alegría y la vivacidad. Emilita le hizo suyo llamándole cazurro y dándole pellizcos por «pícaro y burlón»; ¡a él, a quien había que sacar las palabras con tirabuzón y en su vida había gastado la más sencilla chanza!
Con este memorable suceso, la familia Mateo andaba bastante dislocada. Jovita, Micaela y Socorro, hermanas legítimas de la afortunada doncella, sentíanse celosas y lisonjeadas a la vez. Entendían que la preferencia de un oficial de infantería tan bizarro constituía un honor que irradiaba sobre toda la familia y las colocaba en situación ventajosa frente a sus amigas o conocidas. Pero al mismo tiempo consideraban que, siendo Emilita la última en edad, no le correspondía tener novio y mucho menos casarse sino después de sus hermanas. Eran prematuros en ella los noviazgos, no contando más que veinticuatro años de edad. En cuanto a la idea de que pudiera contraer matrimonio una criatura tan tierna y tan informal, la misma sonrisa de sorpresa y desdén contraía los labios de las tres hermanas mayores. Así que, por más que se desbarataban en elogios del capitán delante de las amigas, haciendo resaltar sus prendas físicas, prestándole un corazón grande y heroico, certificando de su riqueza como si se la administrasen y hablando vagamente de ciertas influencias que le pondrían más tarde o más temprano en la bocamanga los entorchados de general, lo cierto es que no le perdonaban ni le perdonaron jamás su delito cronológico.
Por otra parte, don Cristóbal, padre de aquel ángel travieso y juguetón, quedó repentinamente en posición tan falsa que quiso volverse loco. Luchaba su amor de padre ruda batalla con el odio a la milicia. Avergonzábale el consentir que una hija suya diese oídos a un militar después de haberlos llamado él tantas veces haraganes, sanguijuelas, y haber clamado tanto por la reducción del contingente. ¿Con qué cara se presentaría a sus amigos de allí en adelante? Pasó días bien terribles. El aborrecimiento al ejército y a la marina se hallaba tan profundamente arraigado en su corazón, que no podía extinguirse de pronto. Sin embargo, le era forzoso confesar que la conducta nobilísima del capitán Núñez lo había mermado poderosamente. El anhelo de casar a sus hijas gozaba tanta vida en el fondo de su ser como el desprecio de la fuerza armada. ¡Cuánto le pesaba de haber vociferado tanto contra ésta! En su tribulación llegaba a deplorar que Núñez perteneciese al arma de infantería. Si fuese siquiera marino, disminuiría la gravedad del conflicto. Recordaba que en sus diatribas contra el ejercito hacia la salvedad de que era necesario conservar algunos barcos para proteger las colonias. Lo mismo podía decirse si perteneciese a la Guardia civil. En cuanto a las demás fuerzas de tierra, no cabía disculpa ni había medio de salir del aprieto.
En tan terribles circunstancias optó por encerrarse en casa. Cuando alguna vez salía, andaba receloso y huido. Los amores de su hija se fueron haciendo más formales y cada vez más públicos. Temía las bromas. El miedo le hizo claudicar, adoptando un proceder doble y falso, indigno por completo de su carácter y antecedentes. Es decir que, mientras públicamente seguía afectando desprecio hacia las fuerzas de tierra, cuando hablaba con el novio de su hija o entre militares, lo hacía con agasajo, les preguntaba con interés por su carrera, lo mismo que si prestasen servicios en cualquier oficina civil del Estado. Nadie sospecharía al oírle enterarse tan minuciosamente del escalafón, de las reservas y reemplazos, etc., que aquel hombre les tenía jurado odio eterno. Pero el Jubilado llegó con el tiempo a una distinción que nunca se había atrevido a proponer. Como militares no transigía con ellos, los consideraba una verdadera plaga social... Ahora, «como hombres,» bien podían ser dignos de estimación, según sus cualidades.
Los amores de Emilita habían nacido y crecido como otros muchos en casa de las de Meré. Eran éstas dos señoritas que pasaban de los ochenta y no llegaban a los cien años. De todos modos, a la entrada del siglo XIX eran ya maduras. No tenían en Lancia familia alguna. Ninguno de los vivos recordaba a su padre, que había muerto cuando todavía eran mocitas. Estuvo empleado en el ramo de Hacienda. Es de suponer, dada su remota antigüedad, que sería percibidor de alcabalas o de otros pechos ya extinguidos. Del siglo XVIII, al cual pertenecían, tenían aquellas interesantes señoritas en primer lugar el traje. Jamás pudieron entrar por las modas del presente. Una saya de cúbica negra muy escurrida con plomos por debajo para que se escurriera todavía más, talle muy alto, manga apretada con bullones, zapatito de tabinete descotado y un tocado inverosímil de puro extravagante: así se presentaban en todas partes. La mantilla que usaban no era de velo, sino de sarga con franja de terciopelo, como las usan ahora solamente las artesanas. Llevaban bastón para apoyarse. Conservaban además la cortesía exquisita, la ligereza de carácter, la pasión por la sociedad y una alegría inagotable, maravillosa a sus años. Lo que no habían traído consigo al siglo presente era la libertad de costumbres y la malicia que, al decir de los historiadores, caracterizaba la sociedad del pasado. Imposible imaginar unas criaturas más sencillas. Como si no hubiesen atravesado por la vida, todo les sorprendía, en todo creían menos en el mal. Así que, con frecuencia, eran víctimas de las bromas de sus amigos y tertulianos, sin que por eso dejase ninguno de profesarles entrañable afecto. Desde tiempo inmemorial tenían costumbre de recibir en su casa por la noche a la juventud de Lancia, particularmente a los muchachos que se placían en asistir por la grandísima libertad que allí disfrutaban. Por acuerdo tácito todos ellos las tuteaban. Y era en verdad peregrino el oír a los chicuelos de diez y ocho años hablar con tal familiaridad a unas viejecitas que pudieran ser sus bisabuelas. Carmelita para aquí, Nuncita para allá, porque la más anciana se llamaba D.ª Carmen y la más joven D.ª Anunciación.
Tres o cuatro generaciones habían pasado por aquella salita de la calle del Carpio, modesta y aseada, con el pavimento de madera encerada, sillas de paja, sofá de damasco encarnado, cómoda de caoba atestada de chirimbolos, espejo con marco de carey y diversos cuadritos al pastel representando la historia de Romeo y Julieta. La tertulia de las de Meré era la más antigua de Lancia. Contra lo que acaece generalmente, estas mujeres que no pudieron hallar marido tenían la manía de casar a todo el mundo. El número de matrimonios que salieron acordados de aquella salita es incalculable. En cuanto advertían que un muchacho se acercaba a cualquier muchacha más que a las otras, ya estaban nuestras señoritas preparando los hilos para unirlos con lazo indisoluble; ya no consentían que nadie se sentase en la silla que estaba al lado de Fulanita para que cuando Menganito viniese la hallase aparejada y no tuviese más que sentarse. Y vengan a Fulanita elogios desmesurados de Menganito, y vayan a Menganito relaciones minuciosas de los primores que Fulanita ejecuta con la aguja y lo económica y hacendosa que es y lo piadosa y lo limpia. Y escápense más adelante a casa de la mamá de Fulanita para celebrar conferencias largas, íntimas, trascendentales, y procuren enseguida tropezarse con el papá de Menganito y desplieguen todas sus dotes diplomáticas para explorarle el corazón. Y por premio de estos sudores recibían, al cabo, un cartuchito de dulces el día de la boda.
Pero todas las madres de niñas casaderas las adoraban, no se hartaban de bendecirlas y adularlas. Saludábanlas de media legua, y al salir de la iglesia se apresuraban a ofrecerles el brazo para que se apoyaran. En cambio, las que tenían algún hijo varón en edad de casarse solían mirarlas con recelo y antipatía, las llamaban por lo bajo chochas y entremetidas. No hay necesidad de indicar, por lo tanto, que su pasión casamentera les costó no pocos disgustos. Cuando algún lechuguino sentía brotar en su pecho la llama del amor, lo primero que hacía era mostrársela a las de Meré.
—Carmelita, estoy enamorado.
—¿De quién, corazón, de quién?—preguntaba la anciana con vivo interés.
—De Rosario Calvo.
—¡Ajá! Buen gusto ha tenido el picarón. No hay chica más guapa ni mejor educada. Habéis nacido el uno para el otro.
Y por un rato el zagalillo tenía el placer de escuchar el panegírico de su adorada.
—Espero que me protegerás.
—Todo lo que tú quieras, mi alma.
Al cabo de pocos días, Rosario Calvo, que no había puesto los pies en su vida en casa de las de Meré, aparecía por allí y era tertuliana asidua. ¿Cómo se habían arreglado aquéllas para atraérsela? No es fácil averiguarlo, pero tantas veces habían llevado a término ya empresas análogas, que de seguro poseían una receta simple y segura.
Encariñábanse con sus amigos como si fuesen próximos deudos todos. Contábanse de ellas rasgos de abnegación que las honraba extremadamente. Durante la furiosa reacción del año 1823, uno de sus tertulios, teniente de caballería, se refugió, después de cierta intentona abortada, en su casa. Las señoritas le recibieron y le ocultaron algunos días, y al cabo lograron que se evadiese disfrazado con el traje de un criado. Pero teniendo noticia de que iba la policía a registrarles la casa, pensaron con terror en el uniforme del teniente. ¿Dónde guardarlo que no diesen con él? Carmelita, en aquellos instantes críticos, tuvo un rasgo de ingenio y bravura. Se vistió el uniforme debajo de sus ropas de mujer. Por cierto que este teniente se portó con ellas con bastante ingratitud. No tuvo en su vida diez minutos para escribirles una carta dándoles las gracias.
No fue la única que hubieron de sufrir por parte de sus tertulios. Acostumbraban éstos aprovecharse de su amabilidad cuanto podían; recreábanse en su casa, gozaban de la compañía y conversación de las jóvenes más bellas de Lancia, concertaban algunos su matrimonio, y luego que lo realizaban, o porque sus negocios o su edad les impedían asistir a la tertulia, si te vi, no me acuerdo; apenas las saludaban en la calle. Lo mismo puede decirse de las mamas, tan rendidas y aduladoras antes de casar a sus hijas, y tan despegadas así que lo conseguían. Pero tales flaquezas no alteraban el buen humor de aquellas benditas ni destruían su optimismo. Como se estaban renovando sin cesar los asistentes a su casa, olvidaban la ingratitud de los antiguos para pensar tan sólo en el aprecio que les tributaban los nuevos. Además, en sus corazones no cabía rencor, ni siquiera hostilidad; las bromas no las ofendían. ¡Y cuidado que algunas eran bien pesadas! La que les dio Paco Gómez en cierta ocasión hizo raya: aún se cuenta con regocijo en Lancia.
No todas las noches de invierno iban damas a la tertulia. Generalmente asistían los sábados y los miércoles. Pero había un grupo de muchachos que casi nunca dejaban de hacerles un rato de compañía a primera hora, aunque después se marchasen a otras casas. Uno de ellos era Paco Gómez. En estas noches de soledad se formaba generalmente un partido de brisca. Paco iba de compañero con Nuncita y el capitán Núñez, o Jaime Moro, o cualquier otro muchacho con Carmelita. Paco una noche se dolió de que las señas que se hacían durante el juego fuesen tan vulgares y conocidas: era imposible hacerlas pasar inadvertidas para los contrarios. Entonces, de acuerdo con el otro, propuso cambiarlas. Él enseñaría unas a Nuncita, y el contrario otras a Carmelita. Las nuevas señas fueron todas ademanes obscenos, de esos que no se ven más que en las tabernas y lupanares. Aquellas inocentes mujeres las aceptaron sin saber lo que hacían y se sirvieron de ellas con la mayor desenvoltura. Así que pasaron algunos días, y estaban perfectamente avezadas a usarlas, Paco invitó una noche a muchos de los tertulios a presenciar el juego. Resultó una escena de cómico subido. Cada vez que cualquiera de las dos señoritas hacía una seña, había una explosión de alegría. Pues bien, apesar de lo brutal y desvergonzado de la broma, las bondadosas señoritas, en vez de ponerle de patas en la calle y cerrarle la puerta para siempre, se contentaron al saberlo con hacerse cruces de sorpresa y reírse como los demás.
—¡Santo Cristo bendito de Rodillero, quién lo diría! ¡Tantos pecados como hemos cometido sin saberlo!
—Pues yo no los confieso—exclamó Nuncita con resolución.
—Los confesarás, Niña—expresó gravemente la primera.
—Que no.
—¡Niña!
—Que no quiero.
—¡Silencio, Niña! Los confesarás y tres más. Mañana mismo te llevaré a Fray Diego.
Nuncita protestó todavía sordamente, como una chica mimosa, hasta que las miradas severas de su Hermana mayor la hicieron callar. Pero todavía estuvo buen rato enfurruñada. A veces, sin saber por qué, se mostraba díscola y rebelde en sumo grado. Necesitaba Carmelita hacer gala de toda su autoridad para someterla. Mas, ordinariamente no sucedía así. Aunque no le llevase más de tres o cuatro años, Nuncita, por la costumbre adquirida, por debilidad de carácter, o por ventura porque no le disgustaba aparecer más joven en presencia de la gente, reconocía la jefatura de su hermana y la obedecía con una sumisión que envidiarían las madres para sus hijas. Pocas veces tenía necesidad de reprenderla, pero cuando lo hacía, Nuncita bajaba la cabeza y al poco rato se la veía llevarse el pañuelo a los ojos y salir de la sala, mientras Carmelita seguía sus movimientos con mirada fija, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza severamente. Poco faltaba para que la castigase dejándola sin postre o mandándola a la cama. Por tales razones y porque Carmelita así la llamase con frecuencia, D.ª Nuncia, que pasaba algo de los ochenta, era conocida en Lancia por el sobrenombre de «la Niña.»
En los amores de Emilita Mateo se portaron ambas hermanas heroicamente. El capitán Núñez fue bloqueado en toda regla. Por espacio de un mes lo menos, y hasta que le vieron bien encarrilado, ni una silla le dejaron libre más que la que estaba próxima a la más joven de las chicas de D. Cristóbal. En el juego de la lotería, al cual se entregaba con pasión desordenada aquella sociedad, Nuncita se encargaba, sin que nadie se lo pidiese, de buscarles cartones que fuesen combinados. Cuando se referían al oficial de Pontevedra y a Emilita hablaban como de una sola persona. Tan unidos y compactos los apreciaban ya.
Servicios a tal extremo importantes los pagaba el Jubilado con una gratitud que le rebosaba del alma y le salía por los ojos. De buena gana se prosternaría ante ellas y les besaría la orla del vestido de cúbica. Pero su dignidad y aquella larga serie de diatribas contra el ejército que llevaba colgadas a los pies como grilletes, le impedían estas y otras manifestaciones. Ni siquiera tenía el consuelo de poder mostrarse alegre cuando aquel pundonoroso militar acompañaba a su niña en el paseo. Pero ya se sabe que las señoritas se preocupaban muy poco de la gratitud de sus tertulios. Los casaban por vocación irresistible de su espíritu, por una necesidad de su organismo, como teje la araña la tela y cantan los pájaros en el bosque. Una vez enlazados por el vínculo matrimonial, los tertulios, lo mismo hombres que mujeres, perdían todo su atractivo para las señoritas de Meré. Su atención se concentraba inmediatamente en los nuevos pollastres que venían piando a cobijarse bajo sus alas protectoras.
Quien les causó una serie de decepciones y amarguras, que a poco dan con ellas en el sepulcro, fue el conde de Onís. En su vida habían tropezado con un hombre más incomprensible. ¡Lo que las pobres sudaron para meterle en vereda, en la florida vereda de Himeneo! Pero aquel diablo se les resbalaba por entre los dedos como una anguila. Mostrábase durante algunas noches tierno y amartelado con Fernanda; no se apartaba de ella el canto de un duro. Las miradas de las dos hermanas se posaban sobre ellos con visible enternecimiento; procuraban con ahínco que nadie fuese a interrumpirles; poco les faltaba para mandar a los demás que bajasen la voz a fin de que no les molestase el ruido. Pues bien, repentinamente, cuando menos podía pensarse, el conde cometía el absurdo de alzarse distraídamente de la silla, bostezar y marcharse a hacer solitarios a un rincón de la mesa. Por su parte Fernanda caía en idénticas flaquezas, poniéndose a charlar animadamente con el chico del regente de la audiencia sin dirigir una mirada a su novio. Carmelita y Nuncita quedaban aterradas cuando esto sucedía, se iban a la cama, presa de la mayor consternación.
Después del rompimiento definitivo, y cuando al cabo se convencieron de que la ventura de realizar tan sublime matrimonio no estaba reservada para ellas, humillaron un poco su ambición y prestaron auxilio a Granate, que hacía mucho tiempo lo demandaba con instancia. También por este lado la suerte impía les hirió cruelmente. Fernanda rechazaba con irritación cualquier palabra suasoria que le dirigiesen en favor del indiano. Si observaba que las señoritas tenían dispuestas las sillas de modo que resultase aquél sentándose a su lado, en un instante destruía su combinación yéndose con ademán displicente al extremo opuesto. Al formarse las partidas de brisca o de tute no consentía que se lo diesen por compañero so pena de renunciar al juego. En fin, que estaba tan alerta y sobre sí que era imposible atacarla por ningún lado. No obstante, las de Meré persistían en su proyecto y trabajaban por llevarlo a cabo con paciencia; que es la garantía más segura para dar cima a las grandes empresas.
Algunos días después de la guasa de Paco Gómez se hallaban en la famosa tertulia, a más de tres o cuatro pollastres, el mismo Paco, Manuel Antonio, D. Santos, el capitán Núñez, D. Cristóbal, Fernanda, María Josefa Hevia y dos de las chicas de Mateo. No se pensaba todavía en jugar. Todos estaban sentados menos Paco, que daba vueltas por la sala contándoles la broma que había dado la otra noche en el teatro a Manín, el mayordomo de Quiñones. Desde que éste había quedado paralítico, su famoso acompañante andaba sin sombra por la ciudad. Mas, por la gran confianza que su amo le otorgaba, los tertulios de D. Pedro le guardaban consideraciones, y apesar de la rusticidad de su trato y del traje campestre que llevaba, cuando le tropezaban en la calle le abrazaban familiarmente, le convidaban a entrar en el café y a veces le llevaban al teatro. Manín para aquí, para allá: el grosero aldeano se había hecho famoso no sólo en Lancia, sino en toda la provincia. Aquel calzón corto, aquella media blanca de lana con ligas de color, chaqueta de bayeta verde y sombrero calañés, le daban un aspecto original en la ciudad, donde por milagro se veía ya un hombre con este arreo. Era una de las cosas que más sorprendían a los forasteros, sobre todo viéndole alternar en cierto pie de igualdad con los señores de la población. No sólo por respeto al maestrante, sino porque les hacía mucha gracia las salidas brutales de Manín, éstos se perecían por llevarle en su compañía. Además, Manín era un célebre cazador de osos, con los cuales se decía que había luchado algunas veces cuerpo a cuerpo. Los aficionados a tal clase de ejercicio le profesaban por esto respeto y simpatía. Sin embargo, los enemigos que el mayordomo tenía allá en su aldea aseguraban, riendo sarcásticamente, que lo de los osos era una farsa, que en su vida los había visto, cuanto más luchar con ellos. Añadían que Manín había sido siempre un zampatortas hasta que D. Pedro había tenido el capricho de sacarle de la oscuridad. La imparcialidad nos obliga a estampar esta opinión, que desde luego suponemos infundada. Hay que confesar, no obstante, que la conducta de Manín, ofreciendo repetidas veces a sus amigos llevarles a cazar el oso, sin que jamás cumpliera la promesa, la prestaba cierta verosimilitud. Pero el profesar respeto a la salud e integridad de los osos de su país ¿es acaso motivo suficiente para arrojar a un hombre a la cara el calificativo de zampatortas? Nadie osará afirmarlo. Más lógico es suponer que el célebre Manín era, como todos los hombres que logran sobreponerse a la multitud, víctima de las asechanzas de la envidia.
Refería Paco, con el desenfado procaz que le caracterizaba y del que no prescindía ni aun hallándose entre damas, cómo había llevado a Manín al palco proscenio que con otros amigos tenía abonado en el teatro. El mayordomo no había visto jamás bailarinas. Al presentarse éstas en escena le hizo creer que traían las piernas desnudas. Manín quedó escandalizado, fijando en ellas sus ojos, donde se pintaba el asombro y la indignación. «Pues aún no has visto lo mejor; ¡aguarda, aguarda un poco!» Al comenzar la orquesta a tocar, las bailarinas hacen chasquear los palillos, y dando una vuelta levantan todas la pierna a la altura de la cabeza. «¡Sollo!» exclama el pobre tapándose la cara con las manos. ¡Dios sabe lo que pensó que iba a ver!
Paco narraba el lance con naturalidad, paseando de un cabo de la sala, la cabeza baja y las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Las jóvenes tertulianas se creyeron en el caso de ruborizarse. Todos reían menos Granate, que aún tenía en el corazón la broma del día pasado. Desde su rincón, donde estaba como un oso aletargado, dirigíale miradas torvas, agresivas. ¿Qué había pasado en casa de Estrada-Rosa cuando el indiano fue a ella en demanda de la mano de la señorita? Ni a D. Juan ni a su hija se les pudo sacar una palabra; pero cierta doncellita enteró a todo el mundo de que D. Juan había rehusado en términos desdeñosos, que Granate hizo ostentación de sus millones y aun se autorizó el manifestar que Fernanda no encontraría un matrimonio más ventajoso. Entonces D. Juan se incomodó, le llamo zángano y lo despidió con cajas destempladas. Paco, cada vez que sorprendía una de aquellas miradas furibundas, sonreía y hacía guiños a Manuel Antonio.
—Oye, Carmela—dijo parándose frente a un cuadrito pintado al óleo,—¿dónde habéis comprado este San Juan?
—¡Jesús! señor—exclamó Carmelita,—no es un San Juan, que es un Salvador, ¡míralo cómo se ríe el pobrecito!
—¡Ah! es un Salvador. ¿En qué se distinguen?
Las señoritas de Meré, al escuchar tal pregunta, quisieron volverse locas de alegría. Se les caían las lágrimas de risa.
—¡Ay, qué Paquito! ¡Ay, qué corazón!... ¡No distingue un San Juan de un Salvador!
Y ríe y que te ríe. Hacía muchos años que no habían oído nada tan gracioso. Cuando hubieron sosegado un poco y se limpiaron las lágrimas y se sonaron estrepitosamente con un pañuelo de hierbas, Paco, que gozaba viéndolas tan alegres, les preguntó:
—Pero vamos, ¿cuándo lo habéis comprado, el Salvador, que yo no lo he visto hasta ahora?
—Estaba en el cuarto de Nuncia, mi alma; pero allí no estaba bien, porque tropezaba la cama en él, y lo hemos traído.
—Se lo regaló a Carmela, cuando vivía papá, un pintor de Madrid que pasó aquí unos días—dijo Nuncita.
—¿Eras tú joven?—preguntó gravemente Paco dirigiéndose a Carmelita.
—Sí, muy jovencita.
—¿El pintor tenía fama?
—Mucha.
—Entonces ya sé quién era, Murillo.
—No; me parece que no se llamaba así.
—Entonces sería Velázquez.
—Ese nombre ya me suena más. Era hombre mozo, muy cortés y muy galán, ¿verdad, Nuncia?... A tí me parece que te hizo algunas carantoñas...
Nuncita bajó los ojos ruborizada.
—¿Quién se acuerda de eso ya?
—Era muy enamoradizo—prosiguió Carmelita;—pero al mismo tiempo bien criado y bien entendido...
—¿Enamoradizo dijiste? Justo, no puede ser otro que Velázquez.
—No se llamaba Velázquez; se llamaba González—apuntó tímidamente Nuncita.
Y después de decirlo volvió a ruborizarse.
—¡Eso es, González!—exclamó su hermana haciendo memoria.
—Bueno, es igual, sería un contemporáneo suyo, de la buena raza de pintores del siglo XVII—manifestó Paco sin turbarse por las carcajadas de los tertulios, que se espantaban de la inocencia de aquellas pobres mujeres.
—¿Conque te ha hecho la corte a ti, Niña?—prosiguió cogiendo con dos dedos cariñosamente la barba de Nuncita.—Me parece que tú debiste de haber sido muy torerita, ¿verdad, Carmela?
—Fue un poco tentada de la risa.
—¡Carmela, por Dios, que estos señores van a creer que he sido una coqueta!—exclamó con angustia la Niña.
—No creerían más que la verdad, chica—dijo Paco.—¿Ya no te acuerdas que has dado oídos a un procurador eclesiástico llamado don Máximo, y después que éste se iba de tu casa hablabas con el teniente Paniagua por el balcón?
Nuncita sonrió con enternecimiento al recuerdo de aquellos tiempos, y repuso bajando los ojos con graciosa timidez:
—D. Máximo venía a casa todos los días, pero nunca me requirió de amores.
—¡Qué amores ni qué calabazas!—exclamó Paco.—Di tú que quien te gustaba de verdad era el teniente, y concluirás más pronto.
—¿Conque ha estado usted enamorada de un militar?—preguntó con graciosa volubilidad Emilita, dirigiendo al mismo tiempo una mirada provocativa a Núñez.—Pues ha tenido usted bien mal gusto.
El Jubilado se puso repentinamente serio y se le erizaron los bigotes de terror ante aquella salida de su hija; pero se tranquilizó inmediatamente al observar que el capitán, en vez de darse por ofendido, la pagaba con una sonrisa amorosa y lo echaba a broma como todos los demás.
—No es ella sola la que ha tenido ese mal gusto—expresó con marcada intención Carmelita, muy alegre de haber encontrado aquel rasgo de ingenio.
—Y ¿quién era ese teniente?... Algún trasto... ¡cómo si lo viera!...—tornó a preguntar Emilita con la misma adorable ligereza.
—¡Alto, alto, Emilia!—manifestó Paco.—Paniagua era teniente de los tercios de Flandes y muy bizarro.
—No, corazón, no—se apresuró a rectificar Nuncita,—que era de la guardia real.
—¿No era arcabucero?
—No, mi alma; de la guardia real te digo.
D. Cristóbal disimulaba la risa con un flujo de tos. Manuel Antonio y los pollastres reían descaradamente.
—Paniagua era hombre muy notable—prosiguió Paco.—Poseía esa decisión que tan bien sienta a los militares. El mismo día que llegó vio a Nuncia por la mañana al balcón. Por la tarde le entregó en el pórtico de San Rafael, al salir de la novena, un billete de declaración, que empezaba: «Señorita: Entre confuso y medroso, y dudando si en gracia de lo rendido me perdonará usted lo osado, confieso que mi único delito consiste en amar a usted...»
—¡Qué picarón! ¡cómo lo recuerda!—exclamó Nuncita, enternecida de verdad.
Lo cierto era que Paco, a quien la Niña, después de muy rogada, había mostrado las cartas que conservaba de Paniagua, se había aprendido de memoria aquel originalísimo documento y lo recitaba en todas partes para regocijo de sus amigos.
—Eso se llama un hombre resuelto. Así se manifiesta el carácter de la persona. ¡Qué diferencia de los militares de hoy, que antes de declararse a una muchacha la pasean un año la calle y luego tardan otro en decir: «Niña, ¿cuándo nos vamos a la vicaría?»
Pronunció estas palabras mirando al rincón donde estaban Emilita y el capitán. Éste recogió la alusión y se puso serio. La chica se hizo la distraída, pero agradeciendo mucho a Paco en el fondo de su corazón el capote, mientras el Jubilado se atusaba el bigote con mano temblorosa, temiendo que Núñez se enfadara, pero alegre al mismo tiempo por la esperanza de que estos capotazos oportunos le sacaran de su atonía.
Cansados de platicar, los pollastres propusieron jugar un ratito a las prendas. Es un juego donde los hombres de criterio siempre pescan algo. Fernanda consintió en que Granate se sentase a su lado. Los guiños de Paco, que había sorprendido, le habían hecho mal efecto. Era una criatura muy orgullosa, pero en la cual se hallaba arraigado el sentimiento de justicia. No podía sufrir que se burlasen en su presencia de nadie, aunque fuese del ser más ínfimo y despreciable. Podía decirse que el sentimiento de la dignidad, que era en ella tan delicado y vidrioso, la hacía sentir las heridas causadas en la de los otros con más viveza. Aunque aborrecía a Granate, la molestaba que se le mortificase en su presencia, sobre todo si era por su causa; sin perjuicio, por supuesto, de que ella le diese a cada momento descomunales desaires; pero entendía, y no le faltaba razón, que los desdenes de la mujer que se ama, si causan dolor, no resqueman como las burlas. El indiano, que se vio tan honrado, no cabía en sí de gozo, y comenzó con voluntad excesiva y la ordinariez que le caracterizaba a prodigarle mil atenciones. Fernanda las recibió con semblante grave, pero sin repugnancia.
Y vino, como es natural, aquello de las «tres veces sí y tres veces no,» el «contentar a todos los presentes,» «un favor y un disfavor,» etc., etc. La sociedad se recreaba con lo que se habían recreado sus padres y sus abuelos, y con lo que pensaban que se recrearían sus hijos. ¡Inocentes! Había allí un espíritu, sin embargo, que no merecía este calificativo. Paco Gómez jugaba con una condescendencia displicente, como hombre que se adelantaba mucho a su época, cometiendo mil torpezas y desaciertos que demostraban la distracción que caracteriza a los seres superiores. En cambio, Núñez tenía puestos los cinco sentidos. No se vio jamás hombre más erudito en aquellas materias ni que las tratase con más profundidad. Su inteligencia lúcida había penetrado en todos los secretos del juego de prendas y sabía sacar de cada uno el partido posible, extraer todo su jugo, según pedían las circunstancias. Por ejemplo, cuando una señorita debía contentarle, quedaba sordo instantáneamente. La joven se veía obligada a inclinarse más y más, hasta que sus labios de carmín rozaban la oreja del capitán. Si quedaba condenada a hacer el papel de esquina de la Puerta del Sol y, por consiguiente, a sufrir que le pegasen carteles en la cara, que se recostasen contra ella, etc., etc., el profundo Núñez no soltaba la presa en tanto que no pasease las manos por todas las regiones de su cuerpo. Pero cuando dio más claras muestras de su talento portentoso y de los vastos conocimientos que había logrado adquirir en aquel ramo del saber, fue al proponer que la señorita a quien acertase lo que tenía en el bolsillo quedase obligada a darle un beso. Tal seguridad tenían todas de que nada conseguiría, que no vacilaron en aceptar la proposición. Erró, efectivamente, al vaciar con el pensamiento el bolsillo de Carmelita, erró con Fernanda, con María Josefa, con Micaela, y ¡miren qué diablo! fue a acertar precisamente con Emilita. Unas tijeras, un pañuelo, un dedal y tres caramelos. La niña se puso a gritar batiendo las palmas, toda nerviosa: ¡Trampa, trampa! El capitán, sereno, apacible, grandioso como un héroe de la antigüedad, rechazó aquella imputación y demostró hasta la saciedad que allí no cabía trampa alguna.
—...A no ser—añadió sonriendo mefistofélicamente—que estuviera usted convenida conmigo para dejarme ver de antemano lo que tenía en el bolsillo.
La niña protestó aún más ruidosamente contra esta hipótesis indecorosa, se puso agitada hasta un grado incomprensible y, levantándose con viveza, corrió al extremo opuesto de la sala, lo más lejos posible del capitán, como si éste fuese a tomar por la fuerza lo que de derecho le correspondía. Hubo quien se puso de parte de ella (las mujeres) y quien tomó partido por él (casi todos los hombres). Armose en la sala un zipizape de mil demonios. Todos hablaban, reían, chillaban sin acabar de entenderse. Pero la que más gritaba y gesticulaba era, como es fácil de comprender, la interesada. Sin embargo, don Cristóbal, viendo que aquello llevaba trazas de no concluir, y queriendo dejar a salvo la formalidad de su progenie, intervino en la disputa como un dios majestuoso que extiende la diestra para calmar las olas del mar embravecido.
—Emilita—pronunció con firmeza,—juego es juego. Dale un beso a ese caballero.
Adviértase que no dijo «al capitán,» ni siquiera «a ese señor oficial.» Todavía sus labios civiles repugnaban dejar paso a una palabra de orden exclusivamente militar.
—¡Pero papá!—exclamó la hija menor, roja ya como una amapola.
—¡Vamos!...—profirió con la diestra extendida y en la actitud más imperativa que pudo adoptar jamás un dios jubilado.
No hubo más remedio. Emilita, confusa y avergonzada, con las mejillas convertidas en dos brasas, se acercó vacilante al heroico capitán de Pontevedra, fértil en toda clase de astucias, y le rozó con el carmín de los labios la tierra amarillenta de sus mejillas.
Mas hete aquí que, apenas lo hubo efectuado, saltó hecha un basilisco Micaela, la más irascible de las cuatro nereidas que nadaban en las profundidades de la morada del Jubilado:
—¡Qué desvergüenza!... Esos no son juegos decentes, sino suciedades... No me extraña de Núñez, porque los hombres ¿a qué están? Me extraña de tí, Emilita... Me parece que un poco más de pudor y vergüenza no te vendrían mal... Pero ¡cómo la has de tener si los que tienen obligación de ponértela son los primeros en empujarte a lo malo!...
Aquella sangrienta diatriba contra el autor de sus días dejó a éste pálido y clavado al suelo. Hubo un instante de silencio embarazoso. Una nota tan destemplada les sorprendió. Sin embargo, todos se apresuraron a defender a Emilita y a protestar de la pureza y la perfecta inocencia de tales juegos. El argumento que más se repetía, y el que a todos les parecía incontrastable, era que, no habiendo malicia, aquello no valía nada, porque lo importante en estos asuntos es la intención. El beso ¿ha sido dado con intención?—decía uno de los pollastres más dialécticos.—¿No? Pues entonces como si no se hubiera dado. Núñez asentía gravemente, un poco amoscado y mirando de reojo a su futura cuñada. Pero ésta no se rendía a demostraciones tan evidentes y se obstinaba en pedir, cada vez con mayor violencia y más altas voces, un poco de vergüenza para su hermana menor y unas migajitas de sentido para su señor padre. Mas como al cabo nadie se presentaba con estas cosas en la mano a satisfacer sus votos, no tuvo otro remedio que ir bajando el diapasón, hasta que al fin sus coléricas protestas se fueron trasformando poco a poco en murmullo sordo y amenazador como el de los truenos lejanos. Y la tertulia recobró su dulce sosiego habitual.
Pero quedó suspendido por aquella noche el juego de prendas. Nuncita, de quien casi siempre partían las grandes ideas, propuso que se jugase a la boba. No se sabe por qué, pero es lo cierto que este juego poseía particulares atractivos para la menor de las señoritas de Meré. Es indecible lo que se placía la ex-novia del teniente Paniagua cuando lograba encajar la boba a alguna de sus tertulianas, la ansiedad y desasosiego que se apoderaba de ella cuando la tenía en su poder y no lograba soltarla. Paco Gómez tomó la baraja y sacó las tres sotas; pero sabiendo la debilidad de Nuncita y queriendo, según su temperamento, mortificarla un poco, hizo una señal a la que quedaba, y luego la fue manifestando al oído a algunos de los tertulios. Resultado de esto fue que la boba iba casi siempre a parar a manos de la Niña, y allí se atascaba, sin que apesar de todos sus esfuerzos consiguiese desprenderse de ella. Con esto, apesar de su apacible natural, se fue impacientando poco a poco. La tertulia reía y ella también, pero más con los labios que con el corazón. Al fin, en un momento de cólera echó a rodar las cartas y declaró que no jugaba más. Carmelita, al ver aquel acto de descortesía, intervino severamente, como siempre que se desmandaba.
—¿Qué arrebato es ése? ¿A qué conduce esa tontería? ¿Qué dirán estos señores?... Dirán, con motivo, que no tienes educación, y que en nuestra familia no ha habido quien hubiera sabido enseñarte... ¡A ver si coges las cartas ahora mismo!
—No quiero.
—¿Qué, qué dices, necia? ¡Tú, tú, tú eres tonta!... ¿Se habrá visto una criatura más díscola?... Co... co... coge las cartas enseguida...
La cólera la hacía tartamudear, saliendo de su boca desprovista de dientes unos ruidos extraños.
—¡Hum!—gruñó Nuncita, torciendo el hocico con mueca de mimo.
—¡Niña, no me enfades!—gritó su hermana mayor.
—¡No quiero, no quiero!—repitió aquella criatura indómita con decisión.
Y al mismo tiempo se levantó de la silla y arrastrando los pies se fue a refugiar en el gabinete.
Mas su hermana la siguió inmediatamente en la actitud más severa y autoritaria que puede nadie imaginarse, dispuesta a corregir aquel principio de rebelión, que con el tiempo podría traer funestas consecuencias. Oyose rumor de disputa, sobresaliendo la voz áspera, irritada, de Carmelita; luego aquella voz se fue dulcificando, haciéndose persuasiva, razonadora, reprendiendo con suavidad. Llegó asimismo a los oídos de los tertulios el eco de un sollozo. Por último, al cabo de buen rato se presentó de nuevo Carmelita, arrastrando los pies todavía más que su hermana, con los ojos resplandecientes de autoridad y el ademán majestuoso que conviene a los que necesitan dictar leyes a los seres que la Providencia les ha confiado. Detrás venía la Niña avergonzada, sumisa, con las mejillas inflamadas y los ojos llorosos. Sentose otra vez a la mesa y, sin osar levantar los ojos a su hermana mayor, que la miraba aún con cierta dureza, tomó humildemente las cartas y se puso a jugar. Pues bien, este ejemplo conmovedor de respeto y de sumisión, en vez de impresionar gravemente a los circunstantes, provocó en casi todos una sonrisa de burla, y en algunos de ellos algunas inoportunas carcajadas que a duras penas lograron sofocar.
Sin embargo, el juego no duró mucho tiempo. Acercábase la hora de diseminarse aquella escogida sociedad.
—María Josefa, hoy he visto a tu ahijada en el paseo—dijo Paco Gómez, mientras barajaba distraídamente las cartas.—La he dado un beso. Está cada día más guapa... ¿Cuánto tiempo tiene ya?
—Pues saca la cuenta. La hemos bautizado en Febrero... Dos meses y medio.
—¿Iba con su madre?—preguntó Manuel Antonio sonriendo de un modo particular.
—No. A su madre la he encontrado después en Altavilla y he echado un párrafo con ella—respondió gravemente y con afectada naturalidad.
La mayor parte de los tertulios le miraban sonrientes con expresión de malicia reservada que sorprendió a Fernanda. Sólo las dos señoritas de Meré y Granate permanecieron impasibles, sin darse cuenta de lo que se hablaba.
—Pero ¿a qué ahijada de usted se refiere, a la niña recogida por los de Quiñones?—preguntó en voz baja la heredera de Estrada-Rosa a María Josefa.
—Sí.
—¿Entonces?... ¿Cómo hablan de su madre?
—Porque esos dos tienen una lengua muy mala. ¡Dios nos libre de ella!—repuso la solterona sonriendo también con alegría maliciosa, mirando al mismo tiempo a la joven con la benevolencia condescendiente con que se mira a las criaturas inocentes.
—Pero ¿quién suponen que es su madre?
—¿Quién ha de ser? Amalia... ¡Silencio!—dijo apresuradamente, bajando más la voz.
Quedó estupefacta. Para ella era la noticia tan nueva, tan sorprendente, que por unos instantes estuvo mirando con ojos pasmados a su amiga como si no hubiese oído. En el estupor que le causaba, no oyó las primeras palabras de Paco. Sólo se hizo cargo al concluir de que estaba loando con calor la belleza de la niña.
—Tiene a quien parecerse—murmuró el marica de Sierra con la misma intención maligna.—Ya ves... su madre... ¡Y su padre!... Su padre se cae de buen mozo.
Fernanda, picada repentinamente por vivísima curiosidad, una curiosidad insana que la puso agitada y anhelante sin saber por qué, se inclinó otra vez hacia María Josefa, y metiéndole la boca por el oído, le preguntó con voz alterada:
—Pero ¿quién es su padre?
