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Title: Bocetos californianos
Author: Bret Harte
Release Date: June 1, 2008 [eBook #25671]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
***START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK BOCETOS CALIFORNIANOS***
TRADUCIDA POR
RAMÓN VOLART
BUENOS AIRES
1911
Reservados los derechos de traducción.
A principios de 1902 falleció en Londres un americano cuya vida podría parecer singular aun en su país natal, donde por cierto abundan los hombres que se complacen en desafiar las circunstancias de una existencia azarosa y llena de incertidumbre. Fue sucesivamente minero, maestro de escuela, corrector de pruebas, tipógrafo, editor y últimamente cónsul de los Estados Unidos en Glasgow y Londres. Quiso la suerte que le diera por escribir, y entonces este hombre hizo lo que debieran hacer todos los que se sienten con vocación o que creen sentirla: se inspiró en un ambiente donde había vivido por muchos años, y copió, o mejor, idealizó costumbres y figuras de ese ambiente, con tanto arte y tanto talento que dejó admirado al mismo Dickens cuando este gran novelista inglés leyó por primera vez Los Desterrados de Poker Flat.
El lector habrá ya comprendido que aludimos a Francisco Bret Harte, el novelista americano. No será inútil agregar que la muerte le sorprendió a los 62 años, cuando estaba todavía en la plena actividad de su espíritu, habiendo editado el año anterior Under the Redwoods y otro cuento From Sandhill to Pine.
A los catorce años emigraba de Albany, su ciudad natal, para California, en busca de mejor fortuna. Era en la época de la fiebre del oro, y una verdadera corriente humana se precipitaba en los valles de este territorio en busca de Eldorado con su relativo Pactolo. Era por lo general la hez del mundo esta que iba a la conquista del Vellocino. Gente de antecedentes ignorados, pero resuelta y hecha como para el género de vida que iba a emprender. En unos pocos años aquella sociedad, bizarramente cosmopolita, hizo todo lo que en el resto de la tierra se ha organizado poco a poco, a través de los siglos; esto es, se ordenó, se dio una ley y una administración. Pero entretanto, en el comienzo (justamente cuando Bret Harte se hallaba en California), la única ley fue la del más fuerte y las pendencias acababan a tiros, y quien podía imponerse tenía razón. De aquí esa vida errabunda de los placers, esos mineros que jugaban en una noche una fortuna ganada en tres meses, esos juicios sumarios contra los que violaban la ley improvisada de los campamentos, esos aventureros formidables, héroes de garitos y terribles Don Juanes en un país y en una época en que los favores de las pocas mujeres que se aventuraban a vivir en un ambiente como aquél, eran disputados con el revólver. ¡Ay de los débiles y de los cobardes! Así nace ese intrépido Oarkust, de una frialdad temeraria, bello como un héroe griego. Así viven los personajes de Bret Harte en esa sociedad caótica, mitad aventureros y mitad hombres de bien, bandidos y mineros, varones de voluntad indomable, duros, ásperos, acerados, dispuestos a cualquier cosa en cualquier momento, y hasta a acciones generosas y nobles también, en caso de presentárseles la ocasión.
Porque esto es especialmente digno de notar: una indefinida melancolía se difunde sobre todos los personajes de Bret Harte. Esa gente parece, después de tanto roce brutal, y de tanto combate, tener una secreta nostalgia de amores más puros y de ideales más elevados. De esa tosca y en ese cieno brotan como pálidas flores del destierro, figuras encantadoras de hombres, mujeres y niños. Hay amores quiméricos, amistades salvajes, una necesidad de querer a alguien que todo un campamento de mineros siente prepotentemente al adoptar al pequeño Tommy, el hijo de una desgraciada, nacido en el abandono y en la infamia en el Roaring Camp. Y esta poesía singular os penetra en lo más íntimo del alma, por contraste con la aspereza de esas figuras endurecidas, como quien, ante vosotros, inesperadamente, arrancase de un tosco instrumento las más suaves y tiernas melodías.
Durante muchos años Bret Harte esparció estas perlas de su talento en las revistas americanas, especialmente en el Overland Monthly, por él mismo editada. Rimó también con sentimiento exquisito, delicadas poesías como los Poemas del Este y el Oeste. Pero a nuestro parecer, la nota más alta y original de su obra son, precisamente, estos cuentos, que constituyen la cristalización literaria—en el sentido stendhaliano,—de la California de los tiempos heroicos, de la tierra del oro, de la sangre y de las aventuras, que afortunadamente para la civilización—pero quizá no para el arte,—ha cedido ante otra California bucólica, comercial, donde se vive tan bien como en todas partes, y que el corte del istmo de Panamá acercará a Europa de unos veinte días.
I
En el lugar en que empieza a ser menor el declive de Sierra Nevada y donde la corriente de los ríos va siendo menos impetuosa y violenta, se levanta al pie de una gran montaña roja, Smith's-Pocket[1]. Contemplado desde el camino rojizo, a través de la luz roja del crepúsculo y del rojo polvo, sus casas blancas se parecen a cantos de cuarzo desprendidos de aquellos altos peñascos. Seis veces cada día pasa la diligencia roja, coronada de pasajeros, vestidos con camisas rojas, saliendo de improviso por los sitios más extraños, y desapareciendo por completo a unas cien yardas del pueblo. A este brusco recodo del camino débese tal vez que el advenimiento de un extranjero a Smith's-Pocket, vaya generalmente acompañado de una circunstancia bastante especial. Al apearse del vehículo, ante el despacho de la diligencia, el viajero, por demás confiado, acostumbra salirse del pueblo con la idea de que éste se halla en una dirección totalmente opuesta a la verdadera. Cuentan que los mineros de a dos millas de la ciudad, encontraron a uno de estos confiados pasajeros con un saco de noche, un paraguas, un periódico, y otras pruebas de civilización y refinamiento, internándose por el camino que acababa de pasar en coche, buscando el campamento de Smith's-Pocket, y apurándose en vano para hallarlo.
Tal vez encontraría alguna compensación a su engaño en el fantástico aspecto de aquella Naturaleza singular. Las enormes grietas de la montaña y desmontes de rojiza tierra, más parecidos al caos de un levantamiento primario geológico que a la obra del hombre; a media bajada, un largo puente rústico parece extender su estrecho cuerpo y piernas desproporcionadas por encima de un abismo, como el enorme fósil de algún olvidado antediluviano. De tanto en tanto, fosos más pequeños cruzan el camino, ocultando en sus sucias profundidades feos arroyos que se deslizan hacia una confluencia clandestina con el gran torrente amarillento que corre más abajo, y acá y acullá vense las ruinas de una cabaña con la piedra del hogar mirando a los cielos y conservando sólo intacta la chimenea.
El origen del campamento de Smith's-Pocket se debe al encuentro de una bolsa en su emplazamiento por un cierto Smith. Este individuo sacó de ella cinco mil dóllars, tres mil de los cuales gastaron él y otros construyendo varias minas y trazando un acueducto.
Viose entonces que Smith's-Pocket no era más que una bolsa, expuesta, como otras bolsas, a vaciarse, pues aunque Smith taladró las entrañas de la gran montaña roja, aquellos cinco mil dóllars fueron el primero y último fruto de su labor. Aquella montaña se mostró avara de sus dorados secretos y la mina poco a poco fue tragando el resto de la fortuna de Smith. Dedicose entonces éste a la explotación de cuarzo; después a moler este mineral, luego a la hidráulica y a abrir zanjas, y finalmente, por grados progresivos, a guardar un establecimiento de bebidas. Luego se cuchicheó que Smith bebía mucho; pronto se supo que Smith era un borracho habitual, y después la gente, según acostumbra, pensó que jamás había sido nada bueno.
Afortunadamente, el porvenir de Smith's-Pocket, como el de la mayor parte de los descubrimientos, no dependía de la suerte de su fundador, y otros siguieron proyectando zanjas y encontrando bolsas, de manera que Smith's-Pocket se convirtió en un campamento con sus dos quincallerías, sus dos hoteles, su casa-correo y sus dos primeras familias. Con frecuencia, su larga y única calle quedábase asombrada por la importación de las modas de San Francisco, traídas expresamente para estas primeras familias; esto hacía que la ultrajada naturaleza, en el miserable lodazal de su surcada superficie, pareciese más fea aún, humillando de este modo a la mayoría de la población para la que el domingo trajo solamente la necesidad de limpieza, con una muda de ropa y sin el lujo del adorno. Había también una iglesia metodista cerca de un barranco; un poco más allá, en la falda de la montaña, una reducida escuela, y, además, un camposanto.
El maestro de la escuela, sentado una noche sólo ante algunos cuadernos abiertos y trazando con cuidado aquellos atrevidos y llenos caracteres que se suponen ser el non plus ultra de la excelencia quirográfica y moral, había llegado hasta «las riquezas engañan», y estaba floreando el substantivo con una falta de sinceridad en el rasgueo, que corría parejas con el espíritu del texto, cuando oyó golpear débilmente. Los carpinteros trabajaban con el martillo, en el techo, durante todo el día, y el ruido no le había estorbado el trabajo en lo más mínimo; pero el abrir de la puerta y el golpear continuo desde el interior, hizo que levantase los ojos. Al aparecer la figura de una niña sucia y andrajosamente vestida, sobresaltose algo su espíritu. No obstante, sus ojazos negros como el azabache, su ordinario y despeinado pelo mate, cayendo sobre una cara tostada por el sol, sus descarnados brazos y pies tiznados por el rojizo barro, todo le era conocido. Acababa de llegar Melisa Smith, la niña sin madre, de Smith.
—¿Qué puede querer de mí?—pensó el maestro. Todo el mundo conoce a Melisa, que así se la llamaba por toda la comarca del Red-Mountain; todos la conocían por una chica indómita. Su temperamento díscolo e ingobernable, sus locas extravagancias y carácter desordenado, eran tan proverbiales a su manera como la historia de las debilidades de su padre, y eran aceptadas por los vecinos con la misma filosofía. Discutía y luchaba con los escolares con más aguda invectiva y brazo más poderoso que cualquiera de éstos, y el maestro la había encontrado varias veces a algunas millas de distancia, descalza, sin medias y con la cabeza descubierta, en los senderos de la montaña, siguiendo las pistas con el olfato y maña de un montañés. Los mineros de campamentos situados a lo largo del riachuelo, proveían a su subsistencia, durante estas peregrinaciones voluntarias, por medio de donativos ofrecidos de la manera más sincera y generosa.
No es porque no se hubiese dispensado previamente a Melisa una protección más amplia y decidida. El reputado predicador oficial, reverendo Josué Mac Sangley, la había colocado de criada en un hotel, para que empezara a adiestrarse, presentándola luego a sus discípulos en la clase de los domingos. Mas el camino que se le había trazado era demasiado estrecho para ella. De vez en cuando tiraba los platos al fondista, respondía prontamente a los insípidos chistes de los huéspedes, y producía en la clase del domingo una sensación tan en absoluto contraria a la monotonía y placidez ortodoxa de aquellas instituciones, que por respeto y deferencia a los almidonados delantales y moral inmaculada de los dos niños de cara sonrosada y blanca de las primeras familias, el reverendo señor no tuvo más remedio que expulsarla.
Así era la figura y antecedentes de Melisa, al encontrarse en pie delante del maestro; mostrábanse aquéllos tanto por el haraposo vestido, el despeinado cabello y los sangrientos pies, que movían a compasión, como por el brillo de sus grandes ojos negros, cuya fijeza producía una extraña impresión.
—Si he venido aquí esta noche—dijo rápida y atrevidamente, fijando en la de él su dura mirada,—es porque sabía que estaba usted solo; no quería venir cuando estuvieran aquellas chicas. Las aborrezco y ellas me aborrecen: he aquí la causa. Usted tiene escuela, ¿verdad? ¡Quiero aprender!
El maestro que había escuchado hasta entonces aquellas palabras con cierta impasibilidad, hubiera otorgado la indiferente limosna de la compasión y nada más a aquella criatura desaliñada, si al poco donaire de su destrenzado cabello y sucia cara, hubiese añadido la humildad de las lágrimas; pero con el instinto natural aunque ilógico de sus semejantes, su atrevimiento despertó en él algo de aquel respeto que todas las naturalezas originales se tributan inconscientemente unas a otras, en cualquier posición social, y la contempló con más fijeza a medida que continuaba aún hablando rápidamente, con la mano en la aldaba y la mirada fija en él:
—¡Me llamo Melisa, Melisa Smith! Le juro que es así. Mi padre es el viejo Smith, el viejo Bumero Smith, éste es mi padre. Soy Melisa Smith y me vengo a la escuela.
—¡Bueno! ¿Y qué?—dijo el maestro.
Acostumbrada a ser contrariada y a que se la opusieran a menudo, porque sí y cruelmente, y sin otro fin que el de excitar los vivos impulsos de su naturaleza, la tranquilidad del maestro la sorprendió en gran manera. Callose; principió a retorcer entre los dedos un rizo de sus cabellos, y la rígida línea del labio superior apretado sobre los perversos dientecitos, suavizose, experimentando un ligero temblor. Dirigió la vista al suelo, y sus mejillas se tiñeron de un ligero rubor al través de las manchas de rojizo barro y de un asoleado cutis. De súbito, se echó hacia adelante invocando a Dios para que la matara en el acto, y desalentada e inerte cayó de cara contra el pupitre del maestro, llorando y gimiendo, como una Magdalena.
El maestro la alzó suavemente esperando a que se le pasara el paroxismo de la primera excitación. Cuando, volviendo aún la cara, repetía entre sollozos el «mea culpa» de la penitencia infantil, «que no lo quería hacer», ocurriósele al maestro preguntarle por qué había dejado la clase dominical.
—¿Por qué he dejado la clase del domingo? ¿Por qué? ¡Ah, sí! ¿Qué necesidad tenía él (Mac Sangley) de decirle que era mala? ¿Por qué le decía que Dios la odiaba? ¿Si esto era verdad, de qué le servía ir a la clase y aprender? Ella no quería deber nada a nadie que la odiase.
Sí; ella le había dicho esto a Mac Sangley.
«Sí, se lo había dicho».
El maestro se rió. Su risa era franca, pero despertó un eco tan extraño en la pequeña casa escuela y pareció tan inconsecuente y discorde con el gemido de los pinos del exterior, que a ella siguió un suspiro, tan sincero, a su manera, como la risa anterior.
Sucediose un momento de grave silencio, que el maestro fue el primero en romper, preguntando a Melisa por su padre.
¿Su padre? ¿Qué padre? ¿El padre de quién? ¿Qué había hecho por ella? ¿Por qué la aborrecían las chicas? ¡Vamos! ¿Por qué, cuando pasaba, le decía la gente: «¡la Melisa del viejo Bumero Smith!»? ¡Oh, sí, quisiera estar ya muerta, completamente muerta, que todo el mundo estuviese muerto! Y rompió de nuevo en sollozos.
El maestro, a quien la escena había conmovido algún tanto, inclinado sobre ella, le dijo lo que usted o yo podíamos haber dicho después de oír teorías tan poco naturales en boca infantil; pero, recordando sin duda mejor que usted o yo lo poco naturales que eran también su andrajosa indumentaria, sus sangrientos pies y la omnipresente sombra de su borracho padre. Asiola ligeramente, envolviéndola con su pañuelo. La encargó que viniera temprano a la mañana siguiente y la acompañó parte del camino dándole las buenas noches.
La luna iluminaba brillantemente ante ellos el estrecho camino. El maestro permaneció de pie contemplando la encogida y pequeña figura a medida que se alejaba vacilante por el camino, aguardó hasta que hubo pasado el pequeño camposanto y alcanzado la cima de la colina, en donde se volvió y se detuvo un instante como un átomo de sufrimiento perfilado entre las lejanas y apacibles estrellas que pueblan el infinito. Después, el maestro volvió a su tarea, pero las líneas del cuaderno se desarrollaban en largas paralelas del interminable camino, sobre el cual parecían pasar, en la noche, figuras infantiles gimiendo y suspirando. Entonces, pareciéndole la pequeña sala de la escuela más lúgubre y comprimida que antes, cerró la puerta y regresó a su casa.
Al día siguiente, fue Melisa a la escuela. Se había lavado previamente la cara, y su cabello negro y ordinario llevaba trazas de una reciente pelea con el peine, en la cual, al parecer, ambos llevaban mala parte. La mirada desafiadora brillaba de cuando en cuando en sus ojos, pero su manera era más dócil y modesta. Entonces comenzó una serie de pequeñas pruebas y de sacrificios mutuos, en los cuales maestro y alumna obtuvieron partes iguales y que aumentaron su mutua simpatía. Aunque obediente ante la mirada del maestro, a menudo, durante el asueto, contrariada o irritada por un desprecio imaginario, Melisa rabiaba con furia indómita, y más de una vez algún pequeño educando, que había querido igualar con ella sus armas de combate, palpitante, con rasgada chaqueta y arañado rostro, buscaba protección al lado del profesor.
Hubo sobre el asunto una seria división entre los vecinos; muchos amenazaron con retirar a sus hijos de una compañía tan mala, y otros, con el mismo calor, defendieron la conducta del maestro en su obra educativa.
De este modo, con terca persistencia que más adelante, al considerar lo pasado, le pareció firmeza, el maestro sacó poco a poco a Melisa de las tinieblas de su pasada vida, como si no fuese más que su progreso natural en el estrecho sendero por el cual la había encaminado en la estrellada noche de su primitivo encuentro. Teniendo presente la experiencia del evangélico, Mac Sangley evitó con cuidado y paciencia el escollo sobre el cual, éste, poco adiestrado piloto, había hecho naufragar la fe reciente de la niña. Si en el transcurso de la lectura tropezaba casualmente con aquellas pocas palabras que han levantado a sus semejantes sobre el nivel de los más viejos, más sabios y más prudentes, si aprendía algo de una fe que está simbolizada por el sufrimiento, y si la antigua llama se suavizaba en sus ojos, no era nunca bajo la fuerza de una lección. Entre la gente más sencilla de aquellos buenos colonos se reunió una pequeña suma, por medio de la cual la haraposa Melisa pudo vestir la ropa de la decencia y de la civilización, y con frecuencia un rudo apretón de manos y palabras de franca aprobación y confortamiento de alguna de esas figuras arrugadas, groseras y vestidas con la encarnada camisa, hacían acudir el rubor a las mejillas del joven maestro y le obligaban a pensar si eran del todo merecidos los plácemes y tributos que se le prodigaban.
Unos tres meses habían transcurrido desde la época de su primer encuentro y el maestro estaba entregado una noche a sus copias morales y sentenciosas, cuando se oyó llamar a la puerta y otra vez se vio a Melisa delante de sí. Vestida con cierta extraña pulcritud, tenía la cara limpia, y tal vez nada, excepto el largo cabello negro y los brillantes ojos, podía recordarle la anterior aparición.
—¿Está usted ocupado?—preguntó.—¿Puede venir conmigo?
Y al significar aquél su asentimiento, con su antigua manera voluntariosa y decidida, dijo:
—Venga pronto, pues.
Salieron precipitadamente, y penetraron en el oscuro camino. Al entrar en el pueblo, el maestro le preguntó a dónde iban, y ella contestó:
—A ver a mi padre.
Por primera vez oía nombrarle con aquel título filial, o darle otro fuera del de «viejo Smith» o bien de «el Viejo». Por primera vez, tres meses, hablaba de él, y al maestro le constaba que le había evitado resueltamente desde el cambio experimentado en la escuela. Pero convencido por sus ademanes, sería por demás preguntarle sus propósitos, la siguió pasivamente por sitios solitarios, por bajas tabernas, restaurants y salones, por casas de juego y de baile; el maestro, precedido por Melisa, entraba y salía como un autómata. Entre el humo y los reniegos de los antros del vicio, la niña, asida de la mano del maestro, se paraba mirando ansiosamente, tratando de descubrir, al parecer inconsciente de todo, el objeto que buscaba y que absorbía todos sus sentidos. Algunos bebedores, reconociendo a Melisa, llamaban a la niña para que les cantara y bailara, y la hubieran obligado a beber a no interponer el maestro su respetable autoridad. Otros, reconociéndole, les hicieron paso silenciosamente. Así transcurrió bastante tiempo. La niña le dijo entonces al oído, que del otro lado del torrente, atravesado por una larga palanca, quedaba aún una cabaña donde pensaba que podía estar. Marcharon en aquella dirección, durante media hora de fatigosa caminata, pero inútilmente. Volvían ya sobre sus pasos por la zanja, siguiendo el canal y contemplando las luces del pueblo en la orilla opuesta, cuando de pronto sonó agudamente en el fresco aire de la noche un disparo de arma de fuego, que el eco se encargó de reproducir varias veces en torno de Red-Mountain, haciendo que los perros ladraran a lo lejos. Las luces del pueblo parecieron vibrar y moverse rápidamente por algunos momentos. El riachuelo hirvió a su lado en borbotones tumultuosos; algunas piedras se desprendieron de la cuesta y cayeron ruidosamente en el agua; un fuerte viento pareció sacudir las ramas de los fúnebres pinos, y luego el silencio se restableció más de lleno, más profundo y más lúgubre. Entonces el maestro volviose hacia Melisa con un movimiento instintivo de protección, pero la niña había desaparecido entre las sombras. Impulsado por un extraño terror, corrió rápidamente camino abajo hacia el lecho del río, y saltando de roca en roca, alcanzó la aldea. Una vez en el centro de Red-Mountain y en las cercanías del estribo de la palanca, miró hacia arriba y detuvo el aliento con temor; pues en lo alto, sobre la estrecha tabla, vio la pequeña y aérea figura de su compañera de poco ha, cruzando rápidamente como una aparición.
Subió nuevamente la orilla, y guiado por algunas luces que se movían en torno de un punto fijo de la montaña, encontrose pronto rodeado de una multitud de hombres sombríos y presa de profundo terror. De en medio de la multitud salió la niña, y tomándole de la mano, le condujo silenciosamente delante de lo que parecía ser un profundo boquete en la montaña. Melisa tenía la cara lívida, pero su excitación había desaparecido y su mirada era como la de una persona a quien algún suceso, por largo tiempo esperado, hubiese acontecido; expresión que al maestro, en su atolondramiento, le parecía casi como de alivio. Allí delante aparecía una cabaña cuyo techo aguantaban dos maderos apolillados. La niña señaló un montón como de vestidos andrajosos, deshechos y echados en el agujero por el último habitante de la misma. El maestro se aproximó y a la luz de una antorcha se inclinó sobre ellos. Era el cuerpo inerte de Smith con la pistola en la mano y la bala en el corazón, tendido al lado de su bolsa vacía.
II
El juicio que Mac Sangley aventuró con referencia al cambio de sentimientos que supuso haber experimentado Melisa, había ganado terreno, y muchos pensaron que Melisa había dado con el filón de una buena conducta. Así es que, cuando se hubo añadido una nueva tumba al pequeño cercado, y a expensas del maestro se colocó en ella una lápida con su correspondiente inscripción: «La Bandera de la Red-Mountain», se portó como buena e hizo lo que debía respecto de la memoria de uno de «nuestros más antiguos zapadores», refiriéndose graciosamente a aquel «tósigo de las más nobles inteligencias», y relegando generosamente al olvido el pasado «de nuestro querido hermano». «Llora hoy su pérdida una hija única, decía La Bandera, que es ahora una alumna ejemplar gracias a los esfuerzos del reverendo Mac Sangley.» En verdad, el reverendo Mac Sangley hacía gran caso de la conversión de Melisa, y atribuyendo indirectamente a la desgraciada niña el suicidio de su padre, se permitió intencionadas alusiones a los efectos beneficiosos de la «silenciosa tumba», y en tan alegre contemplación redujo la mayor parte de los niños a un estado de horror tan grande que fue causa de que los vástagos de las primeras familias guardasen en clase silencio tal, que bien lo hubiese querido el maestro para todo el año.
El largo y cálido verano no se hizo esperar. A medida que cada ardiente día se consumía en pequeñas neblinas color gris perla en las cimas de las montañas, y la naciente brisa esparramaba rojas cenizas sobre el panorama, la verde alfombra que la temprana primavera había tendido por encima de la tumba de Smith, se marchitó hasta secarse por completo. Todos los domingos por las tardes, al entrar el maestro por el camposanto, se sorprendía de encontrar arrojadas allí algunas flores silvestres, tomadas en el húmedo pinar, como también toscas guirnaldas prendidas de la pequeña cruz de madera. Algunas de aquellas guirnaldas estaban formadas de hierbas odoríferas, de esas que las niñas gustan de guardar en su pupitre, aquí y acullá, enlazadas con las plumas del bacai de la vainilla y de la anémona silvestre, el maestro reparó en la capucha azul oscuro de la adormidera o acónito venenoso. Instintivamente y al asociar la vista de esta planta con aquellos recuerdos, experimentó el maestro una sensación capaz de contrarrestar el efecto estético que primero había sentido.
Un día, al dar un largo paseo por la silvestre sierra, topó en el corazón del bosque con Melisa, sentada sobre un derribado pino, como sobre un tronco fantástico formado por los colgantes penachos de siniestras ramas, con la falda llena de hierbas y de piñas, y canturreando para sí una de las negras melodías que en aquel preciso momento había recordado. Dando muestras de franca simpatía, le hizo lugar en su elevado trono, y con aire hospitalario y aun de protección, con ser el maestro tan terriblemente serio, le colmó de piñones y frutas silvestres. Aprovechó el maestro aquella oportunidad para explicarle las propiedades nocivas del acónito, cuyos oscuros capullos veía en su falda, y arrancó de ella la promesa de no tocar flores de aquella planta, en tanto que fuese alumna suya. Después, habiendo puesto a prueba su integridad, se quedó satisfecho, desvaneciéndose el extraño sentimiento que antes le había sobrevenido.
De entre los hogares que se le abrieron a Melisa cuando se supo su conversión, el maestro prefirió el de la señora Morfeo, un ejemplar femenino y bondadoso de la flora del Sudoeste, conocido en su mocedad por el apodo de «Rosa de la Pradera». Era la señora Morfeo uno de aquellos seres que luchan resueltamente contra su propia naturaleza, por medio de una larga serie de actos de lucha y de abnegación, habiendo subyugado, por fin, su disposición, naturalmente descuidada, hasta tener principios de «orden», que, al igual que el señor Pope, consideraba como «la primera ley moral». Pero no podía gobernar del todo las órbitas de sus satélites por regulares que fuesen sus propios movimientos, y hasta su mismo «Jaime», tenía a veces con ella frecuentes choques. Su antigua naturaleza afirmábase de nuevo en su descendencia. Licurgo huroneaba a deshora en la alacena, y Arístides venía de la escuela a casa sin zapatos, dejando tan importantes artículos en el umbral para tener el placer de hacer un viaje por el légamo de las zanjas a pies desnudos. Octavia y Casandra eran descuidadas en sus vestidos. Así, que, por más que la «Rosa de la Pradera» hubiese espaldado, podado y disciplinado su propio y ya maduro temperamento, los retoños crecieron a porfía, bravíos y desparramados con una sola excepción. Esta única excepción la constituía Sofía Morfeo, de quince años de edad y que realizaba la concepción inmaculada de su madre, nítida, ordenada, y de inteligencia calma y reposada.
La señora Morfeo tenía la amorosa debilidad de imaginarse que Sofía era un consuelo y un ejemplo para Melisa, y siguiendo esta sofistería, la señora Morfeo sacaba a Sofía a colación ante Melisa, cuando ésta era mala, presentándola a la niña como modelo reverente en sus momentos de contrición. De modo que no se extrañó el maestro cuando supo que Sofía iría a la escuela evidentemente tan sólo como un favor para el maestro y como un ejemplo para Melisa y todos los educandos, pues Sofía era ya toda una señorita, como suele decirse. Como heredera de las cualidades físicas de su madre, y en obediencia a las leyes climatológicas de la región de Red-Mountain, la muchacha entraba en eflorescencia prematura. La juventud de Smith's-Pocket, para quien esta especie de flor era escasa, suspiraba por ella en abril, languidecía en mayo y la soñaba todo el año. Serios hombrecitos rondaban la escuela a la hora de salida y hasta algunos estaban celosos de Mac Sangley.
Quizá esta última circunstancia fue la que abrió los ojos de éste a una observación. No le fue difícil notar que Sofía era romántica; que en la clase necesitaba de mucha atención, que sus plumas eran siempre malas y necesitaban cortarse; que acompañaba generalmente la súplica con cierto éxtasis en la mirada, que no guardaba relación con el servicio que verbalmente pedía; que a veces toleraba que las curvas de su rollizo y torneado brazo blanco reposaran sobre el del maestro cuando estaba escribiendo sus muestras, y que cuando tal hacía se ruborizaba y echaba hacia atrás los rizos de sus blondos cabellos. No recuerdo si he dicho que el maestro era joven, cosa, de todas maneras, de poca trascendencia. Educado severamente en la escuela en que Sofía dio sus primeras lecciones, a pesar de todo resistió como un hermoso y joven espartano, las flexibles curvas y fascinadoras miradas, en cuyo ascetismo tal vez pudo contribuir lo exiguo de la comida que tomaba. Por lo general, evitaba a Sofía; pero una tarde, cuando ella volvió a la escuela en busca de algo que había olvidado y no encontró hasta que el maestro se encaminó a su casa con ella, quizá trató de hacerse particularmente agradable, en parte, según imagino, para que su conducta añadiera hielo y amargura a los ya desbordados corazones de los platónicos admiradores de Sofía.
A la mañana siguiente de este sentimental episodio, Melisa no fue a la escuela. Llegó el mediodía, pero no Melisa. Interrogada Sofía sobre el asunto, dijo que habían salido juntas hacia la escuela, pero que la voluntariosa Melisa había tomado otro sendero. Por la tarde el mismo misterio, y al llegar la noche vio el maestro a la señora Morfeo, cuyo corazón maternal estaba realmente sobresaltado. La señora Morfeo había pasado todo el día buscándola, sin hallar traza que pudiera ayudar al descubrimiento de la fugitiva. Arístides fue llamado como presunto cómplice, pero aquel honrado muchacho consiguió convencer a la familia de su inmaculada inocencia. La señora Morfeo alimentaba la viva esperanza de que aún hallaría a la niña ahogada en una zanja, o lo que casi era tan terrible, cubierta de lodo, manchada y sin esperanza de que por medio de jabón y agua volviera a su primitivo estado. El maestro volvió a la escuela con el corazón contristado. Al encender su lámpara y sentarse en el pupitre, encontró ante sí una esquela, a él dirigida. La tomó en sus manos rápidamente, no tardando en reconocer la letra de Melisa. Parecía estar escrita en una hoja arrancada de un viejo libro de notas, y al efecto de evitar alguna indiscreción sacrílega, estaba cerrada con seis obleas rotas. Abriéndola casi tiernamente, el maestro leyó lo siguiente:
«Honorable señor: Cuando lea esto, habré huido, para nunca más volver. ¡Jamás, jamás, jamás! Puede usted regalar mis abalorios a María Juanita, y mi Orgullo de América (un cromo pintarrajeado de una caja de tabaco) a Florinda Flanders. Pero le encomiendo no dé nada a Sofía Morfeo. No lo haga por lo que más quiero. ¿Sabe usted cuál es mi opinión sobeo ella? Pues, ésta: Que es detestable. Esto es todo, y nada más por hoy de su respetuosa servidora,—Melisa Smith.»
Después de haber leído esta extraña epístola, el maestro quedó meditabundo, hasta que la luna alzó su brillante faz por encima de los montes e iluminó el camino que conducía a la casa escuela, camino endurecido con el ir y venir de los menudos pies de los educandos. Enseguida, más satisfecho, hizo trizas la misiva y esparció por el suelo los pequeños pedazos.
Al día siguiente, al amanecer, se levantó rápidamente, abriose camino al través de los helechos a modo de palmeras, y del espeso matorral del pinar, asustando a la liebre en su madriguera y despertando la malhumorada protesta de algunos grajos calaveras, que al parecer habían pasado la noche en orgía; así llegó a la selvática cumbre donde una vez había hallado a Melisa. Encontró allí el derribado pino de enlazadas ramas, pero el trono estaba vacío. Acercose más, y algo que parecía ser un animal asustado, moviose por entre las crujientes ramas del árbol y corriose hacia arriba de los extendidos brazos del caído monarca, y amparándose en algún follaje amigo. El maestro, subiendo al viejo asiento, encontró el nido caliente aún, y mirando a lo alto hacia las enlazadas ramas, se halló con los ojos negros de Melisa. Se miraron en suspenso. Melisa fue la primera en hablar.
—¿Qué quieres?—preguntó secamente.
El maestro se había preparado su plan de batalla.
—Quiero algunas manzanas silvestres—dijo en tono humilde.
—No las tendrás; vete. ¿Por qué no las pides a Sofía?—Y parecía que Melisa se desahogaba al expresar su desprecio por sílabas adicionales al título ya algo dilatado de su tentadora compañera.—¡Eres muy malo!
—Tengo hambre, Melisita. Desde ayer a la hora de comer no he probado bocado. ¡Estoy muerto de hambre!
Y el joven, en un estado de inanición extraordinario, apoyose contra el primer árbol que encontró delante.
El corazón de Melisa se enterneció. En los días amargos de su vida de gitana, había conocido la sensación que él tan mañosamente fingía.
Vencida por su tono acongojado, pero no del todo exenta de sospecha, dijo:
—Cava bajo el árbol, cerca de las raíces, y encontrarás muchas; pero cuidado en decirlo.
Melisa tenía, como los ratones y las ardillas, sus escondrijos; pero, naturalmente, el maestro fue incapaz de encontrarlas, probablemente porque los efectos del hambre cegaban sus sentidos. Melisa empezaba a inquietarse. Por fin, le miró de soslayo al través de las hojas, a la manera de un hada, y preguntó:
—Si bajo y te doy algunas, ¿me prometes mantenerte a distancia?
El maestro asintió.
—¡Así te mueras si lo haces!
El maestro aceptó resignadamente tan terrible maldición.
Melisa se deslizó del árbol, y durante algunos momentos no se oyó más que el mascar de piñones.
—¿Estás mejor?—preguntó con cierto interés.
El maestro, dándole gravemente las gracias, confesó que se iba reanimando, y entonces comenzó a volverse por donde había venido. Como lo esperaba, no se había alejado mucho cuando ella le llamó. Volviose. Ella estaba allí, de pie, pálida, con lágrimas en los ojos.
El maestro comprendió que había llegado el momento oportuno. Acercándose a ella le tomó ambas manos, y contemplando sus húmedas pupilas, dijo en tono insinuante al par que grave:
—Melisita, ¿te acuerdas de la primera tarde que fuiste a verme? Me preguntaste si podías asistir a mi escuela, pues querías aprender algo y ser más buena, y yo te dije...
—Ven—dijo la niña con presteza.
—¿Qué dirías tú si el maestro viniese ahora a buscarte y dijese que estaba triste sin su pequeña alumna, y que estaba deseoso de que volviera con él para enseñarle a ser más bueno?
Melisa bajó silenciosamente la cabeza por algunos instantes. El maestro esperaba con impaciencia.
Dando descomunales saltos, una liebre corrió hasta cerca de la pareja, y alzando su brillante mirada y aterciopeladas patas delanteras, se sentó y los contempló. Una bulliciosa ardilla se deslizó por medio de la corteza resquebrajada de un pino derribado, y se quedó allí parada.
—Te estamos esperando, Melisita—dijo el maestro en voz baja, y la niña se sonrió.
Las cimas de los árboles se balanceaban, movidas por el céfiro, y un largo rayo de luz se abrió camino entre las enlazadas ramas, dando de lleno en la indecisa cara, sorprendiéndola en una mueca de irresolución. De pronto, agarró con su habitual ligereza la mano del maestro. Balbuceó algunas palabras, apenas perceptibles; pero el maestro, separando de su frente el negro cabello, la besó, y así, asidos de la mano, salieron de las húmedas y perfumadas bóvedas del bosque por el abierto camino bañado en la luz matinal.
III
No tan malévola en su trato respecto a los demás alumnos, Melisa conservaba todavía, una actitud ofensiva respecto a Sofía. Quizá el elemento de los celos no estaba apagado del todo en su apasionado y pequeño corazón. Quizá sería tan sólo que las redondas curvas y la rolliza silueta, ofrecen una superficie más extensa y apta para el roce. Pero como que tales efervescencias estaban bajo la autoridad del maestro, su enemistad a veces tomaba una forma nueva que no se dejaba reprender.
Mac Sangley, en su primer juicio del carácter de la niña no pudo concebir que jamás hubiese poseído una muñeca. Y es que el maestro, parecido a muchos otros perspicaces observadores, estaba más seguro en los raciocinios a posteriori que en los a priori. Melisa tenía muñeca, pero era propiamente la muñeca de Melisa una reproducción en pequeño de ella misma. Por una casualidad, descubrió la señora Morfeo el secreto de su poco grata existencia. Como compañera que había sido de las excursiones de Melisa, llevaba señales evidentes de los sufrimientos y peripecias pasadas. La intemperie y el barro pegajoso de las zanjas borraron prematuramente su color primitivo. Era en un todo el retrato de Melisa en pasados tiempos. Su única falda roja, ajada, estaba sucia y harapienta, como lo había sido la de la niña. Jamás se había oído a Melisa aplicarla cualquier término infantil de cariño. Nunca le enseñaba en presencia de otros niños. Severamente acostada en el hueco de un árbol cercano a la escuela, sólo le estaba permitido hacer ejercicio durante las excursiones de Melisa, quien, cumpliendo para con su muñeca, como lo hacía consigo misma, un severo deber, aquélla no conocía lujo de ningún género.
Se le ocurrió a la señora Morfeo, obedeciendo a un laudable impulso, comprar otra muñeca que regaló a Melisa. La niña la recibió curiosa y gravemente. Al contemplarla el maestro un día, creyó notar en sus redondas mejillas encarnadas y mansos ojos azules, un ligero parecido a Sofía. En seguida se echó de ver que Melisa había reparado también en el mismo parecido; de consiguiente, cuando se veía sola, le golpeaba la cabeza de cera contra las rocas, la arrastraba a veces con una cuerda atada al cuello, al ir y volver del colegio, y otras, sentándola en su pupitre, convertía en acerico su cuerpo paciente e inofensivo.
No me meteré a discutir si hacía aquello en venganza de lo que ella consideraba una nueva e imaginaria intrusión de las excelencias de Sofía, o porque tuviese como una intuición de los ritos de ciertos paganos, y entregándose a aquella ceremonia fetichista, imaginara que el original de su modelo de cera desfallecería para morirse más tarde. Esto sería un arduo problema de metafísica muy difícil de resolver.
El maestro no pudo menos de observar, a pesar de esas incongruencias morales, el trabajo de una percepción rápida y vigorosa, propia de una inteligencia sana. Melisa no conocía ni el titubear ni las dudas de la niñez. Las contestaciones en clase estaban ligeramente impregnadas de insólita audacia. Claro que no era infalible, pero su valor y aplomo en lanzarse en honduras por las que no habrían osado bogar los tímidos nadadores que la rodeaban, suplían los errores del discernimiento. Los niños, por lo visto, en cuanto a esto, no valen más que las personas mayores; pues siempre que la pequeña mano encarnada de la niña se erguía por encima del pupitre para pedir la palabra, reinaba el silencio de la admiración, y el mismo maestro estaba a veces oprimido por una duda de su propio criterio y experiencia.
No obstante, ciertas particularidades que en un principio le entretenían y divertían su imaginación, comenzaron a afligirle, y graves dudas asaltaron su conciencia. No podía ocultársele que Melisa era vengativa, irreverente y voluntariosa, que sólo tenía una facultad superior propia de su condición semisalvaje, la facultad del sufrimiento físico y de la abnegación, y otra, aunque no muy constante, atributo de fiera nobleza, la de la verdad. Melisa era a la vez intrépida y sincera; dos cosas que en aquel carácter venían a reducirse a una sola.
Meditó mucho el maestro sobre este particular y había llegado a la conclusión ordinaria de aquellos que piensan sinceramente, a saber: que él era esclavo de sus propias preocupaciones, cuando determinó visitar al reverendo Mac Sangley para pedirle consejo y parecer. Claro que esta decisión humillaba su orgullo, pues él y Mac Sangley no estaban en muy buena armonía. Pero el pensamiento de Melisa se sobrepuso en él, y en la noche de su primer encuentro, y tal vez con la superstición perdonable de que la mera casualidad no había guiado sus pies hacia la escuela, y con la conciencia satisfecha de la rara magnanimidad de su acción, venció su antipatía y se avistó con el reverendo.
Mac Sangley se alegró de la visita en grado sumo. Observó, además, que el maestro tenía buen semblante, y esperaba verle curado de la neuralgia y del reumatismo. También le había molestado a él con un sordo dolor, desde la última entrevista, pero tenía de su parte la resignación y el rezo, y callándose un momento, a fin de que el maestro pudiese escribir en su libro de memorias una receta que le dictó para curar la sorda intermitencia, el señor Mac Sangley acabó por informarse de la respetable señora Morfeo.
—Ornato y prez de la cristiandad es tan buena señora, y su tierna y hermosa familia prospera—añadió el reverendo,—Sofía está perfectamente educada, y es tan atenta como cariñosa.
Las buenas prendas y cualidades de Sofía parecían afectarle hasta tal extremo, que se extendió en consideraciones sobre ellas un buen lapso de tiempo. El maestro viose doblemente confuso. De un lado, resultaba un contraste violento para la pobre Melisa, en toda aquella alabanza de Sofía, y de otro, este tono confidencial le desagradaba al hablar de la primogénita de la señora Morfeo; así es que el maestro, después de algunos esfuerzos fútiles por decir algo natural, creyó conveniente el recordar otro compromiso y se fue sin pedir los informes, pero en sus reflexiones posteriores, daba injustamente la culpa al reverendo señor Mac Sangley de no habérselos procurado.
Este hecho colocaba de nuevo al maestro y a la alumna en la estrecha comunión de antes. Melisa pareció reparar el cambio en la conducta del maestro, forzada desde hacía algún tiempo, y en uno de sus cortos paseos vespertinos, deteniéndose ella de repente, y subiendo sobre un tronco de árbol, le miró de hito en hito con ojos insinuantes y escudriñadores.
—¿No está usted loco?—dijo con un sacudimiento interrogativo de todo su cuerpo.
—No.
—¿Ni fastidiado?
—No.
—¿Ni hambriento? (El hambre era para Melisa una enfermedad que podía atacarle a uno en cualquier ocasión).
—No.
—¿Ni pensando en ella?
—¿En quién, Melisita?
—En aquella chica blanca. (Este fue el último epíteto inventado por Melisa, que era muy morenita, para indicar a Sofía, cuya blancura competía con la de la nieve).
—No.
—¿Me da usted palabra? (frase con que se sustituyó el «así murieses» por sabio consejo del maestro.)
—Sí.
—¿Y por su sagrado honor?
—Sí.
Entonces Melisa le dio un beso salvaje, saltó del árbol y se escapó volando. En los dos o tres días que siguieron se dignó parecerse más a los niños en general, y llevar más buena conducta.
Habían transcurrido ya dos años desde la llegada del maestro a Smith's-Pocket y como su sueldo no era grande y las perspectivas de Smith's-Pocket, para convertirse eventualmente en capital del Estado, no parecían del todo positivas, hacía tiempo que meditaba un cambio de situación. Privadamente, había descubierto ya sus intenciones a los patronos de la escuela; pero, siendo en aquel tiempo escasos los jóvenes de un carácter moral intachable, consintió en continuar el curso hasta la próxima primavera, pasando así todo el invierno. Nadie conocía su intención excepto su único amigo, un tal doctor Duchesne, joven médico criollo, conocido de la gente de Wingdam por Duchesny. Jamás lo comunicó a la señora Morfeo, ni a Sofía, ni menos a los alumnos que asistían a sus clases. Esta reserva tenía su explicación en la antipatía constitucional a enredar, sobre todo en el deseo de ahorrarse las preguntas y conjeturas de la curiosidad vulgar y de que nunca creía que iba a hacer algo hasta el momento que lo había puesto en práctica.
No le gustaba pensar en Melisa. Quizá por un instinto egoísta se esforzaba en figurarse su sentimiento por la niña como necio, romántico y poco práctico. Incluso quiso convencerse de que sus adelantos serían mayores bajo la dirección de un maestro más viejo y más riguroso.
Melisa tenía entonces once años, y de allí a pocos más, según las leyes de Red-Mountain, sería una mujer. Después de todo, él había cumplido con su deber. Cuando murió Smith, dirigió cartas a los parientes de éste y recibió contestación de una hermana de la madre de Melisa; dando las gracias al maestro, le manifestaba su intención de abandonar con su marido los Estados del Atlántico en dirección a California, dentro de poco tiempo. El maestro fundó con esto un ligero castillo en el aire, imaginando acaso fundar la casa de Melisa; pues era fácil creer que una mujer cariñosa y simpática podría guiar mejor su caprichosa naturaleza. Pero, cuando el maestro le leyó la carta, Melisa escuchola como quien oye llover, la recibió sumisamente y después recortola con sus tijeras en figuras que representaban a Sofía, rotuladas la niña blanca, para evitar errores, y que plantó sobre las paredes exteriores del edificio.
El verano tocaba a su fin, y la última cosecha había pasado de los campos al granero, cuando el maestro pensó también recoger por medio de un examen los maduros frutos de las tiernas inteligencias que se habían puesto bajo su cultivo y dirección. Así es que los sabios y gente de profesión de Smith's-Pocket se reunieron para sancionar aquella tradicional costumbre de poner a los niños en violenta situación y de atormentarles como a los testigos delante del Tribunal. Como de costumbre, los más audaces y serenos fueron los que lograron obtener los honores del triunfo y ver coronada su frente con los laureles de la victoria. El lector imaginará que Melisa y Sofía alcanzaron la preeminencia y compartían la atención del público. Melisa, con su claridad de percepción natural y confianza en sí misma; Sofía, con el plácido aprecio de su persona y la perfecta corrección en todas sus cosas. Los otros pequeñuelos eran tímidos y atolondrados. Como era de esperar, la prontitud y el despejo de Melisa, cautivaron al mayor número y provocaron el unánime aplauso. La historia de Melisa había inconscientemente despertado las más vivas simpatías de una clase de individuos, cuyas formas atléticas se apoyaban contra las paredes y cuyas bellas y barbudas caras atisbaban con inusitada atención. Sin embargo, la popularidad de Melisa se hundió por una circunstancia inesperada. Mac Sangley se había invitado a sí mismo y disfrutaba la agradable diversión de asustar a los alumnos más tímidos con las preguntas más vagas y ambiguas, dirigidas en un tono grave e imponente; Melisa se había remontado a la astronomía, y estaba señalando el curso de nuestra manchada bola al través del espacio y llevaba el compás de la música de las esferas describiendo las órbitas entrelazadas de los planetas, cuando Mac Sangley se levantó y dijo con su voz gutural:
—¡Melisa! Está usted hablando de las revoluciones de esta tierra y de los movimientos del sol y creo ha dicho que esto se efectúa desde la creación, ¿no es verdad?
Melisa lo afirmó desdeñosamente.
—Bueno, ¿y es esto cierto?—exclamó Mac Sangley, cruzándose de brazos.
—Sí—dijo Melisa, apretando con fuerza sus labios de coral.
Las hermosas figuras de las barandas se inclinaron más hacia la sala, y una cara de santo de Rafael, con barba rubia y dulces ojos azules, pertenecientes al mayor bribón de las minas, se volvió hacia la niña y le dijo muy quedo:
—¡Mantente firme, Melisa!
Mac Sangley, que hasta aquel momento había tenido fija la mirada en Melisa, dio un profundo suspiro, echó primero al maestro y después a los niños una mirada de compasión, y luego posó su vista sobre Sofía. La niña levantó nuevamente su regordete y blanco brazo, cuyo seductor contorno realzaba un brazalete modelo, chillón y macizo regalo de uno de sus más humildes admiradores, que llevaba gracias a la solemnidad del día. Reinó un silencio sepulcral. Las redondas mejillas de Sofía eran sonrosadas y suaves, los grandes ojos de Sofía eran muy brillantes y azules, y la muselina blanca del trajo escotado de Sofía descansaba muellemente sobre sus hombros blancos y rollizos. Sofía miró al maestro y el maestro asintió con la cabeza. Entonces Sofía dijo con dulce voz:
—¡Josué mandó al sol que se parase y le obedeció!
Un sordo murmullo de aplauso se oyó por todos los ámbitos de la escuela, pintose una expresión triunfal en la cara de Sangley, una grave sombra en la del maestro, y una cómica mirada de contrariedad irradió de las ventanas. Melisa hojeó rápidamente su astronomía y cerró el libro con estruendo. Y con un gemido de Mac Sangley, estallaron murmullos de asombro en la clase y un aullido desde las ventanas, cuando Melisa descargó su sonrosado puño sobre el pupitre con esta revolucionaria manifestación:
—¡Es una maldita impostura! ¡No lo creo!
IV
La larga estación de las lluvias tocaba ya a su término. Bandadas de pájaros inundaban los campos, y la primavera mostraba nueva vida en los hinchados capullos, y en los impetuosos arroyos. Los pinares despedían el más fresco aroma. Las azaleas brotaban ya y los ceanothus preparaban para la primavera su librea de color morado. En la ladera meridional del Red-Mountain, la larga espiga del acónito se lanzaba hacia arriba desde su asiento de anchas hojas y de nuevo sacudía sus campanillas de azul oscuro en el suave declive de las cimas. Una alfombra de verde y mullida hierba, ondulaba sobre la tumba de Smith esmaltada de brillantes botones de oro, y salpicada por la espuma de un sin fin de margaritas. El pequeño camposanto había recogido en el pasado año nuevos habitantes, y nuevos montículos se elevaban de dos en dos a lo largo de la baja empalizada hasta alcanzar la tumba de Smith, dejando junto a ella un espacio. La superstición general la había evitado y el sitio al lado de Smith esperaba morador.
Varios carteles fijados en los muros del pueblo participaban que, dentro de un breve plazo, una célebre compañía dramática representaría, durante algunos días, una serie de sainetes para desternillar de risa; que, alternando agradablemente con éstos, daríase algún melodrama y diversiones a granel. Como es natural, estos anuncios ocasionaron un gran movimiento entre la gente menuda y eran tema de agitación y de mucho hablar entre los alumnos de la escuela. El maestro había prometido a Melisa, para quien esta clase de placer era sagrado y raro, que la llevaría, y en la importante noche del estreno el maestro y Melisa asistieron puntualmente.
El estilo dominante de la función era el de la penosa medianía; el melodrama no fue bastante malo para reír ni bastante bueno para conmover los espíritus. Pero, el maestro, volviéndose aburrido hacia la niña, sorprendiose y sintió algo como vergüenza, al reparar en el efecto singular que causaba en aquella naturaleza tan sensible. Sus mejillas se teñían de púrpura a cada pulsación de su palpitante corazoncillo; sus pequeños y apasionados labios se abrían ligeramente para dar paso al entrecortado aliento; sus grandes y abiertos ojos se dilataron y se arquearon sus cejas frecuentemente. Melisa no rió ante las sosas mamarrachadas del gracioso, pues Melisa raras veces se reía; ni tampoco se afectó discretamente, hasta acudir al extremo de hacer uso de su pañuelo blanco, como Sofía, la del tierno corazón, que estaba hablando con su pareja y al mismo tiempo mirando de soslayo al maestro, para enjugar alguna lágrima. Pero cuando se terminó el espectáculo y el pequeño telón bajó sobre las reducidas tablas, Melisa suspiró profundamente y se volvió hacia la grave cara del maestro, con una sonrisa apologética y cansado gesto.
—Ahora, vámonos a casa—insinuó.
Y bajó los párpados de sus negros ojos, como para ver una vez más la escena en su imaginación virgen.
Al dirigirse a casa de la señora Morfeo, el maestro creyó prudente ridiculizar la función de arriba abajo.
—No me extrañaría—dijo—que Melisa creyese que la joven que tan bellamente representa lo hace en serio, enamorada del caballero del rico traje, y aun suponiendo que estuviere enamorada de veras, sería una desgracia.
—¿Por qué?—dijo Melisa, alzando los caídos párpados.
—¡Oh! Porque con el salario actual no puede mantener a su mujer y pagar sus bonitos vestidos a tanto por semana, y, además, porque, casados, no tendrían tanto sueldo por los papeles de amantes. Esto, con tal—añadió el maestro—que no estén ya casados con otras; sospecho que el marido de la bella Condesita recibe los billetes a la entrada, alza el telón, o despavila las luces, o hace alguna otra cosa de igual refinamiento y distinción. Por lo que respecta al joven del vestido bonito, que lo es, realmente ahora, y debe costar a lo menos de dos y medio a tres pesos no contando para nada aquel manto de droguete encarnado, del cual conozco el precio, pues compré de él una vez para mi cuarto; en cuanto a este joven, Melisa, no es mal chico, y si bien bebe de vez en cuando, creo que la gente no debiera aprovecharlo para criticarlo tan acerbamente y echarlo en el lodo, ¿verdad? Puedes creerme que podría deberme durante mucho tiempo dos pesos y medio, antes no se lo echase en cara como en Wingdam lo hizo la otra noche aquel hombre.