La solterona se volvió hacia ella y le clavó una mirada donde se traslucía junto con la sorpresa la misma indulgencia compasiva.
—Pero ¿de veras no sabes?...
La joven hizo signo negativo. Y al mismo tiempo se sintió embargada por terrible emoción. Una corriente de aire frío atravesó su ser interior repentinamente. Quedó pálida, pendiente de los labios de María Josefa, como si de ellos esperase la salud o la muerte. Aquélla advirtió bien su turbación, y dijo después de mirarla un instante fijamente:
—No te lo digo... ¿Para qué?... Acaso sea todo una calumnia.
Fernanda se repuso instantáneamente.
—Está bien—respondió haciendo un gesto de displicencia.—Cálleselo. Después de todo, ¿a mí qué me importa todo eso?
Este gesto hirió a la solterona, que se apresuró a decir con aguda sonrisa:
—Pues precisamente porque a tí te importa es por lo que temo decírtelo.
—No entiendo...
María Josefa se inclinó hacia ella y le dijo:
—Porque dicen que el padre de la criatura es Luis.
Como ya antes había sentido la puñalada, Fernanda quedó impasible y preguntó con indiferencia:
—¿Qué Luis?
—El conde, muchacha.
—¿Y por qué me ha de importar a mí que sea Luis el padre?
María Josefa quedó un poco desconcertada.
—Como ha sido tu novio...
—¡Pero como ya no lo es!—replicó encogiéndose de hombros desdeñosamente.
Y se puso a hablar con Granate, que tenía del otro lado. Aquella indiferencia era pura comedia que su orgullo lograba representar. Una tristeza inexplicable y penetrante cayó sobre su alma y la invadió por completo, sin dejarle fuerzas para pensar ni para hacer nada. Si Granate no fuese un animal, hubiera comprendido enseguida que la sonrisa con que acogía sus barbarismos y barbaridades era una verdadera mueca sin expresión alguna, y que los monosílabos y respuestas incoherentes que dejaba escapar de sus labios denunciaban bien claramente que no le escuchaba a él, sino a Paco Gómez, Manuel Antonio y los demás que seguían charlando de la niña expósita.
¡Con qué interés ardiente recogía todas las palabras que se cambiaban entre aquellos maldicientes! Y a medida que iban poniéndole en claro el suceso y que iban acumulando pormenores, entreverando frases burlonas y reticencias de efecto cómico, su corazón se apretaba, se apretaba poco a poco, como si todos ellos lo fuesen oprimiendo entre sus manos, uno después de otro, para hacerle daño. Pero su rostro permanecía impasible. Ni la más leve contracción acusaba el dolor que la mordía.
La tertulia se deshizo a las doce, como siempre. Fernanda sintió gran consuelo al respirar el aire frío y húmedo de la noche. Tenía ansia de quedarse a solas con su pensamiento y darse cuenta cabal de lo que acababa de aprender.
Había llovido mucho. Las calles, empedradas de grueso guijarro, resplandecían a la luz de los reverberos. Al salir de la casa unos tomaron por la calle abajo; otros, entre ellos Fernanda, hacia arriba en dirección a la plaza. Pocos pasos habían dado cuando sintieron el estrepitoso trotar de unos caballos que doblaban en aquel instante la esquina y bajaban hacia ellos.
—Ahí está el barón y su criado—dijo Manuel Antonio.
Era la hora, en efecto, en que el excéntrico barón de los Oscos salía a dar su paseo habitual por las calles de Lancia. Su famoso caballo las desempedraba haciendo cabriolas, levantando tal estrépito que, aun siendo el corcel de su criado mucho más paciente, parecía que atravesaba la ciudad un escuadrón. Al cruzarse con los tertulios, Manuel Antonio, con el desparpajo que le caracterizaba, gritó: «Buenas noches barón.» Pero éste volvió hacia ellos el rostro espantable, los miró fijamente con sus ojos encarnizados y siguió adelante sin contestar. El marica, corrido, dijo:
—¡Va borracho, como siempre!
Todos asintieron burlando. Pero en el fondo sintieron todos, unos más y otros menos, el mismo estremecimiento al ver aquella figura siniestra. Fernanda, por mujer y por el estado especial de su alma, se inmutó visiblemente: después de pasar siguió todavía con ojos de temor a los dos jinetes hasta que se perdieron entre las sombras.
Al meterse en la cama, con el corazón apretado, quiso analizar la emoción que la dominaba; quiso remontarse a la causa. Sintió vergüenza de ella. Su orgullo le hizo exclamar con rabia y en voz alta:
—¿A mí que me importan esas picardías? ¿Qué tengo que ver con él ni con ella?
Pero acabado de proferir tales palabras sintió las mejillas caldeadas por el llanto. La heredera de Estrada-Rosa se volvió rápidamente y hundió el rostro, cubierto de rubor, en las almohadas.
El aumento del contingente.
Las terribles dificultades que debían de surgir para el matrimonio de Emilita, a causa de las opiniones antibélicas de su padre, se orillaron con más facilidad de lo que podía esperarse. La historia no hablará (aunque mejor razón tendrá que para otros muchos sucesos) de aquel día solemne en que Núñez fue de uniforme a pedir a D. Cristóbal la mano de su hija, de aquel abrazo memorable con que éste le recibió, estrechándole calurosamente contra su pecho civil, de aquella fusión increíble de dos elementos heterogéneos creados para repelerse, y que gracias al amor de un ángel dulce y revoltoso se compenetraban y entendían. Si por casualidad esta página privada fuese objeto de atención para algún historiador, no tendría más remedio que afirmar la grandísima importancia de semejante concordia, que hasta entonces se había juzgado inverosímil, y al mismo tiempo presentar con imparcialidad el reverso, descubriendo a las futuras generaciones en qué modo el benemérito patricio D. Cristóbal Mateo fue víctima de una injusticia social y de la persecución de sus conciudadanos.
Es de saber, que todo el mundo en Lancia se creía autorizado para dar cantaleta a este respetable y antiguo funcionario acerca del matrimonio de su hija. Unas veces directa, otras indirectamente, siempre que tocaban tal punto aludían a las opiniones contrarias al desenvolvimiento de las fuerzas de tierra sustentadas por él hasta entonces. Al matrimonio dio en llamársele «el aumento del contingente,» y algunos llevaron su procacidad hasta darle tal nombre delante de su futuro yerno. Fácil es de concebir cuánta saliva habría tenido que tragar antes de perder, como lo hizo, una molesta y mal entendida vergüenza.
Pero a despecho de todas las diatribas y murmuraciones de los vecinos, que reflejaban, en el sentir de Mateo, más que su naturaleza jocosa, la envidia que ardía en la mayor parte de los corazones, «el aumento del contingente» se abría paso. El plazo fijado para realizarlo fue el mes de Agosto. Cuando llegó el momento había adquirido tal importancia que, como sucede generalmente en los pueblos pequeños, apenas se hablaba de otra cosa. Las relaciones del Jubilado y sus cuatro hijas eran numerosísimas, y todas ellas aspiraban a ser invitadas el día de la boda. Por otra parte, la misma aspiración alimentaban en su pecho algunos dignos y pundonorosos oficiales del batallón de Pontevedra amigos del futuro. No siendo posible reunir tanta gente en el hogar poético del Jubilado, se pensó en celebrar la boda en el campo. La casa más a propósito era la de la Granja por su proximidad a la población. D. Cristóbal se la pidió al conde, con quien tenía extremada confianza, lo mismo que sus hijas, y éste se apresuró a ponerla a su disposición.
En la iglesia de San Rafael se consumó de madrugada aquella venturosa alianza, prenda segura de paz entre el elemento civil y el militar. Bendíjola fray Diego que, por ser el sacerdote más bizarro y el más firme bebedor de anisado de la capital, gozaba de gran prestigio entre la oficialidad. Asistieron al acto más de veinte damas y casi otros tantos caballeros. En cuanto terminó se trasladaron todos a la Granja para pasar allí el día. Por hallarse tan cerca de la población no se necesitaban carruajes. Sin embargo, fueron los del conde de Onís y de Quiñones para trasportar a los novios y a algunas personas de edad avanzada, como las dos señoritas de Meré. Entre los invitados estaba casi toda la tertulia del maestrante, bastantes de la de las de Meré y un número crecido de oficiales.
El conde había hecho asear, hasta donde era posible, el vetusto caserón. Casi todos lo conocían como su propia casa. Era el sitio obligado de las giras campestres por hallarse tan cerca y por el hermoso bosque que tenía. Los condes jamás habían negado el permiso. En cuanto llegaron y gustaron el chocolate, que les esperaba en el vasto salón con pavimento de ladrillo de la planta baja que servía de comedor, se diseminaron sin ceremonia por la casa y por la finca dispuestos a matar las horas del mejor modo posible hasta que sonase la de comer. La novia, con Amalia, que había sido su madrina, y otras dos señoras se fue a sentar gravemente en una de las habitaciones. Tenía los ojos brillantes, las mejillas coloradas y procuraba inútilmente disfrazar con un continente digno y serio la profunda emoción que la embargaba. Las que la acompañaban, casadas todas, la acariciaban sin cesar, pasando la mano por sus cabellos, dándole palmaditas en las mejillas, cogiéndole las manos y de vez en cuando inclinándose para estampar un beso en su frente con esa condescendencia, mitad cariñosa, mitad irónica, con que las veteranas del matrimonio contemplan a las bisoñas. No hay una de aquéllas que al acercarse a una novia no sienta vibrar en su pecho el eco de cierta música lejana y divina; viene a sus labios el gusto de la miel de la remota luna; pero llega ¡ay! con el dejo amarguillo de algunos años de prosa matrimonial. En toda mujer casada hay un poeta desengañado de su musa. De aquí la sonrisa baironiana que aparece en su rostro al observar la dicha que arde en los ojos de una desposada.
Emilita había cambiado de carácter en un cuarto de hora. Todo lo juguetona y pizpireta que se había mostrado hasta entonces, aparecía ahora grave y espetada. Disertaba sabiamente con las matronas, sus compañeras, acerca de la instalación de la despensa, del servicio doméstico que todas consideraban en espantosa decadencia, del precio de la carne. Tan vieja se había hecho en este cuarto de hora, que sorprendía no ver ya alguna hebra de plata entre sus cabellos de oro.
En cambio a sus hermanas, por extraño contraste, les habían quitado algunos años de encima desde que la menor tomara la investidura. Habían retrocedido hasta la infancia. Como criaturas ávidas de aire y de luz para desarrollarse, lanzáronse al bosque las tres, animando con sus gritos e inocentes carcajadas el silencio y la paz que allí reinaba. ¡Virgen del Amparo lo que saltaron, lo que rieron, las diabluras que llevaron a cabo en poco tiempo aquellas loquillas! Para entregarse a los juegos inocentes, que exigía el retroceso sensible que habían experimentado de pronto, se quitan las mantillas y dejan suelto el cabello, tiran los guantes, el abanico, la sombrilla, todo lo que pudiera simbolizar la juventud, y se quedan gozosas con los atributos de la adolescencia. No sólo dejan flotando sobre la espalda su cabellera angelical, sino que se despojan del reloj, de las pulseras y sortijas que entregan a su papá, colgándose antes de su cuello para hacerle mil caricias como niñas sencillas y apasionadas que eran; hecho lo cual y al observar que algunos dignos oficiales del batallón de Pontevedra las contemplan, huyen ruborizadas y confusas, se recogen las enaguas con alfileres hasta dejar descubierto el pie y parte de la pierna, y en la inocencia de su corazón huyen, huyen siempre por el bosque adelante, esquivando como las ninfas de Diana las miradas ardientes de la oficialidad.
Y cuando llegan a un rincón apartado y solitario donde las sombras se espesan, donde no llegan los ruidos mundanales ni penetran los ojos maliciosos de los hombres, llaman con gritos de alegría, como pajaritos de Dios, a sus compañeras, las invitan a venir a disfrutar de aquella amable seguridad donde libremente pueden mostrar sus gracias y recrearse sin peligro de ser sorprendidas. Entonces una propone jugar a la cuerda y las demás acceden batiendo las palmas. Jovita es la primera. Salta, salta hasta que queda rendida y se deja caer sobre el césped, llevándose la mano al corazón, que palpita con la fatiga, no con la agitación insana de las pasiones juveniles. Luego salta otra, luego otra y otra hasta que todas se tienden exánimes pero risueñas, reflejando en sus mejillas sudorosas y en sus ojos entornados la dulce alegría que se escapa de un pecho inocente. Y en cuanto descansan se propone jugar «al milano que le dan—cebollita con el pan.» ¡Qué risa! ¡qué algazara! ¡cómo resuena el dormido bosque con las voces argentinas de aquellas bellas y tiernas criaturas! Cansadas de este juego se diseminan por un momento. Algunas forman grupo sentadas al pie del tronco de un roble y se cuentan en voz baja como suave gorjeo mil puerilidades encantadoras; otras se entregan apasionadamente a la busca de florecillas azules y hacen con ellas ramilletes que colocan en el pecho; otras se persiguen, como las golondrinas en el aire, con chillidos penetrantes. Otras, las más resueltas, dedican sus esfuerzos a la caza de cigarras y otros bichos temerosos. Pero luego tornan a juntarse porque hay una chica muy aturdida que apuesta a encaramarse en un árbol si la ayudan, y hay otra maligna que dice que sí, que ella la ayudará. Manos a la obra. Empezó la animosa joven, que se llama Consuelo, a poner sus piececitos en las rugosidades del roble más asequible. La compañera maligna, que no es otra que Socorro, la tercera sirena del Jubilado, la sostiene. Encarámase al fin la primera en la cruz de dos ramas; asciende después a otra; aplauden las ninfas y la alientan con gritos de entusiasmo...
Mas he aquí que Rubio, el teniente de la tercera, hombre acreditado de audaz entre sus compañeros de arma y de un genio devastador para el sexo femenino, se presenta de improviso asomando su cabeza temeraria por encima de unas matas. Las ninfas, al verle, lanzan un grito y quedan petrificadas en la actitud en que las sorprende. Consuelo, desde lo alto del árbol, le apostrofa con violencia. Si en su mano estuviera trasformaría inmediatamente en ciervo a aquel nuevo Acteón. Acá, para inter nos, es posible que prefiriese trasformarle primeramente en marido, sin perjuicio de acudir más adelante a la metamorfosis clásica... Pero Rubio, el teniente de la tercera, conoce perfectamente el valor de estos gritos y estos apóstrofes. No se inmuta; sonríe maliciosamente y llama con voz ronca a sus hermanos de armas. ¡Qué confusión, qué espanto entre aquellas risueñas hijas de los bosques al aproximarse en columna cerrada los hijos de Marte! Sin recoger las mantillas, ni los guantes, ni las sombrillas, nada en suma de lo que las pertenecía, huyen y se desbandan por la floresta lanzando gritos de terror. Pero los sátiros de pantalón encarnado las persiguen con saña, las atrapan aquí y allá y las traen cautivas enmedio de risotadas odiosas. Mientras tanto la pobre Consuelo, encima del árbol y bloqueada por tres de estos silvanos voluptuosos, se niega terminantemente a bajar mientras no se alejen por lo menos cincuenta varas. Ellos ¡los crueles! se niegan. Ruega la ninfa, se irrita, está a punto de llorar; pero ni su enojo ni sus lágrimas consiguen ablandar el corazón empedernido de los infames sátiros. Por fin se resigna a descender y, aunque toma muchas y castas precauciones, éstos logran ver un pie deliciosamente calzado y un nacimiento de pierna que les hace rugir de gozo. Pero ¿dónde está Rubio? ¿Dónde está el más terrible y feroz de todos ellos? No se sabe, mas al cabo de mucho tiempo sale de la espesura arrastrando consigo a Socorro, la más sentimental de las ondinas de D. Cristóbal. En los rasgos crueles de su fisonomía viene pintada la expresión del triunfo, y en los de ella la vergüenza y la sumisión de una cautiva. Muchas horas después, en las últimas de la noche, sentado a una mesa del café de Marañón y rodeado de ocho o diez de sus colegas, el teniente de la tercera narraba con sonrisa malévola el vencimiento de la ninfa, calculando lo menos en veinticinco o treinta los besos que logró robarle en distintos sitios de su rostro hechicero; y todos los hijos de Marte aplaudían y celebraban con homéricas carcajadas aquel nuevo triunfo de su heroico compañero.
Finalmente, los vencedores no se mostraron demasiado tiranos, y el orden se restableció gracias a la llegada oportuna de las señoritas de Meré, que venían acompañadas de María Josefa y de Paco Gómez. Las autoras y únicas responsables de todo aquello habían sacado el fondo del cofre. Carmelita traía un vestido de alepín de seda negra que sólo salía a relucir en las grandes ocasiones, al paso que Nuncita, por contar menos años y respetabilidad, podía lucir un traje claro con flores bordadas, como sólo se ven en los retratos del siglo pasado. Estaban alegres, rebosando satisfacción por los ojos; pero las piernas no respondían a aquella eterna juventud de sus corazones: caminaban apoyándose en sendas muletas y agarrándose con la mano libre al brazo de sus acompañantes. Fueron recibidas con vivas y hurras. Se oyeron asimismo algunas frases harto familiares, de esas que nadie más que las benditas de Meré consentían y reían. Por eso tenía poco mérito el embromarlas. Jamás se dio el caso de verlas enfadadas con sus amigos, y eso que algunos se deslizaban en sus guasas hasta llegar no pocas veces a la grosería. En cambio eran muy propensas a la guerra intestina, esto es, a irritarse una con otra; pero ya sabemos en qué paraban siempre estas misas.
El espíritu temerario del teniente Rubio, apretado por las circunstancias, engendró una idea felicísima, es a saber: que para mejor pasar el rato hasta la hora de comer se construyese un columpio, donde las damas pudieran gozar la dicha de sacudirse el diafragma algunos instantes, y los caballeros la de proporcionársela moviendo galantemente el aparato. Dicho y hecho: se buscan cuerdas, se sierra una tabla; en menos de un cuarto de hora queda todo terminado. Rubio, mientras se lleva a cabo, no deja de hacer guiños expresivos a sus compañeros, que comprenden, sonríen, callan, profundamente admirados, como siempre, de la audacia y penetración del teniente de la tercera. Ya está amarrado el columpio. ¿Quién es la primera? Todas manifiestan la misma vergüenza, idéntico rubor colorea sus mejillas. A una se le ocurre malignamente proponer que lo estrene Nuncita. Las demás aplauden la idea. Nuncita resiste aterrada. Carmelita ni concede el permiso ni lo niega. Las instancias se repiten sin cesar. Los mancebos encuentran la idea cada vez más original. Al fin, casi a viva fuerza, entre los aplausos frenéticos del corro, Cuervo, el hercúleo alférez de la primera, levanta en brazos a la Niña y la sienta en la tabla.
—¡Agárrate bien, Nuncia!—le grita Paco Gómez, mientras el citado alférez y algunos otros amigos empiezan a mecerla.
—¡Suave, suave!—exclama Carmelita.
No hay cuidado; así lo hacen, porque temen dar con ella en tierra. Pero aun moviendo el columpio con parsimonia, el aire consigue levantar, al poco tiempo, las enaguas de la antigua doncella. Los oficiales ríen y empujan el columpio para que se vea más.
—¡Fuerte, fuerte, que algo se pesca!—les grita Paco Gómez.
Las muchachas, entre risueñas y avergonzadas, se tapan la cara y se abrazan unas a otras diciéndose palabritas al oído.
—¡Alto, alto!—exclama Carmelita.—¡Paren ustedes!
Nadie hace caso. Las ropas de la Niña van subiendo, subiendo: no se sabe dónde se van a detener.
—¡Alto, alto! ¡Por Dios, señor alférez!
—¡Anda con ella!—rugen los militares.
Y el columpio sigue cada vez más vivo. Nuncita está tan asustada que no tiene tiempo a pensar en el pudor.
—¡Señor alférez! ¡Señor capitán!—grita Carmelita toda temblorosa, agitando los brazos, la mandíbula inferior, desdentada, batiendo contra la superior, desdentada también, con un estremecimiento particular.—¡Señor capitán, téngase por Dios! ¡Por la Virgen del Amor Hermoso!... ¡Pare! ¡pare!... ¡pare!
—¡Sooó!—exclama Paco.
Pero el capitán es sueco y sigue apretando. Las enaguas de Nuncita se encuentran ya en la más alta cúspide adonde pueden llegar. Las jóvenes se vuelven de espaldas; algunas corren riendo a ocultarse entre los árboles. Sólo cuando hubieron consumado su obra de desvergüenza se consiguió que los oficiales aplacasen y permitiesen a Nuncita tomar tierra. Su hermana, en vez de enojarse con los culpables, la emprende con ella llena de furor, vibrando rayos por los ojos.
—¡Bájate, picarona! ¡Escandalosa! ¿Es ésa la educación que has aprendido de tus padres? ¿Es eso lo que te aconseja el confesor?
Nuncita, aterrada, empieza a hacer pucheros y suelta la llave de las lágrimas. La juventud masculina, lo mismo que la femenina, tratan de calmar a la enfurecida Carmelita. El capitán y el alférez echan sobre sí toda la culpa. Es en vano. La cólera no se apaga hasta que no se descarga de palabras bien ofensivas y pesadas. La pobre Niña, sentada en el suelo, sollozando, con la cara oculta entre las manos, excita la compasión de todos los presentes, que no cesan de interceder por ella.
Se trata de saber cuál es la que ha de subirse al columpio después. Ninguna quiere: es natural. ¿Cómo han de dejarse columpiar por hombres tan atrevidos y desvergonzados? Es en vano que militares y paisanos expliquen su conducta en el suceso anterior y hagan juramento de no reincidir y estar comedidos y prudentes y siempre a las órdenes de las damas. Éstas no se fían. Sobre todo el teniente Rubio les inspira un terror pánico considerándolo, y no sin razón, como el alma de todas aquellas intrigas libidinosas.
Pero cuando más desesperanzados estaban, he aquí que Consuelo, aquella niña aturdida y resuelta que hacía poco se había encaramado en un árbol, habla al oído a una compañera y luego se adelanta y dice, con espanto de sus compañeras:
—Yo me subo. Ayúdenme ustedes.
Un grito de entusiasmo acogió estas sencillas palabras. Por algunos instantes no se oyó más que ¡viva Consuelo! ¡viva Consuelo! entre la muchedumbre frenética. No hay quien no quiera ayudarla y quien no la colme de flores y agasajos. El alférez atlético, con ademán caballeresco, pone una rodilla en tierra y la invita a que afiance el pie sobre su muslo. La intrépida joven no se hace de rogar y lo ejecuta, sentándose de un salto en la tabla. Lo mismo militares que paisanos se las prometen muy felices y cambian entre sí miradas de inteligencia, decididos a faltar a su palabra y a pagar la confianza de la niña con la más negra traición. Mas cuando ya se disponían a dar comienzo a su obra maléfica empujando el aparato, Consuelo hace seña a su compañera. Se adelanta ésta con un puñado de alfileres y en un instante le prende las enaguas por debajo, de tal manera que no hay forma de que se le vea ni la punta del pie aunque echen a vuelo el columpio. El sexo femenino aplaude con entusiasmo loco.
—¡Bien, Consuelo! ¡bien!
El masculino, enfadado y mohíno, no se atreve, sin embargo, a protestar ruidosamente, pero murmura de aquella falta de confianza, mientras la interesada, orgullosa de su ocurrencia, los contempla con sonrisa burlona. La desgracia fue completa. Los alfileritos obtuvieron un éxito tan lisonjero que no hubo niña que se subiese al aparato que no se hiciese coser la ropa previamente con ellos.
Mientras tales memorables escenas se efectuaban en el bosque, Jaime Moro, desdeñando los placeres campestres, había logrado catequizar a Fray Diego y a D. Juan Estrada-Rosa para echar un tresillito. Se aburría en la iglesia, se aburría en el bosque, en la ciudad y en la campiña. Tan sólo recobraba la serenidad de espíritu y renacía en él la calma y la alegría cuando tomaba las cartas en la mano. La suerte quiso serle aciaga. No había naipes en la casa. Pero no se arredra por eso. Baja a la cocina, llama aparte a un criado, al que le pareció más ligero y musculoso, y dándole una propina le encarga que a todo correr vaya a la ciudad y traiga un par de barajitas. Mientras tanto, para que no se le escapen, hace esfuerzos portentosos por entretener a sus compañeros, hablándoles de lo que más puede interesarles, sobre todo a don Juan, que manifestaba tendencias muy señaladas a desertar, seducido por la idea absurda de dar un paseo por la quinta y hacer una visita al molino como otros de los invitados. Moro sudaba de congoja temiendo no poder resistir hasta la vuelta del criado. Felizmente éste llegó a tiempo. En cuanto tuvo en su poder las anheladas barajas ya fue otro hombre. Seguro de la victoria los arrastra a una de las salas retiradas del caserón, se hace traer una mesa adecuada, bujías, cerveza, cigarros y ¡vamos allá!... Después de haber estado a dos dedos de perderla, Jaime Moro gozaba de aquella felicidad con una ruidosa alegría que causaba envidia.
Un buen golpe de gente ridícula, sin imaginación bastante para comprender ni gustar las dulzuras del tresillo, se había ido, con el Jubilado a la cabeza, a recorrer la posesión y visitar después el molino de nuevo sistema que el conde había montado hacía poco tiempo. Formaban la comitiva, entre otros, el novio, el propio capitán Núñez, con aquellos de sus compañeros menos propicios al sexo femenino, Granate, D. Enrique Valero, Saleta, Manín y otros pocos. Al conde no se le pudo arrastrar porque no se le halló. Se dijo que estaba dando órdenes a los criados y vigilando algunas obras allá lejos, pero no se le halló tampoco en ellas. Uno que hacía allí de capataz o medio mayordomo se brindó a servirles de guía.
La finca estaba situada en la pendiente de la misma suave colina donde está asentada Lancia. A espaldas de la casa se encuentra el bosque, que le priva de la vista de la ciudad. Así que con hallarse tan próxima parece que se está a cien leguas de ella, en la amable soledad del campo. Al mismo tiempo la protege contra los vientos del Norte y del Oeste, dejándola solamente abierta a las templadas y benéficas corrientes que vienen del Mediodía y del Este. No llegan hasta allí los ruidos de la población. Tan sólo las campanas de la catedral suenan a ciertas horas del día dulcemente amortiguadas por la distancia. La carretera general va por detrás del bosque. Otra pequeñita, que arranca de ella, la pone en comunicación con la quinta. No hay en ésta, como ya sabemos, ningún parque a la inglesa o a la francesa, ni jardincitos, ni cascadas, ni grutas artificiales. Es una finca mitad de recreo, mitad de labor. Primero el bosque, luego la casa con su corrada; después un jardín vasto y abandonado; enseguida praderas inmensas que se extienden por la falda de la colina y llegan hasta el río y aun lo salvan y se dilatan por la opuesta orilla. Por estas praderas se ve pastando el ganado, se oyen sus esquilas y los ladridos de los perros. Es fácil forjarse la ilusión de que se está en el seno de la naturaleza solitaria. La paz es profunda y sólo la interrumpe el canto de un pájaro o el mugido de una vaca.
Los excursionistas recorrieron las cuadras, que estaban bien cuidadas, pues el conde tenía afición a la ganadería. Sin embargo, Saleta afirmó que las había visto en Holanda mucho mejores.
—Figúrense ustedes, señores—manifestó con su característico acento gallego,—que allí a las vacas les atan el rabo con una cuerda, ¿saben? y lo tienen suspendido para que cuando les da la gana de proveerse lo puedan hacer sin ensuciárselo.
Esta noticia, rigorosamente exacta, hace soltar la carcajada a los presentes.
—¡Pero este D. Ramón cuándo se cansará de inventar patrañas!—se decían los unos a los otros por lo bajo, todo por causa de aquella maldita reputación de embustero que había adquirido.
—Pue eztán bien atrazaiyo en Holanda, amigo Zaleta—manifestó Valero, que no le dejaba pasar una.—En Málaga, cuando a alguna vaca le da la gana de ezo, ze le zienta en un inodoro y ze la limpia depué con papel higiénico.
Saleta no se dio por ofendido. Estaba tan avezado a la incredulidad de sus oyentes, que aunque ahora reventase con la verdad no le impacientaba que no se le creyese.
Cuando hubieron recorrido las cuadras tomaron el camino de los prados a campo traviesa, y descendieron hasta el río guarnecido, por entrambas orillas, de alisos, álamos y mimbreras, los cuales formaban a trechos una mata espesa por debajo de la cual corría oscuro y tétrico. El río Lora es uno de los menos caudalosos y al mismo tiempo de los más originales de España. Antes de llegar al mar, «que es el morir,» como dijo el poeta, se arregla para dar infinidad de vueltas como un viejo marrullero que pretende burlarse de la ley común a los seres creados. Imposible imaginarse un cauce más extravagante. Sale de cualquier población muy resuelto y boyante; parece que va a tragarse las leguas y marchar impávido hasta el océano. Pero al cuarto de legua se arrepiente, da la vuelta y retorna lento y cabizbajo cerca del punto de partida, lo cual hace pensar a algunos, no sin fundamento, que camina cuesta arriba. Sale de nuevo, no por voluntad, sino apretado por las circunstancias; esta vez se pierde de vista; todo el mundo cree que se va de veras para no volver. No es así, sin embargo. El gran zorro, cuando entiende que ya no le ven desde el pueblo, revuelve muy solapadamente y trata de meterse otra vez por él, pero le da vergüenza, y antes de llegar se aparta un poco y va a parar a alguna aldea próxima del mismo concejo. Jamás siguió una carrera franca y abierta. Como todos los caracteres rebajados, repugna la luz, aprovecha cualquier coyuntura para deslizarse debajo de alguna peña o una mata y ocultarse a las miradas de los hombres y permanecer allí estancado, corrompiéndose en degradante ociosidad. Nadie se fíe de él. Con sus apariencias de viejo inválido y reumático, incapaz de dar un paso, ha engañado a muchos zagales. Los invita a bañarse haciéndoles pensar que no tiene media vara de fondo, y luego los estrangula miserablemente entre sus aguas verdes. No se hallarán dentro náyades de celestial hermosura quebrando al nadar con sus brazos de alabastro los frágiles cristales, ni saldrán de noche a jugar sobre su linfa las graciosas ondinas, de cabellera blonda. El río Lora es taciturno, enemigo de toda idealidad poética. Nada de seres fantásticos. Lo único que alimenta con verdadero cariño es un enjambre de ranas, tan grande que causa vértigo el pensar qué número de ellas vivirá bajo su amparo. Ellas son las que se encargan de alegrar con su voz armoniosa los parajes que recorre.
Ellas fueron también las que impidieron con ruido atronador que Saleta pudiese afirmar, como afirmó después que se vieron lejos, que estando a orillas del Yumurí cierta tarde, había tenido la suerte de matar de una pedrada un cocodrilo. Verdad que bajo la mirada insistente de su colega Valero se apresuró a rectificar haciendo constar que el cocodrilo era todavía cachorro y no tenía más que una carrera de dientes.
Siguieron buen trecho la margen sombría del Lora y lo atravesaron por un puente rústico en el sitio donde el conde lo había desangrado, por medio de una acequia, para dar movimiento a su molino. Mas en aquel punto, a los amigos del novio, representantes genuinos del elemento más vigoroso y masculino del batallón, se les despierta repentinamente el sentimiento de su fuerza y del poder muscular de sus piernas. Un teniente salta la acequia. Un capitán, por no ser menos que el subalterno, también lo hace, pero se moja los pies. Excitado el amor propio, se despoja de la levita y vuelve a saltar con felicidad. Los demás le imitan. Al instante toma aquello el aspecto de los juegos olímpicos y todavía más de la gran batuda americana. Pero Núñez es un eminente saltarín. Así estaba de antiguo reconocido en todo el ejército y más particularmente en el arma de infantería. Saltó tres o cuatro veces con gran facilidad; mas, queriendo, como es lógico, sobreponerse a sus compañeros y dar prueba gallarda de su destreza, afirma en tono desdeñoso que «aquello no vale nada» y que él es capaz de saltar la acequia volviéndose de espalda. Estas palabras fueron acogidas con respeto por sus colegas, pero también con un silencio que al capitán se le antojó dubitativo. Y sin aguardar más resuelve confundirlos. No se despoja de una sola prenda del uniforme, que esto queda para los neófitos; toma vuelo, y al llegar al borde del agua se vuelve y da el salto, pero con tan mala fortuna que los pies se le enredan en unos juncos y cae de espaldas tan largo como era enmedio del arroyo. Se oculta a las miradas de sus amigos por un momento, y sale al fin bufando y chapoteando como un verdadero tritón, diciendo que no es nada y que va a saltar otra vez para que se vea. Pero su padre político no lo consiente. Le pasea las manos por el cuerpo para cerciorarse de que está calado (¡cómo había de estar!) y, presa de insana agitación, él, que hacía poco tiempo hubiera exterminado en pleno a toda la milicia, comienza a gritar:
—¡Es necesario mudarse!... ¡Ahora mismo!... ¡Una pulmonía!... ¡Mudarse!... ¡Fricciones!... ¡Una fiebre reumática!
Y otras exclamaciones más o menos coherentes, que daban testimonio del profundo interés que la salud del oficial le inspiraba.
Núñez, aunque guerrero, cede a sus instancias y vuelve hacia la casa con semblante fiero y ceñudo, enteramente resuelto a quitarse hasta los calcetines y a meterse en la cama mientras se manda propio a Lancia por una muda. Todos sus amigos le rodean, y así llegan hasta la casa. Emilita, que está al balcón, al verlos de aquella guisa, pregunta con sorpresa:
—¿Qué es eso?
—Nada—le grita su papá,—que Núñez se ha caído a la acequia.
Naturalmente al oír esto Emilita lanza un grito desgarrador y cae desmayada en brazos de varias damas. Núñez, hecho un héroe, despreciando su propia salud, corre a socorrerla. En pocos momentos se llena la habitación de vasos de agua y salen a relucir también dos o tres frascos de antiespasmódico. Cuando empieza a recobrar el conocimiento y llega el momento crítico de las lágrimas, su hermana Micaela no puede contenerse; increpa violentamente a su papá.
—¡Esto ha sido una verdadera barbarie! ¿Se ha figurado usted que su hija tiene el corazón de bronce?... ¡Bien poca delicadeza se necesita para herir de este modo a una pobre criatura!...
La pobre criatura le paga aquella defensa con una mirada cariñosa de sus ojos húmedos, apretándole al mismo tiempo la mano. El Jubilado se encuentra en el último grado del abatimiento y apenas se atreve a murmurar «que viendo a Núñez vivo a su lado no había razón para tanto susto.» Las señoras juzgan que Micaela ha estado irrespetuosa con su padre, pero al mismo tiempo no pueden menos de convenir en que aquello ha sido un escopetazo, y manifiestan a la desgraciada esposa una ardiente simpatía.
El vino de Fernanda.
Fernanda no había presenciado nada de esto. Estuvo a primera hora en el bosque, haciendo de ninfa pudorosa como sus compañeras; pero cansada pronto del papel, se apartó de ellas y comenzó a discurrir por los lugares más solitarios. Su cabeza, tan erguida siempre, se doblaba bajo el peso del tedio o la preocupación; su talle flexible, ondulante, se movía sin compás girando a un lado y a otro como el cuerpo de un beodo; arrastraba los ojos por el suelo, aquellos hermosos ojos africanos que eran el más preciado ornamento de la noble ciudad de Lancia, y por su frente pálida cruzaba una arruga bien profunda, signo de pensamiento fijo y doloroso. ¡Cuánto le había atormentado desde hacía dos meses! La impresión que los amores del conde habían dejado en su alma, sofocada al principio por el orgullo, por la esperanza de volver a ellos, se había dilatado de pronto al conocer el secreto de su desvío, había hecho irrupción en ella, la había llenado toda y la abrasaba de amor y de celos. Eran tanto más ásperos éstos cuanto que vio claramente que Luis la había estado engañando mucho tiempo, le había fingido cariño cuando amaba ya a otra. La miserable traición de Amalia la sublevaba, le inspiraba horror y repugnancia; pero la del conde, tenía que confesárselo, la traspasaba de dolor y acrecía su pasión desmesuradamente.
Supo, no obstante, mantener su dignidad a flote. Siguió frecuentando el trato de Amalia y mantuvo con ella en apariencia las mismas relaciones amistosas, mas a despecho suyo, sin darse ella misma cuenta, había unas veces en su actitud, otras en sus ojos, otras en su acento, un leve dejo amargo y desdeñoso que no pasó inadvertido para la penetrante valenciana. Con su ex-novio se mostró circunspecta, dejó aquel tono agresivo que con él acostumbraba a emplear y se hizo más suave y formal; pero también, con gran disgusto suyo, la emoción que sentía al hablarle se le traslucía no pocas veces en una leve alteración de la voz y en palideces o rubores enfadosos. Su vida interna, durante aquellos seis meses, había sido devorada por una actividad febril, ansiosa, mareante, disimulada con esfuerzo bajo actitud tranquila y altiva. A veces la sorda irritación que la minaba no podía resistir tanta presión, y estallaba en un flujo de palabras candentes, injuriosas, que pronunciaba en voz baja, al advertir algún signo de inteligencia entre los traidores. Su naturaleza ardiente, orgullosa, lisonjeada por un padre que llegaría hasta el crimen por darle gusto, y por un enjambre de adoradores postrados a sus pies, botaba ante aquel obstáculo, el primero con que había tropezado en su vida, como un potro salvaje.
En estos frenesíes de cólera ideaba vengarse. Escribió varios anónimos a D. Pedro, pero ninguno llegó a su destino. Antes de echarlos al correo los rompía. El gran fondo de dignidad que había en su carácter se sublevaba ante un proceder tan bajo; los rompía vertiendo lágrimas de despecho. Después de hacer trizas el último que escribió, tuvo ocasión de alegrarse, pues supo casualmente aquella noche que ninguna carta llegaba a poder de Quiñones sin pasar por las manos de su esposa. Otras veces no podía más; se rendía a la pesadumbre de su pena y se dejaba caer en una butaca, y pasaba largo rato con los ojos extáticos en meditación intensa y dolorosa. Acometíanle, en estos momentos, súbitos arranques de ternura; se confesaba sin rubor, con gozo voluptuoso, el amor que sentía; perdonaba a Luis de todo corazón y se prometía amarle toda la vida en silencio, no ser jamás de ningún otro hombre. Según trascurrían los días este sentimiento se irritaba, se trasformaba en deseo enfermizo, irracional. La excitación de los sentidos, que al fin despertaban en ella de un modo violento, juntábase al cosquilleo del amor propio herido, para mantener vivo este deseo. Poco le faltaba, cuando veía a Luis a su lado, para abrirle su pecho y confesarle la abrasadora pasión que sentía.
Sin conciencia clara de lo que hacía, Fernanda buscaba a su ex-novio por la finca. Todo lo que allí había le interesaba profundamente, el bosque, la casa, los criados, hasta los animales que pastaban en la pradera; sobre todo esparcía una mirada simpática, brillante de emoción. ¡Cuan amable le parecía aquel caserón estropeado, roído por la humedad y los ratones! Después de vagar por las regiones más solitarias del bosque largo rato, entró distraídamente por los prados; descendió lentamente hasta cierto sitio donde había algunos obreros abriendo una zanja profunda para desecar el terreno. Allí supo, sin preguntarlo, que el conde, después de estar un rato mirando la obra, se había marchado. Esperó algún tiempo para disimular, y al cabo se apartó con lento paso, arrastrando la sombrilla, como quien no sabe adónde enderezarse.
En efecto, no lo sabía. Pero no por falta de objetivo, sino porque ignoraba dónde estuviera éste. Una idea cruel flotaba en su cerebro sin determinarse con claridad; la de que Luis pudiera hallarse a solas en aquel momento con Amalia. Poco a poco, a medida que marchaba por el campo, esta idea fue adquiriendo relieve. Y según se precisaba, le roía el corazón, se lo llenaba de despecho y de cólera. ¿Por qué? ¿No conocía perfectamente sus relaciones adúlteras? Pues, con todo, le causaba viva irritación, le parecía que no debía sufrirlo, que tenía derecho a impedir que se juntasen. Sin darse cuenta de lo que hacía apretó el paso. Sus nervios se iban alterando. Cuando llegó a la corrada estaba enteramente persuadida que los adúlteros se hallaban juntos y solos. Entró en la casa y, como quien la visita por curiosidad, la recorrió toda, escudriñó hasta las más apartadas estancias. No logró verlos; pero la circunstancia de no hallar a Amalia por ningún sitio la confirmó aún más en su sospecha. Fatigada de tanto buscar, inflamada de anhelo, nerviosa, salió de nuevo al aire libre. Evitó el encuentro de las personas que pudieran detenerla y se dirigió al jardín. En cuanto puso el pie en él despertó vigorosamente en su espíritu la esperanza de encontrarlos. Aquel rincón de verdura donde los arbustos, creciendo a su antojo, se entrelazaban hasta formar una masa impenetrable, era a propósito para las confidencias amorosas. Avanzó con precaución, sin hacer ruido, por sus senderos casi desaparecidos, tapizados de hierba, invadidos en muchos parajes por las ramas de los arbustos y la maleza. A veces, un montoncito de lirios le cortaba el paso, y se veía precisada a saltar sobre ellos; otras, un rododendro extendía sus ramas para abrazar a la camelia de enfrente y formaba bóveda tan baja que necesitaba doblarse mucho para pasar. Antes de llegar creyó sentir leve rumor de voces. Quedó inmóvil y esperó algunos instantes. Volvió a percibirlo y se dirigió hacia el sitio de donde partía.
¡Eran ellos! Sí, eran ellos. Mucho antes de oír su voz claramente los había adivinado. Se paseaban por una calle más ancha y despejada que las otras, resguardada de un lado por el muro, del otro por alto seto de boj. Amalia se colgaba del brazo del conde con imperio y negligencia y hablaba mirando al suelo, mientras él se inclinaba hacia ella risueño, sumiso, metiéndole las palabras por el oído. Los contempló desde lejos al través del follaje. La emoción la dejó clavada al suelo algunos instantes. Por encima del sentimiento de dolor y de ira que la embargaba asomó su cabeza el orgullo de mujer. Después de examinar con ojos ansiosos la figura de Amalia no pudo menos de murmurar con amargura:
—¿De qué se habrá enamorado ese hombre? ¡Si es una gata disecada!
Después pensó:
—¿Qué se dirán?
Acometiole un deseo vivo de escuchar su plática, y sin reflexionar sobre el peligro que corría, fuese acercando poco a poco al seto, doblando el cuerpo para no ser vista. Buscó el paraje más sombrío y seguro, y escuchó. Sólo se les oía cuando cruzaban cerca. En cuanto se alejaban unos cuantos pasos no se percibía palabra alguna. No pudo recoger más que retazos de conversación, que resultaban incoherentes.
—Se le rozan mucho los muslos. ¡Si vieras cómo va engordando! Ni con polvos de almidón ni con los de rosa se consigue suavizar la irritación de la piel—decía la dama.
—Hablan de la niña—pensó Fernanda.
—No la he visto nunca en el baño. ¡Cuánto daría por asistir a él un día!
—Es porque no quieres.
—No, no quiero, exponiéndote a tí a un peligro y a que concluya de ese modo...
No oyó más. Tuvo que aguardar a que llegasen al final de la calle y diesen la vuelta.
—Di que has estado en casa de esas viejas chochas y no mientas—oyó decir a Amalia, al acercarse de nuevo.
—Te aseguro que estuve en el Casino. Nos hemos reunido los individuos de la junta para ver si se ha de decorar nuevamente el salón. Creí que podría salir a las diez, pero hasta las doce no nos separamos. ¿No conoces el carácter disputón y minucioso de D. Juan? A casa de las de Meré hace un siglo que no voy. Tanto, que algunos empiezan a...
Otra vez se perdieron las palabras. ¿Aquel D. Juan sería su padre? Procuraría enterarse. Cuando volvieron, el conde acariciaba tiernamente la mano de su querida y sonreía, al hablar, con arrobada expresión de felicidad.
—Muchas veces me he propuesto dejar de verte. Por la noche, estando a solas en la cama, me entran terribles remordimientos. Entonces me digo: «Es necesario que esto concluya. Los dos nos condenamos irremisiblemente.» Y resuelvo marcharme de Lancia y hasta compongo todo un plan de vida; viajo con la imaginación por toda Europa; me olvido de tí; vuelvo al cabo de algunos años, y en vez del amor antiguo se renueva en mi corazón una amistad tierna y honesta, en la cual podemos descansar tranquilos sin temor al castigo del Cielo... Pero así que amanece, estas resoluciones se disipan, sucumbo a la tentación, voy a tu casa, y en cuanto te veo, en cuanto oigo tu voz adorada...
Fernanda se agarró con mano crispada al tronco de una magnolia.
A la vuelta era Amalia quien hablaba.
—No es verdad eso. Ya te he dicho que para mí siempre hay un punto negro. Por más que pretendo forjarme la ilusión de ser la primera...
—¡La primera y la última! Yo no amaré a otra mujer más que a ti.
—No sabes los celos que tengo del pasado. Cada día más. Di la verdad: ¿la has querido o no?
—No.
—Entonces, ¿cómo eras capaz de...
No oyó más. Fue bastante para hacer brotar de sus ojos una lágrima. Trató de huir. Cuando iba a hacerlo observó que los traidores se habían detenido al extremo de la calle.
Amalia echa los brazos al cuello a su amante, le pone los labios en la boca y le da un beso que se prolonga, se prolonga una eternidad. Fernanda cierra los ojos. Cuando los abre de nuevo ve que se alejan cogidos de la mano.
Los deja salir del jardín. Los sigue inmediatamente. ¿Adónde irán? Una vez en la corrada, observa que se sueltan y se dirigen a la casa. Entra en su seguimiento, pero ya habían desaparecido y no sabe en qué habitación hallarlos. Las recorre todas imprudentemente, cegada por emoción extraña que no acierta a reprimir, acometida de un deseo vivo, anhelante, de espiarlos.
—¿Adónde va usted, Fernanda?—le pregunta un joven.
—Ando en busca de la novia.
—Pues va usted mal. Está en el otro extremo de la casa, en una de las salas que miran al Norte.
Se vuelve para disimular; pero inmediatamente emprende de nuevo la batida. Llega, por fin, a cierto gabinete cerrado, que no es otro que el célebre cuarto de la condesa. Va a levantar el pestillo, como ha hecho en otros, pero se queda inmóvil al escuchar un rumor levísimo. Aplica el oído. ¡Son ellos!
Se aparta de allí, corre como si la persiguieran, se mete por el bosque y, cuando se encuentra en paraje solitario, se sienta al pie de un árbol y apoya en su tronco la cabeza. El rostro triste y demudado, los ojos extáticos, las manos cruzadas sosteniendo una rodilla, expresa su actitud una agonía desesperada y muda.
Llegó la hora de comer. Se habían colocado en el gran salón de la planta baja de la casa dos mesas paralelas. Aquella sociedad diseminada se reunió instantáneamente a la palabra santa de «a comer» lanzada a los cuatro vientos de la finca por la ruda voz de Manín y por la argentina de Manuel Antonio. Los sentimientos poéticos, cuando se desenvuelven al aire libre y enmedio de los bosques, son excelentes para facilitar la secreción del jugo gástrico. Por eso tanto ninfas como faunos asaltan con bríos, antes de sentarse a la mesa, las aceitunas, los pepinos, las rajas de salchichón. Por voto unánime de la milicia y del clero, representado dignamente por Fray Diego, se cometió a la novia el encargo de designar sitio a cada cual. La festiva y revoltosa Emilita, trasformada súbito en severísima matrona, llenó su cometido con tacto y amabilidad que le valieron el aplauso del concurso. A cada niña iba dando por compañero y servidor aquel mancebito que era más de su agrado, y a cada persona mayor aquella otra con quien más congeniaba por su humor y aficiones. Pero cuando llegó al delirio el palmoteo fue cuando colocó al teniente Rubio entre las dos señoritas de Meré. Había dejado para lo último este donaire, que no le hizo maldita la gracia al interesado. Viéndose oprimido por tales vejestorios, el injusto forzador quedó amoscado y estuvo a punto de protestar contra la designación de Emilita y faltar a todas las reglas de la galantería, pero se contuvo. Al tiempo de sentarse se le ocurrió exclamar mirando a entrambos lados y parodiando a Napoleón:
—Desde lo alto de estas dos sillas, cuarenta siglos me contemplan.
La ocurrencia se celebró mucho y esto volvió el humor a aquel dañino animal. Supo contestar tan bien a la vaya que le daban sus amiguitas, que aquella tarde ganó fama imperecedera de cazurro y de pícaro.
Moro se sentó al lado del conde, y mientras comían no cesó de inculcar en su alma la ventaja de traer al palacio de Granja una mesa de billar. Conocía todas las fábricas, pero la mejor sin disputa era la de Tutau, de Barcelona. Elogió el artículo como si fuese, un viajante de la casa. A Luis se le conocía en la cara el hastío y el pesar de no hallarse sentado al lado de Amalia. Pero Emilita no se atrevió a colocarlo en esta forma, ni tampoco junto a Fernanda. Lo primero sería un escándalo. Lo segundo, una molestia para ambos.
Se comió como en un banquete de la Iliada. Pero el Aquiles de esta formidable pelea fue Manín, el bárbaro Manín, que, al decir de los que estaban a su lado, se comió once calabacines rellenos. Verdaderamente Manín era digno de ser llamado, si no suevo, ya que esto ofendía al señor Saleta, por lo menos longobardo. Se habló y se gritó como en una plazuela. Las tres hadas del Jubilado, que tanto habían ganado desde que Fray Diego echó la bendición a su hermana en inocencia y gracia infantil, tiraban bolitas de pan a los oficiales. Éstos echaban miradas a la novia, haciendo después guiños a su compañero Núñez, y murmuraban palabras espantosas que les hacían prorrumpir en carcajadas más espantosas aún. Paco Gómez se peleaba con María Josefa. No se sabe cuál de los dos era peor intencionado, de quién partían las flechas más agudas y envenenadas. Saleta, que tenía a su compañero y censor D. Enrique Valero lejos, se despachaba a su gusto, contando a D. Juan Estrada-Rosa y a otros dos caballeros cómo se había arreglado para seducir a cierta inglesa, esposa de un cónsul que había conocido en Oncón, yendo desterrado a Filipinas. El barco no se detenía allí más que veinticuatro horas. En este breve espacio la enamoró y logró que se escapase con él. Pero tuvo que separarse de ella al instante, porque aquel lance fue objeto de una reclamación diplomática por parte de la Gran Bretaña. Manuel Antonio, atacado súbitamente de viva simpatía por un alférez rubio que tenía a su lado, le abrumaba a cuidados y delicadas atenciones.
—Federico... una aceitunita... No tome tanta mostaza, criatura, que le puede hacer daño. Resérvese para las perdices. Me consta que están riquísimas. ¿Quiere Burdeos?... Aguarde, yo me encargo de traerlo...
Y se levantaba solícito, daba la vuelta a la mesa y traía un par de botellas que colocaba delante del mancebo.
—Se ha puesto usted muy bueno en Lancia. Cuando vino usted hace seis meses era usted delgadito y pálido. Yo decía: ¡qué lástima de joven, tan guapo y tan simpático! Porque creía que se iba usted a dañar del pecho. Se conoce que llevaba usted mala vida allá en Barcelona... ¿No? Pues mire usted, cualquiera lo pensaría. Me acuerdo que cuando usted llegó traía una gabardina de color de ala de mosca muy bien hecha y chalina azul celeste muy linda... Reconozco que le sienta a usted bien el traje de paisano, pero a mí me gusta usted más de uniforme. Será un capricho, pero no lo puedo remediar. ¡Vamos, que de uniforme y con esos bigotes a la borgoñona está usted del todo simpático!
Algunas toses significativas de los oficiales, que se sentaban enfrente, le paralizaron de pronto. Pero no se corrió ni mucho menos. Era incapaz de avergonzarse por nada. El que quedó amoscado y se puso muy serio y ceñudo fue el alférez.
Cuando el banquete daba a su fin, algunos caballeros, favorecidos de las musas, se levantaron a brindar en verso o cosa parecida. Y los que no lo hicieron en verso felicitaron en prosa a los desposados, resultando que lo mismo unos que otros coincidieron en desearles «una eterna luna de miel.» Y lo mismo el periódico local que al día siguiente dio la noticia. De todos aquellos brindis el más original e interesante fue el del padre de la novia, D. Cristóbal Mateo. ¿No había de ser original oír a este sañudo enemigo de la fuerza armada cantar sus glorias y declararse partidario frenético del aumento del contingente y del sueldo a los oficiales? A las pocas palabras que pronunció se mostró tan enternecido, que algunas lágrimas rodaron precipitadamente por sus mejillas. No faltó quien dijo que lloraba el vino que había bebido; pero estamos lejos de dar crédito a esta insinuación malévola, primeramente porque es un absurdo que se llore vino, y después porque su acento era tan sincero, su ademán tan patético, que nadie podía dudar de que sus palabras salían del fondo del corazón.
—...Es un consuelo, sí, es un consuelo que Dios me haya dejado ver a mi hija casada con un pundonoroso militar... Bien que decir militar en España es decir pundonoroso... Porque el ejército es la escuela del honor, como dijo cierto filósofo... Levantar el ejército, honrar el ejército, es levantar, es honrar el honor de la nación... Levantar el ejército es levantar el poderío y la prosperidad del país... Levantar el ejército es colocarnos al nivel de las naciones más grandes de Europa... Levantar el ejército es vivir respetados por todo el mundo... Levantar el ejército es levantarnos nosotros mismos... Levantar el ejército...
—Que se levante el ejército, pero que se siente don Cristóbal—gritó uno.
El Jubilado quedó parado en firme, echó una mirada de triste reconvención hacia el sitio de donde había partido la voz, se llevó el pañuelo a los ojos para enjugarse las lágrimas, bebió con calma lo que restaba de vino en la copa y se sentó gravemente entre el aplauso y la risa de los comensales.
Fernanda no había despegado los labios durante la comida. Todos los esfuerzos de Granate, a quien la amabilidad de Emilita había colocado cerca de su apetecido dueño, resultaron infructuosos. Ni por hablarle de la zafra y describirle cómo se recoge el tabaco y hacer cálculos exactos de lo que se gana en cada caja de azúcar y lo que se ganaría si se rebajasen los derechos, ni por contar los cien pormenores interesantes sobre la importación de las carnes saladas de la República Argentina y del bacalao de Terranova, logró Romeo que su Julieta emitiese más que secos monosílabos. Lo único que hacía era alargarle de vez en cuando la copa, diciendo con imperio:
—Eche usted vino.
El indiano se apresuraba a cumplimentar la orden. La joven la apuraba de un trago, la ponía sobre la mesa y paseaba sus ojos altivos por los comensales, deteniéndose con insistencia en Amalia. Poco a poco aquellos ojos iban adquiriendo expresión más sombría, los párpados se le caían, se ponían encendidos y se movían a un lado y a otro con más dificultad. D. Santos, a quien sorprendía aquella manera de beber, se atrevió a decir:
—Fernandita, bebe usted como un sumidero. ¡Porra! Tengo miedo que le dé a usted un torozón.
—Eche usted vino—respondió Fernanda lanzándole al mismo tiempo una mirada torva que le desconcertó.
Ya que se hubo brindado, voceado y disparatado bien, el alegre concurso volvió a diseminarse. Sólo permanecieron en sus puestos el Jubilado y los oficiales refractarios al amor. Quedaron discutiendo la forma más adecuada de aumentar, sin gravar mucho al Tesoro, ocho duros mensuales a los capitanes, cinco a los tenientes y tres a los alféreces. Sin esta reforma declaraban explícitamente los interesados que se operaría muy pronto una completa disolución en el ejército, y por lo tanto, dejando de ser la escuela del honor, ni lo habría en el país, ni nos levantaríamos jamás a la altura de otras naciones, ni habría prosperidad ni poderío ni pundonor en toda la vida. Jaime Moro volvió a trincar a Fray Diego y a D. Juan Estrada-Rosa y los arrastró hasta la mesa del tresillo. D. Juan había perdido y se mostraba reacio, pero el simpático mancebo logró convencerle con astucia de que, si no le había dado el naipe por la mañana, era porque él, Moro, nunca había perdido a esa hora. Cuando le venía la mala era por la tarde. Capaz sería de dejarse ganar con tal de retenerlos.
Manín, sentado a un extremo de la mesa, sin intervenir en la conversación de los oficiales, cortaba con su navaja rebanadas de pan y las comía cachazudamente formando bulto en el carrillo, remojándolas con largos tragos del Burdeos que había quedado en las botellas. No estaba conforme con la comida que les sirvió Marañón, el dueño del café de Altavilla. Después de haberse hartado como un salvaje, decía que todos aquellos platos eran perfumerías, y que donde estaba una fuente de judías con morcilla, longaniza y huesos de marrano deben callarse los macarrones. Hay que advertir que para Manín se llamaban macarrones todos los manjares que no conocía, lo cual caía muy en gracia al maestrante.
Mientras terminaba tan dignamente aquella comida indecorosa no cesaba de murmurar pestes contra ella, haciendo responsable en parte a D. Cristóbal, a quien dirigía de vez en cuando desde un rincón largas miradas de rencor.
De pronto se abren con estrépito las puertas del salón y penetran en él cuatro muchachas en un estado de agitación que impresionó vivamente a los circunstantes. Sin hacer caso de los otros se dirigen todas al mayordomo de Quiñones:
—¡Manín, un oso! ¡Manín, un oso!
—¿Dónde?—pregunta aquél sin inmutarse.
—En el bosque.
—¿Quién lo ha traído?
Ante esta pregunta extravagante quedan las cuatro estupefactas y suspensas. Una de ellas se atrevió al fin a apuntar tímidamente:
—Ha venido él solo.
—¡Bah, bah, bah!—exclamó rudamente el mayordomo.
Y vuelve a las tajadas de pan con más ardor que antes, dando quizá con esto la razón a los envidiosos de la aldea, que no querían oír hablar de los osos que había matado y se emperraban en llamarle zampatortas.
—Vamos, niña, di cómo lo has visto—manifiesta la simpática Consuelo, que venía en la diputación.
Una, que estaba más pálida que las otras, avanzó y exclamó con trabajo:
—¡Qué miedo! ¡Madre mía, qué miedo! Creí que me moría... porque mire usted, el oso... ¡el oso era horrible!
En tal estado de sobresalto se hallaba, que no pudo articular más que palabras incoherentes. Entonces la resuelta Consuelo avanzó a su vez y dijo con voz firme:
—Verá usted, Manín. Esta niña se encontraba con nosotras en la parte más espesa del bosque, allá muy lejos. Oyó cantar un pájaro, un malvís, según creo. ¿No era un malvís?... Bueno, pues oyó cantar un tordo y se dirigió al sitio donde sonaba. Se alejó bastante y no pudo dar con él. Cuando se volvía, sale de unas matas el oso, la acomete, la tira al suelo y sin hacerla daño, no sabemos por qué, huye y desaparece.
El famoso cazador de osos se levanta pausadamente y dice con el acento firme y sosegado de los héroes:
—Vamos a ver qué es eso.
Pidió una escopeta arriba, y seguido de lejos por las pálidas doncellas, dio una batida al bosque. Lo único que halló fue un cerdo alemán de la pareja que el conde había traído para encastar. La hembra había muerto y el macho vagaba triste y solitario por la espesura mientras se efectuaba su metamorfosis en morcillas y chuletas. Hubo sospechas vehementes de que el autor de la agresión fuese este cerdo viudo, pero la joven de la aventura juraba y perjuraba que había sido un oso quien la había acometido, y que no le dijeran cómo era este animal, porque lo había visto muchas veces disecado en el gabinete de zoología de la universidad.
Fernanda se había marchado mucho antes seguida de Granate. Estuvieron en el jardín. Allí la joven se le colgó del brazo y dieron algunas vueltas por la misma calle en que había visto pasear al conde con Amalia.
—Usted está muy enamorado de mí, ¿verdad?—le preguntó bruscamente.
El indiano, sorprendido, murmuró:
—¡Oh, sí! Dicen que estoy como un burro, y es verdad.
—¿Y qué siente usted, vamos a ver; qué siente usted? Explíquese.
—¿Yo?... ¿Cómo?—exclamó sorprendido.
—Sí. ¿Qué siente usted cuando me ve? ¿Qué siente cuando otro hombre se acerca a mí, el conde, pongo por caso? ¿Qué siente usted en este momento en que va oprimiendo mi brazo? Descríbame usted sus sensaciones, lo que le pasa por dentro...
—Yo, señorita... no sé qué decirla... La tengo tanta ley como si fuese de la familia... Y a don Juan, su padre, aunque sea un poco cascarrabias, lo mismo... Que sea cascarrabias o no, ¿a mí qué me importa?... Si me casara con usted, tengo casa, gracias a Dios... Y no es porque yo lo diga, pero mi casa vale más que la suya, eso bien lo sabe usted... Pero antes nos iríamos a viajear por Francia, por Italia, por Ingalaterra, por donde usted quisiera... Y si echábamos abajo cinco mil duros, ¡que los echáramos!
Granate siguió desbarrando un buen rato en esta forma. Fernanda no le oía. Al fin le enfadó aquel ruido molesto y dijo con acento colérico:
—¿Se quiere usted callar, hombre? ¿Qué sarta de estupideces está usted ahí soltando?
El pobre D. Santos quedó anonadado. Pasearon en silencio algún tiempo.
—¡Qué feo es todo esto!—exclamó al cabo la joven.
—¿Cuálo?
—¡Todo! La casa, el bosque, los prados, el jardín... Mire usted qué horrible es esta magnolia.
—La casa muy fea y muy antigua, siempre lo he dicho... Si la dieran tan siquiera un revoque y me pintaran los balcones, todavía... El bosque no vale para nada, no trae utilidad, está ocupando un sitio precioso para hortaliza o espalera de fruta o lo que le manden.
Fernanda soltó una carcajada.
—Usted padeció alguna vez de melancolía, D. Santos.
—¿De tristeza? Nunca. Yo siempre de buen humor. Tan sólo hace un año, que me comió un bribón ocho mil y pico de duros, tomé un berrenchín que me duró dos días.
—¡Qué feo está el sol ahora, visto por entre las ramas de los árboles!
—¿Quiere usted que nos volvamos a casa?
—No, lléveme usted hacia el río. Tengo la cara ardiendo y quiero refrescarla un poco con agua.
Bajaron por los prados, llegaron al río, y allí la heredera de Estrada-Rosa, contra las prescripciones de D. Santos, se echó agua al rostro por largo rato. Después que se hubo secado ascendieron de nuevo lentamente hacia la casa.
—¿Cómo estoy ahora? Bien, ¿eh?... ¡Si viera usted cómo me aburro aquí! No puedo más; todo esto me fatiga. Yo no nací para andar por los prados como las vacas. A mí me gustan las ciudades, los salones, el lujo. Quisiera viajear, como usted dice, por París, por Londres, por Viena. Qué aburrido es Lancia, ¿verdad? ¡Aquellos eternos paseos del Bombé! ¡Aquel campo de San Francisco! ¡Aquella torre de la catedral tan negra y tan triste! Luego siempre las mismas caras. La única persona divertida de Lancia es usted... En cuanto le veo se me suelta la risa sin poderlo remediar. ¿Por qué le llaman a usted Granate? Yo creo que el color de usted más se parece al lapislázuli... ¿Usted habrá tenido esclavos allá en América?... ¡Oh, cómo me gustaría a mí tener esclavos! ¡Es tan fastidioso eso de pedir las cosas por favor! Pero no, en América, no; hay fiebre amarilla... Preferiría ir a China.
A medida que hablaba se iba exaltando, se emborrachaba con sus propias palabras. Los pensamientos salían cada vez más incoherentes. D. Santos trató de decir algo, pero se lo impidió ella tapándole la boca con la mano.
—Déjame hablar, hombre. ¿Te lo quieres decir todo tú?
El indiano empezó a inquietarse. La exaltación de la joven iba en aumento. Hablaba por los codos y le tuteaba rudamente.
—Dame un cigarro.
—¡Fernandita!... ¡Un cigarro!... Se va a usted a marear.
—¡Silencio! ¿Qué dices ahí, tonto? ¡Marearme! Tú no sabes ya qué inventar para fastidiarme. Dame un cigarro o te dejo ahí plantado.
El indiano sacó la petaca: la gentil heredera tomó de ella una breva, le arrancó con sus dientes etiópicos la punta y pidió por señas un fósforo. Granate se lo ofreció encendido, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza en señal de disgusto.
Cuando hubo dado dos o tres chupadas, puso un gesto avinagrado y exclamó:
—¡Qué cigarros tan infames! Mira, fúmatelo tú.
Y se lo puso en la boca.
No fue, no, avinagrado el gesto de Granate al chuparlo.
—¡Ya lo creo que me lo fumaré!—exclamó sonriendo beatamente.—Me salen a doscientos pesos el millar... Pero ahora, después de chuparlo usted, vale un millón...
—Vamos, no empieces a decir brutalidades. Llévame a casa... Esta luz me marea.
Llegaron hasta la corrada cogidos del brazo. Allí un pollastre les dijo desde lejos:
—¿Dónde van ustedes? La gente está en el bosque.
—Dígale usted a la gente que me río de ella—respondió Fernanda con gesto furioso que hizo sonreír al muchacho.
—¿Tú no conoces la casa?—añadió bajando la voz y dirigiéndose a D. Santos.—Pues voy a enseñártela toda. Verás.
Subieron la mohosa y estropeada escalera. Fernanda, sin cerrar boca, fue recorriendo todas las habitaciones del caserón y mostrándolas al indiano.
—¡Aquí está el célebre cuarto de la condesa!—exclamó con singular entonación al llegar a él.—Vamos a entrar. Estoy cansada.
Entraron y la joven cerró la puerta.
—¿Qué hermoso, eh?... Éste es el cuarto más hermoso y más pícaro de la casa. Si estos muebles se pusieran a contar secretos divertidos, no concluirían nunca... Mira, dime pronto algo que me haga reír, porque si no vas a ver cómo empiezo a llorar lo mismo que una colegiala... ¿Lo ves? Ya estoy llorando... Siéntate ahí, gaznápiro... ¡Qué bonito chaleco traes! ¡Qué bien dibuja la redondez de la panza!... Contempla esa cama. Es grande, ¿eh? es ancha, es hermosa, es artística. Pues mira, yo la quemaría... Por no sentarme en ella, voy a sentarme sobre tus rodillas...
Y así lo hizo. Granate al sentir aquella carga tan dulce quedó enajenado, y con increíble audacia le pasó un brazo por la cintura. La joven se alzó como si la hubiera pinchado.
—¿Qué haces, bruto? ¿Crees que estamos en la manigua y soy alguna negra cimarrona?
Después de contemplarle un rato con ojos coléricos, su fisonomía se fue serenando, sus labios se dilataron con sonrisa dulce.
—¿Me quieres mucho?
—¡Casi na!—dijo el indiano con acento picarón.
—Pues vas a ser feliz un momento. Mira, te voy a permitir que me des un beso... uno solo, ¿lo entiendes? Pero me has de jurar que no lo ha de saber nadie...
El indiano hizo un juramento espantoso.
—Bueno, basta. Ahora, dame el beso aquí en la sien. El primero y el último que me has de dar en tu vida... Espera un poco—añadió alzándose otra vez.—Por este beso yo te he de dar cincuenta bofetadas en esos carrillos azules... ¿Admites el trato?
Granate consintió inmediatamente. La niña volvió a sentarse sobre sus rodillas e inclinó la cabeza para recibir el beso.
—¡Bueno, ahora llega mi turno!—exclamó con infantil alegría.—Prepárate a recibir los bofetones... ¡Qué carrillos, Dios mío, tan magníficos! ¿Ves que son azules?... Pues te los voy a poner verdes... ¡Atención!... ¡Una!... La primera... ¡Dos!... La segunda... ¡Tres!... La tercera... ¡Cuatro!... ¡Cinco!
La mano breve y torneada de la hermosa chasqueaba ruidosamente en las carnosas mejillas del indiano. Los ojos de éste comenzaron a ponerse encendidos y encarnizados, como los de un lobo, su sangre llameó repentinamente y con brusco ademán la sujetó brutalmente por la cintura.
Fernanda dejó escapar un grito ahogado.
—¿Qué tienes?... ¿Por qué te enfadas?... ¡Déjame!... ¡Déjame, bruto!
Luchó, forcejeó con desesperación, pero no logró desasirse...
Al apartarse, la embriaguez había desaparecido por completo. Dirigió una mirada vaga, extraviada, al indiano. Pero esta mirada adquirió súbito expresión de espanto, se fijó en él como en un animal extraño que la viniese a acometer.
—¿Qué hace usted aquí?... ¡Ah, sí!—exclamó llevándose la mano a la frente.—¡Dios mío! ¿Qué me pasa? ¿Estoy soñando?...
Y volviendo a clavarle sus ojos irritados, amenazadores, le gritó con rabia:
—¿Qué hace usted ahí plantado? ¡Salga usted inmediatamente! ¡Salga usted! ¡salga usted!—repitió con grito cada vez más alto.
Pero cuando el indiano retrocedía ya hacia la puerta ella se lanza de pronto fuera, sale disparada por los pasillos y, al llegar cerca de la escalera, cae atacada de un síncope.
La levantaron, la prodigaron mil cuidados. Al recobrar el sentido brotó de sus ojos un raudal de lágrimas; no cesó de llorar en toda la tarde. Cuando la comitiva se puso de nuevo en marcha hacia la población aún seguía llorando.
—¿Han visto ustedes qué vino más llorón tiene esta niña de Estrada-Rosa?—decía riendo el capitán Núñez.
La mascarada.
Momentos antes de que la rosada aurora abriese de par en par las ventanas del Oriente, Satanás, que amaneció de humor campechano, envió a Lancia al más travieso y juguetón de los demonios con encargo de despertarla. Batió sus negras alas el ministro de Averno sobre la ciudad y lanzó una carcajada horrísona, estridente, que logró arrancar de las profundidades del sueño a todos sus habitantes. Despertaron con unas ganas atroces de reír, de alborotar, de burlarse de la autoridad gubernativa, improvisar coplas y decir barbaridades.
Uno de ellos, imaginamos que haya sido Jaime Moro, lo primero que hizo al saltar de la cama fue llamar al criado y preguntarle con semblante risueño si D. Nicanor, el bajo de la catedral, le había prestado al fin su figle. El criado, sin responder, saliose un momento del cuarto y no tardó en aparecer con un descomunal serpentón entre las manos. Y sin respeto alguno a su amo aplicó los labios a la boquilla y produjo un ruido temeroso semejante al rugido de un león. Moro, en calzoncillos como estaba, hizo una pirueta y tres o cuatro zapatetas en señal de íntimo regocijo, como si aquel ruido bárbaro hubiese tocado las fibras más delicadas de su corazón. Después de probar por sí mismo a producir idéntico rugido y cerciorarse de que era bien capaz, se vistió, se aliñó y, tomando apresuradamente el desayuno, se salió a la calle liado en su capa y debajo de ella el artefacto musical que tan gozoso le había puesto. A cuantos encontraba detenía con guiño misterioso, y metiéndose en el portal más próximo les mostraba, lleno de emoción, el contrabando que traía oculto. Ninguno preguntaba lo que iba a hacer con él. Sonreían, le apretaban la mano significativamente y solían preguntarle al oído:
—¿Para cuándo?
—Esto para la noche, pero a las doce sale la carroza.
—¿Se escaparán?
—¡Ca! Están bien tomadas las medidas.
Y seguía su camino, embozado hasta los ojos, porque hacía un frío de dos mil diablos.
Otros no se limitaban a sonreír y apretarle la mano, sino que en justa correspondencia a su confianza sacaban con mano temblorosa de los bolsillos del gabán o de lo interior de la gabardina algún instrumento resonante también de menor categoría, una trompeta, un cuerno de caza, una matraca. Moro aplaudía, alababa el instrumento sin hacer alarde de su superioridad. Y proseguía con marcha oblicua y trabajosa, no hacia la confitería de D.ª Romana, que era el término glorioso de sus expediciones matinales, sino hacia casa de Paco Gómez.
Resonaba ésta ya con los pasos agitados y el vocerío de una muchedumbre de jóvenes diligentes. Todos ellos trabajaban con verdadero afán, con ahínco que rara vez se ve en los talleres. Unos cortaban estandartes, otros moldeaban caretas de cartón; quiénes pegaban letras negras a los trasparentes de un farol; quiénes vestían primorosamente dos grandes muñecos; quiénes, en fin, se ocupaban en desatascar las boquillas de varios bombardinos y serpentones semejantes al que Moro llevaba. La estancia era una inmensa sala destartalada. Paco Gómez habitaba el palacio de un marqués que jamás había puesto los pies en Lancia, del cual su padre era mayordomo. El implacable bromista presidía vigilante y solícito los trabajos de sus compañeros, acudiendo a todas partes, saliendo a cada momento para dar órdenes a los criados o para recibir los mensajes que le enviaban. Nunca se le había visto tan afanoso. Generalmente era displicente, y hasta en las bromas más premeditadas mostraba cierta actitud desdeñosa, sincera o fingida, que le hacía más temible. Ahora echaba todo el cuerpo fuera. Es que se trataba de la farsa más estupenda y regocijada que había presenciado jamás la ciudad de Lancia desde que los monjes de San Vicente habían venido a fundarla. El motivo era que se casaba... (apenas si la pluma se atreve a estamparlo) Fernanda Estrada-Rosa... se casaba... (vamos, que cuesta trabajo decirlo) ¡se casaba con Granate!
Desde la memorable escena de la Granja, Fernanda vivió en estupor doloroso, en un abatimiento de alma y de cuerpo que alarmó a su padre. Hizo llamar al médico. Éste no halló más que un desequilibrio nervioso; se curaría con algún viajecito a la corte, con paseos y distracciones. La niña se negó en absoluto a curarse por estos medios. Ni paseos, ni teatro, ni tertulias, ni mucho menos pensar en hacer viaje alguno. Desde su gabinete al comedor, desde aquí al cuarto de su padre, donde solía permanecer breves instantes. No tenía fuerzas para subir al piso segundo ni humor para enterarse de los trabajos de los criados y dirigirlos. Cerrada en su habitación tampoco lo tenía para seguir labor alguna. Se dejaba caer en una silla y permanecía larguísimo rato inmóvil con las manos sobre las rodillas y los ojos extáticos. Algunas veces se ponía a leer y, observando que no se hacía cargo de lo que el libro decía, concluía por arrojarlo. Otras se asomaba al balcón y permanecía de bruces sobre la baranda horas enteras con la vista fija en el espacio o en un punto de la calle, sin ver a los transeúntes ni contestar al saludo que muchos le dirigían, ni advertir siquiera la curiosidad de que era blanco por parte de las vecinas.
Mas he aquí que repentinamente se le antoja marcharse a Madrid. Fue necesario preparar el viaje instantáneamente. Manifestó su deseo por la mañana. Por la noche montaban padre e hija en la diligencia: con tal ímpetu y palabras extremosas exigió la niña el viaje. Una vez en la corte, cambió radicalmente su humor. Entregose con rabia, con pasión desenfrenada a los placeres que brinda Madrid a una joven forastera, rica y hermosa. Vivió dos meses en la embriaguez de los teatros, de los paseos en coche, de los grandes saraos y conciertos. Acometida súbito de una alegría nerviosa, parecía feliz enmedio del ruido y el tumulto de la sociedad, donde empezó a conocérsela por el sobrenombre de la Africana.
Para que su vida fuese aún más alegre y aturdida le placía comer por los cafés y restaurants, como un mancebo disipado. D. Juan fluctuaba entre el gozo de verla contenta y la incomodidad aguda que le producía aquella vida desordenada, tan contraria a sus hábitos y edad.
Una tarde, regresando del paseo del Prado, Fernanda estalló repentinamente en sollozos. D. Juan quedó estupefacto, aterrado; en toda la tarde no había cesado de reír aquella locuela burlándose de cierto mancebito que seguía pertinazmente su coche.
—¿Qué te pasa?... ¡Fernanda! ¡Hija mía!
La niña no respondió. Con el pañuelo en los ojos, el cuerpo sacudido por fuertes estremecimientos, lloraba cada vez más perdidamente.
—¡Fernanda, por Dios, que la gente se está fijando!
El llanto se iba convirtiendo en ataque de nervios. D. Juan ordenó al cochero partir a escape a casa. Mas antes de llegar a ella, la joven cesó de llorar y, levantando la cabeza con resolución, exclamó:
—¡Papá, quiero marcharme a Lancia!
—Bien, hija; nos iremos mañana.
—No, no; quiero que nos vayamos ahora mismo.
—Considera que no falta más que una hora para salir el tren.
—Sobra tiempo.
No hubo más remedio que meter apresuradamente la ropa en los baúles y salir disparados a la estación. Sólo cuando el silbido de la locomotora anunció la salida y comenzaron a correr por las llanuras áridas que rodean a Madrid se calmaron un poco los nervios de la excitada niña.
Al día siguiente de llegar a Lancia no fue a dar los buenos días a su padre ni a tomar chocolate con él, como tenía por costumbre. Cuando ya se disponía el viejo a llamarla, entra de repente en su habitación una doméstica pálida y agitada.
—¡La señorita se ha puesto muy mala!
Corrió D. Juan al gabinete y la halló desencajada; lívida, por los esfuerzos que unas violentísimas náuseas la obligaban a hacer.
—¡Pronto! ¡A buscar el médico!—gritó el pobre padre.
Fernanda hizo un gesto negativo y articuló débilmente:
—No, que llamen al penitenciario.
No hizo caso. Vino el médico y, después de examinarla detenidamente, llamó a D. Juan aparte y le dijo:
—Su hija de usted ha tomado una cantidad extraordinaria de láudano.
—¿Para qué?—preguntó sin comprender.
—Pues... para lo que se toman siempre esas cantidades... para envenenarse.
—¡Hija de mi alma! ¿qué has hecho?—gritó el desgraciado; y quiso lanzarse de nuevo a la habitación de la joven. El médico le detuvo.
—No corre peligro alguno. Ha devuelto todo el veneno, y con el medicamento que voy a recetar quedará completamente tranquila. Lo que importa ahora es que no repita.
—¡Oh, no! Yo me encargo.
Y corrió al cuarto de su hija. Pero no pudo arrancarle una palabra. La niña se obstinaba en que viniese su confesor. Al fin fue por sí mismo a llamarlo, y no tardó en aparecer con él.
Mientras duró la confesión, D. Juan paseaba agitadamente por el amplio corredor de la casa en espera, devorado por curiosidad ardiente, presa de vagos y tristísimos presentimientos. Salió al fin el penitenciario, quien sin responder a la muda interrogación que le dirigía con la vista, tomole gravemente de la mano y le llevó en silencio hasta su propia habitación, donde se encerraron. Cuando al cabo de una hora salieron, el anciano banquero tenía las mejillas inflamadas, los blancos cabellos en desorden y en los ojos señales de haber llorado. Despidió al canónigo en la escalera y tornó a encerrarse en su despacho. Allí permaneció todo el día y toda la noche, sin hacer caso de los recados que su hija le mandó para que se llegase a verla.
Fue el propio penitenciario quien se ofreció a hablar con Granate y seguir las negociaciones. El indiano relinchó de gozo al saber de lo que se trataba. Pero su naturaleza de aldeano astuto y la pasión de la avaricia, que era la que hasta entonces le había dominado, alzaron la cabeza. Cuando al otro día fue el canónigo a hablarle hallolo cambiado: cerdeaba, gruñía, sacudía la cabeza, hablaba con palabras entrecortadas del lujo con que habían criado a Fernanda, de los grandes gastos que el matrimonio trae consigo. En resumidas cuentas, pedía una dote. El penitenciario, que era hombre justificado y de genio vivo, no pudo contenerse ante tal vileza y le llenó de denuestos. Pero esto era lo que menos importaba a aquel rústico. Seguro de tener a D. Juan bajo sus tacones, reía como un bestia, se rascaba la cabeza y dejaba escapar algún dicharacho grosero que ponía aún más fuera de sí al canónigo.