Melisa había tomado la mano del maestro entre las suyas, procurando mirarle a los ojos, pero el joven los mantuvo desviados con firmeza. Melisa tenía una vaga idea de la ironía, permitiéndose a veces una especie de humor sardónico, que se manifestaba por igual en sus acciones y en su manera de hablar. Pero el joven continuó de este talante, hasta que hubieron llegado a casa de la señora Morfeo y hubo depositado a Melisa bajo su cuidado maternal. Se le ofreció descanso y un refresco que rehusó, restregándose los ojos, para evitar las miradas de sirena de los ojos azules de Sofía, excusose y se fue derecho a casa.
Durante los dos o tres días siguientes al arribo de la compañía dramática, Melisa iba tarde a la escuela, y a causa de la ausencia de su constante guía, el paseo usual del maestro la tarde del viernes, fue por una vez omitido. Al retirar el joven sus libros, preparándose para abandonar la escuela, sonó a su lado una infantil voz:
—¿Con su permiso?
El maestro se volvió y encontrose con Arístides Morfeo.
—¿Qué ocurre?—dijo el maestro con impaciencia,—¡digan! ¡Pronto!
—Bueno, señor, yo y Hugo creemos que Melisa se va a escapar nuevamente.
—¡Cómo! ¿Qué significa esto, caballerito?—dijo el maestro con el injusto enojo con que siempre recibía las noticias que no le eran gratas.
—Melisa, señor, no se queda nunca en casa, y Hugo y yo la vemos hablar con uno de aquellos cómicos y en este momento está con él, y, además, ayer nos dijo a Hugo y a mí que podía echar un discurso tan bien como la señorita Celestina Montemoreno, y se puso a declamar...
Y el niño se calló, como asustado.
—¿Qué cómico?—exclamó el maestro.
—Aquel que lleva el sombrero negro... y cabello largo y alfiler de oro... y cadena de oro—dijo Arístides, poniendo períodos en lugar de comas para poder dar paso a su respiración.
El maestro sintió una opresión desagradable en el pecho y en la garganta, y tomando maquinalmente los guantes y el sombrero se salió a la calle. Arístides trotaba a su lado, esforzándose en igualar el paso de sus cortas piernas con las zancadas del maestro, cuando éste se paró de repente y Arístides dio con él un fuerte topetazo.
—¿Dónde estaban hablando?—preguntó, como siguiendo la conversación.
—En la Arcada—dijo Arístides.
Cuando hubieron llegado a la calle Mayor, el maestro se detuvo.
—Ve corriendo a casa—dijo al niño.—Si Melisa está allí, ven a la Arcada y dímelo, y si no está quédate en ella; ¿oyes?
Y Arístides se escapó al trote de sus cortas piernecillas, desplegando toda su velocidad.
A pocos pasos del camino estaba la Arcada. Con este nombre era conocido un largo e irregular edificio, conteniendo taberna, salón de billar y restaurant. Al cruzar el joven la plaza, observó que dos o tres transeúntes se volvieron y le siguieron con la vista fijamente durante un buen trecho. Arreglose el vestido, sacó el pañuelo y se enjugó la cara antes de penetrar en el establecimiento. Dentro de la taberna había su habitual número de holgazanes, bebiendo y gritando desaforadamente. Una cara le miró tan fijamente y con expresión tan extraña, que el maestro se paró, encarándose con él, y entonces vio que no era más que su propia imagen reflejada en un espejo pintarrajeado la cual le hizo creer que tal vez estaba un poco excitado, de manera que tomó de una mesa un número de La Bandera de Red-Mountain, y trató de recobrar su serenidad, leyendo la sección anunciadora.
Atravesó luego la taberna, el restaurant y entró en la sala de billar. Melisa no estaba allí. De pie, al lado de una de las mesas, había un individuo que llevaba en la cabeza un sombrero de hule con anchas alas, que el maestro reconoció en seguida por el agente de la compañía dramática. Era un hombre eminentemente antipático por la manera de llevar la barba y el pelo. En vista de que el objeto de su cuidado no estuviese allí, se volvió hacia el hombre del sombrero negro. Este había reparado en el maestro, pero con la astucia común en la cual siempre se estrellan los caracteres vulgares, afectó no verle. Contoneándose con un taco en la mano, aparentaba apuntar a una bola en el centro del billar. El maestro permaneció de pie delante de él, hasta que alzó los ojos. En el momento que sus miradas se cruzaron, el maestro fuese a su encuentro derechamente.
Cuando principió a hablar, algo se le fue subiendo a la garganta que retardaba su palabra; su propia voz le asustó; tan profunda y vibrante sonaba. Pero moderó sus impulsos pues quería a toda costa evitar un escándalo.
—He sabido—principió,—que Melisa Smith, una huérfana, una de mis alumnas, ha estado tratando con usted para seguir su profesión. ¿Es esto exacto?
El hombre del sombrero de azabache se inclinó de nuevo sobre la mesa, y como si jugara, de un golpe vigoroso de taco lanzó la bola contra la tabla con absoluta falta de lógica. Después, dando la vuelta a la mesa, recogiola y la colocó en su punto primitivo. Hecho esto, y preparándose para otra jugada, dijo:
—Supongamos que así sea.
El maestro se atascó de nuevo, pero, haciendo un íntimo esfuerzo que quizá trascendió al exterior, continuó:
—Si es usted caballero, únicamente tengo que decirle que soy su tutor y responsable de su educación. Usted sabe, tan bien como yo, la clase de vida que pretende ofrecer a un corazón virgen y henchido de ilusiones. Por poco que se haya usted enterado, tiene que saber que la he sacado de una existencia peor que la muerte, la he arrancado del lodo de las calles y quizá de una futura corrupción. Estoy tratando de hacerlo otra vez. Tenemos que hablar formalmente, pues las circunstancias así lo exigen. La niña no tiene padre, ni madre, ni hermana, ni hermano. ¿Es que usted trata de sustituir a alguna de estas personas?
El cómico examinó la punta de su taco y miró después en torno, con aire displicente, y hasta en sus labios pareció dibujarse una sonrisa sardónica.
—Sé que es una niña extraña y voluntariosa—continuó el maestro,—pero es mejor de lo que era. Me parece que aún tengo alguna influencia sobre ella. Así es que le ruego y espero que no tome más cartas en este asunto, sino que, como hombre y como caballero, no ose estorbarla en su camino. Además, tengo grandes deseos...
Aquí las palabras se atravesaron otra vez en la garganta del maestro, y la frase quedó entrecortada.
El hombre del negro chambergo, interpretando mal el silencio del maestro, alzó la cabeza con una risa irónica y salvaje y exclamó:
—¿La quiere para usted sólo, verdad? ¡Ni una palabra más!
El tono en que había pronunciado aquellas palabras, la mirada de que habían ido acompañadas, y, más que todo, la naturaleza del hombre que se atrevía a soltar tamaño insulto, hirieron como una saeta la dignidad del joven preceptor. La retórica que mejor convence a esta clase de animales, es un golpe. Poseído el maestro de esta verdad, y encontrando ya sólo de este modo expresiva la acción, hizo acopio de toda su energía para dar a puño cerrado en el cínico rostro de aquel malvado.
El golpe echó a rodar por un lado el reluciente chambergo y el taco por otro, y arrancó el guante y la piel de la mano del maestro; destrozó los ángulos de la boca del patán y echó a perder la forma particular de su barba de un modo lamentable. Oyose un grito, una imprecación, una pelea, y el pisotear de mucha gente. La muchedumbre penetró apresuradamente en la sala, se separó a derecha e izquierda y sonaron dos tiros que se oyeron casi al mismo tiempo. Se arrojaron todos sobre los contrincantes, y se vio al maestro de pie, sacudiéndose con la mano izquierda los tacos encendidos, de la manga de su chaqué. Alguien le detenía por la otra mano. Mirósela y vio que todavía sangraba del golpe, pero entre sus dedos lucía una hoja de acero. No pudo recordar cuándo ni cómo vino a su poder.
La persona que le sujetaba por la mano, era el señor Morfeo, que arrastró al maestro hacia la puerta, pero éste se resistía y se esforzó en articular el nombre de «Melisa», tan bien como lo permitía su boca contraída y convulsa.
—Todo va bien, hijo mío—dijo el señor Morfeo.—Está en casa.
Y juntos salieron al camino. Durante el trayecto, el señor Morfeo le dijo que Melisa había entrado corriendo en la casa algunos momentos antes, y le había arrancado de ella, diciendo que mataban al maestro en la Arcada. Con el deseo de estar solo, el maestro prometió al señor Morfeo que no buscaría otra vez aquella noche al agente y se alejó en dirección al colegio. Al acercarse a él se asombró de hallar la puerta abierta, y aún más de encontrarse a Melisa acurrucada detrás de una mesa.
El carácter del maestro, como lo he indicado antes, tenía al igual que la mayor parte de las naturalezas de excesiva susceptibilidad, su base de egoísmo. La cínica burla proferida por su reciente adversario, bullía aún en su espíritu. Probablemente, pensó, otros darían semejante interpretación a su afecto por la niña, tan vivamente demostrado, y que aun sin esto, su acción era necia y quijotesca. Y, además, ¿no había ella voluntariamente olvidado su autoridad y renunciado a su afecto? ¿Y qué habían dicho todos? ¿Cómo es que sólo él se empeñaba en combatir la opinión de todos para tener finalmente que confesar tácitamente la verdad de cuanto se le había predicho? Había provocado una ordinaria reyerta de taberna, con un quídam soez y villano, y arriesgado su vida para probar ¿qué? ¿Qué es lo que había probado? ¡Nada! ¿Qué dirían sus amigos? Y, sobre todo, ¿qué diría el reverendo señor Sangley?
La última persona a quien en estas reflexiones hubiera querido encontrar, era Melisa. Con aire de contrariedad dirigió sus pasos hacia su pupitre, y le dijo en breves y frías palabras, que estaba ocupado y que deseaba estar solo. Levantada, Melisa, tomó la silla abandonada y sentándose a su vez, escondió su cabeza entre las manos. Alzó de nuevo la vista, y ella permanecía aún allí, de pie; le estaba mirando a la cara con expresión contristada y pesarosa.
—¿Le has muerto?—exclamó.
—¡No!—dijo el maestro.
—¿Pues no te di yo el cuchillo para eso?—dijo la niña rápidamente.
—Me dio el cuchillo—repitió el maestro maquinalmente.
—Sí, te di el cuchillo. Yo estaba allí debajo del mostrador. Vi cuándo comenzó la lucha y cómo cayeron los dos. Él soltó su viejo cuchillo y yo te lo di. ¿Por qué no le mataste?—dijo Melisa, rápidamente, con un centellear expresivo de sus negros ojos y alzando una mano amenazadora.
El maestro sólo pudo expresar su asombro con la mirada.
—Sí—dijo Melisa,—si lo hubieses preguntado, te hubiera dicho que me iba con la compañía de cómicos. ¿Sabes por qué? Porque no me quisiste decir que ibas a dejarme tú a mí. Yo lo sabía, te oí decírselo al doctor. Yo no iba a quedarme aquí sola con los Morfeo, preferiría morir.
Hubo una pequeña pausa y Melisa sacó de su pecho algunas hojas verdes, ya marchitas, y mostrándolas con el brazo tendido, y con su rápido y vívido lenguaje y con la extraña pronunciación de su primitiva infancia, en que reincidía en los momentos de excitación, dijo:
—Ahí tienes la planta venenosa que mata y que tú mismo me enseñaste. Me iré con los actores o comeré esto y moriré aquí. Todo me es igual. No me quedaré donde me aborrecen y soy despreciada. Tampoco me dejarías, si no me despreciases y aborrecieses.
Y, esto diciendo, su apasionado pecho palpitó con fuerza y dos grandes lágrimas aparecieron en el borde de sus párpados, pero las sacudió con el extremo de su delantal, como si fuesen insectos inoportunos.
—Si me encierras en la cárcel—dijo Melisa fieramente,—para separarme de los actores, me envenenaré. Si mi padre se mató, ¿por qué no puedo hacerlo yo también? Dijiste que un bocado de aquella raíz me mataría y siempre la llevo aquí.
Y golpeó su pecho con fiereza.
Por la imaginación del joven maestro pasó la vista del lugar vacío al lado de la tumba de Smith, y el porvenir del débil ser que temblando de pasión tenía ante sí, inquietó vivamente su espíritu. Asiole ambas manos entre las suyas, y mirándola de lleno en sus sinceros ojos, le dijo:
—¿Melisita, quieres venirte conmigo?
Melisa le echó los brazos al cuello, y dijo, llena de alegría:
—Sí.
—Pero ahora, ¿esta noche?
—Tanto mejor.
Agarrados de las manos salieron al camino, al estrecho camino por el que una vez la habían conducido sus cansados pies a la puerta del maestro, y que parecía no deber pisar sola ya más. Miriadas de estrellas centelleaban sobre sus cabezas. Para el bien o para el mal, la lección había sido aprovechada, y detrás de ellos la escuela de Red-Mountain se cerró para siempre, dejando un rastro imperdurable.
Todo el mundo sabía que el señor Tomás andaba en busca de su hijo, y por cierto que era éste un buen truhán.
Así es que no fue un secreto para sus compañeros de viaje, que venía a California con el único objeto de efectuar su captura. Sinceramente y con toda franqueza, nos puso el padre al corriente así de las particularidades físicas, como de las flaquezas morales del ausente hijo.
—¿Relataba usted de un joven que ahorcaron en Red-Dog por robar un filón?—decía un día el señor Tomás a un pasajero del vapor.—¿Recuerda usted el color de sus ojos?
—Negros—contestó el pasajero.
—¡Ah!—dijo el señor Tomás, como quien consulta un memorándum mental,—los ojos de Carlos eran azules.
Y alejábase inmediatamente. Quizá por tan poco simpático sistema de pesquisas o por aquella predisposición del Oeste, a tomar en broma cualquier principio o sentimiento que se exhiba con sobrada persistencia, las investigaciones del señor Tomás sobre el particular despertaron el buen humor de los viajeros del buque.
Circulose privadamente entre ellos un anuncio gratuito sobre el tal Carlos, dirigido a Carceleros y Guardianes, y todo el mundo recordó haber visto a Carlos en circunstancias dolorosas, pero en favor de mis paisanos debo confesar que, cuando se supo que Tomás destinaba una fuerte suma a su justificado proyecto, sólo en voz baja siguieron las bromas, y nada se dijo, mientras él pudo oírlo, que fuera capaz de contristar el corazón de un padre, o bien de poner en peligro el provecho que podían esperar los bromistas de toda calaña. La proposición de don Adolfo Tibet, hecha en tono jocoso, de constituir una compañía en comandita, con el objeto de encontrar al extraviado joven, obtuvo, en principio, favorable acogida.
Psicológicamente considerado, el carácter de el señor Tomás no era amable ni digno de atención. Sus antecedentes, tal como él mismo los comunicó un día en la mesa, denotaban un temperamento práctico, aun en medio de sus extravagancias. Tuvo una juventud y edad madura ásperas y voluntariosas, durante las cuales había enterrado a disgustos a su esposa, y obligado a embarcarse a su hijo, experimentó de repente una decidida vocación para el claustro.
—La agarré en Nueva Orleáns el año 59—nos dijo el señor Tomás, como quien se refiere a una epidemia.—¡Pásenme las chuletas!
Tal vez este temperamento práctico fue el que lo sostuvo en su indagación aparentemente infructuosa. No tenía en su poder indicio alguno del paradero de su fugitivo hijo, ni mucho menos pruebas de su existencia. Con la confusa y vaga memoria de un niño de doce años, esperaba ahora identificar al hombre adulto.
Sin embargo, lo consiguió. Lo que no dijo jamás es cómo se salió con la suya. Hay dos versiones del suceso. Según una de ellas, el señor Tomás, visitando un hospital, descubrió a su hijo, gracias a un canto particular, que entonaba un enfermo delirante, soñando en su edad infantil. Esta versión, dando como daba ancho campo a los más delicados sentimientos del corazón, se hizo muy popular, y narrada por el reverendo señor Esperaindeo al regreso de su excursión por California, jamás dejó de satisfacer a los oyentes. La otra, menos sencilla, es la que yo adoptaré aquí, y, por lo tanto, debo relatarla con la detención que se merece.
Era después que el señor Tomás desistió de buscar a su hijo entre el número de los vivos y se dedicaba al examen de las necrópolis y a inspeccionar cuidadosamente las frías lápidas de los cementerios. Un día, visitaba con cuidado la Montaña Aislada, lúgubre cima, bastante árida ya en su aislamiento original, y que parece más árida aún por los blancuzcos mármoles con que San Francisco da asilo a los que fueron sus ciudadanos, y los protege de un viento furioso y persistente, que se empeña en esparcir sus restos, reteniéndolos bajo la movediza arena que parece rehusar cobijarlos. Contra este viento, el viejo oponía una voluntad no menos férrea y tenaz. Todo el día se pasaba con su cabeza dura y gris, cubierta por un alto sombrero enlutado, hundido hasta las cejas, leyendo en alta voz las inscripciones funerarias. Las citas de las Santas Escrituras le gustaban y se complacía en corroborarlas con una Biblia manual.
—Aquélla es de los salmos—dijo un día al cercano enterrador.
El interpelado calló.
Sin inmutarse en lo más mínimo, el señor Tomás se deslizó en la abierta fosa, entablando un interrogatorio más decidido.
—¿Ha tropezado usted alguna vez en su profesión con un tal Carlos Tomás?
—¡El diablo se lleve a Tomás!—replicó el enterrador fríamente.
—Si no tenía religión creo que ya lo habrá hecho—respondió el viejo, trepando fuera de la tumba.
Quizá diera esto ocasión a que el señor Tomás tardara más tiempo del ordinario en salir del cementerio. Al regresar de frente hacia la ciudad, principiaron a brillar ante él las luces, y un viento impetuoso, que la neblina hacía sensible, ya le impelía hacia adelante, ya como puesto en acecho le atacaba enfadosamente desde las desiertas calles de los suburbios. En uno de estos recodos otra cosa no menos indefinida y malévola, se arrojó sobre él con una blasfemia, encarándole una pistola y requiriéndole la bolsa o la vida. Pero se encontró con una voluntad de hierro y una muñeca de acero: agresor y agredido rodaron agarrados por el suelo; en el mismo instante, el viejo se irguió, tomando con una mano la pistola que había podido arrebatar y con la otra sujetando con el brazo tendido la garganta de un joven de hosco y salvaje semblante, que pretendía deshacerse con esfuerzos sobrehumanos.
—Joven—dijo el señor Tomás, apretando sus delgados labios.—¿Cómo se llama usted?
—¡Tomás!
La férrea mano del anciano resbaló desde la garganta al brazo de su prisionero, aunque sin disminuir la presión con que le tenía asido.
—Carlos Tomás, ven conmigo—dijo luego.
Y llevose a su cautivo al hotel en que se hospedaba.
Lo que tuvo lugar allí no ha trascendido fuera, pero a la mañana siguiente se supo que el señor Tomás había dado con el hijo pródigo.
Sin embargo, ni la apariencia de los modales del joven justificaban a un perspicaz observador la anterior narración. Serio, reservado y digno, entregado en cuerpo y alma a su recién encontrado padre, aceptó los beneficios y responsabilidades de su nueva condición con cierto aire de formalidad, que se asemejaba al que hacía falta a la sociedad de San Francisco y que ella arrojaba de sí. Algunos quisieron despreciar esta cualidad como una tendencia a «cantar salmos», otros vieron en esto las cualidades heredadas del padre, y estaban dispuestos a profetizar para el hijo la misma dura vejez; pero todo el mundo convino en que era compatible con los hábitos de hacer dinero, en los cuales padre e hijo habían coincidido de un modo singular.
Y, no obstante, el anciano parecía que no era feliz.
Quizá porque la realización de sus deseos le había dejado sin una misión práctica; tal vez, y esto es lo más probable, sentía poco amor por el hijo que había con tanta fortuna recobrado. La obediencia que de él exigía, le era otorgada de buen grado; la conversión en que había puesto su alma entera, fue completa, y, a pesar de todo, nada de esto le satisfacía su espíritu. Había cumplido con todos los requisitos de su deber religioso al redimir a su hijo, y, no obstante, parecíale que faltaba algo a su brillante acción. En semejante duda, leyose la parábola del Hijo Pródigo, que no había perdido nunca de vista en su peregrinación, y observó que había omitido el festín final de reconciliación. No parecía ofrecérsele nada mejor a la deseada cualidad del ceremonioso sacramento entre él y su hijo; de manera, que un año después de la aparición de Carlos, se preparó a darle un banquete suntuoso.
—Reúne, llama a todo el mundo, Carlos—dijo solemnemente,—para que todos sepan que te he sacado de los abismos de la iniquidad y de la compañía de los cerdos y de las mujeres perdidas, y mándales que coman, beban y se regocijen.
No sé si el anciano tenía para esto otro motivo, no analizado todavía.
La hermosa casa que había mandado construir sobre las arenosas colinas, parecíale a veces solitaria y triste. A menudo, sorprendíase a sí mismo, tratando de reconstruir con las graves facciones de Carlos las de aquel niño cuyo vago recuerdo tanto le ocupó en el pasado y que tanto hoy le preocupaba. Imaginábase que era ésta señal de que se le acercaba la vejez y con ella una nueva infancia.
Un día, en su sala de ceremonias dio de manos a boca con un niño de uno de los criados, que se aventuró a llegar hasta allí, y quiso tomarle en sus brazos: pero el niño huyó ante su hosco y arrugado semblante. Por todo esto, pareciole muy pertinente reunir en su casa la buena sociedad de San Francisco, y de entre aquella exposición de doncellas elegir la compañera de su hijo. Después tendría un nieto, un niño a quien criar desde el principio y a quien amaría, como no amaba a Carlos.
Inútil es decir que todos fuimos al convite. Aquella distinguida sociedad vino provista de aquella exuberancia de animación, alegría y locuacidad, sin freno ni respeto alguno para el anfitrión, que la mayor parte distribuyó del modo más generoso posible, principalmente a costa de los festejados. La cosa hubiera terminado con escándalo, a no pertenecer los actores a la más alta escala social.
En efecto, el señor Tibet, dotado por naturaleza de ingenioso humorismo y excitado además por los brillantes ojos de las muchachas Jonnes, se portó de una manera tal, que atrajo las serias miradas de don Carlos Tomás, quien se le acercó, diciendo casi al oído:
—Parece que se siente usted malo, señor Tibet; permítame que le conduzca a su carruaje. (Resiste, perro, y te echaré por la ventana). Por aquí, si gusta; la habitación está caldeada y quizá podía perjudicarle.
Inútil es decir que sólo una parte de este discurso fue perceptible para la sociedad y que el resto lo divulgó el señor Tibet, sintiendo en el alma que su repentina indisposición le privase de lo que la más excéntrica de las señoritas Jonnes, bautizó con el nombre «el ramillete final de la fiesta», y que voy a referir.
El acontecimiento se guardaba para el final de la cena. Probablemente el señor Tomás hacía la vista gorda ante la desordenada conducta de la gente joven, abstraído en la meditación del efecto dramático que tenía en incubación.
En el momento de levantarse los manteles, púsose de pie y golpeó solemnemente sobre la mesa. Entre las muchachas Jonnes, se inició una tosecita que contagió todo aquel lado de la mesa. Carlos Tomás, desde un extremo de aquélla, alzó la mirada con tierna expectación.
—Va a cantar un himno.
—Va a rezar.
—¡Silencio! ¡que es un discurso!
Estas voces dieron vuelta a la sala.
Y el señor Tomás empezó:
—Hoy hace un año, hermanos y hermanas en Jesucristo—dijo con severa pausa,—un año cumple hoy, que mi hijo regresó de correr los lodazales del vicio y de gastar su salud con las hijas del pecado.
La risa cesó de golpe.
—Véanle ahora, ¡Carlos Tomás, levántate!
Carlos Tomás obedeció.
—Hoy hace un año y ahora pueden contemplarle.
A la verdad, era un hermoso hijo pródigo, allí de pie, con su severo traje de última moda. Un pródigo arrepentido, con ojos tristes y obedientes, vueltos hacia la dura y antipática mirada del autor de sus días.
La señorita Smith, un capullo de quince años, sintió en las puras profundidades de su loquillo corazón un movimiento de involuntaria simpatía hacia él.
—Quince años hace que abandonó mi casa—dijo el señor Tomás,—hecho un pródigo y un libertino. ¡Pero yo mismo era un hombre de pecado!... ¡Oh, amigos en Jesucristo! Un hombre de ira y de rencor.—(«Amén»—añadió la mayor de las Jonnes). Pero, alabado sea Dios, he huido de mi propia cólera. Cinco años ha que obtuve la paz que supera a la humana comprensión. ¿La tienen ustedes, amigos?
Un subcoro de «no, no», por parte de las muchachas, y un «venga el santo y seña» por la del teniente de navío, Coxe, de la corbeta de guerra de los Estados Unidos, El Terror, sirvieron de contestación.
—«Llamad y se os abrirá». Y cuando descubrí lo errado de mi camino y la preciosidad de la gracia—continuó el señor Tomás,—vine a darla a mi querido vástago. Busqué por mar y por tierra sin desmayar. No esperé que él viniera a mí, lo cual podría haber hecho, justificándome con el libro de los libros en la mano, sino que le busqué en el cieno, entre los cerdos, y... (el final de la frase se perdió por el roce de los vestidos de las señoras al retirarse). Obras, hermanos en Jesucristo, es mi divisa; «por sus obras los conoceréis» y ahí están las mías, que todos pueden juzgar a la luz del día.
Y, al decir esto, el señor Tomás, gesticulando y haciendo extrañas muecas, miraba fijamente hacia una puerta abierta que daba a la terraza, atestada hacía poco de criados mirones y convertida ahora en escena de un tumulto infernal.
En medio del ruido, cada vez creciente, un hombre, miserablemente vestido y borracho como una sopa, se abrió paso por entre los que se le oponían, y penetró en la sala con paso nada seguro. El brusco cambio entre la neblina y la oscuridad de fuera, y el resplandor y el calor de dentro, lo deslumbraron, así es que en su estupor quitose el estropeado sombrero y lo pasó una o dos veces ante sus ojos, mientras se sostenía, aunque con poca seguridad, contra el respaldo de un sofá. De pronto, su errante mirada cayó sobre la pálida fisonomía de Carlos Tomás, y con un destello de infantil inteligencia y una débil risa de falsete, echose hacia adelante, agarrose a la mesa, hizo caer los vasos, y, finalmente, se dejó caer sobre el pecho del joven.
—¡Carlos! ¡Caramba de truhán! ¿qué tal?
—¡Silencio! ¡Siéntate! ¡Calla!—dijo Carlos Tomás, forcejeando rápidamente por desembarazarse del abrazo de su inoportuna visita.
—¡Mírenlo!—continuó el forastero, sin hacer caso del aviso y con la mayor despreocupación.
Y en tono de amorosa y expresiva admiración, y reteniendo al pobre Carlos con vacilante muñeca, lleno de ternura, prosiguió:
—¡Contemplen, pues, a este pillastre! ¡Carlos, así Dios me condene, estoy orgulloso de ti!
—¡Salga usted de casa!—dijo el señor Tomás, levantándose con la amenazadora y fría mirada de sus ojos grises, y haciendo acopio de autoridad.—Carlos, ¿cómo te atreves?...
—¡Cálmate, vejete! Carlos, ¿quién es ese tío, vamos? ¡Corre!
—¡Cállate, insensato! ¡Vamos, toma esto!—Y con mano nerviosa Carlos Tomás llenó de licor una copa.—Bebe y vete, hasta mañana... en cualquier parte, pero déjanos; vete en seguida y déjanos en paz.
Pero antes de que el miserable pudiera beber, el anciano, pálido de rabia, precipitose sobre el intruso, y asiéndolo con sus poderosos brazos y arrastrándolo a través del grupo de asustados comensales que los rodeaban, alcanzó la puerta abierta de par en par por los criados, cuando Carlos Tomás exclamó, con un grito angustioso:
—¡Deténgase!
Parose el anciano. A través de la puerta, abierta de par en par, la neblina y el viento llevaron al interior una oleada de frío.
—¿Qué significa esto?—preguntó, volviendo hacia Carlos su colérico rostro.
—¡Nada! Pero, deténgase, se lo suplico... Aguarde hasta mañana, pero no esta noche. No lo haga. Se lo ruego. Por el amor de Dios, no haga usted eso.
En el tono de la voz del joven, o tal vez en el contacto del miserable que luchaba entre sus poderosos brazos, había un no sé qué indefinible y extraño. Sea como fuere, un terror confuso e indefinible se apoderó del corazón del anciano, que murmuró con voz salvaje:
—¿Quién es este sujeto?
Carlos no contestó.
—¡Atrás todos!—gritó con voz de trueno el señor Tomás a los convidados que lo rodeaban.—¡Carlos, ven aquí! Yo te lo mando, yo... yo... yo... yo te ruego... me digas quién es este hombre. Ahora mismo.
Dos personas, tan sólo, oyeron la contestación que salió, débil y quebrantada, de los labios de Carlos Tomás:
—Es su hijo.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Al día siguiente, cuando el sol había rebasado las áridas colinas de arena, los convidados habían desaparecido de los festivos salones del señor Tomás. Las luces ardían aún pálidas y tristes en los desiertos salones, y en medio de este abandono, sólo tres personas se acurrucaban apretadas en un ángulo de la fría sala, formando confuso montón. La una, tendida en un canapé, dormía el sueño de la borrachera; sentábase a sus pies el que hemos conocido por Carlos Tomás, y junto a ambos, encogida y rebajada a la mitad de su tamaño encorvábase la figura del señor Tomás, la mirada hosca, los codos sobre las rodillas y tapándose con las manos los oídos, como para evitar la voz triste y suplicante que parecía llenar los ámbitos de la habitación.
—Bien sabe que no empleé voluntariamente artificio alguno para engañar a usted. El nombre que di aquella noche fue el primero que me vino a las mientes; precisamente el nombre de uno a quien creí muerto; el del disoluto compañero de mi vida de libertino. Cuando más tarde me interrogó usted, empleé el conocimiento que de él había adquirido, para enternecer su corazón y ganarlo para una vida honrada. ¡Juro que únicamente fue por esto! Y cuando me dijo quién era, vi por primera vez abrirse ante mí una nueva vida... entonces... entonces... ¡oh, señor! sí, estaba hambriento, desnudo y sin recurso, cuando iba a robar su bolsillo; me sentía solo en el mundo, infeliz y desesperado, cuando quise robar la ternura de un padre dolorido.
El anciano permanecía imperturbable. Desde su suntuoso lecho, el recobrado hijo pródigo roncaba confiadamente.
—Yo no tenía padre que pudiese reclamar. Jamás conocí otro hogar que el que he tenido hasta estos momentos. Caí en la tentación. ¡He sido tan dichoso... tan dichoso!
Irguiose y permaneció de pie ante el viejo.
—No tema que me interponga entre su hijo y la herencia. Parto hoy de este lugar para jamás volver. El mundo es grande, y, gracias a su bondad, sé ahora ganarme la vida honradamente. ¡Adiós! ¿No quiere usted aceptar mi mano?... Sea. ¡Adiós!
Y dio media vuelta para marcharse. Pero, cuando llegó a la puerta, retrocedió de repente, y alzando entre ambas manos la encanecida cabeza del anciano, la besó unas y más veces con efusión.
—¡Carlos!
No hubo contestación.
—¡Carlos!
Incorporose el anciano estremecido y corrió bamboleándose débilmente hacia la puerta. Estaba abierta. Por ella llegaba el tumulto de una gran ciudad que despierta, y entre este tumulto las pisadas del hijo pródigo que se perdían a lo lejos, para siempre.
El coche se deslizaba penosamente por la estrecha carretera, dando frecuentes sacudidas. En su interior éramos siete personas que no habíamos despegado los labios desde que uno de aquellos saltos vino a dejar sin concluir la última cita poética del juez, mi honorable vecino. El hombre alto sentado junto a éste, dormía con el brazo pasado por la colgante correa, y apoyada la cabeza en ella, formaba como un objeto fofo e indefinible, parecía que se hubiese ahorcado a sí propio, y le hubieran cortado la cuerda que le había servido de instrumento. En el asiento posterior, la señora francesa dormitaba también, conservando una actitud de estudiado recato, que se echaba de ver en la posición del pañuelo caído sobre la frente ocultando a medias su rubicunda cara. Otra señora de Virginia City, que viajaba en compañía de su esposo, yacía en un ángulo, arrebujada en un mar de cintas, pieles y abrigos que inundaban por completo su persona. No se percibía otro ruido que el chirriar de las ruedas y el de la lluvia batiendo el imperial, cuando de repente la diligencia se paró, y oímos unas voces que llegaban confusamente hasta nosotros. El conductor sostenía un vivo diálogo con alguien en el camino, diálogo que nos pareció debía ser poco halagüeño a juzgar por las palabras que en medio del furioso viento que soplaba pudimos apreciar; «puente arrastrado», «camino inundado», «paso imposible» y otras por el estilo. El silencio más absoluto reinó un momento, y después una misteriosa voz lanzó desde el camino este consejo:
—Prueba en casa de Magdalena.
Al dar el vehículo una brusca vuelta, alcanzamos a vislumbrar los caballos delanteros, y luego un jinete que se desvanecía en la bruma. Indudablemente, emprendíamos el camino de la casa de Magdalena.
¿Quién era y dónde estaba Magdalena? El juez, nuestra autoridad, dijo no recordar aquel nombre, y eso que conocía por completo el país; el viajero canadiense opinó que Magdalena tendría alguna posada; pero lo único que realmente supimos fue que la crecida de las aguas nos había cortado el camino por el frente y por la espalda, y que Magdalena era nuestra tabla salvadora. Por espacio de diez minutos nos encharcamos por un tortuoso camino, ancho a duras penas para la diligencia, y nos detuvimos delante de un reja atrancada y aforrada, fija a una extensa pared de cerca de unos dos metros de alto. Aquello era, sin duda alguna, la casa de Magdalena. Pero, sin duda alguna también, aquella mujer no tenía posada. El cochero bajó y tanteó la puerta, que estaba sólidamente cerrada.
—¡Magdalena! ¡Magdalena!
Nadie contestó.
—¡Magdalena! ¡Tú, Magdalena!—continuó el cochero con irritación cada vez más patente.
—¡Magdalena!—añadió el correo persuasivamente.—¡Oh, Magdalenita!
Pero la tal Magdalena, al parecer insensible, dio la callada por respuesta. El juez acababa de bajar el vidrio de la ventanilla, sacó fuera la cabeza, y comenzó una serie de preguntas que, a ser contestadas satisfactoriamente, hubieran dilucidado, sin duda alguna, todo aquel misterio. A todo esto replicó el auriga que si no saltábamos del coche para ayudarle en llamar a Magdalena quizá tendríamos que permanecer toda la noche en él.
Nos levantamos, pues, y llamamos a Magdalena en coro, y luego cada cual a solo, y apenas hubimos acabado, cuando un hibernés, compañero de viaje, gritó desde el imperial: ¡Magdalena! con un acento tan extraño que todos nos echamos a reír. Mientras nos estábamos riendo, nuestro cochero dijo a voz en grito:
—¡Silencio!
Todos prestamos oído, y con infinita admiración oímos que el coro de ¡Magdalena! se repetía a la otra parte de la pared, juntamente con el final e infame grito del hibernés.
—¡Extraordinario eco!—dijo el juez.
—¡Extraordinario y remaldito!—exclamó el conductor, con desprecio.—Sal ya de ahí, Magdalena, y muéstrate en persona de una vez. Sé humana. No juegues al escondite; yo no bromearía en tu lugar, Magdalena—continuó Yuba-Bill, que en un exceso de furor daba ya vueltas pateando.
—¡Magdalena!—continuó la voz.—¡Oh, Magdalena!
—¡Mi buen señor!—dijo el juez, en el tono más patético.—Imagínese lo inhospitalario de rehusar un abrigo contra la inclemencia del tiempo, a mujeres desamparadas. ¡Señor mío de mi alma! Pensar que...
Una letanía de Magdalena terminando con una carcajada interrumpió su peroración.
Yuba-Bill acabó la paciencia; tomando del camino una pesada piedra derribó la verja, y seguido del correo penetró en el cercado: nosotros tomamos la misma dirección. Reinaba la más completa oscuridad, y todo cuanto pudimos saber, gracias a los rosales que nos rociaban con su húmedo follaje a cada ráfaga de viento, fue que estábamos en un jardín o cosa parecida.
—¿Conoce usted al inquilino de esta casa?—preguntó el juez a Yuba-Bill.
—No; ni ganas—contestó Yuba-Bill secamente, viendo ofendida en su persona, por tan contumaz individua, a toda la compañía pionera de diligencias.
—¡Pues, sí que la hemos hecho buena!...—replicó el juez, pensando en la verja allanada.
—Mire usted—dijo Yuba-Bill, con delicada ironía,—¿no haría mejor en volverse y tomar asiento en el coche hasta que le avisaran? Yo entro.
Y dicho y hecho, empujó la puerta de la casa.
En apretada haz penetramos todos en una larga sala iluminada únicamente por el rescoldo de un fuego que se extinguía en un rincón de la chimenea.
La luz vacilante que aquel rescoldo despedía daba relieve al grotesco dibujo de las paredes extrañamente pintadas. Distinguíase una persona sentada en gran sillón de brazos junto al hogar.
Todo esto lo vimos, apiñados en el umbral detrás del conductor y del correo.
—¡Hola! ¿Dónde está Magdalena?—dijo Yuba-Bill, al misterioso solitario.
Aquella figura no habló ni se movió.
El cochero se acercó furiosamente a ella, dirigiendo sobre su rostro el ojo de la linterna que llevaba en la mano.
Todos pudimos observar la cara de un hombre envejecido y prematuramente arrugado, con grandes ojos en que se mostraba la solemnidad característica del búho. Los grandes ojos erraron desde la cara de Yuba-Bill hasta la linterna y acabaron por fijar sus inconscientes miradas en aquel objeto deslumbrador.
Bill estaba ciego de coraje.
—Vamos. ¿Es usted sordo? ¡De todas maneras no será mudo!; ¿no es verdad?
Yuba-Bill sacudió por el hombro aquella figura inmóvil.
Con gran sobresalto por parte nuestra, cuando Bill quitó la mano de encima del venerable forastero, éste fue encogiéndose hasta quedar reducido a la mitad de su tamaño y convertirse en un lío informe de trapos viejos.
—¡Maldita sea mi estampa!—dijo Bill, retirándose despechado.
Rehecho de la primera impresión, el juez se adelantó y volvimos a enderezar aquel misterioso invertebrado en su posición primitiva.
Se encargó en seguida a Bill y a su linterna que se dedicasen a explorar el terreno, pues era evidente, dada la impotencia del solitario, que debía tener a mano sirvientes, y todos nos acercamos al fuego para secar nuestros chorreantes vestidos.
El juez, que había recobrado su autoridad y que no había cesado de desplegar su talento en la conversación, vuelto hacia nosotros y de espaldas al fuego, nos dirigió la palabra, como a un jurado imaginario, del modo siguiente:
—Ciertamente que nuestro distinguido amigo aquí presente, se encuentra en aquella disposición descripta por Shakespeare, como la de la marchita y amarilla hoja, o bien ha sufrido algún percance que abatió de un modo prematuro sus facultades físicas e intelectuales. Dado que sea realmente...
Aquí fue interrumpido por un grito extraño de «¡Magdalena! ¡Oh, Magdalena, Magdalena!» y por todo el coro de Magdalenas en un tono semejante al que ya conocemos.
Todos nos miramos por un momento, con alguna alarma. Yo en particular, abandoné rápidamente mi posición, pues la voz parecía provenir directamente de mi espalda. No tardamos mucho en descubrir la causa: una gran urraca estaba posada sobre la repisa, en la bóveda de la chimenea, sumida en un silencio sepulcral que contrastaba singularmente con su anterior volubilidad. Aquella voz fue la que oímos desde el camino, y nuestro amigo no era responsable de la descortesía. Nuestro auriga, Yuba-Bill, que penetraba en aquel momento de regreso de una pesquisa infructuosa, tuvo que contentarse con la explicación, no sin que el sentado paralítico se librara de una fiera mirada. Como cumple a todo buen cochero, había buscado y encontrado, por fin, un cobertizo en donde acomodar sus caballos, pero regresaba calado, y como de costumbre, malhumorado.
—Nadie más que éste hay en diez millas a la redonda de la casucha, y al maldito viejo le consta eso perfectamente.
Pero en seguida se probó que no andábamos equivocados en nuestras apreciaciones, pues apenas hubo cesado Bill de gruñir, cuando hacia la entrada oímos un paso rápido y el roce de un vestido empapado en agua; la puerta se abrió de par en par, y apareció una joven que, mostrándonos con su sonrisa los destellos de sus blancos dientes, y el centellear de sus ojos negros, con una carencia absoluta de toda ceremonia y timidez, entró, cerró la puerta y apoyose jadeante contra ella.
—Yo soy Magdalena para todo cuanto les plazca.
Y aquella era Magdalena. Aquella joven de ojos vivarachos, de turgente pecho, cuyas faldas, de ordinaria tela azul, no podían ocultar, mojadas por la lluvia, la belleza de las curvas femeninas a que esculturalmente se adaptaban. Desde su cabello castaño, cubierto por un sombrero impermeable de hombre, hasta los diminutos pies y tobillos sepultados en las cavidades de unos zapatos de colosal tamaño, todo era en ella gracioso; así apareció Magdalena riéndose de nosotros de la manera más alegre, franca y bonachona.
—Vean, señores—dijo falta de aliento y apoyando coquetamente su pequeña mano contra el costado, sin tener en cuenta nuestra confusión, que no encontraba palabras para expresarse, ni los extraños visajes de Yuba-Bill, cuyo rostro había caído en una expresión de extemporánea e imbécil alegría,—vean, como estaba a más de dos millas de distancia cuando les vi pasar por la carretera, pensé que podían detenerse aquí, y he venido con la mayor prisa, sabiendo que no había en casa nadie más que Juan; no extrañen, pues, que haya llegado echando los bofes.
En esto Magdalena, con un arranque malicioso, que esparció sobre nosotros una lluvia de gotas, quitose el sombrero de hule, se esforzó en echar hacia atrás su cabello, en cuya operación perdió dos horquillas, sonriose y pasó al lado de Yuba-Bill, poniendo airosamente las manos atrás. El juez fue el primero en volver en sí y trató de componer un requiebro, después de haber torturado en vano su cerebro.
—¿Le molestaré pidiendo a usted aquella horquilla?—dijo gravemente Magdalena.
El juez alargó displicentemente la mano hacia adelante; la horquilla perdida fue devuelta a su dueña, y Magdalena, cruzando el cuarto, miró con interés la cara del tullido. Los solemnes ojos del enfermo miraron los de la mujer con una expresión verdaderamente desusada. La vida y la inteligencia parecían luchar para volver a aquella tosca y arrugada cara. Magdalena volvió otra vez sobre nosotros sus negros ojos y sus blancos dientes sonriéndose con una elocuencia singular.
—¿Este pobre impedido es?...—preguntó el juez con indecisión.
—Juan—dijo Magdalena.
—¿Su padre acaso?
—No.
—¿Hermano?
—No.
—¿Esposo?
Magdalena, lanzando una mirada rápida y penetrante sobre las dos pasajeras, de quienes había observado que no participaban de la admiración general de los hombres respecto a ella, dijo con gravedad no exenta de soberbia:
—No; es Juan.
Hubo una enojosa pausa. Aproximáronse entre sí las pasajeras, y el canadiense miró, abstraído, el fuego. En cuanto al hombre alto aparentó replegar su mirada sobre sí para poderse sostener en aquel aprieto; pero la risa de Magdalena, que era contagiosa, rompió el silencio.
—¡Ea!—dijo vivamente,—deben ustedes tener apetito, ¿no es verdad? ¿Quieren ayudarme a preparar la merienda?
No faltó quien de muy buena gana se brindase. A los pocos instantes, Yuba-Bill andaba ya atareado, como Caliban, en llevar trozos de leña para aquella Miranda; el correo molía café en el mirador; a mí me fue asignada la delicada tarea de cortar tocino, y el juez ayudó a todos con sus bienhumoradas y atinadas observaciones. Y cuando Magdalena, eficazmente ayudada por el juez y por nuestro hibernés, pasajero de cubierta, puso la mesa con toda la loza disponible, ya habíamos recobrado todos nuestro buen humor, a pesar de la lluvia que batía las ventanas, del viento que bajaba a bocanadas por la chimenea, de las dos señoras que cuchicheaban entre sí, en un rincón, y de la urraca que desde su ennegrecido vasar subrayaba con satíricos graznidos su entretenido diálogo. Mediante la luminosa ayuda del fuego que chisporroteaba ya, pudimos ver un paño de pared empapelado con periódicos ilustrados, dispuestos con sumo arte y femenina discreción. El improvisado mueblaje estaba compuesto con envases de velas y cajas de embalaje, tapadas con calicó de alegre color, o con pieles de geneta. Una barrica de harina, ingeniosamente transformada, constituía el sillón del paralítico. En conjunto, puede afirmarse que la limpieza más exquisita y el más pintoresco gusto reinaban en los escasos detalles de aquella rústica vivienda.
La merienda fue un triunfo culinario. Pero lo que triunfó en toda la línea fue nuestra sociabilidad, debido, principalmente, al raro tacto de Magdalena en llevar la conversación, haciendo por sí todas las preguntas e imprimiendo en todo una naturalidad que rechazaba cualquier idea de disimulo, por parte nuestra, de manera que hablamos de nosotros mismos, de nuestras esperanzas, del viaje, del tiempo, y unos de otros; de todo, menos del bueno del paralítico y de nuestra amable patrona. En honor a la verdad, no ocultaré que la conversación de Magdalena no era nunca elegante, rara vez gramatical y que a veces empleaba expresiones cuyo uso está por lo general reservado a nuestro sexo; pero las decía con tales destellos de dientes y ojos, e iban, como de costumbre, seguidas por una risa tan peculiar de unos labios frescos y retozones, que todo podía pasar sin grave quebranto de la moral más frágil.
De repente, durante la comida, oímos un ruido como el roce de un cuerpo pesado contra los muros exteriores de la casa; inmediatamente después se sintió rascar y olfatear junto a la puerta del salón.
—Es Joaquín—dijo Magdalena en contestación a nuestras interrogadoras miradas.—¿Desean verle?
Y apenas habíamos tenido tiempo de contestar, cuando abrió la puerta, y nos dejó ver un lanudo oso a medio crecer que inmediatamente se levantó sobre sus patas traseras, mientras las manos colgaban en actitud mendicante, y contempló a Magdalena con una admiración que le daba cierta semejanza con Yuba-Bill (y éste me perdone).
—Miren, ese es mi perro guardián—dijo Magdalena a modo de exordio.—¡Oh, pero no muerde!—añadió al ver la justa alarma de las dos pasajeras, que estaban sentadas en un ángulo,—¿verdad, viejo Tofi?
Esta última pregunta iba dirigida al sagaz Joaquín.
—Voy a decirles una cosa, señores—continuó Magdalena, después que hubo dado de comer y cerrado la puerta al pequeño plantígrado.—Han tenido la suerte de que Joaquín no hubiera andado rondando por ahí esta noche.
—¿Dónde estaba?—preguntó el juez.
—Conmigo—contestó Magdalena.—¡Dios me valga! Trota a mi lado, por la noche, como si fuera un fiel esclavo.
Durante un corto intervalo, guardamos silencio todos y escuchamos el viento; en nuestra imaginación se pintaba Magdalena en camino a través de los bosques y de la lluvia, escoltada por su feroz guardián. Me parece recordar que el juez dijo algo de «Una y de su león»; pero Magdalena lo recibió como lo hizo con las demás galanterías, con fría impasibilidad. Creo que se dio cuenta de la admiración que excitaba, por lo menos la de Yuba-Bill no podía dejar de observarla; pero su misma franqueza estableció una perfecta igualdad entre todos, cruel y humillante para los miembros más jóvenes de nuestra compañía.
La escena del oso nada añadió a favor de Magdalena en la opinión de las personas de su sexo que estaban presentes. Así es que, terminada la comida, se manifestó una frialdad tal en las dos pasajeras, que las ramas de pino traídas por Yuba-Bill y echadas como en sacrificio al hogar, no pudieron contrarrestarla del todo. Magdalena lo sintió, y declarando de repente que era tiempo de retirarse, se levantó para acompañar a las señoras a un cuarto vecino en donde tenían el lecho que se les había destinado.
—Ustedes, señores, tendrán que acampar por ahí fuera, cerca del fuego, de la mejor manera que puedan—añadió,—pues no hay otra habitación en la casa.
La chismografía, caro lector, no ha sido jamás, según opinión generalmente admitida, patrimonio del sexo fuerte, pero, con todo, me veo obligado a declarar que apenas se hubo cerrado la puerta tras de Magdalena, cuando nos apiñamos cuchicheando, sonriéndonos y trocando entre nosotros sospechas, suposiciones y mil hipótesis respecto de nuestra bonita patrona y su extraño huésped: creo que hasta llegamos a empujar a aquel imbécil paralítico, que estaba quieto como una esfinge, sin voz, en medio de nosotros, oyendo con la serena indiferencia del pasado en sus ojos, nuestra charla inacabable. En lo más vivo y animado de la discusión, abriose de nuevo la puerta y entró Magdalena.
Sin embargo, no era ya la misma Magdalena que algunas horas antes había surgido ante nuestra vista. Tenía los ojos bajos y titubeó un momento en el umbral; llevaba una manta doblada en el brazo y parecía haber dejado tras sí la franca resolución que horas antes nos había encantado. Entrando en el cuarto, arrastró un banquillo hasta el sillón del paralítico; sentose, y dijo echándose la manta sobre las espaldas:
—Señores, si les es igual, como estamos un poco estrechos, me quedaré aquí esta noche.
Puso en su mano la mano marchita del inválido y volvió la mirada al fuego que se extinguía lentamente.
Nosotros nos mantuvimos silenciosos, tal vez por el sentimiento instintivo de que esto no era más que un preliminar de relaciones más confidenciales, y quizá también por cierta vergüenza de nuestra anterior curiosidad. La lluvia batía aún sobre el techo: violentas ráfagas de viento removían las pavesas con momentáneos destellos; en un momento de sosiego de los elementos, Magdalena levantó de repente la cabeza, y echándose el cabello a la espalda, volviose hacia nuestro grupo y exclamó:
—¿Hay alguno entre ustedes que me conozca?
Nadie contestó.
—¡Piénsenlo otra vez! Yo vivía en Marysville, el 53: todos me conocían por cierto con razón. Yo tuve el Salón Polka, hasta que vine a vivir aquí con Juan. Como de esto hace seis años, tal vez he cambiado algún tanto.
Quizá la desconcertó el que no la reconociesen; volviose otra vez hacia el fuego; transcurrieron algunos momentos en silencio, y continuó:
—Sospeché que alguno de ustedes debía reconocerme; pero, de todas maneras, no importa; lo que yo iba a decir es que este Juan—y al nombrarlo tomó su mano entre las de ella—me conocía si ustedes no me conocen, y gastó mucho dinero en mi compañía. Calculo que gastó cuanto poseía. Un día, por este invierno hará seis años, Juan vino a mi cuarto interior, se sentó en mi sofá, como lo ven ahora en aquel sillón, y luego ya jamás volvió a moverse por sí mismo, herido como por un rayo y sin darse cuenta de lo que le ocurría. Los médicos dijeron que la causa era su mal modo de vivir, pues Juan fue siempre algo libertino y calavera, que no curaría, y que, de todas maneras, jamás volvería a ser lo que antes. Se me aconsejó que lo mandase a Frisco[2] al hospital, puesto que ya no servía para nada, y que toda la vida sería una criatura; pero yo, quizá porque había algo en la mirada de Juan, o tal vez porque nunca había tenido una criatura, me opuse a ello tenazmente. Yo era rica en aquella ocasión. Mi popularidad era inmensa; hasta caballeros, tales como usted, señor, iban a mi casa; vendí mi comercio y compré esto que está, como quien dice, en un rincón de mundo. ¿Comprenden?
Una intuición poética singular hizo que mientras hablaba cambiase poco a poco de posición, de manera que las mudas ruinas del enfermo se interpusieran entre ella y sus oyentes. Oculta en la sombra, ofrecíalas como una tácita apología de sus acciones. Aquella figura de expresión enigmática y silenciosa, hablaba aún en favor de ella; anonadada y herida por el rayo divino, extendía aún en torno de ella su invisible brazo. Desde la oscuridad, pero estrechando todavía su mano, continuó:
—Transcurrió mucho tiempo antes de que pudiese acostumbrarme a las cosas de por aquí, pues estaba habituada a la sociedad y a sus gustos y comodidades. Busqué una mujer que pudiera auxiliarme, pero fue en vano, y por otra parte no osaba fiarme de un hombre. Ahora, con los indios de los alrededores que me ayudan de vez en cuando, y con lo que me mandan de North Fork, Juan y yo vamos pasando. De tarde en tarde, en tiempo, el médico subía de Sacramento: preguntaba por la criatura de Magdalena, como llama a Juan, y cuando se marchaba, solía decir: «Magdalena, es usted un portento: Dios la bendiga», y después de esto, no me parecía la vida tan triste y desabrida. Pero la última vez que estuvo aquí, al abrir la puerta para marcharse, dijo:
—Soy de opinión, Magdalena, que su criatura acabará por hacerse hombre y dará honra a su madre. ¡Pero no aquí, Magdalena, no aquí!