Cuando, haciendo grandes rodeos, éste enteró a D. Juan de lo que ocurría, el desgraciado padre quiso volverse loco de desesperación e ira. Se arrancaba los cabellos, vomitaba injurias atroces y hablaba de dar un tiro a su hija y darse él otro enseguida. A duras penas logró calmarle un poco. Entró, al fin, en razón, siguieron las negociaciones y después de disputar como mercaderes el tanto y el cuanto de la dote, se fijó al fin lo que había de ser, y Granate consintió en dar su mano de sapo a la niña más preciosa que Lancia guardaba por aquella época.
Pero faltaba la más negra. Faltaba decírselo a ella. Cuando le anunciaron que se preparase a unir su suerte en plazo breve a la de D. Santos, cayó presa de fuerte desmayo. Al salir de él declaró rotundamente que no lo haría aunque la desollaran viva. Ni las reflexiones de su confesor, ni la perspectiva de la deshonra, ni las lágrimas de su padre consiguieron ablandarla. Sólo cuando vio a éste frenético llevarse el cañón de un revólver a la sien para arrancarse la vida se arrojó a detenerlo prometiendo hacer cuanto le mandase. Y he aquí cómo quedó concertado en principio aquel matrimonio horrendo.
Al tener noticia los nobles hijos de Lancia de tal concierto, el mismo sentimiento de vergüenza se apoderó de todos ellos. Una ola inmensa de rubor invadió las mejillas de aquel generoso vecindario. Esta ola solía venir a Lancia y hacer los mismos estragos siempre que la suerte favorecía a algún laciense más de lo justo. Si a uno le tocaba la lotería, si a otro le daban un buen empleo, si el de más allá se casaba con una mujer rica o adquiría gran caudal con su industria, o se hacía famoso por su talento, la delicadeza exquisita de los habitantes de Lancia se sobresaltaba y procuraba, rebajando el dinero, el talento, la instrucción o la industria de su vecino, poner las cosas en su verdadero sitio. Tal sentimiento puede equivocarse fácilmente con el de la envidia. El verdadero observador comprendería, no obstante, al oírlos disertar en las tertulias de las tiendas y en los corrillos de la calle, que sólo el amor, acaso demasiado ardiente, a la justicia les obligaba a minorar los méritos de su convecino y renunciar de este modo generosamente a la parte de gloria que en ellos pudiera refluir por este concepto.
El matrimonio de Granate causó profundo estupor. Siguió al estupor un grito de indignación. Nunca se colorearon tan vivamente las mejillas de los lacienses como en aquel momento; ni siquiera cuando la prensa de Madrid vino elogiando cierta comedia escrita por un hijo de la población. ¡Qué de improperios, primero contra Granate, luego contra D. Juan, después contra Fernanda! Singularmente los pollos se agitaban convulsos, frenéticos; encontraban deficiente la legislación, que no contenía medios de prohibir semejantes monstruosidades. Resultado de todo fue que, para dar expansión a las fogosas emociones que la noticia había despertado en su alma y para dar claro testimonio al mundo entero del profundo disgusto que un matrimonio tan extravagante les causaba, la juventud laciense dispuso una soberana farsa a cuyos comienzos asistimos.
Los interesados tuvieron noticia de ella y quisieron evadir el golpe, primero ocultando el día en que se había de celebrar el matrimonio, después celebrándolo fuera de la población. Pero no les valieron de nada sus precauciones. Los pollos olfatearon que la ceremonia se celebraría en los primeros días de Febrero, en la posesión que Estrada-Rosa poseía a media legua de Lancia. Se colocaron espías en la calle de Altavilla y en las inmediaciones de casa de Granate a fin de que no se escaparan; sobornose a los criados; se trazaron por las cabezas más fecundas de la ciudad mil planes ingeniosos para vejar a los novios. Como coincidió con estos preparativos el Carnaval, resolvieron aprovecharlo para dar el primer golpe con una gran mascarada burlesca, que salió el domingo a las doce de casa de Paco Gómez recorriendo las calles. En una carroza tirada por cuatro bueyes vestidos con percalina roja, sus cuernos adornados con ramaje, venían tres máscaras, queriendo figurar una a Fernanda Estrada-Rosa, otra a su padre y otra a Granate. Este último traía un sombrero de cuernos. De vez en cuando se paraba la carroza y ejecutaban una farsa ridícula y grosera que hacía bramar de regocijo a los curiosos que en torno se reunían. Fernanda besaba con trasportes de entusiasmo a Granate; éste, como más pequeño, la abrazaba por más abajo de la cintura, y mientras tanto D. Juan hacía sonar riendo una bolsa de dinero. De vez en cuando, del fondo de la carroza salía rápidamente otro máscara que quería representar al conde de Onís, daba un beso a Fernanda, se lo devolvía ésta a espaldas de Granate, y tornaba a ocultarse con la misma celeridad.
Como quiera que esta payasada se ejecutó en la calle de Altavilla, delante de la misma casa de Estrada-Rosa, el escándalo fue enorme, el gentío que la presenciaba inmenso. D. Juan, en el paroxismo de la ira, dio parte al gobernador, grande amigo suyo, y resolvió partir al día siguiente con Fernanda. Los jóvenes maleantes, que prevían esta determinación, ya tenían urdido el medio de hacerla ineficaz, preparando, como hemos visto, una grandiosa cencerrada para la noche. Era anticipada porque aún no se habían casado, pero de ningún modo querían que se escapasen sin ella. Armados, pues, de cuantos instrumentos ruidosos pudieron haber, con grandes trasparentes, donde aparecían pintadas las mismas grotescas figuras de la carroza con bestiales leyendas debajo, y teas en las manos, se congregaron más de trescientos muchachos en Altavilla, y alrededor de ellos media población que los alentaba con sus carcajadas. El estruendo era horrísono. De vez en cuando cesaba y una voz lanzaba al aire alguna copla indecente, que era celebrada con rugidos de alegría, creciendo tanto y tanto la algazara, que el mundo se venía abajo. El teniente Rubio, siempre original, trepó por las cornisas de la capilla de San Fructuoso, situada casi enfrente de la casa de Estrada-Rosa, y comenzó a repicar la campana. Paco Gómez iba solapadamente de uno en otro grupo apuntando las coplitas más dañinas para que las repitiese en alta voz el que la tuviese más recia. Moro hacía sonar su famoso serpentón hasta echar los pulmones, mientras el marica de Sierra, que había sido uno de los más activos promovedores de la cencerrada, se metía traidoramente en casa de D. Juan, vendiéndose como amigo fiel, para espiar en realidad lo que allí pasaba.
Pero el jefe político de la provincia pensó que era ya hora de oficiar de Neptuno y componer las olas irritadas. Cuando la cencerrada se hallaba en su período álgido, envió a Altavilla a Ñola, cabo de los guardias municipales, acompañado de dos números, que resultaron ser Lucas el Florón y Pepe la Mota, con encargo de apaciguar el escándalo y despejar la calle. Los lacienses estaban avezados de antiguo a no reconocer el origen divino de la autoridad cuando Ñola, el Florón o Pepe la Mota se empeñaban en representarla. Y no sólo ponían en duda su legitimidad, sino que en cuanto de lejos los columbraban, soplaba en su espíritu el viento de la rebelión y lo encrespaba. ¿Consistía esto en que los lacienses estuviesen predestinados por los ciegos impulsos de su naturaleza a conspirar contra el orden establecido? No es verosímil. Ninguno de los historiadores de Lancia han señalado como carácter distintivo de aquella raza la oposición a las instituciones. Es más natural suponer que lo que les indignaba tan profundamente y les inclinaba a la conjuración era la nariz de Ñola, del tamaño de un botón de timbre eléctrico, la voz aguardentosa de Lucas el Florón y las piernas monstruosamente arqueadas de Pepe la Mota.
De sobra conocían estos respetables agentes del poder gubernativo las tendencias anárquicas que algunas veces manifestaba el vecindario de Lancia. Pero lo que no sospechaban siquiera al introducirse incautamente entre la muchedumbre, de Altavilla fue que habían de salir de allí sin bastón, sin sable, sin kepis y con las mejillas abofeteadas. Así estaba escrito, sin embargo.
El jefe político no quiso conformarse con los inescrutables fallos de Dios, y montando en cólera hizo llamar inmediatamente al teniente de la guardia civil y le envió a vengar con ocho números a los infortunados Ñola, Lucas el Florón y Pepe la Mota.
Envalentonados con la victoria pasada los graciosos de Altavilla, trataron de resistir. Entonces el teniente, a quien devoraba el fuego de la guerra, mandó desenvainar los sables, y sonriendo ferozmente, cargó sobre la muchedumbre como un jabalí indomable.
Al verlo, un vivo estremecimiento corrió por los miembros de cada uno de los lacienses. Hubo tendencias a retirarse del campo de batalla; pero no faltó en aquel momento quien animase su corazón intrépido ofreciéndoles la perspectiva engañosa de la victoria.
—¡Fuera los civiles! ¡Abajo los tricornios! ¡Muera el patatero!
Tales fueron los gritos sediciosos que se escaparon de los pechos de aquella juventud temeraria.
Y en el mismo punto volaron algunas piedras. Los trompones, los bombardinos, los cornetines de pistón cuya voz armoniosa tantas mazurkas habían cantado en el seno de la paz, trasformados repentinamente en instrumentos de guerra, brillaron siniestros a la luz de las antorchas. El tricornio del teniente cayó vergonzosamente al suelo a impulso de uno de ellos. Lo recoge. Su corazón de guerrero se estremece, un círculo de espuma se forma en torno de sus labios y se lanza al combate con los ojos inflamados, respirando exterminio.
Entonces, bajo el imperio de su fuerza incontrastable, los jóvenes héroes de Lancia se replegaron dando fuertes gritos amenazadores. Los sables de los civiles comenzaron a sonar de plano en las espaldas de algunos. La retirada se convirtió en huida muy pronto. Tal como un rebaño de ciervos huye y se desbanda perseguido por los chacales, así los hijos generosos de Lancia huyeron aquella noche memorable, perseguidos por los civiles sedientos de sangre. El suelo quedó sembrado de instrumentos de bronce, testigos de la afrenta. El indomable teniente paseó largo rato su furor por las calles, animando con vivas interjecciones a sus huestes, lanzándolas en persecución de los rebeldes como un cazador lanza su jauría en persecución de un venado. Así fue como Paco Gómez, seguido tenazmente por los tricornios, se vio en la precisión, para escapar a un cintarazo, de meterse por el escaparate de la confitería de D.ª Romana, cayendo de bruces sobre una fuente de huevos moles y destruyendo por completo una magnífica tarta de borraja destinada al chantre de la catedral. Así fue también como Jaime Moro, después de perder en la refriega el serpentón de don Nicanor, estuvo a punto de ser inmolado por el sable resplandeciente de un civil. Sólo por haber tomado la precaución de bajar la cabeza cuando éste le tiró el golpe evitó la efusión de sangre. El sable fue a chocar con la pared de una casa, haciendo no poco estrago en ella. Meses después, Moro enseñaba el trozo descascarillado como un trofeo a los amigos forasteros que venían a Lancia; y al recordar sus proezas y peligros en aquella noche gloriosa, una suave alegría descendía a su corazón heroico.
Otros muchos miembros de aquella juventud magnánima experimentaron desperfectos de consideración en su economía, unos por el influjo de los sables, los más por las caídas y los choques que resultaron de la desbandada. La victoria no fue, sin embargo, gratuita para los agentes del gobierno. Aparte del fracaso del tricornio del teniente y de algunas contusiones de sus subordinados, el poder constituido sufrió un importante revés en la persona de uno de sus más antiguos representantes, en la persona de Ñola, cabo de municipales. Ya sabemos que este personaje, enteramente impopular en Lancia, a causa de la cortedad, y aún más de la redondez excesiva de su nariz, había perdido en la primera escaramuza el kepis, el sable y el honor de sus mejillas. La cólera y la venganza se enseñorearon de su corazón. Nada podía hacer, sin embargo, para apagarlas, porque se hallaba privado de todo medio coercitivo. Pero en vez de retirarse prudentemente al soportal de las Consistoriales, como hicieron sus compañeros Lucas el Florón y Pepe la Mota, quedose enmedio de la calle contemplando con ansiedad la batalla. Al ver que se decidía en favor de las instituciones que él representaba, la alegría se desbordó ruidosamente de su pecho municipal.
—¡Bien por los guardias! ¡Duro en ellos! ¡Rajarme esa canalla! ¡A ver si escarmienta de una vez esa pillería!
Tales eran los gritos belicosos que salían de su garganta. Sin embargo, cuando menos podía esperarse, dado que los enemigos huían en completo desorden, vino a estrellarse contra el botón de su nariz un cuerpo duro de superficie lisa y compacta que resultó ser un trozo de cal hidráulica. Todos los timbres de su cerebro sonaron a un tiempo. No pudiendo sufrir tanto estrépito, vino al suelo privado de conocimiento. Su pecho magnánimo sólo tuvo fuerzas para exhalar una queja melancólica.
—¡Recongrio, me han escuaernao esos sinvergüenzas!
Así cayó aquel baluarte poderoso del orden, aquel varón esforzado que en sus luchas incesantes con la pillería de los arrabales tantas veces había caminado por la senda de la victoria. Levantáronlo y lo metieron en la botica de don Matías, que estaba próxima. Desde allí lo condujeron poco después al hospital. La ciudad perdió por algunos días su escudo protector. Porque ni Lucas el Florón ni Pepe la Mota podían competir en energía con Ñola.
Mientras tales sucesos se efectuaban en Altavilla y en las calles adyacentes, D. Juan Estrada-Rosa, presa de irritación indescriptible, se paseaba agitadamente por su gabinete mesándose los cabellos. Los consuelos hipócritas del marica de Sierra no lograban calmarle. Hablaba de salir a la calle y arrojarse sobre la insolente muchedumbre.
—¡Qué les habrá hecho mi pobre hija!—exclamaba con voz temblorosa, próximo a sollozar.
Fernanda se había retirado a su habitación temprano y se había metido en la cama. Si la sorprendió la algazara que sonaba en la calle o contaba ya con ella, no es fácil saberlo. Cuando D. Juan, después de adoptar una violenta resolución, subió a despertarla, al encender la luz hallola con los ojos secos y brillantes, sin apariencias de haber dormido ni de haber llorado. Hizo que se vistiese a toda prisa, y dando orden a los criados para que tuviesen encendidas todas las luces de la casa a fin de engañar a los de afuera, salió con ella por la puerta de la cochera, que daba a un callejón solitario. Los acompañaba únicamente Manuel Antonio. Dirigiéronse por las calles más extraviadas a casa del Jubilado. Una vez allí, se pasó un recado a don Santos para que se presentase inmediatamente; otro al penitenciario. Cuando ambos acudieron, el padre, la hija y estos dos señores, Manuel Antonio y Jovita Mateo salieron ocultamente de Lancia por la carretera de Castilla. Después de caminar un rato esperaron el coche que don Juan había mandado venir. Acomodáronse los seis como pudieron en la carretela, echando a Manuel Antonio al pescante. Media hora después estaban en la posesión del banquero. Alzose apresuradamente un altarcito en el salón principal de la casa, y antes de que amaneciese, el penitenciario bendijo la unión de los prometidos.
Fernanda no había despegado los labios durante el camino. El mismo silencio cuando se hacían los preparativos para la solemnidad. Parecía tranquila, en un estado de indiferencia absoluta o, por mejor decir, de soñolencia, como la persona a quien se arranca violentamente del sueño y tarda en darse cuenta de lo que pasa en torno suyo. Pero tal estado letárgico continuó después de pronunciar el sí ante el altar. Ni la plática afectuosa y elocuente del penitenciario, ni las bromas incesantes de Manuel Antonio mientras tomaban el desayuno, ni las caricias de Jovita, ni la alegría afectada, ruidosa, de su padre lograban sacarla de su extraña distracción. Clareaba el día, un día triste, nublado, que se filtraba melancólicamente por los cristales. Todos hacían esfuerzos por parecer alegres; se hablaba en voz alta, se reía comentando la torpeza del criado, el miedo de Manuel Antonio a volcar.
Traslucíase, no obstante, una gran tristeza. Cuando la conversación se interrumpía, las frentes se arrugaban, los semblantes se oscurecían. Al entablarla de nuevo, las palabras resonaban lúgubremente en el lujoso comedor.
La novia se retiró para cambiar de traje. Poco después apareció de nuevo, con el mismo semblante impasible. Según los planes de D. Juan, debían irse inmediatamente para tomar en un pueblo próximo la silla de posta. Los indecentes de Lancia quedarían de este modo chasqueados. Cuando bajaron al jardín, donde esperaba el coche, caía una lluvia menuda y fría. Fernanda besó a su padre y entró en el coche. El pobre anciano, al recibir aquel beso en la mejilla, pensó que una corriente de aire frío entraba por ella paralizando sus miembros y helándole el corazón.
El látigo chasquea. «Adiós, Fernanda; abrígate, Fernanda. Adiós, Santos. Que vengan ustedes pronto.» Ya están en camino. Antes de una hora llegan a Meres, esperan la diligencia y suben en ella. El mismo silencio obstinado por parte de Fernanda. Las atenciones de Granate no le arrancan ni una sonrisa ni una palabra de gracias; sus ademanes grotescos y los desatinos que de vez en cuando deja escapar tampoco hacen surgir en el semblante marmóreo de la joven un gesto de fatiga o disgusto. A ratos dormita, a ratos contempla con ojos atónitos el paisaje. Cuando llegaron a las inmediaciones de León era ya noche.
Pero ¿qué ocurre en León? Al llegar a la plazoleta donde cambia el tiro la diligencia descubren gran golpe de gente, escuchan voces desaforadas, ruido desacordado de instrumentos de música, tañido de cencerros. Y ven alzarse sobre la muchedumbre algunos trasparentes pintados.
Paco Gómez, fecundo en trazas más que Ulises, había escrito a algunos amigos de León tiempo atrás invitándoles a disponer una cencerrada para cuando Granate y su esposa pasasen por allí. La colonia de Lancia, que es numerosa en León, secundó admirablemente los planes de su paisano. Todo lo tenían preparado. Sin embargo, estos preparativos no hubieran servido de nada sin la traición de Manuel Antonio, que al llegar a Lancia notició secretamente a Paco lo que pasaba. Éste aprovechó el telégrafo, recién instalado, y se puso en comunicación con sus secuaces.
Fernanda tardó en darse cuenta de que aquella algazara iba contra ella. Cuando, por algunos gritos que llegaron a sus oídos, vino en conocimiento de ello, empalideció, sus ojos se dilataron y, dando un grito, precipitose a la ventanilla para arrojarse fuera. Granate la detuvo sujetándola por la cintura. La joven luchó algunos momentos con furor; pero no pudiendo desprenderse de aquellos brazos cortos y membrudos de oso, se dejó caer al fin en el asiento, llevose las manos a la cara y rompió a sollozar.
—¡Dios mío, ha sido grande el pecado, pero qué castigo tan terrible!
Cinco años después.
Trascurrieron cinco años. La noble ciudad de Lancia ha cambiado poco en su exterior y menos aún en sus costumbres. Unas cuantas casas-grilleras con adornos de mazapán alzadas por el oro indiano en las inmediaciones del parque de San Francisco; varios trozos de acera en calles que jamás la poseyeran; tres faroles más en la plaza de la Constitución; un guardia municipal suplementario, que debe su existencia no tanto a las necesidades del servicio como a las pasiones del alcalde, varón de excelsos pensamientos, consagrados casi enteramente a Venus, que premia las condescendencias de Vulcano con el presupuesto municipal; en el paseo del Bombé algunas estatuas de bronce con el ropaje caído, que produjeron grave escándalo a su erección, haciendo pregonar al magistrado Saleta en la tertulia del maestrante que «la media desnudez era cien veces más incitante que la completa;» en las cabezas de nuestros maduros conocidos algunas hebras de plata, y en el semblante radioso como el arco iris de Manuel Antonio, el más seductor de los hijos de la ínclita ciudad, signos ya evidentes de que su belleza pronto se desvanecerá como un sueño feliz al soplo glacial de la mañana, como los copos de nieve que caen suavemente en el silencio de un día triste de invierno.
La misma vida vegetativa, brumosa, soñolienta; las mismas tertulias en las trastiendas libando con deleite la miel de la murmuración. Los apodos soeces pesando siempre como losa de plomo sobre la felicidad de algunas respetables familias. En el Bombé, las tardes de sol, los mismos grupos de clérigos y militares paseando desplegados en ala. Las enormes campanas de la basílica tañendo invariablemente a horas fijas. Las viejas devotas caminando con planta presurosa al rosario o a la novena. El canto monótono de los canónigos resonando profundamente en la soledad de las altas bóvedas. En Altavilla, a la hora del crepúsculo, los eternos corros de jóvenes alegres, riendo mucho, hablando alto y abriéndose amenudo para dejar paso a alguna costurera espiritual o criada de carnes opulentas a quienes rinden homenaje con los ojos, con la palabra y no pocas veces con las manos. Y allá, en lo alto del firmamento, iguales corros de nubes pardas y tristes amontonándose en silencio sobre la vetusta catedral, para escuchar en las noches melancólicas de otoño los lamentos del viento al cruzar la alta flecha calada de la torre.
Estamos en Noviembre. El conde de Onís acostumbra a pasear a caballo lo mismo en los días claros que en los oscuros. Cada vez menos le place la compañía de los hombres. Su carácter se ha hecho más receloso y melancólico. El pecado aniquiló los débiles gérmenes de alegría que la naturaleza había depositado en su corazón. El temperamento sombrío, extravagante, fanático de los Gayoso se ha ido exaltando en él poco a poco con el roer incesante del remordimiento; ha trastornado su imaginación, ha enervado su escasa actividad y ennegrecido su existencia.
Le molestan los hombres. En todas las miradas piensa ver hostilidad; en las frases más inocentes, alguna aviesa intención que hace hervir su sangre de coraje. No osa entrar en los templos, ni siquiera se deja caer de rodillas, como antes, frente al sangriento crucifijo del cuarto de su madre. Si oye hablar del infierno se estremece y huye. Envía cuantiosas limosnas a las iglesias; encarga misas que no oye; pone cirios a las imágenes, y en el secreto de su habitación se entretiene a veces puerilmente en preguntar a la suerte, echando una moneda al aire, si se condenará eternamente o irá tan sólo al purgatorio. Cuando llega a sus oídos el canto de los sacerdotes que acompañan a un entierro, empalidece, tiembla y se tapa los oídos. Por la noche se despierta amenudo sobresaltado, con un sudor frío, gritando miserablemente: «¡Hay que morir! ¡hay que morir!»
Por largo tiempo vivió casi en absoluto retirado, sin salir más que cuando se lo ordenaba aquella voluntad que había logrado señorear la suya. Después, como sufriese demasiado, temiendo que sus negros pensamientos acabasen con su razón, le dio por recorrer los contornos a pie o a caballo, hasta fatigarse. El cansancio corporal prestaba descanso a su espíritu; el espectáculo de la naturaleza serenaba su atormentada imaginación.
Era un tarde fría y oscura. Las nubes pesan amontonadas sobre las colinas que cierran el horizonte por el Norte, y ocultan las altas montañas de Lorrín que se extienden como una cortina lejana por el Oeste. Han caído fuertes chubascos que convirtieron en laguna la parte baja de la ciudad y en lodazales las carreteras que de ella parten. Apesar de esto el conde manda ensillar su caballo, sale de Lancia por la carretera de Castilla, y galopa entre torbellinos de lodo al través de las praderas y los bosques de castaños. Las hojas amarillentas de los árboles, lavadas por la lluvia, brillan como monedas de oro; mil arroyuelos serpean vacilantes por la falda de la colina y van a depositar sus aguas en la llanura, que se dilata verde y mojada con suaves ondulaciones. Una franja más oscura señala el cauce del Lora, que se oculta misterioso bajo sus mimbreras y espesas filas de alisos.
El conde, con la cabeza, echada hacia atrás, los ojos medio cerrados, aspiraba con delicia el fresco húmedo de la tarde. La carretera flanqueaba la colina en suave declive. Antes de trasponerla y perder de vista la ciudad, detuvo el caballo y echó una mirada atrás. Lancia era un montón, no grande, de techos rojos, sobre los que resaltaba la flecha oscura de la catedral. Debajo percibió una mancha amarilla, el bosque de robles de la Granja. Más abajo las torrecillas anaranjadas de su casa solariega.
La lluvia ha cesado. Un viento frío barre las nubes y las precipita detrás de los montes. El firmamento se despliega trasparente con el pálido azul de los días de otoño. Algunas estrellas apuntan ya como diamantes en el horizonte. Los árboles, las montañas, los arroyos, el valle cubierto de su verde tapiz brillan indecisos bajo la tenue claridad del crepúsculo.
El conde pone de nuevo su caballo al galope y desciende velozmente por el flanco de la colina que oculta a Lancia. El viento oprime sus sienes, zumba en sus oídos produciéndole una dulce embriaguez que disipa las negras nubes de su imaginación. Por la enlodada carretera no encuentra sino algún hato de ganado, algún trajinante con su recua, o carro tirado pausadamente por bueyes, en el fondo del cual duerme descuidadamente el carretero. Mas antes de trasponer un recodo, cree escuchar rumor lejano de ruedas y campanillas. Es la silla de posta que llega al anochecer a Lancia. Al cruzar a su lado dirige una mirada distraída al fondo, y chocan sus ojos con otros grandes y lucientes. Siente un estremecimiento eléctrico, vuelve la cabeza con presteza, pero sólo percibe ya la trasera de la silla que se aleja. Tira de las riendas al caballo y la sigue: a los pocos momentos se detiene avergonzado y prosigue su marcha.
¿Sería Fernanda? Una sensación fugaz, pero muy clara, se lo decía. Sin embargo, pudo haberse equivocado. Ninguna noticia tenía de su llegada. Sabía que se quedara viuda hacía unos meses. Granate había rodado al fin como un buey bajo el golpe de la apoplejía. Pero al mismo tiempo era válida la voz de que la viuda del indiano aborrecía de muerte a Lancia desde la humillante farsa con que sus compatriotas la habían regalado al casarse. El hecho de no haber venido cuando la muerte de su padre, acaecida el año anterior, lo dejaba bien probado.
El conde pensó algunos momentos en esto; al cabo se le borró de la mente; le distrajo una nube violada y espesa que avanzaba hacia el zenit presagiando nuevo chubasco. Pero en el fondo de su espíritu quedó algo indeterminado y dulce que le puso de buen humor. Revolvió el caballo y llegó a Lancia ya bien de noche, chorreando y cubierto de lodo, pero el corazón ligero y alegre sin saber por qué.
Fernanda no vaciló un instante. Lo vio y lo conoció tan claramente que pudo hasta advertir las señales que el tiempo y los cuidados habían impreso en su semblante. Le pareció más viejo; creyó ver en su luenga barba rubia algunos mechones plateados. Al mismo tiempo en sus ojos, posados un instante sobre ella, adivinó el sufrimiento, el hastío, algo triste, que le impresionó alegremente. El recuerdo de su antiguo novio había vivido siempre en el fondo de su pecho. Ni la traición, ni el desdén, ni las mil distracciones a que se arrojó en la vida frívola y bulliciosa de París, habían logrado arrancarlo de allí. Si le hubiera hallado satisfecho, en la plenitud de su fuerza y salud, no habría sentido aquel soplo dulce que la acarició un instante. En tal alegría maligna había el rencor inextinguible de la mujer desdeñada, pero también algo alado, sonoro, vaporoso, como la esperanza, que cantó y rió en su alma y disipó los negros pensamientos que se acumulaban sobre su frente.
La necesidad, no su querer, la obligaban a volver a Lancia, donde había jurado no poner los pies nunca más. Su marido tenía hecho testamento a su favor. Los hermanos de aquél lo impugnaban. Se había entablado un pleito, que ganó en primera instancia. Venía acompañada de una antigua sirviente de su padre, trasformada en dama de compañía, y de un mayordomo. Desde Madrid había telegrafiado a una prima, y ésta, en unión con Manuel Antonio, dos de las niñas de Mateo y algunas amigas más, la esperaban en la mal empedrada plazoleta del Correo, donde paraba la diligencia. Y vengan de abrazos y achuchones y besos, y vayan de preguntas y exclamaciones y lágrimas. La ofendida heredera de Estrada-Rosa no había imaginado sentir tal alegría al poner la planta en su pueblo natal.
Sus amigas la llevaron abrazada, casi en volandas, hasta casa. Allí se despidieron todas, menos Emilita Mateo, a quien Fernanda hizo una seña para que se quedase. Las dos amigas ascendieron lentamente, cogidas por la cintura, aquella escalera, amplia, encerada, que tantas veces sus pies menudos de niña habían pisado. No tardaron en encerrarse en el antiguo gabinete de la hija de Estrada-Rosa para saborear la hora de las dulces confidencias. Entre besos y sonrisas y protestas de fiel amistad se contaron su vida durante aquellos cinco años. Fernanda hablaba de su difunto marido con una compasión que quería ser triste y resultaba altamente despreciativa. Vivió con él en una suerte de antagonismo de ideas, de gustos y deseos, que los mantuvo constantemente alejados. Ni fue feliz ni desgraciada. Fueron cinco años de aturdimiento en que desfilaron ante su vista calles populosas, teatros resplandecientes, hoteles magníficos, salones de baile, trajes deslumbradores, muchos conocidos y ningún amigo. Su marido se plegaba a sus caprichos a la fuerza, como un oso indómito que obedeciese gruñendo al palo del domador. Habían tenido una niña, que se murió a los cuatro meses.
La juguetona Emilia fue muy desgraciada en su matrimonio. Núñez había salido un perdis. Ya lo sabía Fernanda, pero vagamente. En cartas no es fácil descender a ciertos significativos pormenores. Al principio muy bien, pero luego las malas compañías le habían echado a perder. Le dio por el juego primero, después por la bebida, últimamente por las mujeres. Esto último era lo que más sentía Emilia. Todo se lo perdonaba de buen grado: que viniese borracho a las tantas de la madrugada, que le empeñase los pendientes, los cubiertos, hasta el capuchón de abrigo; lo que no podía sufrir era que se le viese entrar en casa de una perdida que vivía en la calle de Cerrajerías. Al decir esto la hija del Jubilado soltaba un torrente de lágrimas. Apenaba más verla llorar, por la alegría revoltosa que siempre fue el distintivo de su carácter. Fernanda la acariciaba tiernamente y compartía sus lágrimas. Al cabo de un rato de silencio le preguntó:
—Pero ¿tú le sigues queriendo?
—¡Sí, hija, sí!—exclamó con rabia.—No lo puedo remediar. Cada vez estoy más ciega por él.
—¡Vaya por Dios! Tu pobre padre estará también disgustadísimo.
—¡Figúrate!... Y lo peor es—añadió llorando amargamente—que ahora volvió a su manía antigua contra el ejército... Dice cosas horribles de los militares... ¡Sí, sí, horribles!... En cuanto yo entro por casa empieza a disparatar, nada más que por mortificarme... Mis hermanas le apoyan... Nos llaman holgazanes y dicen... dicen que se debe reducir el contingente...
Al llegar aquí, los sollozos rompían el tierno pecho de la esposa de Núñez. Fernanda, que también lloraba viéndola tan afligida, no pudo menos de sonreír.
—¡Tus hermanas también!
—¡Ya lo creo!... ¡Todos, todos desean que se reduzca!...
Cuando la hija de Estrada-Rosa le hubo demostrado que no era tan fácil como parecía la reducción de las fuerzas de tierra, su espíritu se serenó al fin poco a poco. Luego concertaron ambas dar una sorpresa a la sociedad laciense. Fernanda se presentaría aquella noche sin previo anuncio en la tertulia de Quiñones. Una alegría infantil se apoderó de ambas con este proyecto. Así que le dieron forma, despidiose Emilita, prometiendo volver enseguida a buscar a su amiga.
Eran las diez de la noche cuando subían ambas los peldaños de piedra, que rezumaban siempre por la humedad, de la vasta escalera señorial de los Quiñones.
Al llegar arriba Emilita prohibió al criado que las anunciase. Ella misma abrió la puerta del salón y empujó a Fernanda hacia adentro.
Fue una aparición que dejó extáticos por un instante a los tertulios. La hija de Estrada-Rosa, lucía un traje elegantísimo recién salido del taller de una de las más afamadas modistas de París. Su belleza, de la cual sus compatriotas no conocían más que el delicado botón, se había convertido en rosa espléndida en los cinco años de vida refinada y elegante. Maravillosa por la arrogancia de su talle, por el brillo de sus grandes ojos africanos, por la delicadeza de su cutis, la hermosura de Fernanda había adquirido en París su complemento necesario, la gracia, el noble y sencillo ademán, el gusto para vestirse, la suprema distinción que en Lancia no hubiera logrado jamás. Su traje negro de seda dejaba descubiertos pecho y espalda. Algunas carreras de perlas tejidas entre los cabellos componían todo el adorno de su cabeza.
Amalia fue la primera que la vio, y su sangre fluyó de repente al corazón. Repuesta inmediatamente, corrió a saludarla.
—¡Oh! Ya sabía que usted había llegado; pero no imaginé que fuese tan amable...
Ambas se miraron a los ojos y se declararon, con un chispazo, el odio que ardía en el fondo de sus almas. Pero habían cambiado las circunstancias. Amalia era cinco años atrás la dama más elegante y distinguida de la población, la única cuyo porte y refinamiento de costumbres trascendía a otra esfera más culta y espiritual. Fernanda la aventajaba ahora infinitamente. Aquélla había envejecido de modo ostensible. Entre sus cabellos se veían ya bastantes hebras plateadas; su tez, siempre pálida, había perdido toda su frescura; además, había perdido el deseo y el gusto para vestirse, se había ido plegando poco a poco bajo la presión de la sociedad ordinaria y cursi que la rodeaba, adaptándose a ella y descuidándose más y más de su persona. El contraste era, por lo tanto, más vivo. Bien lo advirtió la noble esposa del maestrante y se sintió humillada hasta el fondo de su ser. Una sonrisa de despecho contrajo sus labios mientras cambiaba con Fernanda los obligados saludos. Ésta gozaba de su triunfo con grave y serena alegría.
Las damas rodeáronla inmediatamente. Fue un diluvio de besos y abrazos acompañados de vivas exclamaciones de gozo. Los hombres, que formaban círculo detrás, avanzaron también sus manos y estrecharon con efusión la de la hermosa viajera. Y entre tanto pláceme y tanta frase congratulatoria, o por olvido o por vergüenza, nadie osaba hacer alusión a la desgracia que la joven había experimentado algunos meses atrás; ni el más mínimo recuerdo para el oso colorado que dormía su sueño eterno en un cementerio de París. Tan sólo cuando la efervescencia de los saludos hubo calmado, Amalia la cogió sonriente las manos y exclamó mirándola de arriba abajo:
—¡Sabe usted que son muy elegantes los trajes de duelo en París!
Fernanda hizo una mueca de desdén.
—Poco importa el vestido si se lleva el duelo en el corazón—apuntó María Josefa, que en los cinco años trascurridos había aguzado prodigiosamente el filo, el contrafilo y la punta de su lengua.
Las mejillas de Fernanda se tiñeron de carmín. Se avergonzó como si fuese un delito no sentir la pérdida de Granate. Luego, irritada por aquella hostilidad, estuvo a punto de mostrar violentamente su enojo. Volvió la espalda y se puso a hablar con otras damas.
En aquel momento el conde de Onís salió del gabinete y vino a saludarla. Le tendió la mano con afectuosa sonrisa. Ella le entregó la suya de un modo glacial, separando rápidamente la mirada. Sin embargo, pudo advertirse alrededor de sus ojos un círculo pálido que denunciaba la emoción. Para disimularla se encaminó al gabinete, diciendo con afectada ligereza que la dejasen libre, que a quien tenía más gana de ver era a D. Pedro.
El noble maestrante yacía en su sillón con los naipes en la mano. Sus cabellos y su barba estaban más blancos, pero tan erizados e indómitos. Sus facciones enérgicas parecían más acentuadas; sus ojos hundidos brillaban con fulgor más delirante. Al mover con trabajo aquel gran torso atlético desprovisto de base los rasgos de su fisonomía se contraían con expresión de feroz impotencia que inspiraba tristeza y miedo. Pero si su cuerpo se abatía a ojos vistas, alzábase su orgullo cada vez con más brío. Todos los días crecía un poco el respeto que se consagraba a sí mismo por llamarse Quiñones de León y el desprecio a los demás por haber nacido bajo el estigma de otro nombre cualquiera. Agradeciendo profundamente al cielo la dicha con que había querido favorecerle, tendría a pecado quejarse de su suerte y envidiar a los otros hombres la facultad de usar de sus piernas. ¿Qué importa que Juan Fernández pueda andar, correr y saltar, si al fin y al cabo se llama Juan Fernández? Lo único que le preocupaba algunas veces era si convendría a la dignidad de un Quiñones poseer unas extremidades enteramente inertes, y si no sería preferible que viviesen para participar de la gloria del resto del organismo. Pronto desechaba, sin embargo, tales inquietudes pensando justamente que vivas o muertas aquellas extremidades ocupaban un rango superior en la sociedad. Cuando Fernanda entró en el gabinete alzó los ojos y clavó en ella una mirada penetrante que la abrazó de la cabeza a los pies. Ni la hermosura ni el porte, singularmente elegante, de la joven debieron dejarle satisfecho, porque la convirtió inmediatamente a los naipes y exclamó con insolente protección:
—¡Hola, pequeña! ¿Eres tú? ¿Cuándo has llegado?
Apesar de sentirse mortificada por aquel tono, Fernanda le saludó afectuosamente.
—Me alegro de verte tan buena, querida, y aprovecho la ocasión para darte el pésame. Ya sabes que yo no escribo cartas hace años. He sentido mucho a Santos... Oiga usted, Moro: ¿se propone usted no darme en su vida una carta decente?... Era un buen sujeto, un vecino excelente, incapaz de hacer daño a nadie. No hallarás otro marido como él. Tenía una cualidad que se encuentra muy difícilmente: la modestia. Apesar del dinero que había logrado juntar, no pretendía salirse de su esfera; siempre se manifestó respetuoso con los superiores. ¿Verdad, Saleta, que no era como esos piojos resucitados, que así que les suenan algunas monedas en el bolsillo olvidan las judías y el centeno, como si en su vida los hubiesen probado?... Valero, siéntese usted, y diga pronto si es vuelta eso que tiene... ¿Vienes a establecerte aquí, chiquita, o te vuelves a ver a los franchutes?
Fernanda, que sintió perfectamente toda la hiel de aquel discurso, respondió fríamente, y después de pocas palabras más se volvió al salón.
A D. Pedro le había molestado el tufillo de elegancia y distinción que despedía la hija de Estrada-Rosa. Le irritaba que alguien se alzase en torno suyo, siquiera fuese solamente algunas pulgadas. Aborrecía todo lo extranjero, y muy particularmente aquel París, donde imaginaba que los Quiñones de León no tenían influencia muy decisiva. Hasta sospechaba vagamente, con horror, que eran desconocidos. Por supuesto que procuraba apartar la mente de tan disparatada idea. Si llegase a penetrar por completo en su espíritu, ¿qué le restaba al noble caballero? Morir, y nada más.
Haciéndole la partida de tresillo están los mismos personajes que ya conocemos. Saleta, el gran Saleta, cuyas mentiras siguen fluyendo de su boca suaves y almibaradas, lo cual le obligaba a relamerse amenudo. Faltó poco para que Lancia se viese privada para siempre de este magnánimo y divertido varón. Jubilado hacía tres años, fue a establecerse a su país, donde permaneció uno solamente. La nostalgia de Lancia, de la tertulia de Quiñones, y sobre todo de las burlas de su colega Valero, le impulsaron a dejar la patria gallega para venir de nuevo a habitar entre los lacienses. Valero, ascendido a presidente de sala, más ajado cada día, más jaranero y ceceoso, se sienta a la izquierda del prócer. Enfrente está Moro, ideal inaccesible de todas las niñas casaderas, cuya cabeza infatigable soporta fácilmente doce horas de tresillo sin mareo ni turbación alguna. De todas las instituciones creadas por los hombres, la más firme, la más respetable es ésta; el tresillo. Por su inquebrantable solidez puede compararse muy bien a las leyes inmutables de la naturaleza. Para Moro es tan verdad que la espada vale más que el basto, como que los cuerpos al caer siguen un movimiento uniformemente acelerado. Y allá en el fondo oscuro de la cámara dormita en la misma butaca el glorioso Manín con su calzón corto, chaqueta de bayeta verde y fuertes zapatos claveteados. Tiene el pelo gris, casi blanco. Pero no es esto lo peor para él. Lo verdaderamente triste es que el pueblo no le considera ya como un cazador feroz envejecido en la lucha con los osos de las montañas. Aquella leyenda se ha ido disipando poco a poco. Sus compatriotas tenían razón. Manín no era más que un zampatortas. En Lancia se ríen también de sus proezas y le miran como un viejo bufón del loco y heráldico señor de Quiñones.
Fernanda consiguió al fin sustraerse a los plácemes de sus amigos y fue a sentarse en un rincón apartado. Estaba triste. La hostilidad de los dueños de la casa le había impresionado. Pero no era esto lo principal, aunque ella hiciese por creerlo. El motivo recóndito, que se avergonzaba de confesar a sí misma, era Luis. El saludo afectuoso de su antiguo novio había despertado súbito todos sus recuerdos, todas sus ilusiones, las penas y las dichas de otro tiempo que dormían en el fondo de su alma como pajarillos entre las hojas del árbol. La agitación interior era intensísima, pero nada o muy poco se traslucía en su continente grave y frío. Sin embargo, sintió un fuerte estremecimiento al escuchar muy cerca de su oído estas palabras:
—¡Qué hermosa te has puesto, Fernanda!
Se hallaba tan distraída que no advirtió que el conde se había sentado a su lado. Involuntariamente se llevó la mano al sitio del corazón. Repuesta inmediatamente, sonrió diciendo:
—¿Te parece?
—Sí... Y yo qué viejo, ¿verdad?
Hizo un esfuerzo y le miró a la cara con fijeza.
—No; algunas canas en la barba... y el aspecto un poco fatigado.
El temblor de su voz contrastaba con la aparente indiferencia que quiso dar a sus palabras.
El conde se puso repentinamente serio, llevose la mano a la frente y replicó al cabo de unos momentos con acento sombrío y como si se hablase a sí mismo:
—Fatigado, sí; ésa es la verdadera palabra... ¡Muy fatigado!... La fatiga me sale por los poros.
Guardaron ambos silencio. El conde quedó entregado a una intensa meditación que trazó en su frente arruga profunda. Al cabo dijo, entablando nuevamente conversación:
—Ya te había visto antes de venir aquí.
—¿Dónde?—preguntó ella afectando sorpresa.
—En la carretera. Salí esta tarde a dar un paseo a caballo y me crucé con la silla de posta. Te conocí perfectamente.
—Pues yo no te he visto... Recuerdo que encontramos dos o tres jinetes antes de llegar a Lancia, pero no he conocido a ninguno.
Al decir esto no pudo impedir que una ola de carmín tiñese de nuevo sus mejillas. Volvió, para disimular, la cabeza. Sus ojos tropezaron con los de Amalia, que se posaban sobre ellos lucientes, acerados. Contempláronse un instante. La boca felina de la valenciana se contrajo con una sonrisa. Fernanda quiso corresponder con otra tan falsa, pero no pudo. Volviose de nuevo hacia el conde y hablaron de cosas indiferentes, de teatros, de música, de proyectos de viaje.
Sin embargo, aquél se mostraba más y más preocupado. Iba perdiendo el aplomo y hablaba equivocándose, como si su pensamiento anduviese lejos. Guardaba silencio algunos momentos, pugnaba por decir algo, movíanse sus labios, pero en vez de articular lo que quería, expresaban otra cosa distinta, algo trivial y ridículo que le avergonzaba en cuanto salía de ellos. Fernanda le observaba con atención, ganando la serenidad y la calma que él perdía rápidamente. Parecía embebida por completo en la conversación, describiendo con naturalidad sus impresiones de viaje, expresando sus opiniones con la misma indiferencia que si no mediase entre ellos más que una antigua y tranquila amistad. Luis concluyó por ponerse taciturno. Al fin tuvo resolución para decir, aprovechando un instante de silencio:
—Cuando me acerqué a tí estabas muy distraída. ¿En qué pensabas?
—No me acuerdo... ¿En qué querrías tú que pensase?
El conde vaciló un momento; pero animado por la graciosa sonrisa de su ex-novia se atrevió a articular:
—En mí.
Fernanda le miró en silencio, con curiosidad burlona bajo la cual chispeaba una alegría imposible de ocultar. El conde se puso colorado hasta las orejas, y las hubiera entregado seguramente a las tijeras por no haber pronunciado aquellos dos fatales monosílabos.
—Bien...—dijo la joven alzándose de la silla.—Hasta luego. Me alegro de verte bueno.
—¡Escucha!
—¿Qué hay?—dijo retrocediendo el paso que había dado para alejarse y posando en él unos ojos sonrientes y maliciosos que concluyeron de fascinarle.
—Perdona si mis palabras te han ofendido.
Fernanda hizo una mueca de desdén y se alejó exclamando:
—¡Arrepiéntete, pecador, que el infierno tienes delante!
¡El infierno! Esta palabra, soltada a la ligera, como broma, hizo dar un vuelco a su corazón; despertó la preocupación constante de su existencia desde hacía algún tiempo. Todos los Gayoso habían vivido bajo la influencia de esta idea funesta. Pero el terror de sus abuelos parecía dilatarse en su espíritu, atormentándolo, enloqueciéndolo. Amalia necesitaba luchar heroicamente para distraerle por poco tiempo de sus escrúpulos. Por eso ahora, cuando le hizo seña para que se acercase, le vio alzarse tétrico de la silla y aproximarse lentamente como si le arrastrasen. Tenía ella demasiado talento y orgullo para mostrarse herida de la corta plática que acababa de tener con su antigua novia. Le acogió con la misma sonrisa, dirigiole la palabra con su habitual y afectada ligereza, y no se acordó ni del nombre de Fernanda. Pero sus labios pálidos se contraían de coraje cada vez que le veía volver los ojos hacia aquélla. Y el incauto lo hacía amenudo.
Una hermosa niña de ojos azules y flotante cabellera dorada apareció en la puerta, conducida por una doméstica.
—¡Oh, qué tarde!—exclamó la señora de Quiñones.—¿Por qué ha tardado usted tanto en traerla, Paula?—añadió severamente.
Ésta contestó que la niña se había entretenido jugando al milano que le dan, y que lloraba cada vez que la querían acostar.
—¿No tienes sueño aún, rica mía?—dijo la dama trayéndola hacia sí y pasándole la mano tiernamente por los bucles de su cabellera.
Los tertulios se interesaron vivamente por la criatura. Fue de uno a otro recibiendo caricias y pagándolas con afectuosos besos de despedida.
—Buenas noches, Josefina.—Hasta mañana, rica.—¿Has sido buena hoy?—¿Te ha comprado tu madrina la muñeca que cierra los ojos?
El conde la miraba con los ojos húmedos, haciendo esfuerzos increíbles para dominar su emoción. La sentía siempre que se ofrecía a su vista aquella niña. Cuando le tocó la vez no hizo más que rozar con los labios su rostro cándido. Pero Josefina, con el admirable instinto que los niños tienen para saber quién los ama, se colgó a su cuello dándole pruebas de particular cariño.
Fernanda también la contemplaba con vivo interés, con una intensa curiosidad que le hacía abrir extremadamente los ojos. Josefina tenía seis años, la tez nacarada, los ojos de una dulzura infinita, azules y melancólicos; algo de triste y enfermizo en toda su diminuta persona. El parecido con el conde saltaba a la vista.
Cuando la niña le dejó, los ojos de aquél chocaron con los de Fernanda. Sintiose turbado: fue a sentarse más lejos.
Josefina vestía con elegancia. Los señores de Quiñones la criaban con mimo, como hija adoptiva. Por mucho tiempo éste fue el asunto preferido de las murmuraciones de Lancia. Se averiguaba con vivo interés el coste de sus sombreritos; se comentaba el número de juguetes que le compraban; hacíanse cálculos sobre la cantidad en que la dotarían al casarse. Pero ya se habían fatigado de tanto comentario. Tan sólo cuando venía rodada se dejaba escapar alguna alusión mordaz, o se noticiaba al oído algún nuevo descubrimiento.
La niña fue a parar a un grupo donde estaban María Josefa, la doncella de la lengua devastadora, y Manuel Antonio, bello siempre como el primer rayo de la mañana.
—Oyes, Josefina: ¿a quién quieres más, a tu madrina o a tu padrino?—preguntole aquél.
—A madrina—respondió la niña sin vacilar.
—Y a quién quieres más, ¿a tu padrino o al conde?
La niña le miró sorprendida con sus grandes ojos azules. Pasó por ellos una ráfaga de desconfianza y respondió frunciendo su hermoso entrecejo:
—A mi padrino.
—¿Pero el conde no te trae muchos juguetes? ¿no te lleva en coche a la Granja? ¿no te ha comprado el trajecito de charra?
—Sí... pero no es mi padrino.
Los del grupo acogieron con risa esta respuesta. Comprendían que la niña mentía. Don Pedro no era hombre para inspirar afecto muy vivo a nadie.
—Pues yo creo que el conde también es tu pa...drino.
—No tal; yo no tengo más que un padrino—manifestó la chica, cada vez más recelosa.
Y se alejó del grupo.
Fue donde estaba Amalia; se le puso delante cruzando sus bracitos sobre el pecho y dijo haciendo una reverencia:
—Madrina, la bendición.
La dama le entregó su mano, que la niña besó con respetuoso cariño. Luego, cogiéndola en sus brazos, la besó en la frente.
—Que descanses, hija mía. Ve a pedir la bendición a tu padrino.
La niña se dirigió al gabinete. Estas prácticas del tiempo pasado placían mucho al señor de Quiñones.
Josefina se acercó a él con timidez. Aquel gran señor paralítico le infundía siempre miedo, aunque procuraba disimularlo porque así se lo había ordenado su madrina.
—Señor, la bendición—dijo con voz apagada.
El alto y poderoso maestrante no hizo caso. Fijo en las cartas que tenía en la mano, envuelto en su talma gris con la cruz roja en el pecho, iba creciendo por momentos ante los ojos turbados de la pobre Josefina. No comprendía que hubiese en el mundo nada más grande, más imponente y digno de respeto que aquel noble señor. De esta misma opinión participaba D. Pedro. Por eso hacía tiempo que había resuelto confundir a todos los seres que le rodeaban en una masa caótica, en la cual sólo dos o tres aparecían con algún carácter individual.
La niña aguardó con sus bracitos cruzados cerca de un cuarto de hora. Al fin el señor de Quiñones, después de jugar una entrada con fortuna, se dignó clavar en ella una mirada severa que la hizo empalidecer. Alargó su aristocrática mano con ademán digno de su tocayo Pedro el Grande de Rusia, y Josefina posó sobre ella sus labios temblorosos y se fue.
No estaba muy conforme aquel varón excelso con que su esposa criase con tal mimo a una expósita, pero lo consentía porque lisonjeaba su vanidad. Amalia le había dicho, sabiendo dónde le dolía:
—Criarla para doméstica lo haría cualquiera en Lancia. Nosotros debemos hacer las cosas de otro modo.
D. Pedro no pudo menos de sentir el peso de aquella verdad innegable.
Josefina cruzó el salón para ir a acostarse. Al pasar rozando con Fernanda, que estaba sentada y sola, ésta la pilló al vuelo por un bracito y la atrajo. Toda la alegría, toda la ternura que en aquel momento rebosaba de su corazón, desbordose con violencia sobre la criatura, a quien cubrió de besos. No se acordó para nada de su rival, a quien adivinaba vencida. Sólo pensó en que era hija de él, su sangre, su misma imagen. Y besó con éxtasis aquellos ojos azules profundos, melancólicos, aquella tez nacarada, aquellos bucles dorados que circuían su rostro como un nimbo de luz.
—¡Oh, qué hermoso pelo! ¡Qué cosa tan hermosa, Dios mío!
Y apretaba sus labios contra él y hasta sumergía el rostro entre sus hebras con tanta voluptuosidad y ternura que estaba a punto de llorar.
En aquel momento una voz estridente, imperiosa, sonó en sus oídos.
—¡Todavía no te has ido a acostar, arrapiezo!
Y al levantar los ojos vio a Amalia, con el rostro pálido, los labios apretados, que cogió a la niña con violencia por el brazo dándole una fuerte sacudida y la arrastró hacia la puerta.
La cólera de Amalia.
A la mañana siguiente, Paula, por orden de su señora, llevó a la niña al cuarto de la plancha, la sentó en una silla alta y pidió las tijeras a la doncella, que cosía al pie del balcón.
—¿Qué vas a hacer?—preguntó Josefina.
—Cortarte el pelo.
—¿Por qué?... Yo no quiero que me cortes el pelo.
Y se bajó resueltamente de la silla. Paula tornó a alzarla.
—¡Quieta!—le dijo severamente.
—¡Yo no quiero!... ¡no quiero!—exclamó con graciosa resolución.
—La verdad es que da lástima cortar un pelo tan hermoso—dijo otra de las doncellas, que estaba planchando.
—¿Qué quieres, hija? Quien manda, manda.
Y tomando uno de los preciosos bucles de la cabellera, lo separó de un tijeretazo.
—¡Déjame, Paula!—gritó la niña.—¡Lo voy a decir a madrina!
—¿Sí, preciosa? ¿Vas a decírselo a madrina de veras?... Bueno, ya se lo dirás cuando terminemos.
Y sin hacer más caso de sus protestas, dejando caer las palabras con zumba, prosiguió imperturbable su tarea. Pero la niña se bajó de nuevo, irritada, furiosa. Entonces Paula pidió auxilio a Concha, la costurera, y mientras ésta la tenía sujeta a la silla, aquélla la fue despojando uno a uno de todos sus bucles. Después arregló como mejor pudo los cabellos que quedaban.
—¡Qué lástima!—volvió a exclamar la planchadora.
—Hija, no está mal así tampoco—repuso Paula peinándola con esmero.
En aquel momento apareció la señora en el cuadro de la puerta.
—¡Madrina! ¡ven, madrina!... Mira, Paula y Concha me han cortado el pelo.
Amalia avanzó algunos pasos por la estancia y, evitando la mirada de la niña, fijó los ojos severos en su cabeza, y dijo con imperio y frialdad:
—No está bien así. Córtelo usted al rape.
Y se alejó con la frente fruncida. Josefina, atónita, la siguió con los ojos. Jamás había visto en el semblante de su madrina tanta frialdad y dureza. Quedó asombrada, pensativa y dejó ya, sin hacer el más leve movimiento, que Paula cumpliese el mandato.
Pronto quedó la cabecita rubia mondada como un melocotón. Las domésticas prorrumpieron en carcajadas.
—¡Hija de mi alma, que retefeísima te han puesto!—exclamó María la planchadora con acento de duelo, pero sin poder reprimir la risa.
—No digas eso, mujer—repuso Concha con dejillo amargo.—¡Si está preciosa!
Era una mujer de veinticinco años o más, extremadamente pequeña, casi tan pequeña como Josefina, de ojos hundidos y ariscos, a quien todos los criados de la casa temían.
Paula reía también pasando y repasando sus manos por la cabeza de la criatura.
—Cuando haga falta un perulero para el aceite, ya sabéis dónde lo habéis de hallar—prosiguió Concha.
Disipada la lástima, adivinando que la chiquita había caído en desgracia, las criadas se entregaban a la alegría cambiando bromas sin gracia, pero que las hacían reír perdidamente. Josefina había permanecido quieta, silenciosa, con la cabeza baja. Las burlas lograron al fin hacer su efecto. Dos lágrimas asomaron rezumando por sus largas pestañas. Concha se incomodó:
—¿Lloras por el pelito?.. ¡Qué lástima de azotes!... No tienes tú la culpa, sino los que te crían como una princesita siendo tanto como nosotras... digo, menos que nosotras—añadió por lo bajo,—que al fin tenemos padres.
—¡Vamos, Concha, déjala!... No hagas caso, monina, que pronto tendrás pelo otra vez—dijo María con acento maternal.
La niña, impresionada por la caricia, comenzó a sollozar y salió de la estancia.
Cuando por la noche se presentó en el salón, de aquella forma, el conde no pudo reprimir un gesto de cólera y clavó una mirada interrogante en Amalia. Ésta contestó a aquel gesto y a aquella mirada con sonrisa provocativa. Y en alta voz dijo que le había mandado cortar el pelo porque había notado que la niña empezaba a presumir.
—¡Claro! ¡Tanto la adulan ustedes que se ha puesto inaguantable!
El conde, irritado, buscó al instante ocasión de acercarse a Fernanda y anudaron la plática de la noche anterior. Estuvieron locuaces, afectuosos. Fernanda contó con pormenores su vida de París. Luis se mostró singularmente expansivo, no ocultando la alegría de su corazón, hablando animadamente bajo la mirada iracunda de Amalia posada sobre él. En una pausa Fernanda alzó los ojos sonrientes hacia su ex-novio y le preguntó, no sin ruborizarse un poco:
—¿A que no sabes por qué le han cortado el pelo a la niña?
El conde la miró sin contestar.
—Ayer lo elogié yo mucho y me permití besarlo.
Era la primera vez que Fernanda se daba por enterada de su secreto. Experimentó una fuerte sacudida. Sus mejillas se enrojecieron. Las de ella también. En largo rato no hallaron palabras que decirse.
En los días siguientes, el conde comenzó a dar repetidos paseos por la calle de Altavilla y a pasar largos ratos en el café de Marañón. La sociedad laciense se sintió conmovida hasta sus cimientos ante tamaño acontecimiento. Desde entonces más de trescientos pares de ojos le espiaron sin cesar. Dejó de ir todos los días a casa de Quiñones y asistió una que otra vez a la tertulia exigua de las de Meré, como se seguía diciendo en Lancia, aunque en realidad ya no hubiese en el mundo más que una. Carmelita había muerto hacía lo menos tres años. No quedaba más que Nuncia, la menor, y ésa casi totalmente paralítica. Del sillón a la cama y de la cama al sillón: era todo lo que andaba con trabajo. Moralmente también se hallaba privada de movimiento, falta del impulso protector que le prestaba su hermana. Desde que ésta bajara al sepulcro, no tenía ya quien la sujetase. Esto, lejos de alegrarla, la sumía en una melancolía profunda. Al pasar repentinamente a la categoría de persona sui juris, la pobre Niña había experimentado desazón increíble: todo le asustaba, todo era conflictos de los cuales le parecía imposible salir; echaba menos aquellas ásperas reprensiones que, si la hacían derramar abundantes lágrimas, habían reprimido saludablemente sus juveniles arranques y cortado los funestos resultados que pudiera acarrear su inexperiencia.
Eran sus tertulios asiduos algunos pollastres nuevos, varios gallos conocidos y un número bastante mayor de lindas y feas damiselas que acudían a la casa sedientas de marido. Porque la Niña, en esto como en todo, mantenía religiosamente las tradiciones legadas por su hermana. Era la protectora decidida de todos los noviazgos que se iniciaban en Lancia, por desatinados que fuesen. La pequeña casa de la calle del Carpio continuaba siendo la fragua donde se forjaba la dicha conyugal de los honrados vecinos de Lancia.
El que acudía con más constancia era Paco Gómez. La razón, que le habían arrojado de casa de Quiñones a consecuencia de una frase de las suyas. Preguntaba cierto forastero en un corro de Altavilla cómo había quedado paralítico el maestrante. «En realidad no está paralítico—repuso Paco,—porque no tiene lesión alguna; sólo que las piernas no pueden con la heráldica que se le ha subido a la cabeza, y se le doblan en cuanto da un paso.» Lo supo Quiñones por un traidor y dio orden de que no se le recibiese.
Era el alma y el regocijo de la tertulia de la Niña. La vaya incesante con que mortificaba a ésta los tenía a todos en continuo espasmo de risa.
—Vamos, Nuncia, ¡mucho ojo! No hables demasiado, porque ya sabes que te he visto las pantorrillas y... y... y...
La pobre octogenaria se ruborizaba como una niña de quince. Nada la sofocaba tanto como este recuerdo importuno de la tarde del columpio.
Luis y Fernanda comenzaron a verse aquí una o dos veces por semana. Lejos de la mirada fulgurante de Amalia, aquél se encontraba a gusto, recobraba su serenidad. Hablaban larguísimos ratos en voz baja, sin que nadie les molestase; al contrario, la Niña tenía buen cuidado de proporcionarles ocasión y espacio suficientes. Asistía, no obstante, a casa de Quiñones; veía a Amalia en secreto cuando se lo exigía, pero iba apareciendo más frío, más esquivo. Ella, advirtiéndolo perfectamente, no daba su brazo a torcer, no le hablaba palabra de su ex-novia. Sin embargo, un día no pudo contenerse:
—Sé que te entretienes largos ratos en casa de las de Meré hablando con Fernanda.
Lo negó cobardemente.
—Ten cuidado con lo que haces—prosiguió, clavando en él sus ojos siniestros,—porque una traición pudiera salirte cara.
Estaba tan acostumbrado al dominio de aquella terrible mujer, que sintió un estremecimiento de frío, como si algo aciago se cerniese ya sobre su cabeza. Pero en cuanto salió a la calle, fuera de la influencia magnética de aquellos ojos que le turbaban, sintiose invadido por una sorda irritación: «Después de todo, ¿por qué me amenaza? ¿Es mi esposa? ¿Qué derechos tiene sobre mí? Lo que estamos haciendo es un pecado grave, es un crimen. ¿Quién puede privarme del arrepentimiento, de reconciliarme con Dios y ser bueno?» El arrepentimiento había sido en los últimos tiempos un vago deseo, gracias a la fatiga de su amor y aún más al miedo desapoderado que el infierno le inspiraba. Ahora se convirtió en verdadero anhelo. Verdad que ofrecía mayores atractivos. Rechazar el pecado valerosamente, purificarse, librarse del fuego eterno... y además poseer a Fernanda.
Hacía tiempo que sus relaciones criminales no tenían más que un punto luminoso, Josefina. Si no fuese por ella, se hubiera marchado de Lancia. Esta criatura, blanca y silenciosa como un copo de nieve, que poseía la fragancia de los lirios, la inocencia de las palomas, la dulzura melancólica de una noche de luna, esparcía sobre su alma, atormentada por el remordimiento, un bálsamo que la refrescaba deliciosamente. ¡Cuántas veces, teniéndola entre sus brazos, se preguntaba sorprendido cómo un ser tan inocente, tan puro, tan divino, pudiera ser hijo del pecado! Pero aun aquella misma niña era ocasión de nuevos y crueles tormentos. No verla a solas sino de tarde en tarde; hallarse obligado a disimular sus sentimientos, a besarla fríamente como los demás, más fríamente que los demás; no poder llamarla hija del corazón, no sentirla gorjear el tierno nombre de padre, le entristecía y en ciertos momentos le desesperaba. Desquitábase cuando una que otra vez, muy rara, le consentían llevarla a la Granja. Allí se pasaba las horas en éxtasis, teniéndola sobre sus rodillas, acariciándola frenéticamente.
La niña se había acostumbrado a estas violentas expresiones de cariño y las agradecía. A veces sentía su cabecita blonda mojada por las lágrimas de su amigo. Alzaba los ojos sorprendida, pero viéndole sonreír, sonreía también y alargaba sus labios de coral para darle un beso.
—¿Por qué lloras, Luis? ¿Tienes pupa?
Josefina no entendía que hubiese motivo más grave en el mundo para llorar. Amaba a Luis tiernamente, y eso que le chocaba y entristecía la frialdad que con ella usaba ordinariamente. Poco a poco había ido adivinando, con precoz instinto, que el conde la quería más que los otros y que disimulaba. Ella también adoptaba, siguiendo el ejemplo, una actitud indiferente cuando se acercaba a él en público. Pero cuando estaban solos, entregábase con el mismo entusiasmo a las expansiones del cariño, y esto sin saber por qué, sin darse cuenta de lo que hacía.
Desde el día en que su madrina ordenó que le cortasen el pelo, Josefina pudo notar que había caído en desgracia. Ya no la besaban con trasporte, ya no satisfacían sus mínimos antojos, ya no era la preocupación constante de la casa. Amalia comenzó a contrariarla, a usar con ella un tono frío y displicente; y las criadas siguieron el ejemplo de su señora. La pobre niña, sin comprender qué significaba aquel cambio, sintió su pequeño corazón apretarse; exploraba con sus bellos ojos profundos los semblantes y trataba de descifrar el enigma que guardaban. Se hizo más grave, más recelosa, más tímida. Y como viera que le negaban los juguetes o las golosinas que antes le otorgaban a manos llenas, se abstuvo de pedirlos.
Amalia, en vez de gozar como antes con sus gracias infantiles, parecía huirlas. Dio orden de que no se la llevasen por la mañana a la cama, según costumbre. Cuando la tropezaba casualmente en los pasillos, pasaba de largo evitando mirarla. A todo más se acercaba preguntándole con acento displicente:
—¿No te has lavado todavía? Anda, ve a que te arreglen. O bien: «Me han dicho que no has sabido la lección de catecismo. Te vas haciendo muy holgazana. Cuidado que seas buena, porque si no, te encierro en la cueva de los ratones.»
Antes se ocupaba ella en tomarle las lecciones, en ponerle la aguja en la mano y guiar sus diminutos dedos. Ahora abandonaba casi siempre esta tarea a las doncellas. Vivía en un estado de preocupación sombría que no pasaba desadvertida a los criados. Josefina también la adivinaba; veía que su madrina estaba cambiada, no sólo con respecto a ella, sino en todo su modo de ser. Y allá, vagamente, en los limbos oscuros de su pensamiento se engendraba la idea de que estaba triste, que padecía y que ésta era la causa de su mal humor.
Un día estaba la dama sola en su gabinete. Se había dejado caer en una butaca. Inmóvil, con la cabeza echada hacia atrás y las manos pendientes, parecía dormida. Sin embargo, Josefina, que rondaba el gabinete, se atrevió a mirar por la rendija de la puerta y observó que tenía los ojos abiertos, muy abiertos, y que su frente estaba temerosamente fruncida. Sin saber lo que se hacía, con esa ciega confianza que los niños tienen en sí mismos, empujó la puerta y penetró en la estancia. Acercose silenciosamente a la señora, y echándose repentinamente sobre su regazo, le dijo, clavando en ella una mirada de tímido afecto:
—Dame un beso, madrina.
La dama se estremeció.
—¿Cómo estás aquí? ¿Quién te ha dado permiso para entrar? ¿No te han dicho que no subas sin que te llamen?—preguntó frunciendo aún más el ceño.
—Quería darte un beso—dijo con voz apagada Josefina.
—Déjame de besos. Anda, y cuidado con subir otra vez sin mi permiso.
Pero la niña, embargada por la emoción, no sabiendo a qué atribuir aquel despego y queriendo vencerlo a toda costa, próxima a llorar, se echó aún más sobre el regazo y trató de subirse para alcanzar su rostro.
—Dame un beso, madrina.
—¡Quita! ¡Déjame!—replicó la dama impidiéndola alzarse.
La niña se obstinó.
—¿No me quieres? Dame un beso.
—¡Que te quites, chicuela!—gritó enfurecida.—¡Lárgate ahora mismo!
Al mismo tiempo le dio un fuerte empujón. Josefina, después de tambalearse, rodó por el suelo, dando con la cabeza en el pie de una silla.
Alzose llevando la mano al sitio dolorido, pero no lloró. Un sentimiento de dignidad, que muchas veces se aloja con fuerza en los corazones infantiles, le prestó fortaleza para resistir el llanto que brotaba a los ojos. Dirigió a su madrina una mirada de indefinible tristeza y salió corriendo de la estancia. Cuando llegó a la escalera se dejó caer sobre un peldaño y rompió a sollozar.
Las espinas de la vida comenzaron a clavarse cruelmente en las carnes delicadas de aquella niña, que hasta entonces sólo flores había hallado en su camino. El despego de Amalia fue creciendo de día en día. A la par crecía también la reserva y la timidez de su hija. Pero como al fin era niña, esta tristeza disipábase a veces al impulso de un capricho. Entonces era cuando realmente se mostraba la frialdad y ojeriza de la dama.
—Señora, Josefina no quiere ponerse el vestido verde.
—¿Pues?
—Dice que está sucio.
Amalia se levantó, fue al cuarto de la niña y, cogiéndola por un brazo y sacudiéndola rudamente, le dijo:
—¿Qué orgullo es ése? ¿No sabes, muñeca, que en esta casa no eres nadie? ¿Que estás aquí por misericordia? Ten cuidado no enfadarme, porque el día menos pensado te planto en la calle, de donde te he recogido.
Las criadas escucharon estas palabras y las tuvieron bien presentes. Josefina hasta entonces había sido tratada como hija de los señores: en adelante se la consideró como una hija postiza: más tarde, como advenediza. La servidumbre se vengaba con placer de los minuciosos cuidados que antes se veía obligada a prodigarle, de aquellas ásperas reprensiones que recibían por su causa. En particular Concha, la microscópica doncella, experimentaba una alegría indecible, propia de su carácter maligno y rencoroso, cada vez que la señora mostraba de algún modo su desdén por la niña recogida.
Ésta ocupaba una habitación que daba al jardín, alegre y espaciosa. Concha, aunque primera doncella y costurera de la casa, alojábase en un cuartucho lóbrego, con ventana al patio, que compartía con María. El gabinete de Josefina había sido siempre para ella objeto de envidia. Más de una vez la había expresado con palabras bien pesadas para aquélla. Aprovechándose de la disposición de su ama, obtuvo permiso para dormir también en este gabinete, a pretexto de que Paula, que ocupaba una alcoba contigua, tenía el sueño pesado. Instalose cómodamente, hizo uso del tocador y de los enseres de la niña. Pocos días después la mandó a dormir con María en su antiguo cuarto, sin decir una palabra a su ama. Cuando ésta lo supo, ya había pasado algún tiempo: la reprendió sin aspereza por no haberle dado parte, pero no modificó los hechos consumados.
Más adelante se le ocurrió degradarla de otra manera. Josefina comía a la mesa con los señores. El alto y poderoso maestrante no había consentido en ello al principio: importunado por su esposa, cedió al fin, no sin repugnancia. Concha, penetrada de la ojeriza de su señora, comenzó a intrigar para privar de este honor a la recogida. Exagerando lo que daba que hacer, lo mucho que se manchaba y lo que perturbaba el servicio de la mesa, logró a la postre que no se sentase a ella y sí en una pequeñita que se le puso en el cuarto de la plancha, próximo a la cocina. A los pocos días la misma Amalia, en un acceso de mal humor, dijo que aquel doble servicio no podía ser tolerado y que se la llevasen a la cocina a comer con los criados.
Concha la sentó en un taburete, le puso un plato de barro y una cuchara de madera en la mano y le dijo:
—Come.
La niña levantó la cabeza estupefacta; pero al ver la sonrisa maligna que brillaba en los ojos de la doncella, bajola de nuevo y se puso a comer sin protesta alguna. Concha no quedó satisfecha; deseaba que se rebelase; verla llorar.
—¿Qué es eso? ¿No te gusta la cuchara?... Pues, hija, come con ella, que también cómo yo y soy tan buena como tú... ¡Qué te creías, bobalicona! ¿Pensabas que porque te ponían el sombrerito y la camisa de batista eras una señorita... Las señoritas no vienen metidas en un cesto entre trapos sucios...
Y por ahí continuó soltando a chorros sarcasmos e insultos, hasta que al fin la pobre Josefina rompió a llorar. Las demás criadas, menos malévolas, se veían, no obstante, lisonjeadas por aquella humillación. Al fin se pusieron de su parte, trataron de consolarla, mientras Concha, despiadada, más dura y más fría que el mármol, siguió persiguiéndola largo rato con rechifla sangrienta.
Pocos días después, al cruzar Josefina por el cuarto de la plancha para ir al comedor, oyó a Concha decir dirigiéndose a María:
—Di, chica, ¿has planchado ya la ropa de la hospiciana?
Se detuvo, sin saber a quién se refería, y paseó su mirada recelosa de una a otra doméstica, hasta que una carcajada, que ambas soltaron a la vez, le hizo comprender que se trataba de ella.
—¿Por qué me llamáis hospiciana?—exclamó la inocente pugnando para no llorar.—Lo voy a decir a mi madrina.
—¡Alza; corre a decírselo!—replicó Concha empujándola a la puerta.
Desde entonces no se le dio otro nombre entre la servidumbre.
Amalia prohibió que la llevasen por la noche al salón. El conde, que ya no veía a su hija mas que este momento, pidió explicaciones. La dama manifestó que, debiendo levantarse temprano para estudiar sus lecciones, necesitaba más sueño. No se dio aquél por convencido. Comprendía que se trataba de una ruin venganza; pero tuvo la prudencia de callar, temiendo mayor daño.
A Amalia se le ocurrió entonces herirle de modo más directo. La niña, a quien había privado no sólo de sus caricias, sino de todas sus preeminencias en la casa, iba camino de ser una criadita más. En un instante quedó trasformada por completo. La señora dio orden de que se le guardasen todos los sombreros y vestidos y se le pusiese el más pobre y más viejo del guardarropa; que se le hiciesen delantales como a las demás criadas y se la emplease en los menesteres de la cocina que pudiese ejecutar.
Los amores del conde y Fernanda eran cada día más notorios. Aunque en casa de Quiñones se guardaban de hablarse con intimidad, a la celosa valenciana no se le ocultaba lo que entre ellos existía. Sus ojos traspasaban como dos rayos de luz el cerebro de su amante y leían con claridad dentro de él. Luis estaba enamorado de su antigua novia. Las relaciones adúlteras le pesaban en el alma como una losa de piedra. Ella, la amada, la preferida de otros días, le parecía ahora vieja y marchita frente aquella espléndida rosa que acababa de abrirse por completo. Si no la había abandonado ya, era por debilidad de carácter, por el ascendiente poderoso que en siete años de relaciones había logrado adquirir sobre él. Pero no apetecía otra cosa. Lo leía perfectamente en sus miradas huidas; en la preocupación sombría que pesaba sobre él, rota algunas veces por súbita y extravagante alegría; en el temor y en el servilismo, cada vez mayores, con que se acercaba a ella.
Una noche el conde pidió un vaso de agua. Los ojos de Amalia brillaron repentinamente. Había llegado el momento ansiado. Tiró de la campanilla y dijo con singular inflexión a la doncella que acudió:
—Paula, que traigan un vaso de agua.
Pocos instantes después se presentó Josefina, pobremente vestida, con un mandilito de tela burda, calzados los pies con toscos zapatos, soportando trabajosamente entre sus pequeñas manos una bandeja con vaso de agua y azucarillo. Los tertulios quedaron estupefactos. Luis empalideció. Avanzó la niña hasta el medio del salón, mirando tímidamente a su madrina. Esta le hizo seña de que se acercase al conde.
Vaciló el caballero como si estuviese distraído; pero viendo a la criatura plantada delante de él, se apresuró a tomar el vaso y se lo llevó con mano temblorosa a los labios. Los ojos de Amalia se mostraban en tanto fríos, indiferentes; pero en sus labios había imperceptibles estremecimientos que revelaban el gozo cruel que sentía. En la tertulia reinó, mientras se efectuaba esta escena, un significativo silencio.
Luego que Josefina hubo salido, la señora de Quiñones explicó a sus tertulios con naturalidad aquella mudanza. Se trataba de un castigo necesario al orgullo que la niña empezaba a mostrar con los criados. No duraría mucho. Sin embargo, necesitaba vencer a todas horas la voluntad de Quiñones, que se oponía a que fuese educada con tanto mimo.
—La verdad es—concluyó diciendo con acento tan natural, que ninguna actriz lo hallaría más adecuado a la ocasión,—la verdad es que algunas veces no puedo menos de darle la razón en mi interior. ¿Qué bien le hacemos a esta pobre niña colocándola en una situación donde no ha de poder sostenerse? Mañana, que nosotros nos muramos, la pobre necesitará buscarse el sustento trabajando, si antes no encuentra un marido... ¿Y qué marido le vamos a dar a una muchacha con necesidades y sin dinero?
Los tertulios no cayeron en la trampa. En realidad tampoco ella lo pretendía. Todo aquello venía a reducirse a puro convencionalismo, pues a nadie se le ocultaba lo que había debajo. Poco después, no pudiendo dominar la molestia que sentía, el conde se despidió.
—Este negocio de Luis no se presenta nada bien—decía a última hora Manuel Antonio en un grupo que se retiraba por la calle de Altavilla, donde iban María Josefa, el Jubilado y su hija Jovita.—El matrimonio con Fernanda, si es que lo llega a realizar, le ha de costar muchos disgustos.
—¿Crees tú?...—preguntó María Josefa para tirarle de la lengua.
—¡Madre!... ¿Eres tonta, mujer? ¿No conoces a Amalia como yo?
—¿Y qué tiene que partir Amalia en el matrimonio de Luis?—preguntó Jovita, que en su calidad de soltera, aunque hubiese cumplido los treinta y dos, le convenía hacer patente su candor.
—¡Ay! Es verdad que teníamos aquí esta fanciullina—exclamó, haciendo cómicos ademanes de susto, el marica.—¡No me hacía cargo!... Nada, monina, nada; sigue adelante, que son cosas de los grandes...
La hija del Jubilado se volvió iracunda al sentir el alfilerazo y replicó con una frase insolente. Pagole Manuel Antonio con otra, y se entabló animada disputa rebosando de palabras amargas e intencionadas que se prolongó hasta casa del Jubilado, no sin que éste hubiese hecho algunos vanos esfuerzos para poner paz entre ellos. La mejor parte la llevó, como siempre, el marica, que poseía para lanzar sus frases el vigor de los hombres y la sutil intención de las hembras.
Al día siguiente el conde logró una entrevista con Amalia y le dio sus quejas por la escena de la noche anterior. La dama se manifestó amable, condescendiente, justificó su conducta por el bien de la niña. Luis observó, sin embargo, que hablaba de un modo particular: creyó percibir en la miel de sus palabras un dejo de amargura e ironía que le sobresaltó. Salió preocupado, inquieto: en algunos días no pudo quitar de sí el malestar de aquella entrevista.
Pero el amor prendía fuego rápidamente en todos los aposentos de su alma y consumió al fin aquel último resto de preocupación. Estaba profundamente enamorado. Y como siempre acaece, a la par que crecía su amor aumentaba también su timidez. Al principio, en sus largas conversaciones con Fernanda, aparecía sereno, galante, no perdonaba medio de demostrar a su ex-novia su admiración y rendimiento. De repente comenzó a perder el aplomo, a huir todo asunto relacionado con sus propios sentimientos, a evitar las frases galantes. Fernanda no se equivocó. Ahora es cuando había llegado aquel amor, tras del cual tanto tiempo había corrido, que tantas lágrimas le había costado.
Sus pláticas, aunque fuesen de asuntos indiferentes, tenían un sabor delicado, exquisito. Hablaban horas y horas, sin cansarse, de las cosas más insignificantes, por el placer de verse tan cerca, de escucharse.
Fernanda charlaba con toda la alegría de su corazón, sin curarse de la timidez de su adorador, al contrario, gozando al ver el empeño pueril con que evitaba el confesar su amor, sabiendo que en cuanto ella diese la señal se entregaría atado de pies y manos.