Y se me figuró que se iba triste y... y... y...
Al llegar aquí, la voz de Magdalena y su cabeza parecieron perderse por completo en la oscuridad.
—La gente de los alrededores es muy buena—dijo Magdalena después de una pausa, saliendo de la penumbra.—Los hombres de la bifurcación del río dieron vueltas por aquí, hasta que comprendieron que no me hacían maldita la falta, y las mujeres ¡son tan bondadosas!... no han venido una sola vez. Estuve muy sola hasta que recogí a Joaquín en los bosques cercanos, cuando no era más alto que un gato, y le enseñé a pedir la comida; pero ahora tengo, además, a Poli, ésta es la urraca, sabe infinidad de juegos, y por las noches me acompaña con su charla, de manera que se me figura que no soy el único bicho viviente que aquí se cobija. Y este Juan—dijo Magdalena con su risa de antes y saliendo del todo a la claridad del fuego,—este Juan, señores, les maravillaría de ver cuánto sabe; a veces, le leo todas aquellas cosas de la pared, y a menudo le traigo flores y las contempla con tanta naturalidad como si leyera algo en su interior. ¡Bendito sea Dios!—dijo Magdalena con su franca risa,—todo aquel lado de la casa le he leído este invierno. ¡Si supiesen lo que le entusiasma a Juan la lectura!
—¿Por qué—preguntó el juez—no se casa con la persona a quien ha consagrado toda su juventud?
—Comprenderá usted, amigo—dijo Magdalena,—que esto sería jugarle una mala partida a Juan, abusar de su desamparo, además que, en siendo ambos marido y mujer, sabría yo que estoy obligada a hacer lo que ahora hago de mi propio sentir y arbitrio.
A lo que replicó el juez, después de haberlo madurado plenamente:
—Sin embargo, todavía es usted joven y tiene atractivos.
—Se hace ya tarde—dijo gravemente Magdalena,—y deberíamos dormir ya todos. Señores, buenas noches.
Y arrebujando su cuerpo con la manta, Magdalena se tendió al lado del sillón de Juan, con la cabeza apoyada contra el taburete donde éste descansaba los pies y no habló más ya. El fuego se fue extinguiendo lentamente en el hogar. Todos echamos mano a nuestras mantas en silencio, y pronto no se oyó otro ruido que el gotear de la lluvia sobre el techo y la fatigosa respiración de los que uno tras otro se iban durmiendo.
Despuntaba casi el día, cuando desperté de un sueño agitado. La pertinaz lluvia había cesado, las estrellas centelleaban, y a través de la ventana sin postigos, la luna llena, alzándose por encima de los fúnebres pinos, penetraba en el cuarto, bañando con sus rayos de plata la solitaria figura del sillón. Pareciome que la onda de luz deslumbradora inundaba en regenerador bautismo la humilde cabeza de la mujer cuyos cabellos, como en la bella y dulce leyenda del Evangelio, besaba los pies del que amaba: hasta prestó una bondadosa poesía al irregular perfil de Yuba-Bill que con abiertos y pacientes ojos velaba en guardia, medio recostado entre este grupo y los viajeros. Esta impresión de encanto artístico meció mi espíritu suavemente, contribuyendo quizá a que conciliara de nuevo el sueño, del que no desperté sino entrado el día al grito de ¡al coche! que, de pie e inclinado sobre mí, lanzaba nuestro buen cochero.
El café nos esperaba sobre la mesa, pero Magdalena había desaparecido. Dimos vuelta a toda la casa y aún nos detuvimos mucho tiempo después de enganchados los caballos; pero no volvió; no cabía duda que, evitando una despedida formal, nos dejaba partir como habíamos venido.
Instaladas en la diligencia las señoras, volvimos a la casa y estrechamos, silenciosos y con solemne gravedad, la mano del paralítico Juan, reponiéndole en su asiento después de cada apretón de manos. Echamos una última mirada en torno del cuarto, y sobre el taburete donde Magdalena se había sentado, después de lo cual nos dirigimos al camino para ocupar con lentitud nuestros asientos en la diligencia que nos aguardaba.
El látigo chasqueó y nos pusimos en marcha, pero cuando llegamos al camino real, la diestra mano de Yuba-Bill hizo que los seis caballos cayeran sobre sus patas traseras y la diligencia se paró bruscamente: allí, en una pequeña eminencia junto al camino, estaba Magdalena, flotante el cabello, centelleantes los ojos, ondeando el pañuelo y entreabiertos sus labios por un último adiós. Nosotros, en contestación, agitamos nuestros sombreros, las señoras no pudieron contener una última mirada de curiosidad, y entonces Yuba-Bill, como si temiese una nueva fascinación, azuzó locamente sus caballos, dando el coche tan terrible sacudida que caímos todos sobre las banquetas.
Durante el trayecto hasta el North Fork, no cambiamos una sola palabra; la diligencia paró en el Hotel de la Paz. El juez, tomando la delantera, nos acompañó hasta la sala común y ocupamos gravemente nuestros puestos junto a la mesa.
—¿Están llenas sus copas, señores?—dijo solemnemente el juez quitándose su blanco sombrero.
—Sí, señor.
—Entonces, a la salud de Magdalena. Que Dios la bendiga.
Y todos apuramos de un sorbo su contenido.
Sandy[3] estaba beodo. Bajo una mata de azalea encontrábase en el suelo, tendido, casi en la misma actitud en que había caído hacía algunas horas. El tiempo transcurrido desde que se tendió allí no lo sabía ni le importaba, y cuánto tiempo continuaría allí tendido era para él cosa que igualmente le tenía sin cuidado. Una filosofía tranquila, nacida de su situación física, se extendía por su ser moral, y lo saturaba por completo.
Duéleme tener que confesar que el espectáculo de un hombre borracho, y de este hombre borracho en particular, no constituía en Red-Gulch ninguna novedad. Aprovechando la ocasión, un humorista del lugar había erigido junto a la cabeza de Sandy un cartel provisional que llevaba esta inscripción: Resultado del aguardiente Mac Corcil; mata a una distancia de cuarenta varas. Debajo había una mano pintada que señalaba la taberna de Mac Corcil. Pero imagino que ésta, como otras muchas de las sátiras locales, era personal, y más bien una reflexión sobre la bajeza del medio que sobre la inmoralidad del fin. Fuera de esta chistosa excepción, nadie molestó al beodo. Un asno extraviado, suelto de su recua, comiose las escasas hierbas de su alrededor, y limpió de polvo con sus resoplidos el lecho del hombre tendido; un perro vagabundo, con aquella profunda simpatía que siente la especie por los borrachos, después de lamer sus empolvadas botas, se había echado a sus pies, y yacía allí guiñando un ojo a la luz del sol; a manera perruna, adulaba con la imitación al humano compañero que había escogido.
Entretanto las sombras de los árboles dieron poco a poco la vuelta hasta ganar el camino, y sus troncos cerraban ya el césped de la libre pradera entre paralelos gigantescos de negro y amarillo, y algunas ráfagas de polvo rojizo, levantadas al paso de los caballos de tiro, se dispersaban en dorada lluvia sobre el hombre acostado. Sandy permanecía inmóvil; el sol descendió más y más, y entonces el reposo de este filósofo fue interrumpido, como otros filósofos lo han sido, por la intrusión de un sexo poco amigo en general de elucubraciones filosóficas.
Doña María, como la llamaban los alumnos que acababa de despedir de la cabaña de madera con pretensiones de colegio, situada al extremo del pinar, daba su paseo vespertino. El magnífico arbusto de azaleas bajo el cual descansaba el bueno de Sandy, ostentaba un racimo de flores de insólita belleza que atrajeran sus miradas desde el otro lado de la carretera; ella, que no había reparado en el yacente vecino, cruzola para arrancarlo, eligiendo su camino por entre el encarnado polvo, no sin sentir cortos y terribles estremecimientos de asco y refunfuñar un poco entre dientes. De repente tropezó con Sandy.
Un agudo grito de inconsciente terror se escapó de aquel pecho femenino, pero una vez hubo pagado este tributo a la física debilidad, volviose más que atrevida, y se paró un momento, a seis pies, por lo menos, de distancia del monstruo tendido, recogiendo con la mano sus blancas faldas, en actitud de huir. Sin embargo, ni un ruido ni el más tenue movimiento se produjeron en la mata. Reparando en seguida en el sátiro cartelón, derribolo con su menudo pie, murmurando:—¡Animales!—epíteto que probablemente, en aquel momento, clasificaba con toda oportunidad en su mente a la población masculina de Red-Gulch; pues doña María, poseída de ciertas maneras rígidas que le eran propias, no apreciaba aún debidamente la expresiva galantería por la que el californiano es tan justamente celebrado de sus hermanas californianas, así es que tenía tal vez muy bien merecida la reputación de tiesa que gratuitamente la habían otorgado sus conciudadanos.
En aquella posición, observó también que los inclinados rayos solares calentaban la cabeza a Sandy más de lo que ella juzgó ser saludable, y que su sombrero estaba echado inútilmente en el suelo en pleno abandono de sus funciones. El levantarlo y colocárselo en la cara, era obra que requería algún valor, sobre todo teniendo como tenía los ojos abiertos. Sin embargo, lo hizo, tomando en seguida las de Villadiego. Pero, al mirar hacia atrás, sorprendiose al ver el sombrero fuera de su sitio y a Sandy sentado y mirando a todos lados como para orientarse.
La verdad es que Sandy, en las tranquilas profundidades de su conciencia, estaba persuadido de que los rayos del sol le eran benéficos y saludables; además, desde la niñez, se había negado a echarse con el sombrero puesto; sólo los rematadamente locos llevaban siempre sombrero; y, por último, su derecho a prescindir de él cuando le diese la gana le era inalienable. Esa fue la íntima representación de su mente, pero, por desgracia, su expresión externa era confusa y se limitaba a la repetición de la siguiente incoherencia:
—¡El sol está bien! ¿qué hay? ¿qué hay, sol? ¡Magnífico!
Se detuvo doña María, y sacando nuevo valor de la ventajosa distancia que le separaba de él, le preguntó si le faltaba algo.
—¿Qué ocurre? ¿qué hay?—continuó Sandy con voz aguardentosa.
—¡Levántese, hombre degenerado!—dijo exasperada.—¡Levántese y váyase a casa!
Sandy se levantó zigzagueando. Medía seis pies de altura; doña María temblaba. Sandy adelantó con ímpetu algunos pasos y parose de súbito.
—¿Por qué me he de ir a casa?—preguntó de repente con seriedad.
—Para tomar un baño—contestó la maestra lanzando una ojeada a su sucia persona con gran indignación.
De pronto, con infinito contento de doña María, Sandy se quitó la levita y chaleco, tirolos al suelo, se arrancó las botas, y con la cabeza hacia adelante arrojose precipitadamente por la cuesta abajo en dirección al torrente.
—¡Virgen santa! ¡Este hombre va a ahogarse!—dijo doña María.
Y entonces, con femenil inconsecuencia, echó a correr hacia el colegio y se encerró con llave en su cuarto.
Durante la cena, mientras estaba sentada a la mesa con su huéspeda, la mujer del herrero, se le ocurrió a doña María preguntarle con gazmoñería si su marido atrapaba curdas con frecuencia.
—Abner—contestó reflexivamente Filomena,—déjeme que lo piense: Abner no ha estado chispo desde la última elección.
Entonces le hubiese gustado a doña María preguntarle si en tales ocasiones prefería tenderse al sol y si un baño frío era perjudicial, pero esto hubiera provocado una explicación a la que no tenía ganas de dar publicidad. De manera que se contentó con abrir sus grandes ojos, sonriendo a la ruborosa mejilla de Filomena, bello ejemplar de la florescencia del sudoeste, y después dejó a un lado la cuestión. En una sabrosa epístola que escribió a su mejor amiga de Boston podía leerse lo siguiente:
«Opino que la parte de esta comunidad que se emborracha, es aún la menos digna de objeción. Por de contado, querida, me refiero a la masculina. No sé nada que pueda hacer tolerable a la femenina».
Al cabo de una semana había doña María olvidado ya por completo este episodio: pero sus paseos de la tarde tomaron inconscientemente otra dirección. Con cierta extrañeza notó que todas las mañanas un fresco ramo de flores de azalea aparecía por entre las demás, sobre su pupitre. En un principio, no fue muy grande su extrañeza, puesto que los niños conocían su cariño para las flores, y mantenían siempre adornado su pupitre con anémonas, heliotropos y lupinos; pero al ser severamente interrogados, cada cual y todos a una manifestaron ignorar lo del ramito de marras.
Una tarde, Juanito, cuyo pupitre estaba próximo a la ventana, fue acometido de repente por una risa espasmódica, al parecer inmotivada y atentatoria a la disciplina escolar. Lo más que doña María pudo sacarle fue que alguien miraba por la ventana, y ofendida e indignada salió de su colmena para librar batalla al impertinente. Al volver la esquina de la escuela, dio con el quídam borracho, a la sazón completamente sereno, corrido a más no poder y con cara suplicante y cariñosa.
Doña María no hubiera dejado de sacar de estos hechos una ventaja femenil, si no se hubiese fijado, algo confusa también, de que el patán, a pesar de algunas leves señales de pasada disipación, tenía agradable aspecto; era una especie de rubio Sansón, cuya sedosa barba, de color de trigo, jamás había conocido el filo de la navaja del barbero, ni de las tijeras de Dalila. Así es que la cáustica frase que bailaba en la punta de su lengua expiró en sus labios y se limitó a recibir una tímida excusa con altiva mirada, recogiéndose la falda como para evitar la proximidad de un ser contagioso. De regreso a la sala del colegio, sus ojos cayeron sobre las azaleas, presintiendo una revelación. Involuntariamente se echó a reír, y toda la gente menuda se rió también, y sin saber por qué se sintieron muy felices.
Unas semanas después de esto, y en un día caluroso, sucedió que a dos chicos pernicortos les pasó una desgracia en el umbral de la escuela con un cubo de agua que habían traído laboriosamente desde la fuente, y que la compasiva doña María tomó el cubo para llevarlo a su destino. Al pie de la cuesta, una sombra cruzó el camino y un brazo vestido de una camisa azul, la alivió con destreza de aquella carga, que empezaba a quebrantar sus delicadas articulaciones. Doña María sintiose a la vez enojada y confusa.
Y sin dignarse elevar los ojos hacia el bienhechor, dijo con cierto despecho:
—Si más a menudo llevases esto por tu cuenta harías mucho mejor.
Arrepintiose luego del discurso, ante el sumiso silencio que siguió, y dio las gracias tan dulcemente en la puerta, que Sandy tropezó, lo cual hizo que los niños riesen otra vez, risa de que participó doña María, hasta el punto de que sus pálidas mejillas se tiñeron débilmente de carmín. Al día siguiente, apareció misteriosamente un barril al lado de la puerta, y con igual misterio cada mañana quedaba lleno de agua fresca de la fuente.
Y no sólo eran éstas las únicas delicadas atenciones que recibía esta joven singular.
El cochero Bill de la diligencia Sangulion, famoso entre todas las aldeas y aldehuelas de la localidad, por su galantería en ofrecer siempre el asiento del pescante al bello sexo, había exceptuado de esta atención a doña María, y bajo el pretexto de que tenía costumbre de blasfemar en las cuestas, ponía la mitad de la diligencia a su disposición. Jacobo Melín, de oficio jugador, después de un silencioso viaje en la misma diligencia que la maestra, arrojó una botella a la cabeza de un apreciable colega, por el atrevimiento de mentar su nombre en una taberna. Y la emperifollada madre de un alumno, cuya paternidad era dudosa, se paraba a menudo frente al templo de esta astuta vestal, contenta con adorar a la sacerdotisa desde lejos y sin atreverse a profanar su sagrado recinto.
La monótona procesión de cielos azules y soles deslumbradores, de cortos crepúsculos y noches estrelladas, que se deslizaba sobre Red-Gulch, fue interrumpida algún tanto por los incidentes que se acaban de relatar.
La maestra se aficionó a pasear por los bosques apacibles y silenciosos; quizá creía con Filomena que los balsámicos olores de los pinos hacían bien a su pecho, pues lo cierto era que su tosecita iba siendo menos frecuente y su paso más firme; quizá había aprendido la eterna lección que los pacientes pinos nunca se cansan de repetir a oídos ya atentos ya indiferentes; así es que un día dispuso una partida campestre hacia Selva Negra y se llevó a los niños consigo.
¡Cuán infinito desahogo no era el suyo, lejos del empolvado camino, de las esparramadas cabañas, de las amarillas zanjas, del clamoreo de locomotoras impacientes, del abigarrado lujo de los aparadores, del color chillón de la pintura y de los vidrios de colores y del ligero barniz a que el barbarismo se adapta en tales localidades! Pasado el último montón de roca triturada y arcilla, cruzando la última disforme hendidura, ¡cómo abrían sus largas filas para recibirles los hospitalarios árboles! ¡Con qué indefinible alegría los niños, no destetados por completo del pecho de la generosa madre común, se echaron boca abajo sobre su rústico y atezado seno con extrañas caricias, llenando el aire con su risa! y ¡de qué manera doña María, esa persona felinamente desdeñosa y atrincherada siempre en la pureza de su apretada falda, cuello y puños inmaculados, lo olvidó todo y corrió como una codorniz, al frente de su nidada hasta que, saltando, riendo y palpitante, suelta la trenza de cabello castaño, el sombrero colgando del cuello por una cinta, dio de repente en lo más espeso del bosque con el malaventurado Sandy!
Inútil es indicar aquí las explicaciones, disculpas y no sobrado prudente conversación que allí se sostuvo. Sin embargo, parece que la maestra había ya entablado algunas relaciones con este ex-borracho. Sólo diré que pronto fue aceptado como uno de la partida; que los niños, con aquella pronta inteligencia que la Providencia da a los inocentes, reconocieron en él un amigo y jugaron con su rubia barba, largo y sedoso bigote, y se tomaron otras libertades según su inveterada costumbre. Sobre todo, su admiración no conoció límites, cuando les armó un fuego contra un árbol y les enseñó otros secretos de la vida de monte. Al cabo de dos ociosas y felices horas de locuras, encontrose tendido a los pies de la profesora, contemplando su rostro, mientras ella, sentada en la pendiente de la cuesta, tejía coronas de laurel con el regazo lleno de mil variadas flores. Su posición era muy parecida a la que tenía cuando le había encontrado por primera vez. No es aventurada la semejanza. Aquella naturaleza fácil y sensual, a la que la bebida había dado una exaltación fantástica, era de temer que encontrase en el amor algo parecido al arrebato alcohólico.
Opino que el mismo Sandy estaba vagamente convencido de esta verdad. Su imaginación vagaba con vehemencia para hacer algo, matar un oso, partir el cráneo a un salvaje o sacrificarse de alguna otra manera por aquella profesora de rostro pálido y de grises ojos. Como mi gusto sería ahora presentarle en una situación heroica, con gran dificultad contengo mi pluma en este momento, y únicamente me abstengo de introducir semejante episodio con el profundo convencimiento de que generalmente nada de esto ocurre en semejantes casos, y tengo la esperanza de que la más bella de mis lectoras perdonará la omisión, recordando que en una crisis verdadera, el salvador es siempre algún forastero poco interesante, o bien un poco romántico agente de autoridad, y jamás un Adolfo.
Durante un buen rato, permanecieron allí, sentados en plácida calma, mientras los picos carpinteros charlaban sobre sus cabezas y las voces de los niños jugando a escondite llegaban algo débiles desde la hondonada.
Lo que hablaron, poco importa, y lo que pensaron, que podría ser interesante, no pudo traslucirse.
Los pájaros, siempre curiosos, sólo pudieron saber que la maestra era huérfana; que salió de la casa de su tío para ir a California en busca de salud e independencia; que Sandy era huérfano también; que llegó a California en busca de aventuras, que había llevado una vida de agitación desordenada, y que trataba de reformarse, y otros detalles que desde el punto de vista de aquellos alados seres sin duda debían de parecerles estúpidos y de poca miga. Pero, sea como sea, se pasó la tarde, y cuando los niños se reunieron otra vez, y Sandy, con una delicadeza que la maestra comprendió perfectamente, se despidió de ellos con toda tranquilidad, en los arrabales del pueblo, les pareció a todos aquel día el más corto de su vida.
Conforme el sol del largo y árido verano iba marchitando las plantas hasta la raíz, la época de colegio de Red-Gulch, para emplear un modismo local, se iba secando también. Un día más, y doña María sería libre ya, o, por lo menos, Red-Gulch no la vería en toda una estación. Sola en la escuela y sentada con la mejilla descansando en su mano, los ojos medio cerrados, mecíase en uno de aquellos ensueños a que, con peligro de la disciplina escolar, se entregaba tan a menudo, desde no hacía mucho tiempo. Con la falda llena de musgos, helechos y otros recuerdos silvestres, se encontraba tan preocupada y metida en sus propios pensamientos, que le pasó inadvertido un suave golpear en la puerta, o bien lo tradujo por una lejana extraña alucinación. Cuando por fin se afirmaba más claramente en ello, sobresaltose, y con ruborizadas mejillas se dirigió a la puerta, preguntando, ¿quién hay?
En el umbral estaba una mujer cuya audacia y vestidura formaban extraño contraste con su ademán irresoluto y lleno de timidez.
La maestra reconoció al primer golpe de vista a la dudosa madre de su anónimo discípulo. Contrariada quizá, tal vez enojada, invitola fríamente a entrar; arreglose instintivamente sus blancos puños y cuello, y recogió su corta falda castamente. Quizá esto fue motivo de que la turbada forastera, después de dudar un momento, dejase al lado de la puerta, plantada en el polvo, su llamativa sombrilla abierta, y se sentara en el extremo opuesto de un banco inconmensurable. Su voz, al comenzar, era ronca.
—Me han dicho que se va usted mañana a la bahía, y no podía dejarla marchar sin venir a darle las gracias por su bondad para con mi Tomasito.
En opinión de doña María, Tomasito era un buen chico y merecía algo más que el pobre cuidado que de ella podía esperar.
—¡Gracias, señora, gracias!—dijo la forastera, sonrojándose aún a través de los afeites, que Red-Gulch llamaba maliciosamente su «pintura de batalla», y procurando en su confusión arrastrar el largo banco más cerca de la maestra.—Le doy a usted las más cumplidas gracias. Y, sin ánimo de lisonja alguna, no hay muchacho viviente más dócil y cariñoso, ni mejor que él. Y... a pesar de lo poco que soy para decirlo, no existe maestra más paciente, más bondadosa, más angelical que la que él ha tenido la feliz estrella de encontrar.
Doña María, sentada muy peripuesta detrás de su pupitre, con una regla al hombro, abrió a esto sus ojos grises, pero guardó silencio.
—Bastante sé—prosiguió rápidamente aquélla,—que mujeres como yo no pueden halagarla. No debía tampoco entrar aquí en mitad del día, pero vengo a pedir un favor, no para mí, señora, no para mí, sino para mi pobre hijito.
Gracias al interés que observó en los ojos de la joven maestra, se animó, y juntando entre las rodillas sus dos manos, enguantadas de color de lila, continuó en tono confidencial:
—Señora, ya ve usted que nadie más que yo tiene derecho sobre el niño, y, sin embargo, yo no soy la persona que debiera educarle. El año pasado tuve intención de llevarle a la escuela, en Frisco, pero, cuando se habló de traer aquí una maestra, esperé hasta que la vi a usted y entonces creí la cosa arreglada y que podía guardar a mi hijo algún tiempo más... ¡Si supiese, señora, lo que él la quiere! Si pudiera oírle hablar de usted a su bonita manera, si él pudiera pedirle lo que ahora le pido yo, sería usted incapaz de oponerse a ello. Es natural—continuó con rapidez, con una voz que tembló extrañamente, entre orgullosa y humilde,—es natural que la ame, señora, pues su padre, cuando le conocí, era un caballero, y es forzoso que el niño me olvide tarde o temprano... así es que no voy a llorar por esto. En una palabra, vengo a pedirle que se encargue de Tomasito, y Dios le bendiga como al mejor, al más querido de sus hijos sobre la tierra... vengo a... pedirle que... le lleve en su compañía.
Y, esto diciendo, la forastera se había levantado, y postrándose de rodillas a sus pies, tenía agarrada la mano de la joven entre las suyas.
—Tocante a dinero, tengo mucho, y todo es de usted y de él, para que lo ponga en un buen colegio, donde pueda verle y ayudarle a... a... a olvidar a su madre. Puede usted hacer con él lo que le parezca; lo peor que haga será bueno, comparado con lo que aprenderá a mi lado. Con tal que no hiciese más que sacarle de esta mala vida, de este pueblo, de este hogar de pena y de vergüenza. ¿Lo hará? ¡Dígame que lo hará! ¿No es verdad? Lo hará; no puede, no debe negármelo. De este modo, mi hijo se hará tan puro, tan dócil como usted misma, y cuando haya crecido le dirá el nombre de su padre, el nombre que hace años no han pronunciado mis labios, el nombre de Alejandro Morton, a quien llaman aquí Sandy. ¡Doña María, no retire su mano! ¡Doña María, contésteme! ¿Se llevará a mi hijo? ¡No vuelva la cara! ya sé que no debería contemplar a una mujer como yo. ¡Pero por Dios, señora, sea clemente! ¡Que esta mujer me deja!
Doña María se levantó, y a la luz del expirante crepúsculo tentó su camino hasta la abierta ventana; allí permaneció en pie, apoyada contra el marco, con los ojos fijos en los últimos rosados matices del crepúsculo. Quedaba todavía algo de aquella luz en su pura y tersa frente, en su níveo cuello, con sus finas manos entrelazadas; pero todo desapareció lentamente. La suplicante se había arrastrado aún de rodillas hasta su lado.
—Ya me hago cargo de que se necesita tiempo para pensarlo. Aguardaré aquí toda la noche; pero no puedo marcharme sin que haya usted resuelto. No me lo niegue ahora. ¿Se lo llevará? lo veo en su hermosa cara, cara semejante a la que he visto algunas noches, soñando. Lo veo en sus ojos, doña María. Va a llevarse a mi hijo.
El postrer rayo del crepúsculo, que serpenteó hasta el cenit, reflejose en los ojos de la maestra con algo de su gloria, fluctuó y apagose desapareciendo en el ocaso. El sol se había puesto en Red-Gulch. En el crepúsculo y silencio la voz de doña María sonó majestuosamente.
—Me llevaré al niño; envíemelo esta noche.
Las manos de la afortunada madre alzaron hasta sus labios el borde de la falda de doña María, y de buena gana habría sepultado su ardiente cara en sus virginales pliegues, pero no se atrevió y se puso en pie.
—¿Ese hombre conoce su intención?—preguntó de repente la maestra.
—No; ni le interesa. Ni siquiera ha visto al niño para conocerlo.
—Vaya a verle en seguida, esta noche, ahora mismo. Comuníquele lo que ha hecho. Dígale que me he llevado a su hijo, y hágale saber que jamás debe ver... ver... otra vez al niño. Allí donde vaya éste, él no debe venir; dondequiera que me lo lleve, él no debe seguir. Basta, pues. Estoy cansada y... me queda aún mucha tarea.
Y la acompañó hasta la puerta. En el umbral, la mujer se volvió.
—Buenas noches.
Se hubiera echado a los pies de doña María, pero, en el mismo momento, la joven le tendió sus brazos, estrechó por un momento contra su puro pecho a la pecadora mujer, y después empujó y cerró la puerta con llave.
Sin poder librarse de un repentino sentimiento de responsabilidad, tomó el hereje Bill a la mañana siguiente las riendas de la diligencia Silio Gullon, pues aquel día uno de sus pasajeros era la maestra, doña María. Al enfocar en la carretera, obediente a una agradable voz del interior, refrenó de repente los caballos y esperó respetuosamente mientras Tomasito saltaba del coche por orden de la maestra.
—La otra mata: no aquélla, Tomasito.
El interpelado sacó su cuchillo nuevo, y cortando una rama de una alta mata de azalea, volvió con ella hacia doña María.
—¿Adelante?
—Adelante.
Y la portezuela de la diligencia cerrose sobre el Idilio de Red-Gulch.
Estaba el tiempo muy metido en aguas en el valle del Sacramento. El North Fork se había salido de madre y la Rattlesnake Creek estaba impracticable.
Bajo una enorme extensión de agua que alcanzaba la base de las montañas desaparecían los gruesos cantos rodados que durante el verano habían señalado el vado en el cruce de Sansón.
El servicio ascendente de diligencias tuvo que parar en la casa Granger; el último correo fue abandonado en los túneles y su jinete salvó la vida luchando a brazo partido con la corriente.
Como observaba el Alud de la Sierra con cierto orgullo local, «un área» tan grande como el Estado de Massachusetts, está a estas fechas bajo el agua. Y en la sierra el tiempo no se presenta mejor.
El barro era denso en el camino de la montaña. En la carretera, galeras que ni la fuerza física ni el ingenio podían arrancar de los baches en que habían caído, obstruían el paso, y los tiros de caballos rezagados y las blasfemias mostraban más que otra cosa el camino de Bar Sansón.
A lo lejos, aislado e inaccesible, empapado en agua, azotado por un viento furioso y amenazado por la subida de las aguas, Bar Sansón, en la Nochebuena de 1862, colgaba de Table Mountain como el nido de golondrina que la borrasca sacude en los viejos triglifos de pétreo entablamento.
Mientras la noche descendía sobre el campamento, unas pocas luces brillaban, al través de la neblina, desde las ventanas de las cabañas a entrambos lados del camino, surcado a la sazón por riachuelos desordenados y azotado por violentas ventoleras.
Afortunadamente, la mayoría de los vecinos estaban recogidos en el almacén de drogas de Daniel, alrededor de una roja estufa, en la cual escupían, silenciosamente con tan ostensible acuerdo de la comunidad social, que relevaba a todos de cualquier otra ocupación.
Como la crecida de las aguas había suspendido las faenas de las minas y del río, hacía ya mucho tiempo que los medios de diversión se habían agotado en Bar Sansón. Además, la subsiguiente falta de dinero y aguardiente quitaba el gusto hasta la más inocente diversión.
El mismo señor Perrín abandonó el Bar con cincuenta pesos en el bolsillo, única cantidad que alcanzó a realizar de las grandes sumas que llevaba ganadas en el lucrativo y arduo ejercicio de su negocio.
—Si me dijesen otro día, si me dijesen que señalara una bonita aldea en donde un jugador retirado, a quien no le importase mucho el dinero, pudiera divertirse a menudo y alegremente, diría que Bar Sansón; pero para un joven con una numerosa familia que depende de su trabajo, no produce lo suficiente.
Como la familia del señor Perrín la formaban únicamente damas elegantes, citamos esta observación más para dar una idea de su humor que de sus deberes.
Formando abigarrado conjunto, encontrábanse reunidas aquellas personas con la indiferente apatía que engendra la pereza y el fastidio.
Ni el repentino resonar de los cascos de un caballo a la puerta, les hizo volver en sí.
Sólo Federico Bullen se detuvo en la tarea de vaciar su pipa y alzó la cabeza, pero nadie más del grupo dio a conocer el menor interés hacia el hombre que entraba pausadamente, por cierto.
Era una figura bastante familiar a la sociedad que en Bar Sansón le llamaban «El viejo».
A pesar de esto, parecía aún de complexión fresca y juvenil, y su cabello escaso y entrecano denotaba al hombre de unos cincuenta años. De cara simpática y complaciente, tenía una aptitud así como la del camaleón para adoptar la sombra y el color de las opiniones y caracteres de los que entraban en su trato.
Acababa de dejar a unos compañeros de diversión, así es que, de momento, no observó la gravedad del grupo, pero golpeó amistosamente por la espalda al hombre más próximo, y se echó en una silla que vio libre.
—¡Acabo de oír la cosa mejor del mundo, muchachos! ¿Conocen ustedes a Melín? ¿El de allá abajo, Joaquín Melín, el hombre más divertido de Bar? Pues Joaquín nos estaba contando el cuento de más chispa que...
—¡Melín es un animal!—interrumpió una voz seca.
—Un cuadrúpedo—añadió otro, en tono sepulcral.
Y el silencio volvió a reinar después de estas declaraciones.
El viejo miró rápidamente en torno al grupo. Luego, su cara se transformó poco a poco.
—Es verdad—dijo, después de un momento de reflexión,—es realmente una especie de cuadrúpedo, algo tiene de animal, no puede negarse.
Y frunció el ceño, como en dolorosa meditación de la ignorancia e imbecilidad del impopular Melín.
—Hace un tiempo bien triste, ¿verdad?—añadió, engolfándose en la corriente del general sentimiento.—Mala la van a pasar los obreros y poco dinero corre esta temporada... Y mañana es Navidad.
Hubo un movimiento entre los concurrentes al anunciar esto, pero no se traslució claramente si era de satisfacción o de disgusto.
—Sí—continuó el viejo en el tono lúgubre que desde los últimos momentos involuntariamente adoptara,—esto es... se me ocurrió la idea, ¿comprenden? de que tal vez les gustaría venir a mi casa y pasar allí una Nochebuena. Ahora tal vez no les gustaría... ¿Quizá no están en buena disposición?—añadió con simpática solicitud, observando las caras de sus oyentes.
—No diré que no—respondió Tomás Flavio, algo más animado.—Puede que sí. ¿Pero y tu mujer, viejo? ¿Qué tal va?
El viejo titubeó.
Todo Bar Sansón sabía que las experiencias conyugales no habían sido felices para él.
Su primera esposa, una mujercita delicada y bonita, había sufrido las más vivas y celosas sospechas de su marido, hasta que un día éste convidó a su casa a todo el Bar para que su infidelidad quedase plenamente probada.
Pero al llegar los de la partida, encontraron a la tímida e inocente criatura tranquilamente ocupada en sus obligaciones caseras, y tuvieron que retirarse corridos y avergonzados.
La delicada sensitiva no se repuso fácilmente del choque de tan extraordinario ultraje.
Le costó trabajo recobrar el aplomo para dar suelta a su amante, de un armario en que estaba escondido y escaparse con él. Para consuelo del marido, le dejó abandonado un niño de tres primaveras.
La actual consorte del viejo había sido su cocinera: mujer corpulenta, de carácter brutal.
Antes que pudiera contestar, Juan Dimas expuso en breves razones que la casa era del viejo, y que, invocando el poder divino, si estuviera él en su casa convidaría a quien le pluguiese, aun cuando haciéndolo pusiera en peligro su salvación. Los espíritus malignos, añadió además, lucharían en vano contra él.
Todo esto dicho con una sequedad y vigor perdidos en esta traducción obligada.
—Naturalmente... seguro... esto es—dijo el viejo frunciendo también el entrecejo.—No hay nada de particular. Es mi casa; yo mismo he levantado todos sus maderos. No hay por qué temerla. Tal vez grite un poco, como hacen las mujeres, pero volverá a las buenas.
El viejo fiaba, para sus adentros, en la exaltación del licor y en el poder de un valeroso ejemplo para sostenerse en semejante situación.
Hasta aquel momento, Federico Bullen, oráculo y cabeza de Bar Sansón, no había hablado. Pero se quitó la pipa de los labios y prorrumpió:
—Viejo, ¿y cómo sigue tu niño Juanito? Se me figuró algo enfermizo la última vez que lo vi en el camino tirando piedras a los chinos, y no parecía interesarle eso en gran manera. Ayer pasó por aquí una tropa de ellos, ahogados en el río, y pensé en Juanito. ¡Oh! ¡cómo los echaría de menos! ¿Tal vez estorbaremos si está enfermo?
Visiblemente afectado, no sólo por este cuadro patético de la privación de Juanito, sino también por tan circunspecta delicadeza, se apresuró el padre a asegurarle que Juanito estaba mejor y que un poco de broma quizá le mejoraría algún tanto.
Entonces Federico se levantó, y desperezose diciendo:
—Ya estoy. Enséñanos el camino. En marcha.
Y con un salto y un aullido característicos, precediolos, saliendo a fuera.
Al pasar por delante del hogar agarró un tizón encendido, acción que repitieron los demás de la partida, siguiéndolo de cerca, codeándose, y antes de que Daniel, el asombrado propietario de la droguería, conociera la intención de sus huéspedes, la sala estaba completamente desocupada.
Hacía una noche más oscura que boca de lobo. Las improvisadas antorchas se extinguieron a la primera racha de viento y únicamente los rojos tizones oscilando en las tinieblas como fuegos fatuos iluminaban vagamente el estrecho sendero.
Este les conducía por la cañada del Pino arriba, a cuya entrada se escondía en la cuesta una ancha pero baja cabaña con un techo primitivo hecho de cañas y cortezas de pino.
Era el hogar del viejo y a la vez entrada de la mina en que trabajaba cuando lo hacía.
Una vez allí el acompañamiento, se paró un momento por delicada deferencia al anfitrión, que llegó de la retaguardia jadeante.
—Quizá hicieran ustedes bien en aguardar un segundo aquí fuera, mientras yo entro y veo si todo está corriente—dijo el viejo con una indiferencia que estaba muy lejos de su ánimo.
La indicación fue buenamente aceptada; la puerta se abrió y cerró tras del anfitrión, y sus compañeros, apoyando las espaldas contra la pared y cobijándose bajo el alero del tejado, esperaron con el oído atento.
Por algunos momentos no se oyó más sonido que el gotear del agua del alero y el de las ramas que luchaban contra el viento que las sacudía, crujiendo por encima de sus cabezas.
Los convidados principiaron a inquietarse y cuchichear indicaciones y sospechas que pasaron de boca en boca.
—Sospecho que para empezar ya me le ha roto la crisma.
—Le habrá metido en el túnel y allí le dejará emparedado, seguramente.
—Le tendrá en el suelo y estará sentada encima.
—Probablemente está hirviendo algo para echárnoslo; apartémonos de la puerta por lo que pudiera ser.
Pero en este momento el pestillo crujió, abriose despacio la puerta, y una voz dijo:
—Entren a cubierto de la lluvia.
La voz no era la del viejo ni la de su mujer.
Era una voz infantil, cuyo débil timbre quebrantaba aquella ronquera antinatural, que sólo pueden dar la vagancia y el abuso prematuro del alcohol.
Apareció ante ellos la figura de un niño, cuya cara podía haber sido bonita y aun distinguida a no oscurecerla de por dentro las maldades aprendidas y a no haber impreso en ella su sello la suciedad y el abandono.
Su cuerpecito estaba envuelto con una manta, y se conocía que acababa de levantarse de la cama.
—Entren—repitió—y no hagan ruido. El viejo está allí hablando con madre—prosiguió señalando un cuarto adyacente, que parecía ser una cocina, desde la cual la voz del viejo llegaba en tono de clemencia.
—Suéltame—añadió el niño refunfuñando y dirigiéndose a Federico Bullen que le había agarrado envuelto en la manta y fingía quererle echar al fuego del hogar.
—¡Déjame, maldito viejo loco! ¿oyes?
Puesto así a raya Federico Bullen, dejole en el suelo, mientras que los hombres entraron silenciosamente, colocándose en el centro del cuarto y alrededor de una larga mesa de toscas tablas.
Inmediatamente Juanito encaminose con gravedad hacia un armario y sacó varios objetos que colocó sobre la mesa pausadamente.
—Ahí tienen ustedes aguardiente y bizcochos, arenques ahumados y queso (y en su camino hacia la mesa dio una dentellada a este último). Y azúcar. (Sacó con mano muy sucia un puñado.) Hay también manzanas secas en la alacena; pero no me chocan. Las manzanas hinchan. Helo aquí todo—terminó.—Olvidábame el tabaco. Ahora a ello y sin temor: no hago caso de la vieja; al fin y al cabo, no me es nada ¡Ea, pues!
Y se retiró hacia el umbral de un reducido cuarto, apenas mayor que un armario, separado del cuarto principal por un tabique y que tenía una pequeña cama en su pequeño y oscuro recinto.
Se detuvo allí un momento de pie mirando la compañía, saliéndole los desnudos pies por debajo de la manta, y se despidió haciendo un ligero movimiento.
—¡Escucha Juanito! ¿Vas a acostarte otra vez?—dijo Federico.
—Sí, voy—respondió con decisión el interpelado.
—¿Pues qué tienes, vejete?
—No estoy bueno.
—¿Cómo?
—Tengo fiebre. Y sabañones. Y reuma—contestó Juanito.
Y se hundió entre las sábanas. Después de una pausa momentánea, añadió desde la oscuridad:
—Y el corazón me duele.
Sucediose un silencio embarazoso. Los hombres se miraron entre sí y después al fuego.
A pesar del apetitoso banquete que se les presentaba, pareció que caían otra vez en el desaliento de la droguería de Daniel, cuando la voz quejumbrosa del viejo, incautamente elevada, llegó hasta la reunión de un modo bastante claro para ser oída.
—En esto te sobra la razón... Es mucha verdad... Claro está que lo son. ¡Una cuadrilla de borrachos y holgazanes!... y ese Federico Bullen es el peor de todos. ¿Es que no tiene juicio para venirse aquí, habiendo en casa un enfermo y sin que tengamos provisión de ninguna clase?... Ya se lo decía yo... Bullen, le he dicho, ¿es que estás borracho o loco para pensar tal cosa?... ¿Y a Conrado? ¿Cómo ha podido ocurrírsete convertir mi casa en un campo de Agramante, teniendo a mi niño enfermo? Es que quisieron venir, te digo. He aquí lo que debe esperarse de esta canalla del Bar.
Una carcajada homérica siguió a esta desgraciada manifestación.
En este momento, sea que fuera oída la risa en la cocina, o que la iracunda compañera del viejo hubiese apurado todos los restantes modos de expresar su desprecio e indignación, lo cierto fue que cerraron una puerta trasera con gran estrépito.
Todos permanecieron suspensos hasta que reapareció el viejo, ignorando por fortuna la causa del último estallido de hilaridad y sonriendo hipócritamente.
—Mi esposa ha tenido la idea de pasar un rato con la señora Mac Fadden—dijo a modo de explicación y con aire indiferente, al tomar asiento entre los comensales.
Y, cosa singular, se necesitó de este adverso incidente para aliviar el embarazo que la partida comenzaba a sentir, y su audacia natural se recobró con el regreso del anfitrión.
No intentaré contar los chistes del banquete de Nochebuena. Basta decir que la conversación se caracterizó por la exaltación intelectual, el cauteloso respeto, la meticulosa delicadeza, la precisión retórica y por el mismo discurso lógico y coherente que distinguen a estas varoniles reuniones en localidades más civilizadas y en donde reina el más fino trato social.
No se rompió un solo vaso a causa de no haberlos, ni se derramaron inútilmente licores por el suelo ni sobre la mesa, por la escasez de aquel artículo.
Sería casi media noche cuando fue interrumpida la fiesta.
—Es preciso callar—dijo Federico alzando la mano.
Era la quejumbrosa voz de Juanito, desde su dormitorio inmediato.
—¡Oh, padre!
El viejo se levantó apresuradamente introduciéndose en la habitación del enfermo. Al poco rato reapareció.
—El reuma le vuelve con fuerza—dijo—y necesita unas fricciones.
Tomó de la mesa la damajuana de aguardiente y la sacudió. Estaba vacía completamente.
Federico Bullen dejó su taza de hojadelata con una risa forzada. Los demás hicieron lo propio.
El viejo examinó el contenido y dijo más animado:
—Me parece que hay bastante. Esperar un momento; vuelvo en seguida.
Y entró de nuevo en el cuartito, llevándose una camisa vieja de franela y el aguardiente.
Como la puerta quedó entreabierta, se oyó distintamente el siguiente diálogo:
—Dime, hijo mío, ¿dónde te duele más?
—Me duele todo. Ora aquí y ora ahí debajo; pero es más fuerte de aquí a aquí. Corre, padre, friega fuerte.
Y el silencio parecía indicar una viva fricción. Entonces, Juanito dijo:
—¿Pasas un buen rato allí fuera, padre?
—Sí, hijo mío.
—¿Es Navidad mañana, verdad?
—Sí, hijo mío. ¿Cómo te sientes ahora?
—Mejor, frota un poco más abajo. ¿Y qué es Navidad? Dime: ¿por qué es tal fiesta?
—¡Oh, es un día!...
Aquí, al parecer, pudo más el dolor que la infantil curiosidad, pues hubo un silencioso intervalo, durante el cual el viejo continuó frotando. Al poco rato, Juanito continuó:
—Madre dice que en todas partes, menos aquí, todos se dan cosas unos a otros por ese día. Dice que hay un hombre que le llaman San Nicolás, ¿comprendes? Pero no un blanco, sino una especie de chino, que baja por la chimenea la noche antes de Navidad, dejando cosas a los niños como yo que han tenido cuidado de dejar allí sus botas. Eso... eso es lo que me quería hacer creer... Vamos, padre, ¿dónde estás frotando? Estás a un kilómetro del sitio... Dime: ¿no habrá inventado esto para hacernos rabiar a ti y a mí?... No frotes ahí... Contesta.
En medio del silencio nocturno que parecía cernerse sobre la casa, se oía claramente el murmullo de los cercanos pinos como arpas eólicas tañidas por el viento.
—Vamos, no seas así, padre, pues pronto me voy a poner bueno. ¿Qué hacen esos hombres ahí fuera?
El viejo entreabrió la puerta y miró distraídamente.
Los hombres estaban sentados en buena compañía, con unas cuantas monedas de plata sobre la mesa y una flaca bolsa de piel de gamuza en las manos.
—Están armando... algún juego. Ya se las arreglan—contestó a Juanito y volvió a sus fricciones.
—Me gustaría ser mano y ganar dinero—dijo reflexivamente Juanito, después de un corto silencio.
Por todo consuelo, el viejo repitió lo que a todas luces era para él estribillo eterno, es decir: que si Juanito quisiera esperar hasta que diesen con el filón, en la mina, tendría mucho dinero, y serían muy ricos.
—Sí—dijo Juanito,—pero no lo encuentras. Además, dar con él o que yo lo gane, es casi lo mismo. Al fin y al cabo, todo es cuestión de suerte. Pero es muy extraño lo de Navidad, ¿no es cierto? ¿Por qué la llaman Navidad?
Sea por deferencia instintiva a las preocupaciones de sus huéspedes, sea por un vago sentimiento de incongruencia, la contestación del viejo fue tan baja, que quedó aprisionada entre las paredes de la habitación.
—Sí—dijo Juanito, con interés ya algo decaído.—Me han hablado ya de Él. Basta, padre; no me hace, ni con mucho, tanto daño como antes. Ahora cúbreme bien con la manta y—añadió murmurando bajo la ropa—siéntate a mi lado, hasta que me duerma. ¿Oyes?
Y se compuso para descansar, no sin antes sacar una mano fuera de la manta y agarrar fuertemente a su padre por una manga con objeto de que no le burlase en su justa pretensión.
El viejo esperó pacientemente algunos minutos.
La inusitada tranquilidad de la casa excitó su curiosidad; con la mano desasida y sin levantarse, abrió cautelosamente la puerta y atisbó hacia la sala.
Con gran extrañeza, la vio oscura y vacía.
Pero en aquel instante un leño que humeaba en el hogar se rompió, y a la luz de su llamarada vio a Federico Bullen sentado junto a los amortiguados tizones.
—¡Hola!
Federico se sobresaltó, púsose de pie y fue hacia él, medio tambaleándose.
—¿Los compañeros dónde han ido?—dijo el viejo.
—Al momento vuelven por aquí. Han salido a fuera a dar un pequeño paseo. Les estoy esperando. ¿Qué miras tan fijamente, viejo?—añadió con risa forzada,—¿vas a creer que estoy borracho?
Podía habérsele perdonado al viejo la suposición, pues los ojos de Federico estaban húmedos y su cara como un tomate.
Hízose un poco el remolón, y volvió a la chimenea. Bostezó, desperezose, abrochó su levita, y dijo riendo:
—El vino no anda tan abundante como eso, viejo. No te levantes—prosiguió, cuando el viejo hizo un movimiento para librar su manga de la mano de Juanito.—No hagas cumplidos. Puedes quedarte ahí donde estás; me voy al instante. Ya están aquí.
Llamaron suavemente a la puerta.
Federico Bullen abriola, con un ademán se despidió del viejo y desapareció.
El viejo le hubiera seguido a no ser por la mano que aún inerte le detenía fuertemente, no siendo fácil desprenderse de ella. Era pequeña, débil y flaca; pero quizá por ser pequeña, débil y demacrada cedió a su presión y, aproximando aún más la silla a la cama, apoyó sobre ella la cabeza, sorprendiéndole el sueño en esta actitud.
La habitación osciló y se desvaneció ante sus ojos; reapareció, se desvaneció de nuevo, oscureciose y le dejó dormido del todo.
En tanto, Federico Bullen cerró la puerta, y se juntó a sus camaradas.
—¿Estás listo?—dijo Conrado.
—¡Listo!—dijo Federico,—¿qué hora es?
—La una—contestó,—¿puedes hacerlo? Son casi cincuenta millas entre ida y vuelta.
—Así me parece—contestó Federico brevemente.—¿Está la yegua aquí?
—Bill y Jaime la tienen ya en el pinar.
—Pues que la guarden un momento.
Volviose y entró otra vez cautelosamente en la casa.
Guiado por la débil luz de la vela que se corría y del amortiguado fuego, observó que la puerta del cuartito estaba abierta y se fue hacia ella de puntillas.
El viejo roncaba echado en su silla, con las piernas extendidas, la cabeza hacia atrás y el sombrero calado hasta las cejas.
A su lado, sobre una estrecha cama de madera, yacía Juanito envuelto estrechamente como una momia en la manta, que le tapaba todo, excepto una parte de la frente y una manecita cárdena y estirada que pugnaba inútilmente por entrar.
Federico Bullen avanzó un paso, titubeó y miró por encima del hombro la desierta sala.
Reinaba el silencio más profundo.
Con súbita resolución se inclinó sobre el dormido muchacho, separando con ambas manos sus grandes bigotes.
Mas, en el instante de hacerlo, un travieso soplo de aire que le acechaba, giró en torbellino por la chimenea abajo, reanimando el hogar y despidiendo viva claridad, de la que huyó Federico como asustado.
Sus compañeros le esperaban ya en el pinar.
Dos de ellos luchaban para sujetar en la oscuridad un ser extrañamente disforme, el cual a medida que Federico se acercaba, fue delineando su figura. Era la yegua.
El cuadrúpedo no tenía, en realidad, bonita estampa.
Nada notable ofrecía desde su romo hocico hasta sus alzadas ancas, y desde su arqueado espinazo, oculto por las raídas y tiesas machillas de una silla mejicana, hasta sus gruesas, derechas y huesosas piernas, no tenía una sola línea de la gracia y noble aspecto que distingue a su especie.
Con los blancos ojos medio ciegos, pero malignos, su labio inferior colgante y su monstruoso color, era incapaz de despertar el más leve sentimiento estético.
—Bueno—dijo Conrado,—cuidado con las herraduras, muchachos, ¡arriba! Ojo con no descuidarte en agarrar ante todo las crines, y cuida de agarrar en seguida el otro estribo. ¡Arriba!
Montó atropelladamente el jinete, pateó luchando el solípedo, apartáronse con precipitación los espectadores y volaron sacudidas en círculo las herraduras, retemblando la tierra a los saltos del animal. Por último, sonaron las espuelas y partió Jovita. Federico, en las tinieblas, gritó:
—¡Bien va!
—Al volver no tomes el camino de abajo, a no ser que apremie el tiempo. ¡No la detengas al bajar la cuesta! A las seis te esperamos en el vado. En marcha. ¡Hop! ¡Adelante!
Y chispearon las piedras, crujió ruidosamente la grava del camino y Federico se hundió en la oscuridad.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¡Oh, musa! canta; ¡la cabalgada de Federico Bullen! ¡Oh, musas, venid en mi ayuda para cantar los caballerescos varones, la sagrada empresa, las hazañas, la batida de los patanes malandrines, la terrible cabalgada y temerosos peligros de la flor de Bar Sansón! ¡Ah, musa mía! ¡Desdeñosa estás!... Nada quiere con este animal coceador y con su andrajoso jinete, y fuerza me es seguirlos en simple prosa.
Eran las dos; apenas alcanzara Rattlesnake-Hill, y ya en aquel intervalo Jovita había hecho gala de todos sus vicios, y sacado a relucir todas sus habilidades.
Tres veces tropezó. Dos veces alzó el romo hocico en línea recta con las riendas, y resistiendo el freno y la espuela, echó a correr locamente a través de campos y sembrados.
Dos veces se puso de manos, y se dejó caer hacia atrás, y dos veces el ágil Federico tuvo que recurrir a todo su ingenio y buena estrella para recobrar su asiento.
Y una milla más adelante, al pie de una prolongada colina, estaba Rattlesnake-Creek.
Federico sabía que allí le esperaba la prueba capital de su habilidad, si quería llegar al término de su jornada. Apretó los dientes, encajó sus rodillas en los costados de la yegua y cambió su táctica de defensa en una enérgica ofensiva.
Excitada y enardecida Jovita, emprendió el descenso de la cuesta.
El artificioso Federico fingía detenerla con represión manifiesta, y mentidos gritos de temor.
Inútil es añadir que Jovita en seguida emprendió vertiginosa carrera. Ni es necesario fijar aquí el tiempo empleado en el descenso; está inscrito en las crónicas de Bar Sansón.
Sólo diré que al cabo de un momento, pareciole a Federico que le salpicaba el barro de las inundadas orillas de Rattlesnake-Creek.
Conforme a los planes de Federico, el empuje que había adquirido la llevó más allá del margen, y teniéndola a propósito para un gran salto, se lanzaron en medio de la impetuosa corriente del río.
Unos momentos de lucha, coceando y nadando, y Federico respiró ruidosamente, después de ganar la orilla opuesta.
El camino desde Rattlesnake-Creek hasta Red-Mountain era bastante bueno.
Sea porque el baño en Rattlesnake-Creek hubiese templado su maligno ardor, o bien porque el arte con que Federico la condujo le hubiese demostrado la superior malicia de su jinete, Jovita ya no malgastaba su energía sobrante en vanos caprichos, y parecía haber adquirido una grave solemnidad.
Una vez tan sólo coceó con las piernas traseras, pero fue por la fuerza de la costumbre; otra vez se espantó, pero fue por una maldita vieja que se interpuso en el camino con un monumental cesto en la cabeza.
Fosos, montones de grava, trozos que emergían sembrados de fresca hierba, volaron bajo sus piernas que parecían infundidas de extraño vigor.
Empezó a resollar; una o dos veces tosió ligeramente, pero no disminuyeron su fuerza ni la velocidad de su carrera.
A las tres había pasado la Red-Mountain y comenzaba el descenso hacia el llano.
Diez minutos más tarde, el cochero de la rápida diligencia Pionner fue alcanzado y dejado atrás por un «hombre sobre un caballo pinto», según expresión del conductor.
A las tres y media Federico se alzó sobre sus estribos y lanzó una exclamación.
Al través de rasgadas nubes brillaban las estrellas, y frente a él, más allá de la llanura, se alzaban dos agujas, dos astas de banderas y una silueta de objetos negros escalonados.
Federico sacudió sus espuelas y blandió su riata. Precipitose Jovita, y un momento después penetraron a la carrera en Tuttleville, y pararon en la plaza de la Fonda de las Naciones.
Lo que ocurrió aquella noche en Tuttleville no forma, precisamente, parte de esta historia.
Pero sin pecar de prolijo puedo manifestar que, cuando Jovita hubo pasado a poder del somnoliento mozo de cuadra, a quien muy pronto le sacudió el sueño con un par de coces, Federico salió con el tabernero a dar una vuelta por el pueblo que dormía silencioso.
Las luces de unas pocas tabernas y casas de juego brillaban aún, pero evitando la tentación, pararon delante de varias tiendas cerradas, y llamando repetidamente después del consiguiente griterío, consiguieron hacer levantar de sus camas a los propietarios y obligándoles a desatrancar las puertas de sus almacenes y a exponer sus géneros a los importunos visitantes.
En algunos puntos no se pudieron librar de ciertas maldiciones, pero las más de las veces por interés o por necesidad se mostraron complacientes, y terminando la entrevista del modo más cordial.
Eran las tres cuando acabó esta ruta, y con un pequeño saco de goma impermeable, atado con correas a sus espaldas, Federico volvió a la posada.
Pero allí le acechaba la Belleza. La Belleza opulenta en encantos y ricos vestidos, persuasiva en el hablar y española en el acento.
En vano repitió la invitación del Excelsior.
El hijo de las sierras rechazó a la Belleza con gallardía, no sin mitigar el desaire con una sonrisa y su última moneda de oro.
Volvió a montar después, y emprendió su camino por la triste calle abajo, y luego por la llanura siempre lúgubre. Muy pronto la negra línea de casas, las aguas y el asta de bandera se perdieron en lontananza detrás de él, como si la tierra las hubiese tragado.
El tiempo había amainado. El aire era penetrante y frío, las siluetas de los cercanos mojones se percibían ya; eran las cinco y media cuando Federico alcanzó la iglesia de la Encrucijada en el camino del Estado.
Con objeto de evitar la rápida pendiente había tomado un camino más largo y de mayor rodeo, en cuyo lodo viscoso Jovita se hundía hasta las orejas a cada paso.
No era muy buena preparación para una seria subida de cinco millas; pero Jovita arremetió con su habitual, ciega e impetuosa furia, y media hora más tarde alcanzó la extensa llanura que conduce a Rattlesnake-Creek: treinta minutos más, y llegaban a la meta.
Federico soltó ligeramente las riendas sobre el cuello de la yegua, excitola con un silbido, y tarareó una canción.
Espantose de pronto Jovita, y dio un salto que hubiera desmontado a un árabe.
Agarrado a las riendas, estaba un hombre que había saltado desde la cuneta y al mismo tiempo se alzaban ante él y en el camino un caballo y otro jinete en la oscuridad.
—¡Afloja tu bolsa, canalla!—dijo en voz de mando y con una blasfemia la segunda fantasma.
Federico sintió a la yegua temblar debajo de sí y como si fuese a caer desplomada.
Sabía lo que esto significaba, y se preparó.
—Apártate, Simón, te conozco, maldito bandido; déjame pasar o verás...
Dejó la frase sin terminar.
La yegua levantó las patas al aire con un salto terrible, sacudiendo del bocado a la persona que la había agarrado y descargó su mortal malevolencia contra el obstáculo detentor.
Una blasfemia rasgó los aires, sonó un pistoletazo, caballo y salteador rodaron por el suelo y un momento después Jovita estaba a cien metros de aquel funesto lugar.
Pero el brazo derecho del jinete, destrozado por una bala, colgaba inerte a su lado. Sin disminuir la velocidad, cambió las riendas a su mano izquierda.
Algunos momentos más tarde viose obligado a parar y a apretar la cincha, que, mal asegurada, podía estúpidamente lograr lo que no habían conseguido el peligro ni el ataque.
Esta operación requirió unos minutos de suprema angustia.
Sin embargo, no temía la persecución. Mirando al cielo, vio que las estrellas de oriente palidecían, y que las lejanas cumbres, perdida su espectral blancura, se destacaban ya con sombrías tintas sobre un cielo cada vez más argentino. El día se le venía encima.
Haciendo un heroico esfuerzo y completamente absorto en una sola idea, olvidó el dolor de su herida, y montando de nuevo corrió hacia Rattlesnake-Creek.
Pero el aliento de Jovita era ya entrecortado, Federico vacilaba en la silla y el cielo se aclaraba ya del todo.
—¡Adelante! ¡Corre, Jovita! ¡oh, día, si pudiese detenerte con una mano!
En los últimos pasos sentía ya un zumbido en sus oídos.
El brazo del jinete desangraba más y más...
Al atravesar el camino por bajo de la colina, estaba deslumbrado y desvanecido y no reconoció el terreno que pisaba.
¿Había tomado un mal camino o era aquello Rattlesnake-Creek?
Federico iba por el recto camino.
Pero el alborotado arroyo que algunas horas antes había vadeado, estaba desbordado, y las aguas invadían los campos vecinos, de modo que se interponía entonces como rápido e irresistible río entre él y Rattlesnake-Hill.
Por primera vez en aquella noche, sintió Federico el corazón oprimido.
Todo fluctuaba ante sus ojos, y el río, la montaña y la temprana aurora giraban a su alrededor con velocidad vertiginosa.
Entonces los cerró, concentrándose en sí mismo para recobrar la conciencia que empezaba a vacilar.
En aquel breve intervalo, por algún fantástico procedimiento mental, el cuartito de Bar Sansón y el grupo del padre e hijo dormidos, apareció a su vista.
De repente abriéronse de nuevo sus ojos; tiró su levita, la pistola, las botas y la misma silla, ató fuertemente a sus espaldas el precioso lío; con las desnudas rodillas apretó los costados de Jovita, y tendido sobre el lomo del animal la azuzó hacia la corriente.
Un grito se alzó desde la orilla opuesta, mientras que la cabeza de un hombre y de un caballo se mostraban por algunos momentos sobre la batalladora corriente, para ser arrastrados luego fuera del río, por entre descuajados árboles y viscosas masas de lodo.
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El fuego se había extinguido en el hogar. La vela de la habitación interior espiraba, y en la puerta dieron un fuerte aldabonazo.
El viejo despertó sobresaltado.
Descorrió precipitadamente el cerrojo, pero dando un grito retrocedió ante la choreante y deshecha figura que vacilaba en el umbral.
—¡Federico!
—¡Silencio! ¿Despertó ya?
—No; ¿pero... Federico?
—¡Calla, animal! Tráeme un poco de aguardiente, vivo.
Federico no se acordaba, por lo visto, de la escena de aquella misma noche, pues el viejo voló en su busca y volvió con... una botella vacía.
Si sus fuerzas se lo hubieran permitido, Federico hubiera blasfemado.
Titubeó, y agarrándose del tirador de la puerta, llamó con una señal al viejo mientras aseguraba el bulto de la espalda.
—Hay algo aquí en ese lío para Juanito. Quítamelo. A mí me es imposible.
Lleno de turbación, el viejo desató el lío y colocolo ante el pobre Federico que estaba desfalleciendo.
—¡Abrelo, en seguida!
Hízolo con dedos temblorosos.
Contenía tan sólo unos pobres juguetes, bastante baratos y toscos, pero relucientes de pintura y oropel. Inútil es decir que todos llevaban impresas las huellas de la odisea que habían seguido.
En efecto, uno de ellos estaba roto, otro estropeado por el agua irreparablemente, y sobre el último una mancha de sangre extendía su fatídico contorno.
—No parece gran cosa, en verdad—balbuceó Federico tristemente.—Pero es lo mejor que hemos podido hacer. Recíbelos, viejo, y pónselos en sus zapatos, y dile... dile... dile, sabes... me rueda la cabeza.
El viejo tomolo en sus brazos.
—Dile—añadió Federico sonriendo débilmente,—dile que San Nicolás ha venido.
Y de esta manera, manchado de lodo y sangre, casi desnudo, anonadado, andrajoso, con un brazo colgando inerte a su lado, San Nicolás llegó a Bar Sansón, y cayó desfallecido en el umbral de una mísera vivienda.
El sol extendía ya por el firmamento sus dorados rayos; elevose dulcemente, y con inefable amor pintó de rosadas tintas los lejanos picachos.
Y el albor de Navidad acarició tan tiernamente a Bar Sansón, que la montaña entera, como sorprendida en una acción generosa, se sonrojó hasta las nubes.
Agitábase en conmoción Campo Rodrigo. Cuestión de riñas no sería, pues en 1850 no era esta novedad bastante para reunir todo el campamento. No solamente quedaron desiertos los fosos, sino que hasta la especería de Tut contribuía también con sus jugadores, quienes, como todos sabían, continuaron reposadamente su partida el día en que Pedro el francés y Kanaka Joe se mataron a tiros por encima del mostrador, frente mismo de la puerta. Formando compactos grupos estaban los vecinos reunidos ante una tosca cabaña, hacia el lado exterior del campamento. Se cuchicheaba con verdadero interés, y a menudo se repetía el nombre de una mujer, nombre bastante familiar en el campamento: Genoveva Sal.
Hablar de ella prolijamente sería contraproducente. Basta consignar que era una mujer grosera y desgraciadamente muy pecadora, pero al fin y al cabo la única mujer del campamento Rodrigo, que precisamente pasaba la crisis suprema en que su sexo requiere mayor suma de cuidados y atenciones.
Viciosa, abandonada e incorregible, padecía, sin embargo, un martirio cruel aun cuando lo atienden y dulcifican las compasivas manos femeninas.
En aquel aislamiento original y terrible, sin duda había caído sobre ella la maldición que atrajo Eva en castigo del primer pecado. Tal vez formaba parte de la expiación de sus faltas, que en el momento en que más falta le hacía la ternura intuitiva y los cuidados de su sexo, sólo se encontrara con las caras indiferentes de hombres egoístas. De todos modos, creo que algunos de los espectadores se encontraban afectados compadeciéndola sinceramente. Alejandro Tipton pensaba que aquello era muy duro «para Sal», y conmovido con tal reflexión, se hizo por el momento superior al hecho de tener escondidos en la manga un as y dos de triunfos.
Hay que confesar que el caso no era para menos. No escaseaban en Campo Rodrigo los fallecimientos, pero un nacimiento no era cosa conocida. Varias personas habían sido expulsadas del campamento resuelta y terminantemente, y sin ninguna probabilidad de ulterior regreso; pero ésta era la primera vez que en él se introducía alguien ab initio. He aquí la causa de la sensación.
—Oye, Edmundo—dijo un ciudadano prominente, conocido por León, dirigiéndose a uno de los curiosos.—Entra aquí y mira lo que puedas hacer, tú que tienes experiencia en estas cosas.
Y a la verdad que la elección no podía ser más acertada. Edmundo en otros climas había sido la cabeza putativa de dos familias. Precisamente, a alguna informalidad legal en ese proceder, se debió que Campo Rodrigo, pueblo hospitalario, le contase en su seno. Todos aprobaron la elección y Edmundo fue bastante prudente para acomodarse a la voluntad de sus conciudadanos. La puerta se cerró tras del improvisado cirujano y comadrón, y todo Campo Rodrigo se sentó en los alrededores de la cabaña, fumó su pipa y aguardó el desenlace de la tragedia.
La abigarrada asamblea contaba unos cien individuos; uno o dos de éstos eran verdaderos fugitivos de la justicia, otros eran criminales y todos del «qué se me da a mí». Exteriormente no dejaban traslucir el menor indicio sobre su vida y antecedentes. El más desalmado tenía una cara de Rafael, con profusión de cabellos rubios: Arturo, el jugador, tenía el aire melancólico y el ensimismamiento intelectual de un Hamlet: el hombre más sereno y valiente apenas medía cinco pies de estatura, con una voz atiplada y maneras afeminadas y tímidas. El término truhanés aplicado a ellos constituía más bien una distinción que una definición. Individualmente considerados, quizá faltaban a muchos los detalles menores, como dedos de la mano y pies, orejas, etc.; pero estas leves omisiones no le quitaban nada de su fuerza colectiva. El más hábil de entre ellos, no tenía más que tres dedos en la mano derecha; el más certero tirador era tuerto de solemnidad.
Tal era el aspecto físico de los hombres dispersos en torno de la cabaña. Formaba el campamento de Campo Rodrigo un valle triangular entre dos montañas y un río, y era su única salida un escarpado sendero que escalaba la cima de un monte frente a la cabaña, camino iluminado entonces por los plateados rayos de Diana.
La paciente podía haberlo visto desde el tosco lecho en que yacía. Podía verlo serpentear como una cinta de plata, hasta expirar en lo alto confundido con las nubes. Un fuego de ramas de pino carcomidas fomentaba la sociabilidad en la reunión. Lentamente, reapareció la alegría natural de Campo Rodrigo. Cambiáronse apuestas a discreción respecto al resultado: Tres contra cinco que Sal saldría con bien de la cosa; además, también apostose que viviría la criatura y se atravesaron apuestas aparte sobre el sexo y complexión del futuro huésped. En lo más recio de la animada controversia, oyose una exclamación de los que estaban más cercanos a la puerta, y todo el mundo aguzó los oídos. Dominando el rumor del aire entre los pinos que agitaba, el murmullo de la rápida corriente del río y el chisporroteo del fuego, oyose un grito agudo, quejumbroso, un grito al que no estaban avezados los habitantes del campamento de Campo Rodrigo. Las hojas cesaron de gemir, el río cesó en su murmullo y el fuego de chisporrotear: parecía como si la Naturaleza hubiese suspendido sus latidos.
El campamento se levantó como un solo hombre. No sé quién propuso volar un barril de pólvora, pero prevalecieron más sanos consejos, y sólo se acordó el disparo de algunos revólvers en consideración al estado de la madre, la cual, sea debido a la tosca cirugía del campamento, sea por algún otro motivo, fenecía por momentos. No transcurrió una hora sin que, como ascendiendo por aquel escarpado camino que conducía a las estrellas, saliese para siempre de Campo Rodrigo, dejando su vergüenza y su pecado. No creo que tal noticia preocupara a nadie a no ser por la suerte del recién nacido.
—Pero, ¿podrá vivir ahora?—preguntaron todos a Edmundo.
Su contestación fue dudosa. El único ser del sexo de Genoveva Sal que quedaba en el campamento en condiciones de maternidad, era una borrica. Suscitose breve debate respecto a las cualidades de semejante nodriza, pero se sometió a la prueba, menos problemática que el antiguo tratamiento de Rómulo y Remo y al parecer tan satisfactoria.
Disponiendo todos estos adminículos, se pasó todavía otra hora. Por último, se abrió la puerta y la ansiosa muchedumbre de hombres, que ya se había formado en cola, desfiló ordenadamente por el interior de la fúnebre cabaña. Inmediato del bajo lecho de tablas, sobre el cual se dibujaba fantásticamente perfilado el cadáver de la madre envuelto en la manta, había una tosca mesa cuadrada. Encima de esta había una caja de velas, y dentro, envuelto en franela de un encarnado chillón, yacía el recién llegado a Campo Rodrigo. Al lado mismo de la improvisada cuna, había colocado un sombrero; pronto se comprendió su destino.
—Señores—dijo Edmundo con una extraña mezcla de autoridad y de complacencia ex oficio,—los señores tendrán la bondad de entrar por la puerta principal, dar la vuelta a la mesa y salir por la puerta posterior. Los que deseen contribuir con algo para el huérfano, encontrarán a mano un sombrero que se ha dispuesto para el caso.
El primer visitante entró con la cabeza cubierta, pero al girar una mirada en torno suyo se descubrió, y así, inconscientemente, dio el ejemplo a los demás, pues en tal comunidad de gentes, las acciones buenas y malas tienen efecto contagioso. A medida que desfilaba la procesión, se dejaban oír los comentarios críticos, dirigidos más particularmente a Edmundo en su calidad de expositor y cirujano.
—¿Y es eso?
—El ejemplar es verdaderamente minúsculo.
—¡Qué encarnado está!
—¡Si no es más largo que un revólver!
Pero lo verdaderamente característico fueron los donativos: una caja de rapé, de plata; un doblón; un revólver de marina, montado en plata; un lingote de oro; un hermoso pañuelo de señora primorosamente bordado (de parte de Arturo, el jugador), un prendedor de diamantes; una sortija también de diamantes (regalo sugerido por el precedente, con la observación del dador de que vio aquel alfiler y lo mejoró con dos diamantes); una honda; una biblia (dador incógnito); una espuela de oro; una cucharita de plata cuyas iniciales no eran precisamente las del generoso donante; un par de tijeras de cirujano; una lanceta; un billete de Banco de Inglaterra, de cinco libras, y como unos doscientos pesos sueltos, en oro y en monedas de todo cuño. Mientras duró la ceremonia, Edmundo mantuvo un silencio tan absoluto como el de la muerta que tenía a su izquierda y una gravedad tan indescifrable como la del recién nacido, que yacía encima de la mesa.
Un ligero incidente rompió la monotonía de aquella extraña procesión.
Al inclinarse León curiosamente sobre la caja de velas, la criatura se volvió, y en un movimiento de espasmo agarró el errante dedo del minero y por un momento lo retuvo con fuerza.
León puso la estupefacta cara de un idiota, y algo parecido al rubor se esforzó en asomar a sus mejillas curtidas por el sol.
—¡Maldito bribón!—dijo, retirando su dedo con mayor ternura y cuidado de los que se podrían sospechar de él.
Y al salir, mantenía el dedo algo separado de los demás, examinándolo con extraña atención.
Este examen provocó la misma original observación respecto del angelito.
En efecto, parecía regocijarse al repetirlo.
—¡Ha reñido con mi dedo!—dijo a Alejandro Tipton, mostrando este órgano privilegiado.
—¡Maldito bribón!
Habían dado las cuatro cuando el campamento se retiró a descansar. En la cabaña, donde alguien velaba, ardían unas luces; Edmundo no se acostó aquella noche ni León tampoco; éste bebió a discreción y relató gustosamente su aventura de un modo invariable, terminándola con la calificación característica del recién nacido; esto parecía ponerle a salvo de cualquier acusación injusta de sensibilidad, y León no era hombre de debilidades... Después que todos se hubieron acostado, llegose hasta el río, silbando con aire indiferente. Remontó después la cañada, y pasó por delante de la cabaña silbando aún con significativo descuido. Sentose junto a un enorme palo campeche y volvió sobre sus pasos y otra vez pasó por la cabaña. Al llegar allí, encendió pausadamente su pipa, y en un momento de franca resolución llamó a la puerta.
Edmundo la abrió.
—¿Cómo va?—dijo León, mirando por encima de Edmundo, hacia la caja de velas.
—Perfectamente—contestó Edmundo.
—¿Ocurre algo?
—Nada.
Sucedió una pausa, una pausa embarazosa. Edmundo continuaba con la puerta abierta; León recurrió a su dedo, que mostró a Edmundo.
—¡Se peleó con él el maldito bribón!—dijo, y partió en seguida.
Al amanecer del día siguiente, tuvo Genoveva Sal la ruda sepultura que podía darle Campo Rodrigo; después, cuando su cuerpo hubo sido devuelto al seno del monte, celebrose una reunión formal en el campamento para discutir lo que debería hacerse con su hijo, recayendo el acuerdo unánime y entusiasta de adoptarlo. Pero a la vez se levantó un animado debate respecto de la posibilidad y manera de subvenir a los dispendios de su mantenimiento. Digno de consignarse es que los argumentos no participaron de ninguna de aquellas feroces personalidades a que conducían, por lo general, las discusiones en Campo Rodrigo. El excirujano propuso enviar la criatura a Red-Dog, a cuarenta millas de distancia, en donde se le podrían prodigar femeniles cuidados: pero la desgraciada proposición encontró en seguida la más unánime y feroz oposición. Indudablemente, no se quería tomar en cuenta plan alguno que encerrase la idea de separarse del recién venido.
Más desconfiado, Tomás Rider observó que aquella gente de Red-Dog podía cambiarlo y endosarles otro, incredulidad respecto a la honradez de los vecinos campamentos que prevalecía en Campo Rodrigo tocante a todos los asuntos.
La proposición de tomar una nodriza encontró también en la asamblea una oposición formidable. Díjose, en primer lugar, que no se alcanzaría de una mujer decente el que aceptara como hogar Campo Rodrigo, y añadió el orador que no hacía falta nadie de otra especie. Esta indirecta, poco caritativa para la difunta madre, por dura que pareciese, fue el primer síntoma de regeneración del campamento. Edmundo nada dijo; tal vez por motivos de delicadeza no quiso meterse en la elección de su posible sucesor, pero cuando le preguntaron, afirmó resueltamente que él y Jinny, la borrica antes aludida, podían componérselas para criar al pequeñuelo. Algo de original, independiente y heroico había en este plan, que gustó al campamento, por lo que se ratificó la confianza a Edmundo, enviándose a Sacramento por unos pañales.
—Cuidado—dijo el tesorero poniendo en manos del enviado un saco de arena aurífera que se pudo encontrar;—encajes, trabajos de filigrana y randas... todo lo que sea menester.
Aunque parece milagro, la criatura salió adelante; tal vez el clima vigoroso de la montaña se encargó de subsanar las deficiencias de la cría. La Tierra amamantó con sus ubres a este aventurero. En aquella atmósfera de las colinas, al pie de la sierra, en aquel aire vivo, de olores balsámicos, encontró cordial a la vez purificante y vivificador, que le servía de alimento, o bien una química sutil que convertía la leche de burra en cal y fósforo y demás nutritivos elementos. Edmundo se inclinaba a creer que era lo último, y su solícita y esmerada atención.
—Yo y la burra—decía—le hemos servido de padre y madre.
Y añadía a menudo, dirigiéndose al envoltorio mal pergeñado que tenía delante:
—Nunca jamás te vuelvas contra nosotros.
Al cabo de treinta días, hízose evidente la necesidad de dar nombre al niño, pues hasta entonces había sido conocido como «el corderito», «el niño de Edmundo», «el cayote», alusión a sus facultades vocales, y aun por el tierno diminutivo de «el maldito bribón». Sin embargo, pronto se dijo que esto era vago y poco satisfactorio, y finalmente prevaleció una nueva opinión. Los aventureros y jugadores son supersticiosos: Arturo declaró un día que la criatura llevaba la suerte a Campo Rodrigo, y a la verdad el campamento no había sido desgraciado en los últimos tiempos. Así, pues, éste fue el nombre convenido, con el prefijo de Tomasín, para hacerlo un poco más cristiano. No se hizo alusión alguna a la madre, y el padre poco importaba.
—Mejor es—dijo el filosófico Arturo—dar de nuevo las cartas, llamarle La Suerte y comenzar el juego otra vez.
Se señaló, pues, día para el bautizo. A juzgar por la despreocupada irreverencia que reinaba en Campo Rodrigo, puede imaginarse lo que venía a significar dicha fiesta. El maestro de ceremonias era un tal Boston, célebre taravilla, y la ocasión parecía prestarle magnífica ocasión para lucir sus chistes y agudezas. Este ingenioso bufón pasó dos días preparando una parodia del ceremonial de la iglesia, con algunas alusiones de sabor local. Ensayose convenientemente el coro y se eligió padrino a Alejandro Tipton. Después de la procesión llegó éste a la arboleda con música y banderas al frente, y la criatura fue depositada al pie de un altar simulado. Pero de pronto apareció Edmundo, y adelantándose al frente de la muchedumbre en expectativa, dijo lo siguiente:
—No es mi costumbre echar a perder las bromas, muchachos—y en esto irguiose el hombrecillo resueltamente, haciendo frente a las miradas en él fijas,—pero me parece que esto no cuadra. Es hacer un desafuero al chiquitín, eso de mezclarle en bromas que no puede comprender. Y respecto a la elección de padrino, dijo en tono autoritario:—Quisiera saber quién tiene más derechos que yo.
Un grave silencio siguió a estas palabras, pero sea dicho en honor de todos los bromistas, el primer hombre que reconoció la justicia fue el organizador del espectáculo, privándose así del legítimo disfrute de su trabajo.
Aprovechando estas ventajas, continuó Edmundo rápidamente:—Pero, estamos aquí para un bautizo y lo tendremos: Yo te bautizo, Tomás La Suerte, según las leyes de los Estados Unidos y de California, y... en nombre de Dios. Amén.
Por primera vez se profería en el campamento el nombre de Dios de otro modo que profanándolo. La ceremonia que acababa de celebrarse era tal vez más risible que la que había concebido el satírico Boston, pero, cosa extraña, nadie reparó en ello. Tomasín fue bautizado tan seriamente como lo hubiera sido bajo las bóvedas de un templo cristiano, y en igual forma tratado y considerado.
Y así fue cómo principió la obra de regeneración de Campo Rodrigo, operándose en el campamento un cambio imperceptible. Lo que primeramente experimentó las primeras señales de progreso, fue la modesta vivienda de Tomasín. Limpiada y blanqueada cuidadosamente, fue luego entarimada con maderas, empapelada y adornada. La cuna de palo rosa traída de ochenta millas sobre un mulo, como decía Edmundo a su manera, fue digno remate de todo aquello. De este modo, la rehabilitación de la cabaña fue un hecho consumado. La numerosa concurrencia que solía pasar el rato en casa de Edmundo para ver cómo seguía La Suerte, apreciaban el cambio, y, en defensa propia, el establecimiento rival, la especería de Tut, se restauró con un espejo y una alfombra. Consecuencia saludable de estas novedades, fue fomentar en Campo Rodrigo costumbres más rígidas de aseo personal; además, Edmundo impuso una especie de cuarentena a aquellos que aspiraban al honor de tener en brazos a La Suerte. Claro que esto fue una mortificación para León, quien, gracias al descuido de una varonil naturaleza y a las costumbres de la vida de fronteras, había creído hasta entonces que los vestidos eran una segunda piel que, como la de la serpiente, sólo se cambiaba cuando se caía por carecer de utilidad. No obstante, fue tan sutil la influencia del ejemplo ajeno, que desde aquella fecha en adelante apareció regularmente con camisa limpia y cara aún reluciente por el contacto del agua fresca. Tampoco fueron descuidadas las leyes higiénicas, tanto morales como sociales. Tomasito, al que se suponía en necesidad permanente de reposo, no debía ser estorbado por ruidos molestosos, así es que la gritería y los aullidos tan connaturales a los habitantes del campamento, no fueron permitidos al alcance del oído de la casa de Edmundo. Los hombres conversaban en voz baja o bien fumaban con gravedad india, la blasfemia fue tácitamente proscrita de aquellos sagrados recintos, y en todo el campamento la forma expletiva popular: maldita sea la suerte o maldita la suerte, fue desechada por prestarse a enojosas interpretaciones. Sólo fue autorizada la música vocal por suponérsele una cualidad calmante, y cierta canción entonada por Jack, marino inglés, desertor de las colonias australianas de S. M. Británica, se hizo popular como un canto de cuna. Se trataba del relato lúgubre de las hazañas de la Aretusa, navío de 74 cañones, cantado en tono menor, cuya melodía terminaba con un estribillo prolongado al fin de cada estrofa. Era de ver a Jack meciendo en sus brazos a La Suerte con el movimiento de un buque y entonando esta canción de sus tiempos de fidelidad. No sé si por el extraño balanceo de Jack, o por lo largo de la canción—contenía noventa estrofas, que se continuaban en concienzuda deliberación hasta el deseado fin,—el canto de cuna causaba el efecto deseado. Al volver del trabajo, los mineros se tendían bajo los árboles, en el suave crepúsculo de verano, fumando su pipa y saboreando las melodiosas cadencias de la composición. Una vaga idea de que esto era la felicidad de Arcadia, se infundió a todos.
—Esta especie de cosa—decía el Chokney Simons, gravemente apoyado en su codo—es celestial.
Le recordaba a Greenwich.
En los calurosos días de verano, generalmente llevaban a La Suerte al valle, donde Campo Rodrigo explotaba el metal precioso. Allí, mientras los hombres trabajaban en el fondo de las minas, el pequeñuelo permanecía sobre una manta extendida sobre la verde hierba. La intuición artística de los mineros acabó por decorar esta cuna con flores y arbustos olorosos, llevándole cada cual, de tiempo en tiempo, matas de silvestre madreselva, azalea, o bien los capullos pintados de las mariposas. De allí en adelante, se despertó en los mineros la idea de la hermosura y significación de estas bagatelas que durante tanto tiempo habían hollado con indiferencia. Un fragmento de reluciente mica, un trozo de cuarzo de variado color, una piedra pulida por la corriente del río, se embellecieron a los ojos de estos valientes mineros y fueron siempre puestos aparte para La Suerte. De esta manera, la multitud de tesoros que dieron los bosques y las montañas para Tomasín, fue incalculable. Circundado de juguetes tales como jamás los tuvo niño alguno en el país de las hadas, es de esperar que Tomasín viviese satisfecho. La felicidad se asentaba en él, pero dominaba una gravedad infantil en todo su aspecto una luz contemplativa en sus grises y redondos ojos que alguna vez pusieron a Edmundo en grave inquietud. Era muy dócil y apacible. Dicen que una vez, habiendo caminado a gatas más allá de su corral o cercado de ramas de pino entrelazadas que rodeaban su cuna, se cayó de cabeza por encima del banquillo, en la tierra blanda, y permaneció con las encogidas piernas al aire, por lo menos, cinco minutos, con una gravedad y un estoicismo admirables, levantándolo sin una queja. Otros muchos ejemplos de su sagacidad sin duda se sucederían, que desgraciadamente descansan en las relaciones de amigos interesados. No carecían muchos de cierto tinte supersticioso.
Por ejemplo. Un día León llegó en un estado de excitación verdaderamente extraordinario.
—No hace mucho—dijo,—subí por la colina, y maldito sea mi pellejo, si no hablaba con una urraca que se ha posado sobre sus pies. Charlando como dos querubines, daba gozo verles allí tan graciosos y desenvueltos.
De cualquier manera que fuese, ya corriendo a gatas por entre las ramas de los pinos o tumbado de espaldas contemplase las hojas que sobre él se mecían, para él cantaban los pájaros, brincaban las ardillas y se abrían las flores suavemente. La Naturaleza fue su nodriza y compañera de juego, y tan pronto deslizaba entre las hojas flechas doradas de sol que caían al alcance de su mano, como enviaba brisas para orearle con el aroma del laurel y de la resina, le saludaban los altos palos campeches familiarmente, y somnolientas zumbaban las abejas, y los cuervos graznaban para adormecerlo.
Así transcurrió el verano, edad de oro de Campo Rodrigo.
Feliz tiempo era aquél, y la Suerte estaba con ellos. Las minas rendían enormemente; el campamento estaba celoso de sus privilegios y miraba con prevención a los forasteros; no se estimulaba a la inmigración, y al efecto de hacer más perfecta su soledad, compraron el terreno del otro lado de la montaña que circundaba el campamento en donde hubiese cuajado perfectamente el célebre adversus hostem, eterna auctoritas de los romanos. Esto y una reputación de rara destreza en el manejo del revólver mantuvo inviolable el recinto del afortunado campamento. El peatón postal, único eslabón que los unía con el mundo circunvecino, contaba algunas veces maravillosas historias de Campo Rodrigo, diciendo a menudo:
—Allí arriba tienen una calle que deja muy atrás a cualquier calle de Red-Dog; tienen alrededor de sus casas emparrados y flores, y se lavan dos veces al día; pero son muy duros para con los extranjeros e idolatran a una criatura india.
La prosperidad del campamento hizo entrar un deseo de mayores adelantos; para la primavera siguiente se propuso edificar una fonda e invitar a una o dos familias decentes para que allí residiesen, quizá para que la sociedad femenina pudiese reportar algún provecho al niño. El sacrificio que esta concesión hecha al bello sexo costó a aquellos hombres, que eran tenazmente escépticos respecto de su virtud y utilidad general, sólo puede comprenderse por el entrañable afecto que Tomasín inspiraba.
No faltó quien se opusiera, pero la resolución no se podía efectuar hasta el cabo de tres meses, y la misma minoría cedió, sin resistencia, con la esperanza de que algo sucedería que lo impidiese, como en efecto sucedió.
El invierno de 1851 se recordará por mucho tiempo en toda aquella comarca. Una densa capa de nieve cubría las sierras: cada riachuelo de la montaña se transformó en un río y cada río en un brazo de mar: las cañadas se convirtieron en torrentes desbordados que se precipitaron por las laderas de los montes, arrancando árboles gigantescos y esparciendo sus arremolinados despojos por doquier. Red-Dog fue inundado ya por dos veces, y Campo Rodrigo no tardaría en correr la misma suerte.
—El agua llevó el oro a estas hondonadas—dijo Edmundo,—una vez ha estado aquí, otra vendrá.
Y aquella noche el North-Fork rebasó repentinamente sus orillas y barrió el valle triangular de Campo Rodrigo. En la devastadora avenida que arrebataba árboles quebrados y maderas crujientes, y en la oscuridad que parecía deslizarse con el agua e invadir poco a poco el hermoso valle, poco pudo hacerse para recoger los desparramados despojos de aquella incipiente ciudad. Al amanecer, la cabaña de Edmundo, la más cercana a la orilla del río, había desaparecido. En el fondo de la hondonada, encontraron el cuerpo de su desgraciado propietario; pero el orgullo, la esperanza, la alegría, la Suerte de Campo Rodrigo no pareció.
Emprendía ya el regreso con corazón triste, cuando un grito lanzado desde la orilla los detuvo; era una barca de socorro que venía contra corriente. Dijeron que, unas dos millas más abajo, habían recogido un hombre y una criatura medio exánimes. Quizá algunos los conocería si pertenecían al campamento.
Una sola mirada les bastó para reconocer a León, tendido y magullado cruelmente, pero teniendo todavía en los brazos a La Suerte de Campo Rodrigo.
Al inclinarse sobre la pareja extrañamente junta, vieron que la criatura estaba fría y sin pulso.
—Está muerto—dijo uno.
León abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Muerto?—repitió con voz apagada.
—Sí, buen hombre, y tú también te estás muriendo.
Y el rostro de León se iluminó con una suprema sonrisa.
—Muriéndome—repitió,—me lleva consigo. Conste, muchachos, que me quedo con La Suerte.
Y aquella viril figura, asiendo al débil pequeñuelo, como el que se ahoga se aferra en una paja, desapareció en el tenebroso río que corre a abocarse en la inmensidad del mar.
Jamás conocimos su nombre verdadero, y por cierto que el ignorarlo no causó nunca en nuestra sociedad el menor disgusto, puesto que en 1854 la mayor parte de la gente de Sandy-Bar[4] se bautizó nuevamente.
Con frecuencia, los apodos se derivaban de alguna extravagancia en el traje, como en el caso de Dungaree-Jack, o bien de alguna singularidad en las costumbres, como en el de Saleratus-Bill, así nombrado por la enorme cantidad de aquel culinario ingrediente que echaba en su pan cotidiano, o bien de algún desgraciado lapsus, como sucedió al Pirata de hierro, hombre apacible e inofensivo, que obtuvo aquel lúgubre título por su fatal pronunciación del término pirita de hierro. Tal vez haya sido esto principio de una tosca heráldica; pero me inclino a pensar que, como en aquellos días el verdadero nombre de un individuo descansaba únicamente en su deleznable palabra, nadie hacía de ello el más leve caso.
—¿Te llamas Clifford, no es verdad?—dijo Boston, dirigiéndose con soberano desprecio a un tímido recién llegado al campamento.—El infierno está empedrado de tales Cliffords.
Y acto continuo presentó al desgraciado, cuyo nombre por casualidad era realmente Clifford, como el Papagayo Carlos, repentina y profana inspiración que pesó sobre él para siempre.
Volvamos ahora al socio de Tennessee, a quien siempre conocimos por este título relativo, aunque más tarde supimos que existió como una individualidad distinta y separada. Según informes, parece que en 1853 se marchó de Poker-Flat[5] para San Francisco, con el propósito manifiesto de buscar mujer, aunque no pasó más allá de Stocktown.
Una vez allí, se sintió atraído por una joven que servía a la mesa en la fonda en que había tomado habitación. Un día le dijo algo que la hizo sonreír no desfavorablemente, y romper con alguna coquetería un plato de pan tostado contra la seria y sencilla cara, que se le dirigía, retrocediendo luego a la cocina. Siguiola, y pocos momentos después regresó cubierto por más pan tostado, pero victorioso. Al cabo de ocho días se casaron ante un juez de paz y volvieron a Poker-Flat.
Confieso que se podría sacar más partido de este episodio, pero prefiero narrarlo tal como corría por las cañadas y tabernas de Sandy-Bar, donde todo sentimiento se modificaba por un subido barniz humorista. Poco se supo de su felicidad matrimonial hasta que Tennessee, que vivía entonces con su socio, tuvo un día ocasión de decir por cuenta propia algo a la novia, que «la hizo sonreír no desfavorablemente», retirándose ésta hacia Marisvilla, a donde la siguió Tennessee y donde pusieron casa, sin requerir la ayuda de ningún funcionario judicial. El socio de Tennessee sobrellevó sencilla y pacientemente, según su costumbre, la pérdida de su mujer; pero la sorpresa de todo el mundo fue cuando, al volver un día Tennessee de Marisvilla sin la mujer de su socio, porque ella, siguiendo su costumbre, se había sonreído y marchado con otro, el socio de Tennessee fue el primero en estrecharle la mano y darle afectuosamente los buenos días. Claro que los muchachos que se habían reunido en la cañada para presenciar el tiroteo se indignaron, y su indignación se hubiera manifestado por medio del sarcasmo, a no ser una cierta mirada en los ojos del socio de Tennessee, que indicaban una actitud muy poco favorable al holgorio. En resumen, era un hombre grave, en quien dominaba el detalle práctico de ser desagradable en un caso de dificultad.
Mientras tanto, el sentimiento público del Bar contra Tennessee se pronunciaba creciendo cada vez más. Se le conocía por jugador y sospechoso de ladrón, y estas sospechas alcanzaban igualmente a su socio; la continua intimidad con Tennessee después del citado asunto, sólo podía explicarse por la hipótesis de la complicidad. Por último, la culpa de Tennessee se hizo patente: un día alcanzó a un forastero en el camino de Red-Dog; éste contó después que Tennessee lo acompañó distrayéndolo con interesantes anécdotas y recuerdos, pero que con poca lógica terminó la entrevista con la siguiente arenga:
—Permítame, joven, que le moleste pidiéndole su cuchillo, sus pistolas y su dinero. Digo esto, porque en Red-Dog estas armas y el dinero que lleva consigo podrían ser una tentación para los mal intencionados. Me parece que tengo ya sus señas en San Francisco, y haré lo posible por visitarle.
Aquí podemos decir de paso que Tennessee poseía una verbosidad humorística, que ninguna preocupación comercial podía dominar en absoluto.
Tal suceso fue su última hazaña. Tanto en Red-Dog como en Sandy-Bar, se hizo causa común contra el bandolero, y Tennessee fue cazado en la trampa que se le había preparado. Demostró su audacia cuando en el salón de las Arcadas se lanzó desesperado al través del Bar, descargando su revólver contra la muchedumbre, llegando así hasta el Cañón del Oso; pero al extremo de éste fue detenido por un hombre pequeño montado en un pequeño caballo. Miráronse un momento en silencio. Los dos hombres eran intrépidos; ambos de sangre fría e independientes, y ambos tipos de una civilización que en el siglo xvii hubiera sido llamada heroica, y en el siglo xix sólo despreocupada.
—¿Qué llevas? muestra el juego—dijo Tennessee con tranquilidad.
—Dos triunfos y un as—contestó el forastero con la misma sangre fría, enseñando dos revólveres y un cuchillo.
—Paso—repuso Tennessee.
Y con este epigrama de jugador, tiró su inútil pistola y retrocedió junto con su aprehensor.
Hacía una noche calurosa por demás. El fresco vientecillo que de ordinario, al ponerse el sol, descendía por la empinada montaña de chaparros, fue aquella noche negado a Sandy-Bar. La estrecha cañada sofocaba con sus cálidos y resinosos olores, y la madera podrida en el Bar despedía exhalaciones fétidas. Latían aún en el campamento la excitación del día y el hervor de las pasiones. Agitábanse las luces sin descanso en ambos lados del río, y ni un solo reflejo de la oscura corriente les contestaba. Detrás de la negra silueta de los pinos, los balcones del viejo desván del correo se destacaban brillantemente iluminados, y al través de sus ventanas, sin cortinas, los desocupados podían ver desde abajo las sombras de los que en aquel momento decidían de la suerte de Tennessee, y por encima de todo esto, destacándose sobre el oscuro firmamento, se alzaba majestuosa la lejana sierra, coronada de un inmenso y estrellado firmamento.
El procedimiento contra Tennessee se llevó tan lealmente como era de esperar de un juez y de un jurado que se sentían hasta cierto punto obligados a justificar en su veredicto las irregularidades del arresto y primeras diligencias. La ley de Sandy-Bar era implacable, pero no se inspiraba en la venganza. Por otra parte, la excitación y el resentimiento personal que motivaron semejante caza, se habían terminado. Una vez seguro el criminal en sus manos, estaban dispuestos a escuchar impasibles la defensa, convencidos de que ya sería insuficiente, y no teniendo en su interior duda alguna, querían conceder al preso el derecho más lato que posible fuese. Partiendo de la hipótesis de que debía ser ahorcado en virtud de principios generales, lo favorecían permitiéndole más amplio derecho del que su despreocupada osadía reclamaba. El representante de la justicia parecía más inquieto que el mismo preso, quien indiferente para los demás, afectaba al parecer una lúgubre satisfacción en el conflicto a que había dado lugar.
—No tomo carta alguna en este juego—era la contestación invariable, aunque humorística, que daba siempre a quien le preguntaba.
El juez, que era al propio tiempo su aprehensor, se arrepintió vagamente de no haberle descerrajado un tiro aquella mañana; pero pronto desechó esta flaqueza vulgar como indigna de un numen forense. No obstante, cuando sonó un golpe a la puerta y se dijo que el socio de Tennessee estaba allí para defender al prisionero, fue admitido en seguida sin el menor interrogatorio; acaso los miembros más jóvenes del jurado, para quienes los sucesos se prestaban a graves reflexiones, lo saludaban como un poderoso auxilio. Hay que confesar que no era en rigor de verdad una figura imponente: bajo y regordete, con la cara cuadrada, tostado por el sol hasta un color casi sobrenatural, vistiendo una ancha chaqueta y pantalones listados y manchado por barro rojizo, en cualquier circunstancia su aspecto hubiera sido extraño y risible, pero en la presente era hasta ridículo. Al hacer la acción de inclinarse para dejar a sus pies un pesado saco de noche que llevaba, echose de ver, por las inusitadas inscripciones que puso de manifiesto, que la tela con que estaban remendados sus pantalones, fue destinada en su origen a un envoltorio más humilde. Después de haber estrechado con afectada cordialidad la mano de cuantos estaban en el salón, enjugó su seria y perpleja cara con un pañuelo rojo de seda menos oscuro que su tez, apoyó su robusta mano sobre la mesa, y se dirigió al jurado con suma gravedad, diciendo:
—Pasaba por aquí, y se me ocurrió entrar a ver cómo seguía el asunto de ese Tennessee, mi socio y compañero. ¡Uf, que noche más sofocante! No recuerdo un tiempo parecido desde mi venida a estas regiones.
Hizo una pequeña pausa, pero como a nadie se le ocurrió impugnar esta observación metereológica, acudió segunda vez al recurso de su pañuelo, y por algunos momentos se enjugó con diligencia la frente.
—¿Tiene usted algo que decir en favor del preso?—preguntó por fin el juez.
—A eso voy—dijo el socio de Tennessee;—vengo aquí como su socio, pues lo trato desde hace cuatro años, en la comida y bebida, en el mal y en el bien, en la fortuna y en la desgracia. Sus caminos no son siempre los míos; pero no hay en ese joven cualidad, no ha hecho calaverada que yo no conozca. Si ahora me dice, me pregunta usted confidencialmente de hombre a hombre, sí sé algo en su favor, yo le digo, le digo confidencialmente, de hombre a hombre: ¿qué quiere que uno sepa de su amigo?
—¡Vamos! ¿Es eso todo cuanto tiene que decir?—interrumpió el juez impaciente, previendo tal vez que una peligrosa simpatía humorística vendría a humanizar su flamante tribunal.
—A eso, a eso voy—continuó el socio de Tennessee.—No seré yo quien diga algo contra él. Veamos, pues, el caso. Figurarse que a Tennessee le hace falta dinero, que le hace mucha falta dinero, y no le gusta pedirlo a su viejo socio. Está bien, ¿pues qué es lo que hace Tennessee? Echa el anzuelo a un forastero y pesca al forastero. Y ustedes le echan el anzuelo y lo pescan a él. ¡Tantos a tantos de triunfos! Apelo a su sano criterio y a la recta conciencia de este alto tribunal, para que diga si es esto así o no...
—Preso—dijo el juez, interrumpiéndo de nuevo,—¿tiene usted alguna pregunta que hacer a ese sujeto?
—¡No, no!—continuó rápidamente el socio de Tennessee.—Esta partida me la juego yo solo. Y yendo directamente al grano de la cuestión, esto es lo que hay: Tennessee la ha jugado muy pesada y muy cara contra un forastero y contra este campamento.—Y como haciendo un esfuerzo de sinceridad, continuó:—Y ahora, ¿qué es lo justo? Unos dirán sus más, otros dirán sus menos; en fin, aquí van 1700 pesos en oro sencillo y un reloj (es todo mi montón), y no se hable más del asunto.
Y acompañando la palabra a la acción y antes de que mano alguna se pudiese levantar para evitarlo, había vaciado ya sobre la mesa el contenido del saco de viaje.
Durante unos instantes estuvo su vida en peligro. Uno o dos hombres se levantaron en el acto, varias manos buscaron armas ocultas, y sólo la intervención del juez pudo dominar la propuesta de «echar a aquel insolente por el balcón». El reo se reía, y su socio, al parecer ignorante de la sobreexcitación que causaba, aprovechó la oportunidad para enjugarse otra vez la cara con el pañuelo de bolsillo.
Restablecido el orden y después de haberse hecho comprender al buen hombre, por medio de enérgicas demostraciones, que la ofensa de Tennessee no podía ser expiada por compensaciones metálicas, su fisonomía tomó un color más sanguinolento aún, y los que estaban cerca de él notaron que su ruda mano experimentaba un ligero temblor. Titubeó un momento, antes de volver el oro al saco de noche, como si no hubiese comprendido del todo el elevado sentimiento de justicia que guiaba al tribunal, y recelase no haber ofrecido bastante cantidad.
Después, volviéndose hacia el juez, dijo:
—Esta partida la he jugado solo, sin mi socio.
Tomó el sombrero y saludando al Jurado iba a retirarse, cuando el juez llamole:
—Si algo tiene que decir a Tennessee, haría usted mejor en comunicárselo ahora mismo.
Los ojos del preso y los de su extraño abogado se encontraron aquella noche por primera vez. Tennessee mostró sus blancos dientes con franca sonrisa y diciendo:
—¡Partida perdida, viejo!—le tendió la mano con efusión.
El socio de Tennessee la estrechó entre las suyas largo rato.
—Como pasaba por casualidad—dijo,—entré sólo por ver cómo seguían las cosas.
Dejó caer después pasivamente la mano que le había tendido, y añadiendo que la noche era calurosa, se enjugó de nuevo la cara con el pañuelo, y sin más, se retiró del local.
Aquellos dos hombres no se encontraron ya jamás en la vida. El insulto fue demasiado grave, y el hecho de haberse propuesto sobornar a un juez de la ley de Linch, la cual aunque fanática, débil o estrecha, era, por lo menos, incorruptible, excluyó de un modo irrevocable de la mente de aquel inflexible funcionario toda vacilación respecto al destino de Tennessee, y al amanecer, estrechamente escoltado, se le condujo a la cima del Monte Marley, donde debía ejecutarse la fatídica sentencia.
De la impasibilidad con que la arrostró, de cuán sereno estaba, de cómo se negó a declarar cosa alguna, de cuán legales eran las disposiciones del comité, de todo se trató debidamente en el pregón de Red-Dog, con el aditamento de una amonestación moral a modo de lección para todos los futuros malhechores, y ya que el editor estaba presente, a su vigoroso inglés remito de buena gana al que me lee. Lo que no describió esta hoja local, fue la belleza de aquella mañana de verano, la santa armonía de la tierra, del aire y del cielo, la vida que rebosaba de los libres bosques y montes, el alegre renacimiento, las divinas promesas y la serenidad infinita de la Naturaleza, porque no formaban parte de la lección moral. Y no obstante, después que el insignificante acto se hubo consumado y que una vida, con todos sus derechos y deberes, hubo salido de aquella cosa diforme que colgaba entre la tierra y el cielo, los pájaros piaban aún alegremente, las flores se abrían y el astro del día resplandecía tan majestuoso como siempre. Tal vez el pregón de Red-Dog tenía razón.
El poco experto defensor de Tennessee no se encontraba en el grupo que rodeaba el lúgubre árbol; pero cuando los asistentes nos volvimos para dispersarnos, atrajo nuestra atención la presencia de un carrucho tirado por un burro y parado en el borde de la carretera. Todos nos acercamos y reconocimos desde luego al paciente borriquito y el carro de dos ruedas, propiedad del socio de Tennessee y que éste empleaba para extraer las tierras de su placer. Unos metros más allá, el propietario del vehículo en persona, sentado bajo un buckeye[6], enjugaba el sudor de su rostro congestionado.
Hábilmente interrogado por los curiosos, dijo que había ido allí por el cuerpo del difunto, si no lo tenía a mal el comité; que no quería apresurar las cosas, podía esperar, pues aquel día no trabajaba, y cuando los señores hubiesen concluido con el difunto, se haría cargo de él.
—Además—añadió sencilla y gravemente,—si alguno de los presentes gusta tomar parte en el entierro, puede asistir.
Sea por una de tantas humoradas, que como ya he indicado eran características de Sandy-Bar, sea por razones más altruistas, el caso es que las dos terceras partes de los desocupados aceptaron en seguida la invitación que tan desinteresadamente se les hacía.
Habían dado ya las doce, cuando el cuerpo de Tennessee fue puesto en manos de su socio. Cuando se acercó el carro al árbol fatal, observamos que contenía una tosca caja oblonga, hecha al parecer de tablas de sluice[7] medio rellena de cortezas y ramillas de pino. Formaban parte de la ornamentación de la carreta recortes de sauce y unas cuantas docenas de flores de mucho olor. Un vez depositado el cuerpo en la caja, el socio de Tennessee lo cubrió con una tela embreada, montó gravemente en el estrecho pescante delantero, y con los pies sobre las varas, arreó al jumento, avanzando el vehículo lentamente, con aquel paso decoroso que, aun en circunstancias menos solemnes, es habitual a tan inteligentes cuadrúpedos.
Medio por curiosidad, medio por broma, pero todos de buen humor, siguieron los mineros a entrambos lados del carro; unos delante, otros detrás del sencillo ataúd; pero sea por la estrechez del camino o por algún sentimiento momentáneo e instintivo de piedad, a medida que adelantaba el carro, el acompañamiento se retrasaba en parejas, guardando el paso y tomando el aspecto de una solemne procesión. El divertido Jacobo Polibión, que a la salida había empezado la parodia de una marcha fúnebre, moviendo los dedos sobre una flauta imaginaria, desistió de proseguirla, por no hallar una acogida favorable, tal vez por faltarle la aptitud del verdadero humorista, que sabe divertirse con su propia gracia y humor.