El momento llegó al fin. Un día la hermosa viuda se resolvió a declararse ella. Hablaban del matrimonio; de las segundas nupcias. Luis comenzó a sobresaltarse, a emitir sus opiniones con voz temblorosa, a tratar de huir la conversación. Fernanda dijo de repente con perfecta calma y en tono resuelto:
—Yo no volveré a casarme segunda vez.
Se puso pálido. La cara se le entristeció de tal manera que la joven, reprimiendo a duras penas una sonrisa, repitió con más resolución aún:
—No volveré a casarme segunda vez... a no ser contigo.
El conde la contempló desencajado.
—¿Es de veras eso?—preguntó al fin con voz temblorosa.
—¡Y tan de veras!—repuso ella mirándole sonriente.
—Dame esa mano, Fernanda.
—Tómala, Luis.
Se las estrecharon fuertemente por unos momentos. El conde se levantó sin decir otra palabra. Cuando llegó a casa, le escribió una larga carta de seis pliegos pintándole con los más vivos colores su pasión, dándole fervorosas gracias, llamándose indigno gusano tres o cuatro veces.
El matrimonio quedó concertado para cuando terminase el año de luto. Faltaban dos meses. Decidieron guardar el secreto y que la ceremonia no se celebrase tampoco en Lancia. Unos días antes del prefijado saldría ella para Madrid; poco después se le juntaría él, y en la corte quedarían unidos para siempre.
En los pueblos es muy difícil ocultar cualquier cosa: un proyecto de boda, imposible. Por la intensidad de la mirada cada par de ojos se convierte en cien pares; por su virtud acústica, cada oído en cien oídos. En sus pasos, en sus miradas, en el modo de saludarse y despedirse los ingeniosos lacienses adivinaban como verdaderos magos lo que pensaban, medían exactamente el progreso de aquellas relaciones que les tocaba en lo más vivo del corazón.
Una tarde, al pasar Manuel Antonio por delante de la tétrica morada del conde, vio salir a la doncella con una caja de cartón en las manos. El marica sintió en la nariz olor de caza, tomó vientos un instante, y la siguió.
—Adiós, Laura—dijo pasando delante de ella.
Y volviéndose de repente le preguntó en tono indiferente:
—¿Cómo sigue tu amo?
—El señor conde no está malo.
—¡Ah! Pues me dijeron... Como no le veo hace dos días... ¿Vas de compras para la señora?
—Son camisetas para el señor conde.
—¿De casa de Ramiro?... Déjame verlas, yo también tengo que comprar.
La doncella abrió la caja y el marica se puso a examinar el contenido.
—Son muy finas. Esto es demasiado caro para mí, hija.
—Sí, señor, son caras. Pues el señor conde todavía no las encuentra buenas. Quiere a toda costa que sean de seda, y por más que anduve todos los comercios, no las hay. No tiene más remedio que encargarlas.
—¿De seda? ¡Madre! Entonces se nos va a casar.
—Yo no sé nada de eso, señorito—se apresuró a replicar la criada con señales de turbación.
—¡Quita allá, hipocritona!—exclamó riendo.—Tú lo sabes como yo y como todo el mundo... ¿Y para cuando?
—Le digo que no sé nada.
Pero el marica insistió tanto, se mostró tan expresivo y familiar que al cabo de un rato la criada desembuchó lo que tenía dentro.
—Pues mire, yo no puedo decirle a punto fijo lo que hay, pero creo que se casa y pronto. El otro día oí unas palabras a la señora condesa...
—¿Qué palabras?
—Decía al ama de llaves que, en cuanto su hijo se fuese, iría a pasar una temporada a la Granja. Después, mirando por el agujero de la llave, la vi llorar. Además, Fray Diego estuvo anteayer en casa... pero no sé si debo decirle...
—Vamos, mujer, ¿qué importa? ¿Te figuras que yo soy una gaceta?
—Pues le oí decir al tiempo de despedirse: «Nada, nada; tienen mucha razón; es mucho mejor que lo hagan en Madrid. Éste es un pueblo muy envidioso...»
El gozo que sintió Colón al descubrir la tierra del Nuevo Mundo no fue nada en comparación con el de nuestro marica. No sólo sabía sin género de duda que se casaban, sino dónde había de efectuarse la ceremonia. Embarazado por noticia tan capital y queriendo aliviarse enseguida de aquel peso, se puso a imaginar sobre quién haría más efecto. Su pensamiento fue derecho a Amalia. Hacia el palacio de Quiñones enderezó, pues, sus menudos y graciosos pasos.
Era la hora del oscurecer. Halló a la señora sentada en su gabinete, sin luz, entregada sin duda a una de esas intensas y dolorosas meditaciones que desde hacía algún tiempo la embargaban. Manuel Antonio se mostró jovial y decidor, trató de alegrarla cuanto pudo, atrayendo de nuevo la sangre a aquel corazón ulcerado para que la puñalada fuese más dolorosa. Pidió chocolate, lo tomaron jaraneando lindamente: Amalia llegó a olvidarse de sus preocupaciones. Y cuándo más olvidada estaba ¡zas! la bomba. Pero dejada caer suavemente, con arte infinito, el arte que sólo posee una mujer, reforzado por el ingenio masculino.
Lo único que sintió fue no poder verle la cara. El gabinete estaba ya casi en tinieblas. Pero advirtió bien claramente el destrozo de la explosión en el sonido de la voz, en la frialdad de la mano al despedirse.
Amalia quedó en pie, rígida, inmóvil, largo rato. Apoyose en la cortina de crespón para mirar a la calle y la destrozó. Trató de abrir su escritorio para tomar el pomo de esencia, pero dio demasiada vuelta a la llave y estropeó la cerradura.
Salió de la estancia y vagó, por los pasillos oscuros y escaleras, con incierta planta, como un fantasma. Allá a lo lejos vio un punto luminoso y se dirigió hacia él involuntariamente como una mariposa. Era el comedor, que ya estaba alumbrado. Sentada a la mesa, armando unos pastorcitos de barro, restos de su pasada riqueza, estaba Josefina. La pantalla de la lámpara proyectaba viva luz sobre su cabecita monda y dorada como una naranja. Amalia se detuvo un instante y la contempló con ardiente mirada, devorando con los ojos aquel semblante grave y melancólico que tan fielmente reflejaba el de Luis. Dio un paso y la niña volvió la cabeza. La mirada de sus ojos azules era igualmente dulce y triste; el movimiento de las pestañas, idéntico. La esposa del maestrante salvó de dos pasos la distancia que la separaba y cayó sobre ella como un tigre hambriento. Golpeó, mordió, desgarró. Sus uñas dejaron al instante surcos morados en aquel rostro cándido. La sangre comenzó a brotar. La niña, loca de terror, lanzaba chillidos penetrantes. Apenas tuvo tiempo a ver a su madrina. No sabía qué era aquello. Amalia, insaciable, golpeaba, hería sin cesar. Los gritos de la víctima hacían crecer su furor. Se detuvo rendida al fin.
—Madrina, ¿qué hice?—exclamó la pobre niña huyendo hacia un rincón.
Esta pregunta, la mirada de angustia con que la acompañó, enfurecieron de nuevo a la dama. Volvió a golpearla despiadadamente. La criatura se tapaba el rostro con las manos. Entonces le cogía las orejas, las estrujaba hasta arrancarlas. No satisfecha todavía, irritada de no poder herirla en la cara, tomó un plumero que había sobre la mesa, y con el mango comenzó a sacudirle sobre las manos, dejándolas cubiertas de cardenales.
Al fin consiguió salvarse. Las criadas, que habían acudido y presenciaban atónitas la escena, dejáronla paso y huyó por los pasillos y tomó por la escalera. La puerta de la calle estaba abierta. El cochero, al llevar los caballos al agua, la había dejado así. Josefina salió de la casa y corrió desalada por la calle de Santa Lucía, penetró en la travesía de Santa Bárbara, atravesó la plazuela del Obispo y, bajando por la calle de la Sastrería, salió por la puerta de San Joaquín a la carretera de Sarrió.
Había cerrado ya la noche. Caía suavemente una lluvia menuda, pero espesísima, que en poco tiempo la caló hasta los huesos. La desgraciada criatura corrió todavía algún tiempo y al fin se detuvo jadeante. El pretil de la carretera estaba bajo en aquel sitio y se sentó. Entonces fue cuando sintió el dolor de los golpes. Llevose las manos a la cabeza, después a la cara, por donde sentía correrle un líquido caliente, que al principió pensó sería la lluvia.
Pronto se convenció de que era sangre. ¡Sangre! ¡La cosa en el mundo a que ella tenía más terror! Dominada aún por el susto, no se quejó. Levantó la falda de su vestidito y se secó, o por mejor decir, se lavó la cara, porque el vestido estaba mojado.
Pero lo que más sentía, lo que le dolía de un modo horrible eran las manos. No sabiendo qué hacer para aliviarse, comenzó a soplarlas. Luego las chupó. Pero el dolor era tan recio que exclamó al fin sollozando:
—¡Ay mis manos!
En aquel momento se alzaron ante ella entre las sombras de la noche dos enormes figuras que la dejaron helada de espanto. Una de ellas se abalanzó y la cogió por un brazo.
—¿Qué haces ahí?—dijo con voz bronca.
La justicia del barón.
En una gran sala de la casa solariega de los Oscos, amueblada con cuatro trastos viejos, tapizada con dos dedos de polvo, se encuentran sentados a una antigua mesa de roble dos conocidos personajes de esta historia. Uno es el propio barón, dueño de la casa. El otro, su amigo Fray Diego. Tienen delante un tarro de ginebra vacío, otro a medio vaciar y sendas copas. Ni mantel, ni tapete, ni bandeja; el único adorno de la mesa son las manchas caprichosas que el vino y la ginebra en feliz consorcio con el polvo han ido dejando con el trascurso de los meses y los años. La estancia es lóbrega, porque la calle del Pozo lo es y porque los cristales emplomados, hace años ya que no se han limpiado, y porque la tarde está declinando.
A la poca luz que allí consigue penetrar puede verse la faz de ambos excesivamente roja, tan roja que parece imposible no brote la sangre de sus ojos encarnizados. La del barón ha llegado al límite de su fiera y espantable fealdad. Aquella cicatriz sangrienta que le surca el rostro se destaca ahora con todas sus rugosidades, tan áspera y negra que da grima verla. Sus bigotes cerdosos, unidos a las patillas, son ya más blancos que negros. Viste zamarra negra y cubre su cabeza una gran boina roja cuya borla cae arremolinada, unas veces sobre las orejas, otras sobre las narices, según los movimientos que imprime a su torso de ogro.
Hace largo rato que guardan silencio. Fray Diego de vez en cuando lleva la mano al tarro de la ginebra, llena la copa de su amigo, luego la suya, y gravemente la apura de un trago. El barón no es tan expedito: toma su copa, la sube a la altura de los ojos y hace frente ella una serie de muecas a cual más horrorosa; después la toca con el borde de los labios, vuelve a las muecas, vuelve a tocarla; por fin, después de largos ensayos y vacilaciones, se decide a apurarla.
De esta manera grave y prudente se solazan los dos antiguos soldados de D. Carlos casi todas las tardes del año. El pueblo lo sabe, y hay entre sus jocosos habitantes entabladas varias apuestas sobre cuál de los dos moriría primero de apoplejía.
Fray Diego había servido también en las filas del Pretendiente. Luego se había ordenado, se hizo fraile, estuvo en Filipinas; finalmente, se secularizó y vivía en Lancia como capellán suelto. Mientras la guerra no se habían conocido. Cuando se encontraron en Lancia quedaron unidos con indisoluble amistad por la identidad de ideas, por el recuerdo de las gloriosas batallas a que asistieron... y por la ginebra.
—¡Viva el papa soberano de todos los reyes de la tierra!—exclamó después de largo silencio, en que ambos parecían dormitar, Fray Diego. Al mismo tiempo dio un tremendo puñetazo sobre la mesa que hizo bailar los tarros y las copas.
El barón no se conmovió poco ni mucho. Siguió haciendo guiños a la copa que tenía delante y, después de apurarla muy reposadamente y chasquear tres o cuatro veces la lengua, dijo:
—Despacio, despacio, Fray Diego; usted no sabe todavía lo que son los papas.
—¡Viva el papa soberano de todos los reyes de la tierra!—volvió a exclamar el cura, dando otro puñetazo más fuerte.
—Cuidado, Fray Diego, que los papas han sido siempre muy ambiciosos.
—¡Señor barón!—exclamó el clérigo con voz enfática de cómico de la legua.—¡Tiene usted el alma tan fea como el rostro!
El barón quedó tan sosegado ante aquel insulto. Después de un rato dijo con perfecta tranquilidad:
—No sea usted botarate. ¿Qué tiene que ver mi cara en estos asuntos? Yo soy católico, apostólico, romano; pero si mañana el rey, nuestro señor (llevose la mano a la boina al decir esto), me manda con un destacamento a Roma, voy a allá como el condestable de Borbón, la saqueo y prendo al pontífice.
—Y yo digo que si Su Santidad me mandase meter una cuarta de bayoneta por el ombligo a ese condestable, tenga usted por seguro que le metía dos.
—No.
—¿Cómo no?—rugió el capellán poniéndose carmesí.
—Porque el condestable ha muerto hace tres siglos.
—Me alegro. Tres siglos hace que arde en los infiernos.
—Todo eso está muy bien, pater, pero el rey siempre arriba, ¿estamos? y los demás a callar y obedecer.
—¡El papa no calla nunca, señor barón!
—Pues se le pone una mordaza.
—¡Quisiera yo ver ¡porra! ¡reporra! ¡cien veces porra! quién se la ponía estando cerca Fray Diego de Areces!—gritó el clérigo alzándose convulso y echando fuego por los ojos.
—Siéntese, pater, y cálmese y escancie otra copita, que Fray Diego de Areces no es más que un cazuela.
El capellán se serenó repentinamente, vertió delicadamente el licor en las dos copas y apuró la suya con deleite, después de lo cual dejó caer la cabeza sobre el pecho, los párpados se le bajaron y se puso a dormitar. El barón, radiante de alegría, le contemplaba fijamente con ojos socarrones, aprovechándose de su ausencia temporal para escanciarse otra copita, «de nones,» como él decía.
Era constante particularidad de aquellas dulces sesiones el que la ginebra trocase el carácter de ambos. El genio irascible, impetuoso del barón se dulcificaba de modo inverosímil. Hacíase, mientras duraba la benéfica influencia del alcohol, alegre, comunicativo, conciliador; ninguna palabra le molestaba, nada le parecía suficiente motivo para encolerizarse. En cambio, Fray Diego, que en estado normal era un bendito, siempre jovial y chancero, tornábase un diablo disputador y quisquilloso, adquiría de pronto humor guerrero que nadie sospecharía bajo su rostro redondo y plácido de beata ajamonada.
Despabilose al cabo de pocos minutos, miró al barón algunos momentos fijamente con extraña ferocidad y profirió estropajosamente:
—Quisiera, señor barón, que me explicase usted qué entiende por cazuela.
—¡Anda, salero! ¿Ahora salimos con eso? ¿A usted qué le importa que signifique uno u otro?
—Es que yo quisiera... ¡entendámonos!
—Ya nos hemos entendido. Usted tiene dos cuartillos de ginebra entre pecho y espalda y yo otros dos... o algo más—añadió haciendo un número prodigioso de guiños.
—¡No es eso, señor barón, no es eso! ¡Entendámonos de una vez, porra!
—Aquí ya no hay barones ni frailes—exclamó el noble en un arrebato de buen humor alzándose de la silla.—Aquí sólo quedan el tío Francisco, que soy yo, y el tío Diego; que eres tú, ¿estamos?... Vengan esos cinco...
Al avanzar con la mano extendida dio algunos traspiés, pero se mantuvo firme.
—¡Vengan esos cinco, valiente!
El cura se dulcificó. Se estrecharon las manos.
—Ahora un abrazo por el rey legítimo de las Españas.
—¡No me hable usted de abrazos!...—gritó el clérigo enfoscándose de nuevo.—Me acuerdo del abrazo de Vergara, y ¡porra!...
—No te apures, compadre, que ya nos la pagarán.
Y se puso a cantar roncamente el himno carlista; pero interrumpiéndose de pronto:
—¡Eh, tío Diego, a cantar! Dejémonos ahora de lágrimas...
En efecto, su amigo lloraba en aquel momento lágrimas como avellanas, recordando la traición de Vergara.
—¡Arriba, coracero! ¿A que no te pesaría de que bebiésemos una copita por el exterminio de todos los negros?
Fray Diego se declaró, con un movimiento de cabeza, partidario en principio de este brindis consolador, pero no se movió de la silla.
Bebieron otra copa, y su efecto fue tan prodigioso en el alma tradicional del barón, que se puso inmediatamente a bailar el zapateado inglés sobre la mesa, sin que Fray Diego dejase por ello de verter abundantes lágrimas.
—¡Hum! No me gusta este baile de extranjis—manifestó al fin bajándose de un salto;—prefiero la danza prima. Ven acá, tío Diego...
Y a la fuerza, cogiéndole por las manos, lo alzó de la silla y se puso a dar vueltas con él, entonando uno de los cantos largos y monótonos del país. Fray Diego se sintió rejuvenecido. Recordaba sus tiempos de mastuerzo allá en la aldea, cuando su tío el cura de Areces le molía a palos porque saltaba de noche por la ventana para ir a cortejar las mozas de los pueblos vecinos.
—Oye, Diego—dijo el barón parándose repentinamente.—¿No te parece que antes de seguir bebamos una copita por el alma de nuestros mayores?
Asintió el fraile de buen grado; pero las copas yacían rotas por el suelo y los tarros vacíos. El barón abrió un armario y sacó de él nuevos elementos de vida espiritual. Esta copa funeraria le inspiró una idea felicísima; la de cubrir la cabeza del capellán con su boina y adornarse él con el canalón de éste, que descansaba sobre una silla. Así vestidos volvieron a la danza, haciendo dos figuras realmente interesantes.
El barón dio un traspié y cayó.
—Alza, tío Diego.
El fraile le cogió de nuevo las manos que había soltado y tiró con fuerza hacia arriba. Pero el peso del noble le doblegó y rodaron los dos por el suelo.
—¡Alza, tío Diego!
—¡Alza, tío Francisco!
Ambos se revolcaban soltando bárbaras carcajadas. El barón logró al fin ponerse en pie. El capellán le imitó al cabo de un rato. Pero su alma, iluminada un momento por los recuerdos de la juventud, cayó otra vez repentinamente en la sangre y el exterminio. Se dirigió ferozmente a su amigo.
—Sepámoslo de una vez, ¡porra! ¿Por qué me ha llamado usted cazuela hace poco? ¿eh? ¿eh? ¿por qué?
—Te lo explicaré enseguida, hombre—repuso el barón con calma;—pero antes beberemos una copa por la congregación de todos los fieles cristianos, cuya cabeza visible es el papa... digo, si te parece.
El capellán no puso obstáculo.
—Pues te he llamado cazuela—prosiguió chasqueando la lengua—porque una cazuela, ¿sabes tú? una cazuela sirve para que la llenen de patatas guisadas.
Dicho esto, el barón cayó en un espasmo de alegría tan violento que por poco se ahoga. Mientras tanto, los ojos saltones de su camarada le miraban con tal expresión amenazadora que parecía que iban a brincar de las órbitas y lanzarse sobre él; crecían por momentos como los de una langosta.
—¿Y por qué de patatas guisadas? Yo tengo tantos hígados como usted, ¡porra! y lo he probado en la acción de Orduña y en la de Unzá, y por algo tengo en mi casa seis cruces.
—¿Tú? ¿tú?—dijo el caballero sin poder sosegar la risa.—Tú nunca has servido más que para hacer el rancho al escuadrón.
El furor del fraile no tuvo límites al escuchar esto. Gritó, pateó, dio espantosos puñetazos sobre la mesa. Por último, lanzose hacia la puerta y desde su marco comenzó con descompuestos ademanes a apostrofarle.
—¡Eso lo dice usted porque está usted en su casa! ¡Salga usted fuera a decirlo! ¡Salga usted conmigo!
El barón le miraba con risueña curiosidad.
—Calma, calma, tío Diego.
—¡Salga usted a matarse conmigo!... Con sable, con pistola, con lo que usted quiera...
—Bien, hombre, bien; saldremos a matarnos... pero sólo por darle a usted gusto...
Fue con paso vacilante hacia la alcoba y a tientas, porque ya la oscuridad era completa, metió las manos en el armero y sacó dos grandes sables de caballería.
—Toma—dijo alargando uno al capellán.
Éste lo sacó de la vaina y se puso a esgrimirlo. Mientras llevaba a cabo la prueba, D. Francisco le contemplaba rebosando de satisfacción.
—Bueno, vamos ya—dijo el fraile envainando.—En marcha.
Y tomando el canalón, que andaba por el suelo, y ocultando el sable debajo de los manteos, salió por la puerta. El barón cogió la boina, se puso un grueso montecristo de abrigo y le siguió.
—¡Alto!—exclamó antes de que hubiera dado cuatro pasos.—¿No te parece que echemos la espuela?
Fray Diego dejó escapar un gruñido afirmativo.
Entraron otra vez en la sala y, tentando el suelo, tropezaron con el tarro de la ginebra, que no estaba agotado por completo. Dieron con las copas y se escanciaron todo lo que había. Acto continuo salieron a la calle.
El pavimento de gruesos guijarros estaba mojado. Caía una lluvia menudísima, tan espesa que en poco tiempo calaba la ropa como el más fuerte aguacero. La noche había cerrado casi por completo. Y como, según las prácticas municipales, faltaba todavía un buen cuarto de hora para encender los famosos reverberos de aceite, las tinieblas envolvían a la empapada ciudad.
Los dos héroes, animados por el espíritu de la guerra, caminaron con decisión por la calle del Pozo, el clérigo delante, el noble detrás, ambos embozados hasta los ojos y apretando bajo el brazo el instrumento de muerte que cada cual llevaba. Entraron en la calle de las Hogueras, pasaron por bajo los muros de la Fortaleza y salieron a la vía que ciñe la antigua muralla de la población. A medida que el agua, filtrándose al través de los abrigos, refrescaba sus carnes, se iban paulatinamente equilibrando sus humores. El de Fray Diego tendía visiblemente a serenarse, arrojaba uno a uno los negros velos que le oprimían. Pero estos velos los recogía todos el barón y envolvía con ellos su espíritu altivo y cruel. Ambos avanzaban impávidos al través de la noche y la lluvia, presagiando la muerte.
Siguieron un buen trecho a lo largo de la muralla y al llegar a la carretera de Sarrió tomaron por ella. No habían andado cinco minutos cuando oyeron cerca un gemido. Pararon en firme, y acercándose al pretil distinguieron un bulto; se aproximaron un poco más y vieron sentada una niña.
—¿Qué haces ahí?—dijo el barón, agarrándola por un brazo.
—¡Perdón!—exclamó Josefina en el colmo del terror.—¡Por Dios, no me pegue usted, señor! Ya me pegaron mucho.
La mano del caballero se aflojó repentinamente y, cambiando de voz y de tono, dijo:
—No, hija mía, no; nadie te pegará. ¿Cómo estás aquí a estas horas?
—Me ha pegado mucho mi madrina y me escapé de casa.
—¿No tienes padres?
—No, señor.
—¿Vives en Lancia?
—Sí, señor.
—¿Quién es tu madrina?
—Una señora.
—¿Cómo se llama?
—Amalia.
—¡Porra!—exclamó Fray Diego, dándose una palmada en la frente.—Es la niña recogida por D. Pedro Quiñones.
—¿Es verdad que se llama D. Pedro el marido de tu madrina?
—Sí, señor.
—Vamos, levántate, hija mía. Ahí no estás bien. Vente con nosotros.
—¡Oh, no, por Dios! ¡No me lleven a mi madrina!
—No, no iremos allí. ¡Estás mojada, criatura!—añadió palpando su ropa.—Anda, anda.
Los dos héroes habían depositado los sables sobre el pretil. Cuando echaron a andar hacia Lancia, llevando a la niña en el medio, allí los dejaron olvidados sin reparar en que la humedad desluce y enmohece el acero.
—¿Y por qué te ha pegado tu madrina?—preguntaba Fray Diego mientras caminaban despacito para acomodarse al paso de la niña.
—Porque estaba jugando con los pastores.
—¡Los pastores!... ¿Pero los pastores de don Pedro vienen a dormir a casa?
—Sí, señor; duermen en la caja de cartón.
—A ver, a ver, chica, ¿qué estas diciendo ahí?—profirió el capellán deteniéndose.
De la investigación entablada inmediatamente resultó que los pastores eran de barro. Fray Diego emprendió nuevamente la marcha, resguardando con sus manteos el frágil cuerpo de la criatura.
Pero al ponerle una de las veces la mano en la cara observó, con sorpresa, que la humedad que le mojó los dedos era caliente. Comunicada esta observación con su antagonista, y como quiera que ya habían llegado a las primeras casas de la ciudad, metieron a la niña en un portal, encendió el barón un fósforo y la reconocieron. Tenía todo el rostro bañado de sangre, que manaba de algunos profundos arañazos, las manos cubiertas de cardenales. Los dos héroes se miraron aterrados, y la misma ola de indignación encendió sus mejillas. El barón dejó escapar una serie de imprecaciones fulminantes. Éstas y su feo rostro espantable hicieron tal impresión en Josefina, que huyó gritando a un rincón. Consiguieron, no sin trabajo, tranquilizarla, y después de secarle el rostro con un pañuelo, Fray Diego la cogió en brazos (el barón lo había intentado en vano), tapola bien con sus manteos y emprendieron la marcha hacia la casa solariega de los Oscos.
Allí le hicieron la primera cura. El barón, que en la campaña había adquirido algunos conocimientos de cirugía, le lavó cuidadosamente las heridas, las cerró con aglutinante y curó las contusiones con cierto ungüento eficaz que poseía. Las manos rudas de aquellos veteranos parecían de seda al tocar la piel de la niña. Una mujer no la hubiera curado con más delicadeza, con tal atención y esmero.
Josefina iba perdiendo el miedo. Aquel señor tan feo no era malo. Se atrevió a pedir agua. El barón respondió que no se estilaba en aquella casa, y que lo mejor que le vendría ahora para quitar el susto era una copita de Jerez. Hízola traer, y luego que la niña la hubo bebido, los dos campeones del rey legítimo se retiraron a un rincón de la sala a deliberar.
Resolvieron que lo práctico en aquel momento era llevar la niña a casa de Quiñones. El barón se encargaba de entregarla. Antes calentaría muy bien las orejas a su madrina; le diría que era una indigna mujerzuela, una criatura vil y perversa, y que si otra vez osaba maltratar a aquella pobre niña desvalida, iría a su casa a cortarle las orejas y atarla después por el moño a la cola de su caballo y arrastrarla así por toda la ciudad. Fray Diego no estaba conforme con tanta crueldad, pero el barón ni por Dios vivo quiso alterar poco ni mucho aquel plan siniestro de terrible ejemplaridad.
Costó trabajo persuadir a Josefina a que viniese con ellos. Consiguiéronlo después de prometerle que su madrina no volvería a pegarla y que sería para ella muy buena de allí en adelante. ¡No faltaba más! Como se atreviera a tocarla siquiera en un pelo, ¡rayo de Dios! le retorcía el pescuezo como a una gallina, la desollaba viva a correazos con el freno de su caballo. El rostro de aquel señor era tan espantoso al proferir tales amenazas, que la niña no dudó un instante de su cumplimiento.
Mientras caminaban hacia la mansión de los Quiñones, el barón no cesó de vomitar injurias y amenazas de muerte contra la esposa del maestrante. Fray Diego procuraba inútilmente calmarle. Sus instintos sanguinarios se iban exacerbando de tal modo, que el ex-fraile, temiendo una catástrofe, se despidió al llegar a la puerta del palacio.
El barón tiró de la campana. Como no sabía la costumbre feudal de la casa, no tiró más que una vez. Tardaron en abrirle juzgándole plebeyo. La sorpresa del criado fue grande al ver a aquel terrible señor, que tanto respeto infundía en la ciudad, y se apresuró a pedir perdón de no haber acudido más a tiempo a abrirle. El barón preguntó por don Pedro Quiñones. Le hicieron pasar y el criado subió delante por la gran escalera de piedra. Al llegar al piso principal le rogó que aguardase mientras le anunciaba.
Pocos momentos después se presentó Amalia. Dirigió una penetrante mirada de rencor a la niña, que el barón tenía de la mano, y dijo dirigiéndose a éste con frialdad y altivez:
—¿Qué deseaba usted?
—Venía a entregar esta niña que he recogido en la calle... y al mismo tiempo a hablar con don Pedro o con usted cuatro palabras.
Al proferir esta última, la voz del barón se alteró de un modo perceptible.
—¿No me conoce usted?—añadió, viendo que la dama le miraba fijamente sin contestar.
En los pueblos casi todos se conocen, sobre todo las personas de viso, aunque no se traten. Sin embargo, Amalia replicó descaradamente:
—No tengo ese honor.
—Soy el barón de los Oscos.
La dama hizo una inclinación de cabeza.
—Paula—dijo dirigiéndose a una criada que había acudido,—llévate esa chica. Tú, Pepe, enciende las lámparas del gabinete azul.
Cuando estuvieron solos, la señora se sentó, invitó con majestuoso ademán al barón para que hiciese lo mismo, y esperó mirándole con extremada curiosidad, pero sin asomo de temor.
—Señora—comenzó el barón,—he hallado a esa niña en la carretera de Sarrió cubierta de sangre y llena de cardenales. Le he preguntado quién la había puesto así, y me respondió que su madrina. Yo no puedo creer...
—Puede usted creerlo, porque es exacto—dijo Amalia interrumpiéndole.
El barón quedó parado y confuso. Al cabo prosiguió:
—Es posible que usted tuviera razón para castigarla, pero me duele en el alma...
Amalia volvió a interrumpirle:
—Y a mí me duele mucho ese dolor que usted siente.
—Mi objeto al venir aquí—manifestó el barón, que por momentos iba perdiendo su aplomo,—era prevenir a usted...
—¿Cómo?
—Era rogarle que, ya que ha tenido la caridad, según me han manifestado, de recoger esa desgraciada criatura expósita, continuase su buena obra protegiéndola, amparándola, educándola... y cuando tuviese necesidad de castigarla lo hiciese con clemencia, pues la pobre es una criaturita tierna y débil, y los golpes pudieran concluir con su vida...
—¿Es eso todo lo que usted tenía que decirme?—preguntó fríamente la dama.
La faz temerosa del barón se congestionó súbito al escuchar esta pregunta, inyectáronse sus ojos, la sinuosa cicatriz se alzó con gran relieve sobre la superficie del rostro en virtud sin duda de algunos movimientos volcánicos de lo interior. Escucháronse allá en la garganta ruidos formidables, sordos estampidos, presagio de violenta erupción. Pero al cabo aquellos ruidos se apagaron, cesaron los movimientos de trepidación, y el cráter, en vez de despedir una corriente de lava fundida, como era de temer, rocas, cenizas y otras materias volcánicas en ebullición, dejó escapar débilmente estas dos palabras:
—Sí, señora.
—Bien, pues agradezco a usted mucho el interés que se toma en este asunto, y aprovecho la ocasión para decirle en nombre de Quiñones y en el mío que tiene usted aquí su casa.
Al mismo tiempo tiró del cordón de la campanilla y se levantó. Alzose también el barón mascullando las gracias y ofreciéndose.
—Pepe, acompañe usted al señor barón.
Hizo éste una profunda reverencia. Contestó Amalia con otra más leve. El caballero giró sobre los talones y salió.
Al bajar por la escalera con las orejas gachas, el semblante encendido y los ojos extraviados, otra vez se presentaron ante su imaginación con vigoroso relieve el descuartizamiento, la pérdida de los ojos, la cola del caballo y otros fieros suplicios de la época visigótica, a la cual pertenecía por su bárbara traza y corazón indomable y crudelísimo.
El martirio.
Apenas se había cerrado la puerta tras el barón, Amalia hizo traer la niña a su presencia.
—¡Venga usted acá, señorita, venga usted acá! ¡Cuánto tiempo ya que no nos hemos visto! ¿Cómo lo ha pasado usted? ¿Le ha ido a usted bien? El barón es muy galante con las damas, ¿verdad?
La niña lanzó un grito penetrante.
—¡Ay mi oreja!
—¡De rodillas, sabandija! ¡Ah! ¿Conque no vale nada lo que he hecho por ti! ¿Ya me enseñas los dientes antes de concluir de mamar? De rodillas, picaruela, ¡malvada!
Josefina fue a caer acurrucada en un rincón del gabinete. Amalia mantuvo sobre ella largo rato su mirada fulgurante. Separándola al fin, preguntó a Concha y a Paula, que habían traído a la delincuente, en qué forma se había escapado. La culpa era del cochero. Improperios contra el cochero, que era un borracho, y amenazas de despedirle si volvía a caer en descuido semejante. Luego comentarios infinitos sobre el encuentro del barón. ¿Qué hacía aquel bruto a tales horas por la carretera de Sarrió? ¿Quién era el cura que le acompañaba? Después consideraciones tristísimas sobre la ingratitud y maldad de aquella niña que huía de la casa donde se la había dado albergue y ponía en ridículo a su protectora. Las domésticas convinieron en que merecía un castigo ejemplar.
Despidiolas al cabo la dama, deteniéndolas con ademán imperioso cuando trataban de llevarse a la expósita. Una vez solas, Amalia tomó un libro y se puso a leer tranquilamente a la luz de un quinqué, mientras su hija, de rodillas en el ángulo más oscuro, sollozaba apagadamente. Tres o cuatro veces levantó aquélla la cabeza, dirigiendo su mirada colérica a las tinieblas del rincón, esperando que la chica gimiese más fuerte para lanzarse sobre ella. Trascurrió una hora, hora y media. Cerró al fin el libro: salió y volvió a los pocos momentos. Comenzó a desnudarse lentamente: cuando estaba medio desnuda tomó el quinqué, y acercándolo a la niña la obligó a levantarse, la llevó hasta la alcoba y le dijo mostrándole el suelo:
—Esta es tu cama. Ahí dormirás vestida.
Cuando terminó de desnudarse, la niña le dijo con voz débil:
—Perdóname, madrina; no volveré a hacerlo.
Pero ella no quiso oír estas palabras. Se metió en la cama y apagó la luz. Sus ojos quedaron abiertos en la oscuridad. Las horas, sonando con sus cuartos y medias melancólicamente en el reloj de la catedral vecina, no consiguieron cerrarlos. Eran dos lámparas misteriosas que sólo daban luz hacia dentro, alumbrando mil cosas siniestras y punzantes. Bajo aquella pequeña frente se atropellaban, se estrujaban las ideas sombrías, los deseos feroces. El matrimonio de Luis era una abominable traición. Sin recordar la suya hacia el pobre viejo paralítico que Dios le había dado por esposo, ni pensar en que su falta había truncado la vida del conde, amenazado de morir en la soledad, sin familia que endulzara sus últimos días, hacía pesar sobre él toda la responsabilidad del delito y toda la amargura que ahora sentía al desprenderse del único placer que la acariciaba en aquella lúgubre y monótona existencia. ¡El único placer! No merecía otro nombre su amor. En aquel espíritu ardiente, despótico, atormentado, no había entrado jamás la ternura; ignoraba por completo las cosas deliciosas y poéticas que ennoblecen la pasión y la hacen perdonable. Su vida se había deslizado en una agitación insana, atormentada por el deseo de ser feliz a toda costa. En los últimos siete años vivió bajo el imperio de su torpe apetito insaciable. Jamás un pensamiento melancólico de remordimiento vino a acusar en aquella ruin naturaleza la presencia del sentido moral. Cada vez más exacerbada su ansia de goces la arrastraba últimamente a mil pasos extravagantes y peligrosos. Ya no se contentaba con reunir en su casa a la juventud laciense y bailar de vez en cuando por condescendencia. Era menester, para alegrarla, que todos los días hubiese jarana, giras de campo, mascaradas, etc., y que ella bailase sin cesar hasta caer rendida como una zagala de quince años: necesitaba menudear las entrevistas secretas con su amante a las horas más extraordinarias y en las ocasiones más impensadas. Sus anhelos enfermizos la impulsaban a desafiar la opinión pública, despreciando por gusto toda precaución. Si el conde le hacía alguna advertencia irritábase, se revolvía como una fiera. Más perdía ella que él; las murmuraciones no se cebarían en el hombre seguramente, sino en la mujer. La deshonra era para ésta. Pero ella se reía a más no poder de estas murmuraciones y de la deshonra. Si la apuraban un poco era capaz de pregonar su falta en Altavilla cuando hubiese más gente. El conde se sentía cada vez más desligado de esta mujer, que turbaba todas sus ideas morales, teológicas y sociales. Llegaba a inspirarle miedo.
Éste se convirtió en terror, en malestar insufrible, que le hizo apetecer con ansia la libertad, desde cierta revelación que, sonriendo, le hizo Amalia.
—¿No sabes, querido? Esta mañana estuve a punto de hacer una locura, una locura muy grande. Quiñones me mandó ponerle las gotas de arsénico que toma hace tiempo. Cogí el frasco y de repente, como si una mano invisible me levantase el codo, vertí en el vaso la mitad del contenido... ¡No tiembles, cobarde, que no hay motivo!... Jamás me había pasado nada semejante. Te juro que mi voluntad no tenía arte ni parte en ello. Obraba por una fuerza superior que me arrastraba a pesar mío. Dejé el vaso sobre la mesa, lo contemplé un instante con sorpresa, lo levanté para mirarlo al trasluz... Nada, ni el más mínimo signo que denotase que allí estaba la muerte. Lo puse sobre la bandeja y me encaminé con él hacia el gabinete sin darme cuenta de lo que hacía. Pero enmedio del pasillo me estremecí como si saliese de una pesadilla, vi repentinamente el disparate que iba a hacer, y dejé caer el vaso al suelo.
—No era un disparate, era un crimen horrible el que ibas a cometer—dijo sordamente el conde, que sudaba de congoja.
—Bueno, crimen o disparate... o lo que sea, era una estupidez de todos modos, ¿sabes? porque enseguida se comprendería, por los síntomas, que se trataba de un envenenamiento.
Aquellas palabras, pronunciadas con afectada ligereza, impresionaron aún más al conde que las anteriores. Desde entonces no podía acercarse a ella sin experimentar una extraña sensación de repugnancia.
Su juventud pasó. Hasta la llegada de Fernanda, Amalia no había pensado en ello. No teniendo rivales en Lancia, había puesto menos diligencia cada día en el cuidado de su persona, dejó del todo aquella plausible coquetería que sirve a la mujer para perpetuar el encanto de su persona. Sólo al ver la espléndida hermosura de la hija de Estrada-Rosa se dignó echar una mirada a sí misma. Comenzó a preocuparse del aliño de su cuerpo, se procuró toda clase de afeites, envió por vestidos a Madrid, aprovechó todos los recursos de la elegancia. Era tarde. Aquel mísero cuerpo abandonado, marchito por los años y la anemia, no recobró frescura ni gracia.
Esta idea fija le roía el cerebro en su larga y dolorosa vigilia. ¡No volver a inspirar amor, ser vieja, causar repugnancia! Mil garfios le arrancaban las entrañas. Luis se casaba. ¿Por qué? ¿No le había sacrificado su juventud, su honor, su salvación, si después de esta vida había más que tinieblas? ¡Qué valía esto! La primera señal de ruina que había aparecido en su rostro desvaneció como un sueño todos los juramentos; los siete años de amor se habían hundido en el abismo del tiempo sin dejar la más insignificante huella... Pero ella no tenía arrugas todavía; no era tan vieja; treinta y cinco años nada más. Bruscamente llevó la mano a la mesa de noche, encendió la bujía y saltó de la cama: acercose al espejo y se contempló largamente, repasando con el dedo todos los rincones del rostro para cerciorarse de que no existían las temidas arrugas.
Un gemido que sonó detrás le hizo volver la cabeza. Levantó la bujía y clavó una mirada recelosa en su hija, tendida en el suelo y tiritando. La niña no dormía. Sus ojos febriles se posaron con angustia en ella, sus labios murmuraron otra vez «¡Perdón!» Sin hacer caso alguno, la esposa de D. Pedro se metió de nuevo en la cama y apagó la luz.
Los rayos del sol matinal, penetrando por las rendijas del balcón, alumbraron aquellos dos insomnios. Con la luz de Dios comenzó el bárbaro suplicio de una criatura inocente. La fecunda, diabólica fantasía de Amalia se puso a inventar tormentos con que saciar el odio que la devoraba. Necesitaba ver sufrir. Josefina fue enviada descalza abajo con una misiva escrita en lápiz para Concha. El papel decía: «Concha, ahí te envío a esa picaruela. Castígala como mejor te parezca.»
Amalia había adivinado, en su doncella, al verdugo. Y en efecto, al recibir ésta el papelito experimentó satisfacción, lisonjeada en su vanidad y en sus instintos.
—¿Sabes lo que dice este papel?—le preguntó relamiéndose.
Josefina hizo un signo negativo. Leía todavía mal el manuscrito, sobre todo escribiendo tan descuidadamente como lo había hecho la señora. La costurera le obligó a deletrear aquellas palabras hasta que se enteró bien de ellas.
—Ya ves que me manda castigarte por lo que has hecho ayer.
Al decir esto sonreía dulcemente, como si le noticiase que le iba a regalar alguna golosina. Josefina la miró sorprendida.
—¿Castigarme? Madrina ya me ha hecho dormir en el suelo.
—No importa, eso es poco para maldad tan grande como escaparse de casa. Habrá que darte algunos azotes. Lo siento, hija mía, porque nunca has recibido este castigo y te va a doler mucho. Las señoritas tenéis la carne delicada, no sois como nosotras, que estamos acostumbradas desde muy chiquitinas a la intemperie y a los golpes. ¡Ven acá!...
Al mismo tiempo sacó del corsé una de las formidables ballenas, que entonces solían usarse. La niña retrocedió asustada, pero la costurera la atrapó por el brazo.
—No intentes escapar, porque entonces será doble la ración.
Josefina se cogió a su mano llorando angustiosamente.
—¡No me pegues, por Dios, Concha! Ya sabes que me ha pegado mucho madrina ayer... Mira, mira cómo tengo las manos... Me duele también la cabeza... ¡El suelo estaba tan duro!... Yo te quiero mucho... no te he acusado nunca a madrina...:
—¡Suelta, suelta!—repuso la costurera tratando de desasirse suavemente de sus pequeñas manos.—No tengo más remedio que obedecer. La señora lo manda.
—¡No, por Dios! ¡Concha, no, por Dios!—respondía entre sollozos la criatura.—Te quiero mucho... y a madrina también... Si no me pegas te he de dar mi caja de muñecas...
—¿De veras?—dijo dulcificándose.
—Sí, ahora mismo si la quieres.
—¿Y el estuche de costura?
—También.
—¿Y el armarito de espejo?
—Sí, el armarito también.
Concha hizo ademán de vacilar. La niña la miraba con ojos ansiosos.
—¿Y me prometes ser buena siempre?
Sí, le prometía ser buena siempre.
—¿Nunca más escaparte?
—Nunca.
—Bueno—dijo con tono cariñoso y condescendiente;—pues si prometes ser buena y formal, y no se lo dices a la señorita, y me das además todo eso que dices, entonces... entonces... ¡arrea, chico!
En un instante le alzó la ropa y comenzó a azotarla despiadadamente, riendo como una loca del engaño.
Los alaridos de la niña subieron hasta el piso segundo. La esposa del maestrante estaba frente al espejo, arreglándose provisionalmente el pelo. Se detuvo. Un estremecimiento singular corrió por su carne, cierta emoción indefinible y vaga, semejante a un cosquilleo, que no podría decir con seguridad si era de placer o de dolor. De todos modos, algo que refrescaba aquel ardor insufrible que los vapores de la ira habían levantado en su pecho. Permaneció inmóvil hasta que los gritos cesaron. Los ojos brillaban, el pulso latía con más celeridad. Así se dice que el corazón de la fiera palpita a la vista de su víctima.
Fue el comienzo de los martirios de la niña. Con los pretextos más fútiles comenzó a infligirle castigos crudelísimos, demostrando tan rica fantasía que para sí la hubieran querido los sayones del Santo Oficio. No sólo la golpeaba bárbaramente por los motivos más inocentes, y la pellizcaba y la mordía, sino que se gozaba en tenerla en continuo sobresalto bajo el temor de espantosos suplicios, en hacerle padecer de día y de noche. Obligábala a salir descalza por el jardín en las mañanas más crudas para buscarle una flor, o bien la tenía con la cabeza al sol horas enteras, haciendo la guardia, para que los pájaros no picasen una planta de grosella. Hacíala dormir en el suelo al lado de su cama, y varias veces durante la noche le mandaba levantarse y bajar a la cocina por agua. Reducíala a comer los manjares que sabía no le gustaban y la privaba de los que apetecía.
A medida que corrían los días su saña y crueldad iban en aumento. Al principio tomaba pretexto de cualquier descuido de la niña para atormentarla. Luego no se fijó en esto: lo hacía cuando tropezaba con ella o cuando el cuerpo se lo pedía. Uno de los martirios de su exclusiva invención fue pincharla las manos con un alfiler, y tanto le gustó que en pocos días las tuvo llenas de picaduras: apenas había sitio donde poner otra. Esta tarea ferocísima solía encargarla a su verdugo de órdenes, Concha, quien la desempeñaba a conciencia. Obligábala a estudiar de memoria largos trozos del catecismo a sabiendas de que era superior a sus fuerzas. En cuanto tropezaba tres veces le decía:
—Ve a pedir un beso a Concha.
Ésta era la frase que por irrisión había inventado para que la criatura fuese a recibir el castigo del alfiler.
No la consentía mudarse la ropa interior. Al poco tiempo la miseria comenzó a roer la piel delicada de la niña. Viéndola rascarse, Concha se enfurecía, la apellidaba sucia, piojosa y la arrojaba a empellones de la estancia. Todavía más. La microscópica doncella, con anuencia de su ama, le obligaba a ponerse zapatos antiguos que le estaban chicos y que le producían llagas y vivos dolores.
Uno de los más terribles martirios que la niña padecía era cuando Amalia se encaprichaba en que no llorase. Unas veces la dejaba gritar y gemir bajo los golpes: parecía que se gozaba en las lágrimas de la criatura, en oír sus ardientes súplicas repetidas entre sollozos; pero en ocasiones se empeñaba en que sufriese en silencio. Como esto no podía ser, se exasperaba, se ponía loca como una fiera hambrienta.
—¡Calla!
La niña no podía; dejaba escapar un gemido.
—¡Calla!—repetía, acompañando la orden de algunos golpes.
Josefina trataba de callar, hacía esfuerzos desesperados por conseguirlo; pero la respiración ansiosa se escapaba a su pesar, produciendo un gemido. Más golpes.
—¡Calla o te mato!
La criatura apretaba con toda su fuerza la boca, suspendía el aliento, se ponía lívida, y algunas veces caía privada de sentido. Aquel tierno corazón se rompía falto de desahogo.
En estos momentos Amalia experimentaba una sensación diabólica, mezcla de placer y de dolor, algo semejante a lo que sentimos cuando nos sajan una postema. Su postema era aquella desalmada pasión, mezcla de amor, de lubricidad, de soberbia y de rabiosos celos. No pudiendo devolver a su ex-querido tanta cruel mordedura como desgarraba su pecho, saciaba el apetito de venganza en el fruto de sus amores. Cuando tenía la niña a sus pies ensangrentada y temblorosa, en sus miradas de angustia, en sus gestos, en el timbre de su voz creía ver al amante humillado y suplicante, y sentía un áspero goce que hacía brillar sus ojos y dilataba las ventanas de su nariz. Josefina era un retrato en miniatura de Luis. Mientras fue dichosa, su fisonomía movible y risueña, el alegre brillo de sus ojos hacía que no se pareciese tanto; pero ahora la desgracia y el dolor habían impreso en su mirada una melancolía profunda y en los rasgos de su rostro cierta expresión de fatiga, que eran las dos cosas que caracterizaban principalmente el semblante del conde de Onís. Cuando aquellos hermosos ojos azules se volvían hacia ella dulces y resignados, cuando aquellos labios rojos se plegaban demandando perdón, la valenciana sentía correr por su cuerpo marchito un estremecimiento de voluptuosidad, algo que le recordaba los goces que su amor adúltero le había hecho experimentar.
Después de todo, en ella no había envejecido nada, nada más que aquel rostro que se empeñaba en ajarse y aquella cabeza que producía con horrible feracidad cabellos blancos. La carne de su cuerpo, su pecho, sus brazos, sus espaldas, conservaban la misma tersura de alabastro, el mismo brillo adorable, sello de una raza fina y hermosa. Palpábase, buscando consuelo, con sus manos secas y hallaba la misma suavidad y frescura. Aquella carne no se había marchitado. Bajo ella palpitaba la juventud, circulaba una sangre ardiente, ávida de goces, devorada por la creciente necesidad de las embriagueces del amor.
Y sin embargo, todas aquellas cosas deliciosas se habían huido para siempre; la novela de su vida, la que había embellecido su existencia sombría en los últimos años, había llegado al último capítulo. ¡Era una vieja! Asunto concluido. A este pensamiento, que se le introducía en el cerebro como un hierro candente, sentíase acometida por una necesidad animal de gritar, de rugir, de destrozar. Era en tales momentos cuando la niña padecía los más crueles castigos, cuando su frágil existencia corría verdadero peligro.
El miedo fue otro de los padecimientos que le infligía a menudo. En las altas horas de la noche hacíala levantarse y la enviaba a las habitaciones extremas de la casa en busca de cualquier objeto. La niña tornaba pálida, temblorosa, sudando de angustia. A veces era tanto su temor, que dejaba caer la palmatoria y volvía corriendo arrojando gritos. Amalia se enfurecía entonces, la pellizcaba, la golpeaba, pretendiendo que fuese otra vez al sitio designado. La criatura se dejaba martirizar y se hubiera dejado matar antes de hacerlo. En una de estas ocasiones le dijo sonriendo ferozmente:
—¡Ah! ¿Conque la señorita es tan medrosa? Está bien, yo me encargo de curarte la enfermedad.
Se acordaba de la impresionabilidad extraordinaria, de los terrores nocturnos que avergonzado le había confesado Luis en momentos de expansión. Principió a darle sustos terribles. Tan pronto se escondía detrás de una puerta y le gritaba fuertemente al pasar, como la cogía descuidadamente y la apretaba el cuello. Otras veces tomaba un cuchillo y le decía que iba a morir, le ordenaba que se bajase la camisa para degollarla mejor. Esto último no producía tanto efecto como pensaba. Josefina inconscientemente apetecía la muerte, que la libertaría de tanto martirio. Para mejor «quitarla el miedo,» entre Concha y ella inventaron una siniestra farsa capaz de aterrar a un hombre valeroso, cuanto más a una niña de seis años. Vistiéronse ambas con sábanas, dejaron la habitación a media luz mientras la niña dormía, pusiéronse unas caretas de calavera, y a media noche entraron dando gritos lastimeros como almas del otro mundo. Al despertarse la criatura y ver aquellos fantasmas, quedó paralizada por el terror, tapose luego los ojos con las manos y un sudor copioso y frío bañó su cuerpo. Su corazón comenzó a dar tan fuertes golpes que se oían a distancia, dejó escapar algunos gritos ahogados y roncos; por último, llevándose las manos al pecho, se revolcó por el suelo sin sentido, presa de espantosas convulsiones.
No se le curó el miedo; en cambio le quedó desde entonces una propensión fatal a los síncopes y a los terrores nocturnos. Despertábase de improviso con señales de gran espanto, mirando fijamente a un punto del espacio, como si tuviera delante algún fantasma. El corazón le palpitaba vivamente, la frente se le cubría de sudor. En tales momentos perdía por completo la conciencia. Amalia la llamaba en vano. Sólo cuando ponía las manos sobre ella la niña lanzaba un grito de terror y metía la cabeza por el pecho.
Entre Concha y María la planchadora habían estallado, a propósito de estos castigos, serias reyertas. María era de natural compasivo y le dolían los martirios de la niña, aunque no los conocía todos, porque Amalia procuraba guardarse de los criados, exceptuando Concha. Si no era suelta de lengua, no se la mordía tampoco para censurar en la cocina la conducta de su señora.
—Querida, esto es peor que la Inquisición. No parece que estamos entre cristianos, sino entre perros judíos. Antes, tanto mimo que corrompía, y ahora, de súpito, tratan a este angelito peor que a una bestia. ¡Dígote que la cosa pasa de la raya! ¡No hay corazón para ver tanta maldad!
—Cállate, tontona, entrometida—saltó Concha.—¿Quién te da vela a ti en este entierro? Si la señora quiere enseñar a esa niña como es justo, ¿va a consultarte a ti el cómo lo ha de hacer? ¿Sabes tú tan siquiera lo que es educar niños? ¡Si la castiga allá lo tendrá de premio, que así la hará una mujer trabajadora y honrada! Algún día le dará las gracias.
—¡Sí, las gracias! Desde el cementerio se las dará. De un mes a esta parte la niña está desconocida.
—Bueno; ¿y a tí qué te va ni qué te viene en esto? ¿Eres tú su madre?
Tres o cuatro veces riñeron de esta suerte, llevando siempre la ventaja por su desvergüenza y mala intención la microscópica costurera. Al cabo, María, no pudiendo sufrir con paciencia aquel espectáculo, tomó la resolución de marcharse. Se presentó un día a la señora, y con la disculpa de que la plancha le hacía daño pidió la cuenta. No se le ocultó a Amalia la verdadera razón, pues tenía conocimiento de sus murmuraciones. Disimuló, sin embargo.
—Sí, hija, comprendo que el planchado te aburra. Tú no gozas de mucha salud. También yo ando malucha hace días. Tengo el sistema nervioso alterado. ¡Pelear toda la vida con un enfermo, y ahora, para rematar la fiesta, salirme esa chicuela, en quien tenía fundadas mis esperanzas, tan ingrata y perversa! No sé cómo tengo paciencia.
María vaciló un instante.
—Ya ve usted, señora... los niños son niños.
La esposa del maestrante comprendió que, si proseguía en el tema, la planchadora iba a decir algo desagradable y se apresuró a cortar la plática, pagándole su cuenta y despidiéndola con afabilidad.
No impidió esto para que la doméstica dijese en confianza, en cierta casa donde fue a servir, lo que pasaba en la de Quiñones. La noticia se fue trasmitiendo en confianza, igualmente, de unos a otros. Al poco tiempo fueron bastantes las personas que tenían conocimiento de las crueldades que con la niña se cometían.
El conde de Onís, para huir la curiosidad del público, que le molestaba sobremanera, y aún más para librarse de Amalia, se había trasladado, sin decir nada a ésta, hacía ya cerca de un mes a la Granja. Su madre le había acompañado. No había escrito a su ex-querida, aunque todos los días pensaba hacerlo, para darle cuenta de su resolución. Tanto era el temor que la valenciana había llegado a inspirarle, que la pluma caía de sus manos cada vez que la tomaba para noticiarle su matrimonio. Y dejaba pasar los días en continua vacilación, pensando con inquietud en la ira que de ella se apoderaría, esperando, como todos los débiles, en que algún acontecimiento imprevisto le sacase del compromiso. Aquel modo de romper las relaciones, sin riña, sin convenio, sin explicación alguna, era realmente original, pero muy propio de su carácter. Nada sabía de los martirios de su hija. No obstante, cuando pensaba en ella sentía repentino desasosiego, alterábanse sus nervios, y se ponía a dar vueltas por la estancia con visible agitación. Un vago y triste presentimiento le oprimía el corazón. El amor frenético que consiguió inspirarle Fernanda le había hecho olvidarse un poco de Josefina. En ciertos momentos se reprendía a sí mismo con amargura; pensaba que aun casado con Fernanda no alcanzaría la felicidad si no podía ver a su hija todos los días. Bien entendía que era esto imposible continuando en poder de Amalia. Por eso soñaba con arrebatársela: imaginaba con placer desatinados proyectos de rapto: huir con ella y con Fernanda a cualquier rincón del mundo tranquilo y ameno.
Acaeció que en uno de estos días de vacilaciones para el conde, fue por la mañana a casa de Quiñones Micaela, la más nerviosa y violenta de las cuatro ondinas del Jubilado. Fue con objeto de pedir consejo a Amalia acerca de un vestido que tenía en proyecto para el próximo baile del casino. Apesar de sus treinta y pico, aún seguía tendiendo redes al sexo masculino. Las visitas a estas horas eran raras; pero como la noble familia del Jubilado mantenía tan íntima relación con la señora, no vaciló la criada en pasarla al gabinete de arriba, donde aquélla se hallaba.
—Qué importuna, ¿verdad? Querida, es la hora en que se la puede a usted pillar sola—entró diciendo con la graciosa volubilidad que caracterizaba a los juveniles vástagos de Mateo.
Amalia la recibió cordialmente, pero mostrando cierta sorpresa e inquietud que Micaela no observó. Entraron en materia enseguida. La cuestión de trapos embargó por completo sus espíritus. Amalia llevó a su amiguita hacia el balcón. Pero no habían hablado muchas palabras, cuando ésta creyó percibir un débil gemido en la misma estancia. Volvió la cabeza y vio allá en un rincón a Josefina de rodillas y amarrada codo con codo al tocador, de tal suerte que le sería imposible levantarse sin alzar el pesado mueble, cosa muy superior a sus fuerzas.
Amalia se apresuró a dar una explicación.
—Esta chiquilla se está haciendo tan mala, que me veo precisada a atarla para que se esté quieta. Ayer ha mordido un dedo a la costurera; ahora acaba de romper un espejo. ¡No hay paciencia para sufrirla!
Micaela, a quien aquel castigo repugnaba, calló. Siguió la esposa de Quiñones hablándole con afectada indiferencia de su vestido; mas apesar de lo mucho que el tema debía de interesarla, la joven se mostraba bastante distraída y lanzaba frecuentes ojeadas a la niña.
Dejó ésta escapar otro gemido. Su madrina se volvió con mal reprimida cólera.
—¿Quieres callar, eh? ¿quieres callarte?
Y la miró un buen rato con extraordinaria fijeza.
Volvió a anudar la plática, pero en su voz se notaba leve alteración. Micaela estaba más y más distraída. La indignación le iba subiendo hacia la garganta, y hubiera concluido por hacer alguna desagradable advertencia a su amiga si la chica no se hubiera quejado de nuevo.
—Vaya, está visto que no nos has de dejar en paz—dijo la dama haciendo esfuerzos por sonreír.—Habrá que darte suelta.
Fue allá y la desató, empleando en ello bastante tiempo; la cuerda daba tantas vueltas alrededor de su pequeño cuerpo como si fuese un baúl liado. Mas al tiempo de levantarse la niña, no pudo. Sin duda hacía algunas horas que estaba en aquella dolorosa postura; los músculos, se habían anquilosado.
—¡Arriba zancas!—dijo bromeando, mientras la ayudaba a levantarse.
Micaela observaba la escena con estupor; relámpagos de ira cruzaban por sus ojos.
—No te gustaba la posturita, ¿eh? Pues, hija mía, si quieres no volver a ella hay que ser buena y obediente, ¿verdad, Micaela?
Ésta no despegó los labios, cada vez más fosca, apesar de la sonrisa melosa que contraía el semblante de la valenciana.
—Bueno—prosiguió, acariciando la rubia cabeza de la niña,—ya estás perdonada, pero ¡cuidado con hacer maldades! Vete abajo y pídele un beso a Concha.
La niña, al oír estas palabras, se puso densamente pálida, permaneció inmóvil algunos momentos, y al fin se dirigió a la puerta con paso vacilante. Antes de llegar a ella, Micaela, que la seguía atentamente con la vista, observó que llevaba los ojos cubiertos de lágrimas. Amalia reanudó la conversación de trapos.
No se habían pasado tres minutos cuando llegaron al gabinete, lejanos y apagados, los gritos de la niña. Micaela se estremeció; inclinó la cabeza hacia la puerta para escuchar mejor. Amalia alzose vivamente de la silla y fue a cerrar la puerta. Los gritos dejaron de oírse, pero la nerviosa joven tampoco oyó ya las palabras de Amalia. Un gran desasosiego se apoderó de ella; subíanle vapores a la cara y al pensamiento atroces deseos de desvergonzarse con aquella malvada, de llamarla judía, bribona, infame. Todo lo que pasaba en aquella casa se le representó de golpe. Los celos primero, después la noticia del matrimonio de Luis cayendo como una bomba, luego la venganza miserable, en la hija, del abandono del padre. Conocía bien el carácter rencoroso de la valenciana. Pero ¿qué adelantaría con injuriarla en aquel momento? Producir un grave escándalo y que la arrojasen de la casa. Micaela, apesar de su temperamento violento, tenía un corazón compasivo. Lo que más la preocupó fue el hacer algo en favor de la infeliz criatura. Y tuvo serenidad suficiente para disimular un poco y pensar que el mejor partido era decírselo todo inmediatamente al conde, quien seguramente ignoraría tan ruin venganza. Procuró terminar cuanto más pronto y se despidió sin poder ocultar enteramente su turbación.
Cuando se vio en la calle sintió la necesidad de desahogar su pecho. Pensó en María Josefa, que vivía allí cerca y que profesaba a la niña expósita tierno cariño. Entró en su casa agitada, trémula, y antes de pronunciar palabra dejose caer en un sofá, dándose aire con la punta de la mantilla.
—¡Uf! Me ahogo... ¡No sabes lo que me acaba de pasar! ¡Es una infame, una malvada que tiene que arder en los infiernos! Siempre lo he dicho y las tontas de mis hermanas no quieren creerme. ¡Es muy perversa esa tísica! Tiene el corazón de una hiena.
—¿Pero qué hay?—preguntó con asombro, muerta de curiosidad, la sagaz jamona.
Entonces la nerviosísima hija del Jubilado le relató, tartamudeando por la ira, la situación en que había hallado a Josefina, la palidez de la niña después de la extraña invitación de su madrina, los gritos que había escuchado como si la estuvieran dando tormento. María Josefa unió inmediatamente sus imprecaciones a las de la joven. Sacaron a relucir todos los testimonios de maldad que conocían de la esposa del maestrante y resolvieron dar parte de lo que ocurría al conde, aunque averiguándolo antes con más pormenores. Para ello, aquella misma tarde, se pusieron al habla con María la planchadora, que hacía algunos días había salido de casa de Quiñones. Al principio ésta, por temor a las consecuencias, se manifestó reservada. Concluyó, no obstante, por dar suelta a la lengua y referirles las mil iniquidades que la señora de Quiñones cometía con la niña recogida. Quedaron horrorizadas. Pensaron en dar parte al juzgado, pero sobre enemistarse por completo con la fiera valenciana (lo que, dicho sea en honor suyo, no les preocupaba gran cosa en tales momentos), comprendían que sería de escaso o ningún resultado. Los Quiñones eran la gente más poderosa de la población; D. Pedro, jefe del partido gobernante, en la provincia; las autoridades, hechura suya o sometidas a su influencia. Todo se taparía enseguida y quedaría como antes. Lo mejor era dirigirse al conde. Pero éste se hallaba a la sazón en la Granja. Además, aunque todos, o casi todos, supiesen el secreto de la niña, no era posible darse por enterados. Después de algunos debates decidieron escribirle la siguiente carta, firmada solamente por María Josefa: «Sr. Conde de Onís. Mi estimado amigo: Con la debida reserva le comunico que la niña recogida por nuestros amigos los señores de Quiñones, y por quien tanto nos interesamos todos, es objeto en aquella casa de crueles tratamientos. Creo que tenemos el deber de intervenir para que cesen. Usted me dirá lo que debe hacerse y que a mí como mujer no se me alcanza. Si quiere conocer los pormenores del martirio de la criatura diríjase a la criada María que hace algunos días dejó de servir en casa de D. Pedro. Suya afectísima amiga, María Josefa Hevia.»
Luis arrugó la carta entre sus manos crispadas. Toda la sangre se le agolpó a la cara. Sin darse cuenta de lo que hacía salió de casa y casi a la carrera tomó la carretera de Lancia, llegando a ésta en pocos minutos. Aquel vago y terrible presentimiento que sentía realizábase al fin. Amalia se vengaba ferozmente. El sentido oculto de la carta era ése: se dirigían a él como padre de Josefina y causa de su desdicha. No sabiendo qué partido tomar, fue a su casa para reflexionar. Sólo había en ella una criada vieja cuidándola. De ésta se valió para averiguar dónde estaba María y pasarle un recado a fin de que viniese a verle. No se equivocó la planchadora sobre el objeto de tal llamamiento. En cuanto le fue posible acudió a la cita, y después de hacerle prometer que no haría uso de su nombre para nada, le dio cuenta circunstanciada de los trabajos que estaba pasando la inocente niña. Escuchábala pálido, desencajado, sin poder reprimir los violentos y frecuentes golpes de su corazón. Cuando llegó a narrarle ciertos odiosos y terribles pormenores, el conde principió a dar vueltas por la estancia como fiera enjaulada, a mesarse los cabellos, a arañarse la cara, lanzando rugidos de coraje.
Al quedarse solo, mil ideas, todas desatinadas, se le atropellaron en la mente. Quería entrar a viva fuerza en casa de Quiñones y llevarse a su hija; quería retorcer el cuello a aquella vil mujer; quería decírselo todo a D. Pedro; quería dar parte al juez y meter en un calabozo a la infame. Afortunadamente sus accesos eran tan violentos como cortos. Vino el abatimiento, el llanto. Corrió a casa de su prometida y le contó sollozando lo que ocurría; se confesó con ella por vez primera. La buena Fernanda unió sus lágrimas a las de él, enternecida por la suerte de la infeliz criatura y por el dolor de su amado. Larguísimo rato pasaron comentando los terribles sucesos y buscando medios de conjurar aquella ruin venganza. Fernanda logró, al fin, persuadirle a que apelara a medios suaves. Pensar en conseguir algo por la fuerza era insensato. El conde, ni aun confesando su falta, tenía derecho alguno sobre la niña. Provocar un escándalo era inútil. Acudir a los tribunales, lo mismo. Ningún criado se atrevería a declarar contra su ama, y las cosas quedarían peor que antes. Al fin el conde se decidió a escribir una carta a su antigua amante.
«En este momento acaban de decirme que nuestra Josefina, nuestra adorada Josefina, está padeciendo martirios increíbles de tu mano. Creo que es una vil calumnia. Conozco tu genio, que es vivo y fogoso, pero noble. No puedo atribuirte semejante cobardía. Te escribo solamente para cerciorarme de que esta angelical criatura sigue siendo el encanto de tu vida. Si no fuese así, dímelo y buscaremos un medio de que pase a mi poder. Te supongo enterada del paso que voy a dar. No quiero decirte nada. Era inevitable más tarde o más temprano. De todos modos puedes estar segura de que mi remordimiento está endulzado por el recuerdo dulcísimo de los años que te he amado. Adiós. Escríbeme alguna palabra amable.»
La capitulación.
Josefina se demacraba. Sus mejillas tenían la palidez de la cera. En sus ojos, de mirar suave y apacible, se notaba constantemente el extravío del terror; en torno de ellos el sufrimiento había trazado un círculo violáceo. Hablaba muy poco, no reía jamás. Cuando la dejaban en paz, sentábase en cualquier rincón y permanecía inmóvil mirando a un punto fijo, o bien se acercaba al balcón y escribía en los cristales con el dedo.
A veces, a despecho de tanto dolor, la naturaleza infantil revindicaba sus derechos. Veía al gato acercarse lentamente a ella con el rabo derecho, el espinazo arqueado, solicitando sus caricias con débil ronquido. Dejábase caer en el suelo, le llamaba, le traía hacia sí y principiaba a pasearle las manos por el lomo, a rascarle la cabeza y hacerle cosquillas debajo del cuello, murmurándole al mismo tiempo en el oído palabras de cariño, un gorjeo mimoso que el animal acogía con espasmos de voluptuosidad. «Te quiero, te quiero. Tú eres muy bueno. ¿Verdad que eres bueno? Ya no me arañas como antes. ¿A quién quieres más en la casa? ¿Di, rico? ¿Quién te ha dado una sardina ayer? ¿Quién te pone el platito con leche todos los días? Y si pudiese darte siempre pescado también te lo daría, porque sé que es lo que más te gusta, ¿verdad, rico mío? Pero no has de robar nada; ya sabes que te pegan. No orines más en la cama de Manín. Mira que te va a matar; lo ha dicho el otro día en la cocina. Y coge muchos ratones para que madrina te quiera y no te echen de casa.»
El gato, extasiado, susurraba allá en el fondo de la garganta mil síes complacientes, y se frotaba contra ella cada vez más acaramelado y pegajoso. Tendíase la niña boca arriba llevándole abrazado, le apretaba contra su pecho, le besaba, y a veces, olvidada de sus martirios, derramaba lágrimas de ternura. Pero cualquier rumor en la habitación contigua le hacía levantarse sobresaltada con el espanto en los ojos, arrojaba el gato lejos de sí y esperaba inmóvil lo que viniera. Casi siempre algún castigo cruel.
—¡Pícara, así ensucias los vestidos arrastrándote por el suelo! ¡Aguarda aguarda!
Por efecto de los continuos miedos que experimentaba contraíase con fuertes movimientos irregulares su vejiga y hacía que involuntariamente se le escapase en muchas ocasiones la orina. Esto era lo que ponía fuera de sí a la irascible Concha. Si notaba en el suelo (porque la ropa sólo muy rara vez se la veía) signos de aquella debilidad, encrespábase como una hiena.
—¡Gorrina, indecente! Parece mentira que la señora mantenga en su casa este bicho asqueroso. Si fueses cosa mía, te desollaba viva.
Pero aunque no era cosa suya, procedía como si lo fuese: la desollaba a azotes. Una vez su furor fue tan grande que, cogiéndola por las orejas, le higo lamer el suelo mojado.
La hora más terrible para la criatura era la de las lecciones. Amalia se las señalaba por la mañana temprano; grandes trozos de la historia sagrada y de la gramática. Josefina se retiraba a un rincón y hacía esfuerzos desesperados por retenerlos en la memoria. Un poco antes de comer, Concha, que era la encargada de tomárselas, se sentaba en una silla, sacaba la famosa ballena y, con ella en una mano y el libro en la otra, daba comienzo a sus funciones pedagógicas. Cada tropiezo, cada palabra que la niña olvidaba costábale un ballenazo en la cara, en el cuello o en las manos. Y como su memoria no era bastante fuerte, y por otra parte el miedo se la obstruía, aquello era un incesante machaqueo.
Aún peor si se las tomaba su madrina. Concha era fríamente cruel; no levantaba la mano sino cuando cometía la falta, como una máquina de castigar. Pero Amalia a los pocos momentos se ponía nerviosa, el llanto de la niña excitaba sus sentidos, entraba en furor como una pantera hambrienta, y concluía por golpear frenéticamente hasta que la dejaba trémula y ensangrentada a sus pies.
Desde la carta del conde había aumentado, si era posible, su odio a la criatura; la trataba aún más despiadadamente. Herida en lo más vivo de su orgullo por aquella diplomacia fría, protectora, insultante que en su sentir respiraban las palabras de su antiguo amante, vomitaba la rabia de su corazón sobre la hija. Además, la idea de que Luis tenía noticia de aquellos martirios, y le dolían vivamente era aliciente mayor para prodigarlos. ¡Que sufriese ella, que sufriese él, el vil, el pérfido, que había gozado de su juventud, y cuando la halló vieja la arrojó como un trapo sucio a la barredura!
En uno de estos días de profunda y rugiente cólera la vida de Josefina corrió inminente peligro. A la hora de costumbre fue llamada al comedor para dar sus lecciones. Concha se acomodó en su silla y con no disimulado regodeo sacó del pecho la fatal ballena. Aquel día le pedía el cuerpo un razonable desahogo de golpes. La niña se acercó a ella temblando como siempre y le entregó los libros. Y ya comenzaba a recitar con labio balbuciente un capítulo de la historia sagrada cuando vino a interrumpirlas Manín. Entró con su eterna chaqueta verde, calzones cortos, su gran calañés mugriento, haciendo temblar el piso con los zapatones claveteados. A esta indumentaria, arcaica ya en la provincia, debía gran parte de su notoriedad y la fama de terrible cazador de osos que había tenido. Entró con la cabeza gacha como siempre y, espatarrándose bajo el dintel de la puerta, preguntó:
—Concha, ¿no habrá de qué, que comer, por ahí?
—¿Tanto te aprieta la gazuza, Manín?—respondió la costurera riendo.
El aldeano abrió desmesuradamente la boca para reír también.
—Así Dios me salve, no puedo aguantar un menuto más. Toos parecéis frailes descalzos en esta casa; no vos entra la gana más que cuando suena la hora.
—Voy, voy allá, grandísimo tragón, roedor—dijo Concha posando sobre la silla el libro y la ballena y dirgiéndose con paso petulante hacia el aparador.
Se entendían admirablemente. La costurera era arisca, cruel, intratable; pero el mayordomo sabía recabar de ella las pocas migajas de buen humor que tenía en el cuerpo. La requebraba brutalmente, la pellizcaba al pasar, le decía mil groseras desvergüenzas para que las comprendiera al revés. Y la microscópica doncella, que no era gentil ni bonita y en quien las asperezas del carácter habían sofocado todo germen de coquetería, trasformándola en sacerdotisa del dolor, en una euménida fatal y despiadada, se dejaba festejar complacientemente por aquel bruto. Le hacía gracia su osadía, su rudeza, su glotonería y el modo insolente y despreocupado que tenía de tratar a todo el mundo, incluso al alto y poderoso señor de Quiñones. Manín era un solemnísimo bellaco. Con aquella grosería soez, el porte de atrevido cazador de fieras y su estrafalario arreo había sabido vivir muy regaladamente en este mundo, sin encallecer las manos, ni quebrarse los lomos allá en su aldea con las faenas de la labranza.
Sacó la costurera un plato de carne fiambre y lo puso sobre el hule de la mesa, sin servilleta ni cosa que lo valga; después cortó a la mitad un pan y lo dejó, con la imprescindible botella de vino blanco y el vaso, al lado de la carne. El cazador de osos comenzó a devorar. Concha sentose de nuevo, y la niña, acercándose, repitió las palabras que ya había pronunciado. A los pocos momentos ¡zas! un ballenazo y un grito de dolor. Inmediatamente otro golpe y otro grito. Y así sucesivamente. La costurera estaba encantada al notar que la chiquilla tropezaba más que otras veces. Manín engullía en silencio, volviendo sólo de vez en cuando los ojos con marcada indiferencia hacia aquella triste escena. Al poco tiempo, como por máquina, principió a murmurar a cada golpe: «¡Dale! ¡Atiza! ¡Buena fue ésa! ¡Vaya una mano!...» y otras semejantes exclamaciones.
Terminó la lección de historia sagrada. Antes de tomar la de gramática hubo un respiro. La costurera se puso a bromear alegremente con el mayordomo. Estaba de un humor angelical.
—¿Qué tal la carne?
—Rica, ¡rica de verdad!
—Lo peor es que te va a quitar el apetito para la hora de comer.
Retembló la estancia con la risotada del gañán.
—¡Eso sí! ¡A mí cualquier cosa me quita la gana! Vas a tener que meterme un hierro caliente en el agua como a la señora.
—Por la panza te lo había de meter, gran puerco.
—Mira, Concha, no me busques las cosquillas, porque aunque eres una mocita de sandunga y tienes los ojos muy picarones, y la boca como una cereza, un día te encuentras, sin saber por dónde vino, con un revés que te arrancará de cuajo esa carrerita de perlas que me estás enseñando.
—¡Calla, calla, viejote, zapalastrón! ¡Bueno estás ya para reveses! ¡Si no puedes con los calzones! ¡Si estás descuajaringado!
—Eso no lo dices tú con el corazón; por eso se te estima. Bien sabes que hay aquí dentro mucha entraña todavía (y se daba rudos puñetazos en el pecho). ¡Si te cogiera en un maizal!
—¡Como si me cogieras en la plaza del mercado! Na. Ya no tienes más que quijadas y palique.
—Y manos para apalpar la gracia de Dios—repuso el bárbaro tomando con su manaza velluda la barba de la costurera.
—¡Quita, quita! ¡Gorrinazo!
Y le pegó con la ballena un golpecito en los dedos. Volvió el gandulote a embestirla y ella a defenderse de la misma manera. Trató de agarrarla por la cintura. La doncella se levantó y corrió por la estancia, haciéndose la enojada.
—¡No me toques, Manín! Mira que llamo a la señora.
Pero él no hacía caso. La perseguía lanzando gruñidos y risotadas; abrazábala aquí, soltábala allá, recibiendo en sus carrillos, ásperos y duros como la piel de un elefante, las bofetadas de la doméstica, sin manifestar sentirlas. Crujían los muebles, retemblaba el piso, campanilleaba la vajilla de los aparadores. Y él sin cejar. Cada vez más falso y zalamerón. Sabía el pícaro que aquella mujerzuela irascible y endemoniada tenía despierta la vanidad, como todos los seres humanos, y que era de capital interés para su panza tenerla contenta. Por último, lanzando un verdadero mugido de buey, consiguió agarrarla por la cintura y alzarla en vilo. Mantúvola en alto sin esfuerzo alguno, como si fuera un chiquito de tres años.
—¿Y ahora? ¿Qué dices ahora, Zapaquilda? ¿Dónde están esos hígados? ¿Dónde esas manos? Anda, bruja, pide perdón; si no, te dejo caer como una rana—bramaba el cazurrón, zarandeándola en el aire.
—¡Déjame, Manín! ¡Déjame, burro! ¡Habrá cochinazo! ¡Mira que grito!
Al fin la puso delicadamente en el suelo. La doncella, jadeante, desgreñada, frunciendo mucho las cejas para aparecer más enfadada, decía con voz anhelante:
—No tienes vergüenza, Manín. Si no fuera mirando a la casa donde estamos, te tiraba este quinqué a las narices y te las rompía, por bruto y por insolentón. A lo mejor están los criados oyendo todo esto, y ¿qué dirán? ¡Quita, quita allá! No me vuelvas a decir palabra, porque no te contesto.
—¡Eso! Grita ahora, fachendosa, después que te hice ver a Dios—roncaba Manín con sorna, mirándola de reojo y sobándose la barba.
—¡Si no te quitas de mi vista, baldragote!...—exclamaba la diminuta criada, pasándole a su despecho relámpagos de risa por los ojos.
Manín se sentó de nuevo para engullir el pan que quedaba y beber otro vaso de lo blanco. Josefina mientras tanto sollozaba en un rincón, llevándose las manos heridas a la boca, palpándose las mejillas acardenaladas por los ballenatos. Manín se dignó echar hacia ella una mirada.
—No llores, tontina, que el dolor de los zurriagazos pasará y la ciencia te quedará en la mollera para siempre—dijo cortando con su navaja un pedazo del pan y metiéndolo en la boca.—Si quieres saber mi dictamen, cuanto más te peguen más contenta debes de estar. ¿Qué serías tú si Concha no tuviese la misericordia de castigarte duro? Una chafandina que no valdría un celemín de bellotas, una bestia, salva sea la comparanza. Y ahora ¿qué serás? Una mujer pa too lo que se la pida. (Pausa mientras se corta otro pedazo de pan y lo muele, levantando un bulto como el puño en el carrillo derecho)... Anda, que si yo hubiera tenido como tú maestros que me alzasen el pellejo a correazos, no sería un burro, no me llamarían Manín, sino don Manuel, y en vez de ser un mísero súdito, andaría por ahí dándome importancia, paseando por Altavilla con las manos atrás como los señores y leyendo las gacetas en el casino. (Otra pausa y otra amputación del zoquete)... Ponte en lo justo si tienes caletre para ello. ¿Cómo quieres aprender esas cosas tan enrevesadas sin algunos lampreazos? ¿Quién aprendió daqué nunca sin azotes? Nadie. ¡Pues entonces! Si tuvieras conocimiento, criatura, darías gracias a Dios por haberte puesto una maestra que es como una gloria. Para too sirve la endina, para too tiene las manos finas y los pies listos, ¿verdá, tú?