El fúnebre camino atravesaba la cañada del Oso, revestida a aquella hora de sombrío y tenebroso aspecto. Los campeches, escondiendo en el rojizo terreno sus pies, guarnecían la senda como en fila india, y sus inclinadas ramas parecían echar una extraña bendición sobre el féretro que avanzaba lentamente.
Una preciosa liebre, sorprendida en su ingénita actividad, sentose sobre las patas traseras, rebullendo entre los helechos del borde del camino, mientras desfilaba la comitiva. Las ardillas se apresuraron a ganar las ramas más altas para atisbar desde allí en seguridad, y los arrendajos, tendiendo las alas, revoloteaban a la delantera, como postillones, hasta que alcanzamos los arrabales de Sandy-Bar y la solitaria cabaña del director de la ceremonia.
Visto aquel lugar, aun en circunstancias más placenteras, no hubiese sido un lugar risueño. La tosca y fea silueta y los groseros detalles que distinguen las construcciones del minero californiano, y además su poco pintoresco emplazamiento, todo se reunía allí a la tristeza de la ruina. A pocos metros de la cabaña, se extendía un inculto cercado que, en los cortos días de felicidad matrimonial del socio de Tennessee, había servido de jardín, pero que, en aquel entonces, disfrutaba de una exuberante vegetación de helechos y hierbas de todas clases. Conforme nos aproximamos al cercado, nos sorprendimos viendo que lo que habíamos tomado por un reciente ensayo de cultivo, era sólo desmonte que rodeaba una tumba recién abierta. La carreta estaba parada ya delante del cercado, y rehusando el socio de Tennessee las ofertas de auxilio, con el mismo aire de confianza que había demostrado en todo, cargó con la caja y la depositó, sin auxilio de nadie, en la poco profunda fosa. Pegando después con clavos la tabla que servía de tapa, y subiéndose al montículo de tierra que se alzaba junto a la huesa, descubriose y se enjugó lentamente la cara con el pañuelo. Todo el mundo comprendió que eran éstos los preliminares de un discurso, y se esparció sobre los troncos de árbol y las rocas en situación expectante.
Revestido de dignidad el socio de Tennessee dijo pausadamente:
—Digan; cuando un hombre ha estado corriendo en libertad todo el día, ¿qué es natural que haga? Pues volver a casa. Pero si no puede volver a casa por sí mismo, ¿qué es lo que debe hacer su mejor amigo? ¡Claro que traerle a ella! Y aquí tenéis a Tennessee que ha estado corriendo en libertad y de sus peregrinaciones lo traemos al hogar.
Aquí, como para concentrar sus ideas, calló, bajose a tomar un fragmento de cuarzo, y frotándolo pensativo contra su manga, continuó:
—Otras veces lo había cargado sobre mis espaldas como ahora habéis visto; otras veces lo había traído a esta cabaña, cuando no se podía valer por sí mismo; más de una vez yo y el borriquito lo habíamos esperado allá arriba, recogiéndolo y trayéndolo a casa cuando no podía hablar, ni le era posible reconocerme. Y hoy, que es el último día... ya veis...
Callose otra vez y frotó el cuarzo contra su manga.
—Como puede verse, el caso es duro para su socio... Y ahora, señores—añadió bruscamente, recogiendo su pala de largo mango,—se acabó el entierro; les doy las gracias y... Tennessee se las da también por la molestia que les ha ocasionado.
Oponiéndose a cuantas ofertas de ayudarlo se le hicieron, comenzó a llenar la tumba, dando la espalda al gentío, que, después de algunos momentos de indecisión, se retiró poco a poco. Al doblar la pequeña cresta que ocultaba a su vista Sandy-Bar, algunos, volviéndose hacia atrás, creyeron ver al socio de Tennessee, terminada ya su obra, sentado sobre la tumba, con la pala entre las rodillas y la cara sepultada en su rojo pañuelo de seda; pero otros arguyeron que, a tal distancia, no era posible distinguir la cara del pañuelo, y este punto no se esclareció jamás.
En medio de la calma que siguió a la agitación febril de aquel día, el socio de Tennessee no fue echado en olvido por los habitantes del campamento. Cierta rigurosa requisitoria que se hizo en secreto lo libró de la supuesta complicidad en el crimen de Tennessee, pero no de cierta sospecha sobre si estaba o no en su cabal juicio. La población de Sandy-Bar hizo caso de conciencia el visitarlo, ofreciéndole varios regalos toscos, aunque inspirados en sinceros sentimientos. Pero, desde el fatídico día, aquella salud y enorme fuerza parecieron declinar visiblemente, y entrada ya la estación de las lluvias, cuando las hojillas de hierba comenzaron a asomar por entre el pedregoso montículo que cubría la tumba de Tennessee, se dejó vencer por la enfermedad.
Metiose en cama.
Aquella noche, los pinos que rodeaban la cabaña, sacudidos por la tempestad, arrastraban sus esbeltas ramas por encima del techo, y a lo lejos se oían el rugido y los embates de la impetuosa corriente del río. El socio de Tennessee se incorporó y dijo:
—Ya es hora, voy en busca de Tennessee; engancharé el carrito.
Y se hubiera levantado de la cama a no habérselo impedido su criada. Sin embargo, haciendo extraños movimientos, continuó en su singular delirio:
—¡Ven acá, borriquita! ¡So, so! ¡quieta! ¡Qué oscuro está! Alerta con los baches, y cuida también de él, vieja. Ya sabes que a veces, cuando está borracho, rueda como un tronco hasta la cuneta. Corre, pues, en derechura hasta el pino de allá arriba, en la colina. Bueno... ¡no lo dije!... ¡ahí está!... ya viene... solo... sereno... ¡Cómo brillan sus ojos! ¡Tennessee!
Y así fue a su encuentro...
En el año 1852, vino con nosotros a California, a bordo del Skiscraper, un individuo llamado Fag, David Fag. Opino que el espíritu aventurero no influyó mucho en su partida; probablemente no tendría otro lugar a donde ir. Por las tardes, cuando reunidos los jóvenes, ponderábamos las magníficas colocaciones que habíamos abandonado, y cuán tristes habían quedado nuestros amigos al vernos partir; cuando enseñábamos daguerreotipos, y bucles de cabello, y hablábamos de María y de Susana, el pobre hombre solía sentarse entre nosotros y nos escuchaba penosamente humillado, aunque sin decir esta boca es mía. Quizá no tenía nada que decir. Carecía de camaradas, excepto cuando nosotros lo protegíamos, y en honor de la verdad, nos divertía bastante. No hacía viento para hinchar una gorra, y ya se mareaba; nunca pudo acostumbrarse a la vida de a bordo. Jamás olvidaré cuánto nos reímos cuando Abelardo le trajo un pedazo de tocino en un cordel, y... pero ya conoce todo el mundo esta chanza clásica; luego bromeamos a sus costas con gran regocijo. La señorita Engracia no podía sufrirlo; le hacíamos creer que se había encaprichado con él, y le enviábamos al camarote libros y golosinas. Era de ver la chistosa escena que tuvo lugar cuando, tartamudeando y luchando contra el mareo, subió a darle las gracias por los obsequios. ¡Menudo enfado tuvo ella! Parecíase a Medora, según dijo Abelardo, que sabía a Byron de memoria, y ¡no estaba poco sofocado el viejo Fag! Sin embargo, no nos guardó rencor, y cuando Abelardo cayó enfermo en Valparaíso, el viejo Fag lo cuidó esmeradamente. Era, en resumen, un chico de buena pasta, pero le faltaban valor y empresa. Carecía en absoluto de todo sentimiento estético, pues alguna vez llegó a vérsele sentado remendando su ropa vieja, mientras que Abelardo recitaba los conmovedores apóstrofes de Byron al Océano. En cierta ocasión, preguntó muy serio a Abelardo si creía que Byron se hubiese mareado en alguna ocasión. No recuerdo la respuesta de Abelardo, pero sí que todos nos reímos, y creo que no dejaría de ser buena, pues Abelardo no carecía de humorismo.
El día que el Skiscraper llegó a San Francisco, celebramos un gran banquete. Convínose en reunirnos todos los años y perpetuar tal acontecimiento. Por supuesto, que no convidamos a Fag. Fag era un pasajero de tercera, y como se comprenderá, era necesario, ya que estábamos en tierra, ser un poco prudentes. Pero el viejo Fag, como lo llamábamos, aunque no tendría más allá de veinticinco años (sea dicho entre paréntesis), fue para nosotros aquel día objeto de gran guasa. Según parece, concibió la idea de ir a pie a Sacramento, y realmente partió en dicha forma. La fiesta fue cabal: nos dimos todos un buen apretón de manos, y cada uno fuese por su lado. ¡Ay de mí! No hace de ello ocho años, y, sin embargo, algunas de aquellas manos, estrechadas entonces amistosamente, se han alzado de unos contra otros, y han entrado furtivamente en nuestros bolsillos. No comimos ya juntos al año siguiente, porque el joven Baker juró que no sentaría jamás en la misma mesa que ocupase un canalla tan despreciable como Remigio, y a Colás, el que pidió dinero prestado en Valparaíso al joven Lupo, que servía de mozo en un restaurant, no le gustaba encontrarse con gente de tal ralea.
Habiendo comprado una cantidad de acciones del Cayote's Tunnel, en Mugginswille, el 54, se me ocurrió subir hasta allí y examinarlo. Me hospedé en la Fonda del Imperio, y después de comer, busqué un caballo, di la vuelta al pueblo y me dirigí a las minas. Se me indicó uno de aquellos individuos a quienes los corresponsales de los periódicos llaman «nuestro inteligente noticiero» y que en las comunidades pequeñas se toman fácilmente el derecho de dar toda clase de informes. La fuerza del hábito le permitía ya trabajar y hablar a un tiempo, sin olvidar jamás una cosa por otra. Hízome una especie de historia del criadero, y añadió:
—Mire usted (y se dirigía al banco que tenía ante sí), de allí debe salir seguramente oro (y aquí interpuso una coma con su pica), pero el anterior propietario (sacó a retortijones la palabra de su pica) era un pobre hombre (y subrayó la frase con la pica), un infeliz que carecía de toda autoridad, que permitía a los chicos que se le subiesen a las barbas... (el resto lo confió a la operación de quitarse el sombrero, a fin de enjugar su frente varonil con un pañuelo de grandes cuadros azules.)
La curiosidad me llevó a preguntarle quién era el primitivo propietario.
—Se llamaba Fag.
Me apresuré a hacerle una visita; me pareció más viejo y más feo. Había trabajado mucho, según dijo, y sin embargo, la cosa sólo le marchaba así, así. Tomele afición y hasta cierto punto lo protegí. Si lo hice, porque empezara a sentir desconfianza para chicos como Abelardo y Remigio, no es preciso decirlo.
Todo el mundo recuerda cómo lo del Cayote's Tunnel se vino abajo y cuán ignominiosamente fuimos estafados. Pues, bien; lo primero que supe fue que Abelardo, uno de los principales accionistas, se veía reducido en Migginswille a guardar la cantina del hotel, y que el viejo Fag se había enriquecido, al fin, y vareaba la plata. Remigio me enteró de todo ello cuando volvió de arreglar sus asuntos. Me dijo también que Fag le hacía cocos a la hija del propietario del mencionado hotel. Así es que, por habladurías y por cartas, vine a saber que Robins, el dueño del hotel, trataba de arreglar el casamiento entre su hija Rosita y Fag. Era Rosita una chiquilla muy linda y regordeta, y que no haría más que lo que su padre mandase. Me pareció muy conveniente para Fag que se casara y estableciese, pues, como hombre casado, podría adquirir toda otra autoridad. Resolví, pues, un día subir a Mugginswille, para cuidar yo mismo del asunto.
Allí tuve la gran satisfacción de que Abelardo me sirviese las bebidas; sí, porque se trataba de Abelardo, el alegre, el brillante, el invencible Abelardo, que hacía dos años había tratado de despreciarme. Hablele del viejo Fag y de Rosita, precisamente, porque creí que el asunto no le sería grato. Declarome que nunca le había gustado Fag, y que estaba seguro de que a Rosita tampoco le agradaba: acaso otra persona ocupaba los pensamientos de Rosita.
En seguida volviose hacia el espejo del mostrador y se atusó el cabello; comprendí al vanidoso bribón, y pensé poner en guardia a Fag a fin de que se diera prisa en formalizar su unión. En el curso de una larga conversación que tuvimos y por el tono en que se expresó, eché de ver que el pobre chico estaba perdidamente enamorado de la muchacha. Suspiró y prometiome revestirse de valor para llevar el asunto a una crisis. Comprendí también que ésta, de excelente corazón, sentía una especie de silencioso respeto por Fag; pero le habían vuelto la cabeza las cualidades superficiales de Abelardo, que eran agradables y cortesanas. No creo que Rosita fuera peor que tú y yo: estamos más dispuestos a juzgar de los conocidos por su valor aparente que por su valor interno. Nos da menos trabajo y es más cómodo, excepto cuando necesitamos fiarnos de ellos. Lo difícil para con las mujeres, está en que en ellas el sentimiento se interesa más pronto que en nosotros, y ya comprenden ustedes que en este caso se hace imposible la reflexión. Esto es lo que se le hubiera ocurrido al viejo Fag si hubiera sido un hombre dotado de la más ligera psicología. Pero no era así. La cosa no tenía remedio.
Algunos meses después, estaba sentado en mi despacho cuando se me apareció el viejo Fag. Después de un efusivo apretón de manos, hablamos de los asuntos corrientes, de aquella manera mecánica, propia de gente que sabe que tiene algo que decir, pero que se ve obligada a llegar a ello por medio de las ceremonias acostumbradas. Después de una pausa, Fag, con su naturalidad acostumbrada, me dijo:
—Me vuelvo a mi casa.
—¿A tu casa?
—Sí; es decir, me parece que haré una excursión a los Estados del Atlántico. Te he venido a ver, pues, como sabes, tengo algunas propiedades y he otorgado poderes a tu nombre para que puedas administrarlas: traigo algunos papeles que desearía guardases en tu poder. ¿Deseas encargarte de ellos?
—Sí—dije.—¿Pero, qué hay de Rosita?
Fag enmudeció; trató de sonreír, y de este juego resultó uno de los efectos más sorprendentes y grotescos que jamás haya presenciado. Por fin, dijo:
—No me casaré con Rosita; es decir—y parecía pedirse interiormente perdón de una frase tan categórica,—creo que haré mejor en no casarme.
—David Fag—dije con repentina severidad,—eres un pobre hombre.
Y con extrañeza mía, se animó su rostro.
—Sí—dijo,—eso es; soy un pobre hombre; eso me lo he sabido siempre; te diré, me pareció que Abelardo quería a la muchacha tanto como yo, y supe, además, que ella lo amaba más que a mí, y que tal vez sería más feliz con mi rival. Además, me constaba también que el viejo Robins me hubiese preferido al otro porque yo era rico, y que la chica habría obedecido a su padre; pero, ¿me entiendes?, se me figuró que estorbaba, como quien dice, de manera que opté por retirarme. Sin embargo—continuó cuando iba ya a interrumpirlo,—por temor de que el padre rechazara a Abelardo, le he prestado lo bastante para establecerse por su cuenta en Dogtown. Hombre emprendedor, activo, brillante, como sabes que es Abelardo, puede adelantar y hacerse otra vez con su antigua posición, y no hay necesidad alguna de que le apremien si no lo logra. Alargome nuevamente la mano para despedirse.
Sentíame hastiado de sobras por su modo de tratar al tal Abelardo para mostrarme amable; pero como el negocio era de provecho, prometí encargarme de él, y Fag partió.
Transcurrió algún tiempo. Llegó el próximo vapor de regreso, y durante algunos días, un terrible accidente ocupó la atención de los Estados Unidos. En todas las regiones del Estado leíanse con avidez los detalles de un terrible naufragio, y los que tenían amigos a bordo se reunían para leer con aliento comprimido la larga lista de las víctimas. Busqué los nombres de todos los seres interesantes, afortunados y queridos que habían perecido, y creo que fui el primero en descubrir, entre éstos, el nombre de David Fag.
El pobre hombre ¡había, pues, en realidad, vuelto a su casa!
Al poner el pie don Jorge, jugador de oficio, en la calle Mayor de Poker-Flat, en la mañana del día 22 de noviembre de 1850, presintió ya que, desde la noche anterior, se efectuaba un cambio en la atmósfera moral de la población. Algunos grupos donde se conversaba gravemente, enmudecieron cuando se acercó y cambiaron miradas significativas. Era de notar que dominaba en el aire una tranquilidad dominguera; lo cual en un campamento poco acostumbrado a la influencia del domingo, parecía de mal agüero, y sin embargo, la cara tranquila y hermosa de don Jorge no reveló el menor interés por estos síntomas. ¿Tenía conciencia acaso de alguna causa predisponente? Eso era cosa distinta.
—Sospecho que van tras de alguno—pensó;—tal vez tras de mí.
Introdujo en su bolsillo el pañuelo con que había sacudido de sus botas el encarnado polvo de Poker-Flat, y con entera calma desechó de su mente toda conjetura.
La verdad era que Poker-Flat andaba tras de alguno. Había sufrido recientemente la pérdida de algunos miles de pesos, de dos caballos de valor y de un ciudadano preeminente, y en la actualidad pasaba por una crisis de virtuosa reacción, tan ilegal y violenta como cualquiera de los actos que la originaron. El comité secreto había resuelto expulsar de su seno todo miembro podrido. Practicose esto de un modo permanente, respecto a dos hombres que colgaban ya de las ramas de un sicomoro, en la hondonada, y de un modo temporal con el destierro de otras varias personas de pésimos antecedentes. Es sensible tener que decir que algunas de éstas eran señoras; pero en descargo del sexo, debo advertir que su inmoralidad era profesional y que sólo ante un vicio tal y tan patente se atrevía Poker-Flat a erigirse en inflexible tribunal.
A don Jorge le sobraba razón al suponer que estaba él incluido en la sentencia. Alguien del comité había insinuado la idea de ahorcarlo, como ejemplo tangible y medio seguro de reembolsarse, a costa de su bolsillo, de las sumas que les había ganado.
—No es justo—decía Simón Velero—dejar que ese joven de Campo Rodrigo, extranjero por sus cuatro costados, se lleve nuestros ahorros.
Sin embargo, un imperfecto sentimiento de equidad, emanado de los que habían tenido la buena suerte de limpiar en el juego a don Jorge, acalló las mezquinas preocupaciones de los más irreductibles.
Don Jorge recibió el fallo con filosófica calma, tanto mayor en cuanto sospechaba ya las vacilaciones de sus juzgadores. Era muy buen jugador para no someterse a la fatalidad. En su sentir, la vida era un juego de azar y reconocía el tanto por ciento usual en favor del banquero.
Una escolta de hombres armados acompañó a esa escoria social de Poker-Flat hasta las afueras del campamento. Formaban parte de la partida de los expulsados, además de don Jorge, reconocido como hombre decididamente resuelto, y para intimidar al cual se había tenido cuidado de armar el piquete, una joven conocida familiarmente por la Duquesa, otra mujer que se había ganado el título de madre Shipton, y el tío Billy, sospechoso de robar filones y borracho empedernido. La cabalgada no excitó comentario alguno de los espectadores, ni la escolta dijo la menor palabra. Solamente cuando alcanzaron la hondonada que marcaba el último límite de Poker-Flat, el jefe habló cuatro palabras en relación con el caso: el que desease conservar su vida, no debía poner más los pies en Poker-Flat.
Luego, cuando se alejaba la escolta, los sentimientos comprimidos se exhalaron en algunas lágrimas histéricas por parte de la Duquesa, en injurias por la de la madre Shipton y en blasfemias que, como flechas envenenadas, lanzaba el tío Billy. Tan sólo el estoico don Jorge permanecía mudo. Escuchó impasible los deseos de la madre Shipton de sacar el corazón a alguien, las repetidas afirmaciones de la Duquesa de que se moriría en el camino, y también las alarmantes blasfemias que al tío Billy parecían arrancarle las sacudidas de su cabalgadura. Para no desmentir la franca galantería de los de su clase, insistió en trocar su propio caballo, llamado El Cinco, por la mala mula que montaba la Duquesa; pero ni aun esta acción despertó simpatía alguna entre los de la comitiva errante. La Duquesa arregló sus ajadas plumas con cansada coquetería; la madre Shipton miró de reojo con malevolencia a la posesora de El Cinco, y el tío Billy no perdonó a ninguno de la partida con sus diatribas.
De todos modos, el camino de Sandy-Bar, campamento que en razón de no haber experimentado aún la regeneradora influencia de Poker-Flat, parecía ofrecer algún aliciente a los emigrantes, atravesaba una escarpada cadena de montañas, y ofrecía a los viajeros una jornada bastante regular. En aquella avanzada estación, la partida pronto salió de las regiones húmedas y templadas de las colinas, al aire seco, frío y vigoroso de las sierras. El sendero era estrecho y dificultoso; hacia el mediodía, la Duquesa, dejándose caer de la silla de su caballo al suelo, manifestó su resolución de no continuar más allá.
El paraje era singularmente imponente y salvaje. Un anfiteatro poblado de bosque, cerrado en tres de sus lados por rocas cortadas a pico en el desnudo granito, se inclinaba suavemente sobre la cresta de otro precipicio que dominaba la llanura. Sin duda alguna, era el punto más a propósito para un campamento, si hubiera sido prudente el acampar. Pero don Jorge, que no perdía fácilmente su orientación, sabía que apenas habían hecho la mitad del viaje a Sandy-Bar, y la partida no estaba equipada ni provista para hacer alto. Sin embargo, no hizo más que recordar esta circunstancia a sus compañeros acompañándola de un comentario filosófico sobre la locura de tirar las cartas antes de acabar el juego. Estaban provistos de licores, y en esta contingencia suplieron la comida y todo lo demás de que carecían. A pesar de su protesta, no tardaron en caer en mayor o menor grado bajo la influencia del alcohol.
La madre Shipton se echó a roncar; el tío Billy pasó rápidamente del estado belicoso al de estupor y la Duquesa quedó como aletargada. Sólo don Jorge permaneció en pie, apoyado contra una roca, contemplándolos con tranquilidad, pues don Jorge no bebía; esto hubiera perjudicado a una profesión que requiere cálculo, impasibilidad y sangre fría; en fin, para valernos de su propia frase, no «podía permitirse este lujo». Contemplando a sus compañeros de destierro y al filosofar sobre el aislamiento nacido de su oficio, sobre las costumbres de su vida y sobre sus mismos vicios, sintiose oprimido por primera vez. Procedió a quitar el polvo de su traje negro, a lavarse las manos y cara y a practicar otros actos característicos de sus hábitos de extremada limpieza, y por un momento olvidó su situación. No incurrió jamás en la pecaminosa idea de abandonar a sus compañeros, más débiles y dignos de lástima; pero, sin embargo, echaba de menos aquella excitación que, extraño es decirlo, era el mayor factor de la tranquila impasibilidad de que gozaba. Examinaba embebido las tristes murallas que se elevaban a mil pies de altura, cortadas a pico, por encima de los pinos que lo rodeaban; el cielo cubierto de amenazadoras nubes, y más abajo el valle que se hundía ya en la sombra, cuando oyó de repente que lo llamaban.
Un jinete ascendía poco a poco por el camino. No tardó mucho en reconocer en la franca y animada cara del recién venido a Tomás Búfalo, llamado el Inocente de Sandy-Bar. Le había encontrado hacía algunos meses en una partidilla, donde con la mayor legalidad ganó al cándido joven toda su fortuna, que ascendía a unos cuarenta dóllars. Después que hubo terminado la partida, don Jorge se retiró con el joven especulador detrás de la puerta, y allí le dijo estas o parecidas palabras:
—Tomás, eres un buen muchacho, pero no sabes jugar ni por valor de un centavo; no lo pruebes otra vez si has de seguir mis consejos.
Y diciendo esto, le devolvió su dinero, lo empujó suavemente fuera de la sala de juego, y así hizo de Tomás, más que un amigo, un esclavo.
El entusiasta y cordial saludo que Tomás dirigió a don Jorge, recordaba este generoso acto. Según dijo, iba a tentar fortuna en Poker-Flat.
—¿Solo?
—Completamente solo, no: a decir verdad (aquí se rió), se había escapado con Flora Vods. ¿No recordaba ya don Jorge a Flora Vods, la que servía la mesa en el Hotel de la Templanza? Hacía tiempo ya que seguía en relaciones con ella, pero el padre, Jaime Vods, se opuso; de manera que se escaparon e iban a Poker-Flat a casarse, y ¡hételos aquí! ¡Qué fortuna la suya en encontrar un sitio donde acampar en compañía tan agradable!
La conversación quedó interrumpida al aparecer Flora Vods, muchacha de quince años, rolliza y de buena presencia; salía de entre los pinos, donde se ocultara ruborizándose y se adelantaba a caballo hasta ponerse al lado de su prometido.
No era don Jorge hombre a quien le preocupasen las cuestiones de sentimiento y aún menos de las de conveniencia social, pero instintivamente comprendió las dificultades de la situación. No obstante, tuvo suficiente aplomo para largar un puntapié al tío Billy que ya iba a soltar una de las suyas, y el tío Billy estaba bastante sereno para reconocer en el puntapié de don Jorge un poder superior que no toleraría guasas de ningún género. Esforzose después en disuadir a Tomás de que acampara allí; pero fue inútil. Prevínole que no tenía provisiones ni medios para establecer un campamento; pero, por desgracia, el Inocente desechó estas razones asegurando a la partida que iba provisto de un mulo cargado de víveres, y descubriendo además una como tosca imitación de choza abierta al lado del camino.
—Flora podrá ocuparla con la señora de Jorge—dijo el Inocente, señalando a la Duquesa.—Yo ya me las compondré.
Pronunciadas estas palabras, le fue preciso a don Jorge toda su energía para impedir que estallase la risa del tío Billy, que aún así hubo de retirarse a la hondonada para recobrar la formalidad. Allí confió el chiste a los altos pinos, golpeándose repetidas veces los muslos con las manos, entre las muecas, contorsiones y blasfemias que en él eran tan comunes. A su regreso encontró a sus compañeros sentados en amistosa conversación alrededor del fuego, pues el aire había refrescado en extremo y el cielo se cubría de espesos nubarrones. Flora estaba hablando de una manera expansiva con la Duquesa, que la escuchaba con un interés y animación que desde hacía mucho tiempo no había demostrado. Búfalo discurría con igual éxito junto a don Jorge y a la madre Shipton, que se mostraba amable hasta cierto punto.
—¿Es este caso una tonta partida campestre?—dijo el tío Billy para sus adentros con desprecio, contemplando el silvestre grupo, las oscilaciones de la llama y las caballerías atadas.
De pronto, una idea se mezcló con los vapores alcohólicos que enturbiaban su cabeza. La idea sería seguramente chistosa, pues se golpeó otra vez los muslos y se metió un puño en la boca para contener la risa.
Lentamente las nubes se deslizaron por la montaña arriba, una ligera brisa cimbreó las copas de los pinos y aulló a través de sus largas y tristes hondonadas. La ruinosa choza, toscamente reparada y cubierta con ramas de pino, fue cedida a las señoras. Los novios, al separarse, cambiaron un beso tan puro y apasionado, que el eco pudo repetirlo en los vecinos peñascos. La frágil Duquesa y la cínica madre Shipton estaban, probablemente, demasiado asombradas para burlarse de esta última prueba de candor, y se dirigieron sin decir palabra hacia la cabaña. Avivaron otra vez el fuego; los hombres se tendieron delante de la puerta, y pocos momentos después dormían todos a pierna suelta.
Don Jorge tenía el sueño ligero; antes de apuntar el día, despertó aterido de frío. Al remover con un tizón el moribundo fuego, el viento que soplaba entonces con fuerza llevó a sus mejillas algo que le heló la sangre: la nieve. Dirigiose sobresaltado a los que dormían con intención de despertarles, pues no había tiempo que perder; pero al volverse hacia donde debía estar tendido el tío Billy, vio que éste había desaparecido. Cruzó rápidamente por su mente una idea desagradable, y una maldición salió de sus labios. Voló hacia donde habían atado a los mulos: ya no estaban allí.
Mientras tanto, las sendas desaparecían rápidamente bajo la nieve que caía con profusión.
Por un momento quedó aterrado don Jorge, pero pronto volviose hacia el fuego, con su serenidad acostumbrada. No despertó a los dormidos. El Inocente descansaba tranquilamente, con una apacible sonrisa en su rostro cubierto de pecas, y la virgen Flora dormía entre sus frágiles hermanas, como si le custodiaran guardianes angelicales. Don Jorge, echándose la manta sobre los hombros, se atusó el bigote y esperó la luz del mediodía, que vino poco a poco envuelta en neblina y en un torbellino de copos de nieve que cegaba y confundía. El paisaje parecía transformado como por arte de magia. Pasó sin atención la vista por el valle y resumió el presente y el porvenir en cuatro palabras: Sitiados por la nieve.
El detenido examen de las provisiones, que, afortunadamente para la partida estaban almacenadas en la choza, por lo que escaparon a la rapacidad del tío Billy, les dio a conocer que, con cuidado y prudencia, podían sostenerse aún diez días más.
—Eso—dijo don Jorge sotto voce al Inocente,—con tal que nos quiera usted tomar a pupilaje; si no (y tal vez hará usted mejor en ello), esperaremos que el tío Billy regrese con las nuevas municiones de boca que seguramente habrá ido a buscar.
No sé por qué ingrato motivo, don Jorge no dio a conocer la infamia del tío Billy, exponiendo la hipótesis de que éste se había extraviado del campamento en busca de los animales que se habían escapado sin duda. Echó una indirecta acerca de lo mismo a la Duquesa y a la madre Shipton, que, como es natural, comprendieron la defección de su consocio.
—Si se les da el más pequeño indicio, descubrirán también la verdad respecto de todos nosotros—añadió con intención,—y es por demás alarmar a la feliz pareja.
Tomás Búfalo no sólo puso a disposición de don Jorge todo lo que llevaba, sino que parecía disfrutar ante la perspectiva de una obligada reclusión.
—Habremos pasado una semana de campo, después se derretirá la nieve, y partiremos cada cual por su lado.
El franco optimismo del joven y la serenidad de don Jorge, comunicose a los demás. El Inocente, por medio de ramas de pino, improvisó un techo para la choza, que no lo tenía, y la Duquesa contribuyó al arreglo del interior con un gusto y tacto que hicieron abrir grandes ojos de asombro a la joven y fugitiva campesina.
—Ya se conoce que está acostumbrada a casas hermosas en Poker-Flat—dijo Flora.
La aludida dio media vuelta rápidamente, para ocultar el rubor que teñía sus mejillas, aun a través del colorido postizo de las de su profesión, y la madre Shipton rogó a Flora que guardase silencio. Al regresar don Jorge de su penosa e inútil exploración en busca del camino, oyó el sonido de una alegre risa que el eco repitió varias veces. Algo alarmado, parose pensando en el aguardiente que había escondido prudentemente.
—Esto no suena a aguardiente—dijo el jugador.
Sin embargo, hasta que a través del temporal vio la fogata y en torno de ella el grupo, no se convenció de que todo ello era una broma de buen género. Yo no sé si don Jorge había ocultado su baraja con el aguardiente como objeto prohibido a la comunidad, lo cierto os que, valiéndome de las propias palabras de la madre Shipton, «no habló una sola vez de cartas» durante aquella noche. Menos mal que pudo matarse el tiempo con un acordeón que Tomás sacó con aparato de su equipaje.
Luchando con algunas dificultades en el manejo de este instrumento, Flora logró arrancarle una melodía recalcitrante, acompañándola el Inocente con los palillos. La pieza que coronó la velada fue un rudo himno de misa campestre que los novios, entrelazadas las manos, cantaron con gran entusiasmo y vehemencia. Creo que el tono de desafío, del coro y aire del Covenanter[8], y no las cualidades religiosas que pudiera encerrar, fue motivo de que acabaran todos por tomar parte en el estribillo:
Estoy orgulloso de servir al Señor,
y me obligo a morir en su ejército.
Los árboles crujían, la tempestad se desencadenaba sobre el miserable grupo y las llamas del ara se lanzaban hacia el cielo como un testimonio del voto.
Entrada la noche, calmó la tempestad; los grandes nubarrones se corrieron y las estrellas brillaron centelleando sobre el negro fondo del firmamento. Don Jorge, a quien sus costumbres profesionales permitían vivir durmiendo lo menos posible, compartió la guardia con Tomás Búfalo de modo tan desigual, que cumplió casi por sí solo esta obligación. Disculpose con el Inocente, diciendo que muy a menudo se había pasado sin dormir ocho días seguidos.
—¿Pero haciendo qué?—preguntó Tomás.
—El poker[9]—contestó don Jorge gravemente.—Mira: cuando un hombre llega a tener una suerte borracha, antes se cansa la suerte que uno. No hay cosa más extraña que la suerte. Todo lo que se sabe de ella es que forzosamente debe cambiar. Y el descubrir cuándo va a cambiar, es lo que te forma. Ahora, por ejemplo, desde que salimos de Poker-Flat hemos dado con una vena de mala suerte. Llegan ustedes y les pillo también de lleno. El que tiene ánimo para conservar los naipes hasta el fin, éste se salva.
Y añadió el filósofo y jugador de una pieza, con alegre irreverencia:
Estoy orgulloso de servir al Señor,
y me obligo a morir en su ejército.
Pasaron tres días, y el sol, a través de las blancas colgaduras del valle, vio el cuarto a los desterrados repartirse las reducidas provisiones para el desayuno. Por un fenómeno singular de aquel montañoso clima, los rayos del sol difundían benigno calor sobre el paisaje de invierno, como compadeciéndose arrepentidos de lo pasado; pero, al mismo tiempo, descubrían la nieve apilada en grandes montones alrededor de la cabaña. Por todas partes se extendía un mar de blancura sin esperanza de término, mar desconocido, sin senda, de que eran juguetes estos náufragos de nuevo género. A muchas millas de distancia y a través de un aire maravillosamente sutil, se elevaba el humo de la rústica aldea de Poker-Flat. Observolo la madre Shipton, y desde lo más alto de la torre de su fortaleza de granito lanzó hacia aquella una maldición. Fue su última blasfemia y tal vez por aquel motivo revestía cierto carácter sublime.
—Me siento mejor—dijo confidencialmente a la Duquesa.—Pruebe de salir allí y maldecirlos, y te convencerás.
Luego, se impuso la tarea de distraer a la criatura, como ella y la Duquesa tuvieron a bien llamar a Flora; Flora no era una polluela, pero las dos mujeres se explicaban de esta manera consoladora y original que no fuese indecorosa ni soltase maldiciones.
Otra vez vino la noche a cubrir el valle con sus tinieblas.
Las quejumbrosas notas del acordeón se elevaban y descendían junto a la vacilante fogata del campamento con prolongados gemidos y frecuentes intermitencias. Pero como la música no alcanzaba a llenar el penoso vacío que dejaba la insuficiencia de alimento, Flora propuso una nueva distracción: contar cuentos. No tenían ganas don Jorge ni sus compañeras de relatar las aventuras personales, y el plan hubiera fracasado también a no ser por Tomás Búfalo. Algunos meses antes había encontrado por casualidad un tomo desparejado de la ingeniosa traducción de la Iliada, por Mr. Pope. Se impuso pues la tarea de relatar en el lenguaje corriente de Sandy-Bar, los principales incidentes de aquel poema, cuyo argumento dominaba, aunque con olvido de algunos nombres propios. Los semidioses de Homero volvieron aquella noche a pisar el planeta, y el pendenciero troyano y el astuto griego lucharon entre el viento, y los inmensos pinos del cañón parecían inclinarse ante la cólera del hijo de Peleo. Al parecer, don Jorge escuchaba con apacible fruición; pero se interesó especialmente por la suerte de As-quiles, como el Inocente persistía en denominar a Aquiles, el de los pies ligeros.
De este modo, con poca comida, mucho Homero y el acordeón, transcurrió una semana que con paciencia soportaron los fugitivos. De nuevo los abandonó el sol, y otra vez los copos de nieve de un cielo plomizo, cubrieron el congelado suelo. Poco a poco les fue estrechando cada vez más el círculo de nieves, hasta que los muros deslumbrantes de blancura se levantaron a veinte pies por encima de la cabaña. El fuego fue cada vez más difícil de alimentar; los árboles caídos a su alcance, estaban sepultados ya por la nieve. Y no obstante, nadie se quejaba. Los novios, olvidando tan triste perspectiva, se miraban en los ojos uno de otro, y eran felices, y don Jorge se resignó tranquilamente al mal juego que se le presentaba ya como perdido. La Duquesa, más alegre que de costumbre, se dedicó a cuidar a Flora; sólo la madre Shipton, antes la más fuerte de la caravana, parecía enfermar y fenecer poco a poco. A media noche del décimo día, llamó a su lado a don Jorge:
—Me voy—dijo con voz de quejumbrosa debilidad.—Le ruego no diga nada a los corderitos; tome el lío que está bajo mi cabeza y ábralo.
Efectuándolo, don Jorge vio que contenían intactas las raciones recibidas por la madre Shipton durante los últimos ocho días.
—Delas a la criatura—dijo, señalando a la dormida Flora.
—¡Infeliz! ¡Se ha dejado morir de hambre!—dijo el jugador con sorpresa.
—Así se llama esto—repuso la mujer con voz apagada.
Se acostó de nuevo, y volviendo la cara hacia la pared, entró en una rápida agonía.
Aquel día enmudecieron el acordeón y las castañuelas, y se olvidó la Iliada y sus héroes.
Al ser entregado el cuerpo de la madre Shipton a la nieve, don Jorge llamó aparte al Inocente y le mostró un par de zuecos para nieve, que había fabricado con los fragmentos de una vieja albarda.
—Hay todavía una probabilidad contra ciento de salvarla; pero es hacia allí—añadió señalando a Poker-Flat.—Si puedes llegar en dos días, cantaremos victoria.
—¿Y usted?—preguntó Tomás.
—Yo me quedo—contestó secamente.
La pareja se despidió con un estrecho y efusivo abrazo, al que siguieron algunas lágrimas. ¡Don Jorge! ¿También se va usted?—preguntó la Duquesa cuando vio a aquél que parecía aguadar a Tomás para acompañarle.
—Hasta el cañón—contestó.
Y, diciendo esto, besó a la Duquesa, dejando encendida su blanca cara y rígidos de asombro sus entumecidos nervios.
La soledad nocturna vino otra vez, pero no don Jorge. Trajo otra vez la tempestad y la nieve con sus torbellinos. Avivando el expirante fuego, vio la Duquesa que alguien había apilado a la callada contra la choza, leña para algunos días más. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero las ocultó a Flora.
Dominadas por el terror, aquellas vírgenes durmieron poco. Al amanecer, al contemplarse cara a cara comprendieron su común destino, observando el más riguroso silencio. Flora, haciéndose la más fuerte, se acercó a la Duquesa y la enlazó con su brazo, en cuya disposición mantuviéronse todo el resto de la jornada. La tempestad llegó aquella noche a su mayor furia, destrozó los pinos protectores e invadió la misma cabaña.
Al romper el nuevo día, no pudieron ya avivar el fuego, que se extinguió poco a poco.
A medida que las cenizas se amortiguaban, la Duquesa se acurrucaba junto a Flora, y por fin rompió aquel silencio que parecía eterno:
—Flora; ¿puedes rezar aún?
—No, hermana...—respondió Flora dulcemente.
La Duquesa, sin saber por qué, sintiose más libre, y apoyando su cabeza sobre el hombro de Flora no dijo más. Y así, reclinadas, prestando la más joven y pura su pecho como apoyo a su pecadora hermana, quedaron dormidas. El viento, como si temiera despertarlas, cesó. Muchos copos de nieve, arrancados a las largas ramas de los pinos, volaron como pájaros de blancas alas y se posaron sobre aquel grupo sublime. Diana, la de argentinos rayos, contempló al través de las desgarradas nubes aquel lugar selváticamente bello. Toda impureza humana se había fundido, todo rastro de dolor terreno había desaparecido bajo el inmaculado manto tendido misericordiosamente desde arriba.
Todo aquel día durmieron su apacible sueño, y al siguiente no despertaron, cuando voces y pasos humanos rompieron el silencio de aquel mudo paraje. Y cuando manos piadosas separaron la nieve de sus marchitas caras, apenas podía decirse, por la paz igual que ambas respiraban, cuál fuera la que se había manchado. La misma ley de Poker-Flat lo reconoció así y se retiró, dejándolas todavía enlazadas una en brazos de otra.
En la embocadura del desfiladero, sobre uno de los mayores pinos, encontrose un dos de bastos clavado en la corteza, con un cuchillo de monte. Contenía la siguiente inscripción, hecha con vigorosos trazos de lápiz:
✝
AL PIE DE ESTE ÁRBOL YACE EL CUERPO DE
DON JORGE
QUE DIO CON UNA VENA DE MALA SUERTE
EL 23 DE NOVIEMBRE 1850
Y ENTREGÓ SUS PUESTAS EL 7 DE DICIEMBRE 1850
✝
Y, en efecto. Allí, frío y sin pulso, con un revólver a su lado y una bala en el corazón, yacía bajo la nieve el que a la vez había sido el más fuerte y el más débil de los expulsados de Poker-Flat, cosas ambas que se leían todavía a través del rostro apacible pero enérgico del jugador.
Todo el día había corrido en diligencia y me sentía atontado por el traqueteo y molestias de tan pesado viaje. De modo que cuando al caer de la tarde descendimos rápidamente al pueblecito arcadiano de Wingdam, resolví no pasar adelante y salí del carruaje en un estado dispépsico insoportable. Sentía aún los efectos de un pastel misterioso, contrarrestados un tanto por un poco de ácido carbónico dulcificado que con el nombre de «limonada carbónica», me había servido el propietario del mesón de Medio Camino. No alcanzaron siquiera a interesarme los chistes del galante mayoral que conocía los nombres de todo el mundo en el trayecto; que hacía llover cartas, periódicos y paquetes desde lo alto de la vaca; que mostraba sus piernas en frecuente y terrible proximidad a las ruedas, subiendo y bajando cuando íbamos a toda velocidad; cuya galantería, valor y conocimientos superiores en el viaje nos admiraban a todos los viajeros, reduciéndonos a un silencio envidioso, y que cabalmente entonces estaba hablando con varias personas con visible interés y entusiasmo. Quedeme sombriamente de pie con mi manta y saco de viaje bajo el brazo, contemplando la diligencia en marcha, y eché una mirada de despedida al galante conductor, que, colgado del imperial por una pierna, encendía su cigarro en la pipa de un postillón que corría. Después, me volví hacia el apacible hotel de la Templanza, en Wingdam.
No sé si por causa del tiempo o por causa del pastel, la fachada no me hizo una impresión muy favorable. Quizá era porque el rótulo, extendido a lo largo de todo el edificio, con letras dibujadas en cada ventana, hacía resaltar de mala manera a aquellos que miraban por ellas, o quizá porque la palabra templanza siempre ha despertado en mí la idea de bizcochos flojos y chocolate de poca consistencia. A la verdad, la casa no convidaba. Podíasele haber llamado fonda de la abstinencia, según era la falta de todo lo necesario para deleitar o cautivar al pasajero. Presidió, sin duda, a su construcción cierta tristeza artística. De excesivas dimensiones para el campamento y destartalada no producía la más remota idea de confort. Tenía, además, una rústica condición: sentíase en ella la humedad del bosque y el olor del pino. La naturaleza violentada, pero no sometida del todo, retoñaba en lagrimillas resinosas por puertas y ventanas. No sé por qué me pareció que instalarse allí, debía asemejarse a pasar un día de campo perpetuo. Al hacer mi entrada en el hotel, los habituales huéspedes de la casa salían de un profundo comedor y se esforzaban en quitarse por la aplicación del tabaco en varias formas, el sabor detestable de la cena recién ingerida. Algunos se colocaron inmediatamente en torno de la chimenea, con las piernas sobre las sillas, y en aquella postura se resignaron silenciosamente a la labor ímproba de una pesada digestión.
En atención a mi estado gástrico, no acepté la invitación que para cenar me hizo el posadero, pero me dejé conducir al salón. Era el tal posadero un magnífico tipo barbudo del hombre animal. Pasó por mi imaginación un personaje dramático. Con la vista fija en el chisporroteante fuego, pensaba para mis adentros cuál podría ser, esforzándome en seguir el hilo de mis memorias hacia el revuelto pasado, cuando una mujercita de tímido aspecto apareció en la puerta, y apoyándose pesadamente contra el marco, dijo con voz débil.
—¡Marido!
Al volverse el posadero hacia ella, el singular recuerdo dramático centelleó claramente ante mí en un par de versos:
Dos almas con un solo pensamiento
y palpitando acorde el corazón...
Se trataba de Ingomar y Partenia, su mujer. Ni más ni menos.
In mente di en seguida al drama un desarrollo diferente:
Ingomar se había traído a Partenia a la montaña, donde tenía un hotel a beneficio de los allemani que acudían allí en número no escaso.
Partenia iba bastante cansada y desempeñaba el trabajo sin criados de ningún género. Tenía dos bárbaros, pequeños aún, un niño y una niña; estaba ajada, pero conservaba aún sus trazos bellos.
Permanecí sentado, hablando con Ingomar, que parecía encontrarse en su centro. Contome varias anécdotas de los allemani, que exhalaban todas un fuerte aroma del desierto, y sobre todo guardaban cabal armonía con la siniestra casa: habló de cómo Ingomar había muerto algunos osos terribles, cuyas pieles cubrían su cama; de cómo cazaba gamos, de cuya piel hermosamente adornada y bordada por su esposa, se vestía; de cómo había muerto a varios indios y de cómo él mismo estuvo una vez a punto de seguir la misma suerte. Esto, explicado con el ingenuo candor que tan bien sienta en un bárbaro, pero que un griego hubiese considerado de sabor poco ático.
Recordando a la fatigada Partenia, comencé a considerar que otra hubiese sido su suerte, de casarse con el antiguo griego del drama; al menos habría vestido siempre decente y sin aquel traje de lana pringado por las comidas de un año entero y las grasas de cocina, no se hubiese visto obligada a servir la mesa con el cabello sin peinar, ni se hubieran colgado de sus vestidos los dos niños con los dedos sucios, arrastrándola inconscientemente a la sepultura.
Estas poco optimistas cavilaciones las supuse inducidas por el pastel que todavía tenía en el estómago, de manera que me levanté y dije a Ingomar que me mostrara la habitación, pues quería acostarme.
Siguiendo al terrible bárbaro, que blandía una vela de sebo encendida, subí por la escalera arriba, hacia mi cuarto. Hízome notar que era el único que tenía con una sola cama, y que lo había construido para los matrimonios que pudiesen hacer alto allí; pero que no habiéndose presentado aún ocasión, lo había dejado a medio amueblar. Una de las paredes estaba tapizada y la otra tenía grandes grietas. El viento que soplaba constantemente sobre Wingdam, penetraba en el aposento por diferentes aberturas; la ventana era sobrado pequeña para su rompimiento, donde colgaba dando extraños chirridos. Parecíame todo repugnante y desaseado. Antes de retirarse Ingomar me trajo una de las pieles de oso, y echándola sobre una especie de ataúd que estaba en un rincón, aseguró que me abrigaría cómodamente y se despidió, deseándome un feliz sueño.
Me estaba todavía desnudando, cuando la luz se apagó a la mitad de esta operación; me acurruqué bajo la piel de oso y traté de acomodarme lo mejor posible para conciliar pronto el sueño. Sin embargo, estaba desvelado. Oí el viento que barría de arriba abajo la montaña, agitaba las ramas de los melancólicos pinos, entraba luego en la casa y forcejeaba en todas las puertas y ventanas del edificio. Fuertes corrientes de aire esparramaban a menudo mi cabello sobre la almohada con extraños aullidos. La madera verde de las paredes despedía humedad, que penetraba aún al través de la piel de plantígrado que me habían entregado. Me sentí como Robinson Crusoe en su árbol, después de retirar la escalera, o bien como el niño a quien se mece en la cuna. Al cabo de media hora de insomnio, sentí haberme parado en Wingdam. Después del tercer cuarto de hora me arrepentí de haberme acostado, y al cabo de una hora de inquietud, me levanté dispuesto a vestirme. Animome la creencia de que había visto lumbre en la sala común, y que tal vez estaba ardiendo todavía. Salí fuera de mi habitación y seguí a tientas el corredor que resonaba con los ronquidos de los allemani y con el silbido del viento implacable. Me deslicé escaleras abajo, y por fin, entrando en la sala, vi que ardía aún el fuego. Acerqué una silla, lo removí con el pie y me quedé sorprendido de ver a Partenia sentada allí también, con una criatura de demacrado rostro en el regazo.
Díjele si no sería indiscreción preguntarla por qué estaba levantada todavía.
No se acostaba los miércoles hasta la llegada del correo, para llamar a su marido si había pasajeros a quienes atender.
¿No se cansaba?
A veces, pero Abner (el nombre del bárbaro) le había prometido darle quien le ayudase, a la primavera siguiente, si el negocio prosperase.
¿Cuántos huéspedes tenían?
Calculaba que acudirían unos cuarenta a las comidas de hora fija y había parroquia de transeúntes, que eran tantos, que ella y su marido podían servirlos, pero él trabajaba también.
¿Qué trabajo?
¡Oh! descargar leña, llevar los equipajes de los pasajeros...
¿Hacía mucho tiempo que estaba casada?
Unos nueve años; había perdido una niña y un niño y tenía otros tres. Él era de Illinois; ella de Boston. Había sido educada en la escuela superior de niñas de Boston; sabía un poco de latín y griego y matemáticas. Cuando murieron sus padres vino sola al Illinois para poner escuela; lo vio; se casaron... un casamiento por amor... (Dos almas... etc.) Emigraron después al Arkansas; desde allí, a través de las llanuras, hasta California, siempre a orillas de la civilización.
¿Deseaba quizá alguna vez volver a su casa?
No le hubiera desagradado por motivo de sus niños, pues hubiese querido darles alguna educación. Ella les había enseñado algo, pero no mucho a causa de la excesiva ocupación. Estaba convencida que el hijo sería, como su padre, fuerte y alegre: temía que la niña se pareciese más bien a ella. Muchas veces había pensado que no estaba educada para ser la mujer de un fondista.
¿Por qué?
Sus fuerzas no eran muchas y había visto mujeres de los amigos de su marido, en el Kansas, que podían hacer más trabajo; pero él no se quejaba: ¡era tan bueno! (Dos almas... etc.)
Contemplela a la luz del hogar, cuyos reflejos jugueteaban en sus facciones ajadas y marchitas, pero finas y delicadas aún. Reclinada la cabeza y en actitud pensativa, tenía en los cansados brazos al niño clorótico y medio desnudo; a pesar del abandono, de la suciedad y de sus harapos, conservaba un resto de pasada distinción y no es de extrañar que no me sintiera yo entusiasmado por lo que ella llamaba la «bondad» de su marido.
Alentada por mi sincera curiosidad, me dijo que poco a poco había abandonado lo que imaginaba ser debilidades de su primera educación, pero notaba que perdía sus ya escasas fuerzas en esta nueva situación. Al pasar de la ciudad a los bosques, se vio odiada por las mujeres, que la tachaban de soberbia y presuntuosa; todo esto engendró la impopularidad de su marido entre los compañeros, y arrastrado en parte por sus instintos aventureros y en parte por las circunstancias, la llevó a otras tierras.
Continuó la narración de la triste odisea. En su memoria no quedaba otro recuerdo del camino recorrido que un desierto inmenso y desolado, en cuya uniforme llanura se levantaba un pequeño montón de piedras, la tumba de su hijo. Hacía tiempo, observaba que Guillermito enflaquecía y lo hizo notar a Abner, pero los hombres no entienden de criaturas, y, además, estaba fastidiado por un viaje con tanta gente y en tales condiciones.
Acaeció que después de pasar Sweetwater, iba ella caminando una noche al lado del carruaje y mirando el centellear de las estrellas, cuando oyó una vocecita que decía:—¡Madre!—Corrió hacia el interior del carromato y vio que Guillermito dormía descansadamente y no quiso despertarlo; un momento después oyó la misma apagada voz que repetía:—¡Madre!—volvió al carruaje, se inclinó sobre el pequeñuelo y recibió su aliento en la cara, y otra vez lo arropó como pudo y volvió a emprender la marcha a su lado, pidiendo a Dios que lo curase, y con los ojos levantados al cielo, oyó la misma voz, ya exánime, que por tercera vez la llamaba:—¡Madre!—y en seguida una grande y brillante estrella cruzó el espacio, apartándose de sus hermanas, y se apagó, y presintió lo que había sucedido y corrió al carromato otra vez, tan sólo para estrechar sobre su dolorido corazón una carita desencajada y fría como el mármol. Al llegar aquí, llevó a los ojos sus manos delgadas y enrojecidas y por algunos momentos permaneció en silencio. Una ráfaga de viento sopló con furia en torno de la casa y dio una embestida violenta contra la puerta de entrada, mientras que Ingomar, el bárbaro, en su lecho de pieles de la trastienda, roncaba con placidez beatífica.
Naturalmente que en el valor y fuerza de su marido habría encontrado siempre una protección contra las agresiones y los ultrajes de todo género.
¡Eso había que decirlo bien claro! Cuando Ingomar estaba con ella, no temía nada; pero era muy nerviosa, y un día le dieron un susto regular.
¿Cómo?
Era en los primeros tiempos de su estancia en California. Habían establecido una casa de bebidas y vendían licores y refrescos a los pasantes. Abner era hospitalario, y bebía con todo el mundo por el aliciente de la popularidad y del negocio; a Ingomar comenzó a gustarle el licor y acabó por tomarle excesiva afición. Una noche en que había mucha gente y ruido en la cantina, ella entró para sacarle de allí, pero únicamente logró despertar la grosera galantería de los alborotadores semiborrachos, y cuando, por fin, consiguió ya llevárselo a su habitación con sus espantados hijos, él se dejó caer sobre la cama como aletargado, lo que le hizo creer que el licor tenía algún narcótico. Y permaneció sentada a su lado durante toda la noche, sin pegar los ojos. A la madrugada oyó pisadas en el corredor, y mirando hacia la puerta vio que levantaban sigilosamente el pestillo, como si intentaran abrir la puerta; sacudió a su marido para despertarlo, pero en vano; finalmente, la puerta cedió poco a poco por arriba (por abajo tenía corrido el cerrojo) como a un empuje exterior gradual, y una mano se introdujo por la hendidura. Movida por un extraño impulso, se levantó como un relámpago, clavando aquella mano contra la puerta con sus tijeras (su única arma), pero la punta se rompió y el intruso escapó lanzando una terrible maldición. Jamás habló de ello a su marido, por temor de que matara a alguien; pero un día llegó a la posada un extranjero, y al servirle el café, le vio en el reverso de la mano una extraña cicatriz.
Continuamos hablando un buen rato; el viento soplaba todavía, e Ingomar roncaba en su lecho de pieles, cuando resonaron en la calle ruedas y herraduras y el relinche de caballos.
Era la diligencia del correo. Partenia corrió a despertar a Ingomar, y casi simultáneamente el galante conductor se apareció ante mí, llamándome por mi nombre y convidándome a beber de una misteriosa botella que llevaba. Abrevaron rápidamente los caballos, terminó su faena el conductor y, despidiéndome de Partenia, ocupé mi sitio en la diligencia. Quedé en seguida profundamente dormido para soñar que visitaba a Partenia e Ingomar, y que era agasajado con pastel a discreción, hasta que a la mañana siguiente me desperté en Sacramento. No podría asegurar si todo esto fue un sueño, pero jamás presencio el drama ni oigo la noble frase referente a Dos almas... sin pensar en los hosteleros de Wingdam.
Acababa de llegar la diligencia de Wingdam.
Lo cortés y comedido de la conversación y la ausencia de humo de cigarro y de tacones de bota en las ventanillas del carruaje, indicaban bien a las claras que albergaba una mujer en su interior. Y el cuidado y compostura que desplegaban los holgazanes que estaban parados delante de las ventanillas, según inveterada costumbre, arreglando sombreros y corbatas, indicaba además que la mujer era bonita: todo lo cual observaba desde la banqueta, don Jacobo Melín, con sonrisa filosófica. A la verdad, no era que despreciase el sexo, sino que reconocía en él un elemento engañoso, cuya persecución separaba al hombre de los no menos inconstantes halagos del poker[10], en el cual se puede decir que don Jacobo Melín era maestro consumado.
Así es que, cuando colocó su estrecha bota en la rueda para apearse, ni siquiera echó una mirada hacia la portezuela donde revoloteaba un velo verde; sino que haraganeó de arriba abajo con aquella indiferencia negligente y de buen tono, que es acaso la característica de los de su clase. Su grave indumentaria y continente reservado presentaban un señalado contraste con la inquietud febril y emoción ruidosa de los demás pasajeros, y aun estoy convencido de que el mismo Master, graduado en Harvard, con su descuidado vestido y exuberante vitalidad, sus largos discursos acerca del desorden y del barbarismo y su boca llena de bizcochos y de queso, representaba un pobre papel al lado de este solitario calculador de suertes, con su pálida cara griega y su señoril comedimiento.
Oyose al mayoral el grito de: «Al coche, señores», y el señor Melín volvió a ocupar su puesto. Tenía ya el pie en la rueda y la cara a nivel de la corrida ventanilla, cuando sus ojos se encontraron de repente con otros que le parecieron los más hermosos del mundo. Se apeó de nuevo tranquilamente, dirigió unas pocas palabras a uno de los pasajeros, y efectuando con él un cambio de asiento, con tranquilidad sin igual tomó el suyo en el interior, pues don Jacobo no toleraba que su filosofía estorbase la acción pronta y decisiva con que siempre procedía.
Creo que esta irrupción de Jacobo infundió alguna reserva en los demás pasajeros, particularmente en los que procuraban hacerse más agradables al bello sexo. Inmediatamente uno de ellos se inclinó hacia la señora del velo, y al parecer la informó con un solo epíteto de la profesión de don Jacobo. Si don Jacobo lo oyó y si reconoció en el informante a un abogado distinguido, al cual, pocas noches antes, había ganado algunos miles de pesos, no podría decirlo con certeza, pues su impasible rostro no reveló el menor indicio de ello. Sus negros ojos, fríamente observadores, giraron con indiferencia, pasando de corrido sobre el caballero legista y descansaron, por fin, sobre las facciones más placenteras de su vecina. La buena dosis de estoicismo indio, que le atribuían como herencia de sus antepasados maternos, prestole inapreciables servicios hasta que las ruedas giraron rechinando sobre los guijarros del río en el vado Scott, y la diligencia se detuvo, a la hora de la comida, en el Hotel Internacional. El distinguido jurista y un diputado de la cámara saltaron del carruaje y permanecieron junto a la portezuela dispuestos a ayudar a la deidad en su descenso, mientras que el coronel Estrella, de Siskyon, cargaba con su sombrilla y su saco de mano. Esta multiplicidad de galanterías produjo una confusión y retardo momentáneos. Entonces Jacobo Melín abrió tranquilamente la portezuela opuesta de la diligencia, tomó la mano a la señora, con aquella decisión y seguridad que un sexo indeciso e inseguro sabe admirar, y en un instante descendiola hasta el suelo. Yuba-Bill, el cochero, desde la banqueta donde estaba, no pudo reprimir una sonora carcajada.
—Tenga cuidado con ese equipaje, coronel—dijo el conductor con afectada solicitud, siguiendo con la vista al coronel Estrella, que marchaba tristemente a la retaguardia de la triunfante procesión.
Don Jacobo no se detuvo a comer. Su caballo le esperaba ya con todos sus arreos.
Montando con rapidez, subió por la arenosa ribera y desapareció en la polvorienta perspectiva del camino de Wingdam como presuroso para alejar de sí una idea ingrata. Las humildes gentes que habitaban las empolvadas cabañas próximas al camino, se cubrían los ojos con las manos para mirarlo y le seguían con la vista; reconociendo al hombre por su caballo, preguntábanse qué le ocurriría al Comanche Jacobo para emprender tan veloz carrera. No obstante, este interés se concentraba ante todo en el caballo, lo que nada tenía de particular en una vecindad donde la carrera recorrida por la yegua de French Pitt al escaparse del magistrado de Calaveras, eclipsó todo el interés para el término fatal de personaje tan digno y benemérito.
Al darse cuenta don Jacobo del sudor que bañaba los costados de su caballo tordo, refrenó, al fin, su velocidad, e introduciendo al animal por un sendero que servía de atajo, tomó un trote corto, dejando colgar con descuido las riendas de sus manos. A medida que adelantaba el camino, variaba el aspecto del paisaje, haciéndose más pintoresco. Descubríanse por entre los claros de las arboledas de pinos y sicomoros, algunos toscos ensayos de cultivo; una cepa en flor trepaba por la puerta de una cabaña y una mujer mecía a su hijo bajo las rosas que tapizaban otra rústica choza. Unos pasos más allá, don Jacobo alcanzó a unos niños que, con las piernas desnudas, removían las aguas de la corriente bajo los sauces, y se familiarizó de tal modo con ellos, gracias a su charla peculiar, que fueron bastante atrevidos para subírsele por las piernas del caballo hasta la silla, y tuvo al fin que afectar una cara exageradamente feroz y largarse dejando tras de sí algunas monedas cuando quiso librarse de ellos. Bien entrado ya en la espesura de los bosques, donde no había huella alguna de habitación, comenzó a cantar, modulando una voz de tenor de tan singular dulzura y un pattus tan suave y tierno, que los pitirrojos y pardillos debieron pararse a escuchar sus notas. La voz de don Jacobo no era una voz cultivada. El tema de su canto, divagación amorosa tomada de los obreros negros, tenía un no sé qué conmovedor y una expresión íntima que la penetraba de un sentimiento indefinible. Era curioso espectáculo, en verdad, el de este matón con una baraja en el bolsillo y un revólver al cinto, enviando delante sí, al través de los espesos bosques, su voz en tiernos lamentos sobre la «Tumba de su Nelly», de una manera que habría arrasado en lágrimas los ojos a más de algún espíritu delicado. Un halcón que acababa de devorar a su apresada víctima, se fijó en Jacobo Melín con sorpresa porque debió reconocerle probablemente un cierto grado de parentesco, al mismo tiempo que la superioridad del hombre, ya que con una capacidad superior para la rapiña, a él no le era dable entonar canciones.
De nuevo don Jacobo en el camino real, emprendió otra vez rápida marcha.
Trozos de pared desmoronados, cuestas áridas, troncos de árbol caídos sucedieron a los bosques y hondonadas, indicando la proximidad del hombre. Levantose a su vista un campanario: había llegado ya al término de su viaje. Poco después resonaban las pisadas de su caballo por una estrecha calle que se perdía al pie de la colina, en una ruina caótica de fosos y acueductos, y se apeó delante de las doradas ventanas de una regia cantina. Después de atravesar la larga nave del Salón Magnolia, empujó una mampara, entró por un oscuro pasadizo, abrió con llave maestra una puerta, y se encontró en un cuarto débilmente iluminado, cuyos muebles, aunque elegantes y de precio para la localidad, daban señales de dejadez. La consola del centro estaba cubierta de discos o manchas, que no habían entrado en el dibujo original; los sillones bordados, descoloridos por el tiempo, y el sofá de terciopelo verde, sobre el cual se dejó caer don Jacobo, estaban manchados por la roja arcilla del camino. Don Jacobo, en su jaula, ya no cantaba, y tendido e inmóvil contemplaba sobre su cabeza la pintura en colores chillones de una ninfa o diosa de la mitología. Quizá por primera vez, se le ocurrió que jamás había visto una mujer semejante, y que si la viera, probablemente no se enamoraría de ella. Tal vez le preocupaba otra especie de beldad. De este modo vagaba con la imaginación, cuando llamaron a la puerta. Tiró sin levantarse de una cuerda que suspendía el pestillo, la puerta se abrió de par en par y entró un hombre. El visitante era de anchas espaldas y constitución robusta; este vigor no se reflejaba en su cara, bella aún, pero singularmente enfermiza y desfigurada por la influencia de una vida desarreglada. La bebida parecía también haber impreso su huella en aquella naturaleza, pues se sobresaltó al ver a don Jacobo, y parecía embarazado y confuso.
—Creí que estaba aquí Catalina...—balbuceó.
Don Jacobo sonrió, con la sonrisa que le hemos conocido en la diligencia de Wingdam, y se incorporó como dispuesto a tratar de graves cosas.
—Pero. ¿No has venido en la diligencia?—continuó el recién llegado.
—No—contestó don Jacobo,—la dejé en el vado Scott. No llegará hasta dentro de media hora.
—Dime, ¿qué tal marcha la suerte, Moreno?
—¡Pésimamente mal!—dijo Moreno con repentina expresión desesperada.—Otra vez me han dejado sin blanca—continuó en tono quejumbroso, que formaba un lamentable contraste con su voluminoso cuerpo;—¿no podrías ayudarme siquiera con un centenar de pesos, hasta que me componga algún tanto? Tengo que remitir dinero a casa, a la parienta, y me han ganado eso y veinte veces más.
La deducción no era muy lógica que digamos, pero don Jacobo pasó por ella, y alargó la cantidad al peticionario.
—El cuento de la parienta está muy gastado—añadió a modo de comentario.—¿Por qué no dices que quieres reponerte jugando al faraón? ¡Ya sabemos que no estás casado!
—Por esas—dijo Moreno con repentina gravedad, como si el contacto del oro en la palma de la mano hubiera comunicado alguna dignidad a su organismo,—tengo en los Estados una mujer, y una bellísima mujer por cierto. Tres años hace que la vi, y un año que no le he escrito, en espera de que las cosas vayan por el buen camino y lleguemos al filón. Cuando esto ocurra, voy a mandar por ella.
—¿Y Lina?—preguntó don Jacobo con su clásica sonrisa.
Moreno de Calaveras ensayó una mirada picaresca para ocultar su embarazo, mas su débil fisonomía y su inteligencia turbada por el alcohol, carecían ya de expresión, y exclamó:
—¡El diablo me lleve! ¡Qué caramba! Un hombre debe tener un poco de libertad. En fin, ¿qué te parece si hiciéramos una partidita? Voy a perder o doblar este puñado de oro.
Jacobo Melín examinó con curiosidad a su presuntuoso contrincante. Quizá sabía que estaba predestinado a perder el dinero, y prefería que refluyese en sus propios cofres a que entrase en los de cualquier forastero; así es que asintió con un gesto, y acercó su silla a la mesa. En aquel mismo momento, llamaron a la puerta.
—Es Lina—dijo Moreno.
Jacobo descorrió el cerrojo, y la puerta se abrió; pero por vez primera en su vida perdió el aplomo, se levantó bamboleando, y una oleada de sangre enrojeció hasta la frente su pálida cara. Allí mismo, en su cuarto, estaba la señora de la diligencia de Wingdam, a quien Moreno, dejando caer las cartas, saludó, exclamando con ojos de asombro.
—¡Mi mujer!... ¡Cielos!
Se dice que la señora Moreno prorrumpió en llanto y reproches contra su marido; pero yo que le vi en 1857 en Marysville, no lo he creído jamás. La Crónica de Wingdam de la semana siguiente, bajo el título de «Escena conmovedora», decía:
«En nuestra ciudad, donde tan frecuentes son hechos e incidentes de todo género, ha tenido lugar ayer uno de los más tiernos y conmovedores que registra la historia de California. La esposa de uno de los más eminentes pionners de Wingdam, cansada de la caduca civilización del Este y de su ingrato clima, resolvió reunirse con su noble esposo en estas playas de oro, y sin noticiarle su intención, emprendió el largo viaje, llegando hará cosa de unos ocho días. El júbilo del marido más es para imaginado que para descrito. Dícese que el encuentro fue indescriptiblemente dramático. Esperamos que este ejemplo tendrá imitadores.»
Desde este hecho, sea por la influencia de la señora de Moreno o por especulaciones afortunadas, la situación financiera de Moreno mejoró notablemente. Al cabo de poco tiempo, compró la participación de sus socios en la mina Nip-y-Tack, con dinero, que se decía ganado al poker una semana o dos después de la llegada de su mujer, pero que los maldicientes, adoptando el criterio de la señora Moreno sobre la conversión de su marido, atribuían a Melín. Edificó y amuebló también la Wingdam House, que los atractivos de su esposa mantuvieron siempre rebosando de huéspedes; fue elegido miembro de la asamblea, hizo donativos a iglesias y se dio su nombre a una calle del pueblo.
Su carácter no participó, sin embargo, de tal prosperidad. Notose que a medida que se enriquecía tornábase pálido, flaco y malhumorado, y su recelo e inquietud crecían cuanto más aumentó la popularidad de su mujer. Él, el más mujeriego de los hombres, era celoso hasta lo absurdo. Según se cuchicheaba, si no se entrometía en la libertad social de su mujer, era porque, su primero y único ensayo de este género, había tenido por resultado una grave disputa con su señora, que le impuso el silencio, quieras que no. El bello sexo era el que tomaba parte más activa en estos chismes y se comprende, pues aquélla las había suplantado en las galantes atenciones de Wingdam, que, como todas las aficiones populares rendían culto de admiración al poder de la fuerza masculina o de la beldad femenina. Recordaré en su descargo, que desde su llegada había sido la inconsciente sacerdotisa objeto de un culto mitológico que no ennoblece más a su sexo que el peculiar de la antigua Grecia. Moreno sospechaba vagamente esto, y su único confidente era Jacobo Melín, cuya mala reputación le prohibía una amistad íntima con la familia y cuyas visitas no se repetían muy a menudo.
El verano enviaba todos sus rigores, y en una noche de luna, la señora Moreno, con sus rasgados ojos, sonrosada y bonita como siempre, estaba sentada en la plaza disfrutando el perfumado incienso de la brisa de la montaña, y de otro incienso no tan puro ni tan inocente, pues a su lado estaban sentados el coronel Estrella y el juez Roberto Bob, y un turista recién agregado a la reunión.
—¿Qué ve usted a lo lejos, en el camino?—preguntó el galante coronel, observando que desde hacía algunos minutos la atención de la señora Moreno se fijaba hacia aquel punto.
—Una nube de polvo—dijo con un suspiro la interpelada.—Veo el rebaño de la hermana Ana.
Los recuerdos literarios del militar no se remontaban más allá del periódico de la semana anterior, así es que lo comprendió al pie de la letra.
—No son ovejas—continuó,—es un jinete. Juez, ¿no es aquél el tordo de Jacobo Melín?
Pero el juez no lo sabía, y según indicó la señora Moreno, el aire era demasiado fuerte para más averiguaciones; de manera que tuvieron que retirarse.
El celoso marido estaba en la cuadra, donde generalmente se retiraba después de cenar. Quizá lo hacía para demostrar su desagrado a los compañeros de su esposa; tal vez a semejanza de tantas débiles naturalezas, encontraba un placer en el ejercicio del poder absoluto sobre animales inferiores. Experimentaba cierta satisfacción en amaestrar una yegua pía, a la cual podía pegar o acariciar a su antojo, lo que no podía hacer con su señora. Al penetrar en la cuadra, reconoció a cierto caballo tordo que acababan de entrar, y mirando un poco más allá vio a su dueño. Saludole cordial y sinceramente, correspondiendo Melín bastante hoscamente. Sin embargo, accediendo al importuno empeño de Moreno, le siguió por una escalera excusada, hasta un estrecho corredor, y de allí a un pequeño cuarto con ventana interior, sencillamente amueblado con una cama, una mesa, algunas sillas, látigos y un escaparate para escopetas.
—Ahí tienes mi casa—dijo Moreno, suspirando, echándose sobre la cama y haciendo seña a su compañero de que tomase asiento.—Su habitación está al otro extremo del edificio. Hace más de seis meses que no hemos vivido juntos ni nos hemos visto, fuera de las horas de comer. ¡Qué triste papel para el cabeza de familia! ¿verdad?—dijo con forzada risa;—pero me alegro de verte, Jacobo, me alegro inmensamente de verte.
E inclinose sobre el borde de la cama, para estrechar la mano de Melín, que permanecía mudo.
—He querido que subieses aquí, porque no quería hablarte en la cuadra; aunque eso lo sabe toda la ciudad. No enciendas la vela. Podemos hablar así, a la luz de la luna. Apoya tus pies en este sofá y siéntate aquí a mi vera. En ese jarro hay buen anís.
Jacobo no utilizó el aviso. Moreno de Calaveras volvió la cara hacia la pared y continuó:
—Nada me importaría si no la amase, Jacobo. Pero amarla y verla un día tras otro día seguir en este talante, como lo está haciendo, y que yo no ponga la más leve cortapisa... ¡esto es lo que me mata! Pero me alegro de verte, Jacobo, me alegro infinitamente.
Y tentó en la oscuridad, hasta que pudo estrechar la mano de su confidente. La hubiera retenido consigo, pero Jacobo la deslizó en su abrochada levita y preguntó con indiferencia cuánto tiempo hacía que aquello duraba.
—Desde que llegó, desde el mismo día en que entró en la Magnolia. Yo a la sazón fui un torpe, Juan, y ahora soy un torpe también; pero no supe cuánto la amaba hasta el presente. Y ya no es la misma mujer.
Mas no es esto todo; de otra cosa quería hablarte, y me alegro de que hayas venido. No se trata tan sólo de que no me ame, y coquetee con el primero que se presenta, pues tal vez jugué su amor y lo perdí, como hice con todo lo demás en la Magnolia, y acaso la coquetería es natural en ciertas mujeres; esto no sería grave, sino para los bobos que se dejaran seducir. Pero, amigo... creo que ama a otro. No me dejes, Jacobo, no me dejes; si tu pistola te molesta, tírala.
Hace cosa de seis meses que la veo inquieta y triste, y como nerviosa y taciturna. Y a veces, la he sorprendido mirándome tímida y compasiva. Se comunica con alguien. He observado que ha recogido sus cosas... vestidos, dijes y joyas. Jacobo, yo creo que prepara una fuga. Y te juro que eso no lo soportaría. Todo, menos que se escurra como un alevoso ladrón.
Apoyó fuertemente su cara en la almohada, y por algunos momentos no se oyó otro ruido que el tic-tac del reloj, encima de la mesa. Melín encendió un puro y se acercó a la abierta ventana. La luna ya no iluminaba el cuarto, y la cama y el que la ocupaba quedaron en las tinieblas.
—¿Qué resolver, Jacobo?—dijo una voz profunda.
La contestación centelleó pronta y claramente.
—Buscar al hombre y matarlo en el acto.
—¡Jacobo!
—¡Quien ama el peligro, perecerá en él!
—¿Pero esto me la devolverá?
Jacobo no contestó, pero se alejó de la ventana, con ánimo de retirarse.
—No te vayas aún, Jacobo; enciende la vela y siéntate a la mesa. Cuando menos, será un placer para mí no verte ocupar este sitio.
El confidente titubeó y consintió al cabo, sacando del bolsillo una baraja. Revolviola, mirando de soslayo a la cama. Pero Moreno tenía la cara vuelta hacia la pared. Cuando Melín hubo barajado, cortó y puso una carta al lado opuesto de la mesa, hacia la cama, y otra a su lado en la mesa destinada a él. La primera era un as; la suya un rey. Barajó y cortó. Esta vez al dummy[11] le tocó una sota y a él un cuatro. Animose para la tercera vuelta. Le tocó a su adversario un as y sacó otra vez un rey para sí.
—De tres, dos—dijo Jacobo en alta voz.
—¿Qué es eso, Melín?—preguntó Moreno.
—Nada.
Probó después Melín la suerte con los dados, pero siempre tiró a seises y su supuesto adversario a ases.
—Esto es sorprendente—exclamó el autojugador.
Mientras tanto, alguna influencia magnética latente en la presencia de Jacobo, o el anodino de la bebida, o acaso ambas cosas a la vez, mitigaron el dolor de Moreno, que quedó dormido. Acercó entonces Melín su silla a la ventana, y contempló la ciudad de Wingdam, a la sazón pacíficamente dormida bajo sus duras siluetas y chillones colores, armonizados por la luz que la luna derramaba sobre el panorama. En medio del nocturno silencio, oíase el murmullo del agua en los canales y el suspiro del aire en los pinos de la selva vecina. Alzó los ojos al firmamento, en el momento que una estrella se corría a través del negro cielo, tras de ella otra, y otra cruzó rauda después, dejando tras sí un rastro luminoso. El fenómeno sugirió a Jacobo un nuevo augurio.
—Si dentro de unos quince minutos cayese otra estrella...
Reloj en mano permaneció en aquella posición el doble de aquel intervalo de tiempo, pero el fenómeno no se repitió. En el campanario dieron las dos y Moreno dormía todavía. Melín se acercó a la mesa y sacó de su bolsillo un billete que leyó a la luz vacilante de la vela. No contenía más que una sola línea, escrita en lápiz con letra femenina.
«Espera en el corral con el boghey a las tres.»
Moreno se agitó desasosegado y por fin despertó.
—¡Jacobo! ¿Estás ahí?
—Sí.
Te suplico no te marches aún. Soñaba ahora, soñaba en los pasados tiempos; Susana y yo nos casábamos otra vez y el sacerdote, Jacobo, era... ¿Sabes quién era? ¡Tú!
Melín se rió y sentose sobre la cama, con el papel en los dedos.
—¿Es buena señal?—preguntó Moreno.
—Ya lo creo: di, compadre, ¿no sería mejor que te levantases?
Moreno de Calaveras se levantó con la ayuda de la mano que Melín le ofrecía.
—Creo que fumas.
Moreno tomó maquinalmente el cigarro que le alargaba.
—¿Fuego?
Jacobo arrolló la carta en espiral, la encendió y ofreciola a su amigo. Quedose con ella entre los dedos, hasta que se hubo consumido, y tiró el cabo que como fulgurante estrella, cayó ventana abajo. Siguiolo con la vista y se volvió luego hacia Moreno.
—Compadre—dijo poniendo sus manos sobre los hombros de su amigo,—en seis minutos me planto en el camino y me desvanezco como esa llama. No volveremos a vernos, pero antes de que me marche toma el consejo de un loco. Liquida todo cuanto tengas y llévate a tu mujer lejos de este sitio. No es lugar para ti ni para ella. Anúnciale que debe partir: oblígala a que se vaya, si no quiere de buen grado. No te lamentes de no ser un Sócrates ni ella un ángel. Acuérdate de que eres hombre y trátala como a una mujer. No seas torpe. Abur.
Desprendiose de los brazos de Moreno y saltó por las escaleras abajo como un gamo. Una vez en la cuadra tomó por el cuello al medio dormido mozo y le empujó contra el muro.
—Pon la silla al instante a mi caballo, o te...
La disyuntiva era terrible y fácil de entender.
—La señora dijo que enganchase el boghey para usted—tartamudeó el infeliz.
—¡Al diablo el boghey!
El tordo fue ensillado tan rápidamente como las nerviosas manos del asombrado mozo pudieron manejar las correas y hebillas.
El mozo, quien, como todos los de su clase, admiraba el empuje de su fogoso patrón, y realmente se interesaba en su suerte, no pudo menos de preguntar:
—¿Ocurre algo, señor?
—¡Quítate de ahí!
El mozo se apartó tímidamente. Sonó un latigazo y una blasfemia, pateó el caballo y Jacobo caminaba ya a trote tendido.
Un momento después, a los ojos somnolientos del mozo no era más que una movediza nubecilla de polvo en el horizonte hacia donde una estrella, separándose de sus hermanas, dejaba un rastro luminoso.
Los moradores a orillas del camino de Wingdam, oyeron, al amanecer, una voz vibrante como la de la alondra, cantando por la llanura. Los que dormían se revolvieron en sus toscos lechos para soñar en la juventud, en el amor y en la vida. Campesinos de tosca cara y ansiosos buscadores de oro, ya en el trabajo, cesaron en sus faenas y se apoyaron en sus picos para escuchar a este romántico aventurero que, destacando a la luz de la rosada aurora, cabalgaba al paso castellano.
(EPISODIO DE FIDDLETOWN)
I
En la población de Fiddletown se la consideraba por todo el mundo como una mujer bonita. Su buena figura, realzada por una espléndida mata de cabello castaño se caracterizaba por un hermoso color y cierta gracia lánguida que le prestaban un no sé qué interesante y distinguido. Vestía siempre con gusto y para Fiddletown era la última moda. No tenía más que dos defectos: uno de sus aterciopelados ojos, examinado de cerca, se desviaba ligeramente, y manchaba su mejilla izquierda una pequeña cicatriz causada por una gota de vitriolo, felizmente la única de un frasco entero que le había arrojado una celosa rival, con la aviesa intención de desfigurar tan bonito jeme. Sin embargo, cuando el observador alcanzaba a notar la irregularidad de su mirada, quedaba por lo general incapacitado para criticarla y no faltaba quien pretendía que la mancha de su mejilla le añadía mayor seducción y donaire. El joven editor de El Alud, de Fiddletown, sostenía reservadamente que era un hoyuelo disimulado y al coronel Roberto le recordaba las tentadoras pecas de los tiempos de la reina Ana, y más especialmente a una de las más hermosas y malditas mujeres, sí, ¡malditas sean! en que jamás se hayan podido fijar ojos humanos. Era una criolla de Nueva Orleáns. Dicha mujer tenía una cicatriz, un costurón que le cruzaba (a fe que es verdad), desde el ojo derecho a la boca. Y esta mujer, amigo, le penetraba a uno... amigo, le enloquecía... verdaderamente le condenaba el alma con su maldita fascinación. Un día le dije:
—Celeste, ¿cómo demonio se te hizo esa maldita cicatriz? A lo que me contestó:
—Roberto, a ningún blanco más que a usted lo contaría; esta cicatriz me la hice yo con toda intención, me la hice yo misma, a fe.
Estas fueron sus propias palabras; puede que ustedes las tomen por una solemne impostura; pero yo puedo aportar todas las pruebas de que es verdad.
La población masculina de Fiddletown estaba o había estado enamorada de ella en su mayor parte. De este número, como una mitad creía que su amor era correspondido, con excepción de su propio esposo que mantenía ciertas dudas respecto a ello.
El caballero que disfrutaba de esta infeliz distinción se llamaba Galba. Habíase divorciado de su excelente esposa para casar con la sirena de Fiddletown. También ésta se había divorciado, pero murmurábase que algunas experiencias previas de esta formalidad legal la hacían menos inocente y acaso más egoísta, sin que de ello se infiriese que le faltaba ternura ni que estuviera exenta del más elevado sentimiento moral. Uno de sus admiradores escribía con motivo del segundo divorcio: «el mundo egoísta no comprende todavía a Clara», y el coronel Roberto observaba que, excepción hecha de una sola mujer de la parroquia de Opeludas, en Luisiana, tenía más alma ella que toda la restante grey femenil. Y a la verdad, pocos podían leer aquellos versos titulados «Infelicissimus», que empezaban: «¿Por qué no ondea el ciprés sobre esta frente?» publicados por vez primera en El Alud, bajo la firma de Lady Clara, sin sentir temblar en sus párpados una lágrima de poética unción. Encendíase la sangre en generosa indignación al pensar que a la semana siguiente el Noticiero de Dutch Flat, contestó a la tierna pregunta con una chanza pobre y brutal, haciendo constar que el ciprés es una planta exótica y desconocida por completo en la flora de la comarca.
Precisamente esta tendencia a elaborar los sentimientos en forma métrica, y a entregarlos al mundo inteligente por medio de la prensa, fue lo que primero atrajo la atención de Galba, que por aquellos tiempos guiaba un carro de transportes con seis mulas entre Knight's Ferry y Stocktown. Así es que, impresionado por unos poemas que describían el efecto de las costumbres de California sobre un alma sensible y las vagas aspiraciones al infinito de un pecho generoso a la vista del cuadro desconsolador de la sociedad californiana, decidió buscar a la ignorada musa. Galba creía también sentir en su alma las secretas vibraciones de una aspiración superior que no podía satisfacer en el comercio del aguardiente y tabaco de que proveía a campesinos y mineros de los campamentos. Después de una serie de hechos que no es ésta ocasión de relatar, vino un breve noviazgo, tan breve que fue compatible con las previas formalidades legales, los casaron, y Galba trajo a su ruborosa novia a Fiddletown o Fideletown, como la señora de Galba prefería llamarla en sus poesías.
No fueron muy felices en el nuevo estado. Galba no tardó en descubrir que los ideales halagüeños que concibió mientras traginaba con sus mulas entre Stocktown y Knight's Ferry, nada de común tenían con los que a su mujer inspiraba la contemplación de los destinos de California y de su propio espíritu. Acaso por esto, el buen hombre, que no era muy fuerte en lógica, pegaba a su mujer, y como ella no era muy fuerte en materia de raciocinio, se dejó conducir por el mismo principio a ciertas infidelidades. Entonces, Galba se dio a la bebida y la señora a colaborar con regularidad en las columnas de El Alud. En esta ocasión fue cuando el coronel Roberto descubrió en la poesía de la señora Galba una semejanza con el genio de Safo y la señaló a los ciudadanos de Fiddletown en una crítica de dos columnas firmada «A. S.», que se publicó también en El Alud, apoyada en extensas citas de los clásicos. No poseyendo El Alud una colección de caracteres griegos, el editor se vio obligado a reproducir los versos leucádeos en letra ordinaria romana, con grandísimo disgusto del coronel Roberto e inmensa alegría de Fiddletown, que aceptó el texto como una excelente imitación de choctaw, lengua india que se supuso familiar al coronel, como residente en los territorios salvajes. En efecto, El Noticiero de la semana siguiente contenía unos versos muy libres, en contestación al poema de la moderna Safo, que se atribuían a la mujer de un jefe piel-roja, seguido de un brillante elogio firmado «A. S. S.»[12]
Las consecuencias de esta broma las explicó brevemente un número posterior de El Alud. «Ayer, decía, tuvo lugar un lance lamentable frente al salón Eureka, entre el digno Juan Flash, del Noticiero de Dutch Flat, y el tan conocido coronel Roberto. Cambiáronse dos disparos, sin que sufriesen daño alguno los contendientes, aunque se dice que un chino que pasaba recibió desgraciadamente en las pantorrillas varios perdigones que procedían de la escopeta de dos cañones del coronel. Así aprenderá John[13] a ponerse, en lo sucesivo, fuera del alcance de las armas de fuego. Ignórase la causa que ha motivado el lance, aunque se susurra entre los que se suponen mejor enterados, que el origen inmediato del duelo, fue una conocidísima y bella poetisa, cuyas producciones han honrado a menudo las columnas de nuestra publicación.»
La actitud pasiva adoptada por Galba en estas circunstancias de prueba, se apreciaba con todo su valor en los campamentos.
—No puede darse mejor juego—decía un filósofo de altas botas y brazos hercúleos.—Si el coronel mata a Flash, venga a la señora de Galba; si Flash tumba al coronel, Galba queda vengado en lugar suyo. Así es que con un juego tal no se puede perder.
Aquella delicada coyuntura fue aprovechada por la señora de Galba para abandonar la casa de su esposo y refugiarse en el Hotel Fiddletown, con la sola ropa que llevaba puesta. Permaneció allí algunas semanas, en cuyo período, justo es reconocer que se portó con el más estricto recato.
Una hermosa mañana de primavera, la poetisa salió del hotel y se encaminó por un callejón hacia la franja de sombríos pinos que limitaban a Fiddletown. A aquella hora temprana los escasos transeúntes que discurrían por el pueblo, se paraban al otro extremo de la calle para ver la salida de la diligencia de Wingdam, y Lady Clara alcanzó los arrabales del campamento minero, sin que nadie reparase en ella. Allí tomó una calle transversal que corría en ángulo recto con la calle principal de Fiddletown y que penetraba en la zona del bosque de pinos. Era sin duda alguna la avenida exclusivamente aristocrática del pueblo; las viviendas eran pocas, presuntuosas y no interrumpidas por tiendas ni comercios. Allí se le juntó el coronel Roberto.
El hinchado y galante coronel, a pesar del apacible porte que habitualmente le distinguía, de su levita estrechamente ceñida, de sus apretadas botas y del bastón que, colgado de su brazo, se mecía garbosamente, no las tenía todas consigo. Sin embargo, Lady Clara se dignó acogerlo con amable sonrisa y con una mirada de sus peligrosos ojos, y el coronel, con una tos forzada y pavoneándose, se colocó a su izquierda.
—El camino está expedito—dijo el coronel.—Galba ha ido a Dutch Flat de paseo; no hay en la casa más que el chino y no debe usted temer molestia de ningún género. Yo—continuó con una ligera dilatación de pecho, que ponía en peligro la seguridad de los botones de su levita,—yo cuidaré de protegerla para que pueda usted recobrar lo que es de justicia.
—Es usted muy bueno y desinteresado—balbuceó la señora mientras proseguían su marcha.—¡Es tan agradable encontrar un hombre de corazón, una persona con quien poder simpatizar en una sociedad tan endurecida e insensible como la que nos ha tocado en suerte!...
Y Lady Clara bajó los ojos, pero no antes de que hubiese producido el efecto ordinario sobre su acompañante.
—Ciertamente, en verdad—dijo el coronel, mirando inquieto de soslayo por encima de sus dos hombros:—sí, realmente.
No notando, pues, a nadie que los viera ni escuchase, procedió en seguida a informar a Lady Clara de que la mayor pena de su vida había sido cabalmente el poseer un alma demasiado grande. Infinitas mujeres, cuyo nombre, como caballero, le dispensaría que no mencionase, muchas mujeres hermosas le habían ofrecido su amor, pero faltándoles en absoluto aquella cualidad, no podía corresponderles en manera alguna. Mas cuando dos naturalezas unidas por la simpatía desprecian igualmente las preocupaciones bajas y vulgares y las restricciones convencionales de una sociedad hipócrita, cuando dos corazones en perfecta armonía se encuentran y se confunden en dulce y poética comunión...
Pero aquí el discurso del coronel, en el que se notaba la influencia de los licores, se enturbió hasta hacerse ininteligible e incoherente. Posible fuera que Lady Clara hubiese oído en casos semejantes algo parecido y por lo tanto estuviese dispuesta a suplir las omisiones e incongruencias del maduro galán. Sea como fuere, las mejillas de la pareja del coronel conservaron el rubor virginal y la timidez consiguiente hasta que ambos llegaron al término de su jornada.
Constituía el final de la excursión una bonita aunque pequeña quinta recientemente blanqueada, y que se destacaba en agradable contraste sobre un grupo de pinos, algunas de cuyas primeras filas habían arrancado para dar lugar al muro que rodeaba un simétrico jardinito. Bañada en la luz solar y en completo silencio, tenía apariencia de nueva y deshabitada, como si acabasen de dejarla carpinteros y pintores. En la mitad del huerto, un chino cavaba imperturbable, pero la casa no daba otras señales de vida. El camino, como había dicho el coronel, estaba realmente expedito y la señora de Galba se paró junto a la reja. El coronel hubiera entrado con ella, pero le detuvo con un gesto.
—Vuelva a buscarme dentro de dos horas y tendré hecho mi equipaje—dijo tendiéndole la mano y con una semisonrisa en los labios.
Asiola el coronel y estrechola efusivamente. Tal vez la presión fue ligeramente correspondida, pues el galante coronel se alejó ahuecando su pecho y con paso triunfante, tan vigoroso como lo permitían la estrechez y altos tacones de sus botas. Cuando se hubo alejado convenientemente, Lady Clara abrió la puerta, escuchó por un momento desde la desierta entrada, y luego subió la escalera rápidamente, hasta llegar a su antigua habitación.
El aspecto del dormitorio no había cambiado desde la noche de su fuga. Su sombrerera, encima del tocador, como recordó haberla dejado al tomar su sombrero; sobre la chimenea un guante, que había olvidado en su huida; los dos cajones inferiores de la cómoda entreabiertos (no había cuidado de cerrarlos) y su alfiler de pecho y un puño sucio descansaban sobre el mármol de la mesa. No sé qué otros recuerdos se le ocurrieron; pero, de repente palideció, estremeciose y escuchó con el corazón palpitante y con la mano en la puerta; acercose al espejo, y entre tímida y curiosa, separó las trenzas de rubio cabello, de su sonrosada oreja, descubriendo una fea herida no bien restañada todavía. Contemplola largo tiempo, levantó indignada su cabecita, y la desviación de sus ojos aterciopelados se acentuó. Luego volviose, y lanzando una carcajada, despreocupada y resuelta corrió hacia el armario, donde colgaban sus preciosos vestidos, y los inspeccionó con visible excitación. De repente, vio que faltaba de su acostumbrado colgador uno de seda negro, y pensó desvanecerse; pero lo descubrió un instante después, tirado sobre una maleta, donde ella misma lo había echado. Por vez primera, estremeciose agradecida al Ser superior que protege a los atribulados. Luego, aun cuando el tiempo urgía, no pudo resistir la tentación de probar delante del espejo el efecto de una cinta de color de alhucema, sobre la chaqueta que a la sazón vestía. De repente, oyó junto a sí una voz infantil, y se detuvo nerviosa. La voz repetía:
—¡Mamá! ¡mamá!
La señora Galba se volvió súbitamente. Saltando en la puerta estaba una niña de seis a siete años. Su indumentaria, elegante en sus buenos tiempos, estaba rota y sucia, y el cabello, despeluznado y de un rojo subido, formaba un cómico tocado sobre su vivaracha cabecita. A pesar de todo ello, la niña era una monada. Un cierto aire de confianza en sí mismo que suele caracterizar a los niños que por mucho tiempo se creían abandonados, despuntaba a través de su timidez infantil. Debajo del brazo traía una muñeca hecha de harapos, al parecer de confección propia, y casi tan grande como ella; una muñeca de cabeza cilíndrica y facciones toscamente dibujadas. Un largo chal, que visiblemente pertenecía a una persona mayor, le caía de los hombros barriendo el entarimado.
Esta inesperada visita no complacía a la señora de Galba. La niña, de pie aún en el umbral, preguntó nuevamente:
—¿Es mamá?
Contestole secamente:
—No, no es mamá.
Y echó una severa mirada al arrapiazo.
La niña retrocedió unos pasos y luego, adquiriendo valor con la distancia, dijo en su habla característica:
—Vete, pues. ¿Poqué no te machas?
La señora de Galba miraba de soslayo el chal. De pronto, corrió a arrancarlo de los hombros de la niña, y dijo coléricamente:
—¿Quién te ha mandado tomar mis cosas, descarada?
—¿Es tuyo? ¡Entonces, tú eres mi mamá! ¿Verdad? ¡Tú eres mamá!—prosiguió con júbilo infantil.
Y antes de que Lady Clara hubiese podido evitarlo, había dejado ya caer la muñeca, y, agarrándole con ambas manos las faldas, se echó a bailar ante ella con sin igual desenfado.
—¿Cómo te llamas?—dijo Lady Clara fríamente, quitando de sus vestidos las pequeñas y no muy limpias manos de la niña.
—Tarolina.
—¿Tarolina?
—Cí... Tarolina.
—¿Carolina?
—Cí... Tarolina.
—¿De quién eres?—preguntó aún más fríamente para ahogar un incipiente temor.
—¡Caramba! soy tu niña—dijo la criatura sonriendo.—Tú eres mi mamá, mi nueva mamá. ¿No zabez, no zabez que mi otra mamá se ha marchado y que no volverá? Ya no vivo con mi otra mamá. Ahora tengo que vivir con papá y contigo.
—¿Hace mucho tiempo que estás aquí?—preguntó de mal humor Lady Clara.
—Me parece que hace tres días—contestó Carolina después de una pausa.
—¿Te parece? ¿No estás segura?—dijo con sorna Lady Clara.—¿Pues, de dónde viniste?
Los ojos de Carolina comenzaron a parpadear bajo este vivo examen. Con gran esfuerzo reprimió su llanto, contuvo un sollozo y dijo:
—Papá... papá me trajo de casa miss Simmons... de Sacramento, la semana última.
—¡Cómo! Acabas de decir hace tres días—replicó aquélla con severidad.
—Quise decir un mes—dijo entonces Carolina, completamente perdida en su confusión e ignorancia.
—No sabes lo que te pescas—exclamó a gritos Lady Clara, resistiendo al impulso de sacudir la figurita que tenía ante sí y de precipitar la verdad por medios de orden puramente material.
La rubia cabecita desapareció repentinamente en los pliegues del vestido de la señora de Galba, como esforzándose en extinguir el abrasado color de sus mejillas.
—Déjate de lloriqueos—dijo Lady Clara librando su vestido de los húmedos besos de la niña, y sintiéndose molesta por extremo.—Vamos, enjúgate la cara, vete y no incomodes. Escucha—prosiguió cuando Carolina se marchaba.—¿Dónde está tu papá?
—También ha partido... Está enfermo... Partió... (aquí titubeó) hace dos o tres días.
—¿Quién te cuida, niña?—dijo Lady Clara mirándola fijamente.
—John, el chino. Me vizto zola; John hace la comida y arregla las camas.
—Vete, pues, pórtate bien y no me fastidies ya—dijo Lady Clara recordando el motivo de su visita.—Espera, ¿a dónde vas?—añadió mientras la niña, arrastrando tras de sí su larga muñeca agarrada por una pierna, se disponía a subir la escalera.
—Me voy arriba a jugar y ser buena y no fastidiar a mamá.
—¡No soy tu mamá!—gritó la aludida, y luego volvió rápidamente a su dormitorio y cerró violentamente la puerta.
Continuando los preparativos, sacó del cuarto ropero un gran baúl y empezó a empaquetar su equipaje con enfadosa y colérica rapidez. Rasgó su mejor vestido al sacarlo del colgador, y por dos veces se arañó las blandas manos con ocultos alfileres, mientras mentalmente comentaba indignada el suceso que le ocurría. ¡Ah! entonces lo comprendía todo. Su alevoso marido había traído esta niña de su primera mujer, esta niña cuya existencia nunca pareció importarle, para insultarla, para ocupar su puesto. Sin duda, la primera mujer en persona la seguiría pronto allí, o tal vez tendría una tercera mujer de cabello rojo, no castaño sino rojo. Como es natural, la niña, Carolina, se parecía a su madre, y así, lo sería todo menos bonita. Quizá el enredo estaba preparado de antemano, acaso tenía a esta niña de cabello rojo, como el de su madre, en Sacramento, a una distancia conveniente, y preparada para traerla cuando fuese oportuno. Recordó entonces los asiduos viajes debidos, según decía él, a negocios. Acaso la madre estaba también allí; pero no, se había ido hacia el Este. No obstante, en su actual situación de ánimo, prefería descansar en la idea de que allí estaba. Experimentaba una vaga satisfacción en exagerar su estado de ánimo. Seguramente que jamás se había abusado de tan escandalosa manera de una mujer. Concluyó el cuadro de su mala fortuna. Yacía sola y abandonada, a la puesta de sol, en medio de las caídas columnas de un templo en ruinas, en actitud graciosa aunque melancólica, mientras que su marido se alejaba rápidamente, con una mujer de rojo cabello, pavoneándose a su lado en un lujoso carruaje tirado por un magnífico tronco. Apoyada sobre la maleta que acababa de llenar, compuso el plan del lúgubre poema de su desgracia. Abandonada, sola y pobremente vestida, encontrábase con su marido y la otra, radiante de sedas y pedrería. Imaginose a sí propia, muriendo tísica a causa de sus pesares, pero bella aún en su ruina y fascinando con sus postreras miradas al director de El Alud y al coronel Roberto, que la contemplaban con efusiva pasión... ¿Mas, dónde estaba, en tanto, el coronel Roberto? ¿Por qué no venía? El, por lo menos, la comprendía. El... y se rió otra vez con la indiferencia y ligereza de algunos momentos antes, y luego volvió de repente a la primitiva seriedad.
Y el duendecillo de cabello rojo, ¿qué estaría haciendo en aquellos momentos? ¿Por qué estaba tan quieta? Corrió silenciosamente la puerta, y entre la multitud de pequeños rumores y crujidos de la desierta casa, se le figuró oír una voz débil que cantaba en el piso de arriba. Recordó que éste no era más que un desván utilizado para cuarto de trastos viejos. Casi avergonzada de su acción, subió furtivamente las escaleras, y entreabriendo la puerta, miró hacia adentro.
Un rayo de sol penetraba en diagonal y entre inquietas motas por la única ventanilla del desván e iluminaba una parte del vacío y triste cuarto. En este rayo de sol vio brillar el cabello de la niña como si estuviera coronada por una aureola de fuego. Allí, con su enorme muñeca entre las rodillas y sentada en el suelo, parecía hablarle y no tardó Lady Clara en comprender que reproducía la entrevista ocurrida hacía unos instantes. Reprendió severamente a la muñeca, preguntándole sobre la duración de su estancia en la casa y acerca de la medición de los días y las semanas. Imitaba acertadamente las maneras de la señora de Galba y la conversación casi reproducía literalmente la anterior, con una sola diferencia. Después que hubo informado a la muñeca de que no era su madre, y terminada la entrevista, añadió cariñosamente: «Que si era muy güeña, muy güeña, sería su mamá y la daría un beso.»
A la malhumorada fugitiva, esta escena la afectó muy desagradablemente y la conclusión hizo que sus mejillas se tiñeran de carmín. Lo desamueblado del aposento, la luz a medias, la monstruosa muñeca, cuyo tamaño casi natural parecía dar a su falta de habla patético lenguaje, la debilidad de la única figura animada del cuadro, afectaron profundamente la sensibilidad de la mujer y la imaginación del poeta. En esta situación, no pudo menos de aprovecharse de la sensación y pensó en el hermoso poema que podría trazar con aquellos materiales, si el cuarto hubiese sido más oscuro y la criatura quedara más abandonada; por ejemplo: sentada al lado del féretro de su madre mientras gemía el viento por puertas y ventanas. Súbitamente, oyó pasos en el portal y reconoció el ruido del bastón del coronel resonando en el piso.
Saltó rápidamente la escalera y encontró al coronel en el recibidor, faltándole tiempo para hacerle la voluble y exagerada historia de su descubrimiento y la indignada relación de sus agravios.
—¡Oh! ¡no diga usted que el enredo no estuviese ya arreglado de antemano, pues sé que lo estaba!—decía a voces.—Y juzgue—añadió—del corazón del infame, que abandona a su propia hija, de un modo tan inhumano.
—¡Es una solemne desvergüenza!—tartamudeó el coronel sin la menor idea de lo que estaba diciendo.
Imposibilitado de encontrar motivo para la exaltación de su ídolo y de comprender su carácter, no sabía qué actitud tomar. Balbuceó, resolló, se puso grave, galante, tierno, pero de un modo tan necio e incomprensible que Lady Clara experimentó la dolorosa duda de que estuviese en su perfecto juicio.
—No vamos—dijo la señora de Galba con repentina energía contestando a una observación hecha en voz baja por el coronel, y retirando su mano de la vehemente presión de aquel hombre apasionado.—Es inútil; mi decisión está ya tomada. Es usted libre de mandar por mi maleta tan pronto como quiera; pero yo me quedaré aquí para poner frente a frente de este hombre la prueba de su infamia. Le pondré cara a cara con su villano proceder.
Estoy convencido de que el coronel Roberto no apreciaba en todo su valor la prueba convincente de la infidelidad y perversión acusada y demostrada hasta la evidencia por el albergue concedido a la hija de Galba en su propia morada. Sin embargo, entrole en seguida como un presentimiento vago de que un obstáculo imprevisto se oponía a la perfecta realización de los deseos de su romántico espíritu. Pero antes de que pudiera proferir palabra, Carolina apareció en el descanso de la escalera, contemplando a la pareja entre tímida y curiosa.
—Es aquéllo—dijo febrilmente Lady Clara.
—¡Ah!—dijo el coronel con repentino arranque de afecto y alegría paternales, chocantes por su falsedad y afectación.—¡Ah! ¡Bonita niña, bonita niña! ¿Cómo estás? ¿Estás bien, eh, hermosa? ¿Qué tal te va?
Volvió a cuadrarse el militar en elegante actitud y a dar vueltas a su junco, hasta que se le ocurrió que estos medios de seducción eran acaso inútiles para con una criatura de tan corta edad. Carolina, sin embargo, no se fijó en estos cumplidos, sino que sofocó más aún al caballero coronel corriendo a toda prisa hacia Lady Clara, buscando protección en los pliegues de su vestido. Sin embargo, el coronel no se dio por rendido, y arrebatado de respetuosa admiración, hizo notar la admirable semejanza del grupo con la «Madona y el Niño». Ella se rió locamente, pero ya no rechazó como antes a la niña. Sucediose una pausa embarazosa pero momentánea, y luego la señora de Galba, haciendo a la niña un gesto significativo, dijo en voz apenas perceptible:
—Adiós. No vuelva aquí, pero... Vaya al hotel esta noche.
Alargó su mano; el coronel se inclinó ante ella con galantería y se retiró.
—Estás segura—dijo la señora de Galba, ruborizada y confusa, mirando al suelo y como dirigiéndose a los rojos rizos, apenas visibles por entre los pliegues de su vestido,—¿estás segura de que serás güena si te permito quedarte aquí en mi compañía?
—¿Y me dejarás llamarte mamá?—preguntó Carolina, mirándola fijamente.
—¡Y te dejaré que me llames mamá!—respondió Lady Clara con forzada sonrisa.
—Sí—dijo Carolina con energía.
Entraron juntas en el dormitorio, siendo la maleta lo que más pronto llamó la atención de Carolina.
—¿Pero, mamá, te vas otra vez?—dijo con una ojeada rápida e inquieta y agarrándose a su falda.
—No...—dijo mirando por la ventana la interpelada.
—Entonces es que solamente juegas a irte—dijo Carolina riendo.—Déjame, pues, jugar a mí también.
Asintió Lady Clara y Carolina voló al cuarto vecino, reapareciendo con una cajita, en donde comenzó gravemente a empaquetar sus vestidos. Lady Clara observó que no eran muchos. Algunas preguntas respecto de ellos dieron motivo a nuevas respuestas de la niña, que en pocos minutos pusieron a la mamá al corriente de su corto pasado. Pero para obtener esto, la señora de Galba viose obligada a tomar a Carolina en su regazo, acariciando a la terrible criatura.