Concha se había puesto grave otra vez, sentándose y haciendo un gesto imperioso a la niña para que se acercase. Tocábale el turno a la gramática. Aquí andaba peor todavía que en la historia, séase por la falta de memoria o porque el miedo la turbase. Comenzó el vapuleo: un ballenazo ahora y otro después y otro y otro. Manín, fiel a sus convicciones pedagógicas, aplaudía con la boca llena, cortando grave, esmeradamente, en figuras geométricas los pedazos del pan antes de conducirlos con toda solemnidad a los labios. Las faltas fueron muchas; los golpes fueron otros tantos. Pero al terminar la lección, Concha consideró que a más del castigo correspondiente a cada falta, teniendo en cuenta lo mal que la niña lo había hecho, convenía terminar con un vapuleo general que las comprendiese todas. La alzó de la silla y, blandiendo la formidable ballena, exclamó:
—Ahora, para que estudies mejor y se te despierten los sentidos, ¡toma!
Tantos y tan recios fueron los golpes, que la criatura, tratando de huir aquel martirio, se agarró con las manos crispadas a las sayas de su verdugo. Sin saber cómo, tal vez por haberse colgado inconscientemente a ellas, la cinta que las sujetaba se rompió y vinieron al suelo, dejando a la costurera solamente con la camisa. Dio un grito de vergüenza y se apresuró a levantarlas. Pero sin pararse a atar otra vez la cinta, echando una mirada de profundo rencor a la chica, salió de la estancia sujetándolas con las manos.
—¡Buena la has hecho, buena, buena, buena!—exclamó Manín, tallando con primor el bocado que iba a llevar a la boca.
La criatura, paralizada de terror, no lloraba. No le dolían siquiera las heridas. Al cabo de pocos momentos se presentó de nuevo Concha acompañada de la señora. Ésta venía sonriendo sarcásticamente.
—Por lo visto, a la señorita le gusta ahora desnudar a las doncellas delante de los hombres. Estará usted contenta, señorita, ¿no es cierto? Manín habrá visto bien por todos lados a Concha. ¿Verdad, Manín, que la has visto cómodamente?
Avanzó unos pasos. La niña retrocedió asustada.
—No tenga miedo, señorita. Tranquilícese usted, señorita. Yo no vengo aquí a azotarla. Eso de los azotes es muy antiguo. ¡Quién se acuerda ya de azotes! Sólo vengo a invitar a usted para que dé una vuelta por la cueva... la cueva de los ratones... ya sabe usted. Allí se puede entretener en desnudar alguna rata de las muchas que vendrán a visitarla... Vamos, deme usted la mano para que la conduzca con toda ceremonia.
La niña fue a ponerse detrás de una silla; desde allí, perseguida por Amalia y por Concha, corrió alrededor de la mesa; por último, se refugió detrás del mayordomo.
—¡Manín! ¡Manín, por Dios me escondas!
Pero éste la sujetó por un brazo y la entregó a la señora. Tomáronla cada una por una mano y la arrastraron, apesar de sus gritos penetrantes.
—¡A la cueva no! ¡A la cueva no! ¡Madrina, perdón! Mátame primero. ¡Mira que tengo mucho miedo! ¡A la cueva no, que me comen los ratones!
Los criados salieron al pasillo y presenciaban mudos y graves aquella escena. Los gritos de la niña se fueron perdiendo en la oscura y tortuosa escalera que conducía al sótano.
Amalia abrió la puerta de la terrible cueva y empujó a su hija hacia el interior. Cerró con furia; pero la niña había corrido hacia la salida, y la puerta le cogió la mano. Oyose un grito desgarrador. La valenciana abrió otra vez la puerta, dio un fuerte empujón a la criatura que la hizo caer al suelo, y echó la llave.
La cueva era un calabozo húmedo y negro donde sólo penetraban algunos tenues rayos de luz por un ojo de buey abierto en lo alto. Sirvió en otro tiempo para bodega de vinos. Ahora no había allí más que botellas vacías.
La niña apenas quedó sola se incorporó, miró a todos lados loca de terror, quiso gritar y la voz se le anudó en la garganta; por último, extendiendo las manos, acometida de un fuerte temblor, cayó desvanecida.
Al cabo de media hora el mozo de cuadra, que había presenciado el encierro, movido de compasión, acercose a la puerta y miró por el ojo de la cerradura. Nada pudo ver. Llamó muy quedo.
—Josefina.
La chica no respondió. Llamó más fuerte. El mismo silencio. Asustado, gritó y golpeó en la puerta con todas sus fuerzas sin obtener contestación. Entonces apresurose a subir para dar parte de lo que pasaba, a riesgo de perder su empleo. Amalia mandó a Concha con la llave para ver lo que ocurría. Entre ella y Paula subieron a la criatura privada de sentido, fría y rígida, con los caracteres de la muerte impresos en el rostro. Temerosa de las complicaciones que con esto pudieran sobrevenir, la esposa del maestrante se apresuró a meterla en la cama. Tardó poco la pequeña en volver en sí, pero inmediatamente se declaró una fuerte calentura. Llamose al médico. Encontrola bastante mal. Para explicar la herida de la mano y los cardenales que presentaba, Amalia, fértil en mentiras, inventó una historia que el doctor creyó o fingió creer.
Estuvo entre la vida y la muerte algunos días. Amalia seguía con ojos inquietos el curso de la enfermedad. No le dolía la pérdida de aquel ser sobre el cual había vertido las hieles amargas de su corazón; pero le agitaba la idea de perder de una vez su venganza. Justamente al tercer día de hallarse en cama Josefina, tuvo noticia de que en la noche anterior había salido Fernanda en la silla de posta para Madrid, y que Luis sólo tardaría cuatro o cinco días en reunirse con ella. Experimentó violenta sacudida. Una ola hirviente de bilis inundó su pecho. Aquella noche tuvo fiebre también. ¡Se le escapaban! No había posible venganza para aquel traidor. Iría a Madrid, se casaría; tal vez allí recibiría la noticia de la muerte de su hija; lloraría un poco; al cabo las caricias de su adorada esposa se la harían olvidar. De aquellos amores tan largos, tan vivos, no quedaría más que un hombre paseando su dicha por Europa, y en Lancia una pobre mujer vieja y triste sirviendo de befa a los corrillos de Altavilla. Sus carnes fláccidas temblaron. Los instintos vengativos de su raza gritaron furiosos, avasalladores. ¡No, no podía ser! Antes arrojarle su hija muerta a los pies, antes clavarle un puñal en el corazón.
Ocurriosele una idea singular y terrible: contárselo todo a su marido. Ignoraba lo que esto daría de sí, pero por lo pronto provocaría un escándalo. D. Pedro era violento, gozaba de gran poder y prestigio. ¿Quién sabe el destrozo que la bomba podía causar? Cierto que estaba paralítico y no podía tomar venganza por su mano; pero ¿no se le ocurrirían a aquel hombre tan altivo y puntilloso medios de volver el mal que le causaran? Ella caería entre las ruinas, pero caería con gusto si el traidor pagaba de algún modo su perfidia.
Después de mucho batallar con este pensamiento, no arriesgándose a hacer la confesión de palabra ni a escribirla bajo su firma, remitió a D. Pedro, disfrazando la letra, una carta anónima. «La niña que usted ha recogido hace seis años es hija de su esposa y de un caballero que frecuenta su casa y a quien usted llama su amigo. No le digo a usted el nombre. Busque usted y no tardará en hallar al traidor.—Un amigo leal.» Echola al correo y esperó con ansia el efecto que producía.
D. Pedro la recibió delante de ella y la leyó. Su rostro se contrajo fuertemente y se cubrió de palidez cadavérica.
—¿Quién te escribe?—preguntó ella con naturalidad.
El maestrante se repuso inmediatamente y, doblando la carta y guardándola, respondió haciendo esfuerzos por asegurar su voz, que temblaba:
—Nada, un recomendado mío que se queja de que le han dejado cesante... ¡Ese gobernador! No tiene memoria ni formalidad ninguna.
Inquieta ya y esperando con ansia los acontecimientos se retiró a su gabinete. Por la tarde llegó Jacoba con misterio y le entregó un billete de parte del conde.
—¿Qué quiere de mí ese hombre?—preguntó sorprendida y en tono despreciativo.
—No lo sé, señorita. Escribió la carta en mi casa y allí espera contestación.
El billete del conde decía:
«Amalia, sé que nuestra hija se halla en peligro de muerte. Por lo que más quieras en este mundo, por la salvación de tu alma, concédeme una entrevista. Necesito hablarte. Si esta tarde ya no puede ser, ven mañana por la mañana a casa de Jacoba.—Tuyo, Luis.»
—¡Tuyo! ¡tuyo!—murmuró con amarga sonrisa.—Has sido mío, sí, pero has cambiado de dueño. Te costará caro.
—¿Llevo contestación, señorita?
Quedó pensativa unos momentos; dio algunas vueltas por la estancia, completamente abstraída; se acercó al balcón y miró por los cristales. Al fin dijo, volviéndose a medias y con gran sequedad:
—Bueno, iré mañana a la hora de misa.
—Me ha preguntado con grandísimo interés por la niña.
—Dile que sigue lo mismo.
Marchose la entremetida, y ella permaneció largo rato mirando a la calle, al través de los cristales, sin verla.
Desde las siete de la mañana del día siguiente estaba Luis aguardándola en la casucha de Jacoba. No había allí más que una cocina en la planta baja y una salita arriba con alcoba, tan bajas de techo que el conde con sombrero tocaba en el cielo raso. En esta salita daba paseos furiosos con las manos en los bolsillos, mirando con precaución a cada momento por los visillos de la única ventana que tenía. Hasta las nueve no acudió la dama. La vio llegar con la mantilla echada por los ojos, el devocionario en la mano y el rosario colgado de la muñeca, con el paso firme y sosegado, como si viniese a dar algunos encargos a su antigua protegida. Cuando oyó su voz en la cocina, le dio un vuelco el corazón, se puso a temblar como un azogado y se le borraron por completo las palabras que tenía preparadas.
—¿Cómo está usted, conde?—dijo ella con gran naturalidad al entrar, tendiéndole una mano.
—Bien, ¿y tú?
Levantó la cabeza como sorprendida de oírse tutear y respondió mirándole fijamente:
—Perfectamente.
—¿Y la niña?
—Algo mejor.
Despejose al oír esto la fisonomía del caballero. Brilló un rayo de alegría en sus ojos y dijo tomando de la mano a su ex-querida y atrayéndola hacia el pobre sofá de paja que allí había.
—Sentémonos, Amalia. Aunque sea un atrevimiento por mi parte, te ruego que me permitas seguir tuteándote cuando estemos solos... Yo no olvido, no podré olvidar jamás cuántas horas de dicha te debo, cuánta felicidad has vertido en mi vida triste y monótona. Tú me has revelado lo más dulce y más íntimo que existía en mi corazón sin que yo lo sospechase siquiera. Para tí han sido los primeros impulsos de mi alma. Sólo tú has penetrado hasta ahora en ella, la has sondeado y conoces sus melancolías, sus flaquezas, y sus ternura. Si me separo de ti, si digo adiós a nuestro amor, no creas que es porque he dejado de estimarlo: obedezco solamente a una ley de la naturaleza que nos empuja a todos a crear una familia. No tengo en el mundo más que a mi madre, una pobre anciana que muy pronto me dejará solo... No debe parecerte mal que quiera formar un hogar y poseer un heredero de mi nombre y mis títulos... Además, el grito de la conciencia me perseguía...
El conde, regocijado con la mejoría de la niña, se mostraba expansivo y más locuaz que de costumbre, sin poder ocultar la felicidad que le embargaba, pensando que todo estaba arreglado a medida de sus deseos. Josefina dichosa al lado de su madre; él dichoso al lado de Fernanda; Amalia resignada y tributándole siempre un cariño dulce y cada día más acendrado.
Ésta le miraba con cierta curiosidad burlona. Cuando terminó, dijo sonriendo benévolamente:
—Sobre todo desde la noche en que viste a Fernanda con aquel precioso vestido descotado, ese grito debió de hacerse insoportable.
El conde sonrió también, avergonzado.
—No lo creas, Amalia; siempre he sentido remordimientos. Claro está que al hacerse uno viejo ve las cosas con más claridad. Mi barba ya blanquea por varios sitios, como estás observando. Lo que en un joven puede disculparse como locura, como expansión irremediable del fuego que corre por las venas, en un viejo se llama crimen. El amor, a la edad en que yo estoy, no debe tapar con sus alas la luz de la razón, y si la tapa merezco el calificativo de insensato. Mi resolución podrá sernos amarga a los dos. A mí me lo es mucho; me cuesta trabajo desprenderme de una pasión que a fuerza de tiempo casi se ha convertido en costumbre. Existe, además, por desgracia, entre los dos un lazo imposible de romper por completo. El Destino ha hecho nacer del fango de nuestro pecado una flor hermosa, una cándida azucena. Apartemos el crimen de su frente: ya que ha sido engendrada por un amor ilegítimo, no la manchemos con nuestra conducta vituperable. Hagámonos dignos de ella viviendo como cristianos.
—Está muy bien todo eso. Sólo siento que ese curso de doctrina cristiana haya venido tan tarde y haya coincidido con la llegada a esta población de tu antigua novia. Porque parece así como si tuvieras olvidado por completo el catecismo, y ella viniese a refrescarte la memoria. Pero, en fin, en eso no debo meterme porque no me concierne. El resultado es que te casas. Haces bien. El hombre está mal solo, y cuando halla una compañera digna, como tú has hallado, no debe perder la ocasión. Fernanda es una buena muchacha; segura estoy de que te hará feliz. Tendréis muchos hijos y, después de una vida larga y dichosa, iréis al cielo.
Sorprendiole a Luis aquella resignación y no pudo menos de sentir alguna inquietud.
—¿Y tú serás también feliz?—le preguntó tímidamente.
—¿Yo?... ¡Qué importa que yo sea feliz o desgraciada!—dijo alzando los hombros con ademán desdeñoso.
—¡No digas eso, Amalia! La felicidad no es la locura a que nos entregamos durante siete años. Había un dejo amargo en ella que yo percibía hace tiempo, y que tú no tardarías en percibir. Una vida pura y digna, la tranquilidad de la conciencia, la estimación de las personas honradas te darán más contento que la pasión culpable... Además, tienes lo que yo no tengo... tienes a tu lado un ángel, un lirio tierno y fragante que embalsamará tu existencia.
—¡Ah, sí, Josefina!... Efectivamente, ella será la que me ha de proporcionar los únicos buenos ratos que pasaré en adelante.
Lo dijo con una inflexión de voz tan extraña, tan aguda y estridente, que Luis sintió un escalofrío.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Lo que he dicho; que por fortuna tengo a Josefina para resarcirme.
—¡Es que lo dices de un modo tan raro!
La valenciana dejó escapar una risita singular que salía allá del fondo de la garganta y sonaba de modo siniestro. Luis la miraba fijamente, cada vez más inquieto.
—¡Pero qué tonto eres, Luis! ¡pero qué retontísimo! El egoísmo ha puesto tales cataratas en tus ojos que no ves ni lo que tienes delante. Si tuvieses veinte años, esa inocencia podría quizás inspirarme lástima; a tu edad no me inspira más que risa y desprecio. Pensar en que cuatro palabrillas insolentes sobre la moral y la conciencia bastarían a obligarme a aceptar satisfecha la humillación que me impones; suponer que yo, a quien si no conoces debieras conocer, voy a consentir que me arrojes como un trapo sucio, que me arrastres como una cautiva enamorada a los pies de Fernanda para que le sirva de almohadón cuando suba a tu lecho, es el colmo de la estupidez y la fanfarronería. ¿Por qué no me pides también que sea tu madrina de boda?
El conde la contemplaba con los ojos dilatados, expresando la ansiedad y el espanto.
—De modo que lo que me han dicho de los martirios que haces pasar a nuestra hija ¿es cierto?
—¡Y tan exacto! Y aún no los sabes por completo... Mira, voy a referírtelos todos para que no te llames a engaño...
Y con palabra breve, incisiva, con una cruel satisfacción que se le traslucía en la voz, puso delante de su vista el cuadro espantoso de las miserias y dolores que la desgraciada criatura había padecido en los últimos meses. Aquel cuadro era infinitamente más aterrador que el que le había exhibido María la planchadora. El conde, pálido, desencajado, sin hacer el más leve movimiento, parecía la estatua de la desesperación. Al poco rato se tapó la cara con las manos y así escuchó hasta el fin.
—¡Oh, qué infame! ¡oh, qué infame!—murmuró sordamente.
—Sí, muy infame, pero aún espero serlo más. ¿Has oído todas estas infamias? Pues no son nada en comparación con las que haré.
—¡No las harás tal, malvada!—profirió Luis levantándose y abalanzándose a ella.—Antes te ahogaré con mis manos.
La valenciana se escapó hacia la puerta.
—¡Si das un paso más, grito!
—¡Oh, infame, infame!—volvió a exclamar con voz profunda el conde.—¡Y Dios consiente sobre la tierra estos monstruos!
Dio unos pasos atrás y se dejó caer nuevamente sobre el sofá. Apoyó los codos sobre las rodillas y metió la cabeza entre las manos. Al cabo de largo silencio la levantó diciendo:
—Bueno, ¿y qué exiges de mí?
Amalia dio un paso para acercarse.
—Lo que ya debes de suponer, si es que te queda un poco de sentido común. No exijo que nuestras relaciones continúen, porque a los términos a que hemos llegado no es posible: sería tanto como mendigar tu amor, y tengo demasiado orgullo para ello. Pero no quiero que ni tú ni esa mujer os quedéis riendo de mí; no quiero servir de befa a los que conocen nuestras relaciones, que son todos los que frecuentan la casa. Exijo, pues, como condición para que la niña vuelva a ser lo que era que rompas inmediatamente con Fernanda y no te acuerdes más de ella.
—¡Pero Amalia!—exclamó con acento dolorido.—Bien comprendes que es imposible. Mi boda está concertada; lo sabe ya todo Lancia: Fernanda me espera en Madrid; faltan muy pocos días...
—Aunque faltase un minuto. Esa boda no se celebrará. Si te casas con Fernanda, tu hija pagará el agravio en la forma que ya sabes.
—¡Oh! Yo lo impediré. Daré parte a la autoridad. Pediré el depósito de la niña.
—Eso es hablar por hablar, Luis—replicó con calma y sonriendo Amalia.—Las autoridades de Lancia son hechura de Quiñones. Nadie osará declarar una palabra contra mí.
—Se lo referiré todo a D. Pedro.
—No te creerá; y si te creyese, ¿qué adelantarías? En vez de impedir mi venganza, como es la suya también, me ayudará.
Hubo un largo silencio. El conde meditaba con la frente apoyada en la mano. De pronto se alzó violentamente y se puso a dar agitados paseos murmurando:
—¡No puede ser! ¡no puede ser!
La valenciana le seguía con la vista. Al cabo, dijo dando un paso hacia la puerta:
—Adiós.
El conde la detuvo con un gesto.
—Espera.
Amalia permaneció inmóvil, con la mano en el marco de la puerta, clavándole una mirada penetrante.
El conde siguió paseando todavía algunos momentos sin hacer caso de ella.
—Está bien—dijo con voz enronquecida, parándose;—no se efectuará el matrimonio. Tú me dirás lo que debo hacer.
Su rostro demudado revelaba la calma de la desesperación.
—Es necesario que escribas una carta a Fernanda despidiéndote.
—La escribiré.
—Ahora mismo.
—Ahora mismo.
Amalia se asomó a la escalera y pidió a Jacoba recado de escribir. Como no había allí mesa, lo puso sobre la cómoda. El conde se acercó y se dispuso a escribir de pie. Amalia también se acercó.
—Es esto lo que quiero que le escribas—dijo presentándole un papel.
Era el borrador de la carta. El conde pasó la vista por él.
«Mi buena amiga Fernanda:—decía—He querido que te fueses para decirte por escrito lo que de palabra sería superior a mis fuerzas. No puedo ser tuyo. No necesito explicarte las razones porque tú las adivinarás. Quisiera amarte bastante para sobreponerme a todo y huir contigo. Por desgracia o por fortuna, hay cosas que pesan en mi corazón más que tu amor. Perdóname el haberte engañado y procura ser feliz, como lo desea tu mejor amigo—Luis.»
Trazó los renglones de esta carta con mano trémula. Antes de terminar, algunas lágrimas asomaron a sus ojos.
Josefina duerme.
El noble maestrante fácilmente dio con el autor de su deshonra. Así que leyó el anónimo y se recobró del susto, sus sospechas fueron a parar al conde de Onís. No otra cosa le empujó a ello que el parecido, que ahora advertía claramente, entre éste y la niña recogida. Por lo demás, o porque su excesivo orgullo le vendase los ojos, o porque Amalia había sabido tenerle engañado, jamás advirtió entre ellos más que una fría y ceremoniosa amistad que nada tenía de ofensiva. El mismo orgullo detuvo el curso de sus pensamientos amargos con esta consideración: ¿Por qué dar asenso a lo que el anónimo decía? ¿Por qué no suponer que se trataba de una vil calumnia con que algún enemigo quería envenenar su existencia? Mas el dardo había entrado tan profundamente en su corazón que no podía arrancárselo. Todas las consideraciones que su deseo le sugería no bastaban a destruir la gran certidumbre que, sin saber cómo, se le había colado de rondón en el cerebro. Algunos pormenores, que habían pasado para él inadvertidos, adquirieron de pronto alto relieve, se alzaron como antorchas encendidas para guiarle. El principal de todos era, como es natural, la enfermedad de su esposa coincidiendo con la aparición de la niña. Recordaba la extraña tenacidad con que se opuso a que subiese médico alguno a verla; luego el mimo, los cuidados exquisitos que se prodigaron a la criatura. Acudieron también a su memoria aquellas visitas que en otro tiempo hizo su esposa a la Granja con pretexto de escoger algunas plantas. Ninguna circunstancia quedó, referente a la amistad del conde y al hallazgo de la niña, que no revolviese y pesase en su pensamiento.
Tornose silencioso y meditabundo. La mirada dura de sus ojos hundidos se posaba con insistencia en Amalia siempre que ésta entraba en su habitación. En diferentes ocasiones se hizo traer la niña con cualquier pretexto y la contempló largamente, tratando de descifrar en los rasgos de su fisonomía el enigma de su existencia. Amalia observaba todo esto, y leía tan perfectamente en el cerebro de su esposo como en un libro abierto.
—¿Cuándo se casa Luis?—le preguntó un día en tono afectadamente distraído el maestrante.
—Dicen que aún tardará algún tiempo. Necesita arreglar no sé qué asuntos antes de irse a Madrid—respondió con la mayor tranquilidad.
—¿Continúa en la Granja?
—Siempre. No viene más que alguna que otra vez por la tarde, según me ha dicho un día que le hallé en la tienda de Barrosa.
Justamente a la noche siguiente apareció en la tertulia el conde.
—¿Cómo? ¿Usted por aquí? ¿Ha regresado ya de la Granja?—le preguntó D. Pedro, clavándole una mirada penetrante.
—Definitivamente, no. Tengo el coche abajo, y me vuelvo a dormir.
—Se aburre usted allí, ¿verdad?—le preguntó D. Cristóbal Mateo.
—Por el día no. Estoy muy entretenido con los trabajos del campo, el molino, los bichos, etc. ¡Pero las noches se hacen tan largas!...
Luis venía solamente por ver a su hija. Amalia no se lo permitió hasta que la niña estuvo medianamente repuesta. Volvió a vestirla como antes y le devolvió los fueros que tenía. Pero no el cariño. El encanto se había roto.
Porque Luis la aborrecía: estaba sometido a la fuerza. Con aquella pasión ardorosa, con aquel amor lleno de misterio y placer se había unido también la afición a la criatura. Pero los martirios que su cólera insensata le había hecho padecer abrió entre ellas un abismo. Josefina jamás amaría a su verdugo. La pobre niña, vestida con ricos trajes, vagaba sola por el palacio de Quiñones, sin hallar en nadie ternura. Amalia huía, de ella. Los criados, avergonzados de sus malos tratos y pesarosos de aquel repentino cambio, que elevaba de nuevo a la expósita sobre ellos, no le dirigían la palabra. El largo martirio sufrido y la terrible enfermedad con que terminó habían dejado huellas profundas en su semblante. Su rostro pálido se trasparentaba como el nácar. En torno de los ojos persistía aquel círculo oscuro, negro, de agitación y dolor. El conde sentía apretarse su corazón cada vez que la veía. Costábale trabajo retener las lágrimas.
Amalia no dio noticia a su amante del imprudente anónimo que había dirigido a Quiñones. Temiendo, por la actitud de éste, algún grave acontecimiento, resolviose a despistarle, ya que volverle la calma no era posible. El partido que mejor le pareció fue apartar las sospechas de Luis y encaminarlas hacia Jaime Moro. Era el único que por su edad, figura y posición podía aparecer como un amante verosímil. Principió por tratarle, en presencia de D. Pedro, con particular afecto, distinguiéndole de los demás tertulios de modo harto visible. Dirigíale miradas y sonrisas significativas; gustaba de ponerse detrás de su silla cuando estaba jugando al tresillo, y embromarle; llamábale a cada instante con cualquier pretexto y le retenía a su lado largos ratos hablándole en secreto, acercando más de la cuenta el rostro al suyo. No era tan fácil como puede parecer seducir a Moro, aunque sólo fuese en la apariencia. Nada tenía de arisco; al contrario, gozaba justa fama de caballeroso y galante con las damas. Pero cuando las damas se hacían incompatibles con el billar o el tresillo no lo había más grosero y cerril en seis leguas a la redonda. Amalia le mortificaba infinitamente reteniéndole cuando los tresillistas le aguardaban. Entonces no respondía acorde a sus preguntas, sonreía por máquina y dirigía frecuentes y codiciosas miradas a la mesa donde sus compañeros gozaban ya las dulzuras de alguna vuelta con palo de favor.
—Moro, siéntese usted aquí; vamos a charlar un rato.
Moro temblaba: se le venía el mundo encima. Tomaba asiento al lado de la dama con una cara larga, larga, que no daba idea cabal de la pasión que debía arder en su pecho.
El maestrante había hecho poco caso de aquellos apartes, de las preferencias y las sonrisas insinuantes de su esposa. Les miraba con ojos distraídos, sin venírsele a la mente ninguna sospecha, preocupado enteramente con la verdadera pista. Sin embargo, al cabo de algunos días, tanto insistió Amalia y tan buena maña se dio, que el noble caballero principió a fijarse en aquellos signos y a darles algún valor. La valenciana sintió el placer del triunfo. Sus cálculos iban camino de realizarse. Y para dar impulso poderoso y decisivo a su enredo, ocurriosele en el momento una treta peregrina. Se hallaba sentada en un rincón, teniendo a su lado a Jaime Moro, bien a la vista de D. Pedro. Moro, distraído como siempre. La esposa de Quiñones necesitaba hacer prodigios de habilidad para sostener la conversación, le sonreía, le mimaba, le envolvía en una red de palabras melosas, que acentuaba fuertemente con la sonrisa a fin de llamar la atención de D. Pedro.
—¿Qué es eso? ¿Está usted mirando mi brazalete?
Moro no había reparado en él.
—Es muy lindo—se apresuró a decir por complacencia.
—Ha pertenecido a mi madre. Tiene más mérito de lo que parece. Este retrato, que es el de mi abuela, está hecho de mosaico... vea usted.
Al mismo tiempo levantó la mano. Moro lo contempló con afectada admiración.
—Repárelo usted bien.
Y la alzó aún más, poniéndosela cerca de los ojos. Observando con el rabillo del ojo que don Pedro la miraba, todavía la alzó un poquito, hasta rozar con ella los labios del joven. Pero en aquel instante la retiró bruscamente con vivo ademán. Moro quedó estupefacto. Involuntariamente dirigió la vista hacia D. Pedro, y notando que éste le clavaba una mirada fría y penetrante, se puso colorado hasta las orejas. Amalia se levantó y se fue al salón, como si quisiera disimular su turbación.
Fue grande la que se apoderó del orgulloso maestrante con el secreto que pensó sorprender. Sus ideas experimentaron violenta sacudida. Agitado por mil sospechas contrarias, dominado por una cólera furiosa, movía entre sus trémulas manos las cartas, sin pensar en ellas, imaginando horribles venganzas contra su esposa y contra el...
¿Contra quién? ¿Cuál era el traidor? La duda encendía aún más su rabia.
Lo que había visto era bien concluyente. Y, sin embargo, su pensamiento no podía apartarse del conde de Onís. Contra el testimonio de sus propios ojos alegaba el instinto, una voz interior que le señalaba sin cesar a su enemigo.
Apareció éste en la tertulia. Saludó fríamente a Amalia y se fue derecho al gabinete; pero Manuel Antonio le retuvo tirándole por el faldón del frac.
—¿Dónde vas, Luis? Ven aquí, muchacho; no te nos enfrasques tan pronto en el juego. Mira, aquí María Josefa y Jovita han estado disputando toda la noche sobre la fecha de tu matrimonio. Yo les he dicho: «No disputéis más. Si viene hoy Luis, es tan amable que de seguro os lo ha de decir.»
—Pues las has engañado—respondió el conde aproximándose al grupo.
—¿Tan grosero te has vuelto?
—No es grosería, es ignorancia. Estas señoritas saben muy bien que las cosas no se realizan nunca como y cuando queremos. Si yo les dijese ahora una época y resultase otra, pensarían que había tratado de burlarme de ellas.
Apesar de los esfuerzos que hacía por sonreír, el semblante del conde reflejaba tristeza infinita. Su voz salía apagada y enronquecida.
—¡No, no! ¡Nada de eso!—exclamó riendo Jovita.—Díganos usted un día cualquiera, que aunque luego resulte otro, pensaremos que no ha sido por su voluntad.
—Bueno, pues mañana.
—¡Eso tampoco!—gritaron ambas solteronas alborozadas.
—No son ustedes fáciles de contentar. ¿Qué día quieren que me case? Señálenlo ustedes.
El conde no había dicho una palabra a nadie de la ruptura de su matrimonio. La innata debilidad de su carácter le obligaba a callar una noticia que muy pronto había de difundirse. Tenía miedo a la curiosidad pública, a las preguntas, a que en el rostro le adivinasen las causas de tal resolución. Y temblaba y se entristecía profundamente cada vez que, como ahora, le tocaban este punto.
Hasta entonces no se había traslucido nada. Creíase en la ciudad que de un día a otro se iría a Madrid a reunirse con su futura. Sin embargo, Manuel Antonio, cuyo olfato era superior al de todos sus contemporáneos, había olido algo. Y con la tenacidad y el disimulo de una Isabel de Inglaterra, principió a recoger noticias y a atar cabos de tal modo que a la hora presente andaba muy cerca de la verdad.
—Muy triste te veo estos días, Luisito—le dijo bruscamente.—Más que de matrimonio tienes cara de testamento.
El conde se turbó y no supo más que contestar sonriendo forzadamente:
—El matrimonio es un paso muy serio.
Trató de marcharse, pero Manuel Antonio volvió a retenerlo. A todo trance quería dar con la clave del enigma, saber de un modo positivo lo que sospechaba. Y ayudándose de María Josefa, que sabía mejor que él a qué atenerse, mantuvo alerta la conversación algún tiempo sobre el escabroso tema. Luis estaba en brasas. Dirigía frecuentes miradas hacia el sitio de Amalia, como reclamando lo que estaba obligada a concederle. Levantose al fin la dama, se asomó a la puerta y tornó a sentarse. A los pocos momentos apareció el rostro pálido y suave de Josefina. Paseó sus ojos tristes por la sala, y a una seña de su madrina dirigió sus pasos al gabinete. Al cruzar por detrás del conde, volviose éste a medias y le echó una mirada rápida y ansiosa, que no pasó inadvertida a la sagacidad de sus interlocutores. La niña levantó sus ojos hacia él, brillando con sonrisa feliz. Fue un choque magnético que hizo arder súbito toda la alegría de su corazón infantil. Los tertulios la llamaron, trataron de retenerla; pero ella, obedeciendo la orden de su madrina, siguió hasta el gabinete. Pocos momentos después se oyó la voz áspera de Quiñones.
—¿No está el conde de Onís por ahí? ¿Cómo no entra?
—Allá voy, D. Pedro—se apresuró a responder Luis, contento de separarse de aquel enfadoso grupo.
Al entrar en el gabinete se produjo, en menos tiempo del que puede tardarse en referirla, una terrible escena que puso en conmoción y espanto a toda la tertulia. D. Pedro estaba con las cartas en la mano y lo mismo Jaime Moro y D. Enrique Valero. Saleta, que hacía el cuarto, hablaba con el capellán sentado detrás de él. En torno de la mesa había tres o cuatro personas de pie mirando el juego. Cerca del noble maestrante se hallaba Josefina con los bracitos cruzados esperando su bendición para irse a la cama.
Al entrar el conde, Quiñones le lanzó una rápida mirada escrutadora, clavó enseguida otra de profundo odio en la niña y dijo con sonrisa sarcástica:
—Ah, ¿quieres la bendición?... Toma la bendición.
Y le dio de revés un tremendo bofetón que la hizo rodar por el suelo, soltando sangre por boca y narices. Luis sintió aquella bofetada en sus mejillas. Huyó repentinamente de ellas toda la sangre y quedó densamente pálido. Y por un impulso ciego, superior a su voluntad, gritó fuera de sí:
—¡Eso es una vileza! ¡Una cobardía!
Y aun trató de lanzarse sobre él. Pero le detuvieron. D. Pedro gritaba mientras tanto a grandes voces, loco de furor:
—¡Por fin caíste! ¡Por fin caíste, perro!
Hizo un esfuerzo supremo para alzarse del asiento y lanzarse sobre el ladrón de su honra, consiguiolo a medias, y cayó al fin de nuevo, privado de sentido, torciendo la boca.
Los tertulios se habían levantado todos y acudieron al gabinete. Las señoras gritaban aterradas. Los hombres preguntaban a los de dentro lo que ocurría. El conde de Onís paseó una mirada de extravío por ellos, se dirigió al sitio donde yacía Josefina, alzola del suelo y, con ella en brazos, trató de abrirse paso. Amalia se le puso delante.
—¿Adónde va usted?
Y quiso arrancarle la niña. Pero Luis extendió la mano, agarró a la valenciana por los cabellos y, después de sacudirla tres o cuatro veces con fuerza, la arrojó lejos de sí y se lanzó a la puerta del salón.
Bajó la escalera a saltos, salió a la calle, donde esperaba el coche, y brincando en él con su preciosa carga dijo al cochero:
—¡A escape, a la Granja!
El pesado vehículo rodó con estrépito por las calles mal empedradas. No tardó en salir a la carretera.
La luna brillaba en lo alto del firmamento. De vez en cuando, grandes nubes espesas, flotantes tapaban su disco, pero al instante volvía a lucir. En las regiones superiores de la atmósfera soplaba un viento huracanado. Abajo parecían reinar el silencio y la paz.
Josefina no salía de su desmayo. El conde le limpiaba con su pañuelo la sangre. Después trataba de reanimarla imprimiendo largos, apasionados besos en su rostro de alabastro.
Al fin se entreabrieron sus ojos, contempló con extraña fijeza al conde y relampagueó en ellos una dulce sonrisa.
—¿Eres tú, Luis?
—Sí, vida mía, yo soy.
—¿Adónde me llevas?
—Donde tú quieras.
—Llévame lejos, ¡muy lejos!... Llévame a tu casa... Llévame aunque no me des de comer. Estando contigo no me importa morir.
El conde la apretó contra su seno y la cubrió de besos.
—Sí, sí, a mi casa vas—exclamó mientras las lágrimas bañaban sus mejillas.—De allí no saldrás ya nunca, porque para arrancarte necesitarán antes arrancarme la vida... Escucha, Josefina, voy a decirte una cosa. Procura entenderla. Haz un esfuerzo y lo conseguirás... Yo soy tu padre... Los señores de Quiñones te han recogido en su casa... pero yo soy tu padre... ¿lo entiendes?
—Sí, Luis, te entiendo.
—Te han recogido, porque yo soy tan malo que te he entregado a ellos en vez de tenerte conmigo.
—Ahora no te entiendo, Luis. Tú no eres malo. Tú eres bueno y me quieres.
—Sí, hija de mi alma, te quiero más que a mi vida... Perdóname.
—Yo también te quiero a tí... ¡A ellos no! Antes quería a madrina, pero ahora no... ¡Me ha pegado tanto! ¡Si supieras!... Me mordía, me arañaba, me arrastraba por el suelo, mandaba a Concha que me azotase con la ballena, me ataba con una cuerda como a los perros...
—¡Calla, calla, que me matas!—profirió Luis sollozando.
—¡No llores, Luis, no llores!... ¿Ves cómo eres bueno? Estás llorando por mí.
—¡No he de llorar por tí si eres mi hija! Llámame padre... ¡Yo soy tu padre! ¿Lo sabes, lo sabes?
—Sí, lo sé... Tú eres mi padre y yo soy tu hija... Tengo sueño... Déjame dormir sobre tu pecho.
Y dejó caer sobre él la cabecita blonda. Inclinó la suya el conde para darle un beso en la frente y sintió sus labios abrasados por el calor de la fiebre.
Gozó la criatura algunos momentos de sueño letárgico. Corrían de vez en cuando por su tierno cuerpo vivos estremecimientos. Despertó al fin dando un grito.
—¡Luis, que me llevan!... ¡Míralos, míralos... ahí están!
Sus ojos expresaban un terror pánico.
—No, hija, no; son los árboles del camino que extienden sus ramas hacia nosotros.
—¿No ves a D. Pedro que me amenaza? ¿No oyes lo que me está diciendo?
—Sosiégate, mi alma; es el mugido del viento.
—Tienes razón. Ya se fueron. ¡Mira cómo brilla la luna! ¡Mira qué campos tan hermosos y cuántas flores!... Un palacio de cristal... Delante hay una niña jugando con un gatito blanco... ¡Qué precioso!... Es más bonito que el Rojo... Déjame jugar con ella, Luis...
—Jugarás cuanto quieras, y te compraré un gatito y una palomita blanca que venga a comer a tu mano.
—No, no quiero que gastes dinero. Estoy contenta con que no me separes de ti.
—Nunca ya. Vivirás conmigo siempre, porque eres mi hija. Duerme, mi vida.
—¡Otra vez la oscuridad!... ¡Ya vuelve! ¡Échalos, Luis, échalos, por Dios! ¡Que me agarran!
—No temas; estás conmigo... Mira la luna otra vez... ¿Ves cuánta luz?... Duérmete, corazón.
—Es verdad... ya veo los campos llenos de flores... ya veo el gatito blanco... La niña no está... ¿Dónde se fue, Luis?
—Está en mi casa, esperándote para jugar. Estamos muy cerca ya. Duérmete.
—Sí, Luis, voy a dormir. Tú me lo mandas, ¿no es cierto? Yo debo obedecerte porque soy tu hija... Tengo frío... Apriétame más.
Apretola más y más contra su pecho. Josefina se durmió al fin. El carruaje rodaba por la carretera desierta al través de los campos esclarecidos por la luz de la luna. Las nubes volaban también dispersas por los aires. El viento mugía sordamente a lo lejos. Los árboles comenzaban a agitar sus penachos.
Ya se divisaba el cercado de la Granja. Luis inclinó la cabeza para despertar a la niña; pero al darla un beso sintió en sus labios el frío de la muerte. Alzola vivamente, sacudiola con fuerza varias veces, llamándola a gritos.
—¡Josefina!... ¡Hija! ¡hija! ¡hija!... ¡Despierta!
La blonda cabeza de la niña se doblaba a un lado y a otro como una azucena que tuviese quebrado el tallo.