Aun cuando ya Lady Clara no se interesaba en las declaraciones de Carolina, permanecieron todavía algún tiempo en esta situación. Abandonada a sus pensamientos y deslizando los dedos por entre sus rojos rizos, dejó que la niña desatase toda su charla.
—No me tienes bien, mamá—dijo Carolina finalmente después de cambiar una o dos veces de postura.
—¿Pues, cómo he de tenerte?—preguntó la mamá, riendo entre divertida e incomodada.
—Así—dijo Carolina, y enroscándose pasó un brazo por el cuello de la señora de Galba y descansó la mejilla en su seno.—-De esta manera, ¿verdad?
Acomodose nuevamente, acurrucose como un gatito, cerró los ojos y quedó dormida.
Por un buen rato, la mujer permaneció silenciosa en aquella postura, atreviéndose apenas a respirar, y luego fuese por motivo de alguna oculta simpatía nacida del contacto, o Dios sabe por qué, empezaron a estremecerla ciertos pensamientos. Acordose de un antiguo dolor que había resuelto apartar de su memoria durante años enteros; recordó días de enfermedad y desconfianza, días de punzante terror por algo que debió evitar... y que evitó con horror y pesar mortales; pensó en un ser que podría haber existido... también ella hubiera tenido un hijo de la edad de Carolina. Los brazos que se juntaban indiferentes en torno de la dormida criatura, comenzaron a temblar y a estrecharla convulsivamente. Y después, con un impulso profundo, potente, prorrumpió en sollozos, y atrajo hacia su seno a la niña una y otra vez, como si quisiese sustituirla a la que allí había guardado en otro tiempo. De este modo, la borrasca que la estremecía pasó deshaciéndose en un copioso llanto.
Algunas lágrimas cayeron sobre los rizos de Carolina, que se movió inquieta en su sueño. Pero otra vez la tranquilizó. ¡Era tan fácil hacerlo entonces! y permanecieron allí tan silenciosas y solitarias, que parecían formar parte de la solitaria y silenciosa morada. Sin embargo, como en esta última, alegremente iluminada por los rayos del sol, la apariencia de soledad y abandono no llevaba consigo la decadencia, la desesperación ni el abandono.
En el hotel de Fiddletown, el coronel Roberto esperó en vano toda aquella noche, y a la mañana siguiente, cuando el señor Galba regresó a su casa, la encontró vacía, sin habitantes y sin huella alguna del drama del día anterior.
II
Al tenerse noticia de que la señora de Galba había huido definitivamente, llevándose la hija de su marido, se conmovió todo Fiddletown, suscitándose sobre el caso diversidad de pareceres. El Noticiero de Dutch Flat, aludía abiertamente el «rapto violento» de la niña, con la misma desenvoltura y severidad con que había criticado las producciones de la poetisa. El público del sexo de Lady Clara, y una fracción del sexo opuesto, formado, sin embargo, por personas de poco carácter, adoptaba la opinión de tal periódico. Pero los más no deducían del acto consecuencias morales; les bastaba saber que la raptora había sacudido de sus primorosas zapatillas el encarnado polvo de Fiddletown; lamentaban más bien su pérdida que el crimen cometido. Pronto se desentendieron de Galba, el ofendido esposo y padre desconsolado, y pusieron en duda la sinceridad de su dolor; pero guardaron su cómica compasión para el coronel Roberto, abrumando a este hombre, hombre excelente, con intempestiva simpatía manifestada en las tabernas, salones públicos y otros lugares no menos inadecuados para demostraciones de tal género.
—Coronel, siempre fue inconstante esa mujer—decía un amigo compasivo, con afectado interés y plañidero tono,—y es natural que un día se haya escapado del animal de su marido; pero que le deje a usted, coronel, que realmente le haya burlado, esto es lo que no me puedo acabar. Y andan por ahí diciendo que estuvo usted rondando por el hotel toda la noche, y que se paseó por aquellos corredores y subió y bajó las escaleras, y como alma en pena vagó por aquella plaza, ¡y todo ello inútilmente!
Otro amigo no menos generoso y compasivo, vertió nuevo bálsamo en las heridas del chasqueado galán.
—Imagínese que esos deslenguados de por ahí pretenden que la señora consiguió de usted que cargase con su maleta y la niña desde la casa hasta el despacho de la diligencia, y que el galán que se marchó con ella le dio las gracias, ofreciéndole unas monedas y que le ocuparía a la primera ocasión porque le gustaba su trato... ¿por supuesto, que todo ello será una burda invención? Claro; ya sabré yo contestar a esos juzgamundos. Me alegro de haberle encontrado, pues la mentira corre que es una bendición.
Pero, felizmente para la reputación de Lady Clara, el criado chino de su marido, único testigo ocular de la fuga, refirió que sólo la acompañaba la niña. Añadió que, obedeciendo a sus órdenes, había hecho parar la diligencia de Sacramento y ajustado asiento para ambas, hasta San Francisco. La verdad es que el testimonio de Ah-Fe no era de ningún valor legal; sin embargo, nadie le puso tacha alguna.
Incluso los que más dudaban de la veracidad pagana, reconocieron en este caso la más desinteresada indiferencia por parte del chino. Y con todo, a juzgar por un pasaje hasta ahora desconocido de esta verídica crónica, se equivocaban de medio a medio.
Unos seis meses habían transcurrido desde la desaparición de la bella heroína. El chino trabajaba un día, como de costumbre, en el terreno de Galba, cuando dos mineros compatriotas suyos que pasaban provistos de largos palos y cestos, lo llamaron. Se entabló animada conversación entre Ah-Fe y sus hermanos mongoles, una de esas conversaciones características, parecidas a una disputa por sus precipitados chillidos, que hacen la delicia y provocan el desprecio de los inteligentes europeos, que no comprenden una sola palabra de aquellas elucubraciones. Así por lo menos juzgaban su jerigonza pagana el señor Galba, desde su mirador y el coronel Roberto que se acertaba a pasar. Este último los sacó lisa y llanamente de su camino con un puntapié, y el irritado Galba, con una blasfemia, tiró una piedra al grupo y lo alejó, pero no antes de que hubiesen trocado una o dos tirillas de papel de arroz amarillo con jeroglíficos y de pasar a manos de Ah-Fe un pequeño envoltorio. Abriolo Ah-Fe en la soledad de su cocina, y descubrió un delantal de niña, recientemente lavado y planchado. Llevaba en el ángulo del dobladillo las iniciales C. T. Escondiolo el chino en un pliegue de su blusa, y prosiguió lavando sus platos en el fregadero con cándida sonrisa de contento.
Unos días después, Ah-Fe se presentó a su señor.
—Yo no gustar Fiddletown: Yo muy enfermo. Yo marchar.
Galba lo mandó a todos los diablos. Ah-Fe lo contempló plácidamente y retirose decidido a poner en práctica su propósito.
Con todo, antes de marcharse de Fiddletown, encontrose por casualidad al coronel Roberto y se le escaparon algunas frases incoherentes que interesaron al militar. Cuando hubo terminado, el coronel le entregó una carta y una pesada moneda de oro.
—Si me trae una contestación duplicaré esto: ¿entiende, Ah-Fe?
Movió afirmativamente la cabeza. Otra entrevista tuvo lugar entre Ah-Fe y otro caballero, el joven editor de El Alud, entrevista igualmente casual y con idéntico resultado. Sin embargo, siento verme obligado a manifestar que al ponerse en camino, Ah-Fe rompió tranquilamente el sello de ambas cartas, y después de intentar leerlas al revés y de lado, las dividió por fin en cuadritos primorosamente cortados, y en tal disposición los vendió por una bagatela a un hermano amarillo con quien durante su camino tropezó. No es para descrita la pesadumbre del coronel Roberto al descubrir en la cara blanca de uno de estos cuadritos, que llegó a sus manos con la ropa blanca de la semana, la cuenta de su lavandero, y al adquirir el convencimiento de que los restantes trozos de la carta circulaban por igual método entre los clientes del lavadero chino de Fiddletown. No obstante, tengo la firme creencia de que este abuso de confianza encontró cumplido castigo en las dificultades que acompañaron la peregrinación de Ah-Fe.
Al dirigirse a Sacramento, fue por dos veces arrojado de la vaca de la diligencia abajo, por un caucasiano civilizado, pero borracho a más no poder, a quien la compañía de un fumador de opio hería en lo más vivo su dignidad. En Hangtown, un transeúnte le cascó para dar una sencilla prueba de la supremacía del blanco. En Dutch Flat le robaron manos muy conocidas por motivos también ignotos. En Sacramento lo arrestaron por sospecha de ser esto o lo otro y lo pusieron en libertad después de una severa reprimenda, probablemente porque no era lo que buscaban y entorpecía de esta manera el curso del procedimiento incoado. Ya en San Francisco, lo apedrearon los niños de las escuelas públicas; pero evitando cuidadosamente estos templos de la ilustración y del progreso, llegó por fin en relativa seguridad a los barrios chinos, donde los abusos contra él quedaban al menos inscriptos en los libros policíacos y arrostraban casi siempre la merecida sanción.
Sin pérdida de tiempo logró entrar en el lavadero de Chy-Fook como asistente, y el viernes próximo fue enviado con un cesto de ropa limpia a los varios clientes de la empresa.
Era una de esas tardes de nieblas, uno de estos días descoloridos, grises, que desmienten el nombre del verano para cualquiera, excepto para la exaltada imaginación de los ciudadanos de San Francisco. Ah-Fe trepaba por la larga colina de la calle de California, barrida por el viento; no se sentía la temperatura ni se distinguía el color en la tierra ni en el cielo; ni luz al exterior ni sombra por el interior de los edificios, sólo sí un tinte gris, monótono, universal, que se cernía por todas partes. Una febril agitación reinaba en las calles barridas por el viento, y en las casas reinaba una profunda quietud. Cuando el chino hubo llegado a la cima de la cuesta, la colina de la Misión se ocultaba ya a su vista y la fresca brisa del mar le daba escalofrío. Descargose de su cesto para descansar. Probablemente para su limitada inteligencia y desde el punto de vista pagano, el «clima de Dios», como solemos llamarlo, no brindaba con las dulzuras, suavidad y misericordia que se le atribuyen. Quizá el buen hijo del cielo confundiera ilógicamente los rigores de la estación con los de sus perseguidores, los niños de las escuelas, que libres a esta hora del instructivo encierro, eran mucho más audaces y atrevidos. De manera que siguió su camino apresuradamente, y volviendo una esquina, detúvose por fin delante de una casa y penetró decididamente en ella.
Precedida la casa en cuestión de un mezquino plantío de arbustos, con su terraza al frente, tenía por encima de ésta un feo balcón que quizá no había sido utilizado en la vida. Ah-Fe tiró de la campanilla; apareció una criada; echó una mirada a su cesto y lo admitió con repugnancia como si fuera un animal doméstico, molesto pero imprescindible. Ah-Fe subió silenciosamente las escaleras, entrose hacia el aposento delantero, dejó el cesto y esperó en el umbral.
Una mujer sentada a la fría y agrisada luz de la ventana, con una niña en la falda, levantose con indiferencia y se fue hacia el visitante. Inmediatamente, reconoció Ah-Fe a la señora de Galba, pero no se alteró ni un sólo músculo de su cara, ni sus oblicuos ojos se animaron al encontrarse plácidamente con los de su ex ama. Evidentemente, ella no lo reconoció, pues empezó a contar las piezas de ropa que llevaba. Pero la niña, examinándolo con curiosidad, profirió de repente un repentino grito de júbilo:
—¡Pero mamá, si es John! ¿No le conoces? Es el chino que teníamos en Fiddletown.
Los ojos hirientes de Ah-Fe brillaron por un instante con eléctrica conmoción. La niña palmoteó y le agarró por el vestido. El chino exclamó:
—Yo, John, Ah-Fe, todo es uno. Yo conocer a ti. ¿Qué tal va?
La señora de Galba dejó caer con espanto la ropa y mirole fijamente.
Como no sentía para él el cariño que avivaba la percepción de Carolina, no podía distinguirlo aún de sus congéneres. En un momento recordó la pasada pena, y con vaga sospecha de un peligro inminente, le preguntó cuándo se había marchado de la casa de su amo.
—¡Oh, mucho tiempo! Yo no gustar Fiddletown. No gustar Tlevelick. Gustar San Flisco. Gustar lavar. Gustar Carolina.
Agradó a la señora de Galba el laconismo de Ah-Fe, así es que no se detuvo a reflexionar la influencia que tenía en su buena intención y sinceridad el imperfecto conocimiento del idioma de Shakespeare. Pero dijo:
—Ruégole no diga a nadie que me ha visto.
Y sacó su limosnero.
El chino, sin mirarlo, vio que estaba casi vacío; sin escudriñar el aposento, observó que estaba pobremente amueblado, y sin apartar su vista del techo, notó que la señora y Carolina vestían con la mayor pobreza. No obstante, debo confesar que los largos dedos de Ah-Fe apretaron de firme el medio peso que aquélla le alargó.
Empezó luego a registrar los pliegues de su blusa entre extrañas contorsiones y muecas. Después de algunos momentos, sacó de Dios sabe dónde un delantal de niña, que colocó sobre el cesto, diciendo:
—Olvidar una pieza lavadero.
Y comenzó de nuevo su registro. Por último, el éxito coronó al parecer sus esfuerzos; sacó de su oreja derecha un pedazo de papel de seda pacientemente arrollado. Desdoblándolo cuidadosamente, descubrió por fin dos monedas de oro de a veinte dóllars, que alargó a la señora de Galba.
—Deja usted dinero encima bluló[14] Fiddletown, yo encontrar monedas. Yo traer a usted en seguida.
—¡Pero yo no dejé dinero alguno encima del boureau, John!—dijo la obsequiada con sincero asombro. Debe haber equivocación. Serán de otra persona. Llévatelo, John.
Ah-Fe se turbó por unos instantes. Apartó la mano de la señora de Galba que le tendía el dinero y procedió rápidamente a recoger sus trastos.
—No, no, yo no devolver. No. Luego prenderme un policeman[15]. Yo sé: Dios maldiga ladrón, tomar cuarenta pesos, a la cárcel. Yo no devolver. Usted dejar dinero arriba bluló Fiddletown. Yo traer dinero. Yo no llevar dinero otra vez.
Dudaba Lady Clara de que en su precipitada huida hubiese dejado el dinero como él decía; pero, de cualquier manera que fuese, no tenía el derecho de poner en peligro la seguridad de este honrado chino, rehusándolo; así es que exclamó:
—Está bien, John. Me quedaré con él; pero has de volver a verme.
Lady Clara titubeó. Por vez primera se le ocurrió que un hombre pudiera desear ver a otra que no fuera ella.
—¡A mí, y... a Carolina!
El rostro de Ah-Fe se iluminó. Incluso profirió una corta risa de ventrílocuo, sin mover un sólo músculo facial. Luego, echándose la cesta al hombro, cerró cuidadosamente la puerta y se deslizó tranquilamente por la escalera. Sin embargo, a la salida, tropezó con una dificultad inesperada al abrir la puerta, y después de forcejear un momento en la cerradura inútilmente, miró en torno suyo como esperando quien le sacara del apuro. Pero la camarera irlandesa que le había facilitado la entrada, no se dignó presentarse. Pasó entonces un incidente misterioso y sensible, que relataré sencillamente sin esforzarme en darle una explicación. Sobre la mesa de la entrada había un pañuelo de seda, propiedad sin duda de la criada a quien acabo de referirme. Mientras Ah-Fe tentaba el cerrojo con una mano, descansaba ligeramente la que le quedaba libre en la mesa. De pronto, y al parecer por impulso espontáneo, el pañuelo comenzó a deslizarse poco a poco hacia la mano del chino. Desde la mano de Ah-Fe, siguió hacia dentro de su manga, lentamente y con un movimiento pausado, como el de la serpiente, y luego desapareció en alguno de los repliegues de su vestidura. Sin manifestar el menor interés por este fenómeno, Ah-Fe repetía aún sus tentativas sobre el cerrojo. Poco después, el tapete de damasco encarnado, movido acaso por igual impulso misterioso, se recogió lentamente bajo los dedos de Ah-Fe y desapareció ondulando con suavidad por el mismo escondido camino. ¿Qué otros misterios podrían haber seguido? Esto no sería fácil averiguarlo, pues en aquel momento descubrió Ah-Fe el secreto del cerrojo y pudo abrir la puerta, coincidiendo esto con el ruido de pasos que se oía en la escalera. El chino no apresuró su salida, sino que cargando pausadamente con el cesto, cerró con todo cuidado la puerta tras de sí, y penetró en la espesa niebla que se cernía impenetrable por la calle.
Reclinada en la ventana, contempló Lady Clara la figura de Ah-Fe hasta que desapareció en la espesa bruma. En su triste situación sintió por él vivo reconocimiento, y acaso Lady Clara, como siempre, poética y sensible, atribuyó a profundas emociones y a la conciencia satisfecha de una buena acción, el ahuecamiento del pecho del chino que en realidad era debido a la presencia del pañuelo y del tapete debajo de su vestimenta. Después, y a medida que con la noche, la neblina gris se hacía más densa, la señora de Galba estrechaba a Carolina contra su pecho. Dejando la charla de la criatura, siguió entre sentimentales recuerdos y egoístas consideraciones a la vez amargas y peligrosas. La repentina aparición de Ah-Fe la había unido de nuevo con su pasada vida de Fiddletown; la senda recorrida desde aquellos días era por demás triste y sembrada de abrojos; llena de dificultades y de espinas e invencibles obstáculos. Nada de extraño fue, pues, que por fin Carolina cesara repentinamente a la mitad de sus infantiles confidencias, para echar sus bracitos en torno del cuello de la pobre mujer, y suplicándola que no llorase pues se ponía triste.
Líbreme el cielo de emplear una pluma, que debe dedicarse siempre a la exposición de principios morales inalterables, en transcribir las especiosas teorías de Lady Clara sobre esta época y su conducta que defendía con sofísticas apologías, ilógicas deducciones, tiernas excusas y débiles paliativos. A la verdad, las circunstancias fueron muy crueles, agotándose prontamente su escaso caudal. En Sacramento tuvo ocasión de experimentar que los versos, aunque elevan a las emociones más sublimes del corazón humano, y merecen la mayor consideración de un editor en las páginas de un periódico, son insuficiente recurso para los gastos de una familia, aunque ésta no constase más que de una señora y de una niña de corta edad. Recurrió luego al teatro, pero fracasó completamente. Tal vez su concepto de las pasiones fuese diferente del que profesaba el auditorio de Sacramento, pero lo cierto es que su bella presencia, encantadora y de tanto efecto a corta distancia, no era para la luz de las candilejas bastante acentuada. Admiradores en su gabinete, no le faltaron; pero no despertó en el público afecto duradero. Entonces, recordó que tenía voz de contralto, de no mucha extensión y poco cultivada, pero sumamente dulce y melodiosa. Por fin, logró una plaza en un coro de capilla, sosteniéndola durante tres meses, muy en su provecho pecuniario, y según se decía, a satisfacción de los caballeros de los últimos bancos que volvían la cara hacia ella durante el canto del último rezo.
La tengo perfectamente grabada en la memoria. Un rayo de sol que descendía desde la ventana del coro de San Dives, solía acariciar dulcemente las tupidas masas de cabello castaño de su hermosa cabeza y los negros arcos de sus cejas, y oscurecía la sombra de las sedosas pestañas sus ojos de azabache. Daba gusto observar el abrir y cerrar de aquella boquita finamente perfilada, mostrando rápidamente una sarta de perlas en sus blancos dientecitos, y ver cómo sonrojaba la sangre su mejilla de raso: porque la señora de Galba era por demás sensible a la admiración que causaba y a semejanza de la mayor parte de las mujeres hermosas, se recogía bajo las miradas lo mismo que un caballo de carrera bajo la espuela del jinete.
No tardaron mucho en venir los disgustos. Me informó de todo una soprano (mujercita algo más que despreocupada en las cuestiones de su sexo). Anunciome que la conducta de la señora de Galba era poco menos que vergonzosa; que su vanidad era inaguantable; que si consideraba a los demás del coro como esclavos, ella, la soprano, quería que lo dijese claramente; que su conducta con el bajo el domingo de Pascua había atraído la atención de todos los fieles, y que ella misma había visto cómo el reverendo Cope la miraba dos veces durante el oficio; que sus amigos (los de la soprano), se habían opuesto a que cantara en el coro con una mujer que había pisado las tablas, pero que esto, para ella, todavía podía pasar. No obstante, sabía de buena tinta que la señora de Galba se había fugado de su marido, y que la niña de cabello rojo que algunas veces llevaba al coro, no le pertenecía. El tenor le confió un día, detrás del órgano, que la contralto poseía un medio para sostener la nota final de cada frase, al objeto de que su voz quedara por más tiempo en el oído del auditorio, acto indigno que sólo podía atribuir a un carácter vicioso e inmoral; que el tenor, dependiente muy conocido de una quincallería en los días laborables, y que cantaba los domingos, no estaba dispuesto a soportarla por más tiempo. Y sólo el bajo, un alemán pequeño, de pesada voz que debía avergonzarlo, defendía a la contralto y se atrevió a decir que tenían celos de ella, por poseer un buen palmito.
La tempestad se enconó y por fin se solventaron estas diferencias en una querella descarada, en la que Lady Clara hizo uso de su lengua, con tal precisión de argumentos y de epítetos, que la soprano estalló en un ataque histérico, y su marido y el tenor tuvieron que sacarla en brazos del coro: todo lo cual llegó a conocimiento de los parroquianos por la supresión del solo acostumbrado de la soprano. Lady Clara volvió a casa sonrojada por el triunfo, pero al llegar a su habitación no se mostró propicia a los halagos de Carolina, diciendo que desde entonces eran mendigas; que ella, su madre, acababa de quitarle su último bocado de pan, y terminó rompiendo en un llanto inconsolable. Las lágrimas no acudían a sus ojos tan fácilmente como en los pasados y poéticos días, pero cuando las vertía era con el corazón lacerado. Volvió en sí al anuncio de la visita de un vestryman, del comité de música. Entonces enjugó sus largas pestañas, atose al cuello una cinta nueva, y bajó al salón. Permaneció allí dos horas; eso pudiera ocasionar habladurías a no estar el buen hombre casado y con hijos de alguna edad. Al volver Lady Clara a su cuarto, tarareaba mirándose al espejo y riñó a Carolina. Por aquella vez habían salvado su colocación en el coro de la capilla.
Sin embargo, no fue por mucho espacio. Con el tiempo, las fuerzas del enemigo recibieron un poderoso auxilio en la persona de la esposa del committee-man. Esta señora visitó a varios de los feligreses y a la familia del doctor Cope, lo cual dio por resultado que una junta posterior del comité musical decidiese que la voz de la contralto no era adecuada a la capacidad del edificio y fue invitada a presentar su dimisión, lo cual no tardó en hacer. Ocho semanas hacía que estaba sin colocación y sus escasos medios se encontraban casi agotados, cuando Ah-Fe derramó en sus manos el subsidio inesperado.
III
La plúmbea niebla se hizo más intensa con la noche, y los faroles entraron temblando a la vida, mientras la señora de Galba, absorta en dolorosos recuerdos, permanecía aún asomada a su ventana tristemente. Ni siquiera se dio cuenta de que Carolina se había escurrido de la sala, y de su bullicioso regreso, llevando en la mano el periódico de la noche, húmedo aún. Con la presencia de la niña volvió Lady Clara en sí y a los apuros del presente. En su triste situación solía la pobre mujer examinar minuciosamente los anuncios, con la efímera esperanza de encontrar entre ellos proposiciones para un empleo (no sabía cuál), que pudiera proveer a sus necesidades, y Carolina se había fijado en esto.
La señora de Galba cerró maquinalmente los postigos, encendió las luces y desdobló el diario.
Instintivamente, su vista se posó en el siguiente párrafo de la sección telegráfica:
Fiddletown, 7.—Don Juan Galba, persona»muy conocida en este lugar, murió anoche de delirium tremens. Don Juan se entregaba a desarregladas costumbres, ocasionadas, según se dice, por disgustos de orden familiar.»
Lady Clara no se inmutó. Volvió tranquilamente la página y miró de soslayo a Carolina, que estaba absorta en la lectura de un cuaderno con láminas. Lady Clara no dijo una palabra, y durante el resto de la noche permaneció absorta, contra su costumbre, y sumamente silenciosa y meditabunda.
Por fin, ya en la madrugada, dirigiéndose donde dormía Carolina cayó de repente de rodillas junto a la cama, y tomando entre las manos la tierna cabeza de la niña, le preguntó:
—Dime. ¿Te gustaría tener otro papá?
—No—dijo después de meditar un momento la interpelada.
—Quiero decir un papá que ayudase a mamá y te cuidara con amor, que te diese bonitos vestidos y que, por fin, cuando fueses mayor, hiciese de ti una señora.
Carolina volvió hacia ella sus ojos somnolientos.
—¿Y a ti, te gustaría, mamá?
Lady Clara se sonrojó hasta las orejas.
—Duerme—dijo bruscamente.
Y volviose.
Pero al cabo de poco rato la niña sintió dos tiernos brazos que la estrechaban contra un pecho palpitante y conmovido por los sollozos desgarradores.
—¡No llores, mamá!—murmuró Carolina, recordando como en sueños la conversación pasada.—No quiero que llores. Creo que me gustaría un nuevo papá si te quisiera mucho... mucho... y me quisiera mucho a mí.
Un mes más tarde, se casó la señora de Galba, con sorpresa general. El afortunado novio era un tal Roberto, coronel elegido recientemente para representar el condado de Calaveras en el consejo legislativo. En la imposibilidad de relatar el acontecimiento en lenguaje más escogido que el de corresponsal del Globo de Sacramento, citaré algunas de sus frases más graciosas:
«Las implacables flechas del pícaro Cupido se ensañan estos días en nuestros galantes salones: hay una nueva víctima.
»Se trata del honorable A. Roberto de Calaveras, cautivo hoy de una bellísima hada, viuda, un tiempo sacerdotisa de Thespis, y hasta hace poco, émula de Santa Cecilia, en una de las iglesias más a la moda de San Francisco, donde disfrutaba de un sueldo regular.»
El Noticiero de Dutch Flat comentó el suceso con su poca aprensión característica:
«El nuevo leader de los demócratas de Calaveras, acaba de llegar a la legislatura con un flamante proyecto. Se trata de la conversión del nombre Galba en el de Ponce, apellido del coronel Roberto. Creemos que llaman a eso una fe de casamiento. No ha transcurrido un mes desde que murió el señor Galba, pero es de suponer que el intrépido coronel no tiene miedo a los duendes de alcoba.»
Sin embargo, decir que la victoria del coronel fue fácilmente obtenida, sería no hacer justicia a Lady Clara.
A la timidez propia del sexo femenino, añadíase el obstáculo de un rival, acomodado empresario de pompas fúnebres, de Sacramento, a quien debió cautivar la señora de Galba, en el teatro o en la iglesia, ya que los hábitos profesionales del galán lo excluían del ordinario trato social y de todo otro que no fuese religioso o de ceremonial. Como este caballero poseía una bonita fortuna adquirida en la propicia ocasión de una larga y terrible epidemia, el coronel lo tenía por rival algo temible. Pero, por fortuna, el empresario de pompas fúnebres hubo de ejercer su profesión en la persona de un senador, colega del coronel, a quien la pistola de éste mató en un lance de honor, y sea que temiese la rivalidad por consideraciones físicas, o bien que calculase con prudencia que el coronel podía procurarle clientes, ello fue que se retiró, dejando expedito el campo.
La luna de miel fue corta, y terminó con un incidente inesperado. Durante el viaje de bodas, confiaron a una hermana del coronel Roberto el cuidado de la niña. Al regresar a la ciudad, la señora de Ponce determinó inmediatamente visitar a la guardadora, para traerse la niña a casa nuevamente.
Pero su marido, desde hacía algún tiempo daba muestras de inquietud que se esforzaba en vencer por medio del uso repetido de bebidas fuertes. Al fin se decidió, abrochose estrechamente la levita, y después de pasear el cuarto una o dos veces con paso inseguro, detúvose de repente ante su esposa con aire de autoridad.
—Hasta el último momento—dijo el coronel con labio balbuciente y afectada majestad que aumentaba su miedo interior—he diferido, es decir, he suspendido la revelación de un hecho que creo comunicándotelo cumplir con mi deber. Todo con objeto de no nublar el sol de nuestra mutua felicidad... para no marchitar nuestras tiernas promesas en flor, ni oscurecer el cielo conyugal con una explicación desagradable, pero debo hacerlo... ¡vive Dios!... Señora... debo hacerlo hoy. ¡La niña no está ya aquí!
—¡Cómo!—exclamó la señora de Ponce con sorpresa.
Algo había en el tono de su voz, en el repentino estrabismo de sus pupilas, que en un momento disipó los vapores alcohólicos en la cabeza del coronel y encogió su gallarda figura.
Me explicaré en cuatro palabras—dijo moviendo la mano en ademán conciliador,—me explicaré. El... el... el... melancólico suceso que precipitó nuestra felicidad, la misteriosa Providencia que te libertó, libertó también a la niña. ¿Comprendes? Libertó a la niña. En el momento de morir Galba, el parentesco que por él te unía desapareció también. La cosa es clara como la luz. ¿De quién es la niña? ¿De Galba? Este ha muerto y la niña no puede pertenecer a un muerto. Es una solemne tontería pretender que pertenece a un muerto. ¿Es hija suya? ¿No? ¿De quién, pues? La niña pertenece a su madre. ¿No es eso?
—¿Dónde está?—dijo la señora de Ponce con voz concentrada y pálido rostro.
—Todo lo explicaré. La niña pertenece a su madre. De eso no cabe duda alguna. Soy abogado, legislador y ciudadano de la Unión. Mi deber como abogado, legislador y ciudadano de la Unión, es restituir la niña a su afligida madre... cueste lo que costare.
—Pero, ¿dónde está?—repitió la señora de Ponce, fija todavía la vista en el semblante del coronel.
—Pues, en camino para reunirse con su madre; partió ayer en el vapor, con rumbo al Este y transportada por favorables vientos hacia aquélla que, sin duda, la espera con los brazos abiertos.
La señora de Ponce permaneció inmóvil. El coronel sintió que su pecho se encogía poco a poco, pero apoyose contra una silla, y se esforzó en ostentar una galantería caballeresca unida a la severidad del togado.
—Señora, honran sobre manera a su sexo, pero es preciso también considerar los sentimientos, la situación de una madre, y, al propio tiempo, mi misma situación.
El coronel hizo aquí una pausa y, sacando un pañuelo blanco, lo pasó descuidadamente sobre su pecho y luego se sonrió cínicamente a través de sus bordados pliegues.
Luego añadió:
—¿Por qué una leve sombra ha de nublar la armonía de dos almas que mueve un solo pensamiento? ¡Ciertamente, la niña es hermosa, es buena, pero, al fin y al cabo, es hija de otro! Fuese la niña, Clara, pero no todo se fue con ella. ¡Clara, considera, querida, que siempre me tendrás a mí a tu lado!
Clara se levantó con energía.
—¡Usted!—gritó con una nota de pecho que hizo vibrar los cristales.—¡Usted, con quien me casé para que mi querida niña no muriese de hambre! ¡Usted, perro al que llamé a mi lado para alejar de mí a los hombres! ¡Usted!...
No pudo continuar. Precipitose en el cuarto vecino, que ocupaba Carolina; luego pasó rápidamente a su propio dormitorio, y apareció de repente ante él, erguida, amenazadora, con un fuego abrasador en los pómulos, fruncidas las cejas y contraída su garganta. Pareciole al coronel que su cabeza se achataba y se deprimía su boca como la de un ofidio.
—¡Roberto!—dijo con voz ronca y enérgica.—¡Oiga, coronel! Si desea alguna vez fijar su vista en mí, tráigame antes a la niña. Si alguna vez quiere hablarme o acercarse, tiene que devolvérmela. Donde ella esté, estaré yo, ¿oye? ¡Allá donde ella ha ido, me encontrará a mí!
Y otra vez pasó por delante de él furiosa, echando hacia fuera los brazos desde los codos abajo, como si se librase así de vínculos imaginarios, y, penetrando en su cuarto, cerró la puerta y dio vuelta a la llave con violencia.
El coronel Roberto, aunque no era cobarde, sentía para una mujer enojada un miedo supersticioso; retrocedió para dejarle libre el paso y fue a rodar impotente por el canapé. Allí, después de uno o dos esfuerzos infructuosos para ponerse en pie, permaneció inmóvil, profiriendo de vez en cuando blasfemias mezcladas con protestas incoherentes, hasta que, por fin, sucumbió al cansancio de la emoción y al narcotismo del alcohol ingerido.
Mientras tanto, la señora de Ponce recogía excitada sus joyas y hacía su maleta, como ya otra vez la había hecho en el transcurso de su accidentada existencia. Quizá un recuerdo de aquella escena vagaba por su mente, pues repetidas veces se detuvo para apoyar las encendidas mejillas en su mano, como si otra vez debiese aparecer la figura de la niña, de pie en el umbral y repitiendo con voz angelical la consabida pregunta de:—¿es mamá?—Mas este nombre le atormentaba ahora cruelmente. Apartolo de su imaginación con un rápido y apasionado gesto y enjugó una lágrima que rodaba por sus mejillas.
Después quiso la casualidad que, removiendo sus ropas, diese con una zapatilla de la niña, con una de las cintas estropeada. Un agudo grito salió de su pecho, el primero que había proferido aquel día, y la estrechó contra sí, besándola apasionadamente una y otra vez; meciola con ese movimiento maternal propio de la mujer, y después la llevó hasta la ventana, para verla mejor a través de las lágrimas que nublaban sus pupilas. De repente sufrió un fuerte ataque de tos que intentó ahogar llevando el pañuelo a sus labios rojos como la grana. Y luego sintió que desfallecía; pareciole que la ventana huía delante de ella, que el suelo se hundía bajo sus pies, y tambaleándose llegó a la cama, cayó boca abajo sobre ella, estrechando convulsivamente contra su pecho el pañuelo y la zapatilla. Su rostro estaba horriblemente pálido, las órbitas de sus ojos se oscurecían, y en sus labios primero, luego en su pañuelo y por fin sobre el blanco cubrecama aparecieron unas gotas de sangre.
Levantose el viento con fuerza, sacudió las celosías y agitó las blancas cortinas de un modo fantástico; luego, una niebla gris se deslizó suavemente por encima de los tejados, acariciando las paredes barridas por el viento y envolviéndolo todo en luz incierta e imponente quietud...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Clara yacía inmóvil; a pesar de todas sus desdichas, era una bellísima desposada, pero al otro lado de la puerta cerrada con cerrojo, el coronel roncaba con violencia en su lecho improvisado.
IV
El pequeño pueblo de Génova, en el Estado de Nueva York, ponía de manifiesto la semana anterior a la Navidad del año 1870, aún más que de costumbre, la amarga ironía del nombre que le dieron sus fundadores. Una copiosa nevada blanqueaba matorrales, plantas, paredes y palos de telégrafo; ponía estrecho cerco a la dulce capital italiana, arremolinábase alrededor de las enormes columnas dóricas de madera en la casa de correos y en el hotel, suspendíase de las persianas verdes de las mejores casas y empolvaba las siluetas angulosas, rígidas y oscuras de sus vías. Las naves de las cuatro principales iglesias de la ciudad, se alzaban abruptas rompiendo la línea de las casas, y escondían en el bajo torbellino sus deformes torres. Cerca de la estación, la nueva capilla metodista, semejante a una enorme locomotora, precedida, a manera de salvavidas, de su piramidal escalinata, parecía esperar que algunas casas se le agregaran para irse a un lugar más placentero. Y el orgullo de Génova, el gran Instituto Crammer, para señoritas, dominaba la avenida principal con su extraña fachada de ladrillo y su alta y majestuosa cúpula. Desde cualquier punto de la ciudad, se divisaba fácilmente el Instituto Crammer; así es que, bajo este punto de vista, no desmentía su carácter de establecimiento público en el que no faltaba nunca un visitante en su escalera y una cara bonita asomada a sus ventanas.
El silbido de la locomotora del expreso septentrional de las cuatro, atrajo a la estación a muy poca de su habitual y desocupada concurrencia. Sólo un pasajero bajó y se dirigió en el solitario trineo hacia el Hotel de Génova. En seguida el tren huyó indiferente como todos los trenes expresos, por la curiosidad humana; volvió el vacío furgón de equipajes a su cochera y el jefe de la estación cerró la puerta con llave y se fue a retiro.
El chillido de la locomotora despertó la culpable conciencia de tres señoritas del Instituto Crammer que en aquel momento se regalaban en una calle vecina, en la dulcería de doña Brígida, comiendo pasteles. Las reglas del Instituto dejaban amplio desarrollo a la naturaleza física y moral de sus alumnas; en público se conformaban con sus excelentes reglas de dieta, pero privadamente se permitían extrarreglamentarios festines con las golosinas de su abastecedor particular del pueblo; asistían a la iglesia con formalidad ejemplar, pero coqueteaban durante el oficio divino con la dorada juventud del pueblo; en las clases recibían severa y moral instrucción y durante el asueto devoraban las novelas más edificantes. El fruto de esta doble enseñanza era una agrupación de jóvenes robustas, alegres y encantadoras que daban al Instituto infinito crédito. Doña Brígida, a pesar de que le debían importantes sumas, alababa el buen humor y belleza juvenil de sus parroquianas y declaraba que la vista de estas señoritas la rejuvenecía, pero se sospechaba de ella que favoreciese sin escrúpulos las clandestinas incursiones que aquellas hacían.
—¡Amigas! las cuatro; si no estamos de vuelta para las oraciones, daremos que hablar—dijo levantándose la más alta de estas vírgenes locas, muchacha de nariz aguileña y maneras resueltas que revelaban a la inteligente directora del cotarro.
—¿Tienes los libros, Adelaida?
Adelaida enseñó debajo de su impermeable tres libros de no muy santa apariencia.
—¿Y las provisiones, Carolina?
Carolina mostró de su saquito un paquete de aspecto sospechoso.
—Todo está corriente. Chicas, en marcha. Póngalo en la cuenta—añadió saludando con la cabeza a la huéspeda, mientras se adelantaban hacia la puerta.—Le pagaré cuando llegue el trimestre a mi poder.
—No, Catalina—repuso Carolina, sacando su portamonedas,—déjame pagar, me toca a mí.
—De manera alguna—dijo Catalina, arqueando soberanamente sus negras cejas,—ya sé que tienes ricos parientes en California que te envían puntualmente fondos, pero no quiero permitirlo. Vamos, chicas, ¡adelante!
Al abrir la puerta, una fuerte ráfaga de viento penetró violentamente en la tienda, lo cual asustó a la bondadosa doña Brígida.
—¡Por Dios, señoritas, no deberían ustedes salir con este tiempo! Será mejor que me dejen mandar un recado al Instituto y les arreglaré aquí una buena cama.
Mas la última frase se perdió en el coro de chillidos medio ahogados que arrojaban las niñas, agarradas de la mano, lanzándose en mitad del temporal, y muy pronto fueron envueltas en el torbellino huracanado.
Anochecía, y las breves horas de aquel día de diciembre, que no alumbraban los vivos colores de la puesta del sol, terminaban rápidamente. La temperatura era fría por demás y en el aire giraban densos copos de nieve. La inexperiencia, y sobre todo los bríos de la juventud, daban a las muchachas resolución; pero osaron atravesar el campo por un atajo para evitar los recodos de la calle Mayor, y la risa expiró en sus labios y las lágrimas comenzaron a apuntar en los ojos de Carolina. Retrocedieron, y al llegar al camino, estaban abrumadas de fatiga.
—Volvámonos—dijo Carolina.
—No nos sería posible ya atravesar otra vez el campo—dijo Adelaida.
—Parémonos, pues, en la primera casa—repuso aquella.
—La primera casa—dijo Adelaida, mirando a través de la naciente oscuridad,—es del squire Robinson—dijo y echó a Carolina una mirada picaresca que hasta en su inquietud y miedo hizo que las mejillas de la niña se tiñeran de carmín.
—¡Eso es! Sí—dijo Catalina irónicamente,—por supuesto, detengámonos en casa del squire, y nos convidará a cenar, y luego nos llevará a casa en coche tu querido amigo Enrique, con formales excusas del señor Robinson, suplicando que por esta vez se nos perdone. No—prosiguió Catalina con repentina energía,—eso puede que te plazca a ti; pero yo me vuelvo como he venido, por la ventana, o bien me quedo en este mismo lugar.
Y cayó repentinamente sobre Carolina, que lloraba sobre un montón de nieve, y la sacudió con fuerza.
—Luego dormirás. ¡Chito! ¡Callemos! ¿qué es eso?
Se oían los cascabeles de unas colleras y en la oscuridad venía hacia ellas un trineo con un solo conductor.
—Escondámonos, chicas: si es alguien que nos conozca, estamos perdidas.
Afortunadamente, no lo era, y antes de que pudiesen poner por obra su pensamiento, una voz desconocida a sus oídos, pero bondadosa y de agradable timbre, preguntó si podía serles útil en alguna cosa. Era un hombre envuelto en una hermosa capa de piel de foca, cubierta la cabeza por una gorra de la misma piel, y con la cara medio tapada por una bufanda también de pieles, dejaba ver solamente unos largos bigotes y dos ojos negros de gran viveza.
—Es un hijo del viejo San Nicolás—dijo en voz baja Adelaida.
Las muchachas, conversando en voz natural, recostadas en el trineo, recobraron su anterior tranquilidad.
—¿A dónde voy a llevar a ustedes?—dijo tranquilamente el incógnito sujeto.
Hubo, entre ellas, una rápida consulta, y por fin, Catalina dijo con decisión:
—Al Instituto Crammer.
Ascendieron en silencio la cuesta hasta que el largo y ascético edificio se destacó ante ellas. El desconocido tiró repentinamente de las riendas y preguntó:
—¿Por dónde entran ustedes? Ustedes saben el camino mejor que yo.
—Por la ventana posterior—dijo Catalina con repentina y asombrosa franqueza.
—¡Ya comprendo!—contestó el extraño guía sin inmutarse.
Y apeándose al momento, quitó de los caballos los sonoros cascabeles.
—Ahora podemos aproximarnos tanto como ustedes quieran—añadió a modo de explicación.
—Seguramente es un hijo de San Nicolás—dijo en voz baja Adelaida,—¿no podríamos pedirle noticias de su padre?
—¡Silencio!—dijo Catalina con decisión,—puede que sea un ángel.
Y con deliciosa incoherencia perfectamente comprendida por su femenil auditorio, prosiguió:
—Estamos hechas tres visiones.
Saltaron cautelosamente los cercados y finalmente pararon a pocos pies de distancia de un sombrío muro. El desconocido ayudolas a apearse. La confusa y escasa luz de poniente reverberaba en la nieve, y a medida que el guía presentaba la mano a sus bonitas compañeras, cada una de éstas se veía sometida a un examen detenido, aunque respetuoso. Revestido de la mayor gravedad, ayudolas a abrir la ventana, retirándose luego discretamente al trineo hasta que terminó el difícil y un si es no es descompuesto acceso al interior. Después volvió hasta la ventana.
—Gracias: buenas noches—murmuraron las niñas a un tiempo.
Una de las tres figuras permanecía aún en la ventana, y el desconocido inclinose sobre el pretil.
—¿Permítame que encienda aquí este cigarrillo, pues la luz del fósforo ahí fuera podría llamar la atención?
Con la ayuda de esta luz pudo ver a Catalina bonitamente encuadrada en la ventana. Consumiose la cerilla lentamente entre sus dedos, y una sonrisa picaresca asomó en los labios de Catalina. La astuta joven había comprendido tan pobre subterfugio. ¿De qué le había de valer, pues, el ser primera en su clase, y para qué si no, habrían sus padres satisfecho la matrícula durante tres años consecutivos?
Al día siguiente la tempestad había cesado, y el sol resplandecía vivo y alegre en la sala de estudio, cuando Catalina de Corlear, que tenía su sitio junto a la ventana, llevose patéticamente la mano al corazón y se dejó caer sobre el hombro de su vecina Carolina, simulando un repentino desvanecimiento.
—Está aquí—suspiró.
—¿Quién?—preguntó con interés Carolina, que no comprendía nunca claramente cuándo Catalina hablaba formal.
—¿Quién? ¡Pues el hombre que nos salvó anoche! Acabo de verle hace un instante llegar a la puerta. Calla: dentro de un momento estaré mejor.
Y la hipócrita se pasó patéticamente la mano por la frente con ademán trágico.
—¿Qué es lo que querrá?—preguntó Carolina con curiosidad cada vez más acentuada.
—Pregúntaselo—dijo Catalina en tono despreocupado.—Quizá poner en el colegio a sus cinco hijas. Tal vez quiera perfeccionar la educación de su mujer y ponerla en guardia contra nosotras.
—Pues chica, no parece viejo, y menos casado—contestó Adelaida doctrinalmente.
—¡Pobre muchacha! ¡Eso nada significa!—contestó la escéptica Catalina.—No puede una nunca decir nada de estos hombres... ¡Son tan falsos! Además, yo siempre tengo tan mala fortuna.
—¡Pues... Catalina!—comenzó Carolina.
—¡Silencio! La señora va a decir algo—dijo Catalina, con una sonrisa.
—Las educandas harán el favor de prestar atención—dijo pausadamente una voz indolente.—En el locutorio preguntan por la señorita Carolina Galba.
Don Juan Príncipe, nombre estampado en la tarjeta y en varias cartas y credenciales sometidas al Reverendo señor Crammer, se paseaba impaciente por el severo aposento designado oficialmente con el nombre de sala de recepción, y privadamente entre las alumnas con el de purgatorio. Con escrutadora mirada examinaba los rígidos detalles de la sala, desde el pulimentado calorífero de vapor parecido a un enorme soda-cracker barnizado, que calentaba un extremo del cuarto, hasta el busto monumental del doctor Crammer, que daba escalofríos en el opuesto, desde el padrenuestro dibujado por un ex maestro de caligrafía, con tal variedad de elegantes rasgos de escritura, que disminuía notablemente el valor de la composición, hasta tres vistas de la población, tomadas del natural desde el Instituto, por el profesor de dibujo, y que nadie hubiese sido capaz de reconocer; desde dos citas ilustradas del Antiguo Testamento, escritas en letra inglesa, tan horriblemente remotas que helaban todo humano interés, hasta una gran fotografía de la clase superior, en la cual las niñas más bonitas tenían el color etiópico, sentadas, al parecer, unas sobre las cabezas y hombros de las otras. Hojeó maquinalmente las páginas de catálogos escolares, los Sermones del doctor Crammer, los Poemas de Henry Kirke White, las Leyendas del Santuario y Vidas de mujeres célebres; su ya viva imaginación, nerviosamente acrecentada por su situación especial, le representó las tiernas reuniones y conmovedoras despedidas que debían haber tenido lugar allí, y extrañose de que el aposento no guardara algo que pudiese expresar tales humanos sentimientos, y hasta había olvidado casi el objeto de su visita, cuando se abrió la puerta para dejar paso a Carolina Galba.
El rostro del visitante que había vislumbrado la noche anterior, le pareció más bonito aún de lo que le había parecido entonces, y sin embargo, estaba como desorientado o descontento, aun cuando no podía esperar encontrarse con tan bella criatura. Conservaba su abundante y ondulado cabello el tinte dorado metálico de antes; su color, de extraña delicadeza como el de una flor, y sus ojos, castaños del color de algas marinas en aguas profundas. No era, pues, su belleza la que le desilusionaba.
Carolina se encontraba, por su parte, como violenta, sin ser tan impresionable como él. Ante sí tenía a uno de estos hombres a quien su sexo califica en términos vagos de simpáticos, esto es, correcto en todos los superficiales accesorios de moda, vestido, ademanes y de figura agradable. Sin embargo, había en él una distinción excepcional; no se parecía a nadie que ella pudiera recordar, y como la originalidad suele tan a menudo asustar a las gentes como atraerlas, no se sintió predispuesta en su favor.
—No puedo apenas esperar—principió en amable tono,—que me recuerde usted. Hace once años era una niña muy pequeña. Tal vez ni siquiera pueda reivindicar en mi favor el haber disfrutado de la familiaridad que podía existir entre una niña de seis años y un joven de veintiuno. Creo que no era muy amigo de los niños. Sin embargo, conocí muy bien a su madre, pues cuando ella le llevó a San Francisco era yo editor de El Alud en Fiddletown.
—Quiere usted decir mi madrastra; ya sabe usted que no era mi madre—interpuso Carolina con viveza.
—Quise decir su madrastra—dijo gravemente.—Nunca he tenido el gusto de encontrarme con su madre de usted.
—No; hace doce años que mamá no ha estado en California.
El tono de aquel título y la distinción que establecía era tan intencionado, que principió a interesar a Príncipe, después que se hubo repuesto de su primera sorpresa.
—Perfectamente, pero como ahora vengo de parte de su madrastra—prosiguió sonriendo,—tengo que rogarle que por algunos momentos vuelva a aquel punto de partida. Su señora madre, digo, su madrastra, reconoció que su madre, la primera Galba, era legal y moralmente su tutora, y aunque muy a pesar de sus inclinaciones y afectos, la colocó de nuevo bajo la tutela de aquélla.
—Mi madrastra se volvió a casar antes de cumplir el mes de la muerte de mi padre, y me envió a casa—dijo Carolina, alzando ligeramente la cabeza y con mucha intención.
El señor Príncipe sonriose tan dulcemente, y al parecer con tanta simpatía, que principió a gustar a Carolina. Sin contestar a la interrupción, prosiguió:
—Una vez realizado este acto de simple justicia, pusiéronse de acuerdo su madre y su madrastra para costear los gastos de su educación hasta que cumpliese diez y ocho años, época en que deberá usted elegir cuál de las dos ha de ser en adelante su tutora. Me parece que a la sazón se le comunicó a usted todo eso y que por lo tanto tiene reconocimiento del citado convenio.
Entonces, yo no era más que una criatura—dijo Carolina.
—Ciertamente—dijo el señor Príncipe, con la misma sonrisa.—Con todo, me parece que las condiciones jamás han sido molestas a usted ni a su señora madre, y la única vez que quizá le causen alguna inquietud, será cuando llegue a decidir en la elección de su tutora, lo cual será al cumplir los diez y ocho años... creo que el día 20 del mes corriente.
Carolina permaneció en silencio.
—Sentiría creyese que he venido aquí para conocer su decisión, aun cuando esté hecha ya. Tan sólo he venido a manifestarle que su madrastra, la señora de Ponce, estará mañana en la ciudad y pasará algunos días en ella. Si es su deseo verla antes de decidir, ella se alegrará de poder estrecharla en sus brazos, sin que ello implique la más remota intención de influir en su decisión, libre de todo punto.
—¿Sabe madre que ella viene?—dijo apresuradamente Carolina.
—No podría contestarlo—dijo Príncipe gravemente.—Sólo sé que si ve usted a la señora de Ponce será con permiso de su madre, pues ella sabrá respetar sagradamente esta parte del convenio hecho hace ocho años. Su salud es muy delicada, y el cambio de aires y quietud del campo durante unos días le serán altamente beneficiosos.
Príncipe posó la mirada de sus vivos y penetrantes ojos sobre la joven, y contuvo el aliento hasta que ella anunció:
—Madre llegará hoy o mañana.
—¡Ah!—dijo Príncipe con dulce y lánguida sonrisa.
—¿El coronel Roberto está aquí también?—preguntó Carolina después de una pausa.
—El coronel Roberto ha muerto; por segunda vez ha enviudado su madre.
—¡Muerto!—repitió Carolina.
—Sí—contestó Príncipe,—su madrastra ha tenido la singular desgracia de sobrevivir a sus afectos más caros.
No pareció comprenderlo Carolina, pero Príncipe, sin dar explicaciones, se sonrió con dulzura.
Dos lágrimas temblaron al poco rato en los párpados de Carolina.
El señor Príncipe aproximó su silla hacia ella dulcemente.
—Temo—dijo con extraño brillo en su mirada y retorciendo las guías de su bigote,—temo que se preocupa usted demasiado del asunto. Pasarán algunos días antes que se le pida una resolución. Hablemos de otra cosa; supongo que no se resfrió ayer noche.
El rostro de Carolina adquirió con una sonrisa su gracia peculiar.
—¡Le pareceríamos sin duda tan alocadas!... ¡Y dímosle tanta molestia!...
—En manera alguna, se lo aseguro. Mis sentimientos de las conveniencias sociales—añadió con gazmoñería,—se hubieran alarmado quizá con cierta justicia si me hubiesen propuesto que ayudara a tres señoritas a salir de noche por la ventana de la clase, pero ya que se trataba de entrar nuevamente en ella...
Sonó con fuerza la campanilla de la puerta de entrada y el señor Príncipe se puso en pie.
—En fin; tómese todo el tiempo que necesite, y reflexione bien antes de resolver.
Sin embargo, el oído y la atención de Carolina estaban fijos en las voces que sonaban en la entrada. De repente, se abrió la puerta y el criado anunció:
—La señora Galba y el señor Robinson.
V
Don Juan Príncipe se dirigía a través de los arrabales del pueblo hacia el hotel, mientras el tren de la tarde lanzaba en un silbido su habitual e indignada protesta al tener que pararse en Génova.
Estaba fatigado y de mal humor: un paseo de una docena de millas en coche a través de los pueblos circunvecinos nada pintorescos, y por entre pequeñas y económicas casas de labranza y otros edificios del campo que molestaban su delicado gusto, había dejado a este caballero en un pésimo estado de ánimo. Habría incluso evitado a su taciturno posadero a no acecharle en la entrada misma del hotel.
—Hay una señora en la sala que le está esperando.
Apresurose Príncipe a subir la escalera, y al entrar en el cuarto, la señora de Ponce voló a su encuentro.
A decir verdad, habíase desmejorado mucho en los últimos diez años. Su arrogante talle habíase reducido; las seductoras curvas de su busto y espaldas estaban quebradas o perdidas; el brazo, antes lleno de plasticidad, encogíase en su manga, y los brazaletes de oro que cercaban sus níveas muñecas casi se le escurrieron de las manos, cuando sus largos y huesosos dedos sacudieron convulsivamente las manos de Juan. Pintaba sus mejillas el abrasado calor de la fiebre; sus brillantes ojos aún eran hermosos, su boca sonreía dulcemente aún, pero en los hoyos de aquellas mejillas demacradas estaban sepultados los graciosos hoyuelos de antaño y los labios se entreabrían para facilitar la respiración fatigosa exponiendo los blancos dientes, más aún de lo que acostumbraba hacerlo en tiempos ya lejanos. La aureola de su rubio cabello persistía aún; era más fino, más etéreo y sedoso, pero, a pesar de su abundancia, no ocultaba los huecos de las sienes cruzadas de azules venas.
—Clara—dijo Juan en tono de reproche.
—¡Te ruego me perdones, Juan!—dijo, dejándose caer en una silla, pero asida aún de su mano,—perdóname, amigo mío, pero ya no podía aguardar más; me hubiera muerto. Juan, muerto sin que acabaran estos días. Te pido conmigo un poco más de paciencia; no va a ser largo, pero deja que me quede aquí. Sé que no debo verla, no le hablaré; pero es tan dulce sentir que por fin estoy cerca de ella, que estoy respirando el mismo aire que mi amada... Me siento mejor ya, Juan, te lo aseguro. Y ¿la has visto hoy? ¿Qué tal estaba? ¿Qué dijo? Dímelo todo, todo, Juan. ¿Estaba hermosa? Dicen que lo es. ¿Ha crecido mucho? ¿La hubieras reconocido?... ¿Vendrá, Juan? Acaso ha estado ya aquí; quizá...
Se había puesto de pie, excitada, trémula y miraba hacia la puerta de entrada.
—Acaso esté aquí ahora. ¿Por qué no hablas, Juan? ¡Por Dios! Explícate.
Unos penetrantes ojos se fijaron vivamente en ella, con una ternura que quizá ella sola era capaz de comprender.
—Amiga Clara—dijo afectando alegría,—tranquilízate. El cansancio te ha rendido y la excitación del viaje te ha puesto en un estado lamentable. He visto a Carolina; está buena y hermosa. Por ahora, esto es bastante.
El grave tono y suave firmeza con que subrayó estas palabras la sosegaron, como a menudo lo hacía en otros tiempos. Acariciando su delgada mano, dijo después de un corto intervalo:
—¿Te ha escrito alguna vez Carolina?
—Sí, en dos ocasiones, dándome las gracias por algunos presentes; no eran más que cartas de colegiala—- añadió impaciente, contestando a la interrogadora mirada de Juan Príncipe.
—¿Ha llegado alguna vez a saber tus penas? Tus aprietos, los sacrificios que hiciste para pagar sus cuentas, que empeñaste alhajas y la ropa...
—¡No, no!—interrumpió rápidamente aquélla.—¡No! ¿Cómo podía saberlo? No tengo enemigo bastante cruel para haberle hecho estas revelaciones.
—¿Pero si ella lo hubiese sabido por algún conducto? Si Carolina pensase que eres pobre para mantenerla, podría influir en su decisión. Los espíritus jóvenes gustan de la posición que da el dinero. Quizá tenga amigos ricos... puede que un amante...
A estas palabras, la señora de Ponce se estremeció.
—Pero—dijo ella con vehemencia, asiendo la mano de Juan,—cuando me encontraste enferma y sin recursos en Sacramento; cuando... ¡Dios te bendiga por ello, Juan! me ofreciste tu apoyo para venir a Oriente, dijiste que sabías algo, que tenías algún plan, que podía hacernos a Carolina y a mí independientes.
—Es verdad—dijo Juan, precipitadamente,—pero antes quiero que te pongas fuerte y buena, y ahora que estás más tranquila, quiero contarte fielmente mi entrevista con ella.
Y empezó Príncipe a describir la ya narrada entrevista, con singular acierto y discreción que harían palidecer mi propio relato sobre aquella escena. Sin omitir una palabra ni un detalle sin suprimir un sólo incidente, logró cubrir con poético velo aquel prosaico episodio, hizo lo posible para rodear a la heroína de conmovedora atmósfera, que, aunque no del todo falsa, dejaba entrever, no obstante, el genio que diez años antes hacía a la vez interesantes e instructivas las columnas de El Alud de Fiddletown. Tan sólo cuando vio el encendido color y notó la entrecortada respiración de su ansiosa oyente, sintió una repentina punzada de remordimiento, murmurando entre sus apretados dientes:
—¡Dios la ayude y me perdone! Pero, ¿cómo es posible que yo se lo diga todo ahora?
Aquella noche, al apoyar la señora de Ponce su cansada cabeza sobre la almohada, trató de imaginarse a Carolina durmiendo en aquel momento tranquilamente en la gran casa-colegio de la colina, y a la sola idea de que la tenía tan cerca sentía la infeliz pecadora inefable consuelo. Pero en aquel momento estaba Carolina inestablemente sentada en el borde de su cama; semidesnuda, y con un gracioso mohín en sus bonitos labios, enroscaba entre los dedos sus largos rizos leonados, mientras que su compañera, Catalina de Corlear, dramáticamente embozada en un largo cubrecama blanco, con su altiva nariz latiendo de indignación y sus negros ojos chispeantes, dominaba sobre ella como un enojado duende. Aquella noche había Carolina confiado sus desdichas e historia a Catalina, y esta excéntrica señorita, en lugar de prodigarle los consuelos de la amistad, mostrábase vehemente, indignada contra la indecisión de Carolina, y defendía las pretensiones de la señora de Ponce del modo más entusiasta y convincente.
—Ya ves, si la mitad de lo que me dices es verdad, tu madre y estos Robinson te están convirtiendo no sólo en una cobarde, sino en una ingrata mujer. ¡Vaya que respetabilidad! Mira, mi familia data de algunos siglos antes que los Galba, pero si mi familia me hubiese tratado alguna vez de esta manera y me hubiese pedido luego que volviera la espalda a mi mejor amiga, me llamaría andana.
Y Catalina castañeteó los dedos, frunció sus negras cejas, y echó miradas de indignación alrededor del dormitorio, como buscando algún cobarde en sus antepasados de Corlear.
—Tú hablas así, porque te ha caído en gracia ese señor Príncipe—dijo Carolina.
Según posterior manifestación de Catalina, empleando los ordinarios modismos de actualidad que habían penetrado hasta los virginales claustros del Instituto Crammer, aquél desde luego la embistió.
Catalina, sacudiendo altivamente la cabeza, echose sobre el hombro su abundosa cabellera de azabache, dejó caer una punta del cubrecama a manera de túnica vestal, y avanzó hacia Carolina a trágicas y exageradas zancadas.
—¿Y aunque así fuese, amiga? ¿Que si sé distinguir a primera vista un caballero? ¡Que si acierto a saber que entre un millar de entes tradicionales, cortados por un mismo patrón, incorrectas ediciones de sus abuelos como Enrique Robinson, por ejemplo, no encontrarías un solo caballero original, independiente, individualizado como tu Príncipe!... ¡Acuérdate, amiga, y ruega al cielo que realmente sea de veras tu Príncipe! Impetra del santo cielo que te dé un corazón contrito y reconocido, y da gracias al Señor por haberte enviado una amiga como Catalina de Corlear.
Con todo, después de esta imponente y dramática salida, rápida como un relámpago, asió la cabeza de Carolina, la besó entre las cejas y se retiró.
El día siguiente fue muy triste para Juan Príncipe. Estaba convencido en el fondo de su alma de que no conseguiría nada de Carolina. Sin embargo, era tarea dura y difícil ocultar esta convicción a la señora de Ponce, y alentar su sencilla esperanza con aparente optimismo y firmeza. Hubiera querido distraer su imaginación llevándola a dar un largo paseo en coche, pero ella temía que Carolina viniera durante su ausencia, y sus fuerzas decaían con rapidez. Cada vez que la miraba, se persuadía de que la decepción que la amenazaba extinguiría la escasa vida que latía en su debilitado organismo. Comenzó a dudar de la eficacia y prudencia de sus gestiones; recapituló los incidentes de su entrevista con Carolina, y casi atribuyó el mal éxito a su propia torpeza. No obstante, la señora de Ponce esperaba tan paciente y confiada, que llegó a quebrantar los presentimientos de Príncipe. Cuando el estado de la infeliz lo permitió, la llevaron, reclinada en una silla, al lado de la ventana, desde donde podía ver el colegio y la entrada del hotel. Trazaba a menudo agradables planes para el porvenir, en un imaginario hogar campestre. Incluso parecía que el pueblo le había caído en gracia; pero es de notar que el porvenir que bosquejaba era tranquilo y apacible. Creía que pronto estaría buena, decía que estaba ya mucho mejor, aunque acaso tardaría en encontrarse otra vez fuerte del todo. Solía proseguir de esta manera en voz baja hasta que Juan se echaba como un loco por la escalera abajo, y entrando en la sala común pedía licores que no bebía, encendía cigarros que no fumaba, hablaba con hombres a quienes no escuchaba, y su conducta era, en una palabra, la que es propia del sexo fuerte en períodos de prueba y de tribulación.
Terminó el día con el cielo encapotado y un viento penetrante y frío por demás. Algunos copos de nieve caían pausadamente. La señora de Ponce estaba aún tranquila y confiada, y cuando Príncipe hizo correr su sillón desde la ventana hasta el fuego, le explicó que como el año escolar terminaba, probablemente retenían a Carolina sus lecciones, y que no podía dejar el colegio más que por la noche, una vez terminadas aquéllas. Así es que permaneció levantada la mayor parte de la velada entretenida en adornarse y en peinar su sedoso cabello, tan bien como lo permitía su triste estado, para recibir dignamente a la suspirada visita.
—No he de dar miedo a la niña, Juan—decía como excusándose y con resabios de su antigua coquetería.
Transcurrido algún tiempo, recibió Juan un recado del posadero, diciendo que el médico deseaba verlo abajo un momento. Al entrar en el mal iluminado salón, Juan observó la figura embozada de una mujer cerca del hogar y disponíase a retirarse, cuando una voz, que recordaba muy agradablemente, exclamó:
—¡Oh! ¡no hay cuidado! El médico soy yo.
Y esto diciendo, se echó el capuchón hacia atrás, y Príncipe vio el negro cabello y los atrevidos ojos de Catalina de Corlear.
—No quiera usted inquirir más. Yo soy el médico, y he aquí mi receta.
Y señaló a Carolina que temblorosa y sollozando se acurrucaba en un ángulo del aposento.
—¡Debo tomarla inmediatamente!
—Pero, ¿es que su madre ha dado ya el permiso?
—No tal; ¡si yo comprendo los sentimientos de aquella señora!—contestó Catalina con resolución.
Pues entonces, ¿cómo se han escapado ustedes?—preguntó Príncipe gravemente.
—Por la ventana.
Cuando Príncipe hubo dejado a Carolina en brazos de su madrastra, volvió a la sala.
—¿Y bien?—preguntó Catalina.
—Se queda; también espero que esta noche nos dispensará el honor de quedarse con nosotros.
—Como no cumpliré diez y ocho años ni seré dueña de mí misma el día veinte, y como no tengo una madrastra enferma, no es de razón que me quede.
—¿Me permitirá entonces que la acompañe otra vez hasta la ventana del Instituto?
Al volver media hora más tarde, Príncipe encontró a Carolina sentada en un taburete a los pies de la señora de Ponce. Con la cabeza sepultada en la falda de su madrastra, y sollozando, se había dormido. La señora de Ponce llevó un dedo a sus labios.
—¿No te dije que vendría? Dios te bendiga, Juan. Buenas noches.
Al día siguiente la señora de Federico, acompañada del Reverendo Asa Crammer, director del Instituto, y de don José Robinson, personas respetables en extremo, se presentó indignada a Príncipe, teniendo lugar una borrascosa entrevista para reclamar a Carolina.
—No, no podemos permitir en manera alguna tal intervención—decía la señora de Federico, mujer vestida a la moda y de dudosa apariencia.—El término de nuestro convenio no ha llegado aún, y en las actuales circunstancias no estamos dispuestos a dispensar de sus condiciones a la de Ponce.
—La señorita Galba debe sujetarse al reglamento y disciplina del Instituto, hasta que salga oficialmente de él.
—Esta conducta puede dañar el porvenir y comprometer la situación de la educanda en la sociedad—indicó el señor Robinson.
Fue en vano que Príncipe expusiera el estado de la señora de Ponce, que no tenía complicidad alguna en la fuga de Carolina, que la acción de ésta era perdonable y natural, y que podían tener la seguridad de que se someterían a su expontánea decisión. Después, subiéndole la sangre a las mejillas, y con desdeñosa mirada, pero con singular sangre fría, añadió:
—Permítame dos palabras más. Tengo el deber de informarles de una circunstancia que seguramente me justificaría, como albacea del finado Galba para rechazar sus pretensiones. Unos meses después de la muerte del señor Galba, un chino que éste había tenido a su servicio, descubrió que tenía hecho un testamento, que se descubrió más tarde entre su documentación. El valor insignificante del legado, en su mayoría de terrenos, en aquel entonces escaso de valor, impidió a sus ejecutores testamentarios llevar a cabo su voluntad, y aun abrir y hacer público el testamento con las fórmulas prescritas por las leyes, hasta hace cosa de dos o tres años, cuando el valor de la propiedad hubo ya aumentado considerablemente. Las disposiciones de aquel legado son sencillas, pero terminantes. Los bienes de Galba quedan divididos entre Carolina y su madrastra, con la explícita condición de que ésta última sea su tutor legal, provea a su educación y substituya y haga las veces de padre en todo lo que sea del caso.
—¿Y cuál es el valor de ese legado?—preguntó Robinson.
—No puedo decirlo exactamente; pero se acerca a medio millón—repuso Príncipe.
—Si es así, debo declarar que la conducta de la señora Ponce es tan honrada como justificada—contestó el señor Robinson.
—No seré yo quien se atreva a oponer dudas ni obstáculos al cumplimiento de las intenciones de mi difunto marido—añadió la de Galba.
Y la entrevista se terminó.
Al comunicarse el resultado de aquélla a la señora de Ponce, llevó ésta la mano de Juan a sus enjutos labios.
—Nada puedes añadir a mi felicidad presente, Juan; pero, dime, ¿por qué se lo ocultaste a Carolina?
Juan se sonrió en silencio.
Al cabo de una semana terminaron las formalidades legales necesarias, y Carolina fue devuelta a su madrastra. A propuesta de la enferma, arrendaron una casita en los arrabales de la población, para esperar allí la primavera que llegó tarde aquel año, y la convalecencia de la señora de Ponce que no vino jamás.
No obstante, era paciente y dichosa. Le gustaba observar cómo retoñaban más allá de su ventana los árboles desconocidos para ella en California, y preguntar a Carolina sus nombres y sus frutos. Proyectaba aún para el verano largos paseos con Carolina a través de los frondosos bosques, cuyas grises y secas filas podían verse desde la casita. Quiso escribir una poesía a ellos dedicada; uno de los miembros de esta improvisada familia conserva de ella un cantar alegre, puro y sencillo; como un eco del pitirrojo que la llamaba desde la ventana al nacer el alba.
Luego, sin transición, se extendió sobre el cielo un día sereno, místicamente suave, somnoliento y bello; palpitante como si revoloteara en el aire la vida con alas invisibles; la Naturaleza despertaba a una exuberante resurrección. Y a la pobre enferma la sentaron al aire libre, postrada bajo aquel sol glorioso que lo doraba todo con sus rayos. Allí estuvo tendida por largo tiempo en dulce y apacible beatitud.
Un día, cansada Carolina de velar, se había dormido a su lado, y los delgados dedos de la señora de Ponce se posaban sobre su cabeza como en tierna bendición.
A poco, llamó a Juan.
—¿Quién ha venido hace poco?—dijo en voz apenas perceptible.
—La señorita de Corlear—dijo Juan, contestando a la mirada de sus hundidas pupilas.
—Juan—dijo después de una pausa,—querido Juan; siéntate a mi lado un momento; tengo que decirte algo. Si en pasados días te he parecido alguna vez dura o fría o coqueta, era porque te amaba, Juan; te amaba demasiado para comprometer tu porvenir, encadenándolo con el mío ya caduco. Siempre te amé, querido Juan, hasta cuando parecía menos digna de ti. Todo aquello pasó ya, pero he tenido hace poco un sueño, Juan, he soñado con una mujer, en quien encontrarías lo que a mí me faltaba—y miró amorosamente al tierno capullo que dormía a su lado,—y que amarías como me has amado. ¿No es verdad?
Y le clavó sus ojos, que despedían un postrer destello de luz. Juan le estrechó la mano, pero no contestó. Después de algunos momentos de silencio, añadió:
—Acaso aciertes en tu elección. Es buena muchacha, Juan... aunque un poco atrevida.
Y no dijo más. El último rastro de vida se desprendió de aquella cabeza débil, loca y apasionada. Una mariposa que se había posado en su pecho voló, y la mano que apartaron de la cabeza de Carolina, cayó a su lado, inerte.
Al abrir la carta de Hop-Sing, revoloteó hacia el suelo una tira de papel amarillo, que a primera vista me figuré cándidamente que sería la etiqueta de un paquete de sorpresas chinas, tantas eran las figuras y jeroglíficos que contenía. Había también en su interior una tira más pequeña de papel de arroz con dos caracteres exóticos, trazados con tinta china, en los que reconocí inmediatamente la tarjeta de visita de Hop-Sing. La traducción de todo aquello era la siguiente:
«Las puertas de mi casa no están cerradas para el forastero; el jarrón de arroz está a la izquierda y los dulces a la derecha de la entrada.
»El maestro dio estas dos sentencias:
»La hospitalidad es la virtud del hijo y la sabiduría de los padres.
»El cuerdo es tierno de corazón; después de recogida la cosecha, celebra una fiesta.
»Si ves al forastero en tu cercado de melones, no le observes muy de cerca; dejar de atender es, a menudo, la más alta forma de sabiduría.
»Felicidad, paz y prosperidad.—Hop-Sing.»
Me veo obligado a confesar que, después de una traducción muy libre, me encontré en grave aprieto para llevar a inmediata ejecución el mensaje que se me dirigía. Por sabios y juiciosos que fuesen los citados adagios, me quedé, como vulgarmente se dice, en ayunas, respecto a lo que quería indicarme Hop-Sing, el más sombrío de todos los humoristas, como buen filósofo chino. Por fortuna, descubrí un tercer papel, doblado en forma de esquela, conteniendo algunas palabras en inglés, escritas con letra corrida de Hop-Sing. Decían:
«Espera que honrará usted con su asistencia el número... de la calle de Sacramento, el viernes próximo a las ocho de la noche.—Hop-Sing.»
«Una taza de te a las nueve en punto.»
Eso me dio la clave de todo. Se trataba de una visita al almacén de Hop-Sing, la apertura y exposición de algunas raras curiosidades y novedades chinas, una sesión en el despacho posterior de la casa, una taza de te, de bondad desconocida fuera de estos sagrados lugares, cigarros y una visita al teatro o templo budhista. En efecto, éste era el programa favorito de Hop-Sing, cuando estaba en el ejercicio de su hospitalidad, como agente principal o superintendente de la Compañía Ning-Fu.
El día prefijado y a las ocho en punto entraba en el almacén de Hop-Sing. La casa estaba embalsamada de ese misterioso olor, agradable e indefinible, de los géneros extranjeros; veíase allí la acostumbrada exposición de objetos de apariencia rara, la interminable procesión de lozas y porcelanas, la caprichosa hermandad de lo grotesco y de lo matemáticamente acabado y exacto, las manifestaciones sin fin de la frivolidad frágil; la falta de armonía cromática, cada cosa con su coloración extraña y peculiar. Enormes cometas en forma de dragones y gigantescas mariposas; otras tan ingeniosamente dispuestas, que a intervalos lanzaban, al entrar de cara al viento, el grito del halcón; algunas tan grandes que era imposible que ningún muchacho pudiera dominarlas, tan grandes que hacían comprender el por qué en China echar los cometas es una diversión para los mayores; mitología de porcelana y bronce tan desastrosamente fea que, por la misma imposibilidad de serlo, no despertaban ni simpatía humana ni sentimiento alguno de piedad; jarros de dulce cubiertos completamente por pensamientos morales de Buda y de Confucio; sombreros que se parecían a cestos, y cestos que se parecían a sombreros; sedas tan tenues y delicadas que no me atrevo a decir el increíble número de yardas cuadradas que podrían atravesar a la vez un anillo infantil. Estos y muchos otros objetos indescriptibles me eran conocidos. Proseguí mi camino a través del almacén parcamente alumbrado, hasta llegar al despacho posterior o salón, donde encontré a Hop-Sing que me recibió con su afabilidad peculiar.
No entraré en su descripción sin que el lector ilustrado deseche de su mente toda suerte de ideas que acerca de los chinos pueda haber adquirido en obras y representaciones tendenciosas. No vestía sus piernas con festoneados calzoncillos llenos de campanillas, jamás he encontrado un chino que los llevase, no adelantaba constantemente su dedo índice extendido en ángulo recto con el cuerpo, ni siquiera lo he oído jamás proferir la misteriosa frase Ching a ring a ring chaw, ni bailaba como aquéllos a la más leve indicación. Más bien era, en conjunto, un caballero grave, decoroso y de toda respetabilidad. Su color, que se extendía por toda la cabeza hasta su larga trenza, se parecía al de un hermosísimo papel agarbanzado y lustroso, y eran sus ojos negros y penetrantes. Tenía nariz recta y delicadamente formada, la boca pequeña, los dientes menudos y limpios, y cejas inclinadas en ángulo de quince grados. Su vestido característico era una blusa de seda azul oscuro, y para la calle, en días fríos, una corta chaqueta de piel de Astrakán. En las piernas no llevaba más que unas polainas de brocado azul estrechamente ceñidas a las pantorrillas y tobillos; hubiérase dicho que aquella mañana se le había olvidado ponerse los pantalones, pero eran tan señoriles sus modales, que disimulaban por completo la pretendida falta de aquéllos. Aunque de gravedad espartana, era persona fina y hablaba con facilidad el inglés y el francés. En suma, dudo que hubieran ustedes podido encontrar a otro igual a este tendero pagano entre los cristianos de su clase en San Francisco. Algunas personas más había allí. Un juez de la Audiencia Federal, un oficial superior del Gobierno, un rico comerciante y un editor. Luego que hubimos bebido nuestro te y probado algunos dulces de un artístico jarrón, Hop-Sing se levantó, y haciendo gravemente seña de que lo siguiéramos, indíconos que bajásemos al sótano con él. Una vez allí, nos sorprendió verlo brillantemente iluminado y con algunas sillas dispuestas en círculo sobre el liso pavimento. Después que nos hubo hecho sentar, dijo ceremoniosamente:
—He invitado a ustedes a presenciar un espectáculo que puedo asegurarles que jamás extranjero alguno habrá visto, fuera de ustedes. El prestidigitador de la corte, De-Hinchú, llegó ayer mañana. Nunca ha dado función fuera del palacio; sin embargo, le he pedido que divirtiera a mis amigos esta noche y ha accedido gustoso. Para sus juegos no necesita de teatro, tablas, accesorios, ni auxiliar alguno, sino sólo de lo que aquí se ve. Reconozcan, señores, y examinen el terreno por sí mismos.
Como es natural, fuimos a examinar aquello. Era el piso bajo usual, o sea el de los sótanos en los almacenes de San Francisco, asfaltado, para evitar la humedad. Golpeamos el pavimento con nuestros bastones y tanteamos las paredes para complacer a nuestro político huésped, no por otro motivo, pues estábamos del todo conformes en ser víctimas de cualquier diestro manejo. De mí se decir que me sentía dispuesto a dejarme engañar, y si me hubiesen ofrecido una explicación de lo que siguió, probablemente la hubiera excusado.
Estoy convencido de que, en conjunto, la función de De-Hinchú era la primera de su especie dada en tierra americana; sin embargo, como seguramente se habrá hecho desde entonces tan familiar a alguno de mis lectores, creo no seré enojoso al insistir sobre ella. Empezó por echar al vuelo, con ayuda de su abanico, un numeroso enjambre de mariposas, hechas a nuestra vista de pequeños pedacitos de papel de seda, y las mantuvo en el aire durante el resto de la sesión. Por cierto que el juez probó de agarrar una, que se había parado en su rodilla, y escapósele con la ligereza de un lepidóptero de verdad. Y al mismo tiempo De-Hinchú, manejando todavía su abanico, sacaba gallinas de sombreros, escamoteaba naranjas, extraía yardas de seda sin fin, de sus mangas, y llenaba la superficie del sótano de géneros que brotaban misteriosamente del suelo, de su propio vestido, de la nada. Se tragó cuchillos en menoscabo de su digestión por muchos años venideros; descoyuntó todos los miembros de su cuerpo y se recostó en el aire, como descansando en el éter. Pero la suerte que coronó la función, y que hasta ahora no he visto repetida, fue la más sorprendente, fantástica y misteriosa. Es mi apología por este largo preámbulo, mi sola excusa para escribir esta narración, el génesis de este verídico relato.
En un momento, despejó el terreno de los objetos que estorbaban, y luego nos invitó a todos a levantarnos y examinarlo nuevamente. Hicímoslo con gravedad; nada notamos sino el asfaltado pavimento. Después pidió que le prestaran un pañuelo, y como por casualidad me encontraba yo más cerca de él le ofrecí el mío. Tomolo en sus manos y extendiolo abierto en el suelo, desplegó sobre él un gran cuadro de seda, y sobre éste, de nuevo, un gran chal, que cubría casi todo el terreno libre. Situose después en uno de los vértices de este rectángulo, y principió un canto monótono, meciéndose de aquí para allá al compás de una lúgubre melodía. Esperamos inmóviles, y, dominando el canto, oíamos las campanas de los relojes de la ciudad, y las sacudidas de un carro que rodaba por la calle sobre nuestras cabezas. La inquieta expectación; la opaca y misteriosa media luz del sótano, cerniéndose de una manera fantástica sobre el bulto disforme de una deidad china en el fondo; el somnoliento aroma del opio mezclado con el olor de especias y la incertidumbre de lo que realmente estábamos esperando, nos sobrecogían con estremecimientos de instintivo temor: nos mirábamos unos a otros con forzada sonrisa. El malestar llegó a su colmo cuando Hop-Sing, levantándose despacio, señaló con el dedo el centro del chal, sin decir la menor palabra.
¡Había algo debajo del chal! Y algo que antes no estaba allí; al principio, un imperceptible relieve, de contornos indefinidos, pero creciendo más y más distinto y visible a cada instante que pasaba. El canto continuaba aún; el sudor comenzaba a correr por la cara del cantor; por momentos el escondido objeto iba adquiriendo forma y cuerpo, que elevaba el chal en su centro unas cuantas pulgadas del suelo. Era ya indudablemente el contorno de un pequeño pero perfecto cuerpo humano con los brazos y piernas abiertos. Palidecimos y nos sentíamos inquietos; al fin, el editor rompió el silencio con un chiste que, por pobre que fuera, recibimos con espontánea alegría. Cesó de repente el canto, y De-Hinchú, con un rápido y diestro movimiento, arrebató chal y seda, y descubrió, durmiendo pacíficamente sobre mi pañuelo, un diminuto arrapiezo.
El estrepitoso aplauso que siguió a este descubrimiento debieron dejar satisfecho a De-Hinchú, aun cuando era reducido su auditorio; por lo menos, fue bastante ruidoso para despertar a la criatura, un bonito niño de cosa de un año de edad, que parecía una estatuita de Cupido. Fue arrebatado casi tan misteriosamente como había aparecido. Cuando Hop-Sing me devolvió, con un saludo, mi pañuelo, le pregunté si el prestidigitador era padre del tierno infante.
—¡Quién sabe!—dijo el impasible Hop-Sing, recurriendo a esa fórmula española de ambigüedad tan común en California.
—¿Pero tiene una criatura nueva para cada función?—repuse.
—¡Acaso! ¿Quién sabe?
—¿Pero qué será de éste?
—Lo que ustedes quieran, señores—replicó Hop-Sing, haciendo una cortés reverencia.—Nació aquí; ustedes son sus padrinos.
Por aquella época en que corría el año 1856, dos particularidades caracterizaban a la sociedad californiana. Estar pronta a comprender una indirecta y manifestarse generosa hasta la prodigalidad en cualquier llamamiento altruista. Por sórdido y avaro que el individuo fuera, no podía resistir tan imperiosa influencia. Así es que doblé las puntas de mi pañuelo convirtiéndolo en un saco, dejé caer dentro una moneda, y, sin decir palabra, lo pasé al juez, quien añadió sencillamente otra moneda de oro de veinte pesos y la pasó a su vecino; cuando el pañuelo volvió a mis manos contenía una cantidad respetable que entregué inmediatamente a Hop-Sing.
—Para el recién nacido, de parte de sus padrinos.
—¿Pero qué nombre le daremos?—dijo el juez.
Con un derroche de alusiva erudición, hubo un tiroteo de Erebo, Nox, Platón, Terracota, Anteo, etc., etc. Por último, dejamos que decidiera nuestro huésped la cuestión.
—¿No ha nacido de De-Hinchú? ¿Pues por qué no darle su propio nombre?—dijo tranquilamente.
Y así se hizo.
De este modo nació De-Hinchú en esta verídica crónica, en la noche del viernes 5 de marzo de 1856.
Acababa de entrar en prensa la última página de La Estrella del Norte de 19 de julio de 1865, única publicación diaria editada en Klamath County, y a las tres de la mañana dejaba yo a un lado mis manuscritos y pruebas, preparándome para irme a casa, cuando debajo de algunas hojas de papel que separaba, descubrí una carta. No llevaba sello alguno de correo y el sobre estaba algo sucio, pero no me fue difícil reconocer la letra de Hop-Sing, mi antiguo amigo. Abrilo apresuradamente y leí lo siguiente:
«Distinguido amigo: No sé si el dador le convendrá para el cargo de diablo en su diario; si esta plaza no es puramente del oficio, creo que reúne todas las cualidades apetecibles. Es activo, listo e inteligente; comprende el inglés mejor que lo habla, y es capaz de compensar cualquier defecto con el hábito de observación y su espíritu imitativo. No hay más que enseñarle una vez cómo se hace una cosa y la repetirá, sea buena o mala. Pero ya le conoce, usted es uno de sus padrinos; es De-Hinchú, el hijo putativo del prestidigitador De-Hinchú, a cuyas representaciones tuve el honor de invitarle; aunque quizá olvidado ya.
»Procuraré mandarlo con una partida de culis a Stocktown y de allí por expreso a esa ciudad. Me hará grandísimo favor si puede utilizarlo aquí y probablemente le salvará la vida, que en la actualidad está amenazada, gracias a los miembros más jóvenes de su cristiana y altamente civilizada raza, que asisten en San Francisco a los modernos e instructivos colegios.
»Está muy versado en el ejercicio de la profesión De-Hinchú, que siguió por algunos años, hasta que se hizo sobrado grande para entrar en la manga de su padre, o bailar en un sombrero. El dinero que tan generosamente le fue entregado lo he gastado en su educación; ha leído de cabo a rabo los Clásicos, pero creo que sin gran provecho: sabe poco de Lao-Tsé y absolutamente nada de Confucio. Además, por descuido de su padre, se asoció, tal vez demasiado, con niños americanos.
»Era mi intención contestar antes por correo a su carta; pero he pensado que el mismo De-Hinchú podía ser el portador de la misiva.
»Su amigo y respetuoso servidor,
Hop-Sing.»
En tales términos contestó Hop-Sing a mi carta. Pero, ¿dónde estaba el portador? ¿Por qué arte misterioso fue entregada? Consulté inmediatamente con el aprendiz, los impresores y el regente, pero no saqué nada en claro; nadie había visto la carta, ni sabía cosa alguna del que la trajo. Pocos días después recibí la visita de Ah-Ri, el lavandero.
—¿Usted querer diablo? Bueno; yo tomar él.
Momentos después, volvió con un niño chino, listo en apariencia, cuyo aspecto inteligente me hizo tan buena impresión que lo contraté en seguida. Cuando estuvo cerrado el trato, le pregunté su nombre.
—De-Hinchú—dijo el muchacho.
—Pero, ¿eres tú el niño enviado por Hop-Sing? ¿Cómo diablos no has venido hasta ahora? ¿Cómo has entregado la carta?
De-Hinchú me miró con una sonrisa.
—Yo tirar parte arriba ventana.
No lo comprendía. Me miró por un momento perplejo, y luego, arrancándome la carta de la mano se deslizó rápidamente por la escalera. Al cabo de un momento, con gran sorpresa mía, la carta entró volando por la ventana, dio dos veces la vuelta por la habitación y luego se posó suavemente como un pájaro sobre mi escritorio. No repuesto aún de la sorpresa, De-Hinchú reapareció, sonriéndose, miró la carta, luego me miró a mí, y exclamó:
—Así, hombre.
Y no añadió una palabra más. Este fue su primer acto oficial.
La hazaña que voy a relatar, siento tener que decirlo, no tuvo un éxito igualmente placentero. Uno de nuestros habituales repartidores cayó enfermo, y en el apuro se mandó a De-Hinchú que desempeñase interinamente sus funciones. Con objeto de evitar equivocaciones, la noche anterior le enseñaron la ruta, y al amanecer le entregaron el número ordinario de ejemplares para repartir. Al cabo de una hora volvió de buen humor y sin los periódicos, diciendo que estaban ya todos en poder de los subscriptores.
Pero, por desgracia para De-Hinchú, a cosa de las ocho de la noche, empezaron a llegar a la redacción subscriptores con indignada faz. Habían recibido sus ejemplares; pero, ¿de qué modo? Pasando a través del vidrio de las ventanas, en forma de balas de cañón fuertemente comprimidas, dándoles de lleno en la cara, como una pelota del juego de football si por casualidad se encontraban asomados; por cuartas partes, metidas por ventanas distintas; incluso los habían encontrado en la chimenea, clavados contra la puerta, en las ventanas de las buhardillas, en los terrados, embutidos en los ventiladores, introducidos en forma de arrolladas cerillas por el ojo de la cerradura, y anegados en los jarros con la leche matinal. Uno de aquellos furibundos subscriptores que esperó algún tiempo a la puerta de la redacción, al efecto de tener una entrevista personal con De-Hinchú (a la sazón, para mayor seguridad, encerrado bajo llave en mi habitación), díjome con lágrimas de rabia en los ojos, que a las cinco le había despertado una gritería horrible debajo de sus ventanas; que al levantarse, muy agitado, dejole estupefacto la aparición repentina de La Estrella del Norte, y doblada en forma de boomerang, o sea cachiporra de la India Oriental, y fuertemente arrollada, que entró disparada por la ventana, describió en el cuarto un número infinito de círculos, echó la luz por tierra, dio un cachete en la cara al niño, le sacudió a él en la mejilla y luego salió por la ventana opuesta y cayó, finalmente, en el patio, falto de impulso. Durante el resto del día, aparecieron en la redacción los ejemplares de La Estrella del Norte de la edición de aquella mañana, en fragmentos de papel sucios y estrujados que traía indignada la suscripción. De aquel modo se perdió también un admirable artículo sobre «Los recursos de Humboldt County» que había yo compuesto la noche antes, y que, sin duda alguna, hubiera cambiado el aspecto de los negocios del año siguiente y llevado a la bancarrota a los muelles de San Francisco.
Por tal motivo se juzgó que debía mantenerse encerrado a De-Hinchú en la imprenta reduciéndolo a la parte puramente mecánica del oficio. Allí, en poco tiempo, desarrolló maravillosa actividad y aptitud, granjeándose, al fin, el favor y buena voluntad de los impresores y del regente, que al principio tenían como de la mayor gravedad y trascendencia política su iniciación en los secretos del arte de Guttemberg. Muy pronto aprendió a componer los tipos, ayudándolo en la operación mecánica su extraordinaria destreza en la prestidigitación; su ignorancia del idioma parecía serle más favorable que perjudicial, aseverando el axioma de impresor, de que el cajista que sigue las ideas del original, es un pésimo operario. A menudo y deliberadamente, solían darle largas diatribas contra él mismo, que sus compañeros de trabajo colgaban del gancho de su caja como original, pasándole inadvertidas frases tan lacónicas como éstas: «De-Hinchú es hijo del mismísimo diablo», «De-Hinchú es un bribón amarillo», y me traía aún la prueba tan contento, brillando sus ojos y sacando a relucir sus dientes con una sonrisa de satisfacción.
No pasó, sin embargo, mucho tiempo sin que se desquitara de sus malévolos perseguidores, y una vez estuvo en un tris de que sus represalias me envolvieran en un serio disgusto. El regente de la imprenta se llamaba Webster, y De-Hinchú pronto aprendió a reconocer al individuo y las letras combinadas de su apellido. En lo más reñido de una campaña política, el elocuente y fogoso coronel Armando, de Siskyon, había hecho un discurso sensacional que fue especialmente taquigrafiado para La Estrella del Norte. En el transcurso de la peroración, el coronel Armando había dicho: «yo, como el sublime Webster, repetiré...» y aquí seguía la cita que no recuerdo ahora. Pues bien, De-Hinchú, mirando casualmente la galera, después de revisado el discurso, vio el nombre de su principal perseguidor, y como es natural, imaginó que era de él la frase que se transcribía. Una vez el molde en prensa, De-Hinchú aprovechó la ausencia de Webster para quitar la cita y sustituirla con una delgada tirita de plomo del mismo tamaño del tipo, grabada con caracteres chinos, formando una frase que, según creo, era una denigrante y completa declaración de la incapacidad y repugnancia de aquel funcionario, acompañada, en cambio, de una cláusula laudatoria de su propia personalidad.
A la mañana siguiente, el periódico contenía íntegro el discurso del coronel Armando, en el que se leía que el sublime Webster, en cierta ocasión, había expresado sus pensamientos en un chino excelente pero del todo incomprensible. La rabia del coronel Armando no tuvo límites. Tengo un vivo recuerdo de cuando aquel hombre y orador admirable entró en mi despacho y me pidió una retractación del aserto estampado.
—Pero señor de mi alma—le dije:—¿Está usted pronto a negar bajo su firma que Webster haya pronunciado semejante frase? ¿Se atreverá usted a negar que, entre los notorios conocimientos de Webster, no estaba comprendido el idioma de los hijos del celeste imperio? ¿Quiere usted someter una traducción adecuada a nuestros lectores y negar bajo palabra de honor, que el gran Webster haya expresado jamás tales conceptos? Si lo desdeña, caballero, estoy pronto a publicar su réplica.
El pundonoroso militar no lo quiso, pero se marchó indignado. En cuanto a Webster, el regente, lo tomó con más sangre fría: felizmente ignoraba que durante dos días los chinos de los lavaderos, de las minerías, de las cocinas, miraban por la puerta de los talleres con la cara radiante de malicia; incluso que nos hicieron un pedido de trescientos ejemplares sueltos de La Estrella del Norte, para los lavaderos de la población. Tan sólo observó que durante el día a De-Hinchú, de vez en cuando, le atacaban espasmos convulsivos, que se vio obligado a reprimir dándole de puntapiés y otros argumentos contundentes. Algunos días después del suceso, llamé a mi presencia a De-Hinchú.
—De-Hinchú—dije con gravedad,—quisiera que para mi propia satisfacción me tradujeras aquella frase china que mi privilegiado compatriota, el divino Webster, pronunció públicamente en cierta solemne ocasión.
Mirome el chino fijamente y sus negros ojos centellearon.
Después contestó gravemente.
—Señor, Webster dice:—Niño chino hacer yo muy tonto. Niño chino hacer mi muy enfermo.
Sin embargo, temo que esté retratando una parte y no la mejor del carácter de De-Hinchú. Según me refirió, había sido la suya una vida muy dura y accidentada. No conoció la niñez ni tenía noticia de sus padres. Educolo el prestidigitador De-Hinchú, pasando los siete primeros años de su vida saliendo de cestos, cayéndose de sombreros, subiendo por escalas y dislocando sus tiernos miembros a fuerza de colocarse en violentas actitudes. Criado en una atmósfera de engaño y artificio, consideraba a los hombres como perennes víctimas de sus sentidos; en fin, si hubiese pensado algo más, para su edad hubiera sido un cínico; con unos años más habría sido un escéptico, y más tarde, cuando viejo, hubiese llegado a filósofo. A la sazón era un diablejo: ¡un diablejo bien humorado, es verdad! diablejo cuya naturaleza moral nadie modeló, un diablejo en huelga, dispuesto a adoptar la virtud como un entretenimiento. Que yo sepa, no tenía conciencia de su alma; era muy supersticioso; llevaba consigo un horrible dios de porcelana, pequeño, al que tenía costumbre de insultar o de invocar, según creía procedente. Además, era demasiado inteligente para seguir los vicios ordinarios chinos de robar, o de mentir mecánicamente. Sea cual fuere la doctrina que practicase, no tenía otro guía que su razón.
Opino que no le faltaba sensibilidad, aunque era casi imposible alcanzar de él expresión alguna que la diera a conocer, y debo confesar en conciencia, que tenía apego a los que eran buenos para con él. Difícil sería determinar a qué podría haber llegado en condiciones más favorables que las de esclavo de un periodista poco retribuido y abrumado de trabajo; solamente sé que recibía las escasas e irregulares muestras de bondad que le concedía con suma gratitud. Leal y paciente, poseía dos cualidades de que carecen la generalidad de los criados americanos. Mi persona le había inspirado siempre grave deferencia y respeto; solamente una vez, después de provocarlo, recuerdo que dio muestras de alguna impaciencia. Por la noche, cuando me retiraba del despacho, solía llevármelo a mis habitaciones, para que me sirviera de portador de cualquier adición o pensamiento feliz que pudiera ocurrírseme antes de que pasaran las cuartillas a la imprenta. Recuerdo que una vez había estado yo borroneando papel hasta mucho más tarde de la hora a que acostumbraba a despedir a De-Hinchú, y habíaseme olvidado completamente su presencia en la silla al lado de la puerta, cuando de pronto llegó a mis oídos una voz en tono quejumbroso, que decía:
—Chylee.
Volvime maquinalmente.
—¿Qué dices?
—¡Yo decir: Chylee!
—¿Y qué?—dije con impaciencia.
—Usted saber, ¿cómo está, John?
—Sí.
—Usted saber, ¿tanto tiempo John?
—Sí.
—¡Bueno, pues; Chylee! ¡es lo mismo!
Lo comprendí claramente. De-Hinchú deseaba acostarse y se valía de aquella palabra para dar las buenas noches. Sin embargo, un instinto de picardía que poseía yo lo mismo que él, me impelió a obrar como si no comprendiera la indirecta; murmuré algo en este sentido, y me incliné otra vez sobre mis papeles. A los pocos minutos oí que sus suelas de madera pataleaban sobre el entarimado. Mirelo: estaba junto a la puerta, de pie.
—¿Usted no saber, Chylee?
—No—dije con fingida seriedad.
—¡Usted ser mucho grande tonto! ¡Todo igual!
Y se largó, asustado por su propia audacia.
No obstante, a la mañana siguiente, apareció como siempre, dócil y sumiso, y no le recordé su defección. Probablemente, como ofrenda de paz, limpió todas mis botas, deber que nunca le había exigido, incluyó en el obsequio un par de zapatos y unas inmensas botas de montar, todo de piel de ante, sobre las cuales tuvo ocasión de expiar durante dos horas sus remordimientos.
He hablado de su honradez como cualidad más inteligente que moral, pero recuerdo dos excepciones. Para cambiar la pesada alimentación usual de los pueblos mineros, deseaba yo comer huevos frescos, y sabiendo que los paisanos de De-Hinchú eran celebrados por sus criaderos de aves de corral, me dirigí a él con tal fin. Cada día me trajo huevos, pero se negó a recibir paga de ninguna especie, diciendo que el hombre no los vendía, ejemplo extraordinario de abnegación, pues los huevos valían entonces medio peso cada uno. Una mañana, mi vecino Forster, hízome durante el almuerzo una visita, y con esta ocasión lamentó su mala suerte, pues sus gallinas habían cesado de poner, o bien él no sabía dar con los nidales. De-Hinchú que estaba presente durante nuestro coloquio, conservó el grave y característico silencio de costumbre. Pero cuando mi vecino se hubo marchado, se volvió hacia mí, con una ligera risa, diciendo:
—Gallinas de Flostel, gallinas de De-Hinchú, todo es igual.
Después, en una temporada de grandes irregularidades en los correos, De-Hinchú me había oído deplorar los retardos en la entrega de mi correspondencia. Un día, al llegar a mi despacho, me sorprendí de encontrar la mesa cubierta de cartas, acabadas de llegar por el correo, pero desgraciadamente ninguna de ellas llevaba mi dirección. Volvime hacia De-Hinchú, que las estaba contemplando tranquilamente satisfecho y le pedí una aclaración. Señaló a mis ojos espantados un saco de correos, vacío en un rincón, y dijo:
—Cartero dice siempre: ¡No hay cartas, John, no hay cartas, John! ¡Cartero mucho mentir! Cartero ser inútil. ¡Yo anoche tomar saco de cartas, todo igual!
Por fortuna, era aún temprano y no habían hecho el reparto; tuve una precipitada entrevista con el jefe de Correos sobre el atrevido atentado de De-Hinchú, al robar la correspondencia de la Unión. Con la compra de un nuevo saco de correos, quedó solventado el asunto.
Cuando volví a San Francisco, después de colaborar durante dos años en La Estrella del Norte, hubiese podido dar por terminada mi misión, llevándolo conmigo a De-Hinchú, si no lo hubiese impedido el profundo cariño que le profesaba. Además, no creo que hubiese visto con gusto el cambio, y lo atribuí a un temor nervioso de la aglomeración de gente, pues cuando tenía que cruzar la ciudad para algún recado, daba un gran rodeo por los barrios extremos. Lo atribuí también al horror de la disciplina del colegio anglochino, al cual me propuse enviarlo; a su cariño por la vida libre y vagabunda de las minas, o a mera inclinación natural. Hasta mucho tiempo después, no se me ocurrió que fuera por presentimiento.
Parecía haber llegado ya la ocasión que tanto esperaba y anhelaba. Podía colocar a De-Hinchú, bajo influencias suavemente restrictivas, someterlo a una vida y enseñanza que le inclinara al bien más que mis mal reguladas bondades y cuidado superficial. De-Hinchú ingresó en la escuela de un misionero chino, pastor inteligente y bondadoso, que había demostrado gran interés por el chico, y quien, sobre todo, cifraba en él firmes esperanzas. Acogiole en su casa una pobre viuda, con una sola hija, de uno o dos años menos que De-Hinchú. Esta criatura, lista, alegre, inocente y sin artificio, fue la que tocó el corazón al muchacho y despertó la susceptibilidad moral que había permanecido insensible a los sermones del teólogo y a las enseñanzas de la sociedad.
De-Hinchú debió ser feliz aquellos breves meses, ricos en promesas que no vimos cumplidas. Tenía para su pequeña amiga la misma supersticiosa adoración, aunque no el mismo capricho, que para su dios pagano, de porcelana. Sentía una inefable dicha en caminar tras de ella hasta el colegio, llevándole los libros, servicio siempre acompañado de algún cachete, debido a las pequeñas manos de sus hermanos de raza mogol. Construía para ella los más maravillosos juguetes, recortaba de zanahorias y de nabos las más sorprendentes flores y figuras, hacía de pepitas de melón, gallinas como naturales, construía abanicos y cometas, y era singularmente diestro en cortar para las muñecas fastuosos vestidos de papel. Ella, por su parte, jugaba también con él; le enseñaba canciones y lindezas, diole para su trenza una cinta amarilla, la que mejor sentaba a su color; leíale cuentos y narraciones y lo llevaba consigo a la clase del domingo; en oposición a los precedentes de la escuela y a manera de las mujeres mayores, triunfaba en esta innovación. Sería mi deseo poder añadir que consiguió que se convirtiera y que lo hizo abandonar su ídolo de porcelana; pero estoy contando una historia verdad. La niña se contentaba con inspirarle su cristiana bondad, sin dejarle ver que estaba ya convertido. De modo, que hicieron muy buenas migas la niña cristiana con su dorada cruz colgando de su blanca garganta, y el amarillo idólatra, con su horrible deidad de porcelana escondido en las profundidades de su vestidura.
El año de 1869 se recordará por mucho tiempo en San Francisco; durante dos días, una turba de sus ciudadanos se arrojaron sobre extranjeros indefensos, los mataron porque eran extranjeros y de otra raza, religión y color, y porque ofrecían su sudor al precio que podían obtener de él. Magistrados hubo tan pusilánimes, que se figuraron que había llegado el fin del mundo; hubo hombres de Estado, eminentes, cuyos nombres me avergüenzo de escribir aquí, que dudaron de que el artículo de la Constitución que garantiza a todo ciudadano extranjero la libertad civil y religiosa, era un principio moral incontrovertible. Sin embargo, no faltaron hombres no tan fáciles de asustar, y que en veinticuatro horas arreglaron las cosas de manera que los tímidos pudieran estrecharse las manos con seguridad, y los eminentes estadistas proferir sus dudas sin dañar a nada ni a nadie. Por aquellos días, recibí una esquela de Hop-Sing, rogándome que fuese en seguida a verlo.
Su almacén estaba cerrado y defendido contra los ataques posibles de los revoltosos por numerosa policía. Hop-Sing me recibió con su habitual e imperturbable tranquilidad, pero, según me pareció, con mayor gravedad que de ordinario. Con el mayor silencio, me tomó de la mano y me condujo al fondo de la habitación y de allí por las escaleras al sótano. Reinaba en su interior casi una completa oscuridad, pero se distinguía algo tendido en el suelo, cubierto por un chal. Cuando me acerqué retiró el chal bruscamente y descubrió a De-Hinchú, el idólatra, ¡tendido allí exánime!
¡Muerto, mis queridos amigos, muerto!... ¡Maltratado hasta morir en las calles de San Francisco, en el año de gracia de mil ochocientos sesenta y nueve, por una banda de colegiales cristianos!... ¡niños de su edad!...
Con el corazón conmovido puse mi mano sobre su pecho, sentí algo que se desmenuzuba bajo su blusa y miré interrogativamente a mi acompañante. Hop-Sing introdujo su mano entre los pliegues de seda, y con la única sonrisa de amargura que vi jamás en el rostro de aquel caballero pagano, retiró un objeto de porcelana.
Era el ídolo de De-Hinchú, hecho trizas por una piedra de aquellos iconoclastas cristianos.
FIN
[1] Bolsa de Smith.
[2] San Francisco.
[3] Diminutivo de Alejandro.
[4] Dique arenoso.
[5] Dase el nombre de flats a los depósitos de aluviones auríferos.
[6] Árbol del país.
[7] Canal formado con tablas de madera, por donde se dejan correr, disgregadas con agua, las tierras auríferas pasando sobre mercurio donde se amalgama el oro.
[8] Partidario del Convenant.
[9] Juego de cartas, en California.
[10] Juego de azar americano.
[11] El supuesto jugador.
[12] En inglés ass, borrico.
[13] Nombre humorístico que se da a los inmigrantes chinos.
[14] Por bureau.
[15] Agente de policía.
***END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK BOCETOS CALIFORNIANOS***
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It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need, is critical to reaching Project Gutenberg-tm's goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation web page at http://www.gutenberg.org/fundraising/pglaf. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email [email protected]. 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Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. To SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state visit http://www.gutenberg.org/fundraising/pglaf While we cannot and do not solicit contributions from states where we have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition against accepting unsolicited donations from donors in such states who approach us with offers to donate. International donations are gratefully accepted, but we cannot make any statements concerning tax treatment of donations received from outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff. Please check the Project Gutenberg Web pages for current donation methods and addresses. Donations are accepted in a number of other ways including checks, online payments and credit card donations. To donate, please visit: http://www.gutenberg.org/fundraising/donate Section 5. General Information About Project Gutenberg-tm electronic works. Professor Michael S. Hart is the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Each eBook is in a subdirectory of the same number as the eBook's eBook number, often in several formats including plain vanilla ASCII, compressed (zipped), HTML and others. Corrected EDITIONS of our eBooks replace the old file and take over the old filename and etext number. The replaced older file is renamed. VERSIONS based on separate sources are treated as new eBooks receiving new filenames and etext numbers. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: http://www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks. EBooks posted prior to November 2003, with eBook numbers BELOW #10000, are filed in directories based on their release date. 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